Un tratado inédito hasta ahora. Por primera vez tenemos en este blog alguien que hable sobre la igualdad de hombres y mujeres. Dedicado a Ana de Austria, hija de Margarita de Austria y Felipe III de España, y esposa de Luis XIII, Marie de Gournay insta a la reina que apoye y abogue por dicha igualdad entre hombres y mujeres. Por lo tanto, lo que vamos a ver no es un tratado que enaltece a las mujeres y ataca a los hombres, sino que, como el mismo título lo señala, tiene por objeto la igualdad de condiciones entre ambos. Veamos a Marie de Gournay
TRATADO DE IGUALDAD DE HOMBRES Y MUJERES
Dedicada a la Reina de Austria
Marie de Gournay le escribe a la Reina de Austria usando la imagen del sol como símbolo. Recuerda que al padre de la reina (Felipe II) le habían puesto como divisa un sol con la frase “No hay ocaso para mí”.
Lo que dice Gournay es: esa imagen no solo servía para elogiar al rey, sino que también sirve ahora para ti, Reina. Porque así como el sol nunca se apaga y siempre ilumina, tus virtudes y tu reinado también traen luz y felicidad a tus pueblos. Dice que las virtudes de la reina (religión, caridad, castidad, amor conyugal) son como una luz que nunca tendrá ocaso, es decir, nunca se apagará. Así también, gracias a ellas, la felicidad de los franceses tampoco decaerá. le recuerda que está todavía en “el alba” (juventud) tanto en edad como en virtudes. Pero le pide que tenga la valentía de llegar al “cenit” (el punto más alto) de esas virtudes cuando alcance la madurez. Señala que ciertas virtudes vienen “de nacimiento” (por instinto noble y educación), pero que otras requieren esfuerzo y coraje. Y para un rey o reina, ese esfuerzo es aún más difícil, porque en la corte abundan los aduladores que halagan falsamente y ciegan la clarividencia.
Gournay le dice a la Reina que la única forma de alcanzar al mismo tiempo la plenitud de la edad y de las virtudes es dedicarse a la lectura de buenos libros sobre prudencia y buenas costumbres. Los textos, asegura, ayudan a elevar el espíritu y a fortalecer el juicio, de modo que los aduladores pierden poder y ya no se atreven a engañar.
Explica que los grandes príncipes no suelen recibir instrucción adecuada de quienes los rodean. A su alrededor, solo hay dos grupos: los aduladores, que son necios o malvados y nunca dicen la verdad, y los sabios o virtuosos, que sí podrían aconsejar bien, pero no se atreven a hablar por miedo. Por eso, concluye, los poderosos solo pueden aprender verdaderamente de los autores muertos, es decir, de los libros.
Insiste en que la verdadera grandeza de una reina está en la virtud. Los poderosos, aunque tengan el poder, no tienen derecho a violar las leyes o la justicia, y cuando lo hacen corren el mismo peligro que los demás, pero con más vergüenza. Para reforzar su consejo, cita la Biblia: «Toda la gloria de la hija del rey está en su interior». Así recuerda que el valor de la realeza no está en los honores externos, sino en la nobleza y la rectitud interior.
Reconoce que lo que ella hace es distinto a lo común: mientras otros escritores se acercan a los reyes con alabanzas y halagos, ella se atreve a dirigirse a la Reina con un discurso moral, casi como una predicadora. Pero pide perdón, justificando su atrevimiento en el celo y el deseo sincero de ver a Francia aclamar a su Reina como un “nuevo sol de virtudes”, repitiendo el lema: «La luz no tiene ocaso para mí».
Luego, conecta este elogio con su propia obra. Explica que le presenta a la Reina un tratado en defensa de la igualdad entre hombres y mujeres, y espera que Ana de Austria sea una prueba viva de esa tesis. Por eso es que la llama ''espejo del sexo'', pues será el ejemplo de todas las mujeres. No solo por la grandeza que ya tiene por nacimiento y matrimonio, sino por el mérito y la perfección personal que puede alcanzar a través de la lectura y la virtud.
Finalmente, añade un matiz feminista: si la Reina brilla con ese resplandor moral, no será solo su gloria individual, sino la de todas las mujeres. Es decir, su ejemplo permitirá que el “sexo femenino en su totalidad” sea reconocido en la luz de sus rayos. Con esa idea cierra la dedicatoria, firmándose como humilde y obediente súbdita.
Igualdad de los hombres y las mujeres
Gournay señala que no tiene intenciones de que las mujeres sobrepasen a los hombres en ciertos aspectos, sino que se contenta con que exista igualdad entre ellas y los hombres. De hecho, es la misma naturaleza la que siempre se opone a la superioridad y a la inferioridad. Ahora bien, existen personas que no solo quieren la preeminencia del sexo masculino sino que también quieren confinar a las mujeres a la rueca.
Al mismo tiempo, se señala que este desprecio hacia las mujeres no procede de todos los hombres, sino, más bien, de aquellos que menos dignos serían de servir de ejemplo. Son precisamente quienes, careciendo de cualidades verdaderas, intentan sostener su superioridad únicamente en el hecho de haber nacido varones. Gournay muestra cómo la sociedad ha levantado un discurso cultural misógino, que se repite como verdad indiscutible: las mujeres carecerían de dignidad, inteligencia e incluso de la constitución física necesaria para desarrollarlas. Sin embargo, esta visión no responde a la realidad, sino a una construcción interesada que refuerza el dominio masculino. La torpeza intelectual consiste precisamente en aceptar sin reflexión las opiniones heredadas, repitiendo tópicos y máximas sin fundamento. Así, los que proclaman la inferioridad femenina no hacen más que reforzar su propia ignorancia y demostrar que no poseen pensamiento crítico ni verdadero saber.
Comparación de los dos sexos
Gournay menciona ciertos perjuicios que estos hombres hacen a las mujeres:
- Consideran que la máxima excelencia que una mujer puede alcanzar es parecerse al hombre común. Gournay dice en tono irónico que estos hombres se creen más fuertes que Hércules que tan solo derroto a doce monstruos, pues ellos derrotan a todo el mundo con sus palabras.
- Se acusa que no sobresalen por su propia fuerza, sino a costa de la debilidad ajena. Su desfachatez consiste en humillar a las mujeres para darse brillo a sí mismos.
Tanto Sócrates como Platón consideraban que la mujer tenía las mismas facultades y funciones en todas las repúblicas. Sostienen incluso que los hombres han superado muchas veces a todos los hombres de la patria a la que pertenecen. Las mujeres han inventado las bellas artes y la escritura latina, han enseñado magistralmente en las grandes ciudades del continente; por ejemplo, Hipatia de Alejandría. Filósofa, matemática y astrónoma del siglo IV-V d.C., enseñó en una de las ciudades más prestigiosas del mundo antiguo y alcanzó un lugar de honor entre las figuras intelectuales de su tiempo. Su presencia sirve como prueba contundente de que una mujer podía ejercer el magisterio con igual —o mayor— autoridad que los hombres en las disciplinas más elevadas.
Sócrates, pese a que en el Simposio de Jenofonte deja entrever expresiones poco favorables hacia la prudencia femenina, lo hace en un contexto en que las mujeres habían sido educadas en la ignorancia y apartadas de la vida pública. Por eso, las críticas deben leerse como observaciones generales sobre su falta de instrucción, más que como un juicio esencial. Incluso en el peor de los casos, cuando parecen despectivas, esas palabras abren la puerta a las excepciones frecuentes que desmienten la regla, y que los “charlatanes” misóginos son incapaces de reconocer.
Se menciona a Temistoclea, sacerdotisa de Delfos y reconocida como maestra de Pitágoras en materias morales y religiosas. Esta figura, a veces descrita como hermana del filósofo, representa la transmisión de un saber espiritual y filosófico proveniente de una mujer. A ella se suma Téano, la esposa de Pitágoras, de quien se afirma que enseñaba filosofía con la misma autoridad que su marido y que incluso tuvo como discípulo a su propio hermano, lo cual enfatiza su rango y reconocimiento.
El legado pitagórico se prolonga en la hija de ambos, Damo. Fue ella quien recibió de su padre los Comentarios y doctrinas, custodiando así la herencia filosófica con la seriedad y el rigor que caracterizaban la vida del maestro. La mención de Damo busca subrayar que la continuidad del pensamiento pitagórico no se debió únicamente a una línea masculina de transmisión, sino que descansó en las manos de una mujer.
Platón, en su Banquete, hace hablar a Diotima de Mantinea, sacerdotisa y filósofa, como maestra de Sócrates en los misterios del amor y de la belleza. Así, se presenta a Diotima como preceptora de uno de los más grandes filósofos de la Antigüedad, y a través de ella, como guía indirecta de toda la filosofía occidental.
Se rechaza la idea de que Atenas, “reina de las ciencias”, careciera de ejemplos femeninos. Se cita a Arete de Cirene, hija de Aristipo, discípulo de Sócrates y fundador de la escuela cirenaica. Tras la muerte de su padre, Arete asumió la cátedra pública en la ciudad y llegó a tener 110 discípulos, lo que revela una posición de enorme autoridad. No solo enseñó, sino que también escribió con excelencia, tanto que los griegos la honraron con un elogio memorable: “Tuvo la pluma de su padre, el alma de Sócrates y la lengua de Homero.”
También se menciona a Aspasia de Mileto, compañera de Pericles, reconocida en la tradición por su inteligencia y su dominio de la retórica. Platón la introduce como maestra de Sócrates en el diálogo Menéxeno, atribuyéndole la enseñanza de artes oratorias y políticas. El recurso es claro: si Sócrates, maestro universal y fuente de sabiduría, admite haber aprendido de mujeres, ¿cómo podrían negarse sus capacidades a nivel general?
Sin ir más lejos, la figura de Safo de Lesbos es otra importante, pues cómo es que la isla de Lesbos lleve ese nombre solamente por ella, además de estar como figura en las monedas de Holanda. Corina que venció a Píndaro en una competencia pública de poesía. Erina que escribió un lamento de 300 versos en hexámetros que se equipara perfectamente con los versos de Homero. El mismo Alejandro no sabía si decidirse por estimar más a Homero por la muerte de Aquiles, o de apreciar de tener la suerte del poeta por tener como rival a Erina.
Sagradas escrituras
Dice que no se detendría en casos particulares de mujeres heroicas, porque podrían interpretarse como simples excepciones fruto de un carácter extraordinario, en lugar de pruebas del mérito del sexo femenino en general. Prefiere evitar que se confundan hechos singulares con casualidades individuales.
Sin embargo, hace una excepción con el ejemplo de Judit (del Antiguo Testamento). Ella, siendo joven y mujer, tomó la iniciativa en un momento en que los hombres estaban acobardados y sin valor, y con gran riesgo logró la salvación de su pueblo. Para Gournay, esto no puede verse solo como una hazaña personal, sino como un favor divino concedido al sexo femenino, un signo de gracia especial de Dios hacia las mujeres.
La Reina de Saba, que viajó a Jerusalén para poner a prueba y reconocer la sabiduría de Salomón. Se subraya que, a pesar de la distancia de mares y tierras, nadie lo conoció mejor que ella, y se sugiere incluso que lo comprendía por una suerte de equivalencia entre su sabiduría y la de él. Es decir, su capacidad intelectual se encontraba en el mismo nivel, o muy cercano, al del rey más sabio de Israel.
Recuerda el caso de María Magdalena. Señala que fue la única persona a la que Cristo dedicó las palabras: «En todo lugar donde se predique el Evangelio, se hablará de ti». Esto convierte a Magdalena en un testimonio permanente del Evangelio, y en una figura central de la transmisión de la fe.
Después resalta que Jesucristo confió a las mujeres el anuncio de su Resurrección antes que a los hombres. Según san Jerónimo, ellas fueron “apóstolas entre los apóstoles”. El ejemplo más claro es cuando Jesús manda a María Magdalena a llevar la noticia a Pedro y a los demás discípulos: un encargo directo, una verdadera misión apostólica.
Gournay compara este privilegio con otros momentos de la vida de Cristo: en su nacimiento, Dios reveló la buena nueva a una mujer (Ana, hija de Fanuel, que lo reconoció en el templo) y a un hombre (Simeón). Más aún, incluso antes, se lo había revelado a Isabel, madre de Juan el Bautista, cuando este saltó en su vientre ante la visita de María. Además, recuerda que las sibilas, figuras femeninas del mundo pagano, fueron las únicas gentiles que profetizaron la venida de Cristo, lo que da un valor especial al sexo femenino.
Rechaza la idea de atribuirle un sexo a Dios. Señala que, aunque en la gramática el nombre se declina en masculino, esto no significa que haya que elegir al hombre por encima de la mujer como sexo privilegiado en la Encarnación. Afirmar lo contrario sería una torpeza filosófica y teológica.
Después, aborda el tema de la Encarnación: si alguien quisiera ver un privilegio masculino en el hecho de que Jesucristo naciera varón, ese privilegio queda compensado y superado por la concepción virginal de María, porque fue en el cuerpo de una mujer donde se realizó ese misterio. Resalta que María es el único ser humano considerado perfecto desde la Caída de Adán y Eva, y que su Asunción la hace única entre todas las criaturas.
Finalmente, lanza un argumento sorprendente: se podría incluso decir que el privilegio de María excede al de Jesucristo en un aspecto. Cristo no necesitaba del sexo para llevar a cabo su misión —pasión, resurrección y redención—, mientras que en el caso de María, su misión (la maternidad divina) sí depende de su condición de mujer. En otras palabras, la función de María como madre del Hijo de Dios le otorga un privilegio intransferible al sexo femenino.
Roma
Por un lado, Plutarco, en su opúsculo Virtudes de mujeres, sostiene que la virtud no cambia de naturaleza según el sexo: la virtud del hombre y la de la mujer son esencialmente la misma. Esta afirmación derriba de raíz la idea de que las mujeres tengan una virtud de “segunda categoría” o distinta por naturaleza, pues coloca a ambos sexos en un plano común de excelencia moral.
Por otro lado, Séneca, en sus Consolaciones, declara que la naturaleza no ha tratado con ingratitud a las mujeres ni ha restringido sus capacidades intelectuales o morales. Al contrario, las ha dotado con igual vigor y con facultades semejantes a las de los hombres para cualquier obra honesta y loable. Aquí, el estoico defiende que no hay una diferencia esencial en la capacidad de obrar con virtud, lo que refuerza la idea de que la supuesta inferioridad femenina no es natural, sino cultural y circunstancial.
Cicerón, llamado “príncipe de los oradores”, sirve de punto de partida. La narración recuerda la elocuencia de Cornelia, madre de los Gracos, célebre por la claridad de su palabra y la fuerza de sus discursos. También se menciona a Lelia, hija de Cayo Lelio —a quien el texto confunde con Sila—, cuya capacidad retórica fue reconocida en Roma. Estas mujeres son situadas en el mismo nivel de grandeza que los grandes oradores masculinos de la República.
El elogio se amplía al testimonio de Quintiliano, maestro de retórica en el siglo I d.C., quien no dejó de celebrar la virtud de la elocuencia femenina. La hija de Lelio y la hija de Hortensio se convierten así en modelos incluidos en un repertorio pedagógico de prestigio, lo que legitima que las mujeres pudieran ser consideradas ejemplos en la enseñanza del arte de hablar.
Patrística
Teodoreto de Ciro, un teólogo y obispo del siglo V, conocido por su obra Oración de la fe y por sus escritos contra herejías. La autora señala que en ese texto Teodoreto muestra de buen grado una opinión favorable hacia las mujeres, pues su juicio resultaba “muy plausible”. Es decir, incluso en el ámbito patrístico, donde muchas veces predominaba la visión restrictiva del rol femenino, se encuentran voces que reconocen dignidad y valor al sexo femenino.
Máximo de Tiro, un filósofo del siglo II, quien en sus disertaciones estableció una comparación entre el amor socrático y el de Safo, la gran poeta lírica de Lesbos. La referencia tiene por objeto mostrar que incluso en el terreno del amor filosófico y poético se reconoció la altura de una mujer como Safo, situándola a la par de Sócrates en cuanto a método y profundidad.
Renacimiento
Aludiendo a Tycho Brahe, el astrónomo danés famoso por haber observado la “nueva estrella” de 1572. Se propone que, de haber vivido en aquella época, Brahe habría celebrado con igual entusiasmo la aparición de otro “astro”: Anna Maria van Schurman, erudita holandesa del siglo XVII. Se destaca que esta doncella rivalizaba con las damas de la Antigüedad en elocuencia y poesía, y que poseía un dominio excepcional del latín, además de las lenguas antiguas y modernas y todas las artes liberales. Se la presenta así como un prodigio moderno que confirma la continuidad de la grandeza femenina.
Se invoca a Montaigne, presentado como “el tercer caudillo del triunvirato de la sabiduría y de la moral humana”, junto a Sócrates y Séneca. En sus Ensayos, Montaigne reconoce —aunque con cierta vacilación— que pocas veces se encuentra con mujeres dignas de mandar a los hombres. La autora interpreta estas palabras como una forma indirecta de poner a las mujeres en pie de igualdad con los varones, al admitir que existen casos singulares de excelencia femenina. Además, Gournay sugiere que esta restricción se explica menos por una diferencia natural que por la deficiente educación que se da a las mujeres.
Montaigne, de hecho, también alega en favor de las mujeres en otro lugar de sus Ensayos, citando tanto a Platón, que en su República confiere a las mujeres iguales derechos y funciones que a los hombres, como a Antístenes, discípulo de Sócrates, quien negó toda diferencia en talento y virtud entre ambos sexos. Esta combinación de autoridades refuerza el argumento de que la igualdad femenina no solo fue reconocida, sino defendida dentro del mismo horizonte socrático.
En general, con personajes de su época, menciona Erasmo de Roterdam, Giovanni Bocaccio, Angelo Polizziano, todos ellos se oponen a quienes desprecian el sexo femenino.
Ley Sálica
En primer lugar, señala que la Ley Sálica, que excluye a las mujeres de heredar la corona, es una particularidad exclusiva de Francia. No es una regla universal, ni siquiera en toda Europa, sino un principio creado solo allí.
En segundo lugar, cuenta un origen legendario: dice que la norma fue inventada en tiempos de Faramundo (rey mítico de los francos). Su propósito no fue por desprecio a las mujeres, sino por razones de guerra: se consideraba que, debido al embarazo y a la crianza, las mujeres tenían un cuerpo menos adecuado para portar armas. La exclusión, entonces, habría sido práctica y militar, más que natural o jurídica.
Después introduce un contraargumento histórico: recuerda que, junto a los pares de Francia (los grandes señores que actuaban como consejeros y jueces del rey), existieron también damas paresas. Estas mujeres tenían mando, privilegios y voz deliberativa igual que los hombres pares. Cita como fuentes a François Hotman (jurista del siglo XVI), a Tillet (autor de la Histoire du roy), y a Matthieu, para respaldar su afirmación.
Recuerda el ejemplo de los lacedemonios (espartanos), descritos por Plutarco como un pueblo valiente que consultaba con sus mujeres tanto los asuntos públicos como los privados. Esto muestra que en sociedades consideradas fuertes y guerreras, las mujeres tenían un papel relevante en la toma de decisiones.
Luego menciona a otros autores de la tradición clásica y humanista que confirman la importancia y la influencia de las mujeres en la vida política y social: Pausanias, Suidas, Fulgosio y Diógenes Laercio. Todos ellos, dice Gournay, ofrecen testimonios que respaldan sus afirmaciones.
Añade que incluso obras de referencia moral y política como el Teatro de la vida humana o el Reloj de príncipes pueden ser citados como apoyo. Estas obras, al reunir ejemplos históricos y máximas de conducta, proporcionan material que confirma que las mujeres no han estado siempre apartadas del poder ni de la deliberación.
En Francia existió la institución de las regencias: cuando un rey moría dejando un heredero menor de edad, la madre (la reina viuda) gobernaba en su lugar. Señala que gracias a esa práctica Francia se salvó muchas veces del desastre, porque sin las regentes el Estado habría quedado a la deriva. Con esto muestra que, de hecho, las mujeres sí gobernaron con eficacia en momentos cruciales.
Después cita a Tácito: los pueblos germanos, famosos por su fuerza y belicosidad, daban la dote a sus mujeres (y no al revés) y en algunos casos incluso eran gobernados exclusivamente por ellas. Asimismo, recuerda el ejemplo literario de Dido, en la Eneida, cuando recibe la corona y el cetro de Ilión: según los escoliastas, esto se debía a que en la Antigüedad las hijas primogénitas podían reinar en las casas reales.
Gournay añade otros ejemplos: los galos antiguos y los cartagineses tampoco despreciaban a las mujeres. Cuando los galos se unieron al ejército de Aníbal para atravesar los Alpes, confiaron a las mujeres galas el arbitraje de sus disputas. Para Gournay, estos casos históricos muestran que la exclusión de las mujeres no es universal, sino una usurpación particular de algunos pueblos.
Si los hombres privan a las mujeres de dignidades y derechos, lo hacen por superioridad de fuerza física, no por mayor valor espiritual o moral. Y esa fuerza física es, en realidad, una virtud baja, propia de las bestias, que superan con creces al hombre en ese aspecto. La verdadera nobleza está en cualidades como la equidad, la integridad, la sabiduría o la prudencia, que no son patrimonio exclusivo de los varones.
La igualdad de los sexos
Afirma que el animal-humano no es ni hombre ni mujer en cuanto a su esencia. Los sexos no determinan especies distintas, sino que fueron creados únicamente para la procreación. La verdadera forma distintiva del ser humano es el alma racional, compartida por ambos.
Con un toque de humor, dice que entre hombre y mujer la diferencia es tan mínima como entre un gato y una gata, recordando un “cuodlibeto” (disputa académica) donde se decía que “no hay nada más parecido a un gato sobre una ventana, que una gata”. Es una forma de relativizar la diferencia sexual.
Después sostiene que hombre y mujer son uno solo: si se quisiera decir que uno es “más que” el otro, habría que concluir también que el otro es “más que” el primero, porque se complementan hasta el punto de formar una unidad. Recurre a la Biblia para fundamentarlo: en la creación, Dios hizo al hombre como varón y mujer, los dos contando como una sola entidad.
Incluso cita a Jesucristo: aunque es llamado Hijo del hombre, nació solo de mujer (la Virgen María), lo cual prueba que la humanidad está representada por ambos sexos en unidad.
Apela a la autoridad de San Basilio, quien en su Hexamerón afirma que la virtud del hombre y de la mujer es la misma, porque Dios los creó con igual dignidad y honor. De allí concluye Gournay que, si la naturaleza y la creación son las mismas, también lo son las acciones, y por lo tanto la estima y la recompensa deben ser iguales para ambos cuando sus obras son iguales.
Conclusión
El Tratado de la igualdad de hombres y mujeres de Marie de Gournay, dedicado a Ana de Austria, combina elogio cortesano y argumento filosófico-teológico para defender la dignidad femenina. A través de símbolos como el sol, ejemplos de la Antigüedad, la Biblia y la patrística, Gournay demuestra que la inferioridad de la mujer es una construcción cultural sin fundamento natural ni divino. Afirma que la verdadera grandeza está en la virtud y la razón, comunes a ambos sexos, y que negar a las mujeres igualdad en dignidad, educación y méritos sería no solo injusto, sino también contrario a la fe cristiana. Su escrito se erige así en una defensa temprana y valiente del feminismo, en la que la reina es presentada como modelo y espejo de todas las mujeres.
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