En el Libro III de los Ensayos, Montaigne despliega una reflexión madura y más personal que en los libros anteriores, en la que examina con tono íntimo y crítico la tensión entre lo útil y lo honroso, la experiencia del arrepentimiento, las formas de sociabilidad, la diversión como respiro del espíritu y hasta su lectura de los versos de Virgilio. A través de temas diversos —desde los vehículos y la incomodidad de la grandeza, hasta el arte de conversar, la vanidad y el gobierno de la voluntad—, el autor explora las paradojas de la condición humana, su fragilidad y sus contradicciones. Culmina con meditaciones sobre la fisonomía y la experiencia, que elevan su mirada desde lo anecdótico hacia lo universal, mostrando cómo lo cotidiano se convierte en materia filosófica y cómo la filosofía misma se confunde con la vida.
LIBRO III
Capítulo I: De lo util y de lo honroso
Montaigne comienza hablando sobre la futilidad de ciertas palabras y la necesidad de reconocer la propia limitación en lugar de caer en la presunción. El autor enfatiza que sus propias digresiones no se cargan de vanidad, sino que se lanzan con naturalidad, sin aspirar a más valor que el que puedan tener por sí mismas. Esta confesión inicial prepara el terreno para un examen de la tensión entre la utilidad práctica y la nobleza del honor en los actos humanos.
El ejemplo histórico que Montaigne trae a colación es el de Tiberio, quien, pese a ser un emperador duro y poco querido, rechazó una propuesta de eliminar a su enemigo Arminio mediante veneno, alegando que Roma estaba acostumbrada a vencer en combate abierto. Aquí Montaigne exalta la decisión de anteponer lo honroso a lo meramente útil, resaltando la paradoja de que la virtud puede aparecer incluso en labios de quien no la practica por convicción. Con este caso se muestra cómo la verdad y la nobleza tienen un peso que sobrepasa incluso el cálculo político.
El ensayo continúa con una visión profundamente antropológica y realista de la naturaleza humana. Montaigne sostiene que nuestra existencia está atravesada por pasiones y defectos inevitables —ambición, celos, envidia, venganza, superstición, desesperanza— que forman parte esencial de nuestro ser, tanto como los instintos en los animales. Incluso la crueldad aparece como una pulsión connatural, pues el hombre puede sentir una extraña mezcla de compasión y goce maligno ante el sufrimiento ajeno. Así, los vicios no son simples anomalías que puedan extirparse sin consecuencias, sino elementos estructurales que sostienen la vida en sociedad, comparables a los venenos que, usados con medida, conservan la salud.
Montaigne introduce aquí una dimensión política y cívica: en todo orden social existen funciones abyectas pero necesarias, como la traición, el engaño o el derramamiento de sangre en defensa del bien común. Según él, tales roles deben quedar en manos de hombres más fuertes y menos escrupulosos, mientras que otros, más débiles o más íntegros, cumplen papeles más sencillos y menos riesgosos. El autor reconoce la necesidad de estas tareas, pero se distancia de ellas, mostrándose como alguien que se resiste al fraude y a la manipulación, aun en el ámbito judicial, donde critica el uso de engaños para arrancar confesiones.
En la parte más personal del texto, Montaigne relata su propia experiencia en negociaciones políticas. Subraya que, a diferencia de los diplomáticos profesionales, él siempre procuró mostrarse sincero y abierto, evitando engañar con su semblante o manipular con artificios. Prefiere ser fiel a sí mismo y exponerse con franqueza antes que faltar a su propia integridad. Esta actitud, lejos de perjudicarle, le granjeó respeto y confianza, pues la transparencia se convierte en una forma de virtud eficaz. Aquí se refuerza la idea de que la verdad y la simplicidad, aunque parezcan desarmadas, tienen un poder propio que resuena en cualquier época.
Montaigne continúa desarrollando su idea de la tensión entre lo útil y lo honroso, pero lo hace desde un ángulo más personal y político. En primer lugar, el autor afirma no estar dominado por pasiones extremas de amor u odio hacia los grandes, ni tampoco por compromisos excesivos con causas comunes. Se define como alguien moderado, que no deja que las pasiones privadas distorsionen la justicia y que procura mantener la serenidad, incluso en contextos de crisis. Con esta actitud, Montaigne se coloca en un punto intermedio: reconoce que, en caso de necesidad, puede llegar a actuar con pragmatismo —la metáfora de encender una vela a san Miguel y otra al diablo—, pero siempre dentro de un marco de prudencia y sin atarse más de lo necesario. Su ejemplo de Ático, quien logró salvarse en medio del colapso del mundo romano gracias a la moderación, refuerza la idea de que, en tiempos de turbulencia, la discreción puede ser más valiosa que la ambición.
Seguidamente, Montaigne distingue entre la neutralidad oportunista y la neutralidad prudente. Rechaza a los que permanecen expectantes, sin definirse, aguardando a ver hacia dónde se inclina la fortuna, pues eso es traición en asuntos internos del propio país. Sin embargo, considera excusable la abstención cuando no hay obligación expresa de intervenir, especialmente en guerras extranjeras. Este matiz es fundamental: Montaigne no predica la pasividad, sino la mesura en la acción, que permite participar en las disputas sin dejarse arrastrar por las pasiones destructivas. Su valoración de quienes, incluso en medio de conflictos violentos, mantienen la mesura y la dignidad, muestra que para él el honor reside más en la actitud que en el resultado.
En otro nivel, el ensayo aborda la cuestión de la lealtad y la traición. Montaigne critica severamente a los hombres que sirven como instrumentos de traición, pues su deslealtad es reconocida incluso por quienes los utilizan, y los hace inútiles a largo plazo. Él mismo reivindica una práctica de transparencia: no dice nada que no pueda repetir a ambos bandos, guarda silencio solo sobre lo estrictamente necesario, y rehúye ser custodio de secretos que no le incumben. En esto defiende una libertad de conciencia que lo blinda tanto del engaño como de la sospecha de fingimiento. La franqueza, según él, genera confianza y abre la palabra de los otros, como el vino o el amor.
Montaigne también expone las dificultades de mantener esta franqueza en un mundo donde la política y el comercio parecen exigir el disimulo y la mentira. Reconoce que la inocencia es impracticable en la esfera pública, por lo cual se aparta deliberadamente de ella. Afirma que no ambiciona el poder ni los oficios, y que, más que virtud, su retiro de la política responde a su disposición natural y a la fortuna que lo libró de tales ocupaciones. A quienes lo acusan de que su “franqueza” no es más que una astucia refinada, les responde que, aunque lo digan para disminuirlo, en realidad lo honran, pues es más difícil simular una constancia tan igual y sencilla que vivirla de manera natural.
Justicia natural y universal
Montaigne comienza diferenciando la verdadera justicia —eterna, absoluta y noble— de las leyes humanas, que no son más que sombras e imágenes deformadas de aquella. La justicia natural se debilita en el marco de los Estados, pues las leyes, diseñadas para sostener las comunidades, no solo toleran sino que a veces aprueban acciones viciosas. De este modo, el ideal de equidad queda subordinado a la utilidad política, y lo honroso se ve constantemente relegado frente a lo necesario.
El autor toma como hilo conductor el ejemplo de la traición, uno de los actos más detestados y a la vez más utilizados en la historia política. Refiere el caso de los pretendientes al trono de Tracia, donde la perfidia fue castigada con perfidia, y analiza cómo Tiberio recurrió a Pomponio Flaco para atraer y apresar a un traidor mediante engaño. La paradoja aquí es evidente: el crimen fue neutralizado con otro crimen, lo útil sustituyó a lo honroso, y el remedio resultó tan corrupto como la enfermedad. Montaigne, fiel a su tono, reconoce que habrá quienes acepten desempeñar ese papel, pero él mismo lo rechaza con firmeza: su palabra y su fe, dice, no son mercancía disponible para la mentira ni para la perfidia.
En este punto introduce una reflexión moral decisiva: cada cual debe jurarse a sí mismo mantener su conciencia, del mismo modo que los jueces egipcios juraban no desviarse de ella ni aun por orden de los reyes. Para Montaigne, el que encarga una traición no solo degrada al ejecutor, sino que lo marca con un signo de ignominia y lo condena de antemano, pues tal encargo implica una acusación implícita: se reconoce al otro como vil y corrupto. El traidor, además, rara vez disfruta de su recompensa, pues el mismo que lo emplea lo desprecia y con frecuencia lo elimina. La historia que trae Montaigne está llena de ejemplos en que los reyes y príncipes, satisfechos del beneficio obtenido, ejecutan a sus propios agentes de la traición para aplacar su conciencia y silenciar testigos incómodos.
El repertorio de casos es amplio: desde Fabricio rechazando la propuesta del médico de envenenar a Pirro, hasta Jaropelc de Rusia, quien, tras servirse de un noble húngaro para consumar una traición, acabó castigando brutalmente al mismo agente, movido por el asco que le produjo el crimen ya consumado. También cita a Antígono, que entregó a muerte a los soldados que le habían entregado a su general Eumenes, y a Clodoveo, que mandó ahorcar a quienes le habían servido mediante perfidia. En todos estos episodios, Montaigne muestra la lógica paradójica de la traición: incluso quienes se benefician de ella la repudian y buscan castigarla, porque su fealdad moral los delata y su recuerdo los persigue.
La traición y el crimen útil degradan tanto al que los sufre como al que los ejecuta, y aunque a veces resulten inevitables en la política, siempre son ignominiosos. El traidor no solo vende su mano, sino su conciencia; se convierte en un esclavo de la utilidad pública y en un símbolo viviente de la corrupción del honor. La comparación final con la hija de Sejano —violada antes de ser ejecutada para cumplir formalidades legales— ilustra con crudeza cómo, en ocasiones, la razón de Estado y la “comodidad pública” prostituyen no solo el cuerpo, sino el alma misma de la justicia.
Montaigne recurre a ejemplos históricos para mostrar cómo ciertas órdenes soberanas obligaban a los súbditos a realizar actos contrarios al honor. Así ocurre con Amurat I, que impuso a los parientes de un rebelde ejecutar la pena contra él, y con otros cobardes que, por salvarse, entregaron a sus amigos. Montaigne exalta a quienes prefieren cargar con la sospecha de un crimen ajeno antes que participar directamente en una acción innoble, lo que refleja su convicción de que hay una dignidad superior en negarse a ser instrumento del deshonor. El ejemplo de Witolde de Lituania, que permitió al condenado quitarse la vida en vez de encargar a otro la ejecución, muestra la misma sensibilidad: el homicidio de un inocente en nombre de la ley resulta, para Montaigne, más indigno que el acto mismo del reo.
Más adelante, introduce la cuestión de los soberanos forzados a faltar a su palabra en situaciones extremas. Aquí Montaigne muestra matices: cuando un gobernante se ve empujado por una necesidad pública insuperable a traicionar un juramento, no lo absuelve de culpa, pero tampoco lo condena con ligereza. Considera que debe atribuir esa necesidad a la voluntad divina y reconocerla como una desgracia inevitable, siempre que sienta dolor en su conciencia. El punto crucial está en la conciencia del gobernante: si actúa sin duelo ni remordimiento, se delata como corrupto. La excepción, dice Montaigne, debe ser rara, extrema y contemplada con circunspección, porque lo público puede exigir sacrificios que lo privado jamás justificaría.
El ejemplo de Timoleón, que mató a su hermano tirano por liberar a su patria, encarna esta tensión. Montaigne lo presenta como un caso limítrofe: la acción fue necesaria y, al mismo tiempo, moralmente lacerante. El senado de Corinto no se atrevió a juzgarlo directamente, dejando su absolución pendiente de los resultados. Al final, la grandeza de su misión y los éxitos logrados parecieron dar legitimidad a su crimen. Montaigne señala que solo una conciencia herida, acompañada de lágrimas y remordimiento, puede ofrecer cierta excusa en tales casos, pero nunca una justificación plena. El acto es al mismo tiempo heroico y desdichado.
A renglón seguido, contrapone el caso del senado romano bajo Sila, que, por mero afán de aumentar rentas, obligó a ciudades previamente liberadas a pagar impuestos de nuevo, perdiendo el dinero invertido en su redención. Aquí Montaigne denuncia un crimen aún mayor: la traición no por necesidad extrema, sino por codicia. La justicia se convierte en un monstruo que castiga la docilidad y premia la perfidia, mostrando cómo las guerras civiles multiplican los ejemplos de injusticia disfrazada de orden legal.
También, Montaigne habla de la figura de Epaminondas, a quien ensalza como el verdadero modelo de virtud política y militar. En él se une lo aparentemente irreconciliable: la energía en la guerra con una humanidad que rechaza la crueldad. Epaminondas jamás quitó la vida a un vencido, ni siquiera por el bien de su patria, y en medio de la violencia supo mantener la cortesía y la benignidad. Para Montaigne, este general griego muestra que no todo puede sacrificarse al bien común ni a las leyes, pues incluso en el fragor de la batalla subsisten deberes privados —la amistad, la hospitalidad, la palabra dada— que no deben romperse sin degradar la dignidad humana.
Expresa su rechazo hacia las exhortaciones violentas que, bajo la apariencia de justicia o de piedad, no hacen sino alimentar la crueldad. La cita poética que incluye resalta la brutalidad de una justicia que se convierte en máscara de la ira: soldados que, en vez de verse conmovidos por la piedad o la presencia de sus padres, se dejan llevar por el furor de las armas. Montaigne pide abandonar esta forma de justicia atroz y sustituirla por una conducta verdaderamente humana, guiada no por la rabia ni la utilidad, sino por la dignidad y la templanza.
Luego ilustra, con ejemplos históricos de las guerras civiles romanas, cómo la degradación moral se acentúa en la violencia fratricida. Un soldado de Pompeyo, tras matar a su hermano sin darse cuenta, no pudo soportar el dolor y se dio la muerte; en contraste, años después otro soldado, en circunstancias similares, llegó al extremo de pedir una recompensa por haber matado a su hermano. Con estos dos casos, Montaigne muestra el abismo moral entre el remordimiento como signo de humanidad y la codicia como evidencia de corrupción. El tiempo y los ejemplos, dice, pueden moldear la conducta de los hombres para bien o para mal, enseñándonos cuán frágiles son las fronteras entre el honor y la infamia.
El argumento central se reafirma: la utilidad no es sinónimo de honor. Una acción no se ennoblece por ser útil a la colectividad si en sí misma es vergonzosa o inhumana. Confundir lo general con lo particular —creer que porque algo sirve al interés común se convierte automáticamente en honroso— es un error que Montaigne combate con firmeza. La cita latina que introduce lo sintetiza bien: no todo lo que es útil resulta igualmente adecuado o digno para todos los hombres.
Finalmente, lleva esta lógica a un terreno inesperado: el del matrimonio y la castidad. El matrimonio, señala, es sin duda lo más útil y necesario para la sociedad humana, pues asegura su reproducción y continuidad. Sin embargo, los santos cristianos sostienen que el celibato y la virginidad son más venerables, colocándolos por encima de lo útil en el orden espiritual. Con esta paradoja, Montaigne refuerza su punto: lo útil no basta para constituir lo honroso; existen elecciones que, aunque poco prácticas, se reconocen como más elevadas y nobles.
Capítulo II: Del arrepentimiento
Este es uno de los más confesionales y filosóficos de Montaigne, donde se aparta de las digresiones políticas y morales del capítulo anterior para entrar en una reflexión sobre sí mismo y el sentido del cambio interior.
En primer lugar, Montaigne se presenta como un sujeto inacabado, en constante transformación. Afirma que no pinta el “ser” sino lo transitorio, lo móvil y cambiante. Su escritura, como su vida, está marcada por la contingencia: cambia de un día a otro, incluso de un instante a otro. No pretende ofrecer una verdad fija o una doctrina definitiva, sino registrar los movimientos de su alma, sus contradicciones y variaciones. La verdad, insiste, nunca la adultera, aunque su juicio se contradiga. Aquí Montaigne anticipa la modernidad del yo como algo fluido, sujeto al tiempo y a las circunstancias, más que como una esencia rígida.
A continuación, sostiene que su libro es un retrato de sí mismo, no de un personaje ideal. No escribe como gramático, poeta ni jurisconsulto, sino como Montaigne mismo. En esto encuentra su singularidad: mientras los autores buscan dejar huella con un talento particular, él se ofrece desnudo como hombre común. Incluso admite que carece de “arte” o “ciencia”, pero que nadie ha conocido mejor el objeto de su investigación: él mismo. Es un ejercicio de autoconocimiento, en el cual su obra y su persona son inseparables. Quien lee los Ensayos no puede separar el libro del autor, porque son la misma cosa.
En lo que toca al arrepentimiento, Montaigne hace una confesión audaz: se arrepiente rara vez, y su conciencia se satisface consigo misma. No lo dice con soberbia, sino con naturalidad: no porque sea un ángel, sino porque su conciencia, como la de un hombre, se mantiene serena. Reconoce que el arrepentimiento nace del choque interior, de la oposición de nuestra voluntad con nuestras acciones, y que es más punzante que otros dolores porque surge de dentro. El arrepentimiento es la marca del vicio, como la úlcera que deja huella en la carne. Pero añade que los vicios profundamente arraigados en una voluntad firme ya no son corregibles por el arrepentimiento: contra ellos no basta desdecirse. De esta manera, distingue entre errores pasajeros, susceptibles de corrección, y pasiones enraizadas, que constituyen ya parte esencial del carácter.
El texto también desarrolla una ética de la conciencia interior. Montaigne no confía en el juicio del público ni en la aprobación ajena como fundamento de la virtud, pues las opiniones están corrompidas y son mudables. El único juez válido es uno mismo, y cada cual debe tener su propio tribunal interior, que le aprueba o condena. Solo así puede uno alegrarse de no haber causado daño a otros, de no haber quebrantado la palabra, de no haber robado ni explotado. Esa satisfacción íntima es la verdadera recompensa de la virtud, más duradera y más segura que cualquier aplauso externo.
Montaigne nos dice que no basta con representar el papel de un hombre honrado en la escena pública; lo esencial es conservar ese mismo orden en el espacio íntimo, allí donde no hay espectadores ni artificio. El verdadero valor de un alma se mide en las acciones domésticas y cotidianas, esas que no requieren justificación ante nadie. Por eso evoca los ejemplos de Bías, Druso y Agesilao, quienes quisieron que su vida pudiera ser vista con transparencia absoluta, sin temer la mirada de vecinos, dioses o criados. Lo difícil no es impresionar en lo público, sino mantener la dignidad en lo pequeño y lo ordinario.
A partir de esta idea, Montaigne establece un contraste entre las acciones de gloria (batallas, embajadas, conquistas) y las acciones comunes (conversar, pagar, amar, reír). Sostiene que estas últimas, aunque menos aparatosas, son más arduas y verdaderamente austeras, porque requieren consistencia y equilibrio continuo. La gloria suele estar movida por el deseo de reconocimiento externo, mientras que la conciencia —si se la atiende con cuidado— proporciona un camino más recto y profundo. De ahí su juicio provocador: la virtud de Sócrates en la vida ordinaria le parece más vigorosa y admirable que la de Alejandro en la conquista del mundo.
Montaigne también advierte contra la tendencia a imaginar a los grandes hombres como seres extraordinarios y casi monstruosos, incapaces de las labores comunes. Piensa que juzgar la virtud solo por los actos brillantes es engañoso; la verdadera medida se encuentra en la tranquilidad, cuando las almas no están agitadas ni por impulsos externos ni por pasiones violentas. Solo entonces se revela la autenticidad del carácter. De este modo, Montaigne reafirma su ideal de moderación: lo grande no está en lo excepcional, sino en lo ordenado, en lo que se sostiene con continuidad en la vida simple.
Las inclinaciones esenciales, dice, nunca se eliminan, aunque puedan cubrirse o disimularse. Lo ilustra con un ejemplo personal: pese a no haber usado el latín en décadas, en momentos de gran conmoción las palabras que brotaron de su interior fueron en esa lengua, mostrando que lo arraigado en la naturaleza supera al hábito. Con ello concluye que cada uno lleva en sí una forma dominante que resiste a las pasiones y a la instrucción, y que la autenticidad del yo está en permanecer fiel a esa naturaleza propia.
Montaigne observa que la corrupción invade incluso el retiro y la penitencia. Para muchos hombres, el intento de enmienda está ya viciado: la penitencia misma está “empecatada”. Es decir, la forma de arrepentirse suele ser interesada, tibia, parcial o mal orientada, y no llega a purificar de verdad el alma. Así, la condenación común de los hombres no reside solo en cometer faltas, sino en que ni siquiera en la soledad y en el examen interior se logra escapar a la corrupción. El arrepentimiento se convierte, entonces, en una sombra de lo que debería ser: no cura, sino que reproduce la enfermedad.
Luego distingue varios modos de relación con el vicio. Hay quienes, por inclinación natural o por hábito prolongado, ya no ven su fealdad y lo asumen como parte de sí mismos. Otros, como él mismo confiesa, sienten el peso del vicio, pero lo contrabalancean con el placer u otras circunstancias, aceptándolo de manera cobarde. Aquí aparece una de las confesiones más crudas de Montaigne: el hombre no siempre peca por ignorancia, sino con plena conciencia, tolerando el mal porque encuentra compensaciones que lo hacen soportable. Incluso admite que pudiera pensarse en una proporción excusable, donde la magnitud del placer sea tan grande y el vicio tan pequeño que éste quede en cierta forma justificado, tal como sucede con lo útil que se sobrepone a lo honroso.
Para ilustrar esta idea, introduce la anécdota del campesino apodado “el Ladrón” en Armañac. Este hombre, según su relato, eligió el robo como modo de vida porque sabía que el trabajo honesto jamás lo libraría de la indigencia. Con fuerzas extraordinarias, saqueaba cosechas ajenas, pero distribuía los perjuicios de manera que nadie quedara demasiado dañado. Ya en la vejez, rico gracias a su oficio, confiesa abiertamente lo que hizo y procura reparar, devolviendo poco a poco a los herederos de los robados, incluso dejando instrucciones a sus descendientes para continuar esa reparación. Su lógica es singular: reconoce el robo como deshonroso y lo detesta, pero lo considera un mal menor frente a la miseria. Su “arrepentimiento” no consiste en negar el acto, sino en compensarlo según sus propios cálculos.
Con este ejemplo, Montaigne señala una diferencia importante. Este campesino no es esclavo del hábito que deforma el juicio hasta reconciliarse por completo con el vicio, ni tampoco un apasionado arrastrado ciegamente por impulsos desbordados. Más bien, su proceder muestra un arrepentimiento parcial y pragmático, que reconoce la culpa pero busca equilibrarla como si fuera una cuenta contable. Para Montaigne, este caso evidencia cómo los hombres pueden vivir en un terreno intermedio, donde el mal no se abraza plenamente pero tampoco se rechaza del todo, y donde la penitencia es más un acomodo práctico que una verdadera transformación del alma.
Afirma que su manera de obrar es coherente y unitaria: sus acciones suelen salir de un “cuerpo de una sola pieza”, sin duplicidades internas ni fingimientos. No hay en él una conciencia dividida, pues lo que hace corresponde a lo que es. Por eso le resulta inconcebible el arrepentimiento del pecador empedernido, que asegura vivir en el vicio durante largo tiempo pero al final pretende que un instante de contrición lo absuelva. Para Montaigne, ese supuesto arrepentimiento no es más que un recurso superficial, una ilusión piadosa. La verdadera transformación debería atravesar todo el ser, hasta las entrañas, y no limitarse a un gesto ceremonial.
Critica también la devoción simulada, aquella que aparenta piedad sin que la vida y las costumbres acompañen. La devoción es fácil de imitar en sus signos exteriores, pero su esencia es profunda y difícil de alcanzar. De ahí que, para él, el arrepentimiento auténtico no puede consistir en pequeñas rectificaciones ni en fórmulas, sino en una conmoción total del alma, en un temblor interior que se viva como una verdadera sacudida.
Montaigne distingue entre arrepentimiento y aspiración. Puede desear ser mejor, suplicar a Dios que lo perfeccione, o imaginar naturalezas más nobles que la suya; pero eso no lo llama arrepentimiento, del mismo modo que no lo considera culpable de no ser un Catón o un arcángel. Sus acciones corresponden a lo que es, al límite de sus facultades. Así, lo que llama arrepentimiento no se refiere a no alcanzar la perfección absoluta, sino a traicionarse a sí mismo en lo que está en sus manos. En su vejez reconoce que, aunque cometió errores, actuó de acuerdo con lo que su razón y prudencia le dictaban en el momento, y que volvería a decidir lo mismo en iguales circunstancias. El fracaso posterior, dice, pertenece al dominio de la fortuna, no al de su conciencia.
El ejemplo de Foción, que aconsejó una medida contraria al resultado favorable, pero declaró no arrepentirse de su consejo porque había sido prudente en su momento, le sirve a Montaigne para sostener que el arrepentimiento no aplica cuando se obra conforme a la razón y al juicio presente. Lo decisivo no es el éxito externo sino la fidelidad a la propia conciencia en el instante de decidir.{
Declara que no culpa a nadie de sus infortunios: ha preferido guiarse por su propio criterio antes que por el consejo ajeno, y si bien escucha con cortesía, rara vez se aparta de su camino. Esta independencia, que puede parecer obstinación, responde a su voluntad de mantenerse íntegro, dueño de sí mismo, incluso a costa de equivocarse. Y cuando los sucesos resultan adversos, Montaigne se acoge a una visión estoica: los acepta como parte del gran orden del universo, del encadenamiento necesario de las causas. Así evita el resentimiento y el arrepentimiento “accidental”, que no es más que el lamento retrospectivo de lo inevitable.
Enseguida, rechaza el arrepentimiento propio de la vejez, esa especie de falsa templanza que algunos celebran como cordura, pero que para él no es sino debilidad disfrazada de virtud. No agradece a la decrepitud la calma que trae, pues considera que la virtud auténtica debe provenir de la fuerza del juicio y de la razón, no de la impotencia de los apetitos. Si ya no peca por lujuria, no es por haber alcanzado una templanza sólida, sino porque la edad extinguió los deseos. Esa castidad pasiva no es virtud, sino efecto de la enfermedad y del desgaste. Por eso insiste: la templanza debe ser amada por sí misma, en obediencia a Dios y a la razón, no como consecuencia de la decadencia corporal.
Montaigne distingue así entre la verdadera virtud y las apariencias que la edad produce. Afirma que en la vejez el alma suele cargarse de defectos más molestos que los de la juventud: amargura, charlas tediosas, superstición, avaricia ridícula, envidia y dureza de espíritu. Estos vicios, que acompañan a la decrepitud, deforman más el carácter que las arrugas el rostro. El ideal de la sabiduría no consiste en dejarse arrastrar por estas nuevas corrupciones, sino en resistirlas con lucidez y vigilancia. Incluso se atreve a sugerir que Sócrates, en su ancianidad, pudo haber aceptado la condena como una forma de rendirse ante la decadencia de sus facultades, insinuando que ni siquiera el más sabio escapa al desgaste natural del espíritu.
Capítulo III: De tres comercios
La riqueza de la vida está en la variedad y flexibilidad del alma, no en fijarse rígidamente a una sola inclinación o modo de ser.
En primer lugar, Montaigne sostiene que la capacidad principal del hombre es saberse aplicar a diversos usos, sin quedar esclavizado por los propios humores o disposiciones. Para ilustrarlo cita a Catón el Antiguo, cuyo ingenio era tan versátil que parecía nacido para cualquier cosa que emprendiera. Con ello enfatiza que lo verdaderamente admirable no es la constancia rígida, sino la ductilidad, la posibilidad de adaptarse a distintas circunstancias.
Él mismo confiesa no poder desligarse fácilmente de la “importunidad de su alma”, que tiende a ocuparse por completo incluso en asuntos insignificantes, alargándolos hasta exigirle toda su energía. Esa tensión permanente lo lleva a afirmar que la ociosidad del alma le resulta más penosa que el trabajo mismo: necesita materia sobre la cual ejercitarse, y si no la encuentra fuera, la inventa en sí mismo. De allí la célebre máxima: vitia otii negotio discutienda sunt, “los vicios del ocio deben disiparse con la ocupación”.
El meditar, para Montaigne, constituye un ejercicio supremo: más que “amueblar” su espíritu con ideas ajenas, prefiere forjarlo en su propio diálogo interior. Conversar con las propias fantasías puede ser la actividad más débil o la más fuerte, según el temple del alma. Para los espíritus elevados, vivir es pensar (quibus vivere est cogitare), y en ello hallan su verdadera plenitud, comparable a la felicidad de los dioses de que hablaba Aristóteles.
Por otra parte, reconoce que la lectura le sirve como estímulo, pero no tanto para fortalecer la memoria como para despertar el juicio, para hacerlo discernir y comparar. Sin embargo, también admite sus limitaciones: en conversaciones superficiales y rutinarias su atención se adormece, y se sorprende a sí mismo respondiendo con torpezas o callando de manera obstinada. Se describe como soñador y con ignorancia en cosas triviales, lo que ha dado pie a burlas y cuentos a su costa. Con esta confesión, Montaigne vuelve a su rasgo característico: no teme mostrar sus defectos, pues de ellos también extrae materia para su reflexión filosófica.
Montaigne desarrolla el segundo de esos vínculos: el comercio con los hombres, en especial con los amigos y con el círculo cotidiano.
En primer lugar, reconoce que su complexión difícil y delicada lo hace poco apto para la comunicación frecuente con los demás. Dice que necesita escoger con cuidado a sus interlocutores, pues en las conversaciones vulgares y en los tratos comunes se siente incómodo y estéril. Aun así, admite que la vida nos obliga a negociar con el pueblo, y que despreciar ese contacto sería torpeza, porque los asuntos públicos y privados se resuelven a través de esas mismas “almas ínfimas y vulgares”. Con ello introduce una tensión: el ideal del sabio es mantenerse fiel a sí mismo, pero sin despreciar la necesidad de adaptarse a los otros.
Montaigne confiesa que es capaz de amistades raras y profundas, a las que se entrega con intensidad, pero que en los vínculos comunes se muestra frío. Explica que la fortuna lo acostumbró a una amistad perfecta en su juventud (alusión clara a La Boétie), lo que le dejó un modelo tan alto que lo hizo exigente y hasta hastiado de amistades menores. Esa experiencia le enseñó que la amistad verdadera es exclusiva, “animal de compañía y no de séquito”. Por eso rechaza las relaciones numerosas y superficiales, basadas en la prudencia sospechosa y en la simulación, tan comunes en su tiempo.
No obstante, admite que es más sabio y cómodo saber descender al trato con cualquiera, desde el vecino hasta el carpintero o el jardinero. Envidia a los que saben acomodarse con naturalidad incluso al ser más humilde de su comitiva, hablando en su propio lenguaje. Aquí critica el consejo de Platón, que recomendaba tratar a los sirvientes con tono magistral: Montaigne lo juzga inhumano e injusto. Para él, la verdadera equidad consiste en reducir la distancia entre amos y criados, y en moderar el orgullo que otorga la fortuna. Así, él mismo procura rebajar su espíritu en vez de mantenerlo altivo.
En este punto introduce una metáfora: así como los espartanos necesitaban de flautas suaves para moderar el ímpetu de su valor en la guerra, de igual manera el espíritu necesita más plomo que alas, más calma que agitación. Frente al común deseo de mostrarse agudo y rígido en toda conversación, Montaigne aconseja lo contrario: saber rebajarse, fingir ignorancia cuando sea necesario, y arrastrarse al nivel de los demás si la situación lo requiere. Para él, el exceso de sutileza en contextos vulgares no es virtud, sino simple necedad.
Luego nos conduce hacia el tercer espacio de relación que Montaigne explora: el comercio con los libros y, en paralelo, con la soledad.
Primero, lanza una crítica mordaz contra los sabios ostentosos y contra cierto uso social de la erudición. Señala que muchos doctos no pueden evitar mostrar su magisterio en toda ocasión, incluso en las conversaciones más triviales, hasta con damas a quienes saturan de citas y doctrinas. El resultado, según él, es que la ciencia queda en la lengua y no en el alma: las mujeres, aunque no retengan la sustancia, imitan el lenguaje docto y lo exhiben en toda situación, incluso la más vulgar. Montaigne juzga esto como artificio y afectación: una torpeza que cubre la gracia natural con un ornamento prestado. Recomienda que las damas, si quieren aprender, lo hagan en materias que les sirvan para la vida: la poesía, como entretenimiento juguetón; la historia, como fuente de ejemplos; y cierta filosofía práctica, útil para soportar la inconstancia, la rudeza o los males de la edad. Su posición refleja tanto los límites de su época respecto a la educación femenina como su idea general de que la sabiduría debe ser vivida, no recitada.
Después de esta crítica, Montaigne se vuelca hacia sí mismo y explica su propia disposición natural. Afirma que su carácter es de comunicación y exteriorización: nació para la sociedad y la amistad. Sin embargo, precisa que la soledad que predica no es meramente la ausencia física de personas, sino un retiro interior, un recogimiento de los afectos y cuidados que le permite huir de obligaciones y servidumbres. No se trata de odiar a los hombres, sino de liberarse del peso de los negocios y de las convenciones sociales. De hecho, confiesa que en la multitud de la corte se siente más recogido en sí mismo que en la soledad del campo: la presión externa lo empuja hacia dentro, donde se entrega a sus pensamientos con mayor libertad.
Montaigne distingue, además, entre su capacidad de adaptación a la vida cortesana —que conoció y practicó durante años— y su inclinación hacia la soledad periódica. Explica que, incluso en su propia casa, llena de familia y visitas, rara vez encuentra interlocutores con quienes tenga verdadero deseo de comunicarse. Ha establecido allí una norma de libertad inusitada: sin ceremonias ni protocolos, cada cual se comporta como quiere. Y aun en ese ambiente de tolerancia, él mismo se reserva el derecho de permanecer mudo, ensimismado y cerrado “con cuatro llaves”, sin ofender a sus huéspedes.
Vamos al hacia el segundo de los vínculos que Montaigne considera valiosos: el comercio con los hombres y, en particular, con aquellos cuya conversación y trato están marcados por la fortaleza y la gracia natural.
Montaigne comienza afirmando que los hombres cuya compañía busca son los que poseen un espíritu hábil y fuerte, pues en ellos encuentra un intercambio que no persigue utilidad exterior, sino el simple gozo de ejercitar las almas en la conversación. Para él, todos los temas valen, sean profundos o triviales, siempre que se aborden con juicio, bondad, franqueza y alegría. La verdadera fuerza de una persona se revela no sólo en las grandes decisiones políticas o militares, sino en los gestos cotidianos y familiares: el silencio, las sonrisas, la mesa compartida. De ahí la comparación con Hipómaco, que decía reconocer a los buenos atletas con sólo verlos caminar. La sabiduría, cuando aparece en estas conversaciones, debe ser discreta, “sufragánea”, sin imponerse como lección magistral. En este nivel, el intercambio se convierte en una escuela de humanidad antes que en un aula de doctrina.
Después introduce otro ámbito de comercio: el de las mujeres bellas y gentiles. Aquí reconoce un doble registro. Por un lado, este trato no alcanza la nobleza del anterior —centrado en el alma—, pero tampoco es desdeñable, porque involucra al cuerpo y a los sentidos, que también pueden elevarse hacia lo espiritual si se conducen con dominio de sí. Por otro, advierte del riesgo de entregarse a este vínculo con furor desordenado: recuerda su propia juventud, en la que sufrió la rabia de las pasiones amorosas como la describen los poetas. Esa experiencia, sin embargo, le sirvió de escuela para aprender prudencia.
Montaigne critica tanto la pasión inmoderada, que lo consume todo, como la frialdad teatral de quienes tratan el amor como un papel aprendido, sin afecto verdadero. Para él, ambos extremos son insatisfactorios: lo primero conduce a la locura, lo segundo a la esterilidad. Considera que el verdadero comercio amoroso exige autenticidad, el deseo sincero de lo que se busca y el gozo real de lo que se posee. De lo contrario, se reduce a un intercambio hueco, comparable a un acto mecánico en el que sólo se satisface una necesidad grosera del cuerpo.
Con un tono irónico, describe cómo muchas mujeres, animadas por la adulación y la convicción de ser amables por naturaleza, se dejan persuadir con facilidad, o incluso convierten el juego amoroso en una farsa recíproca, donde participan sin pasión real, siguiendo un guion social. Montaigne contrapone a esta superficialidad la idea de que Venus y Cupido, placer y amor, son inseparables: sin la chispa del alma, la unión corporal carece de dignidad, e incluso los animales muestran un deseo más selectivo y duradero en sus relaciones.
Completando el círculo de sus vínculos más apreciados. Tras hablar del comercio con los hombres y con las mujeres, se detiene en el tercer comercio: los libros, que para él constituye el más fiel, constante y seguro de todos.
Comienza confesando sin disimulo los errores de su juventud: nunca se dejó arrastrar por los burdeles públicos, más por desprecio que por prudencia, y buscó en el amor cierto refinamiento ligado a la dificultad, la dignidad y la belleza corporal. Pero reconoce que tanto la amistad como el amor dependen del prójimo: el primero es raro y difícil de encontrar; el segundo se marchita con los años. Por eso necesita del refugio de los libros, cuyo comercio es siempre accesible y no caduca.
Montaigne describe con entusiasmo cómo los libros sostienen toda su vida: acompañan su vejez, mitigan la soledad, lo liberan de compañías fastidiosas y distraen su espíritu de pensamientos molestos. Su presencia constante es ya un alivio, incluso si pasa meses sin abrirlos: basta con saber que están allí para procurarle placer en cualquier momento. Los compara con un tesoro del que goza por el solo derecho de posesión.
Después ofrece una pintura vívida de su biblioteca en la torre de su casa, en lo alto, circular, rodeada de estantes, con vistas abiertas al campo. Es su auténtico retiro, el único lugar donde puede ejercer plena soberanía sobre sí mismo, lejos de la comunidad conyugal y civil. Para Montaigne, miserable es aquel que carece de un espacio propio donde recogerse; incluso la vida monástica le parece más soportable que no poder jamás estar solo. La biblioteca es su reino interior, donde dicta, lee y fantasea en completa libertad.
No obstante, advierte también de los límites: la lectura excesiva perjudica al cuerpo, pues mientras el alma se ejercita, el cuerpo decae. Y subraya que nunca estudió para utilidad material: de joven lo hizo por ostentación, luego para templar el juicio, y ahora únicamente para distraerse y gozar. Defiende el valor del placer y el juego como fines legítimos en sí mismos, y considera vanidoso pretender otra cosa de las musas.
En conclusión, los tres comercios de Montaigne —consigo mismo mediante la meditación, con los hombres y las mujeres en el trato social y amoroso, y con los libros como refugio y escuela permanente— expresan una visión equilibrada de la vida. Cada uno tiene sus limitaciones, pero en conjunto configuran la trama de su existencia: amistades raras y valiosas, pasiones moderadas por la razón y un retiro intelectual que le garantiza independencia. En este ensayo, Montaigne muestra la medida de su escepticismo y de su sabiduría práctica: no promete grandezas, sino un arte de vivir adaptado a la fragilidad humana.
Capítulo IV: De la diversión
Montaigne desarrolla una reflexión muy práctica: cómo el desvío de la atención —la diversión en su sentido clásico— puede convertirse en un recurso poderoso tanto para mitigar el dolor privado como para controlar pasiones colectivas.
Comienza relatando un caso personal: el intento de consolar a una dama profundamente afligida. Señala que los duelos femeninos suelen ser ceremoniales y superficiales, pero este caso era verdadero. Sin embargo, critica la costumbre de contradecir directamente al doliente, pues ello aviva más la pena. A diferencia de los médicos ásperos, que irritan con su severidad, Montaigne defiende un primer acercamiento compasivo y complaciente, que genere confianza y abra paso a una influencia más eficaz. Reconoce que no aplicó los consuelos filosóficos tradicionales —los de Cleantes, los peripatéticos, Crisipo, Epicuro o Cicerón—, sino que eligió un camino indirecto: desviar la conversación suavemente hacia temas cercanos, luego hacia asuntos más alejados, hasta que la dama terminó calmándose y adoptando un semblante sereno. Fue, dice, la diversión la que operó como remedio verdadero, no un argumento racional.
Montaigne generaliza después este mecanismo al terreno de la política e ilustra con ejemplos históricos. Cita a Pericles, que en la guerra del Peloponeso utilizó distracciones para desviar al enemigo, y sobre todo al señor de Himbercourt, quien en Lieja, cercado por el duque de Borgoña, logró salvarse gracias a un ardid basado en distracciones sucesivas: enviaba emisarios que aportaban nuevas esperanzas al pueblo amotinado, desviando una y otra vez su furia hacia deliberaciones interminables. Así, ganó tiempo y neutralizó la violencia sin recurrir a la fuerza.
Ahora, Montaigne recurre al mito de Atalanta y a ejemplos de la medicina, la filosofía y la historia.
Primero, trae la fábula de Atalanta e Hipómenes, donde la victoria del joven se logra gracias a un recurso de distracción: las manzanas de oro que desvían la atención de la muchacha y le hacen perder ventaja en la carrera. Para Montaigne, esta imagen es metáfora clara de la manera en que los hombres enfrentamos los males: no siempre los superamos directamente, sino que los desplazamos hacia otro objeto. Del mismo modo que los médicos, incapaces de curar un catarro, lo desvían hacia otra parte menos peligrosa, así también las dolencias del alma se alivian mediante el cambio de ocupaciones, estudios, cuidados o incluso de lugar. No es un remedio absoluto, sino una forma de suavizar lo insoportable, redirigiendo la atención hacia algo más llevadero.
Luego, Montaigne contrasta esta vía indirecta con la grandeza de espíritu de Sócrates. Mientras la mayoría necesita desviar su mirada de la muerte, Sócrates la afronta de manera directa, sin buscar refugios ni evasiones, viéndola como un hecho natural y aceptándola serenamente. Este modelo, sin embargo, se presenta como excepcional, al alcance de muy pocos. Los discípulos de Hegesias, que se dejaron morir de hambre tras escuchar sus lecciones sobre la futilidad de la vida, no practicaron esa firmeza socrática, sino que, exaltados, buscaron un “ser nuevo” en lugar de sostener la mirada sobre la muerte misma.
Finalmente, Montaigne analiza la actitud de los condenados al cadalso, cuya devoción ardiente y concentración en oraciones es digna de elogio, pero no por ello prueba una verdadera fortaleza. Según él, lo que hacen es distraer su atención de la muerte, como se distrae a un niño antes de un pinchazo. Incluso refiere casos de hombres que al mirar de frente los preparativos de su ejecución se aterraban y rápidamente desviaban sus pensamientos a otro objeto. En contraposición, ensalza a Sobrio Flavio, ejecutado por orden de Nerón, quien mantuvo la vista fija en su destino y la mente erguida ante la muerte, reclamando dignidad militar hasta el último instante. En este ejemplo se encarna la firmeza rara de quien no se evade, sino que sostiene el espíritu ante la adversidad.
Rara vez se contempla a la muerte “en sí misma”: lo común es que la atención se desvíe hacia el combate, la ira, la gloria, la esperanza o incluso la filosofía, que también bordea el problema más que penetrarlo.
Primero, Montaigne pone el ejemplo del campo de batalla. Allí el ardor del combate arrebata la conciencia de la muerte: el soldado caído no piensa en la agonía ni en su conciencia, sino en vengarse, en devolver el golpe. Incluso Lucio Silano, al enterarse de su condena, rechazó morir pasivamente en manos de verdugos y prefirió lanzarse en un combate desesperado, hallando así en la furia un modo de disipar la pesadumbre de una muerte preparada y humillante. Montaigne subraya que la violencia, en estos casos, no es negación del miedo, sino una forma de distraerlo con otra pasión más fuerte.
Después observa que nuestro pensamiento siempre se escapa de la contemplación pura de la muerte, refugiándose en expectativas y desvíos: la esperanza en otra vida, el honor de los hijos, la fama que sobrevivirá a nuestro nombre, la venganza contra los enemigos. Incluso en los grandes modelos de la antigüedad se nota este recurso: Jenofonte, al recibir la noticia de la muerte de su hijo Grilo, sufrió, pero al saber que había muerto con valor, transformó su dolor en orgullo y volvió a ceñir la corona de sacrificante. Epicuro, en su agonía, se consoló pensando en la inmortalidad de sus escritos, en la huella que dejaría. Epaminondas aceptó con menos pesar la muerte porque supo que la victoria quedaba de su parte. En todos estos casos, lo que calma no es la muerte misma, sino algo que la rodea: el sentido, el honor, la obra cumplida.
Extiende la crítica incluso a la filosofía. Los razonamientos de los sabios, dice, apenas tocan la esencia del problema, bordean el abismo sin entrar en él. Cita a Zenón, que intenta resolverlo por una sutileza lógica: “ningún mal es digno; la muerte es digna; luego la muerte no es un mal”. Una construcción ingeniosa, pero que no enfrenta directamente la angustia vital. Así, Montaigne muestra que hasta las almas más altas permanecen ligadas a la condición común: no se libran de recurrir a distracciones, consuelos y rodeos humanos.
Montaigne ofrece un ejemplo muy revelador de su método práctico frente a las pasiones: no trata de sofocarlas con sermones morales ni con razonamientos rígidos, sino de conducirlas, desviarlas o sustituirlas por otras que resulten menos dañinas.
Comienza con la venganza, a la que califica como una pasión dulcísima y natural en el hombre, aunque él mismo confiesa no haber tenido experiencia personal de ella. Ante un joven príncipe no le predicó la resignación evangélica ni los males trágicos que trae consigo esa pasión, sino que lo orientó hacia un contrapeso más atractivo: la ambición por el honor y la benevolencia que reporta la clemencia. No apaga la llama con agua, sino que la desvía hacia otro fuego más noble.
Del mismo modo analiza el amor excesivo. Su remedio no es reprimirlo de golpe, sino fragmentarlo en varios deseos, de manera que ninguno llegue a tiranizar el alma. El consejo es dividir, diversificar, incluso provocar nuevas pasiones para debilitar la fuerza de la dominante. La metáfora médica y poética —disipar la vena tensa distribuyendo el humor en varios cuerpos— refleja la idea de que el espíritu, como el organismo, se cura desviando los flujos y no enfrentándolos de frente.
Montaigne refuerza este método con un recuerdo personal: en su juventud, padeció un gran disgusto por una amistad rota, que lo desbordaba. Reconoce que sus fuerzas eran insuficientes para vencerlo directamente; por eso se refugió en el amor, casi como en una terapia voluntaria, y esa nueva pasión lo salvó del peso de la anterior. Aquí se ve claramente su convicción de que las pasiones no se eliminan, sino que se sustituyen o neutralizan con otras.
El tiempo no cura porque borre de raíz, sino porque llena la mente de nuevos asuntos, que poco a poco van desgastando la fuerza del recuerdo inicial. Incluso si un filósofo quisiera mantener viva la intensidad de un duelo, como sugiere Epicuro, le sería imposible, pues la multiplicidad de pensamientos actúa como un bálsamo involuntario.
Para ilustrar este mecanismo, recurre a ejemplos históricos y anecdóticos. Alcibíades, por ejemplo, mutiló a su perro no por crueldad, sino para distraer la atención del pueblo hacia un escándalo menor y así proteger sus acciones más serias. De modo semejante, algunas mujeres, dice Montaigne, han fingido amores para encubrir los verdaderos, hasta el punto de que lo simulado reemplazó a lo auténtico: un ejemplo de cómo la ficción puede desplazar la realidad en el corazón humano.
El ensayo subraya, además, que son los detalles superficiales los que nos hieren más que la esencia del dolor mismo. El recuerdo de un gesto, una palabra o una prenda tiene más poder sobre nuestra sensibilidad que la consideración abstracta de la pérdida. Así fue con Roma, que se inflamó más por ver las vestiduras ensangrentadas de César que por el hecho mismo de su asesinato. De igual modo, Montaigne reconoce que los tonos de voz y las expresiones —“¡mi padre!”, “¡mi hija!”— hieren más que la realidad desnuda del duelo, pues son como acentos teatrales que penetran directamente en el corazón, igual que los lamentos rituales de los animales sacrificados o los sermones de los predicadores, que conmueven más por la forma que por el contenido.
Montaigne, partiendo de su experiencia con el mal de piedra, muestra que incluso en la inminencia de la muerte, el espíritu humano se aferra a cosas nimias. Esto revela que el apego a la vida no está sostenido por ideales sublimes, sino por lo menudo, lo accidental, lo cotidiano. La paradoja que subraya es que mientras la filosofía le permite desafiar la muerte “en general”, en lo concreto se ve vencido por lo sensible: el llanto de un criado, la mano de un amigo, la preparación del testamento. El intelecto pierde su fuerza frente al contacto inmediato de lo humano.
A partir de esta constatación, desplaza la reflexión hacia el terreno de la representación y las artes. Allí detecta un mecanismo paralelo: la retórica y el teatro aprovechan esa misma debilidad de los sentidos para provocar emociones. El orador finge tristeza, el actor representa dolor, la plañidera alquila lágrimas, y sin embargo la ficción termina produciendo afectos verdaderos. Lo que es pura representación se transforma en sentimiento real. Montaigne observa que el artificio conmueve más que la realidad, porque apela directamente a los sentidos, y en esto descubre una ironía profunda sobre la naturaleza humana.
Los ejemplos concretos —el cortejo fúnebre del señor Gramont, que arranca llantos sin que nadie sepa quién es el difunto, o los actores mencionados por Quintiliano que terminan llorando en su propia casa— ilustran cómo la emoción puede desprenderse de la verdad del objeto y arraigar en lo imaginario. La autenticidad del duelo queda puesta en entredicho, y la frontera entre lo real y lo representado se vuelve borrosa.
Para hablar de la debilida del ser humano, Montaigne nos da un ejemplo inicial del soldado lo ilustra con fuerza: declara serenidad y obediencia, sin aspirar a gloria ni beneficio, pero en cuanto oye tambores y cañones se transforma en cólera ardiente. No hay una causa racional que justifique tal mutación, sino la pura sugestión de los sentidos, el contagio del ruido y el brillo de las armas. La fantasía —ese “ensueño sin cuerpo ni fundamento”— basta para encender la sangre y trastornar la conducta.
De ahí Montaigne pasa a mostrar cómo, a menudo, nos dejamos arrastrar por imágenes ilusorias: sueños, presentimientos, agüeros. Ejemplos históricos dan fe de ello: Cambises, convencido por un sueño de que su hermano ocuparía el trono, lo asesinó; Aristodemo se quitó la vida por un mal presagio; Midas hizo lo mismo por un sueño desagradable. Vemos entonces cómo la imaginación, esa nada sin sustento, llega a decidir sobre la vida y la muerte.
Montaigne por un lado, revela lo frágil e irrisorio de nuestras pasiones, que dependen de sombras y apariencias; por otro, destaca el contraste entre la flaqueza del cuerpo, siempre vulnerable a estímulos externos, y el ideal de la razón, que debería ser guía recta del espíritu. Por eso cita a Propercio: la culpa está en Prometeo, que al modelar al hombre cuidó de dar forma al cuerpo, pero no supo dar rectitud a la mente.
Capítulo V: Sobre unos versos de Virgilio
Montaigne reflexiona sobre el equilibrio entre la gravedad filosófica y la ligereza vital, tomando como punto de partida unos versos de Virgilio. Señala que los pensamientos profundos —sobre la muerte, la pobreza, la enfermedad o el vicio—, aunque necesarios para la fortaleza del alma, también pueden volverse opresivos si se cultivan sin descanso. La sabiduría no consiste en un ejercicio rígido y perpetuo, pues eso enloquecería al espíritu, sino en saber alternar la seriedad con el alivio de la distracción.
Reconoce que en su juventud necesitaba templar el exceso de gozo con reflexiones serias, pero en la vejez sucede lo contrario: ahora la sobriedad y la templanza le rodean de continuo, hasta el punto de rozar la pesadez y la tristeza. Por eso busca deliberadamente desviarse de tanto rigor y recobrar, mediante la memoria, la vivacidad y el regocijo de la juventud. Así, mientras el cuerpo se marchita, procura que el alma conserve las imágenes de la primavera pasada, aunque sea a contracorriente del tiempo.
Los versos de Virgilio le sirven para mostrar que el hombre, en cada etapa, se inclina hacia una dirección distinta: la infancia hacia lo venidero, la vejez hacia lo perdido. Montaigne concluye que disfrutar con gratitud de la vida pasada —vivir de nuevo en el recuerdo— es una forma de vivir dos veces.
Montaigne profundiza en la ambivalencia de la vejez, mostrando cómo el cuerpo desgastado exige remedios que no son propiamente filosóficos, sino casi pueriles. Siguiendo a Platón, recuerda la idea de que los ancianos deben asistir a los juegos y ejercicios de los jóvenes, no ya para competir, sino para alegrarse a través de ellos, para revivir en la contemplación de otros la gracia y frescura que en ellos se extinguió. Así, el filósofo francés reconoce que en su juventud los días amargos eran excepcionales y marcados como infortunios singulares; ahora, en la vejez, lo común es la pesadez y el dolor, y sólo de modo extraordinario se experimenta serenidad.
Lo que Montaigne subraya es la ironía de la existencia: en su estado presente no logra arrancar una sonrisa real al cuerpo, y debe contentarse con sueños, con juegos de la fantasía que apenas alivian sus dolencias. Esta “débil lucha del arte contra la naturaleza” revela que, en su visión, la vejez es un tiempo donde la imaginación compensa lo que la carne ya no puede dar. De ahí su afirmación provocadora: prefiere ser viejo menos tiempo a anticipar la vejez con pesadumbres prematuras. La vejez es suficiente carga como para vivirla dos veces.
En cuanto al placer, Montaigne se distancia de las concepciones heroicas y solemnes de los filósofos que buscan sublimarlo: él lo prefiere inmediato, sencillo y accesible, “azucarado, fácil y presto”. Reconoce incluso que nunca se detuvo a cultivar un gusto refinado por vinos o salsas, como hacían otros; solo ahora, tardíamente, aprende a apreciar esas pequeñas voluptuosidades, y lo hace con cierto rubor. Pero acepta que en la vejez conviene proveerse de juguetes y pasatiempos como si se volviera a la infancia: dados, tabas, distracciones pueriles que sostienen un ánimo desgastado.
Luego deja ver con toda claridad la vulnerabilidad creciente de la vejez: dolores y molestias que antes apenas le rozaban, ahora le atraviesan como si fueran tormentos. Reconoce que la naturaleza le obliga a padecerlos, y aunque su discernimiento le impide rebelarse contra lo inevitable, no logra evitar sentirlos con más intensidad. Esta confesión lo conduce a una paradoja: vive para buscar contento y tranquilidad, pero cuando ésta se presenta en exceso, lo adormece y lo entristece, mostrando que incluso el descanso puede volverse insatisfactorio si se convierte en rutina sin vida.
Montaigne aconseja entonces al espíritu rebelarse contra el peso de la edad y rejuvenecer en lo posible, como el muérdago que reverdece sobre un tronco muerto. Pero al mismo tiempo confiesa su temor: el alma, tan unida al cuerpo, termina siempre siguiéndolo en sus dolores y limitaciones. Cuando el cuerpo se adormece bajo el cólico o la enfermedad, el alma se enfría, pierde entusiasmo y se apaga. De ahí que critique a los filósofos que buscan causas trascendentes de los grandes impulsos del espíritu sin reconocer que éstos se enraízan en la salud corporal, en la vitalidad misma del organismo. Lo que en la juventud aparecía como fogonazos de inspiración, de alegría, de poesía o de amor, era en buena parte fruto de la energía física.
Mientras haya tregua, conviene apartar la pesadumbre, suavizar el ceño de la vejez y cultivar una prudencia alegre, urbana, que huya de la austeridad rígida y de los semblantes adustos. La gravedad excesiva le parece sospechosa, como si escondiera soberbia o falsedad. En el fondo, su reflexión desemboca en un elogio de la mesura gozosa, donde la prudencia no es sinónimo de severidad, sino de un saber vivir que busca el contento posible aun en medio de las flaquezas del cuerpo.
Montaigne une varias de sus constantes: la alegría como signo de virtud, la crítica a la hipocresía moral y la defensa de la confesión abierta de los propios defectos. Parte de una observación de Platón: el semblante refleja el alma, y así como Sócrates se mostraba sereno y riente, otros como Craso exhibían una gravedad sombría. Para Montaigne, la virtud no puede ser hosca ni adusta: es alegre, abierta, sencilla. Detesta los espíritus tristes y refunfuñones que parecen complacerse en revolverse en los males, como moscas que sólo hallan reposo en lo escabroso, o como ventosas que se alimentan de sangre corrompida.
De ahí pasa a su idea central: el atrevimiento de confesar los vicios. Considera cobarde callar lo que se hace, más aún que cometer la falta misma. La confesión tiene en cierto modo un efecto catártico: obliga a mirarse de frente y a no ocultarse a uno mismo. Incluso sostiene que quien se obligara a decir todo lo que hace terminaría por no hacer nada que no pudiera confesar. Con ello Montaigne polemiza con las “virtudes cobardes y de aparato” que nacen del disimulo y de la hipocresía: prefiere la franqueza brutal antes que la máscara piadosa.
Asimismo, critica el secreto como carga insoportable. No está hecho —dice— para guardar confidencias, porque le falta el temple para negarlas si le preguntan directamente. El silencio aún puede mantenerlo, pero la mentira le resulta más insoportable que la misma lujuria. Este contraste se ilustra con la anécdota de Thales, que aconsejó a un hombre jurar en falso para encubrir un pecado sexual; Montaigne juzga que ese consejo no era más que multiplicar un vicio con otro. La comparación con Orígenes —forzado entre dos males extremos— le permite mostrar la dureza de elegir entre dos vicios, y lo ridículo de quienes, en su tiempo, preferían sin reparos pecados carnales antes que participar en la misa.
Si sus confesiones parecen indiscretas, asegura que al menos no corren el riesgo de convertirse en ejemplo, porque —como decía Alistón— los vientos más temidos son los que descubren lo oculto. Denuncia la hipocresía social: muchos cumplen con el continente externo de la decencia mientras su conciencia se halla “en el lupanar”. Se puede ser asesino o traidor y, sin embargo, escrupuloso en ceremonias y protocolos. Esa contradicción es lo que él quiere romper: levantar el velo, mostrar lo que realmente se es, aunque resulte indecoroso.
Por eso compara su proceder con el de los hugonotes, que rechazaban la confesión auricular: él se confiesa públicamente, a la manera de Agustín o de Hipócrates, pero no de sus opiniones, sino de sus costumbres. Lo hace, dice, no por hambre de gloria sino por horror a ser tomado por lo que no es. Prefiere ser conocido en lo malo antes que ensalzado por cualidades que no le pertenecen. Ejemplifica con Arquelao o con Sócrates, que no se sintieron aludidos por insultos que no correspondían a su ser: lo que ofende no es la acusación, sino la falsedad.
En este punto, Montaigne arremete contra uno de los mayores tabúes: el acto sexual. Se pregunta cómo algo natural, necesario y justo se convirtió en tema prohibido en la conversación seria, cuando en cambio se habla sin reparo de crímenes como el asesinato o la traición. Su tesis es provocadora: el silencio no hace más que aumentar la carga del deseo, porque aquello de lo que menos se habla es, paradójicamente, lo que todos saben y experimentan. Las mismas mujeres, que lo conocen mejor, están obligadas al mayor silencio. Montaigne ridiculiza esta contradicción y, siguiendo a Aristóteles, afirma que la vergüenza puede ser ornamento en los jóvenes, pero es defecto en los viejos.
Eros y las musas
Montaigne entra en un terreno especialmente sugerente: la alianza entre Eros y las Musas. Se burla de quienes quisieron enemistarlos, como si la poesía y el amor fueran ámbitos incompatibles. Al contrario, afirma, el amor es el fuego que da vida a las Musas, y la poesía es el instrumento que eleva y ennoblece al amor. Separar a uno de las otras es debilitar a ambos: se priva al dios de sus mejores armas y a las diosas de su encanto más humano.
Aunque Montaigne confiesa estar ya apartado de los ímpetus juveniles, reconoce aún “las huellas de la antigua llama” (agnosco veteris vestigia flammae). La metáfora del mar agitado —que, aun calmado el viento, sigue conmovido por el oleaje— expresa esa persistencia del deseo, ya debilitado por los años pero nunca del todo extinto. Aquí se muestra el Montaigne honesto, que no se niega a sí mismo ni pretende pureza absoluta: admite el residuo de un ardor que lo acompañará hasta el fin.
Pero lo más profundo de su observación está en el arte: la poesía, dice, pinta al amor más vivo que el propio amor. La Venus literaria, en Virgilio, supera en belleza a la Venus desnuda. La palabra poética —con sus imágenes, cadencias y comparaciones— intensifica la experiencia hasta volverla más real que lo real. La pasión escrita, paradójicamente, se muestra más ardiente que la pasión vivida.
El pasaje de Virgilio que cita (el encuentro entre Venus y Anquises) es ilustrativo: el abrazo divino se describe con tal fuego que convierte el acto amoroso en fenómeno cósmico, comparable al relámpago que rasga las nubes. En esa exaltación, Montaigne encuentra la prueba de que la poesía no sólo acompaña al amor, sino que lo transfigura, dándole un brillo imposible en la experiencia desnuda.
Para él, el amor —entendido como pasión ardiente y juguetona— se debilita en el marco del matrimonio, donde entran en juego intereses, linaje, costumbre y conveniencia social. En el matrimonio, dice, no se casa uno por sí mismo, sino por la posteridad y la familia. Esto lo vuelve más una institución colectiva que un gozo individual.
De ahí que Montaigne casi hable de un “incesto simbólico” al mezclar la licencia desbordada del amor con el parentesco consagrado del matrimonio. Lo marital exige prudencia, sobriedad y cierta frialdad; el amor, en cambio, busca desorden, juego y exceso. El primero pertenece a la esfera de la permanencia y la utilidad; el segundo a la del placer efímero y el deseo.
Apoya esta visión en Aristóteles, quien aconsejaba “tocar a la mujer propia con severidad y prudencia”, para no perder el equilibrio racional. También trae a colación la opinión de los médicos de su tiempo: el exceso de voluptuosidad dentro del matrimonio no solo sería dañino a la salud, sino que incluso “adulteraría la semilla” e impediría la concepción. Es decir, lo que debería ser unión fecunda para la posteridad se malogra si se lo convierte en puro frenesí erótico.
Distingue radicalmente el amor pasional del matrimonio, del mismo modo que distingue la nobleza de la virtud. Ambas parejas de conceptos se parecen, pero no deben confundirse, porque al mezclarlos se desvirtúan mutuamente.
Para explicar la relación, Montaigne recurre primero a la analogía con la nobleza: una cualidad bella, pero hereditaria, dependiente de la fortuna y, por tanto, inferior a la virtud, que se funda en el mérito personal. De la misma manera, el matrimonio, aunque pueda tener afinidad con el amor, no se apoya en sus pasiones, sino en la constancia, la confianza y los oficios recíprocos y útiles que hacen de él una “dulce sociedad de vida”.
En contraste, el amor —como pasión turbulenta— es frágil y desbordante, más apto para la concubina que para la esposa legítima. En cambio, el matrimonio bien constituido se asemeja más a la amistad: reposado, duradero y honroso. Incluso si los afectos del marido se debilitan con otra mujer, cuando se le pregunta a quién prefiere para compartir su infortunio o su dicha, la respuesta —dice Montaigne— no puede ser otra que la esposa.
El filósofo reconoce, sin embargo, la paradoja: el matrimonio es tan difícil de lograr bien que su rareza demuestra su valor. De hecho, cita a Sócrates, que decía que tanto casarse como no casarse lleva al arrepentimiento. Para Montaigne, se trata de un pacto arduo, que solo puede sostenerse con una gran riqueza de cualidades y que, además, se adapta mejor a las almas sencillas y comunes, menos agitadas por pasiones, ociosidad y curiosidad. Él mismo se reconoce poco apto para la institución, porque su humor desordenado rechaza todo lazo y obligación.
Confiesa que, por inclinación natural, nunca habría escogido casarse —ni siquiera con la misma “Cordura”, si esta se lo hubiera propuesto—, pero admite que las costumbres y la presión social lo arrastraron. No se casó por deliberación, sino casi por inercia, empujado más por “ocasiones extrañas” que por convicción. Esto ya muestra su visión crítica: el matrimonio no siempre nace del deseo libre, sino de circunstancias que lo convierten en lo normal.
Con todo, reconoce que, una vez dentro, se mantuvo más fiel y severo en el cumplimiento de sus deberes de lo que él mismo esperaba. Aquí su tono se vuelve práctico: cuando uno “se dejó uncir voluntariamente”, debe gobernar su libertad con prudencia, aceptar la obligación y someterse a las leyes comunes. Lo considera injusto casarse para menospreciar u odiar, como si el matrimonio fuera un campo de batalla. Critica con dureza el dicho popular que aconsejaba a las esposas: “Sirve a tu marido como a tu amo y guárdate de él como de un traidor”. Para Montaigne, ese consejo es venenoso porque instala la desconfianza y el antagonismo en la base de la vida conyugal.
Después entra en un tema espinoso: la coexistencia del amor y el matrimonio. Señala que pueden ser designios distintos y hasta contradictorios. Una mujer, dice, puede entregarse a un amante sin jamás haber querido casarse con él, y del mismo modo, puede ser esposa de alguien sin amarlo verdaderamente. A menudo —afirma con ironía— los hombres que se casan con sus amigas terminan arrepintiéndose. Incluso los dioses, como Júpiter y Juno, muestran que lo amoroso y lo conyugal no siempre armonizan.
Montaigne distingue con claridad: el amor puede ser efímero, pasional, a veces vergonzoso; el matrimonio, en cambio, exige constancia, confianza y deber. Hay casos en que el matrimonio se ha usado “vergonzosa y deshonestamente” como remedio del amor, pero eso no funciona. Se puede amar sin casarse, como se puede casarse sin amar. El ejemplo que trae de Isócrates —los atenienses amaban a su ciudad como a una amante, no como a una esposa— ilustra esta separación: una cosa es desear y gozar, otra muy distinta es habituarse y convivir.
Montaigne perfila con mucha claridad la diferencia esencial entre el matrimonio y el amor. El primero se apoya en la utilidad, la justicia, el honor y la constancia; ofrece un placer estable, llano, casi administrativo, pero sólido y general. El segundo, en cambio, vive del puro placer, y no de cualquier placer, sino de uno intensificado por la dificultad, el riesgo y el ardor. El amor necesita del fuego, del sobresalto, de las “flechas” que lo hieren; si se despoja de ese carácter agudo, ya no es amor, sino mera convivencia. De ahí que Montaigne observe con ironía cómo el exceso de liberalidad en el matrimonio —el acceso demasiado fácil— embota el deseo y lo vuelve rutinario, cosa que Platón y Licurgo trataron de corregir con leyes que mantuvieran cierta tensión.
Después entra en un terreno aún más polémico: la relación entre hombres y mujeres en lo sexual. Montaigne sostiene que, contrariamente al discurso masculino que las presenta como más débiles o pasivas, son en realidad más capaces y ardientes que nosotros en los efectos del amor. Recurre a ejemplos mitológicos, históricos y jurídicos para ilustrarlo: desde el sacerdote mítico que conoció ambos sexos y atestiguó la mayor potencia femenina, hasta los excesos atribuidos a emperadores y emperatrices romanos, o el célebre litigio catalán donde una mujer se quejaba de la frecuencia de los empujes conyugales.
Existe el decreto de una reina de Aragón que fijaba en seis cópulas diarias el límite razonable para un matrimonio moderado. Montaigne se complace en subrayar la ironía de que la “virtud” femenina se mida en tal cifra, lo que para él confirma lo que la experiencia y el mito ya mostraban: que las mujeres poseen un apetito más fuerte y constante que los hombres, aunque históricamente se las haya sometido a una moral de continencia que no corresponde a su naturaleza.
Subraya que no existe pasión tan fuerte como la sexual, y sin embargo se exige a las mujeres que la resistan solas, cargándolas con una responsabilidad desproporcionada: se las fuerza a vivir la sexualidad como si fuera una abominación mayor que la irreligión o el parricidio, mientras que los hombres se entregan a ella sin escrúpulo. El contraste es violento: ellos buscan paliar su propio ardor con remedios materiales o distracciones, pero a ellas se les demanda estar vigorosas, bellas y sanas, y al mismo tiempo castas, es decir, ardorosas y frías a la vez. Montaigne percibe aquí una contradicción grotesca: el matrimonio, que en teoría debería servir de remedio, en la práctica apenas “refresca” esa llama y muchas veces la exacerba, sobre todo cuando el marido es infiel o cuando se trata de un viejo que casa con una mujer joven, dejándola en peor condición que una virgen o una viuda.
Con ironía recuerda que hasta el derecho romano pudo caer en el absurdo de considerar violada a una vestal simplemente porque el emperador Calígula se le acercó, aunque no hubiera contacto físico alguno. Para Montaigne, en realidad ocurre lo contrario: la cercanía de un hombre no apaga, sino que despierta el deseo femenino, y por ello el voto de castidad hecho en pareja —como Boleslao y su esposa en Polonia— resulta más meritorio que el de la viudez o el celibato, porque supone resistir en el mismo umbral del placer.
El autor denuncia también cómo la educación de las mujeres se orienta enteramente al juego del amor: adornos, gestos, palabras, todo está pensado para agradar. Sin embargo, esa educación viene acompañada de una hipocresía represiva: se las vigila, se las corrige, se les oculta lo evidente. Su ejemplo doméstico lo ilustra bien: cuando su hija, aún ingenua, tropieza con la palabra fouteau (un árbol cuyo nombre se parece a un término sexual), la institutriz la corrige bruscamente, imprimiéndole en ese gesto toda la carga erótica que, de otro modo, la niña jamás habría advertido. Montaigne concluye que esa prohibición es más eficaz en despertar la conciencia del sexo que cualquier experiencia directa: la censura, al dramatizar el signo, graba el deseo.
Afirma que las mujeres, cuando se expresan con libertad, muestran un conocimiento del amor y de la sexualidad mucho más amplio y vivo que el de los hombres, y que ningún Amadís ni ningún Aretino podrían superarlas. Según él, esta “sabiduría” no es aprendida en los libros, sino que nace de la naturaleza, la juventud y la salud mismas, como si Venus hubiera impreso en ellas directamente esa ciencia. Solo el freno del honor y del temor social contiene esa fuerza, que de otro modo —sugiere— habría arrasado las apariencias de decencia masculina.
De ahí Montaigne pasa a una observación más amplia: todo en el universo, dice, tiende hacia la unión sexual; es un principio cósmico que los filósofos y legisladores de la Antigüedad reconocieron sin pudor. Cita ordenanzas de Roma que regulaban el amor, consejos de Sócrates a las cortesanas y una serie de tratados filosóficos sobre el erotismo, desde Estrato hasta Crisipo, mostrando cómo incluso la filosofía más severa se ocupó del tema. La lista de obras eróticas filosóficas —“Del amoroso”, “Del arte de amar”, “De las bodas”, “De los ejercicios amorosos”— revela que el amor, lejos de ser un tabú, fue objeto de reflexión sistemática.
Algunos ritos religiosos incluían la práctica sexual como parte de la ceremonia, bajo la idea de que la continencia necesitaba de la incontinencia, y que al fuego de la pasión se lo apagaba con más fuego.
Culturas y experiencias
Recorre ejemplos de prácticas extremas: jóvenes atravesando sus genitales en sacrificio ritual, mujeres egipcias que portaban falos de madera en las fiestas báquicas, matronas romanas que consagraban ofrendas a Priapo y hasta costumbres locales de su tiempo que evocaban esa misma centralidad. Con ironía, Montaigne critica también la moda de los gregüescos que exageraban la virilidad por impostura, como si se tratara de un ornamento más.
El punto filosófico es claro: lo que hoy se pretende ocultar o disfrazar, antaño se mostraba abiertamente como parte de la naturaleza y del culto religioso. La mutilación de estatuas clásicas para borrar sus órganos sexuales le parece un gesto tan absurdo como querer castrar a toda la naturaleza, en la que el impulso erótico es universal y ardiente. Retoma a Platón para subrayar que este órgano es indómito y tiránico, comparable a un animal salvaje que no admite espera, y que en el caso de las mujeres, su contraparte se manifiesta como un apetito igualmente urgente y desbordado.
Con ironía sostiene que sería “más honesto y fructuoso” que las mujeres conocieran desde temprano el cuerpo masculino “al natural”, en lugar de ser abandonadas a la imaginación y a las fantasías excitadas por la prohibición, las pinturas obscenas y los tabúes. Su tesis es clara: la represión no elimina el deseo, sino que lo multiplica y lo deforma, engendrando frustración y desprecio hacia la realidad.
De ahí su comparación con Platón y las repúblicas antiguas: al hacer que hombres y mujeres se mostrasen desnudos en los gimnasios, buscaban naturalizar la visión del cuerpo, restándole al desnudo ese carácter de misterio tentador que se incrementa con el secreto. Las lacedemonias, añade, veían cotidianamente a los jóvenes sin ropa y ellas mismas no eran rígidas en cubrir sus muslos, confiadas en que su virtud bastaba como verdadero resguardo. Montaigne contrasta este ejemplo con las exageraciones de su propio tiempo: un cristianismo tardío obsesionado con la tentación, hasta el punto de que —según recuerda— algunos teólogos llegaron a preguntarse si en la resurrección las mujeres conservarían su sexo o no, para evitar la provocación en el Juicio Final.
El núcleo de la crítica es la doble moral masculina: los hombres condenan con severidad la lascivia femenina, mientras que toleran o incluso justifican sus propios excesos. Se preocupan más de la honra pública ligada a la sexualidad de sus esposas que de sus propios pecados. Montaigne denuncia lo absurdo de preferir ser uno mismo ladrón o sacrílego antes que tener por esposa una adúltera, como si la virtud de ella debiera compensar la corrupción de él. El criterio no es moral, sino de interés y conveniencia social.
toda la educación femenina gira en torno al juego del amor —modales, adornos, gestos, incluso lecturas—, y al mismo tiempo se exige a las mujeres que guarden intacto aquello que la sociedad misma se empeña en encender y poner en riesgo. Se les impone, en suma, la carga imposible de custodiar un tesoro que los propios hombres, con sus ansias, constantemente asedian y desgastan.
Castidad femenina y celos masculinos
Su reflexión parte de un contraste llamativo: pone en paralelo las hazañas de Alejandro o César con la resolución de una joven educada bajo las reglas sociales de su tiempo que, pese a la presión constante, consigue mantenerse entera. Para él, guardar la virginidad o cumplir con un voto de castidad es uno de los deberes más arduos y nobles, porque exige luchar contra el deseo propio y contra los incesantes asedios del entorno. De ahí la cita de san Jerónimo: Diaboli virtus in lumbis est (“la fuerza del diablo está en los lomos”).
Montaigne reconoce que este deber, impuesto casi exclusivamente a las mujeres, debería ser también motivo de gloria y un punto de apoyo para desafiar la supuesta superioridad masculina. Una mujer que rechaza, con dignidad y sin rudeza, los avances amorosos, lejos de ser despreciada, alcanza mayor estima y amor. Incluso admite que dentro de la modestia hay espacio para cierta libertad: no toda atención masculina tiene que ser tratada como crimen, y la virtud no queda rebajada porque la dama permita algún grado de reconocimiento o trato afable. De hecho, la victoria de su resistencia se mide por la dificultad del asedio.
Critica, en cambio, la hipocresía social que convierte en deshonra lo que, con constancia, puede transformarse en virtud. Ha visto mujeres sospechosas de liviandad ganar después el más alto respeto por su firmeza y coherencia de vida, como también recuerda con Platón que la mejor respuesta ante la murmuración es vivir de modo que los juicios cambien.
Celos en particular
Los celos, dice, son una de las enfermedades más vanas y tormentosas del alma humana. La cita poética con que cierra (Quis vetat apposit lumen do lumine sumi? Dent licet assidue, nil tamen inde perit) recuerda que compartir no disminuye lo que se comparte, sugiriendo que la pasión amorosa, lejos de agotarse, puede incluso multiplicarse.
Los celos, a los que considera —junto con la envidia, su hermana— como las pasiones más absurdas y degradantes de todas. Reconoce que la envidia nunca lo ha tocado, pero los celos al menos los conoce “de vista”, observando cómo corroen y degradan tanto a hombres como a animales. Trae un ejemplo grotesco del pastor Cratis y su cabra, donde un macho cabrío, movido por celos, mata a su rival. Con ello muestra que esta pasión no sólo es absurda, sino irracional y brutal, casi animal.
El contraste con la antigüedad clásica es central en su argumentación. Señala que hombres como Luculo, César, Pompeyo, Catón o Marco Antonio —varones de prestigio indiscutido— fueron cornudos y lo supieron, pero no hicieron de ello un motivo de violencia ni de escándalo. Sólo Lépido, un “insulso”, sucumbió bajo la angustia de los celos. La comparación es mordaz: mientras aquellos mantuvieron la dignidad pese al deshonor íntimo, Lépido se dejó arrastrar por una pasión degradante. Montaigne subraya que los celos son una especie de fiebre bárbara que corrompe incluso a las sociedades más disciplinadas.
Cita a los poetas para reforzar la idea de que incluso los dioses, como Júpiter o Vulcano, afrontaron infidelidades sin convertirlas en tragedias. Júpiter, en lugar de descargar su furia, se queja a su esposa de haber desconfiado de él, mientras ella incluso llega a pedir licencia para concebir un hijo bastardo. Vulcano, por su parte, habla con respeto de Eneas, mostrando una generosidad casi sobrehumana. Con esto, Montaigne ironiza sobre la diferencia entre la cólera divina y la humana: los hombres, menos sabios, son mucho más crueles en su trato con el adulterio.
En lo relativo a las mujeres, reconoce que también sienten celos, pero los experimentan de modo “más sosegado”, aunque recuerda el ejemplo de Juno, la diosa celosa por excelencia, siempre en pugna con las aventuras de Júpiter. Aquí Montaigne deja ver una diferencia de género: la furia celosa masculina es más violenta y destructiva, mientras que en las mujeres es más contenida o resignada.
Los celos deforman incluso lo más noble y hermoso de las mujeres, convirtiendo su virtud en amargura e importunidad. El caso de Octavio con Poncia Postumia ilustra el absurdo: un amor extremado que, al no verse correspondido, termina en odio y asesinato. La pasión que debería unir se trueca en destrucción, confirmando la idea de que el deseo y los celos son fuerzas que arrastran hacia lo contrario de su causa.
Montaigne señala, además, que el deber de la castidad que los hombres exigen a las mujeres es en sí mismo desmedido. La voluntad —esa parte flexible y móvil del alma— no se deja encadenar fácilmente, y menos aún en un ámbito donde la oportunidad y la ocasión lo son todo. Así, ridiculiza tanto la rigidez de la norma como la hipocresía de los hombres, quienes delegan en ellas un combate contra una inclinación natural mientras ellos mismos gozan sin escrúpulos. Recurre incluso a ejemplos extremos, como las mujeres escitas que cegaban a sus esclavos para disfrutarlos sin disimulo, para subrayar que la represión nunca ha sido un remedio eficaz.
En su experiencia personal, confiesa cierta vergüenza torpe (tomada de Plutarco) que lo hizo más tímido de lo que concordaba con su carácter. Reconoce haber sido, en ocasiones, demasiado respetuoso, casi supersticioso en el amor, prefiriendo enviar terceros para negociar donde él no se atrevía. Esta autocrítica lo conduce a una reflexión general: pretender que las mujeres dominen un deseo ardiente y natural es un absurdo. Quienes se alaban de frialdad y virginidad de voluntad despiertan su sonrisa: o mienten, o usan un gesto serio para encubrir lo contrario.
Montaigne distingue entonces entre la ingenuidad auténtica, que puede ser estimable, y los disfraces fingidos, que resultan ridículos o desvergonzados. Denuncia la falsedad de quienes, alardeando de insensibilidad, delatan con los ojos y el cuerpo lo que sus palabras niegan. Para él, no hay término medio: o la simplicidad es completa, o degenera en impostura. Y lo que más teme no es la infidelidad visible, sino los pecados mudos y secretos, los que no dejan testigos y se consumen en silencio, porque allí la imaginación —que nadie puede controlar— abre el camino a las peores corrupciones.
Castidad de las mujeres en particular
Montaigne lleva al límite su crítica a la exigencia absurda de la castidad impuesta a las mujeres. Arranca con un ejemplo brutalmente irónico: una partera que, al “explorar” la virginidad de una joven, se la quitó sin querer —con lo cual muestra que incluso un gesto médico o accidental puede despojar de aquello que los hombres consideran sagrado. El pudor, dice, puede perderse sin impudor y aun sin conciencia de la propia mujer. De ahí que toda la construcción social que define su virtud a partir de una integridad física resulte, para Montaigne, ridícula y contradictoria.
Subraya después que el núcleo del juicio está en la voluntad, no en el cuerpo. Recurre a historias de mujeres que, para salvar a sus maridos, se entregaron a enemigos o a otros hombres, no por deseo propio, sino por un acto de sacrificio. En este gesto, Montaigne ve más virtud que en una castidad rígida e impasible: la entrega movida por amor y deber llega a ser más digna que la abstención ciega. Y no faltan ejemplos cotidianos, como los de esposas que obedecen al propio marido cuando éste, por conveniencia o ambición, las entrega a otro, sin que ello se interprete como vicio en ellas.
Con tono mordaz, recuerda casos antiguos y modernos donde el comercio del cuerpo se mezclaba con la necesidad, la política o la costumbre. En Oriente, dice, se permitía que una mujer casada se entregara a quien le ofreciera un elefante, incluso ganando prestigio por ello. El filósofo Fedón, esclavizado, se prostituyó para sobrevivir; y Solón, el gran legislador de Atenas, llegó a legalizar la prostitución como medio de sustento. Todo esto relativiza la moral rígida: lo que en unas culturas se condena, en otras se acepta o incluso se honra.
Infidelidad
Aquí Montaigne da un giro más duro y casi cínico sobre la curiosidad en torno a la infidelidad y los celos. Según él, querer confirmar si uno es cornudo es un error fatal: no existe remedio que no empeore el mal, porque el “descubrimiento” añade vergüenza, publicidad y un tormento imposible de borrar. La marca de los cuernos, dice, es indeleble: una vez puesta, no se cae jamás. Por eso considera una locura querer arrancar las desgracias privadas de la sombra para exhibirlas en público como si fueran tragedias.
Recurre a ejemplos históricos y sociales: los romanos enviaban un emisario por delante al regresar a casa, para no sorprender a la esposa y evitar sospechas innecesarias. En otras naciones, incluso el sacerdote “probaba” a la novia en la boda para liberar al marido de la curiosidad sobre la virginidad. Todo este esfuerzo apunta a lo mismo: no querer saber demasiado, porque la ignorancia, en este caso, preserva la paz.
Añade un matiz social interesante: ser cornudo no arruina la honra de un hombre cabal, que puede seguir siendo respetado si su virtud sobrepasa la afrenta. Al contrario, lo que convierte el hecho en doloroso es el ruido social, la burla, especialmente de las damas, que se divierten con lo que debería ser un hogar apacible. De ahí que la frecuencia del adulterio termine por suavizar su gravedad: cuando todos participan, el agravio se convierte en costumbre.
Montaigne señala el carácter incomunicable de este sufrimiento: ningún amigo es confiable en tal desgracia, porque incluso quien escucha puede reírse o aprovechar el secreto. Así, aconseja guardar silencio, como hacen los prudentes, y aceptar que tanto los goces como las amarguras del matrimonio pertenecen a la intimidad. En suma, la curiosidad, los celos y la divulgación no hacen más que agravar un mal que, por su misma naturaleza común, debería relativizarse.
Dice que aconsejar a las mujeres para apartarlas de los celos es tiempo perdido, porque su naturaleza —según él— está impregnada de sospecha, vanidad y curiosidad. Es decir, para Montaigne, los celos femeninos no son un accidente, sino casi un rasgo constitutivo. Lo ilustra con la sentencia de Pitaco: “el mal de mi vida es la cabeza de mi mujer”, mostrando cómo incluso un hombre prudente y justo se sintió arruinado por esa dolencia doméstica. De ahí que el único remedio verdadero sea huir o resignarse, aunque ambos caminos sean duros.
Además, introduce un punto muy agudo: la prohibición y severidad del deber marital puede tener el efecto contrario. Al exigir tanto rigor, se eleva el valor de la “plaza sitiada”, es decir, se excita la codicia de los perseguidores y también la inclinación de las mujeres. Es como si las leyes y la vigilancia hubieran encarecido la mercancía amorosa: Cupido, dice Montaigne, gana cuando lucha contra la justicia y la devoción, porque su gloria está en romper todas las reglas.
En esa misma línea, plantea una paradoja: ¿seríamos menos cornudos si temiéramos menos serlo? La prohibición despierta el deseo, la facilidad lo enfría. Ejemplifica con el caso de Mesalina, esposa del emperador Claudio. Al principio lo engañaba en secreto, pero al ver la estupidez e indiferencia de su marido, acabó despreciando toda cautela: hizo de su adulterio un espectáculo público, llegando incluso a casarse con Silio en plena Roma, con el emperador vivo y ausente. Su indiferencia le resultaba insoportable, como si necesitara un marido celoso que le pusiera freno. Pero cuando Claudio, “la bestia dormida”, al fin despertó, lo hizo con furia desmedida y vengó su honra con la muerte de Mesalina y de sus amantes.
Las palabras y la literatura
Montaigne cambia el eje de la reflexión: ya no está analizando los celos o el matrimonio, sino el poder del lenguaje literario y el contraste entre los antiguos y los modernos. Parte de un pasaje de Virgilio y de Lucrecio sobre Venus, Marte y Vulcano, para detenerse en las palabras mismas: rejicit, pascit, inhians, molli, fovet, medullas, labefacta, pendet, percurrit, circumfusa, infusus.
Lo que admira en ellas es su fuerza originaria: son vocablos que no solo dicen, sino que transmiten con todo el cuerpo de la lengua una intensidad vital. Montaigne resalta que los antiguos no se entretenían con juegos verbales o alambicadas sutilezas (quid pro quos), sino que su dicción era plena, robusta, viril: contextus virilis est. No buscaban adornar con florecillas retóricas, sino que hablaban desde un pensamiento fuerte, que daba a las palabras carne y hueso. El buen estilo, dice Montaigne, no es tanto un arte de ornato como un reflejo de la gallardía de la imaginación: pectus est, quod disertum facit (“es el pecho, el corazón, lo que hace elocuente”).
De ahí su juicio contra muchos escritores franceses de su tiempo: son capaces de apartarse del camino común, pero sin verdadera invención, cayendo en lo artificioso y frío. Buscan lo novedoso en palabras raras y pierden el vigor de las ordinarias. El resultado no es elevación, sino afectación. Frente a esto, Montaigne defiende que la originalidad debe nacer del pensamiento, no de una moda de estilo. Los antiguos, al ampliar la lengua, no la corrompieron, sino que le dieron nuevos pliegues y servicios: no inventaban términos, sino que enriquecían el uso de los existentes, dotándolos de fuerza, profundidad y elasticidad.
En caso, Montaigne, cuando escribe evita la compañía de los libros, que lo amedrentan o lo abruman. Prefiere producir desde sí mismo, incluso con sus imperfecciones, antes que repetir ajeno. Dice que los defectos accidentales los corregiría, pero los que son habituales y constitutivos de su manera de ser y hablar, no: extirparlos sería traicionarse. Sus Ensayos deben ser un reflejo suyo, con sus giros gascones, sus expresiones callejeras, sus razonamientos a veces torpes o paradójicos, incluso su humor. La autenticidad vale más que la perfección estilística.
Reconoce, sin embargo, su naturaleza imitativa: cuando escribía versos latinos se notaba al poeta que acababa de leer; sus primeras páginas olían a lo extranjero. Admite ser como esos monos que Alejandro encontró en la India y que se perdieron por imitar a los cazadores: su inclinación a remedar es tan fuerte que fácilmente copia palabras, gestos y hasta maneras de hablar de quienes lo rodean. Esa facilidad de impresión lo hace frágil, pero también explica su estilo cambiante y abierto.
Reconoce que sus mejores ideas nacen de improviso, a caballo o en la mesa, y que se desvanecen rápidamente, como los sueños. Así, enlaza con su reflexión sobre el amor y lo reduce a lo esencial: la sed de goce en un objeto deseado, una función natural, tan necesaria como las demás, pero que nuestra cultura ha revestido de vergüenza. En Sócrates ve una definición más noble —el apetito de generación a través de la belleza—, pero aun así se ríe de los gestos absurdos, del frenesí y la ridiculez que acompañan a ese acto. La sexualidad, dice, es la acción más común y la más ridícula, aquella que iguala a sabios y bestias, a contemplativos y brutos.
De allí pasa a la paradoja cultural: la naturaleza nos empuja a este deseo, y sin embargo la religión y las costumbres lo condenan, nos avergüenzan y nos recomiendan huirlo. Se deifica la procreación en algunos pueblos, pero en la mayoría se castiga, se oculta, se circuncida, se prohíbe. El hombre llega al absurdo de llamar “vergonzosa” a la operación que lo engendra. Recuerda a los esenios, que prefirieron desaparecer como pueblo antes que frecuentar mujeres, o a Zenón, que sólo se unió una vez con una mujer por mera cortesía. En contraste, la muerte se muestra públicamente, mientras el nacimiento se oculta en la penumbra. Somos criaturas que se avergüenzan de su origen.
Critica al hombre que, cargado ya de miserias naturales, todavía inventa nuevas penas artificiales: las leyes, los escrúpulos y las ceremonias. A su juicio, añadimos cadenas a nuestra condición ya bastante frágil.
Luego pasa a la cuestión del lenguaje del deseo: cita a poetas que tratan la lascivia con discreción y reserva, mostrando que decirlo todo satura, mientras que la insinuación abre un campo más fecundo a la imaginación. Prefiere el arte de sugerir antes que el de mostrar sin velos. De ahí su elogio del amor español e italiano, más contenido y ceremonioso, donde una mirada, un gesto, una sílaba pueden dilatar el goce. Para Montaigne, el amor no se reduce al instante de la posesión, sino que vive de la expectativa, de la gradación, de los rodeos.
De ahí la paradoja: cuanto más fácil es el acceso, más pronto se disuelve el deseo. La plenitud del goce, dice, mata el apetito. Por eso evoca ejemplos de amantes que prefirieron postergar la consumación para no debilitar el ardor. El placer se sostiene en la escasez y en la espera: la inmediatez, como en el beso trivializado por la costumbre francesa, termina devaluando lo que debería ser singular y peligroso.
Montaigne sospecha de que no siempre somos el centro del deseo femenino: acaso la dama, mientras comparte el lecho, suspira por otros amores, o incluso utilice ese mismo acto para fines torcidos, como la venganza o el crimen. Esta inquietud lo lleva a fijarse en Italia, que describe como “regente del mundo” en materia amorosa, con más bellezas comunes que Francia, pero no necesariamente con más ejemplos singulares de virtud o de espíritu.
Luego contrasta costumbres: en Italia, la severidad de las leyes sobre el matrimonio convierte cualquier desliz en un crimen capital, lo que —paradójicamente— vuelve triviales todas las transgresiones. Una vez que se rompe el cerrojo, dice, ya no importa si la falta es pequeña o enorme: la represión extrema enciende y enloquece el deseo, como bestia encerrada que al salir se torna furiosa. Frente a ello, Francia peca por lo contrario: demasiada licencia. En ambos casos, la falta de moderación corrompe.
Montaigne observa también las prácticas educativas: los jóvenes pajes en casas nobles, la severidad de ciertas damas hacia sus doncellas, la disciplina excesiva que, lejos de contener, estimula la rebeldía. Concluye que no hay regla capaz de frenar del todo la inclinación natural; más provechoso es confiar algo a la discreción personal. Una muchacha que ha sobrevivido al torbellino de un aprendizaje libre suele estar más segura de sí misma que aquella que fue criada bajo un régimen rígido y opresivo.
Las feminas y la fuerza
Por un lado, Montaigne aconseja a las damas la prudencia en la manera de otorgar sus favores; por otro, reconoce que los hombres juzgan con desigual severidad lo mismo que ellos practican.
Empieza alabando la gradación y dilatación del deseo: a las mujeres les sienta mejor huir y fingir resistencia, pues mantienen vivo el anhelo masculino. Para él, la entrega rápida y tumultuaria parece un gesto de glotonería que conviene disimular. Siguiendo esta idea, recuerda la anécdota de Talestris, reina de las amazonas, que buscó en Alejandro un hijo digno de su linaje; ejemplo de licencia extraordinaria que contrasta con el papel ordinario femenino de consentimiento y pasividad.
Después introduce la crítica a la inconstancia femenina, mostrando cómo los hombres censuran en ellas lo que excusan en sí mismos. Reconoce que la pasión amorosa, por su naturaleza, es cambiante y nunca satisfecha: incluso cuando posee, sigue deseando más allá de la posesión. Señala que si la mujer varía de afecto, no hace más que reflejar la inclinación común de la humanidad a la novedad.
Montaigne va más lejos, señalando la diferencia de condiciones: las mujeres siempre están físicamente en disposición, mientras que los hombres pueden fallar. De allí la anécdota cruel de Juana de Nápoles, que hizo estrangular a su marido al no cumplir sus expectativas íntimas, y la norma imaginada por Platón, que ordenaba a los pretendientes mostrarse desnudos ante los jueces antes de casarse, para evaluar si eran dignos.
Fragilidad masculina
Montaigne se enfrenta sin tapujos a la fragilidad masculina en el terreno amoroso, algo que pocas veces se reconoce con tanta crudeza en su época. Señala que no basta con que la voluntad se oriente rectamente: la debilidad física o la incapacidad también son causas legítimas de frustración o ruptura del matrimonio. Aquí introduce con ironía versos latinos que apuntan a la impotencia y a la necesidad de “buscar en otra parte” lo que el esposo no puede ofrecer.
Montaigne critica con dureza la actitud de los viejos que, por un resto de vigor raquítico, se empeñan en mostrarse como si fueran jóvenes: un “fuego de estopa” que arde con aparato y se apaga enseguida, dejándolos en ridículo. Para él, ese apetito debería ser exclusivo de la juventud magnánima y constante, capaz de sostener la pasión y no de ridiculizarse con tentativas fallidas. No es sólo un juicio moral: es también una reflexión sobre el límite natural de los cuerpos y sobre la insensatez de desafiarlo con pretensiones vanas.
El pasaje revela un rasgo muy característico de Montaigne: su capacidad para volverse la crítica hacia sí mismo. Llega a confesar que cuando una mujer se hastiaba de él, antes que culpar su ligereza, dudaba de su propia naturaleza y de su capacidad. Y lo hace con un humor agrio pero lúcido, al reconocer que las mujeres mismas saben juzgar con franqueza la insuficiencia masculina, lo que para él es una herida enorme a su virilidad.
Retrato
Montaigne cambia el tono: pasa del análisis descarnado de los vicios y excesos a un autor-retrato moral, en el que reivindica la honestidad de su modo de vivir y de escribir. Dice que debe al público su retrato general, no un artificio pulido según las reglas de la civilidad. Su “prudencia” no consiste en sujetarse a ceremonias superficiales, sino en ser natural, constante y universal. Se opone a las supersticiones de las “pequeñas reglas” y las ceremonias verbales, porque éstas distraen de los verdaderos deberes y de los vicios esenciales. Montaigne defiende la franqueza frente al formalismo hipócrita.
Desde ahí conecta con su experiencia amorosa. Critica la usurpación masculina de autoridad, que convierte un favor libre de una dama en un derecho marital. Él mismo asegura que, aunque en su tiempo mantuvo relaciones, las sostuvo con cierta justicia y fidelidad, sin romper bruscamente ni degradar lo que había sido un vínculo de afecto, por mínimo que fuese. Confiesa su inconstancia, pero también la moderación con que supo manejarla: nunca transformó el afecto en odio, nunca se aprovechó hasta la humillación, e incluso –lo dice con ironía– llegó a “armar contra sí” a las damas con reglas que les daban mayor severidad cuando estaban dispuestas a ser más laxas.
El pasaje muestra un Montaigne que reconoce su carácter impulsivo (la cólera súbita, los altercados), pero que al mismo tiempo se considera menos culpable que otros, porque en lugar de engañar vilmente o de prometer más de lo que podía cumplir, prefirió pecar por exceso de escrúpulo. Con humor concluye que ha vivido su amor “torpemente concienzudo”, incluso ridículo a ojos de su época, pero que de ello no se arrepiente. El último verso latino que cita –donde alguien cuelga sus ropas mojadas en el templo como exvoto tras sobrevivir a la tempestad– sugiere que él también ha salido airoso de la tormenta de la vida amorosa, y puede ofrecer su experiencia como testimonio.
Su manera de vivir el amor no coincide con la de su época: reconoce que el amor de su tiempo está poco ligado a la buena fe y a la hombría de bien, pero aun así él volvería a recorrer el mismo camino. Lo que parece una contradicción se aclara: si el amor es “vicio”, al menos su insuficiencia y torpeza lo hicieron más digno de tolerancia, porque evitó los extremos de la ingratitud, la traición y la crueldad.
Define su experiencia amorosa como una moderación entre dos excesos: ni la inercia de la ociosidad, ni la violencia de un frenesí penoso. Se reconocía encendido, sí, pero no esclavizado por ensueños. De ahí que cite a Panecio y a Agesilao para subrayar el riesgo de dejar que el amor gobierne a quien carece de prudencia: el amor y la prudencia difícilmente caben bajo un mismo techo.
Sin embargo, Montaigne matiza con ironía: a pesar de ser una pasión vana, vergonzosa e “ilegítima”, bien gobernada puede ser saludable, incluso como remedio médico contra el letargo del cuerpo y del espíritu. La compara a un cosquilleo que mantiene despierto al hombre en la vejez, prolongando el vigor y retrasando la decrepitud. Trae los ejemplos de Anacreonte y de Sócrates, quienes en la edad avanzada aún sintieron ese ardor por un simple contacto. La filosofía, recuerda, no enseña a huir de los placeres naturales, sino a moderarlos; lo que condena es la excitación artificial, el exceso que convierte el goce en penuria.
Pregunta retóricamente: ¿no es un error pensar que podemos separar lo espiritual de lo corporal en la experiencia humana? Tanto el dolor como el placer son vividos por el hombre entero, y del mismo modo en que los santos hacían sufrir al cuerpo para fortalecer el alma mediante la penitencia, también parecería justo que el alma participe activamente en los placeres corporales, animándolos, dándoles dulzura y sentido, y no reduciéndolos a una servidumbre mecánica.
Con esto Montaigne desafía la tradición que condenaba el goce como indigno: si el alma debe guiar, también debe hacer del placer algo saludable y armonioso, no algo vergonzante ni ajeno. Aquí se muestra su constante equilibrio: no dejar que el cuerpo dañe al alma, pero tampoco que el alma violente al cuerpo con austeridades excesivas.
Luego se vuelve personal: confiesa que, a diferencia de otros que se sostienen en la vida gracias a la ambición, la avaricia o las disputas, a él el amor le habría servido como motor vital. Reconoce en él un remedio contra la melancolía, un estímulo para cuidar su persona, para mantenerse activo, sobrio, digno. El amor, incluso imaginado o soñado, podría haber sido una medicina contra la decadencia de la vejez, enderezando su ánimo, su salud y hasta su barba, como él dice con ironía.
Sin embargo, añade la amarga constatación: esa posibilidad ya está casi perdida. La edad lo hace más exigente y delicado, más inseguro y tímido, y menos capaz de corresponder. El deseo aumenta justo cuando la fuerza disminuye; la voluntad quiere elegir lo mejor, cuando el cuerpo no es ya aceptable. Por eso se siente ridículo entre los jóvenes, cuya vitalidad contrasta con su fragilidad. Sus versos latinos refuerzan esa ironía: la juventud tiene nervios más firmes que un árbol recién plantado, mientras que en él la llama amorosa se ha convertido en ceniza.
Placer, reciprocidad y edad
Para él, el amor no puede reducirse a una satisfacción unilateral: no basta con recibir goce si no se da, pues eso convierte la experiencia en algo vil, en una limosna indigna. El verdadero amor requiere correspondencia, un intercambio que no se mide en gratitud o compasión, sino en un goce compartido.
Por eso rechaza el consuelo que algunos le proponen —unirse a mujeres de su misma condición, es decir, mayores como él—, porque lo considera una mezcla triste, sin vitalidad. Prefiere imaginar la unión de dos bellezas jóvenes antes que resignarse a ser un acompañante de segunda fila en un encuentro apagado. Su gusto se mantiene ligado a lo fresco, lo naciente, lo natural, y desprecia lo artificial, lo acicalado, lo pintado para disimular la decadencia. La vejez adornada le parece más fea aún que la vejez desnuda.
Incluso se atreve a confesar, con un atrevimiento que no disimula, que el amor le parece más natural y más pleno en la edad cercana a la infancia que en la madurez o la senectud. Aquí recurre a poetas y filósofos: Homero, Platón y Bión, quienes también habían celebrado esa belleza ambigua y temprana, donde la frontera entre lo infantil y lo adolescente se vuelve difusa y engañosa. Frente a esto, la edad adulta y la vejez le parecen ámbitos menos propicios para la belleza amorosa.
Con todo, Montaigne no presenta estas ideas como un simple juicio moral, sino como un retrato de su sensibilidad personal, que oscila entre la melancolía por la pérdida y la franqueza brutal de reconocer lo que su deseo prefiere. Así, continúa la línea de todo el capítulo: mostrarse entero, con sus contradicciones, sus gustos y sus confesiones, sin ocultarse tras disfraces.
El caso de Margarita de Navarra
Empieza con Margarita de Navarra, a quien reprocha haber querido prolongar demasiado el poder de la belleza femenina hasta la madurez, sugiriendo que a los treinta ya corresponde más la bondad que el atractivo. Aquí Montaigne vuelve sobre su tema recurrente: la fugacidad de la hermosura y el desorden natural del amor, que no obedece ni a reglas ni a prudencias, sino que se nutre de tropiezos, errores y arrebatos. Amar con arte y medida es, para él, un modo de atar a un dios que sólo vive en libertad.
Después, con tono más ácido, observa que aunque a los hombres se les puede perdonar la torpeza de espíritu por su atractivo físico, rara vez ocurre al revés: ninguna mujer se enamora de una inteligencia brillante si el cuerpo está en decadencia. Y lanza una especulación socrática: ¿por qué ninguna mujer ha querido trocar sus encantos por el amor casto de una gran inteligencia, como se habría esperado de un amor noble y filosófico? Platón mismo —recuerda Montaigne— había establecido que todo mérito, al menos en la guerra, merecía acceso a los favores, sin importar la edad o la fealdad.
Finalmente, Montaigne concluye con un gesto de relativismo antropológico y filosófico: hombres y mujeres son moldeados de la misma arcilla, las diferencias que nos parecen esenciales no son más que producto de la educación y las costumbres. Platón y Antístenes —dice— no distinguieron entre virtudes masculinas y femeninas, llamando a ambos sexos a los mismos estudios y deberes. Así, desmonta la superioridad masculina que la tradición había establecido, cerrando con un proverbio sarcástico: “dijo la sartén al cazo”.
Capítulo VI: De los vehículos
Montaigne abre el capítulo VI, “De los vehículos”, y lo hace con su estilo característico: a partir de un detalle aparentemente trivial, se abre hacia reflexiones más hondas sobre la naturaleza humana, las pasiones y la manera en que enfrentamos el miedo.
Comienza señalando que los grandes autores, al escribir sobre las causas de las cosas, no sólo presentan las que consideran verdaderas, sino también aquellas que aunque dudosas tienen ingenio y lucidez. Como ejemplo, menciona la costumbre de bendecir al que estornuda, explicada como un honor tributado a ese viento corporal que, a diferencia de otros, no se considera indecoroso. Aquí aparece la ironía: una sutileza mínima atribuida nada menos que a Aristóteles.
Luego cita a Plutarco, quien explicaba el mareo en el mar por causa del temor. Montaigne lo discute desde su experiencia personal: confiesa ser propenso a los vómitos en los viajes, pero asegura que no nacen del miedo, pues nunca tuvo verdadero pavor al agua ni a la muerte. Introduce así una reflexión sobre el temor y la huida: admite que en ocasiones se ha visto forzado a retroceder, pero siempre con serenidad y sin perder el juicio. Incluso en la retirada —dice— puede haber un modo noble de conducirse, evocando el ejemplo de Sócrates y Láchez narrado por Alcibíades: en plena derrota, Sócrates caminaba tranquilo, con la mirada serena, dispuesto a vender cara su vida, lo que hacía que hasta los enemigos se contuvieran de atacarle.
De aquí pasa a una máxima que Montaigne extrae con agudeza: el miedo precipita más los peligros que la misma amenaza. Quien huye despavorido se pierde; quien conserva firmeza, aunque retroceda, suele salvarse. De ahí su crítica al dicho popular “teme a la muerte”, pues —afirma— no es lo mismo prever un peligro que dejarse dominar por el miedo.
Montaigne reconoce, sin embargo, que él mismo no es un espíritu invulnerable: si alguna pasión fuerte le derribara del todo, nunca volvería a levantarse. A diferencia de Epicuro, que decía que el sabio nunca pasa de un extremo al otro, Montaigne admite que quien una vez ha perdido la razón difícilmente vuelva a la plena cordura. Su consuelo es que la naturaleza lo equilibró: lo dejó desarmado en un aspecto, pero le proveyó de cierta insensibilidad y moderación que lo protegen de sucumbir ante las pasiones desordenadas.
Confiesa su aversión a los transportes distintos del caballo: no tolera ni coches, ni literas, ni barcos. Explica con detalle su malestar físico: el movimiento interrumpido o ondulante lo marea más que la sacudida violenta del oleaje. Reconoce que los médicos le aconsejaron un remedio (una faja ceñida al vientre), pero declara que no quiso seguirlo: prefiere domar sus debilidades con su propia resistencia, rasgo que vuelve a mostrar su apego a la experiencia personal antes que a la autoridad médica.
De ahí pasa a recordar la variedad de carruajes en la historia militar, útiles en distintos pueblos y épocas. Destaca el ejemplo reciente de los húngaros contra los turcos, que usaban carros como fortalezas móviles, armados con mosquetes y arcabuces, comparables a galeones en tierra. Este recuerdo no es anecdótico: le sirve para lamentar que Europa haya olvidado esa práctica, que considera eficaz y de gran provecho estratégico.
Luego introduce una serie de ejemplos más pintorescos, casi grotescos, de la Antigüedad: Marco Antonio en carro tirado por leones, Heliogábalo por tigres, ciervos, perros o doncellas desnudas, Firmo por avestruces gigantes. Estas imágenes, cargadas de exotismo, abren paso a una crítica de fondo: para Montaigne, esas demostraciones revelan pusilanimidad más que grandeza. El rey o el príncipe que necesita de artificios desmesurados para afirmarse demuestra en realidad que no confía en su propia dignidad.
De ahí su reflexión moral: así como un caballero no necesita lujo excesivo en privado porque lo representa su casa, su mesa y su séquito, el rey no precisa de pompas efímeras. Recuerda el consejo de Isócrates a su soberano: gastar en lo duradero —muebles, utensilios que pasen a los sucesores— y evitar la magnificencia fugaz. Montaigne compara también la frugalidad de los antiguos reyes de Francia, que alcanzaron crédito y grandeza sin recurrir a dispendios vanos, con la frivolidad de su propio tiempo.
La crítica se extiende al terreno político: cita a Demóstenes, que prefería que los recursos públicos se invirtieran en barcos y ejércitos, no en fiestas. Y censura el parecer de Teofrasto, que justificaba esos gastos como frutos de la riqueza. Montaigne toma partido claro: los gastos útiles y duraderos, como puentes, fortificaciones, hospitales, caminos, son dignos de la realeza. Recuerda con elogio los proyectos de Gregorio XIII y de Catalina de Médici, a quien atribuye verdadera liberalidad, aunque sin medios suficientes. Termina con un apunte melancólico: su decepción personal por no haber visto concluido el puente de Burdeos, obra que habría sido un servicio público duradero.
Cuando los reyes hacen grandes gastos suntuarios, los súbditos lo interpretan como si fuesen ellos mismos quienes costean su propio festín. Ven desfilar sus riquezas transformadas en espectáculos que no alimentan ni abrigan, sino que “regalan los ojos” y nada más. Por eso recuerda la anécdota de Galba, que al pagar a un músico subrayó que ese dinero salía de su bolsa personal, no del erario público. Montaigne enfatiza aquí que el pueblo suele tener razón: en última instancia, la magnificencia de los príncipes se financia con los súbditos.
Luego formula una idea central: la liberalidad no es virtud regia esencial. El rey, dice, no posee nada propiamente suyo: ni su persona, ni su poder. Como el médico pertenece al enfermo, el príncipe pertenece a su pueblo. Por eso, la magnificencia excesiva no es liberalidad sino pródigalidad a expensas ajenas. Llega incluso a repetir la sentencia de Dionisio el tirano: la liberalidad es la única virtud compatible con la tiranía, pues se reduce a repartir lo que no es suyo. Mejor un rey avaro pero justo que uno generoso sin medida.
Aquí introduce una distinción sutil: la verdadera virtud del príncipe es la justicia, y en particular la parte de la justicia que se relaciona con el reparto de bienes y cargos, que sí le corresponde de manera propia. La liberalidad indiscreta, al no mirar el mérito, no sólo es injusta sino que también resulta peligrosa: corrompe al receptor, lo hace ingrato y en ocasiones lo transforma en enemigo. Cita ejemplos de tiranos muertos a manos de aquellos mismos a quienes habían colmado de favores.
Después explica cómo la liberalidad excesiva engendra expectativas infinitas: cuanto más da el príncipe, más se le exige, pues lo recibido se olvida pronto. Aquí Montaigne describe con gran lucidez el círculo vicioso de la dádiva regia: la codicia engendra ingratitud, y la ingratitud lleva a una continua insatisfacción.
Para ilustrar lo contrario, introduce el ejemplo clásico de Ciro y Creso. Creso reprochaba a Ciro su generosidad, calculando que, de haber sido más frugal, habría acumulado mayores tesoros. Ciro respondió con una demostración práctica: pidió ayuda a todos los beneficiarios de su liberalidad, y estos no sólo le devolvieron lo recibido, sino mucho más de su propio peculio. Así mostró que había transformado sus riquezas en un tesoro de amigos fieles, más seguro que cualquier cofre, y menos expuesto al odio y a la envidia.
El contraste es claro: los reyes de su tiempo, según Montaigne, han degenerado su liberalidad hasta el punto de convertirse en deudores de los peores y más ingratos, mientras que un soberano prudente puede convertir la dádiva en red de apoyo, fidelidad y gratitud.
Los emperadores justificaban sus juegos públicos y excesos: la plebe romana estaba acostumbrada a ser “ganada” por espectáculos, pero en el origen fueron los particulares quienes, con su peculio, daban esas magnificencias. Cuando los soberanos asumieron esa costumbre, ya no fue liberalidad, sino gasto del erario: pecuniarum translatio... non debet liberalis videri. De ahí la lección de Filipo a su hijo: no quieras que te vean como pagador, sino como rey; recompensa con virtud, no con dinero.
Después describe con minucioso asombro los espectáculos de los anfiteatros romanos: bosques trasladados al circo, fieras exóticas, combates navales en el Coliseo inundado, perfumes que caían sobre el público, toldos púrpuras, redes de oro, montañas artificiales, naves encantadas. Aun reconociendo lo vano, Montaigne admite su belleza cuando hay ingenio, novedad y admiración, no cuando sólo hay derroche de gusto y lujo.
Esta digresión le sirve para pasar a una meditación mayor: la fertilidad de los espíritus antiguos frente a la pobreza de invención de su propio siglo. Para él, nuestra mirada es corta: creemos que las invenciones de la pólvora o la imprenta son milagrosas, pero ya existían hace siglos en China. Vemos poco hacia adelante y hacia atrás; lo que sabemos es fragmentario, lo que ignoramos, infinito. Así, la imagen del mundo que creemos estable es ilusoria: la naturaleza está en perpetua mutación y vicisitud.
Montaigne conecta con la idea de que nuestra evaluación del mundo está condicionada por nuestra propia edad y debilidad: Lucrecio veía al mundo en juventud porque observaba vigor en su tiempo; otros lo juzgan en decadencia porque se sienten viejos y frágiles. En ambos casos, proyectamos nuestra condición en el cosmos.
Conquista del Nuevo Mundo
Montaigne despliega una de sus críticas más duras contra la conquista del Nuevo Mundo, que él mismo llama “un mundo niño”.
Primero observa que el hallazgo de América muestra cuán limitado es nuestro saber: hasta hacía apenas cincuenta años se ignoraba su existencia, y quién asegura que no haya otros mundos aún escondidos. El contraste es brutal: mientras en Europa se habla de decadencia, ese “otro mundo” apenas entra en la luz, vigoroso y nuevo. Sin embargo, lejos de ennoblecerlo, los europeos lo contaminaron con codicia, traición y violencia.
Montaigne admira las civilizaciones americanas —México, Cuzco— por sus ciudades, jardines de oro, obras en pedrería y algodón. No concede a Europa superioridad en ingenio o clarividencia, sino solo en el artificio de las armas, los caballos y los metales. Reconoce que la victoria de los conquistadores se debió al engaño y a la disparidad tecnológica, no al mérito militar ni a la justicia. Quita esos factores, dice, y los pueblos indígenas habrían sido tan terribles y firmes como cualquier otro del mundo antiguo.
Luego imagina un escenario alternativo: ¡qué distinto habría sido si la conquista hubiese caído bajo César, o bajo los griegos y romanos! Entonces los indígenas habrían recibido artes útiles, disciplina y virtudes; se habría cultivado una fraternidad entre pueblos en vez de arrasarlos por perlas y especias. En cambio, los europeos aprovecharon su ignorancia para inculcarles solo vicios: lujuria, avaricia, inhumanidad.
Los españoles que, buscando oro, intimidan a un pueblo con el “requerimiento” del rey de Castilla y del Papa. Los indígenas responden con lógica irrefutable: si vuestro rey pide, es pobre; si el Papa da lo que no es suyo, es injusto; si venís armados, no sois pacíficos. Oro no les interesaba, salvo el consagrado a sus dioses. Y rematan: “Lo mejor es que os vayáis de nuestras tierras, o haremos con vosotros lo que con otros”, mostrándoles cabezas decapitadas. Montaigne llama a esa respuesta un balbuceo infantil, pero lleno de dignidad natural.
Conquista de México y Perú
El destino de Atahualpa en el Perú y el de Moctezuma en México.
Del primero resalta la traición: tras pagar un rescate colosal de oro y plata, fue igualmente condenado y estrangulado bajo una acusación inventada. Montaigne subraya la paradoja de que, tras arrancarle millones, se fingiera un duelo solemne en su honor, un gesto hipócrita que pretendía apaciguar el estupor del pueblo.
Del segundo destaca la firmeza de ánimo. Moctezuma, sometido a tormentos con braseros ardientes, increpa a uno de sus nobles que desfallecía: “¿Estoy yo en un baño más cómodo que tú?”. Con esta sola frase convierte la tortura en una lección de entereza regia. Finalmente fue ahorcado, tras largos años de cautiverio, con un final digno de un príncipe magnánimo.
Montaigne no se detiene ahí: recuerda hogueras donde se quemaron vivos centenares de hombres, entre ellos sesenta nobles, y señala cómo los mismos conquistadores contaban estas atrocidades como si fueran hazañas gloriosas, llegando a presentarlas como celo religioso. El ensayista rebate esa excusa: si la fe fuera el objetivo, se habrían conformado con ganar almas, no con arrasar pueblos enteros para esclavizarlos en minas. Por eso algunos de estos capitanes terminaron castigados incluso por orden de los reyes de Castilla, escandalizados por sus excesos.
Con ironía amarga añade que Dios castigó esos saqueos: muchos tesoros se perdieron en el mar o se dilapidaron en guerras civiles. Y lo que sí llegó a Europa, aunque abundante, parecía poco frente a la riqueza original, pues los indígenas acumulaban el oro en templos y palacios como patrimonio inmóvil, mientras los europeos lo fundieron, dispersaron y trivializaron en el comercio.
Los aztecas, “algo más civilizados”, ya interpretaban la catástrofe de la conquista como signo del fin del mundo. Su mitología de los cinco soles —cada uno destruido por agua, fuego, aire o cataclismo— les hizo ver en la llegada de los españoles una confirmación de que la quinta edad tocaba a su término. Montaigne, siempre atento a la fragilidad de la creencia humana, señala cómo esas cosmologías reflejan la necesidad de los pueblos de dar sentido a la ruina.
La magnificencia americana no era en nada inferior a la de Grecia, Roma o Egipto, y en ciertos aspectos incluso las sobrepasaba. El ejemplo que escoge es el gran camino del Perú, obra de los incas, que unía Quito con Cuzco a lo largo de unas trescientas leguas. Lo describe como recto, empedrado, de veinticinco pasos de ancho, flanqueado por murallas y con acequias perennes bordeadas de árboles, con palacios a intervalos regulares para abastecer tanto a viajeros como a ejércitos.
Lo que más admira Montaigne no es solo la utilidad, sino la dificultad técnica: mover bloques enormes de piedra de más de diez pies cuadrados sin hierro ni andamios, únicamente con la fuerza de los brazos y con la ingeniosa técnica de ir amontonando tierra para levantar los muros a medida. En esto ve una muestra de grandeza práctica y civilizadora que desmiente la idea de los “salvajes” incapaces de obras monumentales.
Luego enlaza con un episodio trágico: el último rey del Perú, Atahualpa, entró en la batalla transportado en andas de oro, sentado en un trono del mismo metal. Cada vez que los españoles mataban a los portadores, otros se lanzaban a reemplazarlos de inmediato, hasta que finalmente un jinete logró derribarlo. Montaigne subraya aquí la lealtad y sacrificio de los súbditos, que preferían morir antes que dejar caer a su rey.
Capítulo VII: De la incomodidad de la grandeza
Montaigne se detiene a reflexionar sobre lo que llama la incomodidad de la grandeza, es decir, el peso y las desventajas que acarrea el poder y la gloria. Afirma que solemos otorgar demasiado valor a los altos cargos y a la realeza, cuando en realidad no son bienes tan extraordinarios como para que rechazarlos parezca un milagro. En su caso personal, confiesa que nunca deseó imperios ni mando, porque ama demasiado su tranquilidad, y que prefiere una vida sencilla y serena antes que la pompa y la autoridad que aplastan la libertad. Contrapone así el ejemplo de Lucio Torio Balbo, que vivió discretamente con salud y contento, al de Marco Régulo, símbolo del sacrificio y de la gloria romana: aunque respeta al segundo, siente más afinidad con el primero.
Para Montaigne, el oficio más difícil es el de ser rey, cuando se desempeña con dignidad, pues un poder tan desmesurado difícilmente se sostiene con equilibrio. Reconoce que incluso los menos virtuosos parecen mejores desde el trono, porque están obligados a dar ejemplo y todo lo que hacen repercute sobre muchos. Sin embargo, lo que a él más le atrae es el ejemplo de Otanes, noble persa que renunció a la corona con tal de vivir libre de mando y obediencia, salvo lo que exigían las leyes. Así, el ensayista revela su inclinación hacia la medianía, la calma y la vida privada, más que hacia las responsabilidades y peligros del poder.
Luego aborda la incomodidad de la grandeza desde otra perspectiva: la imposibilidad de los príncipes de participar en la vida común de los hombres en condiciones de igualdad. Para él, uno de los placeres más naturales es la competencia —ya sea en las armas, en los ejercicios físicos o en los intelectuales— donde se mide el valor real de cada cual. Sin embargo, los soberanos están privados de este gozo, pues nadie osa vencerlos: todos se dejan ganar, ya sea por respeto, por adulación o por miedo. De ahí que sus victorias carezcan de mérito, y sus cualidades verdaderas queden ocultas tras el brillo artificial de su rango.
Montaigne observa que este privilegio no sólo afecta a los honores, sino que también legitima sus defectos. Los cortesanos imitan incluso las flaquezas físicas o los vicios de sus amos: si Alejandro inclinaba la cabeza, sus seguidores hacían lo mismo; si Dionisio era corto de vista, sus cortesanos fingían tropezar; si un príncipe odiaba a su esposa, muchos se apresuraban a repudiar a las suyas. Así, la grandeza convierte en modelo lo que debería ser objeto de censura, y multiplica los males en lugar de corregirlos.
El autor concluye con ejemplos que muestran hasta qué punto es imposible contradecir a los poderosos: Adriano impone la interpretación de una palabra porque manda treinta legiones; Augusto escribe versos contra Asinio Polión, y éste se calla para no arriesgarse a la proscripción; Dionisio condena o vende como esclavos a quienes lo superaban en poesía o filosofía. La enseñanza es clara: la grandeza encierra al príncipe en una soledad peligrosa, lo rodea de falsedad y le impide experimentar la auténtica medida de sí mismo, privándole así de uno de los mayores goces de la condición humana: el trato franco y libre con los demás.
Capítulo VIII: Del arte de platicar
Montaigne arranca con una comparación entre la justicia y su propio método. Así como los jueces castigan a algunos para escarmentar a todos, él expone sus defectos no porque puedan corregirse en sí mismo —pues son “naturales e incorregibles”—, sino para que otros los eviten. En este gesto de autocrítica hay ironía y modestia: sabe que toda alabanza de sí mismo suena sospechosa, mientras que las recriminaciones, paradójicamente, pueden resultar más creíbles y útiles. De ahí su gusto por poner en evidencia sus imperfecciones como ejemplo aleccionador.
Explica además que su espíritu aprende más de la oposición que de la semejanza, más de los malos ejemplos que de los buenos. El contraste despierta y corrige mejor que la imitación: la torpeza de otro lo incita a ser más hábil, la rudeza a ser más dulce, la crueldad a ser más clemente. En este sentido, la vida cotidiana le ofrece lecciones constantes, aunque difíciles de cumplir, porque exigiría convertir en virtud cada defecto ajeno observado.
El centro del capítulo lo ocupa su elogio de la conversación como el ejercicio más natural, fructuoso y delicioso del espíritu. Prefiere el diálogo vivo a la lectura solitaria, porque la palabra compartida a la vez enseña y ejercita. En la disputa con una mente fuerte siente cómo sus ideas se agitan, se multiplican y lo elevan por encima de sí mismo. La conformidad lo aburre; la contradicción lo estimula. Por eso deplora que en su tiempo este arte se haya debilitado, mientras que en la Antigüedad y en Italia aún se estimaba como verdadero cultivo del entendimiento.
Al mismo tiempo advierte el peligro del comercio con espíritus bajos y enfermizos: la mediocridad y la torpeza son contagiosas, degradan la agudeza del ánimo y rebajan la conversación. Montaigne reconoce en sí una debilidad particular: no soportar la estupidez lo irrita tanto como la torpeza misma, lo cual constituye, según él, un defecto paralelo al que critica.
La contradicción no lo irrita ni lo hiere, al contrario, lo despierta y lo ejercita; lo que busca no es imponerse, sino aprender. Pero distingue entre la oposición franca y viril —que robustece la amistad y el entendimiento— y la réplica colérica, altanera o grosera, que destruye toda posibilidad de verdad.
Lamenta que en su tiempo pocos tengan el coraje de corregir a otros, porque no soportan a su vez ser corregidos, y porque el disimulo gobierna las relaciones sociales. Él, en cambio, declara sentirse más orgulloso cuando cede a la fuerza de un buen argumento y vence su propia obstinación, que cuando derrota al adversario. Su escepticismo le da flexibilidad: para él la verdad puede hallarse en cualquier parte, y la conversación es el terreno donde se descubre, siempre que se mantenga el orden y no se confunda el fin con los incidentes.
El retrato que hace de las disputas ordinarias es ácido y casi cómico: unos desvían la discusión con digresiones interminables, otros se enojan y callan, otros confunden palabras con razones, otros se escudan en gritos y pulmones, otros se pierden en fórmulas vacías de la dialéctica. El resultado es que, en vez de acercarse a la verdad, la discusión degenera en ruido y en enemistad personal. Por eso afirma que muchos debates debieran prohibirse y castigarse como crímenes verbales, pues no sirven más que para alimentar la cólera y el orgullo.
¿Qué fruto sólido nos han dado las ciencias, vistas las aplicaciones que de ellas se hacen? Cita a Platón y a otros para mostrar que muchas veces la lógica, la dialéctica y la retórica se convierten en juegos vacíos, más cercanos al parloteo de las sardineras que a la búsqueda de la verdad. De ahí su ironía: preferiría que su hijo aprendiera a hablar en una taberna antes que en una escuela de “charlatanería”.
Señala el contraste entre la apariencia del saber y su sustancia: los doctos, con su latín y su aparato de citas, parecen invencibles, pero si se los despoja de ese ropaje se muestran iguales o peores que los demás. El verdadero problema está en quienes basan su suficiencia en la memoria, escondidos bajo la sombra de Aristóteles, sin ejercitar su propio entendimiento. En manos nobles, la doctrina es cetro; en manos vulgares, muñeco.
Después vuelve al tema del arte de platicar: la victoria no está en vencer al adversario, sino en mostrar la imposibilidad de ser refutado, en ordenar y conducir bien los argumentos. Sócrates, recuerda, discutía no por la disputa en sí, sino para instruir y hacer ver a los interlocutores sus propias incoherencias. La verdad pertenece a un orden divino, no humano; nosotros solo corremos tras ella en una escuela de búsqueda. Por eso Montaigne se fija más en la forma de hablar que en la materia: le interesa conocer el espíritu de los autores o de sus interlocutores, más que el contenido de lo que dicen.
Con los vicios puede transigir, pero no con la testarudez ni con las excusas torpes. Sin embargo, advierte que irritarse por las tonterías del mundo es tan irracional como ofenderse por ver un cuerpo torcido. Mejor es seguir el consejo de Platón: preguntarse si la causa del desagrado no está en uno mismo. Así, incluso los argumentos del adversario pueden volverse contra nosotros. Montaigne cierra con un aforismo mordaz: Stercus cuique suum bene olet —cada cual cree que su propio estiércol huele bien.
La ceguera de nuestros propios vicios
Primero, recuerda cómo solemos ridiculizar en otros los mismos defectos que nosotros practicamos con igual o mayor frecuencia. Pone el ejemplo de un hombre que se burlaba de las genealogías inventadas de otro, sin advertir que él mismo era fastidioso en alardear de la nobleza de la familia de su esposa. Montaigne insiste: nadie está limpio, pero la caridad consiste en corregir en los demás lo que nosotros mismos no hemos logrado extirpar, siempre comenzando por acusarnos y castigarnos a nosotros primero. Aquí introduce la sentencia de Sócrates: si alguien comete una violencia, debe antes presentarse él mismo a la condena, luego a su hijo y solo después a un extraño. Es un llamado a la autocrítica radical.
Después, reflexiona sobre la superficialidad de los juicios humanos. Como nuestros sentidos solo perciben lo exterior, damos crédito al vestido, la fortuna o el gesto de una persona, suponiendo que su rango o su cargo garantizan inteligencia o virtud. En la conversación, los poderosos imponen autoridad con su mera experiencia vivida (“yo vi, yo hice”), pero Montaigne critica este formalismo: no basta enumerar hechos, hay que digerirlos, alambicarlos, sacar de ellos conclusiones razonables. Lo compara con un concierto: no interesa escuchar cada instrumento aislado, sino la armonía que se produce. Así también la experiencia debe transformarse en juicio, no en anecdotario vacío.
Rechaza toda forma de tiranía de las apariencias, ya sea verbal o política. Nos advierte que, examinando de cerca las “grandezas extraordinarias”, descubrimos que detrás de ellas hay hombres comunes, sujetos a las mismas flaquezas. Y cierra con un verso latino: Rarus enim ferme sensus communis in illa fortuna —“rara vez se encuentra el sentido común en esa fortuna”, es decir, en lo alto de la grandeza.
Comparando a los hombres de estudio con los demás. A menudo, dice, los sabios parecen más torpes que los comerciantes, artesanos o padres de familia, porque han cargado sobre sí un peso (la ciencia) superior a sus fuerzas naturales. La filosofía —cuando cae en espíritus débiles— se degrada, como un traje rico en un cuerpo que no sabe llevarlo. Así también ocurre con los gobernantes: no basta que tengan un entendimiento común, deben poseer capacidades excepcionales porque su cargo exige mucho más de lo que promete.
De ahí que, según Montaigne, el silencio sea un arma política. Cita el ejemplo de Apeles, quien ridiculizó a Megabizo porque, tras hablar sin fundamento, mostró su ignorancia. Mientras callaba, parecía sabio; al hablar, quedó en evidencia. Montaigne observa que muchos en su tiempo se benefician de un porte grave y taciturno, confundido con prudencia y capacidad. La apariencia suple las carencias.
También critica cómo se eligen a los altos cargos: no por mérito verdadero, sino por fortuna, riqueza, familia o rumor popular. El príncipe, por más que quisiera, no puede ver el interior de cada súbdito ni medir su verdadero valor. Así, los nombramientos acaban siendo azarosos. Montaigne recuerda que los cartagineses castigaban incluso las decisiones militares que, pese a haber resultado bien, habían sido imprudentemente tomadas, y que los romanos negaban triunfos a generales afortunados pero mal aconsejados. Con ello señala que la fortuna suele disfrazar la necedad con éxito.
La mayor parte de las cosas se hacen por sí solas, más que por prudencia humana. Los proyectos suelen resolverse con razones vulgares y comunes, y muchas veces los menos hábiles gobiernan mejor que los más sutiles. La suerte, la dicha y la desdicha son potencias soberanas, y los éxitos se atribuyen injustamente a la prudencia. Montaigne desarma así la pretensión de que los hombres, sobre todo los grandes, controlan su destino: los acontecimientos son testigos débiles de la capacidad humana.
Señala un fenómeno psicológico común: cuando alguien asciende a un cargo elevado, de pronto lo imaginamos más capaz e inteligente de lo que era antes, incluso si lo conocíamos como mediocre. El rango y la fortuna deforman nuestro juicio. Así ocurre en la política, en la vida pública y hasta en el teatro: la grandeza actoral de un personaje nos impresiona tanto que olvidamos que es mera apariencia. Montaigne, sin embargo, mantiene una distancia: se inclina y reverencia a los monarcas con el cuerpo, pero nunca con la razón.
Critica luego la autoridad artificiosa en la conversación de los poderosos: basta que un hombre rico o influyente inicie sus palabras con un tono tajante (“quien me contradiga es un ignorante o un embustero”) para que todos se callen. Ese poder externo sustituye a la verdadera fuerza del argumento. La grandeza silencia a los demás más por temor que por convicción.
De ahí extrae una lección práctica: no todas las frases brillantes deben aceptarse como verdaderas. Muchas veces alguien acierta a decir algo ingenioso por azar, sin comprenderlo realmente. Montaigne insiste en probar, interrogar y forzar a que el interlocutor desarrolle su juicio, para ver si posee la idea o si solo la pronunció sin entenderla. Así distingue entre quienes pueden sostener una proposición y los que la dejan escapar en cuanto se la mueve un poco.
Por eso desconfía de quienes repiten sentencias bellas como si fueran suyas, pero no saben explicarlas ni aplicarlas. Prefiere dejar que esos “sabios de ocasión” se hundan en su propia confusión, antes que socorrerlos con explicaciones que luego se atribuyen como mérito propio. En esto se aparta del principio de Hegesías, que decía que no hay que acusar sino instruir: aquí Montaigne juzga más humano dejar que el necio tropiece hasta reconocerse incapaz.
En conjunto, este fragmento continúa su crítica a la falsa grandeza: tanto la que proviene de los cargos como la que surge de una frase aislada o un destello de ingenio. La verdadera capacidad, nos dice, no se mide por títulos ni por expresiones sueltas, sino por la coherencia, la profundidad y la capacidad de sostener un razonamiento con consistencia.
Retoma el ejemplo de Ciro: así como un ejército no se vuelve valiente de golpe con una arenga, ni un hombre se convierte en músico al escuchar una melodía, tampoco la torpeza se corrige con simples sermones. La verdadera enmienda exige educación prolongada, disciplina y hábito. Por eso Montaigne rehúye del papel de corrector improvisado: no siente gusto en sermonear al primero que encuentra ni en “enderezar” opiniones en conversaciones comunes. Prefiere callar antes que caer en la pedantería magistral.
Lo que más le irrita de la torpeza no es solo la ignorancia, sino su auto-satisfacción desmedida. El prudente, dice, suele andar con dudas y temores, siempre insatisfecho de sí mismo, mientras que el necio, hinchado de temeridad, vuelve de toda disputa convencido de su triunfo. De ahí que la obstinación y el aire serio no sean signos de sabiduría, sino de estupidez: la comparación final con el asno, grave y contemplativo en apariencia, lo ilustra con ironía.
Montaigne también defiende la ligereza festiva en la conversación. Frente a la rigidez de las disputas eruditas, aprecia las bromas vivaces entre amigos, que corrigen suavemente sin gravedad ni rencor. Se reconoce más apto para la agilidad del acaso que para la invención sostenida, y confiesa que a veces no responde al instante a un ataque verbal, pero tampoco se enoja ni se aferra tercamente a una réplica torpe: prefiere dejarlo pasar y esperar un momento más oportuno. Esto, dice, es un comercio más sano, porque no siempre hay que ganar: lo importante es preservar la libertad y la alegría de la comunicación.
Critica, en cambio, los juegos físicos rudos y violentos —“a la francesa”— que en su época eran comunes entre nobles y cortesanos, y que incluso habían causado muertes de príncipes. Para él, es una muestra de pésimo gusto confundir la diversión con la pelea.
Señala que tanto el autor como el lector suelen equivocarse: el primero, porque la pasión lo ciega; el segundo, porque carece de criterio y costumbre para discernir. Una obra puede sobrepasar al autor gracias a la fortuna o al asunto mismo, y en cambio, un libro útil no siempre honra a quien lo compuso. Por eso, dice, conviene distinguir qué hay de propio en el escritor y qué ha tomado prestado, y si ha sabido elegir, ordenar y dar forma.
Montaigne pone un ejemplo con Comines: una sentencia que creyó original en este autor, la halló después en Tácito, Séneca y Cicerón. Con ello muestra cómo las ideas circulan, y cómo el mérito del escritor no está solo en repetirlas, sino en darles orden y estilo. De ahí su cautela al alabar a poetas y predicadores modernos: teme que lo que parece invención sea en realidad copia.
Elogia a Tácito, a quien leyó íntegro, destacando en él la capacidad de mezclar la narración política con juicios morales y reflexiones sobre costumbres. Prefiere esa historia que examina las vidas privadas y las pasiones humanas, más instructiva que el simple relato de batallas. Lo considera un semillero de máximas políticas y un libro para estudiar más que para leer. Lo compara con Séneca: Tácito le parece más sustancioso, Séneca más agudo. Ambos, dice, se ajustan a un pueblo “revuelto y enfermo” como el de su tiempo.
Sin embargo, Montaigne no está de acuerdo con todo su juicio: le parece injusto que Tácito tratase a Pompeyo como si fuese igual a Mario o Sila. Para él, Pompeyo tuvo defectos de ambición, pero no llegó nunca a la crueldad tiránica de aquellos. Reconoce que quizá la narración de Tácito no siempre es ingenua ni perfectamente fiel, aunque sí saludable en sus opiniones. En cambio, no le reprocha que haya ignorado la verdadera religión, pues esa fue su desgracia, no su falta.
Critica cierta timidez en el historiador, que al hablar de sí mismo se excusa como si temiera parecer vanidoso; para Montaigne, un espíritu fuerte debería expresarse con franqueza, usándose como ejemplo tanto como a otros. Él mismo se declara libre de hablar casi únicamente de sí, porque considera legítimo exponerse con sinceridad, incluso como si se tratara de un objeto externo.
Sobre Tácito, lo describe como un hombre grave, animoso y recto, con una virtud filosófica más que supersticiosa. Reconoce que a veces su testimonio parece arriesgado —como en la anécdota del soldado cuyas manos quedaron pegadas por el frío—, pero acepta esa autoridad como parte de su oficio. Cuando narra prodigios, como la curación atribuida a Vespasiano en Alejandría, Montaigne entiende que el papel del historiador no es juzgar ni refutar, sino registrar lo que circula como rumor o creencia colectiva, dejando el discernimiento a teólogos y filósofos.
Montaigne se distingue de ellos: él no está obligado a la objetividad del historiador, sino que se permite arriesgar pensamientos, caprichos y frases, aunque no siempre confíe en ellos. No busca dignificarse, sino mostrarse entero, desde todos los ángulos, en su naturalidad. Por eso concluye que sus juicios —como los de todos los hombres— son fragmentarios, imperfectos y descosidos, reflejo de la condición humana más que de una verdad absoluta.
Capítulo IX: De la vanidad
Montaigne se reconoce a sí mismo como escritor vano, consciente de que sus palabras muchas veces no se fundan en nada sólido. Confiesa que lo que entrega son los “excrementos de un viejo espíritu”, fragmentos dispersos de pensamientos agitados, y que su registro de vida se construye más desde las fantasías que desde las acciones, demasiado bajas como para merecer memoria. Critica con ironía la proliferación de libros inútiles, resultado de una época corrompida en la que, mientras los poderosos contribuyen con traiciones, injusticias o tiranías, los más débiles —como él mismo se incluye— aportan torpezas, vanidades y ociosidad.
El ensayo se abre así en un tono de confesión amarga, pero también de sátira contra su tiempo: denuncia la “manía de escribir” como un síntoma de un siglo en ruinas, donde cada cual añade su cuota a la decadencia común. Frente a ello, Montaigne adopta una actitud ambivalente: se burla de su propia futilidad, pero a la vez la convierte en materia legítima de reflexión, insinuando que incluso en lo inútil hay un modo de resistir o de ofrecer testimonio. El capítulo, entonces, comienza como una crítica a la escritura sin provecho y se despliega hacia una meditación sobre la vanidad humana, los excesos del mundo y las paradojas de la propia existencia.
Montaigne enlaza la vanidad con su afición a viajar, mostrando que su deseo no nace sólo de la curiosidad por lo nuevo, sino también del hastío por la rutina del gobierno doméstico. Reconoce que el poder, aunque sea mínimo —como el que se ejerce en una granja—, trae un gusto particular por ser obedecido, pero advierte que se trata de una satisfacción lánguida, uniforme y a menudo acompañada de molestias: los conflictos con vecinos, las injusticias sufridas, las pérdidas agrícolas.
Los versos que cita ilustran cómo el destino del campo depende siempre de fuerzas externas —lluvias, heladas, sequías, tormentas— que arruinan la cosecha. Así, el señor de la tierra vive atrapado en una lucha constante contra accidentes inevitables. Montaigne añade una metáfora doméstica: el zapato nuevo, que aunque bien hecho, aprieta y duele al pie, igual que la administración de la casa impone cargas invisibles que el extraño no percibe, pero que al dueño le cuestan sacrificios diarios.
Reconoce que, si bien no es una tarea difícil, sí resulta molesta y pesada, y que él nunca buscó enriquecerse ni prosperar en la administración de su hacienda: su único propósito era “ir tirando”, sin acumular ni disipar demasiado. Para ello, dice, le basta con cultivar una disposición de ánimo capaz de vivir con menos de lo que tiene, contentándose con lo necesario y no aferrándose a las riquezas.
Cuando habla de los viajes, muestra la otra cara de la cuestión: le gustan, pero los restringe a lo que su presupuesto le permite. No quiere que el gasto de viajar arruine el placer del reposo, sino que ambos se complementen. Además, como su principal ocupación es vivir suavemente, sin grandes cargas ni afanes, no siente la obligación de multiplicar sus bienes para dejar herencias cuantiosas. Un hijo, observa, tiene suficiente si sabe parecerse al padre en carácter y virtud, antes que recibir abundantes riquezas.
En cuanto a la vida del hogar, la describe como un campo minado de molestias pequeñas: trampas, engaños, descuidos y desórdenes que, aunque mínimos, corroen más que un gran mal. El detalle constante y la proximidad lo vuelven insoportable: cada día tropieza con picaduras menudas que lo ulceran más que un único desastre. Prefiere mirar de lejos sus asuntos, donde parecen prosperar, que hundirse en la minucia que lo irrita. Así, concluye que disfruta más de los bienes de una casa ajena —como el vino del vecino— porque allí el goce es puro, sin el lastre de preocupaciones.
Confiesa que, en el manejo de sus asuntos domésticos, se guía todavía por el ejemplo de su padre y se esfuerza por mantener viva su memoria en cada reforma o arreglo de la casa familiar. Aunque admite que a él no le apasiona edificar ni entregarse a los placeres de la vida retirada (jardines, huertos, construcciones), procura no dejar caer lo que su padre comenzó, sabiendo que probablemente será el último en la línea que posea la casa. Esta fidelidad filial la entiende como una forma de honor y continuidad.
Declara que no busca distracciones doctas ni brillantes, sino sencillas y útiles, prácticas para la vida. Por eso lo ofenden quienes suponen que su confesada ignorancia en labores agrícolas o domésticas es menosprecio, como si sólo supiera de letras. Al contrario, considera torpeza no conocer lo que a uno lo alimenta o viste, y preferiría ser buen jinete antes que lógico consumado. Es decir, reivindica lo práctico sobre lo puramente especulativo.
También reconoce que, en el fondo, no ama con pasión su vivienda ni los oficios domésticos como lo hizo su padre. Le hubiera gustado heredar esa inclinación, pues en ella hallaba su progenitor un equilibrio entre fortuna y deseo. Montaigne, en cambio, se conforma con vivir modestamente, sin aspirar a gobernar a otros ni a realizar grandes empresas políticas, porque se sabe limitado en medios y también inclinado a la pereza.
Confiesa confiado hasta la ingenuidad en la administración de sus bienes: deja a los criados el manejo del dinero sin inspección rigurosa y se desentiende de los pequeños fraudes o pérdidas, prefiriendo la tranquilidad a la obsesión. Esta confianza deliberada, casi ingenua, la opone a la suspicacia de quienes, por miedo a ser engañados, terminan enseñando a engañar. Y concluye que le importa más vivir libre de la fea ocupación de contar monedas que aferrarse a una severa vigilancia que sólo alimenta la avaricia.
Dice que, aun después de dieciocho años administrándolos, no ha tenido la fuerza de voluntad de revisar sus escrituras ni contratos. Reconoce que no se trata de un desprecio filosófico hacia lo material, sino de pura pereza y negligencia. Prefiere cualquier otra ocupación antes que hurgar entre papeles polvorientos, y declara que su mayor anhelo es vivir sin cuidados ni preocupaciones. Incluso fantasea con lo que sería vivir de la fortuna ajena, siempre que ello no implicara servidumbre. Cita a Crates, quien optó por abrazar la pobreza para librarse de la carga doméstica, aunque Montaigne admite que él no llegaría tan lejos, porque detesta tanto la indigencia como el dolor.
Luego distingue entre su actitud cuando está presente y cuando está ausente del hogar: lejos de casa, puede desentenderse de todo con tranquilidad; pero cuando está allí, la vista directa de los problemas —por mínimos que sean— lo irrita. Una teja caída le preocupa más que la ruina de toda una torre a la distancia; un estribo mal ajustado puede agriarle el día entero. Se reconoce incapaz de domar sus sentidos, aunque se esfuerce en fortificar su ánimo.
También observa que, en casas como la suya, de condición media, el amo nunca se libra por completo de la carga de mandar y supervisar, aun teniendo criados. Esto le roba naturalidad en el trato con sus visitantes, porque a veces se muestra más ocupado en reprender a un sirviente que en acoger a un invitado. A su juicio, la peor imagen de un gentilhombre es la de un dueño atareado, corriendo de un lado a otro con órdenes y ceños fruncidos. El amo debería mantener un porte constante y sereno, de manera que el buen orden doméstico se muestre de forma casi invisible, sin necesidad de excusas ni alabanzas.
Gastos personales
Primero, reflexiona sobre el uso del dinero. Reconoce que, en materia de gastar, se deja llevar tanto por la vanidad como por la indiferencia: unas veces se excede sin medida cuando el gasto “luce” y es visible, otras se retrae de modo mezquino cuando no hay espectáculo que mostrar. La raíz de este comportamiento está, según él, en un mal universal: no vivimos tanto conforme a lo que somos realmente, sino conforme a lo que aparentamos ante los demás. Incluso los bienes del espíritu parecen inútiles si no reciben aplauso público. De ahí que algunos ocultan sus tesoros como caudales enterrados, y otros los convierten en ostentación vana, reduciendo escudos a maravedís para el juicio del vulgo. Montaigne critica este desorden, recordando que tanto la avaricia en guardar como el exceso calculado en dar son formas igualmente enfermizas de servidumbre. Lo esencial es la intención de la voluntad que regula el uso de los bienes, no el modo externo de su empleo.
El segundo motivo de sus viajes es su disgusto con las costumbres y la corrupción política de su tiempo. Dice que podría soportar filosóficamente la decadencia general del Estado, pero lo que le duele es su propia situación particular, pues vive rodeado de la inestabilidad y violencia de las guerras civiles francesas. Montaigne observa que, a pesar del desorden —donde se confunden lo lícito y lo ilícito, lo justo y lo injusto—, la sociedad humana sigue existiendo, sostenida más por la necesidad de juntarse que por la virtud o el arte de gobernar. Trae a colación un ejemplo de Filipo de Macedonia, que fundó una ciudad con los peores criminales, y aun así lograron organizar un orden político. De aquí concluye que los hombres, incluso en sus vicios, encuentran modos de convivir, y que a veces leyes bárbaras han mantenido cuerpos políticos con más solidez que los modelos ideales de Platón y Aristóteles.
Reformas
Comienza observando que los discursos sobre repúblicas ideales no son más que ejercicios intelectuales, comparables a ciertos juegos del arte que existen sólo por el placer de la disputa. Tales “pinturas de gobierno” serían aplicables a un mundo nuevo, pero nosotros habitamos uno ya hecho, con costumbres arraigadas: pretender refundirlo desde la raíz es arriesgarse a destruirlo. De ahí la prudencia de Solón, quien confesó haber dado a los atenienses no las mejores leyes en absoluto, sino las mejores que podían aceptar. Lo mismo repite Varrón sobre la religión: no habla conforme a la naturaleza, sino conforme al uso establecido.
De aquí saca Montaigne una tesis central: el mejor gobierno no es el ideal abstracto, sino aquel bajo el cual un pueblo ha sabido mantenerse. No porque la costumbre tenga fuerza de verdad, sino porque es lo único que realmente sostiene una sociedad. Los cambios de régimen —pasar de la monarquía a la república, o viceversa— son, para él, desvaríos que trastornan más de lo que curan. Cita incluso a Pibrac, consejero recientemente fallecido, como ejemplo de espíritu prudente que aconsejaba amar el Estado en la forma en que lo encontramos, pues en él nos ha hecho nacer Dios.
A partir de ahí, insiste en que nada corrompe tanto un Estado como las innovaciones violentas. Reformar una costumbre es posible; rehacer todo un orden es demencial. El mundo no soporta tales refundiciones: impaciente ante el mal presente, sacrifica el futuro, como lo hicieron los asesinos de César, que al querer extirpar un tirano lanzaron Roma a un caos peor. Montaigne lo ilustra con el ejemplo de Pacuvio Calavio en Capua: cuando el pueblo quiso vengarse del Senado, él mostró que era imposible reemplazar a los magistrados corruptos sin caer en algo peor, pues nadie era aceptado como sustituto. La conclusión fue clara: es más soportable el mal conocido que el incierto.
Desde allí pasa a una reflexión sobre la situación de Francia, desgarrada por las guerras civiles. Aunque admite los horrores vividos, se resiste a afirmar que el país esté al borde de la ruina definitiva: recuerda que muchos Estados han sobrevivido a enfermedades aún más mortales. Los pueblos, dice, tienen una fuerza de persistencia superior a lo que la razón humana puede explicar.
Para él, el Imperio romano encarna el ejemplo de cómo un Estado puede soportar sucesivas sacudidas, tanto de orden como de desorden, de prosperidad como de ruina, sin llegar a derrumbarse. Roma, pese a haber vivido etapas de gran confusión, incluso bajo sus primeros reyes, no sólo subsistió, sino que logró expandirse y dominar naciones diversas. El mensaje es claro: los Estados, al igual que los grandes cuerpos, no se desmoronan únicamente por sacudidas internas, sino que resisten gracias a la fuerza adquirida en su misma magnitud. Montaigne desconfía de quienes ven en la extensión territorial una señal de fortaleza política; al contrario, celebra la advertencia de Isócrates, que instaba a los gobernantes a conservar lo que ya poseen en lugar de ambicionar más.
De allí pasa a una comparación arquitectónica: un edificio antiguo, aunque haya perdido su base, se mantiene por su propio peso y costumbre. La estabilidad, entonces, no es solo una cuestión de fundamentos racionales o bien diseñados, sino de hábito, de la inercia adquirida con el tiempo. La metáfora se enlaza con una observación política: la solidez de un Estado no se mide únicamente por su constitución formal, sino también por las condiciones externas que enfrenta y por el estado en que se hallan sus adversarios. Así, del mismo modo que pocos barcos se hunden por sí solos sin intervención de agentes externos, pocos Estados caen sin la presión de causas violentas o de un contexto de ruina generalizada.
Montaigne también arremete contra los astrólogos, quienes anuncian catástrofes y transformaciones inminentes con facilidad, porque el desorden del mundo ofrece a cada instante señales palpables de crisis. Para él, la verdadera reflexión no está en predecir calamidades, sino en encontrar motivos de esperanza dentro de ellas. La clave radica en un principio paradójico: cuando todo se derrumba a la vez, esa universalidad del mal se convierte en un factor de equilibrio, ya que lo común tiende a sostenerse. En otras palabras, la uniformidad de la crisis otorga una inesperada estabilidad. Este giro es profundamente escéptico, pues muestra que la salud política puede depender, más que de reformas conscientes, de la propia lógica de la ruina compartida.
En ese marco, Montaigne se pregunta si acaso las guerras y trastornos que sacuden a su época no serán, al igual que ciertas enfermedades largas y penosas en el cuerpo humano, una forma de purificación que conduzca a un estado mejor. Pero al mismo tiempo reconoce en los signos de su tiempo algo inquietante: no sólo los desórdenes humanos agravan la crisis, sino que parece que los propios astros señalan que la sociedad ha durado ya demasiado y sobrepasa los límites que la naturaleza suele conceder. La visión oscila así entre un leve consuelo y un profundo pesimismo: tal vez la catástrofe no sea ya una amenaza externa, sino una sentencia natural inscrita en el destino del mundo.
La memoria
Montaigne se desnuda en dos planos: el de su manera de hablar y escribir, y el de su relación con el tiempo histórico que le toca vivir. Lo primero que confiesa es su incapacidad de sostenerse en la memoria. Para él, la preparación es una forma de servidumbre: cuando intenta recordar un discurso o un orden preestablecido, su misma confianza en la memoria lo paraliza. Prefiere, en cambio, la improvisación floja y espontánea, aunque ello suponga no decir nada memorable. Ese desdén por la retórica cuidadosamente armada se asocia con su rechazo de todo artificio: para un hombre de armas —dice— conviene lo simple y directo, no lo rebuscado. La memoria y el apresto, en su visión, producen expectativas que casi nunca se cumplen y que generan un peso mayor que la libertad misma de dejarse llevar.
De allí pasa a su práctica literaria. Montaigne declara que añade a sus Ensayos, pero nunca corrige lo ya escrito: considera que, una vez entregada la obra al mundo, no tiene derecho a enmendarla, pues pertenece ya al lector. Sólo agrega nuevos pasajes, ornamentos ligeros, para dar variedad a cada edición. Esta actitud refleja tanto su desconfianza hacia la idea de progreso intelectual como su escepticismo sobre la posibilidad de alcanzar certeza alguna. En sus propias palabras, su mente no avanza recta, sino que vacila como un ebrio: a veces parece retroceder, a veces adelantar, siempre de manera incierta. La vejez no trae sabiduría segura, sino más bien una oscilación interminable entre dudas y pareceres cambiantes.
También reflexiona sobre el reconocimiento público. La alabanza, aunque grata, le incomoda si no entiende de dónde viene; peor aún, sospecha de la estima popular, pues en su tiempo los libros más mediocres son los más celebrados. Aquí vuelve su rasgo característico: no busca pulir la ortografía ni la puntuación, no corrige las imperfecciones menores, porque lo esencial es la voz propia, no el artificio técnico. Prefiere dictar otros tantos Ensayos nuevos que rehacer los viejos. El gesto es coherente con su filosofía: mostrarse como es, sin disimulo ni pretensión de perfección.
Habla de su casa, que ha permanecido intacta en medio de guerras civiles, saqueos y violencias, lo que considera casi un milagro. Su vivienda siempre estuvo abierta, nunca convertida en fortaleza ni instrumento de guerra. Ese carácter hospitalario y pacífico le ganó la simpatía del pueblo, protegiéndolo incluso en tiempos de peligro. Aquí se entrecruzan lo íntimo y lo político: su filosofía de vida, basada en la retirada, en la honestidad y en la renuncia al artificio, se revela también como un modo de resistencia frente a las tormentas de su siglo.
Confiesa que su seguridad no proviene tanto de la justicia como de la casualidad o de la benevolencia de los poderosos y vecinos. Y esto, lejos de tranquilizarlo, lo incomoda: no quiere deber su vida ni sus bienes a la gracia de otros, porque esa dependencia lo ata con una deuda moral más pesada que la obediencia civil. Para él, resulta más llevadero estar sometido a las leyes —un vínculo objetivo y general— que quedar hipotecado a la gratitud personal, que compromete la conciencia y la libertad.
Montaigne resalta que nada le parece tan caro como lo que se recibe “gratis”, porque lo que se da a título de gracia exige, en retribución, no solo un pago material, sino la entrega de la voluntad misma. De ahí su preferencia por pagar servicios con dinero y no con lealtades o favores personales. El juramento interno, la palabra dada, lo constriñe mucho más que la muralla de una prisión. En su ética, las promesas voluntarias son más severas que las obligaciones impuestas por los jueces, porque nacen del consentimiento libre: si la acción no tiene ese aire de libertad, carece de verdadero mérito y honor.
Con este criterio, confiesa también un modo curioso de liberarse de deudas morales: cuando quienes le debían respeto o afecto lo ofenden, lo engañan o lo traicionan, interpreta esas culpas como si fueran saldos pagados, cuentas que cancelan el vínculo de obligación. De esta forma, transforma las ingratitudes en un alivio personal, pues las entiende como liberación de compromisos internos. En esa línea, incluso justifica el enfriamiento de la estima hacia parientes defectuosos o ingratos: no solo es legítimo, sino que puede ser un modo de justicia, siempre que se ejerza con moderación.
En cuanto a la libertad desde la primera línea se siente la gratitud religiosa («¡oh, cuán obligado estoy a Dios…!») mezclada con un temor muy humano: no deber la propia existencia ni la seguridad vital a la gracia de otro. Esa mezcla de piedad y desconfianza marca su norma práctica: mejor no pedir, mejor no deber. La libertad plena, para él, es ante todo ausencia de dependencia forzosa; vivir “en mí mismo” es la máxima propiedad posible.
Explica luego por qué rechaza los presentes y las ataduras: recibir no es solo recibir bienes, sino contraer una esclavitud moral. Montaigne distingue entre el dar —acto que implica dignidad y prerrogativa— y el aceptar —acto que implica sumisión—; por eso admira a quienes rehúsan regalos como muestra de soberanía. Esa sensibilidad le lleva a preferir un pago mercenario (dar dinero por un servicio) antes que recibir un favor que lo obligue con gratitud recíproca. La deuda moral lo atenaza más que cualquier sanción civil: su conciencia se vuelve juez más severo que los tribunales.
En su ideal práctico aparece la autosuficiencia cultivada: cita a Eleo Hippias como ejemplo de quien no solo aprendió saberes elevados sino también habilidades domésticas (cocinar, coser, afeitarse) para no depender de nadie. Montaigne eleva la autonomía cotidiana: no se trata solo de orgullo, sino de practicidad ética —ser capaz de prescindir dignamente del auxilio ajeno evita el rencor y la servidumbre. La autosuficiencia es, además, fuente de alegría: los bienes prestados gustan más si no son necesarios.
Sin embargo, esa afirmación de independencia no supone insensibilidad ante la caridad. Montaigne dice que prefiere dar y se muestra presto a socorrer a otros, siempre que no le obliguen a suplicar o a ponerse en situación de mendicidad. Hay una ética del dar moderado: la benevolencia posible y liberal, pero sin hipotecar la propia voluntad. En su escala moral, la generosidad voluntaria merece elogio, la dependencia involuntaria, recelo.
El autor recurre a ejemplos históricos y exóticos (Bayaceto, Tamerlán, el emperador de Calcuta, prácticas lacedemonias, citas aristotélicas) para mostrar que la desconfianza frente al favor no es mero capricho moderno, sino actitud política y cultural con raigambre. Es un rasgo de soberanía percibido en grandes hombres: rechazar favores como gesto de independencia. Con ello Montaigne combina reflexión moral personal con observación política: los lazos de gratitud condicionan el poder y la autenticidad.
Hay también un elemento psicológico: la aversión a deber algo esencial nace de un carácter orgulloso y de una preferencia por la franqueza y la ociosidad. Montaigne se reconoce: su temperamento lo lleva a evitar la solicitud y la súplica. Pero evita la autocomplacencia: admite que esa independencia es más fácil para quien está libre de necesidades básicas. No presenta su ideal como universal rígido, sino como opción temperada por fortuna y carácter.
El apego al lugar natal y al nombre de los antepasados convive con la amarga constatación de que ese mismo hogar puede volverse inseguro. Para él el arraigo no es mero orgullo de linaje, sino fuente de identidad y consuelo; sin embargo, las guerras civiles invierten esa protección natural y obligan a convertir la casa en una atalaya vigilada y amenazada. La imagen del hogar asediado —“ahogado hasta en su hogar y reposo domésticos”— subraya la paradoja moderna: donde antes se buscaba refugio ahora se debe estar de centinela.
Frente a ese peligro, Montaigne explora recursos psicológicos prácticos: el hábito como anestesia providencial. El autor valora el hábito no como esclavitud sino como don que “adormece nuestras sensaciones” ante males continuos; la costumbre dulcifica lo intolerable y permite la vida. Esa idea matiza su escepticismo: no todo ideal de libertad implica rechazar la comodidad que la repetición brinda en condiciones adversas.
Aparece luego la reflexión sobre la muerte y la disposición ante ella. Montaigne no busca heroísmo estridente sino una especie de rendición serena: imagina “sumergirse en la muerte con el rostro abatido y sin alientos”, preferible quizá por su brevedad. Esa actitud evoca el estoicismo suavizado: no la apoteosis del sufrimiento sino la aceptación fría, casi física, de lo inevitable. La muerte breve y sin alarde le consuela más que los padecimientos largos e inciertos.
El autor no elude un punto estético-moral: piensa que la bondad se aprecia más cuando es rara y que el contraste —la diversidad y la oposición— puede avivar la virtud. Es una defensa de la alteridad moral: las dificultades externas y la presencia del mal ajeno pueden servir de litmus para el propio buen obrar, incluso estimular la gloria de la virtud por oposición. Hay aquí un matiz paradójico: del mal ajeno puede nacer mayor claridad moral en uno mismo.
Montaigne también hace una crítica social muy precisa: odia la perfidia escondida bajo legalismos y procedimientos. Prefiere la injuria abierta —guerrera— a la traición “pacífica y jurídica”; le repugna que la ley sirva de cobertura para apetitos cobardes. La observación denuncia una degradación ética: la injusticia revestida de legalidad es más venenosa precisamente por su apariencia de legitimidad.
No es tanto huir de la propia miseria como evitar la asfixia que produce quedarse en el lugar donde todos conocen tus flaquezas y donde la prudencia deja de bastarte. Cambiar lo malo conocido por lo incierto extranjero es una apuesta por la posibilidad de alivio psicológico; Montaigne la justifica con la idea de que los males ajenos, siendo distintos, “no deben mortificarnos tanto como los nuestros”. Eso resume su ética del desplazamiento: no búsqueda de gloria, sino preferencia por un mal difuso frente al mal que toca el corazón del hogar.
Los viajes
Su vínculo entrañable con París. Aun cuando critica a Francia, confiesa que no puede dejar de mirar a esa ciudad “con buenos ojos”. La describe como incomparable por su multiplicidad de gentes y comodidades, “gloria de Francia” y “ornamento del mundo”. Su apego no es solo patriótico, sino casi sentimental: ama incluso “sus lunares y manchas”. Pero ese amor está atravesado por la preocupación: teme menos a los enemigos externos que a las divisiones internas. París es para él símbolo de grandeza y, al mismo tiempo, de fragilidad.
Desde allí se proyecta hacia una visión cosmopolita. A diferencia de Sócrates, que se aferró a las leyes de Atenas hasta aceptar la muerte, Montaigne se siente ciudadano del mundo. Dice que no es francés sino por París, pero inmediatamente amplía la perspectiva: afirma que considera a todos los hombres como compatriotas, subordinando la nación a la humanidad universal. Este gesto revela su escepticismo hacia los vínculos accidentales —la sangre, la tierra natal— y su preferencia por las relaciones ganadas libremente, como la amistad. Critica la estrechez de quienes, como los reyes persas con el río Choaspes, limitan su horizonte al apegarse solo a un suelo o a una costumbre.
En su reflexión sobre Sócrates aparece la distancia crítica: Montaigne admira, pero no imita. Considera “flaco rasgo” el que Sócrates, cosmopolita de pensamiento, rechazara salir del Ática y prefiriera morir antes que aceptar la corrupción de las leyes. Para Montaigne, ese apego local contradice la grandeza de ver el mundo como patria universal. Allí se revela su espíritu moderado: ni el heroísmo radical de Sócrates ni el nacionalismo estrecho, sino un equilibrio que combina amor a París con apertura hacia lo humano.
Luego, Montaigne desarrolla su elogio del viaje como ejercicio filosófico. Viajar es para él “la mejor escuela” porque obliga al alma a enfrentarse con lo nuevo, ampliando la experiencia de la vida a través de la diversidad de costumbres, climas y pueblos. No es un viajero por vanidad, sino por educación moral: multiplicar los puntos de vista le parece el modo más eficaz de entrenar el juicio y relativizar las certezas propias. Esa diversidad es antídoto contra el dogmatismo.
Su resistencia física a caballo, su preferencia por grandes jornadas “a la española”, el hábito de viajar de noche en verano, su indiferencia al cambio de clima, su rechazo a comer apresuradamente en el camino. Esos apuntes prácticos muestran que el viaje, además de escuela filosófica, es también ejercicio corporal y disciplina de vida. Montaigne se revela así como un pensador que no disocia el cuidado del alma de la experiencia concreta del cuerpo.
Viajes
Montaigne a aquellos que le dicen que no viaje, que está “casado y viejo”. Su respuesta es clara: no ve inconveniente en alejarse del hogar cuando la casa ya está ordenada y puede sostenerse sin su presencia. Más aún, cree que es imprudente marcharse si no existe un orden doméstico sólido, pues ello condenaría a la familia al descuido. De allí surge su defensa de la virtud económica de la mujer, a la que concede un papel fundamental: no como lujo ni adorno, sino como el auténtico sostén del hogar. En contraste con quienes reducen la dote o la feminidad a la belleza o la nobleza, Montaigne insiste en que la ciencia de la administración doméstica es la verdadera dote que puede salvar o arruinar una casa.
Su crítica se dirige tanto a los maridos que vuelven del trabajo agobiados para encontrar a sus esposas aún entregadas al ocio, como a las mujeres que, en vez de ordenar el hogar, se pierden en cuidados personales. Para él, el matrimonio debe ser complementario: si el marido provee la materia, la mujer debe dar forma y orden. Con esta visión Montaigne no rompe con las concepciones tradicionales de su tiempo, pero sí otorga un peso inusual a la capacidad práctica y organizativa de la esposa como virtud central.
En cuanto al vínculo afectivo, Montaigne desafía la idea de que la distancia debilita el amor conyugal. Al contrario, sostiene que la convivencia continua enfría la relación, mientras que las separaciones generan renovado deseo y cariño. Aquí se revela su psicología sutil: la atención y el afecto se intensifican en la ausencia, y la imaginación confiere más fuerza al vínculo que la mera presencia física. Así, la amistad marital se fortalece en la alternancia de unión y separación, que convierte el reencuentro en experiencia más viva.
En esta línea, introduce ejemplos filosóficos y estoicos: la amistad puede sostenerse a distancia, como si el gesto de un sabio en un extremo del mundo ayudara a su compañero en otro. Montaigne extiende esta idea al matrimonio, afirmando que la posesión más intensa no depende de la cercanía material, sino de la fuerza del vínculo interior. Se burla de la dificultad de fijar límites entre lo “cerca” y lo “lejos”, recordando que nuestra percepción de la distancia es arbitraria, y que incluso los muertos, ausentes por excelencia, siguen siendo abrazados en el recuerdo.
La amistad
El primer punto que subraya es la prioridad del bienestar del amigo sobre el propio: la amistad verdadera no es egoísta ni exhibicionista; él goza más de que su amigo esté bien por sí mismo que de ser el receptor directo de ese bien. Esa preferencia por el bien “autónomo” del amigo explica su sorprendente aprecio por la ausencia: la distancia no empobrece la amistad, la refuerza, porque evita la fusión improductiva de dos individualidades y preserva la plenitud de cada una. Para Montaigne, la separación diligente permite que el afecto se renueve y que la conjunción de voluntades sea más rica cuando se produce.
Ligado a esto aparece su argumento a favor del viaje en la vejez: contrariamente a lo que dicta la convención, la vejez no debe ser privada de movilidades y placeres. Montaigne invierte la jerarquía habitual (los jóvenes para gozar, los viejos para retraerse) y reivindica la legitimidad de buscar movimientos e impresiones nuevas cuando las fuerzas naturales flaquean; las comodidades “artificiales” (viajes, curiosidad, compañía intelectual distante) ayudan a sostener el ánimo. Su finalidad no es ambiciosa —no persigue retorno ni gloria— sino el mero ejercicio del movimiento: cada jornada y cada viaje cumplen por sí mismos. Cita con naturalidad a filósofos estoicos y cínicos que también viajaron, para mostrar que la austeridad no es contradicción con las andanzas.
El tratamiento de la muerte es igualmente práctico y sereno. Montaigne confiesa su deseo de morir “a su manera”: tranquilo, sosegado y en cierto aislamiento, prefiriendo la discreción íntima a la teatralidad social. Critica la costumbre (y la superstición) de convertir la muerte en espectáculo: la muchedumbre alrededor del lecho mortuorio suele ser más una molestia que una ayuda; la compasión exhibida se mezcla con la impostura y distrae al moribundo de su propia experiencia. Por eso defiende que el tránsito es una acción personal: la asistencia pública no es esencial y, con frecuencia, resulta contraproducente. Prefiere la muerte “pagada”, esto es, atendida por quien haga bien su servicio con discreción, antes que el tumulto afectado de los parientes.
Hay en todo ello una coherente ética de la moderación y de la autonomía: Montaigne valora la libertad personal sobre las obligaciones sociales que constriñen la voluntad. Evita la teatralidad de los afectos, aborrece la exhibición de quejas (quien siempre se queja, advierte, acaba por volverse ineficaz), y recomienda la mesura en la expresión del sufrimiento. Su ideal no es insensibilidad, sino una gestión digna y privada del dolor. A la vez, no pide frío desapego: reivindica la amistad profunda, pero entiende que las demostraciones continuas y la presencia absoluta no son la mejor prueba de amor.
Estilísticamente, el pasaje mezcla aforismo, ejemplo histórico y autobiografía; Montaigne procede por observaciones concretas (cómo actúan los amigos, qué le fastidia de la presencia en el lecho de muerte) y las generaliza con sentido común. Recurre a referencias clásicas para mostrar que su postura tiene resonancias en la tradición (estoicos, cínicos, Sócrates), pero nunca para enmascarar su experiencia personal: la autoridad que invoca es siempre subordinada a lo vivido. Esa fusión de erudición y autobiografía es la fuerza de su ensayo: la duda, la paradoja y el autoexamen convierten los lugares comunes en interrogantes útiles.
Reflexiona sobre la utilidad práctica y moral de exponer públicamente sus costumbres: la confesión no sólo desactiva la calumnia —porque quien ya conoce tus faltas pierde arma contra ti— sino que te obliga a la coherencia. Publicar la propia vida funciona como un compromiso ético consigo mismo; la transparencia se vuelve freno contra la hipocresía y protección frente a la malignidad ajena, aunque sabe que la exposición puede igualmente ser usada por los maliciosos para exagerar y multiplicar los defectos. La salida franca (el ejemplo de Bión) es para él una estrategia defensiva y pedagógica: confesión para desarmar, honestidad para instruir.
Ligada a la escritura íntima está la esperanza práctica de hallar afinidad: al mostrar su talante, Montaigne facilita que un espíritu semejante lo reconozca y se acerque. El ensayo, entonces, actúa como carta de presentación acelerada: lo que años de trato revelan, su texto lo ofrece en poco tiempo. Esa búsqueda de amistad verdadera —más aún que la compañía inmediata— es un motor del escrito; la afinidad intelectual y moral vale para él tanto o más que la proximidad física.
Sobre la muerte mantiene la coherencia del escéptico práctico: no teme morir lejos ni apartado; prefiere una muerte tranquila, no teatral. Rechaza la farsa del lecho lleno de lamentos fingidos: la presencia masiva de parientes y curiosos suele agravar el trance en vez de aliviarlo. Por eso reivindica una suerte de discreción y soledad digna en la agonía: morir es, ante todo, una experiencia íntima que no necesita convertirse en espectáculo social.
Montaigne tira de ejemplos culturales y extremos (prácticas indígenas que abandonan o matan al moribundo, antiguas costumbres) para recordar que la compasión interminable termina endureciendo a quienes la dan y convirtiendo al enfermo en carga permanente. Critica el hábito de lamentarse constantemente: la queja persistente anula la compasión real y convierte a quien sufre en víctima inverosímil. La virtud está en apoyarse sin aplastar a los demás con la propia pena.
El viajero anciano que propone no busca huida cobarde sino ejercicio y alivio. Repite la idea ya sostenida en otras partes: la movilidad y el cambio (incluso en la vejez) alimentan el ánimo y evitan la petrificación. Viajar lejos de casa ofrece, además, una forma de guardar para sí la decencia de la decrepitud: si no puede evitarse el deterioro, que al menos no lo transforme en carga visible e inagotable para su círculo.
Montaigne scribe para pocos hombres y para pocos años. Esa modestia no es falsa humildad sino reconocimiento de la naturaleza transitoria del lenguaje, las costumbres y las instituciones: lo que hoy puede sonar “perfecto” cambiará pronto, y por eso sus textos no aspiran a una forma solemne e inmutable sino a servir al tiempo inmediato. De ahí su práctica de incorporar giros y referencias del momento: quiere ser útil a sus contemporáneos y, al mismo tiempo, dejar una huella veraz —no una leyenda— sobre su modo de ser. Su preocupación por la memoria ajena y por la representación post mortem lo empuja a autodefinirse con precisión; prefiere decirlo él antes que dejar que otros lo “arreglen” en su ausencia.
La confesión pública, para Montaigne, es una herramienta ética. Exponer sus inclinaciones y sus manías le permite prevenir la maledicencia y controlar la narración sobre su vida: la confesión desarma la calumnia y obliga a la coherencia. Hay también una apuesta práctica: ofrecer públicamente su talante facilita que un espíritu afín lo reconozca; el ensayo como presentación acelerada de la persona. Ese deseo de ser comprendido íntegramente —“lo que no pude formular lo mostró con el dedo”— no es narcisismo sino un modo de asegurar que, si se habla de él, se hable con justicia.
La reflexión sobre la muerte vuelve una y otra vez al centro. Montaigne describe con candor sus preferencias: quiere morir en condiciones que respeten su gusto y la menor carga posible para los demás. La muerte, para él, no ha de convertirse en espectáculo ni en ocasión de ostentación. Prefiere modalidades suaves o menos dramáticas —“la que proviene de debilidad y amodorramiento” le parece aceptable— y se permite hasta examinar con cierta curiosidad estética las distintas maneras de morir. Rechaza la teatralidad, valora la discreción y desea preparar su partida para no imponer obligaciones ni dolores a los otros: la previsión práctica (testamentos, orden en los asuntos) es expresión de cuidado por sí y por los demás.
Viajero tardío y razonado, Montaigne justifica sus desplazamientos como ejercicio del alma: el cambio evita la petrificación, instruye y refresca la vida interior. No busca allí necesariamente gloria ni retorno garantizado; el viaje es fin en sí mismo, una manera de mantenerse activo y de ejercitar la tolerancia frente a la variedad humana. Su descripción de las preferencias concretas (alojamiento retirado, limpieza simple, la comodidad sobre la pompa) revela un hedonismo sobrio: placer buscado con mesura, sin afectación ni lujo superfluo.
Soledad
Examinar la tensión entre el gusto por la compañía y la preferencia por la soledad; no promete teoría elevada sino experiencia vivida. Comienza señalando que la mayoría de las reuniones fortuitas fatigan más que complacen, y que en la vejez esa fatiga se acentúa: el hombre mayor se vuelve más particular y menos dispuesto a sacrificar su reposo por el ajeno. Al mismo tiempo reconoce con franqueza su dependencia afectiva: nada le sabe igual si no tiene con quién compartirlo. Esa paradoja —amar la soledad pero necesitar la compañía adecuada— constituye un eje del pasaje.
La elección del compañero aparece descrita con precisión: no vale cualquiera compañía, sino “un hombre bueno, de entendimiento firme y costumbres conformes a las vuestras”. Montaigne recuerda a Cicerón y a Architas para subrayar que la compañía es una condición humana casi ontológica: hasta los paseos celestes serían vanos sin un amigo con quien gozarlos. Pero si no existe esa compañía idónea, prefiere la soledad: es mejor estar solo que mal acompañado. Ese matiz no es mero esnobismo, sino criterio práctico para conservar la serenidad.
Aparece también la autocrítica: Montaigne se reconoce inquieto e irresoluto; sabe que su inclinación al viaje y al cambio puede leerse como vanidad o huida. Frente a los consejos de circunspección —“contentaos con la vuestra”— confiesa la dificultad real de ejecutar tal consejo, porque la prudencia, por buena que sea, exige una voluntad que no siempre poseen ni los prudentes. Admitir la propia fragilidad moral le confiere honestidad: él no disimula su motilidad interior, la explica y la justifica como apetito legítimo de variedad y posibilidad.
El ensayo registra además la tensión entre libertad y dependencia social. Montaigne observa que la felicidad pura no existe “aquí bajo” salvo para almas bestiales o divinas; incluso los mejores medios fallan si falta la disposición interior. Por eso su alternativa no es una doctrina rígida sino una exhortación práctica: ser cuerdo —es decir: gobernarse—, pero sabiendo que ese imperativo supera a la mera prudencia y se sitúa en el terreno de la virtud aserrada, difícil de mantener.
Moral y conducta humana
Montaigne enfrenta aquí la tensión fundamental entre la norma moral elevada y la conducta humana real, y lo hace con la lucidez de quien ha observado ampliamente las contradicciones de la vida pública y privada. Parte de una denuncia práctica: vemos a menudo a hombres que predican la severidad y luego viven de modo opuesto —el juez que condena y luego escribe cartas de amor, el moralista que compone versos elevados y al mismo tiempo se entrega al libertinaje—; esas incoherencias no son meras fallas aisladas, sino rasgos recurrentes de la condición humana. Por eso se pregunta si no será absurdo exigir de los hombres preceptos que superan su naturaleza y sus costumbres, y concluye que la disparidad entre ley y vida hace que las normas queden a menudo en función retórica o de espectáculo más que en motor efectivo de conducta.
En ese diagnóstico aparecen dos ideas centrales. La primera es psicológica: los hombres no están constituidos para obedecer leyes absolutas de modo permanente; sus pasiones, circunstancias y hábitos los empujan a doblegar la letra de la norma cuando ésta entra en conflicto con sus apetitos o con la oportunidad. Montaigne cita a Antístenes y a Diógenes para recordar que la naturaleza y la razón del individuo pueden, en su opinión, contraponerse legítimamente a la ley, y pone ejemplos —médicos que comen melón mientras el enfermo toma jarabe, filósofos que aman y que se entregan al desorden— para mostrar que la práctica no se somete dócilmente al ideal.
La segunda idea es política y práctica: las leyes y las reglas públicas están inevitablemente formuladas por hombres limitados y aplicadas en contextos también limitados; pretender que encarnen una virtud pura y completa es exigir lo imposible. Montaigne advierte que la justicia pública y la virtud cotidiana requieren medidas y acomodaciones: la praxis del Estado necesita preceptos menos absolutos y más adaptados a la fragilidad humana, porque condenar lo inalcanzable equivaldría a condenar a las personas por una forma de perfección que la naturaleza humana no posibilita. Por eso afirma que la virtud pública es una virtud «abigarrada y artificial», hecha para el uso humano, y no la virtud austera de un asceta aislado.
Al hilo de estas tesis surge una reflexión ética sobre la sinceridad del autor: Montaigne se propone que su escritura y su conducta vayan a la par. Reconoce la licencia que se dan a menudo los que «hablan» —a la retórica o al ejemplo público— y rechaza que eso valga para quien se relata a sí mismo. Por eso pide coherencia entre pluma y vida; su proyecto de escribir con franqueza —confesar sus defectos y no revestirlos con apariencias— es una respuesta ejemplar frente a la hipocresía general.
Montaigne nos señala algo muy particular. Parte de una constatación amarga: las reglas sencillas y rectas que sirven en la vida personal se vuelven impracticables o incluso peligrosas en el gobierno. La vida política exige adaptación, retrocesos, concesiones y hasta traiciones al propio ideal, porque el juego de fuerzas, de intereses y de circunstancias arrastra más allá de la rectitud de conciencia. En esto, reconoce que Platón tenía razón al afirmar que el filósofo convertido en gobernante sería un milagro: la sabiduría no transforma la política, sino que la política deforma a la sabiduría.
Montaigne admite, además, que no está hecho para tales oficios: su amor por la libertad y la ociosidad se oponen a la disciplina pública, y su espíritu, más apto para ensayos personales que para acciones colectivas, carece de la flexibilidad necesaria. Usa ejemplos ilustrativos, como el de Sócrates incapaz de contar los sufragios de su tribu, para mostrar que la grandeza filosófica no se traduce en competencia administrativa. La capacidad humana, dice, está dividida en piezas, y el talento en un área no garantiza aptitud en otra. En consecuencia, su retiro no es cobardía, sino fidelidad a su propia naturaleza.
El texto también incluye una crítica moral: quien se jacta de aplicar una virtud pura en un tiempo corrupto ignora la realidad o se engaña. La política obliga incluso a los mejores a disfrazar o a mentir, y la mayor virtud posible es reconocer las propias culpas, resistir lo más que se pueda la pendiente hacia el mal y esperar tiempos mejores. Para Montaigne, la virtud civil no es universal ni intemporal: depende de lugares y épocas, y se mide comparativamente. Así, lo que en Esparta era magnanimidad —como el gesto de Agesilao recibiendo con nobleza a un antiguo enemigo— podría parecer insignificante en la Francia de su tiempo. La moral pública no es absoluta, sino relativa al contexto.
En esta visión, el hombre que vive demasiado por encima de su siglo no puede sino doblegarse, debilitarse o apartarse. Montaigne aconseja lo último: no involucrarse en exceso en una sociedad que no se puede enderezar. Lo importante es resistir mientras sea posible bajo la cobertura de las leyes antiguas y legítimas; si éstas desaparecen o entran en conflicto, la única salida digna puede ser retirarse. El ejemplo de César y Pompeyo muestra que en disputas claras Montaigne se habría definido, pero en tiempos de pura rapiña, como tras el Triunvirato, habría preferido esconderse o seguir la corriente.
Su prosa se deja llevar por la fantasía, cambia de rumbo y se permite saltos y digresiones porque valora más la sinceridad del flujo mental que la disciplina rígida del tema. Para él la escritura no debe someterse a un corsé artificial; la libertad del estilo es una consecuencia moral y estética de su propósito —mostrar la vida tal como se siente— y no un descuido culposo. Esta defensa de la digresión es, además, una defensa de una tradición clásica (los antiguos sabían dejarse llevar por la musa) y una condena del lector indigente que exige siempre hilo y línea recta.
A continuación reflexiona sobre la naturaleza poética de la mejor prosa: lo que cautiva en muchos autores antiguos no es la forma “ordenada” sino ese impulso poético que atraviesa la prosa y la enciende. Montaigne prefiere la fuerza vital de una prosa suelta y viva a la precisión y pulcritud artificiales; admite que puede resultar oscura o embarullada, pero prefiere provocar entretenimiento y vida antes que una claridad que enmascare el alma. Rechaza la afectación intelectual que pretende oscuridad para parecer profundo: si algo es oscuro por torpeza, no por necesidad, lo aborrece.
La memoria y la repetición aparecen como límites que le afectan: confiesa la pérdida progresiva de la memoria y la imposibilidad de mantener siempre la novedad. Eso lo lleva a evitar preparaciones excesivas y a desconfiar del artificio: leer en voz alta un texto memorizado le parece ridículo y peligroso para la espontaneidad. Pero reconoce también la contradicción de añadir siempre sin corregir, porque teme perder en el cambio lo que ya ofreció. En ese punto surge la conciencia del tiempo: envejece, pero no cree haber mejorado necesariamente en prudencia; su escritura sigue siendo un campo de dudas y correcciones.
La intención del libro queda explícita: escribe “para pocos hombres y para pocos años”. No pretende fijar verdades eternas ni formar un canon inmutable; su obra es contingente a su época y a su ánimo. Eso le autoriza a no pulir en exceso, a dejar rasgos contemporáneos y fugaces en el texto, y a exponerse a que el futuro lo juzgue con severidad. Pero lo hace voluntariamente: quiere que se hable de él tal cual fue y teme las biografías interesadas que deforman al muerto para ajustarlo a un ideal.
La dimensión afectiva y memorial es clave en el pasaje sobre Roma y los muertos: Montaigne confiesa una devoción profunda por las reliquias, las ruinas y las grandes figuras del pasado. Allí la memoria histórica le proporciona placer, reverencia y enseñanza; las piedras y los lugares son “huellas” que despiertan la imaginación moral. Esta fascinación no es mera antiquomanía: es un modo de alianza con un pasado que lo instruye y lo consuela; sus amistades y lealtades trascienden la muerte y se mantienen vivas en la memoria.
Relacionada con la memoria está su gratitud práctica: Montaigne honra a los muertos ayudándolos y recordándolos en vida y en escritos; prefiere pagar las deudas de afecto “cuando no hay medio de que lo sepan”, lo cual revela un temperamento discreto y generoso. En paralelo, confiesa su suerte con la fortuna: se siente protegido por ella hasta ahora y muestra una piedad casi pragmática hacia ese regalo de haber nacido en circunstancias que no le obligan excesivamente.
La ausencia de hijos no la vive como una carencia moral, sino como una libertad práctica. Para él los hijos son ataduras hacia el porvenir —nombre, honra, continuación— y, en su temperamento, esas ataduras pesan más que sus supuestos beneficios. La estéril unión tiene, según su mirada, ventajas reales en un mundo donde “no es fácil hacer buenos” a los descendientes; la prole puede traer preocupaciones y deudas que restan a la autonomía que él tanto valora.
Ligado a esto, el autor recuerda la previsión ajena —quien le dejó la casa auguró ruina para ella por su temperamento errante— y celebra la ironía de que ese augurio no se haya cumplido: entró en la casa “tal como salió”, sin oficio ni beneficios, manteniéndose. Aquí hay un doble rasgo: la modestia en la etiqueta de sus bienes y, a la vez, un cierto orgullo sereno de haber conservado lo esencial sin ambición territorial ni sobresalto.
Montaigne insiste en la gratuidad y la precariedad de los favores de la fortuna: todo cuanto posee en verdad le viene de antes, y lo que él ha recibido de la suerte ha sido frívolo y honorario, no materialmente sustancial. Esa confesión lo hace cercano y honesto: no oculta su inclinación a valorar lo sólido —salud, bienes materiales— incluso si moralmente considera la avaricia casi tan condenable como la ambición. Su tono no es indignado sino práctico: confiesa qué apetecería si fuera puramente material.
La anécdota de la bula romana es un gesto doblemente significativo. Por un lado, Montaigne disfruta de la pompa formal —sellos, letras doradas— y lo reconoce como una gratificación vanidosa; por otro, la transcripción del diploma es una muestra de humor y de honestidad: él sabe que esa honra simbólica complace a su “torpeza insensata” pero no la confunde con una ganancia sustantiva. La ciudadanía romana funciona aquí como un espejo: honra externa que alimenta la vanidad interior sin cambiar la sustancia de la vida del autor.
En ese elogio irónico de la bula hay también una reflexión sobre identidad y pertenencia. Montaigne declara satisfecho de ser ciudadano de “la más noble entre las que fueron y serán”, aun cuando no sea ciudadano efectivo de ninguna polis moderna. La pertenencia simbólica lo colma porque responde a un amor por la tradición, por la memoria histórica, y a la necesidad humana de ligarse a algo más grande que uno mismo. Pero ese orgullo no contradice su gusto por la independencia: es una vanidad declarada y domesticada.
La pieza evidencia la constante tensión montaigneana entre humillación y orgullo: acepta que todos estamos “repletos de vanidad e insulsez” y sospecha que quienes se creen ligeros simplemente ignoran su propia carga. Es una especie de autoconocimiento sin tremenda severidad: se reconoce lleno de defectos y pequeñas satisfacciones vanas, pero no por ello se flagela; prefiere la franqueza a la hipocresía.
Observa que la costumbre general es dirigir la atención hacia afuera —al cielo, a los asuntos de los otros, a los movimientos del mundo— y no hacia dentro. Esto, en su visión, no es casualidad sino casi un recurso de la naturaleza, que “sagazmente” habría desviado nuestra mirada para evitar que nos desconsoláramos con la contemplación de nuestra propia miseria y vanidad. Ver lo que somos de frente resulta doloroso; por eso preferimos mirar a lo ajeno.
El pasaje introduce la tensión entre el movimiento natural de dispersión —seguir el curso de la corriente, esparcirnos, entretenernos en los asuntos ajenos— y el movimiento contrario, reflexivo, que exige recogerse hacia adentro. Ese retorno, dice Montaigne, es tan difícil y violento como el mar que choca contra sus costas: implica contradecir nuestra tendencia a evadirnos de nosotros mismos. De ahí la importancia del célebre mandato délfico, “conócete a ti mismo”, que Montaigne califica de paradójico: en lugar de mirar afuera, hacia los cielos y los demás, debemos dirigir la atención hacia nuestro propio espíritu.
La ironía es fuerte: el ser humano, a diferencia de las demás criaturas que se limitan a lo necesario, no tiene límites; se lanza a abarcar el universo entero, pero sin conocimiento cierto. Se convierte así en un juez sin poder, un curioso sin saber, un bufón que se dispersa y olvida su centro. En otras palabras, Montaigne ve en nosotros una contradicción: aspiramos a lo infinito, pero no dominamos ni lo más cercano, que es nuestro propio ser.
En este retrato, el hombre aparece como el animal más indigente, precisamente porque no se basta con lo propio y se dispersa en lo ajeno. Lo que sugiere Montaigne es que la verdadera sabiduría no está en buscar más objetos externos, sino en replegar la mirada hacia dentro, aceptar la finitud, reconocer la vanidad, y sostenerse en la interioridad. El tono es crítico, casi satírico, pero también exhortativo: nos invita a recuperar la atención sobre nosotros mismos, aunque sea para descubrir el vacío, porque ese gesto nos devuelve autenticidad.
Capítulo X: Gobierno de la voluntad
Montaigne reflexiona sobre la necesidad de mantener la libertad interior y no entregarla sin medida a las circunstancias externas. Desde el inicio reconoce que pocas cosas lo impresionan o lo dominan, y que cultiva deliberadamente esta insensibilidad como un privilegio. Para él, el gran peligro de la voluntad es hipotecarse en exceso a lo ajeno —ya sea el placer, la salud, los negocios o la ambición— y quedar así sometida al azar más que a uno mismo. Por eso insiste en la moderación: ni entregarse del todo al goce ni caer en el odio absoluto del dolor, sino mantener la medida, como aconsejaba Platón.
Montaigne distingue entre lo propio y lo extraño. Lo propio, como la vida interior y las ocupaciones domésticas, merece cuidado; lo extraño —los negocios ajenos, la agitación pública— no debe agotar al hombre hasta perder su serenidad. Critica el comportamiento común de quienes viven ocupados por ocupación, que buscan el ruido del trabajo solo por no poder estar en reposo. Los compara con piedras lanzadas que no se detienen hasta chocar contra el suelo: su movimiento no es fruto de voluntad, sino de inercia. Frente a ellos, Montaigne elige la mesura: desear poco, ocuparse con calma, deslizarse por la vida sin hundirse en pasiones o proyectos desbordados. Incluso el placer, recuerda, puede volverse doloroso si se vive con intensidad desmedida.
El ejemplo de su elección como alcalde de Burdeos ilustra la tensión entre esta filosofía y la realidad política. Nombrado contra su voluntad y por presión del rey, Montaigne acepta el cargo, pero aclara que lo asumió sin ambición, sin odio y sin codicia, tal como es. Recuerda que su padre, que había ocupado el mismo puesto, padeció profundamente los sacrificios del servicio público, perdiendo incluso la salud y el sosiego doméstico. Montaigne, en cambio, declara que no permitirá que nada afecte su voluntad de esa manera, porque prefiere conservar su independencia de espíritu antes que perderse en la vorágine de los negocios.
Critica que la mayoría de las doctrinas y preceptos buscan expulsarnos fuera de nosotros, como si el individuo fuera naturalmente demasiado egoísta y necesitara ser empujado a la plaza pública. Para él, esto parte de un error: no se trata de anularse en beneficio ajeno, sino de mantener una proporción justa entre lo que nos debemos a nosotros mismos y lo que debemos a los demás.
Montaigne plantea que debe existir una amistad recta con uno mismo, distinta tanto del egoísmo ciego como de la entrega servil. Esa amistad consigo mismo es la base para poder ser útil a los otros y a la sociedad. En este sentido, recoge la máxima antigua de que “quien es amigo de sí, lo es de todos”, pues al cuidar su equilibrio interior, el hombre se encuentra en mejores condiciones de cumplir sus deberes políticos y sociales. El error, según él, está en olvidar el vivir “sano y alegremente” en nombre de los demás: quien sacrifica por completo su vida personal termina actuando de forma antinatural y perjudicial.
La idea se refuerza con su distinción entre acción y pasión. Montaigne acepta que hay que dar a los oficios públicos la sangre, el esfuerzo y la palabra, pero “de prestado”, sin que el espíritu se vea consumido. El cuerpo puede cargar con el trabajo, pero el alma debe conservar su reposo. Esta distancia es lo que le permite ver cómo muchos sufren más por las guerras desde la comodidad de su casa que el soldado en el campo de batalla: no es la acción lo que daña, sino la pasión con que se carga. El verdadero gobierno de la voluntad consiste en obrar sin dejarse poseer, en mantener siempre la “brida en la mano”, libre para ajustarse a las circunstancias sin perder la serenidad interior.
La pasión desbocada corrompe incluso las actividades más inocuas (juego, diversión), porque enciende el cuerpo y la mente hasta empujarlos fuera de sí. Por eso ensalza la moderación: quien juega sin ardor mantiene la serenidad interior y, paradójicamente, gana más. La lección no es puritana; es una pedagogía del dominio propio: conservar la “brida en la mano” para obrar con eficacia sin ser devorado por lo que se hace.
A partir de ahí construye una distinción clave entre deseos naturales y deseos producto del desorden imaginativo. Cita a Sócrates, Metrodoro, Epicuro y Cleanto para subrayar que la naturaleza pide muy poco para sostener la vida; lo superfluo nace de la fantasía. Montaigne aprovecha esto para reclamar una escala de necesidades: primero lo imprescindible del cuerpo y del alma, después lo accesorio. Sostiene que la pobreza de bienes materiales es remediable pero la pobreza del alma —el apetito desordenado, la dependencia de apariencias— es irreparable y corrosiva.
El autor también aborda la idea de medida personal y la inconvertibilidad de la edad: la costumbre (segunda naturaleza) configura el carácter y limita nuestra capacidad de cambio. Acepta que con la vejez ya no toca reinventarse ni recoger ambiciones tardías: aprender una virtud práctica cuando la vida se acaba tiene poco sentido. Esto le permite justificar la renuncia a ciertos deseos —incluso a bienes valiosos— cuando ya no hay tiempo de disfrutarlos: la utilidad está ligada al tiempo disponible.
Hay una crítica íntima y casi amarga a la “generosidad” de la fortuna que ofrece regalos tarde. Montaigne reconoce la injusticia de que la prosperidad o la sabiduría lleguen cuando uno ya carece de juventud o salud para aprovecharlas; por eso su tranquilidad no es estoicismo abstracto sino una forma práctica de economía afectiva: acotar deseos, conformarse con lo que la naturaleza y el hábito permiten, y no angustiarse por lo que cronológicamente ya no es usable.
La identidad de uno acaba siendo la suma de costumbres y experiencias pasadas; la “sustancia” de la persona se ha formado y no merece deshacerse en intentos tardíos de transformación. Montaigne defiende la coherencia consigo mismo: vivir conforme a la medida que la propia vida ha ido estableciendo y aceptar la proximidad de la muerte como condicionante práctico de todo querer.
Los deseos
Comienza delimitando el terreno legítimo del deseo: lo que está dentro de un círculo reducido, próximo a nuestras necesidades inmediatas y naturales. Pasado ese límite, la expansión de las ambiciones sólo multiplica la exposición a los golpes de la fortuna. El ideal que propone es de contención y de circularidad: que la vida se organice alrededor de un contorno breve que vuelva siempre al propio ser, en lugar de lanzarse en línea recta hacia horizontes infinitos e inalcanzables. Así, la avaricia y la ambición no son simples defectos morales, sino enfermedades del alma que se pierde fuera de sí misma.
A partir de ahí denuncia que muchos hombres confunden su papel social con su identidad íntima. Montaigne ironiza sobre quienes, al desempeñar un cargo, no distinguen lo prestado de lo propio y llegan a encarnar hasta en lo más trivial la máscara del oficio. Esta crítica conecta con su idea de que somos actores en una gran farsa: lo importante es ejecutar bien el papel, sin dejar que la representación nos devore ni nos haga olvidar quiénes somos. El funcionario y Montaigne deben permanecer separados: el hombre no se reduce a su profesión ni a su dignidad pública.
En política, Montaigne aplica este criterio a su propio tiempo de guerras civiles. Reivindica la capacidad de reconocer virtudes y defectos en ambos bandos, sin cegarse por la pasión partidista. Esto le permite mantenerse ecuánime: se entrega al “más sano de los partidos”, pero sin convertir esa elección en odio absoluto contra los otros. Denuncia con fuerza el vicio de confundir la admiración por un rasgo de talento en el adversario con traición. Para él, un buen juicio debe ser capaz de decir “esto es malo” y “esto es bueno” en el mismo enemigo, sin que la pasión borre la verdad.
El fragmento desarrolla también una crítica de la opinión popular y de su credulidad. Los pueblos, dice, son arrastrados por fantasías, esperanzas e ilusiones con sorprendente facilidad, y ello los vuelve presa de impostores y embaucadores. Montaigne interpreta esto no como un defecto accidental, sino como una cualidad estructural de las masas: una vez suelta la primera ilusión, las demás se suceden como olas empujadas por el viento. El peligro, entonces, es que incluso las causas justas se apoyen en engaños o fanatismos, lo que a su juicio las debilita y las envilece.
El gobierno de la voluntad exige tanto prudencia como preparación contra los excesos de las pasiones.
En primer lugar, contrapone la moderación con que César y Pompeyo, aun enfrentados en guerra, conservaron cierto respeto mutuo, a la ferocidad vengativa de Sila y Mario. La diferencia sirve para ilustrar que incluso en las más violentas disputas políticas, la pasión puede mantenerse bajo control, sin degenerar en odio destructivo. Para Montaigne, esa templanza en el adversario es un modelo de cómo no dejarse arrastrar por el ímpetu de la ambición ni por la furia ciega.
Luego el ensayo se desplaza a lo personal. Montaigne confiesa que desde joven se ejercitó en frenar el amor cuando notaba que avanzaba demasiado en su alma, como una forma de evitar que lo dominara enteramente. Aquí su estrategia es clara: resistir en el inicio, retirarse a tiempo, no permitir que el afecto o el deseo ocupen tanto espacio que al perderlos arrastren a la persona consigo. Lo mismo aplica a bienes materiales, a amistades conflictivas o a juegos de azar: mejor retirarse antes de quedar herido en lo más íntimo, mejor evitar la tentación que confiar demasiado en la fuerza de la paciencia.
El texto se complementa con ejemplos históricos y filosóficos. Montaigne recuerda al rey Cotys rompiendo su vajilla para no exponerse al enojo de perderla, a Zenón apartándose de un joven cuya cercanía podía ser peligrosa para sus emociones, o a Sócrates recomendando huir de la belleza antes que luchar contra ella. Todos estos episodios ilustran la misma máxima: no tentar a la fortuna ni a la voluntad con pruebas que podrían desbordar nuestras fuerzas; es más sabio esquivar que resistir hasta el límite. Incluso el Padre Nuestro le sirve para reforzar la idea: “no nos dejes caer en tentación” significa no sólo no sucumbir, sino no exponerse siquiera.
Quien no hace de los favores de los príncipes, de los hijos o de los honores el centro de su existencia, no se desmorona cuando los pierde. La clave está en no incubar esos afectos con una dependencia servil. Su método consiste en cortar de raíz los primeros impulsos, cerrando la puerta antes de que la pasión crezca. Usa una imagen poderosa: quien no detiene el partir no podrá parar la carrera; las emociones, una vez en movimiento, se empujan a sí mismas y arrastran al entendimiento fuera de la razón. Él, en cambio, dice reconocer a tiempo los vientos ligeros que anuncian la tormenta, y así evitarla antes de que estalle.
Este principio lo aplica también a la justicia y los litigios. Montaigne reconoce que muchas veces prefirió hacerse injusticia a sí mismo antes que exponerse a la corrupción y vileza de los pleitos. Aquí resalta la nobleza de ceder un poco del propio derecho antes que alimentar querellas interminables, lo que le permitió llegar a viejo, como dice con orgullo, “virgen de procesos” y casi sin enemistades graves. La justicia, tal como la conoció, era más peligrosa para su naturaleza que el fuego o el tormento.
Montaigne subraya también lo ridículo de las causas que mueven las grandes agitaciones humanas. La disputa entre Pompeyo y César, heredera de la rivalidad de otros dos, o la guerra de Troya iniciada por una manzana, muestran que a menudo son motivos frívolos los que desencadenan catástrofes inmensas. Incluso en su tiempo, vio que las decisiones más solemnes dependían de la inclinación de una dama o de una circunstancia trivial. Es un retrato lúcido de cómo la vanidad y la ligereza dominan las pasiones humanas y políticas.
La enseñanza que extrae es que es más fácil evitar entrar en la pasión que salir de ella una vez iniciada. De ahí que recomiende comenzar con calma, guardar las fuerzas para el desarrollo de la acción, y no al revés como hacen muchos que se lanzan con ímpetu y luego languidecen. Cita el consejo de Bías: “Emprended fríamente, pero proseguid con ardor.” Así, el verdadero error no está tanto en equivocarse como en entrar sin prudencia y luego desdecirse de manera vergonzosa. Para Montaigne, nada hay más indecoroso en un gentil hombre que retractarse cobardemente; incluso la obstinación resulta más excusable.
Es más fácil extirpar las pasiones que moderarlas (exscinduntur facilius animo, quam temperatur). Quien no alcanza la noble impasibilidad de los estoicos puede al menos refugiarse en una vulgar indiferencia, fruto no de virtud sino de complexión. Para Montaigne, la humanidad media es la más atormentada: los filósofos en un extremo y los campesinos en el otro viven con mayor tranquilidad y dicha. Entre ambos, la región del hombre común, atrapado en pasiones y artificios, es donde reina la tormenta.
Los comienzos de todo son frágiles y, por ello, hay que vigilar los orígenes de las pasiones, pues si se las deja crecer, luego no hay remedio posible. Reconoce que en sí mismo hubo un germen natural de ambición, pero que logró detenerlo antes de que se convirtiera en un impulso irrefrenable.
Cuando habla de su cargo público, confiesa que algunos lo juzgaron como hombre lánguido y poco apasionado. Él lo admite, pero lo explica: se esforzó por mantener su alma tranquila y quieta, más aún en la edad madura, sin dejarse arrastrar por la agitación. No se trata de negligencia ni de ingratitud hacia el pueblo que lo eligió dos veces, sino de una elección consciente de vivir sin estrépito. Se siente capaz de actuar con ardor cuando es necesario, pero no de sostener en el tiempo esa pasión, pues su carácter se opone a la perseverancia que exigen los cargos intrincados. Prefiere encargos directos, breves y que requieran vigor, no aquellos largos, torcidos y artificiales.
Montaigne observa también cómo la mayoría de las gentes confunden deber con ambición, y creen que sólo lo que hace ruido es lo que vale. Sus costumbres, en cambio, son blandas y discretas: sabe reprimir un tumulto con calma, sin exaltarse. Defiende la vida oscura, sin brillo, propia de su linaje, que fue siempre más ambicioso de hombría de bien que de gloria ostentosa. La comparación con los médicos griegos que operaban en público para lucirse le sirve para ridiculizar a quienes sólo buscan reputación con alardes superficiales.
Critica con dureza la hambre de nombradía que se prostituye en lo vil y lo nimio: reparar un lienzo de muralla o sanear una cloaca no son hazañas dignas de fama, aunque se grabe en el mármol. A sus ojos, la gloria auténtica no se compra con gestos teatrales ni con la opinión de la multitud. Incluso sospecha de los grandes efectos demasiado sonados, pues piensa que el ruido muchas veces suplanta a la virtud. Más mérito tienen aquellas acciones que se realizan sin aparato, sin público y sin ostentación, que luego otro sabio descubre y señala. Por eso cita con aprobación la máxima de César: “me parecen más loables todas aquellas cosas que se hacen sin alarde y sin testigos”.
La innovación, dice, es brillante, pero peligrosa, y en tiempos convulsos más necesario es mantener la estabilidad que dejarse arrastrar por el frenesí de las novedades. Así, la abstinencia en el obrar puede ser tan generosa como la acción misma, aunque resulte menos vistosa.
Rechaza con ironía un vicio común en gobernantes: desear que las dificultades y desgracias de la ciudad engrandezcan su gestión, como si un médico necesitara la peste para mostrar su arte. Montaigne, en cambio, agradece que durante su administración predominara la calma, y se enorgullece de haber puesto sus hombros al servicio de la paz, más que de haber buscado lucirse con crisis y disturbios. Si no se le reconoce mérito por la tranquilidad, al menos reclama la parte que corresponde a la buena fortuna que lo acompañó.
El tono se vuelve más íntimo cuando confiesa que su incapacidad para los asuntos públicos era evidente, que no la negó, y que tampoco se propuso corregirla, pues su vida ya estaba encaminada por otro rumbo. No buscaba satisfacción personal en el cargo, pero logró más de lo que había prometido, y, sobre todo, se enorgullece de no haber dejado tras de sí ni ofendidos ni resentidos. Si bien admite que su insuficiencia lo hacía poco apto para tales funciones, reconoce que su intención fue siempre honesta y moderada, ofreciendo menos de lo que podía cumplir, para así superar las expectativas.
Capítulo XI: De los cojos
Aquí Montaigne inicia el Capítulo XI, De los cojos, con un ejemplo concreto y reciente: la reforma gregoriana del calendario, que había recortado diez días en Francia. Lo utiliza como punto de partida para mostrar la precariedad de nuestras certezas. A pesar de que se removieron cielo y tierra, en la práctica la vida de sus vecinos siguió igual: la siembra, la cosecha, los días propicios o aciagos permanecieron en su lugar. Ni el error era perceptible antes, ni la corrección lo es ahora. Este contraste revela, para Montaigne, la grosería y la debilidad de nuestra percepción. Incluso los sistemas que parecen sólidos, como la cuenta del tiempo, muestran su fragilidad: siglos de uso y aún no se ha logrado fijarla con exactitud.
A partir de esta observación, pasa a una reflexión más amplia sobre la incertidumbre del conocimiento humano. La razón, dice, es un instrumento libre y vago, que suele entretenerse más en buscar causas que en constatar hechos. El hombre prefiere especular sobre los porqués, aunque estos correspondan solo a quien gobierna las cosas —es decir, a la naturaleza o a Dios—, y no a nosotros, que apenas las experimentamos y usamos. Lo importante son los efectos, no las causas, pues éstas exceden nuestro alcance. Con ironía, Montaigne critica la manía de preguntarse “¿cómo aconteció esto?”, cuando lo más razonable sería empezar por preguntarse simplemente “¿aconteció?”.
Su crítica se dirige a la facilidad con que el espíritu humano inventa mundos y sistemas: la razón no necesita materiales sólidos; puede edificar sobre el vacío, tanto como sobre piedra. De ahí surge la proliferación de discursos y disputas en torno a hechos que nunca existieron. El mundo se divide y se enfrenta por cuestiones cuyo pro y contra son igualmente falsos. Para subrayar esta idea, cita la advertencia de que lo falso es tan vecino de lo verdadero que el sabio debe guardarse de precipitarse en afirmaciones absolutas.
Basta con que un hecho, aunque sea fútil o mal formado, tenga un inicio, para que la imaginación humana lo haga crecer y se construyan sobre él narraciones cada vez más elaboradas. Entre la nada y lo más pequeño hay un abismo mayor que entre lo pequeño y lo grande: si algo comienza, aunque sea un error o una farsa, pronto puede alcanzar proporciones extraordinarias gracias al relato colectivo.
Explica cómo el error particular alimenta al error público, y este a su vez refuerza al particular. Así las historias circulan, se inflan y se consolidan. El último testigo suele estar más convencido que el primero, porque la repetición multiplica la fuerza de la persuasión. Montaigne incluso reconoce en sí mismo la tendencia natural a exagerar al narrar, no tanto con mentiras deliberadas, sino con el calor de la voz, los gestos y el entusiasmo, que inflan los hechos. Su honestidad consiste en aceptar que, cuando se le pregunta por la verdad desnuda, abandona las amplificaciones y vuelve a la simplicidad.
Subraya además un punto central: la multitud no es criterio de verdad. El hecho de que muchos crean algo no lo hace más cierto. Es desdichado, dice, que la mejor piedra de toque de la verdad sea la cantidad de creyentes, cuando sabemos que los locos superan en número a los cuerdos. La opinión común, apoyada en el número y en la antigüedad, termina imponiéndose, pero eso no la legitima. Montaigne se aparta de esta regla: si no cree a uno, tampoco creerá a cien.
Para ilustrar esto, relata la historia de un príncipe que, enfermo de gota, fue a ver a un cura “milagrero”. El sacerdote logró adormecerle las piernas por sugestión, y de haber coincidido más casos semejantes, aquello habría sido considerado un milagro. Pero al descubrirse lo burdo del artificio, ni siquiera se le castigó: fue un simple engaño sin malicia. La anécdota muestra cómo muchas leyendas famosas nacen de comienzos frívolos y cómo se pierden de vista las verdaderas causas por su insignificancia.
Lleva esta reflexión a su conclusión: no ha visto monstruo mayor que a sí mismo. El hábito nos acostumbra a lo extraño, pero cuanto más se observa a sí mismo, más se sorprende de su propia complejidad y deformidad. Y ofrece otro ejemplo cercano: en un pueblo próximo a su casa, tres jóvenes inventaron la farsa de un espíritu parlante en la iglesia. Lo que empezó como broma pudo haber crecido en portento, de no haberse descubierto. Esto prueba, según él, que en muchos sucesos semejantes lo más sabio es suspender el juicio, ni afirmar ni negar con certeza.
Se nos enseña a responder siempre con seguridad, como doctores desde niños. Él, en cambio, preferiría que se inculcara el hábito de decir: “No sé, podría ser, no lo entiendo”. Esa ignorancia confesada es, para él, más sólida y generosa que la falsa ciencia. Concluye recordando un proceso famoso de su tiempo —dos hombres que se disputaban la identidad— en el que un juez condenó con temeridad por exceso de confianza en su propio juicio. Montaigne propone que la justicia debería poder reconocer honestamente: “El tribunal no entiende nada del asunto”, como hicieron los antiguos areopagitas, que prefirieron posponer un caso insoluble por cien años antes que dictar una sentencia injusta.
Montaigne afronta directamente el problema de las brujas y la superstición. Señala cómo las acusaciones contra ellas se sostienen casi siempre en la imaginación popular, amplificada por intérpretes que convierten sueños y delirios en pruebas de culpabilidad. Reconoce la autoridad de la palabra divina para determinar qué es o no un milagro, pero rechaza que los hombres comunes se erijan en jueces de lo sobrenatural. Montaigne subraya que es más creíble que dos hombres mientan a que alguien vuele en escoba de oriente a occidente en unas horas. Su inclinación es clara: mejor dudar que afirmar con certeza lo inverosímil, sobre todo cuando la credulidad conduce a la hoguera.
Relata incluso su propia experiencia al haber asistido a un proceso de brujas en tierras extranjeras. Observó confesiones y pruebas, pero no halló en ellas nada sólido que justificara la muerte de los acusados. Con ironía y crudeza, confiesa que habría preferido que se les administrara un remedio médico antes que condenarlos al fuego, pues le parecían más enfermos de imaginación que criminales. Para él, lo que se atribuye a artes mágicas puede entenderse mejor como efecto de fantasías, sueños o enfermedades mentales.
Montaigne aprovecha esta reflexión para reafirmar su método: habla a modo de plática personal, no de consejo. No pretende erigirse en juez, sino mostrar cómo la credulidad, el miedo y la falta de duda crítica llevan a cometer atrocidades. Al final, insiste en que confiesa sin vergüenza lo que ignora, y que sus opiniones son vacilantes, múltiples, nunca definitivas. En esa humildad intelectual ve un resguardo frente a la violencia de quienes, con certezas absolutas, condenan a los demás.
Montaigne aprovecha un proverbio popular italiano sobre la supuesta superioridad erótica de las cojas para mostrar la ligereza y plasticidad del entendimiento humano. Parte de un dicho vulgar que vincula la cojera con Venus y recoge tanto explicaciones fisiológicas (el menor gasto de fuerzas o el mayor vigor genital) como sociales (el movimiento de los oficios sedentarios, el vaivén de los carros). Lo importante no es la validez de esas explicaciones, sino el hecho de que la razón es capaz de inventar fundamentos convincentes para cualquier cosa, incluso para lo más trivial o absurdo. Así prueba que nuestras argumentaciones se anticipan a los efectos, se ejercen en la nada y hallan causas donde apenas hay pretextos.
Montaigne reconoce en sí mismo ese mismo influjo de la costumbre y de la imaginación: por el solo peso de un dicho popular llegó a atribuir gracia y placer a una mujer por el hecho de cojear. La experiencia se vuelve ejemplo de cómo el juicio humano se deja moldear por rumores, refranes y apariencias, confundiendo la verdad con lo verosímil. El entendimiento, dice, es tan adaptable como el coturno de Terámenes, capaz de ajustarse a cualquier pie: se amolda a las opiniones, se acomoda a las contradicciones y produce razones para sostener tanto lo uno como lo contrario.
Este es el marco para introducir la gran lección escéptica: así como Esopo, vendido como esclavo, respondió “nada sé hacer” después de que los otros se jactaran de saberlo todo, también la filosofía antigua conoció a Carneades, quien, en reacción contra la soberbia dogmática, defendió la suspensión del juicio. Montaigne subraya que los extremos —el que afirma que todo se puede conocer y el que niega cualquier posibilidad de conocimiento— son igualmente excesivos, pero ambos revelan la condición humana: la tendencia inmoderada a afirmarse sin límites. Entre esas exageraciones, la prudencia consiste en reconocer la fragilidad del juicio y la necesidad de freno.
Capítulo XII: De la fisonomía
Montaigne abre con una crítica a la manera en que los hombres adoptamos nuestras opiniones. La mayoría de ellas, dice, no las formamos por reflexión propia, sino “al fiado”, apoyándonos en la autoridad ajena. En principio esto no sería grave, pero en un “siglo tan enteco” como el suyo, dominado por guerras civiles y dogmatismos, confiar en lo recibido se vuelve riesgoso. Aquí introduce el ejemplo de Sócrates: la imagen que de él nos transmitieron sus amigos es reverenciada más por el consenso público que por comprensión íntima de sus razones. Es decir, la mayoría no entiende el fondo socrático, pero lo acepta porque una tradición prestigiosa lo respalda. Esta primera observación revela un problema: solemos admirar lo que parece brillante, artificioso y elevado, pero no sabemos descubrir la grandeza en lo sencillo, en lo que se presenta bajo formas vulgares.
La fisonomía socrática —y aquí se juega el sentido del capítulo— no se encuentra en lo espectacular, sino en su manera de vivir y hablar. Sócrates se expresaba con ejemplos cotidianos: cocheros, carpinteros, albañiles. Sus metáforas y comparaciones eran accesibles para cualquiera. Montaigne recalca que precisamente en ese modo “campesino” y humilde radicaba su fuerza: bajo esa apariencia simple escondía una sabiduría capaz de orientar la vida entera. Sócrates no buscaba deslumbrar, sino enseñar a vivir; no aspiraba a teorías cósmicas, sino a preceptos prácticos para gobernar la existencia. La fisonomía, entendida como la marca visible del carácter, se vuelve así la expresión exterior de un interior sano y vigoroso, sin necesidad de adornos.
La comparación con Catón es significativa. Mientras en Catón se ve rigidez y un gesto forzado, en Sócrates se observa naturalidad. Catón, dice Montaigne, camina “en zancos”, elevado artificialmente; Sócrates toca siempre tierra, y aun en los momentos más graves (la guerra, la tiranía, la muerte, la mala cabeza de su mujer) mantiene un paso humano y común. Lo grande en Sócrates no consiste en elevarse, sino en hacer descender las dificultades a la medida de lo humano. Aquí se revela el núcleo del pensamiento montaigneano: la sabiduría no consiste en separarnos del hombre, sino en reconciliarnos con nuestra condición.
Desde aquí Montaigne formula una enseñanza moral y política: cada hombre es más rico de lo que piensa, pero hemos sido habituados a vivir “de préstamo”, mendigando autoridad, saber y recursos ajenos. Nuestra avidez es incapaz de detenerse en lo necesario: queremos siempre más goces, más riquezas, más poder, más ciencia. Así como en la vida material la ambición nos lleva a abarcar más de lo que podemos sostener, en la vida intelectual la curiosidad nos hace desear más saber del que realmente necesitamos. Montaigne denuncia una intemperancia en el saber: ampliamos desmesuradamente la utilidad del conocimiento, acumulando estudios y doctrinas que no guardan proporción con nuestra vida.
Aquí se enlaza con un elogio de la moderación: recuerda a Tácito alabando a la madre de Agrícola, porque supo contener en su hijo la excesiva sed de ciencia. No se trata de despreciar el saber, sino de advertir que, cuando se convierte en un fin sin medida, puede desviarnos tanto como la codicia o la ambición. El exceso de estudio puede enfermar al espíritu del mismo modo que el exceso de placer enferma al cuerpo.
En este punto la fisonomía se despliega como un concepto más amplio: no sólo es el rostro que revela el carácter, sino la forma de vida que traduce la medida, el equilibrio o el desvarío del alma. Sócrates representa la fisonomía de una naturaleza sana, reconciliada consigo misma, que enseña a cada hombre lo mucho que puede por sus propios recursos. En contraste, nuestra época (y aquí Montaigne se incluye) aparece como hinchada, artificial, ávida, incapaz de descubrir la fuerza de lo ordinario.
El saber, considerado uno de los bienes más altos del hombre, comparte, sin embargo, la misma vanidad y fragilidad de todos los demás bienes humanos. Su adquisición, advierte, es más peligrosa que la de la comida o la bebida: mientras éstas se pueden examinar y decidir cuándo tomarlas, la ciencia se ingiere de inmediato en el alma, sin posibilidad de filtro. Al recibirla, quedamos ya transformados: o mejorados o corrompidos. Así, hay doctrinas que enferman más que curan, y libros que bajo pretexto de enseñar nos envenenan. Montaigne incluso alaba a quienes hacen “voto de ignorancia”, del mismo modo que otros hacen voto de pobreza o castidad: es, en definitiva, una manera de domar un apetito desordenado y de privarse de la voluptuosidad que produce el ansia de saber. Aquí se ve su desconfianza renacentista hacia la erudición excesiva: no se trata de negar el valor del conocimiento, sino de denunciar su desmesura.
Sócrates, una vez más, es su modelo. Según él, basta con una cantidad mínima de doctrina para vivir bien: lo esencial está ya en nosotros, en nuestra capacidad natural para razonar y afrontar la vida. El exceso de letras es vano y hasta peligroso; mucho hemos ganado si, al menos, no nos recargan ni nos desvían. Esta apelación recuerda su escepticismo moderado: más vale un espíritu sencillo que, llegado el momento de la muerte, sepa recurrir a los argumentos de la naturaleza, que un filósofo lleno de libros incapaz de morir con serenidad. El campesino que nunca leyó a Cicerón ni a Aristóteles, muere con la misma firmeza que el sabio. El saber de los libros, dice Montaigne, muchas veces no nos instruye sino que nos ejercita retóricamente. Lo sólido permanece en el temple original del alma, no en los adornos intelectuales.
La comparación entre Séneca y Plutarco profundiza esta idea. Montaigne observa en Séneca un esfuerzo febril, casi desesperado, por prepararse a la muerte, como si su alma estuviera constantemente agitada por el combate interior. En cambio, en Plutarco percibe un tono más tranquilo, desdeñoso, menos rígido, que le parece más viril y persuasivo: no tanto un arrebato del ingenio como una disposición constante del ánimo. Séneca arrebata al lector, pero Plutarco lo conforta. Esta contraposición revela la fisonomía de cada uno: el uno apasionado y vehemente, el otro firme y equilibrado.
Luego Montaigne desciende de nuevo a lo cotidiano. ¿Para qué tanto artificio filosófico, si la naturaleza produce todos los días ejemplos más puros de firmeza y paciencia entre los pobres? Los campesinos soportan la pobreza, la enfermedad y la muerte sin haber leído a Catón ni a Aristóteles. Aceptan las dolencias con nombres dulces y sencillos, y siguen trabajando hasta caer en el lecho sólo para morir. Esa virtud simple y abierta se ha vuelto, en manos de los filósofos, artificiosa y complicada. Aquí Montaigne muestra su convicción de que la sabiduría verdadera es natural, común, accesible, no un privilegio de los letrados.
Despliega una reflexión muy densa sobre disciplina militar, guerra civil y justicia divina, que conviene desmenuzar en varios planos:
Primero, recuerda con nostalgia la disciplina de los ejércitos antiguos, especialmente los romanos. El episodio del manzano intacto es un emblema de respeto y obediencia: los soldados temían más al jefe que al enemigo, y hasta en medio de la guerra se mantenía el orden. Contrasta esto con la indisciplina de su tiempo, y sugiere que los jóvenes aprenderían más viajando para observar la guerra bajo buenos capitanes o con los turcos —cuya disciplina era extrema y castigaba hasta el más mínimo hurto con la muerte— que en las peregrinaciones frívolas de moda en la Europa de entonces. El ejemplo de Selim, el sultán cruel pero con ejércitos obedientes, muestra cómo incluso bajo un tirano la disciplina puede preservar el orden y la propiedad.
Luego plantea la pregunta crucial: ¿vale alguna causa política, incluso la más justa, el precio de desatar la guerra civil? Favonio y Platón le sirven de apoyo para responder que no: no hay remedio más venenoso que trastornar la república bajo pretexto de salvarla. El deber del hombre de bien, dice, es aceptar el orden existente y rogar a Dios que obre su socorro, no derribar magistrados, leyes y gobierno, lo que solo engendra ruina. En este punto, Montaigne denuncia con fuerza la hipocresía: las pasiones más bajas (ambición, venganza, avaricia) se disfrazan bajo el noble nombre de justicia y religión. Lo más detestable es cuando el mal adquiere apariencia de virtud y hasta legitimación del magistrado. Retoma aquí a Platón: la peor injusticia es cuando lo injusto se considera como justo.
A continuación expone cómo la guerra destruye no solo lo presente sino también lo futuro: arruina a los vivos y roba la esperanza a los que todavía no nacen. Su voz se vuelve personal: cuenta cómo, en medio de las facciones, era señalado indistintamente como güelfo o gibelino, según conviniera a las sospechas. Su casa y sus vecinos lo hacían parecer de un partido, su vida y acciones de otro. Al no haber pruebas concretas contra él, solo quedaban sospechas, siempre alimentadas por los envidiosos o maliciosos. Montaigne confiesa además que su propia costumbre de no justificarse agravaba esas sospechas, pues al no defenderse parecía reconocer culpa. Incluso se permitía ironías, acentuando el equívoco. Para los grandes, esta actitud no sumisa resultaba intolerable: exigían suplicantes, no hombres sentados en justicia propia.
Ahora, Montaigne vuelve a la esfera personal. Comienza considerando la fragilidad de confiar en los demás: buscó entre sus amigos a quién podría encomendarse en la vejez y la necesidad, pero se encontró “en camisa”, es decir, desprovisto. Concluye que lo más seguro es depender de sí mismo, de su propio ánimo y recursos, porque los apoyos externos son siempre inciertos. Esta es una reafirmación de su ideal de autarquía: la verdadera libertad, dice, consiste en tener poder sobre uno mismo (potentissimus est, qui se habet in potestate). Reconoce, sin embargo, su debilidad humana: aún se siente tentado por la aprobación de los grandes, por una palabra amable o un gesto favorable. Su espíritu indócil necesita, según él, del “palo”, de disciplina fuerte para no desviarse.
Después, transforma sus desgracias en escuela: considera que la tormenta que lo golpeó antes de lo esperado lo ejercitó para males mayores. Esta preparación es, para Montaigne, una lección de la fortuna: vivir en un siglo turbulento, lleno de guerras y ruinas, es un espectáculo terrible pero también instructivo. Así como buscamos tragedias en el teatro, aunque nos hieran, también nos sentimos atraídos por presenciar la “muerte pública” de nuestro propio país, con sus síntomas y peripecias. Montaigne confiesa incluso cierto gusto morboso en observar ese derrumbe, un testimonio de su mirada curiosa e inquieta, que convierte la calamidad en objeto de aprendizaje.
Sin embargo, también reconoce el precio que pagó: más de la mitad de su vida se vio envuelta en la ruina de Francia. Pero señala que soporta mejor los males públicos que los personales; lo consuela haber salvado algo en medio de las pérdidas y recuerda que lo que llamábamos “salud” política era ya corrupción disfrazada, un cuerpo social plagado de úlceras incurables. Lo que lo anima es que, en medio de ese derrumbe, su conciencia no le reprochó nada: se mantuvo sereno, incluso con cierta altivez. Además, su salud física, mejor que nunca, le permitió resistir y desplegar recursos interiores.
Luego describe un nuevo golpe: la peste que lo obligó a huir de su casa y a buscar refugio para su familia. Relata con dolor cómo su propia hospitalidad se volvió impotente y cómo la mera sospecha de enfermedad sembraba terror. La medicina imponía cuarentenas que, al prolongar la espera, solo aumentaban la angustia y la febril imaginación. Aquí Montaigne muestra empatía: lo que más lo afectó fue el sufrimiento ajeno, pues durante meses debió guiar a una familia asustada y errante. Personalmente, afirma que habría soportado mejor la peste en soledad, incluso con cierta gallardía, porque la considera una muerte rápida, sin dolor prolongado ni ceremonias. Pero lo que lo hiere es la visión de los campos despoblados, de los reinos pastoriles convertidos en desiertos.
Sus tierras, antes cultivadas por cien hombres, quedaron baldías, signo de la devastación material y de la pérdida de su sustento. Sin embargo, lo que le llama más la atención es el ejemplo de resolución del pueblo sencillo. En medio de la peste, hombres, mujeres y niños aceptaban la muerte como una condena común e inevitable, con un semblante sereno, incluso sin lágrimas. Algunos temían más quedarse solos que morir; otros se preocupaban únicamente por la sepultura. Montaigne recuerda incluso a jornaleros que cavaban sus propias tumbas o se enterraban parcialmente en vida, comparándolos con los soldados romanos de Canas que, derrotados, se sofocaron en los agujeros que ellos mismos cavaron. Para él, este abandono colectivo a la necesidad equivale a la más rígida de las resoluciones filosóficas: una constancia que ninguna escuela podría haber enseñado con igual eficacia.
De allí extrae una crítica mordaz: las enseñanzas de la filosofía y de la ciencia son a menudo más aparatosas que útiles, mientras que la naturaleza, sin artificio, instruye mejor. La constancia, la tranquilidad, la inocencia del campesino que afronta la peste sin escuela ni libro valen más que mil lecciones de Séneca o de Cicerón. La paradoja es que los sabios terminan imitando la simplicidad rústica, como si la “ciencia” no fuese otra cosa que un préstamo tomado de la naturaleza misma. En este contraste, Montaigne descubre la enfermedad del espíritu humano: nuestra razón se complace en multiplicar discursos y sutilezas, hasta perder de vista la línea recta que sigue la naturaleza. De allí su metáfora del aceite sofisticado por los perfumistas: la naturaleza original ha sido desvirtuada con añadidos y artificios.
Enseguida, vuelve al problema de la preparación filosófica para la muerte y el sufrimiento. La ciencia, dice, nos recomienda ensayar todos los males posibles, habituarnos a las desgracias por adelantado para no temerlas. Pero Montaigne ve allí una trampa: ¿no es ya bastante duro sufrir cuando llega el golpe? ¿Para qué anticipar su dolor, arruinando el presente con la sombra de lo que podría suceder? Para él, es más natural descargar al espíritu de esos pensamientos, no extender ni dilatar lo que aún no existe. Y cita a un maestro severo, que aconseja justamente lo contrario de lo que suelen recomendar los filósofos estoicos: no malgastes tu vida temiendo la desgracia, porque el tiempo te traerá de sobra el dolor cuando llegue. Mientras tanto, aprovecha la tregua.
Preparación de la muerte
La preparación para la muerte muchas veces resulta más tormentosa que la propia muerte. El pensamiento anticipado prolonga artificialmente un sufrimiento que, en sí, es breve y puntual. Aquí introduce la paradoja: nos preparamos no contra la muerte en sí —pues ella apenas ocupa un instante— sino contra los preparativos, contra la larga imaginación que nos atormenta. La filosofía, dice, multiplica este peso al recomendar que tengamos siempre la muerte ante los ojos; así, en lugar de liberarnos, nos atrapa en la obsesión del final. Su visión es clara: si hemos aprendido a vivir con constancia, también sabremos morir; y si no lo hemos hecho, es tarde para aprenderlo en el último instante.
Después refuerza su punto con un contraste social. Los campesinos de su aldea jamás meditan sobre cómo morirán: simplemente viven, y cuando la hora llega, mueren con naturalidad, muchas veces con más serenidad que los filósofos. El vulgo, al no adelantar su temor, soporta mejor los males presentes que aquellos que obsesivamente prevé. Es, dice Montaigne, una especie de “escuela de torpeza” que, sin embargo, ofrece frutos más sólidos que las sofisticaciones de la filosofía. Esta aparente torpeza es, en realidad, una sabiduría práctica, un modo de ser que no multiplica innecesariamente los males imaginados.
Montaigne introduce a Sócrates como modelo y confirmación de su tesis. Recupera un extenso pasaje del juicio, donde Sócrates expone con serenidad su posición ante la muerte. Allí se muestra en toda su fuerza la actitud socrática: no pretende saber lo que ignora, no teme lo que desconoce, y confía en que la muerte puede ser indiferente o incluso un bien. Al rechazar los ruegos, las lágrimas y las súplicas, Sócrates encarna la enseñanza de que la vida debe orientarse hacia lo justo y lo bueno, no hacia la prolongación cobarde de la existencia. Montaigne lo celebra como uno de los intérpretes más altos de la “natural sencillez”, capaz de mostrarnos que lo importante no es dominar la muerte con discursos, sino vivir de manera tal que el fin pueda recibirse sin vergüenza ni temor.
Para Montaigne, hubiese sido indigno que un hombre como Sócrates —cuya vida entera fue transparencia, rectitud y verdad— se rebajara a usar un alegato artificioso. La defensa escrita por otro, por perfecta que fuera en estilo forense, habría traicionado lo esencial de Sócrates: su voz franca, infantil en su inocencia, pero sublime en su grandeza moral. La lección es clara: morir con dignidad exigía no sólo el arrojo ante la muerte, sino también la coherencia de mantener en el final el mismo modo de vida: simple, natural, incorrupto. Por eso Montaigne resalta que la posteridad castigó con odio perpetuo a quienes habían condenado al filósofo, hasta el punto de que terminaron suicidándose incapaces de soportar la execración pública.
Después, Montaigne entra en un punto más profundo: la reflexión sobre la naturaleza de la muerte. Si la muerte es parte constitutiva de la vida y necesaria para la renovación del mundo, ¿cómo podría ser en sí misma un mal? Así como los animales no la temen —y algunos incluso parecen aceptarla con cierto instinto sereno—, del mismo modo los hombres deberían aprender a verla como tránsito, no como ruina. La muerte no es una enemiga de la naturaleza, sino su servidora más fiel: permite que la sucesión de las generaciones continúe y que el universo se renueve.
Con esto, Montaigne subraya algo decisivo: la verdadera perfección no está en la retórica, ni en el gesto heroico de los grandes generales o filósofos doctos, sino en la conjunción de vida y palabra tal como lo logró Sócrates. Vivir como se habla, hablar como se vive, sin artificio ni adorno: ahí radica lo que él llama el grado supremo de la perfección. Y advierte que es mucho más fácil ser Aristóteles en teoría o César en acción, que ser Sócrates, que unió vida y discurso en un mismo tono de naturalidad y justicia.
Se vuelve sobre sí mismo y confiesa su propia práctica. Reconoce que llena sus ensayos de citas, versos y flores prestadas de otros libros; pero aclara que su intención no es fingir erudición, sino más bien hacerlas pasar por el filtro de su propia voz, deformarlas, integrarlas, darles un “sello” particular. Con ello critica a quienes escriben tratados enteros armados sólo con autoridades ajenas, montajes de fragmentos que exhiben erudición sin verdadera invención. Montaigne, en cambio, se complace en imprimirles una huella personal, aunque pequeña, para que no queden como meros préstamos. Aquí reafirma su idea central: vale más la invención propia, aunque pobre, que la simple acumulación de autoridades.
Reconoce que, si hubiese querido presentarse como hombre de ciencia, debió hacerlo en su juventud, cuando su espíritu era más vivo y su memoria más firme. Ahora, en la vejez, lo que expone no es tanto ciencia como ignorancia reconocida, que convierte en materia principal de sus escritos. Su objeto no es enseñar doctrina, sino retratarse tal como es, con la conciencia de que lo que resta de su vida es más muerte que vida.
De ahí pasa a Sócrates, que vuelve a ser ejemplo y contrapunto. Montaigne lamenta que un hombre de alma tan perfecta hubiese tenido un semblante poco agraciado. Esta tensión entre la belleza exterior y la interioridad del alma lo lleva a meditar sobre la fisonomía: la correspondencia —o discordancia— entre rostro y espíritu. Afirma su fascinación por la belleza, a la que considera una cualidad suprema en la vida social y política, incluso con un poder superior al del dinero y la salud. Pero también distingue: no toda fisonomía bella encierra bondad, ni toda fealdad significa corrupción moral. La cara puede inspirar confianza o desconfianza, pero no es prueba infalible.
En ese contexto, introduce su propia experiencia. Montaigne reconoce que su rostro y su porte le han servido de protección. Relata dos episodios: uno en que un hombre, decidido a traicionarlo y apoderarse de su casa, desistió movido por la franqueza de su semblante; otro, en que, habiendo caído prisionero de salteadores en tiempos de guerra, obtuvo inesperadamente la libertad y la devolución de sus bienes por la impresión favorable que causó su porte y su forma de hablar. Interpreta estos sucesos no como fruto de su prudencia, sino como acción del azar y, quizás, de la providencia divina.
Se detiene en su estilo de hablar: libre, directo, poco prudente según los usos cortesanos, pero nunca malicioso ni injurioso. Esa libertad le ha permitido decir lo que piensa sin gran temor a enemistarse con los hombres. Su inclinación natural a la indulgencia y a la misericordia lo aparta tanto de la crueldad como de la justicia severa, lo que lo lleva a citar ejemplos antiguos que muestran cómo la bondad puede confundirse con debilidad o interpretarse como virtud extrema.
Capítulo XIII: De la experiencia
Comienza reconociendo que el deseo de conocer es el más natural de todos y que, cuando la razón falla, recurrimos a la experiencia. Sin embargo, ambos caminos —razón y experiencia— son inciertos y frágiles. La experiencia nunca da resultados concluyentes porque cada acontecimiento tiene rasgos únicos, y la razón se multiplica en formas tan diversas que tampoco ofrece un criterio estable. Para ilustrar esto, Montaigne evoca la metáfora clásica de los huevos: incluso allí donde más semejanza se busca, siempre hay diferencias que escapan. La naturaleza, dice, parece imponerse el no repetir nunca sus obras.
Desde esta constatación de la diversidad y mutabilidad de las cosas, Montaigne pasa al terreno jurídico. Critica la proliferación de leyes y glosas, pues cuantas más normas y distinciones se elaboran, más margen queda a la interpretación de los jueces. Francia, observa, está repleta de leyes y comentarios, pero lejos de disipar dudas, estos multiplican las querellas y la confusión. El lenguaje jurídico, en lugar de ser claro y preciso, se convierte en un laberinto de fórmulas oscuras que nadie entiende sin disputas. Con ironía, compara esta situación con el mercurio: cuanto más se intenta dividirlo y apretarlo, más se dispersa. De igual modo, cuanto más se subdividen las cuestiones legales y filosóficas, más se multiplican las dudas.
El blanco principal de su crítica es la doctrina de los juristas, con sus infinitos comentarios y diferencias de opinión, que en lugar de acercar a la verdad, la dispersan en un mar de glosas. Ulpiano, Bartolo, Baldo, y toda la tradición de los comentaristas, son para Montaigne responsables de una hipertrofia que ha hecho del derecho un campo de incertidumbre perpetua. Así, donde había un problema, surgen cien, y donde había un texto, aparecen mil interpretaciones. La enseñanza misma fomenta esta dificultad: difficultatem facit doctrina, sentencia Montaigne.
Radicaliza su crítica contra la multiplicación de comentarios y glosas, y con ello contra la ilusión de que el conocimiento humano pueda alguna vez llegar a un punto firme de claridad. Lo que parece progreso en realidad es un retroceso: cada nuevo comentario no resuelve la dificultad, sino que la agrava, como si en vez de aclarar, añadiera capas que oscurecen el sentido original. Un texto —sea humano o divino— nunca queda cerrado, porque la interpretación abre indefinidamente nuevas vías de discusión. En el derecho, esta dinámica es especialmente perniciosa: cuantos más doctores, decretos y glosas se acumulan, más litigios y abogados se requieren, pues la maraña de textos produce incertidumbre en vez de certeza.
Para explicar esta paradoja, Montaigne se vale de imágenes vivas. Compara al espíritu humano con el gusano de seda que, enredándose en su propia obra, termina ahogándose en ella. El intelecto, dice, se fabrica obstáculos que le impiden llegar a lo que busca. Como los perros de la fábula de Esopo, que intentaron beberse el mar para alcanzar lo que flotaba en él y murieron en el intento, así nosotros nos ahogamos en la abundancia de glosas y distinciones. El conocimiento, lejos de acercarnos a la verdad, parece enredarnos en una búsqueda infinita.
Aquí surge un elemento central del escepticismo de Montaigne: la verdad no se alcanza en este mundo. Cada hallazgo es siempre relativo, provisional, sujeto a revisión. Si un espíritu se satisface demasiado pronto, es señal de estrechez o de cansancio; el verdadero ánimo generoso nunca se detiene, siempre se lanza más allá de lo que posee, pero al hacerlo cae en la ambigüedad y la incertidumbre. El alimento natural de nuestro entendimiento, su movimiento más propio, es la admiración, la duda, la errancia.
No es casual que Montaigne invoque a Apolo, dios de los oráculos, cuya voz siempre se expresaba con doble sentido, enigmática y oblicua. En vez de saciar, excitaba; en vez de aclarar, complicaba. De ahí la metáfora final del río: el conocimiento humano es como el agua que corre, siempre la misma y siempre diversa, fluyendo sin cesar, empujando una ola a otra, sin llegar nunca a detenerse en una forma fija. Lo que parecía un camino hacia la certeza se revela como un movimiento perpetuo e inacabable, donde lo único estable es la inestabilidad misma.
Justicia y ley
Empieza señalando que las glosas y comentarios, en vez de aclarar, multiplican las dificultades. Interpretar las interpretaciones se vuelve más arduo que comprender las cosas mismas. Con ironía, retrata la cadena infinita de comentarios que, como capas superpuestas, elevan a los “doctores” no por mérito propio, sino porque se sostienen en el trabajo previo de otros. Así denuncia un sistema que premia la erudición repetitiva en lugar de la invención genuina.
Enseguida se acusa a sí mismo de hacer algo parecido: volver sobre su propio libro y hablar de sí mismo. Lo reconoce como un gesto torpe, aunque lo justifica alegando que su proyecto es precisamente escribirse a sí, y que, por tanto, puede permitirse la libertad de reflexionar también sobre sus escritos. Este tono autorreflexivo no es una contradicción, sino una puesta en práctica de su idea central: el único objeto seguro de estudio es uno mismo.
Luego pasa a un terreno más grave: la justicia. Con ejemplos concretos —campesinos que no socorren a un herido por miedo a ser inculpados, condenados ejecutados aun cuando después aparecen los verdaderos culpables— muestra lo frágil, arbitraria y cruel que puede ser la justicia humana. La letra de la ley, dice, sacrifica hombres en nombre de las formas procesales, aunque la verdad los absuelva. Esto revela una contradicción esencial: la justicia, que debería ser remedio contra la injusticia, a menudo produce males mayores que los que pretende corregir.
Montaigne trae a colación distintas corrientes filosóficas que relativizan la justicia: los estoicos, que admiten que la naturaleza misma procede contra la justicia; los cirenaicos, que sostienen que las leyes son invenciones humanas sin fundamento natural; los teodorianos, que legitiman incluso crímenes si resultan provechosos al sabio. Todas estas opiniones ilustran la diversidad y relatividad del concepto de lo justo. Para Montaigne, esto lleva a desconfiar de un sistema donde la inocencia de un hombre depende más de la habilidad de un abogado que de sus acciones.
El ejemplo de China introduce un contraste: allí, según él, los oficiales no sólo castigan, sino que también recompensan a los funcionarios que han excedido con excelencia su deber. Frente a la dureza e insuficiencia de la justicia europea, Montaigne admira este reconocimiento de lo extraordinario.
Por lo demás, Montaigne nunca ha estado frente a un juez, ni como acusado ni como actor. Se declara “loco de libertad” y reconoce que su prudencia en tiempos de guerras civiles se orienta a mantener intacta esa libertad. Con ello remata una tesis dura: las leyes no se obedecen por ser justas, sino porque son leyes, producto humano, arbitrario y falible. La obediencia a ellas nace más del hábito y del miedo que de una convicción en su justicia intrínseca.
Montaigne tiene una confianza radical en la ley general del mundo, esa marcha de la naturaleza que ni la ciencia ni el ingenio humano pueden alterar. El sabio —dice Montaigne— no es el que acumula glosas ni disfraza con palabras el rostro simple de la naturaleza, sino el que se entrega a ella tal como se entrega a un sueño reparador: la ignorancia y la incuriosidad no son defectos cuando dan reposo y equilibrio al espíritu. Su ironía apunta a los filósofos que, complicando lo sencillo, falsifican lo natural con sutilezas y colores sofísticos.
La alternativa que propone es volver sobre la experiencia personal. Para conocerse no hace falta a Cicerón ni a Aristóteles: basta con examinar la memoria de las propias pasiones. Quien recuerda hasta dónde lo llevó la cólera aprende más que en un tratado de ética; quien se contempla a sí mismo enfermo, temeroso o engañado, descubre mejor la fragilidad de su juicio que en todas las sutilezas de la lógica. Este retorno a la interioridad no es narcisismo sino método: el hombre debe desconfiar de su entendimiento y usar cada error como advertencia general, no como un simple accidente particular.
Montaigne insiste en que su memoria es falible, y que este defecto lo empuja a desconfiar incluso de su propia razón. Esa desconfianza, paradójicamente, se convierte en una fuerza correctora: le enseña a no tomar nada por absoluto, a mantener el juicio en suspenso, a detener la velocidad de las pasiones antes de que estallen. La metáfora del mar que crece poco a poco hasta levantarse en olas gigantes ilustra cómo nuestras emociones anuncian sus señales: el sabio es el que aprende a reconocerlas antes de que lo arrastren.
En última instancia, Montaigne sitúa al juicio en el centro de su vida. Lo concibe como un poder que no siempre puede reformar los apetitos, pero que sí puede resistirlos y no corromperse con ellos. Es, por decirlo así, el árbitro interior que mantiene la independencia frente a las agitaciones de la pasión. Este juicio personal, humilde y frágil, vale más para él que toda jurisprudencia o sistema filosófico, porque lo único que asegura es la fidelidad a su propia vida.
Conocerse a sí mismo
El conocerse a sí mismo como principio rector de toda filosofía práctica. No lo entiende como un adorno erudito, sino como la única tarea seria, porque todo lo demás depende de este examen interior. Si el oráculo de Delfos lo había grabado en su frontispicio, es porque contiene —dice— toda la sabiduría necesaria para el hombre. Y sin embargo, justamente por ser tan universal, casi nadie lo entiende: todos creen conocerse, y en realidad no saben nada de sí, como lo muestra Sócrates en su diálogo con Eutidemo.
El autor subraya que este ejercicio, lejos de otorgarle certezas, lo sumerge en una profundidad inagotable de ignorancia. Mientras más se observa, más advierte lo que ignora; mientras más se explora, más se descubre limitado. Esa conciencia de debilidad lo conduce a cultivar la modestia y a rechazar la arrogancia dogmática que afirma sin dudar y disputa sin cesar. Para Montaigne, la terquedad de quienes siempre creen tener razón es un signo de torpeza, semejante al hijo de la Tierra (Anteo) que se levantaba con más fuerza cada vez que caía: un vigor engañoso que no nace de la sabiduría, sino de la obstinación.
De ahí que su propia experiencia lo lleve a reconocer que la ignorancia es la mejor maestra de filosofía: quien no quiere verla en sí, puede verla en Sócrates, que en su confesada no-sabiduría encontraba la fuente de la virtud. Montaigne se sitúa en esa tradición: no en la de los sabios que profetizan o legislan, sino en la de los que se declaran discípulos perpetuos de su propia condición.
Este hábito de mirarse con atención le da también una capacidad singular para juzgar a los demás. Al estar acostumbrado a examinarse, reconoce en los otros sus inclinaciones y defectos con una claridad que a ellos mismos les pasa desapercibida. Observa gestos, palabras, humores, razonamientos; todo se convierte en material de estudio. No pretende organizar esa infinita variedad en un sistema cerrado, porque la realidad humana escapa siempre a las clasificaciones rígidas; pero sí extrae de la comparación continua un saber flexible, práctico, y sobre todo humilde.
En contraste con los doctos que levantan sistemas sólidos, ordenados y abstractos, él reconoce la imposibilidad de organizar en un edificio coherente la variedad confusa y cambiante de la vida humana. Por eso sus escritos aparecen “en artículos descosidos”, como fragmentos sin unidad estricta, más fieles a la inconstancia de la condición humana que a la rigidez de la ciencia. Su estilo fragmentario es en sí mismo una declaración filosófica: la vida no cabe en categorías, sino en observaciones parciales y móviles.
En este marco introduce la reflexión política. Si alguna vez lo hubieran hecho consejero de un príncipe, se habría limitado a ejercer una franqueza sencilla, juzgando los actos sin artificio y sin cortejo, algo que considera raro y necesario para los soberanos, pues están rodeados de aduladores. Aquí se advierte un eco del ideal socrático: decir la verdad con resolución, sin adornos retóricos, incluso aunque pueda resultar ofensiva. Montaigne intuye que la única verdadera amistad hacia un gobernante consiste en soportar el riesgo de incomodarle con advertencias justas.
Después se desplaza a la medicina, para extender su método: así como en política se desconfía de los doctores de la corte, también en la salud se desconfía de los médicos profesionales. Reivindica la experiencia personal —lo que cada cual aprende de su propio cuerpo— como guía más segura que las recetas de laboratorio. Tiberio y Sócrates sirven aquí como ejemplos: un hombre atento a su régimen de vida puede conocerse mejor que un médico, y juzgar con mayor acierto lo que lo beneficia o daña. En este punto, la filosofía se convierte en un ejercicio de prudencia corporal, no en un discurso abstracto.
Los ejemplos que ofrece —el portugués que estima el vino pasado, el caballero francés que estudia mejor con ruido, Séneca imitando a Sextio o a Átalo, los mendigos que gozan de sus propias “magnificencias”— apuntan todos en la misma dirección: lo que parece extraño, áspero o repulsivo a unos, es natural, placentero e incluso necesario a otros. No hay regla universal que dicte lo bueno o lo malo, lo tolerable o lo insoportable; todo depende de la forma en que nos hayamos habituado a vivir.
De ahí que la verdadera sabiduría consista en cultivar una flexibilidad del cuerpo y del espíritu, es decir, la capacidad de no quedar aprisionado por un solo modo de vida. Montaigne observa que quienes se aferran rígidamente a un hábito —ya sea en la comida, el descanso, el estudio o la salud— se vuelven frágiles y quebradizos: basta un leve cambio de circunstancias para que se derrumben. Por el contrario, quien sabe alternar, variar, exponerse a lo distinto, gana en fuerza y en libertad. El joven, dice, debería incluso lanzarse de vez en cuando a los excesos, para no oxidarse en una rutina mezquina y delicada.
El juicio final es profundamente práctico: el hombre acabado no puede permitirse la delicadeza excesiva ni la dependencia de condiciones específicas, porque eso lo vuelve incapaz de sostenerse en la adversidad. Y en el caso del guerrero —figura que Montaigne siempre tiene presente en su siglo de guerras civiles— la flexibilidad es una virtud indispensable: ha de poder adaptarse a todas las formas de vida, por ásperas y dispares que sean.
Aunque se declara amigo de la libertad y de la indiferencia, reconoce que con el paso de los años se ha vuelto esclavo de rutinas mínimas: no dormir de día, no comer entre comidas, cenar y dejar pasar varias horas antes de acostarse, preferir ciertas formas de vasos, no beber agua pura o vino puro, no soportar el sudor o la cabeza descubierta demasiado tiempo, etc. Estos hábitos se le han vuelto tan naturales que desviarse de ellos le parece un exceso. De este modo, Montaigne ilustra cómo la costumbre se impone incluso sobre quienes buscan vivir con independencia.
El ensayo se vuelve muy humano cuando habla de la influencia de la sugestión y de la duda en su propio cuerpo. Relata, por ejemplo, cómo la opinión insistente de un amigo acerca del “sereno” (el aire fresco de la tarde) le llevó a experimentar en sí mismo los mismos efectos dañinos, como si la sola creencia modificara la percepción. Aquí Montaigne deja ver el poder de la imaginación y de la opinión en moldear el cuerpo, hasta el punto de producir síntomas. Con ello denuncia a los médicos que, encerrando a sus pacientes jóvenes en regímenes restrictivos, los privan de la vida común bajo pretexto de salud. Mejor, dice, sufrir algún mal menor que quedar atrapado en una cárcel de precauciones.
Introduce también ejemplos célebres como el de César, que sobrellevaba la epilepsia restándole importancia, como muestra de que el carácter y la costumbre pueden domeñar incluso males graves. Para Montaigne, lo saludable es usar los buenos preceptos, pero no esclavizarse a ellos: la disciplina es valiosa solo si fortalece, no si aprisiona.
Con su habitual franqueza, Montaigne no teme descender a lo más íntimo y escatológico, señalando sus rutinas para evacuar, el momento preciso en que su cuerpo responde cada mañana, y cómo incluso en este acto “natural y vil” se impone un orden. Lo hace con tono entre serio e irónico, recordándonos que la naturaleza humana no está exenta de estas necesidades. Al mismo tiempo, su observación sugiere que hasta en lo más bajo se puede exigir cierta medida de limpieza y decoro.
Los médicos
Parte de una crítica a los médicos que, en su afán de curar, fuerzan a los enfermos a abandonar el modo de vida en que se formaron y prosperaron. Cambiar drásticamente la dieta, el aire, los movimientos o la rutina —lo que ni siquiera un sano soportaría sin daño— a menudo agrava la dolencia en lugar de aliviarla. Para Montaigne, la costumbre constituye un segundo cuerpo: romperla significa violentar la naturaleza misma del paciente. Así, ironiza sobre los médicos que privan al enfermo de aire y de luz, preparándolo no a la salud, sino a la muerte.
Desde esa premisa, declara sin rodeos su filosofía vital: dejarse llevar por los apetitos, conceder autoridad a los deseos, no aceptar un remedio que resulte más penoso que la propia enfermedad. Montaigne defiende que el placer y el contento son, en muchos casos, más saludables que la disciplina médica. No es sensato, dice, sufrir el cólico y además privarse del gusto de las ostras: sería caer en dos males por evitar uno. El dolor pellizca por un lado, la prohibición por otro. En este punto, su reflexión se convierte en una reivindicación de la fuerza curativa del goce, en oposición a la austeridad sospechosa que el mundo venera como signo de virtud.
El relato se hace autobiográfico y confesional: evoca su juventud, dominada por la pasión y el deseo, en la que se entregó con liberalidad a los placeres carnales, no tanto por arrebatos violentos como por continuidad y constancia. Reconoce incluso, con un punto de ironía amarga, lo extraño de haber caído tan pronto bajo esa “servidumbre” erótica, antes de la edad en que la razón puede medir lo que hace, como si su experiencia lo hubiera marcado desde la infancia sin recuerdo consciente de la primera vez. Aquí asoma la sinceridad característica de Montaigne: exhibe su propia fragilidad como ejemplo de lo universal.
Reconoce que incluso los médicos, en ocasiones, se ven obligados a ceder ante los apetitos vehementes de los enfermos, porque en ellos hay algo de natural y hasta de necesario. Lo que domina, según Montaigne, es la fantasía, la imaginación, que puede arrastrar al hombre más que el cuerpo mismo. El peor mal no es físico, sino mental: lo que la mente acarrea puede ser más destructivo que cualquier dolencia. De ahí que cite con simpatía el refrán español “Defiéndame Dios de mí”, porque la mayor amenaza nace de uno mismo. Con este giro, Montaigne une el hilo de su reflexión: la costumbre, el deseo y la imaginación pesan más en nuestra vida y en nuestra salud que las fórmulas de la medicina, y la verdadera prudencia consiste en reconciliarse con ellos en lugar de combatirlos ciegamente.
El ejemplo del enfermo que se deja morir de sed para obedecer un régimen que otro doctor más tarde condena, ilustra la arbitrariedad y la contradicción del arte médico. Para Montaigne, el dolor sufrido por seguir esos preceptos no valió la pena: la medicina no ofrece certeza, y muchas veces multiplica los males en lugar de aliviarlos.
De ahí deriva una enseñanza mayor: la impaciencia nos pierde. Las enfermedades, como los seres vivos, tienen su propio ciclo, sus límites naturales, sus días contados. Quien intenta violentarlas y acortarlas con violencia, las prolonga. Montaigne prefiere dejar actuar a la naturaleza: ella entiende mejor que nosotros. La metáfora es clara: los males son huéspedes inevitables, y es más prudente tolerarlos con cortesía que enfrentarlos con altanería. En esta aceptación serena se acerca al estoicismo, aunque sin rigidez dogmática: lo importante es reconocer que vivir es también envejecer, enfermar y, finalmente, morir.
El fragmento incorpora una crítica incisiva contra la obsesión por conservar la salud en la vejez. Pedir a Dios fuerza juvenil cuando se ha envejecido es, para él, un disparate: equivale a desear lo imposible. La gota, los cálculos, la indigestión no son anomalías, sino signos naturales del largo camino recorrido. Platón mismo, recuerda Montaigne, no creía que Esculapio se preocupara por sostener cuerpos ya inútiles para el bien común. Aquí aparece el argumento cívico y natural: la medicina no debería obstinarse en prolongar miserias. Es mejor aprender a sufrir lo inevitable, y aceptar que la vida se compone de contrarios, de dolores y placeres, como una armonía musical hecha de tonos distintos.
El pasaje es también un alegato contra el poder psicológico de los médicos y sus diagnósticos. Montaigne reconoce que rara vez consulta sus alteraciones físicas, porque en cuanto uno depende de sus pronósticos cae bajo su dominio. Los médicos asustan con palabras graves, con amenazas de dolores o de muerte próxima; no siempre debilitan el cuerpo, pero hieren el ánimo. Montaigne, fiel a su tono escéptico, admite que no llegó a creerlos del todo, pero sí se sintió perturbado, inquietado, empujado por esas palabras. Su conclusión implícita es que la medicina no sólo falla en el plano físico, sino que además introduce un mal añadido: el de la imaginación temerosa, que enferma antes que el propio cuerpo.
Reconoce que el cuerpo envejecido debe “resquebrajarse” y que su dolencia no es un castigo excepcional, sino un fenómeno ordinario de la vejez. Transformar el mal en un hecho común y compartido con muchos hombres de su edad lo consuela: sentirse acompañado y ennoblecido por el sufrimiento lo vuelve menos terrible.
Montaigne incluso encuentra motivos de gloria en la manera de sobrellevarlo. Describe la escena en la que, a pesar de sudar, vomitar sangre y sufrir contracciones, mantiene el gesto sereno y conversa con los suyos como si nada pasara. Ese autodominio es, para él, una forma de dignidad, semejante a la virtud antigua que buscaba ejercitarse en la adversidad. El dolor no lo degrada, sino que le ofrece ocasión de mostrar fortaleza y humanidad, recordándole que la muerte no es un accidente extraordinario, sino el destino natural de todo viviente: “no mueres porque estás enfermo, mueres porque eres vivo”.
El ensayo también recoge un rasgo muy propio de Montaigne: su confianza en la costumbre y la memoria escrita. Lleva un registro de sus síntomas, de sus crisis y recuperaciones, y en ellos encuentra consuelo, porque la experiencia pasada le permite esperar una salida. Esa especie de diario de la enfermedad convierte lo vivido en recurso terapéutico: cada nueva crisis es menos aterradora porque ya fue reconocida y descrita. Además, la costumbre lo ha endurecido, lo ha habituado al dolor, de manera que hasta logra descubrir en él cierto equilibrio con el placer: la súbita liberación tras expulsar una piedra le parece un goce incomparable, más intenso precisamente por estar tan cerca de la agonía.
En esta dialéctica del dolor y el placer, Montaigne se aproxima al estoicismo, pero con un tono más vital y menos rígido. El sufrimiento se vuelve maestro, no porque lo ennoblezca de por sí, sino porque le revela la hermandad necesaria entre los contrarios: así como los vicios hacen resaltar la virtud, los dolores dan sentido y sabor a la salud. De hecho, recuerda la anécdota de Sócrates, quien al ser liberado de los grilletes sintió un alivio tan placentero que reflexionó sobre la unión inseparable entre dolor y placer.
Muestra que, frente a otros males que consumen lentamente la vida, su “cólico de piedra” tiene la ventaja de ser más franco, limitado y hasta —en cierta medida— purificador. Lo que más detesta de las enfermedades largas es su secuela: ese estado de convalecencia interminable, lleno de prohibiciones y recaídas, que deja al cuerpo debilitado y abierto a nuevos males. En contraste, el cólico lo sacude con violencia, pero lo abandona sin dejar huellas duraderas, como si descargara lo superfluo del cuerpo en forma de piedras. Lo interpreta así no sólo como un castigo, sino también como una suerte de medicina natural que purga sus humores.
De manera muy estoica, Montaigne reconoce que el dolor de su mal puede considerarse soportable porque no impide el uso de las facultades más nobles del hombre. Su entendimiento, su voluntad, su lengua y sus manos permanecen libres; no se trata de una enfermedad que embote la mente, como la epilepsia o la fiebre, sino de un mal localizado que, si bien punza con violencia, deja espacio para razonar, conversar y hasta montar a caballo. Aquí vuelve a mostrar su habilidad para domesticar la fantasía: convierte su sufrimiento en objeto de contemplación filosófica, en ejemplo de disciplina interior, en una experiencia que, lejos de consumirlo, lo fortalece.
Esta actitud lo lleva también a criticar el exceso de confianza en los médicos y sus pronósticos. Montaigne desconfía de esa manía de examinar orinas, pulso y síntomas como si pudieran descifrar con certeza los arcanos de la naturaleza. Prefiere entregarse a la experiencia directa: saber lo que siente y soportarlo con paciencia, antes que vivir esclavizado por los temores que la medicina despierta. “Quien teme sufrir, sufre ya lo que teme”, dice con ironía, subrayando que la imaginación puede ser más dañina que el mal mismo. Así, frente a la incertidumbre de las explicaciones médicas, se aferra a una regla simple: aguardar y resistir.
Con ironía, señala que aunque nunca tuvo sarna, reconoce en el rascado uno de los goces más simples de la naturaleza, seguido, eso sí, de una penitencia inmediata. El gesto encierra la ambigüedad propia de tantos placeres: alivio y fastidio juntos, un microcosmos del vínculo entre dolor y deleite que él ya había explorado.
Su reflexión continúa con un examen de su salud física. Se enorgullece de haber nacido con los sentidos en buen estado, un estómago y una cabeza fuertes, y de haber superado la edad en la que algunas culturas fijaban con razón el límite de la vida. Sin embargo, experimenta “reposiciones” de salud que lo sorprenden con la vivacidad de la juventud, aunque reconoce que la alegría y el vigor tienen sus fronteras naturales. Montaigne percibe en su propio rostro y en sus ojos los primeros signos de las transformaciones, a menudo más intensos que lo que realmente siente en el interior: la apariencia externa engaña, y hasta los médicos confundían su semblante con señales de pasiones ocultas. De nuevo, su crítica apunta a la medicina y a su propensión a explicar demasiado.
Lo que le consuela es la resistencia de su espíritu. Durante meses de fiebres cuartanas, aunque su rostro estuviese desencajado, su ánimo permanecía alegre y sereno. Para Montaigne, lo terrible no son tanto los males del cuerpo como las agitaciones del alma. Prefiere soportar el dolor físico antes que la tortura de pasiones como el odio, el miedo o la cólera. Aquí introduce una de sus tesis más consistentes: el cuerpo puede abatirse, pero si el alma se mantiene tranquila, el hombre conserva su dignidad.
De los sueños dice algo revelador: los suyos son suaves, sin sobresaltos, producto de pensamientos agradables más que de temores. Afirma que los sueños reflejan nuestras inclinaciones, pero rechaza el arte de interpretarlos, salvo por el respeto que le merecen testimonios antiguos como los de Sócrates o Aristóteles. Incluso menciona a los atlantes, de quienes se decía que no soñaban nunca, como un ejemplo curioso para reforzar la idea de que los sueños pertenecen al ámbito misterioso de la naturaleza más que al de la adivinación.
En lo tocante a la mesa, se muestra sobrio y poco exigente. Rechaza el exceso de platos y prefiere lo simple, incluso cuando ello lo hace apartarse del gusto común. Critica con ironía la fastuosidad de quienes, como Favorino, querían mesas interminables con rabadillas de aves o cenas que hartaran a los invitados. Montaigne, en cambio, valora más el pan sin sal que las carnes refinadas, y nunca se dejó seducir por los dulces que tanto gustan a los niños. Con esto refuerza su constante elogio de la moderación natural frente a la delicadeza artificial, convencido de que sujetar el deseo a lo simple es una manera de liberarse de la tiranía de los gustos sofisticados.
Con gratitud evoca a su padre, quien lo crió desde la cuna en un ambiente humilde, entre gentes sencillas, para templar su carácter en la frugalidad y en la cercanía con lo común. Esa decisión paterna no fue caprichosa, sino pedagógica: formar a su hijo en la austeridad y en el contacto con el pueblo, evitando la blandura de la crianza noble. Montaigne reconoce que de allí proviene su inclinación a volcarse con naturalidad hacia los más humildes y a sentir compasión y solidaridad hacia los vencidos más que hacia los poderosos. La anécdota de Quelonis, que prefirió acompañar a su marido derrotado en lugar de quedarse con su padre vencedor, encarna este principio de fidelidad al necesitado.
Luego, el ensayo gira hacia lo cotidiano: la mesa, las comidas, los hábitos sencillos de la vida doméstica. Montaigne confiesa que no soporta las comidas prolongadas, y que, a diferencia de los romanos o griegos, su temperamento lo inclina a comer poco y a instalarse más tarde que los demás. Critica la vorágine de su tiempo, donde se come a la carrera, sin disfrutar la compañía ni la conversación. Aquí, como en otros lugares, aparece su idea de que la mesa es más un espacio de diálogo que de gula. La comida es ocasión de convivencia, pero si se transforma en ceremonia vacía o en exceso, se vuelve molesta.
En cuestiones de apetito, Montaigne se muestra paradójico: declara no echar de menos lo que no ve, pero reconoce que sentado ante la mesa olvida con facilidad sus propósitos de abstinencia. A su cuerpo lo gobierna la costumbre, no la disciplina artificial. Prefiere las carnes poco cocidas, el pan sin sal, y hasta se complace en gustos poco comunes, como los pescados “demasiado frescos”. La atención que dedica a los dientes, que hasta la vejez se mantuvieron fuertes, refleja su empeño en observar en sí mismo cómo la naturaleza va desgastando lentamente el cuerpo, hasta el punto de que la pérdida de una pieza dental se le aparece no como tragedia, sino como una muerte parcial, preludio sereno de la disolución final.
La vejez, de hecho, es entendida aquí no como una desgracia sino como un modo natural de morir poco a poco. Montaigne encuentra consuelo en la idea de que la muerte de viejo es la más justa y suave, porque no viene de accidente o violencia, sino de la maduración misma del ser. Compara su retrato actual con los de su juventud, y descubre que la distancia entre su yo de los treinta años y el de ahora es mayor que la que lo separa de la muerte. Esa constatación no lo aterra, lo apacigua: vivir más allá de lo natural es abusar de la naturaleza, y buscar prolongaciones artificiosas es condenarse a una vida dependiente del arte y de la medicina.
Regresa al tema de la comida como placer y como libertad. No se declara amante de las frutas, salvo de los melones, pero sí confiesa su pasión por los pescados, incluso hasta transgredir los días de vigilia. Alaba el valor de comer en buena compañía por encima de cualquier régimen de salud. Critica los ayunos meticulosos y los regímenes de tres o cuatro comidas frugales al día, que esclavizan más que liberan. Prefiere aprovechar la ocasión presente, disfrutar del apetito cuando se presenta, sin confiar en que vuelva luego. La voluptuosidad moderada se convierte así en el fruto extremo de su salud y de su filosofía.
No se declara amante de las frutas, salvo de los melones, pero sí confiesa su pasión por los pescados, incluso hasta transgredir los días de vigilia. Alaba el valor de comer en buena compañía por encima de cualquier régimen de salud. Critica los ayunos meticulosos y los regímenes de tres o cuatro comidas frugales al día, que esclavizan más que liberan. Prefiere aprovechar la ocasión presente, disfrutar del apetito cuando se presenta, sin confiar en que vuelva luego. La voluptuosidad moderada se convierte así en el fruto extremo de su salud y de su filosofía.
Denuncia así el círculo vicioso de los regímenes y de la medicina dogmática: el que se somete rígidamente a tales prácticas queda condenado a depender siempre de nuevos auxilios, en una servidumbre interminable. Aquí late su idea central de la experiencia como guía frente a la teoría, pues reconoce que más vale observarse y dejar obrar a la naturaleza que encadenarse a un orden despótico.
El ensayo se desplaza luego a la cuestión de la comida y la bebida, que Montaigne analiza como actos no solo fisiológicos, sino también culturales. Reconoce que en otro tiempo aplazaba la cena como hacían los antiguos, pero la experiencia le enseñó que era más saludable cenar antes de dormir, porque la digestión se hace mejor en vela. Su relación con el vino es igualmente moderada y regida por costumbre: lo mezcla con agua, bebe poco y aprecia los vasos pequeños. Rechaza los caprichos singulares, insistiendo en que la regla más hermosa es vivir conforme a la costumbre común. De ahí surge su crítica al exceso, tanto del alemán que siempre mezcla agua con el vino como del francés que lo bebe puro: en ambos casos se trata de singularidades que desentonan con la armonía social.
A continuación, aborda su sensibilidad frente a los elementos: teme el aire colado, detesta el humo, sufre con el calor más que con el frío, y narra los remedios caseros que adoptó en su hogar. Su reflexión sobre la vista, la lectura y la progresiva debilidad de sus ojos lo conduce a una metáfora sobre la vejez: los sentidos declinan tan imperceptiblemente que uno se descubre ciego casi sin darse cuenta. El tiempo, como las Parcas, deshila la vida con sigilo, y la sabiduría consiste en advertirlo sin desesperación.
Montaigne también se retrata en su andar: rápido, nervioso, incapaz de permanecer quieto en actos ceremoniosos. Este rasgo revela tanto su inconstancia natural como su rechazo de los artificios sociales. Incluso en la mesa, donde reconoce su voracidad, admite morderse los dedos o la lengua por apresuramiento, lo cual ilustra cómo lo corporal se impone sobre el decoro. Su interés, sin embargo, está en destacar que la conversación ligera, más que la música o los adornos, constituye el verdadero arte de la mesa. Retoma aquí a Alcibíades, a Platón y a Varrón para afirmar que un banquete perfecto requiere buena compañía, conversación agradable y sencillez en los manjares. La filosofía, entonces, no excluye el cultivo del cuerpo y de los placeres, sino que los integra en una vida bien vivida.
Este giro lo lleva a una crítica de los extremos filosóficos: Aristipo que solo se ocupa del cuerpo y Zenón que solo se ocupa del alma, ambos errados por unilateralidad. La medida, dice Montaigne, está en Sócrates, que supo unir contemplación y acción, filosofía y costumbres. Aquí formula una de sus máximas vitales: cuando baila, baila; cuando duerme, duerme; cuando pasea, disfruta del paseo. Es decir, su filosofía es la de estar plenamente presente en cada acto ordinario. La naturaleza, recuerda, hizo que las acciones necesarias fueran también placenteras, y sería injusto corromper sus reglas.
Montaigne extrae la consecuencia filosófica: la tarea más alta del hombre no es conquistar imperios ni escribir libros, sino aprender a vivir bien, “a propósito como Dios manda”. Las grandes obras —reinar, atesorar, construir— son apéndices; lo esencial es meditar y gobernar la propia vida. Por eso admira que grandes hombres como César, Alejandro o Bruto supieran intercalar en medio de batallas o conspiraciones actos sencillos como comer, conversar o leer. Para Montaigne, el equilibrio entre lo extraordinario y lo ordinario es el signo de un espíritu grande, capaz de no perderse en la vorágine de los negocios.
Montaigne comienza evocando la costumbre universitaria y teologal de combinar el estudio con los banquetes, y defiende que los placeres son tanto más sabrosos cuanto mejor se han ganado después de un esfuerzo serio. Así enlaza con la idea socrática y epicúrea de que la sabiduría no consiste en negar los goces, sino en vivirlos moderadamente, como complemento legítimo de la virtud. Pone ejemplos de grandes hombres —Catón, Epaminondas, Escipión, Sócrates— que supieron alternar entre la severidad y el juego, entre la filosofía y la danza, entre la guerra y el banquete. Para Montaigne, esta mezcla es más noble que cualquier rigidez, porque muestra la grandeza de alma: no el querer volar por encima de lo humano, sino el saber circunscribirse a lo suficiente y desempeñar bien el papel de hombre.
A partir de aquí, se dirige contra lo que llama la más salvaje de nuestras enfermedades: el menosprecio de nuestro ser. No acepta la filosofía que desprecia el cuerpo o los placeres naturales como si fueran indignos. Al contrario, insiste en que la templanza no es enemiga de la voluptuosidad, sino su condimento. El dolor y el placer, observa, son experiencias inseparables, y el sabio debe aprender a gobernar ambos con mirada equilibrada, evitando tanto la contracción excesiva en el sufrimiento como la disolución excesiva en la alegría. Su “diccionario” vital es sencillo: correr por lo malo, demorarse en lo bueno, y no desperdiciar el tiempo.
De ahí que Montaigne celebre la vida como un don natural que debe gozarse plenamente. Rechaza las quejas contra las necesidades del cuerpo —comer, beber, procrear— porque en ellas la naturaleza nos unió necesidad y placer. Critica la filosofía que predica un rigor inhumano, divorciando alma y cuerpo, pues ambos están hechos para apoyarse mutuamente. Reivindica la vida sencilla, vivida con gratitud, como perfección absoluta: “saber disfrutar lealmente de su ser”.
Frente a quienes buscan trascender lo humano para divinizarse, como Alejandro Magno, Montaigne recuerda la inscripción de los atenienses a Pompeyo: “Eres dios en tanto en cuanto te reconoces hombre”. Lo divino, en su visión, no está en negar lo humano, sino en asumirlo con plenitud.
El ensayo cierra con una nota serena: las mejores vidas son las que se acomodan al modelo común y humano, sin milagro ni extravagancia. La vejez misma, lejos de ser un mal absoluto, requiere dulzura y sociabilidad, bajo la protección de Apolo —dios de la salud, la música y la prudencia—. Montaigne pide, en suma, poder disfrutar lo que le queda con alegría y sin deshonra, acompañado todavía por el canto y la convivencia.
Así, De la experiencia concluye afirmando la dignidad de lo ordinario, la plenitud de lo natural y la sabiduría de vivir reconciliados con nuestra condición humana. Es un testamento filosófico que se distancia tanto de la negación ascética como del exceso, y que coloca en el centro la tarea más ardua y más noble: aprender a vivir bien, tal como somos.
Conclusión
El Libro III de los Ensayos de Montaigne puede entenderse como la culminación de su proyecto filosófico: un itinerario que recorre la tensión entre lo útil y lo honroso, la fragilidad del arrepentimiento, la necesidad de vínculos humanos y de diversiones que alivian la existencia, la reflexión sobre la grandeza y sus incomodidades, la importancia del diálogo y del gobierno interior, la crítica a la vanidad y la superstición, hasta llegar a la exaltación de la experiencia como criterio último de vida. En este conjunto de capítulos, Montaigne se muestra más maduro y escéptico, pero también más sereno: su filosofía es la de una aceptación lúcida de la condición humana, que no busca superar los límites de la naturaleza, sino vivirlos con equilibrio, gratitud y moderación. Así, el Libro III se convierte en un testamento intelectual donde la sabiduría no consiste en abstraerse en teorías, sino en aprender a vivir bien con lo que somos y con lo que nos toca.
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