martes, 14 de octubre de 2025

San Isidoro de Sevilla - Etimologías (Libro II: Sobre la retórica y la dialéctica)

En su monumental obra Etimologías, especialmente en el Libro II, dedicado a la retórica y la dialéctica, Isidoro sistematiza los conocimientos heredados del mundo clásico para ponerlos al servicio de la educación cristiana. Allí explica los fundamentos del arte de hablar y razonar correctamente, destacando la importancia del discurso persuasivo y del razonamiento lógico para la búsqueda de la verdad. Con este libro, Isidoro no solo preserva la herencia intelectual grecolatina, sino que la adapta a una visión cristiana del saber, convirtiéndose en una fuente esencial para toda la Edad Media.

ETIMOLOGÍAS

LIBRO II: SOBRE LA RETÓRICA Y LA DIALÉCTICA

1. Sobre la retórica y su nombre

La retórica es el arte de hablar bien en los asuntos civiles, usando la elocuencia para persuadir sobre lo justo y lo bueno. Su nombre proviene del griego rhetoriké, derivado de rhetor, es decir, “orador”. Está estrechamente relacionada con la gramática, porque así como ésta enseña a hablar correctamente, la retórica enseña a exponer con elegancia y propiedad los conocimientos adquiridos.

2. Sobre los inventores del arte retórico

Los primeros maestros de la retórica fueron Gorgias, Aristóteles y Hermágoras. Luego pasó a Roma con Cicerón, Marco Antonio, Quintiliano y Tito Livio, quienes perfeccionaron el arte. Su finalidad es producir admiración y deleite en el oyente, dejando una impresión duradera en la memoria. De allí su importancia como instrumento del saber y de la formación del carácter.

3. Sobre el orador y las partes de la retórica

El orador es un hombre recto y experto en el arte de hablar. La retórica consta de cinco partes fundamentales:

  1. Invención – descubrimiento de los argumentos.

  2. Disposición – organización del discurso.

  3. Elocución – elección de las palabras y estilo.

  4. Memoria – retención del discurso.

  5. Pronunciación – modo de decirlo ante el público.

El objetivo del orador es persuadir. Su perfección depende de tres condiciones:

  • Naturaleza (cualidades innatas),

  • Doctrina (ciencia y conocimiento),

  • Práctica (ejercicio constante).

Solo quien une estas tres puede alcanzar la excelencia oratoria.

4. Sobre los tres tipos de procesos

San Isidoro distingue tres tipos de procesos retóricos:

  1. Deliberativo,

  2. Demostrativo,

  3. Judicial.

El deliberativo trata sobre lo útil o lo conveniente para el futuro: aconseja si algo debe hacerse o evitarse.

El demostrativo (o epidíctico) se centra en la alabanza o censura de una persona, destacando sus virtudes o defectos.

El judicial examina hechos pasados para condenar o absolver a alguien, juzgando si ha actuado con justicia o no.

El orador deliberativo busca persuadir sobre lo que es bueno o útil, motivado por la esperanza o el temor.

El demostrativo alaba o censura, mostrando lo que debe ser imitado o evitado.

El judicial aplica una sentencia de castigo o recompensa, refiriéndose siempre a un hecho ya realizado.

Además, San Isidoro aclara que el proceso deliberativo puede dividirse según el tema: lo honesto, lo útil o lo posible, y que la persuasión se dirige siempre a otro, no a uno mismo.

Por último, añade que el juicio oratorio debe considerar el delito no como algo individual, sino como un hecho que afecta a la comunidad entera, revelando así el carácter público y moral de la retórica judicial.

5. Sobre el doble estado de las causas

San Isidoro llama “estado” al núcleo o punto jurídico de una cuestión, es decir, al asunto que se debate en un proceso. Los griegos lo llamaban stasis, y los latinos, status o constitutio. Cada parte en una controversia adopta una posición, y de esa oposición surgen los estados de causa, que son principalmente racionales y legales.

Los estados racionales se originan en la conjetura, la definición, la traslación y la cualidad:

  • En la conjetural, se discute si un hecho ocurrió o no.

  • En la definitoria, se debate la naturaleza del hecho (qué clase de acción fue).

  • En la traslación, se cuestiona la competencia o jurisdicción del juez.

  • En la de cualidad, se analiza si el acto fue justo o injusto, es decir, si merece castigo o absolución.

Por su parte, los estados legales tratan sobre la letra y el espíritu de la ley, las leyes contrarias, la ambigüedad, la deducción o interpretación, y la precisión legal.

  • Letra y espíritu: cuando el texto de la ley parece decir algo distinto a la intención del legislador.

  • Leyes contrarias: cuando dos leyes se contradicen entre sí.

  • Ambigüedad: cuando la redacción permite más de una interpretación.

  • Deducción o interpretación: cuando se infiere un sentido no expresado literalmente.

  • Precisión legal: cuando se busca el sentido más estricto y literal.

Finalmente, Isidoro explica que los estados de causa suman dieciocho según la mayoría de los autores, aunque Cicerón llegó a enumerar diecinueve, incluyendo la traslación entre los estados racionales, aunque después la ubicó entre los legales.

6. Sobre la controversia tripartita

San Isidoro, siguiendo a Cicerón, explica que la controversia tripartita puede ser simple o compuesta:

  • Es simple cuando el planteamiento se reduce a una sola cuestión, como: “¿Declaramos la guerra a los corintios o no?”.

  • Es compuesta cuando incluye varias preguntas o comparaciones. Por ejemplo: “¿Qué hacer con Cartago: arrasarla, devolverla a los cartagineses o fundar una colonia?”.

En las comparaciones, la deliberación busca determinar qué opción es mejor o más útil, como cuando se debate si enviar tropas a Macedonia o mantenerlas en Italia para resistir a Aníbal.

7. Sobre las cuatro partes del discurso

La retórica se estructura en cuatro partes fundamentales:

  1. Exordio: capta la atención del oyente y busca predisponerlo con benevolencia.

  2. Narración: presenta los hechos de manera clara y concisa.

  3. Argumentación: demuestra la propia postura con pruebas y razonamientos, refutando la del adversario.

  4. Conclusión: resume el discurso y procura mover el ánimo del oyente hacia la aceptación de lo dicho.

San Isidoro resalta que el orador debe inspirar benevolencia, docilidad y atención en su audiencia; así, la retórica no es solo técnica, sino también arte de disposición moral y psicológica del oyente.

8. Sobre los cinco tipos de causas

San Isidoro distingue cinco tipos de causas retóricas:

  1. Honesta: aquella en la que el público se muestra favorable desde el inicio, sin necesidad de persuasión.

  2. Admirable: aquella que supera la comprensión común por su profundidad o grandeza, despertando asombro.

  3. Humilde: aquella que no logra captar la atención de los oyentes por ser demasiado simple o poco atractiva.

  4. Ambigua: cuando la cuestión en litigio es dudosa o fluctúa entre lo justo y lo injusto, generando vacilación entre simpatía y rechazo.

  5. Oscura: cuando el tema es tan complejo que el auditorio tarda en entenderlo o se confunde por su dificultad.


9. Sobre los silogismos

San Isidoro explica que el término “silogismo” proviene del griego syllogismós, que en latín se traduce como argumentatio, es decir, un razonamiento en el que se sigue una conclusión probable a partir de unas premisas. Un silogismo consta de tres partes:

  1. Una proposición mayor (principio general),

  2. Una premisa menor (caso particular),

  3. Y una conclusión (resultado lógico).

Ejemplo:

  • Premisa mayor: “Lo que es bueno no puede tener un uso torpe.”

  • Premisa menor: “El dinero tiene un uso torpe.”

  • Conclusión: “Luego el dinero no es bueno.”

El silogismo es la base del razonamiento dialéctico y retórico, y fue empleado tanto por filósofos como por teólogos, incluido San Pablo en sus epístolas.

San Isidoro distingue dos tipos principales de silogismos:

  • Inducción, que parte de casos particulares para llegar a una conclusión general.

  • Raciocinio o deducción, que parte de principios generales hacia conclusiones particulares.

Dentro de la inducción, identifica tres momentos: la proposición, la asunción (comparación o ejemplo) y la conclusión. Cuando se establece la semejanza entre los casos se habla de ilación inductiva.

También describe diversas formas retóricas del razonamiento:

  • Antífrasis, cuando se refuta o contrapone un argumento.

  • Enthymema o silogismo abreviado, en el que falta una de las premisas, típico del lenguaje persuasivo.

  • Sententia, que condensa en una máxima moral el resultado del razonamiento.

  • Ejemplum, que utiliza hechos o personajes históricos como argumento.

  • Comiunctio, que reúne varios razonamientos en una sola frase.

Finalmente, distingue tres tipos generales de razonamientos:

  1. Simple o completo, con sus tres miembros (premisa mayor, menor y conclusión).

  2. Imperfecto, cuando omite una parte (como el enthymema).

  3. Compuesto o tripartito, que agrupa varias conclusiones o comparaciones dentro de un mismo discurso.

10. Sobre la ley

San Isidoro define la ley como la organización del pueblo sancionada por los ancianos junto con la plebe, o bien como los edictos dictados por el emperador. Distingue entre ley y costumbre:

  • La ley es escrita y tiene carácter formal.

  • La costumbre es una práctica prolongada y no escrita, pero válida por su antigüedad y aceptación social.

Ambas, sin embargo, tienen valor jurídico: la costumbre adquiere fuerza de ley cuando se adopta por práctica constante y razonable. En cualquier caso, la razón es lo que da valor a la ley.

La verdadera ley debe fundarse en la razón, estar de acuerdo con la religión, fomentar la disciplina y buscar siempre el bien común. Por eso, la costumbre válida es aquella que concuerda con la ley y sirve a la comunidad.

Toda ley tiene tres posibles efectos:

  1. Permite (por ejemplo, “el hombre esforzado reciba recompensa”),

  2. Prohíbe (“no es lícito casarse con vírgenes consagradas”), o

  3. Castiga (“el asesino sufra pena de muerte”).

El objetivo de la ley es proteger la inocencia, reprimir la maldad y frenar la audacia delictiva mediante el temor a la sanción. Así, el miedo al castigo mantiene el orden social.

Finalmente, San Isidoro establece que la ley debe ser:

  • Honesta, justa y posible de cumplir,

  • Conforme con la naturaleza y las costumbres del pueblo,

  • Necesaria y útil al bien común,

  • Clara, para no inducir a error,

  • Y desinteresada, buscando el bien público antes que el beneficio privado.

11. Sobre la sentencia

San Isidoro define la sentencia como un aforismo impersonal, es decir, una expresión breve que encierra una verdad moral o práctica sin atribuirla a ninguna persona. Por ejemplo, cita a Terencio:

“Dos regalos engendran amigos; la verdad, en cambio, odios.”

Cuando a esta expresión se le añade el nombre de quien la pronuncia, deja de ser una sentencia y pasa a llamarse chria (chreia, en griego). Por ejemplo:

“Aquiles ofendió a Agamenón al decirle la verdad; Metrófanes ganó la amistad de Mitrídates gracias a sus favores.”

La diferencia entre ambos conceptos es clara:

  • La sentencia es general y sin sujeto personal.

  • La chria siempre incluye una persona concreta que realiza o dice la acción.

Así, si a una sentencia se le agrega un nombre, se convierte en chria; y si se elimina la referencia personal, vuelve a ser una sentencia.

12. Sobre la catasceva y la anasceva

San Isidoro distingue dos figuras retóricas opuestas:

  • Catasceva: la confirmación o defensa de algo que se afirma como verdadero.

  • Anasceva: la refutación o negación de lo afirmado, es decir, el intento de demostrar que algo no existió o no ocurrió.

Por ejemplo, afirmar la existencia de la Quimera sería una catasceva; mientras que negar su existencia sería una anasceva.

Ambas se diferencian de la tesis, ya que esta última no busca confirmar o refutar hechos pasados, sino deliberar o exhortar sobre cuestiones inciertas o morales.

San Isidoro explica que la anasceva se divide en dos grandes tipos:

  1. Inconveniente, que trata lo indecoroso (contrario a la dignidad) o lo inútil (sin provecho).

    • En palabras: cuando se atribuye a alguien algo indigno de su carácter, como acusar a Catón el Censor de incitar a la juventud al vicio.

    • En hechos: cuando se imputa una acción incompatible con la virtud, como el adulterio de Marte y Venus.

  2. Falsedad, que puede ser de tres tipos:

    • Increíble, por narrar algo fuera de toda probabilidad (como ver desde Sicilia una flota en África).

    • Imposible, cuando los hechos se contradicen lógicamente (como decir que Clodio murió tendiendo una trampa a Milón).

San Isidoro resume estas oposiciones en una gradación de lo verosímil y lo conveniente:

decoroso / indecoroso, útil / inútil, verosímil / inverosímil, posible / imposible, conveniente / inconveniente.

Finalmente, aconseja usar la anasceva cuando las fábulas o relatos míticos resultan moral o racionalmente inaceptables, a menos que se entienda que esconden un significado alegórico; por ejemplo, que Escila no fue un monstruo marino, sino una mujer cruel e inhospitalaria que vivía cerca del mar.

13. Sobre la prosopopeya

San Isidoro define la prosopopeya como una figura retórica que consiste en atribuir palabra y personalidad a seres inanimados o irracionales. Es un recurso mediante el cual se da voz a lo que, por naturaleza, no puede hablar.

Cita como ejemplo a Cicerón, cuando imagina que la patria se dirige a él para reprocharle o exhortarlo, transformándola así en un sujeto con voz y sentimientos.

Del mismo modo, en la retórica se hace hablar a montes, ríos o árboles, con el fin de intensificar el dramatismo y la fuerza expresiva del discurso. Este recurso, explica San Isidoro, es común en las tragedias y aún más frecuente en los discursos oratorios, donde sirve para conmover, persuadir o dar vida a conceptos abstractos mediante la imaginación poética.

14. Sobre la etopeya

La etopeya es la figura retórica mediante la cual se representan los sentimientos y actitudes de una persona según su edad, condición, carácter o estado emocional.

Consiste en imaginar a alguien hablando de acuerdo con su naturaleza y circunstancias.

Por ejemplo, un pirata debe expresarse con audacia y fiereza; una mujer, con suavidad y recato; un joven, con entusiasmo; un anciano, con gravedad. Del mismo modo, el tono de un soldado no será igual al de un filósofo.

San Isidoro insiste en que el orador debe considerar siempre quién habla, ante quién, sobre qué tema, en qué lugar y con qué intención, pues solo así podrá mantener la coherencia del discurso y lograr credibilidad.

15. Sobre los tipos de cuestiones

Existen dos tipos de cuestiones retóricas:

  1. Definida (hypothesis en griego, causa en latín): aquella que involucra personas y circunstancias concretas, como lugar, tiempo y motivo.

  2. Indefinida (thesis en griego, propositum en latín): aquella que no se refiere a sujetos ni situaciones particulares, sino que trata temas generales o universales.

En resumen, la tesis reflexiona sobre lo general (por ejemplo, “¿Debe castigarse la ingratitud?”), mientras que la causa aplica esa reflexión a un caso específico (por ejemplo, “¿Debe castigarse a este hombre por ingrato?”). La tesis, por tanto, se considera una parte de la causa.

16. Sobre la elocución

La elocución o modo de expresión debe adaptarse al tema, al lugar, al momento y al público. San Isidoro advierte que el orador no debe mezclar registros incompatibles:

  • Lo profano con lo religioso,

  • Lo ligero con lo grave,

  • Lo ridículo con lo trágico.

La buena elocución exige pureza lingüística y claridad: emplear palabras correctas, genuinas y acordes con el estilo propio del tiempo.

El buen orador no solo debe decir bien las cosas, sino también actuar conforme a lo que enseña, pues la palabra, para ser eficaz, debe ir acompañada del ejemplo.

17. Sobre los tres tipos de elocuencia

San Isidoro distingue tres estilos de elocuencia según la importancia del tema tratado:

  1. Humilde o sencillo, para asuntos de poca trascendencia.

  2. Moderado o medio, para temas de relevancia intermedia.

  3. Grandilocuente o sublime, para cuestiones elevadas y solemnes.

El principio rector es la adecuación del estilo al asunto:

  • Las cosas pequeñas se expresan con lenguaje simple y natural.

  • Las medianas, con tono equilibrado y noble.

  • Las grandes, con majestad y magnificencia.

Así, el orador no debe usar términos grandiosos para causas triviales, ni expresarse con ligereza cuando trata temas divinos o morales.


Incluso dentro de los asuntos importantes, el estilo debe variar según la intención:

  • Sencillo para enseñar,

  • Moderado para alabar o censurar,

  • Grandilocuente para conmover y convertir a los oyentes.

Cada tipo de elocuencia tiene su vocabulario propio:

  • Palabras adecuadas para el estilo simple,

  • Nobles para el medio,

  • Y elevadas para el sublime.

18. Sobre el cómma, el colón y el período

San Isidoro analiza la estructura de la oración en tres niveles rítmicos del discurso:

  1. Cómmata (commata): son pequeñas partes de la oración, breves unidades de sentido o pausa mínima.

  2. Cola (cola): son miembros completos, formados por la unión de varios cómmata, que ya expresan una idea con sentido.

  3. Período (periodus): es la frase completa, compuesta por varios cola, que culmina con una idea total y cerrada.

Ejemplo tomado de Cicerón (Pro Milone):

  • “Aunque temo, jueces” → un comma.

  • “Que resulte vergonzoso empezar la defensa de un hombre tan valiente” → otro comma.

  • Ambos forman un colón.

  • Finalmente, el período se completa con la frase: “Así los ojos van buscando la antigua costumbre de los juicios.”

San Isidoro añade que el período no debe ser demasiado largo, sino respirable en una sola aspiración, es decir, comprensible y rítmico en su conjunto.


19. Sobre los vicios que hay que evitar en las letras, palabras y sentencias

San Isidoro enseña que la expresión del orador debe ser pura y libre de defectos, tanto en el uso de las letras como en el de las palabras y frases.

  • En cuanto a las letras, debe cuidarse la combinación sonora, evitando choques entre vocales consecutivas, como en feminae Aegyptiae, que resulta desagradable al oído. La dicción mejora si se intercalan consonantes entre vocales.

  • Advierte también sobre la colisión de ciertas consonantes ásperas —la r, la s y la x—, que producen un sonido disonante cuando se juntan (ars studiorum, rex Xerxes, error Romuli).

  • Asimismo, recomienda evitar que la letra m aparezca entre dos vocales (verum enim), pues suena confusa y poco elegante.

En suma, la corrección formal del discurso comienza desde el nivel fonético, donde el ritmo y la armonía son tan importantes como el sentido.

20. Sobre las uniones de las palabras

El orador también debe evitar los vicios en la elección y combinación de las palabras, buscando siempre la propiedad y claridad.

  • El uso de palabras impropias se llama acyrología, y debe evitarse mediante el empleo de términos adecuados, aunque a veces se puedan usar metáforas o eufemismos, siempre que sean naturales y cercanos al significado real.

  • Los hipérbatos excesivos —alteraciones del orden lógico de la oración— pueden causar confusión; por tanto, deben moderarse.

  • También debe evitarse la ambigüedad o perissología, es decir, el exceso de palabras o circunloquios innecesarios que enturbian la claridad del discurso.

  • El vicio opuesto es la brevedad defectuosa, que elimina palabras necesarias y deja la expresión incompleta.

San Isidoro enumera los principales vicios retóricos que deben evitarse:

cacemphaton (disonancia de sonidos),
tautología (repetición inútil),
elipsis (omisión indebida),
acyrología (impropiedad),
macrología (exceso de palabras),
perissología (circunloquio innecesario),
pleonasmo (redundancia).

En contraste, la energía y el énfasis embellecen el discurso, elevando su tono mediante la forma expresiva, no por la cantidad de palabras. Cita como ejemplo la expresión:

“Encumbróse a la gloria de Escipión”,
o el verso de Virgilio:
“Se deslizaron por el cable echado desde arriba”,
donde el verbo “se deslizaron” sugiere movimiento y altura, mostrando la fuerza de la palabra justa.

San Isidoro concluye advirtiendo contra el error contrario: empequeñecer con palabras simples aquello que es grande por naturaleza, pues el lenguaje debe estar siempre a la altura de la idea que expresa.

21. Sobre las figuras, palabras y frases

Isidoro parte de una idea clave: la variedad del estilo evita la monotonía. Un discurso sin figuras resulta pesado y tedioso. Las figuras de palabras y de frases, en cambio, “elevan y embellecen la conversación”, porque estimulan la atención del oyente y alivian el esfuerzo del orador. De ahí que el arte de hablar bien requiera alternar estructuras y ritmos.

Estas figuras afectan directamente a la forma verbal del discurso:

  • Anadiplosis: repetición de la última palabra de una oración al comienzo de la siguiente. Ej.: “Vive. ¿Vive? Más aún: se atreve a venir al senado”.

  • Clímax o catena: gradación ascendente (“De la inocencia nace la dignidad; de la dignidad, el honor…”).

  • Antítesis: contraposición de ideas opuestas, que da relieve y equilibrio (“Aquí la honestidad, allá el estupro…”).

  • Sinonimia: repetición de una idea con diferentes palabras (“Nada realizas, nada emprendes, nada maquinas”).

  • Antanaclasis: uso de una misma palabra en sentidos distintos o contrarios (“No lo espero; te suplico que esperes”).

  • Antimetabolé: inversión de palabras que cambia el sentido (“No vivo para comer, sino como para vivir”).

  • Paradiástole: redefinir términos que parecen virtuosos, pero esconden vicios (“Sabio en vez de astuto”).

Estas figuras, además de ornamentales, sirven a la precisión semántica y al énfasis moral o argumentativo.

Afectan no solo a las palabras, sino al sentido de la oración completa o al modo de relacionarse con el público. 

Aquí Isidoro amplía enormemente la lista, mostrando su deuda con la Rhetorica ad Herennium y con Cicerón:

  • Sentencia: aforismo general (“Los regalos engendran amigos; la verdad, odios”).

  • Chria: sentencia atribuida a una persona (“Aquiles ofendió a Agamenón al decirle la verdad”).

  • Procatalepsis: anticipación de una objeción (“Si alguno de vosotros se admirara de que…”).

  • Aporía: fingida duda o vacilación (“No sé cómo decirlo…”).

  • Parresía: libertad valiente de expresión (“Maté, pero no a Espurio Melio…”).

  • Etopeya: poner en boca de otro un discurso o pensamiento (Cicerón hace hablar a Apio).

  • Prosopopeya: dar voz a seres inanimados o abstractos (“Si mi patria me hablara…”).

  • Ironía: decir lo contrario de lo que se quiere significar (“Catilina, amante de la república”).

  • Epimone: insistencia repetida de una idea (“¿A quién perdonó alguna vez? ¿A qué amistad fue fiel?”).

  • Peusis: soliloquio, cuando el orador dialoga consigo mismo.

  • Aposiopesis: interrupción súbita del discurso (“A éstos yo... pero ahora importa más apaciguar el oleaje”).

Isidoro también incluye figuras que muestran movimiento del pensamiento, como la energía (vivacidad descriptiva), la metátesis (traslado de la atención al pasado o futuro), o la anámnesis (recuerdo de algo fingido como olvidado).

22. Sobre la dialéctica

San Isidoro define la dialéctica como la disciplina que expone los fundamentos de las cosas, es decir, el arte que permite descubrir y exponer las razones de lo verdadero.

La llama también “lógica”, identificándola con la ars rationis, la facultad racional que enseña a definir correctamente, investigar con método y exponer con orden.

Por ello, dice Isidoro, la dialéctica sirve para distinguir lo verdadero de lo falso mediante la discusión, es decir, mediante el uso del razonamiento argumentativo.

Isidoro reconoce que los primeros filósofos —refiriéndose probablemente a los presocráticos y a Sócrates— usaron la dialéctica en su enseñanza, aunque de modo informal o empírico.

Fue Aristóteles quien, según él, le dio una forma científica y sistemática, estableciendo sus reglas y principios.

El término dialéctica proviene, según Isidoro, del griego διάλεκτος (dialektiké), relacionado con léktos, que significa “lo dicho” o “lo que puede ser expresado”.

Por eso, explica que la dialéctica trata de los enunciados del pensamiento, es decir, de las proposiciones mediante las cuales la razón se manifiesta.

Añade además una idea de orden didáctico:

la dialéctica sigue naturalmente a la retórica, porque ambas pertenecen al trivium (gramática, retórica y dialéctica) y comparten el estudio del lenguaje como instrumento del pensamiento.

Sin embargo, mientras la retórica se ocupa del uso del lenguaje para la persuasión, la dialéctica se orienta al uso del lenguaje para la verdad.

23. Sobre la diferencia entre la dialéctica y la retórica

Isidoro cita al erudito romano Marco Terencio Varrón, quien en su obra De disciplinis había comparado las dos artes con las dos formas de la mano humana:

“La dialéctica y la retórica son lo que en la mano del hombre el puño cerrado y la mano abierta:
la primera concentra las palabras; la segunda, las amplifica.”

Este símil es sumamente expresivo:

  • La dialéctica, como el puño cerrado, condensa el pensamiento y lo reduce a su núcleo esencial. Es el arte de razonar con precisión, definiendo y distinguiendo.

  • La retórica, como la mano abierta, expande el discurso, desplegando las ideas con elegancia y amplitud. Es el arte de comunicar y persuadir.


Isidoro desarrolla la distinción con un criterio doble: funcional y social.

  • Dialéctica: es más sutil, apta para la discusión intelectual y la búsqueda rigurosa de la verdad. Por eso pertenece al ámbito de las escuelas filosóficas, donde se entrena la razón mediante el debate racional.
    → Su meta es el conocimiento.
    → Su virtud es la claridad en el pensamiento.

  • Retórica: es más elocuente, orientada a la enseñanza pública, al discurso en la plaza o en el foro. Por eso su dominio es el ámbito civil y político, donde la palabra persuade a las multitudes o al tribunal.
    → Su meta es la persuasión.
    → Su virtud es el encanto del lenguaje.

Isidoro añade un matiz sociológico interesante:

“La dialéctica encuentra pocos seguidores; la retórica, en cambio, tiene incluso al pueblo bajo por oyente.”

Esto refleja la universalidad práctica de la retórica —más accesible y visible— frente a la exigencia intelectual de la dialéctica, reservada a los sabios y filósofos.

En lo último, Isidoro alude al método habitual de los filósofos antiguos y cristianos:

“Antes de comenzar la exposición de la isagoge (prólogo o introducción), acostumbran los filósofos a formular la definición de la filosofía.”

Esto se refiere a la práctica, derivada de Porfirio y Boecio, de iniciar los tratados filosóficos con una definición general del saber que sirva de fundamento.

Así, antes de tratar la dialéctica y la retórica en detalle, Isidoro recuerda que toda enseñanza filosófica debe comenzar por definir su objeto, para después desarrollar con orden las materias que dependen de él. 

24. Sobre la filosofía

San Isidoro define la filosofía como el conocimiento de las cosas humanas y divinas acompañado del deseo de vivir una vida irreprochable. Con ello une, desde el comienzo, el saber con la moral: no basta con conocer, hay que vivir conforme a la verdad. La filosofía, dice, se compone de ciencia y de opinión. Hay ciencia cuando se conoce algo en su auténtico fundamento; hay opinión cuando la mente no puede llegar a una explicación definitiva. Ejemplos como el tamaño del sol, la forma de la luna o la posición de las estrellas muestran los límites del saber humano y la humildad que el filósofo debe conservar ante el misterio del mundo.

El propio nombre de la disciplina lo explica: en griego, philos significa amor y sophía sabiduría, de modo que la filosofía es el amor a la sabiduría. Es un camino, no una posesión. Este amor se concreta en tres ámbitos: la física o filosofía natural, que estudia la naturaleza; la ética o moral, que trata de las costumbres; y la lógica o racional, que busca la verdad en los principios y en los modos de razonar. Cada una corresponde a una dimensión del alma: el conocimiento de las cosas, la rectitud de la vida y el orden del pensamiento.

Isidoro ofrece además una breve historia de la filosofía. Tales de Mileto, uno de los siete sabios, fue el primero en dedicarse al estudio de la naturaleza, investigando los fundamentos del cielo y las propiedades de las cosas. Platón dividió esa física en las cuatro ciencias matemáticas —aritmética, geometría, música y astronomía—, mientras que Sócrates centró su atención en la ética, buscando la corrección de las costumbres y la vida honesta. A él se deben las virtudes del alma: prudencia, que distingue lo bueno de lo malo; fortaleza, que soporta las adversidades; templanza, que refrena los impulsos; y justicia, que da a cada uno lo suyo. Platón, por su parte, añadió la lógica, ciencia de la razón y del discurso, mediante la cual se profundiza racionalmente en los fundamentos del ser y de la acción.

Isidoro sostiene que las tres partes de la filosofía encuentran también su reflejo en la Sagrada Escritura. La física está en el Génesis y el Eclesiastés, que tratan de la naturaleza del mundo; la ética, en los Proverbios y otros libros sapienciales que enseñan el modo de vida; y la lógica, en el Cantar de los Cantares y los Evangelios, donde se busca y se expresa la verdad. De este modo, la filosofía no se opone a la fe, sino que la sirve y la ilumina.

Otros doctores, recuerda Isidoro, definieron la filosofía como el conocimiento probable de las cosas humanas y divinas en cuanto es posible al hombre; como el arte de las artes y la ciencia de las ciencias; o como la meditación sobre la muerte, definición que él considera la más propia del cristiano, pues el sabio, despreciando las vanidades del mundo, se prepara para la patria celestial. Esta última idea transforma el ideal antiguo de la filosofía como ejercicio intelectual en una preparación moral y espiritual para la eternidad.

Finalmente, Isidoro distingue dos grandes partes de la filosofía: la especulativa y la práctica. La especulativa se divide en tres ramas: la natural, que examina la naturaleza de las cosas creadas; la doctrinal, que estudia la cantidad abstracta mediante las ciencias del número, la forma y el movimiento (aritmética, geometría, música y astronomía); y la divina, que contempla la naturaleza de Dios y las criaturas espirituales. La práctica también se divide en tres: la moral, que regula la vida individual; la económica, que ordena la vida doméstica; y la civil, que rige la vida social y política. Así, el saber filosófico abarca todo: el cielo, la tierra y la conducta humana.

25. Sobre la Isagoge de Porfirio

San Isidoro introduce la Isagoge (Introducción) de Porfirio, texto fundamental en la enseñanza de la filosofía antigua y medieval, especialmente como prólogo al Organon de Aristóteles. La Isagoge servía como puerta de entrada al estudio lógico y ontológico, donde se explicaban las categorías y los principios básicos para definir las cosas. Isidoro la presenta como el primer ejercicio de todo aquel que se inicia en la filosofía, porque enseña el método por el cual se distingue y comprende la esencia de los seres.

Su finalidad, dice Isidoro, es exponer los fundamentos primeros de cualquier cosa mediante definiciones claras y sustanciales. El procedimiento consiste en partir de lo más general —el género— e ir descendiendo hacia lo más particular —la especie y lo propio—, separando cuidadosamente lo común de lo exclusivo. El ejemplo que da es el clásico: “El hombre es un animal racional, mortal, terreno, bípedo y capaz de reír”. Así, se va delimitando progresivamente la esencia humana: primero se lo incluye en el género animal, después se especifica que es terreno, no aéreo ni acuático; se añade la diferencia bípedo, que lo distingue de otros animales; se precisa que es racional, frente a los irracionales, y mortal, a diferencia de los ángeles. Finalmente, se incorpora lo propio del ser humano: su capacidad de reír, atributo que, según la tradición aristotélica, solo pertenece al hombre.

De este modo, Isidoro muestra cómo una definición perfecta debe reunir las notas esenciales que distinguen la naturaleza de una cosa. Aristóteles y Cicerón habían enseñado que toda definición científica debía formarse a partir del género y de la diferencia específica, porque solo así se llega a la comprensión de la esencia. Pero, con el tiempo, otros autores ampliaron el modelo e identificaron cinco elementos de la definición sustancial: el género, la especie, la diferencia, lo propio y el accidente.

El género es el conjunto general al que pertenece algo (animal).

La especie es lo que diferencia a un grupo dentro del género (hombre).

La diferencia señala los rasgos que distinguen esa especie de las demás (racional, mortal).

Lo propio es aquello que pertenece solo a ese ser (capaz de reír).


Y el accidente es lo que puede cambiar sin alterar su esencia (color, educación, tamaño).

Estos accidentes, advierte Isidoro, son mudables con el tiempo, mientras que la definición sustancial permanece. La forma completa, siguiendo su ejemplo, sería: “El hombre es un animal racional, mortal, capaz de reír y capaz del bien y del mal”. Aquí la última expresión introduce un matiz moral, que enlaza con la tradición cristiana: el ser humano, a diferencia de los demás vivientes, posee libertad y responsabilidad ética.

Al final del capítulo, Isidoro recuerda que la Isagoge fue traducida del griego al latín por Mario Victorino, y posteriormente Boecio escribió sobre ella un extenso comentario en cinco libros, que se convertiría en texto fundamental en las escuelas medievales. De hecho, el esquema de los “cinco predicables” (género, especie, diferencia, propio y accidente) se mantendrá como estructura lógica básica en toda la filosofía escolástica.

26. Sobre las categorías de Aristóteles

Siguiendo la tradición que va de Aristóteles a Boecio, Isidoro presenta este sistema como la base de toda comprensión racional de la realidad, porque mediante las categorías el entendimiento ordena y clasifica todo lo que puede decirse o concebirse.

Comienza explicando que las categorías, llamadas en latín praedicamenta, encierran todos los sentidos posibles de una palabra, es decir, los modos en que los términos se aplican a los seres. Distingue tres tipos: equívocas, unívocas y denominativas. Una palabra es equívoca cuando tiene un mismo nombre para realidades distintas, pero con definiciones diferentes —por ejemplo, “león”, que puede significar el animal, una figura pintada o la constelación—. Es unívoca cuando el nombre y la definición coinciden en distintos casos —como “vestidura”, que vale tanto para túnica como para capote—. Y es denominativa cuando un término se deriva de otro por analogía, como “bueno” de “bondad” o “malo” de “malicia”. Esta triple distinción es el punto de partida del análisis lógico, porque enseña cómo los nombres pueden expresar lo mismo, cosas distintas o propiedades derivadas.

A continuación, Isidoro enumera las diez categorías aristotélicas: sustancia, cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, situación, condición (o hábito), acción y pasión. Según él, todo cuanto el hombre puede concebir o decir cae bajo uno de estos diez modos del ser y del decir. La sustancia (ousía) ocupa el primer lugar, porque es aquello que existe por sí mismo, como “un hombre” o “un caballo”. A estas las llama “primeras sustancias”. Las “segundas sustancias”, en cambio, son las especies y géneros a las que pertenecen los individuos, como “hombre” o “animal”. La sustancia, dice Isidoro, “subsiste”, es decir, tiene existencia propia y es el soporte de todo lo demás. Las demás categorías son los accidentes, que dependen de la sustancia y en ella residen.

La cantidad indica medida o extensión, como largo o corto; la cualidad expresa el modo de ser, como blanco, negro, sabio o ignorante; la relación establece una correspondencia entre dos cosas, como padre e hijo, señor y siervo, que existen simultáneamente y no una sin la otra. El lugar indica la posición espacial (“en el foro”, “en la plaza”), y el tiempo señala el momento (“ayer”, “hoy”). La situación o situs proviene de positio, e indica la disposición del cuerpo, si está de pie, sentado o acostado. La condición o hábito deriva del verbo habere (“tener”), e incluye tanto posesiones materiales como cualidades internas: tener fuerza, tener ciencia, tener un vestido. La acción y la pasión representan los dos últimos modos: una se refiere al obrar (“yo escribo”) y la otra al padecer (“me escriben”).

Isidoro observa que estas diez categorías abarcan todo el ámbito de la realidad inteligible. De hecho, ofrece un ejemplo donde todas se incluyen en una sola oración: “Agustín, gran orador, hijo suyo, estando en el templo, hoy adornado, disputando se fatiga”. En ella se hallan la sustancia (“Agustín”), la cualidad (“gran orador”), la relación (“hijo suyo”), el lugar (“en el templo”), el tiempo (“hoy”), la situación (“estando”), el hábito (“adornado”), la acción (“disputando”) y la pasión (“se fatiga”). La sustancia, en este caso el sujeto, es el soporte de todas las demás determinaciones.

Para Isidoro, los accidentes no existen por sí mismos, sino en un sujeto que los sostiene; son, como dice, “cosas que se colocan encima de la sustancia”. De esta distinción fundamental entre sustancia y accidente nace la estructura ontológica y lógica del pensamiento clásico. Algunos accidentes —como la cantidad, la cualidad y la situación— son connaturales a la sustancia, pues no pueden existir sin ella; otros, como el lugar, el tiempo y el hábito, son externos o independientes; y algunos, como la relación, la acción y la pasión, son intermedios, ya que afectan tanto al sujeto como a lo que lo rodea.

Finalmente, Isidoro explica el motivo del nombre “categorías”: proviene de katēgorein, “afirmar o predicar”, porque no pueden conocerse sin referirse a un sujeto del que se predican. No se puede comprender qué es un hombre si no hay un hombre concreto que sirva de ejemplo. Con esta observación, vincula la teoría lógica con la experiencia sensible: las categorías no son meras abstracciones, sino modos de captar y expresar el ser real.

27. Sobre las Perihermeneias

San Isidoro de Sevilla resume el contenido del tratado Perihermeneias (Περὶ ἑρμηνείας, De interpretatione) de Aristóteles, una de las piezas fundamentales del Organon, es decir, del conjunto de obras lógicas del filósofo. El texto trata sobre la relación entre el pensamiento, el lenguaje y la verdad, mostrando cómo los signos verbales expresan los juicios que se forman en la mente. Isidoro presenta el tratado como una obra de enorme sutileza intelectual, hasta el punto de que la tradición —dice él— afirmaba que “Aristóteles mojaba la pluma en su inteligencia” al escribirlo.

Comienza señalando que todo lo que puede expresarse con una sola palabra pertenece a dos categorías fundamentales: el nombre y el verbo. Ambos son los instrumentos con los que la mente comunica lo que concibe, pues “toda elocución es la interpretación de lo pensado”. Con ello introduce una idea esencial de la lógica aristotélica: el lenguaje no es un simple conjunto de sonidos, sino la manifestación externa del pensamiento, un medio para hacer visible lo invisible del entendimiento.

El título griego Perihermeneias significa precisamente “acerca de la interpretación”. Aristóteles lo empleó para designar el estudio de las proposiciones y su estructura. En el lenguaje humano, la mente se expresa por medio de afirmaciones y negaciones, llamadas en griego katáphasis y apóphasis. Así, cuando decimos “el hombre corre”, formulamos una afirmación; cuando decimos “el hombre no corre”, expresamos una negación. En esta distinción entre afirmar y negar se encuentra el fundamento de toda lógica, porque de ella nacen la verdad y la falsedad, y, por tanto, el razonamiento.

Isidoro enumera las siete especies o elementos básicos que Aristóteles analiza en este tratado:

  1. el nombre,

  2. el verbo,

  3. la oración,

  4. el enunciado,

  5. la afirmación,

  6. la negación, y

  7. la contradicción.

El nombre es una palabra significativa por convención humana, sin referencia al tiempo y con sentido por sí sola, como “Sócrates”. El verbo, en cambio, implica siempre un tiempo —presente, pasado o futuro— y expresa una acción o estado referido a un sujeto, como “piensa” o “disputa”. La oración es una combinación de palabras que tiene significado completo, por ejemplo: “Sócrates disputa”. Pero no toda oración tiene valor lógico; solo la oración enunciativa o proposición es aquella que afirma o niega algo, como “Sócrates existe” o “Sócrates no existe”.

La afirmación se da cuando se predica algo de un sujeto, mientras que la negación excluye algo de él. La contradicción surge de la oposición entre ambas: si una es verdadera, la otra necesariamente es falsa. Por ejemplo, las proposiciones “Sócrates disputa” y “Sócrates no disputa” no pueden ser verdaderas al mismo tiempo. En esta observación sencilla se encuentra el principio lógico de no contradicción, base de toda deducción racional.

Isidoro no desarrolla aquí los análisis más técnicos del tratado, pero señala que Aristóteles los examina con precisión extrema, dividiendo y subdividiendo cada término. A su juicio, bastan las definiciones generales para los principiantes, pues quien quiera entender a fondo estas cuestiones debe acudir directamente a la obra del Estagirita. Sin embargo, destaca su utilidad práctica: las Perihermeneias son el fundamento de la Analítica, porque los silogismos —las formas de razonamiento— se construyen a partir de estas proposiciones afirmativas y negativas. Sin la claridad en la definición y oposición de los enunciados, no sería posible el razonamiento deductivo.

28. Sobre los silogismos dialécticos

San Isidoro aborda el tema de los silogismos dialécticos, es decir, el arte del razonamiento lógico tal como fue elaborado por Aristóteles y transmitido por los autores latinos, especialmente Boecio, Apuleyo y Mario Victorino. Con él se cierra la parte estrictamente lógica del Libro II de las Etimologías, donde Isidoro muestra cómo las reglas del pensar permiten distinguir lo verdadero de lo falso y refutar el error mediante argumentación correcta.

Explica primero que los silogismos dialécticos son los razonamientos que revelan la utilidad de la lógica, porque permiten alcanzar la verdad sin caer en engaños o sofismas. Su fin no es la disputa vacía, sino la búsqueda de la verdad por medio de conclusiones necesarias. Gracias a ellos, el adversario no puede sorprender con argumentos falsos, pues todo silogismo bien formado parte de premisas ordenadas y llega a una conclusión que se sigue de modo racional.

Isidoro distingue dos grandes tipos: los silogismos categóricos (o predicativos) y los hipotéticos (o condicionales). Los primeros afirman o niegan algo directamente; los segundos establecen relaciones condicionales (“si… entonces…”). Dentro de los categóricos, resume tres grandes figuras o fórmulas, cada una con varios modos de razonamiento, que se diferencian por el tipo de proposiciones que las componen (universales o particulares, afirmativas o negativas).

En los silogismos categóricos, explica que la primera figura es la más directa, porque de premisas universales se extraen conclusiones también universales. Por ejemplo: “Todo lo justo es honesto; todo lo honesto es bueno; luego todo lo justo es bueno”. 

Esta estructura corresponde al razonamiento perfecto de Aristóteles. Otras combinaciones permiten obtener conclusiones negativas o particulares, según cambien las premisas. Así, de una universal afirmativa y una universal negativa se obtiene una universal negativa (“Todo lo justo es honesto; nada honesto es torpe; luego nada justo es torpe”). O de una particular y una universal positivas, se infiere una particular positiva (“Algo justo es honesto; todo lo honesto es útil; luego algo justo es útil”). Cada modo muestra una variación formal del mismo principio: cuando las premisas son verdaderas y la forma es válida, la conclusión es necesariamente cierta.

La segunda figura agrupa cuatro modos en los que la conclusión suele ser negativa, ya que en ella la premisa media se coloca como predicado en ambas proposiciones. Por ejemplo: “Todo lo justo es honesto; nada torpe es honesto; luego nada torpe es justo.” Y la tercera figura, con seis modos, permite conclusiones particulares a partir de distintas combinaciones de proposiciones. Isidoro resume estos esquemas sin entrar en tecnicismos, pero muestra que la lógica aristotélica ya era conocida en su estructura completa dentro de las escuelas cristianas tardoantiguas.

A continuación, trata los silogismos hipotéticos, que expresan relaciones condicionales y disyuntivas. Estos tienen siete modos básicos, ilustrados con ejemplos muy sencillos:
— “Si es de día, hay luz; es de día; luego hay luz.”
— “Si es de día, hay luz; no hay luz; luego no es de día.”
— “No puede ser de día y no haber luz; es de día; luego hay luz.”
— “O es de día o es de noche; es de día; luego no es de noche.”
— “O es de día o es de noche; no es de noche; luego es de día.”
— “No puede ser de día y no haber luz; es de día; luego no es de noche.”
— “No puede ser de día y de noche; no es de noche; luego es de día.”

Estos ejemplos, aunque elementales, reflejan el paso de la lógica del juicio a la lógica de la consecuencia, es decir, a la deducción condicional. Isidoro recomienda leer a Mario Victorino, quien había escrito un tratado sobre los silogismos hipotéticos, como complemento práctico para quien desee comprenderlos con mayor amplitud.

29. Sobre la doctrina de las definiciones extraída del libro de Mario Victorino

San Isidoro resume la doctrina de las definiciones según el filósofo latino Mario Victorino, continuando su exposición del arte lógico. Si los capítulos anteriores trataban de las categorías, los enunciados y los silogismos, aquí se detiene en la definición, es decir, en el modo en que la razón determina con precisión qué es una cosa. Para Isidoro, definir es una de las tareas más nobles del entendimiento humano, pues solo quien puede dar razón de algo —decir qué es, cómo es y de qué está compuesto— ha alcanzado conocimiento verdadero.

Explica primero que la definición es una oración breve que expresa, con palabras apropiadas, la naturaleza de una cosa concreta, distinguiéndola de lo común a otras. Su finalidad es aislar lo esencial, lo que constituye la ousía (sustancia) del ser definido. Luego presenta una clasificación de quince tipos de definiciones, según el modelo que Victorino había derivado de la tradición aristotélico-escolástica. No todas son “definiciones” en sentido estricto —algunas son explicaciones, perífrasis o comparaciones—, pero todas sirven para aclarar la naturaleza de una cosa.

La primera y principal es la definición sustancial (ousiódes), la única que merece con propiedad tal nombre, pues explica la esencia de un ser. Así, “el hombre es un animal racional, mortal, capaz de sentimientos y de disciplina”: una fórmula que combina género y diferencia para llegar a lo que le es exclusivo. La segunda es la definición nocional (ennoematiké), que ofrece una idea aproximada, no la esencia: “El hombre es el ser que, por su razón, está por encima de los demás animales”. Aquí no se dice qué es el hombre, sino cómo obra; es una vía de acceso indirecto al conocimiento de su naturaleza.

La tercera es la definición cualitativa (poiótes), que describe la índole o capacidad de algo: “El hombre es el ser que usa la inteligencia y elige, por conocimiento, lo que debe hacer”. La cuarta es la definición descriptiva (hypographiké), más propia de la retórica que de la dialéctica, que define por medio de una descripción o perífrasis. Por ejemplo: “Lujurioso es quien busca manjares caros, ávido de placeres e inclinado a la lascivia”. Esta forma se utiliza para representar costumbres, vicios o virtudes.

La quinta es la definición por sinonimia o equivalencia verbal (katà antílexin), que explica una palabra mediante otra de igual significado: “Enmudecer es callar”, “término es fin”. La sexta, la definición por diferencia (katà diaphorán), aclara algo distinguiéndolo de lo que se le opone o se le asemeja: “El rey es moderado y justo; el tirano, impío y cruel”. La séptima, por metáfora o traslación (katà metaphorán), usa una imagen o analogía poética: “El litoral es el lugar donde se burlan las olas”. Puede emplearse con fines morales o estéticos, como observación, alegoría o censura: “Las riquezas son el largo viático de una vida corta”.

La octava definición es la negativa o por privación del contrario (katà aphairesin tou enantiou): “Bueno es lo que no es malo”, “justo es lo que no es injusto”. Sirve cuando lo opuesto ya es conocido, porque define por exclusión. La novena, por representación individual (katà hypotyposin), se aplica a personas concretas: “Eneas es hijo de Venus y de Anquises”. En este caso, la definición equivale a una presentación o retrato. La décima es por analogía (katà analogían): se aclara una cosa mediante una semejanza con otra mejor conocida, como cuando se dice: “El animal es como el hombre”, usando el ejemplo humano para ilustrar lo que se pregunta.

El undécimo tipo es por defecto o carencia de perfección (kat’ elleipes), que define algo incompleto mediante la alusión a lo que le falta: “Un tercio de as es aquello a lo que le faltan dos partes para ser un as entero”. El duodécimo es por alabanza o censura (katà epainon o psógon): “La ley es la mente y el consejo de la ciudad”; o, en tono opuesto, “La esclavitud es el peor de los males”. En ambos casos, la definición se convierte en juicio de valor. La decimotercera es relacional (katà to prós ti), que define algo en función de otro ser: “Padre es quien tiene un hijo”, “Señor es quien posee un esclavo”. La decimocuarta es por límite o extensión (katà tón hóron): “Género es aquello que abarca muchas partes; parte es aquello que está contenido en el género”. Y la decimoquinta es por causa o disposición de la cosa (katà aitiologían): “Día es el sol sobre las tierras; noche, el sol bajo las tierras”.

Tras enumerarlas, Isidoro aclara que todas estas formas de definición están relacionadas con los tópicos (Topica), porque sirven de punto de partida para los argumentos y son fuentes de razonamiento en la dialéctica. Definir correctamente es el primer paso para argumentar correctamente. La definición, en efecto, es la raíz de toda ciencia, porque delimita con precisión el objeto del conocimiento. Así, el arte de definir se convierte en el arte de pensar, y el pensamiento, en reflejo del orden con que Dios ha dispuesto las cosas.

30. Sobre los topicos

San Isidoro aborda la doctrina de los tópicos (topica), es decir, los “lugares comunes del razonamiento”, siguiendo la tradición de Aristóteles y Cicerón. El término tópico proviene del griego tópos, que significa “lugar”, y designa el sitio mental del que se extraen los argumentos. Así, el arte de los tópicos es la disciplina que enseña a encontrar argumentos, tanto en la filosofía como en la retórica y el derecho. En palabras de Isidoro, es el arte de hallar las razones que sustentan una afirmación o una refutación.

Comienza explicando que los tópicos se dividen en tres grandes clases, según el origen del argumento:

  1. los que se encuentran en la cosa misma de la que se trata;

  2. los que provienen de sus efectos o relaciones;

  3. los que se derivan de hechos exteriores al objeto.

De los argumentos que están “en la cosa misma”, algunos proceden del todo, otros de una parte, y otros de una característica. Por ejemplo, un argumento derivado del todo es aquel que usa la definición esencial: “La gloria es una fama ilustre ganada por grandes méritos”, dice Cicerón. Un argumento “de la parte” es aquel que se basa en un aspecto o acción particular: quien se defiende puede negar el hecho o alegar que lo hizo conforme a la ley. Y uno “de una característica” se apoya en un rasgo propio o distintivo, como cuando Cicerón ironiza sobre Pisón diciendo: “Yo buscaba un cónsul, pero hallé un capón”, jugando con el sentido vital de la palabra.

A continuación, Isidoro trata los argumentos derivados de los efectos, que son catorce. Son los lugares más fértiles para la invención dialéctica, y provienen de la analogía, el género, la especie, la semejanza, la diferencia, los contrarios, las consecuencias, los antecedentes, lo incompatible, la hipótesis, la causa, los efectos, la comparación y otros.

— El argumento de la analogía consiste en crear un nuevo sentido a partir de una relación verbal o conceptual: de “saltear” se forma “salteador”, o de “barrer” se dice metafóricamente que Verres “barrió la provincia”.
— El argumento del género generaliza a partir de un tipo: “La mujer siempre es voluble”, dice Virgilio, ejemplificando un juicio de género.
— El argumento de la especie hace lo contrario, aplicando una afirmación general a un caso particular, como en “el pastor frigio penetra en Lacedemonia”.
— El argumento de semejanza compara hechos análogos; el de diferencia, distingue lo que no puede equipararse: “No ves los caballos de Diomedes ni el carro de Aquiles”.
— El argumento de los contrarios contrapone ideas opuestas, como en Virgilio: “¿Pretendes que las naves hechas por mortales sean inmortales?”.
— Los argumentos de los consiguientes y de los antecedentes se basan en la relación causal: del primero, “No hay en nuestro espíritu tanta violencia, porque somos hombres vencidos”; del segundo, “Quien no vaciló en manifestar lo que pensaba, no dudó en actuar”.
— El argumento de lo incompatible demuestra por contradicción: “¿Cómo puede querer matarte quien ha recibido de ti los mayores honores?”.
— El hipotético considera lo que podría suceder a partir de un hecho dado, mientras que el de la causa se apoya en lo que suele suceder naturalmente: “Desconfío de ti, porque los esclavos suelen engañar”.
— El argumento del efecto muestra la consecuencia visible de una causa invisible: “El temor revela los espíritus cobardes”.
— Y el argumento por comparación establece un paralelismo entre personas o hechos: “Tú pudiste salvar a Eneas de los griegos; ¿y me reprochas que ayude a los rútulos?”.

Después de estos catorce, Isidoro expone la tercera gran clase: los argumentos externos o atéchnoi, literalmente “sin arte”. Estos no provienen del ingenio lógico, sino de pruebas concretas, especialmente el testimonio, que se basa en hechos reales y verificables. Distingue cinco tipos de testimonio:

  1. el de una persona íntegra;

  2. el de la naturaleza, que actúa como fuente de autoridad moral;

  3. el de las circunstancias temporales (edad, fortuna, ingenio, costumbre, necesidad, azar, etc.);

  4. el de los antepasados, basado en ejemplos históricos;

  5. y el de la tortura, considerado prueba forzada, pero aceptada en la jurisprudencia antigua.

Isidoro insiste en que no toda persona puede ser testigo válido: solo aquella que goza de crédito por su virtud y costumbres. De igual modo, recuerda que la naturaleza misma ofrece autoridad —por ejemplo, la evidencia de las causas naturales o la fuerza de la necesidad—, y que el ejemplo de los antiguos confiere peso moral al discurso. En todos estos casos, el testimonio tiene por finalidad persuadir.

Finalmente, concluye destacando el carácter universal del arte tópica: los tópicos son útiles para oradores, filósofos, poetas y juristas. Cuando se aplican a hechos concretos, sirven al derecho y a la retórica; cuando se formulan de manera general, pertenecen a la filosofía. Su valor, dice, es admirable, porque reúnen en un solo cuerpo “todo lo que la agudeza humana puede descubrir en la investigación intelectual”. En otras palabras, el sistema de los tópicos organiza el campo entero del pensamiento racional: cualquier razonamiento humano, si se examina con cuidado, puede remitirse a alguno de estos lugares de argumentación.

31. Sobre los opuestos

San Isidoro trata la doctrina aristotélica de los opuestos (antikeímena), es decir, de las formas fundamentales de contrariedad que pueden existir entre los seres, los conceptos o las proposiciones. Siguiendo a Aristóteles, explica que no todo lo que se opone es necesariamente contrario, aunque todos los contrarios sí se oponen. La oposición —dice— puede adoptar distintas formas, y conocerlas permite pensar con precisión, evitar confusiones lógicas y distinguir entre los modos en que la realidad se contrapone a sí misma.

Expone que existen cuatro géneros de contrarios (antikeimena), cada uno con su propia naturaleza.

El primer género es el de los contrarios propiamente tales, llamados por Cicerón distincta. Estos se oponen entre sí sin estar contenidos uno en el otro. Ejemplo clásico: sabiduría y necedad. Este tipo de oposición, dice Isidoro, puede presentarse de tres maneras:
— unas cosas poseen término medio entre los contrarios, como blanco y negro, entre los que se encuentra el color pálido o moreno;
— otras carecen de término medio, como salud y enfermedad, donde necesariamente se da una o la otra;
— y otras, aunque tienen un término medio, éste carece de nombre propio, como entre feliz e infeliz, cuyo punto medio sería no feliz.
Así, en el primer género la contrariedad se da en el orden de la cualidad, pero no siempre con la misma estructura.

El segundo género es el de los relativos, en los que los términos opuestos se refieren mutuamente. Se oponen no por naturaleza contraria, sino por correlación. Ejemplo: doble y simple, mayor y menor, padre e hijo. En estas oposiciones, uno de los términos implica necesariamente al otro: no puede existir “mayor” sin “menor”, ni “mitad” sin “doble”. En este caso —explica Isidoro— lo opuesto está de algún modo incluido en su oponente, pues el concepto de “medio” sólo tiene sentido en relación con el “doble”. Por el contrario, entre justicia e iniquidad no hay tal inclusión: la una no presupone a la otra, sino que la excluye por completo.

El tercer género de oposición es el de la privación y posesión (stéresis y héxis), que Cicerón traduce como “privatio”. Esta clase de oposición muestra la pérdida de algo que antes se tuvo o que, por naturaleza, se debería poseer. Tiene tres especies:
— “en la cosa”, como ceguera y visión;
— “en el lugar”, cuando se señala el órgano donde se da la privación, como en los ojos para la visión o la ceguera;
— y “en el momento oportuno”, cuando no puede hablarse propiamente de privación, porque aún no existía la posibilidad de poseer lo perdido, como cuando se dice que “un niño es desdentado”: no puede considerarse privado de dientes quien todavía no los ha tenido.

En este género, la oposición consiste en la carencia de una forma que, en otros, sería natural o debida.

El cuarto género de oposición es el de la afirmación y la negación, que constituye la forma más extrema y absoluta del contraste lógico. Ejemplo: “Sócrates expone” y “Sócrates no expone”. Aquí, los dos miembros no pueden existir simultáneamente ni admitir una tercera posición: es lo que los dialécticos llaman valde oppositum, la oposición pura, sin intermedio posible. En cambio, en los otros géneros sí puede darse un punto medio o un estado intermedio: entre blanco y negro, el pálido; entre mucho y poco, el mediano; entre visión y ceguera, el tracoma. Pero entre afirmar y negar no existe término medio posible: una proposición no puede ser verdadera y falsa a la vez.

Conclusión

El Libro II de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla ofrece una admirable síntesis del saber lógico y retórico heredado de la Antigüedad, adaptado al espíritu cristiano. En él, el autor muestra cómo la palabra —ya sea en su dimensión persuasiva (retórica) o racional (dialéctica)— constituye el instrumento por excelencia del pensamiento humano. Desde las figuras del discurso hasta los silogismos, las definiciones, los tópicos y los opuestos, Isidoro enseña que hablar y razonar correctamente no es solo un arte técnico, sino un camino hacia la verdad y la virtud. La retórica ordena el decir; la dialéctica, el pensar; y ambas, unidas, orientan la mente hacia el conocimiento de las cosas humanas y divinas, cumpliendo así el ideal de la filosofía como “amor a la sabiduría”.

domingo, 5 de octubre de 2025

Giordano Bruno - Sobre los vínculos en general (1590)

Podríamos decir que esta es una continuación de lo que fue la obra antecesora: De la Magia, pues veremos elementos idénticos como ya lo advierte la obra: los vínculos. Es decir, aquí veremos un tratado definitivo sobre lo que significa la palabra vínculo viéndolo desde una perspectiva particular a una general. Sin embargo, cabe mencionar que lamentablemente, este texto no nos llegó de forma concluida. Su final es abrupto, pero nos deja una idea general de lo que nos quiso decir el nolano. Vamos con la última obra de Giordano Bruno. 

DE LOS VÍNCULOS EN GENERAL

Para comenzar, Giordano Bruno nos dice que los vínculos pueden encontrarse de muchas formas, ya sea que los hombres los utilicen o sean ellos mismos los vínculos. 

Bruno plantea que las fuerzas que ligan están presentes en el universo de manera universal. Estas fuerzas se vinculan con conceptos como Dios, el Diablo, el Alma, el Ser animado, la Naturaleza, la Suerte, la Fortuna y, finalmente, el Destino. Cada uno de estos elementos representa una forma de vinculación cósmica o existencial, sugiriendo que el universo está tejido a través de relaciones que no son meramente físicas o materiales, sino también espirituales o metafísicas.

Describe cómo estas fuerzas no solo afectan el universo físico, sino que también influyen en la mente y el alma. Cita a los platónicos, quienes ven estas fuerzas como fuerzas ordenadoras, que dan forma y coherencia a la mente, a través de las ideas, y al alma, a través de su capacidad para organizar y dirigir los pensamientos. La "luz" se convierte en un símbolo de la energía y la purificación, sugiriendo que la luz no solo ilumina, sino que también ordena y vitaliza la realidad misma.

Todos pueden quedar ''vinculados'' unos más que otros, ya sean hombres ingeniosos u obtusos, incluso las bestias. Por ejemplo una libido estacionada estimula solo por el impulso natural al hombre obtuso, además de todo tipo de cosas que no tengan una delicadeza fina. 

Si un hombre siente que son varias cosas lo que lo cautivan, más serán también el numero de personas que lo cautiven. Uno podría ser el vínculo de la belleza, en efecto, hay muchas personas que se ven atraídas por distintas bellezas. No hay una belleza única, pues la naturaleza no ha querido que esto sea así. De esta forma, la bondad y otros vínculos se verían distribuidos mediante la materia. 

No obstante, los vínculos también desaparecen. Hay veces que a una misma persona le deja de interesar otra porque el vínculo que los unía ya no existe. Así, una muchacha no tiene interés en un niño una vez que ha llegado a la etapa adulta. Por otro lado, también existen vínculos que obsesionan como los que hace cupido, quien sea ''flechado'' no parará en su vínculo con la otra persona aunque esta no se la corresponda. 

El único que sabe vincular es el que penetra en la razón de todo, en la naturaleza, en la disposición, en la inclinación o aptitud. Por esta razón, es imposible que alguien o algo pueda reunir todos los vínculos en uno solo. Todos son variados y llaman la atención desde distintos puntos de vista. En consecuencia, es imposible discernir sobre la razón de la belleza y de todos los vínculos. 

Predisposiciones

Bruno establece tres vías fundamentales por las cuales el vinculante opera: orden, medida y aspecto. El orden configura la relación entre las partes, dictando la disposición lógica y estructural de los elementos; la medida se refiere al perfil cuantitativo, es decir, a las proporciones y relaciones de tamaño, cantidad o intervalo, mientras que el aspecto está relacionado con la forma y la apariencia de las cosas, ya sea en términos visuales (figuras, colores) o auditivos (tonalidad, ritmo, etc.).

En el contexto de la música y el canto, por ejemplo, Bruno utiliza el orden para referirse a las progresiones de notas musicales (ascensos y descensos en el tono), la medida en cuanto a las distancias entre notas (terceras, cuartas, quintas, etc.), y el aspecto de la melodía, en términos de su suavidad y claridad. Este esquema refleja una visión del universo como algo estructurado en base a principios ordenados y proporcionados, tanto a nivel físico como metafísico.

El alma tiene predisposición a formar vínculos, pero también está influenciada por las disposiciones del cuerpo. El alma busca relaciones no solo entre almas, sino también a través del cuerpo, en una búsqueda de "disfrute corporal". Sin embargo, la gracia que emana de los gestos y disposiciones corporales puede llevar al alma a una unión más vigorosa con otro alma, fomentando una relación más profunda y significativa.

La adulación o el encubrimiento de defectos, pueden operar como formas de vínculo. Los aduladores crean lazos al resaltar virtudes modestas, excusar errores o justificar acciones. Sin embargo, esto es visto como un vínculo superficial, pues une a personas poco perspicaces. El hecho de ser amado u honrado ya es signo de una superioridad cualitativa, y por lo tanto se convierte en un criterio de vinculación.

Bruno plantea una paradoja interesante: quien vincula también resulta vinculado. El acto de unir a otros genera en el vinculante un “sabor de gloria”, una alegría que lo liga al objeto de su acción. Los vencedores, por ejemplo, alaban sus victorias y se engañan creyendo dominar todo, cuando en realidad también están ligados a lo que han conquistado. En lo afectivo, amar liga tanto al amante como al amado. Bruno incluso alerta contra una vileza: no corresponder con gratitud al alma que ama, especialmente si esta es noble y virtuosa.

Bruno distingue dos géneros de vínculos:

  1. Los que aspiran a lo bello, bueno y digno.

  2. Los que, a través de la fuerza, dominan lo útil y lo necesario.

Ambos tienen un origen común: el deseo de apropiarse de lo que parece mejor. El primero es superior, porque se dirige a lo noble sin carencia; el segundo, porque busca aquello que falta. Bruno señala que incluso los vínculos simples siempre implican una cierta proporcionalidad y adecuación, y añade que su eficacia es a menudo mayor en la fantasía y en la opinión que en la pura razón.

Bruno reconoce la dificultad (incluso para los sabios) de explicar por qué ciertos vínculos se producen. Denuncia la insuficiencia de explicaciones basadas en analogías o semejanzas genéricas. Señala cómo un hombre puede odiar lo que otro ama, aunque sean compañeros de destino o de especie. También reflexiona sobre la diferencia entre hombres y mujeres, jóvenes y viejos, etc., lo cual muestra la variabilidad de las inclinaciones. Critica explicaciones superficiales como “devoción” y prefiere referirse a la potencia misteriosa de los encantamientos, es decir, de fuerzas ocultas.

Bruno observa que los vínculos se sostienen más en el arte y artificio que en la fuerza bruta. Así como un adulador convence con facilidad a un ignorante, el vinculante hábil sabe empujar las cosas en la dirección en que ya están inclinadas. De ahí la metáfora del cilindro que se mueve de acuerdo a sus lados redondeados y no por los vértices: vincular es aprovechar la disposición natural, no ir contra ella. 

El vinculante dispone de tres tipos de armas:

  1. Internas (naturales o esenciales): provienen de la especie y se potencian con lo adquirido, como la sabiduría, la sagacidad o el arte.

  2. Externas: dependen de la fortuna, la necesidad, el azar, es decir, de lo que sobreviene al individuo.

  3. Superiores: derivan del destino, de la naturaleza en su conjunto y del favor de los dioses.

Esto refleja la idea renacentista de que los vínculos operan en varios niveles: el interior del alma, la circunstancia externa y las fuerzas cósmicas.

Inestabilidad

Los vínculos, dice Bruno, son inestables. Como sucede con el placer del comer o del acto sexual, los lazos se intensifican y se debilitan, nunca permanecen idénticos ni en magnitud ni en duración. Por ello, el buen vinculante debe actuar con previsión y sentido del tiempo oportuno (kairos): saber cuándo lanzar el vínculo, cuándo apretarlo y cuándo cerrarlo. Aquí Bruno introduce una dimensión casi táctica del vínculo, que requiere anticipación y rapidez de acción.

Bruno afirma que los vínculos son sutiles y fugaces, sujetos a cambios constantes. Para ligarlos, el vinculante debe tener “ojos” atentos, capaces de percibir la transformación de la forma y su ritmo. Utiliza el mito de Tetis y Peleo: así como Tetis cambiaba de forma para escapar, el objeto del vínculo se metamorfosea; el vinculante debe anticipar esos cambios y adaptarse. Lo mismo ocurre en las pasiones: de la ira se pasa a la tristeza, de la tristeza al amor, y así sucesivamente. El arte del vínculo consiste en captar la secuencia de formas y aprovechar la disposición presente.

El alma no queda ligada si no ha sido previamente “arrebatada”. El vínculo no se impone, sino que ocurre cuando el alma se siente movida por conocimiento, deseo o percepción. No basta el apetito o la mera atracción sensible: se requiere un conocimiento maduro, aunque no siempre se sepa identificar de manera consciente qué dato o impresión produjo esa conmoción. Por eso Bruno distingue entre un conocimiento racional y una conmoción emotiva: el vínculo puede nacer tanto de un juicio como de una impresión afectiva difícil de definir.

El vinculante es un cazador que ataca al alma a través de tres puertas principales:

  1. La vista, mediante forma, gesto, movimiento, figura.

  2. El oído, mediante la voz, el canto, la elocuencia.

  3. La mente e imaginación, a través de las artes, la razón y las representaciones.

Si logra abrir paso por estas tres, dice Bruno, el vínculo se estrecha y se vuelve riguroso. Describe un proceso: primero se da la entrada, luego el contacto, después el vínculo y finalmente la atracción. Se trata de una dinámica progresiva donde la percepción sensible va abriendo cada vez más la interioridad del alma.

En este marco, Bruno explica también los vínculos de atracción recíproca, es decir, aquellos en que ambas partes se sienten ligadas mutuamente, comparando esto con fenómenos naturales o mágicos (el canto del gallo que ahuyenta al león, el mújol que bloquea la nave, el sapo que atrae a la garduña, etc.). Estas analogías refuerzan la idea de que el vínculo no es solo psicológico o social, sino cosmológico, inscrito en una red de simpatías y antipatías universales.

A continuación, Bruno nos muestra la lista de treinta fuerzas vinculantes

1–10: Factores formales y naturales

  1. Aspecto: lo visible, la apariencia, la forma sensible.

  2. Efecto: lo que produce huella en el alma.

  3. Arte: los artificios humanos que persuaden o atraen.

  4. Número: la proporción cuantitativa, armonías matemáticas.

  5. Escala: gradaciones o jerarquías de intensidad en el vínculo.

  6. Multitud: fuerza del grupo, masa o repetición.

  7. Genio: la inclinación natural o el carácter propio.

  8. Facultad: capacidades específicas (memoria, entendimiento, voluntad).

  9. Coincidencia de contrarios: atracción por oposición, paradojas que ligan.

  10. Diversidad: variedad que estimula el interés y la unión.


11–20: Condiciones de mediación y circunstancia

  1. Mediación: el intermediario que facilita el vínculo (persona, cosa, símbolo).

  2. Favor o concurso de las circunstancias: el azar o la oportunidad propicia.

  3. Medios: instrumentos o canales concretos para ligar.

  4. Oportunidad: el momento adecuado (kairos).

  5. Diferencia: aquello que distingue y atrae por contraste.

  6. Diversidad de aptitudes: talentos complementarios que crean unión.

  7. Ubicación: el lugar físico o contexto espacial que favorece el vínculo.

  8. Predisposición: disposición interna, inclinación previa del alma.

  9. Diversidad de predisposiciones: variedad de disposiciones que se ajustan entre sí.

  10. Condición: estado particular (salud, ánimo, posición) que abre o cierra la posibilidad de ligarse.



21–30: Dinámicas prácticas y psicológicas

  1. Reacción: respuesta del otro frente al vínculo.

  2. Distinción: discernimiento que refuerza el valor de lo ligado.

  3. Ceguera o ignorancia: vínculos que se producen sin saber por qué.

  4. Laboriosidad: esfuerzo del vinculante para conocer y aplicar el arte de ligar.

  5. Armas: recursos internos, externos o superiores para conquistar el alma.

  6. Vicisitudes: cambios, fluctuaciones e inestabilidad de los vínculos.

  7. Ojos: perspicacia para captar las transformaciones del objeto.

  8. Astucias: estrategias y ardides para vencer resistencias.

  9. Escalas: gradación de pasos hacia el vínculo (percepción → conocimiento → conmoción → unión).

  10. Puertas: entradas sensibles e intelectuales (vista, oído, imaginación).

Algunas son ontológicas (aspecto, número, coincidencia de contrarios), otras psicológicas (predisposición, facultad, reacción), otras estratégicas (armas, astucias, oportunidad), y otras cósmicas (destino, circunstancias). Todas juntas muestran cómo el vínculo no es un fenómeno simple, sino un entramado donde se cruzan naturaleza, arte, azar y voluntad.

Vinculables en general

En torno a Dios, concebido como naturaleza universal, centro del macrocosmos o bien absoluto, giran cuatro realidades en movimiento eterno: la mente, el alma, la naturaleza y la materia. Cada una tiene un modo distinto de ser estable o móvil: la mente es estable por sí misma, el alma es móvil, la naturaleza es mixta (en parte estable y en parte móvil) y la materia es totalmente móvil y estable a la vez.

Toda cosa susceptible de vínculo siente, de alguna manera, en su sustancia, hacia dónde se inclina. Esa disposición se manifiesta en una especie de conocimiento interno y en un impulso. Bruno lo compara con el imán que atrae o repele según el género de los objetos. Así, quien desea vincular debe seguir el “sentido” de lo que quiere ligar, porque en realidad el vínculo acompaña a la naturaleza de las cosas, del mismo modo que la sombra acompaña al cuerpo.

Bruno establece una jerarquía. Los hombres son más vinculables que las bestias, pero los hombres bestiales no son aptos para los vínculos heroicos. Los filósofos, al tener mayor claridad de alma, son capaces de vínculos superiores, mientras que el vulgo se subordina a vínculos naturales. De ahí el proverbio de que los sabios dominan a los astros, es decir, a las fuerzas naturales. Añade que existen también vínculos “de género medio”: por ejemplo, el insaciable glotón presume de castidad, o el lujurioso presume de sobriedad en la comida.

Bruno observa que no todos los pueblos ni todas las culturas son igualmente susceptibles de ciertos vínculos. Pone ejemplos muy concretos: los alemanes resisten los estímulos de Venus (el amor), los italianos son más inclinados al placer sensual, los españoles al amor caballeresco, y los franceses a la ira. Con ello está mostrando que la energía de un vínculo no es universal de la misma manera, sino que depende de la disposición cultural, histórica o anímica de los sujetos.

Señala que una cosa es susceptible de vínculo cuando hay algo en ella que toca o estimula algo en el vinculante. Es decir, el vínculo no nace del vacío, sino de una afinidad o “germen” presente en la cosa. De ahí que los antiguos nigromantes manipularan restos corporales (cabellos, huesos, ropas, huellas) para dominar al alma a través de su conexión con el cuerpo: aquello que perteneció a la persona aún conserva la capacidad de vincular. Igualmente, los retóricos conquistan la benevolencia de los oyentes cuando logran despertar en ellos un reflejo de sí mismos. El principio general es claro: todo vínculo se funda en una parte del objeto que corresponde o resuena con el sujeto.

La misma cosa puede ser más o menos susceptible de vínculo según el tiempo. Un hombre joven es más inconstante; de adulto se vuelve más prudente; en la vejez, desconfiado e irascible. En momentos de agonía, se torna difícil de vincular porque domina el desprecio. Bruno introduce aquí una visión dinámica: el vínculo no es absoluto, sino relativo a las etapas de la vida y a la variabilidad del tiempo. El vinculante debe saber cuándo el otro está más inclinado a ligarse.

Las cosas o personas se vinculan de manera distinta: unas se mueven por la naturaleza, otras por el juicio y la prudencia, y otras por los usos y costumbres. Por eso el buen vinculante debe ajustar su estrategia: a los primeros, con símbolos y estímulos naturales; a los segundos, con razonamientos; a los terceros, con hábitos y necesidades inmediatas. Aquí se perfila una tipología de los sujetos según qué los mueve más, lo que convierte al vínculo en un arte de adaptación.

Bruno observa que cuanto más el alma se vincula a un objeto, más se desvincula de los otros. Una gratificación excluye otra: quien se entrega al placer del oído descuida el ojo; quien contempla atentamente pierde la escucha. De igual manera, el amor, la ira o la tristeza absorben el alma de tal forma que disminuyen su capacidad de ligarse a otras cosas. Bruno enfatiza la idea de que el vínculo es también absorción y exclusión: el alma arrebatada por algo queda indisponible para otras formas de ligamen.

Bruno clasifica a los vinculables según los niveles de su alma y sus objetos de deseo:

  • Los contemplativos se vinculan a las cosas divinas, apartándose de lo sensible.

  • Los voluptuosos se rebajan al disfrute de los sentidos (vista, tacto, placer).

  • Las naturalezas medianas se inclinan a lo civil y lo social.

A cada grupo corresponde un tipo de vínculo: los contemplativos forman vínculos heroicos y se elevan hacia Dios; los voluptuosos se aferran al cuerpo; los intermedios oscilan entre lo alto y lo bajo.

Bruno sostiene que el movimiento pertenece a todas las realidades compuestas y variables, como el alma y el espíritu, que sufren modificaciones constantes por efecto del deseo, del impulso o de la privación. Solo las sustancias simples son totalmente estables; las demás, en cambio, experimentan una alternancia entre vínculo y liberación. Por eso ningún vínculo es eterno: en la naturaleza se suceden los ciclos de unión y de ruptura, de prisión y libertad.

Esta condición no es un defecto, sino una ley natural. La naturaleza ama la variedad y el cambio, y el arte, que la imita, también debe alternar los modos y las formas de ligamen. De ahí que Bruno diga que los vínculos se ordenan en una “secuencia modular”: cada atadura se disuelve para dar paso a otra. Así, incluso cuando el alma desea liberarse de los vínculos, termina por encontrar en esa misma aspiración un nuevo modo de atarse. La tendencia a vincular y a liberarse es, en última instancia, parte del movimiento eterno del cosmos.

Afirma que cuanto más numerosos y complejos son los componentes de un ser, más abierto está a distintos tipos de vínculo. El placer humano, por ejemplo, no se limita —como el de las bestias— a un solo momento, a un solo individuo o a un solo sexo; puede expandirse en diversidad de experiencias. Esa indefinición es signo de superioridad, porque amplía la capacidad de relación.

Sin embargo, esta misma indefinición introduce una distancia entre niveles de ser: el hombre verdaderamente humano se distingue del bestial por su sensibilidad, pero el más sensible también es el más vulnerable a las emociones. En cambio, el hombre obtuso, carente de sensibilidad, es menos susceptible al vínculo. Bruno, en el fondo, describe un equilibrio entre sensibilidad y sabiduría: el alma debe ser lo bastante abierta para sentir los lazos del mundo, pero lo bastante lúcida para no ser arrastrada por ellos.

Orígen y relación de los vínculos

Bruno sitúa el origen del vínculo en una fuerza interna que él llama philautía o amor de sí. Todo ser desea conservar su estado actual y, al mismo tiempo, alcanzar una condición más perfecta. Esa doble tendencia —permanecer y superarse— es lo que hace que las cosas se vinculen. Si se extinguiera la philautía, las cosas se deslizarían al no ser, pero, encendida, las entrelaza naturalmente. De aquí se deduce que el fundamento de toda vinculabilidad es el deseo de ser y de perseverar en el ser, lo que en los seres racionales se traduce como amor propio y aspiración a la plenitud.

Observa en los seres vivientes las relaciones de amistad y enemistad, simpatía y antipatía, afinidad y diferencia. Estas corresponden a la variedad de vínculos posibles. Las realidades se relacionan según cierto orden o analogía, de manera que hay vínculos propios entre especies afines y otros que se extienden por semejanza o contraste. Así, el universo es un entramado de correspondencias, donde cada cosa tiene su modo particular de ser vinculada. 

Distingue entre vínculos puros e impuros, según la materia y el tipo de deseo implicado. Las realidades más simples (por ejemplo, las espirituales o celestes) generan vínculos puros y duraderos, mientras que las más compuestas o materiales producen vínculos impuros o mezclados, sujetos al desgaste. Bruno recurre a Epicuro para ilustrar esto: el placer venéreo es impuro porque implica dolor y agotamiento. En cambio, los vínculos que se dan en las esferas divinas o en el orden cósmico carecen de agotamiento y se hallan en equilibrio perpetuo.

De esta diferencia se desprende que los vínculos humanos varían según el grado de pureza de la materia que los sostiene: los más elevados son los heroicos y contemplativos; los más bajos, los animales y pasionales.

Los niños, dedicados al crecimiento, son poco vinculables porque su energía vital está volcada a la nutrición y desarrollo. En cambio, los adolescentes y jóvenes poseen una gran capacidad de vinculación, especialmente erótica, por su vitalidad y la “novedad del placer”. En la madurez, los vínculos se estabilizan; en la vejez, cuando las energías declinan, se debilitan.

Temperamento

En cuanto a los temperamentos, Brunos señala que los melancólicos son los más propensos a la indignación, tristeza, voluptuosidad y al amor. Afines a ellos son los coléricos, los fogosos menos estimulables, los flemáticos son menos libidinosos, pero más estimulables a la gula. Ahora bien, cada un tiene su lugar:

  • Melancólicos: vinculados a la imaginación
  • Fogosos: emisión de esperma
  • Flemáticos: riqueza humoral
  • Coléricos: estímulos más intensos y agudos

Todos ellos, además tienen fisonomías parecidas para ser identificados como tales. La edad también es un factor que influye poderosamente, tenienedo a los viejos como más constantes, los jóvenes como inestables pero más disponibles. 

La cortesía, las bromas, la belleza también generan vínculos con personas histriónicas, en los chistes, en general, otras cosas desagradables y retorcidas que podrían generar vínculos en otras personas que les agrade.

Los vínculos no solo se producen dentro de una misma especie o entre seres semejantes, sino también entre especies diversas

Relación de los vínculos

Bruno ilustra esta afirmación con ejemplos tomados de la tradición literaria y mítica: Lesbia y su gorrión, Corinna y su perrito, Cipariso y su cierva, o el delfín y Arion, casos en los que el afecto o la admiración cruzan las fronteras naturales entre hombre y animal. Tales vínculos “célebres” son metáforas del poder afectivo que traspasa las barreras biológicas, mostrando que el amor, la compasión, la piedad o incluso la admiración y el odio pueden actuar como fuerzas de conexión trans-específicas.

Con tono deliberadamente enigmático, Bruno menciona además que calla lo que sabe sobre “la simpatía entre un hombre y un león” o “la familiaridad entre un niño y una serpiente”, insinuando que existen relaciones misteriosas, quizá ocultas o prohibidas, que escapan a la explicación racional. En ello se percibe la influencia del pensamiento mágico-natural renacentista, para el cual el universo está tejido por una red de simpatías y antipatías invisibles que comunican todos los niveles del ser.

Bruno afirma que aquello que vincula al alma —ya sea en el amor, el odio o el desprecio— es un misterio que excede toda explicación racional. La razón humana es incapaz de comprender plenamente por qué el alma se inclina con tanta fuerza hacia ciertos objetos o personas y rechaza a otros. Critica la interpretación de Adrastea, según la cual el amor surge como una “reminiscencia” de la belleza divina que el alma habría contemplado antes de encarnarse. Si bien Bruno acepta la existencia de una memoria del alma, señala que esta teoría no basta para explicar el fenómeno del cambio repentino: cómo puede el alma, sin mutar su esencia, pasar del amor al desprecio hacia el mismo objeto.

Se pregunta además por qué distintas almas se sienten irresistiblemente atraídas por objetos diferentes: lo que para uno es la cumbre de la belleza, para otro puede resultar detestable. En esta variabilidad de los vínculos se revela, según Bruno, la individualidad irreductible de cada alma, cuya sensibilidad, temperamento y disposición la llevan a responder de manera única ante los estímulos del mundo.

Características

Bruno critica la visión poética y superficial de Teócrito, quien atribuía los vínculos del amor y de los sentimientos a la fortuna o a una causalidad indeterminada. En oposición, afirma que aquello que parece “indefinido” es en realidad “oculto y determinado”: los sentimientos nacen de estructuras precisas, inscritas en la naturaleza o formadas por la costumbre. No son fruto del azar, sino de un tejido orgánico y psicológico que posee su propia ley.

Aquí Bruno vuelve sobre el error de los griegos y de algunos platónicos, que atribuían el amor y otros afectos a la fortuna o a la carencia de razón. Contra ellos, sostiene que el amor, lejos de ser irracional, es una forma de conocimiento: un modo intuitivo, inmediato y vivencial de captar lo real.


La inteligencia universal —dice— invade todas las cosas, encendiéndose en ellas según su grado de perfección. Por eso, en el hombre, el amor y los sentimientos son vías legítimas de saber, tanto como la razón discursiva.


Bruno distingue dos tipos de conocimiento:

  • El discursivo, propio de la argumentación racional.

  • El vinculante, que opera por simpatía, intuición o afecto.

Ambos coexisten, pero el segundo tiene prioridad cuando se trata de entender la naturaleza viva. Así, concluye que quien desee “ligar” debe comprender que la razón no basta: el conocimiento efectivo del vínculo es proporcional a la naturaleza del objeto, y en el ámbito amoroso, es el sentimiento el que conoce mejor.

Hay personas que, huyendo de un tipo de atadura, se ligan inmediatamente a otra. El alma, por su naturaleza, no puede permanecer sin vínculos: si escapa del amor, cae en la caza, el ayuno, el ejercicio, el estudio o cualquier otra pasión que actúe como reemplazo.

Bruno ilustra esto con un mito: una ninfa que atrajo a un cazador apasionado por la caza, distrayéndolo del amor mediante un instrumento que paralizaba a las bestias. Así también, un soldado puede ser seducido por la belleza de una armadura, desviando su impulso erótico hacia la guerra. 

El vinculable

Sin conocimiento ni deseo, no hay posibilidad de ligazón espiritual. Toda vinculación requiere que el sujeto conozca y apetezca el bien o el ser al que se liga. 

Además, Bruno distingue los vínculos auténticos —espirituales o intelectuales— de los simples vínculos civiles o mágicos, indicando que estos últimos pertenecen a un nivel inferior del mismo principio universal. Con ello eleva el amor al rango de acto de conocimiento y participación ontológica.

Bruno establece que el vínculo perfecto es el que une todas las partes y potencialidades del ser, integrando su cuerpo, alma y espíritu. El vinculante —quien genera el lazo— debe penetrar hasta la raíz de las facultades del otro, enredándolo con múltiples vínculos hasta conducirlo a la perfección.

El proceso de vinculación es visto como una obra de integración ontológica: enlazar es conducir al otro a la unidad de su ser, eliminar las sombras, nutrir su espíritu y armonizar sus potencias. Por eso el vínculo más alto no es de dominación ni de deseo, sino de iluminación y plenitud mutua.

Bruno introduce aquí una paradoja profunda: quien vincula también queda ligado. No es posible atar sin ser atado, pues el vínculo, por su naturaleza, es recíproco. Sin embargo, distingue dos tipos de ligazón:

  1. Accidental, cuando ambos pueden ser vinculados por otro.

  2. Esencial, cuando el objeto solo puede ser vinculado por el sujeto que lo liga.

En este último caso, el vínculo es inevitable: quien ama queda ligado. Pero Bruno observa que el vinculante tiene cierta ventaja: puede dominar o resistir su propio vínculo, como quien conoce la ley de las cadenas que maneja.

En una comparación con Eros y Anteros, explica que el amante (Eros) liga, pero también queda ligado si es correspondido; cuando no lo es, el lazo se rompe en sufrimiento. Sin embargo, el amor no correspondido también pertenece al orden de la realidad, donde el vínculo subsiste como energía espiritual unilateral. Finalmente, en el plano social o retórico, Bruno afirma que “el orador no suscita pasión sin pasión”: el vínculo efectivo exige siempre una participación afectiva.

Vinculos reales y vinculos imaginarios

Bruno distingue entre los vínculos reales y los vínculos imaginarios o de opinión. Ambos poseen eficacia, pero de distinta naturaleza. La imaginación, dice, puede vincular verdaderamente por vía ilusoria, pues la creencia tiene poder ontológico: si alguien cree en el infierno, aunque no exista, experimentará su tormento real.

De esta manera, la fe y la imaginación son fuerzas vinculantes tan potentes como las causas naturales. El alma, incluso separada del cuerpo, puede seguir ligada a sus convicciones, porque la imaginación sostiene realidades intermedias entre lo físico y lo divino.

Bruno critica a los filósofos vulgares que desprecian este poder de la imaginación, recordando que “éramos niños e inexpertos cuando dominábamos mejor estas doctrinas”. Con esto sugiere que el conocimiento intuitivo y simbólico —propio de la infancia o de la mente poética— está más cerca de la verdad universal que la rigidez racional de los adultos.

El vínculo de Cupido

El amor no es solo una pasión humana, sino la fuerza cósmica que anima el universo y que subyace a toda magia natural. El amor es el vínculo que une las almas y las cosas, el movimiento interno que impulsa el deseo, la unión, la simpatía y la creación. Cuando el filósofo habla de “Cupido”, no alude únicamente al dios mitológico, sino a una potencia metafísica de unión, que se manifiesta tanto en el mundo espiritual como en el material.

El estudio del “vínculo de Cupido” amplía, por tanto, el horizonte de los vínculos humanos hacia el orden universal: entender cómo el amor actúa equivale a comprender cómo todas las cosas se atraen, se afectan y se transforman.

Bruno retoma la tradición pitagórica y platónica según la cual el vínculo de belleza es un rayo de luz o fulgor que atraviesa todos los niveles del ser: mente, alma, naturaleza y materia.

  • En la mente, este rayo se manifiesta como orden y proporción.

  • En el alma, como armonía y deseo de lo bello.

  • En la naturaleza, como crecimiento y fecundidad.

  • En la materia, como forma visible y atracción sensible.

Cada nivel refleja el mismo principio de unión, aunque con distinta pureza. En la mente el rayo es claro, en el alma límpido, en la naturaleza oscuro y en la materia más turbio. El amor, por tanto, atraviesa todas las jerarquías ontológicas, siendo un mismo fuego en diferentes grados de transparencia.

Bruno añade que este “rayo de belleza” no depende de la cantidad o del tamaño (un niño bello puede ser más atractivo que un adulto grande), sino de la proporción armónica de las partes. Así, el vínculo de Cupido se define como una simetría viva entre lo que atrae y lo que es atraído, donde la belleza no está en la figura aislada, sino en la relación entre proporciones.

Los platónicos sostenían que el amor surge de la proporción entre las partes del cuerpo; Bruno amplía esta idea y afirma que el vínculo nace de la correspondencia integral entre interior y exterior. La belleza no es solo una forma visible, sino la manifestación de una armonía interior.

Por ello, quien pretende comprender o provocar el vínculo debe atender tanto a la configuración del cuerpo como al movimiento del alma, la voz, el gesto y la palabra: todos estos elementos son expresiones de una misma disposición armónica.

El filósofo critica a quienes reducen la belleza a una cuestión puramente formal o material, recordando que la belleza verdadera está en la proporción espiritual, en la relación entre el “arrobador” y el “arrebatado”, el amante y el amado. La belleza y el amor son inseparables: el primero atrae y el segundo une.

Bruno reflexiona también sobre cómo la percepción del vínculo varía según la edad y la disposición del sujeto. Critica a los platónicos que condenaban la belleza juvenil o el amor hacia los jóvenes, afirmando que lo que cambia con la edad no es la belleza en sí, sino la manera de ser atraídos. El mismo color o forma puede producir efectos distintos en un anciano y en un adolescente, no por su naturaleza, sino por el contexto anímico de quien ama o contempla.

Así, el amor y la atracción no son fijos ni universales, sino relativos al alma que percibe. Bruno convierte este fenómeno psicológico en una ley metafísica: el vínculo de Cupido se adapta al temperamento y a la disposición interior del sujeto, revelando que la belleza no es un valor absoluto, sino una correspondencia dinámica entre las fuerzas del alma y las formas del mundo.

Bruno admite que no es tan difícil “vincular y desanudar” como descubrir el vínculo. Es decir, entender su naturaleza profunda es más arduo que crearlo o romperlo.

El amor, observa, suele formarse por casualidad más que por arte o naturaleza. A veces el amante cree estar ligado por los ojos, las mejillas o la boca del amado, pero esos rasgos visibles son efímeros y engañosos: pueden, incluso, deshacer los lazos que parecían indisolubles.

El filósofo advierte así que el vínculo amoroso no reside en una parte fija del cuerpo, sino en una disposición interior del alma que proyecta su deseo sobre el cuerpo. Por eso, el amor puede nacer de un impulso corporal y luego desvanecerse al entrar en juego el juicio o la experiencia.
Bruno describe este fenómeno con una gran intuición psicológica: muchas veces nos “consumimos de amor” por un contacto o impresión física, pero, una vez observados los modos o escuchadas las palabras del otro, los vínculos de Cupido desaparecen.

Bruno distingue aquí dos tipos de Cupido:

  • El Cupido superior, que obra a través de las formas simples y espirituales.

  • El Cupido inferior, que actúa mediante realidades compuestas y yuxtapuestas, es decir, los cuerpos y los afectos sensibles.

El vínculo de este “Cupido más bajo” captura al alma por los aspectos múltiples y materiales del ser amado, no por su forma pura. En cambio, los “entidades simples y absolutas”, como Dios o las ideas eternas, apenas afectan al alma vulgar, porque su belleza no se percibe por los sentidos sino por la inteligencia.

Aquí, Bruno ofrece una crítica filosófica a quienes niegan la belleza divina por considerarla carente de forma: su error, dice, está en confundir lo bello en sí con lo bello para nosotros. Dios es el principio y fin de toda belleza, pero solo puede ser percibido como tal por una mente educada en la contemplación.

En cambio, los hombres ordinarios dejan sus vínculos al azar, atraídos por la costumbre, la ocasión o la apariencia. Su amor no surge del arte ni del entendimiento, sino de la debilidad de inteligencia, que los hace esclavos de lo sensible y de la fortuna.

Bruno enumera los principales modos en que el amor ata a los hombres. Sin multiplicar las categorías, indica que los vínculos surgen de:

  • la forma y proporción corporal,

  • el porte y el movimiento del cuerpo,

  • la armonía entre voz y argumento,

  • la coherencia de los gestos y los modos,

  • la fortuna y las simpatías accidentales.

Estas simpatías no se limitan a los humanos: también vinculan al hombre con los animales y a los animales entre sí. Bruno menciona ejemplos extraños —el niño con la serpiente, el cordero con el lobo— para mostrar que el vínculo es una ley universal de atracción que atraviesa todas las especies.

Asimismo, los olores, sabores y sonidos producen vínculos específicos, agradables o repulsivos, revelando que el amor actúa en todos los sentidos.

También, Bruno aplica este análisis al plano social: las relaciones humanas también se rigen por afinidades culturales y temperamentales. Un italiano no ama ni se comunica del mismo modo que un alemán; la forma de hablar, los gestos y la elegancia son también vínculos de simpatía civil. El sabio, por tanto, debe aprender a reconocerlos y manejarlos con arte, del mismo modo que un cazador entiende las trampas de su presa.

Fisiología y psicología

Bruno declara que los sentidos son las verdaderas puertas por las cuales los vínculos del amor penetran en el alma. Cada sentido cumple la función de un canal o vía de acceso por donde Cupido lanza sus flechas. Entre ellos, la vista ocupa el lugar principal y más noble, pues es el sentido que abarca mayor distancia y permite captar la forma y el orden de las cosas.
Sin embargo, los otros sentidos también tienen poder vinculante, cada uno en relación con la naturaleza del objeto amado:

  • El tacto vence por la suavidad de la carne.

  • El oído, por la armonía de la voz.

  • El olfato, por el perfume y la respiración.

  • El alma, por la música del comportamiento.

  • El intelecto, por la claridad de las demostraciones racionales.

Bruno observa que diferentes personas son más vulnerables a distintos “canales” de vínculo: hay quienes son dominados por la belleza visible, otros por el sonido, otros por la inteligencia o por el carácter. Esto significa que no existe un solo modo de amar, sino múltiples formas de ser capturados por la belleza según la disposición de cada sujeto.

El filósofo concluye con una idea clave: “No se da a partir de todas las cosas el vínculo del mismo modo, ni del mismo modo a todas se aplica.” Es decir, el amor no es una fórmula fija sino una relación dinámica entre la naturaleza del objeto y la del sujeto. Con esta observación, Bruno transforma el estudio del amor en una ciencia de la diversidad perceptiva, donde cada alma ama a través del sentido que más corresponde a su temperamento.

Bruno extiende su análisis: así como existen diversos géneros de belleza, existen también tantos géneros de vínculos. Cada especie o tipo de ser se ata a lo que corresponde a su naturaleza: el hambriento al alimento, el sediento a la bebida, el impulsado por el deseo sexual a Venus, el contemplativo al arte o a la sabiduría.
De este modo, el amor es un movimiento universal del alma hacia lo conveniente, y su objeto varía según la disposición del amante.

Bruno ofrece ejemplos de sorprendente amplitud:

  • El matemático se liga a las cosas abstractas.

  • El práctico a las concretas.

  • El ermitaño sueña con una belleza lejana.

  • El hombre de familia se une a una belleza presente.

En todos los casos, el vínculo responde al género y al estado del individuo: el joven, el adulto, el anciano, el erudito o el ignorante aman de modos distintos. Además, dentro de cada especie singular se multiplican las variaciones: el amor no se da igual entre todos los hombres ni hacia todas las mujeres. Lo que en una edad o condición resulta atractivo, en otra puede resultar repulsivo. Así, Bruno observa que la muchacha encanta por su sencillez y recato, pero si esas mismas cualidades aparecen en un adulto, producen desagrado.

Con ello, Bruno revela una concepción relacional y evolutiva del amor: el vínculo no depende solo del objeto, sino también del contexto anímico y vital del sujeto que ama. No existe un amor “universal” en su forma concreta, sino una ley universal de la diversidad amorosa, que se manifiesta en cada ser según su especie, edad, experiencia y modo de percibir.

Por un lado, toda cosa desea mantenerse en su estado actual, y por otro, desea alcanzar su perfección o cumplimiento. Esta tensión entre la conservación y la aspiración al bien mueve a todos los seres, y es el principio que los hace “vinculables”. Bruno llama a este impulso philiautía, es decir, amor hacia uno mismo, una tendencia natural del ser a afirmarse y a conservar su propio modo de existir. De ahí que el vínculo no nazca de una imposición externa, sino del dinamismo interno del ser mismo, de su deseo de permanecer o alcanzar su plenitud.

Este amor propio no se presenta como egoísmo, sino como fuerza generadora de relaciones. Cuando la philiautía está viva, las cosas se enlazan más fácilmente entre sí, buscando en otras aquello que las complementa. En cambio, si se extinguiera ese amor natural, todo tendería al aislamiento, al desligamiento y a la muerte. Bruno ve en esta autoconservación la raíz de la simpatía universal, pues toda criatura se mantiene en el ser mediante un equilibrio entre su deseo de persistir y su apertura hacia otros seres. Por eso, la vinculabilidad no es un accidente, sino una propiedad ontológica: todo lo que existe participa en una red de amor cósmico que lo liga con lo demás, según su propio grado de perfección.

Bruno aplica este principio a los seres vivos, en quienes la vinculación adopta formas visibles: la amistad, la enemistad, la simpatía, la antipatía, la afinidad o la diferencia. Estas no son simples emociones, sino expresiones del orden natural por el cual las cosas semejantes se atraen y las contrarias se repelen, manteniendo así la armonía del universo. La analogía entre lo natural y lo humano es constante: los vínculos que observamos en la naturaleza —como entre imanes, plantas o animales— tienen su reflejo en las relaciones humanas, donde las afinidades espirituales o afectivas reproducen las leyes de correspondencia que rigen el cosmos.

Bruno distingue entre vínculos puros e impuros, simples y mixtos, según la composición de las realidades que los sostienen. Los placeres del cuerpo, por ejemplo, pertenecen al orden de los vínculos impuros, pues involucran una mezcla de deseo, dolor y agotamiento. En cambio, los vínculos espirituales o intelectuales, como los que surgen entre almas afines o entre el pensamiento y la verdad, son puros, porque no se agotan ni producen pesar. Aquí Bruno cita a Epicuro, pero lo corrige: incluso los placeres corporales pueden contener un principio espiritual si no se reducen al goce efímero, sino que se integran al amor por la forma o la belleza que los inspira. Los vínculos, entonces, son tantos como las combinaciones posibles de materia y espíritu en el universo.

Los niños, dice Bruno, están menos sujetos a los vínculos de las pasiones naturales porque toda su energía está dirigida al crecimiento, a la formación de su estructura vital. Solo hacia la madurez, cuando la naturaleza se estabiliza y las fuerzas vitales se orientan hacia la reproducción y la contemplación, se alcanza la verdadera “vinculabilidad”. Los jóvenes, por su parte, experimentan un erotismo más ardiente, pues la novedad y la abundancia seminal intensifican el deseo, mientras que en la vejez, con el agotamiento de las energías, los vínculos se vuelven más difíciles o menos fuertes. Esta gradación biológica no es solo física, sino simbólica: refleja el ciclo de toda pasión y la manera en que los vínculos —amorosos, intelectuales o espirituales— surgen, se intensifican y declinan con el tiempo.

Así como los dioses mitológicos Orfeo y Mercurio representan la capacidad de encantar y comunicar, Bruno los eleva a símbolos del poder unitivo que subyace en toda la realidad. El vínculo es una potencia divina que mantiene la armonía del universo y refleja la estructura misma de la mente divina: es el lazo que une lo múltiple con lo uno. Por ello, el ser humano, en tanto microcosmos, participa de esta fuerza cuando ama, conoce o actúa conforme al orden cósmico.

En el efecto principal del vínculo, Bruno sostiene que todo vínculo verdadero tiende a la unificación. En su raíz, hay un único vínculo que hace que todas las cosas sean una sola cosa, aunque se manifieste con diversos rostros y grados según las criaturas. El amor, que es para él el más alto de los vínculos, actúa como impulso de retorno hacia la unidad primordial. Este amor no se limita al deseo humano, sino que se extiende al dinamismo ontológico de todo lo que existe. Bruno subraya que cada cosa ama aquello que le corresponde por naturaleza, y que en ese impulso amoroso se da el tránsito perpetuo entre posesión y pérdida, concentración y dispersión, plenitud y empobrecimiento. Así, el vínculo revela el ritmo vital del universo: una respiración eterna de unión y separación que mantiene viva la totalidad.

Bruno concibe el vínculo como una ley universal que articula el movimiento de las cosas en el universo. Todo ser participa de un sistema de relaciones recíprocas en el cual lo superior se comunica con lo inferior y viceversa, de manera semejante a una correspondencia analógica entre niveles del ser. El universo entero se presenta como una red de vínculos que aseguran su armonía dinámica. Las cosas, incluso las más distantes, están entrelazadas mediante mediaciones que traducen la acción divina al mundo material. De este modo, las jerarquías naturales no son estáticas, sino que se comunican mediante flujos de energía o “rayos” que van del Uno hacia la multiplicidad y de la multiplicidad de nuevo hacia el Uno. Esta circulación constituye la base ontológica de la vinculación universal y explica la interacción entre las esferas cósmicas y los individuos.

La grandeza del vínculo, señala Bruno, procede de una fuerza divina, identificada con la potencia originaria que rige el cosmos. En esta dimensión, los dioses Orfeo y Mercurio simbolizan la función mediadora y la potencia comunicativa del vínculo. Bruno entiende que el amor cósmico, o “Eros universal”, es el principio de cohesión de todo lo existente: une lo múltiple en la unidad y lo imperfecto en el deseo de perfección. La fuerza vinculante es, por tanto, el alma del universo que mantiene en correspondencia los elementos contrarios, transformando la diversidad en armonía. De ahí que el filósofo considere al vínculo una participación en el poder divino, una proyección de la inteligencia universal sobre las cosas particulares.

El efecto principal del vínculo, continúa Bruno, es convertir la multiplicidad de las cosas en una sola realidad viviente, en la que lo superior e inferior, lo activo y lo pasivo, se integran en una misma continuidad. El vínculo no destruye la diversidad, sino que la hace coexistir en el seno de una unidad dinámica. Así, cuando el amor opera, las cosas conservan su individualidad, pero también su tendencia a disolverse en el objeto amado. El vínculo es entonces el movimiento mismo del deseo que busca perpetuar la unión: aquello que ama se transforma en lo amado, y el universo entero es el teatro de esa continua conversión entre sujeto y objeto, entre deseo y realización. Por ello, Bruno afirma que la pérdida y la posesión se confunden en la dinámica amorosa del cosmos: desear es ya poseer en acto.

La calidad del vínculo introduce una reflexión más metafísica: el vínculo no es bello ni bueno en sí mismo, sino que constituye el medio a través del cual las cosas se orientan hacia el bien y la belleza. El vínculo es participación del ser en el bien y del bien en el ser, y por tanto actúa como mediador entre la potencia deseante y el objeto deseado. La materia misma, aunque carente de forma, posee en su seno los gérmenes de todos los vínculos, pues contiene la posibilidad de toda unión y transformación. Bruno critica la visión aristotélica que considera la materia “fea” o “mala”; para él, esa materia es más bien el principio del dinamismo universal, el receptáculo que aspira continuamente a la forma y al bien. En ella viven en potencia todos los vínculos posibles, susceptibles de ser actualizados por el arte o la inteligencia.

En la universalidad del vínculo, Bruno eleva esta doctrina a una dimensión teológica. Todo vínculo es, en última instancia, manifestación del amor divino que actúa como principio de unión y perfección. El amor no es mero sentimiento, sino el impulso ontológico que mueve a todas las cosas a participar en el ser. Así como la materia aspira a la forma, todo lo imperfecto tiende hacia lo perfecto, y ese movimiento es amor. En este sentido, el amor universal y el vínculo coinciden con el principio de la naturaleza misma: sin ellos no habría orden, copulación ni permanencia. En el cosmos bruniano, el vínculo amoroso constituye la fuerza que unifica la totalidad del ser, y su grado de intensidad determina la jerarquía y el movimiento de las cosas. Por eso, Bruno termina asociando el vínculo con la divinidad misma, que es tanto fuente como término de todo deseo, identificando la “materia universal” con el fundamento eterno al que algunos —dice— llaman Dios.

Afirma que el vínculo de Venus, es decir, el amor, es el más poderoso de todos los vínculos. No obstante, este amor incluye en su misma sustancia el odio, porque amar una cosa implica necesariamente despreciar o rechazar su opuesto. El amor y el odio son, entonces, dos polos de una misma fuerza vinculante. Desde esta perspectiva, el amor domina y disuelve los demás vínculos, porque su potencia unificadora es superior a las demás pasiones. Pero esa fuerza también puede ser destructiva: el deseo apasionado consume al ser, como el fuego a su combustible. Bruno muestra además que, según el temperamento del individuo, el vínculo amoroso se experimenta de manera distinta: el flemático lo vive como quietud, mientras que el colérico lo percibe como un fuego vehemente. La energía del amor, por tanto, se adapta a la naturaleza del sujeto, revelando su condición universal pero diferenciada.

Afirma que, al igual que las semillas no germinan en cualquier momento ni en cualquier terreno, los vínculos tampoco surgen eficazmente en cualquier circunstancia. Cada vínculo requiere su tiempo y lugar adecuados, así como la disposición apropiada del alma o del cuerpo del destinatario. 

No hay vínculos puramente naturales ni puramente voluntarios, ya que la voluntad participa siempre del intelecto y este a su vez del deseo. De aquí se deriva una doctrina del equilibrio entre naturaleza y razón: los sabios no prohíben amar, sino amar irracionalmente. En cambio, los ignorantes —que no comprenden la ley natural— condenan el amor mismo. Bruno denuncia esta hipocresía moral al sostener que cuanto más se corrompe la razón, más se pervierte también la naturaleza; y que los hombres que no saben amar conforme al orden natural y racional no se elevan, sino que descienden por debajo de su propia dignidad humana. Así, el amor racional y natural no es una desviación, sino una vía de ascenso hacia lo divino, mientras que su negación es una caída hacia lo bestial.

Bruno distingue tres clases de vínculos: los naturales, los racionales y los voluntarios. Ninguno de ellos es absolutamente puro, porque la voluntad participa siempre del intelecto y de la naturaleza. El vínculo natural es instintivo, propio del cuerpo y los sentidos; el racional proviene del entendimiento; el voluntario, del acto consciente de elegir. Los tres se apoyan en una raíz común, que es el deseo natural de unión. Sin embargo, los hombres pueden corromper este principio cuando aman irracionalmente, contrariando la ley de la naturaleza. Las leyes de los sabios, dice Bruno, no prohíben amar, sino amar mal. Así, la corrupción de los vínculos refleja la corrupción de la razón: cuanto más se degrada el entendimiento, más se pervierte el amor, y el hombre, olvidando su naturaleza divina, desciende por debajo de la bestia.

El proceso de vinculación, según Bruno, sigue una escala de intensificación que los platónicos ya habían descrito. Primero, el alma es atraída por los sentidos; luego, por la belleza; después, se inflama en deseo y se eleva hacia lo inteligible. En los grados superiores, el alma se incorpora y se confunde con el objeto amado, asumiendo sus cualidades. Este movimiento culmina en la metamorfosis, donde el amante se transforma completamente en lo amado. Bruno identifica esta dinámica con el desarrollo del propio Cupido: su nacimiento, crecimiento, iluminación, dominio y triunfo. En la cima de la ascensión, el alma deja de amar como acto hacia otro y se convierte en amor mismo. Es el tránsito del eros humano al eros cósmico, en el cual el alma se vuelve transparente a la divinidad.

Bruno describe los fundamentos de esta ascensión en tres niveles: el cuerpo, el alma y el espíritu. Cupido nace en el cuerpo, alimentado por los placeres sensibles; crece en el alma, nutrido por la imaginación y la meditación sobre lo bello; y reina en el espíritu, cuando el alma abandona su individualidad y vive en el ser amado. En ese punto culminante, el amante muere para sí mismo y vive en otro. Este es el sentido de las metamorfosis míticas que Bruno cita —Júpiter transformado en toro, Apolo en pastor—, símbolos de la transmigración del deseo hacia formas más elevadas. La pasión se convierte así en un principio de conocimiento: el alma aprende a través del amor, y el amor, a través del alma. En última instancia, amar es una forma de participar en el movimiento eterno de la vida que pasa de una forma a otra sin cesar.

Los lazos verdaderos —aquellos que realmente unen a los seres humanos— no nacen del interés ni del intercambio mercantil, sino del gesto gratuito. Regalos, favores, actos de cortesía y honores pueden tener fuerza vinculante, pero solo cuando no persiguen una ganancia o compensación.


El amor no puede reducirse a una economía de equivalencias: cuando se percibe que una ofrenda es “para comprar”, el vínculo se destruye, pues la evidencia del cálculo revela una intención interesada. Bruno muestra aquí una ética del vínculo basada en la gratuidad y la nobleza del don, donde la verdadera unión surge del desprendimiento. El amor que espera recompensa se convierte en mercancía, y lo que debía atraer se convierte en causa de desprecio.

Bruno describe los vínculos más eficaces como aquellos que se producen por acercamiento de los contrarios. La unión no se da entre iguales, sino cuando uno posee lo que al otro le falta: el alma humilde encadena al alma soberbia, porque el soberbio ama ser admirado por quien lo considera grande.


El ejemplo de Bruno es psicológico y simbólico: la humildad alimenta la soberbia porque esta se complace en ser reconocida. En cambio, desprecia la alabanza de los pequeños, porque no la considera valiosa. Esta observación sobre la naturaleza humana muestra cómo los vínculos funcionan por correspondencias inversas, por compensaciones de deseo y carencia.


Del mismo modo, el guerrero se deja atraer por el reconocimiento de su fuerza, y el filósofo por el elogio de su sabiduría. El arte de vincular consiste, entonces, en comprender la debilidad o el punto sensible del otro, aquello por lo cual se siente superior y digno de estima. Bruno transforma así la idea de vínculo en una forma de conocimiento práctico del alma: saber cómo ligar implica saber cómo funciona el orgullo, el deseo y la necesidad de reconocimiento.

Bruno eleva el vínculo al plano de la reciprocidad espiritual. Los vínculos generan un deseo de gratitud mutua, una especie de equilibrio moral entre quien ama y quien es amado. Para ilustrarlo, Bruno recurre a la metáfora de la deuda amorosa: el amante siente que ha entregado su alma y exige su restitución, pues vive “muerto en su propio cuerpo” y “en el cuerpo ajeno”.


El vínculo amoroso se convierte aquí en una comunión ontológica, donde el alma del amante y la del amado se mezclan. La queja y el lamento del amor son, por tanto, expresiones de ese desequilibrio momentáneo que surge cuando la unión se interrumpe. Si uno de los amantes se muestra descuidado o distante, el otro siente que su propia alma ha sido sustraída.


Bruno concluye —antes de la interrupción del manuscrito— afirmando que el vínculo amoroso tiene una dinámica de don y reclamo, de entrega y restitución. Es un movimiento perpetuo entre dos almas que buscan reencontrarse en una unidad perdida. Así, el amor no solo liga: también exige fidelidad ontológica, pues vivir en el otro implica compartir su destino.

Conclusión

En De los vínculos en general, Giordano Bruno concibe el universo como una vasta red de correspondencias en la que todo ser —divino, natural o humano— participa de una misma fuerza de atracción. El vínculo no es solo una relación afectiva o social, sino una ley ontológica que mantiene unida la totalidad del ser, manifestándose en distintos grados: desde el amor y la belleza hasta la simpatía natural y el deseo de conocimiento. Así, vincular equivale a participar en la dinámica divina del cosmos, donde cada cosa busca su perfección uniendo lo que le falta con lo que la complementa. El amor —el vínculo supremo— une, transforma y eleva; pero también revela la fragilidad de toda unión, sujeta al tiempo, al temperamento y a la diversidad de las almas. En este tratado, Bruno convierte el arte de los vínculos en una metafísica del deseo y del conocimiento: comprender cómo se liga es comprender cómo todo existe.