lunes, 24 de marzo de 2025

Teoría Mixta de Gobierno



Teoría Mixta de Gobierno

La política, desde sus orígenes, ha oscilado entre la concentración del poder y su dispersión. ¿Cómo se puede evitar que el gobierno derive en tiranía, anarquía o desgobierno? Una de las respuestas más influyentes a esta pregunta es la teoría mixta de gobierno: una propuesta que busca combinar elementos de diferentes formas de gobierno para crear un sistema más estable, justo y resistente a la corrupción del poder.

La teoría mixta de gobierno sostiene que la mejor forma de organización política es aquella que integra las virtudes de distintos regímenes —como la monarquía, la aristocracia y la democracia— en una sola estructura equilibrada.

La idea central es que cada forma de gobierno, por sí sola, tiende a degenerar:

  • La monarquía puede volverse tiranía.

  • La aristocracia puede degenerar en oligarquía.

  • La democracia, en demagogia o anarquía.

Al mezclar estos elementos, se busca que los poderes se controlen entre sí, evitando así su corrupción o exceso. Esta visión anticipa el principio moderno de separación de poderes.

Antigua Grecia

Platón

Uno de los primeros en reflexionar sobre los peligros inherentes a las formas puras de gobierno fue Platón. En su obra Las Leyes —menos conocida que La República, pero más práctica en términos políticos—, Platón abandona la idea utópica del gobierno de los filósofos para pensar en un sistema político más realista. Allí sugiere una combinación entre el respeto a la ley, el gobierno de los mejores y ciertas formas de participación ciudadana. Aunque no formula una teoría mixta como tal, sí anticipa la idea de que ninguna forma de gobierno, por sí sola, es completamente fiable. De hecho, plantea que el mejor régimen es una mezcla cuidadosamente diseñada de elementos monárquicos y democráticos, supervisados por un sistema legal fuerte.

Aristóteles

Esta preocupación por el equilibrio se profundiza con Aristóteles, discípulo de Platón, quien en su Política realiza una de las primeras clasificaciones sistemáticas de los regímenes políticos. Para Aristóteles, existen tres formas justas de gobierno: la monarquía (gobierno de uno para el bien común), la aristocracia (de unos pocos sabios) y la politeia (una forma de democracia moderada y legalista). A cada una de ellas le corresponde una versión corrupta: tiranía, oligarquía y demagogia. Aristóteles no propone una teoría mixta en sentido estricto, pero sí defiende la politeia como una constitución equilibrada, donde se integran elementos de la oligarquía y la democracia. Este régimen se basa en una clase media fuerte, capaz de evitar los extremos del poder, lo que constituye una forma primitiva de equilibrio institucional.

Antigua Roma

Quien lleva la idea de mezcla política a un nivel más estructurado y teórico es Polibio, historiador griego del siglo II a.C. Su gran aporte es la formulación explícita de la teoría mixta en el contexto de su análisis del sistema republicano romano. En su obra Historias, Polibio sostiene que el éxito de Roma se debía a su capacidad para combinar tres formas de poder: el monárquico (representado por los cónsules), el aristocrático (el Senado) y el democrático (las asambleas del pueblo). Cada uno de estos elementos, por separado, tendería a degenerar; sin embargo, al integrarse en una única constitución, se equilibran y se corrigen mutuamente. Esta estructura, según él, permitía evitar el ciclo de decadencia política que había descrito con el concepto de anaciclosis, donde los regímenes giran en círculo desde la monarquía hasta la tiranía, la oligarquía, la democracia y, nuevamente, el caos.

Marco Tulio Cicerón

El pensamiento de Polibio influyó profundamente en Cicerón, orador y filósofo romano que adaptó estas ideas al contexto de la crisis de la República. En su obra De re publica, Cicerón idealiza un modelo constitucional que incorpora lo mejor de cada forma de gobierno, con el objetivo de alcanzar una justicia duradera y una república estable. Para él, el equilibrio entre las instituciones era la clave para preservar la libertad. Aunque su propuesta es más normativa que analítica, representa uno de los momentos cumbre del pensamiento republicano clásico, y tuvo una gran influencia en el Renacimiento y en la filosofía política moderna.

Renacimiento

Maquiavelo

Ya en el siglo XVI, Nicolás Maquiavelo retoma esta tradición en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Aunque suele ser identificado con el autor de El Príncipe y el realismo político, en esta obra Maquiavelo muestra una fuerte preferencia por el modelo republicano. En lugar de ver el conflicto entre clases sociales como una amenaza, lo considera necesario para la libertad. Así, la tensión entre los grandes (la aristocracia) y el pueblo (la democracia) no destruye la república, sino que le da vida. Este enfoque no propone una mezcla armónica de poderes, sino una especie de equilibrio dinámico basado en la desconfianza mutua. Es una visión menos idealista, pero profundamente lúcida sobre la naturaleza del poder.

Jean Bodin

Sin embargo, no todos los pensadores compartieron el entusiasmo por los sistemas mixtos. Uno de sus más destacados críticos fue Jean Bodin (1530–1596), jurista y filósofo político francés. En su obra Los seis libros de la República, Bodin rechaza la idea de dividir o mezclar el poder soberano. Para él, la soberanía debe ser indivisible y absoluta, pues un Estado necesita una autoridad clara y centralizada para mantener el orden. Critica la teoría mixta porque, según su visión, conduce a la confusión de competencias y a luchas internas que debilitan al Estado. Frente a los riesgos del conflicto institucional, Bodin propone una monarquía fuerte, pero limitada por la ley divina y natural.

Su postura refleja una preocupación muy presente en su época: el temor al desgobierno y a las guerras civiles. En tiempos de inestabilidad religiosa y política, como los que vivió Bodin en Francia, la idea de un poder central fuerte parecía más segura que un equilibrio frágil entre fuerzas rivales. Así, Bodin representa una corriente importante dentro del pensamiento moderno que privilegia la unidad del poder sobre su fragmentación.

Modernidad

Tomas Hobbes

A esta crítica se suma, ya en el siglo XVII, Thomas Hobbes (1588–1679), autor de Leviatán. Hobbes parte de una visión profundamente pesimista del ser humano: en estado de naturaleza, los hombres viven en guerra de todos contra todos. Para evitar este caos, es necesario que los individuos cedan sus derechos a un soberano absoluto que garantice el orden y la paz. Este soberano puede ser una monarquía, una asamblea o cualquier forma de poder… siempre que sea uno solo e indivisible. Para Hobbes, la teoría mixta es peligrosamente inestable, porque la fragmentación del poder genera vacíos, conflictos y, en última instancia, guerra civil. En su visión, el poder dividido es poder debilitado, y el debilitamiento del poder significa la vuelta a la anarquía. Así, Hobbes rechaza toda forma de equilibrio de poderes que limite al soberano, y con ello, también la teoría mixta.

Montesquieu

Ya en el siglo XVIII, Montesquieu retoma la tradición de la teoría mixta y la transforma en su famosa doctrina de la separación de poderes, expuesta en El espíritu de las leyes. Inspirado por el modelo inglés, propone dividir el poder político en legislativo, ejecutivo y judicial, cada uno independiente y con capacidad para controlar a los otros. Aunque su lenguaje es diferente al de los griegos y romanos, el espíritu es el mismo: evitar la tiranía mediante el equilibrio institucional. Montesquieu se convirtió en una influencia directa sobre las constituciones modernas, especialmente la de Estados Unidos.

Conclusión

En conjunto, estos pensadores muestran que la teoría mixta de gobierno ha sido tanto una aspiración como un campo de debate. Algunos la vieron como la mejor manera de preservar la libertad mediante el equilibrio institucional; otros la consideraron una fórmula para el desgobierno y la guerra civil. Lo que todos compartieron, de un modo u otro, fue una preocupación por cómo organizar el poder para evitar su abuso o su disolución. Hoy, cuando muchos sistemas democráticos parecen desgastados, frágiles o capturados por intereses privados, este debate sigue vivo. La pregunta no es solo quién debe gobernar, sino cómo evitar que ese gobierno se convierta en un peligro para los demás.

viernes, 21 de marzo de 2025

Anaciclosis

Anaciclosis

En esta entrada exploraremos un concepto fascinante y, al mismo tiempo, inquietante: la anaciclosis. Esta teoría clásica intenta responder a una pregunta que sigue resonando hasta hoy: ¿por qué los regímenes políticos caen y se transforman una y otra vez? Desde Platón hasta Maquiavelo, pasando por Aristóteles, Polibio y Cicerón, la filosofía política ha reflexionado sobre la posibilidad de que la historia se repita cíclicamente, como si los sistemas de gobierno estuvieran condenados a girar en una rueda sin fin. 


Filósofos griegos

Platón

En La República, Platón ya había anticipado una visión degenerativa de los regímenes. Para él, cada forma de gobierno reflejaba un tipo de alma, y la decadencia del Estado comenzaba cuando el alma racional era desplazada por el deseo y la ambición. Así, la aristocracia degeneraba en timocracia, luego en oligarquía, luego en democracia y finalmente en tiranía. Platón no propone un modelo mixto ni cíclico, sino un proceso de corrupción moral y política inevitable sin filosofía.

Aristóteles

Aristóteles, en su Política, clasifica los regímenes según dos criterios: cuántos gobiernan y si lo hacen en beneficio del bien común o del propio. Así, distingue entre monarquía y tiranía, aristocracia y oligarquía, y politeia (gobierno mixto) y democracia. Aunque no formula una anaciclosis como tal, reconoce que los regímenes se corrompen, y que el equilibrio se puede lograr con una forma de gobierno mixto que combine elementos de varias formas puras.

Filósofos romanos

Polibio

Polibio, en el libro VI de sus Historias, propone la anaciclosis como una ley histórica. Pero también cree que es posible romper el ciclo mediante una constitución mixta. Para él, Roma es el ejemplo perfecto de equilibrio entre monarquía (los cónsules), aristocracia (el Senado) y democracia (los comicios). Esta mezcla evita que el poder se concentre y permite una estabilidad duradera.

Cicerón

Cicerón retoma la idea de Polibio, pero le añade una dimensión ética y jurídica. En De re publica, defiende la república como la mejor forma de gobierno, basada en la ley natural y el equilibrio entre instituciones. La estabilidad política, para él, no depende solo de la estructura del gobierno, sino también de la virtud cívica y el respeto por el derecho.

Filósofos renacentistas

Maquiavelo

Maquiavelo, en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, reinterpreta la anaciclosis desde un realismo republicano. No cree en el equilibrio armonioso, sino en el conflicto controlado como motor de la libertad. En su visión, el enfrentamiento entre el pueblo y los poderosos puede ser positivo si se canaliza a través de instituciones fuertes. La república ideal no elimina el conflicto, sino que lo transforma en una energía constructiva.

Conclusión

La anaciclosis nos invita a pensar la historia no como una línea recta ni como una acumulación de progreso, sino como una rueda que gira. Las formas de gobierno nacen, se corrompen, caen y renacen. Pero también nos recuerda que ese ciclo no es del todo inevitable. La filosofía política, desde Platón hasta Maquiavelo, nos ofrece herramientas para comprender y, en cierta medida, resistir esa lógica repetitiva. La pregunta que nos queda es ésta: ¿vivimos hoy en una etapa de renovación, o en una fase decadente del ciclo? Tal vez, como decía Polibio, la clave esté en diseñar instituciones que nos protejan de nosotros mismos. O tal vez, como decía Maquiavelo, la historia no se rompe con el equilibrio, sino con el valor de enfrentarnos al poder sin temor. En cualquier caso, pensar la anaciclosis es pensar el poder, y pensar el poder es, siempre, un acto filosófico y urgente.


San Agustín de Hipona - La Bondad del Matrimonio

El matrimonio ha sido, desde tiempos inmemoriales, un pilar fundamental en la vida humana. ¿Es solo un contrato social? ¿Un sacramento? ¿Un compromiso de amor y fidelidad? San Agustín, uno de los pensadores más influyentes del cristianismo, nos ofrece una perspectiva única en su obra La Bondad del Matrimonio, donde despliega una visión profunda y llena de matices sobre la verdadera esencia de esta institución.

La Bondad del Matrimonio

(De Bono Coniugali)

Capítulo I

Sociedad primigenia de varón y mujer

Agustín parte de una premisa fundamental: el ser humano es, por naturaleza, un ser sociable. No está destinado a vivir aislado, sino en comunidad con otros. Esta sociabilidad es una cualidad inherente a la naturaleza humana y tiene un propósito divino.

Para reforzar esta idea, el filósofo argumenta que Dios quiso que toda la humanidad descendiera de un solo hombre (Adán). Esto no solo resalta la unidad de la raza humana, sino que establece lazos de parentesco entre todos los hombres, fortaleciendo el sentido de fraternidad y solidaridad.

Según Agustín, la sociedad humana no se origina en estructuras políticas o económicas, sino en la unión primordial entre el hombre y la mujer. Este es el primer vínculo social, el fundamento de todas las demás formas de organización humana. Dios no creó a la primera pareja de manera separada, sino que formó a la mujer a partir del hombre (de su costado), lo que simboliza una unidad esencial entre ambos. Esta imagen sugiere que el matrimonio no es una relación impuesta artificialmente, sino una comunión natural y divina.

Agustín introduce una imagen significativa: la mujer fue creada del costado del hombre y es por el costado que las personas caminan juntas. Esta metáfora refuerza la idea de que el matrimonio no es una relación jerárquica, sino una unión en la que ambos cónyuges deben avanzar juntos, compartiendo un mismo destino y mirando en la misma dirección.

Para San Agustín, la procreación es el único fruto legítimo de la unión matrimonial. No se trata solo de un acto unitivo, sino de la consolidación de la sociedad a través de la descendencia. Es decir, los hijos refuerzan y perpetúan el propósito del matrimonio, dándole una dimensión trascendental.


Capítulo II:

Diversas hipótesis sobre la propagación de los hijos si el hombre no hubiese pecado

Agustín parte de la premisa de que el pecado trajo la mortalidad al cuerpo humano. Esto es fundamental porque, según él, el acto sexual y la procreación están vinculados a la condición mortal del cuerpo. Se pregunta, entonces, si la reproducción humana se habría llevado a cabo de otra manera si el pecado no hubiera entrado en el mundo.

Aquí se introduce una hipótesis importante: si los primeros humanos no hubieran pecado, ¿habría sido necesaria la reproducción tal como la conocemos? La mortalidad introdujo la necesidad de la descendencia para reemplazar a los fallecidos, pero sin pecado, ¿hubiera sido necesario generar nuevas vidas?

Propone varias hipótesis: la primera es la posibilidad de que Dios, que creó a los primeros humanos sin padres y permitió la concepción de Cristo sin contacto carnal, también hubiera dispuesto otro método de reproducción sin el acto sexual. Como ejemplo, menciona el caso de las abejas, que, según se creía, podían reproducirse sin contacto físico. Otra interpretación es que la orden bíblica Creced y multiplicaos podría entenderse en un sentido espiritual, refiriéndose al crecimiento en sabiduría y virtud, más que a la mera reproducción física. También sugiere que, en su estado original, los cuerpos de Adán y Eva eran mortales en el sentido de que podían cambiar, pero sin estar destinados a la corrupción de la muerte. En lugar de envejecer y morir, habrían experimentado una transmutación gradual hacia un estado inmortal, similar a lo que San Pablo describe en su carta sobre la transformación de los cuerpos en el encuentro con Cristo en el fin de los tiempos. 

En este sentido, la reproducción habría ocurrido sin la necesidad de la decadencia física o del deseo desordenado, sino de una manera armoniosa y controlada. Para reforzar su argumento, Agustín hace una comparación con el milagro de las vestiduras de los israelitas en el desierto, que no se desgastaron en 40 años; si Dios pudo preservar la ropa de su pueblo, con mayor razón habría podido otorgar a los cuerpos humanos un estado de conservación sin necesidad de la muerte. 

Concluye que la reproducción, tal como la conocemos, con sus pasiones y dolores, es consecuencia del pecado original y que, en un estado ideal, la humanidad habría crecido hasta un número determinado y luego habría alcanzado una transformación espiritual sin necesidad de la muerte. Este análisis muestra la concepción agustiniana sobre la relación entre cuerpo y espíritu, la sexualidad y la caída del hombre, lo que influiría profundamente en siglos de pensamiento cristiano sobre el matrimonio, la pureza y la finalidad de la procreación.

Capítulo III:
Múltiple bondad del matrimonio

Agustín sostiene que el matrimonio es un bien no solo porque permite la procreación, sino también por la unión natural que se establece entre el hombre y la mujer. Si bien algunos podrían pensar que el matrimonio solo tiene sentido cuando hay hijos, Agustín argumenta que incluso en parejas mayores o estériles, la relación matrimonial conserva su valor gracias al vínculo de amor y fidelidad. La relación conyugal, aunque con el tiempo pueda prescindir del acto carnal, sigue estando cimentada en el afecto y en una madurez que lleva a la pareja a renunciar voluntariamente a la relación sexual como un acto de virtud.

Otro punto clave es cómo el matrimonio convierte la incontinencia en algo moralmente aceptable, ya que el deseo carnal, dentro del matrimonio, se ordena hacia la procreación y la estabilidad de la pareja. De este modo, el matrimonio transforma el deseo en fecundidad y virtud. Además, Agustín resalta que el matrimonio impone cierta moderación a la concupiscencia, ya que la conciencia de la paternidad y maternidad introduce un freno a la desmesura del deseo sexual.

Capítulo IV: 

Valor de la fidelidad y su oposición al adulterio

Los esposos se deben una mutua fidelidad, aun cuando en la unión exista intemperancia e incontinencia. De hecho, esta visión tiene consideraciones jurìdicas segùn lo de San Pablo:


Porque la mujer maridada no es dueña de su cuerpo, sino que lo es el esposo. Y asimismo el marido no es dueño de su cuerpo, sino que lo es la mujer
(1 Corintios 7:4)

La violación de esta fe mutua se llama adulterio. Se quiebra, por lo tanto, el pacto conyugal por el concubinato y se quebranta así, la felicidad, que, aunque sea material por tratarse de cosas corporales, es un bien que hay que proteger.

Agustín utiliza una metáfora: Compara la diferencia entre una brizna de paja y un tesoro de oro para señalar que, aunque en términos materiales uno pueda parecer insignificante frente al otro, la fidelidad sigue siendo valiosa en cualquier contexto.

Cuando se compromete la fidelidad para cometer un pecado, Agustín estima que esto nunca debió ser llamado fidelidad. Para ilustrarlo, presenta un ejemplo: dos personas planean un robo y acuerdan compartir el botín, pero una de ellas traiciona a la otra y se queda con todo. Aquí, la fidelidad al pacto criminal no tiene ningún valor moral, y su violación solo agrava el pecado. Sin embargo, hay una excepción: si alguien rompe un pacto inmoral para rectificar su conducta y volver a la verdadera fidelidad(la que es conforme a la justicia y al orden divino) entonces esa transgresión es justificable, porque corrige el mal en lugar de perpetuarlo.

El cómplice en un robo que, tras ser engañado por su compañero, se lamenta no porque el robo haya sido un pecado, sino porque la fidelidad pactada en el crimen no fue respetada. Agustín argumenta que este personaje debería lamentarse más bien por haber participado en una acción injusta y por haber violado la verdadera fidelidad: la que debe a la sociedad y al orden moral establecido por Dios. Es decir, su error no es haber sido engañado, sino haber sido partícipe de un acto inicuo.

A partir de esto, Agustín establece un principio clave: la fidelidad no puede desligarse de la justicia. No tiene sentido que alguien se queje de haber sido traicionado en un pacto criminal, porque ese pacto nunca tuvo legitimidad moral. Más aún, el verdadero error del que se siente traicionado no es haber sido engañado, sino haber sido cómplice de una acción injusta desde el principio.

Finalmente, el que traiciona a su cómplice en el crimen es doblemente culpable: primero, por haber cometido la injusticia inicial (el robo) y, segundo, por haber traicionado a quien le ayudó a cometerla. Esta "doble perfidia" lo hace aún más reprobable.

eE verdadero arrepentimiento puede justificar la ruptura de una lealtad inmoral.

Primero, continúa con su analogía del crimen: si el inductor del robo decide, por arrepentimiento, no compartir el botín con su cómplice y, en su lugar, restituir lo robado, su acción no puede ser calificada de perfidia, porque su propósito es corregir el mal cometido. Aquí, Agustín subraya que la fidelidad no tiene valor si se mantiene dentro de un marco de injusticia. Lo que realmente importa es el retorno al bien, no la lealtad a un pacto inmoral.

Trasladando esta idea al matrimonio, argumenta que una mujer que comete adulterio pero se mantiene "fiel" a su amante sigue siendo infiel en esencia, ya que su lealtad está fundamentada en un pecado. Sin embargo, si además de ser infiel a su esposo, también traiciona al adúltero, su maldad se multiplica, porque ni siquiera respeta la perversidad de su propio compromiso ilícito.

Pero la clave del argumento está en la última parte: si la mujer se arrepiente y rompe la relación adúltera para volver a la castidad conyugal, no se le puede acusar de "infidelidad" con respecto al adúltero. En otras palabras, su ruptura con el amante no es una traición, sino una restauración del orden moral. Agustín deja claro que solo la fidelidad dentro del matrimonio es legítima, y que cualquier otra lealtad basada en el pecado no tiene valor moral.

Con este razonamiento, el obispo de Hipona nos muestra que la fidelidad no es simplemente una cuestión de constancia en una promesa, sino de justicia y rectitud. No tiene sentido hablar de "fidelidad" en una relación que, de por sí, es injusta. Así, el verdadero arrepentimiento implica no solo reconocer el error, sino también romper con el pecado y restituir el orden natural y divino.


Capítulo V: 

Sin intención de fidelidad y aceptación de la prole no hay propiamente matrimonio

¿Qué pasa con aquellas parejas que es juran fidelidad, pero no contraen matrimonio, es decir, solo están juntos para satisfacer sus placeres carnales? A este tipo de consorcio se le llama connubio. San Agustín critica las relaciones en las que no hay un vínculo conyugal legítimo, como el concubinato. Si una mujer se entrega a un hombre sin estar unida a él por el derecho conyugal, está en una situación pecaminosa. Incluso si se mantiene fiel a ese hombre y renuncia a cualquier otra relación, sigue sin poder considerarse una esposa legítima.

Para San Agustín, el matrimonio debe estar abierto a la posibilidad de engendrar hijos. Si bien el propósito principal de la unión no es necesariamente la procreación, esta no debe ser evitada de manera ilícita. Las parejas que rechazan tener hijos o que recurren a prácticas consideradas reprobables para impedir la concepción actúan en contra del propósito del matrimonio.

San Agustín ve la sexualidad como una fuerza difícil de controlar, por lo que el matrimonio cumple una función ordenadora. Aunque el deseo dentro del matrimonio no es un pecado en sí mismo, se considera problemático cuando se busca únicamente el placer sin atender a la procreación. De hecho, critica a las esposas que presionan a sus maridos a mantener relaciones por puro deseo, comparándolas desfavorablemente con algunas concubinas que buscan la procreación.

Pese a las debilidades humanas, San Agustín defiende que el matrimonio es un bien, ya que permite canalizar la sexualidad dentro de un marco legítimo. La fidelidad y el deber conyugal garantizan que los deseos no se desborden en la desvergüenza y la disolución. En este sentido, aunque el deseo carnal es inevitable, el matrimonio ayuda a contenerlo y dirigirlo hacia un propósito mayor.

Capítulo VI:

El débito conyugal, aun inmoderado, preserva del adulterio y fornicación

Hay hombres que no pueden controlar sus impulsos y siguen teniendo relaciones con sus esposas incluso cuando están embarazadas. San Agustín considera que esto es un exceso y un abuso, no porque el matrimonio en sí sea malo, sino porque algunas personas no saben poner límites a sus deseos.

Aunque algunas personas en el matrimonio tienen relaciones solo por placer y no con la intención de tener hijos, San Agustín dice que esto no está completamente prohibido, sino que es algo tolerado. Es decir, no es lo ideal, pero es aceptable, porque al menos evita que las personas busquen placer fuera del matrimonio, lo cual sería considerado pecado.

El matrimonio implica una entrega mutua entre los esposos. Ambos deben cumplir con los "deberes" de la relación conyugal y no negarse el uno al otro, para evitar que alguno busque placer fuera del matrimonio. Pero si uno de los dos decide vivir en abstinencia total, solo puede hacerlo si el otro está de acuerdo.

San Agustín usa una frase de la Biblia para explicar que ni el esposo ni la esposa tienen "control absoluto" sobre sus cuerpos, sino que se pertenecen mutuamente. Esto significa que deben respetarse y ayudarse a controlar sus impulsos para no caer en el pecado.

El matrimonio no es malo, pero la continencia, de acuerdo a San Agustín de Hipona, es mejor. 


Capítulo VII: 

Alianza nupcial no invalidable por la separación de los cónyuges. El matrimonio sacramental, aún con adulterio, indisoluble frente al divorcio

San Agustín explica que, aunque la continencia es la opción más meritoria, el matrimonio no es pecaminoso, siempre que se mantenga el respeto y la fidelidad entre los esposos. Sin embargo, si uno de los cónyuges busca las relaciones solo por placer y sin intención de procrear, incurre en una falta leve, mientras que el adulterio y la fornicación son pecados graves. Por ello, insiste en que los esposos deben tener caridad entre sí, evitando poner en riesgo su propia salvación por intentar alcanzar un estado de mayor pureza. La fidelidad en el matrimonio es sagrada y no puede romperse ni siquiera con la separación, ya que, según la doctrina cristiana, un esposo que abandona a su mujer sin motivo válido la expone al adulterio, y quien se case con ella también lo cometería.

El matrimonio es un vínculo tan fuerte que ni siquiera el divorcio lo disuelve en términos religiosos. Una mujer que ha sido repudiada por su esposo no puede volver a casarse mientras él siga vivo, ya que hacerlo la convertiría en adúltera, aunque su marido la haya abandonado. En este punto, San Agustín reflexiona sobre una aparente contradicción en la doctrina, preguntándose por qué un hombre que abandona a su esposa por adulterio podría volver a casarse, mientras que una mujer en la misma situación no tendría esa opción. Para él, esta aparente desigualdad resalta aún más la fuerza del vínculo matrimonial, que no puede ser disuelto ni siquiera cuando el matrimonio se ha contraído únicamente con la intención de tener hijos y esta no se cumple. Si el matrimonio pudiera romperse en casos de infertilidad, un hombre podría divorciarse de su esposa estéril para buscar descendencia con otra mujer, pero esto es completamente inadmisible.

San Agustín también menciona que incluso las leyes romanas de su tiempo prohíben que un hombre tome una segunda esposa mientras la primera siga viva. La idea fundamental es que, sin importar si es el esposo o la esposa quien abandona al otro, el matrimonio sigue siendo indisoluble. Si el propósito del matrimonio fuera únicamente la procreación, tendría sentido permitir nuevas uniones en caso de infertilidad, pero como esto no está permitido, se demuestra que el vínculo conyugal es algo más profundo e irrompible. Esta indisolubilidad del matrimonio, argumenta San Agustín, es un reflejo de un misterio aún mayor: el sacramento divino que representa. El matrimonio no es solo un contrato humano, sino un lazo sagrado que no puede ser destruido sin consecuencias espirituales. Incluso si la ley permite el divorcio, ante los ojos de Dios los esposos siguen casados, y cualquier nueva unión es adulterio. Solo en la Iglesia de Dios, dice, se comprende verdaderamente esta naturaleza sagrada del matrimonio, pues es en ella donde se preserva su verdadero significado y fuerza.

Capítulo VIII:

Repudio en gentiles y judíos. Matrimonio cristiano, bien en si mismo

En la legislación de los gentiles, el matrimonio está permitido sin reato de la pena, sin sanción. Los actos sexuales sin matrimonio son fornicación y si comparamos el matrimonio con la fornicación, la fornicación es peor. Ahora bien, el adulterio es peor que la fornicación, pero peor aún es el incesto. 

Sin embargo, no porque hayan niveles de degradación quiere decir que los que son menos degradantes sean buenos, es decir, que el adulterio sea bueno porque es menos degradante que el incesto. De hecho, si siguiéramos esta línea de pensamiento, llegaríamos a resolver que el crimen de adulterio es en realidad algo bueno. 

Siguiendo esta lógica, el matrimonio tiene un propósito en esta vida transitoria, ya que está ligado a la reproducción y la continuidad de la humanidad, pero la continencia se asemeja a la vida eterna de los ángeles y, por tanto, es un estado más elevado. Sin embargo, esto no significa que todas las personas que eligen la virginidad sean automáticamente superiores a las casadas. Así como es mejor que un justo coma con moderación que un sacrílego ayune para honrar a los demonios, también es preferible el matrimonio de los fieles a la virginidad de los impíos. En otras palabras, no es el estado de la persona lo que la hace mejor, sino la intención y la fe con la que vive ese estado.

San Agustín usa varios ejemplos bíblicos para reforzar su punto. Marta y María, las hermanas de Lázaro, ambas servían a Cristo, pero mientras Marta se ocupaba de los asuntos prácticos, María se dedicaba completamente a escuchar sus enseñanzas. Jesús elogió la elección de María como la mejor, pero eso no significa que el servicio de Marta fuera malo, sino simplemente que había algo superior. Del mismo modo, se reconoce la castidad conyugal de Susana como un bien, pero se considera aún mejor la viudez de Ana, y más perfecta aún la virginidad de María, la madre de Jesús.

Otro ejemplo es el de aquellos que ayudan a los justos y los profetas brindándoles refugio y alimento. Esto es un bien, pero es aún más excelente renunciar a todas las posesiones para seguir completamente a Cristo. Sin embargo, nadie diría que ayudar a un justo es algo malo solo porque el desapego total sea un ideal superior.

Capítulo IX: 

El matrimonio, bien necesario. En la antigüedad los santos debieron de matrimoniarse. Ahora es preferible la continencia

Como se ha señalado, en efecto, el matrimonio es un buen necesario. En tiempos antiguos, los santos debieron matrimoniarse porque la idea principal era que existiera población suficiente para la llegada del Salvador del mundo. Sin embargo, ahora que ya hemos recibido la palabra, el matrimonio, siendo un bien necesario, es inferior frente a la continencia. Una sociedad, santa y perfecta, debe aconsejar, a pesar de que algunos ya lo tengan decidido, a llevar una vida de continencia solo como sugerencia. 


Capítulo X:

Elogio Paulino a la continencia. Hoy solo necesario el casamiento de los continentes

San Agustín responde a quienes temen que la humanidad desaparezca si todos eligieran la continencia, argumentando que esto sería un bien si se hiciera por amor a Dios, pues aceleraría la llegada del reino celestial. Siguiendo a San Pablo, considera que el celibato es preferible porque permite enfocarse en Dios sin distracciones, aunque reconoce que el matrimonio es una opción legítima para quienes no pueden mantenerse castos, ya que es mejor casarse que vivir consumido por el deseo.

Aclara que el matrimonio no es pecado y que no necesita ser perdonado, pero advierte que las relaciones conyugales solo por placer pueden volverse desordenadas. Si un cónyuge cede a la exigencia del otro para evitar su infidelidad, cumple con su deber, pero si ambos se dejan llevar por el deseo sin moderación, actúan por concupiscencia. San Agustín enfatiza que el matrimonio debe usarse con moderación, evitando prácticas desordenadas y reservando tiempos de abstinencia para la oración, pues la relación conyugal debe estar guiada por la razón y la fe, no solo por el placer.

Capítulo XI:

El coito ''contra naturam'', más condenable con la esposa que con la meretriz

San Agustín explica que las relaciones dentro del matrimonio, aunque sean solo por placer y no con el fin de procrear, constituyen un pecado leve si se realizan entre esposos, pero son un pecado grave si se hacen fuera del matrimonio. Sin embargo, si esas relaciones se llevan a cabo de manera contraria a la naturaleza, el pecado es aún más grave, especialmente si se realizan dentro del matrimonio, pues atentan contra su propósito sagrado.

Para él, el matrimonio tiene una finalidad clara: la procreación y el cumplimiento honesto de los deberes conyugales. Cualquier exceso en el deseo dentro del matrimonio es más tolerable que la fornicación, pero los esposos deben evitar desordenarse en sus pasiones.

Respecto a la santidad del matrimonio y del celibato, San Agustín aclara que los esposos pueden ser santos si son fieles a Dios y entre sí. Incluso, un esposo fiel puede ayudar a su cónyuge infiel a alcanzar la salvación. Sin embargo, el celibato sigue siendo un estado superior porque permite enfocarse únicamente en Dios sin preocupaciones mundanas.

No significa que una esposa piadosa no busque agradar a Dios, pero al estar casada, también debe preocuparse por las necesidades de su esposo, mientras que una virgen consagrada solo se dedica a lo espiritual. Por eso, San Pablo afirma que la castidad es un bien más elevado que el matrimonio, aunque ambos sean caminos válidos dentro de la fe cristiana.


Capítulo XII:

Muy pocas casadas piensan exclusivamente en agradar a Dios

San Agustín analiza si las palabras de San Pablo sobre la dedicación a Dios aplican a todas las mujeres casadas o solo a un grupo específico. Explica que no todas las viudas o mujeres solteras son automáticamente piadosas, ya que algunas, aunque no estén casadas, viven entregadas a placeres mundanos y, según el Apóstol, están "muertas aunque vivan". Lo importante no es el estado civil, sino la actitud de la persona frente a Dios.

Por otro lado, reconoce que es difícil encontrar una mujer casada que, entre sus muchas obligaciones, tenga como prioridad agradar al Señor. Sin embargo, existen esposas que llevan una vida piadosa, como las que describe San Pedro, quienes con su pureza y respeto pueden incluso convertir a sus esposos incrédulos a la fe. Estas mujeres no buscan adornarse con lujos exteriores, sino con humildad y buenas obras, siguiendo el ejemplo de Sara, esposa de Abrahán, quien era obediente y fiel.

San Agustín concluye que, aunque es posible que algunas esposas vivan dedicadas a Dios dentro del matrimonio, son casos excepcionales. Y, en la mayoría de estos casos, no se casaron con esa intención, sino que llegaron a ese estado de piedad después de haberse casado. Con esto, reafirma su idea de que la virginidad y la continencia permiten una entrega más plena a Dios, aunque no descarta que en el matrimonio también pueda haber santidad.


Capítulo XIII:

El Nuevo Testamento invita al matrimonio a los incontinentes, el Antiguo Testamento, a todos

Aquellos cristianos que no están casados y pueden abstenerse del contacto carnal deberían preferir la virginidad o la viudez, ya que así evitan las preocupaciones y tribulaciones del matrimonio. Aunque algunos se casan por deseo carnal y no pueden deshacer el vínculo, si logran dominar sus pasiones, pueden llevar un matrimonio más santo. Si ambos cónyuges acuerdan vivir en continencia, alcanzan un estado de mayor perfección, pero si solo uno lo desea, debe cumplir con el deber conyugal sin exigirlo por sí mismo, manteniendo una unión religiosa y casta.

En tiempos antiguos, antes de la revelación del Evangelio, los justos se casaban principalmente para tener hijos, no por deseo carnal. Si hubieran conocido el llamado a la continencia del Nuevo Testamento, la habrían abrazado con alegría. De hecho, estos hombres, aunque tenían varias esposas según las costumbres de la época, vivían con más castidad que muchos que hoy solo tienen una. Para San Agustín, es más fácil para algunos abstenerse de toda relación sexual que acercarse a su esposa solo con el propósito de procrear, sin dejarse llevar por el deseo.

Él reconoce que hay muchas personas, tanto hombres como mujeres, que han optado por la continencia después de casarse o que han guardado virginidad de por vida. Sin embargo, nunca ha conocido a alguien casado que afirme haber mantenido relaciones solo por la esperanza de tener hijos. Por ello, los preceptos de los Apóstoles sobre el matrimonio están dirigidos a regularlo, pero lo que toleran, como la satisfacción del deseo dentro del matrimonio, es solo una concesión, no una obligación. Para San Agustín, el matrimonio es bueno, pero la continencia es el ideal superior.

Capítulo XIV:

Concubinato con el fin de procrear es menos legítimo que el matrimonio para solo evitar la incontinencia

Una relación de concubinato con el fin de tener hijos no puede ser considerada más legítima que un matrimonio donde los esposos tienen relaciones solo para evitar la incontinencia. Lo importante no es si en el matrimonio hay excesos en el deseo, sino la naturaleza y el propósito del matrimonio en sí mismo, que es un vínculo legítimo y aprobado por Dios.

Para ilustrarlo, usa varias comparaciones: un ladrón que usa bienes robados para hacer caridad no justifica su robo, así como un tirano que gobierna con justicia no legitima su usurpación del poder. De la misma manera, una relación concubinaria con el fin de procrear no se vuelve justa solo por su propósito, del mismo modo que el matrimonio no es malo en sí mismo aunque algunos esposos abusen del deseo.

Finalmente, recuerda que quienes han vivido en concubinato pueden abandonar esa relación ilegítima y casarse de manera legítima, corrigiendo su error y entrando en un estado aprobado por Dios. Con esto, reafirma que el matrimonio siempre es preferible y más legítimo que cualquier otro tipo de unión, incluso si esta tiene una intención aparentemente noble.

Capítulo XV:

El matrimonio no es anulable por la esterilidad. Poliginia, hoy inadmisible, permitida en los antiguos patriarcas

San Agustín sostiene que el matrimonio cristiano es indisoluble y que su validez no depende de la procreación. Aunque una pareja se case con la esperanza de tener hijos y descubra que es estéril, esto no justifica la separación ni la búsqueda de un nuevo cónyuge, ya que hacerlo sería considerado adulterio. Incluso si no logran su propósito inicial, siguen siendo esposos legítimos hasta la muerte de uno de ellos.

En el Antiguo Testamento, los patriarcas podían tener varias esposas con el consentimiento de la primera, ya que la prioridad era garantizar una descendencia numerosa. Sin embargo, en la época cristiana, esta práctica ya no es válida porque la necesidad de una gran generación de hijos no es tan urgente como lo fue antes.

San Agustín explica que las normas pueden cambiar según la época y las necesidades de la humanidad. En la antigüedad, tener varias esposas no era un pecado, incluso para aquellos que podrían haber optado por la continencia, porque en ese contexto la sociedad requería una población creciente. Hoy, en cambio, es preferible no casarse si se puede mantener la castidad, pero si la continencia resulta difícil, el matrimonio sigue siendo una opción válida.

Capítulo XVI:

Mismo criterio moral en el placer sexual y nutricional. Honestidad de los hijos, criaturas de Dios

San Agustín compara el matrimonio con la alimentación, argumentando que así como el alimento es necesario para la conservación del cuerpo, el matrimonio lo es para la conservación de la humanidad. Ambos actos incluyen un placer natural que, cuando es moderado y controlado por la templanza, no es condenable ni pecaminoso. Sin embargo, advierte que el adulterio y la fornicación son como los manjares prohibidos en la alimentación, ya que buscan el placer sin respetar el orden moral establecido por Dios.

Así como comer con exceso, aunque sea con alimentos permitidos, es un acto de gula, el uso desordenado del placer dentro del matrimonio también puede ser inmoderado, aunque solo sea un pecado leve. Siguiendo esta lógica, sostiene que es preferible morir sin hijos que concebirlos a través de una unión ilícita y pecaminosa.

San Agustín también aclara que todos los seres humanos, sin importar su origen, son criaturas de Dios y tienen la posibilidad de alcanzar la salvación. El hecho de que un niño nazca de una relación pecaminosa no justifica el pecado de sus padres, así como el hecho de que un matrimonio legítimo tenga hijos malvados no es culpa del matrimonio en sí.

Agustín hace una comparación con los justos del Antiguo Testamento, quienes, aunque disfrutaban del placer conyugal, lo hacían con moderación y con el propósito de contribuir al bien común. No pueden ser comparados con aquellos que caen en la lujuria descontrolada, ni con quienes dentro del matrimonio buscan solo el placer sin límite. Así como los apóstoles se alimentaban aunque no eran carnales, los patriarcas del pasado se casaban y tenían hijos según la necesidad de su época, demostrando que las normas cambian según los tiempos, pero el orden divino sigue guiando la conducta humana.


Capítulo XVII:

Los connubios del Antiguo Testamento y Nuevo Testamento no son comparables. Allí cabía la poliginia, no la poliandria.

San Agustín comienza afirmando que, aunque en su época muchos recurren legítimamente al matrimonio por no poder guardar la continencia —como lo permite San Pablo en 1 Corintios 7, 9—, estos matrimonios no son comparables con los de los justos del Antiguo Testamento. En ambos casos el matrimonio busca un fin común y legítimo: la procreación de hijos dentro de un orden moral y con un nacimiento honesto. Sin embargo, en el contexto de la nueva alianza, quienes se casan lo hacen muchas veces desde una necesidad que es tolerada, más que desde una disposición espiritual plena.

Agustín profundiza esta diferencia señalando que los patriarcas del Antiguo Testamento, aunque perfectamente capaces de vivir en continencia, se casaban por obediencia a un propósito divino. Por tanto, mientras hoy algunos se elevan al matrimonio desde su debilidad hacia una forma honesta de vida, los antiguos descendían al matrimonio desde una piedad fuerte, aceptando ese estado como parte del plan salvífico de Dios. Así, aunque el matrimonio en sí es bueno en ambas épocas, la intención y el contexto espiritual lo hacen más elevado en los patriarcas.

Incluso quienes hoy se casan únicamente con el fin de procrear no alcanzan el mismo nivel que aquellos antiguos justos. La razón es que, en la actualidad, el deseo de tener hijos suele tener una raíz más carnal, mientras que en los patriarcas era un deseo espiritual, porque participar en la propagación del pueblo elegido era formar parte del cumplimiento de una profecía y de un misterio más grande. Para ellos, engendrar no era solo un acto natural, sino un acto de fe que prefiguraba la venida del Mesías.

A continuación, San Agustín aborda la cuestión de la poligamia permitida a los hombres del Antiguo Testamento, y la prohibición de la poliandria (una mujer con varios maridos). Explica que hay una ley natural y simbólica que sustenta esta diferencia. Lo superior, como el alma o Dios, tiende a la singularidad: un solo señor, un solo Dios, un solo esposo. En cambio, lo inferior puede estar subordinado a uno solo sin que eso contradiga el orden natural. Por eso, mientras un hombre podía tener varias esposas dentro de la ley antigua, nunca se ve en la Escritura que una mujer tuviera varios maridos a la vez.


Capítulo XVIII:

Monogamia del matrimonio sacramental

San Agustín comienza afirmando que el matrimonio cristiano, como sacramento, ha quedado reducido a la unión exclusiva entre un solo hombre y una sola mujer, en coherencia con el destino último de la humanidad: la unidad perfecta en Dios. Esta unidad futura se manifestará en la ciudad celestial, donde todos compartirán un solo corazón y una sola alma en comunión con el Creador. Por eso, dice, la estructura monógama del matrimonio sacramental no es meramente disciplina moral, sino figura de esa unidad escatológica prometida.

En este sentido, se justifica que la Iglesia solo confiera el sacramento del orden a quien haya sido “varón de una sola mujer”, pues este símbolo de fidelidad y unidad personal representa también la fidelidad a la única Iglesia y al único Dios. San Agustín reconoce que segundas nupcias no son pecado, ya que el Apóstol permite casarse sin culpa; sin embargo, sostiene que, por la santidad del sacramento, quien ha tenido múltiples matrimonios pierde la idoneidad simbólica para ciertos ministerios eclesiásticos, como el sacerdocio. No es una cuestión de moralidad, sino de adecuación a un signo sagrado.

Agustín refuerza su argumento mostrando cómo los antiguos patriarcas, que practicaron la poligamia, prefiguraban a la Iglesia universal, compuesta por muchas naciones pero sometida a un solo esposo: Cristo. De modo análogo, el obispo cristiano, al haber tenido una sola esposa, simboliza a Cristo unido a una única Iglesia. Por ello, así como no es lícito servir a más de un señor, tampoco lo es que una mujer, teniendo a su esposo vivo, se una a otro: eso sería adulterio, tanto en el plano humano como en el espiritual, es decir, idolatría o apostasía frente al único Dios.

Además, Agustín critica ejemplos paganos, como el de Catón, que prestó su esposa a otro para que tuviera hijos. Para el cristiano, la santidad del sacramento prevalece sobre la fecundidad, y nunca puede justificarse un acto que disuelva la unidad conyugal bajo pretextos pragmáticos.

En el cierre del capítulo, Agustín reafirma que ni siquiera quienes hoy se casan sólo por el fin procreativo pueden equipararse a los patriarcas antiguos, pues estos lo hacían movidos por una finalidad espiritual y profética. Para ilustrarlo, recuerda a Abrahán, quien, obedeciendo a Dios, estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac, el hijo de la promesa, lo que muestra que sus vínculos familiares estaban subordinados a una fe radical y total en Dios. Así, la fidelidad monógama del matrimonio cristiano no solo es una cuestión de moral sexual, sino una profunda figura teológica del vínculo indisoluble entre Cristo y la Iglesia, y de la comunión eterna entre Dios y la humanidad redimida.

Capítulo XIX

Matrimonio de los patriarcas del Antiguo Testamento bien mayor que la continencia en el Nuevo Testamento

San Agustín plantea una comparación difícil pero necesaria: ¿pueden los que practican hoy la continencia cristiana —es decir, el celibato o la virginidad por amor a Dios— ser considerados iguales o incluso superiores a los patriarcas del Antiguo Testamento que contrajeron matrimonio? A primera vista, podría pensarse que sí, ya que la continencia es muy valorada en la vida cristiana. Sin embargo, Agustín advierte que el matrimonio de los patriarcas tiene un bien mayor que los matrimonios comunes, y ese bien puede superar incluso el de la continencia, dependiendo del motivo y la finalidad.

Para San Agustín, los patriarcas no buscaban tener hijos por una mera necesidad natural o por el deseo de dejar descendencia, como ocurre normalmente. Aunque tal deseo no es malo —de hecho, es un bien natural que incluso los animales poseen por instinto de perpetuación—, los patriarcas lo hacían movidos por una esperanza espiritual y profética. Su unión tenía un fin más alto: contribuir al cumplimiento de la promesa divina, pues de su descendencia habría de nacer el Mesías.

Esto eleva la dignidad de su matrimonio, ya que no era un simple acto natural ni una búsqueda de posteridad humana, sino un servicio directo al plan de salvación. Así, el deseo de tener hijos en los patriarcas estaba ligado a la esperanza de un Salvador, a través del cual Dios formaría un pueblo santo, distinto entre todas las naciones. Su fecundidad era, por tanto, instrumento de una profecía viviente.

Agustín ilustra esta verdad con una escena emblemática: el juramento del siervo de Abrahán, quien al poner su mano sobre el muslo de su señor, jura buscar esposa para Isaac. Ese gesto tiene un significado simbólico: del “fémur” de Abrahán —símbolo de su potencia generadora— habría de salir, según la carne, el mismo Dios encarnado, Jesucristo. Por eso, dice Agustín, este gesto encierra un testimonio del valor espiritual y salvífico que tuvo la descendencia de los patriarcas.


Capítulo XX:

La ley de la purificación no implica la unión carnal pecaminosa

San Agustín comienza refutando una objeción común en su tiempo: que el acto conyugal pueda considerarse pecado solo porque la ley mosaica mandaba purificarse tras la unión marital. Él sostiene que este mandato no implica que el uso legítimo del cuerpo en el matrimonio sea pecaminoso. Más bien, la ley antigua estaba cargada de signos y figuras simbólicas, y la purificación ritual debía entenderse en ese contexto. La materia que sirve para la generación representa, según Agustín, la vida sin formación ni instrucción, y la purificación simboliza la necesidad de que esa vida informe sea formada por la ciencia y la educación espiritual.

Para reforzar este argumento, Agustín pone otros ejemplos rituales similares: por ejemplo, el sueño involuntario que provoca emisiones corporales, que tampoco es pecado, pero igualmente requería purificación. Si se considerara pecado por el hecho de haber ocurrido, entonces habría que decir lo mismo de la menstruación femenina, lo que es absurdo. Estas leyes, insiste Agustín, no se refieren al pecado moral, sino que son signos pedagógicos y espirituales, figuras de realidades interiores. Lo mismo ocurre con el acto de enterrar a un muerto: no es pecado, sino obra de misericordia, pero aun así la ley mandaba purificación, porque el cuerpo sin vida representa el alma separada de la justicia, es decir, en estado de pecado.

A continuación, Agustín retoma la comparación entre el matrimonio de los patriarcas y la vida de continencia de algunos cristianos. Reafirma que el matrimonio es un bien en sí, instituido por Dios y digno de defensa ante cualquier ataque. Sin embargo, su objetivo aquí no es comparar matrimonio con matrimonio, sino evaluar qué tipo de continencia puede ser comparable con el elevado valor del matrimonio de los patriarcas, cuyo fin estaba íntimamente unido al plan de salvación.

Y aquí Agustín deja claro que no todos los que viven hoy en matrimonio pueden compararse con los antiguos justos, pues su motivación y contexto eran distintos. Pero tampoco cualquiera que practica la continencia puede ser fácilmente igualado a ellos. De hecho, la grandeza espiritual de los patriarcas es tal, que solo una forma de continencia vivida con profunda fe y radical entrega puede acercarse a su ejemplo. Y finaliza con un ejemplo potente: si alguien pensara que Abrahán solo se casó porque no podía alcanzar el Reino de los Cielos de otra forma, se equivoca gravemente. Abrahán estaba tan dispuesto a renunciar incluso a su único hijo —el fruto más deseado del matrimonio— que quedó demostrado su amor incondicional por Dios y su entrega total al Reino.

Capítulo XXI:

La continencia, como toda virtud, puede ser habitual o también actual

San Agustín comienza señalando que la continencia, como toda virtud, pertenece al espíritu y no al cuerpo. Las virtudes del alma pueden manifestarse en acciones visibles o permanecer ocultas como hábitos internos. Pone como ejemplo a los mártires, cuya fortaleza interior se hizo evidente en la prueba del sufrimiento. Sin embargo, hay muchos otros que poseen esa misma fortaleza, aunque no han tenido ocasión de demostrarla ante los hombres; su virtud está presente, aunque solo conocida por Dios.

A continuación, presenta el caso del santo Job, cuya paciencia fue evidente para Dios desde el inicio, pero solo se hizo visible para los hombres cuando fue probado por el sufrimiento. Esto muestra que la virtud no se crea en la prueba, sino que se revela por ella. En este sentido, hay personas que poseen virtudes reales, pero al no ser sometidas a prueba, su virtud permanece latente.

Luego, menciona a Timoteo, quien tenía la virtud de abstenerse del vino. San Pablo le aconseja tomar un poco de vino por razones de salud, lo cual no compromete su virtud, porque la continencia no consiste en la abstención permanente, sino en la capacidad de abstenerse cuando sea necesario. El hábito virtuoso no exige ejercer constantemente la acción, sino estar preparado para ella cuando sea oportuno.

San Agustín aborda también la continencia en relación con el matrimonio. Aquellos que no pueden contenerse deben casarse, como dice san Pablo, pero quienes pueden ser continentes lo son por virtud. El verdadero virtuoso puede usar de los bienes de este mundo subordinándolos a un bien mayor, o incluso abstenerse de ellos cuando no son necesarios. De hecho, afirma que es más difícil usar moderadamente los bienes que abstenerse por completo. Por eso, quien puede hacer ambas cosas —usar y abstenerse con sabiduría— posee la virtud más perfecta.

San Pablo sirve nuevamente de ejemplo cuando dice que sabe vivir en abundancia y también en pobreza. No todos pueden mantener la virtud en ambas condiciones. Soportar la necesidad es común, pero saber soportarla es propio de las almas fuertes. Igualmente, aunque muchos disfrutan de la abundancia, no todos saben hacerlo sin corromperse. La virtud está en saber adaptarse sin perder la integridad.

Cristo mismo es presentado como modelo de continencia. Aunque comía y bebía, no por eso carecía de virtud. Comparado con Juan el Bautista, que llevaba una vida austera, Jesús fue criticado injustamente. San Agustín señala que no por abstenerse más se es necesariamente más virtuoso. Las murmuraciones contra Cristo por su modo de vida son similares a las que los maniqueos lanzaban contra los patriarcas por su vida conyugal. Sin embargo, tanto Cristo como los patriarcas vivieron con virtud, cada uno según el tiempo y las circunstancias.

San Agustín recuerda que la sabiduría divina se manifiesta en sus hijos, y que cada estado de vida, ya sea en continencia o en matrimonio, puede servir a los planes de Dios. Las críticas desde posiciones extremas, ya sea por la abstinencia o por el uso de los bienes, ignoran esta diversidad en la acción divina. La virtud debe juzgarse por la intención y la disposición interior, no solo por las apariencias externas.

Capítulo XXII:

Los patriarcas tenían continencia habitual; hoy se precisa también la actual. Respuesta a las argucias de Joviniano  

San Agustín comienza este capítulo afirmando que en los tiempos de los patriarcas, cuando la ley declaraba maldito al que no tuviera descendencia en Israel, los santos varones como Abrahán poseían la virtud de la continencia de forma habitual, aunque no la manifestaran exteriormente, ya que las exigencias de su época requerían otra forma de obrar. Sin embargo, con la llegada de la plenitud de los tiempos y la enseñanza de Cristo que invita a quien pueda vivir en continencia a hacerlo, ya no basta con tener esa virtud como hábito: quien la posee debe ejercerla en la práctica, o de lo contrario, su pretendida virtud no tiene valor.

Ante quienes, con astucia y mala intención, reprochan a los cristianos célibes su decisión de no casarse con argumentos como “¿Eres mejor que Abrahán?”, San Agustín aconseja no dejarse intimidar. No se debe responder afirmando ser superior a Abrahán, pero sí se puede afirmar que la virginidad o el celibato es un estado más excelente que el matrimonio, aunque Abrahán haya sido virtuoso dentro de su tiempo y estado. Abrahán practicó la castidad dentro del matrimonio, pero también habría podido vivir en continencia total si las circunstancias lo hubiesen permitido. Por tanto, el célibe actual no es mejor que Abrahán como persona, pero sí vive una forma más elevada de castidad, adaptada al nuevo tiempo de la gracia.

El cristiano, entonces, puede considerar que realiza algo más perfecto por poder abstenerse del matrimonio sin dificultad, mientras que otros no tienen esa capacidad. Sin embargo, reconoce también que no es superior a quienes, por mandato divino o exigencias de su época, no podían optar por la continencia. Incluso podría afirmar que si Abrahán hubiera vivido hoy, habría practicado esa continencia de forma aún más perfecta que el cristiano actual. Y si un cristiano piensa que, aun viviendo casado, podría conservar su virtud intacta como Abrahán, pero se abstiene por deber religioso, entonces puede decir que no es mejor que Abrahán por poseer otra virtud, sino porque obra de modo distinto según su época.

San Agustín también advierte que este cristiano no debe jactarse de su virtud, a menos que lo haga con humildad y verdad. Si prefiere la discreción, puede simplemente responder que quien llegue a lo que Abrahán fue, será como él. También puede reconocer que, aunque su continencia actual se manifieste en el celibato, su virtud puede no ser tan profunda como la de Abrahán, quien supo vivir con castidad en el matrimonio. Así, el uso virtuoso del matrimonio puede ser más meritorio que la simple abstención que no ha sido puesta a prueba.

Finalmente, Agustín aplica este razonamiento a las mujeres consagradas. Si una mujer soltera, dedicada al servicio del Señor, recibe la crítica de que pretende ser mejor que Sara, esposa de Abrahán, debe responder que es mejor que todas aquellas que no tienen la virtud de la continencia, pero no necesariamente mejor que Sara. Sara, como Abrahán, vivió según las exigencias de su tiempo, con virtud verdadera. La mujer consagrada puede ahora manifestar exteriormente lo que en Sara existía como virtud interna, oculta en su corazón por las circunstancias históricas en que vivió.

Capítulo XXIII: 

La castidad de continencia es mejor que la castidad conyugal

Agustín afirma en este capítulo que, si se comparan entre sí las formas de castidad, la continencia —es decir, la castidad practicada fuera del matrimonio, por propia elección— es más excelente que la castidad conyugal. Ambas son bienes verdaderos, pero uno es superior al otro. Así como un número mayor contiene al menor (por ejemplo, el sesenta incluye al treinta, pero no al revés), quien posee la continencia posee también la castidad conyugal de forma implícita, mientras que el casado no posee la continencia. No se trata de una falta de virtud, sino de la diferencia de deberes y estados de vida.

Sin embargo, al comparar personas concretas, la evaluación se complica. Puede ocurrir que alguien tenga un bien más elevado en un aspecto, pero que sea inferior en otro. San Agustín señala que la obediencia es una virtud aún más importante que la continencia, porque la Escritura nunca condena el matrimonio, pero sí la desobediencia. Así, una virgen desobediente está en peor condición espiritual que una mujer casada que vive en obediencia. Lo mismo aplicaría si comparamos a una virgen dada al vino con una casada sobria. En ambos casos, el defecto moral pesa más que la excelencia de estado.

Por tanto, aunque la virginidad sea superior al matrimonio, esta comparación no se sostiene si se la confronta con virtudes fundamentales como la obediencia. La virginidad y el matrimonio son dos bienes, uno más excelente que el otro, pero cuando hay mezcla de bien y mal, como la virginidad sin obediencia, el juicio cambia: es preferible una virtud menor acompañada de otras virtudes mayores que una virtud excelsa que coexiste con vicios graves.

San Agustín profundiza aún más afirmando que la obediencia es madre de todas las virtudes. Esto se debe a que la virginidad es un consejo evangélico —una opción libre y recomendable—, mientras que la obediencia a los mandamientos de Dios es un precepto, una obligación para todos. Así, puede haber obediencia sin virginidad, pero no verdadera virginidad sin obediencia. Una virgen que desprecia los mandamientos —por ejemplo, siendo soberbia, chismosa o codiciosa— peca gravemente, como Eva, por desobediencia. De ahí que se prefiera incluso una mujer casada obediente antes que una virgen desobediente, o que se valore más a una casada que obedece mejor que una virgen con menos obediencia.

San Agustín refuerza su argumento con el ejemplo de Abrahán, quien, estando casado, fue capaz de obedecer a Dios hasta el punto de estar dispuesto a sacrificar a su único hijo. Si Dios le hubiera pedido vivir en continencia, no cabe duda de que también lo habría hecho. Esto demuestra que, aunque no practicaran la continencia, los patriarcas poseían una obediencia tan elevada que los convierte en modelos superiores de santidad. Por el contrario, hay muchos que hoy viven en continencia, renunciando al matrimonio, pero sin cumplir con igual fervor los mandamientos divinos.

Capítulo XXIV:

Epílogo del triple bien del matrimonio cristiano (fides, proles, sacramentum). Los patriarcas observan la obediencia en la realidad y la continencia en la intención

San Agustín concluye su tratado sobre la continencia y el matrimonio cristiano afirmando que el matrimonio, en todas las culturas y entre todos los pueblos, es un verdadero bien. Este bien se expresa principalmente en tres aspectos: la generación de hijos (proles), la fidelidad mutua entre los esposos (fides), y la indisolubilidad sagrada del vínculo matrimonial (sacramentum). En el caso del pueblo de Dios, el matrimonio adquiere una dignidad aún mayor, porque se reviste del carácter sacramental. Así, incluso cuando no se logra el fin primario de procrear, el vínculo permanece válido y no puede romperse más que por la muerte de uno de los cónyuges. La analogía que usa San Agustín es clara: al igual que el sacramento del orden permanece en el alma del clérigo aun si no ejerce su ministerio, el matrimonio conserva su carácter sagrado aun si no cumple plenamente sus fines visibles.

La finalidad original del matrimonio, dice San Agustín, es la procreación. Así lo confirma el Apóstol Pablo cuando recomienda que las viudas jóvenes se casen para tener hijos y cuidar de la casa. En cuanto a la fidelidad, San Pablo también enseña que los esposos no se pertenecen a sí mismos, sino el uno al otro, compartiendo sus cuerpos con reciprocidad y respeto. En lo referente al sacramento, la autoridad del mismo Cristo queda reflejada en el mandato de que la mujer no se separe del marido, y si se separa, no se case de nuevo, y lo mismo el marido respecto de su mujer.

Así, San Agustín presenta el triple bien del matrimonio como fundamento sólido: los hijos, la fidelidad conyugal, y el carácter sacramental. Pero al mismo tiempo, reconoce que, en los tiempos actuales de la gracia, es aún más excelente abstenerse del matrimonio no por desprecio de estos bienes, sino para consagrarse totalmente al Señor. Esta consagración es legítima y santa cuando se vive no solo en continencia, sino también en obediencia. Es decir, que quienes optan por la virginidad o el celibato deben hacerlo para dedicarse plenamente al servicio de Dios, y no por vanidad o autosuficiencia.

La obediencia, como virtud cardinal y raíz de todas las demás, tiene un lugar preeminente en esta reflexión. San Agustín señala que los patriarcas del Antiguo Testamento practicaron la obediencia de manera ejemplar en sus obras, y que, aunque vivieron en matrimonio, guardaban en su alma la disposición habitual a la continencia. Si Dios les hubiera mandado abstenerse del matrimonio, lo habrían hecho con prontitud, pues ya usaban del matrimonio no por placer, sino por obediencia, para cumplir el fin de la procreación. Su virtud, por tanto, radicaba no solo en sus actos externos, sino en su disposición interior constante a hacer la voluntad de Dios, incluso si eso hubiese implicado vivir en continencia total. Así, su santidad no depende del estado conyugal en sí, sino del espíritu de obediencia con que vivieron.

Capítulo XXV
Defensa de patriarcas polígamos contra calumnias maniqueas

San Agustín, en este último capítulo, defiende a los patriarcas del Antiguo Testamento —como Abrahán, Jacob, David y otros— frente a las críticas lanzadas por los maniqueos y otras sectas herejes, quienes los acusaban de incontinencia por haber tenido varias esposas. Su defensa parte de una distinción fundamental: no todo lo que hoy sería considerado reprobable lo fue en otros tiempos y bajo otras leyes divinas o humanas. La poligamia de los patriarcas no puede ser juzgada como pecado porque no contradecía la ley natural, ya que su motivación era la procreación legítima, no el placer carnal; no iba contra las costumbres sociales de su tiempo, porque era una práctica común y socialmente aceptada; y tampoco violaba ningún mandamiento divino, pues no existía entonces una ley que la prohibiera.

San Agustín deja en claro que lo esencial es la intención recta con la que se usaba del matrimonio. Los patriarcas actuaron por obediencia y con el deseo de cumplir los fines que Dios mismo había dispuesto para la institución matrimonial: la transmisión de la vida y la formación del pueblo elegido. Por tanto, no puede atribuírseles culpa moral ni ser objeto de desprecio, como hacían los maniqueos. La Iglesia actual, en cambio, enseña a no imitar los usos ilícitos del matrimonio, y condena a quienes lo practican en formas que contravienen las enseñanzas de Cristo y de la Escritura. Pero esto no se aplica retroactivamente a los santos del Antiguo Testamento, que vivieron en fidelidad a la ley y a la voluntad de Dios en su propio tiempo.

Capítulo XXVI
Los cristianos conyugados no minusvaloren a los santos patriarcas

San Agustín concluye su tratado con una exhortación tanto a los cristianos casados como a los vírgenes y continentes, invitándolos a la humildad, la obediencia y una vida coherente con el fin espiritual que se han propuesto.

Primero, dirige una advertencia a los matrimonios cristianos: no deben juzgar con ligereza ni desde su fragilidad a los patriarcas del Antiguo Testamento. La comparación entre ellos y los antiguos justos es inapropiada, pues los patriarcas ejercían una continencia heroica dentro del uso legítimo del matrimonio. Vivían orientados no al placer, sino a la procreación, y, en particular, a la preparación del camino para la venida de Cristo. San Agustín señala que quienes hoy practican la continencia dentro del matrimonio, por ejemplo tras la muerte del cónyuge o por mutuo acuerdo, reciben una gran recompensa, pero no deben por ello despreciar el ejemplo profético de los patriarcas. Antes bien, deben reconocer que los matrimonios de aquellos tiempos eran más santos, pues estaban ordenados de forma directa al plan de salvación.

Luego, se dirige a los jóvenes y vírgenes consagrados. A ellos les recuerda que su vocación es altísima, pero que deben custodiarla con una humildad aún más profunda. Cita el pasaje bíblico que dice: “Cuanto más grande fueres, tanto más humíllate en todas las cosas”. La virginidad, aunque grande en sí misma, puede ser vacía sin la humildad. Por eso, quienes la practican no deben creerse superiores a los santos casados del pasado, quienes, aun en el matrimonio, fueron superiores en santidad y obediencia. San Agustín diferencia entre el mérito de mujeres como Ana y Susana, pero pone por encima de ambas a María, la Virgen, por la excelencia singular de su virginidad y todos los demás dones que Dios le concedió.

Todos, casados, continentes y vírgenes, deben vivir de acuerdo con el ideal que han escogido. Solo así podrán alcanzar la recompensa prometida: participar del Reino de Dios junto a Abrahán, Isaac y Jacob. Aquellos patriarcas no se unieron en matrimonio por deseo carnal ni para este siglo pasajero, sino para Cristo, y por obediencia a Dios.

En el apéndice, tomado del Sermón 9 “De las diez cuerdas”, San Agustín ofrece una vigorosa reprensión contra los adúlteros y fornicarios. Usando una imagen musical, compara la vida justa con un arpa de diez cuerdas, cada una correspondiente a uno de los diez mandamientos. A través de esta metáfora, exhorta a los fieles a vivir una batalla interior, combatiendo pasiones como la avaricia, la soberbia, la lujuria y el orgullo. Cada mandamiento no solo regula actos externos, sino que también exige una pureza interior y una fidelidad radical a Dios.

Critica con dureza la doble moral de algunos hombres que se excusan en no tener esposa para justificar la fornicación, olvidando que incluso en ese caso violan la ley de Dios. Recuerda que el cuerpo del cristiano es templo del Espíritu Santo, y que todo pecado de lujuria daña esa morada sagrada. También reprende la arrogancia masculina que se escuda en una supuesta superioridad sobre la mujer para justificar su inmoralidad, señalando que si una mujer puede guardar castidad, un hombre —más libre y menos vigilado— debería poder hacerlo con mayor razón.

San Agustín termina llamando a todos a vivir conforme al gran mandamiento de amar a Dios y al prójimo, contenido en la regla de oro: “No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti”. Esta máxima, dice, encierra toda la ley, todos los mandamientos y el camino de la justicia. Así, llama a los fieles a ser no solo oyentes, sino ejecutores de la Palabra, para que puedan cantar con alegría el cántico nuevo en el arpa de diez cuerdas —una vida santa que honra a Dios en pensamiento, palabra y obra.

Conclusión

En La bondad del matrimonio, san Agustín reflexiona con profundidad sobre la dignidad del estado conyugal, destacando sus tres bienes esenciales: la prole, la fidelidad y el sacramento. Aunque reconoce que la virginidad es un estado más excelente por su entrega total a Dios, defiende con claridad que el matrimonio es un verdadero bien, instituido por Dios y orientado a la santidad cuando se vive con obediencia y castidad. Así, Agustín eleva el valor espiritual del matrimonio cristiano, especialmente cuando se vive en fidelidad y abierto a la vida, sin dejarse gobernar por la concupiscencia.