lunes, 29 de septiembre de 2025

Marie de Gournay - Agravio de Damas (1626)

En un tiempo donde la labor intelectual de la mujer quedaba relegada a la del hombre, Mari de Gournay escribe este pequeño tratado relativo al Agravio de Damas, en el contexto de una sociedad misógina y despreciable. Esta obra está dirigida a todos los hombres educados que desautorizan a las mujeres, donde se van descubriendo todas sus tretas. No encontraremos aquí una pretensión de destrucción a lo construido por el hombre, sino una petición de diálogo e igualdad. Veamos de qué va.

Referencias:

(1) Se dice que podría haber sido Pierre Chatton

AGRAVIO DE DAMAS

La obra comienza con una frase directa y polémica:

''Bienaventurado eres tú, lector, si no perteneces al sexo al que se le prohíben todos los bienes, privándole de la libertad; al que incluso se le prohíben casi todas las virtudes, alejándolo de cargos, oficios y funciones públicas''

Las únicas virtudes que se le dan a las mujeres, dice Marie de Gournay son la ignorancia, la servidumbre y la facultad de hacer el necio si ese es el juego que le place.

Tipos de adversarios contra las mujeres

El primer agravio que menciona Marie es del que ocurre en las conversaciones, y esto lo sabe de primera fuente, por su propia experiencia. De hecho, aunque las mujeres tuvieran la inteligencia o expertis de la de Carnéades, siempre habrá un hombre apoyado por la mayoría que haciedno un ligero movimiento de cabeza, una pequeña sonrisa y que con su silencio esté diciendo ''Es mujer la que habla''. 

Otros tendrán una actitud más obstinada y no aceptarán ninguna crítica por mínima que sea de parte de una mujer. 

También está el hombre que se excusa de debatir con una mujer por “no importunarla”, como si fuera un acto caballeroso y de respeto. En realidad, no lo hace porque la considera débil, y se presenta como “victorioso y cortés” al mismo tiempo. La crítica apunta a que esa actitud no es respeto, sino paternalismo.

Luego, aparece aquel que sí reconoce que una mujer puede debatir, pero aun así rehúsa enfrentarse con ella porque cree que “el decoro” no lo permite. Ese “decoro” no es más que el miedo a contrariar la opinión del vulgo, que desprecia a las mujeres en esos ámbitos. Así, termina siendo esclavo de la opinión común y no puede enorgullecerse de dominar ni al vulgo ni a las mujeres.

Después está el tipo que, aunque diga puras majaderías, se lleva el premio simplemente por ser hombre (tener barba) o por aparentar una supuesta capacidad. Esa falsa superioridad no descansa en méritos reales, sino en vicios como la adulación, la gracia superficial o el favor de personas influyentes.

Está aquel que recibe el “golpe” de una intervención femenina, pero ni siquiera tiene la capacidad de distinguirlo: no se da cuenta de que se trata de un argumento deliberado y certero. Otro, en cambio, sí lo percibe, pero para escapar de la dificultad recurre a trucos: se ríe para restar importancia, llena el espacio con palabrería vacía, distorsiona lo dicho, o exhibe pedantería lanzando frases rebuscadas que nadie le pidió. Con ello pretende ocultar su incomodidad bajo un barniz de erudición.

Se burla también de los que creen que, con “acrobacias lógicas” y artificios doctrinarios, lograrán ofuscar a su adversaria, como si bastara la apariencia brillante para derrotarla. Estos hombres se aprovechan del público, porque saben que muchos oyentes carecen de preparación para juzgar con claridad si el discurso que escuchan es una defensa débil o un triunfo real. Así, se dejan deslumbrar fácilmente por el brillo superficial de una ciencia vana, que el pedante expone como si estuviera recitando una lección académica, pero que en realidad no es más que ostentación vacía.

A muchos hombres les basta con evitar realmente el combate dialéctico para llevarse los laureles. Es decir, no necesitan probar nada con argumentos sólidos; basta con esquivar el enfrentamiento y aparentar cortesía o superioridad para cosechar tanta gloria como el esfuerzo que decidan ahorrarse.

En cuanto a la participación de las mujeres en la conversación, la autora comenta que basta decir estas pocas observaciones, porque el tema más amplio —el arte de conversar, sus virtudes y defectos— ya ha sido tratado de manera insuperable por Montaigne en sus Ensayos.

No acusa solo a los mediocres, sino también a los hombres “célebres en las letras”, los de renombre, quienes bajo “ropajes serios” incurren en el mismo prejuicio. Señala que muchos de ellos desprecian las obras escritas por mujeres sin siquiera dignarse a leerlas, lo cual revela una descalificación de origen, fundada en prejuicio y no en juicio. Al mismo tiempo, esos doctores tampoco aceptan consejos u opiniones femeninas, sin preguntarse siquiera si ellos mismos serían capaces de escribir textos suficientemente valiosos como para ser leídos por todas las mujeres.

La ironía es evidente en la frase: al leer los escritos masculinos, parece que esos doctores observan con más atención la “anatomía de su barba” que la “anatomía de sus razones”. Es decir, lo que en verdad muestran es su virilidad externa, no la solidez de su pensamiento. Así, su gesto de desprecio hacia lo femenino se transforma en un recurso práctico: como encaja con el gusto popular —esa “bestia de muchas cabezas”, sobre todo en la corte—, el menosprecio les otorga prestigio. Se da a entender que, para muchos, basta con despreciar a otros y proclamarse a sí mismos “los mejores del mundo” para adquirir fama, igual que la mujer loca de París que gritaba en las calles que era la más bella (''Venid a ver qué bella soy''), creyendo que bastaba con declararlo para serlo.

Nos cuenta la anécdota de un hombre con el que conoció y que se vanagloriaba de no hablar con ninguna mujer. Si bien se le tenía como gran escritor, la verdad es que su prosa era terrible y vergonzoza. Jamás tuvo una cualidad recomendable, en palabras de Marie de Gournay. Finalmente, dice que no quisiera hablar más de él, porque en efecto, está muerto(1).

Si tuviera que defender a las mujeres, Marie se serviría de todos los filósofos que no establecen diferencias con los sexos, en contra de aquellos que sí lo hacen, señalando distinciones universales. Dice que ya están bastante “vencidos y castigados” por su propia estupidez, porque cometen un error lógico básico: toman lo particular por lo general. Es decir, si encuentran mujeres sin talento, concluyen que todas lo son, mientras que los hombres mediocres no les impiden afirmar que el sexo masculino en conjunto es capaz.

Además, denuncia la osadía de esos críticos al despreciar el juicio de grandes personajes (antiguos y modernos) que habían reconocido el valor de las mujeres, e incluso al desdeñar lo más importante: el decreto eterno de Dios, que creó a varón y mujer al mismo tiempo y otorgó a ambos los mismos dones y favores. Para fundamentar esto, remite a su otro tratado, La igualdad de los hombres y las mujeres, donde desarrolla con más detalle el argumento teológico: que la dignidad de las mujeres está inscrita en la misma obra de la creación y en la historia sagrada.

En consecuencia, hay dos razonamientos: no se puede convertir un ejemplo individual en regla universal; y uno teológico, Dios no estableció inferioridad entre los sexos, sino igualdad en dones y favores.

Plantea la duda: ¿los hombres que desprecian a las mujeres tienen realmente méritos intelectuales propios o solo parecen vencedores porque han impuesto una “ley soberana” que confina a las mujeres a la ignorancia y les impide competir en igualdad? En otras palabras, ¿su gloria proviene de su talento o de haber mantenido a las mujeres apartadas del saber?

Luego, afirma que hay mujeres que jamás se rebajarían a la vanidad de “anular” a los hombres como estos intentan hacerlo con ellas. Pero advierte: esa misma sutileza con la que los hombres desdeñan a las mujeres sin leerlas ni escucharlas, puede volverse en su contra, porque las mujeres sí han leído y escuchado lo que ellos producen, y están en condiciones de juzgarlo.

Finalmente, remata con un refrán de autoridad: “es propio de los más ineptos vivir contentos con sus aptitudes, mirando a los demás por encima del hombro; y la ignorancia es la madre de la presunción”. Así, la autora desnuda el mecanismo psicológico de estos doctores: su desprecio hacia las mujeres no es prueba de grandeza, sino un síntoma de ignorancia y de presunción vacía.

Conclusión

Agravio de damas no es solo una defensa del talento femenino frente a los prejuicios, sino también una invitación a reflexionar sobre cómo el poder y la gloria pueden sostenerse en apariencias, silencios y exclusiones. Al mostrar que el desprecio hacia las mujeres nace más de la ignorancia y la presunción que de una verdadera superioridad, Marie de Gournay revela la fragilidad de esas jerarquías y nos recuerda que la igualdad no depende de concesiones externas, sino de reconocer la dignidad compartida en la creación y en la razón. Su voz, lejos de ser una queja aislada, se convierte en un llamado a mirar críticamente las estructuras sociales que, aún hoy, siguen repitiendo esos viejos mecanismos de exclusión.

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