martes, 16 de septiembre de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro II: Capítulos XXI - XXX)

En este tramo del Libro II de los Ensayos, Montaigne despliega una serie de reflexiones diversas que, sin embargo, convergen en su constante examen de la condición humana: desde la crítica a la ociosidad y el abuso de medios inmorales con fines supuestamente nobles, hasta la exaltación de la grandeza romana y la advertencia sobre los peligros de simular enfermedades; desde observaciones curiosas sobre los pulgares y criaturas monstruosas, hasta meditaciones sobre la virtud, la necesidad de que cada cosa tenga su tiempo y la manera en que la cobardía engendra crueldad. En todos estos capítulos, lo mismo en los más ligeros que en los más graves, se revela la mirada escéptica y aguda de Montaigne, que busca en lo cotidiano y en lo extraordinario una oportunidad para pensar sobre la naturaleza del hombre y sus contradicciones.

Capítulo XXI: Contra la holganza

Este capítulo de Montaigne, Contra la holganza, es una reflexión sobre la dignidad de la acción frente a la pasividad, especialmente en la vida pública y política. Comienza con un ejemplo paradigmático: el emperador Vespasiano, aun enfermo de muerte, seguía gobernando y atendiendo los asuntos del Estado. La frase «es preciso que un emperador muera de pie» se convierte en emblema de la responsabilidad que pesa sobre los príncipes, quienes no pueden abandonarse al ocio o al cuidado excesivo de sí mismos sin traicionar la confianza de sus súbditos. Para Montaigne, la grandeza del gobernante radica en el servicio constante, incluso al borde de la muerte.

El ensayo critica la delegación pasiva de las tareas bélicas a otros. Aunque reconoce que existen ejemplos de lugartenientes exitosos, Montaigne sostiene que un príncipe que rehúsa ponerse al frente degrada su propia misión y pierde el honor militar. Selim I lo resumía en su máxima: «las victorias ganadas sin el amo no son victorias completas». El gobernante que no comparte los riesgos de la guerra no puede reclamar plenamente la gloria del triunfo. Con ello, Montaigne subraya la necesidad de un compromiso activo, donde el gobernante no solo dirija desde lejos, sino que participe en el corazón mismo de la acción.

El texto enlaza con la austeridad y el rigor de Juliano el Apóstata, quien despreciaba las comodidades corporales, y con las prácticas de la antigua Roma, donde la educación era activa y práctica. Montaigne valora este rechazo del ocio como una forma de fortalecer el cuerpo y el alma, orientándolos hacia lo virtuoso. La vida ociosa y pasiva no forja carácter ni sirve de ejemplo para los súbditos. De ahí que admire a quienes, aun en el lecho de muerte, se mantienen firmes y útiles al bien común, como Muley Moluc, rey de Fez, que condujo su ejército hasta el último aliento.

No obstante, Montaigne también introduce un matiz: la gloria de morir combatiendo o sirviendo no depende únicamente de la voluntad, sino de la fortuna. Muchos guerreros resueltos a vencer o morir terminaron cautivos, heridos o sobreviviendo contra sus deseos. El azar, las enfermedades y las circunstancias pueden frustrar los designios más firmes. En este punto aparece su característico escepticismo: no basta con proponerse un final glorioso; es la fortuna la que decide.

El capítulo culmina con una exaltación de la serenidad frente a la muerte. El ejemplo de Catón, que afrontó su final violento con la calma de quien sigue ocupado en sus hábitos cotidianos, simboliza la actitud más natural y filosófica. Para Montaigne, la virtud suprema no consiste en morir de manera ostentosa, sino en no alterarse ante la muerte, continuar fiel al propio modo de vida y no concederle más peso del necesario. Así, la verdadera oposición a la holganza no es solo el esfuerzo bélico o el trabajo público, sino también la serenidad de un espíritu que se mantiene firme hasta el último instante.

Capítulo XXI: De las postas

En primer lugar, el autor parte de su propia experiencia, señalando que no fue de los más flojos en la práctica del ejercicio físico (probablemente la equitación o el correo a pie), aunque terminó por abandonarlo debido a lo desgastante que resulta mantenerlo por mucho tiempo. Desde allí, enlaza con ejemplos de la Antigüedad, comenzando con Ciro, quien organizó un sistema de relevos de caballos para recibir noticias con rapidez desde los vastos territorios de su imperio. Esta referencia muestra la preocupación antigua por la eficiencia en la comunicación política y militar, necesaria para mantener el poder en espacios extensos.

Luego, Montaigne cita ejemplos romanos: César, Vibulio Rufo, Tiberio Nerón, Graco. Todos aparecen descritos como hombres de gran resistencia o como partícipes de sistemas de correo montado que permitían cubrir enormes distancias en poco tiempo. Montaigne enfatiza en estos relatos no solo la velocidad física, sino también la disposición de ánimo de los personajes: César, presentado como un "corredor furioso", muestra un temple que desprecia las comodidades y busca siempre el camino más corto, incluso si debía nadar ríos. Así, la comunicación rápida se vuelve símbolo de energía y carácter.

El texto se enriquece al introducir medios alternativos de comunicación: golondrinas utilizadas por Cécina, palomas mensajeras en Roma, o la práctica incaica del relevo de cargadores en el Perú. Estos ejemplos revelan la creatividad humana para superar la distancia y mantener el vínculo social y político. No importa la cultura o el continente, la necesidad de transmitir noticias con prontitud genera invenciones similares, adaptadas a los recursos disponibles.

Finalmente, Montaigne menciona el caso de los correos del sultán otomano, quienes tenían licencia para requisar caballos en el camino y así asegurar la velocidad de sus viajes. Señala también que estos mensajeros usaban bandas anchas en el cuerpo para reducir el cansancio, práctica que él mismo probó sin hallar alivio. Aquí reaparece la marca personal del ensayo: Montaigne no se limita a narrar, sino que introduce su experiencia, la contrasta con la de otros y la ofrece como observación escéptica.

Capítulo XXIII: De los malos medios encaminados a buen fin

Montaigne desarrolla una analogía muy característica de su pensamiento: la comparación entre el cuerpo humano y el cuerpo político. Para él, los Estados, al igual que los individuos, nacen, crecen, prosperan y finalmente decaen. Ambos sufren excesos y desequilibrios —los “humores” en los cuerpos, las “multitudes y pasiones” en las repúblicas— que requieren purgas y correcciones. Así como los médicos purgaban y sangraban a los atletas para preservar la salud, los Estados recurren a migraciones, colonias o guerras para descargar el exceso de población y de energía social.

Montaigne ilustra esta idea con ejemplos históricos: los germanos y francos que invadieron la Galia, los godos y vándalos que abandonaron sus tierras de origen, los romanos que fundaban colonias para aligerar la presión demográfica. Incluso señala cómo Roma sostenía guerras para dar ocupación a su juventud y evitar que la ociosidad degenerara en corrupción. Aquí subyace un motivo recurrente en su obra: la ociosidad como fuente de vicios, y la guerra como un mal, pero a veces un mal “útil” para evitar otro peor.

El autor se detiene también en ejemplos medievales y modernos: Eduardo III y Felipe de Francia que, en lugar de desarmar a sus tropas, las proyectan hacia conflictos exteriores para impedir que la multitud de guerreros ociosos ponga en riesgo la estabilidad interna. La guerra externa, aunque dañina, resulta menos peligrosa que la guerra civil. Montaigne reconoce en esto una “sangría política”: un remedio duro, pero eficaz para prevenir males mayores. Sin embargo, introduce su juicio moral y religioso: considera que no puede ser justo descargar los propios males sobre otros pueblos por conveniencia, pues ello supone ofender a Dios.

Enseguida, Montaigne examina casos donde los legisladores o gobernantes usaron métodos “injustos” para fines “justos”. Licurgo, por ejemplo, hacía embriagar a los ilotas para que los espartanos aprendieran a aborrecer la ebriedad; los médicos de la Antigüedad abrían en vida a criminales condenados para estudiar sus órganos; los romanos habituaban al pueblo al valor mediante los sangrientos espectáculos de gladiadores. Todos estos ejemplos muestran cómo se ha recurrido a medios atroces para educar o fortalecer al cuerpo político y social, lo cual plantea el dilema de si es lícito sacrificar la moral natural en nombre de un bien superior.

Montaigne aboga por la abolición de los juegos de gladiadores bajo Teodosio, lo que simboliza un giro civilizatorio: el reconocimiento de que ciertos remedios, aunque eficaces, son demasiado bárbaros para ser aceptables. Así, Montaigne oscila entre el reconocimiento de la necesidad práctica —purgar, descargar, distraer los excesos sociales— y su escepticismo moral: los Estados, como los cuerpos, no siempre se curan con medicina dulce, pero el remedio no debería ser peor que la enfermedad.

Subraya el valor pedagógico que los antiguos atribuían a tales luchas: contemplar a cientos o miles de hombres enfrentándose sin miedo, sin retroceder, sin pedir clemencia y aceptando la muerte con firmeza, constituía, según él, un “maravilloso ejemplo” para educar al pueblo en el coraje y en el desprecio de la debilidad. Los gladiadores, incluso moribundos, buscaban la aprobación del público antes de expirar, lo que muestra cómo la dignidad y la gloria pública podían sobreponerse al instinto de supervivencia.

Montaigne destaca un elemento inquietante: no bastaba morir con entereza, había que hacerlo con alegría, pues el público castigaba con abucheos y desprecio a quien mostraba tristeza o dolor. Incluso las jóvenes incitaban a los combatientes a recibir los golpes con júbilo. Aquí se ve cómo la sociedad romana convirtió el valor y la disposición ante la muerte en un espectáculo estético, donde el dolor ajeno se transformaba en placer colectivo. Esta dimensión es reforzada con los versos latinos que muestran cómo la mujer, espectadora, encuentra deleite en la violencia y la muerte del gladiador.

El autor recuerda que, en un principio, los condenados eran los protagonistas de estas luchas, pero que con el tiempo se sumaron esclavos inocentes, hombres libres que se vendían por dinero, e incluso senadores, caballeros y mujeres. El límite entre lo marginal y lo noble se difuminó: el anfiteatro absorbía todas las clases sociales. Montaigne subraya lo inverosímil de este hecho, pero lo conecta con la actualidad de su tiempo, señalando que también en las guerras modernas hay miles de hombres que arriesgan vida y sangre a cambio de dinero en causas que no les conciernen.

Capítulo XXIV: De la grandeza romana

Desde el inicio, Montaigne ironiza con la “simplicidad” de quienes pretenden igualar la grandeza antigua con las realidades modernas, pues Roma representaba un poder de otra escala, capaz de dar y quitar reinos como si se tratara de simples propiedades privadas.

El ejemplo de Cicerón, citando una carta de César, muestra la ligereza con la que un ciudadano romano —todavía no emperador, sino general en campaña— disponía de reinos, recomendando amigos como si fueran dignos de heredar coronas. Montaigne recalca cómo César llegó incluso a vender territorios, mostrando un poder arbitrario que trascendía las instituciones y dependía de su figura personal. La anécdota de Popilio y Antíoco intensifica esta idea: con un simple gesto, dibujando un círculo en la arena, un emisario romano obligó al monarca a obedecer al Senado, renunciando a conquistas inmensas. La autoridad romana no necesitaba ejércitos en ese instante: bastaban “tres o cuatro plumazos” para doblegar a un rey.

Montaigne interpreta este episodio como una muestra de la soberanía casi divina que Roma ejercía en su apogeo. Antíoco llegó a reconocer las órdenes del Senado con el mismo respeto que si vinieran de los dioses inmortales. Aquí se ve cómo el poder romano no solo descansaba en la fuerza militar, sino en un prestigio y una autoridad moral que hacían de sus decisiones mandatos indiscutibles.

El autor contrasta también a César con Augusto: mientras el primero se apropiaba de reinos y los vendía o repartía, Augusto prefería devolverlos a sus antiguos dueños o convertirlos en presentes, aunque siempre bajo la subordinación a Roma. Cita a Tácito para mostrar que esta aparente generosidad era en realidad una estrategia política: convertir a los reyes en “instrumentos de servidumbre”, preservando la apariencia de autonomía pero garantizando la obediencia absoluta.

Por último, Montaigne extiende la comparación a su propio tiempo mencionando a Solimán, el sultán otomano, quien también repartía reinos, aunque probablemente no por generosidad sino por cálculo político. Con ello sugiere que el poder verdadero no consiste solo en conquistar y acumular dominios, sino en administrar esa abundancia con la capacidad de someter incluso a los reyes, reduciéndolos a vasallos.

Capítulo XXV: Inconvenientes de simular las enfermedades

Montaigne comienza este capítulo a partir de ejemplos históricos, literarios y personales para advertir contra un hábito aparentemente inofensivo: fingir males del cuerpo. Lo que comienza como anécdota graciosa acaba revelando, en su estilo característico, una reflexión sobre la fragilidad del hombre, el poder de la imaginación y la necesidad de la filosofía.

El relato inicial de Celio, tomado de Marcial, muestra cómo la ficción de la enfermedad, sostenida con tanto cuidado, terminó atrayendo la dolencia real. Lo mismo ocurre con el individuo que fingió ser tuerto para salvarse de las proscripciones: la larga simulación concluyó en la pérdida verdadera del ojo. En ambos casos, Montaigne insinúa que el cuerpo humano, al ser tan susceptible y delicado, puede convertir la ficción en realidad, como si la naturaleza se vengara de los engaños con un castigo literal. Aquí se refleja su escepticismo: la costumbre, la ociosidad y la sugestión pueden alterar realmente la salud.

Montaigne no se limita a contar casos; también introduce observaciones de la vida cotidiana. Reprueba, como lo hacen las madres, a los niños que remedan defectos físicos, pues no solo el gesto puede fijarse en el cuerpo blando de los pequeños, sino que además la casualidad suele “burlarse” castigando con aquello mismo que se imita. Incluso se ríe de sí mismo recordando su hábito de llevar un bastón para dar elegancia a su porte, práctica que muchos le advirtieron podría volverse necesidad. Esta autorreferencia refuerza la moraleja: la línea entre apariencia y realidad es más frágil de lo que creemos.

El capítulo se alarga con ejemplos de la tradición clásica. Plinio narra el caso de un hombre que soñó con estar ciego y amaneció sin vista; Séneca, en carta a Lucilio, cuenta la historia de Harpasta, una mujer que, habiendo perdido la vista, no lo reconocía y atribuía la oscuridad al lugar donde estaba. Ambos ejemplos apuntan a un mismo fin: la dificultad que tenemos los hombres para reconocer nuestras propias enfermedades, físicas o morales. En este punto, Montaigne aprovecha para insertar una enseñanza filosófica: así como Harpasta se niega a ver su ceguera, nosotros excusamos nuestros vicios en causas externas, sin aceptar que nacen de nosotros mismos.

Frente a esa ceguera interior, la medicina más dulce y eficaz es la filosofía, pues, a diferencia de los remedios corporales, que solo alivian tras dolorosas operaciones, ella cura al mismo tiempo que deleita. Con este giro, Montaigne transforma un capítulo que parecía anecdótico en una lección sobre la autocrítica y el cultivo del alma, mostrando cómo el hombre, al engañarse con ficciones, corre el riesgo de caer en males reales, y cómo solo el ejercicio filosófico puede prevenir y sanar esas enfermedades de raíz.

Capítulo XXVI: De los pulgares

A partir de un detalle corporal aparentemente trivial —el pulgar— despliega una serie de observaciones históricas, médicas y culturales que muestran su importancia en la vida humana y política.

Comienza con la narración de Tácito sobre los reyes bárbaros que, al sellar pactos, unían las manos y entrelazaban los pulgares hasta sacar sangre, bebiéndola después como símbolo de unión. Este gesto, extraño y rudo, muestra cómo las culturas antiguas veían en el pulgar un elemento de fuerza y vínculo, capaz de representar la totalidad de la mano. De hecho, Montaigne recuerda que los médicos lo llamaban “dedo maestro” y que la etimología de pollex lo vincula con pollere (ser fuerte). Para griegos y latinos, el pulgar era casi una “segunda mano”, síntesis del poder de la prensión.

En la cultura romana, el pulgar adquiría también un valor simbólico y social. Estrechado y besado, era signo de favor; vuelto hacia abajo, símbolo de condena, especialmente en los juegos de gladiadores. Su posición decidía la vida o muerte en el anfiteatro, mostrando cómo un gesto mínimo contenía un poder supremo sobre el destino ajeno. A la vez, el pulgar tenía implicancias jurídicas y militares: quienes lo perdían quedaban exentos del servicio de armas, pues se consideraba esencial para blandirlas. De allí que algunos intentaran mutilarse o mutilar a sus hijos para evitar la guerra, lo que era castigado severamente, pues equivalía a un fraude contra el Estado.

Montaigne recoge también episodios de crueldad política y militar: vencedores que amputaban pulgares a los enemigos para impedirles combatir de nuevo, o los atenienses que los cortaron a los eginetas para debilitarlos en la navegación. Incluso en la educación espartana aparece esta dureza: los niños eran castigados por sus maestros con mordidas en los pulgares, signo de una pedagogía áspera y corporal.

Así, lo que parece un detalle menor se revela cargado de significados: el pulgar no solo es un órgano útil, sino también símbolo de poder, instrumento de unión, de castigo y de dominio. Montaigne muestra cómo la cultura transforma un dedo en signo de grandeza, de violencia y de destino, recordándonos que lo pequeño, en la historia humana, puede ser decisivo.

Capítulo XXVII: Cobardía, madre de crueldad

Montaigne despliega una reflexión incisiva sobre la relación entre debilidad de ánimo y violencia desmedida. La tesis central es que la verdadera valentía no se expresa en la crueldad, sino en el dominio de sí mismo: el valor se detiene cuando el enemigo ya no ofrece resistencia, mientras que la cobardía, incapaz de enfrentar la lucha abierta, se ensaña con la víctima indefensa. La ferocidad, paradójicamente, surge no de la fortaleza, sino de la blandura y la pusilanimidad.

Para ilustrar esta paradoja, Montaigne recurre a ejemplos históricos. Cita a Alejandro de Feres, tirano que no soportaba ver tragedias en el teatro porque lo hacían llorar, pero que al mismo tiempo ejercía refinadas crueldades contra sus súbditos. Así muestra cómo la hipersensibilidad y la brutalidad pueden coexistir en un mismo carácter, naciendo ambas de la debilidad interior. De la misma forma, observa que en las guerras las atrocidades suelen provenir del pueblo y de los oficiales subalternos, que carecen de verdadero valor, y que solo se sienten fuertes al ensañarse con los cadáveres o con los vencidos. La comparación con los perros miedosos que desgarra pieles de fieras muertas es elocuente: su violencia es una máscara de su incapacidad.

El ensayo contiene también una crítica a la costumbre moderna de iniciar los combates por el extremo: matar al adversario sin concederle posibilidad de rendición ni de sufrir la humillación de la derrota. Para Montaigne, matar al enemigo no es un acto de valor, sino de temor. El honor está en vencerlo, en reducirlo, en obligarlo a reconocer la superioridad, no en darle la muerte, que en cierto modo lo libera del dolor y del arrepentimiento. El vengador, al matar, priva a su víctima de la ocasión de arrepentirse y a sí mismo de la satisfacción plena de la venganza. La muerte, dice, es un servicio al enemigo: el reposo absoluto frente a las fatigas del vivo.

El ejemplo del reino de Narsinga amplía su reflexión. Allí los duelos, tanto civiles como militares, no buscan la aniquilación del adversario, sino la prueba de superioridad en combate. El vencedor recibe honores, pero siempre queda expuesto a nuevos desafíos: su gloria consiste en la permanencia en la contienda, no en la eliminación definitiva del otro. Montaigne contrapone así un modelo donde la lucha conserva sentido de honor y de continuidad, frente a la crueldad cobarde de su tiempo, que convierte cada contienda en un baño de sangre.

Lo que hizo Asinio Polión, quien esperó a que Planco muriera para publicar escritos injuriosos contra él es criticado por Montaigne como un acto de cobardía disfrazado de valentía literaria: es fácil atacar a un muerto, incapaz de defenderse, como lo es hacer muecas a un ciego o insultar a un sordo. El gesto revela un espíritu débil, más inclinado a la pendencia sin riesgo que al verdadero enfrentamiento. Esta anécdota abre paso a una crítica más amplia sobre cómo en su tiempo el “honor” se busca de manera artificiosa y cobarde.

Montaigne compara el proceder antiguo con el moderno. Antes, la respuesta a una injuria era un desmentido o un golpe, siempre cara a cara, sin esperar la muerte o la ausencia del adversario. Hoy, en cambio, prevalece la práctica de perseguir al enemigo hasta aniquilarlo, lo que delata más temor que valor. Además, observa que la costumbre de llevar “segundos” o acompañantes al duelo contradice el verdadero espíritu de la contienda. Lo que debería ser un enfrentamiento entre dos, se convierte en un combate colectivo, en el que la presencia de terceros obliga a participar bajo pena de deshonor. De este modo, lo que nació como testimonio de orden y justicia se pervierte en recurso de inseguridad: el combatiente no confía en sí mismo y busca respaldo en otros.

El autor inserta una vivencia personal: la participación de su hermano en un duelo en Roma como segundo de un hombre al que apenas conocía. El azar lo enfrentó con un adversario más cercano a él, lo que puso en evidencia las contradicciones de estas “leyes del honor”. El ejemplo le permite a Montaigne mostrar lo absurdo de un sistema que obliga a tomar partido incluso contra amigos o conocidos, y donde la cortesía hacia el enemigo queda anulada por la obligación hacia el aliado. En este terreno, la razón cede ante una noción distorsionada de honor, que expone la vida de los hombres en querellas ajenas.

La crítica se extiende a la propia nación francesa, a la que acusa de indiscreción y de exportar sus vicios al extranjero. Los franceses, dice, no solo aprenden en Italia el arte de la esgrima, sino que lo practican de inmediato a expensas de su vida, sin haber dominado antes la teoría. El aprendizaje se invierte: en vez de la disciplina que debe preceder a la práctica, se arrojan a la violencia como aficionados. Montaigne cita incluso versos que evocan un estilo de lucha más directo, sin engaños ni fintas, donde la furia reemplaza a la destreza técnica.

Montaigne Primero, opone los ejercicios caballerescos de sus antepasados —torneos, tiro al blanco, combates reglados— a la esgrima moderna, que, según él, solo sirve a intereses privados y fomenta querellas personales. Montaigne insiste en que lo noble es aquello que fortalece a la comunidad, no lo que la desordena. Cita el ejemplo de Publio Rutilio, quien profesionalizó el adiestramiento militar romano, no para duelos privados sino para la grandeza de la república. El contraste es claro: los ejercicios que buscan el bien común elevan; los que se reducen a la técnica de matar en duelo degradan.

Enseguida retoma su tesis central: la cobardía engendra crueldad. Relata cómo el emperador Mauricio, al soñar que sería asesinado por Focas, dedujo que su asesino debía ser pusilánime, y por eso mismo cruel. El corazón cobarde no sabe asegurar su poder sino por el exterminio de los enemigos. Esta lógica del miedo, señala Montaigne, está en el origen de los tiranos sanguinarios: temen incluso a las mujeres y a las sombras, y, por miedo, matan a todos. La fórmula “Cuncta ferit, dum cuncta timet” —hiere a todos porque de todos teme— sintetiza esta dinámica.

El ejemplo de Filipo de Macedonia ilustra cómo la crueldad se retroalimenta del temor. Tras matar a muchos, comenzó a eliminar a los hijos de sus víctimas, de modo que el recuerdo de sus crímenes le llevaba a multiplicarlos. Aquí Montaigne introduce un episodio que lo cautiva por su belleza moral: la historia de Teoxena, que, antes de entregar a sus hijos y sobrinos a los verdugos, los incita a elegir entre veneno y espada y luego se lanza con ellos al mar, prefiriendo la muerte antes que la esclavitud. Para Montaigne, este relato se sostiene por sí mismo, como ejemplo de valentía y dignidad que contrasta con la barbarie de los tiranos.

El ensayo vuelve después sobre el refinamiento de los tormentos. Montaigne sostiene que “todo lo que va más allá de la simple muerte es crueldad refinada”, pues la justicia nada gana con suplicios prolongados. Al contrario, los tormentos excesivos lanzan a los criminales a la desesperación y no disuaden del delito. Rechaza la ilusión de que el dolor extremo pueda educar al alma: lo que logra es envilecer tanto a quien lo sufre como a quien lo inflige.

Cita ejemplos terribles: Josefo narra cómo encontró vivos, tres días después de la crucifixión, a algunos de sus amigos judíos; Chalcondile refiere los suplicios ideados por Mahomet, que cortaba a los hombres por la cintura, dejándolos agonizar como “dos mitades vivas”; otros cronistas cuentan víctimas desolladas lentamente, rastrilladas con cardas, expuestas al hambre o incluso devoradas por sus propios camaradas. Estos horrores, que Montaigne no escatima en detallar, sirven para mostrar que la crueldad no tiene límites cuando se convierte en hábito político o militar.

Capítulo XXVIII: Cada cosa quiere su tiempo

En este capítulo Montaigne establece un paralelo entre Catón el Censor y Catón el Joven, con la intención de subrayar la grandeza moral de este último. Si bien el viejo Catón fue un hombre ilustre por sus cargos públicos y sus empresas militares, Montaigne considera que su virtud se vio empañada por defectos como la ambición y la envidia, recordando, por ejemplo, su ataque contra Escipión, cuya excelencia lo superaba. El Catón más joven, en cambio, es exaltado como modelo de pureza y vigor moral, hasta el punto de ser incomparable: su virtud resplandece sin sombra de ambición.

A partir de este contraste, Montaigne reflexiona sobre la conveniencia de los estudios y ocupaciones en la vejez. Recuerda que el viejo Catón se dedicó al griego en sus últimos años, lo que él juzga más como un signo de recaída infantil que de sabiduría, pues todas las cosas tienen su tiempo. Lo mismo aplica a ejemplos de otros: Quintilio Flaminio, censurado por rezar en plena batalla; Jenócrates, ridiculizado por aprender todavía de anciano; o Tolomeo, que se ejercitaba en las armas en edad avanzada. Montaigne apunta a que los jóvenes deben prepararse para la vida y los ancianos disfrutar lo adquirido, no reiniciar siempre desde cero. La vejez debería servir para sosegar los deseos, no para encenderlos otra vez.

Con una mirada más personal, confiesa que su propio alivio en la vejez consiste en que esta le ha apagado muchas preocupaciones: la riqueza, el trato social, la ambición, el afán de ciencia, incluso el cuidado de la salud. Vive, dice, en disposición de despedirse continuamente de lo que abandona, con un pie en la tumba y sin apegarse a esperanzas nuevas. Cita versos latinos que refuerzan esta idea de “ya he vivido, ya he cumplido mi carrera”, mostrando que para él el verdadero beneficio de la edad es la liberación de los afanes.

En este contexto aparece de nuevo Catón el Joven como ejemplo de serenidad y entereza. En el umbral de la muerte, tomó en sus manos el diálogo de Platón sobre la inmortalidad del alma, no como quien busca un auxilio desesperado, sino como quien sigue su rutina intelectual sin alterarla, del mismo modo que en otra ocasión jugó tras perder la pretura. Para Catón, morir no era más decisivo que renunciar a un cargo: ambos sucesos los afrontaba con igual indiferencia y firmeza.

Capítulo XXIX: De la virtud

Montaigne examina la distancia entre los arrebatos momentáneos del alma y la constancia habitual que exige una vida verdaderamente virtuosa. Reconoce que los seres humanos, en ocasiones, son capaces de gestos heroicos que parecen sobrepasar lo humano y acercarse a lo divino; sin embargo, esos gestos no bastan para sostener una virtud auténtica. La verdadera medida del hombre está en sus actos ordinarios, en su “traje de todos los días”, más que en los arranques pasajeros. La virtud no es un rapto, sino un hábito estable de moderación, orden y perseverancia.

Montaigne ejemplifica esta tensión con Pirrón, el filósofo escéptico, que intentó llevar su doctrina a la práctica de manera total: vivir en absoluta indiferencia ante todo. Relata cómo Pirrón mantenía sus actos inalterables incluso en situaciones absurdas, aunque a veces su propia humanidad lo traicionaba —como cuando se defendió del ataque de un perro—, lo que evidencia lo difícil que es sostener de manera constante un principio filosófico extremo. Montaigne subraya así que lo admirable no son las fantasías heroicas, sino la capacidad de integrarlas con constancia en la vida diaria.

A continuación, introduce anécdotas más cercanas y crudas: el campesino que, llevado por los celos, se mutila; el joven noble que, desesperado por fallar en el amor, se priva de sus órganos sexuales; o la mujer que, tras ser maltratada por su marido, se lanza al río. Estos ejemplos muestran hasta qué punto el furor, la pasión o la desesperación pueden arrastrar al hombre (y a la mujer) a actos radicales. Pero lo que a primera vista parece valentía o determinación no es virtud: es un arrebato momentáneo, fruto del desorden interior, muy distinto del temple sereno y constante que Montaigne busca en la virtud auténtica.

El contraste lo aporta el ejemplo de Catón el Joven, cuya vida y muerte Montaigne admira como modelo de serenidad. Catón, al borde de la muerte, leyó a Platón sobre la inmortalidad del alma sin buscar refugio ni consuelo extraordinario, sino como prolongación natural de su vida de estudio. En él no había ruptura entre el pensar y el vivir: afrontaba la pérdida de un cargo y la pérdida de la vida con la misma calma. Este temple, constante e indiferente ante los grandes cambios, es lo que Montaigne considera verdadero signo de virtud.

Montaigne combina ejemplos históricos, religiosos y anecdóticos para reflexionar sobre tres temas que le obsesionan: la virtud como constancia, la fuerza de la imaginación y la relación del hombre con la fatalidad.

Comienza evocando a los gimnosofistas, quienes se entregaban voluntariamente al fuego como culminación de su vida filosófica. No era un arrebato momentáneo, sino un acto preparado durante toda la existencia, que daba a su muerte un carácter milagroso. Montaigne subraya la diferencia entre un gesto heroico nacido de un arrebato y un acto constante, cultivado con paciencia hasta hacerse parte natural del ser. Esta muerte “filosófica” se integra a la vida misma como coronación de la virtud.

La reflexión se enlaza con el problema del fatum y la libertad humana. Montaigne resume el argumento fatalista clásico: si Dios conoce de antemano todo lo que sucederá, entonces lo que acontece es necesario. Pero introduce la respuesta de los teólogos, quienes afirman que Dios ve sin forzar, que su ciencia no impone el acontecimiento. Aquí aflora su escepticismo: reconoce que la creencia en el destino fijo ha servido a algunos para infundir valor, aunque duda de que esa fe se traduzca en acciones coherentes. Cita el caso de los beduinos, quienes, confiados en que su hora estaba escrita, marchaban casi desnudos a la guerra, considerando una cobardía armarse contra la muerte. Esta fe contrasta con la europea, retórica más que vivida.

Montaigne ilustra luego cómo las ideas, aun las más frágiles, pueden moldear la conducta. Relata el caso del joven turco que, frustrado por no acertar a una liebre con decenas de flechas ni con perros, concluyó que el animal estaba protegido por el destino. Ese razonamiento azaroso lo convirtió en convicción profunda sobre la fatalidad. Montaigne aprovecha para señalar cuán flexible y maleable es la razón humana: basta un hecho mínimo para transformar nuestras creencias más firmes.

El ensayo se adentra después en ejemplos de resoluciones extremas. El asesino del príncipe de Orange, aun viendo el fracaso de su compañero, perseveró en su plan, consciente de que corría a una muerte segura. Lo que en otros sería insensatez, en él fue firmeza animada por una pasión avasalladora. Montaigne observa que los hombres pueden hallarse poseídos por creencias o impulsos que los hacen actuar más allá de toda prudencia, movidos por la imaginación más que por la razón equilibrada.

La última parte aborda la secta de los asesinos, cuyo nombre pasó a nuestra lengua a partir de ellos. Estos hombres, convencidos de que el asesinato de un infiel les garantizaba el paraíso, se lanzaban contra enemigos poderosos sin temor a la muerte. La serenidad con que enfrentaban el suplicio muestra hasta qué punto la convicción —aunque Montaigne la considere equivocada— puede dar al ánimo humano un vigor extraordinario.

Capítulo XXX: De una criatura monstruosa

Montaigne relata un par de casos extraordinarios —el de un niño nacido con otro cuerpo unido a su pecho, y el de un hombre adulto sin órganos genitales— y los utiliza como punto de partida para reflexionar sobre lo que llamamos “monstruoso” o “contra naturaleza”.

En el primer caso describe minuciosamente a la criatura de catorce meses, que vivía y se movía normalmente aunque llevaba adherido el cuerpo incompleto de otro niño, sin cabeza y con los miembros colgando. La precisión con que Montaigne detalla el fenómeno muestra su interés por lo empírico y por la observación directa, casi como un naturalista. Incluso menciona cómo la nodriza afirmaba que el niño orinaba por ambos cuerpos, lo que indicaba vitalidad compartida. Montaigne, fiel a su costumbre de vincular hechos con reflexiones políticas, sugiere en tono irónico que un rey podría ver en esa criatura un augurio de la unión de diferentes partes bajo un mismo dominio. Sin embargo, descarta la interpretación profética recordando que solo después de los hechos se puede volver a ellos para encontrarles un sentido, como hacía Epiménides al “adivinar lo pasado”.

El segundo ejemplo, el del pastor sin órganos genitales, sirve para reforzar la idea de que lo que nos parece extraño no necesariamente es “contra naturaleza”. Este hombre, a pesar de su anomalía física, sentía deseo sexual y buscaba contacto femenino, lo que cuestiona las categorías rígidas de normalidad.

Lo que nosotros llamamos “monstruos” no lo son para Dios. En la perspectiva divina, todo responde a la infinita variedad de formas de la creación. Lo que nos parece insólito o aberrante no es más que desconocido, porque en la totalidad de la naturaleza cada forma tiene su lugar y su razón de ser. La diferencia entre “lo natural” y “lo contra natura” se reduce, en realidad, a lo común y lo inusual para nosotros. Lo que se repite deja de sorprendernos aunque ignoremos su causa; lo que nunca vimos, en cambio, nos parece portento.

Conclusión

En este conjunto de ensayos, Montaigne despliega su mirada crítica y escéptica frente a los modos humanos de conducirse en la vida: censura la inactividad y la holganza, reflexiona sobre la utilidad de las postas y los medios torcidos que pretenden alcanzar fines rectos, recuerda la grandeza romana y advierte contra los vicios de simular enfermedades. También aborda aspectos singulares de la naturaleza y la condición humana —como los pulgares o la monstruosidad de ciertas criaturas— para mostrar que todo puede ser motivo de reflexión filosófica. En su análisis moral, destaca que la cobardía engendra crueldad, que cada cosa tiene su tiempo y que la verdadera virtud no se mide por apariencias. En conjunto, estos capítulos revelan la amplitud con que Montaigne entrelaza lo cotidiano con lo trascendente, invitando a reconocer en lo pequeño y en lo extraordinario una misma lección sobre la fragilidad y complejidad del ser humano.

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