Podríamos decir que esta es una continuación de lo que fue la obra antecesora: De la Magia, pues veremos elementos idénticos como ya lo advierte la obra: los vínculos. Es decir, aquí veremos un tratado definitivo sobre lo que significa la palabra vínculo viéndolo desde una perspectiva particular a una general. Sin embargo, cabe mencionar que lamentablemente, este testo no nos llegó de forma concluida. Su final es abrupto, pero nos deja una idea general de lo que nos quiso decir el nolano. Vamos con la última obra de Giordano Bruno.
DE LOS VÍNCULOS EN GENERAL
Para comenzar, Giordano Bruno nos dice que los vínculos pueden encontrarse de muchas formas, ya sea que los hombres los utilicen o sean ellos mismos los vínculos.
Bruno plantea que las fuerzas que ligan están presentes en el universo de manera universal. Estas fuerzas se vinculan con conceptos como Dios, el Diablo, el Alma, el Ser animado, la Naturaleza, la Suerte, la Fortuna y, finalmente, el Destino. Cada uno de estos elementos representa una forma de vinculación cósmica o existencial, sugiriendo que el universo está tejido a través de relaciones que no son meramente físicas o materiales, sino también espirituales o metafísicas.
Describe cómo estas fuerzas no solo afectan el universo físico, sino que también influyen en la mente y el alma. Cita a los platónicos, quienes ven estas fuerzas como fuerzas ordenadoras, que dan forma y coherencia a la mente, a través de las ideas, y al alma, a través de su capacidad para organizar y dirigir los pensamientos. La "luz" se convierte en un símbolo de la energía y la purificación, sugiriendo que la luz no solo ilumina, sino que también ordena y vitaliza la realidad misma.
Todos pueden quedar ''vinculados'' unos más que otros, ya sean hombres ingeniosos u obtusos, incluso las bestias. Por ejemplo una libido estacionada estimula solo por el impulso natural al hombre obtuso, además de todo tipo de cosas que no tengan una delicadeza fina.
Si un hombre siente que son varias cosas lo que lo cautivan, más serán también el numero de personas que lo cautiven. Uno podría ser el vínculo de la belleza, en efecto, hay muchas personas que se ven a traídas por distintas bellezas. No hay una belleza única, pues la naturaleza no ha querido que esto sea así. De esta forma, la bondad y otros vínculos se verían distribuidos mediante la materia.
No obstante, los vínculos también desaparecen. Hay veces que a una misma persona le deja de interesar otra porque el vínculo que los unía ya no existe. Así, una muchacha no tiene interés en un niño una vez que ha llegado a la etapa adulta. Por otro lado, también existen vínculos que obsesionan como los que hace cupido, quien sea ''flechado'' no parará en su vínculo con la otra persona aunque esta no se la corresponda.
El único que sabe vincular es el que penetra en la razón de todo, en la naturaleza, en la disposición, en la inclinación o aptitud. Por esta razón, es imposible que alguien o algo pueda reunir todos los vínculos en uno solo. Todos son variados y llaman la atención desde distintos puntos de vista. En consecuencia, es imposible discernir sobre la razón de la belleza y de todos los vínculos.
Predisposiciones
Bruno establece tres vías fundamentales por las cuales el vinculante opera: orden, medida y aspecto. El orden configura la relación entre las partes, dictando la disposición lógica y estructural de los elementos; la medida se refiere al perfil cuantitativo, es decir, a las proporciones y relaciones de tamaño, cantidad o intervalo, mientras que el aspecto está relacionado con la forma y la apariencia de las cosas, ya sea en términos visuales (figuras, colores) o auditivos (tonalidad, ritmo, etc.).
En el contexto de la música y el canto, por ejemplo, Bruno utiliza el orden para referirse a las progresiones de notas musicales (ascensos y descensos en el tono), la medida en cuanto a las distancias entre notas (terceras, cuartas, quintas, etc.), y el aspecto de la melodía, en términos de su suavidad y claridad. Este esquema refleja una visión del universo como algo estructurado en base a principios ordenados y proporcionados, tanto a nivel físico como metafísico.
El alma tiene predisposición a formar vínculos, pero también está influenciada por las disposiciones del cuerpo. El alma busca relaciones no solo entre almas, sino también a través del cuerpo, en una búsqueda de "disfrute corporal". Sin embargo, la gracia que emana de los gestos y disposiciones corporales puede llevar al alma a una unión más vigorosa con otro alma, fomentando una relación más profunda y significativa.
La adulación o el encubrimiento de defectos, pueden operar como formas de vínculo. Los aduladores crean lazos al resaltar virtudes modestas, excusar errores o justificar acciones. Sin embargo, esto es visto como un vínculo superficial, pues une a personas poco perspicaces. El hecho de ser amado u honrado ya es signo de una superioridad cualitativa, y por lo tanto se convierte en un criterio de vinculación.
Bruno plantea una paradoja interesante: quien vincula también resulta vinculado. El acto de unir a otros genera en el vinculante un “sabor de gloria”, una alegría que lo liga al objeto de su acción. Los vencedores, por ejemplo, alaban sus victorias y se engañan creyendo dominar todo, cuando en realidad también están ligados a lo que han conquistado. En lo afectivo, amar liga tanto al amante como al amado. Bruno incluso alerta contra una vileza: no corresponder con gratitud al alma que ama, especialmente si esta es noble y virtuosa.
Bruno distingue dos géneros de vínculos:
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Los que aspiran a lo bello, bueno y digno.
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Los que, a través de la fuerza, dominan lo útil y lo necesario.
Ambos tienen un origen común: el deseo de apropiarse de lo que parece mejor. El primero es superior, porque se dirige a lo noble sin carencia; el segundo, porque busca aquello que falta. Bruno señala que incluso los vínculos simples siempre implican una cierta proporcionalidad y adecuación, y añade que su eficacia es a menudo mayor en la fantasía y en la opinión que en la pura razón.
Bruno reconoce la dificultad (incluso para los sabios) de explicar por qué ciertos vínculos se producen. Denuncia la insuficiencia de explicaciones basadas en analogías o semejanzas genéricas. Señala cómo un hombre puede odiar lo que otro ama, aunque sean compañeros de destino o de especie. También reflexiona sobre la diferencia entre hombres y mujeres, jóvenes y viejos, etc., lo cual muestra la variabilidad de las inclinaciones. Critica explicaciones superficiales como “devoción” y prefiere referirse a la potencia misteriosa de los encantamientos, es decir, de fuerzas ocultas.
Bruno observa que los vínculos se sostienen más en el arte y artificio que en la fuerza bruta. Así como un adulador convence con facilidad a un ignorante, el vinculante hábil sabe empujar las cosas en la dirección en que ya están inclinadas. De ahí la metáfora del cilindro que se mueve de acuerdo a sus lados redondeados y no por los vértices: vincular es aprovechar la disposición natural, no ir contra ella.
El vinculante dispone de tres tipos de armas:
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Internas (naturales o esenciales): provienen de la especie y se potencian con lo adquirido, como la sabiduría, la sagacidad o el arte.
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Externas: dependen de la fortuna, la necesidad, el azar, es decir, de lo que sobreviene al individuo.
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Superiores: derivan del destino, de la naturaleza en su conjunto y del favor de los dioses.
Esto refleja la idea renacentista de que los vínculos operan en varios niveles: el interior del alma, la circunstancia externa y las fuerzas cósmicas.
Inestabilidad
Los vínculos, dice Bruno, son inestables. Como sucede con el placer del comer o del acto sexual, los lazos se intensifican y se debilitan, nunca permanecen idénticos ni en magnitud ni en duración. Por ello, el buen vinculante debe actuar con previsión y sentido del tiempo oportuno (kairos): saber cuándo lanzar el vínculo, cuándo apretarlo y cuándo cerrarlo. Aquí Bruno introduce una dimensión casi táctica del vínculo, que requiere anticipación y rapidez de acción.
Bruno afirma que los vínculos son sutiles y fugaces, sujetos a cambios constantes. Para ligarlos, el vinculante debe tener “ojos” atentos, capaces de percibir la transformación de la forma y su ritmo. Utiliza el mito de Tetis y Peleo: así como Tetis cambiaba de forma para escapar, el objeto del vínculo se metamorfosea; el vinculante debe anticipar esos cambios y adaptarse. Lo mismo ocurre en las pasiones: de la ira se pasa a la tristeza, de la tristeza al amor, y así sucesivamente. El arte del vínculo consiste en captar la secuencia de formas y aprovechar la disposición presente.
El alma no queda ligada si no ha sido previamente “arrebatada”. El vínculo no se impone, sino que ocurre cuando el alma se siente movida por conocimiento, deseo o percepción. No basta el apetito o la mera atracción sensible: se requiere un conocimiento maduro, aunque no siempre se sepa identificar de manera consciente qué dato o impresión produjo esa conmoción. Por eso Bruno distingue entre un conocimiento racional y una conmoción emotiva: el vínculo puede nacer tanto de un juicio como de una impresión afectiva difícil de definir.
El vinculante es un cazador que ataca al alma a través de tres puertas principales:
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La vista, mediante forma, gesto, movimiento, figura.
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El oído, mediante la voz, el canto, la elocuencia.
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La mente e imaginación, a través de las artes, la razón y las representaciones.
Si logra abrir paso por estas tres, dice Bruno, el vínculo se estrecha y se vuelve riguroso. Describe un proceso: primero se da la entrada, luego el contacto, después el vínculo y finalmente la atracción. Se trata de una dinámica progresiva donde la percepción sensible va abriendo cada vez más la interioridad del alma.
En este marco, Bruno explica también los vínculos de atracción recíproca, es decir, aquellos en que ambas partes se sienten ligadas mutuamente, comparando esto con fenómenos naturales o mágicos (el canto del gallo que ahuyenta al león, el mújol que bloquea la nave, el sapo que atrae a la garduña, etc.). Estas analogías refuerzan la idea de que el vínculo no es solo psicológico o social, sino cosmológico, inscrito en una red de simpatías y antipatías universales.
A continuación, Bruno nos muestra la lista de treinta fuerzas vinculantes
1–10: Factores formales y naturales
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Aspecto: lo visible, la apariencia, la forma sensible.
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Efecto: lo que produce huella en el alma.
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Arte: los artificios humanos que persuaden o atraen.
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Número: la proporción cuantitativa, armonías matemáticas.
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Escala: gradaciones o jerarquías de intensidad en el vínculo.
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Multitud: fuerza del grupo, masa o repetición.
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Genio: la inclinación natural o el carácter propio.
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Facultad: capacidades específicas (memoria, entendimiento, voluntad).
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Coincidencia de contrarios: atracción por oposición, paradojas que ligan.
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Diversidad: variedad que estimula el interés y la unión.
11–20: Condiciones de mediación y circunstancia
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Mediación: el intermediario que facilita el vínculo (persona, cosa, símbolo).
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Favor o concurso de las circunstancias: el azar o la oportunidad propicia.
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Medios: instrumentos o canales concretos para ligar.
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Oportunidad: el momento adecuado (kairos).
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Diferencia: aquello que distingue y atrae por contraste.
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Diversidad de aptitudes: talentos complementarios que crean unión.
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Ubicación: el lugar físico o contexto espacial que favorece el vínculo.
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Predisposición: disposición interna, inclinación previa del alma.
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Diversidad de predisposiciones: variedad de disposiciones que se ajustan entre sí.
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Condición: estado particular (salud, ánimo, posición) que abre o cierra la posibilidad de ligarse.
21–30: Dinámicas prácticas y psicológicas
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Reacción: respuesta del otro frente al vínculo.
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Distinción: discernimiento que refuerza el valor de lo ligado.
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Ceguera o ignorancia: vínculos que se producen sin saber por qué.
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Laboriosidad: esfuerzo del vinculante para conocer y aplicar el arte de ligar.
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Armas: recursos internos, externos o superiores para conquistar el alma.
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Vicisitudes: cambios, fluctuaciones e inestabilidad de los vínculos.
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Ojos: perspicacia para captar las transformaciones del objeto.
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Astucias: estrategias y ardides para vencer resistencias.
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Escalas: gradación de pasos hacia el vínculo (percepción → conocimiento → conmoción → unión).
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Puertas: entradas sensibles e intelectuales (vista, oído, imaginación).
Las cosas o personas se vinculan de manera distinta: unas se mueven por la naturaleza, otras por el juicio y la prudencia, y otras por los usos y costumbres. Por eso el buen vinculante debe ajustar su estrategia: a los primeros, con símbolos y estímulos naturales; a los segundos, con razonamientos; a los terceros, con hábitos y necesidades inmediatas. Aquí se perfila una tipología de los sujetos según qué los mueve más, lo que convierte al vínculo en un arte de adaptación.
Bruno observa que cuanto más el alma se vincula a un objeto, más se desvincula de los otros. Una gratificación excluye otra: quien se entrega al placer del oído descuida el ojo; quien contempla atentamente pierde la escucha. De igual manera, el amor, la ira o la tristeza absorben el alma de tal forma que disminuyen su capacidad de ligarse a otras cosas. Este capítulo enfatiza la idea de que el vínculo es también absorción y exclusión: el alma arrebatada por algo queda indisponible para otras formas de ligamen.
Finalmente, Bruno clasifica a los vinculables según los niveles de su alma y sus objetos de deseo:
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Los contemplativos se vinculan a las cosas divinas, apartándose de lo sensible.
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Los voluptuosos se rebajan al disfrute de los sentidos (vista, tacto, placer).
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Las naturalezas medianas se inclinan a lo civil y lo social.
A cada grupo corresponde un tipo de vínculo: los contemplativos forman vínculos heroicos y se elevan hacia Dios; los voluptuosos se aferran al cuerpo; los intermedios oscilan entre lo alto y lo bajo. Aquí Bruno establece una jerarquía moral y filosófica de los vínculos, mostrando que no todos los hombres son igualmente vinculables a lo mismo, sino que cada cual se liga según su horizonte vital.
Bruno sostiene que el movimiento pertenece a todas las realidades compuestas y variables, como el alma y el espíritu, que sufren modificaciones constantes por efecto del deseo, del impulso o de la privación. Solo las sustancias simples son totalmente estables; las demás, en cambio, experimentan una alternancia entre vínculo y liberación. Por eso ningún vínculo es eterno: en la naturaleza se suceden los ciclos de unión y de ruptura, de prisión y libertad.
Esta condición no es un defecto, sino una ley natural. La naturaleza ama la variedad y el cambio, y el arte, que la imita, también debe alternar los modos y las formas de ligamen. De ahí que Bruno diga que los vínculos se ordenan en una “secuencia modular”: cada atadura se disuelve para dar paso a otra. Así, incluso cuando el alma desea liberarse de los vínculos, termina por encontrar en esa misma aspiración un nuevo modo de atarse. La tendencia a vincular y a liberarse es, en última instancia, parte del movimiento eterno del cosmos.
Afirma que cuanto más numerosos y complejos son los componentes de un ser, más abierto está a distintos tipos de vínculo. El placer humano, por ejemplo, no se limita —como el de las bestias— a un solo momento, a un solo individuo o a un solo sexo; puede expandirse en diversidad de experiencias. Esa indefinición es signo de superioridad, porque amplía la capacidad de relación.
Sin embargo, esta misma indefinición introduce una distancia entre niveles de ser: el hombre verdaderamente humano se distingue del bestial por su sensibilidad, pero el más sensible también es el más vulnerable a las emociones. En cambio, el hombre obtuso, carente de sensibilidad, es menos susceptible al vínculo. Bruno, en el fondo, describe un equilibrio entre sensibilidad y sabiduría: el alma debe ser lo bastante abierta para sentir los lazos del mundo, pero lo bastante lúcida para no ser arrastrada por ellos.
Orígen y relación de los vínculos
Bruno sitúa el origen del vínculo en una fuerza interna que él llama philautía o amor de sí. Todo ser desea conservar su estado actual y, al mismo tiempo, alcanzar una condición más perfecta. Esa doble tendencia —permanecer y superarse— es lo que hace que las cosas se vinculen. Si se extinguiera la philautía, las cosas se deslizarían al no ser, pero, encendida, las entrelaza naturalmente. De aquí se deduce que el fundamento de toda vinculabilidad es el deseo de ser y de perseverar en el ser, lo que en los seres racionales se traduce como amor propio y aspiración a la plenitud.
Observa en los seres vivientes las relaciones de amistad y enemistad, simpatía y antipatía, afinidad y diferencia. Estas corresponden a la variedad de vínculos posibles. Las realidades se relacionan según cierto orden o analogía, de manera que hay vínculos propios entre especies afines y otros que se extienden por semejanza o contraste. Así, el universo es un entramado de correspondencias, donde cada cosa tiene su modo particular de ser vinculada.
Distingue entre vínculos puros e impuros, según la materia y el tipo de deseo implicado. Las realidades más simples (por ejemplo, las espirituales o celestes) generan vínculos puros y duraderos, mientras que las más compuestas o materiales producen vínculos impuros o mezclados, sujetos al desgaste. Bruno recurre a Epicuro para ilustrar esto: el placer venéreo es impuro porque implica dolor y agotamiento. En cambio, los vínculos que se dan en las esferas divinas o en el orden cósmico carecen de agotamiento y se hallan en equilibrio perpetuo.
De esta diferencia se desprende que los vínculos humanos varían según el grado de pureza de la materia que los sostiene: los más elevados son los heroicos y contemplativos; los más bajos, los animales y pasionales.
Los niños, dedicados al crecimiento, son poco vinculables porque su energía vital está volcada a la nutrición y desarrollo. En cambio, los adolescentes y jóvenes poseen una gran capacidad de vinculación, especialmente erótica, por su vitalidad y la “novedad del placer”. En la madurez, los vínculos se estabilizan; en la vejez, cuando las energías declinan, se debilitan.
Temperamento
En cuanto a los temperamentos, Brunos señala que los melancólicos son los más propensos a la indignación, tristeza, voluptuosidad y al amor. Afines a ellos son los coléricos, los fogosos menos estimulables, los flemáticos son menos libidinosos, pero más estimulables a la gula. Ahora bien, cada un tiene su lugar:
- Melancólicos: vinculados a la imaginación
- Fogosos: emisión de esperma
- Flemáticos: riqueza humoral
- Coléricos: estímulos más intensos y agudos
Los vínculos no solo se producen dentro de una misma especie o entre seres semejantes, sino también entre especies diversas. Esta idea amplía la teoría del vínculo hacia una dimensión universal, donde toda forma de vida contiene en sí gérmenes de atracción hacia las demás.
Relación de los vínculos
Bruno ilustra esta afirmación con ejemplos tomados de la tradición literaria y mítica: Lesbia y su gorrión, Corinna y su perrito, Cipariso y su cierva, o el delfín y Arion, casos en los que el afecto o la admiración cruzan las fronteras naturales entre hombre y animal. Tales vínculos “célebres” son metáforas del poder afectivo que traspasa las barreras biológicas, mostrando que el amor, la compasión, la piedad o incluso la admiración y el odio pueden actuar como fuerzas de conexión trans-específicas.
Con tono deliberadamente enigmático, Bruno menciona además que calla lo que sabe sobre “la simpatía entre un hombre y un león” o “la familiaridad entre un niño y una serpiente”, insinuando que existen relaciones misteriosas, quizá ocultas o prohibidas, que escapan a la explicación racional. En ello se percibe la influencia del pensamiento mágico-natural renacentista, para el cual el universo está tejido por una red de simpatías y antipatías invisibles que comunican todos los niveles del ser.
Bruno afirma que aquello que vincula al alma —ya sea en el amor, el odio o el desprecio— es un misterio que excede toda explicación racional. La razón humana es incapaz de comprender plenamente por qué el alma se inclina con tanta fuerza hacia ciertos objetos o personas y rechaza a otros. Critica la interpretación de Adrastea, según la cual el amor surge como una “reminiscencia” de la belleza divina que el alma habría contemplado antes de encarnarse. Si bien Bruno acepta la existencia de una memoria del alma, señala que esta teoría no basta para explicar el fenómeno del cambio repentino: cómo puede el alma, sin mutar su esencia, pasar del amor al desprecio hacia el mismo objeto.
Se pregunta además por qué distintas almas se sienten irresistiblemente atraídas por objetos diferentes: lo que para uno es la cumbre de la belleza, para otro puede resultar detestable. En esta variabilidad de los vínculos se revela, según Bruno, la individualidad irreductible de cada alma, cuya sensibilidad, temperamento y disposición la llevan a responder de manera única ante los estímulos del mundo.
Características
Bruno critica la visión poética y superficial de Teócrito, quien atribuía los vínculos del amor y de los sentimientos a la fortuna o a una causalidad indeterminada. En oposición, afirma que aquello que parece “indefinido” es en realidad “oculto y determinado”: los sentimientos nacen de estructuras precisas, inscritas en la naturaleza o formadas por la costumbre. No son fruto del azar, sino de un tejido orgánico y psicológico que posee su propia ley.
Aquí Bruno vuelve sobre el error de los griegos y de algunos platónicos, que atribuían el amor y otros afectos a la fortuna o a la carencia de razón. Contra ellos, sostiene que el amor, lejos de ser irracional, es una forma de conocimiento: un modo intuitivo, inmediato y vivencial de captar lo real.
La inteligencia universal —dice— invade todas las cosas, encendiéndose en ellas según su grado de perfección. Por eso, en el hombre, el amor y los sentimientos son vías legítimas de saber, tanto como la razón discursiva.
Bruno distingue dos tipos de conocimiento:
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El discursivo, propio de la argumentación racional.
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El vinculante, que opera por simpatía, intuición o afecto.
Ambos coexisten, pero el segundo tiene prioridad cuando se trata de entender la naturaleza viva. Así, concluye que quien desee “ligar” debe comprender que la razón no basta: el conocimiento efectivo del vínculo es proporcional a la naturaleza del objeto, y en el ámbito amoroso, es el sentimiento el que conoce mejor.{
Bruno ilustra esto con un mito: una ninfa que atrajo a un cazador apasionado por la caza, distrayéndolo del amor mediante un instrumento que paralizaba a las bestias. Así también, un soldado puede ser seducido por la belleza de una armadura, desviando su impulso erótico hacia la guerra.
El vinculable
Sin conocimiento ni deseo, no hay posibilidad de ligazón espiritual. Toda vinculación requiere que el sujeto conozca y apetezca el bien o el ser al que se liga. Esta tesis reafirma el carácter racional del amor: no se trata de una fuerza ciega, sino de una orientación cognitiva del alma hacia aquello que percibe como digno.
Además, Bruno distingue los vínculos auténticos —espirituales o intelectuales— de los simples vínculos civiles o mágicos, indicando que estos últimos pertenecen a un nivel inferior del mismo principio universal. Con ello eleva el amor al rango de acto de conocimiento y participación ontológica.
Bruno establece que el vínculo perfecto es el que une todas las partes y potencialidades del ser, integrando su cuerpo, alma y espíritu. El vinculante —quien genera el lazo— debe penetrar hasta la raíz de las facultades del otro, enredándolo con múltiples vínculos hasta conducirlo a la perfección.
El proceso de vinculación es visto como una obra de integración ontológica: enlazar es conducir al otro a la unidad de su ser, eliminar las sombras, nutrir su espíritu y armonizar sus potencias. Por eso el vínculo más alto no es de dominación ni de deseo, sino de iluminación y plenitud mutua.
Bruno introduce aquí una paradoja profunda: quien vincula también queda ligado. No es posible atar sin ser atado, pues el vínculo, por su naturaleza, es recíproco. Sin embargo, distingue dos tipos de ligazón:
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Accidental, cuando ambos pueden ser vinculados por otro.
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Esencial, cuando el objeto solo puede ser vinculado por el sujeto que lo liga.
En este último caso, el vínculo es inevitable: quien ama queda ligado. Pero Bruno observa que el vinculante tiene cierta ventaja: puede dominar o resistir su propio vínculo, como quien conoce la ley de las cadenas que maneja.
En una comparación con Eros y Anteros, explica que el amante (Eros) liga, pero también queda ligado si es correspondido; cuando no lo es, el lazo se rompe en sufrimiento. Sin embargo, el amor no correspondido también pertenece al orden de la realidad, donde el vínculo subsiste como energía espiritual unilateral. Finalmente, en el plano social o retórico, Bruno afirma que “el orador no suscita pasión sin pasión”: el vínculo efectivo exige siempre una participación afectiva.
Bruno distingue entre los vínculos reales y los vínculos imaginarios o de opinión. Ambos poseen eficacia, pero de distinta naturaleza. La imaginación, dice, puede vincular verdaderamente por vía ilusoria, pues la creencia tiene poder ontológico: si alguien cree en el infierno, aunque no exista, experimentará su tormento real.
De esta manera, la fe y la imaginación son fuerzas vinculantes tan potentes como las causas naturales. El alma, incluso separada del cuerpo, puede seguir ligada a sus convicciones, porque la imaginación sostiene realidades intermedias entre lo físico y lo divino.
Bruno critica a los filósofos vulgares que desprecian este poder de la imaginación, recordando que “éramos niños e inexpertos cuando dominábamos mejor estas doctrinas”. Con esto sugiere que el conocimiento intuitivo y simbólico —propio de la infancia o de la mente poética— está más cerca de la verdad universal que la rigidez racional de los adultos.
El vínculo de Cupido
Bruno retoma la tradición pitagórica y platónica según la cual el vínculo de belleza es un rayo de luz o fulgor que atraviesa todos los niveles del ser: mente, alma, naturaleza y materia.
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En la mente, este rayo se manifiesta como orden y proporción.
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En el alma, como armonía y deseo de lo bello.
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En la naturaleza, como crecimiento y fecundidad.
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En la materia, como forma visible y atracción sensible.
Cada nivel refleja el mismo principio de unión, aunque con distinta pureza. En la mente el rayo es claro, en el alma límpido, en la naturaleza oscuro y en la materia más turbio. El amor, por tanto, atraviesa todas las jerarquías ontológicas, siendo un mismo fuego en diferentes grados de transparencia.
Bruno añade que este “rayo de belleza” no depende de la cantidad o del tamaño (un niño bello puede ser más atractivo que un adulto grande), sino de la proporción armónica de las partes. Así, el vínculo de Cupido se define como una simetría viva entre lo que atrae y lo que es atraído, donde la belleza no está en la figura aislada, sino en la relación entre proporciones.
Los platónicos sostenían que el amor surge de la proporción entre las partes del cuerpo; Bruno amplía esta idea y afirma que el vínculo nace de la correspondencia integral entre interior y exterior. La belleza no es solo una forma visible, sino la manifestación de una armonía interior.
Por ello, quien pretende comprender o provocar el vínculo debe atender tanto a la configuración del cuerpo como al movimiento del alma, la voz, el gesto y la palabra: todos estos elementos son expresiones de una misma disposición armónica.
El filósofo critica a quienes reducen la belleza a una cuestión puramente formal o material, recordando que la belleza verdadera está en la proporción espiritual, en la relación entre el “arrobador” y el “arrebatado”, el amante y el amado. La belleza y el amor son inseparables: el primero atrae y el segundo une.
Bruno reflexiona también sobre cómo la percepción del vínculo varía según la edad y la disposición del sujeto. Critica a los platónicos que condenaban la belleza juvenil o el amor hacia los jóvenes, afirmando que lo que cambia con la edad no es la belleza en sí, sino la manera de ser atraídos. El mismo color o forma puede producir efectos distintos en un anciano y en un adolescente, no por su naturaleza, sino por el contexto anímico de quien ama o contempla.
Así, el amor y la atracción no son fijos ni universales, sino relativos al alma que percibe. Bruno convierte este fenómeno psicológico en una ley metafísica: el vínculo de Cupido se adapta al temperamento y a la disposición interior del sujeto, revelando que la belleza no es un valor absoluto, sino una correspondencia dinámica entre las fuerzas del alma y las formas del mundo.
Bruno admite que no es tan difícil “vincular y desanudar” como descubrir el vínculo. Es decir, entender su naturaleza profunda es más arduo que crearlo o romperlo.
El amor, observa, suele formarse por casualidad más que por arte o naturaleza. A veces el amante cree estar ligado por los ojos, las mejillas o la boca del amado, pero esos rasgos visibles son efímeros y engañosos: pueden, incluso, deshacer los lazos que parecían indisolubles.
El filósofo advierte así que el vínculo amoroso no reside en una parte fija del cuerpo, sino en una disposición interior del alma que proyecta su deseo sobre el cuerpo. Por eso, el amor puede nacer de un impulso corporal y luego desvanecerse al entrar en juego el juicio o la experiencia.
Bruno describe este fenómeno con una gran intuición psicológica: muchas veces nos “consumimos de amor” por un contacto o impresión física, pero, una vez observados los modos o escuchadas las palabras del otro, los vínculos de Cupido desaparecen.
Bruno distingue aquí dos tipos de Cupido:
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El Cupido superior, que obra a través de las formas simples y espirituales.
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El Cupido inferior, que actúa mediante realidades compuestas y yuxtapuestas, es decir, los cuerpos y los afectos sensibles.
El vínculo de este “Cupido más bajo” captura al alma por los aspectos múltiples y materiales del ser amado, no por su forma pura. En cambio, los “entidades simples y absolutas”, como Dios o las ideas eternas, apenas afectan al alma vulgar, porque su belleza no se percibe por los sentidos sino por la inteligencia.
Aquí, Bruno ofrece una crítica filosófica a quienes niegan la belleza divina por considerarla carente de forma: su error, dice, está en confundir lo bello en sí con lo bello para nosotros. Dios es el principio y fin de toda belleza, pero solo puede ser percibido como tal por una mente educada en la contemplación.
En cambio, los hombres ordinarios dejan sus vínculos al azar, atraídos por la costumbre, la ocasión o la apariencia. Su amor no surge del arte ni del entendimiento, sino de la debilidad de inteligencia, que los hace esclavos de lo sensible y de la fortuna.
En este capítulo, Bruno enumera los principales modos en que el amor ata a los hombres. Sin multiplicar las categorías, indica que los vínculos surgen de:
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la forma y proporción corporal,
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el porte y el movimiento del cuerpo,
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la armonía entre voz y argumento,
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la coherencia de los gestos y los modos,
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la fortuna y las simpatías accidentales.
Estas simpatías no se limitan a los humanos: también vinculan al hombre con los animales y a los animales entre sí. Bruno menciona ejemplos extraños —el niño con la serpiente, el cordero con el lobo— para mostrar que el vínculo es una ley universal de atracción que atraviesa todas las especies.
Asimismo, los olores, sabores y sonidos producen vínculos específicos, agradables o repulsivos, revelando que el amor actúa en todos los sentidos.
Finalmente, Bruno aplica este análisis al plano social: las relaciones humanas también se rigen por afinidades culturales y temperamentales. Un italiano no ama ni se comunica del mismo modo que un alemán; la forma de hablar, los gestos y la elegancia son también vínculos de simpatía civil. El sabio, por tanto, debe aprender a reconocerlos y manejarlos con arte, del mismo modo que un cazador entiende las trampas de su presa.
Fisiología y psicología
Bruno declara que los sentidos son las verdaderas puertas por las cuales los vínculos del amor penetran en el alma. Cada sentido cumple la función de un canal o vía de acceso por donde Cupido lanza sus flechas. Entre ellos, la vista ocupa el lugar principal y más noble, pues es el sentido que abarca mayor distancia y permite captar la forma y el orden de las cosas.
Sin embargo, los otros sentidos también tienen poder vinculante, cada uno en relación con la naturaleza del objeto amado:
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El tacto vence por la suavidad de la carne.
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El oído, por la armonía de la voz.
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El olfato, por el perfume y la respiración.
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El alma, por la música del comportamiento.
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El intelecto, por la claridad de las demostraciones racionales.
Bruno observa que diferentes personas son más vulnerables a distintos “canales” de vínculo: hay quienes son dominados por la belleza visible, otros por el sonido, otros por la inteligencia o por el carácter. Esto significa que no existe un solo modo de amar, sino múltiples formas de ser capturados por la belleza según la disposición de cada sujeto.
El filósofo concluye con una idea clave: “No se da a partir de todas las cosas el vínculo del mismo modo, ni del mismo modo a todas se aplica.” Es decir, el amor no es una fórmula fija sino una relación dinámica entre la naturaleza del objeto y la del sujeto. Con esta observación, Bruno transforma el estudio del amor en una ciencia de la diversidad perceptiva, donde cada alma ama a través del sentido que más corresponde a su temperamento.
Bruno extiende su análisis: así como existen diversos géneros de belleza, existen también tantos géneros de vínculos. Cada especie o tipo de ser se ata a lo que corresponde a su naturaleza: el hambriento al alimento, el sediento a la bebida, el impulsado por el deseo sexual a Venus, el contemplativo al arte o a la sabiduría.
De este modo, el amor es un movimiento universal del alma hacia lo conveniente, y su objeto varía según la disposición del amante.
Bruno ofrece ejemplos de sorprendente amplitud:
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El matemático se liga a las cosas abstractas.
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El práctico a las concretas.
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El ermitaño sueña con una belleza lejana.
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El hombre de familia se une a una belleza presente.
En todos los casos, el vínculo responde al género y al estado del individuo: el joven, el adulto, el anciano, el erudito o el ignorante aman de modos distintos. Además, dentro de cada especie singular se multiplican las variaciones: el amor no se da igual entre todos los hombres ni hacia todas las mujeres. Lo que en una edad o condición resulta atractivo, en otra puede resultar repulsivo. Así, Bruno observa que la muchacha encanta por su sencillez y recato, pero si esas mismas cualidades aparecen en un adulto, producen desagrado.
Con ello, Bruno revela una concepción relacional y evolutiva del amor: el vínculo no depende solo del objeto, sino también del contexto anímico y vital del sujeto que ama. No existe un amor “universal” en su forma concreta, sino una ley universal de la diversidad amorosa, que se manifiesta en cada ser según su especie, edad, experiencia y modo de percibir.
Por un lado, toda cosa desea mantenerse en su estado actual, y por otro, desea alcanzar su perfección o cumplimiento. Esta tensión entre la conservación y la aspiración al bien mueve a todos los seres, y es el principio que los hace “vinculables”. Bruno llama a este impulso philiautía, es decir, amor hacia uno mismo, una tendencia natural del ser a afirmarse y a conservar su propio modo de existir. De ahí que el vínculo no nazca de una imposición externa, sino del dinamismo interno del ser mismo, de su deseo de permanecer o alcanzar su plenitud.
Este amor propio no se presenta como egoísmo, sino como fuerza generadora de relaciones. Cuando la philiautía está viva, las cosas se enlazan más fácilmente entre sí, buscando en otras aquello que las complementa. En cambio, si se extinguiera ese amor natural, todo tendería al aislamiento, al desligamiento y a la muerte. Bruno ve en esta autoconservación la raíz de la simpatía universal, pues toda criatura se mantiene en el ser mediante un equilibrio entre su deseo de persistir y su apertura hacia otros seres. Por eso, la vinculabilidad no es un accidente, sino una propiedad ontológica: todo lo que existe participa en una red de amor cósmico que lo liga con lo demás, según su propio grado de perfección.
Bruno aplica este principio a los seres vivos, en quienes la vinculación adopta formas visibles: la amistad, la enemistad, la simpatía, la antipatía, la afinidad o la diferencia. Estas no son simples emociones, sino expresiones del orden natural por el cual las cosas semejantes se atraen y las contrarias se repelen, manteniendo así la armonía del universo. La analogía entre lo natural y lo humano es constante: los vínculos que observamos en la naturaleza —como entre imanes, plantas o animales— tienen su reflejo en las relaciones humanas, donde las afinidades espirituales o afectivas reproducen las leyes de correspondencia que rigen el cosmos.
Bruno distingue entre vínculos puros e impuros, simples y mixtos, según la composición de las realidades que los sostienen. Los placeres del cuerpo, por ejemplo, pertenecen al orden de los vínculos impuros, pues involucran una mezcla de deseo, dolor y agotamiento. En cambio, los vínculos espirituales o intelectuales, como los que surgen entre almas afines o entre el pensamiento y la verdad, son puros, porque no se agotan ni producen pesar. Aquí Bruno cita a Epicuro, pero lo corrige: incluso los placeres corporales pueden contener un principio espiritual si no se reducen al goce efímero, sino que se integran al amor por la forma o la belleza que los inspira. Los vínculos, entonces, son tantos como las combinaciones posibles de materia y espíritu en el universo.
Los niños, dice Bruno, están menos sujetos a los vínculos de las pasiones naturales porque toda su energía está dirigida al crecimiento, a la formación de su estructura vital. Solo hacia la madurez, cuando la naturaleza se estabiliza y las fuerzas vitales se orientan hacia la reproducción y la contemplación, se alcanza la verdadera “vinculabilidad”. Los jóvenes, por su parte, experimentan un erotismo más ardiente, pues la novedad y la abundancia seminal intensifican el deseo, mientras que en la vejez, con el agotamiento de las energías, los vínculos se vuelven más difíciles o menos fuertes. Esta gradación biológica no es solo física, sino simbólica: refleja el ciclo de toda pasión y la manera en que los vínculos —amorosos, intelectuales o espirituales— surgen, se intensifican y declinan con el tiempo.
Así como los dioses mitológicos Orfeo y Mercurio representan la capacidad de encantar y comunicar, Bruno los eleva a símbolos del poder unitivo que subyace en toda la realidad. El vínculo es una potencia divina que mantiene la armonía del universo y refleja la estructura misma de la mente divina: es el lazo que une lo múltiple con lo uno. Por ello, el ser humano, en tanto microcosmos, participa de esta fuerza cuando ama, conoce o actúa conforme al orden cósmico.
En el efecto principal del vínculo, Bruno sostiene que todo vínculo verdadero tiende a la unificación. En su raíz, hay un único vínculo que hace que todas las cosas sean una sola cosa, aunque se manifieste con diversos rostros y grados según las criaturas. El amor, que es para él el más alto de los vínculos, actúa como impulso de retorno hacia la unidad primordial. Este amor no se limita al deseo humano, sino que se extiende al dinamismo ontológico de todo lo que existe. Bruno subraya que cada cosa ama aquello que le corresponde por naturaleza, y que en ese impulso amoroso se da el tránsito perpetuo entre posesión y pérdida, concentración y dispersión, plenitud y empobrecimiento. Así, el vínculo revela el ritmo vital del universo: una respiración eterna de unión y separación que mantiene viva la totalidad.
Bruno concibe el vínculo como una ley universal que articula el movimiento de las cosas en el universo. Todo ser participa de un sistema de relaciones recíprocas en el cual lo superior se comunica con lo inferior y viceversa, de manera semejante a una correspondencia analógica entre niveles del ser. El universo entero se presenta como una red de vínculos que aseguran su armonía dinámica. Las cosas, incluso las más distantes, están entrelazadas mediante mediaciones que traducen la acción divina al mundo material. De este modo, las jerarquías naturales no son estáticas, sino que se comunican mediante flujos de energía o “rayos” que van del Uno hacia la multiplicidad y de la multiplicidad de nuevo hacia el Uno. Esta circulación constituye la base ontológica de la vinculación universal y explica la interacción entre las esferas cósmicas y los individuos.
La grandeza del vínculo, señala Bruno, procede de una fuerza divina, identificada con la potencia originaria que rige el cosmos. En esta dimensión, los dioses Orfeo y Mercurio simbolizan la función mediadora y la potencia comunicativa del vínculo. Bruno entiende que el amor cósmico, o “Eros universal”, es el principio de cohesión de todo lo existente: une lo múltiple en la unidad y lo imperfecto en el deseo de perfección. La fuerza vinculante es, por tanto, el alma del universo que mantiene en correspondencia los elementos contrarios, transformando la diversidad en armonía. De ahí que el filósofo considere al vínculo una participación en el poder divino, una proyección de la inteligencia universal sobre las cosas particulares.
El efecto principal del vínculo, continúa Bruno, es convertir la multiplicidad de las cosas en una sola realidad viviente, en la que lo superior e inferior, lo activo y lo pasivo, se integran en una misma continuidad. El vínculo no destruye la diversidad, sino que la hace coexistir en el seno de una unidad dinámica. Así, cuando el amor opera, las cosas conservan su individualidad, pero también su tendencia a disolverse en el objeto amado. El vínculo es entonces el movimiento mismo del deseo que busca perpetuar la unión: aquello que ama se transforma en lo amado, y el universo entero es el teatro de esa continua conversión entre sujeto y objeto, entre deseo y realización. Por ello, Bruno afirma que la pérdida y la posesión se confunden en la dinámica amorosa del cosmos: desear es ya poseer en acto.
La calidad del vínculo introduce una reflexión más metafísica: el vínculo no es bello ni bueno en sí mismo, sino que constituye el medio a través del cual las cosas se orientan hacia el bien y la belleza. El vínculo es participación del ser en el bien y del bien en el ser, y por tanto actúa como mediador entre la potencia deseante y el objeto deseado. La materia misma, aunque carente de forma, posee en su seno los gérmenes de todos los vínculos, pues contiene la posibilidad de toda unión y transformación. Bruno critica la visión aristotélica que considera la materia “fea” o “mala”; para él, esa materia es más bien el principio del dinamismo universal, el receptáculo que aspira continuamente a la forma y al bien. En ella viven en potencia todos los vínculos posibles, susceptibles de ser actualizados por el arte o la inteligencia.
En la universalidad del vínculo, Bruno eleva esta doctrina a una dimensión teológica. Todo vínculo es, en última instancia, manifestación del amor divino que actúa como principio de unión y perfección. El amor no es mero sentimiento, sino el impulso ontológico que mueve a todas las cosas a participar en el ser. Así como la materia aspira a la forma, todo lo imperfecto tiende hacia lo perfecto, y ese movimiento es amor. En este sentido, el amor universal y el vínculo coinciden con el principio de la naturaleza misma: sin ellos no habría orden, copulación ni permanencia. En el cosmos bruniano, el vínculo amoroso constituye la fuerza que unifica la totalidad del ser, y su grado de intensidad determina la jerarquía y el movimiento de las cosas. Por eso, Bruno termina asociando el vínculo con la divinidad misma, que es tanto fuente como término de todo deseo, identificando la “materia universal” con el fundamento eterno al que algunos —dice— llaman Dios.
Afirma que el vínculo de Venus, es decir, el amor, es el más poderoso de todos los vínculos. No obstante, este amor incluye en su misma sustancia el odio, porque amar una cosa implica necesariamente despreciar o rechazar su opuesto. El amor y el odio son, entonces, dos polos de una misma fuerza vinculante. Desde esta perspectiva, el amor domina y disuelve los demás vínculos, porque su potencia unificadora es superior a las demás pasiones. Pero esa fuerza también puede ser destructiva: el deseo apasionado consume al ser, como el fuego a su combustible. Bruno muestra además que, según el temperamento del individuo, el vínculo amoroso se experimenta de manera distinta: el flemático lo vive como quietud, mientras que el colérico lo percibe como un fuego vehemente. La energía del amor, por tanto, se adapta a la naturaleza del sujeto, revelando su condición universal pero diferenciada.
Afirma que, al igual que las semillas no germinan en cualquier momento ni en cualquier terreno, los vínculos tampoco surgen eficazmente en cualquier circunstancia. Cada vínculo requiere su tiempo y lugar adecuados, así como la disposición apropiada del alma o del cuerpo del destinatario.
No hay vínculos puramente naturales ni puramente voluntarios, ya que la voluntad participa siempre del intelecto y este a su vez del deseo. De aquí se deriva una doctrina del equilibrio entre naturaleza y razón: los sabios no prohíben amar, sino amar irracionalmente. En cambio, los ignorantes —que no comprenden la ley natural— condenan el amor mismo. Bruno denuncia esta hipocresía moral al sostener que cuanto más se corrompe la razón, más se pervierte también la naturaleza; y que los hombres que no saben amar conforme al orden natural y racional no se elevan, sino que descienden por debajo de su propia dignidad humana. Así, el amor racional y natural no es una desviación, sino una vía de ascenso hacia lo divino, mientras que su negación es una caída hacia lo bestial.
Bruno distingue tres clases de vínculos: los naturales, los racionales y los voluntarios. Ninguno de ellos es absolutamente puro, porque la voluntad participa siempre del intelecto y de la naturaleza. El vínculo natural es instintivo, propio del cuerpo y los sentidos; el racional proviene del entendimiento; el voluntario, del acto consciente de elegir. Los tres se apoyan en una raíz común, que es el deseo natural de unión. Sin embargo, los hombres pueden corromper este principio cuando aman irracionalmente, contrariando la ley de la naturaleza. Las leyes de los sabios, dice Bruno, no prohíben amar, sino amar mal. Así, la corrupción de los vínculos refleja la corrupción de la razón: cuanto más se degrada el entendimiento, más se pervierte el amor, y el hombre, olvidando su naturaleza divina, desciende por debajo de la bestia.
El proceso de vinculación, según Bruno, sigue una escala de intensificación que los platónicos ya habían descrito. Primero, el alma es atraída por los sentidos; luego, por la belleza; después, se inflama en deseo y se eleva hacia lo inteligible. En los grados superiores, el alma se incorpora y se confunde con el objeto amado, asumiendo sus cualidades. Este movimiento culmina en la metamorfosis, donde el amante se transforma completamente en lo amado. Bruno identifica esta dinámica con el desarrollo del propio Cupido: su nacimiento, crecimiento, iluminación, dominio y triunfo. En la cima de la ascensión, el alma deja de amar como acto hacia otro y se convierte en amor mismo. Es el tránsito del eros humano al eros cósmico, en el cual el alma se vuelve transparente a la divinidad.
Bruno describe los fundamentos de esta ascensión en tres niveles: el cuerpo, el alma y el espíritu. Cupido nace en el cuerpo, alimentado por los placeres sensibles; crece en el alma, nutrido por la imaginación y la meditación sobre lo bello; y reina en el espíritu, cuando el alma abandona su individualidad y vive en el ser amado. En ese punto culminante, el amante muere para sí mismo y vive en otro. Este es el sentido de las metamorfosis míticas que Bruno cita —Júpiter transformado en toro, Apolo en pastor—, símbolos de la transmigración del deseo hacia formas más elevadas. La pasión se convierte así en un principio de conocimiento: el alma aprende a través del amor, y el amor, a través del alma. En última instancia, amar es una forma de participar en el movimiento eterno de la vida que pasa de una forma a otra sin cesar.
Los lazos verdaderos —aquellos que realmente unen a los seres humanos— no nacen del interés ni del intercambio mercantil, sino del gesto gratuito. Regalos, favores, actos de cortesía y honores pueden tener fuerza vinculante, pero solo cuando no persiguen una ganancia o compensación.
El amor no puede reducirse a una economía de equivalencias: cuando se percibe que una ofrenda es “para comprar”, el vínculo se destruye, pues la evidencia del cálculo revela una intención interesada. Bruno muestra aquí una ética del vínculo basada en la gratuidad y la nobleza del don, donde la verdadera unión surge del desprendimiento. El amor que espera recompensa se convierte en mercancía, y lo que debía atraer se convierte en causa de desprecio.
Bruno describe los vínculos más eficaces como aquellos que se producen por acercamiento de los contrarios. La unión no se da entre iguales, sino cuando uno posee lo que al otro le falta: el alma humilde encadena al alma soberbia, porque el soberbio ama ser admirado por quien lo considera grande.
El ejemplo de Bruno es psicológico y simbólico: la humildad alimenta la soberbia porque esta se complace en ser reconocida. En cambio, desprecia la alabanza de los pequeños, porque no la considera valiosa. Esta observación sobre la naturaleza humana muestra cómo los vínculos funcionan por correspondencias inversas, por compensaciones de deseo y carencia.
Del mismo modo, el guerrero se deja atraer por el reconocimiento de su fuerza, y el filósofo por el elogio de su sabiduría. El arte de vincular consiste, entonces, en comprender la debilidad o el punto sensible del otro, aquello por lo cual se siente superior y digno de estima. Bruno transforma así la idea de vínculo en una forma de conocimiento práctico del alma: saber cómo ligar implica saber cómo funciona el orgullo, el deseo y la necesidad de reconocimiento.
Bruno eleva el vínculo al plano de la reciprocidad espiritual. Los vínculos generan un deseo de gratitud mutua, una especie de equilibrio moral entre quien ama y quien es amado. Para ilustrarlo, Bruno recurre a la metáfora de la deuda amorosa: el amante siente que ha entregado su alma y exige su restitución, pues vive “muerto en su propio cuerpo” y “en el cuerpo ajeno”.
El vínculo amoroso se convierte aquí en una comunión ontológica, donde el alma del amante y la del amado se mezclan. La queja y el lamento del amor son, por tanto, expresiones de ese desequilibrio momentáneo que surge cuando la unión se interrumpe. Si uno de los amantes se muestra descuidado o distante, el otro siente que su propia alma ha sido sustraída.
Bruno concluye —antes de la interrupción del manuscrito— afirmando que el vínculo amoroso tiene una dinámica de don y reclamo, de entrega y restitución. Es un movimiento perpetuo entre dos almas que buscan reencontrarse en una unidad perdida. Así, el amor no solo liga: también exige fidelidad ontológica, pues vivir en el otro implica compartir su destino.
Conclusión
En De los vínculos en general, Giordano Bruno concibe el universo como una vasta red de correspondencias en la que todo ser —divino, natural o humano— participa de una misma fuerza de atracción. El vínculo no es solo una relación afectiva o social, sino una ley ontológica que mantiene unida la totalidad del ser, manifestándose en distintos grados: desde el amor y la belleza hasta la simpatía natural y el deseo de conocimiento. Así, vincular equivale a participar en la dinámica divina del cosmos, donde cada cosa busca su perfección uniendo lo que le falta con lo que la complementa. El amor —el vínculo supremo— une, transforma y eleva; pero también revela la fragilidad de toda unión, sujeta al tiempo, al temperamento y a la diversidad de las almas. En este tratado, Bruno convierte el arte de los vínculos en una metafísica del deseo y del conocimiento: comprender cómo se liga es comprender cómo todo existe.
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