jueves, 10 de julio de 2025

El asno de Buridán

El asno de Buridán

El asno de Buridán es una famosa parábola filosófica que ilustra el problema de la indecisión racional o la parálisis por análisis, atribuida tradicionalmente al filósofo escolástico Jean Buridan (s. XIV), aunque él mismo nunca la formuló exactamente así.

El caso plantea interrogantes filosóficos profundos, especialmente en torno al libre albedrío, la razón suficiente y la naturaleza de la voluntad. Uno de los problemas centrales es el siguiente: si un ser racional sólo actúa cuando tiene una razón suficiente para hacerlo, y no existe tal razón para preferir una opción sobre otra, ¿es entonces posible actuar? En otras palabras, ¿puede la voluntad moverse por sí sola, sin el impulso de una razón objetiva que la determine en un sentido específico? 

Los filósofos presocráticos lo anticiparon de alguna forma. Uno de los casos más relevantes es el de Parménides, quien sostenía que el ser es uno, inmóvil e inmutable. Desde esta perspectiva, el cambio sería una ilusión, ya que no hay razón suficiente para que el ser se transforme en algo distinto. Aunque no se refiere a decisiones entre opciones, su pensamiento presenta un trasfondo determinista y lógico: sin una causa que justifique el cambio, este no ocurre. Esta lógica tiene un eco en el dilema del asno, donde la ausencia de una razón rompe la posibilidad del movimiento (en este caso, la acción o decisión).

Por su parte, Empédocles y Anaxágoras introdujeron principios que explican el movimiento y el cambio mediante fuerzas (el Amor y el Odio en Empédocles, el Nous o Intelecto en Anaxágoras). En cierto sentido, estos principios actúan como causas que desatan el movimiento en un universo que, de otro modo, permanecería en equilibrio. Aunque no tratan explícitamente sobre la elección, sus ideas permiten superar la inercia de una situación simétrica mediante una fuerza o impulso externo, algo que recuerda a la necesidad de una “voluntad” que rompa la parálisis del asno.

Finalmente, Heráclito, con su doctrina del devenir constante, se oponía a la idea de un universo estático. Para él, todo fluye y todo está en cambio, lo que implica que la realidad está siempre decidiéndose, por decirlo así, sin necesidad de razones simétricas. Este pensamiento también puede contrastarse con el dilema de Buridán, pues en Heráclito no hay parálisis: el mundo se mueve precisamente por la tensión entre contrarios, lo que impide que la simetría absoluta congele el devenir.

Asimismo, la parábola se relaciona con el principio de razón suficiente, formulado más claramente por Leibniz, según el cual nada sucede sin una razón o causa adecuada. En el caso del asno, la simetría perfecta entre las opciones impide la existencia de una razón determinante, lo que lleva a una inacción que contradice la idea de que siempre hay un motivo para actuar. Esto revela los límites de un racionalismo extremo aplicado a la acción práctica.

Diversas respuestas han sido propuestas al dilema. Algunos filósofos, como Aristóteles, sostienen que el deseo, la inclinación o incluso factores no racionales permiten romper la simetría y actuar. En la filosofía contemporánea se ha reconocido que en la práctica siempre hay pequeñas diferencias, percepciones o impulsos que inclinan la decisión, incluso si no son del todo conscientes. Desde otra perspectiva, se ha afirmado que la voluntad libre, como facultad autónoma, puede actuar sin necesidad de estar determinada por razones externas, lo que resguarda la posibilidad de la elección incluso en contextos de perfecta equivalencia.

Anselmo de Canterbury

La frase "quia Deus nihil sine ratione facit" se puede poner en diálogo con el dilema del asno de Buridán. Si se sostiene que todo debe tener una razón suficiente, incluso la acción divina, entonces una voluntad perfecta, como la divina, nunca quedaría paralizada por la simetría, pues siempre actuaría con fundamento en una razón —aunque sea interna y no evidente para los hombres.

En contraste, en el dilema del asno, la ausencia de una razón lleva a la parálisis. Para evitar eso, algunos pensadores argumentan que debe existir una causa interna —una preferencia, una voluntad libre, un impulso superior— que permita actuar sin necesidad de razones externas diferenciadoras. En la visión teológica, Dios actúa no por impulsos ciegos ni por necesidad externa, sino por una razón interna y libre coherente con su naturaleza.

Santo Tomás de Aquino

En el dilema del asno de Buridán, el problema es que, ante dos opciones idénticas y sin razón suficiente para preferir una, el agente racional no puede actuar. En Tomás, sin embargo, se plantea que la voluntad puede moverse a actuar incluso si el entendimiento no determina una preferencia clara entre objetos. En De Veritate, q.24, a.2, afirma que la voluntad es un principio de movimiento que no está absolutamente determinada por el juicio del entendimiento. Esto permite evitar la parálisis del asno: el ser humano puede actuar incluso cuando las razones son equilibradas, porque posee una voluntad libre que puede inclinarse sin necesidad de una razón extrínseca.

Guillermo de Ockham 

A diferencia del tomismo, donde la voluntad de Dios está subordinada a su entendimiento y, por tanto, actúa siempre con una razón coherente, Ockham sostiene una doctrina voluntarista: para él, la voluntad de Dios es absolutamente libre y no está determinada necesariamente por ninguna razón previa. Dios puede actuar sin necesidad de seguir una razón comprensible o deducible por los humanos, y por tanto puede obrar de modo contingente y no necesario, aunque no caótico.

Jean Buridán

Como buen discípulo de Guillermo de Ockham, Buridán también era adherente a la voluntad. Ahora bien, Buridán nunca habló de un asno para demostrar esta teoría. Se le llama “el asno de Buridán” por una alegoría animal introducida posteriormente a la muerte de Jean Buridan, probablemente en el siglo XV o XVI, para caricaturizar las consecuencias de su teoría intelectualista de la voluntad. El asno —animal tradicionalmente asociado en la cultura occidental a la pasividad, docilidad y falta de inteligencia— se usa aquí para representar a un ser puramente racional, incapaz de actuar sin una razón suficiente que incline su decisión.

El asno simboliza a un agente que, como el ser humano racional según Buridán, no puede actuar sin una causa suficiente. Es una manera irónica de decir: “si la voluntad depende absolutamente de la razón, entonces el ser humano no es más libre que un burro hambriento paralizado entre dos montones de heno”.

El asno se utilizaba habitualmente en la Edad Media y el Renacimiento en sátiras y fábulas para representar a personas de razón lenta, indecisas o mecánicamente racionales. Asociarlo a la doctrina buridanista era una forma de ridiculizar sus implicancias.

En realidad, la figura del asno es una simplificación injusta del pensamiento de Buridán. Él no afirmaba que el ser humano quede paralizado ante opciones idénticas, sino que reconocía que, en teoría, si no hay razones para preferir una opción, la voluntad no se mueve; pero también decía que siempre existe alguna razón, aunque sea mínima, que inclina la decisión. Es decir, en la práctica real, no hay paralización.

El primer uso explícito del ejemplo del asno entre dos montones de heno no aparece en Buridán, sino en autores posteriores como:

  • Spinoza (Ética, parte II, proposición 49, escolio): se refiere al "asno de Buridán" como ejemplo de la impotencia de la voluntad cuando no hay causas determinantes.

  • La Fontaine, en sus fábulas, retoma animales para simbolizar dilemas humanos.

  • Leibniz y otros racionalistas lo discuten al tratar el principio de razón suficiente.

Se llama “el asno de Buridán” por una fábula irónica y tardía que reduce la teoría de Buridán sobre la voluntad racional a una imagen absurda: la de un burro que, ante dos opciones idénticas, no puede actuar y muere de indecisión.

Conclusión

El llamado asno de Buridán es una parábola tardía que caricaturiza la teoría de la voluntad racional formulada por Jean Buridán, presentando la figura de un burro incapaz de decidir entre dos opciones idénticas por falta de una razón suficiente que incline su elección. Aunque Buridán nunca propuso tal ejemplo, su pensamiento generó debates sobre el libre albedrío, la causa del movimiento y el papel de la razón en la acción, enfrentando distintas posturas desde los presocráticos hasta Tomás de Aquino y Ockham. Lejos de ser un símbolo de parálisis inevitable, la parábola revela los límites de una racionalidad puramente lógica y abre el problema filosófico de si la voluntad puede o no actuar sin una razón determinante.

Pirronismo

Pirronismo

En la historia de la filosofía antigua, pocos personajes han generado tanta curiosidad como Pirrón de Elis, considerado el fundador del escepticismo radical. El pirronismo, más que una doctrina, fue una actitud filosófica profundamente escéptica frente al conocimiento, las creencias y las afirmaciones categóricas. En este artículo, exploraremos sus fundamentos, sus representantes y su influencia en la historia del pensamiento.

La figura de Pirrón

Pirrón (c. 360 a.C. – c. 270 a.C.) fue un pensador griego originario de Elis. Acompañó a Alejandro Magno en su expedición a la India, donde habría entrado en contacto con los gimnosofistas, sabios que vivían conforme a ideales ascéticos. Esta experiencia marcó profundamente su forma de pensar, llevándolo a rechazar toda afirmación dogmática y a cultivar una vida guiada por la suspensión del juicio (epoché).

El pirronismo no propone un sistema doctrinal, sino un método de investigación. Sus tres pilares principales son:

  1. La imposibilidad de conocer la verdad: no podemos afirmar con certeza cómo son realmente las cosas.

  2. La suspensión del juicio (epoché): al no poder decidir racionalmente entre afirmaciones opuestas, el sabio suspende su juicio.

  3. La ataraxia: como resultado de la suspensión del juicio, se alcanza una paz del alma o tranquilidad interior.


Es importante no confundir el pirronismo con el escepticismo académico desarrollado posteriormente por Arcesilao y Carnéades en la Academia platónica. Aunque ambos comparten una actitud crítica, el pirronismo es más radical: se niega incluso a afirmar que "nada puede conocerse", porque eso también sería una afirmación dogmática. En cambio, el pirronista simplemente suspende el juicio en todo.

El pirronismo es la postura extrema del escepticismo. En efecto, las cosas son inasibles para el hombre. la única actitud legítima es la de no juzgar ni la verdad ni la falsedad, lo que significa también no preferir y no elegir lo que finalmente llevará a la suspensión del juicio. 

Enesidemo de Cnosos

Enesidemo de Cnosos (siglo I a.C.) es una figura clave en la recuperación y sistematización del pirronismo en la época helenística, tras un largo predominio del escepticismo académico. Fue profesor en Alejandría y autor de una obra hoy perdida titulada Discursos pirrónicos (Πυρρώνειοι λόγοι), de la cual solo conocemos fragmentos y referencias, especialmente por Sexto Empírico y Filodemo.

Su principal contribución fue la formulación de los Diez Tropos o modos escépticos, una serie de argumentos destinados a suspender el juicio (epoché) frente a toda afirmación dogmática.

Los Tropos apelan a la experiencia cotidiana, a la percepción sensorial, a la diversidad cultural y a la relatividad del conocimiento, mostrando que no hay un punto de vista privilegiado desde el cual captar la verdad de las cosas.

El primer tropo parte de la diversidad de los animales. Cada especie tiene órganos sensoriales diferentes, y por tanto, accede al mundo de maneras distintas. Lo que es dulce para un animal puede no serlo para otro; lo que daña a un ser puede ser inofensivo para otro. Si la percepción depende del tipo de ser vivo que la experimenta, no podemos afirmar cómo son las cosas en sí mismas. El segundo tropo traslada esta idea a los seres humanos: incluso entre nosotros, hay desacuerdos de percepción, gusto y juicio. Algunas personas gozan del calor, otras lo sufren; lo que uno considera bello o justo, otro lo ve de forma opuesta. Si nuestras impresiones son tan variables, ¿cómo decidir cuál es verdadera?

El tercer tropo señala que los sentidos humanos no son consistentes entre sí. Lo que se ve no siempre se corresponde con lo que se oye o se toca. El mismo objeto puede parecer liso al tacto pero verse rugoso a la vista. Esta contradicción entre los sentidos pone en duda su fiabilidad como fuentes de conocimiento. El cuarto tropo introduce la influencia de las circunstancias del sujeto: nuestra edad, salud, estado emocional o nivel de fatiga afectan lo que percibimos. Un vino puede parecer amargo cuando estamos enfermos, pero sabroso cuando estamos bien. ¿Qué percepción es la verdadera? Si depende del estado interno del observador, entonces no hay criterio seguro.

El quinto tropo muestra que la distancia, posición y orientación del objeto también alteran la percepción. Un edificio lejano parece más pequeño; una torre recta parece inclinada desde cierto ángulo. Por lo tanto, lo que percibimos no revela la naturaleza objetiva de las cosas, sino una imagen condicionada por la perspectiva. El sexto tropo se refiere a la mezcla de objetos: ningún fenómeno se da aislado, sino siempre acompañado por otros elementos que modifican su apariencia. Un alimento puede parecer sabroso cuando se come con cierto vino, pero desagradable con otro. Esta interferencia constante impide conocer la realidad “pura” de los objetos.

El séptimo tropo destaca que la cantidad, estructura o proporción del objeto cambia nuestra percepción. Un puñado de sal puede realzar el sabor de una comida, pero una cantidad excesiva la arruina. Un perfume puede ser agradable en pequeñas dosis, pero insoportable en grandes cantidades. Esto muestra que el juicio sobre algo depende de su contexto cuantitativo y no de una esencia inalterable. El octavo tropo insiste en que todo se conoce en relación con otra cosa. Decimos que algo es alto, frío o valiente siempre en comparación con algo más. Si el conocimiento es siempre relativo, no podemos hablar de verdades absolutas.

El noveno tropo introduce la noción de hábito y familiaridad: lo que vemos todos los días nos parece distinto que lo que encontramos por primera vez. Un sonido habitual puede pasar desapercibido, mientras que un ruido nuevo llama nuestra atención. Esto muestra que el juicio se ve afectado por la frecuencia o rareza de la experiencia. Finalmente, el décimo tropo se basa en las diferencias culturales: las normas, valores, costumbres y leyes varían de una sociedad a otra. Lo que es sagrado en un lugar, puede ser blasfemo en otro. Si el juicio depende del contexto sociocultural, no puede ser universal.

Con estos diez tropos, Enesidemo no busca enseñar que todo es falso, sino que no tenemos forma segura de saber qué es verdadero. Así, el sabio escéptico suspende el juicio ante cualquier afirmación, y en lugar de angustiarse por la incertidumbre, halla en ella una forma de libertad. La epoché no es una renuncia al pensamiento, sino una práctica constante de cuestionamiento. Frente a la ansiedad de la certeza, el escéptico ofrece la calma del que ya no necesita tener razón. Enesidemo, por tanto, no es solo un crítico del dogmatismo filosófico, sino también un defensor de una forma de vida filosófica basada en la humildad, la duda razonada y la búsqueda de serenidad interior.

Sexto empírico

Sexto Empírico fue un filósofo y médico griego que vivió entre los siglos II y III d.C. Su sobrenombre “Empírico” se debe a su pertenencia a la escuela empírica de medicina, que rechazaba las teorías especulativas sobre las causas ocultas de las enfermedades y se guiaba únicamente por la experiencia clínica y los efectos observables. Este enfoque médico coincide profundamente con su filosofía: así como el médico empírico no afirma conocer la naturaleza interna del cuerpo, el filósofo escéptico no afirma conocer la naturaleza última de las cosas. En ambos casos, la actitud es práctica, moderada, y basada en la experiencia más que en la teoría. En este sentido, Sexto representa la expresión más madura y completa del pirronismo antiguo, en contraste con el escepticismo académico.

Sus obras principales, que nos han llegado casi completas, son Esbozos pirrónicos (Πυρρώνειοι ὑποτυπώσεις) y los tratados agrupados bajo el título Contra los dogmáticos, que incluyen Contra los lógicos, Contra los físicos y Contra los matemáticos. A través de ellas, Sexto no solo transmite el legado de Pirrón y Enesidemo, sino que desarrolla con gran profundidad y claridad los argumentos escépticos. En Esbozos pirrónicos, expone los principios generales del escepticismo pirrónico, describe la actitud del escéptico y sistematiza nuevamente los tropos de Enesidemo, incorporando también otros como los cinco modos de Agripa.

Para Sexto Empírico, el escéptico es aquel que continúa investigando, sin llegar jamás a una conclusión definitiva. No niega que haya apariencias, sino que suspende el juicio (epoché) sobre la realidad última de las cosas. Este estado de suspensión no es una posición dogmática ni un fin en sí mismo, sino que conduce a la ataraxia, es decir, la tranquilidad del alma. La búsqueda del escéptico no se orienta a alcanzar una verdad incuestionable, sino a liberarse del tormento que producen las opiniones rígidas y los enfrentamientos teóricos. Al no comprometerse con ninguna tesis, el escéptico vive en paz con la diversidad de pareceres, aceptando las apariencias como guías prácticas de la vida cotidiana.

Una de las contribuciones más importantes de Sexto fue demostrar que ningún sistema filosófico logra evitar contradicciones internas ni ofrecer criterios seguros de verdad. En Contra los dogmáticos, analiza minuciosamente las inconsistencias del estoicismo, del aristotelismo y del platonismo, así como de los fundamentos de la lógica, la física y la ética. Su estilo no es destructivo por capricho, sino metódico y dialéctico: por cada afirmación ofrece un argumento de fuerza igual en contra, con el fin de mostrar que no hay razones suficientes para asentir a ninguna posición.

Una característica distintiva del escepticismo de Sexto es su ética práctica, que lo distingue de los relativismos contemporáneos o del nihilismo. El escéptico no rechaza vivir ni actuar: sigue las normas de su tiempo, las costumbres, las leyes y las impresiones inmediatas, pero lo hace sin creer que esas normas o leyes sean universalmente verdaderas. Vive según las apariencias, pero sin adherirse a una visión metafísica. Esto lo libera de la ansiedad que produce el deseo de certeza. Así, el escéptico puede actuar en el mundo sin verse afectado por los conflictos ideológicos o la obsesión por tener razón.

La influencia de Sexto Empírico fue casi nula durante la Edad Media, pero su redescubrimiento en el Renacimiento —gracias a traducciones latinas y ediciones impresas— tuvo un impacto profundo en el pensamiento moderno. Filósofos como Montaigne, Descartes y Hume lo leyeron atentamente y recogieron parte de sus enseñanzas. Montaigne adoptó el espíritu escéptico para poner en cuestión la autoridad y la superstición; Descartes usó la duda escéptica como método para fundar el conocimiento seguro; Hume profundizó en la crítica a la causalidad y a la idea de “naturaleza humana” desde una perspectiva escéptica. Sin Sexto Empírico, la filosofía moderna no habría sido la misma.

Marco Tulio Cicerón

Cicerón distingue entre el escepticismo académico (como el de Arcesilao y Carnéades) y el pirronismo originado en Pirrón de Elis. Aunque reconoce a Pirrón como una figura importante del escepticismo antiguo, lo critica por su radicalismo extremo. Según Cicerón, los pirronistas suspenden el juicio incluso sobre las cuestiones más básicas de la vida práctica, lo que los haría incapaces de actuar. Afirma, por ejemplo, que “si Pirrón no hubiera sido seguido por sus amigos, habría caído en pozos o precipicios”, una anécdota que probablemente toma de Diógenes Laercio (IX, 62) para ilustrar la supuesta inviabilidad práctica del pirronismo.

Cicerón valora más el escepticismo de la Nueva Academia, que —según él— no niega la posibilidad de conocimiento completamente, sino que sostiene que el conocimiento absoluto es inalcanzable, aunque sí podemos alcanzar grados de verosimilitud (probabile). Esta noción de lo probable le parece más útil y razonable para la vida práctica, especialmente en el ámbito de la política y la ética. Por eso, en Academica, defiende la idea de que el sabio debe guiarse por lo más verosímil o probable, aunque no tenga certeza, una postura más moderada que la de los pirronistas.

Además, Cicerón reconoce que la suspensión del juicio puede tener un valor terapéutico, ya que libera de la angustia de la incertidumbre. Pero insiste en que una duda que paraliza la acción no es una opción viable para la vida pública o moral. Su propia filosofía busca una especie de equilibrio entre la razón escéptica y la necesidad práctica, y por eso usa el escepticismo más como método que como doctrina.

Michel de Montaigne

Michel de Montaigne (1533–1592) es, sin duda, uno de los grandes representantes del renacimiento del escepticismo en la Edad Moderna, y su pensamiento se inscribe claramente en la tradición pirrónica, especialmente a través de la influencia directa de Sexto Empírico, cuyas obras redescubrió y leyó con atención. Montaigne no fue un filósofo sistemático ni un escéptico profesional al estilo antiguo, pero hizo del pirronismo un método de vida, profundamente ligado a su experiencia personal y a su reflexión sobre la condición humana.

Montaigne conoció el pirronismo a través de la traducción latina de Sexto Empírico hecha por Henri Estienne en 1562 y, especialmente, por la lectura y discusión que se hacía en su entorno humanista. En los Ensayos (Essais), y en particular en el capítulo "Apología de Raymond Sebond", Montaigne adopta muchas de las estrategias argumentativas del escepticismo pirrónico. Ataca la arrogancia de la razón humana, critica la pretensión de conocer verdades últimas sobre Dios, el alma o la naturaleza, y muestra cómo todas las afirmaciones filosóficas pueden ser puestas en duda. Repite el procedimiento clásico de Sexto Empírico: a cada argumento opone otro de igual fuerza, generando así la suspensión del juicio (epoché).

Montaigne retoma la idea de que la duda no paraliza, sino que libera. Como el escéptico antiguo, no busca negar que existan las cosas, sino mostrar que no tenemos acceso a su verdad última. Esto, lejos de conducir al nihilismo o al relativismo absoluto, permite vivir con más humildad, tolerancia y serenidad. La duda escéptica en Montaigne no es una renuncia al pensamiento, sino una forma de sabiduría práctica, un camino hacia la aceptación de nuestra finitud e imperfección. El hombre, dice, no puede pretender erigirse en juez del universo; más vale reconocer su ignorancia que afirmarse en falsas seguridades.

En varios pasajes, Montaigne cita explícitamente a Pirrón, a Enesidemo y, sobre todo, a Sexto Empírico, a quien considera una de sus principales fuentes. Sin embargo, su escepticismo es más literario y existencial que técnico: los Ensayos son una exploración del yo, una búsqueda de equilibrio en medio de la incertidumbre. Por eso, su pirronismo no se presenta en forma de tratado, sino como una conversación consigo mismo y con sus lectores, abierta, ambigua y libre.

Podemos decir, entonces, que Montaigne es un pirrónico moderno: retoma los métodos y las actitudes del escepticismo antiguo, pero los adapta a una época distinta, marcada por la crisis religiosa, el conflicto político y la emergencia del humanismo. Su influencia fue enorme: su recuperación del escepticismo inspiró a pensadores como Descartes, Pascal, Bayle y Hume. Pero a diferencia de muchos de ellos, que usaron la duda como instrumento para fundar sistemas nuevos, Montaigne se mantuvo fiel al espíritu original del escepticismo: vivir sin certezas, pero con equilibrio, libertad interior y apertura a la experiencia.

David Hume

Como los escépticos pirrónicos, Hume parte de una crítica profunda a las pretensiones del conocimiento racional. En su Tratado de la naturaleza humana (1739), muestra que no tenemos justificación racional para creer en las nociones de causalidad, sustancia, yo o mundo exterior. Estas ideas no derivan de la experiencia sensorial directa, sino que son proyecciones de la mente construidas por la costumbre y la asociación. Lo que llamamos “causa y efecto”, por ejemplo, no es una conexión necesaria que observamos, sino una expectativa que se forma por repetición. Esta crítica es completamente escéptica: no podemos conocer la necesidad de la conexión causal, sólo sentirla como hábito mental.

También como los pirronistas, Hume denuncia la impotencia de la razón para fundar nuestras creencias. En vez de basarnos en principios racionales, actuamos por costumbre, sentimiento y creencia natural. No podemos justificar racionalmente que el sol saldrá mañana, pero seguimos creyéndolo, no porque lo sepamos, sino porque estamos habituados a que así ocurra. Esto recuerda la práctica pirrónica de vivir según las apariencias, sin comprometerse con teorías dogmáticas.

Hume, sin embargo, es consciente del peligro del escepticismo total, y lo dice explícitamente en su Investigación sobre el entendimiento humano. Reconoce que, llevado a sus últimas consecuencias, el escepticismo destruiría incluso las operaciones más básicas de la mente y la vida cotidiana. Pero también admite que, por más radicales que sean nuestras dudas, la naturaleza humana no permite permanecer en ese estado de suspensión absoluta. En sus propias palabras:

“La naturaleza es demasiado fuerte para el principio. Aunque el razonador escéptico se imagine que ha destruido la razón humana, en la práctica seguirá confiando en ella.” (Investigación, §12)

Aquí se aleja del pirronismo clásico. Mientras Sexto Empírico veía en la epoché una vía hacia la ataraxia, Hume considera que no podemos sostener la suspensión del juicio por mucho tiempo, porque nuestras pasiones, necesidades y hábitos nos empujan a volver al mundo. Incluso el filósofo más escéptico sigue almorzando, caminando y confiando en que su silla no desaparecerá al sentarse.

Por eso, Hume no es un escéptico absoluto, sino un defensor del escepticismo mitigado o moderado. Cree que la duda es una herramienta útil para limitar la arrogancia de la razón, para cuestionar los sistemas metafísicos, teológicos y racionalistas, y para mostrar los límites del entendimiento humano. Pero no propone suspender el juicio en todo: al contrario, sugiere una actitud modesta, que combine la crítica filosófica con la confianza prudente en la experiencia ordinaria.

En esto, Hume sigue una línea similar a la de Montaigne, a quien leyó y valoró, y con quien comparte una forma de escepticismo más existencial y moderado, que no paraliza, sino que humaniza la filosofía.

No por nada se le llamó el último pirronista consistente. 

Conclusión

El pirronismo es una filosofía de la duda radical que propone suspender el juicio frente a toda afirmación dogmática, al considerar que no existen criterios seguros para alcanzar la verdad. Esta suspensión conduce a la ataraxia, una tranquilidad del alma nacida de liberarse de la necesidad de tener razón. Más que un sistema teórico, el pirronismo es una actitud vital que enseña a vivir con humildad intelectual, aceptando la incertidumbre como parte esencial de la condición humana.

miércoles, 9 de julio de 2025

Pirrón - Vida y obra (360 a. C. - 270 a. C.)

¿Qué pasaría si dejáramos de emitir juicios sobre todo lo que vemos, creemos o pensamos? ¿Y si el camino hacia la tranquilidad no fuera saber más, sino dudar mejor? En la antigua ciudad de Élide, en el Peloponeso griego, nació uno de los pensadores más radicales de la historia: Pirron, considerado el fundador del escepticismo filosófico.

A diferencia de los grandes dogmáticos de su tiempo, Pirron no vino a enseñar una verdad, sino a recordarnos que quizás la verdad —si existe— es inalcanzable. Su vida, marcada por viajes con Alejandro Magno, encuentros con sabios orientales y una renuncia radical a toda certeza, es una invitación a pensar sin aferrarnos.

En esta entrada exploraremos su biografía, sus ideas más influyentes y el legado de su pensamiento, que siglos más tarde aún resuena en la filosofía moderna. ¿Puede el escepticismo ser una forma de sabiduría? Pirron creyó que sí, pero no se apresuró a afirmarlo.

PIRRÓN DE ÉLIDE

VIDA Y OBRA

Pirron (en griego, Πύρρων) nació en la ciudad de Élide, en el Peloponeso, hacia el 365 o 360 a.C., y murió aproximadamente entre 275 y 270 a.C. (von Fritz, 1963, p. 90). Su época coincide con el auge del helenismo y con la transición desde las grandes escuelas socráticas hacia corrientes más personales y diversas.

Aunque en sus primeros años fue pintor, Pirron pronto se sintió atraído por la filosofía. Se formó bajo la influencia de Anaxarco de Abdera, un filósofo de orientación democriteana. Esta relación es uno de los pocos datos bien atestiguados por las fuentes y señala la conexión de Pirron con el atomismo y el escepticismo empírico de la época

Con Alejandro Magno

Una parte fundamental de la biografía de Pirron es su participación en la expedición de Alejandro Magno a Asia, entre los años 334 y 324 a.C. Pirron habría acompañado al rey macedonio junto con otros filósofos, como parte del séquito ilustrado que documentaba y aprendía de los pueblos conquistados.

Durante este viaje, según fuentes como Diógenes Laercio (IX, 61), Pirron habría entrado en contacto con los gimnosofistas (γυμνοσοφισταί), es decir, sabios ascéticos indios. Aunque no está claro si esta influencia fue determinante, Diógenes afirma que su filosofía se transformó a partir de ese encuentro. Algunos estudiosos consideran esta afirmación especulativa, pero es posible que Pirron se haya visto afectado por ideas orientales como la imperturbabilidad ante el mundo y la renuncia al juicio absoluto.

Con Anaxarco

Aunque Pirron de Élide es reconocido como el fundador del escepticismo filosófico griego, su pensamiento no surgió en el vacío. Uno de los pocos datos firmes que tenemos sobre su formación es su relación con Anaxarco de Abdera, un filósofo vinculado al atomismo de Demócrito

Anaxarco fue una figura filosófica activa en la época de Alejandro Magno, a quien acompañó en su expedición a Asia. Según Diógenes Laercio (IX, 61), Pirron también formó parte de este viaje, y habría conocido de cerca a Anaxarco durante esos años. Ambos habrían estado expuestos a diversas tradiciones filosóficas orientales, especialmente en la India, donde se dice que Pirron tuvo contacto con los gimnosofistas y los magos, sabios ascéticos que pudieron haber influido en su pensamiento.

Anaxarco, aunque no fue un escéptico en sentido estricto, ya mostraba una tendencia a relativizar la experiencia sensible. Se cuenta que recomendaba suspender el juicio sobre las cosas porque no podemos tener certeza de su verdadera naturaleza, sino solo de cómo nos aparecen. En este sentido, se puede decir que el germen del escepticismo pirrónico ya estaba presente en su maestro. Pirron habría radicalizado esta postura: no solo desconfía del conocimiento sensible, sino que propone una suspensión completa del juicio sobre cualquier cosa.

Lo que en Anaxarco era una estrategia epistemológica, en Pirron se transforma en un modo de vida. La indiferencia frente a las opiniones, el abandono de todo juicio afirmativo y la búsqueda de la imperturbabilidad (ataraxia) se convierten en el eje de una práctica filosófica integral.

Posteriormente, Pirrón se alejaría de Anaxarco, prefiriendo a los indios.

Influencia de los gimnosofistas

Pirron de Élide habría adoptado una serie de hábitos radicales que reflejan una vida orientada por la suspensión del juicio, el desapego y la autosuficiencia. Si bien muchas de estas prácticas nos han llegado de forma anecdótica y deben ser tomadas con cautela crítica, representan bien el ideal escéptico que se le atribuye. Las principales fuentes sobre estos hábitos son Diógenes Laercio (IX, 61–68) y, en forma indirecta, los fragmentos de Timón de Fliunte.

Pirron desconfiaba de tal modo en sus sentidos al punto que habría corrido peligro físico —cayendo por precipicios, siendo atropellado o atacado por animales— si sus amigos no lo hubiesen protegido.

Timón afirma que Pirron alcanzó un estado casi divino de serenidad, al haberse liberado del poder de las opiniones. Diógenes (IX, 68) relata que, en medio de una tormenta en el mar, Pirron se mantuvo en calma observando a un cerdo que seguía comiendo con tranquilidad, tomándolo como ejemplo de cómo debe comportarse el sabio.

Según Diógenes (IX, 66), realizaba tareas domésticas sin pudor, como limpiar la casa o lavar un cerdo. También llevaba sus propios animales al mercado. Estas acciones muestran una ruptura consciente con las normas sociales tradicionales, coherente con la indiferencia escéptica hacia los valores y convenciones.

No se alteraba ante la adversidad ni mostraba entusiasmo excesivo por el placer. Vivía según la idea de que nada es por naturaleza bueno ni malo, sino que todo es indiferente (adiáphoron).

Vivía de forma austera, sin lujos ni pretensiones, y no buscaba fama ni discípulos, aunque Timón y otros lo siguieron por admiración. Su estilo de vida remite a una sabiduría práctica más que teórica, muy cercana al ideal ascético que habría conocido en la India.

Con Timón 

Los principales testimonios provienen de su discípulo Timón de Fliunte, cuya obra más citada, Silloi (en griego, "Burlescas"), es más una sátira contra otros filósofos que una exposición doctrinal. A ello se suman biógrafos como Antígono de Caristo, más cercano a un recopilador de anécdotas que a un historiador crítico, y Diógenes Laercio, que nos ofrece relatos tan pintorescos como poco verificables. Incluso autores más responsables como Cicerón ofrecen versiones parciales y posiblemente imprecisas del pensamiento pirrónico.

En esta entrada intentaremos reconstruir lo que puede considerarse el núcleo del pensamiento de Pirron, centrándonos especialmente en un testimonio clave: el resumen que hace Aristocles de Mesene en el siglo I a.C. de la exposición de Timón sobre su maestro. Aunque lleno de incertidumbres, este texto sigue siendo la piedra angular para cualquier interpretación seria de la filosofía pirrónica.

Sin embargo, Timón no fue un simple transmisor. Muchos estudiosos sospechan que parte de lo que atribuimos a Pirron podría ser en realidad una elaboración o interpretación de Timón. Esto se ve con claridad en el famoso testimonio de Aristocles de Mesene, que cita a Timón diciendo que todo el que quiera ser feliz debe hacerse tres preguntas:

  1. ¿Cómo son las cosas por naturaleza?

  2. ¿Qué actitud debemos adoptar frente a ellas?

  3. ¿Qué ocurre con quienes adoptan esa actitud?

Según este testimonio, Pirron enseñaba que las cosas son indiferentes, indeterminables e incomprensibles, y que como consecuencia debemos suspender el juicio (epoché). Esta actitud lleva, en primer lugar, al silencio (no pronunciarse) y, finalmente, a la ataraxia, es decir, la imperturbabilidad del alma.

Pero aquí surge una dificultad: ¿hasta qué punto estas afirmaciones representan el pensamiento de Pirron y no el de Timón? ¿Dónde termina el maestro y comienza el discípulo? La crítica moderna, como Richard Bett (2000), ha subrayado que incluso este resumen tan citado puede ser más un reflejo del estilo sistematizador de Timón que una exposición literal de lo que Pirron enseñaba.

Lo cierto es que sin Timón, Pirron habría quedado completamente mudo para la historia. Y a la vez, sin Pirron, Timón no habría tenido figura a la cual elevar como ejemplo del sabio que ha escapado de las cadenas de la opinión.

Entre ambos se traza una paradoja muy propia del escepticismo: la única voz que tenemos para conocer al filósofo que no quiso afirmar nada... es la voz entusiasta de su más convencido seguidor.

Diferencias con la Academia

El escepticismo académico surgió como una transformación crítica dentro de la propia Academia platónica, especialmente a partir de Arcesilao de Pitane (siglo III a.C.), quien reaccionó contra el dogmatismo de las escuelas estoicas. Su tesis fundamental es que el conocimiento seguro, es decir, la certeza racional sobre la verdad de una proposición, es inalcanzable para el ser humano. Sin embargo, los académicos no renuncian completamente al juicio: afirman que es posible guiarse por lo probable o verosímil (pithanon o verisimile), es decir, por aquello que, aunque no se pueda saber con certeza, es suficiente para actuar razonablemente en la vida práctica.

En contraste, el pirronismo, iniciado por Pirron de Élide y posteriormente desarrollado por Sexto Empírico, adopta una postura mucho más radical. Su punto de partida es que las cosas son por naturaleza indeterminadas, incomprensibles e inarbitrables, y por lo tanto, no podemos emitir ningún juicio verdadero ni falso sobre ellas. No se trata simplemente de que no podamos conocer la verdad, sino de que ni siquiera podemos saber si algo es más probable que otra cosa. Como consecuencia, el pirronista propone la suspensión total del juicio (epoché) frente a toda afirmación, sin hacer ninguna concesión a lo verosímil o probable.

En la Academia escéptica, pese a la renuncia a la certeza, se considera que el sabio puede actuar de manera prudente guiándose por lo que parece más razonable o más adecuado en determinadas circunstancias. El conocimiento absoluto está fuera de nuestro alcance, pero las creencias fundadas en la probabilidad y la experiencia cotidiana son suficientes para tomar decisiones en la vida práctica. Por eso, los escépticos académicos valoran el ejercicio racional, la argumentación y la deliberación política o moral, aunque sin comprometerse con verdades últimas.

En cambio, el pirronismo propone una transformación completa del modo de vivir. Para el pirronista, la epoché no es solo una postura teórica, sino una práctica de vida continua. El sabio pirrónico no cree en nada, no afirma ni niega, y sigue únicamente lo que aparece ante sus sentidos, sin juzgarlo como verdadero o falso. Al no atribuir ningún valor absoluto a las cosas, se libera de la perturbación emocional y alcanza la ataraxia, es decir, una tranquilidad profunda, nacida del desprendimiento total del juicio. Para los pirronistas, esta imperturbabilidad es la meta suprema de la vida filosófica.

Muerte

Pirron vivió, según Diógenes, hasta los noventa años (IX, 62), y murió alrededor del año 275–270 a.C.. No dejó escuela organizada ni escritos, y su influencia inmediata fue limitada. Sin embargo, gracias a Timón, su pensamiento fue conservado y más tarde reactivado por Enesidemo y Sexto Empírico, quienes darían forma al pirronismo como tradición filosófica.

Influencia

Durante varios siglos después de la muerte de Pirron, su pensamiento quedó en relativa oscuridad. No obstante, hacia el siglo I a.C., el filósofo Enesidemo, activo en Alejandría, revivió el escepticismo pirrónico. Aunque ya existía una corriente escéptica en la Academia platónica (por ejemplo, con Arcesilao y Carnéades), Enesidemo criticó a estos escépticos académicos por haber perdido el verdadero espíritu de la duda pirrónica. Para él, Pirron no era solo un escéptico epistemológico, sino un ejemplo práctico de cómo vivir sin opiniones firmes. Enesidemo elaboró los Diez Tropos Escépticos, herramientas argumentativas para mostrar la necesidad de suspender el juicio, retomando así el núcleo del pensamiento pirrónico.

La figura más decisiva en la transmisión del pirronismo fue Sexto Empírico, médico y filósofo escéptico activo entre los siglos II y III d.C. En obras como Esbozos pirrónicos y Contra los dogmáticos, Sexto no solo preservó las enseñanzas escépticas, sino que les dio una forma sistemática y argumentada. Aunque vivió muchos siglos después de Pirron, se presentó a sí mismo como heredero de su tradición, diferenciándose explícitamente del escepticismo académico. Su exposición clara y metódica fue fundamental para que el pirronismo sobreviviera hasta la modernidad. A través de Sexto, el pensamiento de Pirron atravesó el tiempo como una filosofía práctica de la duda y la serenidad, no como una doctrina cerrada, sino como una disposición crítica frente al conocimiento humano.

Gracias a la traducción al latín de las obras de Sexto Empírico en el Renacimiento, el escepticismo pirrónico fue redescubierto en Europa y empezó a ejercer una influencia notable en la filosofía moderna. El primero en apropiarse de él con originalidad fue Michel de Montaigne, quien lo utilizó como base para su famosa pregunta “¿Qué sé yo?” (Que sais-je?), núcleo de sus Ensayos. Montaigne adoptó el escepticismo pirrónico como una actitud vital, una forma de tolerancia y libertad frente a los dogmas religiosos, morales y políticos.

Posteriormente, Pierre Bayle lo utilizó para criticar el racionalismo y el dogmatismo religioso en su Diccionario histórico y crítico, proponiendo que incluso sin certezas racionales se podía defender la fe como una experiencia subjetiva. El pirronismo también impactó a David Hume, quien adoptó una forma de escepticismo empírico: aunque admitía que no podemos justificar racionalmente nuestras creencias sobre causalidad, identidad o inducción, consideraba que seguimos actuando por costumbre, no por certeza.

Finalmente, Immanuel Kant reconoció que el escepticismo escéptico, representado por Hume y en última instancia por Pirron, lo despertó de su “sueño dogmático”. Kant respondió al escepticismo desarrollando su filosofía crítica: aunque no podemos conocer la cosa en sí (noumeno), sí podemos conocer los fenómenos bajo las condiciones del entendimiento.

Conclusión

La vida de Pirron de Élide fue la encarnación radical de una filosofía que renunció por completo al juicio dogmático en busca de la tranquilidad del alma. Influenciado por su contacto con sabios orientales durante la expedición de Alejandro Magno, Pirron adoptó una actitud de total indiferencia ante lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, sosteniendo que nada puede conocerse con certeza. Vivió de manera austera, coherente con su doctrina, rechazando los valores sociales convencionales y guiándose solo por las apariencias sin comprometerse con ninguna creencia. Aunque no dejó escritos, su ejemplo inspiró una tradición escéptica que perduró por siglos, y su figura quedó como símbolo del filósofo que encuentra la paz no en saber, sino en no afirmar nada.




viernes, 4 de julio de 2025

Fana (Aniquilación) (فناء)

Fanāʼ (فناء)

El fanāʼ (فناء) es un concepto central en la mística sufí que puede traducirse como aniquilación, extinción o desvanecimiento, y se refiere al proceso espiritual mediante el cual el yo individual (el ego o nafs) se disuelve completamente en la realidad divina. Es una experiencia de desaparición del "yo" en el "Tú", un estado en que el amante deja de percibirse como separado del Amado, es decir, de Dios.

En el contexto sufí, fanāʼ no es solo una metáfora, sino una transformación radical del ser. El sufí que alcanza el fanāʼ ha dejado atrás todas las ilusiones del ego, los deseos mundanos y la percepción dualista. No se trata de la aniquilación del cuerpo o del alma en un sentido nihilista, sino de la superación de la identidad separada para fundirse en la unidad absoluta (tawḥīd).

Un ejemplo de fanāʼ en el sufismo es cuando un místico, tras años de oración, ascetismo y recuerdo constante de Dios (dhikr), entra en un estado de conciencia tan profundo que ya no se experimenta a sí mismo como un “yo” separado: sus acciones, pensamientos y palabras fluyen sin voluntad propia, sabiendo que es Dios quien actúa a través de él. Ya no dice “yo amo a Dios”, sino que reconoce que es Dios quien se ama a Sí mismo en él.

Fuente

El fanāʼ tiene respaldo en el texto coránico, aunque no como término explícito, sí como realidad espiritual. La principal fuente textual citada por los sufíes es:

“Todo cuanto existe perece, y sólo permanece el rostro de tu Señor, colmado de gloria y generosidad”
(Sura al-Raḥmān 55:26–27)

Este versículo es interpretado como afirmación de que todo lo creado está destinado a desaparecer, excepto Dios. Así, la aniquilación (fanāʼ) del yo individual es una forma de anticipar esa extinción mediante la conciencia espiritual.

También se citan otros versos, como:

“No matasteis vosotros, sino que fue Dios quien los mató; y no lanzaste tú, sino que fue Dios quien lanzó.”
(Sura al-Anfāl 8:17)

Este verso se interpreta como ejemplo de que, en el estado de fanāʼ, ya no actúa el individuo, sino Dios a través de él.

Hadiz

También está señalado en ciertos hadices

“Mūtū qabla an tamūtū”
“Muere antes de morir.”
(Transmitido en diversas cadenas espirituales sufíes)

Este hadiz, aunque no está en los compilados canónicos (como Bujārī o Muslim), es ampliamente citado en la tradición sufí. Se interpreta como una exhortación a aniquilar el ego (nafs) antes de la muerte física, mediante la renuncia, el recuerdo de Dios (dhikr), el amor divino y la entrega total a la voluntad de Dios.

En la práctica, significa morir al yo (al deseo, al orgullo, a la autonomía ilusoria) para vivir según la Sunna del Profeta, que no actuaba desde su ego sino desde su completa sumisión a Dios (islām total).

Para la tradición sufí, la vida del Profeta Muḥammad es la encarnación suprema del fanāʼ, pues él vivió plenamente sometido a Dios, sin actuar nunca desde un ego separado. No se trata solo de actos de humildad o devoción, sino de una condición interior: el Profeta no vivía para sí mismo, sino por y para Dios.

El desapego del mundo (zuhd) y la humillación voluntaria (tawāḍuʿ) en la vida del Profeta Muḥammad son manifestaciones directas del fanāʼ, pues expresan la completa renuncia al ego y a toda afirmación de dominio o prestigio personal. 

A pesar de tener acceso al poder, al honor y a las riquezas, el Profeta vivió con austeridad extrema: dormía sobre esteras, ayunaba regularmente, vestía con sencillez y repartía todo lo que poseía. Nunca se colocó por encima de los demás; comía con los pobres, servía a su familia y caminaba entre los humildes. Cuando alguien lo trató con temor reverencial, respondió con dulzura: “No soy un rey, soy hijo de una mujer que comía carne seca en La Meca”. Este nivel de humildad no era mera virtud ética, sino el signo de un corazón que ya no se pertenecía, que había sido vaciado de sí mismo para pertenecer por entero a Dios. Así, en su pobreza elegida y en su humillación consciente, el Profeta revelaba la aniquilación del yo y la plenitud del espíritu, siendo modelo supremo del fanāʼ.

Maestros sufíes

Los primeros sufíes que hablaron y desarrollaron el concepto de fanāʼ  lo hicieron desde una experiencia espiritual profunda, mucho antes de que existiera una formulación sistemática del sufismo. Sus enseñanzas emergen entre los siglos VIII y X, en un contexto de ascetismo islámico temprano, donde el desapego del mundo y la búsqueda de la cercanía divina eran centrales. 

Dhū al-Nūn al-Miṣrī († c. 859)

Considerado uno de los padres del sufismo, fue uno de los primeros en articular la experiencia mística como maʿrifa (conocimiento espiritual) y en usar términos técnicos del sufismo. Introdujo la idea de la pérdida del yo en la contemplación de Dios, aunque no sistematizó el término fanāʼ como tal. Sostenía que el verdadero amante de Dios "se olvida de sí mismo al recordar a su Amado", lo que ya anticipa la noción de aniquilación.

Bāyazīd al-Bisṭāmī († c. 874)

Uno de los místicos más célebres por su lenguaje extático y audaz. Fue de los primeros en expresar explícitamente el fanāʼ como experiencia de desaparición del yo. Sus palabras, como "Gloria a mí, cuán grande es mi majestad", no son afirmaciones de ego, sino declaraciones pronunciadas en un estado de fanāʼ, donde solo habla la Realidad divina a través del siervo aniquilado. Él enseñaba que el ego debía desaparecer para que solo Dios subsistiera en el corazón del místico.

Al-Junayd de Bagdad († 910)

Figura clave del sufismo temprano, es quien sistematiza el concepto de fanāʼ y lo equilibra con la noción de baqāʼ (subsistencia en Dios después de la aniquilación). Mientras que Bāyazīd representaba el éxtasis, al-Junayd representa la sobriedad mística. Enseñaba que el verdadero sufí es aquel que desaparece de sí mismo pero permanece con Dios, actuando en el mundo sin ego. Su doctrina del fanāʼ es central en toda la tradición sufí posterior.

Al-Ḥallāj († 922)

Místico trágico y poeta extático, es famoso por su frase:

“Anā al-Ḥaqq” ("Yo soy la Verdad").

Esta expresión fue entendida como una afirmación de identidad con Dios, pronunciada en un estado de fanāʼ total. Aunque fue ejecutado por herejía, los sufíes lo consideran un mártir del amor divino. En su obra, el fanāʼ aparece como una fusión tan completa con la realidad divina que el yo desaparece, y solo queda Dios hablando a través del amante.

Sahl al-Tustarī († c. 896)

Otro de los ascetas místicos del siglo IX, quien enfatizaba el recuerdo constante de Dios (dhikr) como vía para la aniquilación del ego. Para él, el fanāʼ era el resultado de una purificación tan profunda del corazón que no quedaba en él sino la luz de Dios.

Ibn Arabi

Para Ibn ʿArabī, el fanāʼ no es simplemente un estado emocional o un trance extático en el que el sufí se siente unido a Dios. Más bien, es una realización ontológica radical: el descubrimiento de que el ser humano no posee existencia independiente, y que todo lo que existe es una manifestación del único Ser real, que es Dios (al-Ḥaqq). Así, el fanāʼ consiste en la desaparición de la ilusión del yo, del sentido de independencia o autonomía, para reconocer que todo lo que es, es en Dios, por Dios y con Dios. Lo que se "aniquila", entonces, no es una sustancia, sino una noción errónea de separación.

Desde esta perspectiva, Ibn ʿArabī explica que el fanāʼ no implica que el individuo literalmente deje de existir, sino que desaparece su percepción dualista: ya no se ve a sí mismo como un "yo" frente a un "Tú", sino que contempla toda la realidad como una teofanía (tajallī), una manifestación del Ser divino. De hecho, el verdadero fanāʼ consiste, para él, en el reconocimiento absoluto de la Unidad del Ser (Waḥdat al-Wujūd), es decir, que sólo existe una realidad auténtica y absoluta: la de Dios.

Ibn ʿArabī distingue entre varios niveles de fanāʼ. El primero es el fanāʼ de los sentidos y las pasiones, donde el místico supera su apego al mundo y a las ilusiones del ego. El segundo es el fanāʼ de la voluntad, donde el buscador ya no desea nada fuera de lo que Dios desea. El más alto es el fanāʼ del ser o de la existencia, donde desaparece incluso la conciencia de uno mismo como siervo, y queda solamente la conciencia divina actuando a través del ser humano. En ese estado, no hay más atribución de actos al "yo": el sufí sabe que "no hay en el mundo más actor que Dios".

Una de las formulaciones más profundas de Ibn ʿArabī sobre este tema es que el fanāʼ es seguido necesariamente por el baqāʼ (subsistencia). El místico no permanece en un estado de disolución pasiva, sino que regresa al mundo desde Dios, pero transformado: ya no actúa desde su ego, sino que Dios actúa en él. Este es el verdadero significado de la servidumbre perfecta (ʿubūdiyya): el místico se vuelve puro espejo del querer divino. Como dice en sus obras, "el más perfecto de los seres humanos es aquel en quien se manifiestan todos los nombres divinos sin confusión ni oposición".

En al-Futūḥāt al-Makkiyya (Las Iluminaciones de La Meca), Ibn ʿArabī afirma que el fanāʼ no debe entenderse como aniquilación absoluta, pues el ser humano nunca tuvo existencia propia para ser aniquilado en primer lugar. En cambio, lo que ocurre es que el buscador toma conciencia de la inexistencia ontológica de su ego. Por eso, Ibn ʿArabī prefiere hablar de una "aniquilación del testimonio de la existencia del siervo", no de la aniquilación de su realidad esencial. El fanāʼ no es pérdida, sino despertar a la verdadera naturaleza del ser: “no hay en el ser sino Dios” (lā fī al-wujūd illā Allāh).

Además, Ibn ʿArabī describe un estado más elevado aún: el fanāʼ del fanāʼ (fanāʼ ʿan al-fanāʼ). En este grado, el sufí ya no tiene siquiera conciencia de haber alcanzado la aniquilación, y desaparece incluso la dualidad entre el amante que se aniquila y el Amado en quien se aniquila. Es entonces cuando Dios se revela en su totalidad como el único testigo, el único amante, el único amado. Este estado supremo conduce al conocimiento de los secretos divinos y al acceso a los niveles más profundos de la realidad espiritual.

Conclusión

El fanāʼ, en su sentido más profundo, es la disolución del ego y de toda sensación de separación entre el ser humano y Dios. No es simplemente perderse emocionalmente en lo divino, sino reconocer que el yo nunca tuvo existencia propia, y que solo la Realidad divina subsiste. En los primeros sufíes, esto se vivía como una experiencia amorosa y extática; en Ibn ʿArabī, como una realización metafísica de la Unidad del Ser. No se trata de desaparecer del mundo, sino de vivir plenamente en Dios, sin ego, en humildad, amor y lucidez. Es la verdadera libertad: cuando ya no se actúa desde el yo, sino que Dios actúa a través del ser purificado.

miércoles, 2 de julio de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro I) (Capítulo XXI - XXX) (1580)

En esta entrada del blog exploraremos los capítulos XXI al XXX del Libro I de Los Ensayos de Michel de Montaigne, en los que el autor despliega algunas de sus reflexiones más emblemáticas sobre la naturaleza humana. Nos adentraremos en temas como la fuerza de la costumbre, la importancia de la moderación, los límites de la educación, el rechazo al pedantismo, el valor de la verdadera amistad y su célebre y provocadora mirada sobre los pueblos llamados “caníbales”. Montaigne nos invita, una vez más, a mirar con desconfianza nuestras certezas, y a redescubrir lo humano bajo un lente más libre, más humilde y más cercano a la experiencia vivida que a las normas impuestas por la tradición o la autoridad.

Referencias

(1) Muchos economistas han utilizado esta frase en el contexto de la competencia y el intercambio. Recurrentemente, se señala esta frase como el nombrado ''Juego de suma cero''. A esto se le llamó también, ''La Paradoja de Montaigne''. 

(2) Charlotte-Diane de Foix‑Candale, conocida también como Diane de Foix, fue una noble francesa del siglo XVI (nacida hacia 1540 y fallecida el 24 de mayo de 1587), condesa de Gurson por su matrimonio con Louis de Foix en 1579


ENSAYOS

LIBRO I

Capítulo XXI: El beneficio es perjuicio de otros(1)

Montaigne quiere decir que el beneficio de unos suele fundarse inevitablemente en el perjuicio de otros. Para explicarlo mejor recurre a un ejemplo. 

Un ateniense llamado Demades condenó a un hombre de la ciudad cuyo trabajo consistía en vender productos funerarios. Por supuesto, para que este hombre tuviera un negocio rentable tendría que esperar la muerte de otros. De otro modo, no se podría sostener dicho negocio. 

La sentencia que se le puso a este hombre no es correcta, según Montaigne, toda vez que de este modo tendríamos que condenar a toda persona que consiga ganancia, pues la ganancia significaría necesariamente el daño a otra persona. 

En ese sentido, Montaigne nos da algunos ejemplos:

  • El comerciante no logra las suyas sino merced a los desórdenes de la juventud; 
  • El labrador se aprovecha de la carestía de los trigos; 
  • El arquitecto de la ruina de las construcciones; los auxiliares de la justicia, de los procesos querellas que constantemente tienen lugar entre los hombres; 
  • El propio honor y la práctica de los ministros de la religión débese a nuestra muerte y a nuestros vicios; 
  • A ningún médico le es grata ni siquiera la salud de sus propios amigos, dice un autor cómico griego, ni a ningún soldado el sosiego de su ciudad, y así sucesivamente.
Es más, dice Montaigne. Examinémonos a nosotros mismos. Veremos que cada cosa que deseamos significa el perjuicio de nuestros semejantes. Incluso los naturalistas aseguran que el nacimiento, la nutrición y multiplicación de cada cosa, tiene su origen y corrupción en la de otra. 

Capítulo XXII: Sobre la costumbre

Montaigne introduce el concepto de costumbre con un cuento. Una aldeana estaba habituada a llevar a un ternerillo entre sus brazos desde que salió del vientre de la vaca. Una vez que el ternerillo se convirtió en buey, todavía lo conducía entre sus brazos. 

Pero también la costumbre es maestra violenta y traidora. Esto porque fija en el espíritu, sin que nos demos cuenta, el peso de su autoridad, y deja bien sentada su huella en la naturaleza. 

Cree —y lo afirma con gusto— en la historia del antro platónico (mito de la caverna), símbolo de que nuestros sentidos y juicios están moldeados por nuestra educación y costumbre. Cree también en médicos que se apoyan más en la repetición de la experiencia que en los principios de la razón. También en la posibilidad de que un rey haya desarrollado tolerancia al veneno por exposición constante, y en la joven que se nutría de arañas. Así como hay pueblos que consideran alimento lo que otros abominan, e incluso que pueden morir por consumir lo que para nosotros es saludable. Cierra con una cita latina de Cicerón que subraya la misma idea: “Gran fuerza tiene la costumbre: los cazadores pasan la noche sobre la nieve, en los montes toleran quemaduras; los pugilistas, golpeados con guantes de hierro, ni siquiera se quejan”.

Ahora bien, la costumbre también mengua la sensiblidad. Montaigne nos da algunos ejemplos:

Los vecinos de las cataratas del Nilo ya no perciben el estruendo constante de las aguas, porque la continuidad ha vuelto el sonido invisible para su oído.

Los filósofos pitagóricos especulaban que el universo entero produce una música celeste por el movimiento armónico de los cuerpos celestes, pero no la oímos justamente porque nuestros oídos están dormidos por la costumbre de oírla constantemente.

Los herradores, molineros y armeros, habituados al estrépito de su labor diaria, no se ven perturbados por esos ruidos, que en cambio resultan molestos para quien no está acostumbrado a ellos.

Montaigne habla de su propio perfume. Después de usarlo tantas veces, este se vuelve imperceptible para él pero no para los demás. Más interesante aún es el caso de la campana de su torre: a pesar del estrépito físico que sacude toda la estructura, Montaigne confiesa que ya no lo percibe, e incluso puede dormir sin que lo despierte.

En este sentido, la costumbre incluso puede soportar aquello que es violento. Por eso se le dijo maestra violenta. 

De la misma forma, hay padres que dejan adquirir a sus hijos hábitos reprobables, señalando que solo son hábitos infantiles, propios de la edad o juegos, o debilidad de la criatura. Si se permite al niño mentir o engañar en lo pequeño, se está autorizando implícitamente que lo haga en lo grande, señala Montaigne. Es preciso enseñar a los niños no solo a evitar el vicio, sino a aborrecerlo; no solo a no actuar mal, sino a desear el bien y repudiar el mal en su raíz. La educación, para él, debe dirigirse a forjar la conciencia, no a controlar la conducta superficial. De allí su crítica profunda a la costumbre cuando no es guiada por la razón y la virtud.

El mismo Montaigne nos dice que él, ya que no fue educado en hacer engaños y cosas semejantes, ha sido intachable en su conducta posterior. Ya sea en los juegos más infantiles, Montaigne nos dice que siempre ha sido correcto a la hora de jugar. 

Un hombre de Nantes que no tenía brazos acostumbró a hacer todo aquello que por naturaleza corresponde con las manos con los pies. 

Las costumbres con mujeres

Montaigne observa que un noble francés se sonaba las narices con las manos, acto repugnante a los ojos de Montaigne. Sin embargo, el noble justifica su proceder de forma razonada, incluso lógica, desde un punto de vista higiénico. Señala que la mucosidad de la nariz no merece tal tratamiento para que la pongamos en un pañuelo ''ni que la fuéramos a usar después'', dice.  Lo interesante no es tanto la defensa del acto en sí, sino cómo esta anécdota sirve para ilustrar la tesis central: la costumbre moldea la percepción del juicio humano, y lo que nos parece repulsivo o ilógico suele serlo sólo por nuestra educación y entorno.

En otros lugares está la costumbre de quelas mujeres lleven sus partes vergonzosas al aire, mientras que las casadas deben ocultarlas. En otras ciudades el aborto es algo socialmente aceptado. En otras partes, cuando un comerciante se casa con una mujer, esa mujer debe ser desposada por todo el gremio primero antes que el marido. Lo mismo con los militares, los nobles y campesinos, pero a estos últimos es solo su señor quien se acuestan con su esposa. 

Ahora bien hay mujeres que acompañaban en la guerra a sus maridos sin problemas. Otras mujeres usan de sortijas y varillas de oro para perforar partes del cuerpo, incluso los pechos y el trasero. En otra los maridos pueden repudiar a sus esposas sin causa, pero no a la inversa; o donde pueden venderlas si son estériles. Se menciona que solo las mujeres que pierden al esposo por muerte violenta pueden volver a casarse. Es una regulación de la sexualidad y del derecho a rehacer su vida según normas estrictas, lo que implica nuevamente una limitación de la autonomía femenina. De hecho, en algunas naciones, como sostiene Montaigne, a las mujeres se les vende, en efecto, son propiedad del marido, no tienen derechos. En contraste, también existen casos en que el uso y la costumbre pueden hacer que las mujeres empuñen armas, lideren ejércitos y gobiernen.

En fin, pareciera ser que la costumbre hace que las mujeres realicen diversos propósitos. Propósitos que ni la filosofía ha podido aunar en sus escritos; por tanto, la costumbre sigue siendo la más controladora de las guías. Como diría Píndaro, es la reina emperadora de todo el mundo.  

Poder de la costumbre

La costumbre es tan poderosa que puede incluso transgredir el derecho natural. Montaigne habla del caso de un hijo que golpeaba a un padre. De hecho, la golpiza llega a un punto en que el padre pide al hijo que parara porque su padre no había llegado tan lejos golpeándolo. Ese mismo hijo mostraba a su hijo diciendo ''este me pegará a mi cuando tenga mi edad''.

Incluso la ley de la conciencia está subordinada a la costumbre. Cuando los cretenses querían maldecir a algún enemigo, lo hacían pidiendo a los dioses que les de alguna mala costumbre.

La costumbre tiene tal poder sobre el alma humana, que adoptar una mala costumbre equivale a caer en la desgracia más profunda.

La idea de los cretenses es que no hay peor destino que adquirir un hábito corrupto, no porque sea doloroso o castigado externamente, sino porque una vez que se transforma en hábito, el vicio se vuelve invisible para quien lo practica. Apenas somos dueños de liberarnos de ella. 

Hay casos en que la costumbre está tan arraigada que es imposible, por más que queramos, sacarla. Montaigne da el ejemplo de los indios quienes se comían a sus padres en vez de darles sepultura, pues así estos podría encontrar mayo confort, están en el cuerpo de sus hijos. Los griegos insistieron mucho en que abandonaran esa costumbre lo cual resultó inútil. 

La costumbre y la corrupción y las leyes

Existen diversos actos de corrupción que en ciertos países se han ido desarrollando con absoluta normalidad, es decir, con costumbre. Se le paga a ciertas autoridades para que puedan interceder por aquel de quien han recibido dinero. 

Ahora bien, hay leyes que permiten estos actos con impunidad y sus cambios requieren medidas extremas. Hay algunos estados en los que plantear una reforma significa ponerse la soga al cuello. El peso de la tradición o sostener la tradición en un Estado es fundamental incluso si esas leyes son ''reprobadas''. Se señala que este tipo de cosas hacen que los países tengan cierta estabilidad.

Montaigne nos dice que el gobierno es como un gran edificio alyo y delicado, que cualquier alteración provoca un gran desorden. Es así que una monarquía podría caer fácilmente si no se tiene cuidado. En este edificio están aquellos que quieren preservar el orden establecido, y fuera de él están los innovadores, es decir, aquellos que aprovechan el desorden.

Para calmar este desorden y cualquier ansiedad, los gobernadores tienden a usar aquel lenguaje manipulador que les ayude a preservar dicho orden. 

Si hay un elemento a considerar que tiene mucho valor para Montaigne, es la religión cristiana. La religión cristiana promueve la obediencia civil y el cumplimiento de la ley, poniendo al propio Jesucristo como ejemplo. 

Es esencial obedecer la ley no solo por establecer un orden social, sino que porque también, a nivel individual, el ser humano se vuelve prudente. Sin embargo, aquel que es propenso a los cambios, asume una postura arriesgada y una postura de juicio; una arrogancia intelectual.

Montaigne es de la primera postura. Confía en las instituciones establecidas y aquel orden esmerado dentro de una sociedad. No hay que dejar lugar a los libertinos porque a la primera ocasión, estos traicionaran cualquier pacto y se adueñarán de la situación. 

Ahora bien, Montaigne reconoce que debe existir al menos una salida o un escape para aquellos que planteen hacer reformas de manera reposada y reflexiva, pues los cimientos del edificio (que es el gobierno) son frágiles y delicados. 

Capítulo XXIII: Diversos sucesos del mismo orden

Siguiendo con el mismo aspecto sobre la religión y la costumbre, Montaigne cita algunas historias. 

Un príncipe de origen extranjero es informado por la reina madre de una conspiración para asesinarlo. El conspirador es un noble de Anjou que frecuenta la casa del príncipe para llevar a cabo su plan.

Sin embargo, el príncipe no alerta a nadie y decide enfrentar personalmente la situación. Al día siguiente, mientras pasea con el gran limosnero y otro obispo, ve al noble sospechoso y lo llama. En presencia del príncipe, el noble se muestra nervioso y pálido, lo que confirma al príncipe que sabe de su intención. Entonces, el príncipe le dice que está al tanto del complot en todos sus detalles y que lo mejor es que confiese.

El noble admite su culpa, rogando por misericordia. Pero el príncipe, lejos de castigarle, le pregunta por qué querría matarlo. El noble responde que no tiene un motivo personal, sino que actúa en nombre del interés de su partido, creyendo que eliminar al príncipe sería una acción justa contra un enemigo de su religión.

Aquí es donde el príncipe muestra su nobleza y su compromiso con la justicia y la religión verdadera: dice que la religión que él practica es más misericordiosa que la del noble conspirador, ya que le aconseja perdonar incluso a quien intenta matarle sin razón. Finalmente, el príncipe le perdona, le manda irse y le aconseja que en el futuro se deje guiar por personas más honestas.

Otra historia que nos cuenta es sobre el emperador Augusto. Lucio Cinna, un joven noble, tramaba asesinarlo. Augusto, informado de esta amenaza, primero siente inquietud y debate consigo mismo sobre si debe tomar represalias y ejecutar a Cinna. Reflexiona sobre la justicia y la magnitud de su propia vida y la paz que ha logrado establecer, preguntándose si vale la pena que tantas personas sufran por protegerlo.

Livia, su esposa, le aconseja que pruebe un enfoque diferente al que ha usado hasta entonces, pues la severidad no ha sido efectiva. Le recomienda que muestre clemencia y perdone a Cinna, ya que esa bondad podría incluso engrandecer su gloria.

Augusto acepta el consejo, convoca a sus amigos y decide actuar con misericordia. Hace llamar a Cinna y le habla en privado, exponiéndole que sabe de la conspiración y recordándole cómo él mismo le ha protegido y beneficiado, dándole bienes y cargos. Augusto le ofrece perdón y le concede la vida, advirtiéndole que espera lealtad de ahora en adelante. Le habla largo y tendido, cuestionando las razones del joven para querer matarle y sugiriéndole que su intento es absurdo, pues no tiene apoyo suficiente para sucederlo. Finalmente, le concede el consulado y lo trata como un amigo y heredero.

Gracias a esta actitud de clemencia y nobleza, Augusto no vuelve a ser víctima de conspiraciones ni atentados. Sin embargo, se señala que esta estrategia no siempre funciona, ya que otros como el duque de Guisa, a pesar de ser dulces y misericordiosos, no lograron evitar conspiraciones contra ellos.

La fortuna

Montaigne tiene una gran desconfianza a la medicina y al arte de los médicos. No cree que el arte de la medicina sea el único para curarse, de hecho, Montaigne dice que muchas veces la curación depende del azar o de la colaboración fortuita de la naturaleza. Teme que los remedios, en lugar de curar, lo perjudiquen aun mas. 

El filósofo nos señala que no tiene nada de malo que los buenos y malos aconteceres sean producto de la fortuna. Existen ocasiones en que la gente no puede explicar bien ciertas cosas; por ejemplo, los poetas no saben de dónde sacan sus versos, muchos dicen que de inspiración divina, pero bien porqué no podría pensarse que sea la suerte. Otro aspecto es el de la guerra en que la suerte juega un papel a veces preponderante.

Dado que el curso de los acontecimientos está lleno de variables incontrolables y que la elección correcta rara vez es evidente, sostiene que lo más sabio es optar por el camino de la justicia y la honradez. Incluso si esa elección resulta en una desgracia, no debe culparse a la buena intención, pues nada garantiza que actuar de otro modo habría evitado el mismo desenlace. Montaigne concluye que, en medio de la duda, es preferible seguir la virtud, porque eso nos asegura al menos la dignidad moral, aunque el destino nos sea adverso.

A partir de esto, resulta inútil llenarse de guardias y ejércitos si finalmente va a ser la fortuna la que se ocupe de la victoria. Cita como ejemplo admirable el gesto de Alejandro Magno, quien, al recibir una denuncia contra su médico, decidió beber el remedio sin titubear, mostrando así una confianza absoluta en su amigo y una valentía estoica ante la posibilidad de la muerte. Para Montaigne, este acto no solo demuestra grandeza de espíritu, sino también una forma superior de libertad: la de vivir sin estar sometido al miedo, aun en medio de la amenaza.

Capítulo XXIV: Del Pedantismo

Montaigne nos dice que en las comedias italianas el papel del pedante lo hacía un bufón, pero en Francia la palabra pedante quería decir ''Maestro'', es decir, un profesor. Este asunto en particular le molestaba porque tener al maestro como bufón era algo que no iba bien. Con el tiempo, sin embargo, advierte que este juicio no siempre es injusto: hay quienes, a pesar de acumular vastos saberes, no se transforman en mejores personas ni en espíritus más lúcidos. La causa de ello, sugiere, puede ser que al saturarse de ideas ajenas, su propio juicio se anula o se debilita, como una lámpara que se apaga por exceso de aceite. Sin embargo, también reconoce que en muchos otros casos el alma se engrandece y se expande con el saber, y recuerda a sabios que fueron también excelentes hombres de acción.

Ahora bien, hay que distinguir entre el filósofo y el pedante. Ambos pueden parecer ridículos o desconectados de la vida común, pero por razones opuestas. El filósofo auténtico se eleva por sobre las convenciones sociales, contemplando el universo desde una perspectiva que relativiza el poder, la riqueza o el linaje; su aparente irreverencia no nace de ignorancia, sino de una mirada más amplia, que cuestiona los valores aceptados. En cambio, el pedante es objeto de desprecio porque no se eleva, sino que permanece por debajo del sentido común, encerrado en saberes estériles y sin capacidad de aplicarlos a la vida real. La singularidad del filósofo es noble, la del pedante, patética.

A través de ejemplos históricos —como Arquímedes, Heráclito, Empédocles y Tales— demuestra que la filosofía no solo es compatible con la acción, sino que puede superarla en eficacia cuando se lo propone. Lo que ocurre es que muchos de estos sabios desprecian voluntariamente los cargos, riquezas y honores, no por incapacidad, sino por elección ética. El filósofo, según Montaigne, no se aparta de los asuntos mundanos por ignorancia o ineptitud, sino porque su alma está orientada a cosas más altas. Su sabiduría es tan profunda que no necesita probarse constantemente en el mundo; y si alguna vez lo hace, como Tales, puede incluso superar a los expertos. La verdadera grandeza del filósofo radica en que, aunque tiene la capacidad de gobernar o enriquecerse, opta por no hacerlo. En contraste, Montaigne critica a quienes, bajo el nombre de filósofos, carecen tanto de sabiduría como de prudencia práctica, conformándose con la pobreza sin altura de miras.

El origen de la pedantería proviene de de la mala forma como los seres humanos se dedican a la ciencia. Pero no solo como nos dedicamos, sino que también como nos enseñan; esa educación que es excesivamente memorística. El saber que no se transforma en juicio personal o en conciencia, dice, es como una moneda sin valor real, usada solo para aparentar. Por lo tanto, el verdadero saber no se trata de citar autores a cada momento, sino más bien de integrarlos internamente. La verdadera sabiduría, sostiene, no puede obtenerse simplemente leyendo a Séneca o Cicerón, sino trabajando interiormente sobre los problemas que ellos tratan, enfrentándolos con nuestras propias fuerzas.

El saber

Montaigne nos habla que la educación de los jóvenes también está corrompida por la pedantería. En vez de saber cosas prácticas como jugar a la pelota, los jóvenes se llenan de conocimientos que solo los hacen tontos y presuntuosos. El mismo Montaigne nos dice que prefiere mucho más que un escolar juegue a la pelota a que se vuelva pedante.

Otra critica existe en cuanto a los sabihondos, es decir aquellos que pueden tener un basto conocimiento teórico, pero que finalmente no saben aplicarlo a la vida práctica. No solo son inútiles, sino que peligrosos, pues por aquellas cosas que pueden ser fáciles de solucionar estos lo complican en demasía. 

El término "lettre-ferits" (o "lettre-ferus" en una forma más latina), que se traduce como "sabihondos" o "pedantes", da cuenta de este tipo de personas a quienes las letras (el conocimiento académico) han "golpeado" de manera tan profunda que, en lugar de ofrecer sabiduría práctica, solo muestran una apariencia vacía de erudición. Esta gente se pierde en la teoría y son incapaces de aplicar ese saber cuando se trata de situaciones reales. La ciencia sin aplicación práctica es un fruto mezquino. 

Aristo Quío (un filósofo cínico de la Antigua Grecia) afirmaba que los filósofos podían causar daño a sus oyentes. Al ser un saber abstracto y a menudo alejado de las preocupaciones cotidianas de la mayoría, puede resultar inapropiada o incluso destructiva para las almas que no están preparadas o dispuestas para ella.

Ejemplos de buena educación

Hay un notable contraste, dice Montaigne, en la educación de los persas. La educación persa es un ejemplo de formación integral: el cuidado del cuerpo y la mente, las artes guerreras y la formación moral. Se pone un énfasis considerable en la educación práctica, en la que los jóvenes son entrenados para enfrentarse a las responsabilidades de su posición social desde una edad temprana. A los siete años, se les enseña a montar a caballo y a cazar, lo que no solo desarrollaba sus habilidades físicas, sino que también les preparaba para el liderazgo y las tareas que eventualmente realizarían en la vida adulta. A los catorce años, el joven era supervisado por cuatro preceptores especializados en enseñar virtudes fundamentales como la verdad, la moderación, el coraje y la religiosidad.

En el caso de Esparta, Licurgo no se preocupó por dotar a los niños espartanos de conocimientos académicos como la filosofía o las ciencias, sino que se enfocó en formarlos como individuos fuertes, virtuosos y capaces de servir a su comunidad de manera eficiente. Atenas, conocida como la "patria de las Musas", se enfocaba en una educación que cultivaba las artes y las letras, pero en Esparta, la educación de los jóvenes era fundamentalmente práctica y ética, dirigida a que los jóvenes desarrollaran las virtudes necesarias para el liderazgo y la vida en sociedad, sin perderse en el estudio académico de la teoría.

Licurgo, en su modelo educativo, no les daba a los niños preceptores o pedagogos que les enseñaran conocimientos abstractos, sino que los rodeaba de maestros de virtud: personas que inculcaban valores como el valor, la prudencia, la justicia y la moderación. La enseñanza se centraba más en formar el carácter a través de la experiencia práctica que en la transmisión teórica de conocimientos. 

En Atenas, la educación se centraba en el desarrollo intelectual y argumentativo. Los jóvenes atenienses se entrenaban en el arte del discurso: cómo hablar bien, cómo debatir, cómo emplear la dialéctica para resolver conflictos y desentrañar la verdad detrás de las palabras. Los atenienses valoraban enormemente la retórica, la música y las artes como formas de cultivar la mente y los sentidos. El objetivo era preparar a los jóvenes para convertirse en ciudadanos pensantes, capaces de participar activamente en la vida democrática, discutiendo ideas y formulando argumentos convincentes.

Por otro lado, en Esparta, la educación estaba completamente orientada hacia la formación moral y física. En lugar de entrenarse en el dominio de las palabras, los jóvenes espartanos se entrenaban en el dominio del cuerpo y en la fortaleza del espíritu. Se les enseñaba a resistir la tentación de la voluptuosidad y a enfrentarse con valentía al infortunio y a la muerte. Esta educación estaba dirigida a formar líderes, soldados y personas capaces de tomar decisiones bajo presión, enfocados en el cumplimiento del deber y el servicio a la comunidad. La educación espartana, por tanto, no se basaba en las ciencias, la gramática o la dialéctica, sino en la ciencia del mando y la obediencia, en la que la virtud práctica era más importante que la sabiduría teórica.

La historia de Antípatro, quien pide rehenes a Esparta, y la respuesta de los espartanos, refleja la profunda importancia que daban a la formación de la juventud. Mientras que otras ciudades, como Atenas, habrían entregado muchachos jóvenes, inexpertos, los espartanos prefieren enviar hombres ya formados, porque en su visión de la educación, la virtud y la preparación moral valen más que la simple juventud o el conocimiento académico. Esto pone de manifiesto cómo Esparta valoraba no solo la cantidad de conocimiento, sino la calidad de la formación ética de sus ciudadanos..

Hipias, un sofista y orador muy famoso, presumía de sus logros económicos como profesor en Sicilia, lugar donde ganaba buena cantidad de dinero enseñando a la gente. Sin embargo, cuando se le menciona que en Esparta no logró obtener nada de dinero, se muestra crítico hacia los espartanos, a quienes considera "idiotas" por no estar interesados en el conocimiento académico, como la gramática o la prosodia. Según Hipias, los espartanos solo se ocupaban de asuntos triviales, como la cronología de sus soberanos y la historia de sus estados, lo que, desde su perspectiva, los hacía inferiores a las personas de otras ciudades más académicamente avanzadas, como Atenas.

Sócrates, fiel a su estilo, no se limita a contradecir a Hipias directamente, sino que lo lleva a reflexionar sobre el verdadero valor de la educación y el tipo de vida que se lleva en Esparta. Mediante su interrogatorio, hace que Hipias comprenda, casi por sí mismo, que las virtudes cívicas de los espartanos (como el valor, la disciplina, y el sentido del deber) y la calidad de vida privada que ellos llevaban no son inferiores a los logros intelectuales de las ciudades como Atenas.

Sócrates, en su habitual forma irónica, le muestra a Hipias que, aunque los espartanos carecieran de conocimiento académico en áreas como la gramática o la prosodia, sí poseían una sabiduría práctica que resultaba mucho más valiosa para su vida pública y privada. Además, lo deja entrever de manera sutil pero clara: los conocimientos que Hipias presume de enseñar son, en muchos casos, innecesarios o superficiales si no van acompañados de una formación ética y práctica que se refleje en la vida diaria.

Capítulo XXV: De la educación de los hijos a la señora Diana de Foix, condesa de Gurson(2)


Montaigne reconoce la limitada comprensión que tiene incluso de las materias escolares que hasta un niño podría enseñarle. Nos dice que apenas puede retener aquellos escritores densos como pueden ser Séneca o Plutarco. Tampoco es que Montaigne quiera equipararse a los maestros, pues poco podría hacer contra ellos. Bien los lee, los analiza, se toma el tiempo para degustarlos. No los cita con el propósito de hacer suyas aquellas ideas, sino que a partir de estas se elaboren las suyas. Sus ideas, afirma, son débiles, pero suyas. Y si coinciden con las de los antiguos, es por mérito del pensamiento y no por copia. La honestidad intelectual es aquí una forma de virtud.

Educación infantil

Motivado por una petición concreta: la señora Diana de Foix espera un hijo, y Montaigne, que se siente ligado a su familia, le ofrece sus reflexiones. Comienza planteando la dificultad de educar correctamente, dado lo imprevisible del carácter en la infancia, y la necesidad de evitar prejuicios basados en apariencias tempranas

La ciencia es el instrumento más noble para los niños, mucho más importante que la técnica servil. Tampoco hay que olvidar el estudio de las letras que de acuerdo al filósofo, la familia de la sra Diana está muy familiarizada. 

Maestro

Montaigne reconoce que no puede decir grandes cosas sobre los maestros, debido al limitado conocimiento que tiene sobre ellos, pero si algo puede señalar es que éste debe guiarse por los intereses del niño. Esto, porque la educación a la que se refiere Montaigne son los niños nobles.

Un niño debe cultivar las letras, pero no vivir de ellas ya que para Montaigne, es cosa indigna vivir de las letras además de que crea la dependencia ajena. 

Montaigne sostiene que el maestro ideal no debe ser solo un erudito, sino sobre todo un hombre de buen juicio, capaz de formar tanto el carácter como la inteligencia del joven. Su preocupación no es formar sabios pedantes sino "hombres hábiles", capaces de razonar y conducirse en la vida pública con virtud y prudencia. Por eso prefiere un maestro con "mejor cabeza que provista de ciencia".

Metodología

El método que propone se inspira en Socrates y Arcesilao: que el alumno hable, que piense por sí mismo, que se ejercite en el discernimiento antes que en la mera recepción pasiva del saber. La educación, según Montaigne, debe ser activa, personalizada y orientada a la vida, no un simple ejercicio de repetición y acumulación de citas.

Este enfoque constituye una crítica al sistema educativo tradicional de su época, profundamente influido por el escolasticismo y la autoridad de los textos clásicos. A cambio, Montaigne propone una pedagogía más cercana al humanismo renacentista y a las ideas del autodidactismo reflexivo, donde el conocimiento debe ser interiorizado y vivido, no simplemente aprendido.

Es un grave error aplicar los mismos métodos educativos a todos los alumnos, sin tomar en cuenta la diversidad de inteligencias, naturalezas y disposiciones individuales. Esta rigidez pedagógica explica, según él, el fracaso generalizado de la educación: de muchos alumnos, apenas uno o dos sacan verdadero provecho.

Montaigne propone una educación centrada en el sentido, no en la mera repetición de palabras. El maestro debe interrogar no tanto por la literalidad de la lección, sino por su comprensión, interiorización y aplicación práctica. A través de variaciones, adaptaciones y reinterpretaciones, el alumno debe demostrar que ha hecho suyo el conocimiento, de forma semejante a como Sócrates interpelaba a sus interlocutores en los diálogos de Platón. La educación, en esta visión, no consiste en “almacenar” saberes, sino en transformarlos a través del juicio personal, como el estómago que digiere y convierte el alimento en sustancia vital.

La metáfora del “arrojar la carne tal como se ha comido” subraya esta idea: repetir lo aprendido sin haberlo asimilado es señal de indigestión intelectual. Montaigne lamenta que nuestras almas se hayan convertido en repetidoras de opiniones ajenas, esclavizadas por la autoridad de los libros y de los maestros, y que no se atrevan a pensar por sí mismas: “Nunquam tutelae suae fiunt” (“Nunca llegan a ser dueñas de sí mismas”).

El filósofo relata una anécdota vivida en Pisa que le permite ilustrar y reforzar su crítica a la adherencia dogmática a una autoridad filosófica, en este caso, Aristóteles. Se refiere a un personaje que había convertido la doctrina aristotélica en criterio absoluto de verdad, sosteniendo que todo conocimiento que no se ajustase a Aristóteles era vano e ilusorio. Esta actitud, señala Montaigne con cierta ironía, le valió incluso problemas con la Inquisición romana, lo que indica que el fanatismo filosófico puede parecerse peligrosamente al fanatismo religioso.

En contraposición a esa postura, Montaigne defiende un ejercicio crítico y escéptico del pensamiento, especialmente en el ámbito educativo. El maestro no debe transmitir dogmas, sino enseñar al discípulo a examinar las ideas, a tamizarlas, a cuestionarlas, incluso cuando provienen de autoridades reconocidas. Ningún autor —ni Aristóteles, ni los estoicos, ni los epicúreos— debe ocupar un lugar sacrosanto. Todas las doctrinas deben ser ofrecidas al juicio del alumno, quien, si está en condiciones, podrá optar por una de ellas o, en caso contrario, mantenerse en la duda razonable.

A través de la metáfora de las abejas —tomada de Séneca y antes de Plinio y Virgilio—, Montaigne ilustra cómo debe funcionar el pensamiento: así como las abejas recogen el néctar de muchas flores para elaborar miel, el estudiante debe extraer lo mejor de muchas fuentes y luego transformarlo, no repetirlo, para producir algo nuevo, suyo, interiorizado. La miel es más que la suma de sus flores; del mismo modo, el juicio formado es más que una suma de citas.

Este es, para Montaigne, el fin de toda educación: formar un juicio propio, un entendimiento vivo, capaz de nutrirse de lo leído y escuchado, pero no esclavo de ello. Lo importante no es el origen de las ideas sino la capacidad de hacerlas carne propia, de integrarlas en la estructura del pensamiento y de la vida.

Para él, el comercio con los hombres —es decir, la convivencia y el trato con diversas personas y culturas— constituye una de las vías más eficaces para limar el juicio, pulir el entendimiento y ampliar la perspectiva.

Critica así la superficialidad de ciertos viajeros —especialmente de la nobleza francesa de su época— que regresan de sus recorridos con un cúmulo de anécdotas frívolas o detalles decorativos sin haber tocado el alma de los lugares que visitaron. Montaigne no desprecia el viajar, sino que reclama una actitud profunda frente a ello: viajar para entender, para comparar, para transformar el modo en que pensamos y sentimos. En sus palabras, se viaja “para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás”.

Su defensa de los viajes desde la infancia y del aprendizaje temprano de lenguas extranjeras refleja su idea de que la mente joven es más plástica y capaz de adquirir una pronunciación auténtica, pero también revela una comprensión moderna de la educación como exposición temprana a la diversidad.

Al mismo tiempo, critica que los hijos crezcan demasiado protegidos por el afecto de sus padres. El exceso de ternura, lejos de fortalecer el carácter, lo ablanda. La educación debe incluir incomodidad, esfuerzo, contacto con el riesgo, tolerancia a la suciedad y el cansancio. Solo así se templa un cuerpo y un alma capaces de afrontar la vida. La cita final —tomada de Virgilio— recomienda “vivir a la intemperie y entre cosas que causen inquietud”: una formación viril y ruda, pero no por desprecio del cuerpo, sino para formar seres libres, resistentes y lúcidos.

No basta sólo fortificar el alma, es preciso también endurecer los músculos, dice Montaigne. El alma puede trabajar mejor o peor dependiendo de cómo esté constituido el cuerpo, de hecho el mismo filósofo dice que su alma trabaja penosamente en un cuerpo tan flojo como el de él.

Reflexiona sobre la insensibilidad al dolor que observa en ciertas personas —hombres, mujeres y niños—, y cómo esta puede deberse más a una disposición fisiológica (un "vigor de nervios") que a una auténtica fortaleza de espíritu, como la que busca el filósofo.

Montaigne critica la tendencia educativa de su época que busca endurecer a los niños mediante ejercicios físicos rigurosos, con la idea de prepararlos para enfrentar sufrimientos mayores (como enfermedades, torturas o prisiones). Cita la expresión latina "Labor callum obducit dolori" ("el trabajo hace callo al dolor"), para ilustrar esta pedagogía del endurecimiento. Sin embargo, él mismo parece poner en duda que esto forme verdaderamente el carácter o la virtud moral.

Autoridad del maestro

El preceptor debe tener autoridad plena sobre el niño, lo que se ve obstaculizado por la presencia de los padres. Critica la actitud de las familias que sobrevaloran al heredero por su linaje y fortuna, pues eso fomenta en el niño orgullo y una falsa imagen de sí mismo. Esta idea refleja una crítica a la nobleza y al sistema de clases, que distorsiona la formación personal por intereses de prestigio social.

Luego, Montaigne ofrece una lección de humildad intelectual y de prudencia en la conversación. En lugar de utilizar el diálogo para exhibirse, el niño debe aprender a escuchar y a no contradecir innecesariamente a los demás. Montaigne propone una pedagogía del carácter, en la que el conocimiento se lleva con modestia, sin pompa ni envidia —como dice la cita latina: Licet sapere sine pompa, sine invidia (“Se puede ser sabio sin ostentación ni envidia”).

También advierte contra el pedantismo y la ambición pueril de parecer más inteligente de lo que se es. Solo los grandes espíritus —como Sócrates o Aristipo, según la otra cita latina— pueden tomarse ciertas licencias al ir contra la costumbre. Así, insta a no confundir la rebeldía juvenil con verdadera grandeza de alma.

Por último, subraya una actitud ética frente al debate: el niño debe respetar la verdad más que su propia opinión.

El preceptor debe inculcar al niño lealtad al soberano, pero con moderación y sentido del deber cívico. El amor al príncipe no debe rebasar los límites del bien público. Montaigne denuncia con agudeza el vicio de la corte, donde la cercanía al poder —y la gratitud por los favores recibidos— corrompe la libertad de juicio del cortesano. “La franqueza del súbdito” se ve “deslumbrada” por los privilegios, lo que lleva a una pérdida de credibilidad. Aquí subyace una crítica sutil pero firme al servilismo y a la moral de corte, donde las palabras pierden autenticidad y se alejan de la verdad.

Montaigne insiste en que la virtud debe reflejarse en el lenguaje, y que el reconocimiento de los errores propios —incluso en plena discusión— es un signo de “espíritu elevado y filosófico”. La testarudez, en cambio, es propia de espíritus “bajos”. Esta distinción entre la humildad intelectual y la arrogancia dogmática es central en el ideal del sabio según Montaigne.

A continuación, aboga por una educación que enseñe a observar el mundo con atención. El niño debe saber distinguir el mérito verdadero de la posición social, pues muchas veces los más sabios o interesantes no ocupan lugares de prestigio. La anécdota del banquete, donde unos hablan superficialmente de vinos y tapices mientras otros, más alejados, sostienen conversaciones de valor, ilustra cómo la sabiduría no siempre está donde está el poder.

Montaigne recomienda que el niño aprenda de todos: el campesino, el obrero, el transeúnte, pues cada uno tiene algo que enseñar. Incluso la torpeza y el error ajeno pueden formar parte de su aprendizaje. Esta mirada democrática y empírica anticipa el método de la observación humanista y el pensamiento moderno: el mundo es un libro abierto.

Por último, se exhorta a fomentar una curiosidad legítima por el entorno, la historia y la geografía. Saber dónde se libró una batalla antigua, por dónde pasó César o Carlomagno, qué vientos soplan hacia Italia (Quae tellus sit lenta gelu...), todo eso forma parte de un saber encarnado, concreto y vital, que vincula la cultura con la experiencia directa.

Literatura e historia

Montaigne sitúa la historia como un campo privilegiado para el ejercicio del entendimiento. No se trata, según él, de saber “cuándo cayó Cartago” o “dónde murió Marcelo”, sino de comprender las virtudes y errores morales de figuras como Escipión, Aníbal o Marcelo, para extraer lecciones de vida. La historia, bien leída, es un espejo del alma humana, y no una mera crónica de fechas y batallas. Aquí se opone frontalmente a la educación escolástica de su tiempo, que premiaba la memoria por encima del juicio.

Cuando dice que “he leído en Tito Livio cien cosas que otro no ha leído”, subraya que la lectura es un acto creativo, en el que cada lector encuentra significados distintos según sus capacidades, sensibilidades y experiencias. Esta es una afirmación profundamente moderna: el lector no es un receptor pasivo, sino un intérprete activo. También reconoce humildemente que otros han visto en esos textos cosas que él mismo no advirtió, y que incluso los autores pueden haber dicho más de lo que conscientemente sabían.

Elogia especialmente a Plutarco, a quien considera “maestro acabado”, por su capacidad de abrir caminos al lector en lugar de dárselo todo hecho. Montaigne valora esa forma de escritura que sugiere más de lo que dice, que invita a reflexionar más que a repetir. La anécdota sobre los “asiáticos que obedecen porque no saben decir no” le sirve para vincular el pensamiento histórico con la filosofía política, y ver en esa frase la semilla de la obra de su amigo Étienne de La Boétie: La servidumbre voluntaria. Es decir, la historia inspira la filosofía cuando se la lee con inteligencia crítica.

Censura el laconismo excesivo de los grandes autores, pues si bien este estilo puede ser eficaz para espíritus elevados, dificulta la comprensión de los lectores comunes. Quienes tienen poco contenido intelectual tienden a inflarlo con palabras, igual que los cuerpos frágiles se llenan con aire para parecer más fuertes. 

Montaigne, citando a Pitágoras, distingue tres tipos de personas: quienes buscan la gloria mediante el ejercicio del cuerpo, quienes persiguen el lucro mediante el comercio, y finalmente, aquellos pocos que observan y reflexionan, no para dominar, sino para entender, para ordenar su propia vida. Montaigne, claro está, se identifica con este último grupo: el del filósofo-espectador, que mira la vida con serenidad, para aprender a vivir bien y morir sin temor.

Fin de la educación

La enseñanza debe comenzar con los principios morales que rigen la acción humana, con las preguntas fundamentales: ¿Qué es justo desear? ¿Qué valor tiene el dinero? ¿Qué debemos a la patria y a los nuestros? ¿Qué papel nos ha sido asignado en el mundo? Estas preguntas, tomadas de Horacio (Epístolas, II, ii), conducen a una comprensión de nuestra naturaleza, del lugar que ocupamos y de nuestras responsabilidades. La educación, para Montaigne, debe ayudarnos a entender quiénes somos y cómo debemos vivir y morir, tal como él mismo lo expresa: "los primeros discursos que deben infiltrarse en su entendimiento deben ser los que tienden al régimen de las costumbres y sentidos; los que lo enseñen a conocerse, a bien vivir, a bien morir."

El énfasis está en el cultivo del juicio, de la virtud y del autogobierno moral, más que en el conocimiento de disciplinas abstractas o especializadas. Así, Montaigne advierte que muchas de las ciencias que se enseñan “son inútiles a nuestro fin particular” si no se vinculan con el arte de vivir. No niega el valor de las artes liberales, pero pide que se escojan aquellas que realmente contribuyen a la libertad interior: la templanza, la justicia, la comprensión de las pasiones humanas.

Recurre nuevamente a Horacio para reforzar esta idea con ironía: el ignorante pospone el momento de vivir rectamente esperando condiciones ideales (vivendi recto qui prorogat horam), como un campesino que espera que se seque el río en vez de cruzarlo. Pero la vida, como el río, fluye sin detenerse. No podemos postergar el aprendizaje del arte de vivir.

Montaigne critica la enseñanza que prioriza la astronomía o la astrología —el “movimiento de la octava esfera”— por encima del conocimiento de nuestras propias pasiones y deseos. Preguntarse qué influencia tiene Capricornio en el agua del Hesperia (Latius et Hesperia quid Capricornus aqua) es, para él, una ocupación inocente comparada con el verdadero saber: conocerse a sí mismo y gobernarse. En otras palabras, antes de estudiar los cielos, debemos estudiar el alma.

''Enseñar no para producir eruditos, sino para formar personas mejores y más juiciosas''

Comienza evocando una carta atribuida a Anaxímenes dirigida a Pitágoras, donde el primero cuestiona la utilidad de la astronomía mientras el hombre vive oprimido por males más inmediatos como la muerte y la servidumbre. Montaigne utiliza esta anécdota para mostrar que la educación debe comenzar por lo esencial: ayudar al ser humano a librarse de sus pasiones desordenadas, como la ambición o la superstición, antes de ocuparse de cuestiones más abstractas, como los astros o el sistema del mundo.

Una vez formado el juicio del alumno —es decir, una vez que ha aprendido a pensar por sí mismo, a vivir bien y a conocerse—, entonces podrá abordar disciplinas como la lógica, la física, la geometría o la retórica. Montaigne no desprecia estas ciencias, pero insiste en que su aprendizaje debe ser posterior a la formación ética y crítica del juicio. Su propuesta pedagógica es gradual y profundamente pragmática.

Critica duramente el método tradicional representado por Gaza, un gramático del Renacimiento, cuya enseñanza consistía en aprender preceptos oscuros y palabras vacías, sin vínculo con la vida ni con el espíritu. En contraste, Montaigne propone un método en el que el entendimiento se nutra con sentido, con contenido vital y claro, conducente a la madurez auténtica del juicio. El aprendizaje debe ser una experiencia vivificante, no un ejercicio de memorización muerta.

Lo más notable del pasaje es su reivindicación del carácter alegre, humano y festivo de la filosofía. Montaigne denuncia que en su siglo incluso las personas más cultas consideran a la filosofía una ciencia quimérica y sin aplicación práctica, y atribuye esto a los "ergotistas", es decir, a los sofistas y escolásticos que han desfigurado su verdadero rostro, convirtiéndola en una disciplina técnica, artificial y hostil. Contra esta imagen, Montaigne proclama: la filosofía es alegre, juguetona, amiga del espíritu. No busca entristecer ni amargar, sino enseñar a vivir bien, en paz y con claridad de juicio.

La anécdota de Demetrio el gramático en el templo de Delfos sirve para ilustrar esta idea: al ver a unos filósofos riendo y conversando alegremente, piensa que no están discutiendo nada serio. Pero Heracleo de Mégara le responde que ese estado de gozo y ligereza es precisamente señal de que están filosofando, mientras que la gravedad fingida corresponde a quienes se extravían en tecnicismos estériles.

La cita final de Juvenal (Sátiras, IX) —“Deprendas animi tormenta latentis in aegro corpore…”— reafirma que el rostro y la actitud del hombre revelan la salud o enfermedad del alma. Así, la filosofía verdadera, al liberar el alma de sus pasiones y conflictos, debe manifestarse en un semblante apacible, alegre y sereno.

El alma

El alma que cultiva la filosofía verdadera transforma también el cuerpo y el porte externo, reflejando en su apariencia una salud moral y espiritual que se traduce en dignidad agradable, rostro contento y actitud activa. Este ideal recuerda las máximas estoicas y epicúreas, donde el sabio no solo es dueño de su interior, sino que irradia esa paz en su modo de estar en el mundo. El “gozo constante interior” es, para Montaigne, el signo más seguro de la sabiduría auténtica.

Critica duramente a los sofistas y escolásticos, a quienes representa como sabios artificiales, enredados en “terminajos” técnicos como baroco y baralipton —referencias a reglas mnemotécnicas del silogismo escolástico—, que oscurecen el saber bajo un lenguaje impenetrable, transformando la enseñanza en un “tenebroso lodazal”. Para Montaigne, esa no es la verdadera ciencia, y quienes así la presentan “no la conocen más que de oídas”.

A continuación, desmonta una imagen muy arraigada en la tradición moral: la idea de que la virtud es difícil, árida y dolorosa, ubicada “en la cúspide de un monte escarpado e inaccesible”, como enseñaban ciertos estoicos y moralistas. Frente a esta visión severa y casi heroica, Montaigne propone una imagen contraria y revolucionaria: la virtud verdadera está en lo alto de una planicie fértil, florida, accesible y amable, a la cual se llega “por una suave y amena pendiente” bajo la sombra y sobre la hierba. La vida filosófica, en su sentido más pleno, no es solo valiente y razonable, sino también bella, gozosa, natural y amorosa.

Con una ironía muy característica, Montaigne acusa a los “pedantes” de deformar la filosofía, presentándola con un semblante “triste, quejumbroso, despechado, amenazador y agrio”, casi como un espantajo, un fantasma colocado sobre una roca hostil para asustar a los hombres. Esta caricatura de la sabiduría, dice, es precisamente lo que aleja a la gente de ella.

Virtud

Un preceptor ideal que no solo instruye, sino que forma el carácter, guiando al niño a amar y reverenciar la virtud, pero no por imposición ni castigo, sino por su atractivo natural. La comparación entre Venus (diosa del amor) y Pallas (diosa de la sabiduría y la guerra) denuncia la tendencia poética —y cultural— a privilegiar el placer sensual por sobre el valor intelectual y moral. Por ello, al llegar a la edad adulta, el joven debe orientarse hacia amores ejemplares como Bradamante o Angélica, figuras literarias que encarnan una belleza activa y generosa frente a la delicadeza artificiosa y pasiva. Montaigne prefiere el amor por una mujer valiente disfrazada de guerrera, que por una frágil doncella ornamentada: una clara revalorización de la fuerza interior frente a la apariencia exterior.

Luego afirma una idea central de su pedagogía: la virtud no es árida ni difícil, sino “fácil, útil y placentera”, accesible a todos —niños y adultos, simples y sabios—. Así, desmonta la concepción de la virtud como un sacrificio o como una cima inaccesible. Como Sócrates, el preceptor sabio debe descender al nivel del discípulo, no para rebajarse, sino para acompañarlo con sencillez en la formación de su juicio. Este ideal pedagógico valora más el método amable que la violencia autoritaria: el aprendizaje debe ser un camino natural, no una imposición.

Montaigne va más allá al sostener que la virtud es la madre de los placeres verdaderos: no los niega, sino que los modera, los purifica y los potencia. Así, lejos de oponerse al placer, la virtud permite disfrutarlo mejor, más intensamente y con más duración. No se trata de reprimir, sino de ejercer el dominio de sí para evitar la ruina del exceso: el bebedor que no se embriaga, el amante que no se degrada, no son enemigos del placer, sino sus auténticos usufructuarios.

En caso de que falte la fortuna —es decir, los bienes exteriores—, la virtud crea una riqueza interior propia, autosuficiente. Así, puede ser “rica, sabia y poderosa” incluso sin posesiones, y reposar “en perfumada pluma” sin temor a perderla. Montaigne reconoce que la virtud ama la vida, la belleza, la salud y la gloria, pero lo que la define no es la renuncia, sino la templanza ante su posesión y la disposición para perderlos sin resentimiento.

Si el niño prefiere fábulas vacías, mojigangas y juegos intrascendentes a relatos de viajes, máximas o ejercicios del valor, entonces —dice irónicamente— no merece otra cosa que ser “estrangulado en secreto” o convertirse en aprendiz de pastelero, aunque sea hijo de un duque. Es una crítica contra la educación por linaje o clase social, y una afirmación del principio platónico citado: los hijos deben ser educados según su alma, no según la alcurnia de sus padres. En otras palabras, el talento natural y la disposición ética deben guiar la formación, no el privilegio heredado.

Sigue afirmando que la infancia es tan apta como cualquier otra edad para recibir las enseñanzas de la filosofía, ya que esta enseña a vivir, y vivir se hace desde que se nace. Con un verso de Horacio ("Udum et molle lutum est..."), Montaigne refuerza la idea de que el niño es como arcilla blanda que debe modelarse pronto y con firmeza, porque el tiempo de la enseñanza es breve.

Critica con dureza que se enseñen las virtudes demasiado tarde: cien jóvenes contraen enfermedades venéreas antes de haber estudiado el tratado sobre la templanza de Aristóteles. Esto no es una anécdota, sino una acusación directa a una pedagogía inútilmente tardía y desconectada de la realidad. Del mismo modo, cita a Cicerón para subrayar que perder tiempo en estudios inservibles —como los poetas líricos, según el juicio de Cicerón— es absurdo, pero que los escolásticos y ergotistas son aún más inútiles: se aferran a silogismos y disputas vanas que nada aportan al arte de vivir.

Montaigne es claro: la infancia solo tiene unos quince años para formarse, y el resto de la vida pertenece a la acción. Por tanto, no hay tiempo que perder en sutilezas retóricas o dialécticas inservibles. Lo que se debe enseñar son los principios esenciales de la filosofía, que él considera simples, claros, útiles y perfectamente accesibles incluso para un niño. Y aquí es donde da un golpe audaz: estos principios son más fáciles de aprender que el mismo alfabeto, más naturales que leer o escribir.

Cita con aprobación a Plutarco y sostiene que Aristóteles no formó a Alejandro Magno principalmente como lógico o matemático, sino que lo instruyó en las virtudes fundamentales: valor, magnanimidad, templanza y fortaleza de ánimo. Gracias a esta formación moral —no a su saber técnico—, Alejandro pudo conquistar el mundo siendo casi un niño, con un ejército modesto. Aquí se presenta el ideal del saber práctico al servicio de la acción y la virtud, más que el conocimiento como fin en sí mismo.

La frase de Horacio ("Petite hinc...") y la de Epicuro al inicio de la carta a Meneceo —“ni el joven debe rehusar filosofar ni el viejo cansarse de hacerlo”— refuerzan la idea de que la filosofía es tarea para toda la vida, y que tanto el joven como el anciano pueden y deben ejercerla, pues es una guía para vivir bien, no una técnica reservada a especialistas.

Montaigne lanza entonces una crítica demoledora a la escuela tradicional. Rechaza tajantemente que se mantenga al niño “aprisionado”, como si fuera un obrero agotado por el trabajo físico: estudiar catorce o quince horas diarias bajo la vigilancia de un maestro tiránico y melancólico es, para él, no solo inhumano, sino contraproducente. No quiere que el niño se abrume, ni tampoco que se le aplauda si, por inclinación melancólica, se convierte en un solitario entregado a los libros, pues eso lo vuelve incapaz del trato humano, de la política, de la acción real. Montaigne no quiere ratones de biblioteca, sino hombres que sepan vivir, conversar y actuar con virtud y juicio.

Su crítica se extiende también a los “arrocinados por avidez temeraria de ciencia”, aquellos que, como Carneades, se desfiguran por el estudio al punto de dejarse crecer el cabello y las uñas: el conocimiento sin medida puede deformar el alma tanto como la ignorancia. Así, ataca la barbarie de los preceptores, que con su severidad y tecnicismo estropean las buenas disposiciones naturales de los niños, en vez de cultivarlas con libertad, amabilidad y sentido humano.

Espacios para el aprendizaje

Todo momento y todo espacio son propicios para el aprendizaje: el gabinete, el jardín, la mesa, el lecho, la soledad o la compañía, la mañana o la tarde… todo debe contribuir a la educación del discípulo, porque la filosofía, al ocuparse de la vida, se mezcla naturalmente con todas las cosas. Esto contrasta fuertemente con los métodos escolásticos, que limitaban el saber a momentos y lugares específicos.

Montaigne elogia la respuesta del orador Isócrates, quien sabiamente se negó a hablar de su arte durante un banquete, sabiendo que la retórica requiere un contexto adecuado. Pero esto —observa Montaigne— no aplica a la filosofía: cuando esta trata del hombre y de sus deberes, puede y debe estar presente incluso en el banquete y en el juego. Cita el ejemplo de Platón en el Banquete, donde los personajes discuten sobre el amor con profundidad, pero en un tono ameno y adecuado al entorno. Esta es una lección clave: la sabiduría no debe excluirse de la vida cotidiana, sino acompañarla con ligereza y profundidad al mismo tiempo.

Con la cita de Horacio (“Aeque pauperibus prodest…”), recuerda que la filosofía beneficia por igual a pobres y ricos, jóvenes y viejos, y que, si es descuidada, también perjudica a todos por igual. La filosofía es, por tanto, una necesidad universal, no un lujo para una élite intelectual.

En una imagen muy montaigniana, compara esta enseñanza diseminada a lo largo del día —sin rigidez de horarios ni imposiciones— con los pasos que damos al recorrer una galería, más largos quizás que los de un camino marcado, pero menos cansadores porque transcurren sin sentirse. Así debe ser la educación: natural, continua, discreta, amable, no impuesta ni autoritaria.

Montaigne incorpora también los ejercicios físicos —la carrera, la lucha, la danza, la caza, el manejo de armas— como parte fundamental de la formación. No separa el alma del cuerpo: “no es un alma, no es un cuerpo lo que el maestro debe formar, es un hombre”. La educación debe ser integral y armónica, tal como lo enseña Platón, quien compara el alma y el cuerpo con un tronco de caballos que debe conducirse con un mismo timón.

Incluso reconoce que el cuerpo puede beneficiar al alma, y que el ejercicio corporal favorece el crecimiento espiritual.

Criticas al sistema educativo tradicional

Aquí se conjugan su crítica al castigo, su elogio de la alegría, y su visión pedagógica inspirada en la filosofía clásica, sobre todo en Platón, Quintiliano y Speusipo.

Montaigne parte de un principio firme: la educación debe regirse por una “dulzura severa”, es decir, por una firmeza serena, sin violencia ni crueldad. Rechaza con fuerza los métodos autoritarios y brutales que, en lugar de invitar al niño al estudio, lo horrorizan y reprimen, generando temor, sumisión y aversión al saber. Para él, nada pervierte tanto una buena naturaleza como la violencia, pues rompe su armonía interior.

En lugar de castigos y amenazas, propone una educación que habitúe al niño a la vida real, a la fatiga, al frío, al sol, al esfuerzo, al riesgo; no como tortura, sino como preparación para resistir las adversidades sin volverse blando o inútil. Critica la crianza delicada, que solo produce jóvenes frágiles, “hermosos y afeminados”, y en cambio propone forjar jóvenes vigorosos, rudos en cuerpo y nobles en espíritu.

Su crítica a los colegios es demoledora. Los describe como “prisiones de juventud”, donde los estudiantes son castigados antes de haber pecado, y donde la violencia, el grito y la cólera del maestro reemplazan cualquier forma de enseñanza auténtica. Estos métodos —dice— no despiertan amor por el conocimiento, sino miedo, represión y rechazo. Cita a Quintiliano, quien advertía que el uso de la autoridad y el castigo puede tener efectos perjudiciales a largo plazo.

Frente a esta pedagogía del temor, Montaigne propone una escuela llena de alegría, regocijo, música y belleza, tal como lo hizo Speusipo —sobrino y sucesor de Platón en la Academia—, quien adornó su escuela con imágenes de las Gracias, Flora y la Alegría. Esta metáfora es poderosa: el saber debe ir acompañado del placer, de modo que el niño desee aprender como quien desea jugar. No se trata de disfrazar la enseñanza, sino de armonizarla con los ritmos naturales del cuerpo y del alma.

Elogia con entusiasmo el enfoque de Platón en las Leyes, donde no se exalta la enseñanza abstracta, sino la formación del carácter mediante juegos, canciones, danzas, carreras y gimnasios, dirigidos por los propios dioses (Apolo, las Musas, Minerva). La poesía, dice Montaigne, es valiosa no por su contenido literal, sino por la música que la acompaña: es el ritmo y la belleza lo que educa y eleva, no el mero precepto.

Toda rareza o excentricidad en costumbres debe eliminarse, pues es enemiga de la comunicación social. Montaigne no celebra la originalidad si esta impide convivir con los demás. La vida humana, para él, se realiza en sociedad, y las manías o excentricidades físicas o psicológicas, aunque puedan tener una causa oculta, deben corregirse mediante la educación temprana. Pone ejemplos extremos —el miedo a los ratones, a las manzanas, al canto de los gallos— para ilustrar su punto: la educación puede formar cuerpos y almas resistentes y adaptables, capaces de vivir sin esclavitud sensorial.

La idea clave es que el cuerpo joven es moldeable ("el cuerpo está todavía flexible"), y por tanto, se le debe entrenar no solo para la virtud, sino también para la adaptación al mundo. El joven debe ser capaz de vivir entre todas las naciones y entre todo tipo de gentes, e incluso —con cautela y juicio— conocer el desorden y el exceso. Pero aquí está la sutileza de Montaigne: no debe evitar el mal por debilidad o ignorancia, sino por libre elección, por un juicio maduro que sabe preferir el bien. Por eso cita la máxima latina: “Multum interest utrum peccare aliquis nolit an nesciat” —“Importa mucho si alguien no peca por elección o por ignorancia”.

A continuación, respalda esta idea con ejemplos históricos y prácticos. Un diplomático francés le confesó que se había emborrachado tres veces en Alemania por exigencias del cargo; otros, por no poder hacerlo, fracasaron políticamente. La lección es clara: el educado debe dominar las formas del mundo sin ser dominado por ellas, saber vivir entre los hombres sin perder su centro.

Montaigne admira, por eso, a Alcibíades, el general ateniense que sabía adaptarse con naturalidad a los extremos de lujo o austeridad, sin alterar su carácter ni su salud. Este ideal se refuerza con la cita de Horacio: “Omnis Aristippum decuit color, et status, et res” —“todo le iba bien a Aristipo: el color, la condición, la fortuna”, aludiendo al filósofo cirenaico que también sabía vivir tanto entre lujos como en privaciones.

El modelo que Montaigne propone para su discípulo es, por tanto, el de un hombre completo, dueño de sí, adaptable sin servilismo, resistente sin rigidez, virtuoso por elección y no por imposición. El epigrama final reafirma este ideal: se admira no de quien soporta un solo modo de vida, sino de quien puede portar con gracia ambas máscaras, adaptarse sin perder su coherencia interna.

Principios montaignianos 

El saber solo vale si se convierte en forma de vida. Así lo expresan también Platón y Cicerón, y lo ejemplifican Diógenes, Heráclito y Zeuxidamo: no se trata de acumular conocimientos, sino de vivir conforme a la razón, a la naturaleza y al juicio personal. Por eso Diógenes prefería las “brevas naturales” a las pintadas, y del mismo modo, Montaigne prefiere las virtudes vividas a las fórmulas aprendidas de memoria.

El ideal del discípulo montaigniano no es un repetidor de lecciones, sino alguien que encarna lo aprendido: que demuestra prudencia, templanza, resistencia, modestia, método y justicia en su conducta cotidiana. Es un saber hecho carne, no una retórica decorativa. De ahí la cita de Cicerón: “Que entienda su educación no como ostentación de ciencia, sino como ley de vida” (Qui disciplinam suam non ostentationem scientiae, sed legem vitae putet…).

Montaigne se burla de la enseñanza escolar tradicional, que dedica quince años a enseñar a hablar, no a vivir. Su crítica es demoledora: el mundo está lleno de charlatanes, de personas que hablan más de lo que deben y que, al final, no dicen nada sustancial. En contraste, su discípulo ideal, aunque no haya estudiado retórica, sabrá hacerse entender con claridad, porque su pensamiento será claro y su juicio sólido. No necesita adornos ni técnicas si tiene algo real que decir.

El episodio de los pedagogos que confunden al otro profesor con un “gentilhombre” sirve como anécdota sarcástica: la educación tradicional forma gramáticos y lógicos, no hombres cabales. Montaigne, en cambio, quiere formar un “gentilhombre” en el sentido más amplio: un hombre completo, libre, noble de alma y dotado de entendimiento, no de etiquetas académicas.

La crítica se intensifica con su observación de quienes se excusan por “no saber expresarse”. Según Montaigne, el problema no es la falta de elocuencia, sino la falta de ideas claras. No es que no puedan hablar, sino que no piensan con precisión, y por eso tartamudean. Para él —como para Sócrates— quien piensa bien, hablará bien, aunque sea en cualquier dialecto, aunque sea con gestos. Lo importante es la claridad del espíritu, no la perfección del estilo.

La cita final, “Verbaque praevisam rem non invita sequentur” (las palabras seguirán sin resistencia a la cosa que ha sido previamente concebida), resume su tesis: el lenguaje fluye naturalmente cuando hay pensamiento verdadero.

Citando a Séneca: "cuando las cosas ocupan el alma, las palabras acuden solas" (quum res animum occupavere, verba ambiunt) y a Cicerón: "las cosas mismas arrastran consigo las palabras" (ipsae res verba rapiunt). Ambas frases afirman que el pensamiento sólido genera espontáneamente un lenguaje eficaz, sin necesidad de adornos ni premeditación. Por eso, personas sin formación académica —como un criado o una vendedora— pueden expresarse con más verdad y fuerza que un catedrático, aunque infrinjan todas las reglas gramaticales.

Montaigne se burla de quienes ponen más énfasis en el arte de agradar al lector que en decir algo verdadero. Frente a esto, elogia el “brillo de la verdad ingenua y sencilla”, que desarma todos los artificios. Esta sinceridad sin ornamento —dice— no sólo es más honesta, sino también más eficaz. Lo demuestra con ejemplos históricos: los embajadores de Samos, que ofrecieron un discurso largo e inútil, fueron ignorados por el rey Cleómenes de Esparta, quien no quiso ni recordar su introducción. En cambio, un arquitecto ateniense ganó el favor del pueblo con una frase clara y directa: “todo lo que él ha dicho, yo lo haré”. La elocuencia pomposa queda humillada por la eficacia de la acción y la claridad del propósito.

La anécdota de Catón, quien se burlaba de Cicerón llamándolo “un cónsul gracioso”, refuerza la idea de que la palabra no debe deslumbrar por su forma sino por su contenido y oportunidad. De hecho, para Montaigne, una buena sentencia o una idea valiosa vale por sí misma, incluso si no se inserta con precisión en un discurso bien hilado.

Lleva esta misma idea al terreno poético: no le interesa la versificación perfecta si no hay invención verdadera, profundidad o gracia. El poeta, dice Montaigne, puede equivocarse en la métrica sin dejar de ser un gran creador. Prefiere a un mal versificador con alma poética que a un versificador impecable pero vacío. Esto lo expresa con un epigrama de Horacio: “nariz afilada, duro para componer versos” (Emunctae naris, durus componere versus), aludiendo a la dificultad de quien busca perfección formal sin tener genio creador.

Cita luego otra frase horaciana que refuerza la idea de que el genio poético no depende del orden estricto, sino de la energía creadora y del alma de la obra: incluso los fragmentos dispersos de un gran poeta (disjecti membra poetae) tienen belleza propia. Así responde también Menandro, quien afirmaba que ya tenía lista su comedia, solo le faltaba “ponerla en verso”, porque las ideas ya estaban ordenadas en su interior.

Montaigne nos da un ejemplo de sofisma absurdo:

«El jamón da sed, el beber quita la sed, luego el jamón quita la sed.»
Este tipo de juegos lógicos, típicos de la sofística y la escolástica decadente, lo mueve a la burla. El discípulo ideal —sugiere— no debe intentar refutar racionalmente tales absurdos, sino reírse de ellos, como hizo Aristipo, quien contestó irónicamente: “¿Por qué he de desatar un silogismo, si ya atado me incomoda?”. Es decir, la ridiculez no merece refutación, sino desprecio.

Sigue con otro ejemplo: Crisipio reprocha a un sofista que le presentaba estas “contorta et aculeata sophismata” (argucias retorcidas y punzantes), recordándole que no son cosa de hombres sensatos, sino juegos para muchachos. Lo que Montaigne rechaza aquí no es el pensamiento riguroso, sino la lógica vacía, usada para deslumbrar y no para comprender.

A continuación, critica a quienes sacrifican el contenido al brillo del lenguaje. Cita a Horacio y a autores latinos para ilustrar que hay quienes van tras palabras llamativas desviándose de lo que querían decir, y otros que abandonan su tema solo por insertar una frase elegante. Montaigne, en cambio, defiende lo contrario: las palabras deben servir a las cosas, y no al revés. Si el francés no basta para expresar su pensamiento, recurre sin vergüenza a su dialecto gascón. Lo importante es la idea, no el ropaje verbal.

Afirma su preferencia por un estilo sencillo, nervioso, directo, sin afectación, capaz de tocar el espíritu del lector u oyente. Cita la máxima latina de Ennio:

“Haec demum sapiet dictio, quae feriet”
“Será verdaderamente sabia la palabra que golpee”,
es decir, que impacte, que haga sentir y pensar, más que adornar.

Su ideal de lenguaje es casi antirretórico: no le interesa la pulcritud ni la medida, sino que cada fragmento contenga una idea completa, una verdad vivida. Rechaza el hablar “pedantesco, frailuno o jurídico”, y prefiere el estilo “soldadesco”, como Suetonio describía el de Julio César: claro, seco, conciso, fuerte.

Lenguaje

Montaigne reconoce que, en una monarquía, un joven noble debe aprender el buen porte cortesano, pero advierte del riesgo de caer en la superficialidad, en la “ambición escolástica y pueril” de buscar palabras raras, frases elaboradas y novedades inútiles. Cita con aprobación a autores latinos:

“Quae veritati operam dat oratio, incomposita sit et simplex”
“El discurso que sirve a la verdad debe ser desordenado y simple” (Quintiliano).

 

Y también:
“¿Quién habla con exactitud, sino el que quiere hablar con afectación?”

Cuando el lenguaje llama más la atención que lo que expresa, estorba a la verdad.

Así como el cuerpo hermoso no debe dejar ver las venas ni los huesos, un buen estilo no debe mostrar la estructura verbal con ostentación. El estilo debe ser transparente y orgánico, no rígido ni decorativo.

Montaigne se burla luego de quienes imitan el lenguaje de un autor sin captar su pensamiento. La forma es fácil de copiar; el juicio y la invención, no. Muchos creen poseer el valor del autor porque imitan su “vestidura”, pero no heredan su fuerza interior. Aquí se refiere, sin duda, a quienes lo leen superficialmente: lo elogian por su lenguaje, pero no se sabe si piensan como hablan.

La reflexión se eleva al terreno cultural cuando cita a Platón, quien describe cómo los atenienses heredaron la elocuencia, los espartanos la concisión, y los cretenses la fecundidad en ideas —estos últimos, para Montaigne, los mejores, pues la prioridad no está en decir mucho, sino en pensar bien.

También recuerda a Zenón, fundador del estoicismo, quien distinguía entre dos tipos de discípulos:

  • Los que se interesaban por las ideas, a quienes prefería.

  • Los que solo se fijaban en el lenguaje, a quienes despreciaba.

Montaigne no rechaza el buen decir, pero rechaza vivir para él. Le entristece que la vida entera se gaste en buscar la expresión perfecta, en lugar de cultivar el juicio, la experiencia y el sentido. Aun así, declara su deseo sincero de dominar bien su lengua materna y luego las lenguas de sus vecinos, en un gesto de realismo práctico: no para lucirse, sino para entender y comunicarse mejor con aquellos con quienes vive.

El latín y el griego

Montaigne se refiere al latín y el griego como "hermosos ornamentos", pero advierte que suelen pagarse demasiado caros: es decir, su aprendizaje consume años enteros de formación, que podrían aprovecharse mejor si se enseñaran de otra manera. Y es que, según los humanistas de su época (y Montaigne lo sabe bien), se dedicaban tantos esfuerzos al latín que se terminaba conociendo muy poco del pensamiento que esa lengua albergaba, y menos aún se formaba el carácter o el juicio.

Para evitar este derroche de tiempo, su padre —hombre ilustrado y reflexivo— optó por una estrategia audaz y poco común: contrató a un preceptor alemán que no sabía francés y que hablaba latín con pureza, para que se comunicara con Michel desde antes de que pudiera hablar. A este se sumaron otros ayudantes, todos hablando exclusivamente en latín, y se impuso a toda la casa una regla inflexible: nadie debía dirigirse al niño más que en esa lengua. Así, Montaigne aprendió el latín como lengua materna, de modo espontáneo y sin coerción, sin libros de gramática, sin castigos ni lágrimas. Es una muestra concreta de cómo, para Montaigne, la educación debe fluir naturalmente, con alegría, sin violencia ni miedo.

El resultado fue notable: Montaigne dominaba el latín tan bien que incomodaba a sus propios preceptores, incluso a figuras ilustres como Nicolas Grouchy, George Buchanan, y Muret, quienes lo evitaban por temor a ser corregidos por un niño. La anécdota no es solo vanagloria: revela que el dominio auténtico de un saber no requiere sufrimiento, sino método, constancia y ambiente adecuado.

Además, el aprendizaje de Montaigne tuvo un efecto multiplicador: los criados, los padres y hasta los pueblos cercanos incorporaron vocabulario latino en su hablar diario, lo cual demuestra que una inmersión total y vivencial puede ser incluso más eficaz que la enseñanza escolar tradicional. Y es crucial notar que, según Montaigne, no aprendió el latín mezclado ni corrompido, sino directamente desde una fuente pura.

Luego de haber descrito con admiración y detalle el proyecto pedagógico innovador de su padre —centrado en la dulzura, el gusto natural por el saber y el respeto al ritmo del niño—, aquí reconoce con honestidad que los frutos esperados no se cumplieron plenamente, ni por limitaciones personales ni por el abandono progresivo del método original. E

Montaigne relata que su padre también quiso que aprendiera griego, pero de manera lúdica, como quien aprende matemáticas jugando al ajedrez o a las damas. La enseñanza debía apoyarse en la curiosidad, el deseo espontáneo, la libertad, y nunca en la violencia. Tan delicado fue este enfoque que incluso se evitaba despertarlo con ruido, y se recurría al sonido de un instrumento musical, confiando en que la armonía debía acompañar incluso los primeros instantes del día.

Este método es, sin duda, visionario y radical para su época. Montaigne lo presenta no con ironía, sino con reconocimiento profundo hacia su padre, cuya "afección y prudencia" son retratadas como excepcionales. Aun así, confiesa que los resultados no estuvieron a la altura del empeño, y lo atribuye, en parte, a su temperamento natural: lento, ocioso, indiferente al juego, de memoria débil y de imaginación poco viva. Aunque tenía un carácter apacible y saludable, su espíritu solo se animaba por influencia externa. 

Este autorretrato es de una honestidad desarmante. Montaigne se juzga con dureza pero sin dramatismo. No se presenta como un genio precoz ni como víctima de un sistema, sino como un niño con ciertas disposiciones que no respondieron al ideal que su padre —con tanto amor— había trazado.

El segundo motivo del fracaso lo sitúa en el abandono del método original. Su padre, temiendo errar y sin tener cerca a los sabios italianos que le habían aconsejado inicialmente, cedió a la presión social y lo envió a un colegio tradicional, el de Guiena, cuando Montaigne tenía seis años. Pese a que era considerado uno de los mejores centros de Francia y a que su padre siguió cuidando hasta los mínimos detalles, la institución siguió siendo un colegio, es decir, un lugar regido por el método escolástico, la memorización, el castigo y la rutina.

Ahí, su latín se “bastardeó”, es decir, perdió su pureza y naturalidad. Y como luego dejó de usarlo, lo olvidó casi por completo, y solo le sirvió —dice con ironía— para “llegar de un salto a las clases primeras”, pero no para ningún uso duradero. A los trece años, había terminado su curso completo, “sin fruto de ningún género para lo sucesivo”.

Gusto por el aprender

Comienza evocando con ternura su primer amor por los libros, que no nació de una imposición, sino de la fascinación espontánea por las Metamorfosis de Ovidio. A los siete u ocho años, ya se privaba de otros placeres por leer, seducido tanto por el tema —fábulas llenas de imaginación y transformación— como por el hecho de que el latín era su lengua materna. En clara contraposición, desprecia la literatura caballeresca que tanto entretenía a los niños de su época (como Amadís de Gaula o Lancelot del Lago), y que él nunca leyó. Esta omisión no fue accidental, sino producto de una educación intencionalmente austera y dirigida.

La figura del preceptor —prudente, benigno, flexible— vuelve a brillar aquí: él supo no reprimir el entusiasmo de Montaigne por la lectura, sino dejar que el deseo se desarrollara solo, incluso ocultando algunas pequeñas faltas para no estropear ese entusiasmo. Así, Montaigne pasó con gusto desde Virgilio a Terencio, luego a Plauto y al teatro italiano, movido por el gusto y no por la obligación, lo que contrasta con la experiencia común de la nobleza, que terminaba aborreciendo los libros por haber sido forzada a leer.

Montaigne hace una diferencia muy lúcida entre el defecto de la malicia y el de la inutilidad: su defecto natural era la languidez, la inacción, la falta de energía; nunca el deseo de hacer el mal. Sus educadores no temían que fuera perverso, sino ocioso. Y en efecto, así fue juzgado: “ensimismado”, “tibio”, “desdeñoso”. A pesar de que él mismo hubiera querido “mejorar de condición” (es decir, complacer y ser útil), se le exigió con más dureza de la que los demás aplicaban sobre sí mismos. El reproche injusto no hacía sino suprimir el mérito de sus buenas acciones voluntarias. Subraya aquí una profunda idea de autonomía moral: el bien que no es obligatorio es más valioso por ser libre.

No obstante, recuerda que su alma tenía sacudidas genuinas, percepciones lúcidas, sin necesidad de ayuda externa. Era lento, pero no torpe; retenía por cuenta propia los conocimientos, y no se doblegaba ni al rigor ni a la violencia. Se reivindica así como alguien de sensibilidad reflexiva y dignidad interior. También menciona con orgullo su actuación en teatro —en latín, desde muy pequeño— como un ejercicio formativo y noble, lejos de toda censura. Defiende el teatro como una forma civilizadora, útil para la moral pública, el ocio colectivo, y digna incluso del patrocinio de los príncipes.

La conclusión final resume el eje central de su pedagogía: el único motor verdaderamente eficaz del aprendizaje es el afecto, el gusto y el deseo interno. Si la ciencia se impone a latigazos, el niño se convierte en “un asno cargado de libros”: repite, pero no comprende; carga, pero no asimila. El conocimiento verdadero no se deposita, se interioriza, se transforma en parte viva del ser.


Capítulo XXVI: Locura de los que pretenden distinguir lo verdadero de lo falso con la aplicación de su exclusiva capacidad

El alma blanda, vacía o sin contrapeso —esto es, sin juicio ni experiencia— es más fácil de impresionar, como la balanza que cae con cualquier peso que se le añada. De ahí que —dice él— niños, mujeres, enfermos y el vulgo estén más dispuestos a creer en relatos fantásticos, en supersticiones y en hechos extraordinarios.

Montaigne reconoce que en el pasado él mismo cometía el error opuesto: descartar automáticamente como falso todo aquello que no encajaba en su marco de pensamiento racional o empírico. Su rechazo a los relatos sobre brujas, fantasmas, espíritus o visiones del más allá no se fundaba necesariamente en pruebas, sino en una presunción de superioridad intelectual. Lo llama explícitamente "presunción torpe".

En otras palabras, creer sin fundamento es señal de ignorancia; pero tampoco es sabiduría rechazar lo que no comprendemos solo porque desafía nuestra razón o experiencia previa. Lo racional, para Montaigne, no es ni la creencia automática ni el escepticismo sistemático, sino una disposición humilde a suspender el juicio cuando el asunto excede nuestras facultades.

Montaigne reconoce que antes era rápido en descartar como imposible todo aquello que no encajaba en su esquema mental, pero ahora —sin haber visto nada milagroso ni sobrenatural— ha aprendido que ese es un juicio apresurado e injustificado. Lo que ha cambiado no es su experiencia, sino su comprensión de los límites del entendimiento humano.

La clave de su argumento es que no debemos considerar imposible lo que escapa a nuestra razón, porque eso sería suponer que el universo se ajusta a las capacidades del entendimiento humano. Y eso —dice Montaigne con claridad— es la mayor locura posible. No somos la medida del mundo, ni de la voluntad divina, ni del poder de la naturaleza.

Montaigne apoya esta idea con versos de Lucrecio, quien ya en el De rerum natura advertía sobre la tendencia humana a confundir lo conocido con lo posible, y a asombrarse solo de lo nuevo, cuando en realidad todo es igualmente asombroso si lo miramos sin el velo de la costumbre. Por eso, afirma:

“Jam nemo, fessus saturusque videndi, suspicere in caeli dignatur lucida templa”
(“Ya nadie, harto y fatigado de ver, se digna mirar los luminosos templos del cielo”).

Y añade otro pasaje de Lucrecio que remata el punto:
Si ciertas cosas naturales que hoy damos por sentadas se nos presentaran por primera vez, las consideraríamos más increíbles aún que los milagros que rechazamos.

Así, el ejemplo del río visto por primera vez como si fuera el océano (otro pasaje de Lucrecio) sirve para mostrar cómo nuestras escalas de magnitud, rareza o posibilidad no están dadas por la realidad misma, sino por lo que hemos llegado a ver y a habituarnos.

Suspensión del juicio

Comienza citando a Lucrecio: “Consuetudine oculorum assuescunt animi...”, es decir, “por la costumbre de los ojos se acostumbran los ánimos”, y concluye que la costumbre embota nuestra capacidad de asombro y de juicio, de modo que solo lo nuevo —y no lo verdaderamente admirable— despierta nuestra atención e impulsa a investigar. Así, la familiaridad no equivale a comprensión, y lo inusitado no es necesariamente falso.

Montaigne critica la actitud de quienes, por presumida racionalidad, descartan de plano lo que no comprenden. Considera tal postura como una forma de arrogancia: asumir que todo lo que no encaja con la experiencia propia o el saber establecido es imposible, como si el entendimiento humano pudiera trazar los límites del poder de la naturaleza o de Dios. La diferencia entre imposible e inusitado, insiste, no suele estar bien comprendida.

A partir de ahí, ofrece ejemplos históricos y hagiográficos que muestran cómo hombres sabios y piadosos —Plutarco, César, San Agustín, San Ambrosio, San Hilario— atestiguaron hechos extraordinarios o milagros. Y Montaigne se pregunta: ¿tenemos nosotros, modernos, autoridad moral o intelectual para llamarlos ignorantes, crédulos o mentirosos?

Él no afirma que esos hechos hayan ocurrido, pero tampoco los niega sin más. El punto es respetar el testimonio de quienes son más sabios, más piadosos y más inteligentes que nosotros, y aceptar que hay fenómenos que pueden escapar a nuestras explicaciones o expectativas racionales.

Cierra con una frase que concentra su tesis:

«Qui, ut rationem nullam afferrent, ipsa auctoritate me frangerent»
(“Que, aunque no aportaran razón alguna, me vencerían por la sola autoridad que tienen”).

Este es el gesto escéptico de Montaigne: no exige creer, pero sí exige prudencia para no negar temerariamente lo que se encuentra fuera de lo ordinario.

El filósofo denuncia la presunción de querer ridiculizar lo que no comprendemos, señalando que esto con frecuencia nos lleva a aceptar cosas aún más absurdas que aquellas que despreciamos. Esta paradoja se origina cuando intentamos imponer límites humanos a la verdad, como si la razón humana pudiera abarcar todo lo que es verdadero o posible. El escéptico prudente sabe que el universo excede nuestros juicios, y que el hecho de que algo nos parezca inverosímil no significa que lo sea.

Después, conecta este punto con las guerras de religión, particularmente en el contexto de las divisiones entre católicos y protestantes. Montaigne critica a los católicos que, buscando mostrarse moderados o ilustrados, ceden ciertos puntos doctrinales a sus adversarios, como si tuvieran la facultad de decidir qué partes de la fe son esenciales y cuáles prescindibles. Para Montaigne, esta actitud es un error estratégico y teológico: no solo fortalece al oponente (al mostrar que el terreno se cede), sino que también revela una comprensión superficial de los misterios de la fe, pues muchas veces lo que se considera trivial puede estar en el corazón del dogma.

A partir de esta experiencia personal —él mismo confiesa haber dudado de ciertos aspectos de la fe que le parecían "pueriles" o "extraños"—, llega a la convicción de que esas doctrinas que antes juzgaba ligeras, se sostienen sobre fundamentos sólidos que solo se reconocen con una visión más profunda. Su propio camino muestra la falibilidad del juicio humano cuando se ejerce con ligereza y orgullo.

Termina señalando dos enemigos íntimos del espíritu: la curiosidad y la vanagloria. La primera lo lleva a buscar constantemente, a menudo sin discernimiento; la segunda, a querer tener siempre respuestas. Pero en materia de religión y de las cosas altas, Montaigne propone más bien una actitud de modestia intelectual y reverencia, que renuncie a querer resolverlo todo y acepte el misterio cuando corresponde.

Capítulo XXVII: De la amistad

Montaigne nos habla primeramente de un pintor. Un pintor que tiene una habilidad tal que Montaigne es incapaz de reproducir, nos dice que le es imposible recrear un cuadro magnífico. Por eso, nos habla de una obra clave para él que es ''La Servidumbre Voluntaria'' de su amigo Esteban de la Boetie. Como ya habíamos visto en su biografía, este gran amigo, dejó como herencia todos sus papeles y biblioteca a Montaigne.

Al mencionar este hecho, el filósofo nos dice que el mismo Aristóteles señalaba que los legisladores se cuidan más de tener amistad que de administrar justicia. Ninguna de las relaciones aparte de la amistad tienen una significancia tan grande para el ser humano. La amistad es más importante que el amor, el interés o la necesidad pública o privada. 

Padres e hijos

La relación entre padres e hijos siempre es una relación de respeto. Es impracticable la amistad, pues el padre no puede contar con decirle a sus hijos sobre sus más puras intimaciones. La amistad exige una relación de simetría y en al relación padre e hijo existe necesariamente una asimetría. 

En cuanto a los hermanos, muchos de los elementos que surgen a partir de los lazos familiares hacen imposible que exista una amistad; la herencia, la competencia y las diferencias de carácter no son propias de la amistad. La amistad se hace por elección libre y afinidad espiritual. 

Por esta razón, la amistad es mucho más fuerte y más noble que los lazos familiares.

Las mujeres

La afección a las mujeres tampoco son mejores que la amistad. En la relación con las mujeres, hay un fuego activo intenso pero que se consume solamente por un lado. En cambio, en la amistad existe un fuego general, no sujeto a la saciedad o al placer, el amor hacia una mujer es inconstante y con altibajos emocionales. La amistad que tiene con su amigo es pausada, suave. 

Las mujeres, de acuerdo a Montaigne, no tienen capacidad para la amistad. No hay ejemplos en el mundo femenino de amistades duraderas, todo lo contrario, son precoces y muy débiles. La amistad, dice Montaigne, se puede encontrar verdaderamente en los hombres, siendo las mujeres excluidas de este concepto. 

Matrimonio

El matrimonio tampoco se equipara a la amistad al consolidarse este en una convención forzada, obligatoria, dependiente, que generalmente obedece a propósitos bastardos. 

Por otro lado, un amor que es perjudicial de acuerdo con Montaigne es aquel amor griego, es decir, un amor pederasta, condenado por las costumbres de la época de Montaigne. Es claro que para el filósofo este es un amor vulgar y grosero que no se condice de ninguna forma con la amistad.
 
Sin embargo, Montaigne no se limita a rechazar este tipo de amor sino que más bien a analizarlo. Es un amor que no tiene que ver con el cuerpo y que favorece solamente al amado, pues es él el que puede elegir con quien va a formarse. En ese sentido, es el amante el mayor de edad que formará de forma moral y cívica al amado; no obstante, el amante es el que está gobernado absolutamente por las pasiones.

El caso de Harmodio y Aristogitón, cuya relación fue símbolo de la lucha contra la tiranía en Atenas. Para los griegos, dice Montaigne, este amor era “sagrado y divino”, y solo la tiranía o la decadencia moral de los pueblos podían oponerse a él.  

Es en esta parte donde Montaigne destaca su amistad con La Boetie donde señala su celebre frase:

“Si me preguntan por qué lo amaba, siento que no se puede expresar sino diciendo: porque era él, porque era yo”

Definitivamente, entre La Boetie y Montaigne, no existía una amistad ordinaria. Fue una amistad extremadamente espontánea y sin ninguna coacción, absolutamente voluntaria  que el filósofo sigue sin explicarse. 

Ahora bien, este es el tipo de matrimonio ordinario, no uno perfecto, pues esta institución también tiene dicha diferenciación.

Amistad perfecta

Otro ejemplo de amistad es Cayo Lelio, político y pensador romano, en el período de la República Romana interrogó a Cayo Blosio, qué habría sido capaz de hacer por Tiberio Graco, quien era su amigo en ese entonces. 

Lelio: ¿Qué no habrías estado dispuesto a hacer por Tiberio Graco?

Blosio: Lo hubiera hecho todo.

Lelio: ¿Cómo todo? ¿Incluso si te hubiera ordenado incendiar los templos de roma?

Blosio: Jamás me habría dado una orden semejante.

Lelio: Pero si lo hubiera hecho, ¿le habrías obedecido?

Blosio: Le habría obedecido.


La obediencia que declara no es ciega, sino basada en el conocimiento profundo de la voluntad del otro. Ambos amigos eran, en palabras de Montaigne, "más amigos que ciudadanos", es decir, su lazo era más profundo que cualquier vínculo político o legal.

El filósofo dice que aplicaría el mismo principio con respecto a la amistad que tiene con La Boetie. Esta afirmación no implica consentimiento real al crimen, sino que demuestra la certeza moral que tiene de que tal orden jamás ocurriría. En la amistad hay, en fin un orden de juicio y alma entre los amigos. 

Amistades ordinarias

No es que sea malo tener amistades ordinarias, pero naturalmente no son igual que aquellas que son perfectas. El punto es que no hay que confundir los dos tipos de amistad, porque, desde luego, habrán consecuencias lamentables. 

De ahí que Montaigne utilice como ejemplo de estas amistades el dicho de Filón de Esparta:

''Amadle, decía Quilón, como si algún día tuvierais que aborrecerle; odiadle como si algún día tuvierais, que amarle''

Este precepto implica mantener una distancia prudente incluso en el afecto, pues en la vida común los vínculos son frágiles, cambiantes, y muchas veces interesadamente construidos.

También cita a Aristóteles:

''¡Oh amigos míos, no hay ningún amigo!''

Queriendo decir, por una parte, que se tienen amigos, pero irónicamente, ninguno de ellos es de una amistad perfecta. 

Este tipo de amistad, es decir, la ordinaria, plantea que dentro de la relación existe un cálculo, una duda, incluso méritos por los cuales siempre se implica una relación dual. Sin embargo, cuando hablamos de amistad perfecta hay una sola identidad, no dos. Todo es absolutamente común, no hay un dar ni un recibir. 

No solo eso, el Derecho Civil también reconoce esta naturaleza. En efecto, la ley prohíbe las donaciones entre cónyuges, puesto que se entiende que todo lo que obtengan es de ambos. Nada tienen que compartir ni repartir puesto que todo es de ambos. Esto se asemeja a la amistad perfecta. 

¿Dar y recibir?

Si en la amistad se pudiera dar algo al otro (recordemos que para Montaigne esto no es posible en la amistad perfecta), el beneficio no lo da el que recibe, sino el que puede realizar dicho bien pues esta cumpliendo lo el deseo más profundo: servir al amigo. 

El verdadero amigo no pide, exige. Esto lo demuestra el mismo Diógenes que en un determinado momento que necesitaba dinero, no lo pedía sino que lo exigía de un amigo. Además, Montaigne nos pone otro ejemplo que es de Eudomidas. 

Eudómidas, un hombre pobre, confía más en la virtud de sus amigos que en cualquier riqueza o legado tangible. A uno de ellos, Areteo, le encomienda el cuidado de su madre; al otro, Carixeno, le encarga el matrimonio de su hija, incluyendo una dote generosa. También prevé que si uno muere, el otro asumirá ambas obligaciones, demostrando así su fe en la continuidad del afecto más allá de la muerte.

Al principio, quienes leen el testamento se burlan, porque no hay dinero, solo encargos morales. Pero los amigos, cuando lo leen, aceptan con contentamiento, es decir, con alegría verdadera. Carixeno muere a los cinco días, y entonces Areteo cumple todo el testamento: cuida a la madre del difunto, y reparte su propia fortuna (cinco talentos) en partes iguales entre su hija y la hija de Eudómidas. Finalmente, ambas bodas se celebran el mismo día, como símbolo de igualdad y de cumplimiento perfecto del deber amistoso.

Amistad indivisible

Como se señaló anteriormente, la amistad no admite divisiones. Es una amistad completa porque no se comparte, esta tan completa que no hay nada que se pueda compartir. 

Ahora bien, ¿qué pasa si dos amigos nos piden auxilio al mismo tiempo? ¿A cual traicionaríamos? Montaigne no nos responde a esta pregunta, porque es imposible que exista más de una amistad perfecta. Insiste la amistad es indivisible. Sin embargo, a dos amigos cuya amistad es ordinaria, elegiríamos a uno de ellos que nos de mas agrado, aquel que nos guste por una cuestión específica, parcial, o incompleta. 

En realidad este tipo de amistad tiene una relación utilitaria que no tiene una preocupación por la moral ajena, siempre y cuando no se afecte el servicio. 


Capítulo XXVIII: Veintinueve sonetos de Esteban De La Boetie

Su familia estaba ligada a la nobleza del Bearne, y el título de condesa de Guissen puede haberse usado literariamente en este contexto, pues ella fue efectivamente condesa de Grammont por su matrimonio con Philibert de Gramont. La Boétie, que murió joven en 1563, probablemente escribió estos versos en sus últimos años, y Montaigne —quien preservó su memoria— habría incluido la dedicatoria al editar sus obras. Este es el soneto:


''Nada mío os ofrezco, señora, ya porque todo lo que me pertenece es vuestro de antemano, bien porque nada encuentro en mí que sea digno de vos; pero he querido que estos versos, en cualquier lugar que se vieran, llevasen vuestro nombre al frente por el honor que recibirán al tener por guía a la gran Corisanda de Andouins. Me ha parecido que este presente os pertenecía, tanto más, cuanto que hay pocas damas en Francia que sean mejores jueces que vos en materia de poesía, y además porque nada hay que pudiera servir de mejor galardón a estas estrofas que las ricas y hermosas con que en medio de otras bellezas la naturaleza os ha dotado. Estos versos merecen, señora, cariño grande de vuestra parte; pues, yo creo que mi parecer será también el vuestro, yo creo que nunca salieron de Gascuña otros que en invención ni en gentileza los aventajen, ni que den testimonio de haber sido escritos por una mano más espléndida. Y no os dé cuidado de que no os dedique más que el resto de lo que tiempo ha hice imprimir bajo el nombre del conde de Foix, vuestro buen pariente; pues estos de ahora tienen no sé qué de más vivo e hirviente, como compuestas que fueron en su primera juventud, cuando estaba inspirado por el hermoso y noble ardor de que algún día, señora, os hablaré al oído. Los otros fueron compuestos después, cuando se encontraba en vías de casarse, en loor de su mujer, y en ellos se advierte a cierta frialdad marital. Yo soy de los que entienden que la poesía nunca es más fresca ni agradable que cuando trata un asunto libre y juguetón''

Al llamarla la gran Corisanda de Andoins, el texto insinúa no sólo su figura histórica, sino también su transformación en musa poética. La dedicatoria hace referencia a su belleza, su buen juicio poético y su parentesco con el conde de Foix, lo que la convierte en una destinataria noble y culturalmente distinguida. Como podemos ver, aquí se quiso seguir el mismo estilo que el de Petrarca.

Capítulo XXIX: De la moderación

Montaigne nos dice que si bien la moderación es una virtud, hay que tener cuidado con señalar que la virtud es un exceso. En efecto, hubo filósofos que lo señalaron como un exceso, pero Montaigne no aprueba esta visión. Nos dice, cuando la búsqueda de lo virtuoso se convierte en compulsión, en pasión desbordada, deja de ser virtud.

Cita a Horacio:

''El sabio llevará el nombre de loco, y el justo, el de injusto, si persigue la virtud más allá de lo suficiente''

Montaigne advierte que incluso las cualidades más nobles pueden volverse perniciosas si se practican con desmesura o sin discernimiento. Así, puede suceder que alguien, en su afán por ser más virtuoso o más piadoso que los demás, acabe comprometiendo el equilibrio, la armonía o incluso el buen nombre de aquello que defiende.

Cita la Sagrada Escritura probablemente aludiendo a Romanos 12:3 

“no penséis de vosotros más de lo que conviene pensar, sino que penséis de sí con cordura”

Las naturalezas templadas y moderadas evitan los extremos, incluso cuando estos se orientan hacia el bien. Para él, la virtud no puede separarse de la humanidad ni de un juicio equilibrado. Cuando la virtud se lleva a cabo con violencia, con un exceso que atropella la compasión o el sentido común, se transforma en algo que, si bien no es necesariamente condenable, sí resulta desconcertante y difícil de emular o admirar sinceramente.

Los ejemplos que menciona —la madre de Pausanias, que contribuye a la muerte de su hijo traidor, y el dictador romano Postumio, que castiga con la muerte a su hijo por romper la disciplina militar, aun habiendo vencido— le sirven para ilustrar ese tipo de virtudes que rozan lo inhumano. Montaigne no las desprecia abiertamente, pero las ve como gestos duros, heroicos hasta lo brutal, y demasiado alejados de lo que un espíritu verdaderamente equilibrado debería admirar o imitar.

Montaigne comparr al arquero que yerra por exceso con el que yerra por defecto, Montaigne sugiere que el desequilibrio es falla en ambos extremos: tanto la insuficiencia como el exceso pueden desviar del bien. 

En cuanto al filósofo, quien más plantea estos temas, que vive ensimismado, apartado de la sociedad, despreciando las leyes, los placeres humanos y las relaciones comunes, se vuelve una figura inadaptada: no sólo inútil para los otros, sino también incapaz de gobernarse a sí mismo. Tal como lo expresa Montaigne, la filosofía en exceso puede convertirse en una forma de violencia contra la razón natural, aquella que nos inclina al sentido común, a la convivencia y al equilibrio vital.

Hay otro riesgo en la moderación con respecto a la relación conyugal. La superposición de la amistad conyugal y la afectiva entre consanguíneos puede dar lugar a un amor excesivo, que desborde el justo medio prescrito por la razón. Un ejemplo de este amor excesivo a un familiar podría llegar a lo que se conoce como encubrimiento de un delito. 

Lo mismo podría ocurrir cuando se desea demasiado a la mujer que el hombre llega a excederse en sus deseos y tener coito mientras está embarazada. Esta es una práctica absolutamente mal vista en muchas naciones, lo mismo que el coito cuando la mujer esta en su periodo. 


Capítulo XXX: Del canibalismo

En este capítulo, Montaigne nos señala que en muchas ocasiones, los hombres de autoridad pertenecientes a imperios tomaron con mucha consideración a los pueblos llamados ''barbaros''. El mismo Pirro que pasaba a Italia, al ver otro pueblo extraño vio que la formación de sus soldados no era bárbara en modo alguno.

Montaigne relata que tuvo contacto personal con un hombre que vivió más de una década en el Brasil del siglo XVI, específicamente en la región donde Nicolas Durand de Villegaignon estableció una colonia francesa llamada Francia Antártica (en la bahía de Guanabara, actual Río de Janeiro). Con el relato de este hombre Montaigne se dio cuenta que el europeo no tiene idea de lo que pasa a su alrededor, que cree que lo sabe todo, pero con estos acontecimientos se sabe reducido. 

En los tiempos más remotos, Platón contaba que Solón sostenía la existencia de la Atlántida, aquella región misteriosa que se ubicaba más allá del Estrecho de Gibraltar. Ahora bien, hay razones para creer que la Atlántida, en realidad era lo que en tiempos de Montaigne se conoce como Las Indias. Sin embargo, Montaigne descarta esta posibilidad pues América está separada de Europa por más de 1.200 leguas, mucho más allá de lo que Platón sugiere para la Atlántida. América no es una isla, sino una tierra firme inmensa, lo que contradice la descripción platónica, aunque Montaigne reconoce que las catástrofes naturales como diluvios pueden cambiar la geografía (por ejemplo, separar Sicilia de Italia o unir tierras antes separadas), una transformación tan radical como para desplazar la Atlántida hasta América le parece improbable. Se sabe que América es tierra firme, no una isla. 

Montaigne reconoce que existen movimientos de tierras importante en el mundo. El río Dordoña, que ha ampliado su cauce y amenaza construcciones, lo que evidencia una transformación progresiva del territorio, una finca en Médoc, propiedad de su hermano (el señor de Arsac), que ha sido enterrada por arenas arrastradas por el mar, perdiéndose tierras y rentas; el avance del océano, que ha hecho que los lugareños pierdan cuatro leguas de tierra. De esto Montaigne nos dice que la naturaleza tiene una especie de vitalidad, está en constante movimiento y por lo tanto en constante cambio. 

Por otro lado, Montaigne nos habla sobre un libro atribuido a Aristóteles llamado ''El Libro de las Maravillas''. Según este relato, unos navegantes cartagineses habrían salido del estrecho de Gibraltar hacia el océano Atlántico y, tras largo viaje, descubrieron una isla fértil, rica en ríos y bosques. La isla era tan prometedora que varios decidieron instalarse allí con sus familias. Ante esta migración creciente, y temiendo que la nueva colonia pudiera volverse demasiado poderosa, las autoridades cartaginesas prohibieron, bajo pena de muerte, que alguien más emigrara y forzaron el retorno de los colonos.

Montaigne menciona esta historia para mostrar que, aunque hay relatos antiguos de tierras lejanas y paradisíacas más allá del Atlántico, no es plausible vincular directamente esas leyendas con el continente americano recién descubierto. Según él, esta isla no podría corresponder al Nuevo Mundo por varias razones: en primer lugar, la distancia, pues se dice que estaba lejos de tierra firme, pero no tanto como el continente americano, que se encuentra a más de 1.200 leguas; en segundo lugar, la naturaleza insular, porque la narración antigua habla de una isla, mientras que las nuevas tierras descubiertas se han revelado como un continente vasto y conectado a otras regiones del globo.

En cuanto a los navegantes, Montaigne nos habla sobre aquellos que siempre están hablando y exagerando aquellas cosas que ven. Estos hombres suelen ser siempre los más eruditos que, claro, al tener muchas más opciones de conocer cosas, pueden observar más pero también tienden a exagerar. Esto es muy perjudicial porque son poco verosímiles aquellos relatos. No es lo mismo con hombres sencillo que a pesar de ver poco sobre un lugar, aunque sea un lugar muy específico, es mucho mejor que exagerar las cualidades de un lugar. 

Para Montaigne, aquellos habitantes de las Indias no son en absoluto bárbaros, pues cada uno llama de ese modo a lo que piensa que es de tal manera. Esto porque no se tiene otro punto para distinguir la realidad presente. Son barbaros de nuestras propias costumbres locales.

De hecho, Montaigne nos dice que estos mal llamados ''bárbaros'' tienen las virtudes más auténticas, más irreprochables que puedan existir, pues nosotros, dice Montaigne, hemos bastardeado nuestras propias virtudes que supuestamente nos empeñamos en ejercer. De ahí que Montaigne señale:

''Todos nuestros esfuerzos juntos no logran siquiera edificar el nido del más insignificante pajarillo, su contextura, su belleza y la utilidad de su uso; ni siquiera acertarían a formar el tejido de una mezquina tela de araña''

Platón decía que las cosas pueden ser obras de la naturaleza, del acaso y del arte. Las formas más perfectas son estas dos primeras. 

Por lo tanto, estas personas son ''bárbaras'' solo porque no han caído en el sentido técnico del moldeamiento artificial; dígase, la cultura, la política, por lo cual, según los europeos, vivirían en un supuesto atraso, pero no es verdad. Para Montaigne los nativos tienen una vida moral mucho más auténtica que la de los europeos: la ley natural. Supera incluso a la República de Platón en donde la filosofía solo podía imaginar un escenario como el que tienen los indígenas. Estos son Viri a diis recentes (Hombres recién salidos de las manos de los dioses).

Pero no solo hay una superioridad en ese aspecto, sino que también en el aspecto físico, es decir, las gentes de estos pueblos no tienen enfermedades o dolencias como sí las tienen los europeos. Comen carne y pescado cocidos sin aliños, hacen una sola comida al día, no beben durante ella, y viven en casas comunales de madera, largas y funcionales, sin compartimentos privados. La bebida preparada con raíces, que tiene cualidades laxantes y no embriaga, es un símbolo de prácticas sobrias y controladas. La preparación de esta bebida es el rol central de las mujeres, lo que subraya una división del trabajo clara y valorada.

Las jornadas se estructuran en torno al trabajo, la caza, la danza y la instrucción oral. La figura del anciano que predica cada mañana representa una forma de educación moral simple y directa, orientada a los valores esenciales de la comunidad: el valor en la guerra y el respeto a las mujeres. La idea de la inmortalidad del alma y su destino después de la muerte sugiere una forma de espiritualidad sin dogmas institucionalizados, ligada al ciclo solar y a la conducta moral.

La aparición de los sacerdotes es excepcional. No imponen normas permanentes. Son mediadores entre lo humano y lo invisible, pero su legitimidad está directamente vinculada a la verdad de sus pronósticos. Si fallan, son eliminados, lo que evidencia una estructura religiosa radicalmente distinta a la europea: no hay una casta sacerdotal perpetua ni infalible, sino un papel de alto riesgo donde la autoridad depende de la experiencia práctica y no del dogma.

La verdadera adivinación proviene solo de Dios no se trata de una técnica que el hombre pueda controlar, sistematizar o comerciar. Por eso, el que pretende poseerla sin poseerla realmente, está usurpando lo sagrado, mintiéndole a los demás, y engañando con promesas que no puede cumplirEl castigo ejemplar de los escitas, un pueblo antiguo que según Heródoto castigaba con la muerte a los adivinos cuando fallaban. Esta práctica —que Montaigne recoge sin escándalo— le sirve para resaltar la impunidad de los adivinos en Europa, quienes a menudo, pese a sus errores, seguían ejerciendo influencia, ganando prestigio o incluso dinero.

Luego Montaigne comenta las terribles guerras que desatan estos pueblos unos contra otros, cortando las cabezas de los enemigos y poniéndolas en sus casas. Cuando capturan a uno de sus enemigos, no lo matan de inmediato: lo tratan con respeto, lo alimentan, lo alojan bien. Es sólo tras un período de buen trato que, en una ceremonia pública, lo matan con espadas de madera, lo asan y se lo comen.

Sin embargo, no se los comen para alimentarse, sino para vengarse. De hecho, señala que abandonaron este rito cuando vieron que los portugueses castigaban de forma más cruel a sus propios enemigos, enterrándolos hasta la cintura y arrojando flechas en la parte descubierta. Y la abandonaron no porque pensaran que su costumbre de alimentarse de carne humana era cruel, sino que porque vieron que esta ultima practica era más cruel que la suya. 

Montaigne no defiende la costumbre de los indios, que también considera horrorosa, pero también advierte que no se puede olvidar la propia:

''Creo que es más bárbaro comerse a un hombre vivo que comérselo muerto''

De hecho, Crisipo y Zenón señalaban que no había inconveniente en que las personas usaran como quisieran de sus despojos, incluso como alimento. Por otro lado, refuerza su argumento recurriendo al ejemplo histórico del sitio de Alesia, donde los galos, sitiados por Julio César, decidieron alimentarse de los cuerpos de los ancianos, mujeres y otros considerados "inútiles para el combate"

Nos muestra una cita latina —Vascones, ut fama est, alimentis talibus usi produxere animas— proviene de Silio Itálico y alude a que los vascones (un antiguo pueblo íbero) "según la fama, prolongaron su vida con tales alimentos", es decir, recurriendo también al canibalismo en situaciones extremas.

Insiste Montaigne en que los pecados de los europeos son mucho peores y más cotidianos: la traición, la deslealtad, la tiranía y la crueldad. Por lo tanto, si bien podemos objetarlos por medio de la razón critica, nuestra persona es imposible que pueda objetarles. Las guerras de esos pueblos son "nobles y generosas", ya que no buscan conquistar ni expandirse, porque no padecen la avidez europea de más recursos o poder, viviendo aún en un estado de naturaleza abundante y equilibrada. No conocen ni títulos de propiedad privada ni la desigualdad económica: la posesión de bienes es comunal y natural. La guerra, por tanto, no está al servicio de la riqueza ni de la ambición, sino que se limita al valor y al honor. Por eso, incluso los prisioneros de guerra prefieren la muerte antes que traicionar la firmeza de su carácter o caer en el deshonor.

Tomando como ejemplo a los húngaros —a quienes presenta como belicosos pero nobles en la guerra—, enfatiza que la verdadera victoria no radica en la humillación o destrucción del enemigo, sino en reducirlo a la aceptación de la superioridad del vencedor, y que una vez obtenida esta confesión, lo digno es perdonar y dejar libre, sin exigir rescates ni ejercer más violencia.

Este comportamiento lo contrasta con el de las costumbres europeas —implícitamente— que suelen abusar de la victoria y humillar o aniquilar al vencido. Para Montaigne, la fuerza física y la destreza técnica (como la esgrima o el combate cuerpo a cuerpo) son cualidades inferiores, externas, incluso mecánicas. No constituyen en sí mismas el verdadero mérito o valor.

El auténtico coraje y la virtud están en el ánimo, en el corazón, en la voluntad firme y constante, no en la brutalidad ni en el instinto. En esta línea de pensamiento, la valentía no es una cuestión de músculo o de habilidad técnica, sino de dignidad moral y fortaleza interior, aquella que no se doblega ni busca venganza desmedida, sino que sabe detenerse con justicia y moderación.

Conclusión

En los capítulos XXI al XXX de los Ensayos, Montaigne profundiza en la fragilidad de la naturaleza humana, la vanidad de nuestras certezas y la necesidad de vivir conforme a la moderación y la libertad interior. A través de relatos históricos, ejemplos cotidianos y observaciones personales, desmonta las pretensiones del saber absoluto, critica las crueldades justificadas por la costumbre y pone en duda la superioridad moral de su tiempo. Así, emerge una ética del escepticismo práctico: no se trata de no creer en nada, sino de sospechar de todo lo que se impone sin reflexión.