domingo, 16 de noviembre de 2025

Mitología Egipcia

La mitología egipcia es uno de los sistemas religiosos más antiguos y sugerentes del mundo, un universo simbólico donde dioses solares, fuerzas naturales y espíritus protectores explican el origen del cosmos, el orden social y el destino del alma. Sus relatos —desde la creación surgida del océano primordial hasta la resurrección de Osiris y el triunfo de Horus sobre el caos— revelan una visión profundamente unida a la naturaleza y a la noción de Maat, la armonía que sostiene el mundo. Explorarla es adentrarse en una tradición que combina poesía, teología, magia y filosofía, y que aún hoy sigue fascinando por su riqueza y misterio.

MITOLOGÍA EGIPCIA

Introducción

La mitología egipcia debe abordarse no como un conjunto fijo de historias aisladas, sino como un tejido simbólico que expresa la forma en que los antiguos egipcios comprendían el mundo, el poder, la naturaleza y la muerte. Cada mito, cada dios y cada imagen responde a un contexto ritual, político o teológico específico, y su sentido cambia según la región, el templo o la época. Por eso, estudiarla exige mirar más allá de los relatos conocidos —como Osiris o Ra— para entender sus múltiples versiones, la función del faraón como garante del orden cósmico, y la centralidad de Maat como principio de armonía universal. Solo así es posible apreciar esta tradición en toda su profundidad, evitando lecturas simplistas y reconociendo que su verdadero valor está en su complejidad y en la forma en que unió religión, filosofía y vida cotidiana durante milenios.

Escuelas

Cuando uno habla de “mitología egipcia” en realidad está hablando de varias escuelas teológicas distintas, cada una surgida en una ciudad importante y con su propio modo de explicar la creación, el funcionamiento del cosmos y el origen de los dioses. Egipto no tuvo un libro sagrado unificado; tuvo templos, sacerdotes y centros religiosos que desarrollaron tradiciones paralelas. Estas versiones no se contradicen en un sentido hostil: se solapan, dialogan, se influyen y, con el tiempo, se combinan. Cada escuela proyecta la identidad política y espiritual de su ciudad. Por eso, conocer estas escuelas es esencial para comprender por qué existen varias narraciones sobre la creación del mundo, el nacimiento de los dioses o el surgimiento de la humanidad.

La Escuela de Heliópolis es una de las más antiguas y más influyentes. Allí se creó la cosmogonía del Enéada, encabezada por Atum y seguida por Shu, Tefnut, Geb, Nut y los cuatro hijos de Nut (Osiris, Isis, Seth y Neftis). Esta visión enfatiza el surgimiento del mundo desde el Nun mediante la auto-generación de Atum, y pone en el centro al sol como fuerza ordenadora. Es una teología profundamente vinculada al faraón, porque Osiris y Horus aparecen aquí como modelos del rey vivo y del rey muerto. La Escuela de Heliópolis define la estructura genealógica clásica del panteón egipcio.

La Escuela de Menfis presenta una visión más intelectual y casi filosófica. Su dios principal es Ptah, creador mediante la mente y la palabra. Según esta teología, Ptah forma el mundo con el “corazón” (la mente) y con la “lengua” (el habla). Todo existe porque Ptah lo piensa y lo pronuncia. Es una teología muy distinta a la heliopolitana, porque no depende de genealogías divinas, sino de un principio creador abstracto. Menfis, capital política y artística durante largos periodos, desarrolló esta cosmovisión para reforzar la centralidad de Ptah como patrón de artesanos y arquitectos, pero también como principio creador universal.

La Escuela de Hermópolis es la que propone la célebre Ogdóada, los ocho dioses primordiales: Nun y Naunet, Heh y Hehet, Kek y Keket, Amon y Amunet. En esta versión, la creación no surge de un dios individual, sino del equilibrio —o desequilibrio— entre las fuerzas primordiales del caos. A partir de esas fuerzas, aparece el primer montículo o el huevo cósmico, del que nace el sol. Aquí el creador es un resultado, no un punto de partida. Por eso esta versión explica muy bien la naturaleza cíclica del cosmos egipcio: el orden nace del caos, pero el caos nunca desaparece.

La Escuela de Tebas combina elementos de las tradiciones anteriores, pero coloca a Amón como dios supremo. Amón es “el Oculto”, el que no se ve pero se siente, y que puede fusionarse con Ra para formar Amón-Ra, rey de los dioses. La teología tebana es más política que cosmogónica, porque surge en una época en que Tebas se vuelve centro de poder. Su visión del creador enfatiza la trascendencia y el misterio divino, mostrando a Amón como un dios que no necesita genealogía para existir. Aún así, adopta elementos de Heliópolis y Menfis y los reinterpreta en clave tebanizante.

La Escuela de Elefantina, en la frontera sur, desarrolla una cosmogonía centrada en el Nilo. Su tríada —Jnum, Satis y Anuket— explica el origen del mundo y de la vida a partir del agua que fluye desde el sur. Jnum moldea a los seres humanos en su torno de alfarero, Satis dirige las aguas de la inundación, y Anuket personifica el abrazo fecundo de la corriente. Esta visión es más terrenal y más geográfica: el origen del cosmos se entiende desde la experiencia concreta del Nilo como fuente de vida.

En conjunto, estas escuelas no compiten entre sí; se suman. Los egipcios no esperaban coherencia absoluta: aceptaban que el mundo es demasiado grande para una sola explicación. Por eso podían convivir Atum, Ptah, Amón, Jnum y el huevo cósmico sin conflicto teológico. Cada escuela expresaba un aspecto de la verdad divina desde su ciudad, su historia y su mirada del mundo.

Corpus teológico

La mitología egipcia nunca tuvo un “libro sagrado” único, sino un conjunto de textos que, a lo largo de más de dos mil años, fueron construyendo la visión religiosa del país. Los más antiguos son los Textos de las Pirámides, inscritos en las cámaras funerarias de los faraones del Reino Antiguo. Allí se narran las primeras cosmogonías, los himnos al sol, el papel de Atum, Ra y Khepri, y las fórmulas que permiten al rey ascender al cielo. Esta es la base de toda la teología egipcia: un universo que nace del Nun, que se ordena mediante la Maat y que se renueva eternamente.

Con el paso del tiempo surgen los Textos de los Sarcófagos, que democratizan la religión funeraria. Ya no solo el rey, sino también personas comunes, pueden acceder a la vida eterna. Estos textos amplían la mitología: profundizan en el Duat, narran episodios del ciclo de Osiris, describen peligros, hechizos, guardianes y paisajes del más allá. Aquí comienza a tomar forma la idea de un viaje espiritual que el difunto debe atravesar con ayuda de los dioses.

Más tardíamente aparece el Libro de los Muertos, llamado por los egipcios “El Libro de la Salida al Día”. Es una recopilación flexible de fórmulas, himnos e instrucciones para guiar al alma en su renacimiento. En sus páginas se encuentra la escena del pesaje del corazón ante Osiris, el papel de la Maat, el uso de amuletos como el Ojo de Horus y el escarabajo, y la promesa de que el difunto puede renacer igual que el sol. Es, de algún modo, la síntesis más popular del pensamiento religioso egipcio.

Junto a estos textos funerarios existen grandes obras de cosmología visual, como el Libro del Amduat, que describe la travesía del sol por las doce horas de la noche. Es una obra clave para entender la renovación diaria del cosmos y la lucha contra Apep, la serpiente del caos. El Libro de las Puertas y el Libro de las Cavernas continúan esta visión al detallar los distintos reinos, guardianes y misterios del más allá, mostrando una geografía sagrada donde Osiris y Ra se encuentran y se funden. En ellos se refuerza la idea de que la eternidad es movimiento, vigilancia, purificación y renacimiento.

Los himnos solares, los textos grabados en templos y los relatos rituales preservan las enseñanzas de las grandes escuelas teológicas de Heliópolis, Hermópolis, Menfis y Tebas. En estos fragmentos dispersos se explican las distintas teorías de la creación, las fusiones divinas como Amon-Ra y Atum-Ra, la historia de la diosa lejana y el papel del faraón como mediador del orden cósmico. No son “libros” en el sentido moderno, pero juntos forman una tradición viva que explica el origen del mundo, el papel de los dioses y el destino del alma.

Nun

El punto de partida para comprender la mitología egipcia es el Nun, el océano primordial sin forma del que todo emerge y al que todo podría regresar. No es un “antes” temporal, sino una condición eterna de potencialidad desde la cual surge el orden del mundo. Eran también llamadas ''las aguas del caos''. Reinaba la oscuridad y el silencio. 

El inicio de toda la mitología se remonta a lo que ocurre luego de que en el Nun comenzaran a gestarse diversos acontecimientos. De ahí se divide en diversas teorías de diversas escuelas. 

Teoría Heliopolitana

Esta es la escuela del templo de Ra en Heliópolis.

En un determinado momento, un monte se elevó de las aguas del Nun. A este pedazo de tierra se le llamó ''Montículo Primordial'' y con el tiempo se le dio el nombre de ''Benben''. Luego, una deidad que estaba latente en las aguas, de pronto, decide emerger y manifestarse. En realidad, el montículo existió porque era la volutnad de Atum de manifestarse.

Teoría Hermopolitana

En Hermópolis, la creación no la inicia un solo dios, sino un grupo de ocho deidades primordiales, llamadas Ogdoadas, organizadas en parejas masculinas y femeninas. Cada pareja representa un aspecto del caos anterior al mundo:

  • Nun y Naunet: las aguas primordiales

  • Heh y Hehet: lo infinito

  • Kek y Keket: la oscuridad

  • Amun y Amaunet: lo oculto

Estas fuerzas del caos cooperan para que surja el montículo primordial y, desde él, aparece el sol, a veces como un huevo cósmico o como el ave Bennu. Esta teología explica que el orden nace de la interacción entre múltiples potencias del caos.

Naunet era el aspecto femenino o la consorte de Nun. De cierta forma, Naunet era representada con cabeza de serpiente.

Heh encarna lo infinito y lo ilimitado, aquello que no puede ser calculado ni dividido. Su presencia en la Ogdóada expresa la idea de que, antes de que haya creación, no existe orden, ni tiempo, ni contorno: todo es vasto, ilimitado, sin estructura. Es aquel que permite el surgimiento del montículo primordial. Hehet era su contraparte femenina.

Kek es la personificación masculina de la oscuridad primordial dentro de la teología hermopolitana. Su papel es fundamental para entender cómo los egipcios concebían el estado anterior a la creación: un mundo sin luz, sin diferenciación y sin posibilidad de percepción. Kek no representa la oscuridad como algo maligno, sino como la condición natural anterior al amanecer cósmico, el espacio donde aún no ha surgido la claridad que permitirá la existencia del orden.

Junto a su contraparte femenina, Keket simbolizan que antes de la primera luz existía una oscuridad total que contenía en sí misma la posibilidad del surgimiento del sol. Esta oscuridad no es ausencia estéril, sino potencial fértil: es el punto de partida desde el cual la luz adquiere sentido cuando aparece.

Amón y Amaunet forman la cuarta pareja de la Ogdóada hermopolitana, el grupo de ocho deidades que representan los distintos aspectos del caos primordial anterior a la creación. Mientras Nun y Naunet simbolizan las aguas, Heh y Hehet la infinitud, y Kek y Keket la oscuridad, Amón y Amaunet encarnan lo oculto, aquello que existe pero permanece invisible, inaccesible y no manifestado. Su nombre mismo, I͗mn, significa “el Oculto”, y este rasgo define su función: representan el poder creador que todavía no ha mostrado su rostro al cosmos.

Amón no es todavía el gran dios estatal del Reino Nuevo, sino una potencia primordial sin forma ni rostro, una fuerza latente que se encuentra escondida dentro del Nun. Representa aquello que existe sin ser visto, la semilla del acto creador que aún no se revela. Su contraparte femenina, Amaunet, completa este principio como la dimensión receptiva y velada de lo oculto. Juntos, forman el aspecto más profundo y misterioso del caos: lo que está presente y, sin embargo, permanece sin manifestarse.

El Gran Ganso

Otra historia nos habla del Gran Ganso que se posó en el Montículo Primordial. Ahí depositó un huevo del cual nació el ave Bennu. El Bennu es una ave primordial, descrita generalmente como una garza real (a veces como una ave pescadora o un ibis), que desempeña un papel central en el momento inicial de la creación. Su nombre proviene de la raíz egipcia wbn, que significa “brillar”, “levantarse”, “surgir”, como el sol cuando amanece.

Desde allí:emite el primer grito que rompe el silencio del caos o libera la primera luz que anuncia el amanecer cósmico. Algunos textos dicen que Bennu es la “ba” (alma) de Ra o de Atum, lo que significa que es la manifestación espiritual inicial del creador antes de tomar forma más estable.

Por eso Bennu es el símbolo mismo del renacimiento, de la primera luz que emerge de la oscuridad primordial, y de la energía vital que inicia la creación. 

El Loto

Del Nun emergió un loto azul (Nymphaea caerulea), la flor que se abre con la luz del amanecer y se cierra al anochecer. Su comportamiento natural lo convirtió en símbolo perfecto del renacimiento solar.

Cuando el loto primordial abrió sus pétalos, reveló en su interior al niño solar, una manifestación luminosa del primer amanecer del mundo. En algunas versiones este niño es Ra, apareciendo como recién nacido, mientras que en otras es Nefertem, el joven dios asociado a la belleza, el perfume y la primera luz. Nefertem es descrito a menudo como “el loto que surge del Nun”, encarnando la delicadeza del primer brote que emerge en un mundo todavía informe. El acto de apertura de la flor marca el inicio del tiempo, el nacimiento del día y la instauración del orden cósmico.

Menfis

En Menfis, el origen del mundo se explicaba a través de una de las teologías más abstractas, filosóficas y sofisticadas de todo Egipto: la teología menfita, centrada en el dios Ptah. A diferencia de Heliópolis o Hermópolis, donde la creación surge de actos físicos o manifestaciones naturales (el surgimiento del montículo, el huevo primordial, el loto, el Bennu), en Menfis la creación es intelectual y verbal. El mundo no nace por generación corporal, sino por el pensamiento y la palabra.

Según esta tradición, antes de que existiera cualquier cosa, Ptah concibió en su corazón (que para los egipcios era sede del pensamiento y la intención) todas las formas del cosmos. Luego, mediante su lengua, pronunció esos conceptos, y al nombrarlos les dio existencia. El Nun seguía siendo la masa primordial informe, pero Ptah no emergía físicamente de ella: la creación ocurría cuando su mente organizaba el caos interiormente y su palabra lo transformaba en realidad. Así, los dioses, los seres vivos, las ciudades, los templos y las leyes del mundo son “pensamientos pronunciados” por Ptah.

La forma más clásica de presentar a los hijos de Ptah es mediante su tríada familiar, que representa el ciclo fuego–vida–creación:

  • Sekhmet: la hija y esposa de Ptah. Diosa leona del fuego, la venganza divina, la guerra y la sanación. Representa la energía feroz y purificadora. Su naturaleza ardiente es el complemento perfecto del carácter constructivo de Ptah.

  • Nefertum: el hijo joven de Ptah y Sekhmet. Dios del loto, la belleza, el perfume y el renacimiento solar. En muchos mitos nace dentro del primer loto que emerge del Nun, razón por la cual es un dios asociado al amanecer y a la primera luz.

Esta tríada forma el núcleo del culto de Ménfis y expresa la idea de que la creación implica tanto potencia destructora (Sekhmet) como armonía renacida (Nefertum).

En épocas posteriores, especialmente durante el Reino Nuevo y el Período Grecorromano, aparece otra figura considerada también hijo de PtahImhotep, el sabio arquitecto, médico y sacerdote divinizado, constructor de la pirámide escalonada de Djoser. Tras su muerte, fue venerado como hijo de Ptah y dios de la medicina y del conocimiento.

Este es un caso único: un hombre histórico convertido en dios y adoptado en la genealogía de Ptah.

En los textos menfitas, especialmente en la “Estela de la Piedra de Shabaka”, se dice que todos los dioses nacieron del corazón y de la lengua de Ptah. Esto convierte a toda la Enéada y a muchas otras divinidades en “hijos” del creador. Desde esta perspectiva, Ptah no solo tiene una familia concreta, sino que se vuelve padre de todos los dioses, un rol similar al de Atum en Heliópolis.

Tríada de la Elefantina

La Tríada de Elefantina es una de las más antiguas, coherentes y hermosamente simbólicas de todo Egipto. Nació en la isla de Elefantina, frente a Asuán, en la primera catarata del Nilo: justo en el punto donde el río entra a Egipto desde Nubia. Para los egipcios, ese lugar no era un simple punto geográfico: era el umbral sagrado donde comenzaba el Nilo, donde la vida entraba en el país, donde el agua surgía desde lo invisible. Por eso, la tríada que allí se veneraba está completamente orientada al agua, la creación y la fertilidad. Te la cuento desde el principio, en párrafos continuos, como un mito fundacional.

Todo comienza con Jnum, el dios carnero. En Elefantina se creía que él era el guardián de las fuentes subterráneas del Nilo, esas aguas misteriosas que brotaban desde el Nun para alimentar la inundación. Jnum no solo protegía la entrada del río: era el artesano divino que modelaba a los seres humanos en su torno de alfarero. Cada persona—su cuerpo, sus huesos, su aliento—era moldeada por Jnum con arcilla del Nilo y luego animada por la energía vital que él mismo insuflaba. Por eso su papel es doble: no solo custodia el agua que da vida, sino que crea la vida misma con esas aguas. Es el padre, el demiurgo, el artesano del mundo humano.

Junto a Jnum aparece Satis (Satet), su esposa. Ella es la diosa que abre el camino de la inundación. Como antigua deidad de la frontera sur, Satis protege a Egipto en su límite más vulnerable y, a la vez, dirige la llegada de las aguas sagradas. Su iconografía con la corona blanca del Alto Egipto y su jarrón de agua expresa su rol: Satis es la flecha que atraviesa, el impulso que hace que la crecida avance hacia el norte y renueve la tierra. Representa el movimiento inicial, la apertura, el canal que permite que el poder creador de Jnum se extienda por todo el país.

La tercera figura es Anuket, la hija joven de Jnum y Satis. Ella no es simplemente “otra diosa del agua”, sino la corriente viva del Nilo, el flujo que abraza, acelera y fertiliza la tierra. Si Satis abre el paso, Anuket es la energía que corre, que envuelve el valle, que lleva el limo fértil a los campos y que hace brotar la vida. Por eso su nombre es “la Abrazadora”. Su relación con el agua es más íntima, más terrestre y más humana: representa la gracia, la nutrición, la belleza y el impulso vital. La crecida del Nilo era celebrada como la llegada de Anuket, y su culto tenía un fuerte componente nubio, reflejo del contacto fronterizo y de la mezcla cultural en la región.

La Tríada de Elefantina no es una familia arbitraria, sino un ciclo cosmogónico perfecto:

  • Jnum modela la vida con la sustancia del agua.

  • Satis abre el camino y guía la inundación hacia Egipto.

  • Anuket distribuye y vitaliza esas aguas, convirtiéndolas en fertilidad y abundancia.

Así, esta tríada simboliza el recorrido del agua divina: desde su origen oculto (Jnum), pasando por su impulso inicial (Satis), hasta su llegada amorosa y vivificante (Anuket). Es una visión geográfica, religiosa y emocional del Nilo condensada en tres deidades perfectamente articuladas.

Ra

Ra es el dios solar por excelencia de la mitología egipcia, la fuerza luminosa que organiza el cosmos y el principio visible de la creación. Es la manifestación de la luz que emerge del Nun en el primer amanecer del universo, el dios que hace posible la diferenciación entre día y noche, y la deidad que ordena el tiempo, la vida y el equilibrio natural. Aunque al inicio Ra fue un dios solar independiente centrado en Heliópolis, con el tiempo se convirtió en una figura universal, presente en todas las teologías como fundamento del orden cósmico.

En su forma más antigua, Ra aparece como el sol en su punto más alto, resplandeciente y pleno. Su ciclo diario —nacimiento al amanecer, esplendor al mediodía, declinación al atardecer y renacimiento en la noche— no solo describe el movimiento solar, sino que expresa una visión profunda sobre la vida, la muerte y la renovación constante. Para los egipcios, Ra no muere: atraviesa la noche navegando por el Duat, enfrentando a la serpiente Apofis, y cada día renace victorioso. Este ciclo eterno muestra que la existencia del mundo depende de su capacidad de triunfar continuamente sobre las fuerzas del caos.

Aunque su forma principal era el disco solar, Ra podía aparecer como un hombre coronado, como un hombre con cabeza de halcón o como un halcón propiamente tal. También podía asumir la forma del escarabajo que empuja el sol por el cielo —imagen asociada a Khepri, la fase matutina del sol—. En el mundo subterráneo, el dios adoptaba formas múltiples: seres momificados, cabezas de carnero, serpiente o pájaro, flores o plumas. Cada forma correspondía a un estado del sol en su viaje diario: amanecer, zenit, ocaso, noche y renacimiento. La idea clave es que Ra tiene tantos nombres como formas, excepto uno: su nombre secreto, el más poderoso de todos, que ningún dios conocía.

El escarabajo está asociado directamente al dios Khepri, una de las formas de Ra. Khepri es el sol naciente, el primer impulso de luz que aparece en el horizonte después de las tinieblas. Su nombre significa “el que deviene”, “el que surge”, “el que se transforma”. Los egipcios observaban cómo el escarabajo pelotero empujaba con sus patas traseras la bola de estiércol que formaba, moviéndola como si fuera un pequeño sol rodante. Esa imagen natural se convirtió en metáfora cósmica: así como el escarabajo empuja su esfera, Khepri empuja al sol a través del cielo, haciéndolo renacer cada mañana desde la oscuridad del Duat.

Amon-Ra, por su parte, es la síntesis teológica que surge cuando el culto de Ra en Heliópolis se une al culto de Amón en Tebas. Amón era originalmente “el Oculto”, un dios misterioso, invisible y primordial. Cuando Tebas se convierte en capital durante el Reino Nuevo, sus sacerdotes desarrollan la idea de que Amón no solo es oculto, sino también la fuerza creadora suprema. Al fusionarse con Ra, nace Amon-Ra, el dios que combina la luz visible con el poder invisible. En él, Ra aporta la realeza y el orden cósmico, mientras que Amón aporta la profundidad misteriosa y la eternidad inmanifestada. Esta unión convierte a Amon-Ra en el dios más poderoso del Egipto faraónico, fuente de todos los dioses y garante universal del cosmos.

En esta forma compuesta, Amon-Ra ya no es solo el sol: es el principio creador absoluto. Es aquel que existe oculto antes de la creación, y aquel que se manifiesta brillantemente en el cielo para sostener el mundo. Representa la totalidad divina: lo que está oculto y lo que se revela, lo eterno y lo cíclico, lo interior y lo exterior. El faraón es considerado su hijo directo, su representante en la tierra, y su reinado se legitima por la voluntad de Amon-Ra, que sostiene tanto la luz del día como el orden invisible que mantiene la vida.

Compañía

Shu y Tefnut son la primera pareja divina emanada del dios creador en la teología heliopolitana, generalmente Atum o Atum-Ra. Representan las primeras fuerzas que ordenan el cosmos tras el surgimiento inicial de la luz. Su aparición marca el paso decisivo desde el caos indiferenciado hacia un universo estructurado, pues ellos establecen el espacio, la atmósfera y las condiciones que permiten la existencia de la vida. En este sentido, Shu y Tefnut no son simplemente “dioses del aire y la humedad”, sino principios cósmicos fundamentales.

Shu personifica el aire, la atmósfera y el espacio que separa el cielo de la tierra. Su nombre está relacionado con la idea de “elevar”, “sostener” o “separar”. Es el dios que mantiene a Nut (el cielo) elevada por encima de Geb (la tierra), evitando que ambos vuelvan a unirse en un abrazo primordial que impediría la existencia del mundo. Shu es, por tanto, el responsable directo de la creación del espacio vital, del día, de la luz difundida entre el cielo y la tierra. En su iconografía suele representarse como un hombre erguido con los brazos levantados, sustentando la bóveda celeste, o con una pluma, símbolo de ligereza y de la cual deriva también la asociación con la noción de aliento y vida.

Shu es asociado también con el dios Anhur, el cazador y guerrero. Anhur nace como un dios local del Alto Egipto, específicamente de la región de Thinis y Abydos, dos ciudades que tienen un papel crucial en la prehistoria y la formación del Egipto unificado. Su culto aparece ya en el Periodo Predinástico tardío o comienzos de la Dinastía I (alrededor del 3200–3000 a. C.), lo que significa que es una de las deidades más antiguas asociadas a la guerra y al poder real. En ese contexto arcaico, Anhur es un dios cazador, protector del rey primitivo y fuerza militar de la región. Su primer rostro es el de un dios feroz, del desierto y de la caza de animales salvajes, acompañando al jefe o rey local como patrono de la victoria.

Con el paso del tiempo, su figura se define a través de un mito que explica su nombre: “Anh-her” o “Onuris”, que significa “el que trae de vuelta”. Este “traer de vuelta” se refiere a la historia de la diosa lejana, un motivo mítico muy antiguo en el que una diosa leonina abandona el valle del Nilo para irse a Nubia o al desierto, llevando con ella el calor destructivo y el caos. Anhur la persigue, la domina, la convence o la captura (según la versión) y la devuelve a Egipto. Esa diosa es Mehit, que se convierte en su esposa. Esto refleja un mito climático y cósmico: la diosa que es el calor extremo, la aridez o la cólera del sol se va; el dios-héroe la devuelve para restaurar la Maat, el orden divino. Esa historia es tan antigua que probablemente antecede a la redacción de los Textos de las Pirámides.

A medida que Egipto se consolida como Estado, Anhur no desaparece. Al contrario: su rol como “el que trae de vuelta” se interpreta como la capacidad de restaurar el equilibrio y controlar las fuerzas salvajes. Luego, cuando la religión se formaliza más durante el Imperio Medio y el Nuevo, Anhur es reinterpretado como un dios guerrero estatal, protector del faraón y asociado a las campañas militares. Su figura resuena especialmente en las épocas en que Egipto expandió su poder hacia Nubia y el Levante. Aquí se fortalece su aspecto marcial y adquiere incluso rasgos solares. Es en este periodo cuando se produce su fusión parcial con Shu, formando Anhur-Shu, lo que eleva su estatus a nivel cósmico.

Tefnut, por su parte, es la diosa de la humedad, del rocío, de la niebla y del equilibrio de los fluidos vitales. Representa la humedad ordenada, distinta del caos acuoso del Nun. Su nombre está vinculado con ideas de “flujo”, “humedecer” o “resbalar”. Es la fuerza que permite que exista la humedad necesaria para la vida sin que esta se convierta en inundación destructiva. A menudo se la representa como una mujer con cabeza de leona o como una leona completa, lo que expresa tanto su naturaleza fluida como su poder feroz y protector. Tefnut es también la contraparte femenina de Shu, y juntos representan el equilibrio entre el aire seco y la humedad vital, un dualismo fundamental en el clima egipcio.

Con todo, en diversas ocasiones se menciona a Shu y Tefnut como hijos de Ra. 

De Shu y Tefnut nacieron dos hijos:

Geb, el dios de la tierra. No es simplemente un paisaje o un suelo físico. Es un ser masculino, fértil, de risa poderosa —los egipcios decían que los terremotos eran su carcajada— y de piel verde o moteada para indicar vegetación. Suele representarse recostado, con el cuerpo tocando el suelo, semicubierto de plantas y con un aire tranquilo, casi paciente. Su mirada siempre se dirige hacia arriba, hacia Nut, porque ambos fueron amantes antes de que el orden cósmico los separara. Geb es la tierra que sostiene a los seres vivos, pero también el reino donde descansan los muertos, y por eso se lo asocia con estabilidad, nutrición y memoria ancestral.

Nut, la diosa del cielo, es una figura majestuosa y protectora. Aparece arqueada sobre Geb, con el cuerpo cubierto de estrellas, formando la bóveda celeste. Sus manos y pies tocan la tierra, envolviendo al mundo en una especie de abrazo eterno. Nut es la madre del sol, pues cada amanecer lo da a luz y cada tarde se lo traga para protegerlo durante la noche; así se convierte en el ritmo diario del tiempo y el refugio del renacimiento. 

La relación entre ambos fue tan intensa que, en el mito, Geb y Nut permanecían unidos, impidiendo que el mundo se desarrollara. Por eso Shu, el aire, tuvo que separarlos por orden de Ra: alzó a Nut hacia lo alto y presionó a Geb hacia abajo, creando el espacio donde los seres vivos podrían existir. Esta separación no es un acto violento, sino una estructuración del cosmos. Aunque apartados, Geb y Nut se miran con nostalgia, representando la tensión entre lo que está unido en esencia, pero debe estar separado para que la vida sea posible.Sin embargo, Nut estaba embarazada, tenía que dar a luz.

No obstante, Ra, —celoso, temeroso o simplemente deseoso de proteger el orden— dictó una prohibición estricta:

''Nut no podía parir en ninguno de los 360 días del año''

Esta prohibición dejaba a Nut en una posición imposible. Ella estaba embarazada, pero no existía ningún día en el que pudiera dar a luz sin violar la ley divina. El universo quedaría estancado si la descendencia de Geb y Nut no podía nacer, porque ellos representaban la siguiente etapa del desarrollo del cosmos.

Hijos de Ra

La primera es Hathor, quien aparece como hija de Ra en muchos mitos. Hathor puede ser la protectora de Ra, su defensora contra sus enemigos y la manifestación de su poder benéfico o temible, dependiendo del mito. Su forma más clásica es la de una mujer con orejas y cuernos de vaca, que sostienen un disco solar entre ellos. También puede aparecer como una vaca completa, símbolo de fertilidad, dulzura y nutrición divina. En ocasiones se la representa como una mujer con un tocado de sistro, el instrumento musical sagrado asociado a su culto. Su rostro suele ser suave, joven y sereno, porque Hathor encarna la belleza, el amor, la música y la alegría. 

La segunda es Sekhmet, también llamada “la Hija de Ra”, que personifica la furia solar. Ella es enviada por Ra para castigar la rebeldía de la humanidad, y en esa función es la encarnación del calor ardiente y destructivo del sol. En los periodos clásicos se la representa como una mujer con cabeza de gata, suave y protectora, asociada al hogar, la fertilidad y la música. Sus rasgos son más delicados que los de Sekhmet, reflejando un carácter doméstico y benevolente. Sin embargo, en períodos más antiguos podía tener forma de leona, señal de que en el origen era también una diosa feroz. Porta con frecuencia un sistro, un cesto o un amuletito, y a veces aparece con gatitos a sus pies, subrayando su papel maternal. Su iconografía mezcla ternura, vigilancia y protección solar moderada. 

En algunas tradiciones locales y rituales tardíos, también se considera “hija de Ra” a Bastet, la diosa gata que representa la protección solar y la benevolencia del calor del hogar. Aunque no siempre aparece como tal en los textos más antiguos, en épocas laterales se integró plenamente en la idea de la familia solar. Se le representa como una mujer con cabeza de leona, portando sobre ella un disco solar y, a menudo, la serpiente uraeus. Su expresión es severa y agresiva: Sekhmet encarna el calor abrasador del sol, la enfermedad, la guerra y la destrucción, pero también la curación a través del fuego purificador. Suele llevar un vestido rojo, color del ardor solar, y un cetro o anj. Su presencia indica fuerza imparable, autoridad divina y poder destructor.

Sin embargo, a Hathor se le ha considerado la parte femenina de Ra o la consorte de Ra en ciertos mitos. 

Por otro lado, en algunos himnos del Imperio Nuevo y en varios textos de templos solares, Maat es llamada explícitamente “la hija de Ra”. Esta filiación no implica un nacimiento literal ni una genealogía al estilo griego, sino que expresa que el orden cósmico surge de la luz misma. Cuando Ra aparece por primera vez en el mundo —como la primera manifestación del cosmos— también aparece Maat, porque el universo solo puede existir si su funcionamiento está regido por armonía, equilibrio y verdad. Decir que Maat es hija de Ra significa que el orden nace con la luz, y que el sol no podría recorrer el cielo sin ella.

Maat tenía por esposo a Thot Dios de la sabiduría, el conocimiento, de la luna y de la escritura. Otros relatos indican que Thot ayudó a Nut en su desgracia compadeciéndose de ella. Nut acudió a Thot, dios de la sabiduría, las matemáticas y el tiempo. Thot comprendió que el problema no podía resolverse por fuerza ni por confrontación: debía cambiar la estructura del tiempo sin contradecir la palabra de Ra.

Para lograrlo, Thot desafió a la luna (en algunos relatos, la deidad lunar Khonsu) a una serie de juegos o partidas. Khonsu es, ante todo, un dios lunar, asociado al brillo cambiante de la luna y al paso del tiempo. Su nombre significa “el que viaja”, porque la luna atraviesa el cielo como un viajero silencioso, marcando las semanas y los meses. En su iconografía más típica aparece como un niño con la trenza lateral de la infancia real, vestido con una túnica ajustada y portando un cetro. Lleva sobre la cabeza un disco lunar coronado por una media luna.

Su aspecto infantil no significa debilidad; al contrario, simboliza renovación y juventud eterna. La naturaleza del juego varía según la versión: ajedrez primitivo, senet, lanzamiento de bastones, adivinanzas. Lo importante es que Thot ganó repetidamente y cada vez obtuvo como premio una porción de luz lunar.

Con las partes de luz que ganó, Thot fabricó cinco días adicionales que no pertenecían al año oficial.

Epagómenos

Gracias a esos cinco días extra, Nut pudo finalmente dar a luz sin romper el orden cósmico. Cada día epagómeno correspondió al nacimiento de una deidad:

  • Primer día: Osiris

  • Segundo día: Haroeris 

  • Tercer día: Seth

  • Cuarto día: Isis

  • Quinto día: Neftis

Estos nacimientos completaron la Enéada y prepararon el terreno para el gran ciclo del mito de Osiris. 

Osiris e Isis se enamoraron en el veintre y se hicieron marido y mujer. Seth y Neftis se casaron también pero en ese matrimonio no hubo amor. Seth es violento, impredecible, arrogante, y no muestra afecto alguno. Neftis es casi todo lo opuesto: dulzura, silencio, protección nocturna. La distancia entre ambos es tan grande que Neftis anhela una unión más armoniosa, una presencia que represente la vida y la justicia. Por lo tanto, Neftis se vio atraída más por Osiris.

Isis aparece como la figura poderosa, valiente, astuta y sabia, lo que coincide con su rol central como diosa de la magia y protectora de la vida. En cambio, Neftis es presentada como dulce y leal, una presencia silenciosa que acompaña, protege y completa los actos de Isis. 

Osiris y Seth tienen naturalezas son radicalmente opuestas. Osiris encarna el orden, la fertilidad y la realeza justa; Seth, en cambio, simboliza la fuerza salvaje, la violencia y la ambición destructiva. La mención de la “cabeza de bestia salvaje” de Seth no es literal en sentido zoológico, sino una forma simbólica de expresar su vínculo con fuerzas peligrosas y caóticas; en su iconografía aparece con una cabeza animal que no pertenece a ninguna especie real, lo que subraya su carácter liminal y extraño.

Osiris e Isis forman el matrimonio ideal: gobernaban Egipto juntos, se amaban profundamente y eran complementarios. Osiris veía la bondad en todos, y esa misma generosidad es la que lo vuelve vulnerable a lo que está por ocurrir.

En la mayoría de las versiones, Neftis adopta la apariencia de Isis. Esto es crucial: Los dioses egipcios no son seres fijos; pueden transformarse, tomar formas y adoptar las apariencias de otros. El arte de disfrazarse no es extraño para las divinidades, y Neftis lo usa para acercarse a Osiris con la forma de la mujer que él ama.

Una noche, Neftis entra en la habitación de Osiris adoptando el rostro, la voz y la presencia de Isis. Osiris cree estar con su esposa legítima y no sospecha nada. El engaño se consuma sin que él pueda distinguir la trampa.

En algunos textos se insinúa que Neftis actuó por tristeza, por deseo o por necesidad de afecto. En otros, simplemente por desesperación ante el abandono de Seth. No es un acto malicioso, pero sí profundamente doloroso para todas las partes involucradas.

De esta unión nace Anubis, el niño chacal destinado a convertirse en el gran protector de las momias y guía de las almas. Pero Neftis, incapaz de cuidar al niño —y temiendo la ira de Seth si descubre la infidelidad— abandona al recién nacido en un pantano o lo deja a merced del desierto.

Es Isis, la esposa verdadera de Osiris, quien encuentra al niño. Ella, lejos de rechazarlo, reconoce su inocencia, lo recoge con ternura y lo cría como si fuera suyo. Es un gesto que define a Isis: la diosa que nunca abandona a nadie y que siempre protege lo vulnerable.

Osiris muere

Osiris había gobernado Egipto con justicia y sabiduría. Bajo su reinado surgieron la agricultura, las leyes, la civilización y la armonía entre los seres humanos. Pero su hermano Seth, símbolo del desierto, la violencia y la ambición descontrolada, lo odiaba profundamente. No podía soportar la prosperidad que Osiris traía al mundo, ni la admiración universal que despertaba entre los dioses y los mortales. Ese resentimiento fue creciendo hasta convertirse en un deseo absoluto de eliminarlo.

Un día, Seth ideó un plan perfecto, astuto y frío. Mandó construir un magnífico cofre o sarcófago, de madera preciosa y forma exacta al cuerpo de Osiris. Luego organizó un banquete en honor a su hermano y a la nobleza de Egipto. La fiesta transcurrió entre música, comida y alegría, y Seth fingió estar de buen humor. En el punto culminante del banquete, presentó el cofre como un regalo y anunció un juego: el cofre sería para aquel que lograra acostarse dentro y encajara perfectamente.

Todos los invitados probaron, uno por uno, pero ninguno calzaba en las medidas. Cuando llegó el turno de Osiris, el rey se introdujo en el cofre y encajó a la perfección, tal como Seth había planeado. En ese instante, el traidor dio la señal. Sus cómplices cerraron la tapa violentamente, clavos y plomo fundido sellaron el sarcófago, y Osiris quedó atrapado sin posibilidad de respirar ni moverse. Seth ordenó que el cofre fuera arrojado al Nilo, para que la corriente lo arrastrara lejos de Egipto.

Osiris murió asfixiado dentro del sarcófago mientras este era arrastrado por el río hacia el mar. Su muerte no fue una muerte gloriosa ni guerrera, sino una muerte silenciosa, traicionera y profundamente injusta. Ese aspecto es esencial: Osiris no es un dios que cae en batalla, sino un dios que muere víctima de la traición, y esa injusticia será el motor del resto del mito. El sarcófago terminó encallado en la costa de Biblos (Fenicia), donde un árbol creció alrededor de él, ocultándolo completamente.

La muerte de Osiris no es el final, sino el comienzo de un ciclo mucho más grande. Isis iniciará una búsqueda desesperada por encontrar el cuerpo; Seth intentará impedir su resurrección; Neftis ayudará silenciosamente; Anubis realizará el embalsamamiento divino; y Ra observará cómo la muerte injusta de Osiris abre el camino para el nacimiento de Horus y el juicio final del mundo de los muertos.

Tras la desaparición de Osiris, Isis quedó devastada. Era la esposa, la hermana y la aliada del dios asesinado; y su amor por él no admitía resignación. Desde el momento en que supo que Seth había arrojado el cofre al Nilo, inició una búsqueda incansable. Vestida de duelo, sin joyas y sin descanso, recorrió Egipto entero preguntando a humanos, dioses y espíritus si alguien había visto el sarcófago. Su figura se volvió la de una peregrina sagrada, protegida por la noche y guiada por señales mágicas. Este vagar no es solo un viaje físico: es la imagen del amor que supera la muerte misma.

El rastro la llevó fuera de Egipto, hasta la costa de Biblos, en Fenicia. Allí descubrió que un gran tamarisco había crecido alrededor del cofre, atrapándolo en su tronco. El árbol, hermoso y aromático, llamó la atención del rey de Biblos, quien lo mandó cortar para usarlo como columna en su palacio. El cofre con el cuerpo de Osiris quedó así escondido en el corazón mismo de la gran columna regia, invisible para todos excepto para los dioses.

Isis llegó al palacio disfrazada y se ganó la confianza de la reina de Biblos, que la contrató como nodriza de su hijo. La diosa cuidó al niño con tal devoción que la reina percibió que no era una mujer común. Finalmente, Isis reveló su verdadera identidad y pidió el único objeto que deseaba: la columna que encerraba el cofre. El rey, impresionado y temeroso, se la concedió. Isis abrió el tronco, abrazó el sarcófago y lloró sobre él con un dolor tan profundo que sus lágrimas parecían despertar la misma vida dormida.

Isis llevó el cofre de vuelta a Egipto, escondiéndolo en los pantanos del delta para mantenerlo fuera del alcance de Seth. Fue allí donde Neftis, su hermana, la encontró y la consoló. Ambas, juntas, protegieron el cuerpo y realizaron los primeros rituales funerarios, llamando a Anubis para que realizara el embalsamamiento divino.

Pero el destino estaba lejos de resolverse. Una noche, mientras Isis buscaba provisiones, Seth descubrió el cofre escondido. Frenético al ver que el cuerpo de su hermano había sido recuperado, abrió el sarcófago, sacó el cadáver y lo despedazó en catorce partes (en algunas versiones, dieciséis o cuarenta y dos). Luego dispersó los fragmentos por todo Egipto para impedir que Isis lo resucitara.

Cuando Isis regresó y encontró el cofre vacío, su lamento se convirtió en un grito que resonó en todos los rincones de Egipto. Pero no se rindió. Inició una segunda búsqueda, aún más dolorosa y sagrada. Acompañada de Neftis y guiada por Anubis y Thot, recorrió cada región del país para encontrar los fragmentos del cuerpo de Osiris. Cada vez que hallaba una parte, la envolvía en lino sagrado y levantaba un santuario en ese lugar, convirtiendo a Egipto entero en una geografía ritual del mito.

Finalmente reunió casi todas las partes, excepto una: el falo, devorado por un pez del Nilo. Isis, con su magia, modeló un miembro sustituto y reconstruyó el cuerpo completo de Osiris por única vez, en un acto de amor, magia y orden cósmico.

Una vez reconstituido el cuerpo, Isis batió sus alas sobre él y pronunció palabras que despertaron la vida en lo inerte. Osiris no regresó a la vida terrenal, sino que resucitó en un plano más profundo y eterno: el Duat, donde se convirtió en el rey de los muertos y el juez supremo del destino humano.

Antes de partir definitivamente al más allá, Osiris se unió a Isis una última vez, y de esa unión nació Horus, el heredero legítimo, el niño-dios destinado a enfrentar a Seth y a restaurar el orden.

Nacimiento de Horus

Isis engendra a un hijo llamado Horus. Anhela asegurarse el futuro de su hijo Horus, y para eso quiere otorgarle una realeza legítima basada en el poder solar. Isis, diosa de la magia y de la inteligencia divina, sabe que ningún conjuro es tan poderoso como el nombre verdadero de una deidad.

Ra está envejeciendo y, al caminar cada día por su reino, su saliva cae sobre el suelo. La diosa recoge esa saliva y la mezcla con tierra, moldeando una serpiente mágica hecha de la propia sustancia del dios. Luego oculta la serpiente en el camino por donde Ra pasará al alba. Cuando el dios solar avanza, la serpiente lo muerde en el tobillo. El veneno no es común: es un veneno compuesto con la propia energía de Ra, de modo que el dios no puede expulsarlo por sí mismo. Este gesto es una maniobra teológica extraordinaria: Isis derrota a Ra usando su propia esencia.

Ra cae al suelo gritando, y sus aullidos se escuchan en toda la creación. Los demás dioses acuden, pero nadie puede ayudarlo porque el veneno no pertenece a ninguna criatura conocida. Entonces Isis ofrece su cura, pero bajo una sola condición: Ra debe revelar su nombre secreto. El dios, debilitado, entrega una larga lista de sus nombres públicos —“el Renovador”, “el Resplandor”, “el Exaltado”, etc.—, pero ninguno de ellos es el verdadero. Isis insiste hasta que Ra, finalmente derrotado por el dolor y la magia, permite que su esencia pase a través de ella y le entrega su nombre verdadero.

Con ese conocimiento, Isis cura al dios y obtiene un poder que ningún otro dios había poseído jamás: una autoridad directa sobre el sol. Ese poder será transmitido a su hijo Horus, legitimando su derecho al trono frente a la amenaza de Seth. Este episodio es crucial porque marca la transición entre el poder solar absoluto de Ra y el poder dinástico de la línea osiríaca, donde Isis y Horus pasan a ocupar el centro de la mitología política egipcia.

Horus y Seth se enfrentan por el trono. Durante ese enfrentamiento, Seth le arranca uno de los ojos a Horus. A veces se dice que se lo arrancó en combate; otras versiones afirman que Seth lo destrozó, lo quebró en pedazos, o incluso que se lo comió. Lo importante es que el ojo de Horus quedó mutilado, incompleto, convertido en un símbolo del daño provocado por el caos y la injusticia. Esa mutilación representa la pérdida del orden cósmico: si el ojo del heredero legítimo está roto, también lo está el equilibrio del mundo.

Aquí entra en escena Thot, el dios de la sabiduría y la restauración. Thot recoge los fragmentos del ojo, los recompone, los cura y le devuelve a Horus su integridad. Ese ojo restaurado se convierte en el Udyat (“el que está completo”). Por eso el Ojo de Horus no es un ojo cualquiera: es un ojo reparado, símbolo del poder de la sanación y de la victoria de la Maat sobre el caos. La restauración del ojo es la restauración del mundo. Cada pedazo recompuesto por Thot representa una parte del orden recuperado.

Una vez recuperado su ojo, Horus realiza un gesto decisivo: ofrece el ojo sanado a su padre Osiris en el Duat. Esta entrega es profundamente simbólica. El Ojo de Horus se convierte en alimento, luz y fuerza para Osiris, permitiéndole vivir plenamente en el más allá. Así, el ojo no solo representa sanación, sino también vida eterna, triunfo sobre la muerte y vínculo entre generaciones. Horus recupera su integridad y se la entrega a su padre; Osiris renace, y el cosmos se equilibra.

El Ojo de Horus también tiene un significado matemático. En los papiros y en los rituales, el Ojo se representa dividido en fracciones —1/2, 1/4, 1/8, 1/16, 1/32, 1/64— que suman casi uno completo, simbolizando que la restauración nunca es perfecta en lo material, solo lo es en lo divino. Esta idea fascinó a los egipcios: el ojo es “completo” aunque esté hecho de partes. Es la plenitud que nace de la recomposición.

Con el tiempo, el Ojo de Horus se convirtió en un amuleto protector universal. Representaba salud, fuerza, estabilidad, visión clara, protección contra el mal y triunfo sobre las adversidades. Los egipcios creían que portar el Udyat era llevar en el cuerpo el mismo poder que Thot usó para recomponer a Horus. Por eso aparece en momias, sarcófagos, casas, barcos, escritos, joyas y amuletos personales. Es la promesa de que lo roto puede sanar, de que el orden vuelve a imponerse y de que la luz vence a la oscuridad.

Ra-Atum, el creador; Shu y Tefnut, sus hijos; Geb y Nut, sus nietos; y Osiris, Isis, Seth y Neftis, sus bisnietos. Estos nueve dioses forman la Enéada, el conjunto más importante de divinidades en el pensamiento religioso del Alto Egipto. La Enéada no se limita a ser una “familia”; es la estructura simbólica del cosmos: luz, aire, humedad, cielo, tierra, fertilidad, magia, caos y equilibrio. 

Duat

El Duat es el vasto reino invisible del cosmos en la mitología egipcia, un espacio misterioso donde transitan tanto los muertos como los dioses. No es un infierno ni un lugar de castigo como se entiende en tradiciones posteriores, sino un mundo intermedio donde coexisten oscuridad, luz, agua, fuego, espíritus, guardianes y paisajes imposibles. Es el dominio al que no se accede por simple geografía, sino por transformación: allí llega el alma tras la muerte y allí entra también el sol cada noche cuando desaparece en el horizonte occidental.

Cuando Ra desciende al Duat al caer el sol, inicia un viaje nocturno esencial para el equilibrio del mundo. Su barca atraviesa doce regiones profundas llenas de dioses, serpientes, cavernas y fuerzas que intentan detenerlo, especialmente la serpiente Apofis. Durante ese viaje, el sol envejece, muere simbólicamente y renace como Khepri al amanecer. El Duat es así un espacio de muerte y resurrección, un ciclo que garantiza que el mundo continúe existiendo cada día. Sin este tránsito nocturno, la creación regresaría al caos.

El Duat es también el reino de Osiris, el dios que murió, fue recompuesto y resucitó de forma eterna. Tras su muerte, Osiris se convierte en el soberano del más allá, sentado en su trono dentro de la Sala de las Dos Verdades. Allí se realiza el juicio del difunto: Anubis pesa el corazón del muerto frente a la pluma de Maat, mientras Thot registra el resultado. Si el corazón es puro, el alma puede renacer y vivir junto a Osiris; si no lo es, queda destruida. El juicio no existe para castigar, sino para restaurar el orden del cosmos en el alma humana.

El Duat nunca aparece como un lugar uniforme. Los textos funerarios lo describen como un territorio fragmentado, lleno de puertas custodiadas por seres peligrosos, islas flotantes, ríos subterráneos, regiones de completa oscuridad y zonas luminosas donde reposan los bienaventurados. Cada tramo exige conocimiento mágico: nombres, fórmulas, contraseñas y rituales. El difunto debe enfrentarse a fuerzas hostiles, pero también recibe ayuda de dioses protectores, especialmente de Anubis, Thot e Isis, quienes garantizan que el alma no sea devorada o extraviada.

A la vez que es un lugar real dentro de la cosmología, el Duat posee un significado interior. Representa el viaje del alma por la noche de su propia conciencia, un tránsito lleno de pruebas y revelaciones. Allí se encuentran Ra y Osiris: la luz que muere y vuelve a nacer, y la vida que ha trascendido la muerte. La unión de ambos en lo más hondo del Duat simboliza la promesa de que toda oscuridad contiene la semilla de la renovación.

El origen del hombre

Versión heliopolitana

Una versión afirma que la humanidad surgió de las lágrimas de alegría de Ra-Atum cuando Shu y Tefnut regresaron del caos. Las lágrimas que caen de sus ojos se convierten en seres humanos, un símbolo precioso: la humanidad nace de la emoción del dios creador y del reconocimiento de su propia descendencia. Otra tradición, más menfita en espíritu, sostiene que el primer ser humano fue modelado por Khnum, el dios alfarero con cabeza de carnero, en su torno de arcilla; esta versión subraya el aspecto artesanal y cuidadoso de la creación.

Luego, el creador provee a la humanidad un lugar donde vivir: el Reino de Egipto. Ra lo protege usando el desierto como una barrera natural y, al mismo tiempo, crea el Nilo, que asegura fertilidad y vida. Este pasaje muestra muy bien cómo la mitología explica la geografía egipcia: el desierto como defensa, el río como sostén, las crecidas como bendiciones. Para otros pueblos, Ra-Atum coloca un “Nilo en el cielo”, que no es otra cosa que la lluvia; esta frase revela la forma egipcia de interpretar el agua como un principio divino adaptado a cada región.

La versión menfita

En la teología menfita —especialmente en Elefantina— aparece una de las narraciones más conocidas y bellas. El dios carnero Khnum, señor de las aguas que brotan de la primera catarata, modela a cada ser humano en su torno de alfarero usando arcilla extraída del Nilo. A menudo se lo representa creando dos cuerpos a la vez: el físico y el espiritual. Luego entrega la criatura a Heket, diosa rana de los nacimientos, para que insufle el soplo vital.

En esta versión, Khnum moldea hombres y mujeres con igual cuidado. No hay una jerarquía entre ellos: ambos son obras artesanales del dios creador, hechos uno por uno, con una intención casi artística.

Versión tebana

En Tebas, la humanidad es creada cuando Amón, el dios oculto, respira su esencia sobre la tierra o sobre las figuras creadas por Khnum. Su aliento divino se convierte en la fuerza vital (el ka). El hombre y la mujer, por tanto, no solo son formados por la materia del río, sino animados por el soplo invisible del dios más alto.

Versión de Osiris

Finalmente, el ciclo osiríaco no se concentra en la creación física del ser humano, sino en su creación cultural. Osiris no moldea a los hombres ni a las mujeres, pero les enseña a vivir como seres humanos: les da la agricultura, las leyes, la moral y la civilización. Isis, por su parte, enseña la magia, la medicina y el cuidado de la vida. En esta visión, la humanidad adquiere su verdadera forma no al nacer, sino al aprender. La creación del cuerpo es solo el primer paso; la creación de la cultura es lo que transforma al hombre y la mujer en seres plenamente humanos.

Manifestaciones de los dioses

En la mentalidad egipcia, un dios puede tener varias formas, aspectos y presencias. Una de esas presencias es su ba, es decir, su poder activo, su forma que viaja, que se mueve y que puede manifestarse en el mundo físico. Cuando los egipcios encontraban un animal con las marcas adecuadas —como el toro Apis— no lo consideraban simplemente un símbolo: lo consideraban el ba del dios Ptah encarnado en la tierra. No era una representación ni un mensajero; era literalmente la presencia del dios en un cuerpo vivo.

Por eso, Apis es llamado “el ba vivo de Ptah”, Mnevis el “ba de Ra”, Bujis el “ba de Montu”, y así sucesivamente. Este concepto explica perfectamente por qué se les veneraba, se les consultaba y se les enterraba con tanto honor: estaban tratando con una parte real del dios.

En Egipto, las manifestaciones vivientes de los dioses no eran simples símbolos, sino epifanías reales de la divinidad en el mundo físico. La más famosa de todas es Apis, el toro sagrado de Menfis. Durante su vida era el ba viviente de Ptah, y al morir se unía a Osiris como Osorapis. Su presencia garantizaba legitimidad al faraón, fertilidad al país y comunicación directa con el mundo divino. Cada gesto del animal era interpretado como un mensaje de Ptah, y su entierro en el Serapeum muestra su inmenso prestigio.

Otra manifestación importante era Mnevis, el toro sagrado de Heliópolis. Este toro representaba el ba del dios Ra, especialmente del sol joven que renace cada día. Mnevis encarnaba la vitalidad del amanecer, la energía luminosa que dá vida y el poder renovador del sol. Aunque menos conocido que Apis, era considerado una manifestación esencial del orden solar, especialmente en el culto heliopolitano.

También existía Bujis, el toro sagrado de Montu en Hermonthis. Montu era un dios guerrero, asociado al ardor, la fuerza militar y la protección del faraón en batalla. El toro Bujis encarnaba esa potencia agresiva y ardiente. Se lo consideraba una presencia temible, capaz de conceder victoria en la guerra y vigor al rey. Su culto demuestra que las manifestaciones vivientes no solo eran agrícolas o solares, sino también marcialmente activas.

En el sur de Egipto, especialmente en el Fayum y en Kom Ombo, se veneraba al cocodrilo sagrado Sobek. Aquí la divinidad se encarnaba en un cocodrilo real, a veces adornado con joyas y alimentado con peces frescos y pan de miel. Este cocodrilo no era un símbolo de Sobek: era Sobek mismo en su forma terrestre. Se lo veía como guardián de las aguas, dador de fertilidad y protector del faraón. Cuando el animal moría, era momificado con gran cuidado y se elegía otro para continuar el ciclo.

El halcón vivo de Horus era otra manifestación esencial. En templos como Edfu, los sacerdotes elegían un halcón específico como el ba de Horus. A través de él se expresaba la autoridad del faraón, la visión divina y la vigilancia del cielo. Su sola presencia era un recordatorio de que el rey gobernaba como Horus encarnado sobre la tierra. Es uno de los ejemplos más claros de cómo los animales podían servir como cuerpos temporales de dioses celestes.

La diosa Bastet también tenía manifestaciones vivientes en forma de gatos sagrados. No se elegía un único animal como en el caso de Apis o Mnevis, sino que numerosos gatos eran cuidados como encarnaciones de la diosa. La ciudad de Bubastis estaba llena de gatos sagrados, y cuando uno moría se le ofrecían funerales cuidadosamente ritualizados. El gato expresaba la gracia, la protección y el carácter benévolo de Bastet.

El dios Thot también tenía dos manifestaciones animales: el ibis y el babuino. Algunos templos mantenían ibis sagrados que representaban la sabiduría, la escritura y el orden matemático. En otros lugares, como Hermópolis, el babuino era venerado como una encarnación de Thot en su aspecto lunar. Ambos animales eran momificados en enormes cantidades, no como simples ofrendas, sino como vehículos del ba del dios.

Otras divinidades podían manifestarse ocasionalmente en animales específicos, como las vacas sagradas de Hathor o los carneros de Amón. Cada una de estas manifestaciones expresaba un aspecto particular del dios: la maternidad de Hathor, la fuerza oculta de Amón, la protección del desierto por Seth, entre otros. Más que limitar a los dioses a una sola forma, los egipcios entendían que lo divino podía descender y habitar distintos cuerpos según las necesidades del cosmos.

Símbolos

El anj es conocido como el “signo de la vida” (ˁnḫ). No es solamente vida biológica o vitalidad física, sino vida plena, duración, aliento, esencia, energía, existencia prolongada en armonía con la Maat. Era un regalo que los dioses daban al faraón, y que este recibía tocándolo o sujetándolo como símbolo de que la vida divina se extendía sobre él. En muchas escenas de templos, los dioses sostienen el anj frente a la nariz del rey, como si fuese un soplo: es la imagen del aliento vital que permite vivir en este mundo y en el más allá.

El diseño del anj no es casual. Su forma —una cruz con un óvalo en la parte superior— se ha interpretado de varias maneras. Algunos creen que representa una sandalia, otros un nudo ceremonial, pero la idea más extendida es que simboliza la unión entre lo masculino y lo femenino, o entre el cielo y la tierra. El lazo superior representa lo celestial, lo eterno; la barra horizontal, el horizonte; y la barra vertical, la vida terrenal. Es, por tanto, un puente entre dimensiones, un símbolo de continuidad entre este mundo y el otro, algo fundamental en la espiritualidad egipcia.

El anj no era un simple amuleto, sino una herramienta ritual. Se utilizaba en ceremonias de apertura de la boca, en la consagración de estatuas, en rituales de protección del faraón y en prácticas funerarias. En los sarcófagos se colocaban anj para asegurar que el difunto recibiera el aliento eterno. En la iconografía, los dioses suelen llevar dos anj cruzados en cada mano o un anj junto con un cetro uas y un pilar djed. Esta tríada —vida, poder, estabilidad— resumía el ideal de existencia perfecta.

Desde el punto de vista teológico, el anj era también una emanación de la luz solar. En algunos textos se dice que el sol, al salir cada mañana, otorgaba anj al mundo entero. Por eso aparece asociado tanto a Ra como a otras deidades solares. Era una garantía de que la vida se renovaba cada día, de que el orden cósmico seguía vigente y de que la energía divina seguía penetrando la creación.

Conclusión

La mitología egipcia es, al final, un espejo del alma humana: un universo donde lo divino no está lejos, sino respirando en cada amanecer, en cada ciclo del Nilo y en cada gesto de la vida. Sus dioses nacen del caos primordial, caminan entre los hombres, mueren, renacen y restauran el orden una y otra vez, recordándonos que la existencia siempre está suspendida entre la armonía y el desorden. Estudiarla no es solo asomarse a un mundo antiguo, sino entrar en contacto con una forma luminosa de entender el cosmos: una visión donde todo tiene sentido, donde la vida es sagrada, donde incluso lo frágil puede renacer, y donde lo divino está tan cerca que puede tomar forma de halcón, de gato, de toro o de un simple escarabajo que empuja el sol. Conocerla es dejar que Egipto nos enseñe, todavía hoy, a mirar con asombro y respeto el misterio de existir.

jueves, 13 de noviembre de 2025

Plutarco - La charlatanería

Un concepto que ha pervivido durante siglos y que aún no se pierde, aún está presente: la charlatanería. Este puede ser uno de los tratados moralistas de Plutarco más interesantes, pues hasta ahora nadie había hablado directamente de lo que se conoce como charlatanería (De garrulitate). Plutarco examina cómo el vicio de hablar sin medida corrompe el juicio, deteriora el carácter y genera desconfianza en la vida pública y privada. Señala que el charlatán, incapaz de contener su lengua, convierte la palabra —que debería ser instrumento de verdad y prudencia— en ruido vacío, dañino y peligroso. Este exceso verbal no solo expone al hablador a contradicciones y vergüenzas, sino que también erosiona la convivencia, pues quien no sabe callar tampoco sabe escuchar ni discernir. Veamoslo en detalle. 

SOBRE LA CHARLATANERÍA

La curación de la charlatanería es una tarea de la filosofía, pero esta se hace árdua ¿Por qué? porque su remedio es la palabra, y sin embargo, el charlatán se caracteriza por no escuchar, siempre están parloteando: es una sordera voluntaria.

Eurípides dijo:

''Yo no podría llenar a quien no retiene, vertiendo mis sabias palabras en un varón insipiente''

Bien se podría decir, dice Plutarco:

''Yo no podría llenar a quien no recibe, vertiendo mis sabias palabras en un varón insipiente''

La audición, dice Plutarco, no se introduce en el alma del charlatan, sino que solamente en su lengua. Para contestar al charlatán se le debería decir:

''Hijo. Calla, el silencio tiene muchas cosas buenas''

Sin embargo, incluso con esto los charlatantes seguirán en sus argucias porque no alcanzan el objeto deseado. 

Una enfermedad

Plutarco nos dice que la charlatanería es un vicio que no alcanza su objeto. En efecto, muchos vicios como la avaricia, el amor a la gloria, el amor al placer, es posible, con todo, alcanzar lo que se desea, pero para los charlatanes sucede que esto es dificilísimo. porque deseando oyentes, no los consiguen. Todos se alejan de ellos, en la mesa, en las reuniones. 

Nos cuenta una anécdota con Aristóteles. Un hablador insiste una y otra vez con historias huecas preguntando: «¿No es asombroso, Aristóteles?», la respuesta del filósofo «Lo asombroso es que alguien sobre dos pies te soporte». Luego le dice «Te he cansado con mi charla, filósofo», «No, por Zeus», le dijo, «porque no te prestaba atención».

El charlatán cree dominar el diálogo, pero en realidad habla para sí mismo, mientras quienes lo oyen lo abandonan interiormente, demostrando que su discurso, abundante pero vacío, carece de poder real.

Las consecuencias obvias que se lleva el charlatán es su credibilidad. Una vez que se ha llenado la boca con mentiras, su credibilidad cae  de forma estrepitosa. 

El efecto que tiene la charlatanería es casi el mismo que tienen aquellas personas que se embriagan. pero hay también una diferencia entre embiraguez y ebriedad, siendo la primera una tontería y la segunda es una relajación. Sin embargo, Plutarco nos dice que la charlatanería podría ser mucho peor porque se hace de forma voluntaria.

Bías fue acusado de necio por guardar silencio en un banquete, responde con una agudeza moral «¿Y qué necio podría guardar silencio en medio del vino?», invirtiendo la acusación para mostrar que el silencio, incluso en la bebida, es signo de prudencia y autogobierno. Lo mismo pasó a Zenón: su respuesta a los embajadores persas —Decid al rey que un anciano de Atenas puede callar durante la bebida» convierte el acto de callar en emblema de sabiduría y disciplina interior. Frente al charlatán que se desborda en palabras, el filósofo encarna la medida, el dominio de sí y la dignidad del pensamiento que no necesita exhibirse.

El silencio, así, es algo profundo, la embriaguez es parlanchina. Algunos filósofos la definen como palabra influida por el vino. Por lo tanto, el beber no se censura si es que está acompañado del silencio. Ahora bien el borracho parlotea en el vino, pero el charlatán parlotea en todo momento, sea que incluso esté borracho o sobrio. 

Peligros en la palabrería

Uno de los peligros más graves de la charlatanería es que lo que se habla puede ser el comienzo de un gran peligro. Plutarco menciona muchos ejemplos de gobiernos y personas que han sido derrotados o asesinados por el descubrimiento de algún secreto. 

Antes de ir con ellso ejemplso menciona a Anacarsis, el sabio escita que visitó Atenas y fue huésped de Solón. Cuando se dispone a dormir, coloca su mano izquierda sobre sus partes íntimas y la derecha sobre su boca, sugiriendo que ambas zonas del cuerpo requieren control, pero que la lengua necesita un freno aún más firme.

Durante el sitio de Atenas, algunos ciudadanos hablaron imprudentemente en una barbería, comentando que una parte de la muralla —el Heptacalco— estaba desprotegida. Los espías romanos oyeron la conversación y se la comunicaron a Sila, quien aprovechó la información para atacar de noche y tomar la ciudad, causando una matanza. Lo más notable es que Plutarco subraya que Sila se enfureció más por las palabras insolentes que los atenienses le gritaban desde las murallas —como el insulto «Sila es una mora rebozada en harina» (por su tez rojiza y empolvada)— que por su resistencia militar.

En tiempos de Nerón, una conspiración tenía planeado matar al tirano, y solo faltaba una noche para consumar el acto. El ejecutor, al pasar junto a un prisionero, le susurra un mensaje cifrado —«Solo ruega que pase el día de hoy y mañana me darás las gracias»—, queriendo infundirle esperanza sin revelar el secreto. Sin embargo, el prisionero interpreta el enigma, corre a delatar lo que ha entendido, y así salva su vida inmediata al precio de perder la oportunidad de liberar a Roma.

Zenón, torturado por un tirano, prefiere arrancarse la lengua y escupírsela en el rostro antes que permitir que su cuerpo vencido traicione a su alma. Con este acto extremo, transforma la palabra —instrumento de comunicación— en un símbolo de resistencia: callar se convierte en la forma más alta de decir la verdad. Zenón demuestra que el sabio no solo domina su pensamiento, sino también el órgano que podría hacerlo claudicar.

Del mismo modo, Leena, cortesana aliada de los conjurados Harmodio y Aristogitón, representa la fortaleza moral llevada al límite de la naturaleza humana. Pese a ser torturada para revelar los nombres de los conspiradores, guarda silencio absoluto. Su dominio de sí desmiente los prejuicios sobre su condición y eleva su figura a la de una heroína cívica. Los atenienses, reconociendo su virtud, erigieron en su honor una estatua de leona sin lengua: la fuerza del animal simboliza su valor, y la ausencia de lengua, su impenetrable secreto.

Dice Plutarco, Ninguna palabra pronunciada ha aprovechado tanto como muchas calladas. Siempre es posible decir en alguna ocasión lo silenciado, sin embargo no se puede callar lo dicho, porque se ha difundido y se ha escapado.

Afirma que quien confía un secreto a otro, creyendo mantener la discreción, ya ha perdido el dominio de sí mismo: entrega su propia fidelidad para depender de la de otro. Si ese otro es igual de indiscreto, ambos quedan arruinados; si es más prudente, la salvación del primero es puro azar. Con ironía, Plutarco descompone el argumento de la amistad como justificación del hablar: el amigo también tiene sus propios amigos, y así la cadena de confidencias se multiplica hasta convertir el secreto en rumor.

Plutarco hace una comparación con los números: a unidad permanece estable, pero la dualidad inaugura la multiplicidad; del mismo modo, un secreto guardado en uno solo es firme, pero cuando pasa a otro se duplica y se dispersa. De ahí que cite al poeta: “las palabras son aladas”, porque una vez que escapan, ya no hay forma de retenerlas ni de detener su vuelo. Plutarco concluye con una imagen poderosa: la palabra imprudente es como una nave sin ancla arrastrada por el viento —una vez liberada, ya no puede regresar al puerto y acaba hundiendo a quien la soltó—. Así enseña que el dominio de la lengua es no solo virtud moral, sino también prudencia vital: lo que se dice sin medida se convierte en fuerza destructora imposible de contener.

Un senador romano, cansado de la insistencia de su esposa por conocer los secretos del Senado, decide ponerla a prueba. Le inventa un prodigio absurdo —una alondra que vuela con casco y lanza de oro— y le advierte que guarde el secreto. Sin embargo, apenas él se marcha, la mujer, dominada por la necesidad de hablar, se desahoga con su esclava, repitiendo la típica fórmula del hablador: «no se lo digas a nadie y calla». El rumor se esparce con tal velocidad que llega al foro antes que el propio marido, quien, al comprobarlo, le revela la trampa y la reprende por su incontinencia verbal.

Fulvio, amigo íntimo de César Augusto, escucha al emperador lamentarse en la vejez por la pérdida de sus nietos y su dilema sucesorio. Sin intención de causar daño, Fulvio cuenta lo oído a su esposa, y ésta, movida por la curiosidad o la ambición, se lo transmite a Livia, la esposa del propio Augusto. La cadena de confidencias llega así al poder más alto, y el secreto imperial queda expuesto.

Cuando Fulvio se presenta al día siguiente ante el emperador y este le dice con frialdad: «Adiós, Fulvio», comprende de inmediato que su falta ha sido descubierta. Al regresar a casa decide quitarse la vida, pero su esposa —con un sentido tardío de culpa— reconoce que la culpa última fue suya y se adelanta a morir. Plutarco convierte esta escena en una lección moral de gran severidad: la incontinencia verbal no solo destruye relaciones privadas o prestigios públicos, sino que puede romper los vínculos más íntimos y arrastrar al desastre incluso a quienes hablan sin malicia.

Filípides, el comediógrafo, da una respuesta ejemplar al rey Lisímaco cuando este le ofrece compartir sus bienes: «De lo que quieras, excepto de los secretos». Con una sola frase, Filípides resume toda la enseñanza moral del tratado: hay riquezas que pueden dividirse sin daño, pero los secretos, una vez compartidos, dejan de existir.

La charlatanería va acompañada de otro vicio: la intromisión, esa curiosidad malsana que lleva a muchos a querer oír para poder hablar. Tales personas buscan enterarse de lo oculto no por sabiduría, sino por vanidad; son como quienes alimentan un fuego con leña seca: cuanto más saben, más desean divulgar. Incluso compara a los indiscretos con reptiles que incuban lo que finalmente los destruye, pues los secretos no guardados terminan devorando a quien los profana.

El ejemplo trágico de Seleuco el Victorioso lo confirma. Tras huir derrotado, el rey recibe hospitalidad de un campesino generoso, quien, al reconocerlo, no puede resistir la tentación de proclamar su hallazgo. Seleuco, temiendo ser descubierto, lo manda matar en el acto. Plutarco subraya la ironía moral: aquel hombre, que habría sido recompensado con creces si hubiera callado, muere por hablar demasiado. Su buena intención no lo libra del castigo, porque la palabra inoportuna, aunque nacida de la alegría o de la bondad, tiene consecuencias irreversibles.

Por una simple broma en la barbería, un hombre revela imprudentemente su cercanía física al tirano (“sobre cuyo cuello tengo la navaja todos los días”). Dionisio, al enterarse, lo hace crucificar. Plutarco subraya aquí que la ligereza en el hablar, incluso cuando parece inofensiva o graciosa, se convierte en un peligro mortal cuando toca los asuntos del poder.

Los barberos, según Plutarco, son por naturaleza parlanchines porque su oficio los rodea de clientes charlatanes. El rey Arquelao, consciente de ello, ofrece una respuesta tan aguda como ejemplar: cuando el barbero le pregunta “¿Cómo te voy a cortar?”, responde “En silencio”. La frase resume toda la sabiduría práctica que el tratado defiende: incluso un acto tan trivial como un corte de cabello requiere prudencia en el habla.

El caso del barbero ateniense, roza lo trágico y lo absurdo. Deseoso de ser el primero en dar la noticia de la derrota de los atenienses en Sicilia, corre a divulgar un rumor sin confirmarlo. Su prisa por la notoriedad lo lleva al tormento, pues el pueblo, indignado ante el caos generado, exige su castigo. Solo más tarde, cuando llegan los verdaderos mensajeros del desastre, se confirma que decía la verdad. Sin embargo, el hombre queda arruinado, incapaz de aprender: su primera pregunta al verdugo es otra muestra de charlatanería, al interesarse en los detalles del infortunio de Nicias.

Lengua que delata

Las charlatanería puede convertirse en una trampa mortal para quien habla de más. Afirma primero que quienes anuncian desgracias provocan rechazo, igual que una medicina amarga hace detestar incluso la copa que la contiene. Luego, con versos de Sófocles

— ¿En tus oídos o en el alma te sientes herido?
— ¿Por qué insistes en saber dónde está mi pena?
— El autor aflige tu alma; yo, tus oídos.

recuerda que tanto los actos como las palabras hieren, pero que una lengua suelta es difícil de controlar o castigar. El caso del templo de Atenea Calcieco lo demuestra: un hombre, queriendo parecer ingenioso, ofrece una explicación demasiado elaborada sobre cómo los sacrílegos pudieron haber usado cicuta y vino para enfrentar su huida. Su relato, minucioso y verosímil, despierta sospechas, porque nadie ajeno al crimen podría conocer detalles tan precisos. Al ser interrogado, acaba confesando su propia participación. 

La captura de los asesinos del poeta Íbico, descubiertos no por investigación ni delación ajena, sino por su propia lengua. Según la anécdota, los criminales estaban sentados en el teatro cuando aparecieron unas grullas volando sobre el público. Entre risas, se susurraron que habían llegado “los vengadores de Íbico”, aludiendo al antiguo relato en el que las grullas eran consideradas criaturas protectoras del poeta. Ese comentario imprudente fue escuchado por otros espectadores, quienes, sabiendo que Íbico llevaba tiempo desaparecido, transmitieron la sospecha a los magistrados. Los hombres fueron así apresados y obligados a confesar.

Plutarco usa este episodio para ilustrar que la charlatanería actúa como una Erinia, un castigo que persigue al culpable desde dentro. No son las grullas las que los delatan, sino la propia lengua que, incapaz de contenerse, arrastra hacia el exterior lo que debía permanecer oculto. De modo similar a como en el cuerpo una parte enferma atrae dolor y tensión hacia sí, la lengua inflamadamente activa del charlatán convoca sobre ella lo secreto y lo peligroso, revelándolo sin querer.

Para corregir este vicio, Plutarco propone una metáfora memorable: el ejemplo de los gansos que cruzan de Cilicia al Tauro, región llena de águilas. Para no ser descubiertos por sus gritos, los gansos toman una piedra en el pico a modo de freno, forzándose así al silencio mientras vuelan de noche. El sabio debe hacer lo mismo: poner un freno racional a la lengua, contener el impulso de hablar y evitar que lo oculto salga a la luz sin necesidad.

Plutarco contrasta al charlatán con el traidor político clásico. A los traidores, por más despreciables que sean, se les paga o recompensa: Eutícrates, Filócrates, Euforbo, Filagro recibieron tierras, dinero o beneficios por entregar ciudades o ejércitos. El charlatán, en cambio, es un traidor gratuito: divulga secretos sin que nadie lo llame, sin obtener nada, y peor aún, perjudicando a todos y a sí mismo. Plutarco retoma un verso dirigido al pródigo que regala sin juicio: «No eres generoso, tienes una enfermedad; te complace dar» —aplicándolo a la lengua suelta—: el charlatán no es ni amigo ni buen ciudadano, solo un enfermo del hablar, movido por el placer de oírse a sí mismo.

Juicio al silencio

Aclara que no se trata de una acusación, sino de un tratamiento: como cualquier pasión, la charlatanería se vence mediante juicio y ejercicio, pero el juicio debe venir antes. Solo cuando la razón muestra con claridad el daño que una pasión causa, el alma puede sentir rechazo por ella y comenzar a corregirse.

Por eso Plutarco enumera los efectos reales del charlatán: creyendo que será amado, termina siendo odiado; queriendo agradar, incomoda; aspirando a ser admirado, provoca risa; y lo más trágico, no obtiene nada con su hablar, pero sí pierde: ofende a sus amigos, beneficia a sus enemigos y se arruina a sí mismo. Pensar en estas consecuencias —las vergüenzas y dolores que genera la lengua suelta— constituye la primera medicina.

El segundo remedio es más constructivo: adoptar el comportamiento contrario, ejercitar y contemplar constantemente el valor del silencio prudente. Plutarco invita a tener siempre presentes las alabanzas que los sabios han dedicado a la discreción, a lo sagrado del silencio y al prestigio de la palabra medida. 

La brevedad es la mejor compañera

Plutarco menciona la célebre frase enviada por los lacedemonios a Filipo —«Dionisio en Corinto»—, que condensaba toda una advertencia política en apenas tres palabras: así como el tirano Dionisio terminó enseñando en una escuela tras perder su reino, también Filipo debía desconfiar del poder fluctuante. A la amenaza directa de Filipo —«Si invado Laconia os arruinaré totalmente»—, los espartanos contestaron con un único «Si»; y cuando Demetrio se indignó porque los lacedemonios enviaron solo un embajador, este respondió: «Uno a uno». Estas respuestas lacónicas no solo exhiben ingenio, sino un dominio absoluto del lenguaje como instrumento de autoridad y prudencia.

Luego, Plutarco recuerda que en el templo de Apolo no se inscribieron largas epopeyas ni himnos complejos, sino máximas breves: «Conócete a ti mismo», «Nada en demasía», «La fianza es una desgracia presente». Estas sentencias fueron valoradas por su rotundidad: pocas palabras que contienen un mundo de pensamiento. El propio Apolo, llamado Loxias, muestra preferencia por la brevedad: no por oscuridad, sino por rechazo a la verbosidad inútil.

Plutarco añade ejemplos aún más sugerentes: Heráclito, convocado para dar consejo sobre la concordia, no pronuncia discurso alguno. Mezcla agua, harina y menta, bebe y se retira. El gesto silencioso explica que la paz nace de conformarse con lo que se tiene, sin lujos ni excesos.

El rey escita Esciluro, a punto de morir, enseña a sus ochenta hijos la fuerza de la unidad sin emitir una palabra: intenta que rompan un haz de lanzas atadas, y cuando no pueden, las desata y rompe cada una por separado, mostrando que la discordia destruye lo que la unión mantiene firme.

Los lacedemonios son su ejemplo predilecto: sus respuestas cortas, firmes y cargadas de significado se volvieron proverbiales. Cuando escribieron a Filipo «Dionisio en Corinto», decían en tres palabras lo que otros necesitarían páginas para explicar: que el poder puede derrumbarse y que el destino del tirano puede ser la humillación. Del mismo modo, cuando Filipo los amenazó —«Si invado Laconia os arruinaré totalmente»— ellos respondieron únicamente «Si», devolviéndole toda la fuerza del desafío en una sílaba. Y cuando Demetrio se indignó por recibir un solo embajador, éste contestó imperturbable: «Uno a uno», señalando que cada espartano vale por muchos.

Plutarco recuerda también que en el templo de Apolo no se inscribieron epopeyas como la Ilíada o la Odisea, sino breves máximas: «Conócete a ti mismo», «Nada en demasía», «La fianza es una desgracia presente». La concisión de estas sentencias no es pobreza, sino densidad: pocos vocablos que encierran una guía completa para la vida. El propio Apolo, llamado Loxias, da oráculos breves no por oscuridad, sino porque rehúye la verbosidad del charlatán.

Algunos sabios enseñan incluso sin palabras. Heráclito, consultado sobre la concordia, mezcla agua fría, harina de cebada y menta, bebe y se va: el gesto enseña que la paz nace de vivir con sencillez y de no buscar lujos que generan rivalidad. Esciluro, rey de los escitas, muestra a sus ochenta hijos la fuerza de la unión pidiéndoles romper un haz de lanzas; al no poder, las desata y rompe una a una, señalando que la discordia destruye lo que la concordia sostiene.

Posible remedio contra la charlatanería

El remedio contra la charlatanería no está solo en conocer ejemplos admirables, sino en volver a ellos una y otra vez, ejercitar la memoria moral y convertir la reflexión en hábito. Si uno repasara con frecuencia casos como los de los lacedemonios, Heráclito o Esciluro, dejaría de complacerse en hablar de trivialidades, porque esos modelos elevan el espíritu y enseñan que la palabra es algo grave y precioso.

Plutarco confiesa que se siente avergonzado al recordar la historia del “famoso esclavo”, porque en ella se revela lo crucial que es prestar atención y dominar los propios principios. El orador Pupio Pisón, que no quería ser importunado, ordenó a sus esclavos que respondieran solo a lo que se les preguntara, sin añadir nada. Cuando invitó a Clodio a un banquete y este no llegó, Pisón pasó la noche enviando a su esclavo para ver si venía. Ya tarde, irritado, le preguntó: “¿Lo invitaste?”. El esclavo respondió: “Por supuesto”. Pisón insistió: “¿Y por qué no vino?”. Y entonces el esclavo contestó: “Porque se negó”. Cuando su amo lo reprendió por no avisarle antes, respondió con fría lógica: “No me lo preguntaste”.

Plutarco observa que ese es el esclavo romano, obediente a la letra, pero que un esclavo ático, formado en la charla y la intromisión, mientras cava sería capaz de decirle a su amo: “Bajo qué condiciones se ha hecho la paz”, es decir, de hablar incluso sin que se lo pidan, movido por el hábito de hablar “sobre todo”.

La moraleja es clara: la costumbre es poderosa. Así como el esclavo ático no puede dejar de hablar, quien se habitúa a la charlatanería acaba parloteando incluso sin darse cuenta, impulsado por una inclinación que supera la razón. Por eso Plutarco concluye que debemos hablar de la charlatanería ya no para criticarla, sino para entender que solo la reflexión constante, unida al ejercicio diario, puede domar la lengua y devolverle su papel natural: decir lo necesario, callar lo inútil y honrar la sabiduría mediante la medida.

No se puede “poner bocado” al charlatán, como si fuera un caballo; lo que se necesita es un hábito contrario, adquirido por repetición y disciplina. El primer ejercicio consiste en aprender a guardar silencio cuando alguien pregunta algo a un vecino. Plutarco cita a Sófocles: «El final de una carrera y el de un consejo no son el mismo», para mostrar que en el ámbito del diálogo no gana quien se adelanta, sino quien sabe esperar. La victoria, aquí, pertenece a la prudencia, no a la rapidez.

Si el que fue interrogado responde bien, conviene asentir y mostrar aprobación: eso da fama de persona amable y razonable. Si responde mal, entonces sí es adecuado intervenir —pero sin precipitación— para suplir lo que falta, sin humillar ni desplazar al otro.

Plutarco enfatiza que lo peor que puede hacer un charlatán es adelantarse a responder una pregunta destinada a otro. Esa actitud comunica soberbia: parece decir que el interrogado “no sabe” o que el hablador “sabe más que todos”. Es una forma de insolencia social, comparable a interponer un beso entre dos personas que desean besarse. El que interrumpe y se adelanta descoloca a todos: al que iba a hablar, al que preguntó, y al resto del grupo, porque desvía la atención y arruina la dinámica natural del diálogo.

Además, recuerda Plutarco, muchas veces alguien pregunta a otro no porque necesite la respuesta, sino porque quiere acercarse a él, generar amistad, atraerlo a la conversación —como hacía Sócrates con Teeteto o Cármides—. El charlatán que irrumpe rompe ese delicado tejido social.

Segunda ejercitación

Plutarco pasa al segundo ejercicio práctico para reformar al charlatán: controlar el propio modo de responder. Si antes enseñó a no adelantarse a contestar preguntas dirigidas a otros, ahora aconseja vigilar el momento y la manera de responder cuando la pregunta sí va dirigida a uno.

El primer peligro es evidente: no caer en la trampa de quienes preguntan solo para provocar al charlatán. Hay personas —dice Plutarco— que formulan preguntas no por curiosidad genuina, sino por burla, para hacer que el charlatán se lance a hablar sin freno. Ante eso, la primera regla es simple: no precipitarse, no interpretar toda pregunta como un honor, no “saltar” al discurso como si se nos hiciera un favor.

En cambio, cuando el interlocutor pregunta con verdadera intención de aprender, el charlatán debe acostumbrarse a pausar antes de responder: una breve espera permite al que pregunta aclarar si desea añadir algo y al que responde pensar con calma lo que va a decir. Plutarco critica el hábito típico del charlatán: responder tan rápido que no solo interrumpe, sino que además contesta cosas distintas a las que se le han preguntado, en una confusión nacida de la prisa por hablar.

Para mostrar lo absurdo de esta precipitación, introduce una comparación con la Pitia de Delfos: ella puede responder incluso antes de escuchar porque sirve a un dios que “comprende al mudo y oye al que no habla”. Pero los seres humanos no somos adivinos: debemos entender primero el sentido exacto de la pregunta, para no incurrir en lo que recoge el refrán: “Pedían cubos, pero les negaban barreños”, es decir, responder algo totalmente distinto a lo solicitado.

Plutarco añade, con ironía, que el charlatán debe refrenar su “hambre aguda de palabras”, para no aparecer como alguien que descarga un discurso reprimido desde hace tiempo, apenas encuentra la oportunidad. Para ilustrar el autocontrol necesario, cita una práctica de Sócrates: al terminar los ejercicios en el gimnasio, no bebía inmediatamente, sino que sacaba y vertía un primer jarro de agua para enseñarse a sí mismo a que sus apetitos esperaran el orden de la razón.

Toda respuesta puede ser necesaria, cortés o excesiva. Esta distinción le permite mostrar, a través de ejemplos concretos, cómo el charlatán se extravía siempre hacia el último extremo.

Primero expone lo necesario: si alguien pregunta “¿Está Sócrates en casa?”, la respuesta suficiente es «No está en casa». Incluso podría reducirse aún más al lacónico «No», como hicieron los espartanos al responder a Filipo con una sola palabra. Esta respuesta no es descortés; simplemente cumple la función requerida.

Lo cortés, en cambio, añade un toque de urbanidad: «No está en casa, sino en las mesas de los cambistas». Aquí se entrega la información útil de manera amable sin caer en exceso. Si se agrega un pequeño detalle más («esperando allí a unos huéspedes») se roza el límite sin sobrepasarlo.

Pero Plutarco señala que el charlatán no conoce límite. Él es el que, habiendo leído a Antímaco, se pierde en genealogías, digresiones, nombres, episodios históricos y anécdotas sin relación. En vez de contestar dónde está Sócrates, termina recitando la guerra del Peloponeso: «…Alcibíades está en Mileto con Tisafernes, el sátrapa del Gran Rey…». La escena es deliberadamente absurda: una sola pregunta abre la compuerta para que el charlatán se lance a hablar sin medida, hasta dejar exhausto al interlocutor.

Plutarco propone entonces un principio clave: la respuesta debe estar delimitada por la necesidad del que pregunta, como un círculo cuyo centro es la pregunta y cuyo radio es la información justa. No se trata de pobreza comunicativa, sino de precisión moral e intelectual.

Nos presenta una anécdota que ilustra esta norma con ingenio. Cuando Carnéades —aún desconocido pero dotado de una voz potente— conversaba en un gimnasio, el director le pidió que «midiera su voz». Carnéades replicó: «Te doy como medida a quien conversa conmigo». Es decir: el volumen debe ajustarse al interlocutor, no al hablador.

Evitar los temas de la charlatanería

Así como Sócrates aconsejaba cuidarse de alimentos y bebidas que invitan a comer o beber sin necesidad, el charlatán debe temer aquellas conversaciones que lo arrastran a hablar sin medida. El remedio, entonces, no es solo controlar la lengua en general, sino evitar los tópicos que estimulan su exceso.

Plutarco ofrece ejemplos ilustrativos. Los militares son proclives a narrar batallas; el poeta Homero presenta a Néstor como modelo de ese vicio, recordando siempre sus hazañas. De modo semejante, quienes han ganado pleitos o han tenido éxito ante gobernantes y poderosos sienten la necesidad de repetir una y otra vez el relato de cómo triunfaron. Su alegría, dice Plutarco con ironía, es más intensa y parlanchina que el insomnio cómico de la comedia antigua: encuentran cualquier excusa para volver a contarlo.

Reconoce que no toda charlatanería es igual de nociva, y que si el hablador no puede dejar de hablar, al menos debe ser llevado hacia temas menos molestos. Entre los males posibles, dice él, “éste es el menor”: que el charlatán hable demasiado, pero sobre literatura, antes que sobre asuntos privados, secretos o peligrosos. De ahí el consejo práctico: redirigir su impulso a la escritura, donde puede derramar su exceso verbal sin dañar a nadie.

Presenta como ejemplo a Antípatro el estoico, que, incapaz de enfrentar las interminables refutaciones de Carnéades en persona, decidió responderle por escrito. Su debate, trasladado del ágora al rollo, le valió el apodo de “el cálamo gritador”. Así su verborrea quedó contenida en libros, sin agotar a quienes lo rodeaban. Plutarco sugiere que un charlatán podría beneficiarse de ese mismo ejercicio: luchar “en la sombra” contra la pluma, volcar en papel su efervescencia verbal, y así hacerse más soportable en la convivencia diaria. Tal como los perros desahogan su furia mordiendo palos y piedras, el hablador descarga su impulso en páginas en vez de en personas.

Plutarco recomienda además el trato con superiores y ancianos, porque la vergüenza natural ante ellos induce a la moderación. Esa especie de pudor social actúa como freno externo cuando el dominio interior aún no existe.

Pero el verdadero corazón de este apartado es el diálogo interior, la reflexión que debe acompañar al impulso de hablar. Cuando “las palabras se adelantan corriendo a la boca”, Plutarco invita a detenerse y preguntarse:

  • ¿Qué urgencia tiene esta palabra?

  • ¿Sobre qué asunto se excita mi lengua?

  • ¿Qué gano si hablo? ¿Qué pierdo si callo?

Estas preguntas funcionan como un contrapeso racional. La palabra, una vez dicha, no se borra: “permanece al lado incluso después de dicha”, como peso que no desaparece. Por eso Plutarco distingue los motivos legítimos de hablar:

  1. porque uno necesita algo,

  2. porque puede beneficiar a los oyentes,

  3. porque puede endulzar con amabilidad la acción común.

Si lo dicho no cumple ninguna de estas condiciones —ni es útil, ni necesario, ni agradable—, entonces la pregunta es inevitable: ¿por qué hablar? Lo vacío y vano en las palabras es tan reprochable como lo vacío y vano en los actos.

Así, el hablador es arrastrado por lo que más le entusiasma: “no solo donde duele ponemos la mano, sino también donde nos place ponemos la voz”. En los asuntos amorosos ocurre lo mismo: si el amante no puede conversar con personas sobre su amor, dirigirá su palabra a cosas inanimadas —al lecho, a la lámpara, a la habitación—, repitiendo versos como «¡Oh queridísimo lecho!» o «Baquis te consideró un dios», porque el recuerdo alimenta la necesidad de hablar.

Plutarco concluye que el charlatán no distingue temas, y por eso sucumbe siempre al que más lo halaga. El remedio consiste en reconocer cuáles asuntos nos seducen, y evitarlos activamente, pues son los que más pueden arrastrarnos a discursos largos y vanagloriosos.

Lo mismo ocurre con quienes creen tener ventaja en ciertos campos: el lector que presume de historias, el gramático que se pierde en tecnicismos, el viajero que relata sin parar las maravillas extranjeras. Allí donde creen sobresalir, consumen todo el día en un flujo interminable de palabras. Así, un personaje de la propia ciudad de Plutarco, que había leído apenas dos o tres libros de Éforo, repetía sin cesar la historia de Leuctra, arruinando cualquier banquete hasta ganarse el sobrenombre de “Epaminondas”.

Plutarco, sin embargo, ofrece un contrapunto admirable: Ciro, que rivalizaba no en lo que era superior, sino en lo que era más inexperto, para no humillar a los demás y para aprender de ellos. El charlatán hace exactamente lo contrario: evita toda conversación donde podría aprender algo, empujando siempre la charla hacia lo que ya conoce y repite.

El sabio Simónides confesaba que “se arrepintió muchas veces de hablar, pero nunca de callar”. El silencio no exige esfuerzo como el hipo o la tos que deben refrenarse; por el contrario, es un descanso, una libertad, una herramienta al alcance de cualquiera. Termina así señalando que la práctica, el ejercicio constante, es la que finalmente subyuga al hábito contrario. Solo la repetición del autocontrol transforma al charlatán en alguien dueño de su lengua y, por ende, dueño de sí mismo.

Conclusión

En suma, Plutarco nos muestra que la charlatanería no es un simple defecto simpático, sino un vicio peligroso que delata secretos, arruina amistades, provoca desgracias y ridiculiza a quien no sabe dominar su lengua. Frente a esa palabra que se escapa y destruye, el autor erige la fuerza del silencio: la brevedad ingeniosa de los lacedemonios, la discreción que salva ciudades, la pausa que permite pensar antes de hablar. Con ejemplos trágicos y cómicos, Plutarco enseña que el hablador compulsivo vive encadenado a su propia voz, mientras que el que sabe callar gobierna su alma y su entorno. La lección final es simple y fulminante: la lengua descontrolada es un enemigo íntimo, pero el silencio prudente —ese que nunca causa arrepentimiento— es una de las armas más poderosas de la vida humana.