lunes, 29 de septiembre de 2025

Marie de Gournay - Agravio de Damas (1626)

En un tiempo donde la labor intelectual de la mujer quedaba relegada a la del hombre, Mari de Gournay escribe este pequeño tratado relativo al Agravio de Damas, en el contexto de una sociedad misógina y despreciable. Esta obra está dirigida a todos los hombres educados que desautorizan a las mujeres, donde se van descubriendo todas sus tretas. No encontraremos aquí una pretensión de destrucción a lo construido por el hombre, sino una petición de diálogo e igualdad. Veamos de qué va.

Referencias:

(1) Se dice que podría haber sido Pierre Chatton

AGRAVIO DE DAMAS

La obra comienza con una frase directa y polémica:

''Bienaventurado eres tú, lector, si no perteneces al sexo al que se le prohíben todos los bienes, privándole de la libertad; al que incluso se le prohíben casi todas las virtudes, alejándolo de cargos, oficios y funciones públicas''

Las únicas virtudes que se le dan a las mujeres, dice Marie de Gournay son la ignorancia, la servidumbre y la facultad de hacer el necio si ese es el juego que le place.

Tipos de adversarios contra las mujeres

El primer agravio que menciona Marie es del que ocurre en las conversaciones, y esto lo sabe de primera fuente, por su propia experiencia. De hecho, aunque las mujeres tuvieran la inteligencia o expertis de la de Carnéades, siempre habrá un hombre apoyado por la mayoría que haciedno un ligero movimiento de cabeza, una pequeña sonrisa y que con su silencio esté diciendo ''Es mujer la que habla''. 

Otros tendrán una actitud más obstinada y no aceptarán ninguna crítica por mínima que sea de parte de una mujer. 

También está el hombre que se excusa de debatir con una mujer por “no importunarla”, como si fuera un acto caballeroso y de respeto. En realidad, no lo hace porque la considera débil, y se presenta como “victorioso y cortés” al mismo tiempo. La crítica apunta a que esa actitud no es respeto, sino paternalismo.

Luego, aparece aquel que sí reconoce que una mujer puede debatir, pero aun así rehúsa enfrentarse con ella porque cree que “el decoro” no lo permite. Ese “decoro” no es más que el miedo a contrariar la opinión del vulgo, que desprecia a las mujeres en esos ámbitos. Así, termina siendo esclavo de la opinión común y no puede enorgullecerse de dominar ni al vulgo ni a las mujeres.

Después está el tipo que, aunque diga puras majaderías, se lleva el premio simplemente por ser hombre (tener barba) o por aparentar una supuesta capacidad. Esa falsa superioridad no descansa en méritos reales, sino en vicios como la adulación, la gracia superficial o el favor de personas influyentes.

Está aquel que recibe el “golpe” de una intervención femenina, pero ni siquiera tiene la capacidad de distinguirlo: no se da cuenta de que se trata de un argumento deliberado y certero. Otro, en cambio, sí lo percibe, pero para escapar de la dificultad recurre a trucos: se ríe para restar importancia, llena el espacio con palabrería vacía, distorsiona lo dicho, o exhibe pedantería lanzando frases rebuscadas que nadie le pidió. Con ello pretende ocultar su incomodidad bajo un barniz de erudición.

Se burla también de los que creen que, con “acrobacias lógicas” y artificios doctrinarios, lograrán ofuscar a su adversaria, como si bastara la apariencia brillante para derrotarla. Estos hombres se aprovechan del público, porque saben que muchos oyentes carecen de preparación para juzgar con claridad si el discurso que escuchan es una defensa débil o un triunfo real. Así, se dejan deslumbrar fácilmente por el brillo superficial de una ciencia vana, que el pedante expone como si estuviera recitando una lección académica, pero que en realidad no es más que ostentación vacía.

A muchos hombres les basta con evitar realmente el combate dialéctico para llevarse los laureles. Es decir, no necesitan probar nada con argumentos sólidos; basta con esquivar el enfrentamiento y aparentar cortesía o superioridad para cosechar tanta gloria como el esfuerzo que decidan ahorrarse.

En cuanto a la participación de las mujeres en la conversación, la autora comenta que basta decir estas pocas observaciones, porque el tema más amplio —el arte de conversar, sus virtudes y defectos— ya ha sido tratado de manera insuperable por Montaigne en sus Ensayos.

No acusa solo a los mediocres, sino también a los hombres “célebres en las letras”, los de renombre, quienes bajo “ropajes serios” incurren en el mismo prejuicio. Señala que muchos de ellos desprecian las obras escritas por mujeres sin siquiera dignarse a leerlas, lo cual revela una descalificación de origen, fundada en prejuicio y no en juicio. Al mismo tiempo, esos doctores tampoco aceptan consejos u opiniones femeninas, sin preguntarse siquiera si ellos mismos serían capaces de escribir textos suficientemente valiosos como para ser leídos por todas las mujeres.

La ironía es evidente en la frase: al leer los escritos masculinos, parece que esos doctores observan con más atención la “anatomía de su barba” que la “anatomía de sus razones”. Es decir, lo que en verdad muestran es su virilidad externa, no la solidez de su pensamiento. Así, su gesto de desprecio hacia lo femenino se transforma en un recurso práctico: como encaja con el gusto popular —esa “bestia de muchas cabezas”, sobre todo en la corte—, el menosprecio les otorga prestigio. Se da a entender que, para muchos, basta con despreciar a otros y proclamarse a sí mismos “los mejores del mundo” para adquirir fama, igual que la mujer loca de París que gritaba en las calles que era la más bella (''Venid a ver qué bella soy''), creyendo que bastaba con declararlo para serlo.

Nos cuenta la anécdota de un hombre con el que conoció y que se vanagloriaba de no hablar con ninguna mujer. Si bien se le tenía como gran escritor, la verdad es que su prosa era terrible y vergonzoza. Jamás tuvo una cualidad recomendable, en palabras de Marie de Gournay. Finalmente, dice que no quisiera hablar más de él, porque en efecto, está muerto(1).

Si tuviera que defender a las mujeres, Marie se serviría de todos los filósofos que no establecen diferencias con los sexos, en contra de aquellos que sí lo hacen, señalando distinciones universales. Dice que ya están bastante “vencidos y castigados” por su propia estupidez, porque cometen un error lógico básico: toman lo particular por lo general. Es decir, si encuentran mujeres sin talento, concluyen que todas lo son, mientras que los hombres mediocres no les impiden afirmar que el sexo masculino en conjunto es capaz.

Además, denuncia la osadía de esos críticos al despreciar el juicio de grandes personajes (antiguos y modernos) que habían reconocido el valor de las mujeres, e incluso al desdeñar lo más importante: el decreto eterno de Dios, que creó a varón y mujer al mismo tiempo y otorgó a ambos los mismos dones y favores. Para fundamentar esto, remite a su otro tratado, La igualdad de los hombres y las mujeres, donde desarrolla con más detalle el argumento teológico: que la dignidad de las mujeres está inscrita en la misma obra de la creación y en la historia sagrada.

En consecuencia, hay dos razonamientos: no se puede convertir un ejemplo individual en regla universal; y uno teológico, Dios no estableció inferioridad entre los sexos, sino igualdad en dones y favores.

Plantea la duda: ¿los hombres que desprecian a las mujeres tienen realmente méritos intelectuales propios o solo parecen vencedores porque han impuesto una “ley soberana” que confina a las mujeres a la ignorancia y les impide competir en igualdad? En otras palabras, ¿su gloria proviene de su talento o de haber mantenido a las mujeres apartadas del saber?

Luego, afirma que hay mujeres que jamás se rebajarían a la vanidad de “anular” a los hombres como estos intentan hacerlo con ellas. Pero advierte: esa misma sutileza con la que los hombres desdeñan a las mujeres sin leerlas ni escucharlas, puede volverse en su contra, porque las mujeres sí han leído y escuchado lo que ellos producen, y están en condiciones de juzgarlo.

Finalmente, remata con un refrán de autoridad: “es propio de los más ineptos vivir contentos con sus aptitudes, mirando a los demás por encima del hombro; y la ignorancia es la madre de la presunción”. Así, la autora desnuda el mecanismo psicológico de estos doctores: su desprecio hacia las mujeres no es prueba de grandeza, sino un síntoma de ignorancia y de presunción vacía.

Conclusión

Agravio de damas no es solo una defensa del talento femenino frente a los prejuicios, sino también una invitación a reflexionar sobre cómo el poder y la gloria pueden sostenerse en apariencias, silencios y exclusiones. Al mostrar que el desprecio hacia las mujeres nace más de la ignorancia y la presunción que de una verdadera superioridad, Marie de Gournay revela la fragilidad de esas jerarquías y nos recuerda que la igualdad no depende de concesiones externas, sino de reconocer la dignidad compartida en la creación y en la razón. Su voz, lejos de ser una queja aislada, se convierte en un llamado a mirar críticamente las estructuras sociales que, aún hoy, siguen repitiendo esos viejos mecanismos de exclusión.

sábado, 27 de septiembre de 2025

Marie de Gournay - Tratado de igualdad de hombres y mujeres (1622)

Un tratado inédito hasta ahora. Por primera vez tenemos en este blog alguien que hable sobre la igualdad de hombres y mujeres. Dedicado a Ana de Austria, hija de Margarita de Austria y Felipe III de España, y esposa de Luis XIII, Marie de Gournay insta a la reina que apoye y abogue por dicha igualdad entre hombres y mujeres. Por lo tanto, lo que vamos a ver no es un tratado que enaltece a las mujeres y ataca a los hombres, sino que, como el mismo título lo señala, tiene por objeto la igualdad de condiciones entre ambos. Veamos a Marie de Gournay

TRATADO DE IGUALDAD DE HOMBRES Y MUJERES

Dedicada a la Reina de Austria

Marie de Gournay le escribe a la Reina de Austria usando la imagen del sol como símbolo. Recuerda que al padre de la reina (Felipe II) le habían puesto como divisa un sol con la frase “No hay ocaso para mí”.

Lo que dice Gournay es: esa imagen no solo servía para elogiar al rey, sino que también sirve ahora para ti, Reina. Porque así como el sol nunca se apaga y siempre ilumina, tus virtudes y tu reinado también traen luz y felicidad a tus pueblos. Dice que las virtudes de la reina (religión, caridad, castidad, amor conyugal) son como una luz que nunca tendrá ocaso, es decir, nunca se apagará. Así también, gracias a ellas, la felicidad de los franceses tampoco decaerá. le recuerda que está todavía en “el alba” (juventud) tanto en edad como en virtudes. Pero le pide que tenga la valentía de llegar al “cenit” (el punto más alto) de esas virtudes cuando alcance la madurez. Señala que ciertas virtudes vienen “de nacimiento” (por instinto noble y educación), pero que otras requieren esfuerzo y coraje. Y para un rey o reina, ese esfuerzo es aún más difícil, porque en la corte abundan los aduladores que halagan falsamente y ciegan la clarividencia.

Gournay le dice a la Reina que la única forma de alcanzar al mismo tiempo la plenitud de la edad y de las virtudes es dedicarse a la lectura de buenos libros sobre prudencia y buenas costumbres. Los textos, asegura, ayudan a elevar el espíritu y a fortalecer el juicio, de modo que los aduladores pierden poder y ya no se atreven a engañar.

Explica que los grandes príncipes no suelen recibir instrucción adecuada de quienes los rodean. A su alrededor, solo hay dos grupos: los aduladores, que son necios o malvados y nunca dicen la verdad, y los sabios o virtuosos, que sí podrían aconsejar bien, pero no se atreven a hablar por miedo. Por eso, concluye, los poderosos solo pueden aprender verdaderamente de los autores muertos, es decir, de los libros.

Insiste en que la verdadera grandeza de una reina está en la virtud. Los poderosos, aunque tengan el poder, no tienen derecho a violar las leyes o la justicia, y cuando lo hacen corren el mismo peligro que los demás, pero con más vergüenza. Para reforzar su consejo, cita la Biblia: «Toda la gloria de la hija del rey está en su interior». Así recuerda que el valor de la realeza no está en los honores externos, sino en la nobleza y la rectitud interior.

Reconoce que lo que ella hace es distinto a lo común: mientras otros escritores se acercan a los reyes con alabanzas y halagos, ella se atreve a dirigirse a la Reina con un discurso moral, casi como una predicadora. Pero pide perdón, justificando su atrevimiento en el celo y el deseo sincero de ver a Francia aclamar a su Reina como un “nuevo sol de virtudes”, repitiendo el lema: «La luz no tiene ocaso para mí».

Luego, conecta este elogio con su propia obra. Explica que le presenta a la Reina un tratado en defensa de la igualdad entre hombres y mujeres, y espera que Ana de Austria sea una prueba viva de esa tesis. Por eso es que la llama ''espejo del sexo'', pues será el ejemplo de todas las mujeres. No solo por la grandeza que ya tiene por nacimiento y matrimonio, sino por el mérito y la perfección personal que puede alcanzar a través de la lectura y la virtud.

Finalmente, añade un matiz feminista: si la Reina brilla con ese resplandor moral, no será solo su gloria individual, sino la de todas las mujeres. Es decir, su ejemplo permitirá que el “sexo femenino en su totalidad” sea reconocido en la luz de sus rayos. Con esa idea cierra la dedicatoria, firmándose como humilde y obediente súbdita.


Igualdad de los hombres y las mujeres

Gournay señala que no tiene intenciones de que las mujeres sobrepasen a los hombres en ciertos aspectos, sino que se contenta con que exista igualdad entre ellas y los hombres. De hecho, es la misma naturaleza la que siempre se opone a la superioridad y a la inferioridad. Ahora bien, existen personas que no solo quieren la preeminencia del sexo masculino sino que también quieren confinar a las mujeres a la rueca. 

Al mismo tiempo, se señala que este desprecio hacia las mujeres no procede de todos los hombres, sino, más bien, de aquellos que menos dignos serían de servir de ejemplo. Son precisamente quienes, careciendo de cualidades verdaderas, intentan sostener su superioridad únicamente en el hecho de haber nacido varones. Gournay muestra cómo la sociedad ha levantado un discurso cultural misógino, que se repite como verdad indiscutible: las mujeres carecerían de dignidad, inteligencia e incluso de la constitución física necesaria para desarrollarlas. Sin embargo, esta visión no responde a la realidad, sino a una construcción interesada que refuerza el dominio masculino. La torpeza intelectual consiste precisamente en aceptar sin reflexión las opiniones heredadas, repitiendo tópicos y máximas sin fundamento. Así, los que proclaman la inferioridad femenina no hacen más que reforzar su propia ignorancia y demostrar que no poseen pensamiento crítico ni verdadero saber.

Comparación de los dos sexos

Gournay menciona ciertos perjuicios que estos hombres hacen a las mujeres: 

  • Consideran que la máxima excelencia que una mujer puede alcanzar es parecerse al hombre común. Gournay dice en tono irónico que estos hombres se creen más fuertes que Hércules que tan solo derroto a doce monstruos, pues ellos derrotan a todo el mundo con sus palabras. 
  • Se acusa que no sobresalen por su propia fuerza, sino a costa de la debilidad ajena. Su desfachatez consiste en humillar a las mujeres para darse brillo a sí mismos.

Pero Marie no defenderá a las mujeres por medio de ejemplos comunes sino que de la mano de los Padres de la Iglesia  y también de los filósofos. 

Mujeres en la filosofía
Grecia

Tanto Sócrates como Platón consideraban que la mujer tenía las mismas facultades y funciones en todas las repúblicas. Sostienen incluso que los hombres han superado muchas veces a todos los hombres de la patria a la que pertenecen. Las mujeres han inventado las bellas artes y la escritura latina, han enseñado magistralmente en las grandes ciudades del continente; por ejemplo, Hipatia de Alejandría. Filósofa, matemática y astrónoma del siglo IV-V d.C., enseñó en una de las ciudades más prestigiosas del mundo antiguo y alcanzó un lugar de honor entre las figuras intelectuales de su tiempo. Su presencia sirve como prueba contundente de que una mujer podía ejercer el magisterio con igual —o mayor— autoridad que los hombres en las disciplinas más elevadas.

Sócrates, pese a que en el Simposio de Jenofonte deja entrever expresiones poco favorables hacia la prudencia femenina, lo hace en un contexto en que las mujeres habían sido educadas en la ignorancia y apartadas de la vida pública. Por eso, las críticas deben leerse como observaciones generales sobre su falta de instrucción, más que como un juicio esencial. Incluso en el peor de los casos, cuando parecen despectivas, esas palabras abren la puerta a las excepciones frecuentes que desmienten la regla, y que los “charlatanes” misóginos son incapaces de reconocer.

Se menciona a Temistoclea, sacerdotisa de Delfos y reconocida como maestra de Pitágoras en materias morales y religiosas. Esta figura, a veces descrita como hermana del filósofo, representa la transmisión de un saber espiritual y filosófico proveniente de una mujer. A ella se suma Téano, la esposa de Pitágoras, de quien se afirma que enseñaba filosofía con la misma autoridad que su marido y que incluso tuvo como discípulo a su propio hermano, lo cual enfatiza su rango y reconocimiento.

El legado pitagórico se prolonga en la hija de ambos, Damo. Fue ella quien recibió de su padre los Comentarios y doctrinas, custodiando así la herencia filosófica con la seriedad y el rigor que caracterizaban la vida del maestro. La mención de Damo busca subrayar que la continuidad del pensamiento pitagórico no se debió únicamente a una línea masculina de transmisión, sino que descansó en las manos de una mujer.

Platón, en su Banquete, hace hablar a Diotima de Mantinea, sacerdotisa y filósofa, como maestra de Sócrates en los misterios del amor y de la belleza. Así, se presenta a Diotima como preceptora de uno de los más grandes filósofos de la Antigüedad, y a través de ella, como guía indirecta de toda la filosofía occidental.

Se rechaza la idea de que Atenas, “reina de las ciencias”, careciera de ejemplos femeninos. Se cita a Arete de Cirene, hija de Aristipo, discípulo de Sócrates y fundador de la escuela cirenaica. Tras la muerte de su padre, Arete asumió la cátedra pública en la ciudad y llegó a tener 110 discípulos, lo que revela una posición de enorme autoridad. No solo enseñó, sino que también escribió con excelencia, tanto que los griegos la honraron con un elogio memorable: “Tuvo la pluma de su padre, el alma de Sócrates y la lengua de Homero.”

También se menciona a Aspasia de Mileto, compañera de Pericles, reconocida en la tradición por su inteligencia y su dominio de la retórica. Platón la introduce como maestra de Sócrates en el diálogo Menéxeno, atribuyéndole la enseñanza de artes oratorias y políticas. El recurso es claro: si Sócrates, maestro universal y fuente de sabiduría, admite haber aprendido de mujeres, ¿cómo podrían negarse sus capacidades a nivel general?

Sin ir más lejos, la figura de Safo de Lesbos es otra importante, pues cómo es que la isla de Lesbos lleve ese nombre solamente por ella, además de estar como figura en las monedas de Holanda. Corina que venció a Píndaro en una competencia pública de poesía. Erina que escribió un lamento de 300 versos en hexámetros que se equipara perfectamente con los versos de Homero. El mismo Alejandro no sabía si decidirse por estimar más a Homero por la muerte de Aquiles, o de apreciar de tener la suerte del poeta por tener como rival a Erina. 

Sagradas escrituras

Dice que no se detendría en casos particulares de mujeres heroicas, porque podrían interpretarse como simples excepciones fruto de un carácter extraordinario, en lugar de pruebas del mérito del sexo femenino en general. Prefiere evitar que se confundan hechos singulares con casualidades individuales.

Sin embargo, hace una excepción con el ejemplo de Judit (del Antiguo Testamento). Ella, siendo joven y mujer, tomó la iniciativa en un momento en que los hombres estaban acobardados y sin valor, y con gran riesgo logró la salvación de su pueblo. Para Gournay, esto no puede verse solo como una hazaña personal, sino como un favor divino concedido al sexo femenino, un signo de gracia especial de Dios hacia las mujeres.

La Reina de Saba, que viajó a Jerusalén para poner a prueba y reconocer la sabiduría de Salomón. Se subraya que, a pesar de la distancia de mares y tierras, nadie lo conoció mejor que ella, y se sugiere incluso que lo comprendía por una suerte de equivalencia entre su sabiduría y la de él. Es decir, su capacidad intelectual se encontraba en el mismo nivel, o muy cercano, al del rey más sabio de Israel.

Recuerda el caso de María Magdalena. Señala que fue la única persona a la que Cristo dedicó las palabras: «En todo lugar donde se predique el Evangelio, se hablará de ti». Esto convierte a Magdalena en un testimonio permanente del Evangelio, y en una figura central de la transmisión de la fe.

Después resalta que Jesucristo confió a las mujeres el anuncio de su Resurrección antes que a los hombres. Según san Jerónimo, ellas fueron “apóstolas entre los apóstoles”. El ejemplo más claro es cuando Jesús manda a María Magdalena a llevar la noticia a Pedro y a los demás discípulos: un encargo directo, una verdadera misión apostólica.

Gournay compara este privilegio con otros momentos de la vida de Cristo: en su nacimiento, Dios reveló la buena nueva a una mujer (Ana, hija de Fanuel, que lo reconoció en el templo) y a un hombre (Simeón). Más aún, incluso antes, se lo había revelado a Isabel, madre de Juan el Bautista, cuando este saltó en su vientre ante la visita de María. Además, recuerda que las sibilas, figuras femeninas del mundo pagano, fueron las únicas gentiles que profetizaron la venida de Cristo, lo que da un valor especial al sexo femenino.

Rechaza la idea de atribuirle un sexo a Dios. Señala que, aunque en la gramática el nombre se declina en masculino, esto no significa que haya que elegir al hombre por encima de la mujer como sexo privilegiado en la Encarnación. Afirmar lo contrario sería una torpeza filosófica y teológica.

Después, aborda el tema de la Encarnación: si alguien quisiera ver un privilegio masculino en el hecho de que Jesucristo naciera varón, ese privilegio queda compensado y superado por la concepción virginal de María, porque fue en el cuerpo de una mujer donde se realizó ese misterio. Resalta que María es el único ser humano considerado perfecto desde la Caída de Adán y Eva, y que su Asunción la hace única entre todas las criaturas.

Finalmente, lanza un argumento sorprendente: se podría incluso decir que el privilegio de María excede al de Jesucristo en un aspecto. Cristo no necesitaba del sexo para llevar a cabo su misión —pasión, resurrección y redención—, mientras que en el caso de María, su misión (la maternidad divina) sí depende de su condición de mujer. En otras palabras, la función de María como madre del Hijo de Dios le otorga un privilegio intransferible al sexo femenino.

Roma

Por un lado, Plutarco, en su opúsculo Virtudes de mujeres, sostiene que la virtud no cambia de naturaleza según el sexo: la virtud del hombre y la de la mujer son esencialmente la misma. Esta afirmación derriba de raíz la idea de que las mujeres tengan una virtud de “segunda categoría” o distinta por naturaleza, pues coloca a ambos sexos en un plano común de excelencia moral.

Por otro lado, Séneca, en sus Consolaciones, declara que la naturaleza no ha tratado con ingratitud a las mujeres ni ha restringido sus capacidades intelectuales o morales. Al contrario, las ha dotado con igual vigor y con facultades semejantes a las de los hombres para cualquier obra honesta y loable. Aquí, el estoico defiende que no hay una diferencia esencial en la capacidad de obrar con virtud, lo que refuerza la idea de que la supuesta inferioridad femenina no es natural, sino cultural y circunstancial.

Cicerón, llamado “príncipe de los oradores”, sirve de punto de partida. La narración recuerda la elocuencia de Cornelia, madre de los Gracos, célebre por la claridad de su palabra y la fuerza de sus discursos. También se menciona a Lelia, hija de Cayo Lelio —a quien el texto confunde con Sila—, cuya capacidad retórica fue reconocida en Roma. Estas mujeres son situadas en el mismo nivel de grandeza que los grandes oradores masculinos de la República.

El elogio se amplía al testimonio de Quintiliano, maestro de retórica en el siglo I d.C., quien no dejó de celebrar la virtud de la elocuencia femenina. La hija de Lelio y la hija de Hortensio se convierten así en modelos incluidos en un repertorio pedagógico de prestigio, lo que legitima que las mujeres pudieran ser consideradas ejemplos en la enseñanza del arte de hablar.

Patrística

Teodoreto de Ciro, un teólogo y obispo del siglo V, conocido por su obra Oración de la fe y por sus escritos contra herejías. La autora señala que en ese texto Teodoreto muestra de buen grado una opinión favorable hacia las mujeres, pues su juicio resultaba “muy plausible”. Es decir, incluso en el ámbito patrístico, donde muchas veces predominaba la visión restrictiva del rol femenino, se encuentran voces que reconocen dignidad y valor al sexo femenino.

Máximo de Tiro, un filósofo del siglo II, quien en sus disertaciones estableció una comparación entre el amor socrático y el de Safo, la gran poeta lírica de Lesbos. La referencia tiene por objeto mostrar que incluso en el terreno del amor filosófico y poético se reconoció la altura de una mujer como Safo, situándola a la par de Sócrates en cuanto a método y profundidad.

Renacimiento

Aludiendo a Tycho Brahe, el astrónomo danés famoso por haber observado la “nueva estrella” de 1572. Se propone que, de haber vivido en aquella época, Brahe habría celebrado con igual entusiasmo la aparición de otro “astro”: Anna Maria van Schurman, erudita holandesa del siglo XVII. Se destaca que esta doncella rivalizaba con las damas de la Antigüedad en elocuencia y poesía, y que poseía un dominio excepcional del latín, además de las lenguas antiguas y modernas y todas las artes liberales. Se la presenta así como un prodigio moderno que confirma la continuidad de la grandeza femenina.

Se invoca a Montaigne, presentado como “el tercer caudillo del triunvirato de la sabiduría y de la moral humana”, junto a Sócrates y Séneca. En sus Ensayos, Montaigne reconoce —aunque con cierta vacilación— que pocas veces se encuentra con mujeres dignas de mandar a los hombres. La autora interpreta estas palabras como una forma indirecta de poner a las mujeres en pie de igualdad con los varones, al admitir que existen casos singulares de excelencia femenina. Además, Gournay sugiere que esta restricción se explica menos por una diferencia natural que por la deficiente educación que se da a las mujeres.

Montaigne, de hecho, también alega en favor de las mujeres en otro lugar de sus Ensayos, citando tanto a Platón, que en su República confiere a las mujeres iguales derechos y funciones que a los hombres, como a Antístenes, discípulo de Sócrates, quien negó toda diferencia en talento y virtud entre ambos sexos. Esta combinación de autoridades refuerza el argumento de que la igualdad femenina no solo fue reconocida, sino defendida dentro del mismo horizonte socrático.

En general, con personajes de su época, menciona Erasmo de Roterdam, Giovanni Bocaccio, Angelo Polizziano, todos ellos se oponen a quienes desprecian el sexo femenino. 

Ley Sálica

En primer lugar, señala que la Ley Sálica, que excluye a las mujeres de heredar la corona, es una particularidad exclusiva de Francia. No es una regla universal, ni siquiera en toda Europa, sino un principio creado solo allí.

En segundo lugar, cuenta un origen legendario: dice que la norma fue inventada en tiempos de Faramundo (rey mítico de los francos). Su propósito no fue por desprecio a las mujeres, sino por razones de guerra: se consideraba que, debido al embarazo y a la crianza, las mujeres tenían un cuerpo menos adecuado para portar armas. La exclusión, entonces, habría sido práctica y militar, más que natural o jurídica.

Después introduce un contraargumento histórico: recuerda que, junto a los pares de Francia (los grandes señores que actuaban como consejeros y jueces del rey), existieron también damas paresas. Estas mujeres tenían mando, privilegios y voz deliberativa igual que los hombres pares. Cita como fuentes a François Hotman (jurista del siglo XVI), a Tillet (autor de la Histoire du roy), y a Matthieu, para respaldar su afirmación.

Recuerda el ejemplo de los lacedemonios (espartanos), descritos por Plutarco como un pueblo valiente que consultaba con sus mujeres tanto los asuntos públicos como los privados. Esto muestra que en sociedades consideradas fuertes y guerreras, las mujeres tenían un papel relevante en la toma de decisiones.

Luego menciona a otros autores de la tradición clásica y humanista que confirman la importancia y la influencia de las mujeres en la vida política y social: Pausanias, Suidas, Fulgosio y Diógenes Laercio. Todos ellos, dice Gournay, ofrecen testimonios que respaldan sus afirmaciones.

Añade que incluso obras de referencia moral y política como el Teatro de la vida humana o el Reloj de príncipes pueden ser citados como apoyo. Estas obras, al reunir ejemplos históricos y máximas de conducta, proporcionan material que confirma que las mujeres no han estado siempre apartadas del poder ni de la deliberación.

En Francia existió la institución de las regencias: cuando un rey moría dejando un heredero menor de edad, la madre (la reina viuda) gobernaba en su lugar. Señala que gracias a esa práctica Francia se salvó muchas veces del desastre, porque sin las regentes el Estado habría quedado a la deriva. Con esto muestra que, de hecho, las mujeres sí gobernaron con eficacia en momentos cruciales.

Después cita a Tácito: los pueblos germanos, famosos por su fuerza y belicosidad, daban la dote a sus mujeres (y no al revés) y en algunos casos incluso eran gobernados exclusivamente por ellas. Asimismo, recuerda el ejemplo literario de Dido, en la Eneida, cuando recibe la corona y el cetro de Ilión: según los escoliastas, esto se debía a que en la Antigüedad las hijas primogénitas podían reinar en las casas reales.

Gournay añade otros ejemplos: los galos antiguos y los cartagineses tampoco despreciaban a las mujeres. Cuando los galos se unieron al ejército de Aníbal para atravesar los Alpes, confiaron a las mujeres galas el arbitraje de sus disputas. Para Gournay, estos casos históricos muestran que la exclusión de las mujeres no es universal, sino una usurpación particular de algunos pueblos.

Si los hombres privan a las mujeres de dignidades y derechos, lo hacen por superioridad de fuerza física, no por mayor valor espiritual o moral. Y esa fuerza física es, en realidad, una virtud baja, propia de las bestias, que superan con creces al hombre en ese aspecto. La verdadera nobleza está en cualidades como la equidad, la integridad, la sabiduría o la prudencia, que no son patrimonio exclusivo de los varones.

La igualdad de los sexos

Afirma que el animal-humano no es ni hombre ni mujer en cuanto a su esencia. Los sexos no determinan especies distintas, sino que fueron creados únicamente para la procreación. La verdadera forma distintiva del ser humano es el alma racional, compartida por ambos.

Con un toque de humor, dice que entre hombre y mujer la diferencia es tan mínima como entre un gato y una gata, recordando un “cuodlibeto” (disputa académica) donde se decía que “no hay nada más parecido a un gato sobre una ventana, que una gata”. Es una forma de relativizar la diferencia sexual.

Después sostiene que hombre y mujer son uno solo: si se quisiera decir que uno es “más que” el otro, habría que concluir también que el otro es “más que” el primero, porque se complementan hasta el punto de formar una unidad. Recurre a la Biblia para fundamentarlo: en la creación, Dios hizo al hombre como varón y mujer, los dos contando como una sola entidad.

Incluso cita a Jesucristo: aunque es llamado Hijo del hombre, nació solo de mujer (la Virgen María), lo cual prueba que la humanidad está representada por ambos sexos en unidad.

Apela a la autoridad de San Basilio, quien en su Hexamerón afirma que la virtud del hombre y de la mujer es la misma, porque Dios los creó con igual dignidad y honor. De allí concluye Gournay que, si la naturaleza y la creación son las mismas, también lo son las acciones, y por lo tanto la estima y la recompensa deben ser iguales para ambos cuando sus obras son iguales.


Conclusión

El Tratado de la igualdad de hombres y mujeres de Marie de Gournay, dedicado a Ana de Austria, combina elogio cortesano y argumento filosófico-teológico para defender la dignidad femenina. A través de símbolos como el sol, ejemplos de la Antigüedad, la Biblia y la patrística, Gournay demuestra que la inferioridad de la mujer es una construcción cultural sin fundamento natural ni divino. Afirma que la verdadera grandeza está en la virtud y la razón, comunes a ambos sexos, y que negar a las mujeres igualdad en dignidad, educación y méritos sería no solo injusto, sino también contrario a la fe cristiana. Su escrito se erige así en una defensa temprana y valiente del feminismo, en la que la reina es presentada como modelo y espejo de todas las mujeres.

jueves, 25 de septiembre de 2025

Marie de Gournay - La vida de la doncella de Gournay (1616)

El que tenemos aquí es un texto autobiográfico, quizás el primero realizado por Marie de Gournay. Solicitado por el rey Jacobo I, Marie de Gournay resuelve hablar sobre sí misma. Sin embargo, dicha petición que tenía por objeto enaltecerla en un conjunto de biografías de grandes personajes, se iba a transformar, en realidad, en un medio para ridiculizarla. Se dice que terminó este escrito en seis semanas, pero con un valor político y filosófico tremendo. Veamos a Marie de Gournay

LA VIDA DE LA DONCELLA DE GOURNAY

Dedicatoria al señor Thevenin

Marie de Gournay responde a acusaciones que circularon en París sobre un supuesto relato autobiográfico suyo, adornado con “ridículas vanidades” y falsamente atribuido a su autoría. Ella aclara que jamás redactó ni envió tal texto y denuncia que todo fue producto de una intriga en su contra. 

La narración pone en evidencia la vulnerabilidad de una mujer escritora en el siglo XVII. Gournay explica que dos hombres que le guardaban enemistad manipularon un escrito legítimo suyo, valiéndose de engaños para obtenerlo y falsificarlo. La propia autora señala la motivación detrás de este ataque: su carácter recto, que le impedía halagar o injuriar en contra de su conciencia. 

La mención a Montaigne es clave: el ardid consistió en pedirle su biografía y la de su “segundo padre”, lo que le otorgaba un doble valor al relato. La relación con Montaigne era un capital simbólico fuerte para Gournay, y sus adversarios buscaron explotar esa conexión con fines espurios. Aquí se percibe cómo la figura de Montaigne se convierte en un terreno de disputa, tanto para reforzar la autoridad de Gournay como para atacarla.

El texto también muestra una dimensión jurídica. Gournay relata que denunció la situación a la justicia, lo que forzó a los implicados a devolverle una copia y a suscribir con su firma la versión auténtica, desmintiendo la falsificación. 

Insiste en la gravedad del daño que una biografía falsificada podía causar a su reputación, particularmente dada su condición de mujer escritora en una sociedad donde el honor y la virtud femenina eran vigilados con especial severidad. Habla incluso de un “verdadero asesinato a la reputación”, expresión que subraya lo irreparable que sería para ella ser recordada bajo un retrato apócrifo cuando ya no pudiera defenderse en vida. El tema de la memoria póstuma se entrelaza aquí con la preocupación por el control de su legado literario.

Gournay explica que, como ya no era posible recuperar el primer texto entregado a sus enemigos, hubo de aceptar una solución intermedia: que los mismos falsificadores firmaran la copia auténtica que ella conservaba. Este recurso legal y simbólico funcionaba como un certificado de autenticidad, diseñado para disuadir dudas futuras sobre la veracidad de su relato. Al decidir añadir esta copia al final de su libro Les advis ou les presens de la demoiselle de Gournay (1641), la autora convierte su defensa personal en un gesto editorial: transforma una polémica privada en un acto público de legitimación.

Advierte que, una vez muerta, el riesgo de que circulen versiones falsas se incrementaría, por lo que deposita su confianza en dos figuras: por un lado, el propio Thevenin, destinatario de la carta, cuya prudencia y virtudes morales invoca; por otro, Jacques Le Pailleur, erudito y amigo de confianza, a quien lega sus papeles y manuscritos. De este modo, construye una red de guardianes de su memoria, conscientes de que el futuro de un escritor depende no solo de lo que escribió, sino de cómo se custodian y transmiten sus textos.

La carta, escrita para acompañar la publicación, tiene un tono solemne y casi testamentario. Más que un mero preámbulo, es una puesta en escena de sí misma como autora digna y consciente de su lugar en la historia, que no deja al azar la forma en que será recordada. La estrategia de insertar su versión “verdadera” en un libro impreso evidencia que comprendía bien el poder de la edición y la circulación textual como armas contra la difamación.

Copia de la vida de la doncella de Gournay

Marie nos cuenta de sí misma. Hija primogénita de Guillaume de Jars y Jeanne de Hacquevile. El apellido provenía del burgo de Jars. El burgo de Jars es una pequeña localidad francesa situada en la región de Centro-Valle de Loira, en el actual departamento de Cher, cercana a la ciudad de Sancerre. El término burgo (del francés bourg) designa históricamente a una villa o núcleo habitado con cierta importancia económica o administrativa, aunque no necesariamente una ciudad fortificada.

En el caso de Jars, se trataba de un asentamiento medieval ligado a la región vitivinícola de Sancerre, con familias nobles que poseían tierras y derechos locales. De hecho, el apellido “de Jars” o “de Iars” proviene de allí, y varias familias de baja y mediana nobleza. La familia fue perdiendo tierras, rentas o privilegios feudales que habían heredado de sus antepasados. Esto podía deberse a guerras, mala administración, ventas forzadas para pagar deudas o simplemente a la fragmentación de la herencia entre varios descendientes. Dejaron de ser una nobleza propiamente feudal o guerrera, es decir, ya no podían sostener el estilo de vida de señores rurales ni mantener su condición de hidalgos armados.

En lugar de vivir de sus tierras, se trasladaron a centros urbanos donde podían encontrar oficios, empleos administrativos o posiciones ligadas a la burocracia real o local.

Guillame de Jars fue nombrado tesorero del rey, responsable de la capitanía y el gobierno de algunas haciendas antiguamente. No era un cargo de primer rango en el aparato del Estado, pero sí indicaba confianza y acceso a la corte. Implicaba responsabilidades de manejo de rentas, sueldos y abastecimientos de la casa del monarca.

En varias zonas del norte de Francia, los ingleses habían edificado castillos, granjas fortificadas y haciendas que, una vez recuperadas por la Corona francesa, quedaban bajo la administración real. Guillaume de Jars se desempeñaba como gobernador o capitán responsable de esas propiedades, es decir, las gestionaba en nombre del rey.

Sus padres

El padre de Marie de Gournay, Guillaume de Jars, a pesar de provenir de una familia noble venida a menos, consiguió mantener una posición respetable gracias a los cargos que ocupó. Fue nombrado tesorero de la casa del Rey y administrador de haciendas que habían pertenecido a los ingleses durante la Guerra de los Cien Años, en lugares como Rémy, Moyenneville y Gournay. Aunque llegó a ejercer funciones de mayor importancia, estas fueron temporales o por encargo, lo que limitó la consolidación de su influencia. Sin embargo, su reputación de hombre honrado y prudente permitió que su familia viviera en un estado de relativa comodidad durante su vida.

La madre de Marie provenía también de un linaje noble, pero más próspero. Esa unión fortaleció los lazos de los de Jars con otras familias de buena posición, tanto francesas como extranjeras, todas católicas. Gracias a la dote de la madre y a los esfuerzos laborales del padre, el hogar de Marie pudo sostenerse con cierta holgura. Esta situación les permitió mantener una apariencia de estabilidad social, a pesar de que el patrimonio familiar había sufrido un declive progresivo.

La muerte del padre marcó un punto de quiebre. Si bien dejó a su esposa e hijos en una posición acomodada, los estragos de las guerras civiles y religiosas en Francia, sumados a otros infortunios, pronto redujeron considerablemente la prosperidad de la familia. La viuda tuvo que enfrentar sola el cuidado de seis hijos, de los cuales la mayoría falleció tempranamente, reflejo de la dureza de la época y de la fragilidad de la infancia en aquel tiempo.

Marie quedó huérfana de padre siendo niña, lo que agudizó su vulnerabilidad. Sin embargo, su madre la acompañó hasta que alcanzó los veinticinco años de edad, ejerciendo una influencia fundamental en su formación y en la protección de su vida. De ese modo, aunque rodeada de pérdidas y limitaciones económicas, Marie pudo desarrollarse en un entorno donde todavía persistían valores de nobleza, honor y cultura, que más adelante marcarían su destino como escritora y como “fille d’alliance” de Montaigne.

Estudios

Mientras permanecía bajo la tutela de su madre, Marie de Gournay emprendió un aprendizaje solitario y casi clandestino. Estudió las letras robando horas al descanso y a las labores domésticas, movida por una voluntad firme que contrastaba con la indiferencia de su madre hacia los estudios. Su interés la llevó incluso a aprender latín sin la ayuda de gramáticas ni de maestros: comparaba por sí misma los libros traducidos al francés con sus versiones originales en latín, descubriendo las correspondencias y entrenando su intelecto a través de la confrontación directa con los textos. Este método autodidacta, laborioso y exigente, marcó su formación y mostró desde temprano la fortaleza de su carácter.

La falta de apoyo materno se acentuó después de la muerte de su padre en Picardía. Bajo la autoridad de su madre, Marie fue llevada a Gournay, un lugar apartado de cualquier centro intelectual. Allí no tenía acceso a maestros ni a círculos de conversación culta, lo que la obligó a depender únicamente de su ingenio y constancia. A pesar de las condiciones adversas, cuando alguien le explicó los rudimentos de la gramática griega, Marie avanzó con rapidez en su aprendizaje. Sin embargo, con el tiempo abandonó ese esfuerzo, al comprender que dominar completamente la lengua le parecía una meta demasiado difícil y lejana.

En esos años tempranos, su vida estuvo marcada por grandes dificultades y penalidades materiales, que nunca dejaron de acompañarla. Pese a ello, su propósito en el estudio de las letras fue siempre claro: no buscaba erudición vana ni una acumulación de saber enciclopédico, sino orientarse a la filosofía moral y a su comprensión. Ese enfoque revela no solo la impronta humanista de su formación autodidacta, sino también el deseo de forjar en sí misma un criterio ético y reflexivo que le permitiera afrontar la adversidad y, más adelante, dialogar de igual a igual con pensadores como Montaigne.

Su encuentro con los Ensayos

Hacia los dieciocho o diecinueve años, Marie de Gournay descubrió por azar los Ensayos de Montaigne. En ese tiempo la obra aún no gozaba de gran reputación, pues era reciente y poco difundida, pero ella supo reconocer en sus páginas un valor excepcional. Ese discernimiento precoz resultaba extraordinario en una joven de su edad y en un siglo poco dado a producir —y menos aún a apreciar— frutos de tal originalidad. Desde el primer momento, los Ensayos la cautivaron al punto de despertar en ella un vivo deseo de conocer personalmente a su autor y de alcanzar su benevolencia, como si en ello se jugara la posibilidad de su mayor gloria y felicidad en la vida.

Pasaron dos o tres años desde aquella primera lectura cuando se dispuso a escribir a Montaigne. Fue entonces cuando recibió, para su enorme disgusto, la falsa noticia de su muerte. La joven sintió que con ello se segaban de raíz sus esperanzas de conversación y amistad con un espíritu que consideraba único, y experimentó una profunda sensación de vacío intelectual y afectivo. Sin embargo, poco después llegaron noticias contrarias: Montaigne seguía vivo y, además, se encontraba en París, ciudad donde Marie residía temporalmente junto a su madre.

Aprovechando la ocasión, le envió sus saludos y le expresó el aprecio que sentía tanto por su persona como por su libro. Montaigne, agradecido, acudió al día siguiente a visitarla. Allí nació una relación entrañable: él le brindó el afecto y la protección de un padre hacia una hija, y ella recibió aquel gesto con entusiasmo, reconociendo la profunda afinidad de sus almas. Para Marie, ese encuentro significó la realización de un anhelo íntimo que la acompañaba desde la primera lectura de los Ensayos: establecer una alianza intelectual y moral que, más allá de las diferencias de edad, costumbres e inclinaciones, uniera sus destinos en el terreno de la filosofía.

Durante ocho o nueve meses, Montaigne permaneció en París, tiempo en el que ambos cultivaron esa amistad generosa y filosófica. Fue un vínculo único, en el que la joven discípula halló no solo el modelo intelectual que había soñado, sino también un lazo afectivo que marcó su vida y obra de manera indeleble.

Cuando Montaigne regresó a Guyena, las guerras de la Liga Católica —que asolaban Francia en esos años— lo obligaron a permanecer en su tierra natal, en fidelidad y obediencia al rey. Fue allí donde, tras tres años, encontró la muerte. Para Marie de Gournay, aquella noticia significó un dolor incomparable: se apagaba no solo el amigo y maestro que había orientado su espíritu, sino también el vínculo más profundo y fecundo que había conocido hasta entonces.

Un año y medio después, la viuda de Montaigne y su hija única, recordando el estrecho lazo que el filósofo había cultivado con la joven, decidieron confiarle una tarea de inmenso valor: le enviaron los Ensayos, rogándole que asumiera la responsabilidad de su publicación. Para entonces, Marie ya había perdido también a su madre y vivía en París, próxima a algunos asuntos familiares y parientes. Recibir aquella encomienda fue tanto un honor como una prueba de confianza, pues la reconocía como la “hija adoptiva” espiritual de Montaigne y como la persona más apta para custodiar su legado.

La invitación se completó con una solicitud personal: que acudiera a visitarlas para compartir plenamente la amistad que el difunto había forjado con ella. Marie aceptó sin vacilar y pasó quince meses junto a la viuda y la hija de Montaigne, tiempo en que el afecto se consolidó en una relación casi familiar. Particularmente estrecho fue el lazo con la hija de Montaigne, quien llegó a quererla más que a una hermana, unida además por su naciente inclinación hacia las musas y la vida literaria.

Tras esa convivencia, la amistad se prolongó a través de la correspondencia epistolar. Marie se convirtió así no solo en heredera simbólica del pensamiento de Montaigne, sino también en parte de su círculo más íntimo, aceptada por su propia familia como depositaria del espíritu que había animado al filósofo. En adelante, la edición de los Ensayos marcaría un antes y un después en su vida, dándole un lugar propio en el mundo de las letras francesas.

Luego, tras el regreso de Montaigne a Guyena, la situación política de Francia se encontraba en pleno desorden por las guerras de la Liga Católica, que enfrentaban a católicos intransigentes con los partidarios del rey Enrique IV. Estos conflictos lo retuvieron en su tierra natal, donde permaneció al servicio de la Corona hasta su muerte, ocurrida tres años más tarde. La noticia sumió a Marie de Gournay en un dolor inmenso, pues perdía no solo a su maestro, sino también al amigo que había transformado su vida y abierto para ella el horizonte de la filosofía.

Un año y medio después, la viuda e hija de Montaigne recurrieron a Marie para confiarle el mayor tesoro que conservaban: los Ensayos. Por entonces, Gournay ya había quedado huérfana de madre y vivía en París, cerca de algunos parientes y de sus propios asuntos. Ellas le enviaron la obra con un ruego expreso: que se encargara de preparar una nueva publicación, convencidas de que Montaigne mismo la había señalado, en vida, como su continuadora intelectual. Además, la invitaron a visitarlas, deseando prolongar la amistad que el difunto había cultivado con ella.

Marie aceptó y permaneció con ellas durante quince meses. En ese tiempo, el vínculo se estrechó profundamente, sobre todo con la hija de Montaigne, que la llegó a querer más que a una hermana. Ambas compartían la inclinación hacia las letras y un naciente amor por las musas, lo que cimentó una relación afectiva e intelectual duradera. Tras aquella estancia, la amistad continuó a través de una abundante correspondencia epistolar.

De este modo, Marie de Gournay no solo heredó simbólicamente la voz de Montaigne, sino que también fue reconocida por su propia familia como la depositaria de su obra. Esa confianza se concretó en la edición de los Ensayos, que marcaría un punto decisivo en la difusión del pensamiento de Montaigne y en la proyección pública de la propia Gournay como escritora y mujer de letras.

En el cierre de su vida y de su obra, Marie de Gournay dejó un breve pero poderoso párrafo que funciona como testamento literario. Allí reivindicó su autoría y defendió con firmeza la integridad de su escritura frente a las insolencias de un siglo que, según ella, ofendía la honra de los autores día tras día. Este es el texto:

“Este libro me sobrevive, prohíbo a toda persona, sea quien sea, añadir en ningún caso, abreviar o cambiar nada, sean palabras o contenidos, bajo pena para quienes lo hicieran de ser tenidos por violadores de un sepulcro inocente a los ojos de la gente de honor. Y al mismo tiempo, suprimo todo aquello que haya podido escribir fuera de este libro, excepto el prólogo de los Ensayos en la forma en que lo hice imprimir en el año mil seiscientos treinta y cinco. Las insolencias, véanse los crímenes contra la honra, que en este impertinente siglo todos los días veo hacer en casos semejantes, me impulsan a lanzar esta advertencia.”



Así termina la vida de la doncella de Gournay, que sería la autobiografía de Maride Gournay. 


Conclusión

La Copia de la vida de la doncella de Gournay se erige como un testimonio singular de la lucha de Marie de Gournay por afirmar su voz en un siglo hostil a la presencia femenina en las letras. Lejos de ser una autobiografía ingenua, es un texto marcado por la vindicación y la defensa de su honor, donde la autora narra su origen, sus estudios autodidactas, su encuentro con Montaigne y la misión de custodiar los Ensayos. El escrito no solo muestra la fragilidad de una mujer escritora expuesta a intrigas y falsificaciones, sino también la firmeza de un espíritu que convirtió la adversidad en motivo de resistencia intelectual. Al clausurar su obra con una advertencia solemne contra cualquier alteración de sus palabras, Gournay convierte su autobiografía en un acto jurídico, moral y literario a la vez: un testamento de dignidad que asegura la autenticidad de su memoria y reclama un lugar legítimo en la historia de las letras francesas.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

Marie de Gournay - Vida y obra (1565 - 1645)

Marie de Gournay (1565–1645) fue una escritora, filósofa y editora francesa, reconocida como una de las primeras defensoras de la igualdad entre hombres y mujeres. Discípula adoptiva y heredera literaria de Michel de Montaigne, se encargó de la publicación póstuma de los Ensayos, asegurando su difusión y prestigio. En su propia obra, destacó por sus reflexiones sobre la educación, la justicia y la dignidad femenina, siendo pionera del feminismo moderno a través de textos como La igualdad entre hombres y mujeres y El agravio de las damas. Su vida, marcada por la independencia intelectual en un contexto adverso para las mujeres, la convierte en una figura fundamental del pensamiento humanista y de la historia de las letras francesas.

MARIE DE GOURNAY

Antecedentes

Linaje

La familia de Marie pertenecía a la pequeña nobleza provincial francesa, un estamento que gozaba de prestigio social pero que carecía de los privilegios económicos de la gran aristocracia. Esto explica que, aunque llevaban un título y tenían tierras, su posición era frágil y vulnerable frente a los cambios de fortuna.

El linaje paterno, los Le Jars, estaba vinculado a la nobleza menor con propiedades en torno a París. De su padre, Guillaume Le Jars, sabemos que mantuvo esa condición nobiliaria honorable, pero sin cargos destacados en la corte ni gran fortuna. Su muerte temprana dejó a la familia con una base patrimonial limitada.

El linaje materno, los de Hacqueville, también provenía de un origen noble modesto. Su madre, Jeanne de Hacqueville, decidió llevar a sus hijos a Gournay-sur-Aronde (en Picardía), donde estaban las raíces de su familia y donde podían asegurar un entorno más estable. De este lugar Marie adoptó su apellido literario: de Gournay.

Marie tuvo varios hermanos, aunque las fuentes no suelen profundizar en ellos. Se sabe que, al ser mujer y además la hija menor, su acceso a la educación formal fue más restringido que el de sus hermanos varones. Aun así, se distinguió desde joven por su carácter independiente y su vocación intelectual, que desarrolló de manera autodidacta.


Padres

De sus padres no se conservan demasiados detalles, pero sí algunos elementos que ayudan a comprender el entorno en el que creció Marie de Gournay.

Su padre, Guillaume Le Jars, pertenecía a la nobleza provincial, lo que le daba un cierto rango social sin llegar a ser parte de la gran aristocracia. No parece haber ocupado cargos relevantes en la corte o en la administración, y su patrimonio era más bien modesto. Su muerte, ocurrida cuando Marie era aún muy joven, significó no solo la orfandad temprana, sino también la pérdida de una figura protectora que podía haber asegurado mayor estabilidad económica y social a la familia.

Su madre, Jeanne de Hacqueville, provenía de una familia igualmente vinculada a la pequeña nobleza, y fue quien mantuvo unida a la familia tras enviudar. Todo indica que se trataba de una mujer de carácter fuerte, capaz de administrar las propiedades y de velar por la educación de sus hijos en un contexto en el que las mujeres tenían un margen limitado de acción. Gracias a ella, la familia se instaló en Gournay-sur-Aronde, lugar de origen materno, lo que le permitió a Marie adquirir el título “de Gournay” que conservaría como marca de identidad literaria.

La información sobre ellos es escasa en las fuentes, porque la notoriedad histórica se concentró en Marie misma; sin embargo, lo que se sabe muestra que provenía de un hogar noble, honroso pero sin gran riqueza, donde el temprano fallecimiento del padre y el rol protector de la madre fueron determinantes en su formación.

Infancia

La infancia de Marie de Gournay transcurrió principalmente en Gournay-sur-Aronde, la localidad de Picardía a la que su madre trasladó a la familia tras enviudar. Allí creció rodeada de un ambiente noble pero austero, sin los lujos de la alta aristocracia. La falta de abundancia económica y el peso de la orfandad paterna marcaron su niñez con un aire de disciplina y sobriedad.

Se dice que durante su juventud temprana, en esa casa de Gournay, convirtió la lectura en su principal refugio. Mientras sus hermanos varones estaban destinados a la vida social o militar, ella pasaba largas horas dedicada a los libros, con un fervor casi obsesivo. 

Juventud

En su juventud temprana, ya instalada en Gournay-sur-Aronde, Marie de Gournay fue ampliando su formación autodidacta. Además del francés y el latín, se interesó por las traducciones de textos italianos y por la tradición moral y filosófica de la Antigüedad. Sin maestros formales, construyó su propio camino de estudio, motivada por la convicción de que la inteligencia femenina no era inferior a la masculina, idea que empezaba a germinar en ella desde esos años.

El momento decisivo llegó cuando, hacia finales de la adolescencia, cayó en sus manos un ejemplar de los Ensayos de Michel de Montaigne en 1583. Aquella lectura fue para ella una auténtica revelación: sintió que el autor expresaba con claridad y libertad lo que ella misma anhelaba pensar y decir. Impresionada por el estilo, la profundidad y el espíritu de Montaigne, lo llamó “padre espiritual” sin haberlo aún conocido.

En 1586, con apenas 21 años, Marie de Gournay tomó una decisión audaz para una mujer de su tiempo: dejó la casa familiar en Beauvaisis y se instaló sola en París. Ese traslado marcó un paso decisivo hacia su independencia intelectual, pues París le ofrecía acceso a círculos literarios, librerías y un ambiente cultural mucho más dinámico que el de la provincia.

Dos años más tarde, en 1588, después de haber leído con fervor los Ensayos (se dice que se desmayó de la emoción) con su primera lectura, Marie escribió una carta a Michel de Montaigne expresándole su “ardiente deseo” de conocerlo. Montaigne, que estaba en París para supervisar la impresión de una nueva edición de su obra, aceptó verla. El encuentro se produjo al día siguiente: Marie tenía 23 años y Montaigne 55.

Considerando el contexto, París era una ciudad vibrante, caótica y peligrosa a la vez. Francia estaba sumida en las Guerras de Religión entre católicos y protestantes, un conflicto que marcaba la vida política y social con tensiones constantes. Ese mismo año se celebraban los Estados Generales de Blois, y la ciudad estaba dominada por la Liga Católica, que se enfrentaba al rey Enrique III y, más tarde, a Enrique de Navarra (futuro Enrique IV). Era un ambiente de inseguridad política, con conspiraciones, violencia callejera y un clima de inestabilidad que afectaba incluso a la vida intelectual.

París, sin embargo, también era el centro editorial de Francia. Allí funcionaban las imprentas más importantes, y en ese año Montaigne se encontraba en la ciudad para supervisar la publicación de la tercera edición de sus Ensayos, la más extensa y madura. Los talleres tipográficos, las librerías y los círculos literarios bullían de actividad, a pesar del trasfondo bélico y religioso. Para alguien como Marie de Gournay, este París era al mismo tiempo un lugar de riesgo y una oportunidad: la capital ofrecía acceso a libros recién impresos, a debates, y a la posibilidad de entrar en contacto con escritores de renombre.

En ese escenario aparece Marie, joven provinciana de apenas 23 años, recién instalada en París desde 1586. Mientras la ciudad ardía en intrigas políticas y religiosas, ella se refugiaba en los libros y en su búsqueda de un maestro intelectual. En ese momento decisivo descubre la nueva edición de los Ensayos y siente que debe conocer a su autor. Así, en medio del tumulto de una ciudad desgarrada, ocurre el encuentro entre la joven autodidacta y el filósofo experimentado: un encuentro que parecería improbable, pero que fue posible gracias a la coincidencia histórica de Montaigne en París en ese preciso año.


Relación con Montaigne

Montaigne aceptó verla y el encuentro se produjo al día siguiente, en París. Ella tenía veintitrés años y él cincuenta y cinco. A pesar de la diferencia de edad y de experiencia, se estableció entre ambos una complicidad inmediata, fundada en el respeto intelectual y en la afinidad de espíritu. Montaigne quedó impresionado por la cultura autodidacta de la joven, y ella se sintió reconocida en un mundo que solía negar a las mujeres cualquier autoridad en las letras.

Desde ese momento, la relación adoptó un carácter que ambos definieron como filial y espiritual. Montaigne la llamó su fille d’alliance —hija de alianza—, fórmula que expresaba un lazo más fuerte que la simple amistad y distinto del parentesco biológico. Para Marie, Montaigne se convirtió en un padre intelectual, alguien que no solo legitimaba su vocación literaria, sino que también le ofrecía un modelo de libertad y de sinceridad filosófica. Esta relación fue para ella una fuente de orgullo y de impulso, pues significaba que su inteligencia encontraba eco en uno de los pensadores más reconocidos de su tiempo.

El vínculo no se limitó a aquel primer encuentro en París. Montaigne llegó a visitar el señorío de Gournay, donde compartió tiempo con Marie y conversaron largamente sobre literatura, filosofía y moral. Ella evocó esos momentos en su obra Le Promenoir de Monsieur de Montaigne, testimonio de la admiración y la intimidad intelectual que los unió. Más allá de lo personal, esa relación también fue un puente que conectó a Marie con los círculos intelectuales de la época, brindándole una legitimidad que le hubiera sido muy difícil alcanzar sola.

En discursos y textos posteriores, Montaigne (o quienes editan sus obras) la coloca en pie de igualdad con grandes hombres del mundo intelectual. Se afirma que “élevée au rang des plus grands hommes” es una distinción que le reconocen como una figura intelectual tan digna como aquellas celebradas en su tiempo.

Otras referencias elogiosas atribuidas a Montaigne indican que su afecto por ella era “más que paterno” (“plus que paternel”). Esa expresión sugiere que su cariño no era el mero apego convencional entre maestro e discípulo, sino algo más profundo e intenso, que reconocía en Gournay una interlocutora intelectual con quien compartía un vínculo único.

Muerte de Montaigne

Curiosamente, Gournay no se enteró de su deceso de inmediato: según la mayoría de las fuentes, transcurrieron unos tres meses antes de que Justus Lipsius le comunicara la noticia. En esa época, la viuda de Montaigne, Françoise de la Chassaigne, le hizo llegar a Marie uno de los ejemplares personales anotados de los Essais (denominado “Exemplar”), solicitándole que se encargara de su edición póstuma. Según algunas crónicas, después de la muerte de Montaigne, Marie de Gournay pasó quince meses en el castillo de Montaigne, en presencia de Françoise y de la hija del matrimonio, Léonor.

Tras la muerte de Montaigne en 1592, la relación adquirió un nuevo sentido: Marie asumió la misión de preservar y difundir su legado. Se convirtió en la editora de los Ensayos, cuidando con rigor la publicación de nuevas ediciones, corrigiendo errores y añadiendo notas que aseguraran la fidelidad al pensamiento del autor. Gracias a su dedicación, la obra de Montaigne alcanzó una difusión y una recepción que la consolidaron como uno de los pilares de la literatura francesa.  

Pero su labor no fue limitada a esa primera edición. A lo largo de los años siguientes revisó y amplió nuevas ediciones de los Essais, corrigiendo errores de versiones anteriores, añadiendo notas explicativas, precisando las fuentes latinas que Montaigne citaba y mejorando las tablas de contenido. Además, su prefacio pasaba por varias versiones con mejoras y defensas más elaboradas del pensamiento montaigniano, en especial frente a críticas que pudieran surgir.

Durante esas décadas en París, Gournay también hizo esfuerzos por sostener su vida intelectual: escribió, tradujo autores clásicos (Cicerón, Virgilio, Tácito, Ovidio, entre otros) y se implicó en debates literarios y filosóficos de su tiempo.

La edición de 1598 parece incorporar pequeñas modificaciones respecto a la edición de 1595: correcciones de errores, ajustes tipográficos o de estilo, y posiblemente mejoras en la presentación del texto para hacerlo más fluido o legible. No se trata de una transformación radical, sino de una puesta al día de la edición original que ella preparó. 

Uno de sus aportes más visibles es el prefacio que Gournay añadió en 1598. En el índice aparece como “Preface … (1598)”, lo que sugiere que ella reconsideró sus argumentos, su presentación de Montaigne y cómo exponer su defensa literaria para ese contexto editorial renovado. Comparar el prefacio de 1595 con el de 1598 puede mostrar cómo fueron refinándose sus ideas retóricas y su visión del papel de Montaigne y de ella como editora.

Aunque revisada, la edición de 1598 sigue en gran medida el texto que Marie estableció en 1595. Es decir, su edición de 1595 continúa siendo la base textual, y la de 1598 opera como una versión corregida, no como un replanteamiento radical del texto montaigniano. 

Trabajo literario

En 1622 publicó uno de sus textos más famosos, Égalité des hommes et des femmes (“La igualdad entre los hombres y las mujeres”), defendiendo los derechos educativos y el valor intelectual femenino.

Además, Gournay logró entrar en los círculos cortesanos e intelectuales parisinos: trabajó para miembros de la corte —la reina Margarita, María de Médicis o incluso Luis XIII— y recibió una modesta pensión concedida por el cardenal Richelieu hacia mediados de su vida.

En 1634 publicó L’Ombre de la Demoiselle de Gournay, una colección de sus escritos existentes, y en 1641 ofreció una edición más ambiciosa de sus “Consejos u ofrendas” (Les Advis ou les Presens de la Demoiselle de Gournay) que excedía mil páginas.

Pensamiento

Uno de los ejes centrales de su pensamiento es la defensa de la igualdad moral e intelectual entre los sexos. En su Égalité des hommes et des femmes (1622) sostiene que los hombres y las mujeres tienen la misma naturaleza racional, porque han sido creados con la misma dignidad y honor divino. Para ella, las diferencias que se observan no son producto de la naturaleza (o la voluntad de Dios), sino más bien de las restricciones sociales: la educación desigual que se imparte a niñas y niños, los prejuicios establecidos y el silencio impuesto a las mujeres. 

Marie rechaza la idea de que la inferioridad femenina tenga soporte en la biología. En uno de sus textos afirma que “estrictamente hablando, el ser humano no es ni masculino ni femenino”: los sexos distintos existen solo para la reproducción, pero el alma (y la inteligencia) es común a ambos. En Grief des dames denuncia que las mujeres han sido sistemáticamente privadas de acceso a la educación y al espacio público, lo que las ha excluido del ejercicio político e intelectual. 

Otro aspecto clave de su pensamiento es el análisis de los mecanismos sociales e ideológicos que legitiman la opresión de género. Gournay argumenta que muchas injusticias hacia las mujeres no se sustentan en argumentos teológicos ni naturales, sino en convenciones literarias, prejuicios literarios, filosofías clásicas mal interpretadas y discursos misóginos. Ella busca desmontar esos discursos desde el interior, recurriendo a las mismas fuentes (autores clásicos, textos bíblicos, escritas por hombres) para mostrar cómo esas fuentes no prueban la inferioridad femenina si se leen con justicia. 

Marie de Gournay también denuncia la calumnia, la difamación y el rumor como armas letales usadas contra mujeres que osan expresarse públicamente. En su visión moral, la pérdida de reputación es un quebranto profundo al honor, y muchas mujeres han sido silenciadas o injuriadas por lo mismo. 

Para Gournay, la educación es clave para que las mujeres puedan ejercer su igualdad. Si se les diera la misma instrucción que a los hombres —en humanidades, literatura, filosofía— no habría razón para que no alcanzaran niveles equivalentes de competencia intelectual. En este sentido, rechaza la idea del matrimonio como destino inevitable: ella misma permaneció soltera para conservar libertad de acción intelectual, pues veía el matrimonio como una institución que podría sofocar la vocación literaria femenina. De hecho, señalaba la institución como un lastre para la mujer. 

Gournay no se limitó a teorizar: ejerció la escritura como oficio, tradujo obras clásicas, editó los Ensayos de Montaigne y participó en debates literarios de su tiempo, intentando que su voz como mujer fuese escuchada entre los intelectuales. 

Su pensamiento también abarca reflexiones literarias y estéticas. En el ámbito del lenguaje critica el purismo extremo que pretende restringir la lengua a fórmulas rígidas: defiende el valor de la metáfora, la figura retórica y la invención literaria como medios legítimos para comunicar verdades profundas. En su rol de editora de Montaigne, trabajó en corregir errores, en cotejar las citas latinas y en enriquecer las ediciones con notas que orientaran al lector; esto muestra su filosofía del texto como algo vivo, que debe dialogar con el lector y facilitar la comprensión. 

Marie de Gournay retoma la tradición humanista del estudio de las virtudes y los vicios, situando la honra (o reputación) como un valor moral muy elevado. En su visión, la calumnia es un vicio corrosivo que destruye la dignidad de la persona. Además, su crítica social no es meramente retórica: alude a la corrupción política, la hipocresía del clero y las injusticias de la corte como males que perjudican tanto a los individuos como al cuerpo social. .

Religión

Su pensamiento se inserta dentro de lo que algunos estudios denominan un humanismo católico: en sus obras ella combina referencias a autoridades clásicas (pensadores grecolatinos) con tratados de los Padres de la Iglesia y textos bíblicos, tratando de armonizar lo pagano y lo cristiano para sustentar sus argumentos éticos, morales y de igualdad de género.

Aunque vivió en tiempos de fuertes tensiones religiosas —las guerras de religión entre católicos y protestantes en Francia—, Gournay no se alineó con el protestantismo. Al contrario, fue conocida por su oposición al movimiento protestante en su contexto, lo cual refuerza su identidad como católica comprometida. 

Además, en su obra Advis à quelques gens d’Église incursiona directamente en debates religiosos, lo que evidencia que su fe no era meramente decorativa, sino que participaba en la esfera pública del pensamiento teológico de su tiempo. 

Podría pensarse akguna relación con respecto a los jesuítas, pues en el año 1610, tras el asesinato del rey Enrique IV, Marie de Gournay publicó una defensa de los padres jesuitas, que enfrentaban acusaciones de haber estado implicados en el asesinato o de tener responsabilidad moral en el acontecimiento. Esa defensa sugiere que ella tenía simpatías intelectuales hacia ellos o al menos voluntad de apoyarlos públicamente frente a críticas.

Muerte

En los años preliminares a su muerte, Marie de Gournay vivió una etapa de recogimiento y consolidación de su obra. Hacia la década de 1630 se dedicó a reunir y revisar sus escritos. En 1634 publicó L’Ombre de la Demoiselle de Gournay, un volumen que recopilaba buena parte de sus textos, y en 1641 dio a la imprenta su obra más ambiciosa, Les Advis ou les Présens de la Demoiselle de Gournay, una compilación de más de mil páginas que incluía ensayos, traducciones, reflexiones morales, críticas literarias y defensas de su figura frente a detractores. Estos últimos años muestran su voluntad de dejar un legado sólido y de reafirmarse como escritora reconocida, pese a las críticas y burlas que soportó durante décadas por su condición de mujer soltera e intelectual.

En lo personal, vivió con pocos recursos materiales, aunque con el respaldo de una pensión otorgada por Richelieu y con ciertos vínculos cortesanos que le dieron cierta estabilidad. Aun así, se mantenía rodeada de un círculo limitado de amistades fieles y de algunos discípulos que reconocían su labor. Su vida se caracterizó por la austeridad y la perseverancia: nunca abandonó la defensa de Montaigne ni su propia causa de igualdad entre los sexos, lo que la convirtió en una voz persistente dentro del humanismo francés.

Marie de Gournay murió en París, el 13 de julio de 1645, a la edad de 79 años. Fue sepultada en la iglesia de Saint-Eustache, en el corazón de la capital francesa. Su muerte pasó casi en silencio para sus contemporáneos, pues ya no tenía la notoriedad que había alcanzado décadas atrás. Sin embargo, su obra quedó como testimonio de una vida dedicada a las letras y a la defensa de la dignidad de las mujeres, consolidándola con el tiempo como una de las figuras precursoras del pensamiento feminista y una editora decisiva para la posteridad de Montaigne.

Conclusión

La vida y obra de Marie de Gournay reflejan la audacia de una mujer que, en un tiempo adverso para la voz femenina, supo hacerse un lugar en la república de las letras: discípula y editora de Montaigne, traductora de los clásicos, defensora incansable de la igualdad entre hombres y mujeres, y autora de ensayos morales y literarios que la sitúan como precursora del feminismo moderno. Su existencia, marcada por la independencia, la austeridad y la perseverancia, dejó como legado una obra vasta y una lección de dignidad intelectual que trasciende su siglo y la convierte en figura indispensable del humanismo europeo.