martes, 15 de octubre de 2024

Juan Calvino - Institución de la Religión Cristiana (Libro IV: Compañía de Dios) (1536)

 


El Libro IV de la Institución de la Religión Cristiana de Juan Calvino, titulado "De la Iglesia", se centra en la naturaleza, estructura y función de la Iglesia dentro de la vida cristiana. Tras haber explorado en los libros anteriores la obra de la salvación en Cristo, la fe, la justificación y la santificación, Calvino dedica este último libro a la comunidad de creyentes, señalando que la Iglesia es el contexto en el que se recibe y vive esta salvación.

Para Calvino, la Iglesia no es simplemente una institución humana o una organización social; es el "cuerpo de Cristo", una realidad espiritual donde Dios actúa por medio de la Palabra y los sacramentos para edificar a los fieles. La Iglesia es, además, la "madre" de los cristianos, pues es allí donde nacen y crecen en la fe. La importancia de la Iglesia en la vida cristiana es tal que, fuera de ella, según Calvino, no hay posibilidad de salvación.


INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA


LIBRO IV: DE LOS MEDIOS EXTERNOS O AYUDAS DE QUE DIOS SE SIRVE PARA LLAMARNOS A LA COMPAÑÍA OE SU HIJO, JESUCRISTO, Y PARA MANTENERNOS EN ELLA

Capítulo Primero: De la verdadera Iglesia, a la cual debemos estar unidos por ser ella la madre de todos los fieles

Calvino explica la importancia de la Iglesia como la "madre" de todos los fieles y la necesidad de estar unidos a ella. Argumenta que, debido a la fragilidad y debilidad humanas, los creyentes necesitan un apoyo externo para su fe, y es la Iglesia la que proporciona ese apoyo a través de la predicación del Evangelio y la administración de los sacramentos. Por lo tanto, Dios ha establecido la Iglesia como un medio para llevar la salvación a los suyos y como un refugio donde los fieles pueden crecer espiritualmente.

La Iglesia es presentada no solo como el lugar donde los cristianos son guiados en los primeros pasos de la fe, sino también como la que los cuida y gobierna hasta que alcanzan la madurez espiritual. En este sentido, la Iglesia es descrita como la "madre" que cuida a los creyentes en su crecimiento, lo que refuerza la importancia de la unidad dentro de ella. Calvino insiste en que no es posible separar a Dios de su Iglesia, ya que la Iglesia es el cuerpo de Cristo y la comunidad de los elegidos.

Además, Calvino explica que cuando en el Credo de los Apóstoles se afirma "creemos la Iglesia", no solo se refiere a la Iglesia visible, sino también a la Iglesia invisible, que incluye a todos los elegidos de Dios, tanto los vivos como los muertos. Esta "Iglesia invisible" a menudo no se puede distinguir fácilmente en el mundo, ya que tanto los fieles como los infieles pueden coexistir en la Iglesia visible. Sin embargo, los creyentes están llamados a permanecer en comunión con la Iglesia, reconociendo que en su interior se encuentran los santos, y que, aunque haya hipócritas, la Iglesia sigue siendo el medio por el cual se administra la gracia de Dios.

En relación con la Iglesia visible, Calvino subraya que es esencial para la vida cristiana, ya que fuera de ella no hay perdón de pecados ni salvación. La Iglesia es donde se predica fielmente la Palabra de Dios y se administran los sacramentos conforme a la institución de Cristo, lo cual la distingue y la hace reconocible. Aunque haya imperfecciones o errores en la vida de algunos de sus miembros, los fieles no deben separarse de ella, ya que la predicación y los sacramentos son los medios principales por los cuales Dios se comunica con su pueblo.

Calvino también resalta el papel de los ministerios dentro de la Iglesia, como la predicación y la enseñanza, que son esenciales para la edificación de los creyentes. Dios estableció a pastores y maestros con el propósito de guiar a los fieles hacia una mayor comprensión de la fe. A través de estos ministerios, los creyentes son instruidos, corregidos y llevados a la madurez espiritual.

En cuanto a los pecados dentro de la Iglesia, Calvino argumenta que siempre habrá pecadores entre los fieles, pero esto no justifica separarse de la Iglesia. Incluso si hay miembros que no viven de acuerdo con la fe que profesan, la Iglesia sigue siendo el lugar donde se manifiestan las promesas de Dios. Los fieles deben confiar en que Dios es quien al final juzgará a los justos y a los injustos, y que la santidad de la Iglesia no se ve afectada por los pecados de algunos de sus miembros.

Finalmente, Calvino señala que el perdón de los pecados es un beneficio continuo que se otorga dentro de la Iglesia. Este perdón no es solo un evento único que ocurre en el bautismo, sino que los creyentes necesitan el perdón a lo largo de toda su vida. La Iglesia tiene el ministerio de las "llaves", es decir, la autoridad para proclamar el perdón de los pecados, y los creyentes deben permanecer en la comunión de la Iglesia para gozar de este beneficio. Calvino concluye que el alejarse de la Iglesia es un acto de grave peligro espiritual, ya que es dentro de ella donde se encuentra la gracia y la misericordia de Dios.


Capítulo II: Comparación de la falsa iglesia con la verdadera

Aun cuando existan errores menores en la moralidad de algunos miembros, mientras la doctrina central del cristianismo se mantenga intacta, esa comunidad sigue siendo la Iglesia. Sin embargo, cuando las mentiras y falsedades atacan los pilares fundamentales de la doctrina, como la correcta enseñanza sobre Cristo y los sacramentos, la Iglesia se desvanece, comparándose con un cuerpo que, al perder la vida, deja de ser lo que era.

Calvino sostiene que cuando la Iglesia abandona la verdad de Cristo y corrompe los sacramentos, deja de ser la Iglesia de Dios. Así, si la verdadera Iglesia es la "columna y baluarte de la verdad", cualquier comunidad que mantenga falsedades en su enseñanza no puede ser considerada una Iglesia genuina. Desde esta perspectiva, critica duramente al papado, señalando que, bajo su gobierno, la claridad de la doctrina cristiana ha sido sustituida por mentiras y supersticiones. Según Calvino, en lugar de preservar la verdadera fe, el papado ha introducido idolatría y sacrilegio, particularmente en la práctica de la misa, y ha desvirtuado la enseñanza cristiana. Por ello, no es necesario que los verdaderos cristianos permanezcan bajo la autoridad papal, pues hacerlo sería participar en prácticas impías y corruptas.

Calvino también aborda la defensa que los papistas hacen de su iglesia, basada en la sucesión apostólica. Refuta la idea de que la sucesión de obispos garantice la autenticidad de una iglesia, argumentando que la verdadera sucesión no es de personas, sino de la doctrina. Los papistas apelan a la historia de la Iglesia en Roma y a la continuidad de los obispos desde los apóstoles, pero Calvino señala que esta sucesión es vacía si no se conserva la enseñanza apostólica. Hace una comparación con los judíos en tiempos de los profetas, quienes, a pesar de contar con el templo y los ritos ordenados por Dios, corrompieron su adoración con idolatría y supersticiones. De igual manera, la Iglesia papal puede haber mantenido una sucesión externa, pero ha perdido el contenido espiritual que realmente define a la Iglesia de Cristo.

Calvino utiliza la imagen de los profetas del Antiguo Testamento para justificar la separación de los reformadores de la Iglesia católica. Al igual que los profetas se opusieron a la corrupción en Israel y Judá, los reformadores se ven obligados a romper con una iglesia que ha traicionado la verdad de Cristo. Afirma que, aunque los papistas acusan a los reformadores de ser herejes y cismáticos, la verdadera ruptura no es con la Iglesia de Cristo, sino con una asamblea corrompida que ha abandonado la verdad.

Calvino reconoce que, a pesar de la depravación del papado, todavía pueden existir algunos vestigios de la verdadera Iglesia en la Iglesia católica. Esto se debe a que Dios, en su misericordia, ha permitido que ciertos elementos como el bautismo permanezcan válidos. Sin embargo, la estructura y el gobierno de la Iglesia papal están tan contaminados que ya no pueden ser reconocidos como legítimos.

Finalmente, Calvino concluye que aunque el papado ha corrompido muchas cosas, el pueblo de Dios no ha sido completamente destruido, y todavía existen restos de la Iglesia verdadera dentro de ese sistema. Pero enfatiza que, debido a que la doctrina ha sido destruida, las asambleas papales no pueden ser reconocidas como la verdadera Iglesia.


Capítulo III: De los doctores y ministros de la Iglesia. Su elección y oficio

En este capítulo, se describe el orden que Dios ha establecido para el gobierno de la Iglesia mediante el ministerio humano. Aunque Dios tiene el control y el gobierno total, se sirve de hombres para comunicar su voluntad y ejercer su gobierno en el mundo, tal como un obrero utiliza herramientas para cumplir su tarea. Esta estructura no implica que Dios delegue su autoridad, sino que actúa a través de los hombres elegidos como sus embajadores. Esto, además de mostrar la importancia de los seres humanos en la obra de Dios, sirve también para ejercitar la humildad de los fieles, al acostumbrarse a obedecer la palabra de Dios predicada por seres humanos, a veces inferiores en dignidad.

Uno de los motivos de utilizar el ministerio humano es mantener la caridad fraterna entre los miembros de la Iglesia, pues los fieles necesitan recibir instrucción de los pastores, quienes les enseñan y guían. A través de este ministerio, se distribuyen las gracias que Jesucristo otorga a su Iglesia, y mediante los ministros de la Palabra, la Iglesia se edifica y se mantiene unida en la fe. La necesidad del ministerio es tan vital para la Iglesia como el sol y el alimento para la vida física.

El capítulo también resalta la dignidad de los ministerios de la Palabra, mostrándolos como esenciales para la edificación del cuerpo de Cristo. Los apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros, mencionados en la carta a los Efesios, cumplen diversas funciones dentro del ministerio. Aunque los apóstoles, profetas y evangelistas fueron necesarios al principio para establecer la Iglesia, los pastores y doctores son los encargados de continuar su labor en todas las épocas. Los pastores, en particular, tienen la misión de predicar el Evangelio y administrar los sacramentos, siguiendo el ejemplo de los apóstoles.

Finalmente, se explica la importancia de la vocación y la elección de los ministros. La Iglesia, siguiendo el ejemplo de los apóstoles, debe asegurarse de que los que son llamados a ser pastores estén bien preparados y dotados de las cualidades necesarias para cumplir su oficio. La elección de los ministros debe realizarse con la participación del pueblo, guiada por los pastores, para garantizar que la selección sea justa y legítima. Además, se menciona la ceremonia de imposición de manos como símbolo de consagración de los nuevos ministros, una práctica observada desde los tiempos apostólicos.


Capítulo IV: Estado de la Iglesia Primitiva y Modo de Gobierno Usado Antes del Papa

En este capítulo se examina el modo en que la Iglesia primitiva fue gobernada antes de la aparición del papado, basado en la enseñanza de la Palabra de Dios. La Iglesia antigua se ajustó a los preceptos bíblicos, acomodando su estructura de gobierno con tres clases de ministros: presbíteros, diáconos y aquellos dedicados a la enseñanza. Los obispos eran elegidos entre los presbíteros, y su función era más de orden y disciplina que de autoridad superior, actuando como presidentes en consejos para evitar desórdenes.

El título de obispo se introdujo para mantener el orden y evitar discusiones, pero no implicaba que los obispos tuvieran una autoridad mayor sobre los presbíteros. Los padres de la Iglesia primitiva reconocían que esta estructura surgió por necesidad y no como una institución divina. San Jerónimo menciona que, en Alejandría, desde el tiempo de San Marcos, los presbíteros elegían a uno de entre ellos para presidir.

En cuanto a la enseñanza y los sacramentos, tanto los obispos como los presbíteros compartían estas responsabilidades, excepto en Alejandría, donde se impidió a los presbíteros predicar, tras las revueltas causadas por Arrio. Era común que los obispos fueran activos en la predicación, y se consideraba que quienes no lo hacían no cumplían su misión. San Gregorio, por ejemplo, afirmaba que un obispo que no predicaba estaba "muerto".

A medida que las diócesis crecían, se crearon arzobispos y patriarcas para mantener la disciplina y manejar casos complejos que no podían resolverse a nivel local. Sin embargo, estos títulos no indicaban un cambio en el tipo de gobierno eclesiástico, que seguía apegado a la estructura original basada en la Palabra de Dios.

En lo que respecta a los diáconos, su función original de gestionar las limosnas y bienes de la Iglesia se mantuvo intacta durante mucho tiempo. Los bienes se distribuían entre los pobres y los ministros con la supervisión de los obispos. Los subdiáconos ayudaban a los diáconos en su labor, y los arcedianos surgieron cuando el aumento de bienes exigió una mayor supervisión.

La Iglesia primitiva también regulaba el uso de los bienes eclesiásticos con gran cuidado. San Ambrosio y otros obispos insistían en que los bienes de la Iglesia pertenecían a los pobres. En tiempos de necesidad, incluso los ornamentos sagrados se usaban para socorrer a los necesitados, como en el caso de Acacio de Amida, que vendió los cálices para alimentar a los pobres. La prioridad era siempre el bienestar de los fieles, y se consideraba sacrilegio que los clérigos tomaran bienes destinados a los pobres si ya tenían lo necesario para vivir.

En cuanto a la formación del clero, los jóvenes que deseaban servir en la Iglesia eran admitidos como clérigos, una posición de preparación para futuros ministerios. Se les entrenaba en tareas menores, como abrir y cerrar los templos, para luego avanzar en sus responsabilidades. La Iglesia se aseguraba de que estuvieran bien formados antes de asumir roles importantes, como el de presbítero o diácono.

Respecto a la elección de los ministros, al principio se requería el consentimiento del pueblo para cualquier nombramiento. San Cipriano, por ejemplo, destacaba la importancia de consultar a la comunidad antes de cualquier decisión. Sin embargo, con el tiempo, el clero asumió un papel más preponderante en las elecciones, especialmente en la designación de obispos. A pesar de ello, el consentimiento del pueblo seguía siendo esencial para la elección de presbíteros y obispos.

Finalmente, la ordenación de ministros se realizaba con la imposición de manos, una ceremonia que los apóstoles tomaron de la tradición judía. Esta práctica, acompañada de la presencia de obispos y de un examen riguroso de las doctrinas y costumbres del elegido, aseguraba la legitimidad de los nuevos ministros.


Capítulo V: Toda la Forma Antigua del Régimen Eclesiástico Ha Sido Destruida por la Tiranía del Papado

Este capítulo critica duramente la corrupción del régimen eclesiástico bajo el papado, en contraste con la pureza del gobierno eclesiástico de la Iglesia primitiva. Se expone cómo la jerarquía papal ha distorsionado la forma original de elegir y ordenar a los ministros, y cómo ha degenerado en un sistema de opresión y abuso. A lo largo del capítulo, se hace una comparación entre las prácticas eclesiásticas actuales y las de la Iglesia primitiva, revelando cómo el papado ha pervertido los principios originales.

  1. Elección de los obispos: El capítulo comienza criticando la elección de los obispos en la Iglesia romana, señalando que actualmente los obispos no son seleccionados por su doctrina, sino por su habilidad en asuntos jurídicos y administrativos, algo muy alejado del espíritu de la Sagrada Escritura. A menudo, los obispos son seleccionados sin considerar su idoneidad moral o doctrinal, e incluso se elige a niños como obispos, lo que es considerado una aberración. Además, el pueblo ha sido completamente despojado de su derecho a participar en la elección de sus pastores, algo que era común en la Iglesia antigua.

  2. Falta de examen y aprobación popular: La elección de los obispos, que antiguamente requería el consentimiento del pueblo, ahora está en manos de los canónigos, que otorgan los cargos a quienes desean, sin permitir que el pueblo participe en el proceso. Se critica esta práctica como una violación directa de la tradición de la Iglesia primitiva, en la que el consentimiento popular era fundamental para la elección de los obispos, como lo recomendaban san Cipriano y otros Padres de la Iglesia.

  3. Abusos en la elección de presbíteros y diáconos: En cuanto a la elección de los presbíteros y diáconos, se denuncia que no se les elige para enseñar, sino para realizar rituales, sin cumplir el verdadero ministerio que les fue asignado por la Escritura. Los presbíteros son ordenados sin un lugar de servicio específico, y se omiten los exámenes rigurosos y el consentimiento popular que eran esenciales en la Iglesia primitiva.

  4. Simulación en la colación de beneficios: La colación de beneficios es señalada como un sistema corrupto, donde los cargos eclesiásticos son otorgados como recompensa por servicios o favores personales, lo que recuerda la práctica de la simonía, condenada por la Iglesia. Muchas veces, se acumulan beneficios en manos de personas no aptas, lo que lleva a que se compren o intercambien como mercancía.

  5. Acumulación de beneficios: Se critica duramente la acumulación de beneficios eclesiásticos, señalando que es común que una sola persona controle varios cargos, a menudo sin poder atender ninguno de ellos. Esto demuestra que el sistema actual está completamente alejado del ideal apostólico de los verdaderos pastores que debían guiar y enseñar a su rebaño.

  6. Corrupción de los sacerdotes y su ministerio: Tanto los sacerdotes monásticos como los seculares son señalados por su falta de cumplimiento de las responsabilidades propias de su ministerio. En lugar de enseñar o administrar los sacramentos, muchos se dedican a actividades irrelevantes, como cantar misas o realizar rituales vacíos, ignorando por completo la necesidad de guiar espiritualmente a sus comunidades.

  7. Los canónigos y otros cargos eclesiásticos: Los canónigos, deanes, capellanes y otros que viven de los ingresos eclesiásticos son criticados por no cumplir con las funciones que la Iglesia antigua esperaba de ellos. No predican, no administran la disciplina y no ejercen el ministerio de los sacramentos. En cambio, se dedican a ceremonias vacías y ostentosas, alejadas del verdadero deber pastoral.

  8. Falta de residencia de obispos y párrocos: Se critica a los obispos y párrocos por no residir en sus parroquias, algo que es considerado esencial en la Iglesia primitiva. Muchos no visitan sus iglesias, salvo para recolectar las rentas, lo que muestra una completa desconexión entre el pastor y su rebaño.

  9. Justificación de la jerarquía papal: Finalmente, se refuta el argumento de que el poder de los obispos y el papado es una continuación de la jerarquía apostólica. El capítulo señala que la actual jerarquía eclesiástica es una caricatura de la Iglesia primitiva, ya que se basa en el poder y la pompa, en lugar del servicio y la humildad que caracterizaban a los apóstoles y los primeros ministros de la Iglesia.

En resumen, este capítulo expone cómo el sistema de gobierno eclesiástico ha sido corrompido por el papado, desviándose de las prácticas y enseñanzas de la Iglesia primitiva. La falta de examen doctrinal, la acumulación de beneficios, la ausencia de responsabilidad pastoral y la avaricia han destruido el orden que originalmente se seguía, dando paso a un sistema opresivo y abusivo.


Capítulo VI: El Primado de la Sede Romana

Este capítulo cuestiona la legitimidad del primado de la Sede romana y la idea de que el Papa es la cabeza necesaria para la unidad de la Iglesia Católica. Se argumenta que dicha pretensión no tiene fundamento en la institución de Jesucristo ni en la práctica de la Iglesia primitiva. A través de un análisis detallado, se pone en duda la afirmación de que la autoridad del Papa provenga directamente de Cristo, como sostienen los defensores del papado.

En primer lugar, el capítulo aborda la analogía que hacen los papistas entre el sumo sacerdocio del Antiguo Testamento y el papado. Sin embargo, esta comparación se rechaza, argumentando que el sacerdocio levítico era una figura de Jesucristo y que, con la venida de Cristo, este sacerdocio fue transferido a Él. Por lo tanto, no hay justificación para que el Papa asuma un rol equivalente en la Iglesia moderna, ya que Cristo es el único mediador y no necesita un vicario en la tierra.

Otro aspecto clave es la interpretación de Mateo 16,18-19, donde Cristo le dice a Pedro que sobre esta roca edificará su Iglesia y le entrega las llaves del reino de los cielos. Los papistas interpretan esto como la designación de Pedro como cabeza de la Iglesia universal. Sin embargo, el autor sostiene que este pasaje no confiere a Pedro una autoridad especial sobre los demás apóstoles. De hecho, Pedro mismo exhorta a otros presbíteros a que también apacienten el rebaño, lo que indica que el poder de atar y desatar era compartido entre todos los apóstoles.

El autor también analiza el concepto de las llaves del reino de los cielos, que los papistas interpretan como un símbolo de la autoridad exclusiva del Papa. No obstante, el capítulo aclara que las llaves representan el poder de predicar el Evangelio y reconciliar a los hombres con Dios, una tarea común a todos los apóstoles y no exclusiva de Pedro. El texto enfatiza que la verdadera autoridad reside en Cristo y que el poder conferido a los apóstoles fue compartido por igual entre ellos.

Finalmente, se discute la idea de que Pedro fue el primer obispo de Roma y que, por ello, la Sede romana debe tener primacía sobre toda la Iglesia. El autor rechaza esta noción, señalando que no hay evidencia concluyente de que Pedro haya sido obispo de Roma durante mucho tiempo. Además, argumenta que, aunque Pedro tuviera alguna preeminencia entre los apóstoles, esto no justifica que sus sucesores en Roma asuman un rol de autoridad suprema sobre todas las iglesias del mundo.


Capítulo VII: Origen y crecimiento del papado hasta su grandeza actual, y la opresión de la libertad de la Iglesia

Este capítulo expone la evolución histórica del papado desde sus inicios hasta convertirse en la poderosa institución que oprimió la libertad de la Iglesia y distorsionó la equidad. Se cuestiona la legitimidad del primado de la Sede romana, comenzando por el hecho de que, en los concilios antiguos, el obispo de Roma no ocupaba una posición superior a los demás. En el concilio de Nicea, por ejemplo, el obispo de Roma sólo fue reconocido como uno de los patriarcas, pero sin ejercer una autoridad universal. Los representantes enviados por el Papa ni siquiera ocuparon los primeros lugares, lo que indica que no se le reconocía como cabeza de la Iglesia.

A lo largo de la historia, Roma intentó ganar autoridad mediante sutiles manipulaciones, como se evidencia en el concilio de Éfeso, donde el obispo de Alejandría actuó como representante del Papa para elevar la dignidad de la Sede romana. Sin embargo, los papas no siempre presidieron los concilios, como en el caso del concilio de Calcedonia, donde el Papa León presidió sólo por concesión especial del emperador, lo que demuestra que su preeminencia no era un derecho.

El capítulo también explora cómo la Sede romana fue ganando poder político y religioso, aprovechándose de los conflictos y divisiones en otras regiones. Por ejemplo, durante las controversias arrianas, los fieles orientales buscaron el apoyo de Roma para resistir a sus enemigos, lo que permitió al papado acumular prestigio. Sin embargo, este poder fue creciendo principalmente porque Roma se convirtió en refugio de aquellos que buscaban escapar de la disciplina de sus propias iglesias.

Con el tiempo, el papado comenzó a asumir una jurisdicción que nunca antes había tenido, limitando la autoridad de los obispos metropolitanos, y usando la influencia romana para intervenir en la elección de obispos en otras provincias. Esta intervención fue posible, en parte, porque Roma era vista como un lugar de referencia espiritual, pero también se debió a la ambición de los papas, quienes no dudaban en utilizar cualquier recurso para consolidar su poder.

El capítulo señala que, mientras la Iglesia permaneció pura, el obispo de Roma era considerado igual a los demás, sin privilegios especiales. Sin embargo, con el declive del Imperio y el aumento de la confusión política, el papado aprovechó la situación para erigirse como la cabeza de la cristiandad. Este crecimiento fue facilitado por el colapso de las estructuras políticas y la falta de resistencia por parte de otros obispos, quienes, por ignorancia o negligencia, no supieron o no quisieron frenar la creciente tiranía de Roma.

Finalmente, se destaca que los mismos líderes eclesiásticos, como Gregorio Magno y San Bernardo, reconocieron los peligros de la ambición papal y condenaron la arrogancia de la Sede romana. Sin embargo, el papado continuó expandiendo su poder, incluso falsificando documentos y manipulando la historia para justificar sus pretensiones. El capítulo concluye que el papado actual es el resultado de una acumulación de poder injustificada y contraria a los principios originales de la Iglesia, convirtiéndose en una institución opresiva y corrupta.

Capítulo VIII - Potestad de la Iglesia para determinar dogmas de fe. Desenfrenada licencia con que el Papado la ha usado para corromper toda la pureza de la doctrina

En este capítulo, Calvino aborda el tema de la potestad de la Iglesia para establecer y interpretar dogmas, señalando que la autoridad de la Iglesia debe estar limitada a la edificación de la fe en Cristo y no usarse arbitrariamente. La única autoridad legítima que tiene la Iglesia proviene de la Palabra de Dios y debe estar sujeta a ella, lo que excluye la creación de dogmas o doctrinas nuevas fuera de lo revelado en las Escrituras. La autoridad espiritual de la Iglesia reside en sus ministros, quienes deben ser fieles servidores de Cristo al exponer su Palabra y no añadir nada que no haya sido revelado.

Calvino critica la pretensión del papado y de los concilios universales de ser infalibles, argumentando que esta es una tiranía que corrompe la doctrina cristiana. El concilio, bajo la dirección de los obispos, ha formulado dogmas que, según Calvino, no tienen fundamento en la Palabra de Dios y que exigen una fe implícita por parte de los fieles. Para él, es inaceptable que la Iglesia se arrogue la autoridad para hacer nuevos artículos de fe, ya que esto entra en conflicto con la naturaleza de la doctrina revelada por Cristo, quien es el único Maestro de la Iglesia.

Calvino afirma que la única fuente de la verdad es la Escritura y que tanto los profetas como los apóstoles enseñaron conforme a ella. La Iglesia debe conformarse a esta regla, y cualquier intento de ampliar su autoridad fuera de la Palabra de Dios es un error. Además, desmiente la idea de que Cristo permitió a sus discípulos añadir cosas nuevas a su enseñanza, señalando que todo lo que los apóstoles enseñaron ya estaba contenido en las Escrituras.

Finalmente, concluye que la autoridad de la Iglesia es verdadera solo cuando se limita a la administración de la Palabra de Dios y se opone a toda invención humana. Calvino rechaza los ejemplos que los defensores de la autoridad ilimitada de la Iglesia citan, como el bautismo infantil o la definición de la consustancialidad de Cristo con el Padre en el concilio de Nicea, y los ve como justificaciones incorrectas que se apartan de la pureza doctrinal de la Escritura.


Capítulo IX - Los concilios y su autoridad

En este capítulo, Calvino aborda el tema de los concilios y su autoridad en la Iglesia. Comienza señalando que, aunque reconociera la autoridad que algunos atribuyen a la Iglesia, eso no justifica que dicha autoridad se aplique automáticamente a los concilios o al papado. Calvino aclara que su crítica hacia los concilios no significa que los desprecie; de hecho, reverencia los concilios antiguos, siempre que éstos no resten autoridad a Cristo, quien debe presidir todos los concilios a través de su Palabra y Espíritu.

Explica que la verdadera autoridad de un concilio reside en que esté convocado en el nombre de Cristo, lo que significa que sus decisiones deben estar basadas en la Palabra de Dios y no en invenciones humanas. Rechaza aquellos concilios que han decretado cosas fuera de la Escritura, afirmando que Cristo no está presente en tales reuniones. Calvino argumenta que no puede confiarse en decisiones que no estén respaldadas por la Palabra de Dios y que no es suficiente la simple reunión de obispos para garantizar la presencia del Espíritu Santo.

Calvino refuta la idea de que la verdad de la Iglesia depende exclusivamente de los concilios y sus pastores, citando ejemplos bíblicos en los que los líderes religiosos cayeron en el error, como ocurrió en tiempos de los profetas. Señala que el mismo Espíritu Santo, a través de los apóstoles, predijo que falsos maestros surgirían dentro de la Iglesia. Para él, los concilios deben ser examinados a la luz de la Escritura para determinar su legitimidad, ya que la autoridad de los pastores no está garantizada por el simple hecho de ocupar ese cargo.

Aunque admite que los concilios tienen una función legítima en la definición de la doctrina, Calvino sostiene que deben ser evaluados con prudencia y que no todos los concilios son igualmente confiables. Acepta y respeta los concilios antiguos, como el de Nicea y Calcedonia, que se centraron en refutar herejías y preservar la pureza doctrinal. Sin embargo, critica la degeneración de los concilios más recientes, donde los intereses personales y las decisiones mayoritarias han prevalecido sobre la verdad.

Finalmente, Calvino critica la posición católica de atribuir a los concilios el poder exclusivo de interpretar la Escritura y de crear nuevas doctrinas. Para él, la interpretación de la Escritura debe someterse siempre a la Palabra de Dios, y no puede considerarse legítima si contradice lo que ya está claramente revelado en las Escrituras.


Capítulo X - Poder de la Iglesia para dar leyes y la tiranía del papado sobre las conciencias

En este capítulo, Calvino aborda el poder que la Iglesia se atribuye para dictar leyes, y cómo este poder se ha utilizado para ejercer una tiranía espiritual sobre los fieles. Comienza cuestionando si es legítimo que la Iglesia imponga leyes "espirituales" que ataquen la conciencia de los creyentes. Según él, muchas de las leyes impuestas por el papado no solo oprimen las conciencias, sino que también violan la libertad que Cristo otorgó a los fieles. Estas leyes se presentan como necesarias para la salvación, cuando en realidad son invenciones humanas que carecen de fundamento en la Palabra de Dios.

Calvino señala que la libertad espiritual dada por Cristo es fundamental para la fe, y que los intentos de imponer observancias humanas como si fueran necesarias para la salvación constituyen un asalto al reino de Cristo. Las leyes de la Iglesia romana, muchas de las cuales son imposibles de cumplir plenamente, atormentan a las conciencias de los fieles, sumiéndolos en ansiedad y miedo de no estar a la altura de lo que se les exige.

Uno de los puntos clave que destaca es que, aunque San Pablo en Romanos 13 manda obedecer a las autoridades por motivos de conciencia, esto no implica que todas las leyes humanas afecten directamente al ámbito espiritual. Las leyes políticas y civiles tienen un propósito diferente, y no deben interferir en la relación directa que los fieles tienen con Dios. La conciencia de los fieles debe regirse por la Palabra de Dios, no por los mandatos arbitrarios de hombres que se presentan como pastores pero actúan como tiranos.

Calvino critica la multitud de leyes eclesiásticas impuestas por el papado, muchas de las cuales no solo son innecesarias sino también perjudiciales, ya que distorsionan el verdadero culto a Dios. Afirma que la única norma legítima de vida es la Ley del Señor, y que cualquier intento de añadir algo a esta Ley es una arrogancia que debe ser rechazada. El autor subraya que los obispos y pastores no tienen derecho a imponer leyes fuera de la Palabra de Dios, ya que eso constituiría una usurpación de la autoridad que pertenece solo a Dios.

También denuncia que las leyes de la Iglesia romana conducen a los fieles a un tipo de "judaísmo" y paganismo, alejándolos de la sencillez del Evangelio. A través de ejemplos de las Escrituras, Calvino refuerza su argumento de que las ceremonias y tradiciones humanas, cuando se presentan como esenciales para la salvación, son contrarias a la verdadera adoración en espíritu y en verdad que Cristo enseñó. Las ceremonias deben ser pocas, simples y claramente enfocadas en Cristo, no enredadas en un sinfín de rituales que desvían la atención del verdadero mensaje del Evangelio.

En última instancia, Calvino aboga por una Iglesia que mantenga el orden y la disciplina, pero que lo haga dentro de los límites que establece la Escritura. Las observancias y ceremonias son útiles en la medida en que fomentan la piedad y la caridad entre los creyentes, pero no deben ser impuestas como necesarias para la salvación. La libertad cristiana es fundamental, y cualquier intento de oprimir esa libertad mediante tradiciones humanas debe ser rechazado, ya que atenta contra la soberanía de Cristo sobre su Iglesia.


Capítulo XI: Jurisdicción de la Iglesia y Abusos de la Misma en el Papado

Este capítulo aborda la necesidad de una correcta disciplina eclesiástica, destacando que la jurisdicción es fundamental para mantener el orden en la Iglesia. Se establece una clara distinción entre la potestad eclesiástica y la civil, resaltando que la Iglesia debe contar con un orden espiritual que garantice la corrección de las costumbres. La potestad de las llaves, otorgada por Cristo a su Iglesia, otorga el poder de disciplinar y excomulgar cuando sea necesario.

Se menciona que el poder de las llaves incluye tanto la predicación como la disciplina, diferenciando estos dos aspectos. La excomunión, como medida disciplinaria, no busca una condena perpetua, sino la corrección de los pecadores para que se arrepientan. En este sentido, se establece que la Iglesia tiene la potestad de juzgar a sus miembros conforme a la Ley de Dios.

El abuso de este poder por parte de la Iglesia romana es criticado, ya que se argumenta que Roma ha distorsionado la jurisdicción espiritual con fines de poder temporal. Además, se resalta la importancia de distinguir entre los poderes espiritual y civil, afirmando que la disciplina eclesiástica debe ser manejada por un consejo de ancianos y no por una sola persona.

Finalmente, se condenan los abusos cometidos por los pontífices, que han usurpado la potestad civil y la espada, apartándose del verdadero papel que Cristo les asignó. La institución de los oficiales y la corrupción del sistema judicial eclesiástico son presentadas como ejemplos de estos abusos, que han distorsionado el papel original de la Iglesia en la sociedad.


Capítulo XII: De la Disciplina de la Iglesia, Cuyo Principal Uso Consiste en las Censuras y en la Excomunión

Este capítulo aborda la disciplina eclesiástica, enfatizando su importancia para el buen funcionamiento de la Iglesia. La disciplina, comparada con los "nervios" de la Iglesia, es necesaria para mantener el orden y la cohesión. Su base radica en el "poder de las llaves" y la jurisdicción espiritual, que abarca tanto al clero como al pueblo.

Disciplina Común y Particular

La disciplina se aplica a todos los miembros de la Iglesia, aunque se distingue entre el clero y el pueblo. El capítulo subraya que, sin disciplina, la Iglesia caería en el caos, comparándola con una sociedad o familia sin normas. La doctrina es fundamental para la Iglesia, pero debe ir acompañada de correcciones y amonestaciones para que tenga un verdadero impacto en los fieles.

Amonestaciones y Excomunión

El capítulo distingue dos formas de amonestación: privada y pública. La primera implica advertir a un miembro de la Iglesia en privado sobre sus faltas, mientras que la segunda se realiza cuando alguien rechaza repetidamente las amonestaciones privadas. Si alguien persiste en su pecado, Cristo ordena que sea llevado ante el juicio de la Iglesia. Si la persona sigue sin arrepentirse, se debe proceder a la excomunión, que es la expulsión de la comunidad de los fieles.

Pecados Ocultos y Públicos

Se diferencia entre pecados ocultos y públicos. Los primeros deben ser corregidos en privado, mientras que los públicos deben ser reprendidos abiertamente para evitar el escándalo entre la comunidad. San Pablo, en sus cartas, señala la necesidad de corregir los pecados públicos para que el ejemplo negativo no se propague entre los fieles.


Capítulo XIII: Los Votos: Cuán Temerariamente Se Emiten en el Papado para Encadenar Miserablemente las Almas

Este capítulo critica severamente el abuso de los votos en la Iglesia, destacando cómo han oprimido y encadenado a las almas al imponerse de manera irreflexiva y fuera de la Palabra de Dios.

Los Votos Fuera de la Palabra de Dios

El capítulo comienza lamentando cómo la libertad de la Iglesia, comprada con la sangre de Jesucristo, ha sido subyugada por las tradiciones humanas. Los creyentes, en su deseo de parecer piadosos, crearon cargas adicionales a las impuestas por los falsos doctores, cavando fosas en las que ellos mismos caen al inventar votos que los atan más allá de los deberes comunes. Se denuncia cómo aquellos que, bajo el título de pastores, profanaron el culto divino mediante leyes inicuas.

Principios Doctrinales

Se expone que todo lo necesario para una vida piadosa ya está contenido en la Ley de Dios, que requiere simplemente la obediencia a Su voluntad. Por lo tanto, cualquier culto inventado por los hombres para ganar mérito ante Dios no solo es inaceptable, sino que Él lo abomina.

La Naturaleza de los Votos

Los votos hechos al margen de la Palabra de Dios no pueden obligar a las conciencias, pues carecen de fundamento en la fe. Un voto legítimo debe considerar tres cosas: a quién se hace el voto, quién lo emite y con qué intención. Se recalca que hacer votos sin plena certeza de su licitud es un acto temerario.

La Intención del Voto

Dios mira el corazón, y por lo tanto, lo que realmente importa es la intención con la que se hace el voto. Se distinguen cuatro tipos de votos: dos relacionados con el pasado (acción de gracias y penitencia) y dos con el futuro (para ser más cuidadosos o para cumplir con el deber). Estos votos son legítimos siempre que estén de acuerdo con la voluntad de Dios y se adapten a nuestra vocación.

Crítica a los Votos Monásticos

El capítulo denuncia especialmente los votos monásticos, señalando que, aunque los monjes antiguos vivían con austeridad, su vida era un ejercicio preparatorio para el servicio a la Iglesia. En cambio, los monjes actuales se separan de la comunidad, crean un culto especial y se organizan en sectas que rompen la unidad de la Iglesia. Además, se acusa a los frailes de vivir ociosamente, contrariamente al espíritu del antiguo monaquismo.

Refutación de los Votos Ilícitos

Se concluye afirmando que los votos emitidos sin fe o en ignorancia no obligan en conciencia y deben ser anulados, ya que Dios no acepta tales votos. También se defiende a aquellos que abandonan los monasterios, señalando que son liberados por la gracia de Cristo de los lazos supersticiosos que los atan.


Capítulo XIV: Los Sacramentos

El capítulo XIV trata sobre los sacramentos, definidos como señales externas con las que Dios sella en nuestra conciencia las promesas de su buena voluntad, ayudando a fortalecer nuestra fe débil. A su vez, los sacramentos son un testimonio de nuestra reverencia a Dios. San Agustín describe el sacramento como "una señal visible de una cosa sagrada" o "una forma visible de una gracia invisible".

El término "sacramento" tiene su origen en la traducción latina de la palabra griega "misterio", usada para referirse a cosas divinas. En ese contexto, sacramento pasó a representar las señales que contienen una representación de realidades espirituales.

Los sacramentos siempre deben estar precedidos por una promesa divina, actuando como confirmación de estas. Dios los instituyó para ayudarnos, no porque su palabra necesite confirmación, sino porque nosotros, como seres limitados, necesitamos signos visibles para sostener nuestra fe. Estos signos nos permiten ver lo espiritual a través de lo material.

La unión de la Palabra de Dios con el signo externo es lo que conforma un sacramento. No se trata de una fórmula mágica, sino de la predicación de la Palabra, que explica el significado del signo visible y fortalece la fe de quienes lo escuchan.

Los sacramentos, además de confirmar las promesas divinas, sirven como sellos, de forma similar a los sellos que validan documentos importantes. No añaden nada a la Palabra, pero la reafirman y consolidan en nuestra conciencia, ayudando a la fe a crecer y mantenerse firme.


Capítulo XV: El Bautismo

El bautismo es el signo que nos identifica como cristianos y nos une a la Iglesia, injertándonos en Cristo para ser contados entre los hijos de Dios. Sirve tanto para fortalecer nuestra fe en Dios como para confesarla ante los demás. En primer lugar, el bautismo atestigua la remisión de nuestros pecados, ya que Dios promete que quienes crean y sean bautizados serán salvos. No es solo una señal externa, sino que confirma la promesa de que todos nuestros pecados son perdonados y borrados.

Las Escrituras apoyan esta enseñanza, como lo expresa San Pablo al decir que la Iglesia es santificada en el lavamiento del agua por la Palabra de vida. San Pedro también afirma que el bautismo nos salva, no por el agua misma, sino por el poder purificador de la sangre de Cristo que el agua representa. Esta unión entre la Palabra y el agua nos da la certeza de nuestra purificación y regeneración en Cristo.

El bautismo no solo perdona los pecados pasados, sino también los futuros. Aunque algunos en la antigüedad posponían el bautismo hasta la hora de la muerte, esto no es necesario, ya que el bautismo es válido para toda la vida. Debemos recordar constantemente nuestro bautismo cuando caemos en pecado, pues nos asegura el perdón y nos ofrece la pureza de Cristo, que permanece siempre intacta.

El bautismo también nos muestra nuestra mortificación y nueva vida en Cristo. San Pablo nos enseña que somos sepultados con Cristo en el bautismo para andar en una nueva vida, lo que significa que participamos de su muerte y resurrección. De este modo, somos exhortados a morir al pecado y vivir en justicia, sabiendo que hemos sido regenerados para una vida nueva.

Además, el bautismo es un sacramento de penitencia. Aunque algunos creen que el perdón de los pecados posteriores al bautismo solo se obtiene a través de la penitencia, en realidad, el bautismo tiene el poder de otorgarnos una continua remisión de los pecados. La penitencia nos recuerda que el bautismo extiende su virtud durante toda nuestra vida, por lo que debemos renovar nuestra confianza en este sacramento cada vez que nos sentimos abrumados por el pecado.

Finalmente, el bautismo atestigua nuestra unión con Cristo, garantizándonos que somos hechos partícipes de todos sus bienes. Al ser bautizados, somos revestidos de Cristo, lo que confirma nuestra unión con Él y nuestra filiación divina. Así, el bautismo, aunque administrado en el nombre de la Trinidad, se cumple plenamente en Cristo, quien nos da la regeneración y la vida nueva por su muerte y resurrección.


Capítulo XVI: El bautismo de los niños

Este capítulo trata sobre la defensa del bautismo de los niños, un tema controvertido en el tiempo de Juan Calvino, ya que algunos pensaban que la práctica no tenía fundamentos en la Palabra de Dios. Calvino argumenta que esta es una institución divina y no una invención humana, demostrando que el bautismo de los niños está sólidamente basado en las Escrituras y no debe ser descartado.

El autor enfatiza que las promesas de Dios que se representan en el bautismo no deben ser vistas solo como ceremonias externas, sino como misterios espirituales que incluyen a los niños. Las promesas de purificación y regeneración que se hacen en el bautismo son igualmente válidas para ellos. Además, Calvino establece una continuidad entre la circuncisión en el Antiguo Testamento y el bautismo en el Nuevo Testamento, ya que ambos son señales del pacto de Dios con su pueblo. Al igual que los niños fueron circuncidados, deben ser bautizados.

Calvino también responde a objeciones sobre la capacidad de los niños para comprender el significado del bautismo, argumentando que, al igual que en la circuncisión, la falta de comprensión no impide la participación en el pacto de Dios. Los niños, por tanto, tienen derecho a recibir el bautismo y ser considerados parte de la comunidad cristiana desde una edad temprana, lo que los impulsa hacia una vida de fe y piedad cuando lleguen a la madurez.


Capítulo XVII: La Santa Cena de Jesucristo. Beneficios que nos aporta

Cristo instituyó la Santa Cena para asegurarnos del alimento espiritual que es su cuerpo y sangre. Este sacramento no solo representa nuestra comunión con Él, sino que también es un medio para confirmar nuestra fe y darnos la seguridad de la vida eterna. Como en el Bautismo somos regenerados, en la Cena somos sostenidos en nuestra fe mediante este alimento espiritual. Cristo se convierte en nuestro pan de vida, lo que nos alimenta para alcanzar la inmortalidad del cielo. Sin embargo, este misterio ha sido oscurecido por Satanás con disputas y controversias. A pesar de esto, el sacramento continúa siendo una promesa de la presencia vivificadora de Cristo.

Los signos de pan y vino no son meras figuras, sino representaciones tangibles del cuerpo y sangre de Cristo, de los cuales participamos espiritualmente. Este alimento espiritual es necesario para nuestra vida eterna, y su eficacia no reside solo en un acto de fe, sino en la verdadera comunión con Cristo que se realiza mediante la obra del Espíritu Santo. Aunque este sacramento es incomprensible en su totalidad, su virtud reside en la fe que nos asegura nuestra redención y salvación a través de la unión con Cristo.

La participación en la Santa Cena fortalece nuestra fe, al recordarnos que nuestros pecados han sido absueltos y que nuestra vida está unida a la vida de Cristo. En ella, nuestras almas se nutren no solo con la fe, sino con la verdadera comunión con Cristo, quien, mediante su carne y sangre, nos mantiene en la vida eterna.

Se refuta la acusación de que los reformadores miden el poder de Dios con la razón humana, destacando que no han reducido el misterio a lo racional ni lo han limitado a las leyes naturales. La carne de Cristo, según ellos, vivifica el alma por la fe, sin necesidad de milagros extraordinarios. Se objeta también la adoración y el uso supersticioso de la Cena, defendiendo que la presencia de Cristo es espiritual y que debe ser recibida con fe, no a través de la transubstanciación o la consagración del pan y el vino de forma material. La verdadera participación en la Cena, según esta visión, está basada en la unión espiritual con Cristo, facilitada por el Espíritu Santo.

Capítulo XVIII: La misa del papado es un sacrilegio por el cual la Cena de Jesucristo ha sido, no solamente profanada, sino del todo destruida

En este capítulo, se critica el sacramento de la misa en la tradición del papado, sosteniendo que ha oscurecido y pervertido la verdadera naturaleza de la Cena del Señor. Según el autor, la misa, considerada como un sacrificio para la remisión de pecados, es una invención satánica que ha embriagado al mundo con un grave error teológico. Esta práctica no solo ha deformado el sacramento, sino que también ha enterrado la verdadera memoria de la muerte de Jesucristo y su redención.

El capítulo expone cómo la misa deshonra el sacerdocio eterno de Cristo, al sugerir que los sacerdotes humanos actúan como vicarios de Cristo, repitiendo su sacrificio. Según el autor, esto no solo despoja a Jesucristo de su dignidad, sino que niega su sacrificio único y eterno, que fue suficiente para redimir a la humanidad. En esta línea, se critica la idea de que la misa funcione como un nuevo sacrificio que pueda aplicarse a la salvación de vivos y muertos.

Asimismo, se argumenta que la misa destruye el verdadero significado de la cruz de Cristo. El sacrificio de Cristo, ofrecido una sola vez en la cruz, fue suficiente para la redención eterna, y cualquier reiteración, como la que se propone en la misa, socava la perfección y eficacia de esa oblación única.

Finalmente, el autor sostiene que la misa borra la verdadera muerte de Cristo, presentando un "nuevo testamento" que sugiere una continua necesidad de sacrificio. Este concepto perpetúa la idea de que Cristo debe morir nuevamente, lo cual es rechazado tajantemente en el texto. Además, se afirma que la misa usurpa el lugar de la Cena del Señor, transformando lo que debería ser un don recibido en una obra de satisfacción humana.

Capítulo XIX: Otras cinco ceremonias falsamente llamadas sacramentos

1. Introducción a los otros sacramentos romanos. La palabra y su definición

Calvino comienza este capítulo afirmando que la disputa previa sobre los sacramentos debería haber sido suficiente para convencer a los creyentes de que solo existen dos sacramentos instituidos por el Señor, el bautismo y la eucaristía. Sin embargo, dado que la Iglesia romana ha establecido la doctrina de los siete sacramentos, y esta creencia está profundamente arraigada en las mentes de las personas, Calvino considera necesario examinar los otros cinco sacramentos que Roma ha instituido como si fueran verdaderos sacramentos, pero que en realidad no lo son.

Calvino aclara que no se opone simplemente al uso de la palabra "sacramento", sino a las graves consecuencias que trae el mal uso de este término. Un sacramento verdadero debe ser instituido por Dios y debe sellar una promesa divina; sin embargo, los cinco sacramentos adicionales carecen de estos elementos.

2. Un sacramento debe siempre sellar una promesa de Dios

Calvino insiste en que un sacramento verdadero debe estar fundado en una promesa de Dios. El propósito de un sacramento es asegurar y consolar a los creyentes, actuando como un sello de la promesa divina. No es competencia del ser humano instituir sacramentos, ya que solo Dios tiene la autoridad para hacerlo. Además, debe existir una diferencia clara entre sacramentos y ceremonias eclesiásticas ordinarias, ya que no todas las prácticas cristianas pueden ser elevadas al nivel de un sacramento.

3. Los otros sacramentos romanos no son conocidos en la Escritura, ni en la Iglesia antigua

Calvino refuta la idea de que la Iglesia primitiva reconociera siete sacramentos. Señala que los Padres de la Iglesia, incluidos san Agustín y otros, reconocían solo dos sacramentos: el bautismo y la eucaristía. Los otros ritos y ceremonias, aunque mencionados en la Iglesia primitiva, no tenían el mismo estatus sacramental que estos dos.

4. De la Confirmación

Calvino explica que la práctica de la confirmación surgió como un rito en el que los jóvenes cristianos, al alcanzar la edad de la razón, confesaban su fe frente al obispo. Esta ceremonia incluía la imposición de manos como símbolo de bendición y oración. Sin embargo, critica la Iglesia romana por haber convertido este rito en un sacramento, argumentando que no tiene fundamento bíblico ni mandato divino. La práctica romana de ungir con aceite a los confirmados carece de la Palabra de Dios y es vista como una innovación humana sin valor espiritual.

5. En qué se ha convertido la confirmación en la Iglesia romana

La Iglesia romana ha tergiversado la confirmación, según Calvino, afirmando que con esta ceremonia se confiere el Espíritu Santo para fortalecer a los cristianos para la batalla espiritual. Sin embargo, Calvino señala que no hay evidencia bíblica que respalde esta afirmación, y que la confirmación, tal como se practica en la Iglesia romana, es un sacrilegio.

6. a. Inútilmente apela la confirmación al ejemplo de los apóstoles de Cristo

Calvino aborda el argumento de que la imposición de manos utilizada por los apóstoles para impartir el Espíritu Santo justifica la confirmación como sacramento. Explica que la imposición de manos en la época apostólica estaba relacionada con dones visibles del Espíritu Santo, que ya no están disponibles hoy en día. Por lo tanto, los ritos modernos de imposición de manos no tienen el mismo propósito o poder.

7. Este alegato es tan frívolo como si alguno dijera que el soplo que el Señor insufló sobre sus discípulos es un sacramento

Calvino ridiculiza la idea de que la imposición de manos o cualquier otro rito de los apóstoles pueda ser replicado como un sacramento hoy en día. Así como el soplo de Cristo a sus discípulos no es repetido por los cristianos, la imposición de manos apostólica tampoco debe ser utilizada como una base para la confirmación.

8. b. Si la confirmación es el complemento indispensable del Bautismo, deshonra a éste

Calvino critica la afirmación de la Iglesia romana de que la confirmación es necesaria para completar el bautismo. Argumenta que esto es una grave perversión del bautismo, que es completo en sí mismo. Según Calvino, el bautismo une al creyente con Cristo en su muerte y resurrección, proporcionándole la fuerza para luchar contra el pecado.

9. Añaden además estos engrasadores, que todos los fieles deben recibir por la imposición de las manos el Espíritu Santo

Calvino concluye que la doctrina romana de la confirmación es contraria a la enseñanza bíblica. Acusa a los defensores de la confirmación de transferir las promesas del bautismo a este rito no bíblico, apartando así a los fieles de la verdadera gracia de Dios conferida en el bautismo.

En resumen, Calvino argumenta que los cinco sacramentos adicionales reconocidos por la Iglesia católica romana no son verdaderos sacramentos, ya que carecen del fundamento bíblico y de una promesa divina.


Capítulo XX: La Potestad Civil

1. Introducción y Utilidad del Tratado

Este capítulo aborda la segunda forma de gobierno en el ser humano, relacionada con el orden civil, la justicia, y la conducta externa, en contraste con la primera que se refiere a la vida eterna y el alma. Aunque algunos consideran que esta materia no es relevante para la teología o la fe, es crucial abordarla. Hoy en día, existen quienes buscan destruir el orden que Dios ha establecido, mientras que otros exaltan a los príncipes por encima de sus límites, casi colocándolos al nivel de Dios. Ambas posturas, si no se corrigen, comprometen la pureza de la fe.

Es necesario recordar que el reino espiritual de Cristo y el poder civil son cosas distintas. Aunque Cristo promete una libertad que no reconoce ninguna autoridad humana, esta libertad es espiritual y se refiere al alma. El poder civil, por otro lado, regula la justicia social y el comportamiento externo, y no se opone al reino espiritual de Cristo. Más bien, coexisten para asegurar una convivencia justa y pacífica en este mundo mientras se aspira al reino eterno de Dios.

2. Refutación de las Objeciones Anabaptistas

Algunos grupos, como los anabaptistas, sostienen que los cristianos no deberían involucrarse en asuntos mundanos, como las leyes o los tribunales. Argumentan que los cristianos, al haber muerto en Cristo, deben apartarse de los asuntos del mundo. Sin embargo, el gobierno civil, aunque diferente del espiritual, es necesario para mantener el orden en la sociedad y garantizar la justicia. La perfección completa en la Iglesia no puede reemplazar el papel del gobierno civil, ya que las leyes son necesarias para contener la maldad de los hombres.

3. Utilidad del Orden Civil

El orden civil es tan necesario como el pan, el agua o el aire, y su dignidad es aún mayor. Este no solo regula la convivencia entre los hombres, sino que también garantiza que la idolatría y la blasfemia no se cometan públicamente. El Estado debe velar por el mantenimiento del culto a Dios y la justicia en la sociedad, para que los hombres puedan vivir en paz y armonía.

4. El Estado de los Magistrados

El oficio de magistrado es una vocación legítima y aprobada por Dios. Los que ocupan este cargo son llamados "dioses" en las Escrituras, ya que representan la autoridad de Dios en la tierra. Cristo mismo interpretó que quienes reciben la Palabra de Dios y ejercen autoridad lo hacen en Su nombre. Por tanto, los magistrados deben ser vistos como ministros de la justicia divina y deben actuar con integridad, prudencia y justicia.

5. Autoridad Sometida a Dios y a Cristo

Aunque algunos creen que el Evangelio de Cristo introduce una anarquía en la que no deben existir reyes o gobernantes, las Escrituras muestran que los magistrados deben someterse a la autoridad de Cristo. Isaías predice que los reyes serán protectores de la Iglesia, y Pablo exhorta a orar por los gobernantes para que podamos vivir en paz. Los magistrados no deben actuar en su propio nombre, sino como servidores de la justicia de Dios.

6. Magistrados como Servidores de la Justicia Divina

Los magistrados deben recordar que son servidores de Dios y deben ejercer su oficio con diligencia y rectitud. No deben permitir que la injusticia o la corrupción entren en los tribunales, ya que su deber es ofrecer una imagen de la justicia y la providencia divina. El oficio de magistrado no es profano, sino sagrado, y deben ejercerlo con un sentido de responsabilidad ante Dios.

7. El Ministerio del Magistrado y la Religión Cristiana

Aquellos que rechazan la vocación del magistrado como contraria a la religión cristiana se oponen directamente a Dios. Aunque Jesús dijo a sus discípulos que no se enseñorearan como los reyes de las naciones, esto no significa que los cristianos deban rechazar la autoridad civil. Pablo enseña que toda autoridad viene de Dios, y Pedro manda honrar al rey. La autoridad civil es, por tanto, legítima y debe ser respetada.

8. Formas de Gobierno

Existen tres formas de gobierno: la monarquía, la aristocracia y la democracia. Ninguna es perfecta en sí misma, pero la aristocracia es la más aceptable, ya que permite que varios gobernantes se controlen mutuamente. No obstante, la Escritura muestra que las diversas formas de gobierno son permitidas por Dios, y cada nación debe someterse a la autoridad bajo la cual vive.

9. Deberes de los Gobernantes

El oficio de los gobernantes se extiende a las dos tablas de la Ley. Deben velar por el culto a Dios y por la justicia entre los hombres. Los gobernantes cristianos deben tener una responsabilidad especial en asegurar que la verdadera religión florezca. Las leyes humanas deben basarse en la equidad y el bien común, y no pueden contradecir la Ley de Dios.

10. Legitimidad de la Pena de Muerte

La pena de muerte es legítima cuando se ejerce bajo la autoridad de Dios. Aunque la Ley prohíbe matar, Dios ha dado la espada a los gobernantes para castigar a los malhechores. El castigo de los homicidas no es una obra de maldad, sino una ejecución de la justicia divina.

11. Legitimidad de las Guerras Justas

Los gobernantes tienen la obligación de defender a sus súbditos, incluso por medio de la guerra. Las guerras justas son aquellas que se libran para mantener la paz y la justicia. La Escritura reconoce que algunas guerras son necesarias para corregir la injusticia y defender la ley.

12. Uso Justo de los Impuestos

Los tributos e impuestos son legítimos cuando se usan para el bien común y la majestad del Estado. Los príncipes deben administrar estos recursos con moderación y evitar la avaricia, ya que los impuestos representan el trabajo y el sustento del pueblo.

13. Las Leyes y Su Utilidad

Las leyes son fundamentales para el gobierno civil, pero deben basarse en la equidad y el bien común. La diversidad de leyes en las naciones es aceptable siempre que no se aparten de los principios de justicia y humanidad. Las leyes mosaicas no son aplicables a todas las naciones, pero los principios de justicia y equidad que contienen deben ser la guía para todas las legislaciones.

14. La Equidad en las Leyes

La equidad, que es la justicia natural, debe ser el fundamento de todas las leyes. Aunque las leyes pueden variar según las circunstancias de cada nación, todas deben tener como objetivo el bien común y la justicia. Las leyes que promueven la virtud y castigan el mal son las que se ajustan a los principios divinos.

15. Obediencia a los Gobernantes

Los súbditos deben obedecer a los gobernantes y respetar su autoridad como un don de Dios. Esta obediencia no debe ser fingida, sino sincera, basada en el reconocimiento de que los gobernantes son ministros de Dios para el bien de la sociedad.

16. Resistencia a la Tiranía

Aunque se debe obedecer a los gobernantes, hay límites a esta obediencia. Si un gobernante exige algo que va en contra de la Ley de Dios, los cristianos deben desobedecer. No se debe obedecer a los hombres en contra de los mandamientos de Dios.

17. Conclusión

El poder civil es una institución ordenada por Dios para garantizar la justicia y la paz en la sociedad. Los gobernantes deben ejercer su autoridad con integridad y justicia, y los súbditos deben obedecerlos en todo lo que no contradiga la Ley de Dios. La justicia, la equidad y el bien común son los principios fundamentales que deben guiar tanto a gobernantes como a gobernados.


Conclusión

En resumen, el Libro IV de las Instituciones refleja el compromiso de Calvino con una visión reformada de la Iglesia y la sociedad. Para él, la Iglesia debe ser una comunidad visible y bien organizada, que se adhiera a las enseñanzas bíblicas y administre los sacramentos correctamente. El poder civil, por su parte, es esencial para mantener el orden y la justicia, pero está sujeto a la soberanía de Dios. Calvino aboga por un equilibrio entre el compromiso cristiano con la comunidad eclesial y la sumisión a la autoridad civil, siempre bajo la primacía de la ley divina.

domingo, 13 de octubre de 2024

Juan Calvino - Institución de la Religión Cristiana (Libro III: Participar de la Gracia de Jesucristo) (1536)

 

Escrito por Juan Calvino, es una obra fundamental para entender la visión reformada de la teología cristiana. En este texto, Calvino explora una de las doctrinas centrales de su pensamiento: la salvación por gracia a través de Jesucristo y los efectos transformadores que esta tiene en la vida del creyente. El libro no solo es una exposición teológica, sino también una reflexión pastoral destinada a guiar a los cristianos en su caminar espiritual, mostrando cómo la gracia divina se manifiesta y produce frutos visibles en aquellos que la reciben.


INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA


LIBRO III: DE LA MANERA DEPARTICIPAR DE LA GRACIA DE JESUCRISTO.FRUTOS QUE SE OBTIENEN DE ELLO Y EFECTOS QUE SE SIGUEN

Capítulo primero: Las cosas que acabamos de referir respecto a Cristo nos sirven de provecho por la acción secreta del Espíritu Santo

En este primer capítulo, Juan Calvino se centra en explicar la manera en que los bienes que Cristo recibió del Padre, como Mediador, son transmitidos a los creyentes a través del Espíritu Santo. Según Calvino, aunque Cristo ha logrado la redención para la humanidad, estos beneficios no llegan automáticamente a todos; solo pueden aprovechar a aquellos que están unidos a Él. Esta unión se realiza mediante la acción del Espíritu Santo, quien es responsable de hacer que Cristo habite en los corazones de los creyentes y les comunique sus gracias.

Calvino subraya que, sin la obra del Espíritu Santo, todo lo que Cristo hizo y padeció por la salvación de la humanidad sería ineficaz para nosotros. El Espíritu actúa como un vínculo inseparable entre Cristo y el creyente, sellando en sus corazones los frutos de la redención. Esta intervención es descrita como una acción oculta, un testimonio que confirma en el interior del creyente la obra de Cristo. Es por esta razón que el Espíritu es llamado "Espíritu de adopción", pues es Él quien da testimonio de que los creyentes son aceptados como hijos de Dios y herederos de sus promesas.

Además, Calvino describe cómo Cristo, al recibir la plenitud del Espíritu Santo, se convierte en el Mediador por medio del cual los creyentes acceden a todos los dones espirituales. La abundancia de estos dones se refleja en profecías como la de Joel, donde se anuncia el derramamiento del Espíritu sobre toda carne. A través de esta acción, los creyentes no solo son regenerados, sino que también son santificados, transformados en nuevas criaturas que pueden vivir conforme a la voluntad de Dios.

Finalmente, el capítulo concluye con una reflexión sobre la fe como una obra fundamental del Espíritu Santo. Según Calvino, la fe no es algo que los humanos puedan producir por sí mismos, sino que es un don que el Espíritu implanta en sus corazones. De esta manera, el Espíritu abre los ojos de los creyentes para que puedan comprender y aceptar el evangelio de Cristo, actuando como la clave que les da acceso a los tesoros del reino de Dios.


Capítulo segundo: De la fe. Definición de la misma y exposición de sus propiedades

En este capítulo, Juan Calvino aborda una de las doctrinas centrales del cristianismo: la fe. Para él, una correcta definición de la fe es crucial para comprender cómo los creyentes pueden acceder a los dones que Dios ofrece a través de Jesucristo. Calvino insiste en que la fe no es solo una creencia superficial o una mera aceptación de los relatos bíblicos, como sostenían algunos en su tiempo, sino que debe ser una confianza firme y personal en Cristo como el único camino hacia la salvación.

Calvino comienza recordando los puntos tratados en el libro anterior: la Ley de Dios, los castigos para quienes no la cumplen y la redención que ofrece Jesucristo. Explica que, aunque Cristo ha venido a salvarnos, esa salvación solo se hace efectiva cuando es abrazada con una fe sólida. La fe, por tanto, no es una opinión cualquiera, sino la única manera en que los hijos de Dios entran en posesión del reino celestial.

Calvino también critica las enseñanzas de ciertos teólogos de su tiempo, en especial la idea de una fe "implícita", que no requiere un verdadero conocimiento de la voluntad de Dios. Sostiene que la fe implica un conocimiento claro y explícito de la misericordia divina, no una simple sumisión ciega a las doctrinas de la Iglesia. Según él, la verdadera fe consiste en conocer que Dios es un Padre benévolo que nos reconcilia consigo a través de Cristo, y que este conocimiento debe transformar nuestras vidas.

Además, Calvino introduce el concepto de que la fe no puede ser meramente intelectual. Para que sea verdadera, debe haber un conocimiento afectivo, una confianza que lleve al creyente a entregarse plenamente a Dios. La fe, en este sentido, es un don del Espíritu Santo, quien ilumina el entendimiento y el corazón del creyente para que pueda recibir con certeza la promesa de salvación que Dios le ofrece.

En cuanto a las diversas formas en que se entiende la fe, Calvino menciona varios tipos de fe mencionados en la Escritura, como la fe "temporal" y la fe "histórica". Sin embargo, advierte que estas formas de fe son insuficientes si no llevan a una verdadera comunión con Dios. La verdadera fe, afirma, es la que los elegidos poseen y que les asegura su adopción como hijos de Dios.

Finalmente, el capítulo concluye con una definición precisa de la fe: es un conocimiento firme y cierto de la voluntad de Dios respecto a nosotros, fundado en la promesa gratuita de salvación en Jesucristo, y sellado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.

A lo largo del capítulo, Calvino desglosa su concepción de la fe, que se presenta no solo como una convicción intelectual, sino como un conocimiento firme y seguro que trasciende la comprensión humana. Veamos los puntos clave:

1. La fe es un conocimiento

Calvino subraya que la fe es un tipo de conocimiento, pero no en el sentido corriente, como el que obtenemos al juzgar o evaluar hechos observables. Este conocimiento va más allá de los sentidos humanos, lo que implica que la fe eleva el entendimiento más allá de su propia capacidad. Aquí, San Pablo es citado para reforzar la idea de que la fe se basa en una convicción profunda y no en una aprehensión meramente racional de las cosas divinas. Así, la fe, para Calvino, es más un acto de certeza interna que una comprensión objetiva de lo divino.

2. El conocimiento de la fe es firme y cierto

La certeza es fundamental en la fe. Para Calvino, la fe no se contenta con la duda o la oscuridad, sino que exige una certeza plena, al igual que de las cosas evidentes. La incredulidad es una tendencia natural en los humanos, pero la Palabra de Dios actúa como un remedio para combatir esta inclinación. La autoridad de la Palabra, según Calvino, es clara, pura y constante. Por tanto, la fe auténtica no se tambalea ante las tentaciones ni las pruebas, ya que está firmemente enraizada en la certeza de las promesas divinas.

3. La fe asegura la buena voluntad de Dios hacia nosotros

En este punto, Calvino aborda una de las dudas más comunes: la incertidumbre sobre la misericordia de Dios. Muchos creen en la misericordia divina, pero dudan de que les sea aplicada personalmente. Calvino aclara que la verdadera fe no deja espacio para esa incertidumbre. Al contrario, la fe auténtica se apropia de las promesas de Dios, dándonos seguridad en la salvación y en la bondad divina. Esta seguridad nos permite acudir a Dios con confianza y sin temor.

4. La fe se apropia de las promesas de misericordia y se asegura de la salvación

Para Calvino, la esencia de la fe reside en la aceptación personal de las promesas divinas. No basta con pensar que las promesas de Dios son verdaderas para otros, sino que deben ser apropiadas internamente. Esta apropiación de las promesas genera una paz profunda, que calma la conciencia y nos libera del miedo al juicio divino. Así, la fe es el medio a través del cual el creyente se siente seguro de la salvación y puede estar en paz ante Dios, confiando en su benevolencia.

5. Objeciones a la certeza de la fe: las dudas y las luchas

Calvino anticipa una objeción clave: ¿qué pasa con las dudas que a menudo sienten los fieles? Su respuesta es que la fe no implica una certeza sin desafíos, sino una lucha constante contra la duda. A través de estas luchas, la fe sale victoriosa, reafirmándose incluso en medio de las tentaciones más duras. Aquí cita a David como ejemplo de un fiel que, aunque acosado por dudas, logra siempre levantarse y reafirmar su fe. La fe, según Calvino, se demuestra precisamente en la perseverancia a pesar de las pruebas y vacilaciones.

6. La lucha entre carne y espíritu

Para Calvino, la vida de fe está marcada por una batalla interna entre la carne (la inclinación al pecado) y el espíritu (la parte que busca a Dios). Los creyentes experimentan esta división, sintiendo tanto la alegría de la bondad divina como la angustia por su propia miseria. Esta lucha es una prueba de la imperfección de la fe en esta vida. Sin embargo, Calvino recalca que, aunque la carne siembre dudas y temor, la fe del espíritu prevalece.

7. El crecimiento constante de la fe

Calvino también señala que la fe no es estática, sino que crece y se fortalece con el tiempo. Aunque al principio el conocimiento de Dios puede ser pequeño y rodeado de ignorancia, este conocimiento va aumentando, permitiendo que el creyente vea cada vez más claramente la voluntad de Dios. Incluso un pequeño destello de fe es suficiente para proporcionar una sólida certeza de la misericordia divina, aunque este crecimiento es progresivo y continuo.

8. La fe como don de Dios y obra del Espíritu Santo

Finalmente, Calvino subraya que la fe no es algo que el ser humano pueda generar por sí mismo. Es un don de Dios que se recibe a través del Espíritu Santo, quien ilumina tanto el entendimiento como el corazón. Sin la intervención del Espíritu, el ser humano sería incapaz de alcanzar este tipo de certeza y confianza en Dios. El Espíritu no solo inicia la fe, sino que la fortalece y la confirma en el creyente, asegurando que la promesa divina esté firmemente arraigada en el corazón.

Refutación de la doctrina romana según Calvino

1. El reposo de la fe frente a las perturbaciones del espíritu

Calvino sostiene que la fe trae consigo una paz interior que no puede ser alterada fácilmente por las tribulaciones. Aunque reconoce que incluso los fieles, como David, no siempre mantienen un estado de tranquilidad total, la confianza en la gracia de Dios proporciona una seguridad que permite superar las perturbaciones. Las Escrituras invitan a los creyentes a mantener la calma y la confianza en Dios, como se menciona en Isaías: "En quietud y en confianza será vuestra fortaleza" (Is. 30, 15) y en los Salmos (Sal. 37, 7). Esta confianza lleva al creyente a perseverar, incluso en medio de las dificultades, con paciencia y fe.

2. La seguridad de la fe no es una conjetura moral

Calvino critica a los teólogos de la Sorbona por reducir la certeza de la gracia de Dios a una simple conjetura moral, según la cual uno solo podría suponer que no es indigno de la gracia divina. Según Calvino, la fe no es una mera conjetura, sino una certeza firme basada en la promesa gratuita de Dios. La doctrina que reduce la fe a una suposición moral es profundamente perjudicial, ya que socava la confianza en las promesas de Dios. La fe, para Calvino, es una certeza sólida que no se basa en las obras humanas, sino en la promesa inmutable de la gracia divina.

3. La fe, sellada por el Espíritu Santo, nunca es presuntuosa

La doctrina romana acusa a los reformadores de presunción por afirmar que es posible tener un conocimiento cierto de la voluntad de Dios. Calvino responde que esta acusación es absurda y ofensiva hacia el Espíritu Santo. Si el Espíritu de Dios nos ha sido dado para que sepamos lo que Dios nos ha concedido (1 Cor. 2, 12), no es presuntuoso confiar en esa revelación. De hecho, es un acto de fe en la verdad de Dios. Calvino sostiene que sería un grave sacrilegio dudar de lo que Dios ha revelado y rechazar la certeza que nos proporciona su Espíritu.

Además, Calvino argumenta que la verdadera fe cristiana está guiada por el Espíritu de Dios, y que pretender ser cristiano sin el Espíritu Santo es imposible. Cita a San Pablo, quien afirma que los hijos de Dios son guiados por el Espíritu de Dios (Rom. 8, 14), y señala que el Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rom. 8, 16). Los cristianos no deben temer gloriarse del Espíritu que habita en ellos, ya que sin el Espíritu no hay verdadera fe.

4. La naturaleza perseverante de la verdadera fe

Otra crítica que Calvino aborda es la idea de que, aunque se pueda tener alguna certeza de estar en gracia en el presente, no es posible tener seguridad de la perseverancia futura. Calvino refuta esta idea señalando que la verdadera fe no se limita al presente, sino que trasciende el tiempo y nos asegura la salvación eterna. Cita a San Pablo, quien afirma que nada, ni la vida ni la muerte, puede separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús (Rom. 8, 38-39). Para Calvino, la fe persevera porque está firmemente enraizada en la gracia de Dios, y cualquier duda sobre la perseverancia sería una muestra de ingratitud hacia esa gracia.

5. Relación entre fe, esperanza y amor

Calvino concluye explicando la íntima relación entre la fe, la esperanza y el amor. La fe se apoya en la promesa de Dios, y la esperanza es el resultado natural de esa fe. La fe cree en las promesas de Dios, y la esperanza espera su cumplimiento. Además, el amor nace de la fe, ya que el conocimiento de la bondad de Dios enciende en el corazón del creyente un deseo ferviente de amar a Dios. Los sorbonistas enseñan que la caridad precede a la fe, pero Calvino rechaza esta idea, argumentando que es la fe la que engendra la caridad, no al revés.

La fe, según Calvino, es la base sobre la que se edifica la esperanza. Mientras la fe cree que Dios es veraz y que ha prometido la vida eterna, la esperanza espera pacientemente el cumplimiento de esas promesas. San Pablo afirma que somos salvados por la esperanza (Rom. 8, 24), ya que la esperanza nos permite perseverar en la fe durante las dificultades y las pruebas.

6. La confianza en la misericordia de Dios

Finalmente, Calvino critica a los teólogos que enseñan que confiar únicamente en la misericordia de Dios es presuntuoso. Argumenta que la verdadera esperanza cristiana se basa únicamente en la misericordia divina y no en los méritos de las obras humanas. Los que acusan de presunción a aquellos que confían plenamente en Dios están en realidad contradiciendo la enseñanza bíblica, que nos invita a confiar totalmente en la gracia de Dios.

Capítulo III:
Somos Regenerados por la Fe. Sobre el Arrepentimiento

En este capítulo, Calvino aborda la relación entre la fe y el arrepentimiento, explicando que ambos conceptos están profundamente ligados y son inseparables en la vida del creyente. El arrepentimiento es presentado como un fruto directo de la fe, de tal manera que, al experimentar el perdón de los pecados a través del Evangelio, el pecador siente la necesidad de apartarse del mal y reformar su vida. Este cambio no es superficial, sino una transformación interna que marca el inicio de una nueva vida en comunión con Dios.

Calvino insiste en que el arrepentimiento es consecuencia de la fe. Aunque, aparentemente, los evangelios sugieren que el arrepentimiento precede al anuncio del reino de Dios, el verdadero arrepentimiento nace de la confianza en la gracia divina. No es posible arrepentirse sinceramente sin haber sido tocado por la fe, pues solo cuando uno comprende el perdón que se le ofrece, puede decidir apartarse de sus pecados.

El arrepentimiento es mucho más que una corrección externa de las conductas. Según Calvino, es una conversión completa de vida que implica un cambio profundo en el corazón y en el alma del creyente. Esta transformación incluye un genuino deseo de vivir conforme a la voluntad de Dios y de buscar la justicia. Todo esto proviene de un temor reverente hacia Dios, que impulsa al creyente a alejarse del pecado y a seguir los caminos divinos.

En este contexto, Calvino distingue entre dos tipos de arrepentimiento: el legal y el evangélico. El primero es un simple reconocimiento del pecado impulsado por el miedo al castigo divino, sin una verdadera conversión del corazón. El segundo, en cambio, es el arrepentimiento que surge de la confianza en la misericordia de Dios y que lleva a una auténtica transformación de vida. Este último es el que realmente importa, ya que refleja una fe viva que confía en el perdón divino.

A partir de estas reflexiones, Calvino ofrece una definición reformada del arrepentimiento. Lo describe como una "verdadera conversión de la vida a Dios", que implica la mortificación del "hombre viejo" —es decir, del ser pecaminoso— y la vivificación del "nuevo hombre", lo que se traduce en una renovación constante a lo largo de la vida del creyente. Este proceso no es algo que se logra en un solo momento, sino que es continuo y progresivo.

Los frutos del arrepentimiento son evidentes en la vida diaria de quienes lo practican. Calvino señala que aquellos que se arrepienten de verdad buscan vivir en justicia, misericordia y santidad. Aunque el arrepentimiento comienza con el dolor por el pecado, su objetivo final es una vida que refleje el carácter de Dios y obedezca sus mandamientos.

Calvino también subraya que el arrepentimiento no es un acto único. En lugar de verlo como algo puntual, lo considera un proceso continuo que dura toda la vida del creyente. Los cristianos deben esforzarse día a día en vencer los vicios y pecados que surgen de su naturaleza corrupta. La vida cristiana es, por lo tanto, una lucha constante contra el pecado, y el arrepentimiento es el medio por el cual se renueva esta batalla.

Finalmente, Calvino destaca que el arrepentimiento es un don de Dios. No es algo que los seres humanos puedan lograr por su cuenta, sino que depende completamente de la gracia de Dios, que obra en el creyente a través del Espíritu Santo. Así, el arrepentimiento no solo es necesario, sino que es parte del proceso de santificación que Dios lleva a cabo en los suyos.

Capítulo IV
Cuán Lejos Está de la Pureza del Evangelio Todo lo Que los Teólogos de la Sorbona Discuten del Arrepentimiento. Sobre la Confesión y la Satisfacción.


En este capítulo, Calvino critica las enseñanzas escolásticas sobre el arrepentimiento, afirmando que los teólogos de la Sorbona han confundido y distorsionado el concepto. Según el autor, su enfoque se centra excesivamente en las prácticas externas y corporales, olvidando la verdadera renovación del alma. Las definiciones de arrepentimiento propuestas por estos teólogos, basadas en antiguas sentencias y citas, son superficiales y no capturan la esencia espiritual del arrepentimiento. El autor sostiene que estos teólogos dividen el arrepentimiento en tres partes: contrición, confesión y satisfacción, pero falla en dar importancia al cambio interno.

Además, se critica la práctica de la confesión auricular y la idea de que la absolución depende de la enumeración exhaustiva de pecados, lo cual se considera imposible y dañino para la conciencia. El autor también denuncia la arrogancia de los teólogos al imponer cargas innecesarias a los fieles, alejando la simplicidad del evangelio y la misericordia de Dios.

Juan Calvino critica duramente la doctrina romana de la "satisfacción" dentro del sacramento de la penitencia. Según esta doctrina, para que los pecados sean perdonados, no basta con arrepentirse y cambiar de vida, sino que el penitente también debe realizar actos de satisfacción como ayunos, limosnas, y otras buenas obras para compensar sus faltas y calmar la justicia de Dios. Calvino rechaza esta idea y afirma que el perdón de los pecados es un regalo gratuito de Dios, basado en su misericordia y no en los méritos humanos. Según él, la Biblia enseña que Cristo es la única satisfacción por nuestros pecados, y que cualquier intento de satisfacer a Dios con obras humanas es contrario a las Escrituras.

Calvino también critica la distinción entre los pecados mortales y veniales que establece la Iglesia Católica. Afirma que, según la Biblia, todos los pecados merecen la muerte, pero los pecados de los fieles son perdonados por la misericordia de Dios. El autor sostiene que intentar satisfacer a Dios por los pecados cometidos después del bautismo a través de obras es una doctrina errónea y peligrosa, ya que deja a las conciencias en una constante incertidumbre sobre si se ha hecho lo suficiente para obtener el perdón.

Además, Calvino rechaza la distinción entre la culpa y la pena del pecado. La Iglesia enseña que aunque la culpa del pecado es perdonada, la pena sigue siendo y debe ser pagada por el pecador. Sin embargo, Calvino argumenta que esta distinción no tiene fundamento bíblico, ya que cuando Dios perdona los pecados, también perdona la pena. Cita varios pasajes de las Escrituras para demostrar que Dios promete no recordar ni castigar los pecados que perdona.

Finalmente, Calvino examina la corrección divina, distinguiendo entre el juicio de corrección y el juicio de venganza. Dios castiga a sus hijos no para castigarlos como a los impíos, sino para corregirlos y guiarlos hacia una vida mejor. Este castigo, aunque doloroso, es una expresión del amor de Dios y tiene como propósito final la santificación, no la condena. Así, Calvino reitera que el perdón de los pecados no se obtiene a través de las obras de satisfacción, sino únicamente a través de la fe en Jesucristo, quien es el único que puede satisfacer plenamente la justicia divina.


Capítulo V: Suplementos que añaden los papistas a la satisfacción; a saber, las indulgencias y el purgatorio

Juan Calvino critica dos conceptos clave del catolicismo romano: las indulgencias y el purgatorio. Comienza describiendo cómo las indulgencias surgieron de la doctrina de la satisfacción, que exige que los pecadores compensen sus pecados mediante actos específicos. Según los católicos, las indulgencias permiten a los creyentes reducir la cantidad de sufrimiento en el purgatorio, al aprovechar el "tesoro" de los méritos de Cristo y los mártires. Calvino condena esta práctica, argumentando que es un sacrilegio que menosprecia la suficiencia de la sangre de Cristo, al sugerir que los méritos de los mártires pueden complementar el sacrificio de Jesús. Cita a figuras como León I y Agustín para reforzar su posición, demostrando que estos padres de la Iglesia también rechazan la idea de que los mártires tengan un papel en la expiación de los pecados.

Calvino continúa refutando la base teológica de las indulgencias, explicando que la doctrina es una perversión de las enseñanzas bíblicas. Afirma que Cristo es el único que puede ofrecer perdón y reconciliación, y que las indulgencias desvían a los creyentes de esta verdad. El texto también menciona cómo las indulgencias, aunque fueron veneradas durante mucho tiempo, comenzaron a perder credibilidad a medida que la gente se dio cuenta de los abusos que las acompañaban.

En cuanto al purgatorio, Calvino lo considera una invención humana, sin fundamento en las Escrituras, diseñada para explotar la fe de los fieles y generar ganancias para la Iglesia. Refuta los pasajes bíblicos comúnmente utilizados para justificar el purgatorio, como Mateo 5:25-26, Mateo 12:32, Filipenses 2:10 y 1 Corintios 3:12-15, interpretándolos en contextos diferentes y mostrando que no apoyan la doctrina del purgatorio.

Calvino finaliza afirmando que, a pesar de su antigüedad, las oraciones por los muertos y la creencia en el purgatorio no tienen base bíblica. Rechaza estas prácticas como supersticiones que surgieron más por influencias paganas y afectos humanos que por mandato divino.


Capítulo VI: Sobre la vida del cristiano. Argumentos de la escritura que nos exhortan a ella

Argumentos de la Escritura que nos Exhortan a Ella

En este capítulo del Tratado de la vida cristiana, Juan Calvino aborda la importancia de conformar la vida del cristiano a los principios de justicia y santidad establecidos por las Escrituras. Calvino parte de la premisa de que la regeneración —el proceso mediante el cual los creyentes son transformados y adoptados como hijos de Dios— tiene como fin que la vida de los fieles refleje la justicia de Dios. Esta justicia no solo debe ser algo externo, sino un reflejo auténtico de la restauración de la imagen de Dios en los creyentes.

La Necesidad de Instrucción para la Vida Cristiana

Calvino reconoce que, aunque la Ley de Dios contiene todo lo necesario para guiar a los fieles hacia una vida nueva, conforme a la voluntad divina, la debilidad y lentitud de la naturaleza humana requieren constantes exhortaciones y estímulos. Para ayudar en este proceso, Calvino propone un método para que los cristianos regulen su vida de manera adecuada, basándose en las enseñanzas de las Escrituras. Aunque él mismo es consciente de la vastedad del tema —una vida cristiana bien vivida podría llenar volúmenes— se limita a ofrecer un orden práctico que permita a los creyentes dirigirse hacia el objetivo de vivir de acuerdo con la voluntad de Dios.

Calvino subraya que no pretende profundizar en cada virtud individualmente, como lo hicieron otros autores, sino que busca ofrecer una guía general que permita al cristiano reducir todas sus acciones a una regla fundamental que asegure una vida recta. Así, la enseñanza sobre la vida cristiana no es una acumulación de virtudes aisladas, sino un esfuerzo por conformar toda la vida a un principio unificador: la obediencia y la santidad en relación con Dios.

El Orden de la Escritura y el Amor a la Justicia

El capítulo se organiza en dos puntos principales. El primero es que las Escrituras imprimen en el corazón de los creyentes el amor por la justicia, un amor que no es natural para el ser humano. Para Calvino, la justicia no es solo un ideal abstracto, sino una demanda concreta que las Escrituras inculcan en los fieles. Dado que nuestra naturaleza está inclinada hacia el pecado y la corrupción, necesitamos que la Palabra de Dios nos oriente y nos impulse hacia la justicia.

El segundo punto es que las Escrituras proporcionan una regla segura que evita que los creyentes se desvíen o vaguen erráticamente en su búsqueda de justicia. Calvino muestra que la Palabra de Dios no es solo un conjunto de mandamientos abstractos, sino una guía práctica que debe formar el eje central de la vida cristiana. La relación entre Dios y los creyentes se basa en una santidad mutua: Dios, siendo santo, exige que sus hijos se esfuercen por vivir en santidad. De este modo, la Escritura nos advierte constantemente de la necesidad de la santificación, pues sin ella es imposible mantener una relación con Dios.

La Santidad como Fin de la Vocación Cristiana

Calvino cita múltiples pasajes de las Escrituras para mostrar que la santidad es el objetivo final de nuestra vocación cristiana. Para ilustrar esto, recuerda el llamado a ser santos porque Dios es santo (Levítico 19:1-2; 1 Pedro 1:16). Este llamado a la santidad no significa que los cristianos se acerquen a Dios por sus propios méritos, sino que Dios, al acercarnos a Él, derrama su santidad sobre nosotros, permitiéndonos seguirle y conformarnos a su imagen.

La santidad, entonces, no es una opción, sino una obligación para quienes han sido adoptados por Dios. La adopción divina no tiene sentido si los creyentes desean continuar viviendo en el pecado y la inmundicia del mundo. Calvino señala que quienes desean habitar en la ciudad santa de Dios, es decir, en la Jerusalén celestial, deben vivir una vida de integridad y pureza, ya que el santuario de Dios no puede ser profanado por el pecado.

La Redención en Cristo como Modelo de Vida

Además de enfatizar la santidad, Calvino introduce la idea de que Cristo es el modelo que los cristianos deben seguir. En la redención ofrecida por Cristo, Dios no solo reconcilia al ser humano consigo, sino que también ofrece en Cristo una imagen perfecta de lo que significa vivir conforme a la voluntad divina. La vida de Cristo se convierte así en el paradigma de vida para los creyentes, quienes deben esforzarse por reproducir su justicia y obediencia.

Calvino es tajante al afirmar que aquellos que creen que los filósofos han tratado mejor la moralidad que la Escritura están equivocados. Aunque los filósofos antiguos podían hablar de vivir conforme a la naturaleza, Calvino sostiene que las exhortaciones bíblicas son más profundas y fundamentadas. La Escritura, en lugar de limitarse a una apelación a la naturaleza humana, nos llama a ordenar toda nuestra vida en referencia a Dios, quien es su autor y origen. Además, la Escritura nos recuerda que hemos sido restaurados a la gracia divina mediante Cristo, lo que refuerza la obligación de seguir su ejemplo.

Advertencia a los Falsos Cristianos

En este contexto, Calvino advierte a aquellos que llevan solo el nombre de cristianos sin reflejar un cambio real en su vida. El cristianismo, argumenta, no es simplemente una doctrina de palabras, sino una doctrina de vida. El verdadero conocimiento del Evangelio no puede limitarse a la mente o la memoria, como una mera ciencia teórica; debe transformar profundamente el corazón y las acciones del creyente.

El Evangelio, según Calvino, es una enseñanza viva que debe penetrar hasta lo más íntimo del corazón y transformar completamente la vida del cristiano. Aquellos que se llaman a sí mismos cristianos, pero no viven conforme a los principios del Evangelio, no solo se engañan a sí mismos, sino que son una afrenta a Dios. Calvino, además, destaca que los filósofos antiguos rechazaban a los sofistas que reducían la filosofía a meras palabras vacías; de igual modo, la Iglesia debe rechazar a aquellos que se conforman con una apariencia de fe sin vivir de acuerdo con el Evangelio.

El Camino hacia la Perfección Cristiana

Calvino concluye el capítulo subrayando que, aunque no se espera que los cristianos alcancen una perfección absoluta en esta vida, sí deben esforzarse por avanzar continuamente hacia ese objetivo. No se trata de exigir una perfección severa que excluya a todos los creyentes por sus defectos, sino de reconocer que la vida cristiana es un proceso constante de mejora y crecimiento en la justicia.

Calvino anima a los cristianos a no desanimarse por sus fracasos, sino a esforzarse por mejorar cada día, aunque sea en pequeños pasos. La perfección total se alcanzará solo cuando los creyentes, libres de las limitaciones de la carne, sean admitidos en la plena compañía de Dios.


Capítulo VII: La Suma de la Vida Cristiana: La Renuncia a Nosotros Mismos

En este capítulo, Juan Calvino explora uno de los pilares fundamentales de la vida cristiana: la renuncia a uno mismo, lo cual considera esencial para una correcta relación con Dios y con los demás. Para Calvino, la verdadera vida cristiana comienza cuando el creyente deja de vivir para sí mismo y se somete por completo a la voluntad de Dios, dejando atrás sus propios deseos y razonamientos. Esta renuncia es central tanto para la relación con Dios como para la relación con el prójimo.

La Doble Regla de la Vida Cristiana: No Somos Nuestros, Somos del Señor

El primer principio de la vida cristiana, según Calvino, es reconocer que los creyentes no se pertenecen a sí mismos, sino que son propiedad de Dios. Este concepto se fundamenta en Romanos 12:1, donde los cristianos son llamados a ofrecerse como "sacrificio vivo, santo y agradable" a Dios, lo cual constituye el verdadero culto. Este pasaje indica que la vida cristiana implica consagrarse por completo a Dios en todos los aspectos: pensamientos, palabras y acciones deben orientarse exclusivamente a su gloria.

Calvino insiste en que, si los cristianos no son dueños de sí mismos, no deben dejar que su razón o voluntad determinen sus decisiones. En lugar de buscar lo que conviene a la carne o lo que satisface sus propios deseos, deben olvidar sus intereses personales y vivir completamente para Dios. Este principio es esencial para alcanzar la verdadera vida cristiana. La autodirección y la autosatisfacción, para Calvino, son las mayores fuentes de ruina para la humanidad. El único remedio para esto es ceder el control al Señor y dejar que Él guíe nuestras decisiones y acciones.

El Servicio a Dios y la Transformación de la Mente

Calvino señala que el primer paso para servir verdaderamente a Dios es apartarse de uno mismo, negarse y someter el entendimiento al Espíritu Santo. La razón humana, aunque importante, debe ceder al gobierno divino. Esta es la transformación que Pablo llama "renovación de la mente" (Efesios 4:23), y es algo que la filosofía secular no alcanza a comprender. Los filósofos antiguos, según Calvino, confiaban en la razón para guiar al ser humano, pero la verdadera sabiduría cristiana enseña que es necesario dejar que Cristo viva y reine en el creyente (Gálatas 2:20).

Este acto de someterse al Espíritu Santo implica buscar siempre la voluntad y la gloria de Dios, no la propia. El cristiano debe olvidarse de sí mismo y consagrarse completamente a Dios. Para Calvino, esto significa no solo rechazar los deseos mundanos como la avaricia, la ambición y la búsqueda de gloria, sino también desarraigar esos deseos profundamente arraigados en el corazón.

La Renuncia a los Deseos Mundanos y la Vida Sobria, Justa y Piadosa

Calvino menciona que San Pablo describe cómo regular la vida cristiana en Tito 2:11-14, exhortando a los creyentes a renunciar a la impiedad y los deseos mundanos. Para Calvino, esta renuncia es necesaria para vivir sobria, justa y piadosamente en este mundo. La sobriedad implica una vida moderada y castidad en el uso de los bienes materiales, mientras que la justicia se refiere a dar a cada persona lo que le corresponde. La piedad, por su parte, es la virtud que une al cristiano con Dios, purificándolo del mundo.

Estas virtudes constituyen la perfección de la vida cristiana. Sin embargo, Calvino reconoce que es extremadamente difícil negar los propios deseos carnales y dedicarse completamente al servicio de Dios y del prójimo. Para superar este desafío, San Pablo nos recuerda la esperanza de la inmortalidad y la salvación en Cristo. Esta esperanza es la que debe guiar al cristiano en su vida diaria, disipando los engaños del mundo y enfocando su mirada en la gloria celestial.

La Renuncia a Nosotros Mismos en Relación con los Demás: Humildad y Perdón

La renuncia a uno mismo, según Calvino, no se limita a la relación con Dios, sino que también se extiende a la relación con los demás. Los cristianos deben honrar a los demás y tenerlos en mayor estima que a sí mismos. Este mandamiento, enseñado en Romanos 12:10 y Filipenses 2:3, exige una transformación radical de la mente y el corazón, ya que la naturaleza humana tiende a ensalzarse por encima de los demás.

Calvino observa que el orgullo y el amor propio son las mayores barreras para esta humildad. Cuando Dios nos bendice con dones o talentos, tendemos a atribuirnos el mérito, ignorando que todo lo que poseemos es un regalo de Dios. De igual manera, cuando vemos faltas en los demás, tendemos a juzgar duramente, mientras minimizamos o justificamos nuestras propias faltas. La verdadera humildad, por tanto, requiere que los cristianos reconozcan sus propios defectos y valoren los dones de los demás como bendiciones divinas.

El Servicio al Prójimo: Amor y Caridad Mutua

Para Calvino, una verdadera vida cristiana implica buscar el bienestar del prójimo antes que el propio. El amor cristiano, según 1 Corintios 13:4-7, es paciente, benigno, no envidioso ni egoísta. Este amor solo puede surgir cuando el cristiano ha renunciado a sí mismo, consagrándose al servicio de los demás. Los bienes y talentos que Dios ha dado a cada cristiano no son solo para su propio beneficio, sino para el bien común de la Iglesia.

Calvino va más allá al afirmar que la ayuda y el servicio al prójimo no deben limitarse solo a los miembros de la familia de la fe, sino que deben extenderse a todos, incluso a los enemigos. Aunque muchos no merecen ayuda según sus méritos, el cristiano debe ver en ellos la imagen de Dios y actuar en consecuencia. Este es el mandato divino de amar a los enemigos y devolver bien por mal, que solo puede cumplirse cuando el cristiano ve en los demás la dignidad otorgada por Dios.

La Paciencia y la Sometimiento a la Voluntad de Dios

Calvino también subraya que la renuncia a uno mismo implica someterse completamente a la voluntad de Dios en todas las circunstancias de la vida, incluyendo las adversidades. El cristiano debe estar dispuesto a aceptar las pruebas y dificultades como parte del plan divino, confiando en que todo lo que ocurre es para su bien espiritual. Calvino anima a los creyentes a ver las dificultades como actos de amor paternal de Dios, y no como castigos injustos.

La verdadera paciencia, según Calvino, se manifiesta cuando el cristiano es capaz de aceptar tanto la pobreza como la enfermedad, las pérdidas o las calamidades, confiando siempre en la providencia de Dios. A diferencia de los paganos, que atribuían las desgracias a la fortuna ciega, el cristiano debe ver la mano justa de Dios en todas las cosas y aceptar su voluntad con paz y humildad.

La Certeza en la Bendición de Dios y la Moderación de los Deseos

Finalmente, Calvino concluye afirmando que la confianza en la bendición de Dios debe moderar todos los deseos del cristiano. Aquellos que creen que la prosperidad solo viene de la mano de Dios no buscarán riquezas ni honores a través de medios ilícitos o egoístas. Incluso cuando las cosas no salen como se espera, el cristiano debe recordar que todo lo que ocurre es parte del plan divino para su salvación.




Capítulo VIII: Sufrir Pacientemente la Cruz es una Parte de la Negación de Nosotros Mismos

En el capítulo VIII, Juan Calvino se enfoca en el sufrimiento, específicamente en la cruz que todo cristiano debe llevar, y cómo esta es una parte fundamental de la negación de uno mismo. Calvino enseña que llevar la cruz no es opcional, sino que es una necesidad en la vida cristiana, un medio por el cual Dios moldea a sus hijos y los hace semejantes a Cristo.

La Necesidad de la Cruz: Unión con el Señor en el Sufrimiento

Calvino comienza destacando que todo cristiano está llamado a llevar su cruz, como lo enseña Cristo en Mateo 16:24. Para los que han sido adoptados como hijos de Dios, la vida no es fácil, sino que está llena de pruebas y tribulaciones. Estas dificultades no son accidentales ni castigos sin propósito; más bien, son el medio a través del cual Dios prueba y fortalece a sus hijos. Jesús, el Hijo amado de Dios, también soportó una vida llena de sufrimiento, lo que demuestra que el sufrimiento no está reservado solo para los pecadores, sino que es parte del proceso de formación espiritual incluso para los más justos.

El sufrimiento, por lo tanto, no es un fin en sí mismo, sino un medio para conformarnos a Cristo. A través de las tribulaciones, el creyente participa en la cruz de Cristo, recordando que el camino hacia la gloria eterna pasa por las dificultades de este mundo. Calvino cita Romanos 8:29 y Filipenses 3:10, donde el Apóstol Pablo enseña que ser semejantes a Cristo en su sufrimiento también implica ser partícipes de su resurrección y gloria.

La Cruz nos Sitúa en la Gracia de Dios

Calvino profundiza en la idea de que el sufrimiento tiene un propósito correctivo y formativo en la vida del cristiano. Mientras que Cristo llevó su cruz para demostrar su obediencia al Padre, los cristianos necesitan el sufrimiento por varias razones. La principal de ellas es contrarrestar nuestra tendencia natural a la autosuficiencia y al orgullo. Cuando la vida es fácil, tendemos a confiar en nuestras propias fuerzas y a olvidar nuestra dependencia de la gracia de Dios.

Dios utiliza el sufrimiento para mostrarnos nuestra debilidad y hacernos más humildes. A través de la pobreza, la enfermedad, la pérdida de seres queridos y otras pruebas, Dios nos recuerda que somos frágiles y que nuestra fuerza proviene únicamente de Él. Incluso los más santos, señala Calvino, se benefician de este proceso, ya que, aunque reconozcan que dependen de la gracia de Dios, a menudo confían demasiado en sus propias habilidades si no son probados. El sufrimiento, por lo tanto, es un medio por el cual Dios nos lleva a una comprensión más profunda de nuestra debilidad y de su poder.

La Cruz Genera Humildad y Esperanza

Calvino también destaca que el sufrimiento produce frutos espirituales como la paciencia, la humildad y la esperanza. En Romanos 5:3-4, Pablo enseña que las tribulaciones producen paciencia, y la paciencia produce carácter probado. Esta prueba de carácter es una confirmación de que Dios está cumpliendo sus promesas en nuestra vida. A través de las dificultades, aprendemos a confiar en la fidelidad de Dios y, al ver cómo Él nos sostiene en medio del sufrimiento, nuestra esperanza en sus promesas futuras se fortalece.

El sufrimiento, por tanto, destruye la falsa confianza en la carne y nos lleva a depender completamente de Dios. Esta dependencia genera esperanza, porque al ver que Dios nos sostiene en medio de nuestras pruebas actuales, confiamos más firmemente en su promesa de vida eterna y salvación.

La Cruz nos Enseña Obediencia y Paciencia

Calvino explica que Dios utiliza el sufrimiento no solo para humillarnos, sino también para enseñarnos obediencia. Así como Abraham fue probado cuando Dios le pidió que sacrificara a su hijo Isaac (Génesis 22:1-12), el sufrimiento nos ofrece oportunidades para demostrar nuestra fidelidad y obediencia a Dios. Calvino enfatiza que esta obediencia no surge de nuestras propias fuerzas, sino que es un don que Dios nos da. Sin embargo, es necesario que este don sea ejercitado a través de pruebas, para que se haga evidente tanto a nosotros mismos como a los demás.

La cruz, por lo tanto, es un remedio necesario para mantener nuestra carne bajo control. Si no experimentáramos dificultades, nuestra naturaleza pecaminosa se rebelaría y buscaría liberarse del yugo de Dios. Al igual que un caballo indómito necesita ser domado, nuestra carne necesita ser disciplinada a través del sufrimiento, para que no se vuelva insolente ni se aparte de los caminos de Dios.

La Cruz Como Remedio Contra la Intemperancia de la Carne

Calvino utiliza la imagen de un caballo indómito para describir cómo nuestra naturaleza se descontrola cuando no es sujeta a la disciplina de la cruz. Cuando somos bendecidos con abundancia, salud y comodidades, nuestra carne se vuelve arrogante y resistente al control de Dios. Por esta razón, Dios permite que el sufrimiento entre en nuestras vidas para corregirnos y mantenernos obedientes. Cada persona, dice Calvino, recibe el tipo de cruz que mejor corresponde a su condición espiritual. Algunos requieren pruebas más severas, mientras que otros necesitan solo correcciones leves, pero todos deben ser corregidos de alguna manera, ya que todos están afectados por el pecado.

La Cruz Corrige y Nos Mantiene en la Obediencia

Además de prevenir la arrogancia, el sufrimiento también tiene un propósito correctivo. Cuando enfrentamos aflicciones, debemos reflexionar sobre nuestra vida y ver en ellas una corrección paternal de Dios. Aunque no siempre podemos identificar un pecado específico que justifique nuestro sufrimiento, la Escritura nos enseña que "somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo" (1 Corintios 11:32). Esta corrección es una señal de que Dios nos trata como hijos, mostrándonos su amor al disciplinarnos para que no nos perdamos.

La Cruz Como Consuelo en la Persecución por la Justicia

Calvino destaca el consuelo que proviene de sufrir por la justicia. Cuando los cristianos son perseguidos, no deben ver esto como una desgracia, sino como una bendición. Jesús mismo declaró bienaventurados a los que sufren persecución por causa de la justicia (Mateo 5:10). Este sufrimiento, aunque doloroso en lo temporal, es una señal del favor de Dios, quien recompensa a sus fieles no con riquezas terrenales, sino con bendiciones eternas.

Calvino anima a los creyentes a recordar que la pobreza, el destierro, la cárcel y la muerte, aunque parezcan terribles a los ojos humanos, son instrumentos que Dios utiliza para nuestro bien espiritual. Incluso la muerte, el castigo más temido, es en realidad la puerta hacia la vida eterna.

La Consolación Espiritual Supera Toda Tristeza y Dolor

La Escritura, dice Calvino, nos consuela en nuestras aflicciones, recordándonos que Dios está presente incluso en los momentos más oscuros. Aunque el sufrimiento es real y produce tristeza y dolor, el consuelo espiritual que proviene de la confianza en Dios es suficiente para superar cualquier angustia. Esta lucha entre el dolor natural y el consuelo divino es una parte esencial del camino cristiano.

La Paciencia Cristiana Frente a la Cruz

Calvino aclara que la paciencia cristiana no es una insensibilidad estoica. Los cristianos no están llamados a suprimir sus emociones o a no sentir dolor ante las adversidades. En lugar de eso, la paciencia cristiana implica sentir el dolor y la tristeza, pero al mismo tiempo confiar en que Dios tiene un propósito en todo. Esta confianza en la voluntad de Dios permite al creyente enfrentar el sufrimiento con una disposición interior de paz y alegría espiritual, incluso en medio del dolor.

Diferencia Entre la Paciencia Cristiana y la Paciencia de los Filósofos

Finalmente, Calvino distingue entre la paciencia cristiana y la paciencia enseñada por los filósofos antiguos. Mientras que los filósofos veían el sufrimiento como algo inevitable y creían que la mejor respuesta era la resignación, los cristianos ven el sufrimiento como parte del plan justo y amoroso de Dios para su salvación. La paciencia cristiana no se basa en la necesidad o en el fatalismo, sino en la confianza en que Dios obra todas las cosas para nuestro bien.



Capítulo IX: La Meditación de la Vida Futura

En el capítulo IX, Juan Calvino trata sobre la importancia de que los cristianos mediten en la vida futura, como una forma de desapegarse de los encantos engañosos de la vida terrenal. A través de la cruz, Dios instruye a los creyentes para que menosprecien este mundo, con el fin de dirigir su mirada hacia la vida eterna que les espera.

El Señor Nos Convence de la Vanidad de la Vida Presente

Calvino inicia destacando que, debido a nuestra inclinación natural hacia el amor desordenado de esta vida, Dios, a través de diversas tribulaciones, nos enseña a menospreciar este mundo. A pesar de que todos los hombres desean ser considerados como personas que anhelan la vida eterna, la mayoría se apega ciegamente a las riquezas, honores y placeres de esta vida. El Señor utiliza las pruebas y aflicciones para mostrarnos la vanidad de estos bienes, permitiendo que experimentemos pérdidas y dificultades como enfermedades, pobreza y relaciones difíciles. Al enfrentarnos a estas pruebas, comprendemos que la vida en la tierra está llena de inestabilidad y sufrimiento, y nos impulsa a mirar hacia la vida futura.

El propósito de la cruz es recordarnos que no debemos esperar una paz duradera en este mundo, ya que los bienes materiales son transitorios. En lugar de apegarnos a ellos, debemos levantar los ojos hacia el cielo, donde encontraremos la verdadera victoria y la corona de la vida eterna.

El Señor Nos Hace Llevar la Cruz Para Que No Amemos Demasiado Esta Tierra

Calvino explica que, si no llevamos la cruz, corremos el riesgo de amar este mundo en exceso. La vida terrenal está llena de halagos y placeres que nos seducen, y es precisamente por eso que Dios, en su sabiduría, nos aparta de ellos para evitar que quedemos atrapados por sus encantos. Si todo fuera según nuestros deseos, no veríamos la miseria que realmente caracteriza a esta vida. A pesar de que la brevedad y fragilidad de la vida humana es un conocimiento común, raramente reflexionamos sobre ello. Incluso al presenciar la muerte de otros, rápidamente olvidamos nuestra propia mortalidad y seguimos actuando como si fuéramos inmortales.

Dado que el hombre tiende a ignorar la realidad de su mortalidad, Dios utiliza las pruebas para despertar nuestra conciencia y hacernos ver cuán miserables son las condiciones de esta vida. Así, los fieles son llamados a menospreciar el mundo y a concentrarse en la meditación de la vida futura.

No Debemos Aborrecer Esta Vida, Que Es Una Muestra de la Bondad de Dios

Calvino aclara que, aunque los cristianos deben menospreciar esta vida en comparación con la eternidad, no deben odiarla ni ser ingratos con Dios. La vida terrenal, a pesar de sus miserias, es un don de Dios y debe ser considerada una bendición. Los fieles deben reconocer que esta vida es una muestra de la bondad de Dios, ya que es un tiempo de preparación para la gloria celestial. Aunque las pruebas terrenales nos enseñan a anhelar el cielo, también debemos dar gracias a Dios por los beneficios diarios que recibimos en esta vida.

Dios, antes de revelarnos completamente la gloria eterna, nos muestra su paternidad a través de las bendiciones terrenales. Estos beneficios, aunque transitorios, son una señal de la bondad divina y nos preparan para desear los dones eternos con mayor fervor.

Lo Que Quitamos a la Estima de la Vida Presente Lo Transferimos al Deseo de la Vida Celestial

A medida que los cristianos aprenden a desapegarse de los placeres de la vida presente, este desapego debe transformarse en un creciente deseo por la vida futura y celestial. Calvino recuerda que los antiguos filósofos, aunque sin la luz de la fe cristiana, llegaron a la conclusión de que la vida terrenal está llena de miseria. Sin embargo, al carecer de la esperanza de la resurrección, sus reflexiones solo los conducían a la desesperación.

Para los fieles, por el contrario, la consideración de las miserias de esta vida debe llevarlos a anhelar la vida eterna con alegría y diligencia. Comparando esta vida con la celestial, es fácil ver que la tierra no es más que un lugar de exilio, mientras que el cielo es nuestra verdadera patria. La vida terrenal es solo un estado transitorio, una prisión que nos mantiene alejados de la presencia plena de Dios.

Calvino insta a los cristianos a estar dispuestos a vivir el tiempo que Dios les conceda, pero siempre con un profundo deseo de ser liberados de la servidumbre del pecado y la corrupción de este cuerpo mortal. Debemos vivir con un hastío de esta vida, no en un sentido de impaciencia, sino con la expectativa de ser llamados por Dios a una vida de gloria.

El Cristiano No Debe Temer la Muerte, Sino Desear la Resurrección y la Gloria

Uno de los puntos clave de este capítulo es la manera en que los cristianos deben ver la muerte. Para Calvino, es monstruoso que los cristianos teman la muerte, ya que esta es la puerta a la vida eterna. Aunque el sentimiento natural del hombre es temer la muerte, los cristianos están llamados a superarlo, viendo la muerte no como el fin, sino como una liberación de las miserias terrenales y la entrada a la gloria celestial. Al considerar que la muerte destruye un cuerpo corruptible para restaurarlo en una gloria inmortal, los cristianos deben anhelar este momento.

Calvino utiliza las palabras del apóstol Pablo, quien enseñó que los cristianos deben ir a la muerte con alegría, no porque deseen ser desnudados de su cuerpo, sino porque esperan ser revestidos de la inmortalidad (2 Cor. 5,4). Así como toda la creación espera su liberación, los cristianos deben dirigir su mirada hacia el día en que serán libres de la corrupción de este mundo.

Apartemos Nuestra Mirada de las Cosas Visibles, Para Dirigirla a las Invisibles

Finalmente, Calvino concluye que los cristianos no deben enfocarse en las riquezas y placeres visibles del mundo, sino en las realidades invisibles de la vida eterna. Incluso cuando los fieles son perseguidos o sufren afrentas, pueden consolarse con la promesa de que Dios los recibirá en su reino y enjugará todas sus lágrimas. En contraste, los impíos que parecen prosperar en este mundo serán juzgados y castigados.

El consuelo de los cristianos reside en la promesa de la resurrección y la gloria eterna. Sin esta esperanza, dice Calvino, los creyentes caerían en la desesperación, al ver la prosperidad de los malvados y las dificultades de los justos. Solo mirando hacia la cruz de Cristo y su victoria sobre el pecado y la muerte, los cristianos pueden encontrar fuerzas para soportar las tribulaciones de esta vida.


Capítulo X: Cómo Hay Que Usar de la Vida Presente y de Sus Medios

En este capítulo, Calvino reflexiona sobre el uso adecuado de los bienes terrenales y cómo los cristianos deben abordar la vida presente. Él advierte sobre los extremos, tanto la austeridad excesiva como la intemperancia, y establece principios para regular el uso de los dones de Dios de manera que sirvan para nuestro beneficio espiritual.

La Necesidad de una Doctrina Acerca del Uso de los Bienes Terrenales

Calvino comienza señalando que el uso de los bienes materiales es necesario para vivir, pero es crucial establecer una medida para utilizarlos con una conciencia pura. La vida presente, dice, es una peregrinación hacia el reino de los cielos, y los bienes terrenales deben servirnos para avanzar en este camino, no para obstaculizarnos. La clave es utilizarlos de manera moderada, reconociendo que son medios que Dios nos ha dado para sustentar nuestra vida.

Hay, según Calvino, dos extremos que deben evitarse: por un lado, aquellos que, al ver los peligros de la intemperancia, se inclinan hacia una austeridad extrema, permitiendo solo el uso de lo estrictamente necesario; y por otro, aquellos que, bajo el pretexto de libertad, se entregan a los placeres sin restricción alguna. Ambos enfoques son equivocados, y es necesario establecer un punto medio que nos permita disfrutar de los bienes de Dios sin caer en el abuso de ellos.

Usar los Dones de Dios Conforme a Su Propósito

El primer principio que Calvino destaca es que los bienes de Dios deben usarse de acuerdo con el propósito para el cual fueron creados. Los alimentos no solo están destinados a la supervivencia, sino también al placer moderado; los vestidos no son solo para cubrirnos, sino para añadir decoro. De la misma manera, las plantas, los árboles y las flores no solo tienen una utilidad práctica, sino que también ofrecen belleza y fragancia. Todo esto muestra que Dios ha dado a las cosas terrenales tanto una función práctica como estética, y podemos disfrutar de ellas de manera legítima siempre que mantengamos el orden y la moderación.

Calvino critica la filosofía inhumana que limita el uso de las criaturas de Dios solo a lo estrictamente necesario, privando al hombre del legítimo disfrute de los dones divinos. Dios nos ha dado todas estas cosas no solo para cubrir nuestras necesidades, sino para que también podamos alegrarnos con ellas.

Cuatro Reglas Simples

Calvino establece cuatro reglas fundamentales para regular el uso de los bienes materiales:

  1. Reconocer a Dios como el dador de todos los bienes: La primera regla es que debemos dar gracias a Dios por todo lo que tenemos y recordar que Él es el creador de estos bienes. No debemos abusar de los dones de Dios, ya que esto corrompería nuestro entendimiento y nos haría insensibles a las bendiciones espirituales.

  2. Evitar la intemperancia y la ostentación: Debemos evitar todo exceso y uso desmedido de los bienes terrenales, ya que el exceso en el vestir, la comida o cualquier otra cosa exterior puede alejarnos de la verdadera virtud y de la contemplación de la vida celestial.

  3. Soportar la pobreza con paciencia y moderación: Calvino resalta la importancia de que aquellos que tienen pocos recursos deben aprender a vivir en paz y contentamiento, sin envidia ni queja. La pobreza, cuando se sobrelleva con paciencia, es una oportunidad para crecer en virtud, y aquellos que no pueden soportarla, difícilmente podrán usar con moderación la abundancia si alguna vez la alcanzan.

  4. Ser buenos administradores de los bienes de Dios: Finalmente, Calvino recuerda que somos administradores de los bienes que Dios nos ha confiado, y que algún día tendremos que rendir cuentas de cómo los hemos usado. Debemos evitar la arrogancia, la ostentación y la vanidad, y utilizar nuestros recursos con sobriedad y caridad, conscientes de que todo lo que tenemos pertenece a Dios y debe ser utilizado para Su gloria.

La Importancia de Seguir Nuestra Vocación

Un principio clave para el uso adecuado de los bienes terrenales es vivir de acuerdo con la vocación que Dios nos ha dado. Dios ha asignado a cada uno de nosotros una vocación específica, y debemos vivir conforme a ella, sin exceder los límites que nos ha impuesto. Este principio de vocación da dirección y propósito a nuestras vidas, y garantiza que cada uno de nuestros actos, por humildes que sean, sean agradables a Dios si se realizan dentro del marco de nuestra vocación.

Calvino concluye que la vocación no solo da un sentido de dirección a nuestras vidas, sino que también nos consuela en medio de las dificultades. Saber que estamos siguiendo el camino que Dios ha trazado para nosotros nos da fortaleza para soportar las pruebas y dificultades, y nos asegura que nuestras obras, aunque pequeñas o insignificantes a los ojos del mundo, son preciosas a los ojos de Dios.


Capítulo XI: La justificación por la fe. Definición nominal y real

Este capítulo aborda el tema central de la justificación por la fe en el contexto de la teología cristiana. Se destaca que, tras analizar la relación entre fe y obras, la salvación no puede obtenerse mediante la Ley, sino exclusivamente a través de la fe en Jesucristo. Cristo, presentado por la gracia de Dios, nos ofrece una doble bendición: la reconciliación con Dios, quien se convierte en un Padre misericordioso en lugar de un juez condenador, y la santificación mediante el Espíritu Santo, que nos guía a la pureza y la inocencia de vida.

El capítulo explica que la justificación consiste en ser considerados justos ante el tribunal de Dios. Esta justicia no proviene de las obras, ya que el ser humano no puede satisfacer las demandas divinas por sí mismo. En cambio, es justificado aquel que, excluido de la justicia por las obras, obtiene la justicia de la fe, basada en la imputación de la justicia de Cristo. La Escritura confirma este entendimiento, como en el caso del publicano que fue justificado por la fe, no por méritos, sino por el perdón divino.

Finalmente, se critica la postura de Osiander, quien defendía una justicia "esencial" derivada de la unión con la divinidad de Cristo, separando así la justificación de la mediación exclusiva de Cristo como Salvador. El autor refuta esta visión, insistiendo en que la justicia que obtenemos proviene únicamente de la fe en la intercesión de Cristo y no de nuestra transformación interna o santidad intrínseca.


Capítulo XII: Conviene Que Levantemos Nuestro Espíritu al Tribunal de Dios, Para Que Nos Convenzamos De Veras De La Justificación Gratuita

Este capítulo aborda la importancia de entender la justicia de Dios desde una perspectiva trascendental, subrayando que el juicio divino trasciende cualquier justicia humana. No es suficiente medir nuestra rectitud por los estándares humanos, pues ante el tribunal celestial, solo una justicia perfecta puede ser aceptable, y ninguna obra humana puede satisfacer esa perfección. El autor insta a los creyentes a abandonar la confianza en sus obras y a contemplar la magnitud de la justicia divina.

El texto critica la presunción de quienes creen que sus obras pueden justificarles ante Dios. Estos, comparándose con otros hombres, caen en el error de creer que son justos, pero al colocarse ante el juicio de Dios, toda esa falsa confianza se desmorona. En este juicio, incluso los santos y los ángeles son incapaces de resistir la pureza de Dios, según se ilustra con referencias bíblicas de Job, Isaías y los Salmos. La justicia humana, a los ojos de Dios, es insuficiente y llena de defectos.

Los testimonios de figuras como San Agustín y San Bernardo refuerzan esta idea, afirmando que la única esperanza de los fieles es confiar en la misericordia de Dios a través de Cristo. San Bernardo señala que el mérito humano se basa únicamente en la misericordia divina, y no en nuestras acciones. En su enseñanza, insiste en que la humildad verdadera surge del reconocimiento de nuestra miseria y necesidad de redención.

Finalmente, se subraya que para recibir la gracia de Dios, es imprescindible renunciar a cualquier sentido de mérito propio. Solo al vaciarnos completamente de arrogancia y confianza en nuestras propias obras podemos estar preparados para recibir la misericordia divina. La parábola del fariseo y el publicano ejemplifica esta verdad: solo el que se humilla sinceramente ante Dios puede ser justificado. Así, la conclusión del capítulo es clara: debemos reconocer nuestra total dependencia de la gracia de Cristo y renunciar a toda presunción de justicia propia para acceder a la salvación.


Capítulo XIII: Conviene considerar dos cosas en la justificación gratuita

En el Capítulo XIII, Juan Calvino profundiza en dos aspectos esenciales de su doctrina sobre la justificación gratuita: la preservación de la gloria de Dios y la paz interior de la conciencia del creyente.

1. La gloria de Dios en la justificación gratuita

Calvino señala que en todo el proceso de justificación, la gloria de Dios debe mantenerse intacta y no debe atribuirse ningún mérito humano. Según él, la justicia de Dios se manifiesta al justificar gratuitamente a aquellos que no lo merecen, para que toda la alabanza recaiga únicamente en Dios. Cualquier intento del hombre de atribuirse parte de esa justicia es un intento de robar la gloria que pertenece solo a Dios. Calvino cita a San Pablo (Romanos 3, 26) para subrayar que Dios es "justo y el que justifica al que es de la fe de Jesús", lo que implica que solo la justicia de Dios, no la del hombre, debe ser reconocida.

Este concepto se complementa con referencias a otros textos bíblicos, como el de Ezequiel, donde se enfatiza que el reconocimiento de nuestra propia iniquidad y la alabanza a la misericordia de Dios son fundamentales. La idea de que ninguna gloria personal puede mantenerse en la justificación es central aquí: "Jamás nos gloriamos como se debe en Él, sino cuando totalmente nos despojamos de nuestra gloria".

2. La paz de la conciencia

El segundo punto clave es la paz y la seguridad que la justificación gratuita trae a la conciencia del creyente. Calvino argumenta que la única manera en que el hombre puede encontrar reposo y tranquilidad en su conciencia es sabiendo que la justicia le es dada por la libre gracia de Dios, y no por méritos propios. El ser humano, en su naturaleza corrupta, nunca podrá cumplir la Ley de Dios por completo, lo cual genera inquietud y temor si se basa en sus propias obras para ser aceptado por Dios.

Calvino recalca que la fe y la promesa de Dios son el único fundamento firme sobre el que puede descansar el creyente. Si la promesa de justificación dependiera de las obras humanas, nunca habría certeza, y la fe quedaría anulada. Pero como la promesa de Dios se basa en su misericordia y gracia, los creyentes pueden confiar plenamente en ella. Cita a San Pablo (Romanos 4, 14) para explicar que si la herencia de la promesa dependiera de la Ley, la fe sería vana.

3. Testimonios de San Agustín y San Bernardo

Calvino apoya sus argumentos con los testimonios de San Agustín y San Bernardo. San Agustín señala que la certeza de la promesa de Dios no depende de los méritos humanos, sino de la misericordia divina. Mientras que San Bernardo recalca que la salvación es imposible para los hombres por sus propios esfuerzos, pero no para Dios, lo que brinda consuelo y esperanza al creyente. Ambos santos coinciden con Calvino en que el único fundamento de la esperanza cristiana es la misericordia de Dios.

4. Conclusión sobre la justificación y la fe

Calvino concluye que la paz de la conciencia no se puede lograr a través de nuestras propias obras. Solo la fe, que recibe pasivamente la gracia de Dios y la justicia de Cristo, puede dar esta paz. La fe no se basa en nuestras obras, sino que se aferra únicamente a la promesa de Dios y a la justicia de Cristo. Según Calvino, la verdadera justificación implica que el creyente, al estar injertado en Cristo, es reputado como justo gratuitamente por Dios.

El capítulo subraya que la fe no es solo una convicción intelectual, sino una confianza plena en la misericordia y justicia de Dios, que asegura a los creyentes su salvación y su lugar en el reino de los cielos.



Capítulo XIV: Cuál es el principio de la justificación y cuáles son sus continuos progresos

En el Capítulo XIV de su obra, Juan Calvino examina el principio de la justificación y sus continuos progresos, ofreciendo una visión detallada sobre la justicia del ser humano y cómo ésta es vista ante los ojos de Dios. Comienza distinguiendo cuatro grados de personas en cuanto a su justicia: los que están sumidos en la idolatría por falta de conocimiento de Dios; los que, aunque profesan ser cristianos, viven de manera impía; los hipócritas, que ocultan su maldad bajo una apariencia piadosa; y finalmente, los regenerados por el Espíritu de Dios, quienes buscan genuinamente la santidad. Según Calvino, solo el último grupo puede aspirar a una verdadera justicia, aunque incluso ellos están muy lejos de la perfección.

Calvino sostiene que las virtudes de los infieles, aunque pueden parecer loables ante los hombres, carecen de valor a los ojos de Dios. Estas virtudes, aunque puedan mostrar moderación o justicia, no están motivadas por un amor sincero hacia Dios ni por un deseo de obedecer su voluntad, sino por motivos egoístas como la ambición o el interés propio. Como resultado, incluso las mejores acciones de los no creyentes están manchadas por el pecado y no pueden considerarse verdaderamente buenas. La apariencia de virtud en los infieles es solo una sombra de lo que debería ser, y, por lo tanto, no pueden acercarse a la justicia divina.

La clave para entender la verdadera virtud, según Calvino, es la gracia de Dios. Sin la fe en Cristo, incluso las acciones que parecen moralmente correctas están condenadas a la perdición. Calvino recurre a San Agustín para apoyar esta idea, quien afirma que, sin la fe, las obras que podrían parecer buenas no son más que pecado disfrazado. La regeneración por el Espíritu Santo es el inicio de la justificación; el ser humano, muerto en pecado, no tiene el poder por sí mismo de resucitar a una vida justa. Es solo a través de la obra regeneradora del Espíritu que el hombre puede comenzar a caminar en el camino de la justicia.

Incluso aquellos que han sido regenerados y viven en fe no logran una justicia perfecta. Calvino subraya que las mejores obras de los cristianos fieles siguen siendo imperfectas, ya que siempre están contaminadas por las debilidades de la carne. Ninguna obra es pura ante el juicio divino, ya que Dios, en su santidad perfecta, no puede tolerar ni la más mínima impureza. A pesar de los esfuerzos de los regenerados por obedecer la ley de Dios, siempre habrá fallos en sus intenciones o en la ejecución de sus obras, lo que muestra la constante necesidad de la gracia divina para cubrir esas imperfecciones.

Calvino también aborda la relación entre las obras y la salvación, rechazando la idea de que las obras tengan un valor intrínseco para justificar al ser humano. Las buenas obras, si bien son fruto de la gracia de Dios, no son en sí mismas suficientes para justificar a nadie. Esta es una refutación directa a la doctrina católica de las "obras supererrogatorias", que sostenía que algunas obras podían exceder lo que Dios requería. Calvino insiste en que las obras, por más buenas que sean, no pueden compensar los pecados, y que el perdón de estos solo puede venir por la misericordia de Dios. La justificación, entonces, es un acto completamente gratuito y no algo que el ser humano pueda merecer por sus acciones.

El cristiano, según Calvino, debe apoyarse exclusivamente en la gracia de Dios y no en sus propias obras. Aunque los fieles pueden encontrar consuelo al recordar sus buenas acciones, especialmente en momentos de prueba, su verdadera seguridad debe estar en la misericordia divina. Las buenas obras pueden ser un testimonio de que Dios está trabajando en el corazón del creyente, pero nunca deben ser vistas como la causa de la salvación. La fe es el canal por el cual el cristiano recibe la justicia de Cristo, y cualquier intento de confiar en las obras como medio de justificación es un error grave.

La justificación, en la teología de Calvino, es gratuita y eterna. No es un evento único, sino un estado perpetuo en el que el creyente permanece gracias a la obra continua de Cristo. Dios justifica al pecador no solo una vez, sino que lo mantiene en un estado de gracia durante toda su vida, cubriéndolo con la justicia de Cristo. Esto significa que, aunque el creyente siga luchando con el pecado, su posición ante Dios está asegurada por la obra de Cristo y no por sus propias acciones.


Capítulo XV: Todo lo que se dice para ensalzar los méritos de las obras, destruye tanto la alabanza debida a Dios, como la certidumbre de nuestra salvación

En el Capítulo XV, Juan Calvino aborda el tema de los méritos de las obras, y cómo todo lo que se dice para ensalzarlas destruye tanto la alabanza debida a Dios como la certidumbre de nuestra salvación. Para Calvino, si la justicia dependiera de las obras, estas quedarían desprovistas de valor ante la majestad de Dios, debido a la imperfección inherente del ser humano. Así, la justicia debe fundarse únicamente en la misericordia divina, en la comunión con Cristo y en la fe, lo cual él destaca como el centro de esta doctrina.

Calvino cuestiona el uso del término "mérito", que según él, oscurece la gracia de Dios y alimenta la vanidad humana. Aunque reconoce que los Padres de la Iglesia, como San Agustín y Crisóstomo, emplearon el término, señala que lo hicieron con un sentido que no iba en detrimento de la gracia divina. Calvino argumenta que la obra humana es siempre impura y, por lo tanto, cualquier mérito que se quiera atribuir a las acciones del hombre es inapropiado. Las obras no pueden comprar el favor de Dios, ya que siempre estarán manchadas por la imperfección del pecado.

Además, Calvino critica la idea de que las buenas obras puedan tener un valor intrínseco para justificar a la persona ante Dios. Sostiene que cualquier bien que haya en las obras humanas proviene únicamente de la gracia divina, y que Dios remunera las obras no por su valor, sino por su misericordia. Las buenas obras, aunque recompensadas por Dios, no son causa de justificación, sino consecuencia de la fe y la regeneración en Cristo. Atribuir las recompensas divinas al mérito humano, en lugar de a la gracia, sería una muestra de ingratitud.

Calvino también refuta las interpretaciones erróneas de la Escritura que los sofistas utilizan para justificar el concepto de mérito. Señala que incluso en los textos que parecen dar valor a las obras, como el Eclesiástico o la Carta a los Hebreos, no se habla de mérito en el sentido de que las obras humanas puedan justificar al hombre. Para él, la Escritura enseña que las buenas obras están llenas de imperfecciones y que es solo por la misericordia de Dios que estas son aceptadas y recompensadas.

En conclusión, Calvino enfatiza que la salvación no depende en ningún momento de los méritos de las obras humanas, sino exclusivamente de la gracia de Dios a través de Cristo. Cristo no solo es el principio de la salvación, sino también su fin; toda la justicia que el creyente posee proviene de Cristo y no de sí mismo. Las obras, por lo tanto, no son la causa de la justificación, sino el fruto de la gracia de Dios en el creyente regenerado.


Capítulo XVI: Refutación De Las Calumnias Con Que Los Papistas Procuran Hacer Odiosa Esta Doctrina

En este capítulo, se aborda cómo los papistas intentan desacreditar la doctrina de la justificación por la fe al acusar a los reformadores de despreciar las buenas obras y alentar el pecado. Se aclara que, lejos de eliminar la importancia de las buenas obras, la justificación por la fe las hace posibles y necesarias, ya que la fe verdadera está indisolublemente unida a la santificación y la obediencia a Dios.

Los adversarios acusan que la justificación gratuita disuade a las personas de hacer buenas obras, ya que no se les promete una recompensa. Sin embargo, se explica que la verdadera motivación para las buenas obras no debe ser la búsqueda de recompensas, sino el amor y la gratitud hacia Dios, quien nos ha redimido. Los reformadores sostienen que los estímulos más poderosos para la santidad son la conciencia de haber sido liberados del pecado y el deseo de servir a Dios como respuesta a su gracia.

El capítulo también señala que, al centrarse en el mérito de las obras, los papistas distorsionan la enseñanza bíblica. El verdadero impulso para obrar bien proviene de la gratitud por la misericordia de Dios y la comprensión de que la salvación no es producto de nuestras obras, sino de la obra redentora de Cristo. En lugar de incitar al pecado, la enseñanza de la remisión gratuita de los pecados promueve un profundo respeto por la justicia de Dios y un firme rechazo al pecado.

Finalmente, se concluye que los adversarios degradan la justicia al pretender que esta puede restaurarse mediante satisfacciones humanas, mientras que la doctrina reformada mantiene que la justicia solo puede recuperarse a través de la misericordia divina y la sangre de Cristo.


Capítulo XVII: Concordancia Entre Las Promesas De La Ley Y Las Del Evangelio

Este capítulo aborda la aparente contradicción entre las promesas de la Ley y las del Evangelio, especialmente en relación con la justificación por la fe. Calvino comienza recordando que, en los capítulos anteriores, ha desmentido las acusaciones de que la justificación por la fe elimina la necesidad de las buenas obras, aclarando que las buenas obras no son el fundamento de la salvación, sino una consecuencia de la fe en Cristo.

Luego, el capítulo explica que las promesas de la Ley dependen de un cumplimiento perfecto que ningún ser humano puede alcanzar. Aunque la Ley contiene bendiciones para quienes la cumplen, los seres humanos, debido a su naturaleza pecaminosa, están condenados a la maldición que la Ley prescribe para los infractores. De ahí que, sin la gracia de Dios a través del Evangelio, esas promesas serían ineficaces, ya que nadie puede cumplir la Ley de forma impecable.

La salvación no depende del mérito de nuestras obras, sino de la justicia que encontramos en Cristo, quien nos reconcilia con Dios mediante la fe. Las obras de los fieles, aunque imperfectas, son aceptables para Dios porque están cubiertas por la pureza de Cristo. Así, las promesas de la Ley son finalmente cumplidas a través de la obra redentora de Cristo, no por el esfuerzo humano.

En la segunda parte, Calvino aclara que cuando la Escritura llama "justicia" a las buenas obras, lo hace no porque estas sean perfectas, sino porque son fruto de la regeneración del Espíritu Santo. Aunque nuestras obras no pueden justificarnos por sí mismas, son aceptadas por Dios debido a su misericordia, quien las considera como justas gracias a la mediación de Cristo.

Finalmente, se explica la relación entre los textos de Pablo y Santiago, que a primera vista parecen contradictorios. Calvino muestra que Pablo habla de la justificación inicial del pecador mediante la fe, mientras que Santiago se refiere a la justificación del creyente ya regenerado, que demuestra su fe mediante las obras. Por lo tanto, no hay contradicción entre ambos apóstoles, ya que ambos enfatizan que las obras son el fruto natural de una fe viva y verdadera.

La conclusión es que la justificación es solo por la fe, pero las obras son evidencia de esa fe y de la regeneración espiritual que produce. Así, la justicia de las obras depende de la justicia de la fe, y no puede existir sin ella.


Capítulo XVIII: Es Un Error Concluir Que Somos Justificados Por Las Obras, Porque Dios Les Prometa Un Salario

Este capítulo aborda la confusión que surge al interpretar las promesas bíblicas de recompensa para las buenas obras, y aclara que no se puede deducir de estos textos que las obras justifiquen al ser humano ante Dios. Calvino explica que aunque Dios promete recompensas según las obras, esto no significa que las obras sean la causa de la salvación. En lugar de eso, la salvación es un don gratuito de Dios, y las buenas obras son el fruto natural de la gracia que Él ya ha otorgado.

Calvino señala que cuando la Escritura habla de recompensar a cada uno según sus obras, no está refiriéndose a un sistema de mérito, sino a una secuencia ordenada por la cual Dios, habiendo elegido a los creyentes, les concede salvación y luego los guía en una vida de buenas obras como evidencia de esa elección. Las buenas obras no son la causa de la salvación, sino el resultado de ella, preparándolos para recibir la gloria eterna.

El término "salario" o "recompensa" que se encuentra en la Escritura no debe entenderse como si las obras tuvieran algún mérito intrínseco. Más bien, la vida eterna es la herencia de los hijos de Dios, dada por adopción y no por méritos. Las obras son la manifestación de la gracia en el creyente, pero no el fundamento de su salvación.

Calvino también utiliza el ejemplo de Abraham, a quien Dios prometió bendición mucho antes de que Abraham obedeciera el mandato de sacrificar a Isaac. La obediencia de Abraham no fue la causa de la bendición, sino una respuesta a la gracia previamente prometida. De manera similar, nuestras obras son un medio por el cual Dios nos permite avanzar hacia las promesas ya aseguradas por Su misericordia.

Además, Calvino argumenta que las promesas de recompensas por las obras sirven para animar a los creyentes, pero no implican que las obras tengan valor suficiente para merecer la vida eterna. Los sufrimientos y tribulaciones que soportan los creyentes son también parte del camino que Dios ha dispuesto para conformarlos a la imagen de Cristo, lo cual los prepara para recibir la gloria del reino de Dios.

Finalmente, Calvino explica que la caridad es exaltada en la Escritura, no porque justifique más que la fe, sino porque es más fructífera y duradera. La fe es el medio por el cual recibimos la justicia de Cristo, y aunque la caridad es esencial en la vida cristiana, no puede justificarnos por sí misma. La justificación sigue siendo exclusivamente por la fe en Cristo.

En resumen, las promesas de recompensa no contradicen la enseñanza de que la justificación es solo por la fe, sino que nos animan a vivir en conformidad con la gracia que hemos recibido.


Capítulo XIX: La Libertad Cristiana

Libertad frente a la Ley

La primera parte de la libertad cristiana consiste en la liberación de la esclavitud de la Ley. Aunque la Ley sigue siendo útil para guiar la vida cristiana, en lo que respecta a la justificación, el creyente ya no está bajo la obligación de cumplirla para ser aceptado por Dios. Cristo cumplió la Ley perfectamente, y por su obra, los creyentes son considerados justos. Esta liberación es esencial para tener paz de conciencia y una relación segura con Dios. Calvino utiliza la Epístola a los Gálatas para mostrar cómo San Pablo defiende esta libertad, no solo de las ceremonias externas, sino también del poder condenatorio de la Ley.

Obediencia Voluntaria a la Voluntad de Dios

La segunda parte de la libertad cristiana implica que, aunque los creyentes están liberados de la Ley, obedecen a Dios de manera voluntaria y con gozo. Esta obediencia ya no se ve como una carga, sino como una respuesta amorosa a la gracia recibida. Al ser libres de la condenación de la Ley, los cristianos pueden dedicarse a cumplir la voluntad de Dios con gratitud, sabiendo que sus esfuerzos, aunque imperfectos, son aceptados por Dios como actos de hijos y no de siervos.

Uso Libre de las Cosas Indiferentes

El tercer aspecto de la libertad cristiana es el uso libre de las cosas indiferentes (como los alimentos o las ceremonias). Calvino subraya que los cristianos no deben sentir escrúpulos innecesarios en estas cuestiones, ya que las cosas externas no afectan su relación con Dios. Sin embargo, esta libertad debe ejercerse con cuidado y amor hacia los demás, evitando ser un motivo de tropiezo para los más débiles en la fe.

Calvino también distingue entre dos tipos de escándalo: el escándalo dado, cuando se causa daño a los débiles, y el escándalo tomado, cuando personas farisaicas se ofenden sin razón. La libertad cristiana debe moderarse para no ser ocasión de tropiezo para los débiles, pero no debe ceder ante la rigidez de los fariseos, quienes usan pretextos para imponer cargas innecesarias.

Naturaleza Espiritual de la Libertad Cristiana

Calvino explica que la libertad cristiana es esencialmente espiritual, y está destinada a liberar las conciencias de la opresión de la Ley y de las supersticiones humanas. Esta libertad no significa que los cristianos sean libres de la obediencia a las autoridades civiles o que puedan usar la libertad como excusa para la indulgencia en placeres desmedidos. La libertad cristiana debe estar subordinada a la caridad y el amor al prójimo.

La Libertad y la Ley de Dios

Finalmente, Calvino advierte contra quienes desean imponer leyes humanas sobre las conciencias de los creyentes, anulando así la libertad adquirida por la obra de Cristo. Distingue entre la jurisdicción espiritual y la jurisdicción temporal o política, recordando que la libertad cristiana concierne principalmente a la relación del creyente con Dios y no debe confundirse con la obediencia debida a las leyes civiles.


Capítulo XX: Sobre la Oración

La oración, según Calvino, es el ejercicio por el cual el ser humano, reconociendo su pobreza espiritual y total dependencia, se dirige a Dios para obtener de Él todo lo necesario para su salvación, ya que Cristo es la fuente de todas las riquezas divinas. Esta práctica no es sólo una formalidad, sino que tiene un papel vital en la relación del creyente con Dios, y es a través de ella que la fe se vuelve activa y real.

Calvino establece que la oración es tanto una necesidad como un deber. Aunque Dios conoce nuestras necesidades antes de que se las expresemos, la oración nos ayuda a reconocer nuestra dependencia y su soberanía. Así, la oración tiene una doble función: glorifica a Dios al reconocerlo como fuente de todo bien y nos fortalece al recordarnos su disposición para socorrernos. Según el reformador, Dios no sólo invita a sus fieles a orar, sino que lo exige, y a través de la oración, los cristianos descubren y acceden a los tesoros que la fe ya ha vislumbrado en el Evangelio.

Uno de los puntos más importantes de esta reflexión es que la oración debe cumplir con ciertas condiciones para ser efectiva: requiere reverencia, concentración y humildad. El creyente debe acercarse a Dios libre de distracciones y de deseos desordenados, con un corazón arrepentido y dispuesto a someterse a la voluntad divina. Además, Calvino subraya la importancia de la fe como elemento esencial en la oración, ya que sin la convicción de que Dios escucha y responderá, la oración se convierte en un mero acto vacío.

Un aspecto central del capítulo es la enseñanza de que toda oración debe ser hecha en el nombre de Cristo, quien es el único Mediador entre Dios y los hombres. Esta doctrina rechaza cualquier forma de intercesión que no sea a través de Cristo, como la invocación a los santos, común en la tradición católica. Para Calvino, la intercesión de los santos no tiene fundamento bíblico y distorsiona la función única de Cristo como intercesor. El reformador sostiene que las Escrituras nos llaman a orar directamente a Dios a través de Cristo, cuya intercesión es suficiente y completa.

Calvino critica la práctica de invocar a los santos fallecidos, argumentando que esta costumbre no sólo carece de soporte bíblico, sino que también es una forma de superstición que despoja a Cristo de su papel como único Mediador. La intercesión de los santos es vista como una señal de desconfianza en Cristo, ya que sugiere que Él no es suficiente para llevar nuestras súplicas ante Dios. En contraste, Calvino insiste en que, al orar, los creyentes deben apoyarse exclusivamente en la intercesión de Cristo, cuya muerte y resurrección nos han dado acceso directo al trono de la gracia divina.

Calvino subraya que la alabanza y acción de gracias deben acompañar a las oraciones. Aunque la oración consiste principalmente en peticiones, hay una estrecha relación entre la súplica y el agradecimiento, ya que, al pedir, manifestamos nuestras necesidades a Dios, y al agradecer, reconocemos que todo lo que poseemos proviene de su bondad. David refleja esta conexión cuando declara que tras ser liberado por Dios, lo honrará. Por ello, la Escritura nos insta a ejercitarnos continuamente en ambas prácticas, ya que nuestras múltiples necesidades y angustias nos llevan constantemente a depender de la intervención divina. A través de la alabanza, los creyentes reconocen los constantes beneficios de Dios y responden con gratitud.

Calvino enfatiza que descuidar la acción de gracias ofende a Dios, pues nunca deja de acumular bondades sobre nosotros. Su grandeza y generosidad son tan evidentes que siempre encontramos motivos para alabarlo. Este agradecimiento no sólo se dirige a lo que Dios nos da materialmente, sino a cómo sustenta todos los aspectos de nuestra vida. Además, señala que todo lo que hacemos debe estar sujeto a la voluntad de Dios, quien maldice aquellos proyectos que se emprenden sin su bendición o fuera de su voluntad. La vida cristiana debe estar orientada a glorificar a Dios en todo momento, confiando en su ayuda y sostén.

Calvino también expone que la acción de gracias no sólo debe ser privada, sino pública. Las oraciones comunitarias de la iglesia juegan un papel central en el culto cristiano, y deben realizarse con frecuencia y en orden, respetando las horas designadas por la iglesia para la comodidad de la congregación. Aunque Cristo advierte contra las oraciones repetitivas y vacías, no prohíbe la perseverancia en la oración, sino que insiste en que esta se haga con un corazón sincero. La oración pública no debe convertirse en una exhibición, sino en una manifestación genuina del espíritu, que nace del corazón y busca la gloria de Dios.

En cuanto al canto, Calvino aprecia su valor cuando acompaña a la oración sincera, ya que ayuda a concentrar la mente en Dios. La voz y el canto son expresiones legítimas siempre que provengan de un afecto genuino, pues el simple uso de melodías sin un corazón comprometido no sólo es ineficaz, sino que desagrada a Dios. El canto, cuando se usa correctamente, eleva la dignidad del culto y fomenta un espíritu fervoroso en la oración.

Finalmente, Calvino se opone a las oraciones en lenguas desconocidas para la congregación, argumentando que la oración pública debe ser comprensible para todos, de manera que edifique a la comunidad. La oración y el canto, tanto en público como en privado, deben ser accesibles y deben provenir de un corazón comprometido. Cualquier separación entre el corazón y la lengua resulta en oraciones vacías y ajenas al verdadero espíritu de adoración cristiana.


Capítulo XXI: La Predestinación

La Necesidad y Utilidad de la Doctrina de la Predestinación

Calvino empieza explicando que, aunque la predestinación es un tema que muchos consideran oscuro y complicado, es esencial para entender la gratuidad de la misericordia divina. Esta doctrina nos enseña que la salvación no depende de los méritos humanos, sino exclusivamente de la voluntad de Dios. La diversidad de cómo los seres humanos reciben o rechazan el mensaje de salvación está relacionada con este decreto divino, lo cual revela el secreto del juicio de Dios.

A lo largo del capítulo, Calvino hace énfasis en que la ignorancia de esta doctrina disminuye la gloria de Dios y afecta la verdadera humildad que los creyentes deben tener. San Pablo, en su Carta a los Romanos, deja claro que la salvación depende únicamente de la gracia divina y no de las obras humanas. Para Calvino, entender la predestinación es necesario para ser plenamente conscientes de la gratuita elección de Dios, que no ofrece la salvación a todos por igual.

2. La Dificultad de Aceptar la Predestinación

Calvino reconoce que muchas personas encuentran la doctrina de la predestinación difícil de aceptar, porque parece contradecir el sentido común de justicia y razón. ¿Cómo puede ser justo que Dios elija a unos para la salvación y condene a otros? Calvino, sin embargo, argumenta que esta dificultad proviene de la falta de discernimiento y que, en realidad, el misterio de la predestinación trae beneficios espirituales profundos.

La predestinación nos lleva a la verdadera humildad: al comprender que nuestra salvación no depende de nosotros, sino de la voluntad soberana de Dios, nos inclinamos ante la gracia gratuita de Dios. Además, esta doctrina fortalece la confianza de los creyentes en su salvación, al saber que los elegidos por Dios no pueden perderse, lo que les otorga consuelo frente a las dificultades y peligros del mundo.

3. Advertencias sobre el Abuso o el Malentendido de la Predestinación

Calvino también advierte contra los peligros de la curiosidad imprudente en torno a los misterios divinos. Algunas personas intentan investigar más allá de lo que Dios ha revelado, lo cual es una temeridad. Calvino recuerda que debemos adorar lo que Dios ha decidido mantener oculto y no tratar de entender lo incomprensible. Solo debemos atenernos a lo que la Escritura nos ha revelado.

Por otro lado, hay quienes tratan de ocultar la doctrina de la predestinación, argumentando que es peligrosa o desmoralizante. Estos, según Calvino, no comprenden que la Palabra de Dios debe ser escuchada y seguida en su totalidad. Ocultar esta enseñanza sería una falta de confianza en la sabiduría divina. Calvino cita a San Agustín, quien también advertía contra este tipo de posturas y animaba a los creyentes a seguir la revelación divina con humildad y fe.

4. La Predestinación y la Escritura

Calvino sostiene que la doctrina de la predestinación está claramente expuesta en la Escritura. Cita varios ejemplos, entre ellos la elección de Israel como el pueblo elegido de Dios, una elección que no se basó en ningún mérito particular de los israelitas, sino en el amor y la voluntad de Dios. Este principio también se aplica en la predestinación individual: Dios elige a unos para la vida eterna y a otros para la condenación, no en base a sus obras o virtudes, sino por su propio decreto.

Es importante para Calvino que esta elección no se confunda con la presciencia (el conocimiento previo de Dios). La presciencia, explica, no es la causa de la predestinación. Dios no elige a los que prevé que serán justos o fieles, sino que su elección es completamente libre y soberana. Dios contempla todas las cosas como presentes, pero su elección no está determinada por lo que prevé, sino por su voluntad eterna.

5. La Predestinación en la Historia de Israel

Calvino hace una distinción entre la elección general de la nación de Israel y la elección particular de individuos dentro de esa nación. Aunque Dios eligió a Israel como su pueblo, no todos los israelitas fueron igualmente elegidos para la salvación. Personajes como Isaac y Jacob fueron elegidos, mientras que Ismael y Esaú fueron rechazados. Este rechazo no se debió a sus obras, sino al decreto soberano de Dios.

Calvino también señala que la historia de la elección de Israel muestra que Dios actúa con total libertad. No tiene ninguna obligación de repartir su gracia por igual. La desigualdad en la elección es, para Calvino, una muestra de la liberalidad gratuita de Dios.

6. La Elección Individual y Particular

Finalmente, Calvino argumenta que la predestinación no solo afecta a pueblos o naciones, sino que se aplica a cada individuo en particular. No todos los descendientes de Abraham fueron elegidos, sino que solo algunos recibieron el don de la gracia. Calvino subraya que la predestinación individual asegura la perseverancia en la fe de los elegidos. Los que han sido llamados por Dios no pueden perder su salvación, ya que están unidos a Cristo de manera indisoluble.

Este aspecto particular de la predestinación es crucial, pues explica por qué, dentro del pueblo visible de Dios, hay quienes caen o se apartan, mientras que otros permanecen fieles. La vocación externa (el llamado general a la fe) no es suficiente; es necesaria la vocación interna y la obra del Espíritu Santo para que los elegidos perseveren hasta el fin.

El Misterio de la Elección

Calvino concluye este capítulo afirmando que Dios ha designado, desde la eternidad, quiénes serán salvos y quiénes condenados. Esta elección no depende de la dignidad o de las obras de los hombres, sino de la misericordia gratuita de Dios. Al mismo tiempo, aquellos que no son elegidos son reprobados por el justo e incomprensible juicio de Dios.

La vocación de los elegidos y su justificación son señales claras de su elección divina, mientras que la exclusión de los réprobos del conocimiento de Dios y de la santificación por el Espíritu muestra su destino final de condenación.

Calvino exhorta a sus lectores a aceptar esta enseñanza con humildad, entendiendo que todo lo revelado en la Escritura tiene un propósito divino y que la predestinación, lejos de ser un motivo de angustia, es una fuente de seguridad y consuelo para los creyentes.


Capítulo XXII: Confirmación de esta Doctrina por los Testimonios de la Escritura

La Elección y la Presciencia de Dios

Calvino comienza refutando la opinión de aquellos que sostienen que la elección de Dios está basada en la presciencia de los méritos futuros de los individuos. Según este punto de vista, Dios elige a aquellos que ha previsto que serán dignos de su gracia y rechaza a los que serán impíos. Calvino responde que esta posición no solo distorsiona la doctrina de la gracia gratuita, sino que también oculta el verdadero fundamento de la elección divina.

Argumenta que si Dios hubiera elegido a los fieles en función de sus méritos futuros, entonces se estaría negando la gratuidad de su elección. El Apóstol Pablo, en varios pasajes, enseña que la elección se hizo antes de la fundación del mundo, independientemente de las obras humanas, para que la gloria se atribuya únicamente a Dios. Para Calvino, la presciencia de Dios no es la causa de la predestinación, sino más bien el decreto divino es el que otorga la gracia a quienes Él quiere.

La Elección en Cristo

Calvino subraya que la elección está ligada a Cristo, y que solo aquellos que están en Cristo son elegidos por Dios. Explica que la elección en Cristo es fundamental, ya que Dios, en su misericordia, ha adoptado a los creyentes como miembros del cuerpo de Cristo. La santidad y la justicia que los fieles pueden alcanzar son frutos de la elección, no sus causas. Así, la gracia que los creyentes reciben no se debe a su futura santidad, sino que es un resultado de la decisión soberana de Dios.

San Pablo, en su carta a los Efesios, destaca que los fieles fueron elegidos para ser santos y no porque ya lo fueran. Esta elección se hizo antes de que existieran, lo que refuta la idea de que las obras humanas puedan tener algún impacto en el decreto divino.

3. Gracia y Méritos

Calvino refuta la idea de que los méritos futuros sean la causa de la elección. Sostiene que el Apóstol Pablo deja claro en varios pasajes que la salvación y la llamada a la fe son el resultado de la gracia gratuita de Dios, y no de las obras humanas. Esto lo demuestra al señalar que la gracia precede cualquier mérito, tal como se enseña en 2 Timoteo 1:9, donde se dice que Dios nos salvó y llamó no por nuestras obras, sino según su propósito y gracia.

La elección de los creyentes no está basada en la previsión de su santidad o buenas obras, sino que la gracia de Dios se otorga libremente. Calvino concluye que es absurdo pensar que la elección pudiera depender de los méritos futuros, ya que la santidad es precisamente un efecto de la elección, no su causa.

4. El Ejemplo de Jacob y Esaú

Un punto clave que Calvino utiliza para ilustrar su enseñanza es el ejemplo de Jacob y Esaú. Según Romanos 9:10-13, Dios eligió a Jacob y rechazó a Esaú antes de que ambos hubieran hecho bien o mal, lo que muestra que la elección divina no se basa en méritos, sino en la voluntad soberana de Dios. Calvino argumenta que este pasaje refuta claramente la noción de que los méritos futuros influyen en la elección, ya que Pablo subraya que la elección es por la voluntad de Dios y no por las obras.

El rechazo de Esaú no se debió a ninguna acción o maldad que cometiera, sino que fue parte del designio secreto de Dios. Así, para Calvino, la reprobación (el rechazo de algunos) también forma parte del plan de Dios y está al servicio de su gloria.

5. La Voluntad Soberana de Dios

Calvino destaca que la voluntad de Dios es el único fundamento de la elección y la reprobación. Cita varios pasajes bíblicos donde se muestra que Dios tiene misericordia de quien Él quiere y endurece a quien le place (Romanos 9:18). Este acto soberano de Dios, según Calvino, no depende de las obras de las personas, sino únicamente de su voluntad.

El Apóstol Pablo, al discutir este tema, no recurre a la idea de los méritos humanos para justificar la elección o reprobación de Dios, sino que señala la libertad absoluta de Dios para mostrar misericordia o endurecer corazones según su designio.

La Vocación Universal y la Elección Particular

Calvino aborda la objeción de que la llamada universal del Evangelio parece estar en contradicción con la elección particular. Algunos sostienen que si Dios llama a todos, debería salvar a todos. Sin embargo, Calvino responde que la vocación externa (la predicación del Evangelio) no es la misma que la vocación interna que otorga la fe. Aunque el Evangelio se predica a todos, solo aquellos que han sido elegidos por Dios reciben el don de la fe y la salvación.

Este punto también lo ilustra con el pasaje de Juan 6:44, donde Jesús dice que nadie puede venir a Él si no es atraído por el Padre. Esto demuestra, según Calvino, que solo los elegidos responden a la llamada de Dios.

7. La Perseverancia de los Elegidos y la Reprobación

Calvino también enfatiza la perseverancia de los elegidos, es decir, que aquellos que han sido elegidos por Dios no pueden perder su salvación. Cristo asegura que no perderá a ninguno de los que el Padre le ha dado (Juan 6:39), lo que demuestra la firmeza de la elección divina. En contraste, los réprobos (aquellos que no han sido elegidos) permanecen bajo la ira de Dios y la maldición.

Calvino subraya que tanto la elección como la reprobación son decisiones soberanas de Dios y no dependen de los méritos o deméritos humanos. Aquellos que son reprobados lo son porque Dios así lo ha determinado en su inmutable voluntad.

Testimonio de San Agustín y los Padres

Calvino también apoya su doctrina con citas de San Agustín, quien inicialmente había sostenido la idea de que los méritos futuros influían en la elección, pero más tarde la rechazó como errónea. Agustín concluye que Dios elige a las personas no porque prevé que serán buenas, sino porque Él mismo las hace buenas mediante su gracia. Este cambio en la postura de Agustín refuerza la posición de Calvino de que la elección es completamente gratuita y no depende de la previsión de obras humanas.

Calvino también se refiere a otros Padres de la Iglesia que sostienen puntos similares, refutando así las objeciones de aquellos que intentan basar la elección en los méritos.

Capítulo XXIII: Refutación de las Calumnias con que Esta Doctrina ha sido Siempre Impugnada

Primera Objeción: La Elección No Implica Reprobación

Calvino comienza respondiendo a aquellos que, al aceptar la doctrina de la elección, niegan al mismo tiempo la existencia de la reprobación. Según estos críticos, Dios elige a algunos para la salvación, pero no rechaza activamente a otros. Calvino refuta esta idea al señalar que no puede haber elección sin reprobación, ya que si Dios elige a algunos, necesariamente deja a otros fuera de esa elección. Este acto de exclusión implica una reprobación, y negar esto es distorsionar la naturaleza de la elección divina.

Cita pasajes como Romanos 9:22-23, donde el Apóstol Pablo habla de los "vasos de ira preparados para destrucción" y los "vasos de misericordia", para ilustrar que Dios actúa de manera soberana tanto en la salvación como en el endurecimiento de los corazones. Calvino aclara que la reprobación no implica injusticia en Dios, sino que es parte de su designio soberano y justo.

2. Segunda Objeción: La Justicia de Dios al Reprobar a Algunos

La siguiente objeción plantea la aparente injusticia de que Dios predestine a algunas personas a la condenación sin haber cometido pecado. Los críticos argumentan que esto haría de Dios un ser cruel e injusto. Calvino responde afirmando que Dios es la regla suprema de justicia, y que su voluntad es justa simplemente porque Él es quien la decreta. No hay un estándar externo a Dios al que Él deba someterse.

Calvino advierte contra la temeridad humana de juzgar los decretos de Dios, recordando que la voluntad divina es incomprensible para el entendimiento humano. Los seres humanos, al estar contaminados por el pecado original, merecen la condenación, y aquellos que son reprobados no pueden acusar a Dios de injusticia, ya que la causa de su condenación reside en su propia naturaleza caída.

3. La Corrupción Humana y la Predestinación al Pecado

Otra objeción que enfrenta Calvino es la afirmación de que, si Dios ha predestinado a algunos al pecado y la condenación, entonces estos no pueden ser culpables de sus actos. En otras palabras, si Dios ha predestinado a algunos a la corrupción, ¿cómo puede culparlos? Calvino responde que, aunque la caída de Adán y la corrupción de la humanidad fueron parte del plan de Dios, los seres humanos son responsables de sus propios pecados.

Citando a Romanos 9:20-21, Calvino recalca que los hombres no tienen derecho a altercar con Dios, el alfarero, sobre cómo los ha creado o qué ha decretado para ellos. La caída y el pecado son resultado de la voluntad soberana de Dios, pero esto no exime a los hombres de su culpa personal.

4. La Acepción de Personas y la Predestinación

Calvino aborda otra objeción basada en la idea de que la predestinación parece implicar acepción de personas, lo cual está en contradicción con la Escritura. Los críticos sostienen que, si Dios elige a algunos sin tener en cuenta sus méritos, entonces está siendo parcial. Calvino aclara que cuando la Escritura habla de que Dios no es aceptador de personas, se refiere a que Dios no juzga a las personas según factores externos como la riqueza, posición social o nacionalidad.

La elección de Dios no se basa en lo que el ser humano tiene o hace, sino en la libre misericordia de Dios. Así, Dios elige a quienes quiere salvar sin considerar sus méritos o acciones previas, lo que no contradice la justicia divina, sino que subraya su gracia soberana.

5. La Predestinación y la Vida Santa

Una de las objeciones más comunes contra la predestinación es que esta doctrina podría llevar a una vida descuidada y sin preocupación por la santidad. Los críticos afirman que, si el destino de una persona está ya predeterminado, no habría razón para esforzarse en vivir de manera justa. Calvino responde que esta es una blasfemia y malentendido de la predestinación.

Explica que el propósito de la elección es llevar a los creyentes a una vida de santidad. Los que han sido elegidos por Dios deben ver su elección como un llamado a vivir de manera recta y pura, no como una excusa para la desobediencia. Cita Efesios 1:4 para mostrar que la elección tiene como objetivo final que los creyentes sean "santos e irreprensibles".

La Necesidad de la Predicación y las Exhortaciones

Calvino refuta la idea de que la predestinación haga innecesarias la predicación y las exhortaciones. Al contrario, afirma que las exhortaciones son fundamentales, pues a través de ellas, Dios llama a sus elegidos a la fe y a una vida piadosa. Cita a San Agustín, quien también defendió que la predestinación no anula la importancia de la predicación del Evangelio y el llamado a la conversión.

Calvino sostiene que los elegidos responden a la predicación del Evangelio porque Dios les ha dado oídos para oír, mientras que los réprobos permanecen endurecidos en su incredulidad. Esto, sin embargo, no exime a los pastores de su responsabilidad de predicar la verdad a todos.

Prudencia en la Enseñanza de la Predestinación

Finalmente, Calvino aboga por una enseñanza prudente y sensata de la doctrina de la predestinación. Reconoce que el misterio de la voluntad de Dios es profundo e incomprensible, pero enfatiza que los creyentes deben abordarlo con humildad y reverencia, reconociendo que Dios obra de manera justa, aunque no siempre podamos entender sus decretos.

Calvino aconseja no hablar de la predestinación de manera que cause desaliento o miedo en los creyentes, sino de forma que exalte la gracia de Dios y motive a una vida de fe y obediencia. Citando a San Agustín, Calvino concluye que, aunque el misterio de la elección es profundo, debemos proclamarlo con el propósito de glorificar a Dios y edificar a su pueblo.


Capítulo XXIV: La elección se confirma con el llamamiento de Dios; por el contrario, los réprobos atraen sobre ellos la justa perdición a la que están destinados


Calvino refuta la idea de que la elección depende de la fe del individuo o de su voluntad. La elección es, desde el principio, un acto divino que no está supeditado a la respuesta humana. La fe, más bien, es una consecuencia de la elección, no su causa. El llamamiento que Dios hace a los suyos es eficaz, ya que la iluminación interna del Espíritu acompaña la predicación externa de la Palabra, de modo que los elegidos responden con fe y obediencia.

Por otro lado, los réprobos, aquellos que no están destinados a la salvación, son endurecidos en su incredulidad y rebeldía. A estos, Dios no les otorga el don de la fe ni les abre el corazón para recibir el Evangelio. Aunque pueden oír la Palabra, no la aceptan y, como resultado, su condenación se agrava, cumpliendo así el justo juicio de Dios sobre ellos.

Calvino aborda también la cuestión de cómo los elegidos son preservados por Dios antes de ser llamados. Aunque no son llevados inmediatamente a la fe, Dios los guarda de caer en una condenación irreversible. Los réprobos, por el contrario, son cegados y endurecidos, ya sea privándoles de la predicación del Evangelio o permitiendo que la Palabra aumente su rebeldía.

Finalmente, Calvino explica que, aunque las promesas del Evangelio parecen ser universales, en realidad están condicionadas por la fe, la cual es dada sólo a los elegidos. Los que no creen lo hacen por su propia maldad, pero también porque Dios, en su juicio justo, ha decidido no darles la fe necesaria para salvarse.

Capítulo XXV: La resurrección final

 La resurrección no es solo la victoria sobre la muerte a través de Cristo, sino que también implica una esperanza de vida inmortal y de participación en la gloria celestial, lo cual permite a los fieles enfrentar con paciencia las pruebas del mundo. Aunque estamos aún "ausentes del Señor" mientras vivimos en la carne, la esperanza en la resurrección nos mantiene firmes, ayudándonos a perseverar en medio de las adversidades.

La segunda parte del capítulo profundiza en la relación entre la resurrección final y la redención de todas las criaturas. Se explica que el supremo bien del ser humano es estar unido a Dios, algo que solo se alcanza en su plenitud con la resurrección y la vida eterna. El apóstol Pablo enseña que nuestra meta es el cielo, y que debemos elevar nuestras mentes hacia la promesa de la resurrección para no caer en la tentación de enfocarnos en las cosas terrenales. Asimismo, la creación misma anhela ser restaurada, ya que, por el pecado, sufre una especie de servidumbre que será redimida cuando Cristo regrese.

En una tercera parte, el capítulo establece que la resurrección de los fieles será conforme a la de Cristo. La resurrección es esencial para la fe cristiana, ya que sin ella todo el evangelio perdería su significado. Jesús resucitó no solo para Él mismo, sino como la cabeza de su cuerpo, la Iglesia, lo cual garantiza que sus miembros también resucitarán. Aunque la idea de la resurrección de los cuerpos puede parecer increíble para el entendimiento humano, la fe debe apoyarse en la omnipotencia de Dios y en el ejemplo de la resurrección de Cristo como prueba y prenda de nuestra propia resurrección futura.

Por último, se examina cómo la resurrección no solo será una manifestación del poder de Dios, sino también un acto de justicia. Los justos resucitarán para vida eterna y los impíos para condenación, lo que confirma que la resurrección es parte del juicio final. La resurrección no implica una creación de cuerpos nuevos, sino la transformación de nuestros cuerpos actuales en gloriosos, libres de corrupción y preparados para la vida eterna. Esta promesa de vida eterna debe inspirar en los creyentes una sobriedad humilde, evitando especulaciones vanas sobre los detalles del cielo, mientras mantienen su esperanza en la gloria futura y la justicia divina.


Conclusión

Calvino subraya que la salvación no es solo una doctrina abstracta, sino una realidad vivida que transforma radicalmente la vida del creyente. La justificación, definida como un acto de gracia por el cual Dios declara justos a los pecadores por medio de la fe en Cristo, es uno de los pilares fundamentales de este libro. Al mismo tiempo, Calvino destaca que la santificación, o el proceso de ser hechos santos por el poder del Espíritu Santo, es inseparable de la justificación. La fe verdadera, según Calvino, no es un mero asentimiento intelectual, sino una confianza activa que resulta en una vida de obediencia y transformación moral.

Otro aspecto esencial es la doctrina de la predestinación, que Calvino defiende con convicción. Para él, la elección de Dios es un acto soberano e inmerecido, un misterio que debe inspirar humildad y gratitud, no división o especulación. Calvino reconoce que este tema puede ser desconcertante para muchos, pero insiste en que solo en la plena confianza en la voluntad de Dios se encuentra la paz del alma.