lunes, 15 de septiembre de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro II: Capítulos XIII - XX)

En esta sección de los Ensayos, Montaigne despliega con lucidez su mirada crítica sobre la condición humana: reflexiona sobre la muerte ajena y el modo en que solemos juzgarla; examina cómo el propio espíritu se entorpece con sus dudas y miedos; advierte que la privación alimenta el deseo; desnuda la vanidad de la gloria y la presunción; cuestiona la mentira y el desmentir; se atreve a hablar de la libertad de conciencia en una época marcada por la intolerancia religiosa, y finalmente observa con ironía que nada de lo que disfrutamos es completamente puro. Estos capítulos ofrecen un retrato del hombre en su fragilidad y en sus contradicciones, pero también en su búsqueda de verdad, libertad y autenticidad.

ENSAYOS

LIBRO II

Capítulo XIII: Del juzgar de la muerte ajena

Montaigne reflexiona sobre la muerte ajena como un espejo que revela la fragilidad de la vida humana y, sobre todo, la dificultad de aceptar que la hora final ha llegado. Montaigne observa que casi nadie muere plenamente convencido de estar en su último instante: la esperanza, siempre halagadora, engaña al espíritu haciéndole creer que aún hay posibilidad de sobrevivir, como lo hicieron otros antes en circunstancias graves. Esta ilusión nace de la importancia desmesurada que otorgamos a nuestra propia existencia, como si el universo entero se conmoviera o trastocara con nuestra desaparición. El ejemplo de los viajeros en el mar, que ven moverse la tierra cuando en realidad son ellos quienes avanzan, sirve de metáfora para mostrar cómo la conciencia distorsiona la percepción en el umbral de la muerte.

También alude a una tendencia común en la vejez: mirar con nostalgia el pasado y reprochar el presente, atribuyendo a la decadencia del mundo lo que no es más que reflejo de su propia condición. Así, la subjetividad del hombre proyecta su estado interior sobre la totalidad de la realidad, confiriendo a su muerte una relevancia universal que no tiene. Para Montaigne, la muerte se percibe como un acontecimiento extraordinario, lleno de solemnidad y resonancias cósmicas, porque creemos que nuestra vida, por sus méritos o influencia, no puede extinguirse de manera tan simple y sin mayor ceremonia. Esta visión se refuerza cuanto más encumbrado y poderoso es el individuo, como lo ilustra con el caso de Julio César y las anécdotas en que éste se presenta como eje de los destinos, hasta el punto de que incluso el sol pareciera oscurecerse por su muerte.

Montaigne recuerda, con la cita latina final,

«Non tanta caelo societas nobiscum est, ut nostro fato mortalis sit ille quoque siderum fulgor»


que el cielo no guarda con nosotros una alianza tan estrecha como para que su luz mortal se vea afectada por nuestro destino. La muerte, por más singular que nos creamos, no altera el curso del universo. 

En primer lugar, plantea que no es razonable atribuir resolución a quien ni siquiera cree estar en el momento del peligro. La entereza, según él, no puede improvisarse: si alguien muere con aparente dignidad sin haberse preparado para ello, quizás se deba más al azar de las circunstancias que a un auténtico dominio de sí mismo. Montaigne distingue entre un continente forzado —el gesto y las palabras que buscan conservar reputación incluso en el trance final— y una verdadera firmeza nacida de la reflexión previa sobre la muerte. Así, la entereza “postiza” puede ser mera comedia ante los ojos de los demás.

Para reforzar la idea, cita ejemplos de personajes antiguos, como el cruel emperador romano que disfrutaba prolongando la agonía de los prisioneros, o Heliogábalo, quien planeó formas suntuosas y extravagantes de suicidarse. En este último caso, Montaigne ironiza sobre el carácter afeminado de tales preparativos, sugiriendo que, de haber llegado el momento, el emperador probablemente no habría soportado la ejecución de sus planes. Aquí queda claro que el filósofo rechaza la teatralidad y la pompa como signos de valor real frente a la muerte. La verdadera firmeza no radica en adornar la salida, sino en sostener con entereza lo inevitable.

Luego pasa a ejemplos concretos de muertes fallidas o indecisas: hombres que intentaron envenenarse o herirse sin alcanzar el golpe fatal, mujeres y generales que necesitaron la ayuda de terceros para consumar el acto. Estos casos demuestran que la voluntad de morir puede flaquear cuando el dolor se entremezcla con la agonía prolongada, revelando que el verdadero coraje no es tan común como se presume. Frente a esto, Montaigne valora aquellos que, como Ostorio, prefieren usar lo poco que les queda de fuerzas antes que delegar en otros la consumación del acto.

César mismo prefería la muerte más rápida y menos premeditada, y Plinio la consideraba “el soberano bien de la vida humana”. Montaigne hace suya esta perspectiva: no todos son capaces de mirar la muerte de frente y con calma, y muchos, al apresurarla en medio de suplicios, no demuestran valentía sino la urgencia de librarse del tormento de morir. La célebre frase latina que cita —«Emori nolo, sed me esse mortuum nihili aestimo» (“No quiero morir, pero el estar muerto no lo estimo en nada”)— resume la paradoja humana: no tememos a la muerte en sí, sino al proceso de morir. El cierre del fragmento deja en claro que la firmeza auténtica es rara, y que la mayoría, al enfrentar ese trance, actúa como quien se arroja al mar con los ojos cerrados: con más instinto que razón.

Montaigne pone el acento en lo que él llama “muertes estudiadas y digeridas”, es decir, aquellas en que el sujeto ha tenido ocasión de pensar, deliberar y prepararse para su fin. Frente a la muerte repentina, aquí el filósofo destaca el valor de quienes la enfrentan con serenidad durante un período de espera, logrando un dominio sobre sí que convierte la agonía en un ejercicio de lucidez. El ejemplo máximo es Sócrates, que, después de oír su sentencia, vivió treinta días como si nada extraordinario ocurriera, sin alterarse ni endurecerse, sino con la misma calma que había presidido su vida. Esta entereza tranquila es para Montaigne la cima de la filosofía: asumir la muerte como parte del orden natural sin necesidad de gestos teatrales.

Otros casos, como el de Pomponio Ático o Cleantes, refuerzan esta idea. Ambos deciden morir mediante la abstinencia, no por desesperación, sino por un razonamiento firme: ya que el sufrimiento o el tedio de vivir sobrepasan el beneficio de prolongar la existencia, es preferible ponerle término voluntariamente. Lo interesante para Montaigne es que, en estos relatos, el acto no se vive con angustia, sino con una especie de curiosidad o incluso con gusto, como quien saborea el desfallecimiento. Se trata de muertes deliberadas que muestran cómo la voluntad humana puede apropiarse del proceso de morir, transformándolo en un ejercicio de libertad.

El caso de Tulio Marcelino, relatado por Séneca, introduce un elemento de deliberación colectiva. El joven pide consejo a sus amigos sobre si debe anticipar su muerte, y un estoico le recuerda que lo decisivo no es vivir, pues lo hacen también los animales y los esclavos, sino vivir con dignidad. Esa perspectiva relativiza la vida misma: no es el mero hecho de existir lo valioso, sino la calidad ética con que se existe. Marcelino, convencido, organiza su propia salida como si se tratara de un banquete en el que reparte dones a los suyos antes del postre final. El gesto encarna la serenidad y la liberalidad estoica: morir no como fuga, sino como experiencia plenamente consciente.

Finalmente, Montaigne recuerda a Catón, cuyo doble suicidio —primero fallido, luego llevado hasta el extremo de desgarrarse las entrañas— encarna el paradigma de la fortaleza republicana. No se lo representa como los escultores, con la espada en mano, sino en el instante crudo y doloroso en que persevera en su decisión pese a la herida mal dada. Este detalle permite a Montaigne subrayar que la verdadera firmeza no se muestra en el impulso inicial, sino en sostener el acto en medio de la agonía.

Capítulo XIV: Cómo nuestro espíritu se embaraza a sí mismo


Montaigne explora con ironía y agudeza una de las dificultades de la mente humana: su tendencia a complicarse a sí misma en el proceso de elegir. El autor comienza con un ejemplo provocador: imaginar un espíritu igualmente solicitado por dos deseos idénticos, como tener frente a sí una botella y un jamón, con el mismo apetito de beber y de comer. En tal caso, afirma, el individuo moriría de hambre y sed, pues la decisión nunca llegaría a resolverse. Con esta paradoja, Montaigne ilustra el límite de la libertad cuando no hay desigualdad en los objetos que se presentan al deseo: elegir supone siempre una diferencia, aunque sea mínima.

Los estoicos habían intentado explicar este fenómeno afirmando que, cuando el alma opta entre cosas indiferentes, lo hace por un impulso fortuito y ajeno al orden de la razón. Montaigne, en cambio, propone una respuesta distinta y más cercana al sentido común: nunca se nos presentan dos objetos absolutamente iguales, siempre hay alguna diferencia, aunque sutil, que nos inclina hacia uno u otro. Así como un cordel con idéntica resistencia en toda su extensión no podría romperse en ninguna parte —pues eso contradiría el orden natural—, del mismo modo la mente encuentra siempre un punto de apoyo, aunque casi invisible, para inclinarse por una opción.

El ensayo luego se desplaza hacia ejemplos tomados de las paradojas matemáticas y filosóficas: el contenido mayor que el continente, el centro igual a la circunferencia, las líneas paralelas que se aproximan infinitamente sin tocarse, la piedra filosofal, la cuadratura del círculo. Todos estos ejemplos señalan un terreno donde la razón parece entrar en conflicto con la experiencia sensible. Es aquí donde Montaigne cita a Plinio: «solum certum nihil esse certi, et homine nihil miserius, aut superbius» (“lo único cierto es que nada es cierto, y que nada hay más miserable, ni más soberbio, que el hombre”). Con ello resalta la precariedad del conocimiento humano, atrapado entre la necesidad de decidir y la imposibilidad de alcanzar certezas absolutas.

Capítulo XV: La privación es causa de apetito

En este capítulo, el filósofo reflexiona sobre la relación paradójica entre privación, deseo y placer. Comienza recordando una sentencia filosófica según la cual «ningún bien puede procurarnos placer si no es aquel a cuya pérdida estamos preparados» (in aequo est dolor amissae rei, et timor amittendae). La idea es que la fragilidad de los bienes, y la conciencia de que pueden perderse, enturbia el goce que ellos nos ofrecen. Sin embargo, fiel a su método escéptico, Montaigne contrapone a esa máxima otra posibilidad: que precisamente el temor a perder un bien intensifique nuestro apego hacia él, y que la inseguridad, lejos de disminuir el goce, lo avive.

Para ilustrar esta tensión, cita versos clásicos: así como el viento aviva el fuego, la privación excita la voluntad humana. La abundancia, por el contrario, conduce a la saciedad y al hastío. El deseo, entonces, parece alimentarse de la dificultad, la escasez y el riesgo. De ahí la sentencia latina que recuerda: «omnium rerum voluptas ipso, quo debet fugare, periculo cresci» (“el placer de todas las cosas crece con el mismo peligro que debería ahuyentarlo”). Lo que debería frenar el goce, en realidad lo estimula.

Montaigne lleva esta reflexión al terreno del amor, un campo fértil para la paradoja. Cita el ejemplo de Licurgo, quien en Esparta ordenó que los esposos sólo pudieran encontrarse en secreto, como si la dificultad misma de la unión fuera un modo de avivar el deseo. El temor a las sorpresas, la vergüenza de los primeros encuentros, los silencios y la clandestinidad se convierten en “especias” que intensifican el sabor de la experiencia amorosa. El deseo, al ser contenido o negado, se vuelve más vivo y urgente.

Incluso el dolor aparece como aliado de la voluptuosidad. Montaigne alude a Flora, la cortesana de Pompeyo, que confesaba dejar siempre mordeduras a su amante: un ejemplo de cómo la pasión busca, paradójicamente, excitarse mediante la herida. La cita final de Lucrecio refuerza esta idea: el placer amoroso se mezcla con la violencia, el dolor y la rabia que brotan de la misma intensidad del deseo.

Continúa profundizando en la paradoja del deseo: la dificultad, la privación y la prohibición no sólo despiertan el apetito, sino que lo intensifican. El ejemplo inicial de los peregrinos lo muestra claramente: los de Ancona hacen con mayor fervor promesas a Santiago, mientras que los gallegos, más próximos, las hacen a Loreto. El valor no está en el objeto en sí, sino en la dificultad que implica alcanzarlo. Lo lejano, lo raro y lo difícil acrecientan la devoción y la atracción. Lo mismo ocurre en otros ámbitos: los italianos buscan la escuela de esgrima en Francia, mientras los franceses acuden a Italia para aprender lo que ya podrían hallar en casa. La dificultad, en resumen, magnifica el aprecio.

Montaigne refuerza esta observación con ejemplos de la vida cotidiana. Cita a Catón, que se cansó de su esposa mientras era suya, pero la deseó de nuevo cuando pasó a ser de otro. El deseo no se fija en lo que se posee, sino en lo que falta. Lo mismo muestra con el caballo que, rodeado de yeguas propias, pronto se saciaba, pero enloquecía al ver pasar una ajena: la abundancia de lo disponible no iguala el atractivo de lo prohibido o lo extraño. La sentencia latina lo resume con precisión: «Transvolat in medio posita, et fugientia captat» (“pasa por alto lo que está en medio y persigue lo que huye”).

El texto también explora cómo la prohibición refuerza el apetito: negarnos algo es hacerlo más deseable, mientras que el libre acceso engendra desprecio. Tanto la escasez como la abundancia producen inconvenientes: la primera despierta la frustración y la ansiedad; la segunda, el hastío. Montaigne observa que el rigor de una mujer amada puede ser penoso, pero la dulzura continua lo es aún más, porque la resistencia mantiene vivo el deseo, mientras que la complacencia excesiva lo adormece. El hastío aparece aquí como la pasión contraria al amor: un embotamiento que surge de la saciedad.

Las alusiones a Popea y a las mujeres que encubrían sus encantos subrayan cómo el ocultamiento y la dificultad eran estrategias deliberadas para sostener el atractivo. El deseo se alimenta del misterio y de los obstáculos: cuanto más inaccesibles son los objetos, más se intensifica la atracción. De ahí la ironía de Montaigne al mencionar los artificios femeninos que ocultan lo que todos desean ver: no es tanto para alejar a los hombres, sino para atraerlos aún más.

Examina lo que llama el artificio del pudor virginal: esa apariencia de frialdad, modestia y gravedad con que las mujeres, según él, se defienden del asedio masculino. Montaigne observa que este juego no sólo mantiene vivo el deseo, sino que lo multiplica, porque la dificultad de conquistar la modestia o la templanza se convierte en un triunfo cargado de honor. Para el hombre, seducir no significa únicamente obtener placer, sino también alcanzar gloria al superar el obstáculo. Incluso cuando este obstáculo es artificial o exagerado, se vuelve indispensable para que el deseo no se extinga: Italia le sirve como ejemplo, donde la belleza femenina, aunque abundante, necesita del artificio y de la estrategia para resultar atractiva. Así, la dificultad se confirma como el motor del apetito.

En un giro sorprendente, Montaigne extrapola este razonamiento al ámbito de la religión y la política. La Providencia, afirma, permite que la Iglesia se vea sacudida por tempestades y conflictos para mantener viva la fe de los creyentes, como las mujeres mantienen vivo el deseo al resistirse. Una religión demasiado tranquila adormece a los fieles, mientras que la lucha los despierta, los fortalece y renueva su celo. La paradoja se repite: las dificultades no destruyen, sino que reavivan.

Lo mismo aplica a la institución del matrimonio. Montaigne critica la rigidez que impide el divorcio y que, en lugar de reforzar el vínculo, debilita la voluntad y el afecto. En contraste, recuerda la experiencia romana: la libertad de disolver el matrimonio cuando se quisiera fue lo que hizo que permaneciera estable por siglos. La posibilidad de perder lo que se tiene mantiene el vínculo vivo y cuidado, mientras que lo asegurado sin condiciones engendra negligencia. La sentencia latina lo resume: «Quod licet, ingratum est; quod non licet, acrius urit» (“Lo que está permitido resulta ingrato; lo que no lo está arde con mayor vehemencia”).

Reflexiona en el ámbito penal y político. Montaigne cita a un autor antiguo que sostenía que los castigos no corrigen los vicios, sino que los despiertan; no fomentan la virtud, sólo enseñan a ocultar mejor el mal. La verdadera disciplina proviene de la razón y de la educación, no del rigor de las penas. Esto se ejemplifica con pueblos como los argipos, descritos por los griegos, que vivían sin armas ni coerción y cuya virtud y santidad de vida inspiraban respeto y protección natural. Igualmente, había naciones donde bastaba un simple hilo de algodón para marcar los límites de un jardín, más seguro que cualquier foso o muralla: la honestidad interior era más eficaz que las barreras externas.

Describe cómo su casa, lejos de estar fortificada o preparada para resistir un asedio, se mantiene abierta y confiada, con un portero que más bien da la bienvenida que prohíbe la entrada. La clave de su razonamiento es que la defensa provoca el ataque, mientras que la facilidad de acceso debilita las intenciones de los invasores: lo que se conquista sin gloria ni riesgo no merece el esfuerzo. Así, su estrategia consiste en despojar al posible atacante del pretexto del honor y de la apariencia de justicia.

Montaigne observa que en tiempos de guerras civiles las fortalezas se vuelven inseguras, porque los criados pueden ser parte del bando enemigo y ni los parientes son de fiar cuando la religión se convierte en motor de la violencia. Además, recuerda que el costo de mantener guardias y centinelas agota los recursos y acaba oprimiendo al pueblo. Prefiere aceptar el riesgo que supone su apertura antes que arruinarse en una defensa inútil. Incluso señala que, si tantas casas bien defendidas han sido arrasadas mientras la suya ha permanecido intacta, es porque la defensa misma excita la codicia del atacante, al mostrar que allí hay algo que ganar. La centinela, al vigilar, delata al enemigo que hay combate posible.

La reflexión culmina en un paralelo entre su casa y su alma. Así como no refuerza su residencia, confía también en mantener su interior libre de tempestades, protegido por la serenidad que le da la confianza en la Providencia. Si ha de ser destruida su casa, lo será; pero no contribuirá con su obstinación a atraer la desgracia. Esta resignación no es pasiva, sino activa: es la elección de no multiplicar las ansiedades ni vivir a medias en un estado de alerta permanente. Montaigne se acoge al cielo como único protector, sabiendo que, si llega el golpe, al menos su vida habrá estado marcada por la tranquilidad y no por el temor.

Capítulo XVI: De la gloria

En este capítulo XVI, Montaigne aborda la gloria distinguiendo, de entrada, entre el nombre y la cosa. El nombre no es la sustancia, sino un añadido externo, un signo que distingue, pero que no forma parte de la esencia. Esta distinción le sirve para criticar la vanidad de quienes buscan fama o reconocimiento: la gloria es algo que se queda fuera del ser, una máscara o vestidura que no transforma la naturaleza interna. El único a quien propiamente corresponde la gloria es Dios, porque Él es plenitud absoluta de perfección; no puede aumentar en esencia, pero sí en su nombre cuando los hombres lo bendicen. Para los humanos, en cambio, el deseo de gloria es impropio: siendo criaturas imperfectas, necesitadas y miserables, lo que debemos buscar no son adornos exteriores, sino bienes esenciales como la virtud, la salud o la prudencia. La metáfora del hambriento que prefiere un vestido a un plato de comida ilustra la ridiculez de poner el nombre (la gloria) por sobre la cosa (la virtud real).

Montaigne recuerda que los estoicos, en especial Crisipo y Diógenes, despreciaban la gloria más que ningún otro goce, porque la aprobación ajena es la más peligrosa de las pasiones. La experiencia lo confirma: la gloria abre la puerta a la adulación, que envenena a los príncipes; a la manipulación, que permite a los perversos ganar crédito; y a la corrupción, que seduce a las mujeres con halagos y regalos. La gloria es, en este sentido, un señuelo cargado de riesgos morales y políticos. Montaigne lo ejemplifica con la historia de Ulises: las sirenas comienzan su canto prometiéndole no placer ni riquezas, sino gloria —ser el más honrado de Grecia—, lo que muestra el poder corruptor de esa pasión.

La sentencia latina que cita —«Gloria quantalibet quid erit, si gloria tantum est» (“Por grande que sea la gloria, ¿qué será, si sólo es gloria?”)— resume el núcleo del razonamiento: la gloria, si no se apoya en virtud o en sustancia real, no es más que humo. La opinión de los otros no nutre el alma ni perfecciona al hombre; perseguirla es preferir el vestido al alimento, lo aparente a lo necesario.

Montaigne afina su crítica a la gloria y a las contradicciones humanas respecto de ella. Comienza aclarando que habla de la gloria “a secas”, es decir, del puro prestigio y aprobación de los demás, sin contar con los beneficios prácticos que a veces la acompañan (amabilidad ajena, menor riesgo de injurias, cierta protección social). Reconoce que esos efectos colaterales pueden hacerla deseable, pero insiste en que en sí misma sigue siendo un bien vacío.

Introduce entonces la perspectiva epicúrea: el célebre precepto «oculta tu vida» (lathe biosas) implica necesariamente desprecio de la gloria, porque ella es la consecuencia de exponerse al juicio público. Epicuro aconsejaba vivir sin hacerse notar, sin buscar honores, y Montaigne cita incluso la recomendación que hizo a Idomeneo: no guiar las acciones por la fama, salvo para evitar molestias externas. Es una doctrina coherente con la búsqueda de placer tranquilo y ausencia de perturbaciones. Sin embargo, Montaigne señala una paradoja: nuestra naturaleza es doble, y a menudo no podemos deshacernos de lo que condenamos. Ejemplo de ello es el propio Epicuro, cuya carta final —digna y noble— parece aún cuidar de su memoria y preparar, mediante su testamento, conmemoraciones anuales en su honor. Ello sugiere, según Montaigne, que incluso Epicuro no pudo desprenderse del todo del deseo de ser recordado, es decir, de una cierta forma de gloria póstuma.

A continuación contrasta esta posición con la de otros filósofos. Carneades sostenía lo contrario: que la gloria es deseable en sí misma, del mismo modo que amamos a los hijos que nos sobreviven, sin necesidad de gozar directamente de ellos. Aristóteles le otorga a la gloria el primer lugar entre los bienes externos, pero advierte que tanto la búsqueda desmedida como el desprecio absoluto son vicios. Montaigne cree que Cicerón —apasionado por la gloria— habría desarrollado en sus tratados un elogio de la misma que probablemente caería en exageraciones, como aquellos que sostuvieron que la virtud sólo es apetecible por el honor que la acompaña. Esa opinión le resulta intolerable: pensar que la virtud no tiene valor propio, sino que depende de la mirada ajena, es confundir lo esencial con lo accesorio. De ahí la cita que interpone: «Paulum sepultae distat inertiae celata virtus» (“La virtud escondida apenas se distingue de la inercia sepultada”), una sentencia que Montaigne rechaza como errónea y degradante.

Si la virtud dependiera de ser vista y reconocida, entonces no tendría sentido practicarla en secreto. El ejemplo de Carneades sobre la serpiente lo ilustra con crudeza: si uno no advierte a otro de un peligro mortal sólo porque nadie lo sabrá, entonces la moralidad quedaría reducida al cálculo de la impunidad. Montaigne insiste en que la verdadera ley del bien obrar debe estar en uno mismo, en la conciencia, no en la mirada ajena ni en el azar de la opinión.

Ejemplos históricos como Sexto Peduceo —que devolvió una fortuna confiada— muestran que lo correcto no es lo extraordinario, sino lo esperado; lo contrario, incumplir, sería execrable. En cambio, personajes como Craso o Hortensio, que se beneficiaron de testamentos falsos sin ser cómplices directos, revelan lo peligroso de ampararse en la legalidad para justificar actos contrarios a la conciencia. Aquí Montaigne recuerda que «Meminerint Deum se habere testem, id est, mentem suam» (“Tengan presente que Dios es su testigo, es decir, su propia conciencia”). La virtud es vana si se justifica sólo en la gloria, porque la gloria misma es casual e inestable: depende de la fortuna más que del mérito.

La comparación con la sombra resume esta visión: así como la sombra a veces precede al cuerpo o lo excede en longitud, la gloria puede adelantarse, retrasarse o deformar la realidad de las acciones. Es vana porque no guarda proporción con lo que refleja. La enseñanza para la nobleza, cuando se la exhorta a actuar sólo si hay testigos, no es otra que someterse al azar de la fama, olvidando que la verdadera magnitud de ánimo juzga las acciones en sí mismas, no en la gloria que puedan traer.

Montaigne añade ejemplos militares para reforzar su punto. Muchas acciones heroicas quedan sepultadas en el caos de la batalla, invisibles para la posteridad, mientras que otras, menos arriesgadas, se vuelven célebres por pura casualidad. César y Alejandro deben su gloria a la fortuna tanto como a su mérito: ¿cuántos hombres igualmente valerosos murieron en silencio, sin llegar a la fama? En las guerras recientes —dice Montaigne— murieron más valientes disputando pequeñas escaramuzas o defensas insignificantes (bicocas) que en gestas grandiosas. Esto muestra que la gloria es arbitraria y que el verdadero coraje no siempre brilla en los escenarios visibles.

Montaigne declara que la única gloria que pretende es haber vivido tranquilo, no según las recetas de los filósofos, sino conforme a su propia medida. La vida buena no necesita testigos; basta con que cada uno encuentre su propio camino hacia la calma. Así, la gloria pública se desvanece frente a una gloria interior: la satisfacción íntima de haber vivido en paz consigo mismo.

Critica a quienes sólo valoran la muerte si esta ocurre en un “momento señalado”, como si la gloria dependiera de circunstancias vistosas o de testigos que certifiquen el heroísmo. Esa actitud, en lugar de ennoblecer, oscurece la vida, porque descuida todas las ocasiones cotidianas de obrar con justicia y valentía. Lo decisivo no es la publicidad de las acciones, sino su rectitud: «Gloria nostra est testimonium conscientiae nostrae» —nuestra gloria es el testimonio de nuestra propia conciencia.

Para Montaigne, quien actúa valerosamente sólo por el juicio de los demás, o quien realiza obras buenas con la condición de que sean conocidas, carece de verdadero valor moral. Cita versos del Orlando furioso de Ariosto para reforzar la idea: Orlando prefería obrar virtuosamente antes que narrar sus proezas, y sólo se conocían sus hechos cuando había testigos. De este modo, la virtud genuina no busca la fama, sino que se satisface en sí misma.

El núcleo de su argumentación es que el deber de ir a la guerra, o de enfrentar riesgos, debe cumplirse no para obtener reputación, sino porque toda acción justa lleva en sí misma su recompensa. La conciencia bien ordenada es suficiente juez y trompeta, capaz de dar reconocimiento interno a lo que se hace bien, aunque nadie lo vea. La valentía verdadera se sostiene en los beneficios interiores: tener el ánimo firme y seguro frente a la fortuna, sin depender de la volubilidad de la opinión pública. Por eso recurre a la cita: «Virtus, repulsae nescia sordidae… nec sumit aut ponit secures arbitrio popularis aurae» (“La virtud, ajena a un rechazo indigno, resplandece con honores intactos; no toma ni deja los cargos al arbitrio del viento popular”).

Montaigne enfatiza que el alma debe desempeñar su papel no ante los ojos de los demás, sino ante sí misma. Allí, en el foro interior, se libra la verdadera batalla: vencer al temor de la muerte, de la pérdida y de la deshonra, y hallar la calma en medio del dolor. Las acciones justas, hechas «non emolumento aliquo, sed ipsius honestatis decore» (“no por alguna ganancia, sino por el decoro mismo de la honestidad”), son las únicas que merecen estima. Frente a ellas, la gloria y el honor externos no son más que juicios ajenos, accesorios y contingentes.

Arranca con una comparación tajante: si para resolver un pleito menor se requiere la prudencia de unos pocos hombres sabios, ¿cómo puede dejarse el juicio sobre la vida y las acciones humanas —lo más complejo y delicado— en manos de la multitud? La “turbamulta”, madre de la ignorancia e inconstancia, es un juez incapaz. Montaigne cita con ironía: «¿Hay algo más estúpido que considerar que aquellos a quienes despreciamos individualmente merezcan crédito cuando se juntan todos?» (An quidquam stultius…). El pueblo es voluble, inestable, fácilmente engañado: no hay guía más extraviado.

De aquí deriva su consejo: no enderezar la vida hacia complacer a la opinión, sino hacia la razón. Si la aprobación pública quiere seguir, bien; si no, no importa. La metáfora del marinero que mantiene firme el timón aunque Neptuno decida salvarlo o perderlo simboliza esta firmeza interior: lo importante no es el éxito externo, sino el recto curso de la conciencia. De hecho, Montaigne asegura haber visto a muchos hombres hábiles, astutos y calculadores —a quienes todos consideraban prudentes— fracasar en situaciones en que él, con menos estrategia pero con más rectitud, logró salvarse. La astucia no garantiza nada; la constancia interior, en cambio, da serenidad.

No obstante, reconoce una “dulzura natural” en ser alabado. Pero insiste: si la gloria se convierte en fin último, se pervierte la virtud. Cita: «No rehúyo ser alabado, pero no acepto que tu “bravo” sea el fin y la medida de lo recto». Lo decisivo no es lo que soy para otro, sino lo que soy para mí mismo. El juicio ajeno se fija sólo en las apariencias externas, fácilmente fingibles, mientras que la verdadera medida está en el corazón. La hipocresía de la guerra —aparentar valor mientras se evita el peligro— muestra lo poco fiables que son las apariencias. Si tuviéramos el anillo de Giges, que hacía invisible a su portador, muchos se ocultarían precisamente cuando más tendrían que mostrarse, demostrando que la valentía auténtica no depende del público.

tanto el falso honor como la falsa infamia afectan sólo a quienes ya son falsos. Los juicios externos son inseguros y engañosos; la única certidumbre se halla en la conciencia interior. Los supuestos héroes no siempre son más valientes que los trabajadores anónimos que, por un salario mínimo, les abren paso en el campo de batalla. Por eso cita Montaigne: «No sigas lo que Roma turbulenta exalte; examina con otra balanza ese juicio torcido, y no busques fuera de ti mismo».

La gloria tiene un carácter frágil, engañoso y dependiente del azar. Lo primero que señala es que lo más “excusable” en el deseo de fama es querer que nuestro nombre circule en buena forma, como semilla de estima entre los hombres. Sin embargo, incluso ese deseo se transforma pronto en enfermedad: muchos no buscan ya la buena reputación, sino simplemente ser mencionados, aunque sea con oprobio. Los ejemplos de Erostrato —incendiario del templo de Éfeso— y de Manlio Capitolino muestran esa patología: preferir la notoriedad infame a la dignidad silenciosa.

Montaigne reconoce que este vicio es común: la urgencia de ser nombrados pesa más que la calidad del juicio. Ser conocidos equivale, para muchos, a extender la vida en la memoria de otros. Pero él se aparta de ese principio: esa “otra vida” en el conocimiento ajeno no le da ni goce ni provecho, pues depende de una opinión vana. Una vez muerto, aún menos podría afectarle. Incluso su propio nombre carece de valor intrínseco: es compartido con otras familias (Montaigne, Montaña, Eyquem), y la mínima alteración de una sílaba lo vuelve común, intercambiable, capaz de confundirse con glorias o deshonras ajenas. Así desmonta la ilusión de que el nombre propio asegure posteridad.

Cita versos latinos para reforzar su argumento: ni la piedra funeraria, ni la posteridad, ni las flores que brotan sobre las cenizas nos devuelven la vida ni significan nada para nosotros («Nunc levior cippus…»). La memoria histórica es tan selectiva y frágil que, en una batalla de miles de muertos, apenas unos pocos nombres sobreviven. Y aun entonces, no son actos ordinarios de valentía los que se registran, sino hechos extraordinarios que el azar eleva. Para el mundo, arriesgar la vida —aunque sea lo más valioso para cada individuo— es algo tan repetido que se vuelve trivial.

De las innumerables muertes valientes ocurridas en Francia durante siglos, ni cien han pasado a la memoria. No sólo los nombres de soldados, también los de batallas y victorias se han borrado del recuerdo. La fama histórica es tan estrecha y tan azarosa que, de conservarse los hechos olvidados, podrían fácilmente oscurecer a los celebrados. Incluso en el mundo grecorromano, con tantos cronistas y testimonios, apenas un puñado de hazañas ha llegado hasta nosotros. Montaigne lo resume con un verso contundente: «Ad nos vix tenuis famae perlabitur aura» (“Apenas hasta nosotros llega el tenue soplo de la fama”).

De aquí a cien años, acaso ni siquiera quede memoria clara de las guerras civiles francesas de su tiempo: apenas una sombra, un rumor impreciso. Ni cronistas ni soldados pueden garantizar la permanencia del recuerdo, porque la fama depende de circunstancias excepcionales y de azares de la transmisión. Sólo las empresas desmesuradas —como las conquistas de César— sobreviven, y aun entonces, incontables vidas heroicas quedaron sepultadas sin dejar huella. El verso latino lo sintetiza: «Quos fama obscura recondit» (“A quienes la fama oscura encierra en el olvido”). La gloria es un bien tan raro y limitado que de las multitudes sólo unos pocos alcanzan un lugar en la memoria, mientras la gran mayoría muere doblemente: en cuerpo y en recuerdo.

De aquí surge la paradoja: muchos hombres notables sobreviven a su propia reputación y ven extinguirse en vida el reconocimiento que una vez tuvieron. La gloria, entonces, es una “vida quimérica”, un espejismo que nos arranca de nuestra existencia real para vivir en la opinión ajena. Frente a esto, Montaigne reivindica la visión filosófica: la recompensa de las buenas acciones está en ellas mismas (Recte facit, fecisse merces est; Officii fructus, ipsum officium est), no en el juicio humano. La virtud, por ser noble en sí, no necesita del aplauso.

Y, sin embargo, introduce un matiz: si la falsa gloria sirve para contener a los pueblos en la virtud, puede ser tolerada. Reconoce que los soberanos y legisladores se han valido de esta ilusión para sostener la obediencia y la cohesión social. La veneración hacia Trajano o el odio hacia Nerón pueden mover los ánimos más que la razón abstracta. Platón mismo recomendaba no despreciar la buena reputación como medio pedagógico, y Montaigne observa que casi todas las religiones y repúblicas se fundaron sobre una mezcla de verdad y ficción: Numa con la ninfa Egeria, Sertorio con la cierva blanca, Zoroastro con Oromazis, Licurgo con Apolo, Solón con Minerva. La autoridad se refuerza con el recurso a lo divino, aunque sea ficticio.

Montaigne concluye con un ejemplo: la religión de los beduinos, que prometía que el alma del soldado muerto por su príncipe pasaba a un cuerpo más bello y fuerte. Esta creencia, aunque falsa, animaba a los hombres a exponerse a la muerte con valor. El verso latino final lo resume: «In ferrum mens prona viris, animaeque capaces mortis, et ignavum est rediturae parcere vitae» (“La mente de los hombres está inclinada hacia el hierro, y las almas son capaces de la muerte; es cobardía ahorrar una vida que ha de regresar”).

Con tono crítico, señala que no conviene identificar el honor con lo que no es más que deber. Según la costumbre, se llama “honesto” solo a lo que resulta glorioso ante la fama popular («ut enim consuetudo loquitur, id solum dicitur honestum, quod est populari fama gloriosum»), pero esa es solo la corteza; el jugo verdadero está en la rectitud interior, no en el juicio externo.

Montaigne advierte a las damas que no usen el “honor” como pretexto o pantalla de oposición, pues lo decisivo no es la apariencia, sino la voluntad y el deseo, realidades invisibles que pertenecen a la conciencia. La sentencia latina que cita —«Quae, quia non liceat, non facit, illa facit» (“La que no lo hace solo porque no le es lícito, en realidad lo hace”)— señala que el simple deseo o inclinación ya constituye una falta, aunque no llegue a consumarse en el exterior. Así, el pecado o la ofensa a Dios y a la conciencia es igual en el querer que en el hacer.

Esto lleva a Montaigne a una conclusión más profunda: si el honor depende únicamente de la fama externa, entonces puede ser fácilmente preservado por el disimulo o la ocultación, aunque el interior esté corrompido. Pero la verdadera nobleza consiste en preferir perder el honor público antes que la conciencia. En otras palabras, el juicio de los demás no tiene la fuerza ni la seriedad del juicio interior: solo la conciencia es tribunal auténtico, mientras que el honor social es un artificio frágil, que depende del azar y de la opinión.

Con ello, Montaigne cierra el capítulo reafirmando la línea central de todo su razonamiento: la gloria, el honor, la fama son accidentales y externos, sombras que no transforman el alma. La virtud, la rectitud y la paz interior son las únicas que valen por sí mismas y que resisten más allá de la mirada de los demás.

Capítulo XVII: De la presunción

Montaigne despliega una crítica introspectiva y matizada de esa otra forma de gloria que no depende de los demás, sino de nosotros mismos: la opinión demasiado favorable que cada cual se forma de su propio valer. La define como una “afección inmoderada” que nos hace vernos distintos de lo que somos, del mismo modo que el amor distorsiona la percepción del objeto amado. Es un autoengaño que deforma el juicio y nos convierte en idólatras de nuestra propia imagen.

Sin embargo, Montaigne no cae en el extremo contrario: advierte que tampoco es correcto desconocerse a sí mismo o estimarse por debajo de lo que realmente se vale. Propone más bien que el juicio conserve su función rectora, examinando con objetividad lo que la verdad muestra. De ahí que ponga el ejemplo de César: es legítimo y razonable reconocerlo como el primer capitán del mundo. No se trata, pues, de negar el mérito, sino de mantener el equilibrio entre justicia y vanidad.

El ensayo deriva hacia una reflexión sobre las “ceremonias” sociales, esas convenciones que, según Montaigne, nos arrastran y nos hacen olvidar la esencia de las cosas. Señala cómo vivimos más pendientes de los códigos externos que de la verdad interior: las damas, por ejemplo, se ruborizan al escuchar palabras que no vacilan en practicar; la sociedad prohíbe nombrar lo natural, pero tolera lo ilícito; obedecemos más al decoro que a la razón. Montaigne denuncia este teatro de apariencias y confiesa que él mismo se siente atrapado en esas leyes ceremoniosas que impiden tanto hablar bien como mal de uno mismo.

A continuación, distingue entre quienes han tenido una posición pública —y, por tanto, sus acciones son visibles— y aquellos que han vivido en la multitud anónima. Para estos últimos, considera excusable expresarse a sí mismos, como hizo Lucilio al confiar a sus escritos el retrato fiel de su vida y pensamientos. La justificación de Montaigne es clara: si uno no habla de sí, nadie más lo hará, y no hay otro modo de ser conocido por quienes puedan tener interés en comprenderlo.

Sin embargo, reconoce que desde su infancia se percibía en él cierto aire de altivez vana, que podía manifestarse en gestos, ademanes y hábitos corporales difíciles de controlar. Para ilustrar esta idea, menciona los gestos característicos de Alejandro, Alcibíades, César y Cicerón, mostrando cómo los movimientos más imperceptibles del cuerpo pueden revelar inclinaciones del alma. Luego se detiene en sus propias costumbres: su prodigalidad en devolver saludos, su inclinación a ciertos gestos, y su sospecha de que quizás en ello haya una raíz de vanidad. Incluso contrasta esta espontaneidad con la gravedad afectada de Constancio, cuyo porte rígido y artificioso le parecía más un defecto que una virtud.

Luego examina dos aspectos de esta inclinación: sobrevalorarse a sí mismo y subvalorar a los demás. Se detiene primero en el primero, confesando con franqueza cómo este defecto opera en su propia vida. Reconoce que tiende a despreciar lo que es suyo y a ensalzar lo ajeno, lo ausente y lo extraño. Sus costumbres, su gobierno, incluso su caballo, le parecen menos valiosos que los de su vecino. Lo que está bajo su dominio lo hastía o lo menosprecia; lo que es lejano o diferente le parece mejor. Esta actitud no proviene tanto de un juicio severo sobre lo propio, sino de la naturaleza misma de la posesión: lo que se tiene a la mano se desvaloriza.

Esta inclinación lo lleva también a desconfiar de sí mismo en el trabajo intelectual. Nunca está seguro de sus medios ni de su capacidad, de modo que cuando acierta lo atribuye al azar más que a sus fuerzas. Prefiere abrazar las filosofías que rebajan la condición humana, que confiesan nuestra ignorancia y debilidad. Allí encuentra la mayor verdad: la presunción es el verdadero veneno de la naturaleza humana, la “nodriza de las falsas opiniones”. Por eso, desconfía de los doctos que pretenden explicar lo más alto y remoto —como los secretos del firmamento o del Nilo— cuando ni siquiera saben conocerse a sí mismos.

Vuelve luego a su confesión personal: dice que nadie se considera menos de lo que él mismo se considera. Se ubica entre los hombres comunes, y lo único que lo distingue es confesarlo abiertamente. Reconoce defectos, los acepta y no los disimula, aunque tampoco deja de buscarlos excusa. Si en ello hay gloria, es superficial, porque no lo penetra. La aprobación ajena no lo satisface, pues su juicio es demasiado exigente y severo, sobre todo consigo mismo.

Ejemplifica su autocrítica en la poesía. Asegura que puede juzgar bien la obra de los demás y deleitarse con ella, pero al intentar crear versos propios, la frustración lo invade: no se soporta. La sentencia de Horacio le parece lapidaria: «Mediocribus esse poetis non di, non homines, non concessere columnae» (“A los poetas mediocres no los toleran ni los dioses, ni los hombres, ni las columnas”). Con ironía, desea que esa máxima estuviera en la entrada de todas las imprentas, para impedir la avalancha de malos versificadores. Reforzando el sarcasmo, cita: «Verum nil securius est malo poeta» (“En verdad, nada hay más seguro que un mal poeta”), subrayando cómo la presunción se manifiesta con mayor descaro en quienes escriben versos sin talento.

La anécdota de Dionisio sirve como punto de partida: un tirano que, en su vanidad, se creía poeta, envió sus versos a los juegos olímpicos y, tras comprobar su mediocridad, acabó destruyendo furioso los lujosos pabellones que había levantado para presentarlos. El pueblo interpretó incluso las desgracias posteriores —como el naufragio de su flota— como castigo divino a su “poema detestable”. Este relato introduce la ironía de Montaigne: peor que carecer de talento es no reconocerlo.

Él, en cambio, se sitúa en el extremo opuesto. Dice envidiar a quienes saben alegrarse y gloriarse con sus propias obras, aunque sean malas, porque en esa obstinación hallan un gozo que él mismo no puede alcanzar. Confiesa que a cada intento suyo lo asalta el despecho; releyendo lo escrito, le avergüenza lo que produce («Quum relego, scripsisse pudet…»). Reconoce que en su espíritu siempre tiene una imagen ideal de lo que quisiera alcanzar, pero inasible, difusa, y aun esa aspiración es de rango mediano. Cuando compara su trabajo con los de los grandes escritores de la antigüedad, la distancia se le hace abismal: sus obras no solo lo satisfacen, sino que lo sobrecogen y paralizan. Su propia pluma le parece ruda, sin gracia, sin ornato, incapaz de embellecer la materia.

De allí que Montaigne considere que necesita asuntos sólidos, severos, que resplandezcan por sí mismos, ya que su estilo no puede añadir encanto. Se declara incapaz de “gustar ni cosquillear”, de dar ligereza o encanto al discurso. Su lenguaje es “informe y sin reglas”, semejante a la jerga popular de autores menores, como Amafanio o Ratirio. Donde otros brillan improvisando, entreteniendo a príncipes o cautivando audiencias, él solo encuentra rigidez y torpeza. No sabe manejar exordios, ni historias pintorescas, ni adornos retóricos; va directo a las conclusiones, con una seriedad que excluye la gracia.

Aun así, reconoce que los grandes —Jenofonte, Platón— también supieron descender a un estilo más sencillo y popular, aunque siempre sostenidos por un don natural de gracia. Él, en cambio, se siente falto de esa facilidad y condenado a un tono más grave. La autocrítica es radical: no solo no se ve capaz de embellecer lo que toca, sino que siente que lo arruina.

Aquí, Montaigne cambia de eje, pasando de su reflexión sobre la escritura y el estilo a un análisis más amplio del lenguaje, el cuerpo y la unión entre alma y materia.

Comienza con una confesión estilística: reconoce que su lenguaje es rudo, libre y desordenado, más inclinado a la inclinación natural que al arte. Sin embargo, admite que al huir de la afectación cae en excesos distintos, como lo sintetiza la cita de Horacio: «Brevis esse laboro, obscurus fio» (“Por esforzarme en ser breve, me vuelvo oscuro”). Montaigne compara estilos y autores: aprecia la concisión de Salustio, pero reconoce la grandeza más difícil de César; gusta de Séneca, pero estima más a Plutarco. Afirma que su hablar, apoyado en gestos y acción, es más fuerte que su escritura, pues el cuerpo, la voz y el semblante añaden fuerza a lo que, desnudo en el papel, carece de gracia.

Después aborda el tema de los dialectos y lenguas. Reconoce que su francés está marcado por la “barbarie” de su terruño, y que ni siquiera domina con soltura su propio perigordano. Lo compara con otros dialectos cercanos (poatevino, xantongés, angumosino, lemosín, auvernés), todos disgregados y lánguidos, pero alaba el gascón por su fuerza militar y concisión, en contraste con el francés, delicado y rico. El latín, que recibió como lengua materna, lo ha perdido por falta de práctica, y aunque antaño se le reconocía como maestro en ella, ahora se siente desprovisto de ese recurso. Todo esto refuerza su constante autodevaluación: se muestra incompetente, sin destreza lingüística plena ni en su idioma ni en los dialectos ni en el latín.

A continuación, abre un nuevo apartado sobre la belleza. Sostiene que es un atributo fundamental en el comercio humano: incluso los hombres más rudos no dejan de sentirse tocados por ella. La belleza, unida al cuerpo, merece tanto reconocimiento como el alma, porque el ser humano no es sólo espíritu: es la unión inseparable de ambos. Montaigne critica a las doctrinas que los disocian, defendiendo que lo propio es reconciliarlos, “casarse” con el cuerpo, cuidarlo, guiarlo y acompañarlo de modo que las acciones resulten concordantes y uniformes. Incluso la justicia divina, según la fe cristiana, juzga al hombre entero, cuerpo y alma en conjunto, no por separado.

El peripatetismo, al ocuparse tanto del cuerpo como del alma, es la doctrina más sociable y equilibrada; en cambio, las sectas que privilegian una parte en detrimento de la otra caen en error, porque dejan de considerar al verdadero objeto de estudio: el hombre en su totalidad. Montaigne concluye esta sección señalando que la belleza fue seguramente una de las primeras distinciones que dio preeminencia a unas criaturas sobre otras, junto con la fuerza y la inteligencia, como subraya con la cita latina: «Agros divisere atque dedere pro facie cujusque, et viribus, ingenioque; nam facies multum valuit, viresque vigebant» (“Los campos se repartieron y otorgaron según la apariencia de cada uno, y también por sus fuerzas y su ingenio; pues la apariencia valía mucho y las fuerzas tenían vigor”).

Por otro lado, Montaigne nos dice que no heredó la disposición física de su padre, hombre vivaz y hábil en todos los ejercicios, sino que en casi todo se ha visto superado por los demás. Apenas fue medianamente bueno en la carrera; en música, danza, esgrima, natación o juegos, su capacidad fue nula o muy ligera. Incluso sus manos son torpes, incapaces de escribir con claridad, de cortar una pluma, de cerrar una carta, de equipar un caballo o de cetrería. En suma, dice, sus disposiciones corporales van de la mano con las de su alma: carece de vivacidad, aunque sí posee una resistencia firme cuando el deseo lo impulsa. Aquí aparece un matiz: Montaigne se reconoce capaz de soportar la fatiga, pero sólo si la guía la voluntad libre y un placer interior, nunca si la obligación o la necesidad lo arrastran.

De ahí deriva su confesión central: no hay nada en el mundo que le merezca romperse la cabeza salvo la salud y la vida. Para él, la riqueza, el poder o los honores no justifican esfuerzo ni tormento del espíritu. Prefiere mantenerse ocioso, libre, inclinado a una vida sin cuidados, más proclive al disfrute sencillo que a la disciplina. Se retrata como un espíritu perezoso por naturaleza, pero también por elección consciente. En lugar de entregarse a negocios ajenos, se ha limitado a ocuparse de los propios, y aun estos solo en la medida en que no le quitaran libertad ni lo obligaran a salir de su inclinación natural.

Su vida, añade, ha estado marcada por la fortuna: desde su nacimiento, se encontró en una condición suficientemente cómoda para no necesitar forzarse ni violentar su carácter. Esta situación lo preservó de preocupaciones y le permitió cultivar lo que considera la más difícil de las virtudes: contentarse consigo mismo. A su juicio, esta capacidad de vivir en calma es más rara que la paciencia de soportar la escasez, porque la abundancia aviva más el apetito que la calma. En su caso, no aspiró a más que gozar dulcemente de lo que la providencia puso en sus manos.

Montaigne extiende esta actitud incluso a la administración de su hacienda. No quiere cuentas exactas ni balance riguroso: prefiere ignorar sus pérdidas para no lamentarlas y pide a los que lo rodean que le oculten sus disgustos o disimulen sus afectos para vivir en paz. Se muestra incapaz de tolerar la tensión del cuidado, de la vigilancia, de la incertidumbre. Lo horroriza, dice, la situación de quien queda suspendido entre la esperanza y el temor. Por eso se abandona a la casualidad: no busca torcer lo imprevisto ni doblegarlo, sino adaptarse a lo que venga.

Montaigne dice que hasta en los asuntos más pequeños el mero acto de dudar y consultar lo turba más que la desgracia misma. Prefiere los males ciertos a la incertidumbre, pues en ellos encuentra reposo: la duda le parece más dolorosa que la herida. Lo expresa con la máxima latina: «Dubia plus torquent mala» (“los males inciertos atormentan más”). De ahí su gusto por los males “puros”, que golpean de una vez y no se entretienen en la espera. Incluso se retrata como viril en la desgracia, pero infantil en el trance previo, lo que compara con el celoso que sufre más que el cornudo, o el avaro que padece más que el pobre.

Introduce una anécdota graciosa de un hidalgo que, cansado de burlarse y de ser burlado por historias de adulterios, se casó con una prostituta, saludándola como “puta” y siendo respondido como “cornudo”. Con esta astucia, convirtió en juego la fuente de la burla, y desactivó la mordacidad ajena. Montaigne utiliza este ejemplo para mostrar cómo el humor y la aceptación pueden neutralizar las flechas de la opinión.

Después aborda la ambición, que considera hija de la presunción. Reconoce que nunca habría sido capaz de lanzarse a los sacrificios y fatigas que acompañan a quienes buscan engrandecerse desde abajo. Dice con ironía: «Spem pretio non emo» (“no compro esperanza con precio”): no arriesga lo seguro por lo incierto. Se confiesa hombre de puerto, reacio a alejarse de lo que ya posee, y encuentra excusable que los necesitados arriesguen lo poco que tienen, pero reprueba que quienes están bien situados se expongan por codicia. En esto se muestra conservador y moderado: contentarse con lo heredado y seguro le parece más sensato que perderlo por ambición.

Cita también a un canciller francés, Ollivier, que decía que los franceses se parecen a los monos: suben de rama en rama hasta lo más alto y, cuando llegan, muestran las vergüenzas. Con ello satiriza la desmesura de la ambición, que busca alturas para terminar en ridículo. De aquí la máxima: «Turpe est, quod nequeas, capiti committere pondus» (“es vergonzoso imponerse un peso que no se puede sostener”).

Montaigne reconoce tener dulzura de costumbres, conciencia y franqueza, pero admite que en la Francia convulsa de su siglo esas virtudes serían vistas como debilidad, escrúpulo o temeridad. No obstante, señala que en tiempos de gran corrupción, hasta el simple no delinquir se tiene por virtud; el que no roba se considera prodigiosamente honesto. De ahí que su propia bondad relativa pueda parecer grande en una época pervertida. Recalca que en su siglo, un príncipe no debería distinguirse por la fuerza (pues todos se baten), sino por la justicia, la humanidad y la templanza: «Nihil est tam populare, quam bonitas» (“nada hay tan popular como la bondad”).


Disimulo

Montaigne se sitúa contra lo que en su tiempo era tenido por una gran virtud política: la capacidad de fingir y disimular. Lo llama «nueva virtud», pero para él no es sino un vicio de bajeza y cobardía. La máscara, la mentira y la astucia calculada —practicadas por príncipes como Tiberio— destruyen la confianza, y convierten al hombre en ser desconfiado para todos. Cita a Aristóteles y a Apolonio para reafirmar que la magnanimidad exige amar y odiar a cielo abierto, hablar con franqueza y no temer la verdad, y que mentir es oficio de esclavos. Frente al ideal renacentista de la razón de Estado, Montaigne defiende el valor de la sinceridad natural, incluso con el riesgo de ser indiscreto o importuno. Su temperamento lo inclina a decir lo que piensa sin rodeos, sin memoria ni cálculo, abandonando las consecuencias al azar. La filosofía, recuerda con Aristipo, le enseñó sobre todo a hablar con libertad ante cualquiera.

A partir de aquí entra en la confesión de su mala memoria, que reconoce como una de sus mayores debilidades. Se retrata incapaz de retener asuntos extensos o complejos, obligado a dividir la información en partes pequeñas o a aprender palabra por palabra los discursos. Para él, la memoria no obedece al esfuerzo, sino al azar: cuanto más la exige, más lo traiciona; cuando la deja libre, lo sirve mejor. Esta fragilidad lo convierte en dependiente de notas y recordatorios, y lo condena a una inseguridad constante cuando debe hablar o ejecutar algo bajo presión.

Se siente inhábil para todo lo forzado, tanto en el cuerpo como en el espíritu. Si se le ordena deliberadamente hacer algo, su voluntad y hasta sus miembros se entumecen, se niegan a obedecer. Sólo lo que hace naturalmente, sin imposición externa, fluye con soltura. En esto, su confesión se enlaza con su visión filosófica: es un hombre hecho para la libertad y la espontaneidad, no para las cargas artificiales de la política o del artificio social.

El hecho de no poder beber cuando lo intentaba por cortesía, porque la sola presión de la obligación le cerraba la garganta. Esta pequeña escena ilustra un principio general suyo: la imaginación, cuando se vuelve demasiado intensa, bloquea el cuerpo en lugar de ayudarlo. Lo mismo le ocurre al arquero condenado a muerte que rehúsa probar su puntería por miedo a fracasar bajo presión. Montaigne muestra así que lo que se ejecuta de manera natural y espontánea suele perderse cuando se intenta con exceso de atención.

Desde aquí enlaza con su confesión sobre la memoria. Declara que la suya es tan frágil que no recuerda ni nombres de personas, ni consignas, ni a veces sus propios escritos. Reconoce que la memoria es “el receptáculo y el estuche de la ciencia” (Memoria certe non modo philosophum, sed omnis vitae usum, omnesque artes, una maxima continet), pero en él esta facultad está casi ausente. De ahí que apenas pueda retener libros, versos o referencias: lo que permanece es sólo aquello que su juicio ha asimilado y convertido en reflexión propia. Por eso no es tanto un erudito de citas como un pensador que rumea lo que le queda vivo.

A la falta de memoria añade la lentitud y torpeza de su entendimiento. Se pierde en problemas sencillos, tropieza con sutilezas, fracasa en juegos de ingenio como el ajedrez o las damas. Sin embargo, al mismo tiempo afirma que, cuando logra penetrar una cuestión, la comprende con hondura y capacidad de abarcar lo universal. Su espíritu no es rápido ni brillante, pero sí capaz de profundizar en lo esencial.

Ahora bien reconoce que toda alma, por mezquina que sea, tiene al menos una facultad en la que brilla. No obstante, se apresura a poner su caso como contraejemplo: confiesa ignorar lo más elemental en agricultura, cocina o economía doméstica, a pesar de haber nacido y crecido en el campo. No sabe distinguir semillas, ni herramientas, ni siquiera entendía hasta hace poco que la levadura fermenta el pan. Esta autoacusación es deliberada: Montaigne insiste en mostrarse “sin vestiduras”, convencido de que su proyecto de escritura exige exhibir hasta lo más vergonzoso, porque lo que busca no es tanto grandeza como verdad.

Después, pasa a otra de sus faltas: la irresolución. Declara que le cuesta enormemente decidirse en asuntos dudosos. No es que carezca de argumentos, al contrario: su espíritu encuentra razones convincentes en ambos bandos, y por eso se queda en suspenso, como una balanza perfectamente equilibrada. Sólo cuando las circunstancias lo obligan toma una decisión, y casi siempre de manera azarosa, siguiendo inclinaciones mínimas o el puro viento de la ocasión. Por eso confiesa que preferiría dejar la resolución al juego de los dados, como ocurría incluso en algunos episodios bíblicos.

A esta irresolución añade una reflexión crítica: los argumentos humanos siempre pueden ser combatidos y contradichos. Al estilo de los procesos judiciales interminables, o de los razonamientos políticos, Montaigne subraya que no hay discurso tan sólido que no pueda encontrar su réplica. Esto lo lleva a desconfiar de toda seguridad excesiva y a preferir la estabilidad conservadora: mejor un gobierno imperfecto pero duradero que el riesgo del cambio, porque las leyes y costumbres, aunque bárbaras, todavía pueden ser menos malas que las que vendrían a reemplazarlas.

Las leyes, las costumbres, hasta los trajes cambian demasiado rápido, y ello genera un desprecio por las observancias antiguas sin garantizar que lo nuevo sea mejor. Su posición es conservadora en el mejor sentido: reconoce que todo orden humano es imperfecto, pero considera que el cambio casi nunca corrige esas imperfecciones, sino que suele multiplicarlas. Por eso se deja llevar por “el orden general del mundo”, contentándose con obedecer sin debatir el origen de las leyes, convencido de que la obediencia litigante nunca es tranquila.

En seguida, regresa a sí mismo. Asegura que su único “don” —si puede llamarse así— es sentirse falto de juicio. Montaigne señala algo paradójico: nadie se cree corto de entendimiento; hasta el más rudo está convencido de tener juicio suficiente. Lo que sí concedemos a otros son ventajas visibles —fuerza, belleza, experiencia—, pero jamás el reconocimiento de un juicio superior. De allí que el campo en que él se mide a sí mismo no le reporta gloria alguna: si se acusa de falta de juicio, en cierto modo se excusa, porque esa “enfermedad” no la percibe nunca el enfermo.

Luego se pregunta: ¿para quién escribe? Los sabios esperan erudición y arte, las gentes comunes no entienden la delicadeza de un discurso elaborado; y la tercera categoría, la de los espíritus equilibrados y firmes, es tan rara que casi carece de nombre. De ahí que aspirar a la aprobación ajena sea, para él, perder el tiempo. Se contenta con aplicar todo a sí mismo: mientras otros buscan gloria repartida en amigos, clientes y conocidos, él dedica su esfuerzo al reposo interior.

Cita versos latinos para reforzar esta idea: “Mihi nempe valere et vivere doctus” (“Aprendí a procurar mi bienestar y mi vida”) y más adelante “Nemo in sese tentat descendere” (“Nadie intenta descender en sí mismo”). Montaigne afirma justamente lo contrario: mientras los demás miran hacia fuera, él se mira hacia dentro, y allí experimenta y juzga. Ese ejercicio de introspección —aunque desordenado y sin método riguroso— constituye su peculiaridad.

Admite que, quizás por el continuo trato con los antiguos —con esas “hermosas almas” de siglos pasados—, halla flojedad en sus contemporáneos. O tal vez es, sencillamente, que vive en una época mediocre, donde nada le parece digno de gran admiración. Incluso cuando elogia, lo hace con medida: puede exagerar un poco las virtudes de sus amigos, pero nunca inventar las que no tienen. Ni siquiera con sus enemigos falta a la justicia: distingue la querella personal del juicio objetivo y dice que los persas, aun en guerra, tenían la costumbre de alabar equitativamente a sus adversarios, lo cual considera ejemplar.

Después señala que ha conocido hombres con cualidades parciales admirables —lucidez, generosidad, conciencia, ciencia—, pero ninguno que reúna la grandeza cabal de los antiguos. El único que le pareció completo en su natural disposición fue su gran amigo Étienne de La Boétie, un alma “a la vieja usanza” que, de haber vivido más, habría realizado empresas notables. Este recuerdo íntimo contrasta con la mediocridad que dice percibir en los demás.

Enseguida vuelve contra los letrados y escritores: en ellos encuentra tanto orgullo y vanidad como en cualquier otra condición de hombres. Lo atribuye a que esperan demasiado de sí mismos y se exponen en exceso, de modo que sus defectos resaltan más. Como en una estatua de oro se notan más las fallas que en una de yeso, así en los libros que manejan materias nobles los errores del autor se vuelven ridículos.

La crítica se dirige también a la educación de su tiempo. Afirma que no nos hace prudentes ni virtuosos, sino que nos llena de conocimientos vacíos y técnicos: etimologías, divisiones, terminologías. Sabemos declinar “virtud”, pero no practicarla; sabemos definir “prudencia”, pero no vivirla. Como genealogistas que conocen los nombres de una familia sin tener trato con ella, los educadores nos llenan de palabras sin forjar vínculo real con las cosas.

Evoca un ejemplo contrario: Polemón, joven griego disoluto que, al escuchar un discurso de Jenócrates, salió transformado y abandonó de inmediato su vida de vicios. Ese es el fruto que debería dar la educación: cambiar la conducta, no sólo la memoria.

En la virtud militar, destaca al duque de Guisa (muerto en Orleans) y al mariscal Strozzi, a quienes considera lo más notable que vio en capacidad de guerra. En el ámbito de la virtud cívica y política, menciona a Olivier y a L’Hospital, cancilleres de Francia, como ejemplos de rectitud y ejemplaridad.

En cuanto a las letras, cree que la poesía francesa de su siglo alcanzó su punto más alto, con nombres como Aurat, Bèze, Buchanan, L’Hospital, Mont-Doré y Turnèbe, y sobre todo con Ronsard y Du Bellay, quienes, según Montaigne, llegaron casi a la perfección de los antiguos. Particular atención le merece Adriano Turnèbe, de quien afirma que sabía más y mejor que ningún hombre de su siglo y de varios anteriores.

Después pasa a la vida militar y política, evocando con admiración la nobleza del duque de Alba y del condestable de Montmorency, especialmente este último, cuya muerte en combate, a la vista del rey y de París, le parece digna de figurar entre los hechos notables de su época. También resalta la figura del señor de la Noue, cuya bondad, dulzura y rectitud supieron mantenerse aun en medio de la traición y crueldad de las guerras civiles.

El pasaje más íntimo llega cuando introduce a María de Gournay le Jars, su hija adoptiva. La presenta como una prolongación de sí mismo, “una de las mejores prendas de su ser”, y la elogia con ternura: sinceridad, firmeza de costumbres, afecto ilimitado y un juicio precoz que la llevó, siendo joven y mujer de su siglo, a admirar sus Ensayos y a buscar su amistad. En ella Montaigne deposita esperanzas de futuro, como si viera encarnada en esa joven la posibilidad de una amistad perfecta, semejante a la que había experimentado con La Boétie.

Finalmente, reconoce que aunque muchas virtudes escasean en su época, el valor abunda, fruto de las guerras civiles. Hay tantas almas fuertes, dice, que sería imposible escoger. Con ello, Montaigne cierra el cuadro de su tiempo con un equilibrio: la escasez de virtudes universales, pero también la presencia de ejemplos singulares de grandeza.

Capítulo XVIII: Del desmentir

Montaigne se justifica frente a una posible crítica: la de haber tomado como materia de sus escritos su propia vida y persona, algo que podría parecer ostentoso o reservado solo a grandes hombres como César, Jenofonte o Alejandro, cuyas hazañas merecen ser narradas y conservadas. Él, en cambio, se reconoce carente de gestas memorables y explica que no busca levantar una estatua para la plaza pública, sino construir un retrato íntimo para la lectura privada, destinado a amigos, familiares o curiosos que quieran conocerlo tal como es.

La diferencia esencial radica en que, mientras otros hablaron de sí porque tenían una materia rica y gloriosa, él lo hace precisamente porque la suya es pobre, estéril y sin relevancia. Sus Ensayos no son monumentos para la fama, sino ejercicios de autoconocimiento. De hecho, afirma que, al escribir, no ha hecho tanto un libro como que el libro lo ha hecho a él: pintándose para los demás, se ha pintado y formado a sí mismo.

Montaigne defiende que no se pierde tiempo en este ejercicio, aunque nadie lo lea: el solo hecho de haber registrado sus pensamientos lo ha fortalecido, ordenado y ayudado a sobrellevar tristezas. Así, la escritura no es solo comunicación, sino también disciplina interior y medicina del alma.

Introduce incluso un tono humorístico al recordar que, en vez de ofrecer un libro útil para el mercado, sus páginas podrían equivaler a dar “túnicas a los scombros” o “mantos a las sardinas”, es decir, un presente sin mucha utilidad práctica. Pero insiste en que para él ha sido provechoso: lo que otros hacen con palabras al aire o con ensoñaciones pasajeras, él lo fija en papel, evitando que sus pensamientos se disipen sin dejar huella.

Montaigne aborda con mucha seriedad la cuestión de la mentira y el valor de la verdad en su tiempo. Parte de una desconfianza general: si ya es difícil otorgar crédito a los demás, ¿cómo confiar en quien habla de sí mismo en una época tan corrompida? Su diagnóstico es claro: el primer signo de la corrupción de las costumbres es el destierro de la verdad. Por eso cita a Píndaro, para quien ser verídico es el inicio de toda virtud, y a Platón, que la consideraba condición indispensable para el gobernante de su República.

La verdad, dice Montaigne, ha perdido su relación con la realidad y se ha reducido a mera persuasión: no importa que algo sea verdadero, basta con que logre imponerse como tal, igual que la moneda falsa circula junto a la legítima. Recurre a Silvano de Marsella (Silvianus Massiliensis), quien ya en tiempos del emperador Valentiniano afirmaba que en los franceses el mentir y el perjurar no eran vistos como vicios, sino como formas habituales de hablar. Montaigne añade que en su siglo la situación ha ido aún más lejos: el disimulo se considera incluso virtud.

Se pregunta entonces por qué, siendo la mentira tan común, los hombres se sienten tan gravemente ofendidos cuando se les acusa de mentir. Propone dos explicaciones:

  1. Que defendemos con mayor celo los defectos que más nos dominan, como si al resentirnos de la censura descargáramos parte de la culpa.

  2. Que la acusación de mentir implica cobardía y bajeza de ánimo, pues supone desdecirse de la propia palabra y ser servil con los hombres mientras se ofende a Dios.

De aquí deriva la fuerte condena: mentir es un acto vil, “dar testimonio de menospreciar a Dios y de temer a los hombres”. La mentira destruye el único instrumento que hace posible la vida en común: la palabra, intérprete de nuestra alma. Si la palabra falla, se disuelven los vínculos sociales y la comunidad misma se resquebraja.

La reflexión se completa con un dato etnográfico: en ciertas naciones de las Indias, ya desaparecidas tras la conquista, se ofrecía a los dioses sangre de la lengua y de los oídos como expiación por la mentira dicha u oída. Esto muestra la conciencia de que el engaño corrompe la raíz misma de la comunicación.

Capítulo XIX: De la libertad de conciencia

Se sitúa en el contexto de las guerras civiles francesas (las de religión, entre católicos y protestantes), y admite que aun en el partido “más sano”, el que defiende la religión y el gobierno antiguos de Francia, muchos hombres de bien se dejan arrastrar por la pasión hasta la injusticia y la temeridad.

De ahí introduce un ejemplo histórico: los primeros tiempos del cristianismo. Cuando ganó fuerza, el celo hizo que muchos se armasen contra los libros paganos, lo que ocasionó —según Montaigne— más daño a las letras que las hogueras de los bárbaros. Cita el caso de Tácito, cuya obra estuvo a punto de desaparecer por algunas frases contrarias al cristianismo, y solo un ejemplar completo sobrevivió.

Después, examina la figura del emperador Juliano el Apóstata. Aunque la tradición cristiana lo tachó de enemigo de la fe, Montaigne se detiene en sus virtudes personales y políticas:

  • Su castidad ejemplar, comparable a la de Alejandro y Escipión.

  • Su justicia, al atender personalmente las causas sin dejar que su enemistad contra los cristianos afectara sus juicios.

  • Sus leyes buenas y moderación fiscal.

  • Su sobriedad y disciplina personal, viviendo con austeridad incluso en tiempos de paz.

  • Su vigilancia y constancia, dividiendo la noche en pocas horas de sueño y el resto en trabajo, estudio y cuidado del ejército.

  • Su cultura, pues dominaba la literatura y la filosofía.

  • Su valor militar, probado en numerosas campañas, especialmente contra alemanes y francos en Francia.

Incluso relata episodios que muestran su filosofía y paciencia, como cuando soportó los insultos del obispo Maris de Calcedonia sin tomar represalia, lo que contradice la imagen de cruel perseguidor que le atribuyen algunas fuentes cristianas.

Montaigne sugiere que la tradición eclesiástica exageró las culpas de Juliano por el simple hecho de ser adversario de la fe, cuando en realidad —según otros testigos como Eutropio— fue “enemigo de la cristiandad, pero sin llegar al derramamiento de sangre”.

Montaigne sugiere que la tradición eclesiástica exageró las culpas de Juliano por el simple hecho de ser adversario de la fe, cuando en realidad —según otros testigos como Eutropio— fue “enemigo de la cristiandad, pero sin llegar al derramamiento de sangre”.

Cierra su retrato de Juliano el Apóstata con un pasaje lleno de matices.

Primero, compara su muerte con la de Epaminondas, también herido por una flecha, destacando que Juliano, aun malherido, pedía ser llevado al combate para animar a sus soldados. Subraya su fortaleza filosófica frente a la muerte: el desprecio de las cosas humanas, la creencia en la inmortalidad del alma, y el agradecimiento a los dioses por morir en medio de sus victorias, sin agonías prolongadas. Aquí Montaigne insinúa la figura de un emperador que muere con grandeza estoica.

Sin embargo, inmediatamente reconoce sus defectos religiosos: la apostasía del cristianismo (que, según Montaigne, probablemente nunca creyó sinceramente), su superstición excesiva con sacrificios y oráculos, y la ingenuidad con que se entregaba a la adivinación. Incluso los paganos de su tiempo se burlaban de él por esta inclinación. Es interesante que Montaigne ponga en duda la famosa frase atribuida a Juliano, “Venciste, Nazareno”, señalando que de haber existido testigos fiables, como Marcelino, no se habría perdido. Aquí se percibe su escepticismo hacia las leyendas piadosas.

Luego analiza una medida política clave: Juliano, sabiendo que el pueblo cristiano estaba dividido, convocó a los prelados y les dio libertad para practicar su fe sin persecuciones. Su intención no era tolerante en sentido moderno, sino astuta: al fomentar la diversidad y permitir que cada grupo actuara, esperaba que las divisiones internas debilitarán al cristianismo. Montaigne observa con ironía que Juliano utilizó el mismo recurso que, en su propio tiempo, los reyes de Francia habían usado al revés, es decir, no para dividir, sino para intentar sofocar las guerras de religión.

La frase atribuida al emperador —que “nada hay más temible para el hombre que el hombre mismo”— funciona como reflexión amarga sobre la violencia de los propios cristianos, cuyo fanatismo y crueldad le confirmaron en su visión del mundo.

Finalmente, Montaigne introduce su clásico movimiento de doble argumento:

  • Por un lado, permitir la libertad religiosa es sembrar división, porque cada grupo sigue su rumbo.

  • Por otro, esa misma libertad puede apaciguar los ánimos, porque lo prohibido enardece más que lo permitido.

Y concluye con un elogio sutil a sus reyes: aunque no hayan conseguido lo que pretendían (acabar con las divisiones religiosas), al menos supieron disimular el querer lo que podían, es decir, adaptarse con prudencia a la realidad.

Capítulo XX: No gustamos nada puro

Comienza observando que nada nos llega sin adulteración. Así como los metales se aleacionan para que sirvan mejor, también los placeres y las virtudes necesitan mezclarse para ser tolerables a nuestra naturaleza. Ni siquiera la virtud estoica, en su pureza como fin de la vida, ni la voluptuosidad cirenaica entendida en su forma radical, resultan practicables sin algún añadido. De inmediato recuerda el verso latino que resume esta tensión: “Del medio de la fuente de los placeres surge algo amargo, que en las flores mismas hiere” .

Montaigne subraya que nuestro goce extremo tiene siempre un dejo de dolor. Lo vemos en los epítetos con que describimos el amor y la felicidad: languidez, desfallecimiento, morbidez. Incluso la risa y la alegría intensas rozan lo severo y lo triste. Así, la propia felicidad aplasta si no se templa: ipsa felicitas, se nisi temerat, premit . Retoma además un proverbio griego: “los dioses nos venden cuantos beneficios nos otorgan”, es decir, que no recibimos nada puro, sino siempre acompañado de algún mal.

Para reforzar esta idea, cita a Sócrates, quien contaba que un dios quiso unir el placer y el dolor en una sola sustancia, y no pudiendo, al menos los acopló por la cola. O a Metrodoro, que encontraba en la tristeza un resto de placer: Montaigne interpreta que hay una complacencia en alimentar la melancolía, un deleite delicado en dejarse acariciar por ella. De ahí que pueda decirse, con Ovidio, “est quaedam flere voluptas” —“hay cierto placer en llorar” .

El tono se vuelve más poético cuando recuerda a Séneca: la memoria de los amigos muertos puede ser grata como la aspereza de un vino añejo , o como el sabor agridulce de las manzanas. Esta confusión de contrarios la vemos también en el rostro humano: las arrugas de la risa y del llanto son semejantes, y ambos estados se entremezclan en lágrimas que pueden ser de alegría o de dolor. De ahí su sentencia: “Nullum sine auctoramento malum est” , ningún mal existe sin algún aditamento de bien.

Montaigne confiesa que hasta la bondad más acabada que pueda poseer tiene un tinte de vicio. Lo mismo ocurre con las leyes: nacen para defender la justicia, pero no pueden subsistir sin cierta injusticia. De ahí que cite a Tácito: “Todo gran ejemplo tiene algo de inicuo, que se compensa contra los individuos por la utilidad pública” (Omne magnum exemplum habet aliquid ex iniquo, quod contra singulos utilitate publica rependitur). La enseñanza es clara: la pureza total no solo es imposible, sino que además puede ser nociva para la vida social.

Luego extiende esta idea al gobierno de la vida y de los negocios. Una inteligencia demasiado penetrante puede ser contraproducente: quien ve con exceso de claridad todas las aristas de un asunto, quien analiza demasiado, queda paralizado. Por eso dice Montaigne que hay que “embotar” un poco el juicio, darle lastre para que se acomode a la existencia concreta, terrenal y confusa. Los espíritus más sencillos suelen manejar mejor los negocios que las almas demasiado agudas.

De aquí la anécdota de Simónides y el rey Hierón. El rey le preguntó qué cosa era Dios, y Simónides pidió varios días para meditar. Cada vez que volvía con una respuesta pedía más tiempo, porque cuanto más pensaba, más dificultades encontraba, hasta desesperar de hallar la verdad. Es un ejemplo de cómo la sutileza excesiva se extravía en consideraciones contrarias y múltiples, sin llegar nunca a una conclusión firme.


Conclusión

En el recorrido de estos capítulos de los Ensayos, Montaigne se presenta a sí mismo como ejemplo vivo de la condición humana: frágil, contradictoria y siempre mezclada de imperfección. Reflexiona sobre la gloria vana que busca perpetuar el nombre más allá de la vida, sobre la presunción que nos hace idolatrarnos o despreciar a los demás, sobre la inestabilidad de nuestras costumbres, la mentira erigida en norma, y la imposibilidad de gozar nada en estado puro, ni el placer ni la virtud ni la justicia. Reconoce sus defectos —memoria débil, poca destreza corporal, falta de ambición— y los convierte en materia de filosofía, mostrando que la sabiduría no consiste en negar nuestra fragilidad, sino en aceptarla con franqueza y medida. Al final, todo converge en una misma enseñanza: el hombre debe aprender a mirarse con honestidad, sin engañarse ni engrandecerse, sabiendo que nuestras obras, pasiones y leyes siempre serán humanas, es decir, imperfectas, pero que aun así, en esa aceptación, puede hallarse la verdadera dignidad.