La historia de Enrique III de Francia es la de un rey atrapado en medio de una tormenta política y religiosa que sacudió a toda Europa. Educado entre lujos y ceremonias, pasó de ser rey electo de Polonia a ocupar el trono francés en un país desgarrado por las Guerras de Religión. Su reinado estuvo marcado por conspiraciones cortesanas, la sangrienta rivalidad con los Guisa y la feroz “Guerra de los Tres Enriques”. Rodeado de esplendor y decadencia, sus “mignons” simbolizaron tanto la delicadeza de su corte como las críticas a su autoridad. Su asesinato a manos de un fraile fanático no solo puso fin a la dinastía Valois, sino que abrió el camino a la dinastía Borbón y a una nueva etapa en la historia de Francia.
ENRIQUE III DE FRANCIA
Ascendencia
Los Capetos y los Valois
Los Capetos fueron una de las casas reales más duraderas e influyentes de Europa, y su historia está íntimamente ligada a la evolución de la monarquía francesa.
Su origen se remonta a Hugo Capeto, duque de los francos, que en el año 987 fue elegido rey tras la desaparición de la dinastía carolingia en la línea directa. Desde entonces, sus descendientes consolidaron el trono durante más de tres siglos, hasta 1328. A diferencia de otras monarquías europeas fragmentadas por herencias compartidas, los Capetos establecieron la regla de la sucesión por primogenitura masculina, lo que dio estabilidad al reino y fortaleció la figura del rey como autoridad suprema.
Al inicio, los Capetos gobernaban solo un pequeño dominio real en torno a París y Orleans. Sin embargo, con el tiempo ampliaron su poder mediante conquistas, anexiones y hábiles alianzas matrimoniales. De este modo, pasaron de ser reyes con un poder limitado a convertirse en los arquitectos de un Estado centralizado que sirvió de base a la Francia moderna.
Con la muerte de Carlos IV en 1328, la línea directa de los Capetos se extinguió, pero la dinastía continuó a través de ramas colaterales. La primera fue la de los Valois, que reinaron entre 1328 y 1589, época a la que perteneció Enrique III, último de su estirpe. Posteriormente, tras su asesinato y la falta de herederos, el trono pasó a los Borbones, otra rama capeta, cuyo primer monarca fue Enrique IV de Navarra, iniciando una nueva etapa de la monarquía francesa.
La importancia de los Capetos radica en que su legado no se limita a Francia: sus ramas se expandieron a reinos como Navarra, España, Portugal, Hungría y Polonia. En la historia francesa, simbolizan la continuidad, la legitimidad y la estabilidad dinástica, siendo el hilo conductor que une a Hugo Capeto con los Valois y, más tarde, con los Borbones.
La dinastía capeta directa había gobernado Francia desde Hugo Capeto (987) hasta Carlos IV el Hermoso (1328). Este último murió sin dejar herederos varones, y según la ley sálica —principio que prohibía la sucesión femenina en el trono de Francia—, tampoco podía heredar su hija. En ese momento surgieron varias candidaturas.
Por un lado, Eduardo III de Inglaterra, nieto de Felipe IV el Hermoso por vía materna, reclamó la corona francesa. Sin embargo, los pares del reino rechazaron su pretensión, aplicando la ley sálica estrictamente: el trono no podía transmitirse por línea femenina.
La corona fue entregada entonces a Felipe de Valois, primo de Carlos IV e hijo de Carlos de Valois, hermano menor de Felipe IV el Hermoso. Felipe ascendió al trono como Felipe VI de Valois (1328–1350), inaugurando así la rama de los Valois, que era una rama colateral de la casa capeta.
Este cambio dinástico no fue pacífico. La pretensión de Eduardo III de Inglaterra desencadenó el largo conflicto conocido como la Guerra de los Cien Años (1337–1453), en el que Inglaterra y Francia se enfrentaron durante generaciones.
Línea paterna
El abuelo de Enrique III fue Francisco I de Francia, figura de enorme relevancia en la historia europea. Francisco I encarnó el espíritu del Renacimiento francés: amante de las artes, protector de humanistas y mecenas de artistas como Leonardo da Vinci, su reinado transformó la corte en un centro cultural de primer orden. En el plano político, fue rival constante de Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico, con quien disputó el control de Italia en sangrientas guerras. Bajo su gobierno se reforzó la monarquía y se expandió la influencia de Francia en Europa, pero también comenzaron las tensiones con los reformados, que marcarían las décadas siguientes.
La abuela paterna de Enrique III fue Claudia de Francia, hija del rey Luis XII y de Ana de Bretaña. Su matrimonio con Francisco I aseguró la unión definitiva del ducado de Bretaña a la corona francesa, un hecho fundamental para la consolidación territorial del reino. Aunque murió joven, su herencia dinástica consolidó el poder de los Valois y garantizó que sus hijos, incluido Enrique II, gozaran de legitimidad tanto en Francia como en Bretaña.
Enrique II, padre de Enrique III, fue un monarca marcado por la continuidad de las guerras contra España y por la represión del protestantismo en el reino. Su personalidad enérgica y autoritaria dio al joven Enrique un modelo de realeza fuerte, aunque también dejó como herencia una Francia profundamente dividida en lo religioso. Su trágica muerte en un torneo, tras ser herido en el ojo por una lanza, no solo fue un episodio impactante, sino también el inicio de una serie de reinados breves e inestables que desembocarían en la crisis final de los Valois.
Línea materna
El abuelo materno de Enrique III fue Lorenzo II de Médici, duque de Urbino (1492–1519). Aunque murió joven, dejó un legado significativo: era hijo de Lorenzo el Magnífico y heredero de una familia que había convertido a Florencia en cuna del arte, la política y el pensamiento renacentista. Su linaje aportó a Enrique III un vínculo directo con la tradición humanista italiana.
La abuela materna fue Magdalena de la Tour de Auvernia (1498–1519), noble francesa de una de las casas más prestigiosas del reino. Su matrimonio con Lorenzo II unió la riqueza y poder de los Médici con la nobleza francesa, y de esta unión nació Catalina de Médici, madre de Enrique III.
Catalina de Médici (1519–1589), fue reina consorte de Francia y luego reina madre de tres reyes: Francisco II, Carlos IX y el propio Enrique III. Catalina encarnó la mezcla de astucia florentina y ambición política. Tras la muerte de su esposo Enrique II, se convirtió en la figura central de la monarquía, desplegando una diplomacia incansable en medio de las Guerras de Religión. Aunque intentó mediar entre católicos y protestantes, su nombre quedó ligado a la Matanza de San Bartolomé (1572), que marcó de manera sangrienta la historia de Francia.
Infancia
Nombre
Como príncipe nacido en 1551, hijo del rey Enrique II de Francia y de Catalina de Médici, Enrique formaba parte de esta casa gobernante. Era habitual que los miembros de la familia real fueran conocidos por el nombre propio seguido de la denominación dinástica. Por eso, antes de ser coronado, era llamado Enrique de Valois, al igual que sus hermanos podían ser designados “Carlos de Valois” o “Francisco de Valois”.
El apellido dinástico proviene del condado de Valois, una región al norte de Francia (en torno a la actual zona de Crépy-en-Valois), de la cual descendía una rama secundaria de los Capetos. Los Capetos fueron una de las dinastías más importantes de la historia de Francia y de Europa. La casa Capeta toma su nombre de Hugo Capeto (940–996), duque de los francos, quien fue elegido rey de los francos en el año 987, tras la extinción de la dinastía carolingia en la línea directa. Su coronación marca el inicio de la dinastía capeta, que gobernaría Francia de manera ininterrumpida hasta 1328, y que luego continuaría a través de sus ramas secundarias, como los Valois y los Borbones.
La infancia de Enrique III de Francia transcurrió en un entorno cargado de esplendor cortesano, tensiones políticas y conflictos religiosos, factores que marcaron profundamente su carácter.
Nació en Fontainebleau el 19 de septiembre de 1551, en pleno apogeo del reinado de su padre, Enrique II de Francia, y bajo la protección de su madre, Catalina de Médici, que tuvo un papel decisivo en su educación. Desde muy pequeño, Enrique fue destinado a la vida política: recibió títulos como duque de Angulema, de Orléans y de Anjou, lo que lo situaba en una posición central dentro de la sucesión real.
Su infancia coincidió con un ambiente de inestabilidad religiosa, pues Francia comenzaba a dividirse violentamente entre católicos y protestantes (hugonotes). Este clima lo acercó desde temprana edad al poder y a la necesidad de equilibrar facciones enfrentadas, una tarea que se convertiría en el gran desafío de su reinado.
En el aspecto personal, Enrique se destacó desde niño por su inteligencia, refinamiento y sensibilidad, cualidades que lo diferenciaban de algunos de sus hermanos. Se decía que era el hijo predilecto de su madre, con quien compartió una relación de gran cercanía. Catalina de Médici supervisó directamente su educación, inculcándole habilidades diplomáticas, gusto por las artes y una visión política marcada por la astucia.
Los hijos de Enrique II y Catalina de Médici crecieron juntos en los palacios reales —Fontainebleau, Saint-Germain-en-Laye y el Louvre— bajo la estricta vigilancia de su madre. Compartían tutores, juegos y una formación profundamente influida por el humanismo renacentista. Sin embargo, desde pequeños quedó claro que no eran solo una familia: eran una dinastía destinada a gobernar. Cada hijo recibió títulos, territorios y responsabilidades que los diferenciaban, generando desde la infancia una cierta rivalidad.
Enrique, como cuarto hijo varón, no estaba destinado de inmediato al trono, lo que le dio más libertad en su niñez, pero también lo obligó a buscar un lugar propio en la corte. Su hermano mayor, Francisco II, fue rey muy joven y Enrique creció viéndolo como un referente, aunque su reinado breve no le permitió un vínculo político fuerte. Con Carlos IX, en cambio, compartió no solo la infancia sino también la experiencia de formarse bajo el peso de Catalina. Se convirtieron en compañeros de juegos y luego en aliados en las primeras campañas contra los hugonotes.
Las relaciones con sus hermanos menores, como el duque de Alençon (Francisco de Valois), se tornaron más tensas incluso desde la infancia, pues mientras Enrique gozaba de la evidente preferencia de su madre, Francisco se sintió relegado. Con sus hermanas, como Margarita de Valois, Enrique compartió la formación cortesana y el refinamiento cultural, forjando una relación más cercana, aunque también condicionada por los matrimonios políticos que Catalina disponía para ellas.
Vida personal
Por un lado, era un hombre refinado, culto y profundamente sensible. Desde joven mostró inclinación por la literatura, la música y el debate intelectual, fruto de su formación humanista con preceptores como Jacques Amyot. Tenía gusto por la estética y el ceremonial, cuidaba su imagen con esmero y cultivaba un estilo cortesano elegante que impresionaba en la Europa del Renacimiento.
Por otro lado, su carácter era también melancólico, inestable y ambiguo. Sus enemigos lo describieron como afeminado y frívolo, debido al lujo de su corte, la cercanía a sus “mignons” y su devoción excesivamente teatral. En la política, a menudo se le acusó de indeciso, de oscilar entre concesiones a los hugonotes y sometimiento a la Liga Católica. Esa falta de firmeza le valió el desprecio de muchos nobles, que lo vieron como incapaz de imponer la autoridad real.
El término “mignon” significa literalmente “querido” o “favorito”. Enrique III, que tenía un carácter refinado y se inclinaba hacia la vida cortesana, se rodeaba de un círculo de jóvenes nobles que lo acompañaban en su vida cotidiana, en ceremonias, diversiones y hasta en procesiones religiosas. Estos mignons eran conocidos por su elegancia, sus trajes extravagantes, peinados sofisticados, perfumes y joyas, lo que los hacía muy llamativos en comparación con los nobles más tradicionales.
Los mignons representaban para Enrique III algo más que simples acompañantes: eran símbolo de su estilo personal de realeza, centrado en el lujo, el ceremonial y la estética. El rey los distinguía con cargos, pensiones y favores, lo que despertaba la envidia y el resentimiento de otros nobles. Además, su cercanía dio pie a rumores maliciosos: muchos contemporáneos insinuaron que la relación del rey con ellos tenía un carácter erótico, aunque lo cierto es que esas acusaciones probablemente nacieron del escándalo que causaba su manera de vestir y comportarse.
La figura de los mignons se convirtió en blanco de burlas y ataques. Los adversarios del rey los veían como un símbolo de decadencia, afeminamiento y debilidad de la monarquía. Hubo incluso enfrentamientos sangrientos entre ellos y otros nobles, como el famoso duelo de los mignons de 1578, en el que varios murieron, lo que escandalizó a París.
También tenía un fuerte componente de religiosidad obsesiva. Hacia el final de su vida, participaba en procesiones de penitentes, se flagelaba en público y organizaba ceremonias de expiación. Este rasgo fue interpretado como signo de sinceridad espiritual por algunos, pero como un exceso teatral por la mayoría de sus súbditos, que lo consideraban un sustituto de la acción efectiva.
En lo íntimo, Enrique III era apasionado y emotivo. Su amor frustrado por María de Clèves lo marcó profundamente, y tras su muerte mostró una vulnerabilidad poco común en los monarcas de su tiempo. Esta mezcla de sensibilidad personal y rigidez religiosa lo hacía a la vez humano y distante.
Vida Política
Fue nombrado duque de Angulema desde su nacimiento en 1551. Este era un título tradicionalmente concedido a los hijos menores de los reyes de Francia, y en su caso fue el primero que recibió, como correspondía a su condición de príncipe de la casa Valois.
El ducado de Angulema lo tuvo solo durante su primera infancia.
Reinado de su padre
La corte en que creció estaba llena de lujo renacentista y de intrigas palaciegas. El contacto con el humanismo, el arte y la cultura italiana, traídos por su madre desde Florencia, influyó en su estilo y en el ambiente que más tarde impondría en su propio reinado. Sin embargo, también fue testigo de la tragedia: en 1559, cuando tenía apenas ocho años, su padre murió en el torneo en París, lo que dejó a su madre como eje central de la política y a sus hijos en un escenario de poder compartido e incierto. El rey falleció dejando el trono a su hijo mayor, Francisco II, que apenas tenía 15 años.
Francisco II
Francisco II reinó poco más de un año (1559–1560). Era un rey joven, débil de salud y muy influenciado por su esposa, María Estuardo de Escocia, y por la familia Guisa, lo que provocó tensiones con otras facciones de la nobleza francesa. Su breve reinado coincidió con los primeros estallidos de las Guerras de Religión. Tras morir en diciembre de 1560, sin herederos, la corona pasó a su hermano menor, Carlos IX, que contaba solo con 10 años.
En ese momento, Enrique de Valois sería nombrado duque de Orléans, tomando así la posición de su hermano. Tenía entonces 9 años, y el nombramiento lo situaba en la jerarquía de los príncipes de sangre, dándole un lugar visible en la corte y en ceremonias oficiales.
Carlos IX
Debido a su edad, se estableció una regencia en manos de su madre, Catalina de Médici, quien se convirtió en la figura dominante del reino. Catalina intentó mediar entre católicos y hugonotes, aunque su política de equilibrio fue cuestionada por ambos bandos. En 1563, al cumplir los 13 años, Carlos IX fue declarado mayor de edad y asumió formalmente el gobierno, pero en la práctica su madre siguió controlando las decisiones más importantes.
Catalina se convirtió en la figura central de la familia y la política francesa, y pronto confió la formación de Enrique a dos preceptores célebres por su humanismo: Jacques Amyot, traductor de Plutarco, y François de Carnavalet. De ellos heredó el gusto por la literatura, el amor por el debate intelectual y una sensibilidad refinada que marcaría su personalidad y su estilo de gobierno.
Ya desde muy joven asumió funciones propias de un príncipe. En 1560, con solo nueve años, acompañó a su hermano Carlos IX en los Estados Generales, sentándose junto al trono como símbolo de la continuidad dinástica. Más tarde participó en el gran viaje real por Francia y, en 1565, fue enviado a España para traer de regreso a su hermana Isabel, reina consorte de Felipe II. Estas experiencias lo habituaron desde temprano a la vida política y a la diplomacia internacional.
Duque de Anjou
En 1566, fue investido como duque de Anjou, dignidad de mayor peso y prestigio que le otorgaba un rango político superior. Convertirse en duque de Anjou significaba proyectarse como un verdadero príncipe de Estado, capaz de sentarse en el consejo real, recibir copias de los despachos de gobierno y, sobre todo, asumir funciones militares. Bajo este título, Enrique se convirtió en teniente general del reino y jefe nominal de los ejércitos reales, lo que le permitió brillar en las Guerras de Religión con victorias como las de Jarnac y Moncontour.
En 1568, Enrique de Valois, ya como duque de Anjou, estaba en plena adolescencia —con 17 años— y su papel político y militar se consolidaba rápidamente en el marco de las Guerras de Religión.
Época de Guerras
Ese año, tras su nombramiento en 1567 como teniente general del reino, Enrique asumió formalmente la jefatura nominal de los ejércitos reales. En la práctica, la conducción militar recaía en comandantes experimentados como Gaspard de Saulx-Tavannes, pero Enrique comenzaba a ser visto como el joven príncipe católico que encarnaba la lucha contra los hugonotes. Su presencia en los consejos de guerra y en la corte lo situaba como pieza central de la estrategia de su madre, Catalina de Médici, que lo perfilaba como el defensor de la monarquía y, en caso necesario, como sucesor natural de su hermano, el rey Carlos IX.
En 1568 se reinició la Tercera Guerra de Religión, tras el fracaso de la paz de Longjumeau. Enrique participó de manera activa en esta nueva etapa del conflicto, acompañando a las tropas reales en las campañas contra los protestantes. Fue un momento clave para su prestigio, pues su figura empezó a vincularse estrechamente con la defensa de la causa católica. Además, en este período se reforzó su cercanía con la poderosa familia Guisa, que lo apoyaba como líder militar y político frente a los hugonotes y frente a otros príncipes de sangre, como el príncipe de Condé, que se había convertido en su rival abierto.
La guerra se intensificó después de que los hugonotes se reorganizaran bajo el mando del príncipe de Condé y el almirante Coligny. Enrique, acompañado por su madre Catalina de Médici y asesorado por Gaspard de Saulx-Tavannes, participó directamente en las campañas. Su momento de gloria llegó en la batalla de Jarnac (13 de marzo de 1569), donde las tropas católicas derrotaron a los protestantes. Durante esa batalla, el príncipe de Condé fue asesinado tras rendirse, lo que supuso un duro golpe para la causa hugonote. Enrique permitió que su cadáver fuera expuesto de manera humillante, un gesto que lo proyectó como enemigo feroz del protestantismo pero que también sembró resentimiento en la familia Borbón-Condé.
Ese mismo año, en octubre de 1569, Enrique volvió a destacar en la batalla de Moncontour, otra victoria decisiva para las fuerzas católicas. Estas campañas consolidaron su fama como joven general victorioso, aumentando su prestigio en la corte y en toda Europa. Sin embargo, también empezaron a tensar su relación con su hermano, el rey Carlos IX, que veía con recelo la popularidad y protagonismo militar de Enrique.
Tras años de combates sangrientos, tanto católicos como protestantes estaban exhaustos, y la monarquía buscaba estabilizar el reino. Así, en agosto de 1570 se firmó la paz de Saint-Germain, un tratado que ponía fin a la Tercera Guerra de Religión. Este acuerdo otorgaba a los hugonotes cierta libertad de culto en plazas limitadas y permitía a sus líderes reincorporarse a la vida política. Para Enrique, que se había forjado como el campeón militar de la causa católica, la paz resultó ambivalente: por un lado, disminuía su protagonismo en el campo de batalla; por otro, reforzaba el papel de la monarquía como mediadora.
Relación sentimental
Ese año también fue importante en su vida personal y dinástica. Su madre, Catalina de Médici, intensificó las negociaciones para casarlo con una gran princesa europea, buscando afianzar alianzas estratégicas. Entre las opciones se consideró a Isabel I de Inglaterra, pero las diferencias religiosas lo hicieron inviable, pues Enrique se mostraba intransigente en su catolicismo. Mientras tanto, el joven príncipe alimentaba un amor no correspondido por María de Clèves, lo que contrariaba los planes dinásticos de su madre.
María de Clèves nació en 1553 en el seno de la casa de Cléveris, hija de Francisco I de Clèves, duque de Nevers y Rethel, y de Margarita de Borbón-Vendôme. Por parte de madre estaba emparentada con la poderosa familia Borbón y era prima de Enrique de Navarra (futuro Enrique IV de Francia) y del príncipe de Condé.
A los seis años quedó huérfana de madre y fue puesta bajo la tutela de su tío, el cardenal de Borbón, aunque su educación recayó en gran medida en sus tías. Pasó buena parte de su infancia bajo la protección de Juana de Albret, reina de Navarra, quien la formó en la fe calvinista y planeó casarla con su hijo, el joven Enrique de Navarra. Así, María fue criada en un ambiente protestante estricto, aunque su entorno familiar la mantenía vinculada también a círculos católicos, lo que reflejaba las tensiones religiosas de la época.
En su adolescencia heredó importantes propiedades tras la muerte de su hermano, el duque Jacques de Nevers, como el condado de Beaufort, el marquesado de Isles, la baronía de Jaucourt y el señorío de Jully, en Champaña. Esta herencia reforzó su posición como una de las jóvenes nobles más atractivas para las alianzas políticas.
En agosto de 1572, con apenas 19 años, se casó en el castillo de Blandy con su primo Enrique I de Borbón-Condé, jefe del partido hugonote. El matrimonio había sido preparado por Juana de Albret como parte de la estrategia protestante, aunque resultó difícil desde el principio, pues Enrique de Condé era austero y distante, mientras María era conocida en la corte por su gracia y refinamiento.
Hasta este momento, María había vivido como una princesa educada entre el rigor religioso protestante y las exigencias políticas de su linaje.
Desde 1572, cuando María llegó a la corte, Enrique —entonces duque de Anjou y heredero de Carlos IX— quedó prendado de ella. A pesar de que María había sido educada en el protestantismo, las tensiones de la época y la masacre de San Bartolomé hicieron que su matrimonio con Enrique de Borbón-Condé, líder hugonote, se revalidara por rito católico. Esta unión política frustró el deseo de Enrique, que veía en ella no solo a la mujer amada sino también una posible consorte real.
El vínculo entre ambos se mantuvo, al punto de que María prefirió quedarse en la corte cuando su marido huyó para reincorporarse a la causa protestante.
En ese mismo año, Margarita de Valois contraería matrimonio con Enrique IV de Navarra. La Navarra de Enrique de Navarra (futuro Enrique IV de Francia) era solo una parte del antiguo reino navarro, ya que este había sido dividido a comienzos del siglo XVI. El reino original se extendía a ambos lados de los Pirineos, pero en 1512, Fernando el Católico conquistó la Alta Navarra, es decir, la franja sur que se incorporó definitivamente a la monarquía española. Lo que quedó independiente fue la Baja Navarra, al norte de los Pirineos, que pasó a manos de la familia de Enrique.
Enrique, nacido en Pau en 1553, heredó esta Baja Navarra, junto con los territorios del Bearne, lo que lo convirtió en soberano de un dominio pequeño pero estratégicamente importante. Su corte estaba ligada a Pau y Saint-Palais, y aunque gobernaba un territorio reducido, este conservaba una fuerte identidad política y cultural, funcionando como el núcleo de su poder. Así, Enrique de Navarra era realmente rey de la Baja Navarra, lo que lo mantenía como monarca independiente dentro del mosaico político francés, además de ser líder natural de los hugonotes.
Por ello, cuando en las fuentes se habla de “Enrique de Navarra”, no se hace referencia a todo el viejo reino navarro, sino únicamente a la parte norte pirenaica que sobrevivió independiente, y desde la cual este príncipe ascendería primero a jefe de los protestantes franceses y luego al trono de Francia como Enrique IV, inaugurando la dinastía borbónica. La boda se celebró en París, el 18 de agosto de 1572, en el atrio de la catedral de Notre-Dame. La unión fue promovida por Catalina de Médici y el rey Carlos IX, con la intención de reconciliar a católicos y protestantes tras años de guerras civiles. Margarita era hija de Enrique II y Catalina de Médici, y hermana del rey; Enrique de Navarra, líder hugonote, era hijo de Juana de Albret, reina de Navarra, y primo del príncipe de Condé.
El joven duque de Anjou, es decir, el Enrique de Valois participó activamente en esos días: aunque no se sabe si estuvo en las calles, sus tropas sí participaron en las matanzas. Para él, la boda de su hermana y el baño de sangre que la siguió fortalecieron su imagen como príncipe católico intransigente, lo que, paradójicamente, le abrió prestigio en el exterior y lo preparó para su elección como rey de Polonia en 1573.
Tras la muerte de Carlos IX en 1574, Enrique —ya convertido en rey— tenía la intención de casarse con María de Cleves, lo que hubiera sido un desafío directo a la voluntad de su madre, Catalina de Médici, que buscaba alianzas más estratégicas para la corona.
Rey de Polonia
Ese año estaba al mando del ejército real en el asedio de La Rochelle, uno de los bastiones hugonotes más importantes de Francia. Pese a varios intentos de asalto, las defensas resistieron con fuerza y las pérdidas del bando católico fueron enormes (unas 4.000 bajas). Enrique mismo resultó herido, y aunque se mostró firme en la campaña, la operación terminó en fracaso. La tregua que puso fin al asedio debilitó su reputación militar, pero coincidió con un giro inesperado en su destino.
Mientras tanto, en Europa Central, había quedado vacante el trono de Polonia-Lituania tras la muerte de Segismundo II Augusto. Gracias al prestigio de Enrique como príncipe católico y al apoyo diplomático de su madre, Catalina de Médici, fue elegido rey de Polonia y gran duque de Lituania por la nobleza electiva en mayo de 1573. Francia envió como embajador a Jean de Monluc, quien negoció hábilmente con la nobleza polaca: ofreció apoyo militar contra Rusia, respaldo diplomático frente al Imperio otomano y ayuda financiera. El 16 de mayo de 1573, Enrique fue elegido como el primer rey electo de la República de las Dos Naciones, superando a los candidatos de la casa de Habsburgo.
Enrique recibió en París, el 13 de septiembre de 1573, el certificado de elección, y viajó lentamente hacia Polonia, llegando recién en enero de 1574. Fue coronado en Cracovia el 21 de febrero de 1574. La noticia lo obligó a abandonar temporalmente Francia y a prepararse para gobernar en un reino lejano y complejo, que funcionaba bajo un sistema político muy distinto al absolutismo francés: una monarquía electiva con fuerte poder de la nobleza.
Desde el inicio, Enrique se enfrentó a las particularidades del sistema político polaco, la llamada “libertad dorada”. Los reyes eran elegidos por la nobleza (szlachta) y estaban sometidos a un pacto de condiciones, conocido como los Artículos Henricianos, que limitaban su autoridad. Entre otras obligaciones, el rey debía garantizar la libertad religiosa, convocar periódicamente al parlamento (Sejm) y no podía tomar decisiones sin el consentimiento de los nobles. Para un príncipe acostumbrado a la tradición centralista de la monarquía francesa, estas limitaciones resultaban extrañas y frustrantes. El contraste se hizo visible en la vida de la corte. Enrique descubrió en el castillo de Wawel comodidades que no existían en Francia, como sistemas de alcantarillado, baños con agua caliente y fría regulada y hasta el uso del tenedor, prácticas que luego intentó introducir en el Louvre al regresar a Francia.
La nobleza de la Mancomunidad Polaco-Lituana esperaba que su nuevo rey consolidara la alianza con el reino contrayendo matrimonio con una dama de sangre local. Entre las candidatas más mencionadas estuvo Anna Jagiellón (1523–1596), hermana del difunto Segismundo II Augusto y última representante de la dinastía jagellónica. Ella tenía ya más de 50 años, pero su matrimonio con Enrique habría servido para legitimar aún más su posición en Polonia y fortalecer los lazos con la nobleza que aún simpatizaba con la casa Jagellón.
Sin embargo, Enrique nunca mostró un verdadero interés en esa unión. Su estancia en Polonia fue breve y más bien fría; añoraba la corte francesa y desconfiaba de las limitaciones del sistema político polaco (libertad dorada). Su repentina huida en 1574, al enterarse de la muerte de su hermano Carlos IX, puso fin a cualquier proyecto matrimonial en tierras polacas.
En la práctica, Enrique nunca llegó a comprometerse formalmente con una princesa de Polonia. El plan existió, pero fue solo una expectativa de la nobleza polaco-lituana, que deseaba asegurar la estabilidad del reino.
Durante su breve estancia, Enrique mostró poco interés por involucrarse en los asuntos internos polacos. Se decía que añoraba la vida de lujo de la corte francesa y que se mantenía distante de la nobleza local. Además, su desconocimiento de las lenguas y costumbres polacas dificultó aún más su integración.
En junio de 1574, cuando apenas llevaba unos meses en Cracovia, recibió la noticia de la muerte de su hermano, el rey Carlos IX de Francia. Ante la posibilidad de convertirse en rey de Francia, Enrique abandonó Polonia de manera apresurada y casi clandestina, viajando de noche para evitar que los nobles intentaran retenerlo.
La nobleza polaca le exigió que permaneciera en Cracovia, recordándole que perdería su trono si no regresaba antes de mayo de 1575. Enrique, sin embargo, veía en Francia un destino incomparablemente más prestigioso.
En la noche del 18 al 19 de junio de 1574, salió secretamente del castillo de Wawel con unos pocos fieles, viajando de incógnito a través de Silesia y Alemania hasta llegar a Venecia. Desde allí regresó a Francia y, el 2 de agosto de 1574, fue reconocido como Enrique III, rey de Francia.
Su fuga dejó vacante el trono polaco, lo que obligó a una nueva elección, de la cual resultó elegido Esteban Báthory como su sucesor.
Rey de Francia
Al llegar a su reino natal, lo primero que ocurrió fue su proclamación como rey de Francia con el nombre de Enrique III, convirtiéndose en el último monarca de la dinastía Valois.
Su entrada en Francia estuvo cargada de simbolismo y tensiones. El 2 de agosto de 1574 fue recibido en Lyon, ciudad que se convirtió en el escenario de su reconocimiento formal como nuevo soberano. Desde ese momento asumió la herencia de un reino desgarrado por las Guerras de Religión, en el que católicos y protestantes seguían enfrentados pese a la frágil paz de 1570.
Además, casi de inmediato sufrió un golpe personal: la muerte, pocos meses después, de María de Clèves, la mujer a la que amaba, lo sumió en una profunda tristeza justo en el inicio de su reinado. Este hecho marcó sus primeros meses como rey, donde su dolor personal se mezcló con la necesidad de afirmar su autoridad en un trono debilitado por la guerra civil, las facciones y la presión de su madre, Catalina de Médici, que seguía siendo una figura central en la política francesa.
Al año siguiente de su coronación, lo primero que hizo fue casarse con Luisa de Lorena-Vaudémont, el 14 de febrero de 1575, en Reims, poco después de su coronación solemne como rey de Francia. Este matrimonio sorprendió a muchos, porque no aportaba grandes ventajas políticas a la corona: Luisa provenía de una rama secundaria de los Lorena y no traía consigo alianzas estratégicas ni riqueza. Sin embargo, Enrique la eligió por motivos personales: su carácter piadoso, su discreción y, según contemporáneos, su parecido físico con María de Clèves, el gran amor perdido del rey, fallecida el año anterior.
En lo político, 1575 fue un año de crisis. La guerra civil seguía abierta y, a pesar de los intentos de mantener la paz, los hugonotes reanudaban las hostilidades. Al mismo tiempo, su propio hermano, el duque de Alençon (Francisco de Valois), resentido por el favoritismo hacia Enrique y por su escaso poder en la corte, se convirtió en un foco de conspiración contra el monarca. Esta rivalidad fraterna debilitó la estabilidad de la dinastía Valois.
También en 1575 comenzaron a manifestarse con mayor fuerza las tensiones con la Liga Católica. Aunque Enrique era católico convencido, trataba de mantener un delicado equilibrio entre facciones para conservar su autoridad real, lo que no siempre satisfacía a los más radicales. Esto sería un conflicto permanente en su reinado.
No pasó mucho tiempo hasta que estalló la quinta Guerra de Religión. La causa inmediata fue la huida de su hermano, el duque de Alençon (Francisco de Valois), que se alió con los hugonotes y con los malcontentos católicos para desafiar la autoridad del rey. La rebelión fue tan seria que obligó a Enrique III a buscar un acuerdo con los protestantes para evitar que su propio hermano se convirtiera en cabeza de una oposición armada.
El resultado fue la paz de Beaulieu, firmada en mayo de 1576, también conocida como la “paz de Monsieur”, porque fue el propio duque de Alençon —conocido en la corte como Monsieur— quien la promovió. Este tratado otorgaba concesiones amplísimas a los hugonotes: libertad de culto en casi todo el reino, restitución de bienes y acceso a cargos públicos. Para los católicos, la paz fue una verdadera humillación, y desencadenó inmediatamente la reacción.
La respuesta fue la creación de la Liga Católica, encabezada por los Guisa, que se organizaron en todo el reino para resistir lo que consideraban una traición del rey y un peligro para la fe. Aunque Enrique era católico, quedó atrapado entre dos fuegos: por un lado, los hugonotes beneficiados por la paz; por otro, la Liga Católica, que lo presionaba para anularla.
En lo personal, Enrique continuaba sin herederos tras su matrimonio con Luisa de Lorena-Vaudémont, lo que aumentaba la ansiedad por la continuidad de la dinastía Valois. La debilidad de la corona frente a los partidos armados se hizo cada vez más evidente.
Sexta guerra de Religión
En 1577 Enrique III trató de recuperar parte de la autoridad perdida el año anterior con la paz de Beaulieu, que había otorgado concesiones excesivas a los hugonotes y enfurecido a los católicos.
Muy pronto, la Liga Católica, encabezada por los Guisa, presionó al rey para revertir esos privilegios. Al mismo tiempo, los hugonotes, envalentonados, aprovechaban las concesiones para ampliar su influencia. El reino seguía en tensión, y Enrique, atrapado entre facciones, buscó una salida negociada.
Ese mismo año estalló la sexta guerra de religión, pero fue breve. Tras unos meses de combates, en septiembre de 1577 se firmó la paz de Bergerac (también conocida como el edicto de Poitiers). Este tratado redujo considerablemente los beneficios que los protestantes habían obtenido en 1576: se limitó el culto reformado a determinadas ciudades y se restableció el predominio católico en buena parte del reino. Aunque los hugonotes conservaron ciertos derechos, la paz de Bergerac marcó un retroceso respecto a la generosa paz de Beaulieu.
Para Enrique III, esta paz fue una corrección política: intentó equilibrar la situación, cediendo menos a los hugonotes y respondiendo parcialmente a las exigencias de la Liga Católica. Sin embargo, el efecto fue limitado. Ni católicos ni protestantes quedaron plenamente satisfechos, y la autoridad del rey continuó debilitada, pues parecía moverse siempre al vaivén de las presiones.
Al año siguiente, su estrategia se centró en dos frentes: la diplomacia internacional y la gestión de las ambiciones de su hermano, el duque de Alençon.
Por un lado, trató de proyectar la monarquía francesa al exterior. Aprovechando los contactos de su madre, Catalina de Médici, promovió alianzas con Inglaterra y los Países Bajos, donde los rebeldes protestantes luchaban contra Felipe II de España. En este escenario, Enrique apoyó discretamente la aventura de su hermano menor, Francisco de Valois, duque de Alençon, que aspiraba a ser reconocido como soberano en los Países Bajos para afirmarse como príncipe independiente y, de paso, quitarle presión a la corona francesa.
Enrique III intentó consolidar su poder dentro de Francia. En 1578 organizó encuentros diplomáticos como la entrevista de Beaugency, donde buscó estabilizar las tensiones religiosas y limitar la influencia de los Guisa, que seguían presionando con la Liga Católica. El rey trataba de presentarse como árbitro supremo, pero su margen de maniobra era estrecho: debía contener a los hugonotes, atender las intrigas de su hermano y resistir la presión católica más radical.
Alençon decidió lanzarse de lleno en la aventura de convertirse en soberano de los Países Bajos, donde las provincias rebeldes protestantes luchaban contra el dominio de Felipe II de España. La idea era doble: por un lado, afirmar su independencia frente a su hermano Enrique III; por otro, ofrecer a Francia un espacio de influencia en la lucha contra España. Con el apoyo de Inglaterra —que veía con buenos ojos debilitar a los españoles—, el duque se presentó como un candidato para liderar la insurrección.
Para Enrique III, la situación era delicada. No podía frenar abiertamente a su hermano sin provocar una crisis dinástica, pero tampoco podía comprometerse demasiado en una guerra abierta contra Felipe II, ya que Francia seguía debilitada por las Guerras de Religión. De este modo, trató de mantener una postura ambigua: toleraba las aspiraciones de Alençon, pero sin implicar demasiado la corona.
En paralelo, dentro de Francia las tensiones religiosas continuaban. Aunque la paz de Bergerac (1577) había limitado los derechos de los hugonotes, los conflictos locales persistían. La Liga Católica seguía presionando al rey, acusándolo de ser demasiado blando con los protestantes, mientras los hugonotes buscaban nuevas oportunidades para reorganizarse.
Séptima Guerra de Religión (Guerra de los amantes)
En 1580, el reinado de Enrique III se vio sacudido por un nuevo estallido de violencia religiosa y política: la llamada “guerra de los amantes” (guerre des amoureux), la séptima de las Guerras de Religión en Francia.
El conflicto tuvo como principal protagonista al duque de Alençon, Francisco de Valois, hermano menor del rey, que se unió nuevamente a los hugonotes y a un grupo de nobles descontentos con la autoridad real. Se la llamó “guerra de los amantes” porque entre sus cabecillas había varios jóvenes aristócratas célebres en la corte por sus aventuras galantes, lo que dio un tono particular a la revuelta.
La causa inmediata fue el fracaso de la paz de Bergerac (1577) y la desconfianza persistente hacia Enrique III, acusado por los católicos de ser demasiado indulgente con los protestantes y, al mismo tiempo, por los hugonotes de ser intransigente. En este escenario, Alençon vio una oportunidad para fortalecer su independencia y sus aspiraciones políticas, sobre todo con miras a convertirse en príncipe soberano en los Países Bajos, donde ya estaba comprometido.
La guerra de 1580 fue breve, más marcada por escaramuzas y tensiones políticas que por grandes batallas. Terminó en noviembre de 1580 con la paz de Fleix, negociada por Catalina de Médici. Este tratado confirmó las concesiones anteriores hechas a los hugonotes y puso fin temporal a la revuelta, aunque sin resolver las causas de fondo.
Su hermano Francisco de Valois
Enrique III se volcó hacia el extranjero por la ambiciosa aventura de su hermano, el duque de Alençon (Francisco de Valois), en los Países Bajos.
Ese año, las Provincias Unidas —en rebelión contra el dominio de Felipe II de España— ofrecieron a Alençon la posibilidad de convertirse en su soberano. La propuesta resultaba atractiva para él, pues le daba un reino propio y una legitimidad que nunca tendría en Francia, donde estaba a la sombra de su hermano. En enero de 1581, los Estados Generales de los Países Bajos lo reconocieron como duque de Brabante y conde de Flandes, en la llamada “soberanía de Alençon”.
Para Enrique III, la situación era incómoda. Si bien no se oponía abiertamente, sabía que las aventuras de su hermano podían arrastrar a Francia a un enfrentamiento directo con España, algo para lo cual el reino no estaba preparado en medio de las Guerras de Religión. De hecho, la política oficial de Enrique fue ambivalente: permitía a su hermano actuar, pero sin comprometer plenamente a la monarquía francesa.
Mientras tanto, dentro de Francia, las tensiones religiosas no habían desaparecido. Aunque la paz de Fleix (1580) había traído una tregua, la Liga Católica seguía organizándose, vigilando de cerca al rey y a sus gestos de conciliación con los hugonotes. Al mismo tiempo, los protestantes observaban con recelo la situación en los Países Bajos, temiendo que la intervención francesa fuese más favorable a los católicos que a ellos.
El duque de Alençon continuaba su aventura en los Países Bajos, donde había sido reconocido como soberano en 1581. Sin embargo, en 1582 su proyecto empezó a derrumbarse. Aunque fue recibido con entusiasmo en ciudades como Amberes, pronto se ganó la desconfianza de los neerlandeses debido a sus intentos de imponer su autoridad con métodos poco prudentes. El 17 de enero de 1583 intentaría un golpe de fuerza conocido como la “Jornada de las barricadas de Amberes”, que acabaría en desastre, pero ya en 1582 se percibía el fracaso de su política. Para Enrique III, este fiasco representaba un dilema: no podía dejar de respaldar a su hermano, pero tampoco podía comprometer a Francia en una guerra abierta contra España.
Mientras tanto, en el interior de Francia, el rey buscaba reforzar su imagen de soberano devoto. Ese año, intensificó su participación en las confraternidades de penitentes, apareciendo en procesiones públicas vestido con humildad y rodeado de sus favoritos. Esto provocó críticas de la nobleza, que veía en estas prácticas un exceso de teatralidad religiosa, y alimentó los rumores de que el rey era más piadoso en las formas que eficaz en el gobierno.
Para Enrique III, el episodio del desastre de gobierno de su hermano fue doblemente desastroso. En primer lugar, porque dejaba en ridículo a la monarquía francesa, asociada al fracaso de su hermano. En segundo lugar, porque confirmaba la inestabilidad dinástica: mientras el rey no tenía descendencia con Luisa de Lorena, su hermano más joven demostraba incapacidad política y militar. Francia aparecía debilitada frente a potencias como España, que salía reforzada al ver desbaratado el intento francés en los Países Bajos.
En el interior del reino, la situación tampoco mejoraba. La Liga Católica, cada vez más organizada bajo los Guisa, aprovechaba la debilidad del rey para aumentar su influencia, mientras los hugonotes seguían desconfiando de la sinceridad de las treguas. La figura de Enrique se veía aislada, más rodeado de sus “mignons” y de sus devociones públicas que de un proyecto firme de gobierno.
Finalmente, Francisco de Valois muere en junio de 1584 a causa de una enfermedad, probablemente tuberculosis o una dolencia respiratoria crónica. Alençon era el último hermano varón de Enrique y, como el rey no tenía descendencia con su esposa Luisa de Lorena-Vaudémont, la muerte del duque significaba la extinción inminente de la dinastía Valois. La sucesión recaía ahora, según la ley sálica, en el pariente más cercano de la rama capeta: Enrique de Navarra, líder de los hugonotes y primo lejano del rey.
Para un reino desgarrado por las Guerras de Religión, esto era explosivo. Los católicos más radicales se negaban a aceptar la idea de que un príncipe protestante heredara el trono de Francia. En consecuencia, la muerte de Alençon dio origen inmediato a la Liga Católica, reforzada bajo el mando de la poderosa familia Guisa. La Liga se organizó con un objetivo claro: impedir que Enrique de Navarra llegara al trono y garantizar que Francia siguiera bajo un rey católico.
Para Enrique III, el año 1584 fue un golpe devastador. Perdía a su hermano y heredero, veía cómo su dinastía se acercaba al final y, además, se encontraba atrapado entre la obligación de reconocer a Enrique de Navarra como legítimo sucesor y la presión enorme de la Liga Católica, que exigía excluirlo. Este dilema marcaría el resto de su reinado y lo dejaría políticamente debilitado, aislado y cada vez más cuestionado.
Octava guerra de religión
El reinado de Enrique III de Francia entró en una fase crítica tras la muerte de su hermano Francisco de Alençon el año anterior, porque la sucesión real quedaba en manos de Enrique de Navarra, líder protestante y jefe de los hugonotes.
La noticia de que un príncipe hugonote podía convertirse en futuro rey encendió la reacción de los católicos más radicales. Fue entonces cuando los Guisa, con apoyo de Felipe II de España y de parte importante de la nobleza y el clero francés, organizaron la Liga Católica en torno a la idea de impedir que Navarra heredara la corona. Esta Liga no solo era un movimiento religioso, sino también político: cuestionaba directamente la autoridad de Enrique III al colocarse como garante de la fe católica frente a lo que consideraban la debilidad del rey.
Bajo la presión de la Liga, Enrique III se vio obligado a firmar el Tratado de Nemours (julio de 1585). Este acuerdo anulaba todas las concesiones hechas anteriormente a los hugonotes, les prohibía ejercer cargos públicos, cerraba sus templos y les imponía nuevamente la persecución. Con esta decisión, el rey buscaba calmar a los católicos y evitar que la Liga lo desbordara, pero en realidad agravó el conflicto, pues reabrió las hostilidades con los protestantes y debilitó aún más la imagen de Enrique como árbitro neutral.
Ese mismo año estalló la octava guerra de religión. Enrique de Navarra, al verse directamente excluido de sus derechos y perseguido por su fe, tomó las armas para defender su posición. Así, el conflicto ya no era solo entre católicos y hugonotes: se había convertido en una lucha por la sucesión de la corona francesa.
Enrique de Navarra, excluido de la sucesión por ser hugonote, se consolidó como líder militar y político de los protestantes. Contaba con el apoyo de aliados internacionales, como Isabel I de Inglaterra, que veía en él un contrapeso frente a Felipe II de España. Al mismo tiempo, la Liga Católica, encabezada por los Guisa y sostenida con dinero y tropas de Felipe II, se fortalecía como un poder paralelo dentro del reino, presentándose como defensora de la fe frente a la supuesta debilidad del rey.
Enrique III, atrapado entre estas dos fuerzas, quedó cada vez más aislado. Aunque era católico, los hombres de la Liga lo miraban con desconfianza y lo consideraban un soberano demasiado indulgente. Los hugonotes, por su parte, lo veían como un enemigo abierto después de Nemours. La autoridad real, que debería haber sido árbitro de la paz, se encontraba marginada: el rey era monarca en nombre, pero la iniciativa política y militar estaba en manos de los Guisa y de Enrique de Navarra.
Militarmente, 1586 estuvo marcado por preparativos y escaramuzas, más que por grandes batallas. Las provincias francesas se dividían entre partidarios de la Liga, leales al rey y simpatizantes de Navarra. La guerra sucesoria se perfilaba claramente: todos sabían que si Enrique III moría sin hijos, el trono pasaría inevitablemente al rey protestante de Navarra, algo que la Liga se proponía impedir a cualquier costo.
En lo personal, Enrique III se replegó cada vez más en las prácticas devocionales. Participaba en procesiones de penitentes, organizaba ritos de expiación y se rodeaba de sus “mignons”, lo que lo hacía objeto de burla y resentimiento entre la nobleza y el pueblo de París. Su imagen de rey piadoso y refinado contrastaba con la dureza del momento, y eso le restaba legitimidad.
Batalla de Courtas
El 20 de octubre de 1587, las tropas hugonotes dirigidas por Enrique de Navarra (el futuro Enrique IV) se enfrentaron a las fuerzas reales comandadas por el duque de Joyeuse, uno de los favoritos de Enrique III. La batalla tuvo lugar en Coutras, en el suroeste de Francia, y terminó en una victoria aplastante para Navarra.
Los hugonotes, aunque menos numerosos, usaron mejor la artillería y maniobraron con eficacia, mientras que las tropas reales fueron derrotadas y el duque de Joyeuse murió en combate. Esta victoria consolidó a Enrique de Navarra como un líder militar capaz y reforzó su prestigio político como legítimo heredero de la corona, en contraste con el descrédito de Enrique III, cuyo ejército había sido humillado.
Paradójicamente, ese mismo año, la familia Guisa, líderes de la Liga Católica, lograron derrotar a un ejército protestante en el norte, en la batalla de Auneau. Esto les dio más poder político y más crédito como defensores de la fe católica. Así, en 1587 los dos grandes rivales de Enrique III —Enrique de Navarra y Enrique de Guisa— se fortalecieron al mismo tiempo.
Para el rey, 1587 fue desastroso: sus ejércitos fueron vencidos, sus favoritos quedaron diezmados, y su imagen de autoridad se debilitó aún más. El prestigio militar se trasladó a los dos “Enriques” rivales (Navarra y Guisa), mientras él aparecía cada vez más como un árbitro impotente, atrapado entre los hugonotes y la Liga Católica.
El 12 de mayo de 1588, estalló la revuelta en París. Ante la entrada de tropas reales en la ciudad, los habitantes, instigados por los partidarios de Guisa, levantaron barricadas en las calles. Fue la primera vez en la historia de París que se usó esta táctica, símbolo de la resistencia popular. Enrique III, sorprendido por la magnitud del levantamiento y temiendo por su vida, se vio obligado a huir precipitadamente de su propia capital y refugiarse en Chartres.
Humillado por la revuelta, el rey se vio forzado a firmar el Edicto de Unión (julio de 1588). Este acuerdo, impuesto por los Guisa, declaraba que jamás se permitiría que un hereje —como Enrique de Navarra— heredara el trono francés, y obligaba al rey a aceptar formalmente la Liga Católica. Con ello, Enrique III quedaba prácticamente sometido a la voluntad de los Guisa, perdiendo aún más independencia política.
Sin embargo, ese mismo año, en el estados generales de Blois (diciembre de 1588), Enrique III decidió contraatacar. Durante las sesiones, mandó asesinar a Enrique de Guisa y, poco después, a su hermano el cardenal de Lorena. Este acto brutal sorprendió a toda Francia: el rey parecía haber recuperado la iniciativa, pero en realidad abrió una nueva fase de la guerra civil, pues la Liga Católica juró vengar a los Guisa y París se declaró abiertamente contra el rey.
Muerte
Después del asesinato de los Guisa en Blois (diciembre de 1588), la Liga Católica se alzó en armas contra el rey. París y muchas otras ciudades declararon su lealtad a la Liga, apoyada además por Felipe II de España. Enrique III quedó prácticamente aislado y solo pudo apoyarse en un aliado inesperado: Enrique de Navarra, jefe de los hugonotes y legítimo heredero del trono según la ley sálica. Así, el rey católico y el líder protestante unieron fuerzas contra la Liga en una alianza que sorprendió a toda Europa.
Enrique III y Enrique de Navarra marcharon juntos hacia la capital. En el verano de 1589, el rey puso sitio a París, la gran ciudad católica que lo había rechazado en la Jornada de las barricadas. Este asedio mostraba la paradoja de su situación: un rey de Francia, católico, aliado con un príncipe hugonote para recuperar su propia capital de manos de una facción católica más radical.
En los primeros días de enero de 1589, Catalina de Médici, la gran arquitecta política que había mantenido en pie la monarquía de los Valois durante tres reinados consecutivos, se encontraba gravemente enferma. Había pasado los últimos años moviéndose incansablemente entre facciones, negociando con católicos y hugonotes, mediando entre Enrique III, su hijo, y la poderosa Liga Católica. Su salud, sin embargo, ya no resistía más el peso de los años ni la tensión de la guerra.
El 5 de enero, en el castillo de Blois, Catalina cerró los ojos para siempre. Su muerte llegó en el peor momento posible: Francia estaba desgarrada por la octava guerra de religión, la Liga había jurado venganza por el asesinato de los Guisa, y Enrique III se encontraba cada vez más aislado. Catalina, con su pragmatismo y su frialdad calculadora, había sido el contrapeso indispensable para contener el caos; con su desaparición, ese frágil equilibrio se rompió.
Para Enrique III, la pérdida fue un golpe íntimo y político al mismo tiempo. Había tenido con su madre una relación de dependencia ambivalente: a veces la resistía, otras la obedecía, pero siempre la necesitaba. Catalina era el último pilar de la dinastía Valois, la consejera que aún le ofrecía legitimidad frente a sus súbditos. Sin ella, Enrique quedó desnudo frente a la tempestad.
Se cuenta que, al recibir la noticia, el rey cayó en un profundo abatimiento. La muerte de su madre lo dejó sin guía, sin familia cercana y sin herederos, en un reino donde ya muchos lo rechazaban como soberano. Apenas siete meses después, en agosto de 1589, Enrique III sería asesinado por el fraile Jacques Clément. En cierto modo, la muerte de Catalina marcó el inicio de la cuenta regresiva para el fin de los Valois: sin la “reina madre”, el último hijo quedó solo en un trono a punto de derrumbarse.
En plena campaña, el 2 de agosto de 1589, Enrique III fue asesinado en Saint-Cloud, cerca de París, por Jacques Clément, un joven dominico fanático y partidario de la Liga Católica. El fraile se hizo pasar por mensajero y, cuando se acercó al rey, lo apuñaló mortalmente en el abdomen. Enrique murió al día siguiente, 3 de agosto, tras haber reconocido a Enrique de Navarra como su legítimo sucesor.
La muerte de Enrique III cerró definitivamente la dinastía Valois, que había reinado en Francia desde 1328. La corona pasó a Enrique de Navarra, que se convirtió en Enrique IV, primer rey de la casa de Borbón. Sin embargo, el camino no fue fácil: la Liga Católica y Felipe II de España no aceptaban a un rey protestante, y Francia entró en una nueva etapa de guerra hasta que Enrique IV se convirtió al catolicismo en 1593 y consolidó su poder.
Conclusión
Enrique III fue un rey atrapado en una época de fracturas imposibles. Último de la casa de los Valois, su vida estuvo marcada por el esplendor y la tragedia. Desde joven, cultivó la elegancia, el refinamiento y el amor por las letras, cualidades que le valieron tanto admiración como críticas. Como príncipe, se distinguió en las Guerras de Religión y fue brevemente rey de Polonia, pero al volver a Francia le tocó enfrentar la mayor prueba: sostener un trono asediado por facciones irreconciliables.
Su reinado osciló entre concesiones y represiones: la paz de Beaulieu, la Liga Católica, la alianza con Enrique de Navarra, la matanza de los Guisa en Blois, y finalmente su propia muerte en Saint-Cloud, víctima del fanatismo. Ni los hugonotes ni los católicos lo reconocieron plenamente; unos lo vieron como enemigo, otros como un soberano débil. Su corte, célebre por el lujo y los “mignons”, alimentó la imagen de un rey más atento al ritual y a la devoción teatral que a la firmeza política.
Sin descendencia, Enrique III vio extinguirse con él la dinastía Valois en 1589, abriendo el camino a la casa de Borbón con Enrique IV. Su figura queda como la de un monarca melancólico, culto y contradictorio, que quiso ser árbitro en medio de la tormenta, pero terminó devorado por ella. En la historia de Francia, su nombre marca el final de una dinastía medieval y el inicio de una nueva era bajo los Borbones, en la que el Estado y la monarquía se transformarían profundamente.
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