En Erótico, Plutarco se mete de lleno en el gran tema humano por excelencia: qué es amar y qué tipo de amor merece realmente ese nombre. Con la elegancia de un diálogo a lo Platón, pero con sello propio y maduro, arma un verdadero “drama filosófico” donde chocan la pederastia y el amor heterosexual, hasta desembocar en una defensa apasionada del amor entre hombre y mujer dentro del matrimonio: una unión completa —de amistad, deseo, virtud y vida compartida— guiada por Eros no como capricho, sino como fuerza divina que eleva, ordena y vuelve más noble la existencia.
ERÓTICO
Personajes que hablan aquí:
Flaviano abre con una pregunta muy calculada: confirma el lugar (el Helicón) y la fuente del relato (si Autobulo lo escribió o lo memorizó tras oírlo muchas veces de su padre). Esto instala de inmediato un tema clásico del diálogo filosófico: la tensión entre memoria y escritura, que el propio texto anota como un eco explícito del Fedro y del Teeteto de Platón (además de un paralelo con los Amores atribuidos a Luciano).
Autobulo responde ubicando el evento en un marco solemne y culturalmente cargado: el Helicón “junto a las Musas”, durante una fiesta tespiea dedicada a Eros y a las Musas. No es un detalle decorativo: el Helicón es “territorio” de inspiración poética y religiosa (Hesíodo y las Musas heliconíadas).
Luego Flaviano “marca la cancha” con una ironía elegante: le pide a Autobulo que no haga la típica introducción paisajística (prados, umbrías, enredaderas), propia de la épica y, sobre todo, típica de quienes imitan con exceso el locus amoenus del Fedro (las orillas del Iliso, el agnocasto/sauzgatillo, la hierba en pendiente).
Autobulo contesta con algo clave para entender el Erótico: dice que no necesita esos preámbulos porque el asunto “exige un coro” y “necesita una escena”, y que no le faltan los demás elementos de un drama. Es decir, define el relato como si fuera teatro: habrá acción, entradas y salidas, mensajeros, tensión emocional, y un debate que funciona como agón (disputa dramática) más que como charla decorativa. El amor no se examina como teoría fría, sino como conflicto vivo con intensidad afectiva (páthos).
Autobulo hace una invocación religiosa: pide ayuda a “la madre de las Musas”. Con esto remata la apertura en registro solemne: la narración se presenta como algo que requiere asistencia divina para recordar y para “poner en escena” el relato correctamente. En conjunto, este inicio cumple tres funciones: (1) legitima la transmisión del discurso (memoria/escritura), (2) fija un marco sagrado-poético (Helicón, Musas, Erotidias), y (3) declara la forma: un diálogo que se comporta como drama más que como simple exposición.
Plutarco y su matrimonio
Plutarco, recién casado con Timóxena, acude a Tespias para ofrecer un sacrificio a Eros como consecuencia de una desavenencia familiar surgida entre ambas casas. El amor conyugal de Plutarco se presenta desde el inicio como experiencia vivida, no como teoría abstracta, y el sacrificio al dios Amor subraya que el matrimonio queda inscrito bajo una tutela divina. El gesto de llevar consigo a su esposa indica además que el rito compete a ella, reforzando la dignidad religiosa y moral de la mujer dentro del marco amoroso y familiar.
Plutarco aparece rodeado de un grupo variado de amigos y conocidos procedentes de distintas regiones del mundo griego: Beocia, Fócide, Tarso en Asia Menor y Lacedemonia. Esta diversidad geográfica refuerza el carácter panhelénico del coloquio y anticipa la pluralidad de posturas filosóficas que se enfrentarán. Durante algunos días, el grupo se dedica tranquilamente a “filosofar” en espacios públicos como palestras y teatros, lo que sitúa el diálogo en el ámbito clásico de la conversación cívica. El traslado posterior al Helicón, para evitar un certamen musical lleno de rivalidades, se describe casi en términos militares (“como de territorio enemigo”), con una ironía que alude al carácter litigioso de los tespieos, proverbial en la Antigüedad (Dicearco; Eliano).
El núcleo dramático se introduce con la llegada de Antemión y Pisias, ambos interesados amorosamente en Bacón, joven efebo célebre por su belleza. La rivalidad entre ellos no es simplemente personal, sino que encarna dos concepciones opuestas del amor. A este triángulo se suma la figura decisiva de Ismenodora, viuda rica, noble y de conducta intachable. Plutarco subraya con insistencia su decencia moral: su viudez prolongada sin murmuraciones, su juventud y su belleza, y su intención explícita de no actuar de manera deshonesta. Cuando Ismenodora se enamora de Bacón, no lo hace desde el capricho ni la lujuria, sino con la voluntad clara de casarse públicamente y vivir con él conforme a la ley.
El conflicto surge porque este proyecto amoroso rompe los esquemas sociales tradicionales. La diferencia de edad —una mujer madura y un joven efebo— invierte el modelo habitual del matrimonio griego, donde un hombre adulto se casaba con una muchacha adolescente. De ahí las burlas de los compañeros de Bacón y la vergüenza del propio joven ante la idea de casarse con una viuda. Sin embargo, el texto deja ver que estas resistencias no son argumentos morales profundos, sino presiones sociales y miedo al ridículo.
La oposición más seria proviene de Pisias, presentado como el más austero de los amantes de Bacón. Él se opone al matrimonio y acusa a Antemión de “entregar” al joven a Ismenodora, mientras Antemión replica que Pisias actúa como los malos amantes descritos por Platón, aquellos que desean que el amado permanezca sin casa, sin matrimonio y sin responsabilidades para disfrutarlo más tiempo en las palestras. La pederastia, aun cuando se presente como educativa o noble, puede convertirse en una forma de egoísmo que priva al joven de una vida plena y socialmente integrada.
Para evitar que la disputa derive en cólera, Antemión y Pisias acuden a Plutarco y a sus compañeros como jueces y árbitros. Este gesto transforma el problema privado en un caso filosófico: el amor se somete a examen racional y moral. Dafneo y Protógenes parecían “preparados” de antemano para defender cada uno una postura, anticipando el agón retórico que estructurará el diálogo.
La primera intervención de Dafneo introduce un tono irónico y literario al acusar a Protógenes de combatir al Amor, precisamente él cuya vida gira enteramente en torno a él. Para ridiculizarlo, Dafneo recurre a una doble alusión poética: primero al mito de Layo y Crisipo, considerado en la tradición el primer ejemplo de pederastia en Grecia, y luego a un verso de Arquíloco que describe el vuelo rápido del deseo amoroso a través del mar. Con estas citas, Dafneo sugiere que el amor de Protógenes no es elevado ni filosófico, sino errante, inquieto y dominado por el impulso.
El Verdadero amor
Protógenes parte reaccionando a la burla: dice que no combate al Amor, sino que combate la incontinencia y la lujuria que “bautizan” con nombres nobles actos vergonzosos. Dafneo lo enfrenta de inmediato con una pregunta moral y religiosa: si Protógenes considera vergonzoso el matrimonio y la unión hombre-mujer, cuando —según él— no existe vínculo más sagrado. Aquí ya se dibuja el eje del diálogo: Protógenes intenta “purificar” el Amor separándolo del sexo heterosexual (y rebajándolo a simple necesidad), mientras Dafneo intenta dignificar el amor conyugal y mostrar que puede ser amor verdadero.
Protógenes concede algo tácticamente: el matrimonio es necesario para la procreación, y por eso los legisladores lo elogian “ante la multitud”. Pero enseguida lo vacía de eros: afirma que en el gineceo no hay nada del verdadero Amor, y que lo que los hombres sienten por mujeres se parece más al apetito interesado de moscas, abejas o criadores que engordan animales: hay utilidad y placer, no amor. Su analogía central refuerza la idea: así como comer es natural pero el exceso es glotonería, el sexo heterosexual sería una necesidad natural moderada, y lo que ustedes llaman “amor” sería solo impulso violento. En cambio, el Amor auténtico sería el que prende en un alma joven y bien dotada y culmina en virtud mediante amistad: esta tesis es marcadamente platónica/estoica (amor como camino a virtud/philía).
Para sostener su reducción del deseo heterosexual al placer, Protógenes introduce un ejemplo “hedonista” atribuido a Aristipo: si le reprochan que Lais no lo ama, él responde que el vino y el pescado tampoco lo aman, y aun así los disfruta. La cita funciona como golpe retórico: el deseo busca placer, y por tanto no necesita reciprocidad ni amistad; en cambio, el “Amor” verdadero no se quedaría donde no hay esperanza de amistad. En esa línea, Protógenes añade una cita trágica (de obra desconocida) sobre “cambiar en ganancia el desprecio” del cónyuge; y remata con una burla de Filípides sobre Estratocles (“besas apenas su coronilla”), para insinuar matrimonios fríos donde el hombre aguanta por sexo, no por amor.
Con esas piezas, Protógenes construye una descalificación simbólica muy agresiva: si a ese deseo por mujeres se le llama amor, sería un amor “femenil y bastardo” que termina en el gineceo “como en un Cinosarges” (lugar asociado a los ilegítimos). La comparación con las águilas refuerza el mismo punto: existe un águila “genuina” (la homérica, negra y cazadora), y hay águilas bastardas que pescan en estanques; así también habría un solo Amor genuino: el amor por muchachos. Luego contrasta el “amor por doncellas” (perfumes, brillo, deseo resplandeciente) con el amor “sobrio” que se ve en escuelas filosóficas y gimnasios, presentado como “caza” de jóvenes que exhorta a la virtud: aquí Protógenes usa una estética moralizante para ligar pederastia con ascetismo y educación. Y culmina atacando el amor heterosexual como “lánguido y casero”, entregado a placeres “no viriles”. Para rematar, invoca una norma atribuida a Solón: prohibición a esclavos de “amar a muchachos” y ungirse en gimnasios, pero no de acostarse con mujeres; Protógenes interpreta eso como prueba de que la amistad es noble y el placer es innoble, y que el amor a muchachos pertenece a lo elevado.
Dafneo contraataca con una inversión ingeniosa: toma a Solón como “pauta del hombre amoroso”, pero cita versos del propio Solón que celebran explícitamente el deseo por un muchacho “mientras en las ansiadas flores de la juventud…”. Y suma a Esquilo (de los Mirmidones) con el reproche de Aquiles a Patroclo (“la venerable pureza…”), autoridad que, en la tradición, se leyó en clave pederástica. Con esto Dafneo hace dos cosas a la vez: (1) muestra que Protógenes no puede monopolizar la “autoridad” cultural; y (2) empieza a preparar su argumento principal: si la pederastia, aun siendo “antinatural”, no destruye el afecto, entonces es más razonable que el amor heterosexual —conforme a naturaleza— conduzca todavía mejor a amistad.
El concepto clave que Dafneo instala es cháris (“gracia”, “complacencia amorosa”). Dice que los antiguos llamaron “gracia” a la complacencia de la hembra al varón, y encadena ejemplos: Píndaro (Hefesto nacido “sin las Gracias”), Safo (“sin gracia”), una tragedia adespota sobre lograr “sus gracias” por persuasión o violencia. Con esa cadena, Dafneo sugiere que el amor heterosexual tiene un componente de reciprocidad voluntaria (persuasión, favor, consentimiento) que puede volverse noble. En cambio, la “gracia” obtenida de varones por violencia o por “afeminamiento” contra naturaleza sería una “gracia desgraciada”: indecorosa e infeliz.
Luego Dafneo hace un movimiento decisivo: afirma que, en verdad, la pasión es una y la misma hacia muchachos y hacia mujeres; pero si Protógenes insiste en distinguir, entonces el amor por muchachos aparece como bastardo y reciente que intenta expulsar al amor genuino y más antiguo. Para probar la “recencia”, Dafneo introduce historia cultural: habría entrado “anteayer” en gimnasios con la desnudez pública. Y eleva el amor conyugal con un argumento antropológico platónico: el matrimonio contribuye a una “inmortalidad” del género humano mediante la procreación, “reavivando” la naturaleza mortal.
Tras eso, Dafneo lanza una crítica moral muy dura: ese amor pederástico “niega el placer” porque lo cubre de vergüenza y temor, y entonces necesita el pretexto de “amistad y virtud”. Aquí aparece la sátira de la hipocresía: se cubre de polvo, baños fríos, ceño fruncido, pose filosófica, como si obedeciera a la ley; pero en realidad, de noche, “dulce es la cosecha en ausencia del guardián” (cita trágica adespota). El golpe no es solo sexual: Dafneo acusa a Protógenes de “sublimar” el deseo con un discurso noble para obtener acceso a cuerpos jóvenes.
Si la relación, dice Dafneo, con muchachos no participa de los placeres sexuales (como Protógenes pretende), ¿cómo puede existir Amor sin Afrodita? Un Amor sin Afrodita sería como borrachera sin vino: una turbación imperfecta, que hastía. Con esto Dafneo vuelve a unir lo que Protógenes separaba: eros no es solo virtud abstracta; también incluye deseo y corporalidad, y el problema no es el cuerpo en sí, sino su orden moral y natural.
La amistad y los dioses
Pisias irrumpe “visiblemente furioso” contra Dafneo. Su estrategia no es argumentar con calma, sino desacreditar moralmente el amor heterosexual mediante imágenes humillantes. Los acusa de admitir que están “ligados por sus miembros viriles a la hembra, como los perros”, y de expulsar al dios (Eros) de los gimnasios, paseos filosóficos y conversación “a la luz del sol” para encerrarlo en burdeles, entre navajas, pócimas y hechizos. Con esto, Pisias intenta fijar una oposición tajante: lo pederástico (según él) sería público, filosófico y puro, mientras lo heterosexual sería oscuro, degradado y supersticioso (hechizos, pócimas), asociado a mujeres licenciosas. No discute solo “qué amor es mejor”, sino que reubica uno en el terreno de la virtud y el otro en el del vicio.
Pisias remata con un punto social-moral muy importante: dice que para las mujeres honestas “ni enamorarse ni dejarse amar” es decoroso. Es decir, se apoya en un supuesto de la moral tradicional: la mujer respetable debe ser pasiva en el deseo, y por tanto el amor heterosexual (que implicaría reciprocidad afectiva) sería sospechoso desde el inicio. Este es exactamente el tipo de premisa que el Erótico terminará erosionando: la obra quiere mostrar que puede existir amor, virtud y fidelidad dentro del matrimonio, y que la mujer puede participar de la excelencia moral.
En ese momento interviene Plutarco (como “mi padre”), y el narrador recalca su entrada con una exclamación cargada de gravedad: “Estas palabras hacen armarse al pueblo argivo…”, una cita trágica. La función de esta cita es clara: Plutarco compara la salida de Pisias con un discurso capaz de levantar una asamblea o provocar un motín: mucho pathos, mucha violencia verbal. Con esto, Plutarco desautoriza el tono incendiario de Pisias y lo presenta como peligroso e injusto.
Luego Plutarco realiza un giro psicológico brillante: dice que la desmesura de Pisias los “convierte” en partidarios de Dafneo, porque Pisias caricaturiza el matrimonio como una unión sin amor y sin amistad divina. Plutarco afirma lo contrario: si falta la gracia y la complacencia amorosa (cháris), esa unión apenas se sostiene por pudor y miedo, “con yugos y frenos”. Aquí Plutarco está defendiendo una tesis estructural del diálogo: el matrimonio digno no se basa en control coercitivo, sino en una combinación de amor + amistad + gracia, bajo inspiración divina. Es una respuesta directa a la idea de Pisias de que la mujer honesta no debe amar: Plutarco sugiere que sin esa dimensión amorosa, el matrimonio se vuelve una prisión.
Pisias, en vez de retractarse, cambia de táctica: intenta explicar por qué Dafneo defiende tanto el matrimonio. Lo hace con un símil metalúrgico: a Dafneo le pasa “lo mismo que al cobre”, que se funde no tanto por el fuego propio sino porque se le vierte encima cobre encendido; o sea, Dafneo no se “enciende” por Lisandra (su amada), sino por convivir con alguien “inflamado” y lleno de fuego. El texto mismo aclara que ese “inflamado” probablemente alude al propio Plutarco, recién casado y ferviente defensor del amor conyugal. Pisias sugiere entonces que Dafneo está siendo “contagiado” por entusiasmo ajeno y que, si no “huye” al lado de Pisias, terminará fundiéndose con los pro-matrimonio. Es una acusación de parcialidad: el juicio estaría ya inclinado.
Sin embargo, Pisias reconoce que está chocando con los jueces y se detiene, y Antemión aprovecha para encauzar: “desde el principio se debía hablar de nuestro tema”. Se pasa así desde la disputa abstracta pederastia/heterosexualidad a lo concreto: si Bacón debe o no casarse con Ismenodora.
En el capítulo 7, Pisias formula su argumento principal contra el matrimonio, y ya no se centra en “moral sexual”, sino en economía y poder. Dice: “todas las mujeres pueden tener amante” (una generalización misógina que reduce el riesgo moral al “ser mujer”), y sostiene que el joven debe evitar la riqueza de Ismenodora, porque al mezclarlo con tanto boato lo haría desaparecer “como el estaño en el cobre”. Es decir, la riqueza de ella lo absorbería, lo anularía, lo diluiría en un mundo social y material demasiado grande para él.
Pisias concede una excepción: si la mujer fuera “modesta y sencilla”, el joven podría predominar “como el vino” en la mezcla. Pero aquí —dice— ocurre lo contrario: ella mandará y dominará, porque no habría rechazado pretendientes célebres y ricos para querer a un joven con clámide que aún necesita pedagogo. La clámide y el pedagogo subrayan la condición de efebo, aún no plenamente adulto, reforzando el argumento: Bacón sería demasiado joven para entrar como igual en una casa poderosa.
Pisias afirma que los hombres sensatos “recortan” las riquezas excesivas de sus mujeres, como si fueran alas, porque generan arrogancia, vanidad e inconstancia; y si no vuelan, igual es preferible estar “atado con cadenas de oro” (comparación con Etiopía) antes que sometido por la riqueza de una mujer. Aquí Pisias asocia riqueza femenina con dominación y humillación masculina: el miedo de fondo no es solo moral, sino pérdida de control y estatus.
Matrmonio con virtud
Protógenes retoma el ataque desde un flanco “tradicional”: acusa que el plan de unir a un efebo con una mujer mayor contraviene a Hesíodo, quien fija edades apropiadas para el matrimonio: alrededor de los treinta para el varón y una mujer “que pase cuatro años de la pubertad y al quinto se case”. Esta cita cumple una función de “norma cultural”: Protógenes no discute la calidad moral de Ismenodora, sino que apela a un patrón social antiguamente sancionado por autoridad poética.
Luego, Protógenes desarrolla una ironía destinada a humillar a Ismenodora: si “arde en deseo”, debería comportarse como un amante típico —rondar la puerta, cantar ante el portal cerrado, coronar retratos, pelear con rivales—, es decir, adoptar los gestos del amante masculino excluido, propios del tópico del paraklausíthyron (canto ante la puerta cerrada) y del “rondar la puerta” (kōmázein epi thyras). El punto de Protógenes no es descriptivo sino normativo: pretende mostrar que el amor activo en una mujer “se ve ridículo” y por tanto es indecoroso.
La crítica más dura de Protógenes aparece al final: si una mujer tiene pudor, debe quedarse en casa “aguardando pretendientes”; si declara estar enamorada, hay que evitarla y aborrecerla, porque hacer de esa “incontinencia” el comienzo del matrimonio sería inaceptable. Este argumento es clave porque revela el núcleo del prejuicio: no se condena el deseo masculino, sino la agencia femenina. Ismenodora queda condenada no por inmoralidad comprobada, sino por “salirse del rol”.
Plutarco observa que han vuelto a generalizar el debate (“plantean el tema en general”) y declara que no rehúye ser “coreuta del amor conyugal”: retoma la metáfora dramática del diálogo (el coro) y asume que ahora hablará como defensor explícito del matrimonio. Antemión, además, le pide dos cosas: que defienda el amor con más argumentos y que “salga en ayuda de la riqueza”, porque el gran miedo que Pisias está usando es precisamente el poder económico de Ismenodora.
Plutarco responde con una técnica muy suya: convierte en absurdo el “criterio de rechazo”. Pregunta qué reproche no podría hacerse a una mujer si, por amor y riqueza, se va a rechazar a Ismenodora: es rica, sí; ¿y si además es hermosa y joven? ¿y si es de linaje ilustre? Con estas preguntas muestra que el filtro de sus oponentes es infinito: siempre podrán encontrar un motivo para sospechar de una mujer, y así el matrimonio quedaría reducido a escoger “lo peor” por miedo.
Luego ataca un estereotipo complementario: si se idealiza a la mujer honesta como severa, adusta e “insoportable”, hasta el punto de llamarlas “castigos” cuando se enojan con sus maridos, ¿de verdad es ese el mejor ideal matrimonial? Aquí Plutarco conecta con una idea paralela suya en Preceptos matrimoniales: una esposa sin “gracias” puede ser moralmente intachable pero pésima para la concordia amorosa, porque la vida común requiere cháris, trato amable y afecto.
Acto seguido, Plutarco hace un giro polémico: plantea la alternativa grotesca de “tomar de la plaza” una cortesana (Abrotoño, Baquis) y llevarla al hogar como esposa “mediante compra y un chorro de nueces”, aludiendo a rituales de bienvenida y a dos figuras asociadas a la prostitución. Con esto, Plutarco insinúa: si el miedo es la riqueza y la iniciativa de Ismenodora, ¿prefieren entonces la “seguridad” de una mujer comprada? El contraste busca avergonzar la postura rival.
Para destruir el argumento de Pisias (“la riqueza femenina domina al joven”), Plutarco acumula ejemplos históricos y legendarios de mujeres de origen humilde o condición de cortesanas que dominaron a reyes y poderosos: menciona a Agatoclea y Enante en el entorno de Ptolomeo IV, la historia de Semíramis que asciende hasta eliminar a Niño y reinar, y Belestique, cortesana amada por Ptolomeo II a quien se dedican santuarios con la inscripción “Afrodita Belestique”. Remata con el caso de Frine, cortesana de Tespias inmortalizada en templos por Praxíteles. La idea es simple: no es la riqueza lo que esclaviza, porque incluso mujeres pobres pueden dominar de modo “vergonzoso” cuando el hombre es débil.
Con esa base, Plutarco introduce su principio: otros hombres, aun siendo desconocidos o pobres, al unirse con mujeres ricas e ilustres, no se corrompieron ni cedieron en dignidad, sino que compartieron la vida con respeto y “dominio benevolente”. O sea: el problema no es la riqueza de ella, sino el carácter de él. De ahí el símil del anillo: quien encierra a la mujer por miedo, estrechándola “como a un anillo” para que no se le caiga, se parece a los que esquilan yeguas para que al ver su fealdad en el agua acepten ser montadas por asnos. Es una comparación cruel a propósito: muestra que “domar” por humillación degrada a ambos.
Plutarco formula entonces una distinción moral muy precisa: preferir la riqueza de una mujer a su virtud o alcurnia es vil; pero evitar la riqueza cuando va unida a virtud y alcurnia es necio. La riqueza no es el bien supremo; pero, si acompaña a la virtud, no es un motivo racional de rechazo.
A continuación, usa una anécdota política para explicar el punto: Antígono Gonatas recomendaba “hacer fuerte la correa” pero “flaco el perro” para reducir los recursos de Atenas . Plutarco aplica la imagen al matrimonio: al marido de una mujer rica o hermosa no le conviene hacerla fea o pobre (“flaco el perro”), sino hacerse él mismo igual por moderación, prudencia e impavidez. En vez de dominar con recorte económico o control, debe poner en la “balanza” la autoridad del carácter: ese es el tipo de “dominio” justo y útil.
Después, Plutarco desmonta también el argumento de la edad. Dice que el momento adecuado del matrimonio es cuando se puede procrear, y que ella está en plenitud; además —sonriendo a Pisias— no es mayor que algunos amantes rivales de Bacón que ya tienen canas. Con esto los deja en evidencia: toleran la diferencia de edad cuando favorece a hombres, pero la condenan cuando favorece a una mujer. Y añade un argumento psicológico: los jóvenes con jóvenes son difíciles de conciliar; al principio rivalizan y se desordenan, y si encima está Eros como “vendaval sin timonel”, el matrimonio se arruina porque ninguno sabe mandar ni quiere obedecer. Plutarco sugiere que una esposa más prudente y algo mayor puede traer gobierno afectuoso: “beneficiosa por prudencia” y “dulce por afecto”.
Siendo beocios, deben venerar a Heracles y no enojarse por la diferencia de edad, recordando el ejemplo mítico de Heracles que entregó a su esposa Mégara (de 33 años) a Yolao (de 16). Este cierre es estratégico: usa un modelo prestigioso del imaginario beocio para legitimar justamente lo “escandaloso” del caso Bacón-Ismenodora. No pretende que el mito sea una regla jurídica, sino un “precedente simbólico” que rompe el tabú: si la tradición heroica soporta esa inversión, ¿por qué la ciudad habría de escandalizarse?
Rapto nupcial de Bacon
Ismenodora pasa de la persuasión al acto. El mensajero llega “al galope” como en escena bélica para anunciar lo increíble: Ismenodora organiza un rapto de Bacón cuidadosamente planeado, no como violencia sexual sino como “captura” social para consumar el matrimonio. La lógica que la guía es psicológica y social: ella cree que Bacón no detesta el matrimonio, pero se avergüenza frente a los amigos que lo disuaden; por eso decide impedir que “se le escape” por presión del entorno. El pasaje muestra su estrategia: convoca a amigos vigorosos favorables a su causa y a mujeres íntimas; espera el momento ritualizado en que Bacón pasa “decentemente” por su casa tras la palestra, ungido de aceite (marca inequívoca del efebo gimnástico). El gesto de Ismenodora es mínimo —“le tocó sólo la túnica”— y la acción la ejecuta el grupo: lo envuelven “gentilmente” en túnica y manto, lo entran en la casa y cierran las puertas. Todo está narrado como un rapto sin golpes, más cercano a una “escena” dramática que a un crimen.
De inmediato el rapto es “traducido” a clave nupcial: dentro, las mujeres le quitan la túnica y le ponen vestido nupcial; afuera, los criados coronan puertas con olivo y laurel, y una flautista recorre el callejón tocando el aulós, signos típicos de boda.
La ciudad, en vez de interesarse por el certamen musical, se vuelca al acontecimiento: abandonan el teatro y se agolpan ante la casa de Ismenodora discutiendo. Importa también el detalle institucional: algunos “incitan a los gimnasiarcos”, porque ellos tienen autoridad estricta sobre los efebos y su conducta. Es decir, la acción toca un nervio político-moral: no es solo “amor”, es el control público del cuerpo juvenil y del honor cívico.
La reacción se divide por temperamentos y por “géneros” literarios. Zeuxipo se ríe y cita a Eurípides: “aun orgulloso, de tu riqueza, mujer, conservas pensamientos de mortal”. Con esto, Zeuxipo encuadra el acto como hybris humana: riqueza + audacia, pero todavía “mentalidad mortal” ante fuerzas superiores (el amor, el destino).
Pisias, en cambio, estalla como un moralista “constitucional”: interpreta el rapto como síntoma de una ciudad donde la libertad se desborda hacia la anarquía, y lo vuelve aún más grave diciendo que no solo se transgreden leyes y justicia, sino la naturaleza por “el dominio de una mujer”. Para dramatizarlo invoca el ejemplo extremo de Lemnos, donde las mujeres mataron a los hombres y gobernaron solas bajo Hipsípila; “lemnio” queda como sinónimo proverbial de violencia/terribilidad. Pisias usa ese mito como amenaza retórica: si esto se tolera, terminaremos entregando a las mujeres el gimnasio y el consejo. Es una caricatura política del temor: el amor de una mujer se vuelve “golpe de Estado” simbólico.
Pisias y Protógenes se van hacia la ciudad: el uno para actuar indignado, el otro para acompañar y calmar (y porque comparte el rechazo). Al quedarse los otros, la conversación cambia de tono. Antemión reconoce la audacia como “impetuosa y lemnia”, pero la explica como propia de una mujer muy enamorada: deja de ser “delito” y se vuelve “síntoma” del poder de Eros. Soclaro introduce la ironía más punzante: quizá no hubo rapto, sino una estratagema de Bacón, que escapó de los abrazos de sus amantes para caer —con inteligencia— en los de una viuda hermosa y rica. Este comentario es importante porque revela el subtexto: Bacón es objeto de disputa masculina, y el matrimonio con Ismenodora puede verse (según quién lo mire) como liberación o captura.
Antemión corta esa sospecha y defiende el honor de Bacón: dice que, si hubiese sido plan de él, se lo habría contado, porque Antemión era su principal partidario. Entonces llega el giro filosófico que prepara el gran discurso posterior: Antemión cita a Heráclito para corregirlo: “difícil es combatir al Amor, no al corazón”, porque Eros compra lo que desea “incluso con la vida, con las riquezas y con la reputación”. El sentido es claro: no estamos ante un cálculo humano (thymós), sino ante una fuerza que sobrepasa la razón común. Y por eso remata con la defensa moral de Ismenodora: ¿qué hay más honesto en la ciudad?, ¿cuándo hubo rumor deshonroso sobre su casa? La conclusión es decisiva: parece haberse apoderado de ella “alguna inspiración divina y más fuerte que la razón humana”.
Amor sagrado
Pémptides abre con una ironía que, en realidad, es una pregunta seria sobre religión. Dice riendo que existe una enfermedad corporal llamada “sagrada” (la epilepsia: Sobre la enfermedad sagrada de la tradición hipocrática) y por eso no sería raro que también se llame “sagrada y divina” la pasión más violenta del alma: el amor. Con esa analogía (amor = “enfermedad sagrada”), no está celebrando el descontrol, sino señalando que a veces lo “divino” se usa para nombrar lo que nos sobrepasa. Luego cuenta la escena egipcia: dos vecinos discuten por una serpiente del camino, ambos la llaman “buen genio” (daimón) y ambos quieren apropiársela. Con eso compara lo que ve ahora: ustedes quieren “arrastrar” a Eros como un bien divino, unos hacia el espacio masculino y otros hacia el femenino. El chiste es que todos lo veneran (aunque muchos dicen que habría que expulsarlo y reprimirlo), y por lo mismo él callaba porque la disputa estaba demasiado pegada a intereses privados; ahora, sin Pisias, pide el asunto “grande”: ¿con qué objetivo los primeros dijeron que el Amor es un dios?
Entra la interrupción “política” del caso Bacón. Antes de que Plutarco exponga, llega otro desde la ciudad: buscan a Antemión de parte de Ismenodora porque crece la conmoción y hasta los gimnasiarcos se dividen (si deben reclamar al efebo o no). Antemión se levanta y se va. Este detalle es clave: el diálogo filosófico sobre Eros nunca está flotando en el aire, sino que está tensado por un hecho concreto que desordena la ciudad: el rapto nupcial y el problema de autoridad sobre los efebos.
Plutarco responde a Pémptides con una advertencia: lo que pides es “importante y arriesgado”, porque exigir demostraciones racionales para cada dios remueve el fundamento mismo de la piedad. Su tesis es epistemológica y política a la vez: la religión funciona con una “base común” de confianza; si la haces tambalear “en uno solo”, vuelves sospechoso todo el edificio. Por eso afirma que basta la fe antigua y ancestral (y cita el espíritu del pasaje de Bacantes donde se dice que ninguna argumentación derribará las tradiciones heredadas “aunque el saber sea descubrimiento de un ingenio eminente”). Aquí Plutarco no está atacando la inteligencia: está diciendo que hay un tipo de conocimiento religioso que no se sostiene como una demostración geométrica sin romper lo que pretende conservar.
Para reforzarlo, usa un ejemplo dramático sobre el peligro público de “racionalizar” a destiempo a los dioses: menciona el escándalo por el prólogo de la Melanipa de Eurípides, donde inicialmente puso algo como “Zeus, ¿quién es Zeus?; sólo lo conozco de oídas”, y luego lo cambió por una versión afirmativa (“Zeus, según lo proclama la verdad”). La idea es clara: una sola frase que suene a cuestionamiento de Zeus basta para incendiar a la audiencia; y si eso pasa con Zeus, ¿por qué sería distinto con Atenea o con Eros? Plutarco iguala aquí a Eros con los dioses “mayores” no por capricho, sino por coherencia: si aceptas que la duda metodológica corroe a uno, corroe a todos.
Después viene la defensa “histórica” y “genealógica” de Eros: no es un culto sospechoso, extranjero o clandestino. Plutarco dice que Eros no está pidiendo ahora por primera vez altar y sacrificio, ni es como ciertos cultos orientales (Atis, Adonis) asociados a ritos extraños, sacerdotes andróginos, y honores “a escondidas” que podrían tacharse de ilegítimos. Con esto no solo defiende a Eros: también lo limpia de la acusación que subyacía en el diálogo (que el “amor” se usa como coartada para prácticas vergonzosas). Plutarco separa: Eros es ancestral y público, no una superstición importada.
Luego ancla a Eros en la gran tradición filosófica presocrática: cita a Empédocles y su “Amistad” (Philótēs) que une los elementos del cosmos, insistiendo en que debe contemplarse con la mente, no con los ojos: como diciendo “no lo ves, pero opera”. Ese es el punto: Eros no es visible, pero es creído por los antiguos; del mismo modo que fuerzas cósmicas no se miden con la mirada, sino por sus efectos. Aquí Plutarco vuelve el argumento de Pémptides (lo “divino” como lo que excede) en una ontología: el Amor/Amistad estructura el mundo.
Plutarco hace un giro estratégico: pasa por Afrodita para mostrar que incluso los dioses del deseo tienen legitimidad universal. Cita versos trágicos sobre Afrodita como potencia que “siembra” el amor del que procedemos; recuerda que Empédocles la llamó “vivificadora” y Sófocles “rica en frutos”. Pero enseguida introduce una jerarquía: eso que hace Afrodita (sexo, generación, placer) es “obra secundaria” cuando Eros la asiste; sin Eros, el resultado es insignificante. Es decir, Plutarco distingue entre copulación y unión bella: una unión sin amor se parece al hambre y la sed, busca saciedad; no produce nada noble. En cambio, cuando Eros entra, el placer no se vuelve hastío, sino afecto y concordia. La tesis encaja con todo el diálogo anterior: el problema no es la sexualidad, sino el vaciamiento humano de un vínculo sin Eros (sin philia, sin armonía).
Para cerrar esta parte, Plutarco legitima la “antigüedad” de Eros con dos autoridades máximas: Parménides (Eros como lo primero concebido entre los dioses) y Hesíodo (Teogonía, donde Eros aparece entre los primordiales). Con eso responde directo la pregunta de Pémptides: los primeros llamaron dios a Eros porque lo entendían como principio originario, no como simple apetito. Y remata con una observación polémica: si se despoja a Eros de honores, tampoco los de Afrodita quedan intactos, porque en el teatro (la misma cultura que los educa) se blasfema y se exalta alternadamente: Eros “ocioso” por un lado, y por otro Cipris (Afrodita) identificada con fuerzas terribles como Hades o la furia indestructible. Plutarco usa esto para ampliar su punto: incluso Ares recibe culto y a la vez insultos (tragedia y Homero lo llaman criminal, veleidoso), y los estoicos como Crisipo hacen etimologías que parecen “acusaciones” (Ares = destruir). Si además empezamos a decir que cada dios no es un dios sino una pasión o facultad (Afrodita = deseo, Hermes = palabra, Atenea = inteligencia), caemos en un “ateísmo profundo”: no porque neguemos nombres, sino porque vaciamos a los dioses de realidad y los reducimos a psicología.
Ares, el que rige la regla
Pémptides fija una regla de prudencia teológica: no es lícito convertir a los dioses en pasiones, ni tampoco divinizar las pasiones. Plutarco lo conduce a un caso testigo: “¿Ares es un dios o una pasión nuestra?” Pémptides responde con un punto medio: Ares es dios, pero gobierna nuestro impulso irascible y viril. Plutarco aprovecha esa concesión para invertir el argumento con fuerza retórica: si la pasión del combate tiene un dios, ¿cómo la amistad, la comunión y la compenetración quedarían “sin dios”? En otras palabras, si los actos más violentos —matar/morir, armas, dardos, asaltos, saqueos— tienen un vigilante y árbitro (Ares con epítetos como Enialio y Estratio) , sería absurdo negar tutela divina al amor y al matrimonio cuando culminan en concordia y comunidad. La lógica de Plutarco es comparativa y moral: la religión cívica parece estar más dispuesta a “sacralizar” la guerra que a reconocer como sagrado el vínculo que funda la convivencia.
Plutarco remacha la comparación con un argumento por acumulación de ejemplos: incluso en actividades menores o “técnicas” hay divinidades asistentes. Los cazadores de corzos y ciervos tienen una divinidad cazadora (Ártemis) ; quienes atrapan lobos y osos invocan a Aristeo, héroe civilizador ligado a la caza, las trampas, y otros inventos (con un verso tradicional: “el primero que a las fieras echó lazos”) ; y hasta Heracles, al disparar contra el ave, pide a “Apolo Cazador” que guíe su flecha, según Esquilo . La pregunta que clava es punzante: si para capturar animales hay guía divina, ¿cómo la “caza” más bella —alcanzar la amistad— no tendría asistencia de ningún dios o daimón? Aquí recupera un tópico filosófico antiguo: la amistad/amor como “caza” noble, heredado de Platón y Jenofonte (y mencionado también en este mismo diálogo antes) .
En medio de esa “teología de la caza”, Plutarco introduce una imagen vegetal-humanista: no considera al hombre un retoño menos bello que la encina, el olivo o la “viña cultivada” celebrada por Homero. Con esto está justificando que el cuidado del crecimiento humano (físico y moral) no es inferior —y de hecho es superior— al cuidado de plantas, cosechas o bosques. Dafneo responde inmediatamente: nadie puede pensar lo contrario. Y ahí Plutarco dispara la crítica: sin embargo, “todos” los que creen que los dioses cuidan labranza, siembra y plantación, pero niegan tutela divina sobre la crianza y educación de mancebos en flor, caen en una ingratitud terrible.
Para sostenerlo, Plutarco amplía el mapa de la “filantropía divina” (la providencia benévola distribuida por todas partes). Si incluso el nacimiento —doloroso y sangriento, poco “bello”— tiene protectoras divinas (Ilitía y Loquía) , y el enfermo no queda sin el dios sanador (Asclepio) , y hasta el moribundo o el muerto tienen un conductor-compañero (Hermes psychopompós, guía de las almas) , entonces sería incongruente negar una divinidad al proceso más alto: el cuidado y cortejo educativo de los jóvenes bellos por parte del enamorado. Nótese el criterio de Plutarco: esas otras situaciones (nacer, enfermar, morir) están llenas de necesidad y penalidad; en cambio, el amor formativo bien entendido no es “necesario” ni vergonzoso, sino el espacio de la persuasión y la gracia: precisamente lo que conviene presidir a un dios.
Aquí Plutarco hace una distinción crucial: esa “caza” amorosa no se funda en compulsión ni necesidad biológica, sino en una mezcla de esfuerzo y belleza. Por eso cita a Eurípides: “dulce esfuerzo y fatiga, hermosa fatiga” . La fórmula resume su idea: el auténtico eros educativo no es un hambre que busca saciedad; es disciplina gozosa que conduce a virtud y amistad. Y ese camino, afirma, no llega a su fin “sin un dios”: su guía y señor es Eros, compañero de Musas, Gracias y Afrodita; es decir, una divinidad que integra cultura (Musas), encanto moral y social (Gracias) y energía erótica (Afrodita), pero orientándolas hacia lo mejor.
Se vuelve a unir “placer” y “belleza” sin separarlos (y sin reducirlos a mera fisiología): con Melanípides, Plutarco describe a Eros “sembrando dulce cosecha en el corazón” y mezclando lo más placentero con lo más bello . Esta imagen completa el argumento: Eros no es simplemente pasión (pathos) ni mera etiqueta de deseos; es una potencia divina que ordena el deseo para que produzca fruto humano —amistad, formación, virtud— y por eso merece altar y reconocimiento tanto o más que los dioses que presiden lo necesario (salud, parto, muerte) o lo destructivo (guerra).
El amor como manía
Si los antiguos distinguían cuatro clases de philía (amistad-relación) —consanguinidad, hospitalidad, camaradería y amor—, sería absurdo que las tres primeras tuvieran dioses protectores (de parientes, huéspedes, compañeros), y que sólo el amor quedara sin patrono, como si fuese algo impío o profano, precisamente siendo lo que más necesita gobierno y atención. Zeuxipo concede: también eso sería una incongruencia seria. Aquí Plutarco está “cerrando la puerta” a la idea de que el amor deba quedar fuera de lo sagrado: si organiza vínculos y orienta la vida, requiere tutela divina.
A continuación Plutarco introduce una “digresión” platónica que en realidad es el corazón filosófico del pasaje: la doctrina de las locuras (maníai). Distingue una locura puramente patológica, corporal, nacida de desequilibrios y humores; y otra locura no innata, sino venida de fuera, por “posesión” o impulso de una potencia superior: eso es el enthousiasmós, literalmente estar “endiosado” .
Con esa base, Plutarco enumera formas de “manía divina”: la profética por Apolo; la báquica/mística por Dioniso; la poética y musical por las Musas; y añade una quinta que recalca por su evidencia social: la guerrera, desatada por Ares, ejemplificada con Esquilo. La estrategia es transparente: si la cultura admite sin problema “furias divinas” para profecía, rito, poesía y guerra, queda pendiente explicar la más intensa y ardiente: la del amor.
Entonces Plutarco lanza su pregunta clave a Pémptides: ¿qué dios agita ese “tirso de bellos frutos” —metáfora de entusiasmo—, es decir, la manía amorosa por muchachos honestos y mujeres honestas?. Y prueba su punto con una comparación empírica: el furor guerrero cesa al deponer armas; las danzas báquicas se apaciguan al cambiar ritmo y modo musical; la Pitia vuelve a la calma cuando se aparta del trípode y del soplo profético. Pero la manía amorosa, cuando prende de verdad, no la detienen ni música, ni magia, ni cambio de lugar; persigue de día, vela de noche ante la puerta, invoca sobrio, canta ebrio. La conclusión implícita es fuerte: si es una fuerza que domina así la vida, no parece un simple capricho fisiológico; pide una explicación “más alta”.
Para describir ese poder interior, Plutarco introduce el tema de las imágenes mentales (phantasíai): las imágenes poéticas son “ensueños de despiertos”, pero las de los enamorados son aún más vivas: la vista “pinta al fresco” las imágenes comunes que se desvanecen (tópico equivalente a “escribir en el agua”), mientras que las efigies del amado quedan “grabadas al fuego” como en encáustica, imborrables. No es un adorno literario: está mostrando cómo el amor reestructura memoria, atención, deseo y conducta, como si instalara un “habitante” en el alma.
A continuación aparece la sentencia de Catón: “el alma del amante habita en la del amado”. Plutarco la explota para unir pasión + formación moral: el enamorado recorre “un largo camino” guiado por la figura, carácter, vida y acciones del amado, y eso puede funcionar como vía rápida hacia la virtud. Así Plutarco vuelve a lo que venía defendiendo desde antes del conflicto: el amor, entendido correctamente, transporta hacia la amistad y la virtud, y su “auriga” (imagen compatible con Platón) no es otro que el dios Eros.
Con ese piso, Plutarco anuncia un cambio de fase argumental: si juzgamos a los dioses por poder y utilidad, hay que examinar si Eros cede ante otros dioses. Aquí introduce una tesis crucial: Afrodita sin Amor vale poco; su gracia es débil y cae en hastío. Lo expresa con imágenes duras: muchas veces, cuando una cortesana “enciende su lámpara”, pasan de largo; pero si llega “un vendaval” de amor auténtico, lo mismo se vuelve digno de “los tesoros de Tántalo”. Es decir: lo sexual por sí solo es barato, intercambiable, cansable; lo que vuelve “caro”, heroico y estable el vínculo es Eros como fuerza que enciende el alma, no sólo el cuerpo.
Para probarlo, Plutarco recurre a ejemplos sociales extremos: hay quienes compartieron placeres sexuales y prostituyeron concubinas e incluso esposas. Cuenta la anécdota del romano Gaba con Mecenas: deja hacer señales a su mujer y hasta bromea con un ladrón (“duermo sólo para Mecenas”). Y da otro ejemplo político: en Argos, Faílo disfraza a su mujer para evitar que el rey Filipo la use como palanca de poder. El punto de estas historias no es la moralina, sino la diferencia entre “sexo negociable” y “amor no negociable”.
Por eso Plutarco pregunta: entre tantos amantes, ¿conoces alguno que haya prostituido a su amado por “los honores de Zeus”?. Él responde: no. Y lo explica sociológicamente: incluso los tiranos, que no tienen rivales en lo político, sí los tienen en el amor: los celos y la competencia por el amado son feroces. Remata con el motivo del tirano-cazador: cuando los tiranos intentaron seducir a los amados, algunos —Aristogitón, Antileonte, Melanipo— arriesgaron la vida para defenderlos como “santuarios inviolables”. En su lógica, esto muestra que Eros puede generar una lealtad y una sacralidad práctica que Afrodita sola no produce.
Plutarco añade dos anécdotas sobre Alejandro: ofrece diez talentos por una cantora si el dueño no está enamorado; y ante Antipátrides, al saber que está enamorado de una tañedora de lira, se contiene y no la toca. Aquí el detalle psicológico importa: el poder político podría comprar o tomar; pero el reconocimiento de “estar enamorado” crea un límite, una especie de respeto sacral: otra señal de que Eros opera como fuerza superior a la mera conveniencia.
Divinidad del amor
No es coherente reducir a los dioses a meras pasiones humanas ni, a la inversa, negar carácter divino a aquello que gobierna las dimensiones más altas de la vida. Si la guerra, la caza, el parto, la medicina y aun la muerte tienen divinidades tutelares, resulta absurdo que la amistad suprema y el amor conyugal —orientados a la concordia, la comunión y la formación moral— queden sin un dios que los presida. Por eso insiste en que la piedad ancestral no se funda en demostraciones racionalistas, sino en una convicción transmitida desde antiguo, y que poner en duda a uno de los dioses termina socavando la confianza en todos.
Desde esa base, afirma que el Amor no es un culto tardío ni una superstición importada, sino una realidad venerada desde los orígenes mismos del pensamiento griego. Los poetas y filósofos lo presentan como principio constitutivo del cosmos: Empédocles lo identifica con la Amistad que reúne los elementos, Parménides lo declara el primero de los dioses, y Hesíodo lo sitúa entre las fuerzas primordiales que hacen posible el nacimiento de todo. De este modo, el Amor no es un añadido accesorio a Afrodita, sino aquello que da sentido y fecundidad a su obra.
Plutarco subraya que la unión sin Amor, aun cuando produzca placer, se agota en la saciedad y el hastío. Cuando Afrodita actúa sin Eros, el resultado es trivial y sin valor; en cambio, cuando el Amor la acompaña, el placer se transforma en afecto, concordia y estabilidad. Así, el Amor convierte lo meramente corporal en vínculo duradero y lo natural en algo digno y bello.
A continuación introduce la doctrina platónica de las “locuras divinas” y sostiene que, así como existe una manía profética, báquica, poética y guerrera, debe reconocerse también la manía amorosa. Esta forma de inspiración divina es la más intensa y persistente, porque no se extingue con música, con encantamientos ni con el cambio de circunstancias: el enamorado desea en ausencia, vela ante la puerta, canta, imagina al amado con una viveza que no se borra y vive como si su propia alma habitara en la del otro.
Por ello el Amor actúa como un auriga que conduce el alma hacia la virtud y la amistad. No sólo mueve al deseo, sino que educa el carácter, acelerando el tránsito hacia la excelencia moral. Dejar al Amor sin divinidad tutelar, mientras otras formas de amistad sí la tienen, es una incoherencia mayor, porque precisamente esta pasión requiere guía y gobierno para no extraviarse.
En comparación con Ares, Plutarco afirma que el Amor posee un poder superior. El amante, impulsado por su dios, es capaz de atravesar peligros extremos por el amigo o el amado, y en la guerra el pudor amoroso genera un valor más firme que la simple ferocidad bélica. Las tragedias muestran a los moribundos invocando al amado antes que a cualquier otro auxilio, y la historia ofrece ejemplos de combatientes que alcanzan la gloria y la muerte movidos por el deseo de no avergonzarse ante quien aman.
Este poder no se limita a los hombres. El Amor también eleva a las mujeres por encima de los límites que les impone la naturaleza o la costumbre, llevándolas incluso al sacrificio voluntario. Los mitos de Alcestis, Protesilao y Eurídice muestran que sólo ante el Amor el propio Hades se vuelve flexible, lo que indica que esta fuerza toca incluso el ámbito de la muerte. Plutarco propone una lectura equilibrada de estos relatos: no aceptarlos de manera ingenua ni rechazarlos por completo, sino reconocer en ellos indicios de una verdad profunda.
Al pasar del poder a la benevolencia del Amor, sostiene que sus mayores beneficios recaen en el amante más que en el amado. El Amor vuelve inteligente al torpe, valiente al cobarde, generoso al avaro y magnánimo al mezquino, como el fuego que transforma la materia al fundirla. Por eso el amante se alegra más al dar que al recibir, y llega a considerar una pérdida como un beneficio, porque el Amor lo ha reeducado en la nobleza del carácter y en la primacía del vínculo sobre la utilidad.
Unanimidad del amor
El Amor es como una fuerza capaz de transformar radicalmente el carácter humano. Aquello que antes era aspereza, malhumor o mezquindad se vuelve dulzura, afabilidad y generosidad cuando el alma es tocada por el amor. Del mismo modo que una casa iluminada por el fuego resulta más venerable a la vista, así el hombre parece más radiante cuando está encendido por el calor amoroso. Sin embargo, los hombres suelen admirarse de los signos visibles —un resplandor nocturno, un prodigio externo— y no reconocen como divino que un alma vil y ruin se vuelva de pronto sensata, liberal, honorable y abnegada, aunque ello merecería la misma exclamación homérica: “Ciertamente algún dios está dentro”.
El Amor manifiesta su poder de un modo paradójico y casi sobrenatural. Aquel que no teme a leyes, magistrados ni reyes, que desprecia peligros y no se estremece ante amenazas extremas, queda súbitamente dominado al aparecer el amado. Su audacia se quiebra, su orgullo se humilla, y el alma orgullosa se vuelve dócil, como evocan tanto la lírica arcaica como la tragedia. Esta inversión radical del ánimo revela una fuerza que no puede explicarse por causas meramente humanas.
Plutarco refuerza esta idea recurriendo a Safo, cuyos poemas describen con precisión casi física los efectos del amor: la voz que se quiebra, el cuerpo que arde, la palidez, el vértigo y el extravío. Estos síntomas no son simples metáforas poéticas, sino señales de una auténtica posesión divina. Ninguna otra forma de entusiasmo —ni la inspiración profética, ni los ritos báquicos, ni la música extática— conduce a un trance tan intenso y total como el amor, que toma el alma entera y la desborda.
No todos, sin embargo, se enamoran de la misma belleza. Muchos ven lo mismo, pero sólo uno queda herido. Plutarco rechaza explicaciones puramente oportunistas o psicológicas y afirma que la causa última es el dios mismo, que hiere a uno y pasa de largo ante otro. El enamoramiento no es una simple disposición humana, sino una elección divina que distingue y separa.
Desde aquí amplía la reflexión hacia el problema general del conocimiento de los dioses. Aquello que no llega al entendimiento por los sentidos se ha transmitido tradicionalmente por tres vías: el mito de los poetas, la norma de los legisladores y la razón de los filósofos. Estas tres formas de teología discrepan a menudo en la naturaleza y jerarquía de los dioses, pero coinciden en afirmar su existencia. Los filósofos conciben dioses impasibles y perfectos; los poetas y legisladores, en cambio, aceptan figuras más cercanas a la experiencia humana. De esta tensión nace la diversidad de opiniones religiosas.
Sin embargo, en medio de estas discrepancias, hay un punto de convergencia notable. Poetas, legisladores y filósofos, aun desde perspectivas distintas, coinciden en reconocer al Amor como un dios. Así como en Atenas las facciones enfrentadas terminaron otorgando unánimemente el poder a Solón por su virtud indiscutible, del mismo modo las distintas concepciones teológicas convergen en coronar al Amor como divinidad suprema y común.
Por eso Plutarco presenta al Amor como rey, arconte y armonizador, consagrado por Hesíodo, Platón y Solón. Desciende simbólicamente desde el Helicón hasta la Academia, uniendo poesía, filosofía y ley, y avanza adornado por múltiples formas de amistad y comunión. No es la unión forzada y vergonzosa que algunos poetas describieron como una necesidad encadenada, sino una fuerza alada que eleva el alma hacia lo más bello y divino, tal como la mejor tradición filosófica ha sabido reconocer.
El mito egipcio
Soclaro reprocha a Plutarco que, habiendo insinuado antes la conexión entre Platón y los egipcios, se “eche para atrás” y deje el asunto sin exponer; no le piden repetir lo que Platón dijo de manera manifiesta, sino que aclare cómo el mito egipcio coincide con la teoría platónica del Amor, aunque sea mediante apuntes breves sobre un tema grande. Plutarco acepta y señala que, para los egipcios —como para los griegos— hay dos Amores: el Vulgar y el Celeste; además, consideran al Sol un “tercer Amor” y tienen a Afrodita por muy venerable.
A partir de ahí traza una analogía: Amor y Sol se parecen porque ninguno es “fuego” en sentido estricto, sino un resplandor y un calor dulce y fecundo; el Sol nutre, ilumina y hace crecer el cuerpo, mientras el Amor nutre y fecunda el alma. Así como el Sol, después de nubes y niebla, se siente más cálido, el Amor, tras ira y celos, se vuelve más intenso y agradable con la reconciliación. También ocurre que algunos creen que el Sol se enciende y se apaga, y por eso imaginan el Amor como mortal e inestable; pero el problema real está en la debilidad de quien lo padece: un cuerpo no ejercitado sufre el Sol, y un alma no educada enferma con el Amor, culpando al dios en vez de reconocer su propia incapacidad. La diferencia decisiva es que el Sol muestra lo bello y lo feo a los que ven, mientras el Amor es luz de lo bello: fuerza al enamorado a mirar y volverse hacia lo bello y a desdeñar lo demás.
Luego Plutarco explica por qué los egipcios vinculan a Afrodita con la Luna: la Luna es a la vez “terrenal y celeste”, un lugar de mezcla entre lo inmortal y lo mortal; además, es débil y oscura por sí misma si el Sol no la ilumina, del mismo modo que Afrodita queda apagada si no la asiste el Amor. Con esto concluye que la Luna se parece a Afrodita y el Sol al Amor más que a otros dioses, sin que sean idénticos: así como el cuerpo no es el alma, el Sol es visible y el Amor es inteligible. Incluso se puede decir que el Sol hace lo contrario que el Amor, porque arrastra el pensamiento desde lo inteligible hacia lo sensible: nos fascina con la belleza visible y nos hace buscar la verdad “aquí”, como si lo brillante fuera lo definitivo; por eso somos “perdidamente enamorados” de lo que resplandece en la tierra, por inexperiencia —o más bien por olvido— de aquello de lo cual el Amor es reminiscencia.
Aquí Plutarco introduce la clave platónica de la reminiscencia: al “nacer aquí” y cambiar de condición, la luz del Sol golpea la memoria y hechiza el pensamiento; como cuando despertamos y se desvanecen las imágenes del sueño ante una luz fuerte, así se borran los recuerdos de la realidad verdadera del alma, y el alma termina abrazando lo bello de este mundo como si fuera lo supremo. En realidad, lo auténticamente verdadero y bello está “allá”, y aquí sólo se lo roza en sueños; el Sol derrama sueños apacibles pero engañosos, persuadiendo de que lo bello y lo valioso están enteramente en este plano.
En ese contexto aparece el Amor Celeste como médico y salvador: a través de los cuerpos actúa como guía que conduce “desde el Hades” hacia la verdad y hacia la “llanura de la verdad”, donde habita la belleza plena, pura y sin engaño. El Amor eleva al alma como un mistagogo en una iniciación: no la arranca sin mediaciones, sino que la conduce por etapas, porque el alma no asciende sola sino “a través del cuerpo”. La comparación con los geómetras lo explica: así como muestran a los niños modelos visibles de figuras para introducirlos en formas inteligibles, el Amor Celeste “forja” reflejos bellos pero mortales —figuras juveniles, colores, formas— como imágenes sensibles de realidades bellas e inteligibles; mediante esas imágenes va activando poco a poco la memoria que ya estaba, desde el principio, encendida.
Plutarco distingue entonces dos desenlaces. Algunos, por torpeza, intentan apagar la pasión con violencia e irracionalidad: no extraen provecho, se llenan de humo y turbación, o se consumen en placeres oscuros e ilícitos. Otros, en cambio, con razón prudente y pudor, moderan el furor como quien regula un fuego: dejan en el alma un resplandor luminoso con calor, no una descarga meramente corporal (contra la explicación atomista y mecánica), sino una “disolución” fecunda, semejante a una planta que germina; de ahí nacen complacencia, amabilidad y un crecimiento interior.
Estos últimos, atravesando la pura apariencia del cuerpo, llegan a la intimidad del carácter del amado: contemplan lo que se revela por palabras y acciones, y establecen una unión profunda si conservan en el pensamiento una forma e imagen de lo bello. Si no hallan en el otro una huella de lo divino —una emanación o semejanza amable— lo abandonan y buscan a otro, como abejas que dejan flores sin miel. Pero si encuentran esa marca, permanecen atraídos por el entusiasmo del placer y la admiración, se sienten dichosos en el recuerdo y “resplandecen” de nuevo ante la belleza verdaderamente amable, bienaventurada y deseada por todos.
Refracción de la belleza divina
Plutarco retoma el tema del nacimiento de Eros recordando que poetas y sabios, cuando hablan del dios, suelen hacerlo jugando y celebrándolo, y sólo rara vez alcanzan la verdad con rigor racional o por asistencia divina. Entre esas pocas verdades está la imagen de su origen, cuando se lo canta como nacido de Iris y del Céfiro. No se trata, dice, de una metáfora banal sobre lo variegado de la pasión, sino de una clave profunda: Iris, el arco iris, no es una cosa en sí, sino un fenómeno de refracción de la luz solar en una nube húmeda y de espesor adecuado. La apariencia parece estar “en la nube”, pero su causa real es el sol. Del mismo modo, el amor opera en las almas nobles como una refracción de la memoria: lo que aquí llamamos bello desvía el recuerdo hacia aquella belleza divina, verdaderamente amable y bienaventurada.
La mayoría, sin embargo, se queda atrapada en el reflejo. Persigue la imagen de esa belleza como si estuviera en espejos, en cuerpos de muchachos o de mujeres, y no obtiene de ello nada más sólido que una mezcla de placer y dolor, dulce y amarga a la vez. Ese es el vértigo del extravío: buscar en nubes y sombras lo que no puede atraparse allí, como los niños que intentan tomar el arco iris con las manos, fascinados por su apariencia. El error no está en amar, sino en confundir el reflejo con la fuente.
Muy distinta es la actitud del amante noble y sensato. En él, la experiencia amorosa refracta la mirada hacia la belleza inteligible. Cuando encuentra un cuerpo bello, lo usa como instrumento de la memoria: lo estima y lo ama sin detenerse en lo puramente sensible, inflamándose aún más en el pensamiento. Mientras vive, no se aquieta, porque su deseo apunta a una luz más alta; y tras la muerte no queda vagando, como los amantes de placeres corporales que regresan en sueños a rondar lechos y puertas. Esos, dice Plutarco con dureza, se llaman enamorados sin serlo.
El verdadero enamorado, en cambio, es el que ha “estado allí” y ha frecuentado la belleza como corresponde. Ese adquiere alas, celebra los misterios y danza en torno al dios mismo, acompañándolo, hasta que vuelve a las praderas de la Luna y de Afrodita, se adormece y entra de nuevo en el ciclo del nacimiento. Aquí Plutarco alude claramente a la visión platónica del Fedro: el amor como preparación iniciática del alma y como memoria viva de lo que vio antes de encarnarse.
Con todo, advierte que estos asuntos exceden el marco del coloquio. Basta añadir que al Amor le sucede lo mismo que a los demás dioses: se alegra cuando es honrado y se vuelve severo cuando es despreciado. Es el más benévolo con quienes lo acogen rectamente y duro con los arrogantes. Ningún dios castiga con tanta rapidez como él a los insensibles y orgullosos que desdeñan al amante fiel. De ahí los ejemplos tradicionales: jóvenes y mujeres transformados, petrificados o castigados por su dureza, historias donde el amor rechazado recibe una respuesta divina implacable.
La narración de Gorgo la cretense, refuerza esta enseñanza. Asandro, joven noble aunque empobrecido, la amó con dignidad y perseverancia, superando rivales más poderosos y ganándose incluso a la familia de ella. El relato, truncado aquí, apunta a lo mismo que todo el pasaje: el Amor no es un capricho sentimental ni una ilusión psicológica, sino una potencia divina que guía, prueba y juzga a las almas según su capacidad de reconocer, a través de lo visible, la huella de la belleza verdadera.
Causas y motivaciones del amor
Plutarco sostiene que las causas y motivaciones del Amor no pertenecen a un solo sexo, sino que son comunes a ambos. Las imágenes que penetran en los enamorados y los mueven —según las teorías físicas antiguas— no pueden proceder únicamente de los muchachos y no de las mujeres. Del mismo modo, las reminiscencias bellas y sagradas de aquella belleza divina y olímpica, gracias a las cuales el alma echa alas, pueden surgir tanto de jóvenes como de doncellas, siempre que en la lozanía y la gracia del cuerpo se manifieste un carácter puro y armonioso. Así como un buen calzado revela la elegancia natural de un pie, la belleza corporal deja traslucir huellas del alma, espléndidas y duraderas, para quienes son capaces de percibirlas.
Por ello, el criterio del amigo del placer —que afirma inclinarse indistintamente hacia varón o mujer allí donde haya belleza— puede ser adecuado para su deseo, pero no lo es para el amante de la belleza y de lo noble. Éste no debe estimar los amores según la diferencia de sexos, sino según la presencia o ausencia de virtud. Del mismo modo que el amante de los caballos aprecia las cualidades naturales tanto en un corcel macho como en una yegua, o el cazador valora tanto a los perros como a las perras de buena raza, así también quien ama al ser humano y a la belleza no puede ser parcial por razón de sexo.
Decir que la lozanía es la flor de la virtud y, al mismo tiempo, negar que la mujer pueda producir esa flor resulta absurdo. Los poetas muestran con claridad que también en las mujeres el carácter impúdico o el honesto deja señales visibles en la mirada y en la figura. No es razonable afirmar que tales indicios existen, pero que ninguno es capaz de suscitar amor; más bien ocurre lo contrario: allí donde hay decencia, nobleza y armonía del alma, el amor puede despertarse legítimamente.
Con esto, Plutarco responde a quienes identifican el Amor con un deseo desordenado que arrastra al desenfreno, postura atribuida a hombres insensibles al amor verdadero. Describe, en contraste, dos actitudes erradas frente al matrimonio: unos convierten a las mujeres en meras administradoras domésticas, compradas por pequeñas dotes; otros buscan sólo la procreación, fecundan un cuerpo cualquiera y luego se desentienden del vínculo, sin amar ni ser amados. En ambos casos, falta el Amor como principio espiritual del lazo.
La cercanía entre “querer” y “guardar” revela, según Plutarco, cómo el afecto auténtico, con el tiempo y la convivencia, impregna la relación. Cuando el Amor invade el alma, el amante comienza por comprender lo mío y lo no mío como algo común, al modo de la ciudad ideal de Platón. No sólo se hacen comunes los bienes, sino que, aun estando separados en cuerpo, las almas se reúnen y se funden, y ya no quieren ni piensan en ser dos. De ahí brota la fidelidad mutua, indispensable en el matrimonio, que no depende sólo de la ley, la vergüenza o el temor, sino de la libre adhesión de los amantes.
El Amor posee tal fuerza de continencia, decoro y lealtad que incluso cuando alcanza a un alma disoluta la aparta de los demás, refrena su audacia y su grosería, e infunde pudor, silencio y atención exclusiva hacia un solo ser. El ejemplo de Lais lo ilustra con claridad: celebrada y disputada en toda Grecia, cuando fue alcanzada por el Amor abandonó la vida de cortesana y se retiró decorosamente con un solo amante, hasta encontrar una muerte trágica por causa de los celos. El relato muestra que el Amor no sólo no fomenta el desenfreno, sino que es capaz de transformarlo en fidelidad.
De igual modo, se recuerdan sirvientas que rechazaron a sus dueños y hombres que desdeñaron a reinas, dominados por el Amor. Así como en Roma, al nombrarse un dictador, cesan las demás magistraturas, del mismo modo, cuando el Amor se hace soberano del alma, todos los demás señores pierden su poder. Quien está sometido a él queda libre de otros dominios. Por eso, concluye Plutarco, una mujer noble unida por Amor a un hombre justo preferiría afrontar fieras antes que compartir el lecho con otro: tal es la fuerza formadora, unificadora y ética del Amor verdadero.
Aunque abundan ejemplos entre los propios tespieos —compatriotas y cofrades del dios—, no debe omitirse el caso de la gálata Cama, por la claridad con que manifiesta la fuerza del amor conyugal. Cama, mujer de extraordinaria belleza, estaba casada con el tetrarca Sinato. Sínorix, uno de los más poderosos entre los gálatas, se enamoró de ella y dio muerte a su esposo, convencido de que mientras éste viviera no podría ni forzarla ni persuadirla. Este acto inicial fija el contraste fundamental entre el deseo violento y el amor fiel.
Tras la muerte de Sinato, Cama buscó refugio en el sacerdocio de Ártemis, heredado de sus antepasados. Allí encontró consuelo a su dolor y pasó la mayor parte de su tiempo junto a la diosa, rechazando a los numerosos reyes y príncipes que pretendían casarse con ella. La viudez no la condujo al resentimiento ni a la ligereza, sino a una vida de recogimiento sagrado, que subraya su fidelidad al esposo muerto y su rechazo de toda unión que no estuviera fundada en la justicia.
Cuando Sínorix se atrevió finalmente a presentarse ante ella para proponerle matrimonio, Cama no rehuyó el encuentro ni lo acusó abiertamente del crimen, sino que aparentó aceptar su iniciativa como si hubiese obrado movido por el amor y no por la maldad. Con esta actitud serena y calculada, Plutarco muestra una inteligencia guiada por el afecto conyugal y no por la ira desordenada.
Cama condujo a Sínorix ante el altar de la diosa y realizó una libación de hidromiel envenenada. Bebió primero una parte y entregó el resto al gálata. Una vez que él hubo apurado la copa, ella lanzó un grito solemne, invocó el nombre de su esposo difunto y declaró que había vivido esperando ese día, para vengarlo del más perverso de los hombres. Con gozo afirmó haber compartido con Sinato la vida y con Sínorix la muerte, sellando así su fidelidad mediante un acto extremo.
Sínorix murió poco después, y Cama le sobrevivió apenas un día y una noche. Plutarco subraya que murió confiada y serena, como quien ha cumplido plenamente con el deber del amor. El episodio no exalta la violencia por sí misma, sino la firmeza del vínculo conyugal: el Amor, cuando es verdadero, se muestra más fuerte que el miedo, la ambición y la vida misma, y convierte incluso la muerte en un acto de justicia y de fidelidad.
Amor, amistad y matrimonio
Entre griegos y extranjeros nadie admitiría que se ultraje a Afrodita sosteniendo que, por estar asociada y asistir al Amor, impide el nacimiento de la amistad. Cuando se considera la relación de varón con varón reducida a mera intemperancia y apareamiento, con razón puede decirse que tales actos pertenecen a la Hybris y no a Cipris. Por ello, quienes se complacen en la experiencia pasiva son clasificados en el peor género de perversión, y no se les concede confianza, respeto ni amistad; antes bien, como dice Sófocles, quienes carecen de amigos tales se alegran, y quienes los tienen desean evitarlos. Aquellos que fueron engañados o forzados sin ser perversos por naturaleza llegan a odiar profundamente a quienes los poseyeron y buscan venganza cuando se presenta la ocasión, como muestran diversos ejemplos de tiranos muertos por antiguos amados.
En cambio, la relación conyugal entre esposo y esposa es principio de amistad y comunión semejante a la de grandes ritos compartidos. El placer es pequeño, pero el respeto, la gracia, el aprecio mutuo y la confianza crecen día a día, confirmando que no yerran quienes llaman a Afrodita Armonía ni Homero cuando denomina Amistad a esta unión. En este sentido se manifiesta la prudencia de Solón al prescribir que el esposo se acerque a su mujer varias veces al mes, no por mero placer, sino para renovar mediante el afecto el vínculo matrimonial, del mismo modo que las ciudades renuevan periódicamente sus pactos.
Aunque abundan las vilezas y locuras en el amor hacia las mujeres, no han sido menores las del amor hacia los muchachos. La pasión desenfrenada, expresada en versos que exaltan la pérdida de identidad y el deseo de morir en brazos del amado, no es amor auténtico en ninguno de los dos casos. Tal locura, tanto en unos como en otros, no merece el nombre de Amor.
Resulta, pues, absurdo afirmar que las mujeres no participan de las virtudes. No sólo poseen templanza e inteligencia, sino también fidelidad, justicia, fortaleza, coraje y magnanimidad, como lo muestran numerosos ejemplos. Censurarlas afirmando que son incapaces de amistad es una acusación extraña y contradictoria, pues aman a sus hijos y a sus esposos, y en ellas la afectividad es un terreno fértil para la amistad, dotado de seducción y gracia.
Así como la poesía, al sazonar la palabra con melodía, metro y ritmo, intensifica tanto su efecto educativo como su potencial nocivo, del mismo modo la naturaleza, al dotar a la mujer de la gracia de la mirada, la persuasión de la voz y la belleza del cuerpo, ofrece a la disoluta medios para el engaño, y a la honesta, recursos para el afecto conyugal y la amistad. De ahí que Platón aconsejara a Jenócrates ofrecer sacrificios a las Gracias, y que a una mujer virtuosa se la pudiera exhortar a ofrecerlos al Amor, para que éste proteja el matrimonio, embellezca su carácter con encantos femeninos y preserve al esposo de buscar fuera lo que debe encontrar en su hogar.
Amar dentro del matrimonio es, en efecto, un bien mayor que simplemente ser amado. Pues el amor activo preserva de errores y evita, más que cualquier otra cosa, todo aquello que puede destruir y arruinar la vida conyugal.
Amor conyugal y estabilidad verdadera
En cuanto a la experiencia inicial, que puede parecer desgarradora, no debe temerse como si fuera una herida o una mordedura. Incluso siendo herida, unirse a una buena mujer, como el injerto en los árboles, no es algo temible. Toda unión implica una alteración recíproca: la herida puede ser principio de fecundidad, pues no hay comunión sin transformación mutua. Del mismo modo que las matemáticas inquietan al comienzo a los niños y la filosofía a los jóvenes, así también el amor perturba al inicio; pero esa molestia no es permanente, ni en el aprendizaje ni en los enamorados. Al contrario, como líquidos que se mezclan, el amor provoca primero efervescencia y agitación, y luego, con el tiempo, se aquieta y alcanza la disposición más firme y estable, la que los filósofos llaman una fusión integral.
Esta fusión auténtica no se da en los otros amores. Aquellos se parecen más bien a los contactos y enlaces descritos por Epicuro, hechos de choques y rebotes, incapaces de producir verdadera unidad. El amor que preside la comunión matrimonial, en cambio, genera una unión real, de la que no nacen placeres mayores en ningún otro vínculo, ni ventajas más duraderas, ni una amistad tan gloriosa y envidiable como aquella en que marido y mujer administran su casa con sentimientos concordes, como canta Homero al describir la armonía del hogar bien gobernado.
La ley protege esta unión, y la naturaleza misma muestra que incluso los dioses necesitan de la procreación común y del amor. Los poetas dicen que la tierra ama la lluvia, y los filósofos de la naturaleza afirman que el sol ama a la luna, se une a ella y la fecunda. Si ese deseo y ese amor abandonaran la materia, si la tierra dejara de anhelar el principio del movimiento que la vivifica, todo perecería y se extinguiría. Así, el amor no es un adorno superfluo de la vida, sino su principio conservador y generador.
Por eso no sorprende que los amores dirigidos a los muchachos hayan sido objeto de burla por su inconstancia. Se dice de ellos que su amistad se corta con un cabello, o que, como los nómadas, habitan un tiempo en praderas floridas y luego levantan el campamento. Bión, con ironía grosera, llamaba a los primeros pelos de la barba de los mancebos Harmodios y Aristogitones, porque liberan al amante de una bella tiranía. Sin embargo, estas acusaciones no pueden aplicarse con justicia a los amantes genuinos, y aun así muestran cuán frágil suele ser ese tipo de vínculo.
Incluso cuando Eurípides dice con ingenio que también el otoño de los bellos mancebos es hermoso, la experiencia muestra que el amor a las mujeres honestas no conoce otoño alguno. Florece entre canas y arrugas, permanece hasta la tumba y la sepultura. De los amores a muchachos se cuentan pocas parejas duraderas; de los amores conyugales, en cambio, hay innumerables ejemplos de fidelidad sostenida por el deseo y la lealtad a la vez. Y no sólo en los tiempos antiguos, sino también en épocas más cercanas, se han visto matrimonios que confirman que este amor es el más estable, el más fecundo y el más digno del nombre de Amor.
Fidelidad conyugal llevada al extremo
El relato de Sabino y Émpone presenta el amor conyugal como una fuerza capaz de desafiar incluso a la muerte y al poder imperial. Tras el fracaso de la sublevación en la Galia, Sabino tiene abiertas múltiples vías de escape, pero ninguna le parece aceptable si implica abandonar a su esposa. Tampoco puede llevarla consigo. Por ello idea una estratagema extrema: simula su suicidio y su propia desaparición, refugiándose en depósitos subterráneos que sólo dos libertos conocen. La noticia de su muerte debía ser creíble, y lo fue gracias al duelo auténtico y devastador de Émpone, que durante días se abandona al llanto y a la privación, sin saber aún que su marido vive.
Cuando Sabino comprende que el dolor de su esposa puede destruirla, decide revelarle en secreto la verdad. A partir de entonces, Émpone se convierte no sólo en esposa, sino en cómplice, protectora y salvadora. De noche desciende al refugio subterráneo y vive con él como si ambos habitaran el Hades, apartados del mundo de los vivos. Durante meses mantiene esta doble existencia: ante la ciudad, la viuda afligida; bajo tierra, la esposa fiel. Más tarde, incluso se atreve a llevarlo disfrazado hasta Roma, confiando en que la situación política se haya calmado, y al fracasar, regresa de nuevo a la vida clandestina.
Lo más extraordinario del relato es que esta existencia subterránea incluye la maternidad. Émpone queda embarazada sin que nadie lo advierta, disimulando el crecimiento del vientre incluso en los baños públicos. Da a luz en secreto, sola, como una fiera en su guarida, y amamanta a sus hijos en la oscuridad, junto a su marido oculto. Dos hijos nacen de esta vida sepultada; uno muere lejos, el otro llega a vivir lo suficiente como para ser conocido en Delfos, testimonio vivo de un amor que sobrevivió a la persecución, al miedo y al encierro.
El desenlace es trágico y deliberadamente indignante. Descubierta la verdad, Émpone es ejecutada por orden del emperador. Plutarco subraya el carácter sacrílego y funesto de este acto: no sólo como injusticia política, sino como crimen contra el amor conyugal llevado a su grado más alto de fidelidad. La muerte de Émpone no despierta compasión en el tirano, sino irritación, porque su firmeza y su orgullo moral lo dejan en evidencia. Ella misma le reprocha que, aun siendo emperador, nunca haya vivido una vida tan plena como la que ella compartió con su esposo en la oscuridad.
Consagración del amor conyugal
El coloquio sobre el amor concluye de manera simbólica y festiva cuando los interlocutores, ya próximos a Tespias, reciben una noticia inesperada. La llegada apresurada de Diógenes introduce un cambio de tono: lo que parecía anunciar conflicto o desgracia se revela como motivo de celebración. La alusión irónica a la “guerra”, tomada del Fedro de Platón, sirve para subrayar el contraste entre la tensión previa y la alegría que ahora se anuncia, pues no hay violencia ni escándalo, sino bodas y sacrificio ritual.
La noticia tiene un valor decisivo para el sentido del diálogo: Pisias, que antes se había indignado por el rapto de Bacón y había reaccionado con dureza moral y política, no sólo ha abandonado su enojo, sino que ha sido el primero en aceptar el deseo de Ismenodora. El gesto es significativo, porque implica una conversión interior: quien veía en la audacia femenina una amenaza para el orden de la ciudad, ahora reconoce la legitimidad del vínculo matrimonial y participa activamente en él. La corona y el manto blanco, signos nupciales tradicionales, indican que la unión ya no es motivo de escándalo, sino de concordia pública.
El hecho de que Pisias esté dispuesto a encabezar el cortejo hasta el santuario del dios refuerza la lectura religiosa del acontecimiento. El matrimonio no aparece como un simple arreglo privado, sino como un acto que requiere la presencia divina y la sanción del culto. El paso por la plaza y la procesión hacia el santuario integran la unión de Ismenodora y Bacón en la vida cívica, cerrando así la tensión entre ley, costumbre y deseo que había recorrido todo el coloquio.
La reacción final del padre de Plutarco resume el sentido profundo de la obra. La invitación a apresurarse no es sólo para presenciar la escena o para reírse amistosamente del antiguo rigor de Pisias, sino para adorar al dios. El Amor aparece aquí como una divinidad benévola que no sólo perturba y hiere, sino que reconcilia, ordena y conduce a la armonía. El cierre del diálogo confirma, en los hechos, lo que se ha defendido con argumentos: que el amor conyugal, cuando está guiado por Eros y reconocido por la comunidad, es fuente de alegría, concordia y favor divino.
Conclusión
Plutarco conduce el discurso sobre el erotismo desde la confusión, la violencia y el deseo desordenado hacia su forma más alta y fecunda: el amor que educa, une y hace amigos a los esposos. El Eros que aquí se defiende no es mera pasión del cuerpo ni arrebato ciego, sino una potencia divina que despierta la memoria de lo bello, engendra virtud, funda la amistad más duradera y transforma el matrimonio en comunión de almas. Así, lejos de ser enemigo de la razón o de la ley, el amor auténtico aparece como su mejor aliado: principio de concordia, maestro de fidelidad y camino humano hacia lo divino.