domingo, 26 de octubre de 2025

Plutarco - Consolación a su mujer

La Consolación a su mujer es una carta que Plutarco escribe a su esposa tras la muerte de su hija pequeña, Timóxena. Este breve pero conmovedor texto combina ternura, razón y filosofía moral. En él, Plutarco exhorta a su esposa a sobrellevar el dolor con serenidad, apoyándose en la virtud y en la aceptación de la naturaleza humana. Lejos de la frialdad estoica, el autor expresa un afecto profundo y un sentido del equilibrio entre el sentimiento y la razón, convirtiendo este escrito en una joya del pensamiento ético y familiar del mundo antiguo.

CONSOLACIÓN A SU MUJER

Plutarco comienza refiriéndose al modo en que recibió la noticia de la muerte de su hija, señalando que el mensajero enviado por su esposa no lo encontró y que fue su nieta quien le informó en Tanagra. Desde el inicio se percibe un tono contenido y reflexivo: el hecho trágico se enuncia sin dramatismo, pero con una clara conciencia del dolor compartido. Plutarco reconoce la probabilidad de que las exequias ya se hayan realizado y manifiesta un deseo sereno: que todo haya ocurrido de la manera menos dolorosa posible para su esposa.

Plutarco comprende que su esposa, quizás movida por afecto o por prudencia, haya querido esperar su llegada antes de proceder. Sin embargo, él la exhorta a no dejarse dominar por supersticiones ni excesos emocionales. Lo que destaca en este pasaje es su intento de conciliar el afecto con la razón: el dolor es legítimo, pero no debe transformarse en un apego irracional al cuerpo o en un gesto supersticioso. 

Le pide serenidad, no solo por ella misma, sino también por él, subrayando la importancia del autocontrol en medio del dolor. Su tono no es de censura, sino de amorosa exhortación: la llama “querida mía” y le recuerda que ambos comparten la misma pérdida. El filósofo no niega la pena, sino que invita a mantener la compostura y la razón como expresión de sabiduría y fortaleza moral.

Cuando Plutarco dice que él “puede delimitar de qué magnitud es lo ocurrido”, muestra una comprensión racional del suceso: sabe medir el dolor y reconocer sus límites, en contraste con el desborde emocional que puede nublar el juicio. Al advertir que le dolería más verla vencida por la pena que la pérdida misma, expresa una forma de amor que busca elevar al otro, no protegerlo con consuelos vacíos.

“No nací de la encina ni de la roca”, es una cita homérica que significa que tampoco él es insensible o hecho de piedra.

Recuerda a su esposa que ambos compartieron no solo la crianza de varios hijos, sino también una vida familiar plena, en la que ambos participaron activamente en la educación de los niños. El gesto de haberle dado el nombre de su madre simboliza la continuidad del amor y de la vida familiar; por eso, su pérdida es doblemente sentida: muere la niña, pero también se apaga una prolongación afectiva de la madre. Sin embargo, Plutarco no se detiene en la tragedia, sino que eleva la memoria de la niña a un plano de pureza moral. Describe su carácter con ternura filosófica: la dulzura de los niños pequeños es “pura y sin mezcla”, porque no conocen el rencor ni la ira. Esta pureza, sin embargo, hace que el dolor de su pérdida sea más agudo.

Lo que antes fue motivo de gozo —la dulzura, la ternura y las virtudes de la niña— no debe ahora convertirse en causa de tormento. La lógica del filósofo es clara: si esos recuerdos nos proporcionaron felicidad mientras ella vivía, no hay razón para que al evocarlos nos destruyan; más bien, deben seguir siendo una presencia amable y serena en la memoria.

La cita de Clímene, madre de Faetón, refuerza esta idea mediante el ejemplo poético. Clímene, al odiar los objetos que le recordaban a su hijo —el arco y los juegos—, simboliza la reacción natural del dolor que rehúye todo lo que evoca la pérdida. Pero Plutarco considera que ese impulso debe ser dominado por la razón. No hay que rechazar los recuerdos, sino integrarlos, hacerlos vivir con nosotros. La memoria del ser amado, cuando se asume desde la virtud, se convierte en compañía espiritual y no en carga emocional.

El filósofo apela, además, a la coherencia de su vida y enseñanza: recuerda a su esposa que muchas veces ambos han razonado sobre estos temas con otros, y que ahora les toca aplicar esa sabiduría a su propio dolor. Su consejo final —no “encerrarse” ni “quedarse sentados” en la tristeza— encierra un llamado práctico: el duelo debe ser activo, no pasivo. La mejor forma de honrar la vida perdida no es el lamento perpetuo, sino conservar con alegría el recuerdo de lo bueno que fue. 

La compostura de Timoxena

Plutarco alaba con profunda admiración —aunque sin sorpresa— la actitud de su esposa ante la muerte de su hija. Destaca su compostura, su modestia y su rechazo a las formas externas del luto: no se vistió con ropas negras ni permitió que las sirvientas lo hicieran, no organizó ceremonias ostentosas ni exhibiciones de duelo. Todo se realizó con sencillez, serenidad y respeto. Este comportamiento, lejos de ser una muestra de frialdad, es para Plutarco una manifestación de prudencia (phronēsis) y templanza (sōphrosynē), virtudes que caracterizan tanto la vida pública como la privada.

El filósofo subraya que esta contención no lo sorprende, pues su esposa siempre había vivido de manera sobria y sin afectación, incluso en las ocasiones alegres o sociales. La virtud, para Plutarco, es una disposición estable del alma, no algo que se improvisa en la desgracia. Así, la moderación que ella mostró en la vida cotidiana se mantiene ahora en el dolor, demostrando que su carácter es verdaderamente firme.

Luego desarrolla un argumento moral más amplio: el verdadero combate interior no se libra contra la ternura natural —que es legítima y humana—, sino contra la desmesura del alma, que se deja arrastrar por los excesos del sufrimiento. Llorar y recordar es justo; pero abandonarse a la desesperación, como si el desconsuelo fuera una forma de virtud, es para Plutarco una falta de equilibrio tan censurable como la intemperancia en los placeres. En su ética, la virtud se define precisamente por la medida, por la capacidad de dominar los impulsos tanto en la alegría como en el dolor.

No solo la exime de cualquier reproche o necesidad de corrección, sino que la pone como ejemplo de virtud ante filósofos y ciudadanos. Su vida sencilla y natural, dice, ha causado admiración en todos los que la han conocido, incluso entre los sabios, que reconocen en ella una verdadera encarnación de los principios éticos que suelen predicar.

Plutarco destaca que su esposa ha demostrado esta firmeza no solo ahora, sino en ocasiones anteriores: al perder al hijo mayor y, más tarde, a Querón (probablemente un familiar cercano o amigo íntimo). En ambas tragedias, ella actuó con serenidad y orden, sin dejar que el dolor se transformara en caos doméstico o emocional. Este recuerdo cumple una doble función: sirve como reconocimiento de su virtud pasada y como refuerzo moral para sostenerla en el presente.

Particularmente emotiva es la evocación de la lactancia: su esposa alimentó al niño con su propio pecho y, pese a sufrir una lesión dolorosa, soportó una intervención sin debilidad. Plutarco interpreta este hecho como signo de “nobleza y amor de madre”, pero también como prueba de carácter: es capaz de soportar el dolor físico y emocional con firmeza y templanza. En su elogio se entrelazan el afecto con la ética: no se trata de una fría aprobación racional, sino de una reverencia amorosa hacia una mujer cuya virtud se manifiesta en la vida cotidiana.

Critica el carácter irracional y vano de esas demostraciones de pena, calificándolas de “enloquecidas” y “difíciles de apaciguar”. Según él, ese lamento no nace de una verdadera buena voluntad (eunoia), es decir, de un amor racional y noble, sino de una mezcla de dolor físico con vanagloria, esto es, de un deseo de mostrarse afectada ante los demás. En otras palabras, Plutarco distingue entre el dolor auténtico, que es silencioso y virtuoso, y el dolor teatral, que busca atención y agrava el sufrimiento.

Para ilustrar su idea, introduce una fábula de Esopo con tono moralizante: cuando Zeus reparte honores entre los dioses, el Sufrimiento pide también una porción, y Zeus se la concede solo a quienes lo eligen. Esta imagen alegórica encierra una enseñanza profunda: el sufrimiento se alimenta de la voluntad misma del doliente. En un inicio es una emoción natural, pero si se le deja entrar y permanecer, se convierte en hábito y se apodera del alma, volviéndose casi imposible de desterrar. Por eso, dice Plutarco, hay que resistirlo “en las puertas”, es decir, en sus primeros momentos, antes de que eche raíces.

El luto externo —la vestimenta, el cabello cortado, el aislamiento— alimenta la tristeza interior. Esta se convierte en un círculo vicioso que encierra al alma en la oscuridad y la amargura, haciéndola incapaz de disfrutar la luz, la risa o la compañía humana. Para Plutarco, el cuerpo y el alma están en íntima relación: si el cuerpo se debilita y se descuida, también el alma se deteriora. Por eso aconseja cuidar el cuerpo, mantenerse limpio y activo, pues la salud corporal ayuda a que la tristeza se disuelva, “como una ola en tiempo sereno”.

En tono de advertencia afectuosa, le dice a su esposa que no tema —como temen muchos— las “visitas de mujeres molestas”, aquellas que, en lugar de consolar, alimentan la pena con gritos, lamentos y gestos teatrales. Estas manifestaciones, lejos de aliviar, “gastan y excitan la pena”, impidiendo que el dolor siga su curso natural hacia la serenidad. Plutarco considera este tipo de consuelos un veneno disfrazado de compasión.

El filósofo recuerda, como ejemplo, un episodio reciente: su esposa había ayudado a la hermana de Teón, resistiendo justamente a esas mismas mujeres que acudían con lamentaciones exageradas. La comparación que usa es poderosa: esas personas son como quienes, en lugar de apagar un incendio, echan más leña al fuego. Su comportamiento refleja la incapacidad de comprender que la verdadera amistad y solidaridad consisten en aportar calma, no agitación.

Le pide a su esposa que, mediante un acto de reflexión consciente, regrese mentalmente al tiempo anterior al nacimiento de su hija, cuando ambos vivían sin esa alegría, pero también sin la actual tristeza. Le invita a unir ese pasado con el presente, reconociendo que su situación actual —sin la niña— no es peor que aquella de antes de tenerla. De este modo, busca liberar a su esposa de la ilusión de pérdida total: lo que hoy falta no existía antes, y entonces eran igualmente felices.

Este razonamiento encierra una lección moral sutil: si se lamentan del presente, sería como lamentarse de haber tenido una hija, cuando su nacimiento fue motivo de gozo. Por eso, Plutarco insta a no borrar de la memoria los dos años que ella vivió, sino a conservarlos como un bien disfrutado, no como un bien arrebatado. Así introduce una de las virtudes más estoicas del consuelo: la gratitud. No se debe reprochar a la fortuna por no haber prolongado lo que fue breve, sino agradecer lo que concedió. En sus palabras late una ética del reconocimiento: la felicidad no depende de la duración de los bienes, sino de la capacidad de recordarlos con gratitud.

Plutarco advierte contra un error común: dejar que un solo infortunio ensombrezca toda una vida feliz. Utiliza una imagen literaria —la del libro limpio con una sola mancha— para enseñar que no debemos juzgar la totalidad de nuestra existencia por un único episodio doloroso. La vida, como una obra bien compuesta, puede contener una página triste sin perder su belleza general. Este símil muestra el espíritu humanista de Plutarco: reconoce el dolor, pero lo sitúa dentro de una visión más amplia y equilibrada del destino humano.

Luego recuerda que la verdadera felicidad no depende de la fortuna, sino de la razón y de la disposición firme del alma. Aquellos que miden su bienestar por los acontecimientos externos —la pérdida, la riqueza, el elogio o el fracaso— están condenados a una inestabilidad perpetua. En cambio, quienes cultivan la serenidad interior pueden enfrentar las vicisitudes sin caer en la desesperación. Este principio filosófico, de raíz socrática y estoica, se convierte aquí en un consejo afectuoso dirigido a su esposa: no permitas que las lágrimas ajenas, dictadas por la costumbre más que por el amor, te arrastren al abatimiento; recuerda que muchos envidiarían aún tu vida, tu familia y tu carácter.

Sería absurdo que otros desearan nuestra suerte —aun con la pérdida incluida— y que nosotros mismos la despreciáramos. Usa un ejemplo de Homero para ilustrar esta actitud mezquina: así como algunos lectores rechazan versos incompletos (acéfalos o miuros) sin apreciar el esplendor del conjunto, muchos seres humanos centran su atención en la única parte dolorosa de la vida, ignorando la abundancia de bienes que los rodea. La comparación con los avaros refuerza la idea: quien acumula bienes pero no los disfruta actúa igual que quien tiene motivos de gratitud y no los reconoce. 

Si la pena surge porque la niña no alcanzó la adultez ni conoció el matrimonio, debe recordarse que esos bienes no son grandes en sí mismos, y que su pérdida no puede entristecer a quien no llegó a desearlos. La pequeña Timóxena, dice, disfrutó de lo que le correspondía en su breve existencia: lo pequeño, lo simple, lo puro. Y ahora, al haber partido “a un lugar sin tristeza”, ya no necesita de nuestra aflicción. 

Reconoce que algunas doctrinas filosóficas —como las epicúreas— sostienen que la muerte no es un mal porque el alma se extingue completamente; sin embargo, recuerda a su esposa que ambos profesan la fe tradicional griega y han participado en los ritos de Dioniso, donde se enseña la inmortalidad del alma. Así, Plutarco no consuela negando la existencia del alma, sino afirmando su supervivencia y su retorno a lo divino. Su propósito no es solo racionalizar el dolor, sino abrir una perspectiva religiosa que lo trascienda.

El filósofo desarrolla una comparación hermosa y reveladora: el alma es como un ave en cautiverio. Si permanece mucho tiempo en su prisión —el cuerpo—, termina domesticándose y olvidando su naturaleza libre. Entonces, al morir, no logra desprenderse fácilmente de las pasiones terrenales y vuelve a encarnarse, atrapada en el ciclo de los nacimientos. Esta idea refleja influencias órficas y pitagóricas, muy presentes en la religiosidad filosófica de Plutarco: la encarnación es una forma de olvido y de esclavitud espiritual, mientras que la liberación temprana del alma la devuelve más pronto a su patria celeste.

El contraste entre las almas que parten pronto y las que envejecen en el cuerpo se convierte en argumento de consuelo: la pequeña Timóxena, al morir joven, ha escapado del peso y la corrupción del mundo. Su alma no ha tenido tiempo de habituarse a las pasiones ni de confundirse con la materia; ha regresado pura y ligera al lugar que le corresponde por naturaleza. Plutarco ilustra esta idea con una imagen poética: el alma liberada es como una llama que, apagada brevemente, vuelve a encenderse con facilidad; en cambio, la que ha permanecido largo tiempo extinguida difícilmente recupera su brillo.

Las almas que mueren antes de enraizarse en la vida corporal “atraviesan más pronto las puertas del Hades” y alcanzan así una suerte más feliz. Lejos de ver la muerte temprana como una desgracia, Plutarco la presenta como un tránsito benigno hacia lo divino. 

Señala que, en la tradición griega, no se ofrecían libaciones ni se celebraban los ritos fúnebres habituales por los que mueren en la infancia, porque esos pequeños no han participado aún de la vida terrenal. Su existencia no estuvo marcada por los actos, pasiones ni contaminaciones propias de la vida humana; por eso, su destino es más puro y su tránsito, más rápido y luminoso.

Plutarco subraya que las leyes prohibían el duelo excesivo en estos casos, pues se consideraba impío lamentar a quienes habían partido “hacia una suerte y una región mejor y más divina”. Esta afirmación recoge la creencia de que el alma de los niños no está sujeta al castigo ni a la pesadumbre, sino que regresa enseguida a su origen celestial. La razón humana, dice Plutarco, encuentra incluso más difícil negar esta verdad que creerla, lo que significa que aceptar la paz de los inocentes es más natural que entregarse a la desesperación.

Por eso, exhorta a su esposa —y consigo mismo— a mantener la compostura externa conforme a la ley y la pureza interior conforme a la razón. Las lágrimas desmedidas, el duelo prolongado o la rebeldía frente al destino serían una forma de impiedad, porque implican desconocer la justicia divina. En cambio, guardar el alma “sin mancilla, pura y prudente” es el verdadero homenaje a la hija perdida y una señal de respeto hacia los dioses.

Conclusión

La Consolación a su mujer es una joya de amor y sabiduría donde Plutarco transforma el dolor en enseñanza. Frente a la muerte de su hija, no predica el olvido ni la frialdad, sino una serenidad nacida de la razón y la fe: aceptar la pérdida sin renunciar a la ternura. En cada línea, el filósofo enseña que el duelo puede ser escuela de virtud, que la memoria amorosa no debe ser cadena, sino luz, y que el alma, al desprenderse del cuerpo, regresa libre al orden divino del cual procede. Es, en el fondo, una lección sobre cómo vivir humanamente incluso ante la muerte.

Plutarco - Moralia IX: Sobre comer carne

Es probable que estemos ante una obra que ensambla una gran defensa al vegetarianismo y a la abstinencia del consumo de carne. Sin embrago, no es que estemos ante un pionero con respecto a estos temas, pues el mismo señalará a otros hombres que, por diversas razones, se han abstenido de comer carne. Plutarco irá desde los argumentos más filosóficos hasta los más estéticos. Veamos esta breve obra de Plutarco. 

MORALIA IX: SOBRE COMER CARNE

(I)

Salvajismo

Al comienzo de esta obra pareciera ser que Plutarco le habla a un interlocutor. Se pregunta qué fue lo que llevó a Pitagoras a dejar de comer carne, pero antes se pregunta ¿cómo lo hizo la primera persona que se atrevió a comer carne? ¿no se horrorizó? Ante todo, dice Plutarco, lo primero que motivó a esa persona fue la necesidad y la penuria. Los antiguos no se daban antojos antinaturales que estaban fuera de lugar, tuvieron que pasar por una gran miseria para tener que llegar a ese punto. En efecto, los dioses han dispuesto un gran mundo con innumerables frutos de los cuales puede servirse. 

Es interesante ver cómo Plutarco comienza a comentar que en el pasado, los antiguos que vivían en aquella miseria debieron de ser salvajes, personas que estaban en una desesperación constante. Y ahora, dice Plutarco, hay quienes sin tener la necesidad de matar para comer carne, lo hacen. Los ricos sentados en una gran mesa, comen carne hasta saciarse, los animales no pueden defenderse de aquello, y los que están de acuerdo con comer carne, señalan que todo es provechoso pues los animales no son inteligentes; no pueden comunicar que sufren y en razón de ello está justificado comerlos. Pero hay algo peor aún. En aquellas mesas de los que no necesitan, por más que estén saciados, quedan restos de animales, es decir, el animal que fue comido, murió en vano. 

El acto de comer carne no es connatural

La morfología del cuerpo humano demuestra que el ser humano no está hecho para desgarrar carne: carece de garras, colmillos curvos, fauces potentes y jugos gástricos capaces de digerir tejidos animales. Con esto, apela a una forma de teleología natural: la naturaleza dota a cada especie de los medios adecuados a su modo de vida, y el hombre, al no poseer los de los carnívoros, no fue creado para alimentarse como ellos.

Invita al lector a matar y devorar un animal sin herramientas, solo con sus manos y dientes, como hacen los lobos o los leones. El reto, evidentemente imposible, busca mostrar la distancia que separa al hombre de la ferocidad animal. En efecto, luego de matarlo con instrumentos lo va a cocer, lo va a aliñar, le va a cambiar el aspecto con fuegos y hierbas. 

Plutarco nos cuenta una anécdota: un hombre compra un pescado y el tendero le pide aceite, vinagre y queso para prepararlo; el espartano responde que, si tuviera esos ingredientes, no habría comprado el pescado. La respuesta refleja el espíritu austero de Esparta, donde la frugalidad era una virtud y el exceso culinario, un signo de decadencia.

Plutarco contrapone esta simplicidad al lujo culinario de su época, donde la carne es llamada “guarnición” y luego, paradójicamente, requiere más guarnición para ser tolerada. Describe con tono satírico cómo se mezclan ingredientes exóticos —miel, vinagre, salsas orientales—, no para realzar el sabor, sino para disfrazar la corrupción natural de la carne, comparando ese proceso con el embalsamamiento de un cadáver. La metáfora es deliberadamente fuerte: cocinar carne sería, en cierto modo, dar sepultura a lo muerto, intentando negar su carácter putrefacto.

Nos cuenta otra anécdota con respecto a Diógenes: Diógenes habría comido un pulpo crudo con el propósito de demostrar que la cocción de los alimentos es una práctica artificial y que, por tanto, el hombre debía volver a un modo de vida natural. Plutarco, sin embargo, ridiculiza ese gesto, mostrando que no toda “vuelta a la naturaleza” es virtuosa, y que hay un límite entre la vida simple y la brutalidad animal.

El espíritu y la carne

La carne no hace daño solamente al cuerpo sino que también al espíritu, nos dice Plutarco. Pone como ejemplo a los prejuicios atenienses contra los beocios, a quienes se consideraba toscos e insensibles, “como cerdos”, por su inclinación al exceso alimenticio. Plutarco —que era, precisamente, beocio de Queronea— recoge esas burlas con tono autocrítico, pero las resignifica: la voracidad no es solo un defecto regional, sino una enfermedad del alma humana cuando se deja dominar por el placer. Las citas de Menandro y Píndaro refuerzan este punto, mostrando cómo la cultura griega asoció desde antiguo la moderación con la sabiduría y la templanza.

Luego introduce la frase de Heráclito —«un espíritu enjuto es el más sabio»—, que funciona como eje filosófico del pasaje. Para Plutarco, el alma sabia es aquella no saturada por los placeres corporales. El exceso de comida y de carne produce un cuerpo pesado, y ese peso material se traduce simbólicamente en opacidad espiritual: la razón se embota, la percepción se vuelve turbia, el juicio se entorpece.

Filantropía

En este pasaje, Plutarco eleva su argumento a un nivel moral y religioso. Comienza afirmando:

“¿No parece que el hábito de la filantropía es cosa extraordinaria? En efecto, ¿quién podría agraviar a un ser humano si se comporta de manera indulgente y filantrópica con criaturas de otra especie?”

Así plantea que quien muestra compasión hacia los animales difícilmente será injusto con los hombres. Luego recuerda la cita de Jenócrates:

“Los atenienses condenaron a cierta persona que había desollado vivo a un carnero.”

Para Plutarco, ese acto revela una sensibilidad moral antigua, y añade:

“No es peor quien tortura a un ser vivo que quien arrebata su vida y lo mata.”

Critica, además, que los hombres “somos más sensibles a los actos contra las costumbres que a los actos contra la naturaleza”.

Después invoca a Platón y cita a Empédocles como prólogo:

“...las almas, debido a los sacrificios y a la ingestión de carne, quedan, a modo de condena, aprisionadas en los cuerpos.”

Finalmente alude al mito órfico de Dioniso y los Titanes, quienes “tras haber degustado su sangre, fueron sancionados y fulminados”. Explica que esos Titanes simbolizan en nosotros “lo irracional, caótico y violento... quienes reciben una sanción y cumplen condena”.


(II)

El estómago, dice Plutarco, no está sediento de sangre, sino que está invadido por la inmoderación. Si hay que comer carne, que sea por apetito pero no por glotonería. Que sea por necesidad y no por tortura como les gusta algunos poner en la boca de los cerdos venablos al rojo vivo, a fin de que la sangre con la inserción del hierro, forme una emulsión, se extienda y haga la carne más tierna y suave. 

El consumo de carne excede las actitudes naturales que debe tener todo ser humano. Así, los banquetes desmesurados dan paso a costumbres desordenadas, los placeres sin medida a músicas impúdicas, y los espectáculos sangrientos a una insensibilidad general que termina volviéndose contra los propios seres humanos. La intemperancia corporal, según Plutarco, no se detiene en el placer inmediato, sino que crea una disposición anímica inclinada a la crueldad.

Por eso evoca el ejemplo del legislador Licurgo, que promovía construcciones simples para evitar el lujo y la ostentación. La sobriedad material debía acompañar la templanza moral: una casa modesta lleva a comidas sencillas y a una vida equilibrada, mientras que la abundancia y el refinamiento conducen a la corrupción.

¿Cómo no considerar ostentosa una cena en donde muere un ser animado? se pregunta Plutarco. Reconoce que no afirmará, como Empédocles, que los animales son literalmente la reencarnación de nuestros padres o amigos, pero sostiene que poseen sensibilidad, vista, oído, imaginación e inteligencia, cualidades que la naturaleza ha dado a todo ser vivo para conservar su vida y evitar el daño.

El argumento moral es claro: si los animales comparten las facultades básicas que fundamentan nuestra humanidad, entonces no puede considerarse justo matarlos. Plutarco pregunta quién enseña mejor: los filósofos que, con su doctrina, llevarían a “comer a los amigos, padres o mujeres” tras su muerte, o los que, como Pitágoras y Empédocles, exhortan a la ecuanimidad y la moderación hacia todas las criaturas.

Ironiza además sobre la costumbre de burlarse del vegetariano: el que no come cordero es ridiculizado, pero —dice con sarcasmo— habría más motivo para reírse de quien, simbólicamente, “trocea a su padre o a su madre” al alimentarse de carne, repitiendo un acto de violencia contra lo que también participa de vida y sensibilidad. Alude a la idea platónica de que, al tratar estos temas, es preciso purificar el alma y los sentidos —“limpiar las orejas con un discurso dulce”—, pues se trata de una materia que exige respeto. Finalmente, recuerda que los pueblos bárbaros, como los escitas o melanclenos, según Heródoto, practicaban costumbres violentas sin escrúpulos, mientras que los antiguos griegos consideraban los preceptos de Pitágoras y Empédocles verdaderas leyes de vida.

El uso de la espada y el sacrificio del animal son gestos equivalentes, ambos vinculados a una misma raíz: la costumbre de matar. El razonamiento se vuelve político cuando compara esa evolución con la de los tiranos que, habituados a ejecutar primero a los criminales despreciables, terminan condenando a hombres nobles y justos como Nicérato, Terámenes o el filósofo Polemarco. Quien se acostumbra a matar animales termina perdiendo el horror al derramamiento de sangre humana.

Plutarco describe luego una secuencia gradual de corrupción: primero se mata a un animal salvaje, después a un ave o a un pez, luego al buey que labra la tierra, al cordero y, finalmente, al gallo doméstico. Ese hábito, dice, “cediendo a nuestra sed insaciable”, desemboca en los mayores crímenes: guerras, asesinatos y destrucción.

Transmigración de las almas

Incluso si no se acepta —como sostenían Pitágoras y Empédocles— que las almas se reencarnen en cuerpos de distintas especies, Plutarco insiste en que el daño físico y moral del consumo de carne es innegable. La carne enferma el cuerpo y entorpece el alma, que se vuelve insensible y disoluta. Además, denuncia cómo la sociedad ha hecho de la sangre un elemento cotidiano de la convivencia: no se celebra boda, banquete ni encuentro amistoso sin el sacrificio de un animal.

Reconoce que existen dudas sobre esa doctrina, pero que, aun sin certeza absoluta, conviene actuar con respeto y cautela.

Para explicarlo, propone una comparación: en medio de un combate nocturno, si alguien estuviera a punto de matar a un enemigo y oyera que podría ser su hijo, su padre o un amigo, aunque no tuviera plena seguridad, lo sensato sería detener el golpe. Matarlo sería un acto terrible si la sospecha resultara cierta. Así, del mismo modo —dice Plutarco—, cuando no se tiene certeza sobre si las almas pueden pasar a cuerpos de animales, es más prudente abstenerse de matarlos.

Por lo tanto, no hace falta creer completamente en la metempsícosis para practicar la moderación. Basta con admitir la posibilidad de que haya una conexión entre todas las almas para justificar el respeto hacia los seres vivos. Recuerda el ejemplo de la tragedia de Mérope, quien está a punto de matar a su propio hijo sin reconocerlo, lo que sirve como imagen dramática del riesgo moral que corre el hombre violento: al obrar sin mesura ni reflexión, puede destruir aquello que ama o aquello que comparte su misma naturaleza.

Ante la posibilidad (aunque incierta) de que un cuerpo enemigo contenga el alma de un ser querido, la prudencia manda detenerse. Si en la oscuridad dos voces discuten —una: “golpéalo, es tu enemigo”; otra: “no lo golpees, puede ser tu hijo”—, peor sería matar por error al propio hijo que omitir castigar a un enemigo dudoso.

Incoherencia de los estoicos

Comienza preguntando irónicamente qué significa esa “gran tensión entre el vientre y la cocina”, es decir, cómo pueden los estoicos predicar dominio de sí y desprecio por los placeres, pero al mismo tiempo mantener la costumbre de comer carne. Señala la contradicción: si consideran el placer algo “afeminado”, carente de valor moral y contrario al progreso racional, deberían rechazar no solo perfumes y manjares dulces, sino también la carne y la sangre, que implican un acto violento y cruel.

Plutarco ridiculiza su lógica: los estoicos afirman que “no hay vínculos de justicia entre nosotros y los animales irracionales”, pero si aplicaran el mismo principio, tampoco habría vínculo alguno entre los hombres y las cosas inútiles del placer, como las especias o los perfumes. En consecuencia, si desprecian lo superfluo, deberían con mayor razón apartarse de lo sanguinario, pues este tipo de placer no solo es innecesario, sino moralmente degradante.

El texto concluye —antes de perderse el resto de la obra— anunciando que examinará más a fondo esa afirmación estoica sobre la falta de justicia hacia los animales. Plutarco promete hacerlo “no de modo retórico o sofístico, sino atendiendo a nuestras propias emociones”, es decir, desde una reflexión ética y humana más que puramente lógica.

Conclusión

En Sobre el comer carne, Plutarco lanza una acusación poderosa: el cuchillo que corta la carne en la mesa es el mismo que después empuña la guerra. Para él, la sangre derramada en los banquetes prepara la del campo de batalla, y quien se habitúa a matar animales termina insensible ante cualquier forma de vida. Su llamado no es solo a la dieta, sino al alma: dejar la carne significa recuperar la armonía perdida con la naturaleza, purificar los sentidos y romper el ciclo de violencia que nos degrada como especie.

viernes, 24 de octubre de 2025

Plutarco - Moralia IX: Los animales son racionales (Grilo)

Este puede ser uno de los diálogos más interesantes de la obra de Plutarco, pues aborda un aspecto interesante de los animales: la racionalidad. Ya algo habíamos hablado en un texto anterior que se llama ''Sobre la inteligencia de los animales'', el cual parece que ya nos habla de alguna racionalidad, pero esta obra en particular contestará una pregunta muy importante ¿es preferible la vida animal a la humana? Sin dudas que, aunque es un texto breve, constituye un desarrollo fascinante. Veamos la obra de Plutarco. 

MORALIA IX: LOS ANIMALES SON RACIONALES (GRILO)

Personajes:

  • Ulises: Su propósito al hablar con los animales transformados por Circe es persuadirlos de que vuelvan a la forma humana, argumentando que el alma racional del hombre es superior al alma de las bestias.
  • Circe: cumple la función de sacerdotisa de la naturaleza, aquella que entiende que la distinción entre razón y animalidad es ilusoria. 
  • Grilo: Grilo, antiguo compañero de Ulises, es el personaje central del diálogo y el portavoz del pensamiento de Plutarco. Transformado en cerdo por Circe, rehúsa volver a ser humano, argumentando que los animales son moralmente superiores a los hombres.


Ulises y Circe

La disputa

Ulises llega a la isla de Circe, donde muchos de sus compañeros han sido transformados en animales. Al verlos, el héroe, fiel a su orgullo humano, le pide a la hechicera que le permita devolverles su forma original, convencido de que así ganará gloria entre los griegos. Para él, vivir como animal es una desgracia, una vida “lamentable y deshonrosa”.

Circe, con calma y una ironía casi maternal, le responde que su afán de gloria solo traerá ruina, pues no entiende lo que realmente ocurre. Ulises, molesto, insiste: ¿cómo puede ser una desgracia dejar de ser animal y volver a ser hombre? Ulises piensa que Circe lo quiere engañar con palabras astutas. 

Circe le recuerda que ya antes ha cometido locuras peores: rechazó vivir con ella, sin vejez ni muerte, por seguir a una mujer mortal —Penélope— solo para ganar fama y admiración entre los hombres. Pero Ulises pierde la paciencia y le pide por favor que libere a sus hombres inmediatamente. Circe le dice a Ulises que les pregunte a sus hombres si quieren volver a tener una forma humana, pero eso es imposible, le dice Ulises, pues son animales que no pueden hablar. Pero Circe le dice que puede hacerlos hablar para que se comuniquen mientras sean animales.

Entre los animales Ulises no sabe a quién hablarle. Circe le pide que elija cualquiera y al elegirlo, no sabe cómo llamarlo. Circe le dice que puede llamarlo ''Grilo'' que significa cerdo en griego antiguo. 

Cuando Ulises habla con Grilo, este último se enoja y le reprocha que es un cobarde, que tiene miedo de Circe y que no quiere volver a ser humano. Lo califica como ''la más fatigosa y desdichada de todas las criaturas''. 

Ulises, sorprendido, le dice que la transformación no solo ha minado su aspecto físico sino que también su espíritu. Sin embargo, Grilo le dice que no, y que le bastó vivir un poco como cerdo para darse cuenta que la vida como animal es mucho mejor. En consecuencia, Grilo está dispuesto a demostrarle que su punto es el correcto.


Grilo y sus argumentos

Los animales son más virtuosos que los hombres

Grilo quiere empezar señalando las virtudes que, según los humanos, son los que tienen más cercanía con ellas que los animales.

Comienza con preguntarle si no prefiere más la tierra de los cíclopes que es más fértil que Ítaca que es su propia tierra. Ulises responde que prefiere mucho más su tierra que la de los Cíclopes, pero que alaba y admira esta última.

Entonces, dice Grilo, el más inteligente de los hombres piensa que es bueno estimar y alabar unas cosas pero elegir y querer otras. Esto también se puede aplicar al alma, pues ésta es como la tierra; en efecto, hay almas que tienen dificultad para generar virtud (Ítaca), y otras que tienen mucha facilidad para generar virtud (tierra de los Cíclopes). Ulises concuerda con esto. 

Grilo le dice que, de ser así, los animales son muchos más virtuosos que los hombres, pues la virtud que ejercen ellos no es instruida por las leyes o por la enseñanza, ellos automáticamente cumplen su función, de forma natural, no necesitan ser instruidos. 

Ulises le objeta ¿de qué virtud pueden participar los animales? a lo que Grilo contesta que mucho más que cualquier hombre sabio, pues hacen lo que hacen por su naturaleza, y por lo tanto no podemos más que llamarlos virtuosos en aquellas tareas. Por lo demás, son mucho más valientes que algunos hombres que huyen de las batallas, pues los animales luchan hasta el final. No ruegan, no suplican compasión. Son los seres más valientes que existen. 

Por otro lado, ningún animal es esclavo de otro, en cambio el hombre sí puede serlo. El espíritu de resistencia está incorporado en los animales, en cambio, los hombres deben generarlo con mucho esfuerzo. 

Las hembras

Grilo sostiene que, en los animales, hay un equilibrio natural entre fuerza y virtud. La hembra no es inferior al macho, sino que participa igualmente del valor y el vigor. Pone ejemplos del reino animal —leonas, panteras, cerdas y zorros— que luchan con coraje por su supervivencia o por proteger a sus crías. Incluso recuerda figuras míticas como la cerda de Cromión, la Esfinge o la zorra de Teumeso, criaturas femeninas que superaron en fuerza o inteligencia a muchos hombres.

Con ironía, Grilo contrasta esto con la conducta humana. Dice que en los hombres el espíritu de resistencia va contra su propia naturaleza, pues su vida está llena de desigualdad, cobardía y dependencia. Critica que, mientras las hembras animales son valientes y protectoras, las mujeres humanas, confinadas al hogar, apenas reaccionan ante el peligro. Solo hace una excepción con las espartanas, conocidas por su valor, para subrayar aún más la comparación.

En consecuencia, el hombre solo tiene una valentía por necesidad legal. Grilo señala que, cuando los poetas quieren alabar el valor o la fuerza de un guerrero, lo comparan con un animal: dicen que tiene “corazón leonino”, que lucha “como un jabalí” o que posee “espíritu de lobo”. En cambio —subraya con mordacidad—, nadie dice jamás de un león que tiene “corazón humano”, ni de un jabalí que lucha “como un hombre”. Esto revela, según Grilo, que incluso el lenguaje poético reconoce la superioridad natural del valor animal sobre el humano.

La templanza

Ulises, sorprendido, le dice con tono entre irónico y admirado: “Caramba, Grilo, debiste de ser un consumado sofista”, refiriéndose a la habilidad dialéctica con que defiende a los animales. Luego agrega porqué no continuó hablando de la templanza que también es una virtud.

Con ironía, Grilo le dice que Ulises solo quiere hablar de templanza porque está casado con una mujer casta —Penélope— y cree demostrar su virtud rechazando los encantos de Circe. Pero enseguida desarma esa idea: la “continencia” humana no supera la de los animales, porque los animales no sienten deseos antinaturales. No buscan unirse con seres superiores ni inferiores, sino solo con sus iguales, por placer y por amor natural. En cambio, los humanos, dice con mordacidad, son los únicos que corrompen el deseo con ambición, exceso o transgresión.

Grilo refuerza su argumento con ejemplos mitológicos y naturales. Recuerda al chivo de Mendes, símbolo de fertilidad egipcia, que aun rodeado de mujeres hermosas no sintió deseo por ellas, y menciona también a las cornelias (cornejas), cuya fidelidad y castidad superan a la de Penélope: si muere el macho, permanecen viudas durante nueve generaciones humanas. Con esto, ridiculiza la virtud humana y muestra que la templanza verdadera es natural, no impuesta, y que los animales, al seguir su naturaleza, son más puros y equilibrados que los hombres.

Grilo comienza definiendo la templanza como “una regulación y ordenamiento de los deseos”, donde se eliminan los superfluos y se moderan los necesarios. Su definición coincide con la tradición ética socrática y estoica: la virtud no consiste en reprimir, sino en ordenar los impulsos conforme a la razón. Pero en boca de un cerdo, esta definición tiene un valor irónico y provocador: el animal, que el hombre considera esclavo del instinto, se muestra aquí como modelo de equilibrio interior.

Luego distingue los tipos de deseos. Los de comida y bebida son naturales y necesarios, porque garantizan la supervivencia. En cambio, los deseos sexuales, aunque también naturales, no son necesarios, ya que se puede vivir sin satisfacerlos. Esta distinción —tomada de Aristóteles y de los estoicos— sirve a Grilo para insinuar que los animales practican mejor la templanza: satisfacen solo lo indispensable para vivir, sin exceso ni corrupción.

Explica que, además de los deseos naturales y necesarios (como comer o beber) y los naturales pero no necesarios (como los sexuales), existen otros mucho peores: los deseos ni naturales ni necesarios, que provienen de la vanidad, el lujo y la ambición humanas. Estos deseos artificiales —por ejemplo, la búsqueda de poder, riqueza o placer excesivo— han invadido el alma del hombre “como una tropa enemiga”, desplazando sus impulsos naturales y destruyendo su armonía interior.

En cambio, los animales, dice Grilo, mantienen sus almas puras y libres de esos deseos extraños. No se dejan contaminar por pasiones ajenas a su naturaleza; viven con simplicidad, guiados solo por lo que necesitan para existir. Así, su vida es más equilibrada, más templada y, en el fondo, más racional.

Los animales, dice, viven alejados de la “vana opinión”, es decir, de las falsas necesidades creadas por la sociedad. No buscan lujos, adornos ni placeres superfluos; por eso conservan su moderación natural y un dominio espontáneo sobre sus deseos. En cambio, los hombres viven esclavizados por ambiciones que ellos mismos inventan, dominados por una multitud de pasiones “ajenas y extranjeras” que invaden el alma como un ejército enemigo.

Grilo confiesa luego que cuando era hombre también sucumbió a esa esclavitud: admiraba el oro, la plata y los objetos de lujo; creía que la riqueza era signo de felicidad y favor divino. Pero esa vida no le trajo placer, sino frustración y vacío. 

Liberación espiritual

Afirma que ahora está liberado y purificado de las vanidades humanas: ya no siente atracción por el oro, la plata ni los lujos que antes lo deslumbraban. Incluso se burla de los refinamientos humanos —“tus cobertores y alfombras”— diciendo que, una vez satisfechas sus necesidades, nada le resulta más placentero que descansar sobre el barro blando. Esta frase tiene un tono provocador, pues invierte por completo la escala de valores humanos: el cerdo encuentra en la simplicidad de la naturaleza un placer más puro que en los artificios del lujo.

Grilo explica que en los animales no hay espacio para esos “deseos extraños” que dominan a los hombres. Sus almas están gobernadas por los placeres necesarios y naturales, como comer o descansar, y aun respecto de esos placeres se comportan con moderación: no son desordenados ni insaciables.

Placeres sensoriales

Explica que el placer por los aromas naturales no solo es sencillo y gratuito, sino también útil. El olfato, dice, permite reconocer los alimentos antes de probarlos, actuando como una forma de inteligencia instintiva que protege al cuerpo. A diferencia de la lengua, que distingue sabores solo después del contacto, el olfato anticipa y discrimina lo saludable de lo dañino. Así, el sentido del olfato se convierte en una herramienta de prudencia natural, que evita el exceso y el error.

Mientras los animales disfrutan de aromas naturales que además cumplen una función útil —reconocer alimentos o detectar peligros—, los hombres han pervertido ese sentido con un “arte de tintorería y brujería llamado perfumería”. Los humanos, afirma, gastan grandes sumas en perfumes de incienso, canela, nardo y otras esencias importadas, buscando suavizar su cuerpo con una “molicie afeminada y pueril”.

Las hembras y los machos se buscan por sus propios olores, sin perfumes ni artificios, oliendo “a rocío, a pradera y a hierba fresca”. Es una imagen pastoral que simboliza la armonía entre el instinto y la naturaleza, un amor regido por el ritmo de las estaciones y no por el capricho o el exceso.

En contraste, denuncia el comportamiento humano: los hombres convierten el deseo en algo mercantil y degradado, lleno de engaños, seducciones fingidas, dinero y dominio. Mientras los animales se unen por necesidad y afecto, los humanos lo hacen por placer desmedido o por vanidad. La unión animal es libre, recíproca y pasajera; la humana está marcada por el deseo insaciable y la hipocresía social.

Deseo sexual

Grilo comienza afirmando que los animales jamás han incurrido en uniones “contra natura”: los machos se unen con hembras, y las hembras con machos, movidos por el ciclo natural del deseo. En cambio, los hombres —incluso sus “majestuosos y nobles personajes”— han caído en excesos, pasiones desviadas y amores irracionales. Menciona ejemplos de héroes míticos y admirados: Agamenón, que perseguía al joven Argino; Heracles, que se separó de su expedición por un efebo; y Aquiles, a quien se sigue recordando por su amor hacia Patroclo. Con ironía, Grilo denuncia que estas figuras, a las que los humanos veneran, violan el orden natural que los animales respetan sin esfuerzo.

El remate del argumento es una sátira punzante: cuando un gallo intenta copular con otro macho, los propios hombres lo queman vivo, considerándolo un signo ominoso. Es decir, los mismos humanos que practican esas acciones en secreto castigan en los animales lo que hacen ellos abiertamente.

Ni siquiera la ley ni la naturaleza logran contener los impulsos humanos: los hombres son arrastrados “como por un torrente” por sus deseos desmedidos, incapaces de mantenerse dentro de límites racionales. Mientras los animales siguen los ciclos y las leyes naturales del instinto, los hombres —que se consideran racionales— perturban ese orden con sus excesos sexuales.

Grilo menciona los casos más extremos: los hombres que se han unido con cabras, cerdas o yeguas, y las mujeres que han enloquecido de deseo por animales machos. De esas uniones contra natura, dice, surgieron los monstruos míticos —los Minotauros, Egipanes, Esfinges y Centauros—, símbolos del desorden moral humano y del mestizaje entre lo racional y lo bestial. Plutarco usa aquí el mito para representar la degradación del alma: los monstruos no son productos de los dioses, sino del desvarío humano.

Aunque a veces un animal hambriento puede atacar o devorar a un hombre, jamás busca unirse sexualmente con él. Los hombres, en cambio, sí han violentado y abusado de los animales, no por necesidad, sino por placer.

Hábitos alimenticios

Los deseos necesarios, como el hambre y la sed, son el terreno donde mejor se evidencia esa diferencia. Los animales buscan en la comida placer acompañado de utilidad, es decir, comen lo necesario para vivir y conservar la salud. En cambio, los hombres buscan ante todo el placer, no la necesidad, y esa búsqueda los lleva a enfermar. Plutarco pone en boca de Grilo una crítica de raíz estoica y médica: la mayoría de las enfermedades humanas provienen del exceso —del “hartazgo físico”— que llena al cuerpo de impurezas y lo vuelve esclavo del apetito.

Luego, Grilo compara los hábitos alimenticios: cada especie animal tiene su dieta natural y constante —los herbívoros comen hierba, los carnívoros carne—, y ninguno invade el alimento del otro. Incluso el león, dice, deja pastar al ciervo, y el lobo, a la oveja, mostrando una forma de respeto natural por el orden vital. El hombre, en cambio, no tiene límites: su curiosidad y gula lo impulsan a probar todo, a devorar lo que encuentra, como si aún no supiera qué es lo adecuado para él.

Los hombres usan a los animales como simple “golosina”, un lujo innecesario que adorna sus comidas. Luego lanza una pregunta implícita —el fragmento presenta una laguna textual— que parece significar: ¿por qué, si dependéis tanto de ellos, os creéis superiores? A partir de ahí, contrapone la inteligencia artificial del hombre con la sabiduría natural de los animales.

Grilo afirma que los animales no necesitan “artes vanas” ni oficios aprendidos con salario o esfuerzo. Su conocimiento es innato y espontáneo: saben curarse, cazar, defenderse y procurarse alimento sin maestros ni especialistas. Lo que en los hombres requiere enseñanza y división del trabajo —la medicina, la agricultura, la música—, en los animales surge de modo connatural, como una extensión de su naturaleza racional.

La comparación con los egipcios (“todos médicos”) resalta esta idea: mientras los hombres se especializan por necesidad y limitación, los animales poseen una sabiduría integral, suficiente para vivir en equilibrio con su entorno.

Los cerdos, que cuando enferman buscan cangrejos en los ríos para curarse; las tortugas, que comen orégano después de devorar una víbora para contrarrestar el veneno; y las cabras cretenses, que al ser heridas por flechas comen díctamo —una planta medicinal— para expulsar las puntas. Todos estos casos sirven para una misma conclusión: los animales poseen un conocimiento instintivo y eficaz de la medicina natural.

Grilo desafía a Ulises: si este conocimiento viene de la naturaleza, entonces la naturaleza es maestra y, por tanto, racional. De hecho, dice con ironía, si los hombres no quieren llamar a eso “razón” o “inteligencia”, deberían inventar un nombre “más hermoso y honorable”, porque no hay nada más admirable que esa sabiduría espontánea que guía a los animales.

Luego desarrolla la idea: el alma animal no es ignorante ni carente de instrucción; al contrario, es autodidacta y autosuficiente, dotada de una virtud natural tan completa que no necesita enseñanzas ajenas. Incluso cuando los hombres adiestran a los animales —enseñándoles a cazar, a danzar o a realizar trucos—, estos aprenden fácilmente, incluso cosas contrarias a su naturaleza física, lo que demuestra su capacidad superior de comprensión.

Inteligencia animal

Comienza mencionando ejemplos de aprendizaje animal inducido por el hombre: perros que siguen rastros o saltan por aros, potros que marchan con ritmo, cuervos que imitan el habla humana, bueyes y caballos que en los anfiteatros son capaces de realizar movimientos complejos, incluso peligrosos, solo por adiestramiento. Pero Grilo aclara que toda esa “docilidad” carece de utilidad natural; lo notable no es que el hombre los obligue a hacer cosas extrañas, sino que ellos sean capaces de comprenderlas y recordarlas, demostrando una inteligencia adaptable y duradera.

Luego introduce su argumento más poderoso: los animales también educan a sus crías. Las perdices enseñan a sus polluelos a esconderse fingiendo estar muertas; las cigüeñas adiestran a sus jóvenes en el vuelo; y los ruiseñores instruyen a sus pichones en el canto. Los que son capturados antes de aprender de sus padres, canta peor —una observación empírica que refuerza la idea de que los animales tienen una forma de transmisión cultural y una capacidad de imitación consciente.

Grilo reconoce que desde que habita en cuerpo de cerdo se ha liberado de la falsa doctrina de los sofistas, que lo habían convencido de que todos los seres fuera del hombre eran irracionales y estúpidos. Su asombro es una revelación filosófica: la razón no pertenece exclusivamente al ser humano, sino que está distribuida por toda la naturaleza, como un logos común.

Última objeción

Ulises, desconcertado por la solidez del razonamiento de Grilo, intenta resistir conceder que todos los animales poseen razón. Su reacción es la de un hombre cuya concepción antropocéntrica del mundo se tambalea: acepta que algunos animales pueden parecer inteligentes, pero se escandaliza ante la idea de que incluso una oveja o un asno tengan uso de razón.

Grilo, lejos de ofenderse, responde con una comparación demoledora. Le explica que, así como no hay árboles “más o menos inanimados” —pues todos carecen de alma—, no puede haber animales más o menos irracionales, ya que todos poseen alma y, por tanto, una forma de razón, aunque en distintos grados. Si algunos animales parecen más torpes o menos hábiles, eso no significa que carezcan de entendimiento, sino que su inteligencia varía en perfección según su naturaleza, del mismo modo que entre los hombres hay diferencias enormes entre el sabio y el necio.

Grilo refuerza su argumento con ejemplos: comparar a una oveja o a un asno con una abeja, un lobo o una zorra no demuestra irracionalidad, sino diversidad de dones naturales. Lo mismo ocurre entre los propios humanos —dice con ironía—, donde las diferencias de ingenio son mucho más grandes que entre dos animales. Así, la supuesta “superioridad racional” del hombre se diluye en una escala continua de capacidades compartidas con los otros seres vivos.

Ulises, en un intento final por salvar su orgullo, apela a un argumento religioso: “Es terrible conceder razón a seres que no pueden concebir a Dios”. Pero Grilo lo desarma con un golpe de humor mordaz: “Entonces, ¿vamos a negar que tú, tan sabio, desciendes de Sísifo?” —aludiendo a la fama de su antepasado, símbolo del engaño y la astucia sin piedad—. Con esta respuesta, Grilo sugiere que la inteligencia humana no es garantía de virtud ni de conocimiento divino: el hombre puede pensar, pero también mentir y engañar, mientras que los animales, guiados por la naturaleza, viven en una forma de inocencia racional.

Conclusión

En “De los animales son racionales”, Plutarco nos sorprende al hacer que un cerdo, Grilo, venza en sabiduría al héroe Ulises. Con ironía, el autor muestra que los animales, fieles a la naturaleza, viven con más templanza y justicia que los hombres, dominados por la vanidad, el lujo y el deseo. Pero al final, el diálogo deja abiertas preguntas inquietantes: ¿y si la razón que el hombre presume no fuera más que una ilusión? ¿Y si los verdaderamente sabios fueran los que viven sin corromper la naturaleza? ¿Qué nos diferencia, entonces, de las bestias?

Plutarco - Moralia IX: Sobre la inteligencia de los animales

Plutarco nos invita a mirar de otro modo a los animales: no como seres irracionales, sino como compañeros que comparten con nosotros una forma de inteligencia y sensibilidad. En este texto, el filósofo se enfrenta a las ideas estoicas que negaban toda razón a las bestias y, con una mezcla de observación y poesía, nos muestra que su mente no está vacía, sino velada, “como un ojo con una visión débil y perturbada”. Así, su reflexión anticipa una defensa de la vida animal que sigue siendo profundamente actual, recordándonos que la frontera entre lo humano y lo animal es mucho más tenue de lo que solemos creer.


SOBRE LA INTELIGENCIA DE LOS ANIMALES

Personajes

Autóbulo: quien en la vida real sería el padre de Plutarco

Soclaro: quien en la vida real sería el hijo de Plutarco


Autóbulo es quien comienza hablando sobre lo influyente que pueden ser algunos hombres para que los jóvenes se alisten para ir a la guerra. Es tan así que los jóvenes han considerado la caza como una actividad tan importante que las demás se hacen secundarias. Incluso, hasta el mismo Autóbulo se vio en su juventud involucrado en la actividad de la caza. 

Soclaro le dice que aquello es cierto, y no solo eso, que además es digno de ver a los jóvenes realizando tal actividad; la habilidad y la audacia se enfrentan a la fuerza bruta. 

Sin embargo, Autóbulo rechaza que esto sea cierto, es más, sucede que lso hombres se vuelven más brutos e insensibles al probar el sabor de la matanza. Se divierten degollandolos y dándoles muerte. 

Plutarco nos da una analogía para comprenderlo. Durante el gobierno de los Treinta (404–403 a.C.), un régimen oligárquico instaurado tras la derrota de Atenas frente a Esparta, los primeros ajusticiamientos parecían “justificados”: se ejecutó a los delatores o a quienes habían traicionado al pueblo. Sin embargo, como señala Plutarco, esa lógica fue degenerando poco a poco, hasta que el grupo comenzó a matar incluso a ciudadanos justos y respetables, terminando por ejecutar a los mejores hombres de la ciudad.

Del mismo modo —dice— el primer cazador que mató a un oso o un lobo parecía hacer algo útil, incluso necesario para proteger a la comunidad. Luego se amplió la justificación a otros animales, hasta que se acabó matando y comiendo por placer, sin necesidad. Así como los tiranos cruzaron una frontera ética y ya no pudieron detenerse, los hombres, habituados al derramamiento de sangre, perdieron la capacidad de sentir compasión. Plutarco comienza a señalar lo progresivo que se vuelve la muerte por placer:

El primer hombre que enfrentó a un oso y lo mató fue objeto de alabanzas, fue algo útil. Luego se comeznó a sacrificar al buey o al cerdo para alimento de la familia. Posteriormente se comenzó a matar ciervos, liebres, gacelas, ovejas, perros, caballos, gansos y palomas no por uan cuestión de necesidad sino que por puro placer de degustar algo nuevo. 

En ese tiempo, solo los pitagóricos decidieron no comer carne y en consecuencia, no perseguir ningun animal con vistas a la compasión y a la humildad. 

Lo racional y lo irracional

Ambos discuten sobre temas del dialogo anterior que seguramente era lo relativo a si los animales son racionales o irracionales. Concluían en ese diálogo que eran racionales, pero si esto era así, ¿dónde está la irracionalidad? porque debe existir como cualquier contrario. Autóbulo le dice que la irracionalidad está en todos los seres que no tienen alma. Las cosas inertes, como las piedras o los metales, son verdaderamente irracionales porque no poseen vida ni sensación. En cambio, todo lo que tiene alma —es decir, todo ser vivo— participa en algún grado de racionalidad, pues el alma misma es el principio de la vida y del entendimiento. Plutarco parte, por tanto, de una metafísica de la plenitud natural: la naturaleza no está “mutilada”, no hay vacíos ontológicos; en cada nivel de la existencia hay una correspondencia equilibrada entre las potencias y sus privaciones.

Si en los seres animados toda su esencia implica sensibilidad e imaginación, sería absurdo dividirlos en una parte sensible y otra insensible. Por analogía, también lo es dividirlos en una parte racional y otra irracional. La sensibilidad, la memoria, la atención y el juicio no son propiedades separadas, sino manifestaciones continuas de la inteligencia natural que habita en los vivientes.

Plutarco sostiene que la naturaleza, que actúa siempre “por algo y con vistas a algo”, no dotó a los animales de sentidos simplemente para que sientan pasivamente, sino para que interpreten lo que perciben y actúen en consecuencia: eviten lo dañino, busquen lo provechoso, recuerden lo aprendido. En ese proceso, el animal ejerce algo análogo al razonamiento práctico: discrimina, recuerda, prevé y decide. Por tanto, donde hay sensación, hay también inteligencia, aunque sea de un tipo distinto al raciocinio abstracto humano.

Hay un filósofo llamado Estratón que dijo que es imposible que se de la sensación sin algo de pensamiento. Cuando leemos, hay muchas letras que pasan desapercibidas, o palabras que llegan a nuestros oídos pero escapan a nuestra atención. Sin embargo, la mente sí ha retenido aquellas palabras que se escapan cuando se recuerdan. Hay un dicho de Epicarmo:

''La mente ve y la mente escucha, lo demás es ciego y sordo''


Plutarco nos dice que por un momento imaginemos que la sensación no necesita del entendimiento en el caso del animal. En el momento que el animal tenga que distinguir entre lo que es hostil y lo que es familiar debería desaparecer. 

Ironiza sobre los filósofos que, con exceso de tecnicismo, repiten fórmulas vacías y definiciones abstractas sin verdadera comprensión. Al enumerar expresiones como “impulso antes del impulso” o “acción antes de la acción”, critica la pedantería de quienes se enredan en sutilezas lógicas y terminológicas, más preocupados por definiciones que por la experiencia viva del pensamiento. En este caso se refiere a los estoicos. 

Por lo demás, cuando se quiere ''amaestrar'' a un animal, se le castiga con la intención de que no lo vuelva a hacer. Se trata de inculcarle el arrepentimiento. Ridiculiza la forma de hablar que tienen los estoicos su forma de hablar, basada en el uso constante de expresiones como “por así decir”, que intentan suavizar o negar la evidencia de que los animales sienten y actúan con intención. Con tono sarcástico, Plutarco lleva esa lógica al absurdo: si se dice que los animales “por así decir” se irritan o temen, entonces también habría que decir que “por así decir” ven, escuchan o viven.

Soclaro está de acuerdo con Autóbulo en general, pero de todas maneras le señala que cuando se compara a hombres con animales, son claros todos los defectos que tienen y aún más, no persiguen la virtud, no la pueden obtener. 

Autóbulo le dice que tiene razón, pero no es menos cierto que el hombre tampoco alcanza la virtud como él quisiera, muchas veces le es tan inaccesible como le es al animal. Cuantos vicios pudo cometer Sócrates o Platón que no serían tan distintos como el de un esclavo. Por lo tanto, tanto los hombres como los animales entran en el mismo desafío de alcanzar la virtud, y en consecuencia, participan ambos de la racionalidad. 

Así como las aves y los animales difieren en su vuelo o en su visión, también lo hacen en su participación en la razón: algunos muestran valentía, sociabilidad o ternura, mientras otros manifiestan vicios como la crueldad o la codicia. Con ejemplos concretos —las cigüeñas que alimentan a sus padres, las palomas que cuidan los huevos y los pichones, o los linces y golondrinas que enseñan limpieza—, Plutarco demuestra que la virtud no es patrimonio exclusivo del ser humano. 

Si los animales no tuvieran inteligencia alguna —dice—, no podríamos afirmar que unos son más cobardes, valientes o prudentes que otros, del mismo modo que no decimos que un árbol sea más ignorante o un vegetal más temeroso. Solo se puede comparar en grado lo que existe en común. Por tanto, las diferencias morales o de conducta entre especies —como entre el ciervo y el león, o la oveja y el perro— prueban que todos poseen, en algún nivel, una facultad racional compartida

Soclaro le señala que con todo, es admirable las grandes diferencias que el hombre tiene con el animal.

Los animales, le responde Autóbulo, no carecen de racionalidad. Todo lo contrario, la tienen, pero de forma más débil que la de los humanos. Superan, eso sí, en muchas cosas a los seres humanos, pero no por eso estos ultimos son mejores. 

Soclaro expone el argumento clásico con el que los estoicos justificaban su posición: si se aceptara que los animales poseen razón, entonces habría que reconocerles derechos morales, y en consecuencia, cualquier uso humano de ellos sería injusto. Pero si, por otro lado, se sostiene que no tienen razón, entonces no pueden participar de la justicia, ni nosotros cometer injusticia contra ellos.

Sin embargo Autobulo le responde que así como el hombre debe actuar con justicia con otro porque participan de la justicia, y como habían resuelto el animal también, entonces de igual forma se le debe tratar con moderación y respeto a los animales, utilizándolos conforme a su naturaleza. 

Diálogo con los cazadores

Soclaro le avisa a Autobulo que ahí vienen los cazadores. En primer lugar, aparecen los cazadores terrestres: Eubíoto, Aristón (primo de Autobulo), Eácides, Aristótimo (hijo de Dionisio de Delfos) y Nicandro (hijo de Eutidamo). Ellos encarnan la defensa de los animales de tierra, que consideran más nobles y virtuosos, y estarán del lado de Aristótimo. Su grupo representa la experiencia del cazador tradicional, aquel que se enfrenta directamente con la fuerza y el coraje de los animales salvajes.

Luego entran los cazadores marinos, encabezados por Fédimo, acompañado de Heracleón de Mégara y Filóstrato de Eubea. Este grupo, dedicado a la pesca y a las tareas del mar, defiende la inteligencia de los animales marinos, mostrando su ingenio, adaptabilidad y estrategias de supervivencia.

Finalmente, aparece Óptato, llamado por Autobulo “el Tídida”, quien es descrito como alguien experimentado tanto en la caza terrestre como en la marítima. Su papel es el de juez o mediador imparcial, un observador que, lejos de los extremos, está dispuesto a escuchar y evaluar los argumentos de ambos bandos con ecuanimidad.

Animales marinos y terrestres

Aristótimo es el que empieza hablando de la caza.Decía que el mismo Platón señalaba que no se apoderase de los jóvenes el deseo de la caza matírima, pues los hombres no desarrollan tant fuerza y habildiad para cazarlos, en comparación a los animales terrestres que despiertan el riesgo, el peligro y la animosidad. Resulta mucho mejor ir a comprar animales del oceano que animales terrestres. 

Si bien lo que dice Autobulo es cierto en caunto en los animales hay interligencia, protección de los mismos, agradecimientos, rencor, entre otras cosas donde se muestra raciocinio, los animales marinos no lo hacen. Esto también incluye a los animales aéreos cuyo raciocinio también es significativo, y también a lso insectos como las arañas y su tela, las hormigas con su organización. 

Nos habla luego de la nobleza y hazaña de los elefantes, de los zorros y de los perros. De estos, la justicia también debe recaer y sería de crueles no cumplirla, pero con respecto a los animales marinos esto no sería posible. 

Sentido de la divinidad

Destaca especialmente el caso de las aves, cuya inteligencia y capacidad de respuesta les permite ser vehículo de los auspicios: movimientos, cantos o formaciones en el vuelo que los antiguos interpretaban como señales favorables o adversas. Por ello, Eurípides los llama “heraldos de los dioses” y Sócrates se consideraba “compañero de esclavitud de los cisnes”, expresión que refleja el respeto del filósofo hacia la sabiduría natural de los animales.

El pasaje también recuerda ejemplos históricos: reyes como Pirro o Antíoco se identificaban con aves majestuosas (águila, halcón), símbolos de fuerza y clarividencia, mientras que a los ignorantes se los compara con peces —animales silenciosos y sin visión del futuro—, lo que en el contexto del texto subraya su falta de razón y de relación con la divinidad.

Los animales terrestres y voladores son capaces de transmitir signos divinos, mientras que los marinos, mudos y ciegos, representan una existencia alejada del intelecto y del alma racional, confinada a una “región titánica y sin dioses”. Con ello, el autor reafirma su idea central: la naturaleza está llena de señales de inteligencia y de vínculo con lo divino, pero no todas las criaturas participan de esa comunicación en igual grado.

Defensa de los animales marinos

Uno de los interlocutores que estaba escuchando era Fédimo a quien Heracleón le dice que no frunza el ceño por lo dicho hasta ahora de los animales marinos. En consecuencia, por esta declaración sabemos que Fédimo defenderá a los animales marinos. 

En primer lugar, nos dice que es evidente que los animales terrestres tienen una inteligencia, es de suyo claro, pues así podemos verlo todos. Los animales terrestres, por su convivencia con los humanos, han adquirido rasgos civilizados: imitan comportamientos, aprenden y se domestican. La interacción con el hombre actúa como una suerte de “agua dulce” que mitiga su rudeza natural y despierta su inteligencia. 

Sin embargo, con los animales marinos no lo tenemos del todo claro pues no conocemos el mar en su totalidad y en efecto, no nos es siempre accesible para observar la conducta de los animales marinos. Los animales marinos —separados por su hábitat— viven aislados del trato humano y por eso conservan costumbres “autóctonas”, no por una naturaleza inferior, sino por la imposibilidad material de participar en esa convivencia.

Nos da ejemplos concretos para ilustrar cómo incluso los animales acuáticos pueden mostrar inteligencia y afecto si entran en contacto con el hombre. Menciona las anguilas sagradas de Aretusa, los peces que responden a su nombre, y la célebre morena del general Craso, cuya muerte causó su llanto. La respuesta irónica de Craso —“¿No es cierto que tú enterraste a tres esposas y no lloraste a ninguna?”— introduce un contraste satírico: a veces el animal recibe más afecto que los propios seres humanos, mostrando la sensibilidad moral que Plutarco quiere resaltar. Los cocodrilos egipcios sirven como ejemplo de animales que, pese a su ferocidad, reconocen la voz humana y cooperan con los sacerdotes en ritos sagrados, llegando incluso a permitir el contacto físico y el aseo de sus dientes.

Fédimo recoge una anécdota tradicional sobre el rey Ptolomeo —sin precisar cuál de los reyes homónimos— y el cocodrilo sagrado de Egipto. Según el relato, el rey invocó al animal sin obtener respuesta, y los sacerdotes interpretaron esa indiferencia como un mal presagio que anunciaba su muerte, lo cual se cumplió poco después. Este ejemplo sirve a Plutarco para demostrar que incluso los animales acuáticos, tradicionalmente considerados los menos racionales, pueden ser portadores de signos divinos y participar en los misterios de la adivinación.

Por lo demás, los animales marinos son difíciles de cazar. El hombre ha tenido que implementar una serie de instrumentos ingeniosos para poder atraparlos y aún así le cuesta mucho. 

La lubina, dice Plutarco, es “más valiente que el elefante” porque, al ser atrapada por el anzuelo, no se entrega a la desesperación ni espera la muerte, sino que lucha contra el instrumento del engaño. Se arranca el anzuelo con movimientos violentos, aunque ello implique dolor y desgarro. Es decir, prefiere sufrir y herirse antes que rendirse. En este acto, Plutarco ve una forma de virtus animalis, una valentía natural que recuerda al heroísmo humano: el coraje de quien soporta el dolor para recuperar la libertad.

En cambio, la zorra de mar representa la inteligencia flexible y la astucia. A diferencia de la lubina, evita el peligro desde el principio: sospecha del anzuelo y rara vez se acerca. Pero si es capturada, no se desespera: usa su propio cuerpo como instrumento de liberación, girándolo con tal elasticidad que se invierte —las partes interiores salen al exterior— hasta desprenderse del anzuelo. Este gesto, que parece casi imposible, simboliza para Plutarco la adaptabilidad y el ingenio vital.

Los peces no son mudos para la divinidad ni ciegos ante el porvenir, sino que también pueden servir como instrumentos de revelación. El episodio de los augurios en Sura (Licia), donde se practicaba una especie de “ictiomancia” observando los movimientos de los peces —sus huidas, persecuciones o juegos—, refuerza esta idea de una continuidad universal entre lo natural y lo divino.

Posteriormente, Fédimo nos habla de los escaros y las cabrillas. Son presentados como modelos de cooperación: cuando uno de ellos cae en una trampa o muerde un anzuelo, los demás acuden en su auxilio. Los escaros cortan el sedal a mordiscos o se dejan arrastrar para liberar al compañero; las cabrillas, por su parte, usan sus espinas dorsales como sierras para desgarrar la línea del pescador.

Los peces, que se creían insensibles o torpes, muestran comportamientos sociales que los animales de tierra —osos, leones, jabalíes o leopardos— no manifiestan siquiera en los espectáculos del anfiteatro, donde huyen unos de otros en vez de socorrerse. Esta comparación tiene un tono moral: el filósofo sugiere que la solidaridad y el sentido de comunidad, que solemos asociar a la humanidad, se encuentran también en criaturas consideradas inferiores, mientras que muchos hombres y bestias terrestres, supuestamente nobles, carecen de ese espíritu cooperativo.

Fédimo menciona, además, la historia de los elefantes que ayudan a sus compañeros caídos —relatada por el rey Juba de Mauritania—, pero la relativiza al calificarla de “extravagante y peregrina”.

El caso del erizo de mar es paradigmático: cuando percibe la cercanía de una tormenta o del oleaje, se cubre de piedrecillas que usa como lastre. Este acto revela no solo una reacción instintiva, sino una forma de cálculo y previsión que busca la estabilidad y la supervivencia. Plutarco lo interpreta como una especie de sabiduría natural, una inteligencia que actúa sin deliberación discursiva, pero con eficacia racional. Es, en el fondo, una manifestación del orden cósmico —el alma del mundo— que se expresa también en los animales.

Luego compara el vuelo triangular de las grullas —citado ya por Aristóteles como ejemplo de inteligencia colectiva— con el comportamiento de los peces frente a la corriente. Ellos nadan siempre contra el oleaje, no solo para avanzar, sino también para protegerse: si el agua los empujara por detrás, podría levantar sus escamas, exponer su piel y dañarlos. Su modo de enfrentar el mar con la cabeza demuestra una comprensión empírica de las causas físicas, una “prudencia natural” que, según Fédimo, se extiende a todas las especies marinas, excepto el esturión, cuyas escamas orientadas en sentido contrario lo eximen del riesgo.

Según Fédimo, el atún es tan sensible a los ciclos del sol —al solsticio y al equinoccio— que no necesita tablas astronómicas ni instrumentos de cálculo: conoce instintivamente el momento de permanecer en una zona y el momento de reanudar su migración. Donde lo sorprende el solsticio de invierno, allí se queda hasta el equinoccio, obedeciendo al orden del cosmos como si tuviera una ciencia innata de los tiempos.

Fédimo interpreta este comportamiento como una prueba de sabiduría natural, una forma de conocimiento empírico que no proviene del razonamiento discursivo, sino de la sintonía profunda del animal con los ritmos del universo. El atún, dice Fédimo, “puede instruir al hombre”, porque actúa conforme a la medida exacta de la naturaleza, sin error ni artificio.

Más adelante, Fédimo añade que los atunes poseen incluso una especie de matemática natural. Relata que, al nadar en grupo, forman cardúmenes perfectamente cúbicos, de seis lados iguales, de modo que quien observe la superficie del banco puede calcular su profundidad, ya que su altura, anchura y longitud guardan proporción exacta. Con esta observación, Fédimo sugiere que los peces conocen de algún modo las proporciones geométricas y que su organización colectiva obedece a principios numéricos semejantes a los que el pensamiento pitagórico atribuía a la armonía del cosmos.

También comenta que los atunes poseen visión desigual en sus ojos: ven mejor con uno que con otro, y por eso, cuando entran en el Mar Negro, se mantienen cerca de la orilla derecha, y cuando salen, junto a la contraria, confiando siempre la defensa de su cuerpo al ojo más fuerte. Fédimo interpreta esta conducta como un signo de prudencia y autoconocimiento: el animal sabe cuál es su punto débil y actúa con cautela.

Amistad en los animales marinos

Fédimo introduce aquí el ejemplo del cocodrilo y el chorlito, para demostrar que incluso entre las criaturas más feroces y salvajes se dan formas de cooperación y gratitud, signos inequívocos de logos y de vínculo moral. El cocodrilo, dice Fédimo, es el animal más intratable de cuantos habitan ríos, lagunas y mares, pero muestra un comportamiento admirable con el pequeño pájaro que lo asiste.

Relata que el chorlito vive en las orillas y marismas, y se alimenta de los restos que quedan entre los dientes del cocodrilo. Cuando el reptil duerme, el ave lo vigila: si aparece la mangosta, enemiga natural del cocodrilo, el chorlito lo despierta con gritos y picotazos. El cocodrilo, lejos de atacarlo, le permite introducirse en su boca abierta, confiando en él, mientras el ave recoge con su pico los restos de carne. Y cuando el cocodrilo desea cerrar la boca, le avisa suavemente inclinando el morro hacia adelante, esperando a que el chorlito se retire antes de cerrarla.

Para Fédimo, esta escena no es simple curiosidad natural, sino una lección moral y filosófica. En ella se ve reflejada la philia —la amistad—, virtud esencial del alma racional. El cocodrilo, símbolo de ferocidad, se muestra agradecido y manso ante su diminuto aliado; el chorlito, en cambio, actúa con lealtad y valentía, protegiendo a su compañero.

Fédimo introduce un segundo ejemplo igualmente asombroso: el del pez guía (pilot fish), que acompaña a los grandes cetáceos.

Fédimo explica que este “guía” es un pececillo pequeño, semejante a un gobio, cuya piel áspera recuerda a las plumas de un ave. Vive siempre junto a un gran cetáceo y nada delante de él, cumpliendo la función de orientarlo. Su tarea consiste en dirigir la marcha del animal enorme, indicándole el rumbo y evitando que encalle en bancos de arena, estrechos o lagunas donde podría quedar atrapado.

El cetáceo, por su parte, sigue a su diminuto compañero “como una nave al timón”, confiando plenamente en su orientación y modificando su rumbo según los movimientos del guía. Fédimo subraya la fidelidad mutua que une a ambos: el gigante marino reconoce a su pequeño compañero y jamás le hace daño, aunque todo lo demás —barcas, animales o piedras— que caiga en sus fauces desaparezca sin remedio.

Fédimo afirma haber presenciado este espectáculo cerca de Anticira, y menciona que, según se cuenta, en otra ocasión un cetáceo varado cerca de Buna produjo una peste al descomponerse —una observación que aporta verosimilitud empírica al relato, combinando mito y testimonio.

A continuación, Fédimo contrasta esta amistad genuina con otras “amistades” de conveniencia o hábito animal citadas por Aristóteles, como la de la zorra y la serpiente (unidas solo por su enemistad común contra el águila) o la de las avutardas y los caballos (que se acercan por interés, para alimentarse de sus excrementos). Para Fédimo, esas no son verdaderas amistades, sino asociaciones circunstanciales, carentes de afecto y reconocimiento mutuo.

Y va más allá: incluso las abejas y hormigas, aunque trabajan colectivamente, no manifiestan entre sí consideración ni interés individual; su cooperación es mecánica, no moral. En cambio, la relación del cetáceo y su guía revela un vínculo consciente, una confianza recíproca y una solidaridad afectiva que trascienden la pura utilidad.

Pez anthias

Fédimo comienza observando que muchos peces, al acercarse el momento de desovar, remontan los ríos o buscan lagunas de aguas tranquilas. Este comportamiento no es casual: responde a una comprensión natural de las condiciones favorables para la vida. Las aguas dulces y calmadas protegen a las crías del oleaje y de los depredadores, y así los peces garantizan la supervivencia de su descendencia. Este movimiento instintivo —dice Fédimo— revela una forma de previsión racional: una prudencia natural inscrita en el alma animal, que actúa con un propósito sabio sin necesidad de deliberación.

Destaca especialmente el caso del Ponto Euxino (Mar Negro), donde muchos peces eligen reproducirse porque allí casi no existen mamíferos marinos peligrosos, salvo algunas focas o pequeños delfines, y porque los numerosos ríos que desembocan en él suavizan la salinidad, creando un ambiente propicio para el desove. Fédimo subraya que este fenómeno demuestra la inteligencia adaptativa de los animales marinos, capaces de elegir el entorno más adecuado para perpetuar la vida.

A continuación, introduce el ejemplo del anthías, un pez que Homero llama “pez sagrado”. Fédimo examina las distintas interpretaciones del adjetivo “sagrado”: unos piensan que significa “importante” o “valioso”, otros que se refiere a “consagrado” o “dedicado a los dioses”. Algunos autores —como Eratóstenes— lo identifican con la dorada, otros con el esturión, pez raro y difícil de capturar, cuya pesca se celebra con coronas y fiestas.

Pero Fédimo se inclina por la interpretación más simbólica: el verdadero “pez sagrado” es el anthías, porque su sola presencia inspira confianza y seguridad tanto a hombres como a otras criaturas. Allí donde aparece un anthías —dice— no hay fieras ni animales dañinos; los pescadores de esponjas se sumergen sin temor, y los demás peces desovan tranquilos, confiando en él como si fuera garante de su integridad.

Fédimo reconoce que es difícil explicar la causa exacta de este fenómeno. Tal vez las fieras huyen del anthías como los elefantes rehúyen al cerdo o los leones al canto del gallo; o quizá el anthías reconoce por ciertos signos que un lugar está libre de peligros y actúa en consecuencia, demostrando memoria e inteligencia.

Sociabilidad en los animales

Fédimo comienza señalando que en muchas especies los progenitores comparten el cuidado de la descendencia. A diferencia del prejuicio de que los peces devoran a sus crías, él sostiene —siguiendo a Aristóteles— que los machos, lejos de destruir la prole, asisten al parto y protegen los huevos. En algunas especies, explica, los machos acompañan a las hembras y van fecundando los huevos progresivamente, rociándolos con su esperma, porque si no lo hacen de ese modo, las crías nacerían pequeñas, imperfectas o débiles. Esta cooperación entre macho y hembra expresa una forma de previsión y colaboración racional, una armonía entre los sexos guiada por el instinto del bien común de la especie.

Luego, Fédimo menciona a los fices, peces que construyen nidos con algas y envuelven sus huevos en ellos para protegerlos del oleaje. Este gesto, análogo al del ave que fabrica su nido, es una manifestación de técnica natural (techné physeos), prueba de que la naturaleza dotó a todos los seres de ingenio para conservar la vida.

A continuación, presenta el caso de la zorra de mar cuya ternura por sus crías —dice Fédimo— “no tiene nada que envidiar a la del más doméstico de los animales”. Este animal, afirma, cría a su prole dentro de sí misma, manteniéndola en su interior hasta que crece lo suficiente. Luego las libera para que naden cerca de ella, pero si percibe peligro, las vuelve a acoger dentro de su cuerpo por la boca, ofreciéndose como refugio, alimento y morada viva. Esta descripción, aunque basada en observaciones confusas (pues los escualos son ovovivíparos), sirve a Fédimo como símbolo de amor maternal y cuidado racional: el cuerpo del animal se convierte en casa, cuna y escuela de la vida.

Finalmente, Fédimo elogia la sabiduría de la tortuga marina. Relata cómo sale del mar para poner sus huevos en la playa, elige con cuidado la arena más blanda, los entierra, y después de cubrirlos deja marcas para recordar el sitio. Aunque no puede incubarlos, regresa cuarenta días después, cuando los huevos están listos para eclosionar, y los desentierra con alegría, reconociendo sus propios huevos como un tesoro personal.

En cada uno de estos ejemplos —los peces que protegen sus huevos, la zorra de mar que guarda a sus crías, la tortuga que recuerda y vuelve al nido—, Fédimo revela la presencia de la razón natural, de la memoria y del amor consciente. No son movimientos ciegos del instinto, sino actos que implican previsión, reconocimiento y cuidado, cualidades que Plutarco considera propias de la psiqué racional.

El alción

Fédimo invoca aquí a Posidón, el dios del mar, en un gesto solemne y reverente, para celebrar al que considera el más sabio y divino de los animales marinos: el alción (el martín pescador o halcyon).

Fédimo comienza confesando, con ironía y modestia, que casi habría cometido una falta imperdonable si, después de hablar de focas y ranas, hubiese olvidado al más noble de los seres del mar. A partir de allí, desarrolla una exaltación lírica de este animal, que se convierte en símbolo de sabiduría, amor, armonía y gracia divina.

Primero, elogia sus virtudes comparándolas con las de otros animales: ningún ruiseñor iguala su canto, ninguna golondrina su ternura maternal, ninguna paloma su fidelidad conyugal, y ninguna abeja su destreza laboriosa. Es decir, en el alción confluyen todas las excelencias que en los otros seres están repartidas.

Después, Fédimo recuerda el favor de los dioses hacia este pájaro. Relata el mito según el cual, cuando el alción hembra da a luz —en pleno solsticio de invierno—, Posidón calma las aguas durante siete días y siete noches, para permitirle anidar y criar a sus polluelos sin peligro. A este período los antiguos llamaban los “días del alción”, símbolo de paz y serenidad en medio del invierno. Así, el alción se convierte en imagen de la armonía cósmica, del mar apaciguado por la divinidad para proteger la vida. Por eso, dice Fédimo, los hombres lo aman: gracias a él pueden navegar seguros incluso en la estación más tempestuosa del año.

Luego pasa a la esfera moral y afectiva. Fédimo describe al alción como modelo de amor conyugal y fidelidad perfecta: no busca al macho solo por deseo, sino que vive con él todo el año, unida por una afección estable y pura, semejante a la de una esposa fiel. Su virtud no es carnal, sino espiritual. Y cuando el macho envejece y se debilita, la hembra lo cuida, lo alimenta y lo transporta sobre sus espaldas, sin abandonarlo jamás, acompañándolo hasta la muerte.

Fédimo dice que, apenas la hembra del alción se da cuenta de que está preñada, se dedica a fabricar su nido, pero no con barro como las golondrinas, ni utilizando varias partes del cuerpo como las abejas. Ella solo usa una herramienta: su pico. Con este único instrumento es capaz de construir una estructura asombrosa —una especie de barco— hecha con las espinas del pez aguja, que entrelaza y ajusta como una tejedora que pasa la urdimbre en el telar. El resultado es un nido redondeado y oblongo, semejante a una nasa de pescador, sólido, ligero y perfectamente ensamblado.

Después, Fédimo explica que la hembra coloca el nido en la orilla donde rompen las olas. Allí el mar actúa como maestro: con su movimiento, le muestra las partes débiles que necesita reforzar. La hembra observa, corrige y consolida las uniones hasta que logra una estructura tan resistente que ni el hierro ni la piedra pueden romperla o perforarla. Además, el interior está diseñado con una precisión admirable: la cavidad solo admite al ave propietaria y queda completamente cerrada para los demás, incluso para el agua del mar.

Fédimo, maravillado, declara haber visto y tocado él mismo uno de estos nidos. Entonces, movido por la contemplación del arte natural, recuerda un célebre verso sobre el altar de cuerno de Apolo en Delos —una de las siete maravillas antiguas—, ensamblado sin pegamento, igual que el nido del alción. La comparación tiene un valor simbólico: así como el altar sagrado fue obra de sabiduría divina, también el nido del alción es una obra de arte natural, expresión de la inteligencia cósmica que habita en los animales.

Invoca a Apolo, dios músico y protector de las islas, para que reciba con benevolencia el canto que celebra a esta “sirena marina”, símbolo de armonía entre el arte, la naturaleza y lo divino. La mención final a Afrodita, que considera sagrados a los animales marinos, refuerza el sentido teológico del pasaje: el alción no solo representa el ingenio y la ternura, sino también el vínculo sagrado entre el mar, la vida y los dioses.

Recuerda ejemplos concretos de cultos y tabúes rituales: en Leptis, los sacerdotes de Posidón se abstienen completamente de comer animales marinos, lo que indica una reverencia hacia las criaturas del dios del mar. En Eleusis, los iniciados veneran al salmonete, y en Argos, la sacerdotisa de Hera se abstiene también de consumirlo. Según Fédimo, esto se debe a que el salmonete tiene la virtud de matar a la liebre de mar, un pez venenoso mortal para el ser humano; por ello, el salmonete es considerado amigo y salvador del hombre, y goza de inmunidad y respeto. Este detalle ilustra la idea de que los animales no solo son seres dotados de razón, sino también benefactores naturales que cooperan en la protección de la vida humana.

Luego Fédimo menciona los santuarios dedicados a Ártemis de las Redes y Apolo Delfinio, subrayando que los dioses mismos se han manifestado a través de los animales marinos. Refiere el mito de Apolo Delfinio, según el cual el dios no se transformó en delfín, como sostenían los mitógrafos, sino que envió un delfín como guía a los cretenses que habrían de fundar su santuario en Delfos. El delfín, símbolo de sabiduría y de guía divina, aparece aquí como mediador entre los dioses y los hombres, capaz de conducir las naves humanas hacia puerto seguro.

Fédimo añade además una anécdota helenística: los emisarios Sóteles y Dionisio, enviados por Tolomeo Soter para traer desde Sinope la estatua del dios Serapis, fueron desviados por una tormenta. Cuando ya estaban a la deriva, un delfín apareció en la proa del barco, los guió hacia aguas calmas y los condujo sanos y salvos hasta Ciná. Allí, tras realizar sacrificios, comprendieron que el signo divino les indicaba cuál de las imágenes debían llevarse y cuál dejar.

El delfín es no solo sabio, sino también el más querido por los dioses. Recuerda un verso de Píndaro, quien se comparaba con el delfín porque, igual que éste, se siente atraído por la música y responde al sonido de las flautas. De ahí que Fédimo sugiera que el dios mismo —Apolo o Posidón— se complace en la afición musical de este animal. Pero, añade, más aún que su musicalidad, lo que hace al delfín sagrado es su amor natural hacia los hombres, una forma de philia pura y desinteresada.

A diferencia de los demás animales, que solo aman a quienes los alimentan o los domestican, el delfín muestra amistad espontánea hacia el ser humano por el solo hecho de serlo. No busca provecho ni huye del peligro: actúa movido por una benevolencia natural. En este punto, Fédimo introduce la idea filosófica central del cierre: el delfín encarna aquello que los mejores filósofos buscan —una amistad desinteresada, semejante al ideal platónico o estoico del amor virtuoso.

Para ilustrar esa virtud, Fédimo recurre a varios ejemplos legendarios:

  • Arión, el músico que fue salvado por los delfines tras ser arrojado al mar, símbolo de la unión entre la música, el arte y la naturaleza benévola.

  • El episodio de Hesíodo, cuyo cadáver fue recuperado por delfines tras su asesinato, demostrando la justicia natural de los animales frente a la maldad humana.

  • La historia de Enalo de Lesbos, rescatado por un delfín cuando se arrojó al mar por amor a una doncella condenada a morir.

  • El relato del niño de Yaso, a quien un delfín amaba y acompañaba nadando; al morir el muchacho, el animal se lanzó a la orilla y murió junto a él. La ciudad erigió en su honor una moneda con la imagen del niño sobre el delfín.

  • La historia de Cérano, que liberó a unos delfines cautivos y, tiempo después, fue salvado por ellos al naufragar; estos mismos acudieron más tarde a sus funerales, como si fuesen sus amigos y deudos.

  • Finalmente, el recuerdo del escudo de Ulises, adornado con un delfín en gratitud porque unos de ellos habían salvado al pequeño Telémaco cuando cayó al mar.

Cada uno de estos episodios refuerza la misma enseñanza: los delfines actúan movidos por una racionalidad moral —no instinto ciego—, capaz de reconocer la bondad, la justicia y el amor.

Fédimo termina su discurso con humildad, confesando que, aunque prometió no contar “fábulas”, no pudo evitarlo, porque la realidad y el mito se entrelazan cuando se habla de un ser tan noble. Su despedida tiene tono de autocrítica filosófica, pero también de emoción: ha llevado la argumentación tan lejos hacia lo maravilloso que él mismo se impone silencio, “encallando” —como dice con ironía— entre los delfines, Ulises y Cérano.

Aristótimo, que ha actuado como moderador o juez simbólico en la disputa entre Autobulo y Fédimo, invita a los presentes a emitir su voto, dando por concluido el debate. Con esta fórmula judicial (“miembros del jurado, podéis emitir vuestro voto”), Plutarco subraya el carácter dialéctico de la discusión: no se trataba de una exposición dogmática, sino de un juicio razonado sobre la inteligencia animal.

A continuación, Soclaro toma la palabra para cerrar la obra con una reflexión conciliadora, citando un verso de Sófocles:

“El criterio de los que disienten ensambla bien
y de forma sólida en el punto medio los intereses de ambos.”

Esta cita expresa el espíritu de moderación que caracteriza a Plutarco. La verdad no se encuentra en la exclusión del otro, sino en la síntesis armónica de posiciones opuestas. Soclaro afirma que, si Autobulo (más prudente y escéptico) y Fédimo (entusiasta defensor de la inteligencia animal) unieran sus argumentos, podrían luchar juntos “contra los que quieren privar a los animales de razón e inteligencia”.

Con esto, Plutarco explicita el propósito último del diálogo: no tanto decidir si los animales marinos son más inteligentes que los terrestres, sino refutar la doctrina estoica que negaba a los animales toda forma de logos o racionalidad. 

Conclusión

El De sollertia animalium de Plutarco concluye mostrando que la razón no es un privilegio humano, sino una chispa divina que anima a toda criatura: desde el delfín que salva al hombre hasta el alción que teje su nido con arte perfecto, la naturaleza entera revela inteligencia, amor y armonía. Así, frente al orgullo de quienes niegan alma a los animales, Plutarco nos deja una lección luminosa: quien contempla con justicia la vida, reconoce en cada ser vivo un reflejo del logos universal, una forma silenciosa de sabiduría y de comunión con lo divino.