Es probable que estemos ante una obra que ensambla una gran defensa al vegetarianismo y a la abstinencia del consumo de carne. Sin embrago, no es que estemos ante un pionero con respecto a estos temas, pues el mismo señalará a otros hombres que, por diversas razones, se han abstenido de comer carne. Plutarco irá desde los argumentos más filosóficos hasta los más estéticos. Veamos esta breve obra de Plutarco.
MORALIA IX: SOBRE COMER CARNE
(I)
Salvajismo
Al comienzo de esta obra pareciera ser que Plutarco le habla a un interlocutor. Se pregunta qué fue lo que llevó a Pitagoras a dejar de comer carne, pero antes se pregunta ¿cómo lo hizo la primera persona que se atrevió a comer carne? ¿no se horrorizó? Ante todo, dice Plutarco, lo primero que motivó a esa persona fue la necesidad y la penuria. Los antiguos no se daban antojos antinaturales que estaban fuera de lugar, tuvieron que pasar por una gran miseria para tener que llegar a ese punto. En efecto, los dioses han dispuesto un gran mundo con innumerables frutos de los cuales puede servirse.
Es interesante ver cómo Plutarco comienza a comentar que en el pasado, los antiguos que vivían en aquella miseria debieron de ser salvajes, personas que estaban en una desesperación constante. Y ahora, dice Plutarco, hay quienes sin tener la necesidad de matar para comer carne, lo hacen. Los ricos sentados en una gran mesa, comen carne hasta saciarse, los animales no pueden defenderse de aquello, y los que están de acuerdo con comer carne, señalan que todo es provechoso pues los animales no son inteligentes; no pueden comunicar que sufren y en razón de ello está justificado comerlos. Pero hay algo peor aún. En aquellas mesas de los que no necesitan, por más que estén saciados, quedan restos de animales, es decir, el animal que fue comido, murió en vano.
El acto de comer carne no es connatural
La morfología del cuerpo humano demuestra que el ser humano no está hecho para desgarrar carne: carece de garras, colmillos curvos, fauces potentes y jugos gástricos capaces de digerir tejidos animales. Con esto, apela a una forma de teleología natural: la naturaleza dota a cada especie de los medios adecuados a su modo de vida, y el hombre, al no poseer los de los carnívoros, no fue creado para alimentarse como ellos.
Invita al lector a matar y devorar un animal sin herramientas, solo con sus manos y dientes, como hacen los lobos o los leones. El reto, evidentemente imposible, busca mostrar la distancia que separa al hombre de la ferocidad animal. En efecto, luego de matarlo con instrumentos lo va a cocer, lo va a aliñar, le va a cambiar el aspecto con fuegos y hierbas.
Plutarco nos cuenta una anécdota: un hombre compra un pescado y el tendero le pide aceite, vinagre y queso para prepararlo; el espartano responde que, si tuviera esos ingredientes, no habría comprado el pescado. La respuesta refleja el espíritu austero de Esparta, donde la frugalidad era una virtud y el exceso culinario, un signo de decadencia.
Plutarco contrapone esta simplicidad al lujo culinario de su época, donde la carne es llamada “guarnición” y luego, paradójicamente, requiere más guarnición para ser tolerada. Describe con tono satírico cómo se mezclan ingredientes exóticos —miel, vinagre, salsas orientales—, no para realzar el sabor, sino para disfrazar la corrupción natural de la carne, comparando ese proceso con el embalsamamiento de un cadáver. La metáfora es deliberadamente fuerte: cocinar carne sería, en cierto modo, dar sepultura a lo muerto, intentando negar su carácter putrefacto.
Nos cuenta otra anécdota con respecto a Diógenes: Diógenes habría comido un pulpo crudo con el propósito de demostrar que la cocción de los alimentos es una práctica artificial y que, por tanto, el hombre debía volver a un modo de vida natural. Plutarco, sin embargo, ridiculiza ese gesto, mostrando que no toda “vuelta a la naturaleza” es virtuosa, y que hay un límite entre la vida simple y la brutalidad animal.
El espíritu y la carne
La carne no hace daño solamente al cuerpo sino que también al espíritu, nos dice Plutarco. Pone como ejemplo a los prejuicios atenienses contra los beocios, a quienes se consideraba toscos e insensibles, “como cerdos”, por su inclinación al exceso alimenticio. Plutarco —que era, precisamente, beocio de Queronea— recoge esas burlas con tono autocrítico, pero las resignifica: la voracidad no es solo un defecto regional, sino una enfermedad del alma humana cuando se deja dominar por el placer. Las citas de Menandro y Píndaro refuerzan este punto, mostrando cómo la cultura griega asoció desde antiguo la moderación con la sabiduría y la templanza.
Luego introduce la frase de Heráclito —«un espíritu enjuto es el más sabio»—, que funciona como eje filosófico del pasaje. Para Plutarco, el alma sabia es aquella no saturada por los placeres corporales. El exceso de comida y de carne produce un cuerpo pesado, y ese peso material se traduce simbólicamente en opacidad espiritual: la razón se embota, la percepción se vuelve turbia, el juicio se entorpece.
Filantropía
En este pasaje, Plutarco eleva su argumento a un nivel moral y religioso. Comienza afirmando:
“¿No parece que el hábito de la filantropía es cosa extraordinaria? En efecto, ¿quién podría agraviar a un ser humano si se comporta de manera indulgente y filantrópica con criaturas de otra especie?”
Así plantea que quien muestra compasión hacia los animales difícilmente será injusto con los hombres. Luego recuerda la cita de Jenócrates:
“Los atenienses condenaron a cierta persona que había desollado vivo a un carnero.”
Para Plutarco, ese acto revela una sensibilidad moral antigua, y añade:
“No es peor quien tortura a un ser vivo que quien arrebata su vida y lo mata.”
Critica, además, que los hombres “somos más sensibles a los actos contra las costumbres que a los actos contra la naturaleza”.
Después invoca a Platón y cita a Empédocles como prólogo:
“...las almas, debido a los sacrificios y a la ingestión de carne, quedan, a modo de condena, aprisionadas en los cuerpos.”
Finalmente alude al mito órfico de Dioniso y los Titanes, quienes “tras haber degustado su sangre, fueron sancionados y fulminados”. Explica que esos Titanes simbolizan en nosotros “lo irracional, caótico y violento... quienes reciben una sanción y cumplen condena”.
(II)
El estómago, dice Plutarco, no está sediento de sangre, sino que está invadido por la inmoderación. Si hay que comer carne, que sea por apetito pero no por glotonería. Que sea por necesidad y no por tortura como les gusta algunos poner en la boca de los cerdos venablos al rojo vivo, a fin de que la sangre con la inserción del hierro, forme una emulsión, se extienda y haga la carne más tierna y suave.
El consumo de carne excede las actitudes naturales que debe tener todo ser humano. Así, los banquetes desmesurados dan paso a costumbres desordenadas, los placeres sin medida a músicas impúdicas, y los espectáculos sangrientos a una insensibilidad general que termina volviéndose contra los propios seres humanos. La intemperancia corporal, según Plutarco, no se detiene en el placer inmediato, sino que crea una disposición anímica inclinada a la crueldad.
Por eso evoca el ejemplo del legislador Licurgo, que promovía construcciones simples para evitar el lujo y la ostentación. La sobriedad material debía acompañar la templanza moral: una casa modesta lleva a comidas sencillas y a una vida equilibrada, mientras que la abundancia y el refinamiento conducen a la corrupción.
¿Cómo no considerar ostentosa una cena en donde muere un ser animado? se pregunta Plutarco. Reconoce que no afirmará, como Empédocles, que los animales son literalmente la reencarnación de nuestros padres o amigos, pero sostiene que poseen sensibilidad, vista, oído, imaginación e inteligencia, cualidades que la naturaleza ha dado a todo ser vivo para conservar su vida y evitar el daño.
El argumento moral es claro: si los animales comparten las facultades básicas que fundamentan nuestra humanidad, entonces no puede considerarse justo matarlos. Plutarco pregunta quién enseña mejor: los filósofos que, con su doctrina, llevarían a “comer a los amigos, padres o mujeres” tras su muerte, o los que, como Pitágoras y Empédocles, exhortan a la ecuanimidad y la moderación hacia todas las criaturas.
Ironiza además sobre la costumbre de burlarse del vegetariano: el que no come cordero es ridiculizado, pero —dice con sarcasmo— habría más motivo para reírse de quien, simbólicamente, “trocea a su padre o a su madre” al alimentarse de carne, repitiendo un acto de violencia contra lo que también participa de vida y sensibilidad. Alude a la idea platónica de que, al tratar estos temas, es preciso purificar el alma y los sentidos —“limpiar las orejas con un discurso dulce”—, pues se trata de una materia que exige respeto. Finalmente, recuerda que los pueblos bárbaros, como los escitas o melanclenos, según Heródoto, practicaban costumbres violentas sin escrúpulos, mientras que los antiguos griegos consideraban los preceptos de Pitágoras y Empédocles verdaderas leyes de vida.
El uso de la espada y el sacrificio del animal son gestos equivalentes, ambos vinculados a una misma raíz: la costumbre de matar. El razonamiento se vuelve político cuando compara esa evolución con la de los tiranos que, habituados a ejecutar primero a los criminales despreciables, terminan condenando a hombres nobles y justos como Nicérato, Terámenes o el filósofo Polemarco. Quien se acostumbra a matar animales termina perdiendo el horror al derramamiento de sangre humana.
Plutarco describe luego una secuencia gradual de corrupción: primero se mata a un animal salvaje, después a un ave o a un pez, luego al buey que labra la tierra, al cordero y, finalmente, al gallo doméstico. Ese hábito, dice, “cediendo a nuestra sed insaciable”, desemboca en los mayores crímenes: guerras, asesinatos y destrucción.
Transmigración de las almas
Incluso si no se acepta —como sostenían Pitágoras y Empédocles— que las almas se reencarnen en cuerpos de distintas especies, Plutarco insiste en que el daño físico y moral del consumo de carne es innegable. La carne enferma el cuerpo y entorpece el alma, que se vuelve insensible y disoluta. Además, denuncia cómo la sociedad ha hecho de la sangre un elemento cotidiano de la convivencia: no se celebra boda, banquete ni encuentro amistoso sin el sacrificio de un animal.
Reconoce que existen dudas sobre esa doctrina, pero que, aun sin certeza absoluta, conviene actuar con respeto y cautela.
Para explicarlo, propone una comparación: en medio de un combate nocturno, si alguien estuviera a punto de matar a un enemigo y oyera que podría ser su hijo, su padre o un amigo, aunque no tuviera plena seguridad, lo sensato sería detener el golpe. Matarlo sería un acto terrible si la sospecha resultara cierta. Así, del mismo modo —dice Plutarco—, cuando no se tiene certeza sobre si las almas pueden pasar a cuerpos de animales, es más prudente abstenerse de matarlos.
Por lo tanto, no hace falta creer completamente en la metempsícosis para practicar la moderación. Basta con admitir la posibilidad de que haya una conexión entre todas las almas para justificar el respeto hacia los seres vivos. Recuerda el ejemplo de la tragedia de Mérope, quien está a punto de matar a su propio hijo sin reconocerlo, lo que sirve como imagen dramática del riesgo moral que corre el hombre violento: al obrar sin mesura ni reflexión, puede destruir aquello que ama o aquello que comparte su misma naturaleza.
Ante la posibilidad (aunque incierta) de que un cuerpo enemigo contenga el alma de un ser querido, la prudencia manda detenerse. Si en la oscuridad dos voces discuten —una: “golpéalo, es tu enemigo”; otra: “no lo golpees, puede ser tu hijo”—, peor sería matar por error al propio hijo que omitir castigar a un enemigo dudoso.
Incoherencia de los estoicos
Comienza preguntando irónicamente qué significa esa “gran tensión entre el vientre y la cocina”, es decir, cómo pueden los estoicos predicar dominio de sí y desprecio por los placeres, pero al mismo tiempo mantener la costumbre de comer carne. Señala la contradicción: si consideran el placer algo “afeminado”, carente de valor moral y contrario al progreso racional, deberían rechazar no solo perfumes y manjares dulces, sino también la carne y la sangre, que implican un acto violento y cruel.
Plutarco ridiculiza su lógica: los estoicos afirman que “no hay vínculos de justicia entre nosotros y los animales irracionales”, pero si aplicaran el mismo principio, tampoco habría vínculo alguno entre los hombres y las cosas inútiles del placer, como las especias o los perfumes. En consecuencia, si desprecian lo superfluo, deberían con mayor razón apartarse de lo sanguinario, pues este tipo de placer no solo es innecesario, sino moralmente degradante.
El texto concluye —antes de perderse el resto de la obra— anunciando que examinará más a fondo esa afirmación estoica sobre la falta de justicia hacia los animales. Plutarco promete hacerlo “no de modo retórico o sofístico, sino atendiendo a nuestras propias emociones”, es decir, desde una reflexión ética y humana más que puramente lógica.
Conclusión
En Sobre el comer carne, Plutarco lanza una acusación poderosa: el cuchillo que corta la carne en la mesa es el mismo que después empuña la guerra. Para él, la sangre derramada en los banquetes prepara la del campo de batalla, y quien se habitúa a matar animales termina insensible ante cualquier forma de vida. Su llamado no es solo a la dieta, sino al alma: dejar la carne significa recuperar la armonía perdida con la naturaleza, purificar los sentidos y romper el ciclo de violencia que nos degrada como especie.
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