miércoles, 23 de abril de 2025

Jean Bodin - Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas (Libro VI)


En el Coloquium heptaplomeres de Jean Bodin, el Libro VI, último de esta obra, nos lleva a una serie de reflexiones profundas sobre el sentido del sacrificio, la naturaleza humana y las contradicciones inherentes a las tradiciones religiosas. Desde la frugalidad ritual del viernes hasta las discusiones sobre la duración de la vida humana y las tensiones entre cuerpo y espíritu, este segmento captura la conexión íntima entre lo físico y lo espiritual, el rito y la reflexión. Es un pasaje donde las voces se entrelazan para cuestionar las certezas, expandiendo los límites del pensamiento religioso en un tono solemne pero vibrante, propio de una asamblea de mentes brillantes.

Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas

LIBRO VI 

Este breve pasaje que da inicio al Libro VI ofrece una escena íntima y ritual que funciona como un puente entre el contenido teológico-filosófico anterior y lo que está por venir. Aquí, el ayuno del viernes impone un ritmo distinto al encuentro: los participantes llegan más tarde, la comida es frugal, pero no por ello menos significativa. La prolongación deliberada de la cena por parte de Coronaeus, solo para permitir la continuación de la lectura trágica, subraya el valor de la palabra, el rito y la comunión intelectual por sobre el festín corporal. La mención al Salmo de David y a las leyes papales sobre el ayuno marca también una clara imbricación entre religión, ética cotidiana y hospitalidad, haciendo del encuentro un acto espiritual.

Podría entenderse este momento como una especie de "sabático filosófico", donde el cuerpo se somete para que el alma se eleve mediante el diálogo, el canto sagrado y la tragedia como instrumento de reflexión.

Del banquete al cosmos

Octavius inicia con una crítica moral a los excesos del Imperio romano, recordando que en tiempos de Calígula se vaciaba el Mediterráneo para satisfacer la gula imperial, mientras que antiguos moralistas como Catón advertían que una sociedad donde el pescado es más caro que la carne estaba condenada a la decadencia. Curtius y Toralba, por su parte, profundizan en los usos sacrificiales de los alimentos, señalando que en muchas culturas se ofrecían distintos tipos de peces a divinidades específicas, y Toralba incluso sostiene que el pescado —por su pureza, ausencia de enfermedad y longevidad— es el sacrificio más digno para Dios.

Fridericus apoya esta idea atribuyendo a los peces una virtud purificadora, aunque duda de su longevidad frente a los elefantes, hasta que Octavius recuerda testimonios legendarios, como un elefante visto por Apolonio de Tiana que habría vivido desde Alejandro Magno hasta su época. El diálogo se desplaza entonces a una discusión sobre la duración de la vida humana: Fridericus defiende, desde las Escrituras, que los patriarcas bíblicos vivieron más de 900 años, y cita a Josefo y otros autores antiguos que corroboran esta idea. Senamus plantea la objeción sobre por qué esa longevidad desapareció tan pronto, a lo que Fridericus responde que fue un designio divino.

Toralba propone que esas largas vidas permitieron a los primeros hombres desarrollar las ciencias y observar los cielos, mientras que Curtius, más pragmático, afirma que fue para propagar la especie humana. La conversación concluye con una observación naturalista: los animales con mayor fertilidad —como los pulpos o los conejos— viven poco, mientras que los de mayor tamaño o fuerza viven más, aunque se reproducen poco. Toralba responde que esta economía vital está ordenada por Dios para mantener el equilibrio de la creación.

Ritos

Fridericus abre la conversación narrando un hecho curioso: un pez lucio marcado por el emperador Federico II con un anillo en sus agallas fue encontrado 267 años después aún vivo, lo que demuestra, según él, la longevidad de ciertas especies acuáticas. Agrega que incluso en tiempos recientes se ha hablado de carpas que vivieron más de 120 años, y cita un pasaje atribuido a Seneca sobre un pez que sobrevivió sesenta años tras ser llevado al estanque de Pollión. En vista de esto, Fridericus se permite contradecir a Aristóteles y Teofrasto, quienes aseguraban que los animales marinos vivían menos que los terrestres.

Toralba, en tono mordaz, critica la credibilidad de Aristóteles, aludiendo con ironía a los 800 talentos que Alejandro Magno le habría pagado, considerando imperdonable que se haya equivocado en una cuestión tan evidente como la longevidad de los peces.

Coronaeus recoge el tema para reflexionar sobre el valor de los peces en la dieta humana y especialmente en la práctica religiosa. Considera que los peces, por su pureza y salud, son más adecuados que la carne terrestre, sobre todo en días de ayuno como el Viernes Santo. Describe incluso prácticas ascéticas extremas de ciertos religiosos que permanecen horas sumergidos en agua hasta el cuello o evitan el sueño como parte del sacrificio devocional.

Senamus plantea que el ayuno del sexto día (viernes) es más propio del cristianismo que del islam, ya que en esa jornada Cristo murió y redimió a la humanidad, mientras que Mahoma solo fue herido. Por eso, argumenta que el viernes debería tener un sentido más profundo para los cristianos.

Curtius aporta el dato histórico de que los primeros cristianos ayunaban incluso el domingo, día de la resurrección de Cristo, como lo confirma Tertuliano. Sin embargo, esta práctica fue luego prohibida por las autoridades eclesiásticas.

Salomon, desde la perspectiva judía, recuerda que la Torá solo impone un ayuno obligatorio, el de Yom Kipur, pero también existen otros veinticinco ayunos por tragedias históricas y muertes de profetas, descritos en el Tahanith. Señala que durante esos días los fieles no deben comer, beber, mantener relaciones sexuales ni trabajar, y deben confesar sus pecados postrados, como exige la palabra hebrea ta’anit, que significa sufrimiento o aflicción.

Curtius refuerza su punto citando a Orígenes, quien decía que los cristianos primitivos ayunaban los miércoles y viernes, pero no el sábado ni el domingo, en respeto al Shabat y al Día del Señor.

Octavius introduce la perspectiva islámica, comentando que los musulmanes también practican el ayuno con severidad, especialmente en Ramadán, y realizan ayunos mensuales durante los días de luna llena, que llaman “días brillantes”. Subraya además que, como los judíos, los musulmanes evitan comer cerdo y sangre.

Fridericus reflexiona sobre la diversidad de costumbres religiosas y señala cómo en muchas religiones se ora con la cabeza cubierta, mientras que los cristianos lo hacen descubiertos. Compara esta práctica con los ritos paganos y recuerda que Saturno era venerado con la cabeza desnuda por estar él mismo velado.

Salomon añade que las mujeres sabas y árabes bailaban desnudas al amanecer en sus cultos, y que los adoradores de Baal Peor se exponían obscenamente, siendo esta idolatría duramente condenada en la ley mosaica, la cual en cambio exige que el sacerdote se cubra al sacrificar.

Octavius menciona que este tipo de gestos extremos eran comunes entre los que se tomaban la adoración con excesivo rigor. Narra cómo Prusias de Bitinia y otros aduladores ofrecían honores divinos al Senado o al emperador Calígula de formas ridículas, arrojándose a sus pies como animales.

Salomon contraargumenta con el ejemplo de Moisés, quien se cubrió el rostro al oír a Dios, lo mismo que hizo Elías. Ambos gestos demuestran reverencia, y no deben ser confundidos con superstición.

Curtius compara cómo en Asia se evita mirar directamente al gobernante, mientras que en Europa es irrespetuoso cubrirse ante él. Explica que en Abisinia se exige incluso desnudarse ante la autoridad como muestra de sumisión, y recuerda que antiguamente era común bailar como parte del culto en muchas religiones, aunque ahora en lugares como Ginebra está severamente prohibido.

Senamus cierra la discusión señalando que la danza, incluso entre los paganos, era parte del ritual religioso. Menciona que los sacerdotes de Marte eran llamados salianos por sus saltos rituales, y que el propio Júpiter exigía danzas bien ejecutadas en sus juegos. La negligencia en tales actos, dice, traía consecuencias terribles, como lo prueba la historia del senador cuyos hijos murieron por ignorar una advertencia divina sobre una mala ejecución de la danza ritual.

Danzas

Curtius comienza narrando cómo en los primeros tiempos del cristianismo se evitaban las danzas sagradas por temor a las persecuciones, tal como lo escribe Justino Mártir. Sin embargo, bajo Constantino el Grande, esta práctica resurge y se institucionaliza en la liturgia cristiana. Las procesiones eran, en realidad, danzas rituales en las que dos cantores representaban los movimientos de los astros mediante pasos simbólicos y posturas estáticas, y aunque al principio se bailaba elevando la mano al cielo, luego se usaron bastones con manos de plata por la fatiga. Con el tiempo, al llegar al sacerdocio personas sin formación en estas prácticas, el baile se fue perdiendo, y quedó el proverbio sobre aquellos que no sabían ni cantar ni bailar.

Salomon defiende el valor teológico del baile cuando es moderado y lleno de júbilo, recordando que David danzaba y saltaba ante Dios, exultando en espíritu. A partir del análisis del término Selah en los Salmos, se deduce que los antiguos cantos sagrados iban acompañados de cambios de ritmo, silencios y saltos de voz y cuerpo, como expresión de alegría espiritual. Según Salomon, instrumentos como la lira, el cuerno o la flauta acompañaban a las voces humanas en las alabanzas. Esta práctica fue instituida por Dios mismo a través de los profetas Natán y Gadus, quienes ayudaron a David a organizar coros con los levitas.

Coronaeus sostiene que los órganos inventados en Constantinopla en el siglo VIII superan en melodía a cualquier instrumento antiguo y lamenta que los reformadores los hayan abandonado. Curtius, en cambio, cree que estos instrumentos distraen más que elevan, y cita a Justino y Teodoreto, quienes pensaban que debían reservarse para los niños. También critica que se usen lenguas muertas en la liturgia, impidiendo que el pueblo entienda los cantos. Coronaeus responde que esto se debe a la veneración por los antiguos cantos latinos, establecidos por el papa Gregorio cuando aún se entendían, y que no se han traducido por respeto a la tradición.

Curtius argumenta que no hay razón para no cantar los Salmos en todas las lenguas, y que, si se usan instrumentos, sería mejor emplear cuerdas antes que tubos de plomo que confunden las voces. Señala que solo los británicos combinaban estos sonidos con el canto. Senamus reflexiona que, a pesar de la diversidad religiosa entre judíos, cristianos y musulmanes, todos coinciden en alabar a Dios con los Salmos de David.

Salomon explica que esto ocurre porque los Salmos no hacen referencia a ídolos ni santos, sino solo a Dios eterno, lo cual los hace aceptables para todas las religiones monoteístas. Toralba cuestiona por qué solo los cristianos adoran a Cristo y a los santos si todos afirman creer en un único Dios creador. Fridericus responde que Cristo es Dios mismo, el Hijo eterno. Octavius replica citando a Pedro, quien dijo que Dios hizo a Jesús “Señor y Cristo”, lo que parece señalar una distinción.

Fridericus aclara que se trata de la unión de dos naturalezas: la humana, creada, y la divina, eterna, que conviven sin confundirse en la persona de Cristo, quien actúa como mediador entre Dios y los hombres. Toralba problematiza la unión de dos naturalezas distintas, comparándola con la mezcla de miel y agua que produce un tercer ente diferente: el hidromiel. Coronaeus matiza, diciendo que en Cristo las dos naturalezas están unidas sin mezclarse y separadas sin dividirse.

Octavius menciona que Atanasio reconocía una sola naturaleza en Cristo, pero Coronaeus recuerda que otros como Gregorio Nacianceno y Cirilo hablaban de dos. Curtius se opone a tratar temas divinos desde la física, como hace Toralba. Este último replica que Cristo, en cuanto hombre, pertenece a la física, pero Dios a la teología, y que de Dios solo podemos decir lo que no es, ya que no comparte ninguna categoría con las criaturas. Cita a Simplicio, quien decía que la causa primera es innombrable, y a Proclo y Parménides, quienes defendían la inefabilidad de Dios. Aunque algunas descripciones pueden parecer apropiadas —eterno, uno, puro, sabio—, todas son insuficientes y limitadas. Aun así, esa idea de un Dios único parece inscrita por la naturaleza en todos los pueblos.

Salomon concluye diciendo que los hebreos tienen diez nombres para Dios y 72 epítetos que pueden compartir con las criaturas, excepto el Tetragrámaton (YHWH), que es exclusivo de Dios. Sostiene que sólo este debe ser adorado, rechazando el culto a elementos naturales, ángeles o almas de difuntos, y condena como error toda asociación entre Dios y criatura alguna.

El nombre Divino

Senamus propone que el nombre de Júpiter (Jove) podría derivar del Tetragrámaton hebreo YHWH, debido a la similitud entre ambos. Salomon refuta esto argumentando que quienes pronuncian “Jova” o “Jehová” no comprenden la lengua hebrea, pues el sistema fonológico del hebreo impide esa pronunciación. Explica que los sabios antiguos añadieron vocales de manera variada, como Yehowah o Yeheweh, pero sólo como forma de preservar el misterio, ya que la ley divina ordenaba la pena capital para quien pronunciara claramente ese Nombre. Por eso, en lugar de YHWH, los judíos usan Elohim o Adonai al leer las Escrituras.

Curtius responde que concuerda con Salomon, salvo en un punto clave: cree que Dios asumió la naturaleza humana para expiar los pecados mediante su muerte. Rechaza por completo la veneración de santos, dioses o incluso ángeles, pues estima que sólo a Dios debe dirigirse la oración y reverencia. Coronaeus, sin embargo, declara su adhesión a los artículos de fe cristianos y al sacrificio expiatorio de Cristo, y sostiene que también se debe invocar a los ángeles, santos y tener en cuenta el fuego del purgatorio como medio de purificación de las almas. Octavius lo interpela, sugiriendo que eso implicaría admitir una multitud de dioses junto al Dios inmortal. Coronaeus responde que cada uno tiene su lugar subordinado, pero que lo primero es convencer a Salomon sobre la divinidad de Cristo, lo que facilitaría la conversión de Octavius y Toralba.

Salomon observa que Toralba será más difícil de persuadir que los propios hebreos, ya que ellos creen uniformemente en ciertas cosas que los filósofos niegan, citando a Horacio con ironía sobre la credulidad judía. Toralba afirma que ni la terquedad ni la credulidad son buenas posturas: ni negarse a los argumentos sólidos ni creer ciegamente. Rechaza como absurda la idea de que el Dios eterno e incorpóreo, tras infinitas eras, se encarnara en una virgen, sufriera, muriera y ascendiera con un cuerpo físico. Para él, eso es contrario no sólo a la esencia divina sino también a su majestad, citando “Yo soy Dios eterno y no cambio”.

Senamus plantea una objeción: si Dios es inmutable, ¿por qué se dice en las Escrituras que se enoja, se arrepiente o cambia de parecer? Salomon responde que esto es lenguaje adaptado a la comprensión humana, como un padre que balbucea para su hijo. Explica que si Dios cambia, eso implicaría volverse mejor o peor, lo cual es inadmisible, pues Dios ya es la perfección absoluta desde la eternidad. Coronaeus responde que el cambio no implica alteración de esencia; del mismo modo, Proclo argumentó que el mundo es eterno para no atribuirle a Dios un paso del reposo a la acción. Salomon, sin embargo, insiste en que Dios crea y recrea eternamente, sin cambio en su estado, y que unir la divinidad con la carne humana hace violencia tanto a la esencia de Dios como a su gloria.

Fridericus afirma que quienes reciben el soplo del Espíritu divino pueden ser persuadidos de este misterio. Octavius opina que en realidad no fue difícil convencer a los griegos y romanos, ya que sus religiones estaban llenas de historias de dioses que se unían con mortales, y recuerda el caso de Mundus, quien engañó a una mujer haciéndole creer que Hércules se había acostado con ella. Senamus sugiere que tales historias condujeron a la teogonía pagana y a la divinización de emperadores y papas, y que por eso el cardenal Bessarion dudaba de los relatos de los santos.

Toralba expresa su perplejidad por el hecho de que incluso los sabios hayan creído tales cosas, pues si no se puede conocer a Dios como infinito, menos aún se puede pensar que esa esencia pueda unirse a la carne humana. Coronaeus responde citando a los académicos antiguos, quienes decían que el hombre es el vínculo entre el mundo celestial y el elemental, y por eso fue hecho a imagen de Dios. Toralba replica que el infinito no puede ser comprendido ni contenido en lo finito, y que la mente humana no puede abarcar ni intelectualmente ni en sustancia a la esencia infinita de Dios.

Fridericus responde que los milagros de Cristo prueban aquello que la razón no alcanza. Octavius cuestiona esta idea, argumentando que si los milagros hacen dioses, entonces cualquier hechicero o adivino podría proclamarse dios. Cita a Apolonio de Tiana como un ejemplo: realizó prodigios, sanó enfermos, resucitó muertos, predijo el futuro, y fue considerado un dios por griegos, romanos e incluso por algunos cristianos como Jerónimo y Justino Mártir.

Magia y milagros

Fridericus comienza refiriéndose a Apolonio de Tiana y a Cleomedes de Astipalea. Menciona que la información sobre Apolonio proviene principalmente de Damis, su discípulo, y que Eusebio de Cesarea refutó en ocho libros esas narraciones por considerarlas increíbles. Aunque se decía que Apolonio practicaba filosofía pitagórica, su fama se debía más a su magia: rompía cadenas con ayuda de demonios y vestía como mago. El emperador Domiciano lo mandó desnudar para juzgarlo por brujería.

Octavius señala que los milagros de Apolonio fueron tan impresionantes que algunos lo consideraron superior a Cristo, ya que vivió en la misma época o poco después, y fue adorado como dios por generaciones.

Salomon responde que en esa época surgieron muchos falsos mesías y magos, como Dositheo, Teudas, Judas el Galileo y Simón el Mago. Relata un caso en Arabia donde un supuesto mesías pidió que lo decapitaran para probar su divinidad, prometiendo resucitar, pero no lo logró, revelando su impostura.

Curtius recuerda que incluso algunos intentaron usurpar la divinidad, como Heráclides Póntico, quien sobornó a sacerdotes para que lo declararan dios. También habla de Psapho el Africano, que enseñó a pájaros adivinos a proclamar su divinidad. Aun así, afirma que Simón el Mago superó a todos con sus portentos: resucitó muertos, se levantó en pedazos y voló por el aire ante multitudes, proclamándose dios y prometiendo salvación no por méritos sino por su gracia.

Fridericus ironiza sobre su final: cayó estrepitosamente del cielo, una clara señal de su impostura.

Senamus objeta que, a pesar de ello, el Senado romano erigió una estatua a Simón con la inscripción “Simón Mago, dios”, lo que, según Justino Mártir, fue un hecho real. Añade que incluso el emperador Tiberio quiso que Cristo fuera declarado dios por el Senado, pero fue rechazado por su origen judío y su muerte infame, aunque Tiberio mantuvo su opinión. Esto indicaría, según Senamus, que Simón fue más célebre que Cristo por sus prodigios.

Octavius admite que Simón fue el más hábil de los embaucadores, pero sostiene que todos estos milagros provinieron de demonios. Recalca que Apolonio también hizo milagros extraordinarios, como teletransportarse, curar plagas o expulsar demonios, igual que Pitagoras, Romulo, Aristeo y Cleomedes, quienes también fueron asumidos al cielo. Sin embargo, estos actos, comunes entre nigromantes, no prueban divinidad.

Curtius interviene para distinguir que algunos hombres piadosos pueden ser tentados por demonios con permiso divino, como Job o incluso Cristo, quien fue llevado al pináculo del templo por el demonio para probar su virtud. El diablo fue vencido y, como dice Jesús, “el príncipe de este mundo será echado fuera”.

Coronaeus afirma que un mago, aunque se vista de santidad, sigue siendo un mago. Menciona que Vespasiano intentó imitar a Cristo curando a un ciego con barro y saliva, según Suetonio y Tácito. Recuerda también que Plinio acusó a Nerón de practicar estas artes. Luego apela a la intervención de Gamaliel, quien aconsejó al Sanedrín no perseguir a los cristianos, ya que si su doctrina no venía de Dios, se destruiría sola. Concluye que, a diferencia de magos como Apolonio o Simón, el cristianismo ha perdurado por más de quince siglos, resistiendo persecuciones y herejías, lo que prueba su origen divino.

Salomon concede que ninguna religión fundada sin Dios puede perdurar y cita el consenso de los sabios hebreos.

Senamus plantea una objeción: si la duración de una religión prueba su verdad, entonces la religión pagana, que duró milenios, sería la más verdadera. Recuerda los sacrificios humanos practicados en muchas culturas —desde India hasta América— y argumenta que la duración por sí sola no prueba nada, ya que muchas religiones impías han durado siglos.

Coronaeus responde que el cristianismo ha reemplazado gradualmente esa impiedad, y se ha extendido por ambas Indias (Oriente y Occidente), abarcando toda la tierra iluminada por el sol. Esto, para él, demuestra que la religión verdadera es la católica romana, que fue aceptada incluso en los extremos del mundo.

Curtius, no obstante, señala que la prueba de la verdad religiosa no está en su duración o expansión, sino en la verdad de sus doctrinas, su piedad y sus fundamentos racionales. Añade que, si bien los españoles erradicaron sacrificios humanos y demonolatría en América, fue un error cambiar ídolos por otros ídolos, y que tal vez habría sido mejor llevarles una forma más pura del cristianismo, como la de los suizos.

Octavius relata cómo, durante la conquista del Perú, Francisco Pizarro encontró que los indígenas adoraban casi exclusivamente al sol. Cita el caso del rey Atahualpa, quien rechazó la propuesta de un fraile franciscano de convertirse al cristianismo, argumentando que no podía adorar a un dios que había muerto en una cruz, prefiriendo en cambio al sol, visible, inmortal y resplandeciente. Octavius sostiene que, si hay excusa para la idolatría, sería más comprensible adorar la imagen más brillante del poder divino —el sol— antes que a un hombre muerto. Añade que, frente al cristianismo, el islam ha sido una alternativa más razonable, extendiéndose durante mil años, y que los antiguos dioses paganos, como Júpiter, muestran cuán endeble fue el juicio religioso de las antiguas civilizaciones.

Salomon responde que los israelitas deben ser exceptuados, pues rechazaron a Júpiter y toda idolatría desde antiguo, ofreciendo sacrificios a Dios por aquellos que vivían en la superstición. Señala que su religión es superior por su antigüedad, su verdad y su constancia, y afirma que el único fundador de su fe no fue un hombre, sino el mismo Dios eterno. Según Isaías, llegará el día en que todas las naciones adorarán al Dios de Israel.

Fridericus pregunta si acaso Dios permitiría que Cristo fuera adorado durante tantos siglos si no fuese realmente Dios.

Salomon responde que, si se mide la verdad religiosa por la duración, entonces también se debería justificar el culto a demonios y a hombres muertos que ha durado siglos, algo que Dios condena explícitamente en la Escritura.

Toralba sostiene que la ruina del hombre proviene de sí mismo, al alejarse de la ley natural, que prescribe el culto a un solo Dios eterno. Añade que esa misma ley natural fue seguida por figuras justas del pasado, como Abel, Noé, Job o Abraham, antes de cualquier revelación escrita, y que en ella se encuentra la religión más pura y antigua.

Curtius señala que, si seguimos esa ley natural, el cristianismo parece acorde con ella, pues enseña a adorar sólo al Dios eterno, quien habría asumido la naturaleza humana para salvar al hombre.

Coronaeus introduce entonces el tema de la unión de la naturaleza divina y humana en Cristo, señalando que esa era la cuestión pendiente desde el día anterior.

Toralba pide, antes de abordar esa unión, considerar si era necesario para la salvación que Dios se encarnara. Si no lo era, la discusión teológica posterior carecería de sentido, pues Dios no hace nada superfluo en la naturaleza.

Coronaeus replica que la voluntad divina no está sujeta a necesidad, y que por tanto Dios pudo querer algo no necesario.

Toralba argumenta que Dios no quiso producir una persona divina adicional, ya que sólo las criaturas pueden ser o no ser. La producción de las personas divinas no puede entenderse como resultado de una voluntad o de una necesidad, lo que lleva a una contradicción.

Curtius sostiene que estos misterios exceden la razón humana y que sólo pueden conocerse si Dios los revela. Cita a Pedro Lombardo, quien argumentaba que la generación del Hijo por el Padre no fue ni por voluntad ni por necesidad, sino por una voluntad anterior.

Toralba responde que es insostenible suponer una producción sin necesidad ni voluntad, y que una persona creada no puede ser creadora de sí misma.

Fridericus intenta simplificar el argumento: si Cristo hizo cosas que sólo puede hacer Dios, entonces debe ser Dios. Tiene poder, esencia, sabiduría y bondad divinas.

Toralba objeta que eso presupone lo que debe demostrarse. Si Cristo es criatura por su cuerpo, alma y generación, entonces no puede ser creador, pues ninguna criatura puede crear. Así como ninguna estrella o ángel puede ser Dios aunque participe de Su luz, tampoco Cristo podría serlo.

Fridericus responde que en Cristo se dan ambas naturalezas: divina y humana. Por tanto, pueden ser verdaderas al mismo tiempo afirmaciones contradictorias, como ser creado y no creado.

Coronaeus lamenta que se han enredado en un laberinto teológico, y propone juzgar a Cristo por sus obras, no por sutilezas: su vida, su enseñanza, sus milagros y el testimonio de Dios mismo lo hacen único entre los mortales.

Salomon objeta que la supuesta santidad de Cristo es dudosa, pues fue cercano a criminales y prostitutas. Orígenes afirma que incluso su discípulo Bernabé escribió que Cristo escogió a los más viles como discípulos. El Salmo I recomienda evitar a los pecadores.

Curtius recuerda que Cristo justificó ese comportamiento diciendo que vino a llamar a los pecadores, no a los justos. Pilato, que lo juzgó, reconoció que no encontraba culpa alguna en Él, pero lo entregó por presión política.

Octavius objeta que, según el derecho romano, nadie era ejecutado sin antes ser flagelado, por lo que Cristo debió haber sido condenado por una causa válida. Minimiza sus milagros, diciendo que se limitan a unos pocos casos de resurrección, sanaciones y su ascensión.

Senamus le recuerda el primer milagro de Cristo: convertir el agua en vino en las bodas de Caná.

Salomon critica ese milagro, considerando que habría sido mejor enseñar templanza. Añade que magos como Simón o Apolonio hacían prodigios similares, incluso obteniendo vino de árboles secos. Señala que la fe del enfermo suele ser el requisito indispensable para sanar, algo propio de la magia.

Curtius defiende a Cristo contra las acusaciones de usar magia. Dice que si los demonios se expulsan a sí mismos, su reino estaría dividido y pronto caería, lo que no ocurre.

Salomon dice que ese argumento es débil. A veces los demonios fingen ser expulsados mediante ritos mágicos para engañar y llevar a los hombres al crimen de hechicería. Relata cómo Jesús envió demonios a una piara de cerdos, lo que causó gran daño. Cita un caso similar ocurrido en Bélgica, donde un mago expulsó un demonio hacia un grupo de vacas que se volvieron locas. El mago huyó al ser perseguido por las autoridades.

Fridericus sostiene que Cristo refutó fácilmente todas las acusaciones por medio de la santidad de su vida y su integridad. Como prueba irrefutable, cita al historiador judío Flavio Josefo, quien —según se dice— habría escrito sobre Cristo “como si fuera un hombre ansioso por la sabiduría, si es que puede llamársele hombre”.

Salomon responde que ese pasaje atribuido a Josefo es una interpolación, ya que su estilo y brevedad lo delatan. Añade que otro Josefo, hijo de Gorio, que escribió en hebreo la misma historia, no menciona a Cristo, y por tanto los latinos y griegos no podían falsificar el testimonio hebreo, que no conocían.

Toralba indica que muchos de los prodigios atribuidos a Cristo (curaciones, expulsión de demonios, resurrección de muertos y vuelos por el aire) son compartidos con los magos, por lo que podrían demostrar tanto divinidad como impiedad.

Octavius recuerda que los ismaelitas no reconocen a Cristo como Dios, pero sí le atribuyen una divinidad excelsa, superior incluso a la de Mahoma, y una vida de incomparable santidad.

Curtius se asombra de que, reconociéndole tales virtudes, se le niegue la divinidad a Cristo, y afirma que resumió toda ley y moral en un solo precepto: “No hagas a otro lo que no quieras que te hagan”. Informa que el emperador Alejandro Severo valoró tanto esta máxima que la proclamó como edicto permanente y quiso incluso rendir culto a Cristo.

Coronaeus señala que aunque Alejandro fue criado junto a Heliogábalo, conocido por sus excesos, terminó siendo un emperador de grandes virtudes, gracias a la influencia de la doctrina cristiana.

Senamus ironiza sobre el mandato de no hacer a otros lo que no quisiéramos para nosotros, diciendo que, de tomarse literalmente, impediría toda forma de justicia penal, pues ningún juez ni verdugo querría ser azotado o crucificado.

Curtius aclara que las leyes prohíben manipular las palabras y convertir virtudes en faltas, por lo que el mandato de Cristo no debe entenderse como una licencia para la injusticia.

Fridericus destaca que Cristo fue el único que enseñó no solo a evitar la venganza, sino incluso a rezar por los enemigos, lo cual supera todo lo dicho por legisladores y filósofos.

Senamus objeta que los profetas, en cambio, sí pidieron castigos para sus enemigos. Cita el Salmo 109, donde David desea la ruina de su adversario, su viuda y sus huérfanos.

Salomon distingue entre venganza personal y la invocación de la justicia divina. Dice que los profetas clamaban por castigo no por odio personal, sino como señal de entrega de la venganza a Dios, que es justo. Rechaza la afirmación de que la Ley enseñara a odiar al enemigo, como dice el Evangelio, y cita pasajes del Levítico que exigen amar al prójimo y no guardar rencor.

Senamus añade que Aristóteles enseñaba que no tomar venganza es perjudicial para uno mismo, pues deja impune al injusto.

Fridericus responde que la justicia perfecta no se basa en devolver el daño, sino en soportarlo con paciencia y rezar incluso por el enemigo, tal como hizo Job. Esto, según él, representa la cúspide de la virtud moral.

Coronaeus comenta que incluso Platón decía que era mejor sufrir una injusticia que cometerla, y que la doctrina cristiana supera la filosofía por su pureza. Considera que la enseñanza de Cristo representa el verdadero ideal de sabiduría y perfección moral.

Octavius acepta, para el debate, que Cristo enseñó con sabiduría, vivió santamente y realizó milagros verdaderos. Sin embargo, objeta que todo eso puede decirse también de Moisés, Elías, Samuel o Josué, quienes hicieron milagros más impresionantes, como dividir mares, detener el sol, provocar o detener lluvias. También recuerda que Elías y Enoc ascendieron vivos al cielo, algo superior a la ascensión de Cristo, que se basa en testimonios humanos tras su muerte. Sin embargo, a ninguno de ellos se le rinde culto como a un dios.

Curtius replica que la diferencia está en que todos los profetas anunciaban a Cristo, que era el centro de sus profecías. Además, en el monte Tabor, Moisés y Elías reconocen su autoridad. Añade que, a diferencia de cualquier mortal, en la muerte de Cristo el sol se oscureció a mediodía, lo que fue interpretado por Dionisio el Areopagita como señal de que “el Dios de la naturaleza sufre o amenaza destruirla”.

Salomon rechaza la historicidad del eclipse mencionado. Dice que el año y la olimpiada referidos por Flegonte, el historiador citado, no coinciden con la muerte de Cristo sino con el reinado de Nerón, es decir, más de treinta años después. Añade que se trató de un eclipse natural, no milagroso, ocurrido en conjunción solar, no en oposición, como requeriría un eclipse en Pascua. Por tanto, concluye que los autores cristianos cometieron un error evidente al usar este fenómeno como prueba sobrenatural.

Divinidad y humanidad en Cristo

Curtius responde a Salomon citando una carta de Dionisio el Areopagita a Policarpo, donde refuta al sofista Apolófanes al recordar que ambos presenciaron un eclipse solar “contrario al orden natural” durante la pasión de Cristo. En ese momento, Apolófanes habría dicho: “Estos son cambios admirables de cosas divinas”, reconociendo así la excepcionalidad del evento.

Toralba propone dejar de lado las controversias literarias y concentrarse en si Cristo es o no Dios, porque si es el Salvador de la humanidad, debe ser Dios; si no lo es, no puede ser Salvador.

Curtius afirma que este argumento fue útil para refutar a los arrianos, quienes reconocían a Cristo como Salvador, pero negaban su divinidad.

Salomon cita diversos pasajes de las Escrituras hebreas donde se afirma que sólo Dios eterno (YHWH) puede salvar. Dice que si ese nombre sagrado, inefable e incomunicable ha sido otorgado a alguien, ese debe ser Dios, no un hombre mortal. Por eso, para él, el título de Salvador sólo puede pertenecer al Dios eterno.

Fridericus replica que el nombre “Jesús” o “Jehovah” significa “Salvador” y fue dado a Cristo porque salvaría al mundo. Cita a san Pablo diciendo que ese nombre está por sobre todo otro nombre y que es por él que se obtiene la salvación.

Salomon responde que ese nombre no es el Tetragrámaton YHWH, y que aunque Cristo sea llamado “Jesús”, ese nombre no implica identidad con Dios. Además, recuerda que Pedro dijo que Dios hizo a Jesús “Señor y Cristo”, y que Clemente de Roma escribió que Jesús fue creado.

Curtius acepta que Jesús fue una criatura en cuanto a su cuerpo y alma humana, pero sostiene que el Cristo encarnado es una única persona con dos naturalezas, humana y divina, sin confusión ni mezcla, aunque tampoco completamente separadas.

Senamus menciona que Pedro Lombardo decía que Dios se revistió de la naturaleza humana como si fuera una prenda, pero que esa expresión fue luego declarada herética, porque un vestido no se une esencialmente al cuerpo como lo hace, supuestamente, la naturaleza humana con la divina.

Toralba plantea un problema filosófico: si la divinidad y la humanidad no se mezclan ni se separan completamente, entonces forman una dualidad unida, pero eso requiere un vínculo. Como lo infinito y lo finito no tienen proporción, no pueden unirse en una sola naturaleza. Y si ambas se mezclaran, se destruirían y darían lugar a una tercera cosa. Como la naturaleza divina es simple, no puede aceptar tal mezcla.

Fridericus cita las palabras de Jesús: “Yo y el Padre somos uno”, como prueba de su unión con Dios.

Octavius objeta que los arrianos interpretaban esa frase como expresión de concordia y voluntad, no de esencia. Así también se dice que los creyentes deben ser uno, lo cual no implica divinidad. Incluso los teólogos cristianos han aceptado esta lectura.

Senamus añade que Hilario afirmó que los fieles son uno con Cristo no solo por adopción, sino por naturaleza.

Curtius responde que esa opinión es rechazada, pues llevaría a concluir que todos los creyentes serían dioses e impecables.

Coronaeus comenta que algunos creen que al recibir el cuerpo de Cristo en la eucaristía, su divinidad se comunica a los fieles.

Toralba rechaza esa posibilidad, porque la naturaleza de Dios es simple, sin cuerpo ni partes. Si no es múltiple, ¿cómo puede ser trina? Si Dios es Uno, entonces no puede haber en Él una pluralidad de personas. Cita a Evagrio para afirmar que si Dios es simple, entonces es indivisible y sin número.

Coronaeus responde que los cristianos no dicen que Dios sea “tres”, sino que hay tres personas en una unidad. Se mantiene la simplicidad de la esencia, aunque se distingan hipóstasis.

Toralba objeta que si hay tres personas, hay pluralidad, y eso rompe la unidad y simplicidad de Dios. Toda multiplicidad debilita la potencia del ser, y por tanto, una trinidad no podría ser omnipotente.

Curtius distingue entre esencia e hipóstasis: la esencia divina no se divide, aunque haya distinción de personas.

Salomon vuelve a la Escritura y pregunta por qué Moisés dijo: “Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es uno”, sin mencionar jamás una trinidad. Incluso destaca que en ese pasaje las letras inicial y final están escritas en grande para resaltar la unidad divina.

Curtius dice que de una negación no se sigue una afirmación contraria: que Moisés no haya dicho que Dios es tres no implica que no lo sea.

Toralba rechaza esta lógica: si se afirma que Dios es uno, se niega que sea tres, porque no pueden ser verdaderas simultáneamente afirmación y negación en el mismo sujeto y orden. Cita a Platón, a los eleáticos y a los pitagóricos, quienes sostenían que el principio de todas las cosas es la unidad absoluta. Iámblico decía que el fin de toda contemplación es ascender de la multiplicidad a la unidad. Proclo, por su parte, llamó a Dios “la base de todas las unidades divinas”.

Coronaeus concluye que no hay contradicción: Dios es uno en esencia, tres en personas. La trinidad no contradice la unidad si se distingue entre niveles u órdenes distintos: en esencia es unidad, en personas es trinidad.

Toralba responde que para hablar de Cristo como a la vez creador y criatura, eterno y mortal, estable y mudable, sería necesario que Dios admitiera composición, cantidad, cualidad, y hasta cuerpo, lo cual destruye su simplicidad.

Fridericus sostiene que la unión no se da entre cuerpo humano y naturaleza divina, sino entre la naturaleza divina y la mente humana. El alma de Cristo, en esta visión, es el punto de contacto con la divinidad.

Toralba refuta este punto con un argumento filosófico: si dos cosas están unidas a una tercera, deben estar unidas entre sí. Si el alma humana está unida al cuerpo humano, y a su vez al alma divina, entonces también la naturaleza divina está unida al cuerpo humano. Pero esto, dice, es absurdo. Es imposible, añade, que la mente humana —limitada, creada y finita— se una a Dios eterno e infinito. Mucho menos se puede decir que la naturaleza divina esté mezclada con un cuerpo humano.

Salomon apoya esta crítica recordando que Moisés Maimónides (Rambam) consideraba más grave decir que Dios tiene cuerpo que adorar ídolos.

Fridericus responde desestimando la autoridad de los teólogos judíos, a quienes acusa de querer destruir la divinidad de Cristo y de negar que Cristo compartiera con Dios la razón, la memoria y la voluntad.

Curtius critica a Salomon y a Toralba por tratar de comprender la naturaleza de Dios y los misterios de la Trinidad con razonamientos filosóficos. Dice que en estos asuntos debe imperar la fe, y recuerda que Platón mandaba aceptar sin prueba lo transmitido por los sabios. También cita a Aristóteles, quien valoraba los dichos de los sabios aunque no estuvieran demostrados.

Toralba responde que ese argumento puede valer entre cristianos, pero no con filósofos, paganos o epicúreos. Ellos rechazan la fe transmitida (“el Evangelio”) si no se les dan razones. Por eso, dice, es mejor apelar a la razón y no parecer que se “escapa por la tangente”. A modo de argumento, plantea que si el Padre y el Hijo son de la misma sustancia, y el Padre es no engendrado y el Hijo engendrado, entonces tienen sustancias diferentes.

Fridericus afirma que el Padre y el Hijo comparten la misma esencia, pero no la misma hipóstasis.

Octavius cita el Concilio de Toledo, que declaró que sólo el Verbo fue hecho carne. Para él, esto implica que el Padre y el Hijo no tienen la misma esencia.

Fridericus responde que la confusión viene de no distinguir entre esencia e hipóstasis, lo que ha oscurecido la discusión.

Toralba plantea un dilema: si el Padre engendró a Dios, entonces o se engendró a sí mismo o engendró a otro Dios. Ambas cosas son inaceptables. Cita a los platónicos, quienes llaman a Dios “autogenerado” o “autónomo”, pero solo para expresar que es eterno, no que se haya engendrado a sí mismo.

Curtius intenta sostener que el Hijo fue engendrado desde la eternidad, sin contradicción.

Toralba responde que si algo se engendra, debe haber un tiempo en que no existía. Por tanto, no puede ser eterno. Cita a Cristo diciendo que “el Padre que me envió es de otra especie”, lo que indicaría diferencia sustancial, no sólo personal.

Fridericus responde que, aunque parece un argumento sutil, autores como Agustín, Lombardo y Escoto lo niegan. Escoto, por ejemplo, da el ejemplo del sol que produce un ratón: no se convierte en ratón ni produce un ratón que sea el mismo sol, sino algo distinto.

Octavius señala que esa explicación contradice lo que el propio Agustín escribió en otro lugar: que Dios produce otro desde sí mismo sin perder su integridad.

Fridericus menciona que Pedro Lombardo refutó esa interpretación de Agustín diciendo que el Hijo fue engendrado de la sustancia del Padre.

Octavius recuerda que Lombardo, a pesar de sus esfuerzos, quedó atrapado en la dificultad: si el Hijo es engendrado de la sustancia del Padre, entonces o es el mismo Dios o es un Dios diferente; ambos casos son problemáticos. Añade que autores como Tertuliano hablaron de Cristo como parte del todo, lo que implica división y contradice la simplicidad divina.

Toralba sostiene que dividir a Dios en partes es incompatible con su naturaleza simple y espiritual. O se acepta una imposibilidad según la naturaleza, o se debe abandonar esa doctrina sospechosa.

Coronaeus objeta que, si se aplicara esa lógica, todos los milagros que no siguen el curso natural también serían absurdos.

Toralba responde que muchas cosas no siguen el curso habitual de la naturaleza, pero no por ello contradicen la naturaleza divina.

Curtius afirma que nada puede decirse con propiedad sobre Dios; solo se puede negar con propiedad. Dios es sustancia porque no depende de accidentes, pero no se puede decir nada positivo sin caer en error.

Toralba dice que si “Padre” significa acto, entonces el Hijo es creado; si significa esencia, entonces el Hijo es de sustancia distinta. Cita a Aecio y Epifanio, quienes recogieron muchos argumentos contra la divinidad de Cristo. Entre ellos, destaca uno: si Cristo es Dios desde otro Dios, entonces no es Dios verdaderamente.

Fridericus insiste en que el Padre no es causa eficiente del Hijo, sino causa esencial, una distinción importante para la doctrina trinitaria.

Toralba responde que si el Hijo tiene la misma esencia que el Padre, y fue engendrado, entonces debió haber un tiempo en que no existía. De lo contrario, no sería engendrado. Cita pasajes donde Jesús dice que fue enviado por otro, y que es posterior al Padre.

Coronaeus cita a autores como Agustín e Hilario, quienes sostienen que el Hijo es eterno pero tiene un origen, como la luz del sol o el calor del fuego.

Toralba objeta que el sol y la luz no son equivalentes: el sol es sustancia, la luz es accidente. No se puede aplicar ese modelo a dos seres divinos. Si algo nace, tuvo un antes en que no existía; por lo tanto, no es eterno.

Fridericus responde que los Padres de la Iglesia aceptan un “principio eterno” para un “efecto eterno”. No ve razón para rechazarlo.

Octavius menciona que Pedro Lombardo reconocía que esto supera la razón humana y no puede ser comprendido por la lógica.

Toralba defiende la razón como luz divina dada al hombre para juzgar lo verdadero y lo falso. No puede haber contradicción en el fundamento de la religión.

Fridericus afirma que Dios es incomprensible por naturaleza, infinito, y superior a toda razón humana. Cita a Teofrasto, quien hablaba de Dios como “insensible, excelso y supremo”.

Salomon señala que se habla de un hombre, Jesús, no directamente de Dios. Y si se debe demostrar que Jesús es Dios, no puede asumirse desde el inicio. Recuerda que Dios en las Escrituras dice que no hubo ni habrá otro Dios. Añade que incluso los teólogos cristianos reconocen que la persona del Hijo fue creada antes de encarnarse; si fue creada, es criatura, no creador.

Octavius recuerda que Pedro Lombardo niega que la persona del Hijo esté formada por Dios y hombre como partes, y concluye que esa unión es inexplicable. Por eso mismo, niega que se deba adorar el cuerpo o el alma de Cristo, ya que son criaturas. Añade que Melanchthon tenía una opinión similar.

Fridericus reafirma la doctrina de que Cristo debe ser adorado en una sola adoración, ya que en su persona hay unidad hipostática. Es decir, no se debe rendir culto por separado a su humanidad y divinidad, sino en una sola acción de culto.

Octavius objeta que, si las dos naturalezas —humana y divina— no se mezclan completamente en Cristo, no debe mezclarse su adoración, ya que sería una forma de sacrilegio considerar al Padre y al Hijo como un solo Dios en un mismo acto de culto. Cita a Hilario, quien juzga impío pensar en dos personas unidas sin una tercera (el Espíritu), dando a entender la necesidad de una correcta comprensión trinitaria.

Fridericus responde que incluso las verdades sostenidas por pruebas ciertas pueden no ser plenamente comprendidas. Pone el ejemplo de los Antípodas, cuya existencia era aceptada por casi todos los filósofos, salvo Agustín y Lactancio, quienes los rechazaron por razones teológicas. Esto provocó que el papa condenara a Virgilio de Salzburgo por enseñar esa doctrina. Si una verdad natural tan evidente como los Antípodas fue incomprendida durante siglos, cuánto más debe aceptarse sin comprender del todo la unión de la naturaleza divina con la humana.

Hilario, citado por Fridericus, reconocía su propia limitación ante estos misterios: confesaba que no podía articular, comprender o explicar adecuadamente cómo Dios puede ser Uno y Trino. Justiniano Mártir también advertía que era un error intentar explicar con palabras humanas lo sublime.

Octavius señala que el Espíritu Santo es aún más oscuro en cuanto a su naturaleza. Algunos Padres de la Iglesia como Atanasio y Crisóstomo dijeron que procede del Padre y del Hijo, pero los concilios griegos anatematizan esa afirmación. Damasceno, por ejemplo, afirma que el Espíritu procede del Padre y reposa en el Hijo. Juan Escoto, al no poder reconciliar estas contradicciones entre Padres latinos y griegos, se pregunta cómo podrían ser todos ortodoxos si están en desacuerdo esencial.

Fridericus defiende la postura de la Iglesia latina, basada en Atanasio y Agustín: el Espíritu no es engendrado ni no engendrado, lo cual le otorga una relación única, distinta de Padre e Hijo. Esta postura evita tener dos Padres si fuera no engendrado o dos Hijos si fuera engendrado.

Octavius cita al Maestro de las Sentencias (Pedro Lombardo), quien reconoce el problema lógico: si el Espíritu no tiene principio, no tiene causa; si es engendrado, hay dos Hijos. Para evitar estas dificultades, se afirma que el Espíritu “procede” de ambos, pero no por generación.

Toralba argumenta que esa distinción es artificial: si el Hijo es engendrado y el Espíritu procede, siendo ambos de la misma esencia, la diferencia de términos carece de sentido real. Se burla de las sutilezas escolásticas como la de Escoto, quien decía que el Padre y el Hijo son “un solo respirador”, pero “dos respiraciones”.

Coronaeus defiende la analogía de Hilario, que compara la Trinidad con el sol, el rayo y la luz.

Toralba refuta la analogía: el sol es una sustancia, pero el rayo y la luz son accidentes. Y en Dios no hay accidentes. Si el Padre, el Hijo y el Espíritu son de la misma esencia, no se puede comparar a cosas con distinta categoría ontológica.

Anselmo, invocado por Toralba, sostuvo que Dios no puede crear otro Dios, pues lo infinito no puede derivarse de lo infinito. De esta imposibilidad se sigue que decir “Dios se hizo hombre” es un absurdo: implica cambio en lo divino, lo cual es inadmisible.

Coronaeus replica que si todo lo que se compara fuera idéntico, no habría analogía posible. Por eso, Basilio usó la metáfora de tres soles, para acercarse más al misterio de la Trinidad.

Octavius recuerda que Jerónimo consideraba sacrílego decir que hay tres sustancias en Dios. Esto generó conflictos con teólogos más jóvenes que no entendían cómo Hilario podía afirmar tal cosa sin negar la divinidad de Cristo.

Fridericus responde que en la tradición griega se usa mejor el término hipóstasis para distinguir personas, sin caer en el error de dividir la esencia divina.

Toralba replica que hipóstasis solo puede significar sustancia o accidente. Y como Dios no tiene accidentes, debe ser sustancia. Pero si cada persona tiene su hipóstasis, entonces hay tres sustancias en Dios.

Curtius intenta matizar: los escolásticos distinguen entre decir que el Hijo es “de la esencia del Padre” (como naturaleza) y “de la sustancia del Padre” (como consubstancial). La hipóstasis se refiere a una propiedad personal no comunicable, para evitar confusión entre las tres personas.

Octavius menciona la Confesión de Augsburgo, donde se define persona no como parte o cualidad, sino como subsistencia propia. Si el Hijo tiene su poder y esencia del Padre, entonces no puede ser Dios en sentido propio. Cita a Agustín, quien decía que el Padre es Dios por sí mismo, y el Hijo es Dios por el Padre.

Toralba concluye que si el Hijo tiene un principio en el Padre, no puede ser eterno. Si el Padre lo engendró, entonces o lo hace eternamente (lo que implica una generación inacabada) o lo hizo en un momento determinado (lo que niega su eternidad). Ambas opciones lo excluyen del concepto de Dios.

Coronaeus insiste en que no se trata de tres eternos o tres dioses, sino de un solo Dios con tres personas distintas. Cita a Lombardo, quien dice que el Espíritu sólo es principio respecto a las criaturas, no dentro de la divinidad.

Salomon apunta que si el Espíritu no tuvo ninguna relación antes de la creación, entonces su principio es temporal y no eterno. Por eso los macedonianos lo consideraban una criatura, contradiciendo el dogma cristiano de que el Espíritu es coeterno y Dios verdadero.

Fridericus aclara que las afirmaciones de Lombardo se refieren a la relación y no a la esencia.

Octavius pregunta cómo pueden afirmarse tres personas coeternas si el Espíritu tiene origen en otras dos. ¿Cómo puede ser igual en eternidad?

Curtius responde que la esencia es coeterna, pero en relación de personas el Padre es anterior por naturaleza. Por eso Jesús dice: “El Padre es mayor que yo”.

Salomon subraya que en los evangelios, pecar contra el Espíritu es más grave que contra el Padre o el Hijo, lo cual parecería poner al Espíritu en superioridad. Además, cita Éxodo, donde Dios dice que Él mismo borrará al pecador del libro de la vida, sin mencionar a otras personas divinas. Esto refuerza su tesis de que la Trinidad no está presente en la ley mosaica ni en los profetas.

Octavius reconoce que Lutero suprimió incluso la oración “Trinidad santa, un solo Dios, ten piedad”, porque la idea de Trinidad no aparece como tal en las Escrituras, y el término es de segunda intención, no de sustancia. Recuerda que Orígenes se oponía a la palabra Trinidad y que Rufino —su traductor— intentó corregirlo.

Coronaeus concluye que, aunque el término Trinidad no aparece en las Escrituras, el bautismo se hace en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu. Además, Justino Mártir, cercano a los apóstoles, escribió sobre la Trinidad consubstancial.

Octavius objeta que ese libro atribuido a Justino no puede ser auténtico, pues hace referencias anacrónicas. Lo mismo ocurre con la misa de Santiago, en la que se usa un lenguaje posterior a su época, como también ocurre con la misa atribuida a Juan Crisóstomo.

Trinidad

Coronaeus inicia este segmento afirmando que muchos misterios de la Trinidad están ocultos también en el Antiguo Testamento, no sólo en el Nuevo. Cita expresiones hebreas en plural como 'elohim hahayyim (“dioses vivientes”) y 'elohim qedoshim (“dioses santos”) como ejemplos lingüísticos de una pluralidad misteriosa en Dios, además de las conocidas frases: “Hagamos al hombre” y “Haremos una ayuda semejante a él”, que reflejan una forma deliberadamente plural en boca divina.

Salomon responde que 'elohim se usa habitualmente como un plural majestuoso que refiere a un solo Dios, y que los intérpretes caldeos (como Jonatán) traducen sistemáticamente en singular cuando se trata de Dios verdadero. Según Salomon, el “hagamos” de Génesis se refiere a la participación de los ángeles como cooperadores, pero no implica una pluralidad divina.

Curtius replica preguntando por qué, entonces, Abraham vio tres figuras en el valle de Mamré si sólo habló con una. Salomon responde que esa imagen representa la presencia de Dios entre los querubines, como enseña Zacarías, y que de allí viene la fórmula: “vio tres, y adoró a uno”.

Fridericus apela al Zohar, donde Simeón ben Yojai interpreta el Shemá (“Escucha, Israel…”) como una afirmación velada de la Trinidad. Allí se atribuye el nombre YHWH al Padre y al Espíritu, y Elohim al Hijo.

Salomon rechaza esta interpretación, alegando que ha sido manipulada por Galatinus y otros, y que los teólogos hebreos, cuando hablan en serio sobre Jesús, ni siquiera lo nombran sino que lo llaman “el colgado”, lo que demuestra que las supuestas referencias a la Trinidad eran burlas o ironías.

Curtius continúa argumentando que la triple repetición de “santo, santo, santo” en Isaías, y el uso reiterado de nombres divinos en plural en los Salmos, podrían ser signos del misterio trinitario. Incluso los egipcios antiguos usaban repeticiones ternarias al referirse al principio de todas las cosas.

Salomon objeta que si se va a tomar cada tríada como signo de Trinidad, también habría que aceptar una “sextinidad” cuando se dan seis términos divinos, lo que muestra lo débil del argumento.

Fridericus apela a tradiciones místicas hebreas que hablan de ‘av, ben, ruah haqqadosh (Padre, Hijo, Espíritu Santo) como las tres letras o palabras del nombre divino de doce letras.

Salomon refuta esto con fuerza, argumentando que muchos de esos libros son espurios o escritos bajo seudónimos y que los cristianos incluso falsificaron autores paganos como Zoroastro, Orfeo e Iámblico para apoyar la doctrina de la Trinidad.

Curtius cita a Filón de Alejandría, quien menciona que hay “dos cosas: Dios y su Palabra”, lo que algunos consideran una anticipación del Logos joánico.

Salomon concede que Filón habla del Logos y del mundo como “hijo de Dios”, pero sostiene que eso no implica una persona divina, y que decir que el Logos es Dios es tan absurdo como decir que la Sabiduría de Dios es Dios. Menciona que incluso Salomón dice que la Sabiduría fue “creada”, lo cual refutaría la divinidad coeterna del Hijo.

Curtius responde que esa interpretación ha sido corregida por Basilio, quien enseña que la Sabiduría nunca fue creada, y que si Dios tuvo alguna vez sin Sabiduría, no sería verdaderamente Dios.

Coronaeus propone que se acuda también al testimonio de filósofos paganos. Fridericus cita a Proclo, que habla de tres principios: el Bien, el Intelecto y el Alma; a Numenio, que habla del Padre, el Creador y el Artífice; a Amelio, que describe tres inteligencias; y a Hermes Trismegisto, quien presenta una trinidad formada por Intelecto, Palabra y Espíritu.

Curtius menciona el oráculo atribuido a Heráclides Póntico en el templo de Serapis: “En el principio está Dios, luego la Palabra, y el Espíritu está con ellos; los tres son congénitos y se unen en uno”.

Octavius pone en duda la autenticidad de tales oráculos, considerándolos como interpolaciones cristianas.

Toralba sostiene que los textos atribuidos a Hermes Trismegisto fueron escritos mucho después en griego y que imitan más a Platón que a Moisés. Los exageradores le atribuyen decenas de miles de libros, pero los textos auténticos recogidos por Iámblico y Plotino difieren claramente de los que circulan hoy.

Fridericus cita una carta atribuida a Platón en la que se distingue entre un Dios supremo, una inteligencia creada por Él (el alma del mundo), y luego otras inteligencias inferiores. Esto, según él, apunta a la necesidad de que todo derive de un único principio.

Además, Fridericus presenta una defensa sofisticada de la Trinidad, argumentando que las tres personas divinas no están ordenadas en el tiempo sino sólo en cuanto a relaciones. Cita una lectura cabalística del hebreo bereshit bara (“en el principio creó”), señalando que puede descomponerse en “Padre, Hijo y Espíritu Santo”, y defiende esta interpretación como una especie de contraataque al judaísmo desde sus propias fuentes.

Salomon replica que esa interpretación cabalística es arbitraria y que incluso entre los sabios judíos no era bien vista. Señala que de la misma manera se podría crear una cuaternidad en lugar de una trinidad, como hicieron los basilidianos, gnosticismo que reconocía cuatro entidades: Padre, Nous, Logos y Sophia. Salomon asocia esto a la doctrina cuaternaria que el mismo Lombardo parece haber deslizado, y que Abate Joaquín de Fiore retomó y transformó en su teoría de las tres eras de la historia.

Octavius afirma que en los primeros tiempos del cristianismo sólo se adoraba a un Dios, y que la divinidad de Cristo fue afirmada recién en el Concilio de Nicea con gran conflicto entre los obispos. Aún más, la divinidad del Espíritu Santo no fue definida sino hasta el Concilio de Éfeso en 431, y aun entonces fue introducida con ambigüedad. Señala que el símbolo atribuido a Atanasio no puede haber sido suyo, pues incluiría anacronismos.

Fridericus responde que la verdad de la Trinidad no depende de concilios, sino que es eterna. Relata una historia piadosa donde dos obispos que no firmaron el credo de Nicea habrían resucitado para hacerlo, como ejemplo de que el error humano no cambia la verdad divina.

Octavius ridiculiza esa historia y cita a Crisóstomo, afirmando que sólo la Sagrada Escritura debe creerse. Señala además que si se usó necromancia para confirmar a los santos, eso haría más daño a la idea de divinidad de Cristo que cualquier herejía. El uso de apariciones o sombras para autenticar la santidad refuerza el paganismo y el politeísmo.

Coronaeus pide interpretar caritativamente los actos de los pontífices, atribuyéndoles intenciones piadosas.

Curtius sostiene que incluso los demonios reconocen a Cristo como Dios, pues temblaban ante Él durante su vida terrenal. Añade que las Sibilas, mujeres proféticas del mundo grecorromano, habrían profetizado el nacimiento virginal y la divinidad de Jesús, como recogen Eusebio y Lactancio.

Octavius niega su valor argumental y pone como ejemplo a Proba Falconia, quien compuso una vida de Cristo sólo con versos de Virgilio (cento), sugiriendo que las Sibilas y los Orphicos fueron interpolados por los cristianos. Recuerda además que las Sibilas eran conocidas por su trato con demonios, lo que invalida su autoridad.

Si se admite que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, coeterno con el Padre y el Espíritu Santo en la unidad de la Trinidad, ¿por qué fue necesario que asumiera carne humana, sufriera y muriera para redimir al género humano? Esta pregunta es planteada por Senamus, quien, aun aceptando la doctrina cristiana como verdadera, no puede evitar cuestionar la necesidad de la Encarnación desde una perspectiva racional. Octavius responde recordando la opinión de san Agustín, quien sostenía que Dios pudo haber redimido al ser humano por otros medios, sin necesidad de la Pasión, ya que su voluntad es omnipotente y no está sujeta a ninguna necesidad, y que aunque Dios haya elegido este camino, nada lo forzaba a ello.

Toralba, como representante del escepticismo filosófico, profundiza la objeción, señalando lo incongruente que resulta pensar que el Dios eterno, inmutable y absolutamente simple, haya descendido de su excelsa naturaleza para unirse a una masa de carne, hueso y sangre, y después haya ascendido al cielo con ese mismo cuerpo, introduciendo por primera vez en el ámbito divino una corporeidad visible y perecedera. Frente a esto, Curtius y Coronaeus afirman que no es lícito cuestionar los decretos de Dios con criterios humanos y que lo esencial es aceptar su voluntad. Según Coronaeus, Dios quiso redimir a los hombres de ese modo para mostrar la gravedad del pecado y al mismo tiempo atraer con mayor fuerza el amor de los hombres hacia Él. La Encarnación y la Pasión se presentan como signos del amor divino que deben suscitar una respuesta ética más que una explicación racional.

Fridericus apela a la autoridad de una larga tradición teológica que incluye a Justino Mártir, Orígenes, Gregorio de Nacianzo, Agustín, Boecio, Alberto Magno, Escoto y Tomás de Aquino, entre muchos otros, todos los cuales defendieron que en Cristo se realiza una unión real, aunque misteriosa, de las dos naturalezas —divina y humana— en una sola persona. Toralba responde que esa unión es imposible desde el punto de vista filosófico: si se mezclan las naturalezas, se genera una tercera naturaleza, lo cual es inadmisible; si no se mezclan, no hay verdadera unión. A esto se le suma el problema lógico de los predicados: si se afirma que Dios murió, se estaría diciendo que la divinidad sufrió, lo que es contradictorio con la idea de que Dios es impasible. La respuesta teológica a esta dificultad, expuesta por Curtius, es la doctrina de la communicatio idiomatum, según la cual, lo que se dice de una naturaleza se puede predicar del sujeto personal único de Cristo, sin que eso implique mezclar las naturalezas. De este modo, se puede decir que Dios murió, no porque la divinidad haya sufrido, sino porque quien murió fue la persona del Hijo, que es al mismo tiempo Dios y hombre.

Los dialogantes se detiene también en los debates eucarísticos y cristológicos del siglo XVI, particularmente en las posiciones de los luteranos ubiquitaristas, los reformados suizos llamados sacramentarios y los católicos romanos. Toralba expone con ironía y agudeza las contradicciones internas de cada posición. Los ubiquitaristas afirman que el cuerpo de Cristo está presente en todas partes, incluso en la Eucaristía, porque su carne ha recibido las propiedades de la divinidad. Los sacramentarios sostienen que sólo su divinidad está presente, no su carne. Los católicos, por su parte, dicen que el cuerpo de Cristo está en muchos lugares simultáneamente, pero no en todos, y lo está de manera sacramental. Esta discusión revela una profunda dificultad conceptual: si las dos naturalezas están unidas en Cristo, y si una es omnipresente, ¿por qué no lo es también la otra? Toralba concluye que tales afirmaciones conducen al absurdo, pues implican que Cristo estaría en muchos lugares al mismo tiempo en su cuerpo físico, incluso de forma simultánea en la cruz, en el cielo, en la Eucaristía y en la tierra, lo cual haría de su cuerpo algo más parecido a un fantasma que a un cuerpo humano verdadero.

Coronaeus intenta salvar el misterio apelando a una comparación con el alma, que según Cicerón no se mezcla con el cuerpo, pero está unida a él. Así, la unión de las dos naturalezas en Cristo podría concebirse como una especie de relación no sustancial, aunque misteriosa. Sin embargo, Toralba insiste en que si las naturalezas no se mezclan ni se unen verdaderamente, entonces Cristo no es Dios. La conclusión del libro no resuelve el misterio, pero muestra con claridad que la teología cristiana se funda en afirmaciones que, desde la razón filosófica, parecen contradictorias o al menos paradójicas. Bodin, al presentar este largo debate, deja al lector en la tensión entre la fe y la razón, entre el misterio divino y la lógica humana. No impone una solución, sino que da voz a todas las posturas para mostrar que, incluso dentro del cristianismo, la cuestión de la Encarnación sigue siendo un profundo misterio que ha generado conflictos doctrinales, persecuciones, cismas y especulaciones que aún en su tiempo permanecían sin resolución definitiva.

Encarnación

Toralba expone con claridad su posición crítica frente a la doctrina de la Encarnación y la redención a través del sacrificio de Cristo. Su argumento se basa en la noción filosófica de que la mente humana, al ser simple y abstracta, no puede unirse concretamente a lo divino sin violar la simplicidad absoluta de Dios. Si la mente divina y la mente humana no se fusionan realmente en una unidad, entonces Cristo no es Dios, sino simplemente un hombre piadoso unido intelectualmente a Dios, como cualquier sabio o virtuoso que “se adhiere a Dios”, según el salmo citado. Fridericus lo acusa de someter los misterios divinos al juicio de los filósofos, desnaturalizando así la fe cristiana. Salomon ironiza con una anécdota de Calígula, comparando la incredulidad de los judíos con la de los legados que se negaron a adorarlo como divinidad. Octavius introduce la objeción musulmana: si Cristo no murió, como sostiene el islam, ¿por qué escandalizarse ante esa negación, si incluso los cristianos sostienen que la divinidad no puede sufrir?

Curtius responde que la negación de la muerte de Cristo fue la estratagema de Mahoma para debilitar la fe en la redención cristiana. Toralba redobla la crítica afirmando que si Cristo, como ser perfecto y unido a Dios, no podía ni pecar ni mejorar su condición, entonces no podía merecer absolutamente nada. La idea de mérito supone la posibilidad de perder o ganar, pero en Cristo esa posibilidad está anulada. Por tanto, su muerte no puede haber tenido mérito real ni ser necesaria. Fridericus replica que, si bien Dios no estaba obligado a salvar a la humanidad mediante la pasión, una vez tomada esa decisión, resultaba necesaria en orden a la salvación del hombre. La frase “era necesario que Cristo sufriera” alude a esa conveniencia en el plan salvífico divino. Salomon, con aguda ironía, pregunta entonces por qué culpar a los judíos si, gracias a su acción, se cumplió la salvación del mundo. Fridericus distingue entre obrar el bien con intención mala y obrar el mal que termina en bien: los judíos actuaron con odio, no con caridad.

Toralba cuestiona el argumento por circular: se da por probado que Cristo debía morir porque así estaba profetizado, pero no se demuestra previamente que tal decreto divino exista. Curtius recurre entonces a los textos proféticos, especialmente a Daniel e Isaías, como prueba de la predestinación divina de la muerte del Mesías. Fridericus amplía este punto citando textos de Zacarías y Jeremías. Salomon rechaza esas interpretaciones cristianas, señalando que Isaías habla de un “siervo”, no de un “hijo”, y que en la Biblia hay muchos ungidos —Moisés, Josué, David— sin que ninguno de ellos haya muerto para redimir al pueblo. Propone entender la imagen del “siervo doliente” como una alegoría de la nación de Israel, cuya inocencia sufriente habría expiado los pecados del mundo. Fridericus refuta esta interpretación apoyándose en el contexto de las profecías, que hablan de uno que muere “por los pecados del pueblo de Dios”.

Senamus introduce el argumento pagano, recordando que emperadores romanos como Tiberio o filósofos como Juliano el Apóstata veían analogías entre el sacrificio de Cristo y los mitos de dioses curadores o figuras heroicas como Asclepio. Además, menciona ritos expiatorios practicados por los griegos y los galos, donde los culpables eran ejecutados o quemados públicamente para purificar a la comunidad. Toralba cierra el debate señalando que, según Heródoto, los egipcios hacían que cada quien fuera castigado por sus propios pecados y que el ritual del sacrificio colectivo estaba más ligado a costumbres antiguas y supersticiosas que a una revelación divina racional.

Muerte de Cristo

Salomon abre la escena afirmando que es común que los malvados paguen por sus propios pecados e incluso por los de los justos, pero que resulta inaceptable e inaudito que un justo muera en lugar de los impíos. Como ejemplo cita el caso de Purim, donde la suerte de Dios eligió que muriera Haman, el malvado, y no Mardoqueo, el justo. El argumento implícito es teológico y moral: la justicia divina se manifiesta en castigar al culpable, no en sacrificar al inocente. Recurre además a ejemplos bíblicos como el acto de Fineas, cuya violencia expiatoria salvó al pueblo, o el castigo de Aján, cuya codicia provocó la ira de Dios sobre todo Israel. A partir de esto, concluye que la muerte de los justos es causa de la ira divina, no de su reconciliación.

Fridericus responde apelando a la ley mosaica: Dios no acepta sacrificios de animales con defecto, lo que demostraría que tampoco acepta sacrificios de hombres impíos. Salomon replica que la impureza que Dios condena no es física, sino espiritual: el olvido de la justicia, la sordera ante los pobres, la ceguera ante los oprimidos. Curtius interviene para proclamar que todos los hombres son pecadores, salvo Cristo, y que solo Él pudo ser el sacrificio perfecto, el “cordero sin mancha”. Octavius cuestiona esta noción recordando que los profetas, como Oseas o el salmista, condenan los sacrificios cuando son usados como sustitutos de la conversión interior. Fridericus, sin embargo, sostiene que los sacrificios del Antiguo Testamento eran figuras, sombras de la única y verdadera oblación: la muerte de Cristo, sacerdote eterno. Cita a Filón de Alejandría, quien habría aludido al Logos como sumo sacerdote cuya muerte reconcilia al alma humana con Dios.

Salomon niega que Filón hablara de Jesús y cita a Miqueas, quien ridiculiza la idea de ofrecer al primogénito como sacrificio por el pecado. También recuerda que Dios detuvo la mano de Abraham, rechazando finalmente el sacrificio de Isaac. Octavius subraya la paradoja: ¿cómo puede agradar a Dios el sacrificio de su Hijo, cuando Él mismo había enseñado que nada era más detestable que el sacrificio de un hijo? La imagen que se presenta es brutal: un Dios que, herido por el pecado del hombre, no castiga al culpable sino a sí mismo. Es como un padre que, en lugar de castigar al asesino de su hijo, decide suicidarse.

Coronaeus defiende la eficacia del sacrificio de Cristo no sólo como redención, sino como freno moral. La cruz y su símbolo, añade, espantan a los demonios. Curtius se muestra escéptico: no ve cómo un objeto de madera puede perdonar pecados y sospecha que los “milagros” atribuidos a la cruz son manipulaciones demoníacas. Salomon retoma el tema central: si la muerte de Cristo salva a todos, ¿a quién exactamente salvó? Fridericus afirma que su muerte borró todos los pecados: pasados, presentes y futuros. Octavius objeta que esta idea lleva a la impunidad total, pues un pecador podría cometer cualquier crimen con la esperanza de que la fe sola le salve. Salomon añade que, según la ley mosaica, el perdón se obtiene por la conversión, la penitencia y la justicia, sin necesidad de derramamiento de sangre. Detalla cómo la ley distingue entre pecados contra mandamientos positivos y negativos, entre pecados capitales y leves, y cómo todos pueden ser perdonados sin necesidad del sacrificio de Cristo.

Coronaeus, con fervor, insiste en que las obras humanas no bastan sin la muerte redentora de Cristo. Para glorificar este sacrificio, recita un himno griego que exalta a Cristo como sacerdote eterno, creador y rey supremo. Octavius reconoce la belleza del poema pero recuerda que la retórica no debe ocultar las objeciones racionales. Salomon, con ironía, señala la contradicción de que si la muerte de Cristo bastara para salvar, entonces no deberían exigirse otras condiciones como el arrepentimiento, la confesión o la penitencia. Además, critica con dureza la confesión auricular, acusándola de invención humana que lleva a la impunidad y la corrupción. Coronaeus la defiende como eficaz freno moral, e incluso menciona que los indígenas americanos ya la practicaban antes del cristianismo, como prueba de su valor natural.

Curtius, en cambio, ve en ella una práctica inspirada por demonios y una falsa ilusión de perdón, y recuerda que el rey Manasés obtuvo el perdón de Dios únicamente a través de una sincera conversión. Fridericus aclara que la muerte de Cristo no se aplica automáticamente a todos, sino solo a quienes creen en Él con fe viva. Octavius vuelve a protestar: si basta la fe, incluso el más malvado puede salvarse sin cambiar de vida. Finalmente, Toralba ataca el dogma del pecado original: si no hay pecado sin voluntad, no puede haber culpa en el nacimiento, y por tanto tampoco redención necesaria. Salomon intenta reinterpretar el pecado de Adán como un abandono de la vida espiritual por los placeres sensibles, pero niega que tal falta pueda transmitirse a los descendientes. Si el vicio no se hereda, tampoco la culpa. Coronaeus recuerda que el Concilio de Trento condenó esta herejía, y cita a san Pablo y al salmista como pruebas del pecado original. Octavius objeta que incluso los maniqueos creían en una forma de pecado original. Fridericus responde que san Agustín luchó largamente contra esa herejía, pero no negó el pecado de origen, sino que lo defendió con fuerza contra los pelagianos.

Pecado original

La discusión gira ahora en torno a la doctrina del pecado original y la legitimidad de sostenerla desde el punto de vista de la razón natural. Toralba desafía a sus interlocutores solicitando que se argumente desde la razón y no desde la autoridad, ya sea de concilios, padres de la Iglesia o tradiciones. Propone una lectura racional del pecado original, señalando que, si existiera tal pecado, se debería a un exceso de placer carnal en el momento de la concepción, lo que en ningún caso justificaría imputar culpa alguna al hijo. Curtius responde apelando a la equidad natural, citando a Plutarco como autoridad pagana que sostenía que los hijos heredan ciertas obligaciones de sus padres. Sin embargo, Octavius y Salomon plantean una objeción decisiva: la ley divina establece que los hijos no deben cargar con la culpa de sus padres. Salomon cita expresamente los pasajes de Ezequiel y Jeremías donde Dios rechaza la idea de que los hijos sufran por los pecados de sus padres, e interpreta la mención de castigos a la tercera y cuarta generación como una hipérbole pedagógica, mitigada por la promesa de misericordia hasta la milésima generación para quienes lo aman.

Fridericus intenta defender la doctrina tradicional del pecado original con la analogía del árbol envenenado desde la raíz: el pecado de Adán ha corrompido la totalidad de la naturaleza humana, y esa corrupción se transmite a todos sus descendientes. Cita a san Pablo, a los salmos, y finalmente resume que la salvación consiste en una sola cosa: creer. Toralba replica que no puede haber pecado sin voluntad y que, por tanto, no se puede hablar de pecado en el caso de los recién nacidos, privados aún de conciencia, libertad o juicio. Considera que la atribución de pecado a un infante es más digna de lástima que de condena, y que no hay razón para justificar una encarnación divina ni una muerte redentora si no hay un pecado original que purgar.

Coronaeus introduce la autoridad de san Cipriano, quien afirmó que nadie puede salvarse sin el bautismo, lo que incluiría incluso a los niños. Pero Toralba lo rebate con un argumento lógico: si la sangre de Cristo borra el pecado original, ¿para qué fue necesario el bautismo? Y si el bautismo basta para eliminar el pecado, ¿para qué sufrió Cristo? Critica también el absurdo ritual en que un sacerdote pregunta a un bebé llorando si desea ser bautizado, como si pudiera entender la pregunta, tener fe o voluntad propia. Octavius añade la ironía de que los padres, que son quienes transmiten el pecado original según la doctrina, sean los mismos que ejercen su fe vicaria para que el niño sea liberado del pecado que ellos mismos le transmitieron. Curtius intenta justificarlo diciendo que los padres han sido limpiados por la sangre de Cristo, pero Salomon retruca que, si eso es así, no podrían volver a transmitir el pecado a su descendencia.

Toralba lleva el argumento a su conclusión lógica: si, como afirman los cristianos, la muerte de Cristo borra todos los pecados —tanto leves como graves—, incluso los pecadores más notorios podrían declararse limpios solo por haber sido bautizados o por tener fe, lo que convertiría en inútiles tanto las leyes humanas como divinas. Si el ladrón, el asesino o el adúltero pudiera eludir la pena con solo invocar su fe en Cristo, entonces no habría justicia ni sentido en el orden moral.

Coronaeus intenta salvar la doctrina apelando a las decisiones del Concilio de Trento, afirmando que, aunque el pecado original es borrado por el bautismo, permanecen ciertas inclinaciones al mal que no dañan si son resistidas. Fridericus, más moderado, declara que acepta solo los primeros cuatro concilios ecuménicos (Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia), rechazando los demás por estar marcados por la ambición o la falsedad. Cita a san Gregorio Nazianzeno y a Nicolás de Palermo como autores que desconfían de los concilios, y prefiere, como san Agustín, aferrarse a la autoridad de las Escrituras.

Toralba insiste en que debe prevalecer la razón. Rechaza la posibilidad de que el pecado pase de padres a hijos ni por el cuerpo ni por el alma. Argumenta que el alma no puede portar pecado porque es creada pura por Dios, y si es así, ¿cómo podría ser portadora de culpa? Cita a Aristóteles como apoyo filosófico: el alma racional no es transmitida por herencia sino que es infundida desde fuera, es decir, por Dios. Esta reflexión lleva a una conclusión radical: si el alma es creada pura, y no hay pecado sin voluntad, no existe el pecado original. Y si no existe el pecado original, no hay necesidad de una redención sangrienta, ni de una encarnación divina, ni de la muerte de Cristo. De este modo, se desmantela toda la estructura teológica que sostiene la economía salvífica cristiana desde el dogma del pecado original hasta la justificación por la fe.

El Alma

Salomon abre esta parte afirmando que tanto la tradición hebrea (citando a David Kimchi, Saadías y Moisés Egipcio), como los estoicos y los teólogos cristianos e islámicos coinciden en que el alma es creada por Dios y no transmitida con el cuerpo, refutando así la idea platónica de la preexistencia de las almas. Toralba retoma esta tesis para impugnar la noción del pecado original: si las almas no vienen por transmisión carnal sino directamente de Dios, no pueden recibir mancha alguna de pecado, a menos que se postule —como lo hacían los epicúreos— que el alma se transfiere con el semen, lo que él considera absurdo. Apela al caso de Josías, nieto de Manasés, ejemplo de virtud nacida de la peor corrupción. Si la virtud puede brotar de la maldad, entonces no hay transmisión automática del pecado.

Fridericus y Curtius tratan de defender la doctrina católica afirmando que el alma no recibe el pecado por creación, sino por la unión con un cuerpo manchado por la concupiscencia, idea que atribuyen a san Agustín. Pero Toralba objeta desde la filosofía: es absurdo suponer que la materia (el cuerpo) actúe sobre la forma (el alma), pues esto contradice el principio de causalidad natural. Curtius apela nuevamente a Agustín para afirmar que los no bautizados deben sufrir castigos eternos, pero Octavius le recuerda que el mismo Agustín había sostenido que los niños no merecen castigo, al no haber gozado de placeres sensuales. Si no hay placer, no hay culpa, y si no hay culpa, no hay castigo, lo que elimina el pecado original. Octavius ironiza además con el hecho de que los niños asesinados por Herodes son celebrados como santos, aunque —según esa lógica— no deberían ver a Dios si murieron sin bautismo. Fridericus dice que esos niños fueron lavados con la sangre de Cristo como mártires involuntarios, pero Octavius insiste en que si el martirio suple el bautismo, entonces también debería hacerlo una enfermedad o una muerte prematura.

Octavius sigue burlándose de la práctica del bautismo ritual, argumentando que si realmente tuviera poder salvador, entonces también salvaría a objetos inanimados, como campanas o barcos, que igualmente son bautizados. Se mofa de la inconsistencia teológica: se dice que el pecado de Adán es detestable y al mismo tiempo necesario. Coronaeus intenta salvar la paradoja afirmando que fue previsto por la divina sabiduría. Toralba refuta este punto al subrayar lo irracional que resulta pensar que almas creadas puras por Dios y asociadas a cuerpos solo por naturaleza sufran una mancha tan brutal que necesite del sacrificio de Cristo para ser purificada, y además mediante un simple lavado ritual con agua. Remarca que la virtud y el vicio están igualmente repartidos entre paganos y cristianos, como lo demuestra la vida de personajes como Sócrates, Aristides, Pericles y los Escipiones. Menciona incluso a Erasmo, quien escribió “San Sócrates, ruega por nosotros”, para ilustrar la excelencia moral de muchos paganos frente a la mediocridad de muchos cristianos.

Coronaeus intenta matizar afirmando que el bautismo borra la culpa, no necesariamente la justicia; que el pecado original no fue el abandono de una virtud adquirida sino de una justicia recibida, y que el “fomes peccati” permanece en la carne como inclinación, no como culpa actual. Toralba responde que si esa inclinación permanece tras el bautismo, entonces el rito es ineficaz. Además, si esa inclinación es inevitable, no puede considerarse culpable. Finalmente, Salomon argumenta que toda la doctrina del pecado original es un ardid de los fundadores del cristianismo para captar a los ignorantes, haciendo que el castigo de su maestro pareciera una expiación universal. Con esto habrían convencido a sus fieles de que todos los humanos están manchados por el pecado de Adán, incapaces de obrar bien sin ayuda divina. Rechaza que la naturaleza humana haya sido corrompida por ese pecado y dice que incluso los animales, según la doctrina cristiana, habrían perdido su obediencia natural al hombre, cosa que es contraria a la Escritura, que enseña que los animales temen al hombre por disposición divina.

Curtius pregunta entonces por qué se narra la historia de la caída de Adán. Salomon responde con una brillante alegoría: cada hombre es un Adán, y su caída simboliza la sumisión al placer sensible y la pérdida del camino racional. El paraíso perdido es la sabiduría, y la caída es la inmersión en lo sensible. Pero así como Adán tuvo un hijo a su imagen —Seth, símbolo de la recuperación del intelecto— así cada ser humano puede retornar desde el placer hacia la razón y reencontrar la vida eterna, simbolizada por el fruto del árbol de la vida, que es para Salomon la sabiduría. Fridericus, por el contrario, ve en ese árbol la cruz de Cristo y en la historia de Adán la necesidad de la redención. Pero Salomon rebate incluso esto, señalando que el término hebreo no alude a un árbol sino a un fruto, y concluye que la historia de Adán no es historia literal sino una enseñanza filosófica profunda: con la ayuda divina, siempre presente, todo hombre puede renacer hacia la sabiduría sin necesidad de derramamiento de sangre ni sacrificios, y sin imaginar una caída ontológica hereditaria.

Doctrina del pecado

Octavius introduce un lamento en verso fáleceo, inspirado —según él— por la mente divina, donde dramatiza la voz de Dios Padre, quien se queja de haber sido injustamente acusado por los hombres de la caída y de ser el origen del mal. En este poema, Octavius sugiere que Dios creó al ser humano con un alma elevada, lo instruyó en la virtud y en la sabiduría, y que si ha caído fue por haberse desviado voluntariamente hacia los placeres sensoriales. El poema concluye con una afirmación clara: cada cual es responsable de su propia ruina o bendición, y no puede culpar al primer hombre ni a su herencia.

Salomon refuerza esta perspectiva preguntándose cómo podrían haber sido agradables a Dios figuras como Abel, Noé, Job, Moisés, Samuel o Elías si desde su nacimiento hubiesen estado manchados con una culpa invencible. ¿Cómo pudo Dios hablar con Moisés “cara a cara como con un amigo” si Moisés hubiera sido impuro por naturaleza? ¿Y cómo podría Abraham haber sido el destinatario de tantas bendiciones divinas, si hubiese estado irremediablemente manchado por un pecado de origen? Para Salomon, lo que hace que estos hombres sean grandes a los ojos de Dios no es una supuesta redención futura, sino su virtud presente, su fidelidad y su amor a Dios.

Además, Salomon se burla de la noción cristiana de que las almas de los justos del Antiguo Testamento habrían permanecido en las sombras infernales durante miles de años hasta que Cristo muriera para liberarlos. Cita a Tertuliano y a Orígenes, y menciona las contradicciones evangélicas: si el alma de Lázaro ya estaba en el “seno de Abraham” antes de la muerte de Cristo, ¿cómo encaja eso con la doctrina de la redención posterior? ¿Y cómo explicar que Lázaro vuelva a su cuerpo luego de haber gozado la beatitud? La doctrina cristiana le parece llena de inconsistencias derivadas de la idea del pecado original.

Fridericus, presionado por la solidez argumentativa de sus interlocutores, admite que rebatir todo lo dicho requeriría más tiempo del que permite el debate. Compara la negación del pecado original con destruir el axioma fundamental de toda la fe cristiana. Cita al libro apócrifo de Esdras, donde Adán es acusado por haber causado la perdición de toda su descendencia. Cree que este pasaje refuta todas las objeciones de los herejes y pelagianos.

Salomon le responde que esos libros no son canónicos y que incluso san Jerónimo no los consideró inspirados. Prefiere citar el Libro de la Sabiduría, donde se dice que el alma del rey Salomón era pura desde el nacimiento. Fridericus contrarresta citando los salmos y a Job, quienes afirman haber sido concebidos en pecado, pero Salomon rebate: aunque las madres pecaran al concebir, esto no convierte al hijo en pecador, y ni el sol ni los ángeles son puros ante Dios, sin que eso implique culpa heredada.

Octavius señala que si Adán se recuperó de su pecado —como todos admiten—, no hay razón para afirmar que su culpa fue heredada por sus descendientes. Pone el ejemplo de Caín, cuyo pecado no manchó a su linaje, y subraya que la muerte de Adán no fue causada por su pecado, sino por su naturaleza. Incluso los hombres más justos, como Enoc o Elías, murieron o fueron alejados del mundo. Con ello, desmonta la tesis de que el pecado trajo la muerte al mundo.

Salomon concluye afirmando que el relato de Adán debe leerse como una alegoría: cada hombre es un nuevo Adán que cae cuando abandona la razón y se entrega al placer. Pero también puede, como Adán, volver a la contemplación de lo divino. La “caída” es una metáfora del extravío moral e intelectual, y no un evento histórico ni ontológico. La doctrina del pecado original es, para él, una invención útil a los líderes cristianos para imponer un dogma de culpabilidad universal y dependencia absoluta de la gracia sacramental.

Curtius cita a Pablo: "Por un hombre entró el pecado al mundo" y “desde Adán hasta Moisés reinó la muerte”, para sostener que el pecado original corrompió a toda la humanidad, y que sólo Cristo puede ofrecer la gracia y la vida eterna. Interpreta además que la muerte a la que se refiere Pablo no es la corporal, sino la muerte del alma, esto es, la condenación eterna. Según él, nadie pudo ni podrá cumplir la ley, y por eso Pablo muestra que no se puede alcanzar la justificación por las obras. Así, la ley fue un “pedagogo” hacia Cristo.

Salomon, sin embargo, rebate esta postura con decisión. Recuerda que el mismo Pablo elogió la ley de Moisés, llamándola “santa” y afirmando que quienes la cumplen serán justificados. Además, cita numerosas promesas del Antiguo Testamento donde Dios ofrece vida y salvación a los que cumplen sus mandamientos. No tiene sentido, dice, que Dios ofrezca una ley que conduce a la vida, si en realidad nadie puede cumplirla. Para Salomon, la ley es la verdadera “buena nueva”, y compone incluso un himno lírico en alabanza de ella, dirigiéndose a todos los grupos humanos —niños, jóvenes, ancianos, almas puras, ángeles, estrellas— para que proclamen la gloria de la ley divina.

Coronaeus interviene señalando que sólo Cristo cumplió enteramente la ley y que por eso la ley conduce hacia Él. Pero Salomon responde que si la muerte de Cristo fuera el único camino a la salvación, entonces Moisés habría debido mencionar explícitamente un sacrificio futuro, cosa que no hace. Al contrario, el legislador ordena guardar la ley con minucioso detalle, desde los actos de culto hasta las normas civiles. Por tanto, según Salomon, la salvación está contenida plenamente en la ley, y la doctrina cristiana sólo conduce a una piedad vacía, pereza moral, culto supersticioso y abandono de la virtud.

La discusión gira entonces hacia la cuestión del libre albedrío. Curtius y Fridericus afirman que Adán, al pecar, perdió el libre albedrío y lo destruyó también para sus descendientes. Fridericus cita a Pablo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”. Toralba responde con vehemencia: si el hombre ha perdido la libertad de hacer el bien, entonces no es culpable de sus pecados, y Dios no puede castigarlo justamente. La libertad es condición necesaria del mérito y del castigo. Privar al hombre del libre albedrío es degradarlo al nivel de los animales.

Coronaeus coincide con Toralba en este punto: quitar al hombre la capacidad de elegir el bien es abrir las puertas a toda impiedad. Además, identifica esa doctrina con la necesidad fatalista de los estoicos, refutada tanto por filósofos como por teólogos. Denuncia el absurdo moral de imaginar que algunos están condenados irremediablemente aunque deseen salvarse, mientras otros están destinados a la salvación aunque deseen el mal.

Posteriormente, Toralba lanza una ironía aguda: ridiculiza la postura de quienes niegan el libre albedrío apelando a una forma perezosa y cobarde de pensar. Argumenta, con tono mordaz, que toda la estructura del cristianismo basada en la pérdida de la voluntad libre por el pecado de Adán es absurda, puesto que elimina todo sentido a los mandamientos, recompensas y castigos. Si el ser humano no puede elegir, entonces ni la ley tiene valor ni la justicia divina sentido.

Salomon profundiza en la postura racionalista y voluntarista, citando la Escritura hebrea (Deuteronomio, Ezequiel, los Salmos) para mostrar que Dios ofrece a todos la elección entre el bien y el mal, y que el ser humano tiene poder y responsabilidad de elegir. Niega que el pecado original haya corrompido la voluntad humana de forma tal que esta quede impedida para el bien.

Curtius responde desde una perspectiva determinista: si Dios lo sabe todo desde la eternidad, todo debe suceder necesariamente, y por tanto no hay libertad humana real. Senamus replica con un argumento clásico: que el conocimiento divino no impone necesidad, solo previsión. Toralba resuelve la objeción filosófica afirmando que para Dios todo es presente, por tanto no hay contradicción entre su providencia y la libertad humana.

Fridericus y Coronaeus, sin embargo, sostienen la doctrina cristiana tradicional: que la voluntad libre se perdió en parte con el pecado de Adán, y que ningún hombre puede salvarse sin Cristo. A esto Toralba responde con fuerza: si la salvación depende de una fe gratuita en un sacrificio ajeno, entonces los hombres virtuosos de la antigüedad son condenados sin justicia. Menciona a figuras como Aristides, Solón, Sócrates, Cicerón, Catón y los Escipiones, y denuncia como irracional y cruel que todos ellos, por no haber creído en Cristo, sufran tormentos eternos.

Fridericus acepta esta conclusión extrema y sostiene que, sin Cristo, todos están destinados a las penas infernales, aunque matiza que los más virtuosos podrían recibir castigos menos duros o confinamiento en regiones oscuras, pero sin salvación.

Justificación por obras o por fe

Octavius, con una claridad admirable, distingue entre una fe muerta—mera creencia en la muerte de Cristo—y una confianza constante en el Dios eterno, confianza que incluye todas las virtudes y las sostiene. No es la fe en un hecho histórico la que justifica, sino una orientación vital hacia lo divino, que transforma todo el actuar humano.

Senamus complementa esto con una defensa ética de las obras: la verdadera bendición de Dios no proviene de fórmulas de fe, sino de acciones justas, de la caridad, la piedad filial, el servicio a la patria y al prójimo. El bien no se mide por su conexión con dogmas, sino por su coherencia con la razón, la naturaleza y la justicia.

Coronaeus, por su parte, reafirma la ortodoxia tridentina: ni la fe sin obras ni las obras sin fe bastan, y cita a Habacuc (“el justo vivirá por la fe”) para mostrar que la fe solo beneficia al justo. En esto, su voz se alinea con la postura de la Contrarreforma.

Fridericus relata cómo en la Dieta de Ratisbona de 1541 incluso teólogos católicos cedieron al argumento protestante de la sola fide, pero cómo esa concesión fue vista como una amenaza tan radical que precipitó la ruptura del diálogo. De ahí, la estrategia de la Iglesia de aferrarse a los rituales antiguos, incluso aquellos ridiculizados, como las reliquias excesivas.

Salomon, siempre agudo, señala que el problema de fondo radica en haber confundido bendición con justificación. Ser “bendecido” (recibir bienes, paz, armonía) no implica estar “justificado” (es decir, libre de culpa o absolutamente puro ante Dios). Rechaza la noción de que alguien puede ser justificado en sentido absoluto ante Dios, y cita la Escritura: ni los ángeles, ni el cielo, ni el sol mismo son puros ante Dios. ¿Cómo entonces puede el ser humano imaginarse limpio por obras o creencias?

En ese momento se produce una parábola: un rey da caballos a sus siervos, algunos mejores que otros. Les pide correr una carrera, ofrece premios según la velocidad y penaliza a los que no corren o sabotean. La imagen representa la gracia (los caballos), la libertad (el correr o no), las obras (el esfuerzo en la carrera), y la justicia divina (la distribución proporcional de recompensas y castigos). Salomon, con maestría, concluye: aunque el rey no debía nada, al establecer condiciones y premiar según ellas, la justicia consiste en cumplir lo prometido. Así, la justicia divina no contradice la libertad ni las obras, sino que se articula con ellas.

Salomon desarrolla la idea de que el mérito de las buenas acciones no pertenece al hombre, sino a Dios, quien ha proporcionado todos los medios: el cuerpo, el alma, la voluntad, la ley, el ejemplo y la fuerza para cumplirla. Por eso, aunque el hombre haya cumplido con sus deberes, no puede gloriarse, sino agradecer. El ejemplo del rey que da caballos y entrena a sus siervos para una carrera muestra que, aunque ellos corran y lleguen a la meta, el mérito es del rey. Del mismo modo, todo lo que hacemos como bien es obra de Dios en nosotros, y por eso no podemos exigir recompensa como si Dios nos debiera algo.

Fridericus concede que, aunque Dios no sea deudor, una vez que ha prometido algo, su dignidad le impide faltar a su palabra. Por eso se cumple lo prometido, no por obligación jurídica, sino por fidelidad. Salomon responde que, en consecuencia, el cumplimiento de las promesas divinas no es un derecho del hombre, sino un acto de gracia y fidelidad divina. Aun así, el hombre sabio y agradecido no se gloría, sino que reconoce que todo lo ha recibido, incluso las fuerzas y la ocasión de hacer el bien. De ahí que la cima de la felicidad no se halle en la justificación, que ningún ser creado puede alcanzar plenamente, sino en el amor puro a Dios, sin esperanza de recompensa.

Curtius observa que, si se admite que todos los hombres son injustos e impuros desde el nacimiento, se está concediendo de algún modo la caída original. Octavius responde que si esa impureza fuera simplemente la lejanía respecto a la perfección de Dios, también los ángeles y las estrellas deberían estar manchados por el pecado original, lo que es absurdo. Si ni siquiera los seres más puros pueden ser totalmente limpios ante Dios, no es razonable sostener que un sacrificio, incluso el de Cristo, pueda eliminar esa distancia ontológica.

Coronaeus insiste en que no se debe atribuir impotencia a Dios por la incapacidad de las criaturas, ya que esa limitación está en ellas y no en el Creador. La justicia divina es tan alta que no puede ser medida por parámetros humanos, y mucho menos alcanzada por voluntad o esfuerzo del hombre. Toralba observa que si el hombre no puede merecer el bien, tampoco puede merecer el castigo. Pero si se le castiga, entonces debe haber responsabilidad, lo que implica libre albedrío. Octavius añade que los ismaelitas, al centrar la salvación en los actos virtuosos y no en la fe, han logrado una moral más elevada que muchos cristianos.

Coronaeus cita numerosos pasajes bíblicos donde se afirma que Dios recompensa al justo y castiga al impío. Si no fuera así, no tendría sentido la ley divina ni la moral. Fridericus responde que, aunque el justo no merece recompensa —pues cumple con su deber—, el impío sí merece castigo por haber faltado. Salomon distingue entre justificación y bienaventuranza: nadie es justo ante Dios, pero todos pueden ser bendecidos en proporción a su virtud y esfuerzo. Así como los corredores de una carrera reciben premios distintos, aunque el mérito último sea del rey que organizó la carrera y les dio los medios.

Curtius acepta la analogía, pero recuerda que el rey no está obligado. Salomon insiste en que esa obligación moral no nace de una deuda legal, sino de la dignidad de quien promete. Si los siervos se esfuerzan y no se glorían, sino que agradecen, eso honra más al rey. De igual modo, cuanto más virtuoso es un hombre, más debe agradecer a Dios. Elihu, en el libro de Job, reprende a quienes afirman que el sufrimiento es castigo por pecados ocultos. Aunque Job era justo, Dios podía quitarle lo que le había prestado sin cometer injusticia. Luego, al probar su fidelidad, le devuelve el doble de lo que había perdido.

Curtius retoma el punto central: Salomon niega que Cristo sea Dios y, por tanto, niega que su muerte pueda justificar o purificar. Octavius responde que, si la impureza es esencial a lo creado, entonces ni siquiera un Dios encarnado podría eliminarla, ya que el nacimiento en sí implica imperfección. Ni siquiera Dios puede hacer que lo creado sea igual al Creador. Coronaeus señala que eso no limita el poder divino, sino que reconoce la imposibilidad de una criatura de alcanzar la perfección absoluta.

Salomon recuerda que la ley divina no exige lo imposible. Si Dios manda algo, es porque puede cumplirse. Por eso, no tiene sentido que Pablo diga que no puede hacer el bien que desea. Tampoco que se diga que quien peca después de conocer la verdad ya no tiene redención. Senamus objeta que esa carta a los Hebreos no fue escrita por Pablo. Fridericus, aunque la defiende, dice que esas expresiones deben entenderse como advertencias retóricas. Cyprian, por su parte, dijo que quien sostiene que Dios manda lo imposible debe ser anatematizado.

Octavius no ve que Cristo haya dado ninguna ley nueva ni que tuviera autoridad para abolir la ley de Moisés. De hecho, dijo que no vino a destruirla sino a cumplirla. Le sorprende que Lutero afirmara que el Decálogo no es obligatorio para los cristianos, como si la ley natural ya no tuviera vigencia. Fridericus intenta matizar a Lutero, diciendo que su intención era mostrar que sin la gracia de Cristo, nadie podía cumplir la ley. Salomon señala que, en cambio, las enseñanzas evangélicas son más difíciles de cumplir que la ley mosaica. Por ejemplo, la prohibición del divorcio, que lleva a males peores. También la imposición del celibato a sacerdotes y monjas, que da lugar a vicios peores que los que se intentan evitar.

Coronaeus defiende el celibato sacerdotal cristiano aludiendo al mandato mosaico que exigía abstinencia sexual de los sacerdotes tres días antes del día de expiación, argumentando que si ese grado de pureza era requerido para un evento anual, más aún debería observarse en quienes diariamente manipulan lo sagrado. Salomon responde que esa abstinencia era limitada y no implicaba un rechazo del matrimonio. Critica que, mientras se prohíbe a los sacerdotes cristianos casarse, no se prohíbe el uso de prostitutas, observando que la Iglesia tolera males peores en su afán por evitar el matrimonio sacerdotal. Esto lleva a una crítica general al rigorismo moral cristiano que, lejos de prevenir el pecado, lo agrava mediante la represión antinatural.

Toralba y Salomon destacan lo antinatural de ciertas exigencias del cristianismo, como poner la otra mejilla o ceder la capa, mientras que la ley mosaica se presenta como más razonable. Salomon argumenta que los mandamientos divinos son accesibles si el hombre lo desea verdaderamente, y que si nadie es justificado por la ley es porque no quieren cumplirla, no porque no puedan. Reprende también las cargas rituales y ceremoniales excesivas del cristianismo, que incluso Agustín consideraba más pesadas que las judías.

Curtius defiende que la Iglesia reformada suiza practica sacrificios sin sangre, es decir, alabanzas y ofrendas espirituales. Sin embargo, cuestiona la postura de Salomon a favor del divorcio, recordando que durante siglos Roma no conoció divorcios. Salomon responde que el divorcio, aunque no ideal, previene males mayores como el asesinato, el adulterio o el envenenamiento doméstico. Curtius lleva la discusión a la necesidad de Cristo como mediador exclusivo, recordando que sin Él no hay salvación ni justificación.

Octavius objeta que si Cristo es el único mediador, no se explica por qué promete enviar otro abogado (el Espíritu Santo). Además, critica que los cristianos recen a los santos y los veneren como si fueran dioses, lo que incluso fue objeto de burla por parte de paganos como el emperador Juliano. Fridericus apoya esta crítica, señalando que la adoración debe reservarse sólo para Dios. Coronaeus, sin embargo, defiende la doctrina católica de distintos tipos de veneración: latreia para Dios, hyperdouleia para la Virgen, y douleia para los santos.

Curtius responde que, al introducir múltiples grados de adoración, se termina degradando el culto a Dios. Además, recuerda que los patriarcas y profetas se inclinaban ante otros hombres como gesto de respeto, no de adoración religiosa. Cita la Escritura para demostrar que todo servicio y honra en materia espiritual pertenece solo a Dios. Añade que incluso los ángeles rechazan la adoración y se identifican como siervos, no mediadores, recordando cómo Juan fue reprendido por un ángel por intentar adorarlo. Esta distinción refuerza la necesidad de dirigirse a Dios directamente sin intermediarios creados.

Coronaeus plantea que pedir a los santos que oren por nosotros no es diferente de pedirlo a un amigo vivo, como lo hicieron el faraón con Moisés o el pueblo con Samuel. Fridericus responde que esa práctica ha sido prohibida, y que, además, no podemos saber si los santos escuchan nuestras súplicas o si desean interceder. Cita a Jeremías para probar que ni siquiera Moisés o Samuel podrían interceder tras su muerte. Coronaeus replica que los santos conocen los decretos divinos. Curtius añade que solo Dios conoce los pensamientos humanos, por lo tanto, ni siquiera los santos deberían ser invocados.

Coronaeus defiende que se invoque la memoria de los patriarcas como Moisés lo hizo. Curtius aclara que Moisés no oró a Abraham, sino que recordó a Dios su alianza. Además, critica que algunos cristianos veneran reliquias de personas que podrían estar condenadas, y cita a Agustín para distinguir entre honrar e idolatrar. Coronaeus usa el Salmo “alabad al Señor en sus santos”, pero Curtius explica que el hebreo habla de la santidad de Dios, no de personas. Fridericus argumenta que la veneración de santos y ángeles proviene del paganismo y fue combatida por padres como Epifanio, Agustín y Crisóstomo.

Coronaeus insiste que no se les adora, solo se les pide que oren por nosotros. Fridericus refuta esto mostrando que los himnos y fiestas atribuyen a María atributos divinos. Octavius comenta desde su experiencia en Grecia que las celebraciones marianas rozan lo ridículo, comparándolas con cultos paganos. Toralba compara esta mediación con las creencias neoplatónicas de Iámblico, donde se accedía a la divinidad por grados jerárquicos. Salomon y Curtius concluyen que es más simple dirigirse directamente a Dios.

Coronaeus defiende las imágenes como recurso pedagógico, citando a Gregorio Magno. También menciona ejemplos bíblicos como el manto de Elías o la sombra de Pedro. Curtius y Senamus responden que la idolatría es común entre los ignorantes, y que incluso Ezequías destruyó el serpiente de bronce por haber sido adorada. Octavius agrega que es ridículo pensar que un sacerdote puede convertir cientos de hostias en cuerpos divinos mediante unas palabras.

Coronaeus defiende el misterio eucarístico apelando a Tomás de Aquino. Salomon y Toralba cuestionan la dependencia de la consagración del estado mental del sacerdote. Se menciona el caso de un sacerdote que fingió consagrar y luego acusó de idolatría a sus feligreses, lo que llevó a su ejecución. Curtius critica la idea de que el poder creador dependa de un humano. Finalmente, se cita a Agustín (“Miserable es la servidumbre cuando se toman los signos por las cosas.”) y Tertuliano (“Cristo hizo el pan, recibido en su cuerpo, cuando dijo: ‘Esto es mi cuerpo’, es decir, la figura de mi cuerpo.”), quienes defendieron una interpretación figurativa del “esto es mi cuerpo”, reafirmando que Cristo hablaba simbólicamente y no literalmente.

Salomon y Curtius se enfrentan en torno a la cuestión de si la ley mosaica puede justificar al hombre. Salomon defiende que Dios, en su justicia, no habría dado una ley imposible de cumplir. Cita a Moisés y a los salmos para mostrar que la obediencia a la ley trae vida, y que no hay contradicción entre la justicia de Dios y las demandas que impone al hombre. Curtius, por el contrario, sostiene la visión paulina según la cual la ley solo muestra el pecado y no puede justificar a nadie. Cristo sería, entonces, el único camino para obtener la justificación, ya que, según Pablo, nadie será justificado por las obras de la ley.

La disputa se adentra en el libre albedrío. Curtius niega que el hombre conserve libre albedrío tras la caída de Adán, dado que si Dios prevé todo con certeza, entonces todo está determinado. Toralba intenta conciliar la previsión divina con la libertad humana, señalando que para Dios todo es presente, pero que esto no anula la contingencia de los actos humanos. Salomon insiste en que no tendría sentido que Dios diera mandamientos si el hombre no tuviera poder para obedecerlos. Esta discusión muestra el esfuerzo por equilibrar la soberanía divina con la responsabilidad humana.

Octavius y Senamus abren el debate sobre si puede haber salvación fuera del cristianismo. Consideran que los hombres virtuosos, incluso los que se equivocan en su religión, pueden agradar a Dios si actúan con rectitud. Sostienen que la fe vacía no basta y que el amor, la justicia y la piedad son más gratos a Dios que las meras creencias. En oposición, Curtius y Fridericus rechazan esa idea, reafirmando que sin Cristo no hay salvación posible. En el fondo, la discusión es entre una visión universalista de la gracia y una visión exclusivista centrada en la fe en Jesús.

Coronaeus plantea la posición del Concilio de Trento: ni la sola fe ni las solas obras justifican; se necesita una fe viva que actúe por el amor. Salomon y Toralba critican la idea de que las obras no cuentan y defienden que cada uno recibe según su mérito. Salomon recurre a la imagen de una carrera organizada por un rey para ilustrar cómo los premios no se deben a un derecho del corredor, sino a la liberalidad del rey, que premia a los que se esfuerzan. La analogía intenta mostrar que aunque todo provenga de Dios, también hay mérito humano reconocido.

Castigos después de la muerte

Octavius reflexiona sobre la necesidad de que existan castigos después de la muerte. Observa que los malvados suelen morir sin sufrimiento, mientras los justos padecen terribles tormentos, lo que pondría en entredicho la justicia divina si no existiera una retribución posterior. Por eso, concluye que es necesario que los malvados sufran después de esta vida, y que, en algún momento, ese castigo tenga un término, pues de lo contrario se atentaría contra la noción misma de proporcionalidad y justicia. Propone que las almas castigadas, una vez purificadas, deberían morir o alcanzar una forma de dicha.

Toralba retoma ideas de Platón para afirmar que las almas de los impíos no regresan a la morada celestial hasta haber sido purificadas durante siglos. Esto implica que los castigos son duraderos, pero no eternos. Se recuerda que sufrir castigo es liberación del peor de los males, la injusticia, y que por tanto las penas tienen una función correctiva, no vengativa. Así se salva la justicia divina sin caer en la desmesura de lo eterno.

Curtius, sin embargo, advierte que si se admiten muchos castigos intermedios, se cae en una pluralidad infinita que contradice el orden de la naturaleza. Prefiere mantener la idea de dos únicos destinos: uno de recompensa y otro de castigo eterno. A su juicio, esto es más coherente con la enseñanza de Cristo y más eficaz para fomentar la virtud a través del temor.

Coronaeus pone en cuestión la justicia de un sistema que permita que un hombre justo, que comete una falta al final de su vida, se condene eternamente, mientras otro, completamente perverso, se salve por una confesión final. Propone que las almas que mueren en gracia pero con pecados veniales, deben pasar por un fuego purificador antes de alcanzar la gloria, y que incluso Lutero reconocía esa posibilidad. Con ello, justifica el purgatorio como lugar de expiación temporal.

Salomon y Toralba rechazan que un simple acto de arrepentimiento al final de la vida baste para borrar una existencia llena de crimen. Critican la idea de que los sacerdotes puedan perdonar pecados, ya que ese poder pertenece solo a Dios. Ven en la práctica de las indulgencias y en la venta del perdón una corrupción grave, que convierte el arrepentimiento en una transacción económica.

Curtius sostiene que la redención viene exclusivamente por la sangre de Cristo, no por castigos adicionales ni por ofrendas humanas. Para él, si los penitentes son aceptados por Dios, no deben ser torturados antes de entrar en la gloria. A su vez, Toralba plantea que no se puede admitir que alguien entre en la presencia divina manchado por el pecado, por lo que la purificación debe tener lugar de algún modo, aunque no necesariamente mediante sufrimientos corporales.

Salomon ofrece una visión matizada: todos los pecados deben recibir algún tipo de castigo, pero en esta vida, si es posible, y con menor severidad que la merecida. Los actos de caridad y justicia pueden atenuar las penas, y el arrepentimiento sincero puede eliminar muchas culpas. Sin embargo, Dios, aunque perdone, no deja de castigar como medida pedagógica y correctiva, como se vio con David, que fue perdonado, pero sufrió duras consecuencias.

Octavius resalta que Dios recompensa incluso las obras de los impíos, porque nadie es completamente malo. Los justos serán finalmente vindicados, mientras los impíos quedarán en vergüenza. Cita el libro de la Sabiduría para mostrar que los malvados, al ver el destino glorioso de los justos, se lamentarán y reconocerán su error. Senamus complementa diciendo que los que han vivido sin conciencia, como bestias, son aniquilados del todo al morir.

Curtius concluye reafirmando que los castigos son eternos para los malvados, citando el libro de Isaías y las palabras de Cristo sobre el fuego que no se apaga y el gusano que no muere. Salomon responde que la ley divina no prescribe castigos eternos, y que incluso los castigos post mortem deben ser proporcionales. Señala que muchas fuentes judías establecen distintos grados de penas según el tipo y la intención del pecado, sin aludir a una eternidad punitiva.

Coronaeus y Fridericus discuten sobre si los sacrificios y oraciones por los muertos tienen efecto. Fridericus cita a diversos Padres de la Iglesia —Ambrosio, Agustín, Jerónimo, Crisóstomo— para mostrar que no hay perdón tras la muerte. Argumenta que cada uno recibe su destino definitivo al morir. Coronaeus cita a los Macabeos, a Agustín y a las prácticas judías para justificar la oración por los difuntos. Toralba, sin embargo, advierte que esta doctrina puede llevar a abusos, y que la creencia de que se puede comprar el perdón con misas y ofrendas es peligrosa.

Finalmente, se plantea si, ante la duda, no es mejor orar por los muertos, ya que el gesto no causa daño y podría ser beneficioso. Se cita a Cicerón para reforzar la idea de que hay errores placenteros que vale la pena mantener si nos hacen mejores. Pero también se recuerda que no toda opinión en religión puede admitirse como válida si se trata de asuntos centrales de la fe. Así, queda abierta la tensión entre libertad de opinión y ortodoxia.

Una religión abierta

Toralba observa que entre las religiones se produce una proliferación de diferencias que parecen irremediables. Los judíos discrepan entre ellos, los cristianos se acusan mutuamente de herejía, y aún entre los más sabios, como Damasceno, Agustín, Jerónimo, Tomás y Escoto, hay disensión. Frente a ese caos, propone como alternativa una religión simple, natural y antigua, basada en la experiencia de los patriarcas antes de la Ley escrita. Esa religión instintiva y sin ceremonias fue suficiente para Abel, Noé, Abraham o Job.

Salomon responde que esa forma de religiosidad puede valer para sabios o santos, pero que el pueblo común necesita ceremonias y prácticas visibles. Sin ellas, la religión se disuelve. Curtius y Octavius coinciden en que los excesos rituales, especialmente en el catolicismo, alejan de la pureza del culto. Octavius incluso elogia la sobriedad del islam y critica las peregrinaciones y supersticiones posteriores que se han infiltrado.

Coronaeus, sin embargo, defiende la continuidad de la Iglesia romana como guardiana de la verdadera fe desde los apóstoles. Expresa su esperanza de que los interlocutores regresen a esa comunión, y por ello promete orar a Cristo, a María y a los santos para su conversión. Salomon responde con cortesía que todos deben orar mutuamente por el esclarecimiento, ya que sin la ayuda divina no se puede conocer plenamente la voluntad de Dios, como incluso Moisés y David reconocieron en sus plegarias.

Fridericus plantea una objeción: si uno duda de su religión o sabe que está en el error, no puede rezar con eficacia ni por otros ni por sí mismo. Solo el que tiene certeza puede hacerlo con plena convicción. Salomon rebate citando a Moisés y David, quienes pidieron guía a Dios a pesar de su cercanía a Él. Senamus propone que todos, desde su sinceridad, oren juntos para pedir luz a Dios, aunque se hallen en religiones distintas.

Octavius interviene con una advertencia: la oración solo es válida si se dirige al verdadero Dios y no si se adora a una criatura en vez del Creador. Cita el episodio de Elías con los sacerdotes de Baal como ejemplo de lo que sucede cuando se confunde el objeto del culto. Se burla del teólogo que, al dudar si la hostia ha sido consagrada, prefiere decir "si eres Dios, te adoro; si no lo eres, no te adoro", lo que le parece ridículo.

Senamus, conciliador, afirma que todos reconocen un Dios supremo, incluso si difieren en la manera de rendirle culto. Resume las posiciones: unos creen que Cristo es Dios, otros no; unos aceptan la transubstanciación, otros la rechazan. Él, por su parte, prefiere no excluir ninguna religión, ya que todas podrían contener parte de la verdad. Salomon critica esta postura, afirmando que no se puede afirmar al mismo tiempo que Cristo es Dios y que no lo es. Para él, esta ambigüedad es más grave que la incredulidad misma.

Senamus responde que su postura sigue la de san Pablo: hacerse todo para todos, con el fin de encontrar la verdad o al menos la concordia. Cuenta cómo en Jerusalén conviven múltiples sectas cristianas, judíos y musulmanes en relativa paz. Él entra en todas las iglesias para no parecer irrespetuoso ni sembrar discordia. Cree que todos deberían orar al mismo Dios por guía.

Salomon, sin embargo, insiste en que no todas las religiones pueden ser verdaderas a la vez. Recuerda que Moisés prohibió incluso hacer sacrificios en tierra extranjera, porque ofendería a los egipcios. El derecho a practicar la religión en paz fue algo que los judíos obtuvieron con grandes esfuerzos, a menudo mediante privilegios reales o imperiales. Refiere decretos de Julio César y Dolabela que garantizaban la libertad de culto judía, aunque frecuentemente se ha violado.

Curtius admite que mantener distintas religiones en una misma ciudad es problemático. Señala que la religión privada puede llevar a conspiraciones y desórdenes, como ocurrió en los cultos báquicos o en las reuniones nocturnas de anabaptistas. En esos casos, las autoridades sospechaban de orgías y traiciones, por lo que prohibían o reprimían esas prácticas.

Senamus concluye que si se aceptara que toda oración sincera agrada a Dios, como creen él y Octavius, habría paz religiosa en todo el mundo. Coronaeus menciona que en su ciudad se permite el culto público de griegos y judíos, pero no el de otros grupos. Octavius alaba la sabiduría de esas leyes y el orden aristocrático, que ha permitido la paz. Pero Coronaeus responde que, por encima del orden civil, está la piedad, y que los herejes deben ser compelidos a asistir al culto verdadero.

Octavius objeta que ese texto evangélico se refiere a los invitados a un banquete, no a la imposición violenta de la fe. Curtius apoya esta lectura con la autoridad de Tertuliano, Hilario, Agustín y otros que afirmaron que la religión no debe imponerse por la fuerza, sino enseñarse con paciencia.

Salomon concluye citando la Ley mosaica, que impone el castigo a los apóstatas pero nunca obliga a los extranjeros a convertirse. Menciona que David permitió que los pueblos sometidos siguieran sus religiones. Julian el Apóstata, enemigo de los cristianos, también sostuvo que Moisés no ordenó destruir templos ajenos. Finalmente, recuerda el caso trágico del rey Emanuel de Portugal, que intentó forzar conversiones y provocó una masacre, terminando por ejecutar a los responsables.

Salomon lamenta profundamente que la piedad religiosa, cuando es ridiculizada o atacada, se convierta en el origen de disturbios y conflictos civiles. Como ejemplo, recuerda un incidente trágico en Jerusalén, donde un soldado profanó deliberadamente un rito sagrado judío, lo que provocó una reacción del pueblo que derivó en una masacre de unas veinte mil personas. Más allá de estos actos individuales, denuncia cómo algunos gobernantes simulan religiosidad para justificar la expoliación o exterminio de minorías religiosas, especialmente judías. Cita a reyes como Luis de Hungría, Dagoberto, Felipe Augusto y Fernando de Aragón, quienes persiguieron y asesinaron a judíos bajo acusaciones falsas, motivados más por codicia que por devoción. Evoca también la masacre de los judíos de Cracovia, donde sólo los niños fueron perdonados para ser convertidos a la fuerza.

Octavius recuerda los crímenes cometidos por Fernando de Aragón también contra los musulmanes de Granada. Describe cómo fueron obligados a apostatar del islam, sometidos a torturas y vejaciones, encabezadas por el cardenal Ximénez, quien incluso hizo quemar cinco mil libros sagrados para los musulmanes. Esto se hizo en flagrante contradicción con un antiguo decreto del Concilio de Toledo, que prohibía forzar conversiones. A través de este ejemplo, denuncia cómo el poder religioso fue usado como instrumento de represión cultural y religiosa.

Fridericus aporta una nota contraria a esta práctica coercitiva recordando la postura del emperador Teodorico, quien se negó a usar la fuerza para imponer la religión católica a los arrianos, alegando que la fe no puede ser impuesta contra la voluntad. Sus palabras, dice, deberían estar escritas en oro en las puertas de todos los príncipes. Curtius añade a este elogio el ejemplo del emperador Joviano, quien intentó reunir a diversas sectas religiosas en armonía bajo el edicto de unión llamado Henotikon. Joviano recomendaba la persuasión, la moderación y el amor mutuo, no la violencia, para lograr la unidad religiosa.

Ante este consenso sobre la libertad religiosa, Coronaeus propone sellar el momento con una canción que celebra la unidad entre los hermanos, cantada con una armonía divina, superior incluso a las convenciones musicales. El grupo, compuesto por hombres de distintas religiones y opiniones, se conmueve por esta melodía y se retiran en paz, abrazándose en fraternidad. Desde entonces, cada uno vive su fe con sinceridad y sin imponerla al otro, encontrando comunión en la virtud compartida, aunque guardando silencio respecto a sus diferencias doctrinales.

Conclusión

El Libro VI del Coloquio de los siete cierra con una reflexión profunda sobre la posibilidad de convivencia entre diversas religiones, a pesar de sus diferencias irreconciliables en dogmas, ritos y visiones de la divinidad. A través de un diálogo cargado de tensiones, pero también de argumentos filosóficos, históricos y teológicos, se demuestra que las disputas religiosas han generado más violencia cuando se imponen por la fuerza que cuando se resuelven mediante la razón, la experiencia y el ejemplo de vida. Frente a la diversidad de credos —judíos, cristianos de distintas confesiones, musulmanes, e incluso defensores de una religión natural—, los interlocutores concluyen que la verdadera piedad no reside en la uniformidad doctrinal, sino en la sinceridad del alma que busca a Dios con rectitud. La escena final, en la que todos se abrazan y deciden mantener su fe con humildad, sin imponerla ni burlarse de la ajena, simboliza una esperanza política y espiritual: que la paz religiosa puede nacer del respeto mutuo y la virtud compartida, más que de decretos autoritarios o conversiones forzadas.

lunes, 21 de abril de 2025

Ibn Arabi - La Contemplación de los Misterios مشاهد الأسرار (Mashāhid al‑Asrār)

 



LA CONTEMPLACIÓN DE LOS MISTERIOS

Contemplación de la luz de la existencia (wujud) como la estrella de la visión directa (iyan) que se eleva

Ibn ʿArabī comienza describiendo una experiencia contemplativa en la que el "Real" (al-Ḥaqq, es decir, Dios) le muestra la luz de la existencia en forma de una estrella de visión directa (ḥiyān). 

Arabi relata una contemplación en la que la “luz del wujūd” —la existencia en su sentido más puro— se manifiesta como una estrella de visión directa, símbolo de una revelación inmediata y no mediada. Dios le pregunta quién es, e Ibn ʿArabī responde que es “una no-existencia aparente”, reconociendo así que su ser no tiene realidad por sí mismo, sino que es una manifestación ilusoria sin sustancia propia. Esta afirmación es matizada por la réplica divina, que señala que si realmente no fuera nada, su existencia no sería posible, de modo que se establece una distinción entre una no-existencia real (que no tiene posibilidad de manifestarse) y una no-existencia aparente, que sí participa de la existencia divina. Se introduce entonces la idea de dos niveles de existencia: una existencia primera, arquetípica, análoga a los universales, y una segunda existencia, particular y contingente, que corresponde al mundo creado. 

A continuación, se cuestiona al autor sobre el fundamento de su fe, si es tradición ciega o juicio racional propio. Él responde que no es ni imitador ni racionalista, sino que se sitúa en un nivel intermedio: el de la intuición espiritual. Esto lo lleva a ser “nada”, lo que en el lenguaje sufi no implica aniquilación, sino trascendencia de toda categoría limitada. Ibn ʿArabī afirma entonces que él es “la cosa sin semejanza” y que Dios es “la cosa con semejanza”, invirtiendo así los términos tradicionales para resaltar la inmediatez de la experiencia divina: Dios se da a conocer con rostros múltiples, pero su esencia carece de forma. El místico declara que no es una cosa, ni ha sido, ni es según otra cosa, señalando su desidentificación con cualquier entidad limitada o relacional. No tiene opuesto, no es definido, y por eso su existencia es sin nombre, sin cualidad, sin descripción: es un puro reflejo de lo Absoluto. En contraste, Dios posee nombre, cualidad y descripción como manifestaciones de su perfección, pero incluso estas no limitan su realidad trascendente.

El Real entonces le revela que solo lo no-existente puede conocer al existente, una afirmación que subraya que la gnosis no proviene del yo, sino de su vaciamiento. La existencia procede de Dios, pero se manifiesta en el hombre; no está en Dios en cuanto tal, sino que se despliega en la alteridad que lo refleja. En este punto, se exploran paradojas sobre el hallazgo y la pérdida: quien encuentra al místico, encuentra a Dios; quien lo pierde, lo pierde a Él. Pero también se invierte: quien encuentra al místico, pierde a Dios; y quien lo pierde, lo encuentra. Estas oscilaciones indican que encontrar o perder no son categorías absolutas, sino que dependen de la conciencia del buscador. Dios declara que toda existencia limitada pertenece al ser humano, y la existencia absoluta a Él; pero luego invierte los términos, diciendo que la existencia relativa le pertenece a Él y no al humano. Esta contradicción aparente es una manera de decir que en la unidad suprema, las distinciones colapsan: la existencia diferenciada de Dios se expresa a través del ser humano, y la integrada del ser humano a través de Dios. Incluso la existencia primordial es puesta en cuestión: no es existencia plena, sino que la existencia real está “debajo” de ella, como si lo verdaderamente real solo se manifestara en el descenso a lo concreto.

Se afirma que si se encuentra a Dios no se le verá, y si se le pierde se le verá. Ver a Dios implica, paradójicamente, no tenerlo presente como objeto; perderlo es, en realidad, reconocer su inmanencia oculta. La visión, el conocimiento, la creación, la comprensión —todo lo que parece dual— es, en última instancia, uno. Dios se conoce a Sí mismo a través de Sí mismo; el ser humano que se ha vaciado de sí conoce con esa misma luz. Cuando alguien declara “yo soy Allāh”, no es arrogancia, sino un reconocimiento del habla divina a través de un yo borrado. Finalmente, Ibn ʿArabī advierte que estos discursos no van dirigidos a quienes se aferran a la apariencia de lo múltiple, sino a quienes han purificado su corazón y buscan sinceramente el conocimiento del proprium, es decir, de su identidad más esencial. Solo entonces, cuando cesa toda afirmación de dualidad, la Luz se revela y el misterio se hace visible. Ver, conocer, comprender, crear —todos esos actos que parecen involucrar a sujetos y objetos— son en realidad manifestaciones del único Ser que, sin intermediarios, se contempla a Sí mismo.

Contemplación de la luz del Tomar (akhdh) mientras se eleva la estrella de la Afirmación (iqrār)

La contemplación comienza cuando el "Real" le revela al visionario la luz de akhdh (el tomar), mientras emerge la estrella de la afirmación (iqrār), signo de reconocimiento y asentimiento interior. En este escenario simbólico, Dios dice que tomar es lo mismo que dejar ir, pero que no todo lo que se suelta ha sido verdaderamente tomado. Con esta paradoja, Ibn ʿArabī introduce la idea de que el conocimiento místico y el acceso a lo divino no se logran por apropiación, sino por abandono de sí. El tomar no es un acto de conquista, sino de desaparición, y Allāh no puede ser poseído por el místico, aunque puede tomarse al místico sin hallarlo.

Ibn ʿArabī describe cómo el tomar se manifiesta “desde atrás” —es decir, de manera imprevista, sin que el alma lo anticipe— y cómo en este tomar Dios se manifiesta, mientras que en el dejar ir, se oculta. La estructura trinitaria del tomar alude a las formas limitadas mediante las cuales el Absoluto se presenta en la existencia. Pero finalmente, declara: “Yo me tomé a Mí mismo”, lo cual elimina cualquier idea de dualidad: no hay otro que pueda tomar, ni otro que sea tomado. Sólo Dios toma a Dios.

A continuación, Arabi entra en una imaginería profundamente simbólica. Se le insta a observar a los seres inanimados, cuya glorificación silenciosa es el eco del “sí, ciertamente” pronunciado en el plano preexistente del alma. En este estado de extinción, si el tomar divino se prolongara sin retorno (subsistencia), el místico quedaría atrapado en un gozo eterno que, paradójicamente, sería un dolor perpetuo: el dolor de no regresar. Aquí se reitera que solo aquello que ha sido pronunciado por el “¡Sé!” divino existe verdaderamente, y ese acto creador implica dominio, confinamiento y novedad sobre una base de no-existencia.

Arabi describe una dinámica cíclica: lo disperso es unido, luego disuelto, y vuelto a reunir. Pero este proceso se trasciende cuando ya no hay ni unión ni separación. Entonces, Ibn ʿArabī contempla una mano, símbolo directo de la actividad divina. Entre él y esa Mano se derrama un Mar Verde, símbolo místico de conocimiento infinito y secreto. Sumergido en ese mar, ve una tabla sobre la cual se salva: evocación del lauḥ al-maḥfūẓ (la tabla preservada), la matriz divina del conocimiento. Luego, la mano se vuelve orilla del mar, hacia donde arriban barcos llenos de perlas y joyas que, al tocar tierra, se convierten en piedras vulgares. El mensaje es claro: fuera del mar divino (la inmersión espiritual), incluso las gemas del conocimiento se trivializan.

Cuando el visionario pregunta cómo conservar su preciosidad, la respuesta es que debe llevar consigo agua del mar. Esta agua, símbolo del conocimiento espiritual viviente, mantiene viva la percepción de lo sagrado. En cuanto se seca —es decir, cuando se pierde el contacto con lo divino—, todo se degrada en lo banal. 

El peregrino entra a un jardín en medio del desierto, que es la manifestación de lo divino en lo más árido. Pero al intentar apropiarse del fruto, el agua se seca y todo se transforma en piedras. Al desechar ese fruto, las gemas se restauran. Se le pide luego que cruce el desierto, donde es atacado por animales peligrosos. El agua lo cura de cada herida, subrayando que sólo el conocimiento divino permite superar los males del camino.

Al final del desierto, nuevas huertas se abren, pero al entrar en ellas, el agua se seca de nuevo. Después entra en una oscuridad y se le ordena despojarse de todo: ropa, agua, piedras. Solo entonces permanece “tal como es”. Entonces Allāh le declara: “Ahora tú eres tú”, es decir, ya no hay máscaras ni atributos ajenos. Se le revela que esta oscuridad es la fuente de la luz, el origen de los secretos y de la materia primordial. Y que, aunque se le ha dado forma y existencia desde esa oscuridad, a ella debe retornar sin salir jamás de su esencia. 

Cuando se le permite ver una apertura, como el ojo de una aguja, aparece una luz deslumbrante, tan intensa que genera una nueva oscuridad luminosa. Estira su mano y no la ve: esa luz es sólo para Dios. Ningún otro que Él puede reflejarse en ella. Por ello, se le ordena volver a su oscuridad, pues allí está su origen y su singularidad. Él es el único creado desde la oscuridad, a diferencia del resto de la creación, que procede de la luz. Finalmente, Allāh declara: “Si Yo estuviera en la luz, Me valorarían como es debido”, recordando así que el verdadero conocimiento divino no reside en las manifestaciones evidentes, sino en lo oculto y en lo incomprensible. El alma mística, al final de esta travesía, ha de levantar los velos del rostro divino, no con la vista ni con el pensamiento, sino con la aniquilación total de sí.


Contemplación del luz de los velos (nūr al-sutur) mientras se eleva la estrella del respaldo firme (najm al-taʾyīd)

Dios comienza preguntando al contemplador cuántos velos lo separan de Él. Son setenta, dice, y aunque se levanten, no puede verse a Dios, y aunque no se levanten, tampoco. Pero a la vez, lo verá si los levanta, y también si no. Esta paradoja inicial revela que los velos no son obstáculos externos sino dimensiones internas del alma y de la comprensión: no son meras capas que impiden ver, sino modos de ver. Dios le dice: “Eres Mi rostro”, e invita al místico a velarse y revelarse en nombre de lo Divino. Aquí, el rostro de Dios no es otro que el del que contempla, y sin embargo, el rostro del místico es también un velo.

Se le da permiso para quitar todos los velos. Cada velo revela una dimensión del ser, tanto metafísica como existencial: no-existencia, existencia, los pactos primordiales, la muerte parcial y total, la purificación, el amor, la subsistencia, la disolución del yo, hasta llegar a la desaparición de la esencia individual. En este ascenso progresivo a través de los velos —que también puede leerse como un descenso hacia la profundidad del ser— Ibn ʿArabī articula una ontología espiritual en la que cada estado es tanto un peldaño como una revelación. Cuando al fin ha levantado todos los velos, Dios le dice: “Lo que he ocultado de ti es aún más magnífico que lo que te he mostrado”. Luego, le revela que en realidad no le ha mostrado nada ni ocultado nada, deshaciendo toda distinción entre lo revelado y lo velado.

En una escena profundamente simbólica, los velos que quedaban tras él son quemados y se le muestra el Trono. Dios le ordena arrojarlo al mar, y cuando éste reaparece, se le pide extraer de él la Piedra de la Semejanza (ḥajar al-tashbīh), un símbolo central del sufismo que alude al misterio de que lo Absoluto puede reflejarse en lo relativo. Esta piedra pesa más que el Trono y todo lo que contiene, lo cual indica que el misterio de la semejanza —de que Dios se manifieste en lo creado— es más profundo que la majestad celestial misma. Esa piedra lleva escrito en todas las cosas la letra alif, la primera del alfabeto árabe, signo de la Unidad primordial. Después, se le cubre con cincuenta velos nuevos, y se le retiran cuatrocientos más, tan sutiles que ni los sentía: una nueva paradoja que sugiere que el verdadero velamiento es invisible y está más allá de la percepción ordinaria.

Entonces se le dice que lo que ha visto en todas las cosas debe sumarse a los velos: el resultado es el nombre de la Piedra. Este nombre, misteriosamente, ha sido escrito desde la eternidad. A continuación, se le entrega una carta de la Primera Existencia a la Segunda. En ella se afirma que la no-existencia precedió a la existencia ya existente. Se recuerda el pacto primordial en la Presencia de la Unidad, cuando el alma testificó: “Yo soy Dios y no hay divinidad fuera de Mí”. Luego fue arrojada al mar, dispersada en las tinieblas, enviada como mensajera, unida a una parte lícita de sí misma, y posteriormente encarcelada, aunque bendecida.

La narración prosigue con una recapitulación cosmogónica: Dios forma las letras, entrega el calamo (la pluma) al místico, lo hace escribir en la Tabla Guardada, le otorga vida, lo dispersa en diferentes lenguas y pueblos, lo fortalece con impecabilidad, lo sienta en su trono. Un elegido, purificado de todo defecto, recibe el derecho de interceder. Viaja de noche, es sumergido en el mar, asciende al Domo de Hierro (qubbat Arīn), y recibe la vida total. Allí se le dice: “Al salir de la limitación, te amaré”, y se le encomienda revelar el corazón de los veraces, portar el secreto de la vida, blandir la espada de la venganza simbólica, y contemplar a Dios en los atributos pero no en la esencia, ya que ésta no puede ser contenida.

El mensaje final es que aunque se escuche, se entienda, se aluda o se transmita algo de lo Divino, no se lo puede abarcar. Solo la intuición (shuʿūr) permite a los gentes de la visión percibir las cosas como son. 

Contemplación de la luz de la intuición (shuʿūr) mientras se eleva la estrella de la trascendencia (tanzīh)

En esta visión, lo Divino se revela en el cruce entre claridad absoluta y ocultamiento sutil, guiando al contemplador por un camino intermedio entre la literalidad y el símbolo, entre la razón discursiva y el conocimiento directo, entre lo evidente y lo velado.

Dios comienza afirmando que Él se oculta tanto en la evidencia como en la intuición, pero sólo para aquellos que están aún cubiertos por los velos: estos velos no son físicos, sino interiores, creados por el apego a interpretaciones superficiales, a dogmas sin profundidad o a prácticas sin penetración espiritual. Acto seguido, se afirma que la poesía es una prisión —en el sentido de estar limitada— pero al mismo tiempo es el lugar de símbolos y enigmas, es decir, el lugar de la revelación indirecta. La paradoja aquí es que el enigma reside en la máxima claridad: cuando se revela el símbolo, no se oscurece el significado sino que se intensifica su presencia. Así, las ayas del Corán, en su luminosidad, no son sólo reglas o hechos, sino destellos de verdades que, sin su forma poética, quedarían inaccesibles.

Dios le ordena al místico: “Búscame en el sol” (símbolo de la luz directa e incandescente), “búscame en la luna” (la luz reflejada, más suave, intuitiva), “pero evítame en las estrellas”, es decir, en lo múltiple, lo disperso, lo que orienta pero no revela la fuente. Las estrellas, aunque bellas y guías en la noche, no permiten la visión del Uno, sino que multiplican lo visible. Aparece entonces una advertencia extraña: “No seas como el pájaro de Jesús”, una alusión posiblemente a la creación milagrosa de un ave por parte de ʿĪsā (Jesús) en el Corán, un símbolo de conocimiento que es soplado pero no nacido de plenitud ontológica: el mensaje parece ser no apegarse a las formas del conocimiento milagroso si no van acompañadas de profundidad interior.

Dios invita al contemplador a buscarlo en el vicegerente (jalīfa) y en los guardianes de la noche, figuras que evocan a quienes tienen responsabilidad espiritual y velan por los secretos ocultos del mundo. Al místico se le ofrece una visión alegórica: ve caballos, burros y vacas sumergidos hasta el cuello en el agua, y se le aconseja montar una mula y buscar la orilla apoyándose en los muros. Los animales sumergidos representan los distintos grados del alma atrapada en el mundo; la mula —animal híbrido, ni noble como el caballo ni torpe como el burro— simboliza el camino intermedio, la intuición, la vía no exaltada ni degradada. Solo quien monta la mula cruzará el río sin ahogarse. Esto es una alegoría del paso seguro a través del conocimiento intuitivo, frente al orgullo del intelecto o la simpleza de la literalidad.

Se le dice entonces: “Si permaneces en la intuición, serás el grado medio”, una posición espiritual que no está ni arriba ni abajo, sino en el centro: es el lugar del equilibrio, el eje alrededor del cual gira la experiencia del ser. El instante (waqt) puede hallarse ahí, en ese grado medio, lo que implica que la verdadera espiritualidad no es un ascenso continuo, sino una forma de estar plenamente presente. Por eso se le indica viajar “en primavera”, símbolo del florecimiento y el equilibrio de todas las fuerzas naturales.

Se desarrolla otra idea clave: tanto la luz como la oscuridad son velos. El conocimiento (luz) y la ignorancia (oscuridad) ocultan a Dios si no se trascienden. Solo en la línea que las separa —un sutil umbral ontológico— puede encontrarse lo más beneficioso. Esa línea representa el equilibrio, el punto donde el exceso de claridad se disuelve y la sombra aún no domina: una forma pura de conciencia.

La desaparición de esa línea en la oración del ocaso (maghrib) señala que el verdadero conocimiento espiritual debe integrarse en el ritmo del día y de la noche, del tiempo profano y el sagrado. Dormir después de la oración impar (witr) y antes del alba es una recomendación para volver al no-ser, al descanso, en el cual la legalidad se suspende y el alma vuelve a su pura identidad: “serás tú, más allá de tales atribuciones”.

Finalmente, una advertencia esencial: “Si el Mandato desciende, no desistas, porque perecerás”. El Mandato divino, el decreto espiritual, exige entrega incondicional. Al que monta la mula se le prohíbe mirar a los lados: debe permanecer en silencio, atento, sin dispersión. Así se mantiene la integridad del viaje. Esta enseñanza pone en primer plano el carácter paradójico y profundamente simbólico del shuʿūr, la intuición mística, como camino del conocimiento de Dios, no mediante lo visible ni lo oculto, sino a través de lo que está entre ambos: el punto donde el yo desaparece y el Uno se manifiesta como totalidad sin forma.

Contemplación de la luz del silencio (ßamt) como la estrella de la negación (salb) se eleva

En esta contemplación mística, Ibn ʿArabī medita sobre la luz del silencio al tiempo que asciende la estrella de la negación. El silencio no es ausencia de palabra, sino presencia total de la Realidad en su forma más pura y esencial. En este estado, el místico es silenciado por lo Real, pero paradójicamente, su palabra está inscrita en toda la creación: no hay letra ni escritura que no emane de su propia sustancia. La paradoja es total: ha sido reducido al silencio, pero su palabra llena el universo.

Dios le revela que el silencio es su verdadera realidad ontológica. No es algo añadido a él, sino su propia esencia, aunque no le pertenece como posesión. Aquí se establece una distinción: si el místico adorara “al silencioso” como entidad, caería en la idolatría, igual que los que adoraron al becerro o los astros, pero si su silencio no se convierte en objeto de adoración, entonces permanece unido al Uno, no a lo creado.

El discurso revela que el habla es creada como expresión de ese silencio esencial. El místico habla, pero sigue siendo silencio. Y es a través de él que Dios actúa: ve, da, contrae, expande, existe, se manifiesta. De forma recíproca, todo lo que el místico hace —hablar, dar, ver, conocer— es Dios mismo actuando en él. Esto anula toda autonomía del sujeto: el místico es pura transparencia por la cual Dios se da a conocer.

Una enseñanza es que el místico es el lugar de la visión divina y debe hablar solo cuando Dios le mira, aunque Él lo haga constantemente. Aquí se introduce un nuevo matiz del silencio: hablar sin hablar, comunicar sin romper el silencio esencial. Dios declara que si Él hubiese guardado silencio absoluto, el místico no existiría; pero si el místico no hablara, Dios no sería conocido. Por lo tanto, debe hablar para que la Realidad sea revelada, pero sin romper el fondo de silencio que lo constituye.

La figura del alif se convierte en símbolo de este silencio absoluto. El alif es la letra silenciosa, sin articulación, pero es el principio de todas las letras: está presente en ellas sin ser pronunciado. Las letras —símbolo de lo manifestado, del lenguaje articulado— son como Moisés, el kalīm Allāh, “el que habla con Dios”; el alif, en cambio, es como el bastón de Moisés: aparentemente mudo, pero portador del milagro. Esto significa que la fuente verdadera del lenguaje —y por ende del ser— es el silencio primordial, no lo articulado.

Finalmente, se resuelve la paradoja: hablar es estar en el no-ser, y ser es guardar silencio. Quien permanece en silencio no lo está, y quien habla, en realidad, sí lo está. Aun si hablara eternamente, el místico permanecería en el silencio de su ser esencial. Si habla, el mundo se desvía por su mediación; si guarda silencio, todo encuentra su guía. Por eso, se le exhorta a elevarse más allá, a superar incluso el dilema entre palabra y silencio, porque el conocimiento verdadero se encuentra más allá de ambas dimensiones.

Contemplación de la Luz de la Elevación (maṭlaʿ) al surgir la Estrella del Desvelamiento (kashf)

Se presenta el ascenso desde un límite sin separarse de él. Esta paradoja inicial —ascender sin separación— remite a la noción de que toda elevación espiritual es inseparable de los fundamentos de la existencia, representados por los límites. El exterior revela al interior, y el límite posibilita la contemplación del punto elevado. La elevación no se produce por negación del mundo, sino enraizada en él; la luz brilla porque hay oscuridad, como la luna se ve por la luz del sol. Esta imagen sugiere que la realidad divina se manifiesta dialécticamente a través de lo finito.

El Watchtower (la atalaya) se vuelve símbolo de percepción mística y de vigilancia espiritual. Es un umbral entre la trascendencia y la inmanencia. El que no respeta su límite cae; el que lo reconoce permanece. Aquí Ibn ʿArabī ilustra un principio esencial de la mística: el conocimiento de los propios límites ontológicos permite la experiencia de lo ilimitado sin pretensión. Subir es mantener la humildad en el ascenso, no creerse dueño del conocimiento, sino ser huésped de lo que se revela.

A continuación, una serie de pares afirmativos se enumeran en forma de epifanía poética. Cada "ascenso" está acompañado de un testimonio que lo verifica. La gloria se eleva con la cercanía divina y es atestiguada por la magnificencia del mundo; el instante místico trasciende el tiempo, testificado por el mar de la compasión; la muerte es elevada por el poder del destino. Ibn ʿArabī conecta realidades espirituales (la cercanía, el instante, la compasión, el perdón, la indigencia) con manifestaciones metafísicas o existenciales (tiempo, forma, nombres, atributos). 

Luego, cuando el contemplador pregunta si este proceso tiene fin, la respuesta es clara: "No mientras dure la eternidad". Con ello se introduce la infinitud de la experiencia divina, donde cada estación espiritual es transitoria y deja huella sin repetirse, revelando una cosmología dinámica del alma, siempre en ascenso, siempre en tránsito, sin retorno posible, aunque las estaciones permanezcan en la interioridad del gnóstico.

Arabi cambia de tono y se hace más íntimo. El Real revela que si se le mostrara siquiera un fragmento de los secretos de la Unidad Esencial, se consumiría en el fuego. La grandeza divina no puede ser contenida ni siquiera por los más elevados; por eso, el límite entre lo que se puede soportar y lo que no es impuesto por la Misericordia. Así, el conocimiento de sí mismo es todo lo que se puede alcanzar; más allá de eso está el abismo de lo Inabarcable.

Este autoconocimiento —“sólo conoces lo que Yo te he permitido conocer”— se vuelve la medida. Ibn ʿArabī reitera que el corazón del gnóstico recibe cada día setenta mil secretos del señorío, imposibles de retener o repetir, señalando que el conocimiento verdadero es por su naturaleza efímero, dado por gracia, no acumulable.

El yo del mistico es revelado como el espejo de los Nombres Divinos. No hay esencia, límite, interior o exterior más allá de él; todo está en él porque él es la huella del Ser. No como afirmación ególatra, sino como desaparición del ego en la identidad ontológica con el Real. El místico habla sin hablar, se mueve sin moverse; su poder no es suyo, sino manifestación del poder divino. Este es el estado de servidumbre suprema, donde el siervo es la Casa, el Tesoro Oculto y el reflejo del Conocimiento divino.

La advertencia final es clara y tajante: quien niega la revelación, la palabra, la resurrección, el castigo y la recompensa, niega también al Real. No porque estos símbolos tengan forma literal, sino porque negar su raíz es negar que el Real pueda revelar, castigar, amar o mostrarse. Ibn ʿArabī no habla aquí de simbolismo como negación de la realidad espiritual, sino como lenguaje para acceder a ella.

Finalmente, el Real recuerda que el corazón del místico puede estar velado por el cuerpo, los actos y la materia, y que incluso los elevados son como niños ante el secreto absoluto. El conocimiento verdadero es un abismo de deslumbramiento. Frente a este misterio, lo que queda es la humildad: la negación de toda atribución propia, la conciencia de que la realidad del siervo no es más que una metáfora oculta en el Ser de Dios.

Contemplación de la Luz de la Pierna (sāq) cuando asciende la Estrella de la Convocatoria

Esta contemplación se abre con una visión de saq (la Pierna), un símbolo coránico de manifestación majestuosa de lo divino en el Juicio Final (cf. Q. 68:42). Ibn ʿArabī es convocado a contemplar su luz mientras aparece la “estrella de la invocación”. La “pierna” aquí es entendida como una expresión del poder irrevocable de Dios, una orden que se manifiesta desde Su Majestad. Se advierte al místico que tenga cuidado cuando esta se manifieste, porque está vinculada a la disolución del orden cósmico y a la aniquilación de todo lo muerto, dejando solo lo vivo.

Se introduce una distinción espiritual entre distintos tipos de siervos de Dios: unos ocupados en el conocimiento del corazón, otros en los secretos, otros en el misterio más escondido, y algunos que vagan libremente. Ibn ʿArabī recibe permiso para elegir libremente a qué clase pertenecer. A la vez, se le recuerda que él está por encima del (a atalaya o punto de vigilancia elevado, un símbolo de ascenso espiritual. La pierna, en cambio, depende de él, y es también el soporte del “hombre de la roca”.

Contemplación de la Luz de la Roca (ṣakhra) cuando asciende la Estrella del Mar

Esta contemplación introduce el símbolo de la Roca, un punto de refugio que representa el cuerpo humano como sede de saberes ocultos. Se presenta una conversación alegórica en la que se pregunta qué fue comido sobre la roca: la mitad de un pez, evocando el relato de Moisés y el joven (posiblemente al-Khiḍr) en Q. 18:63. El pez partido simboliza el conocimiento exterior (la parte muerta y visible) y el conocimiento interior (la parte viva y desaparecida en el mar).

La Roca relata cómo fue cubierta por el Mar Verde, símbolo del conocimiento esencial, y cómo fue liberada al aparecer el sol (símbolo del conocimiento divino directo). La luna aparece como un agente de conocimiento reflejado, a quien se le dan órdenes misteriosas: sumergirse en el Mar Verde, no mostrarse más, e incluso evitar al Oriente (símbolo del saber exotérico). El mar debe recibirla con calma, pues su agitación indica que se han revelado secretos inadecuadamente. El mandato de emitir doce manantiales y sumergirse en cada uno corresponde a la necesidad de purificación interior a través de los signos zodiacales y la integración de los tres mundos: el alma, el espíritu y el cuerpo.


Contemplación de los Ríos (al-anhār) cuando asciende la Estrella de los Grados

Aquí Ibn ʿArabī contempla cuatro ríos que fluyen hacia distintos mares: el Mar de los Espíritus (Jesús), el Mar del Habla (Moisés), el Mar de la Flauta y la Embriaguez (David) y el Mar del Amor (Muḥammad). Los ríos, que representan los saberes de los santos herederos, brotan del océano del conocimiento divino, vuelven a él, y de ellos surgen corrientes menores que alimentan las siembras espirituales de los viajeros (sālikūn).

Arabi presenta cuatro tipos de contemplación: la del veraz (que ve el océano antes que todo), la del testigo (que ve todo a la vez), la del racional (que sigue los pasos río → océano → mar), y la del imperfecto (que invierte el orden pero aún así se salva). Dios ha construido un barco para quien está bajo Su cuidado, con el cual navegar por los ríos, luego los mares y finalmente alcanzar el océano del Conocimiento, más allá del cual hay un desierto de Perplejidad en el que los sabios vagan eternamente.

Se le muestran tres moradas: la primera, con tesoros abiertos asaltados por multitudes (atribuciones erróneas de los actos); la segunda, con tesoros cerrados pero con llaves disponibles (atributos divinos a los que pocos acceden); y la tercera, con tesoros sin llave (esencia divina). Ibn ʿArabī es instruido a sumergirse en el mar, recuperar las llaves y entrar a los tesoros, donde solo encuentra el Vacío. Ese vacío es el lugar de los conocedores del secreto, el punto de la trascendencia pura donde toda descripción cesa.

Contemplación de la Luz de la Unicidad (aḥadiyya) cuando se eleva la Estrella de la Servidumbre (ʿubūdiyya)

Esta contemplación comienza con una paradoja existencial radical. El místico recibe órdenes de parte del Real (al-Ḥaqq): “vuelve”, “acércate”, “detente”, “no te retires”, pero cada mandato carece de dirección concreta. No hay un “dónde” al que volver, ni un lugar hacia el cual acercarse o detenerse. Este desconcierto total es el inicio de la perplejidad (ḥayra), que no es simplemente una confusión mental, sino una disolución de los parámetros ordinarios del conocimiento, del espacio y del yo. Es la experiencia directa del ser como sin punto de referencia. Esta perplejidad no es falta de comprensión, sino su culminación.

Luego, el Real despliega una serie de afirmaciones aparentemente contradictorias sobre la relación entre el yo del místico y lo divino. “Tú eres tú y yo soy yo”; “Tú eres yo y yo soy tú”; “Tú no eres yo y yo no soy tú”. Estas fórmulas desarticulan cualquier lógica binaria: la identidad se deshace en la multiplicidad de sus posibilidades. La última fórmula —“Tú no eres tú y no eres otro que tú”— niega incluso la identidad propia. Esta secuencia es un desmantelamiento del ego y de toda afirmación dogmática. La "yoidad" (aniyya) se contrapone a la "élidad" (huwiyya): la primera es singular e inmediata, la segunda implica distancia y multiplicidad. El místico está sumido en lo oculto, mientras que Dios se manifiesta a través de él.

La perplejidad no es un obstáculo, sino una forma de conocimiento. Es la “realidad de la realidad”, porque en ella desaparece toda ilusión de certeza y aparece la paradoja como la única vía auténtica hacia lo divino. Solo quien permanece en la perplejidad puede conocer a Dios, y paradójicamente, quien conoce a Dios, ya no conoce lo que es la perplejidad, pues ha sido absorbido por ella. Se deshace así el dualismo entre conocimiento e ignorancia: todo saber verdadero implica rendirse a la imposibilidad de saber.

Dios enumera los diversos estados espirituales en relación con esta perplejidad: los que se detienen en su camino se pierden; los herederos (aquellos que reciben el saber espiritual) se realizan en ella; los seguidores la buscan; los siervos la habitan; los veraces hablan desde ella. La perplejidad es tanto origen como fin: es desde donde son enviados los profetas y hacia donde ascienden sus aspiraciones. Es decir, es el espacio donde la revelación es posible, precisamente porque el yo ha sido suspendido.

La perplejidad lleva a la felicidad, porque es la condición del verdadero conocimiento de la Unidad. Quien está en perplejidad, unifica; quien unifica, existe; quien existe, se extingue; y quien se extingue, permanece. Esta cadena es una alquimia del ser: pasar de la existencia individual a la permanencia divina, que es objeto de adoración. Finalmente, el que adora y el adorado se funden en el acto de recompensa. La recompensa suprema es la “yoidad” divina, que no es propiedad del yo humano, sino su abolición. Y en esta “yoidad”, la perplejidad es su forma más alta.

Luego el Real revela que la perplejidad no es más que Su “celos hacia ti”: una forma de protección. Es una manera divina de velarse para no ser poseído ni compartido. El místico debe también guardar y velar a Dios, como si se tratara de un secreto precioso, inaccesible a quienes no han pasado por la perplejidad. Debe guiar a los demás hacia Dios, pero sin revelar Su lugar; hablar de Él, pero no mostrarlo. Porque el lugar de Dios —que puede entenderse como la interioridad del místico— es la clave de la presencia divina. Quien llega a ese lugar, encontrará a Dios; pero si ve algo, no ha encontrado nada. Solo si no ve nada, quizás entonces vea verdaderamente a Dios.

Finalmente, se presenta el símbolo del “vestido de Dios”, que representa Sus atributos y nombres. Llevar ese vestido es manifestar los rasgos divinos en uno mismo; pero ese acto puede volverse presuntuoso. Por eso se le ordena al místico arrojar el vestido al fuego. Si arde, es un disfraz contaminado por el ego; si no arde, es verdadero. Y de nuevo, una paradoja: quien lo lleva no pertenece a Dios, y quien lo deja, sí lo hace. Porque lo divino no puede poseerse. Lo más alto no es vestirse de Dios, sino dejar de pretenderlo.

La contemplación culmina con una proclamación: “La no-existencia da testimonio de la perplejidad: ‘Yo soy Dios, no hay más dios que Yo’”. Este testimonio —el de la zarza ardiente a Moisés— es pronunciado por la no-existencia (ʿadam). Es decir, solo en el vacío total de sí mismo, cuando el yo ha sido disuelto y consumido en perplejidad, se puede oír la voz de Dios. La aniquilación es la condición para la afirmación suprema. La perplejidad no es un estado transitorio, sino la morada misma del Absoluto.

Contemplación de la Luz de la Divinidad cuando se eleva la Estrella de Lām–Alif

Esta contemplación representa una experiencia límite, en la que la conciencia mística es llevada al umbral de lo inefable. Ibn ʿArabī comienza señalando que toda forma de lenguaje, explicación o símbolo resulta insuficiente para lo que se ha revelado: el núcleo de la ulūhiyya, la Divinidad en su realidad más pura. Incluso las expresiones que suponen una relación —como “Él dijo”, “yo dije”, “tú”, “ven”, “aléjate”, “levántate”, “siéntate”— desaparecen. En este estado ya no hay lugar para el diálogo, el movimiento o la dualidad. La distinción entre sujeto y objeto se desintegra. Todo concepto que presupone alteridad o relación es abandonado. La contemplación se convierte en pura presencia sin forma.

En medio de esta suspensión total de los signos y las formas, el místico declara: “cada cosa se me hizo clara, pero no vi nada”. Esta es la visión directa de lo real más allá de las apariencias. Todo está iluminado, pero nada permanece como objeto de visión. Lo que es “visto” no tiene forma, ni contorno, ni entidad separada. Es una epifanía sin figura.

Lo que sigue es un breve pero abismal poema metafísico: el discurso cesa, las causas se disuelven, el velo cae. Solo queda “el permanecer”. Pero este permanecer no es el del ser finito, sino el de aquello que subsiste por sí mismo, sin soporte, sin necesidad: el Ser en su forma absoluta. Y a continuación, una de las fórmulas más estremecedoras de Ibn ʿArabī: “la aniquilación aniquilada de la aniquilación, por el ‘yo’”. Es decir, incluso el estado de fanāʾ (la extinción del yo en Dios) es superado, trascendido, y lo único que queda es el “yo” puro, el pronombre divino, el anā que no pertenece al ser creado. Aquí, el místico no desaparece: lo que desaparece es su desaparición, y lo único que subsiste es el pronombre de Dios hablándose a sí mismo desde el abismo de su unicidad.

Esta contemplación está íntimamente ligada al símbolo del lām–alif, dos letras escritas como una sola en caligrafía, pero pronunciadas como dos. Esta figura representa visualmente la unidad indivisible de lo divino (como línea única), al tiempo que sugiere en la pronunciación su dualidad relacional: Dios y el siervo, el Uno y el que lo adora. Pero también forma la palabra (“no”), la negación por excelencia del monoteísmo islámico: lā ilāha illā Allāh, “no hay divinidad sino Dios”. En este gesto caligráfico y fonético se contiene todo el misterio de la divinidad: una esencia absoluta que, cuando se manifiesta, lo hace mediante la negación radical de todo otro, incluyendo incluso el yo del místico.

Contemplación de la Luz de la Unicidad (aḥadiyya) cuando se eleva la Estrella de la Servidumbre (ʿubūdiyya)

En esta contemplación, Ibn ʿArabī establece una profunda relación entre la unicidad divina —la aḥadiyya, que denota la unidad absoluta e indivisible de Dios— y el estado de servidumbre —la ʿubūdiyya, la condición espiritual del siervo perfecto. Ambas se enlazan simbólicamente a través de las letras lām–alif, que unidas forman una sola figura caligráfica aunque están compuestas por dos trazos. Este vínculo alude a que el acceso humano al misterio de la unicidad divina no es directo, sino mediado por la servidumbre: solo quien es plenamente siervo puede rozar el velo de la unicidad.

Dios se presenta al místico alternando el rol de raíz y rama con él. En la existencia, Dios es la raíz y el ser humano su derivación; sin embargo, en el conocimiento, es el siervo el que se convierte en la raíz: conocer a Dios implica haberse conocido a uno mismo. Aquí se produce una inversión de papeles que refleja la relación dinámica entre la divinidad y su manifestación: no puede haber conocimiento de Dios sin sujeto cognoscente, pero el sujeto cognoscente es, en última instancia, un reflejo de Dios.

A continuación, se declara que el místico es "el uno" (al-wāḥid) y Dios "el Único" (al-aḥad), reforzando la idea de una manifestación de la unidad en la criatura. Esta unidad es continua e indivisible, no admite particiones sin perder su esencia. La presencia de la aḥadiyya se manifiesta como sucesión ininterrumpida, como el despliegue del Uno en la multiplicidad. El Uno se hace presente en todo sin dejar de ser Uno.

Los dichos sobre la oración impar (el witr) tienen un valor simbólico: el número impar está asociado a Dios, mientras que lo par a la creación. Así, las recomendaciones sobre orar el witr después del maghrib (la oración del ocaso) tienen la función de mantener en el siervo una conciencia de su paridad como criatura, sin pretender igualarse a la imparidad divina. Esta práctica refuerza la diferencia esencial entre el Creador y lo creado, recordando al siervo que, si bien está llamado a reflejar los atributos divinos, no debe confundirse con la Divinidad misma.

Aparece luego una declaración provocadora: no se debe profesar la unidad, creer, someterse ni asociar, porque todos estos caminos están contaminados por formas de idolatría o duplicidad. Esto se entiende como una crítica a cualquier afirmación conceptual o doctrinal que pretenda encerrar el misterio divino. El verdadero conocimiento de la Unicidad no se expresa en fórmulas, sino en experiencia directa: lo que se dice sobre Dios está condenado a errar, y la verdadera visión no dice nada.

La metáfora del árbol remite a la estructura del cosmos y del ser. Toda existencia se construye en una cadena de dependencias: el fruto depende de la rama, la rama del tronco, el tronco de la tierra, la tierra del agua, y así sucesivamente hasta llegar al mandato divino, el amr, que surge de la Presencia Señoril (ḥaḍrat al-rubūbiyya). Es un mapa metafísico de la creación: todo depende de otro, excepto el Principio mismo, que da el orden sin depender de nada. La instrucción de “mirar y gozar sin hablar” sugiere que al alcanzar el grado de contemplación verdadera, el silencio es la única actitud adecuada.

Se nos exhorta a “preservar los intermediarios”, es decir, a respetar el orden simbólico y jerárquico del universo. En la constelación de la Osa Menor, Ibn ʿArabī sitúa las letras místicas Ṭā–Hā, asociadas al Profeta y a su función cósmica. El quṭb (el polo espiritual) es doble, pero está unido en uno solo, como la forma de lām–alif: dos polos, pero una única dirección. 

Finalmente, se afirma que no se debe mirar la existencia de los Polos, sino lo que está oculto en la negación. El lām–alif —que también forma el de “lā ilāha illā Allāh” (“no hay divinidad sino Dios”)— esconde un secreto no dicho, depositado en el versículo coránico que dice: “Dios es quien elevó los cielos sin columnas visibles”. En esta declaración, lo más elevado es lo que no se ve, lo que sustenta sin apoyo, como la unicidad divina que sostiene el universo sin necesidad de apoyarse en nada. En el corazón de esta contemplación está el misterio de cómo lo absoluto se refleja en lo relativo, y cómo la servidumbre no es una disminución, sino el punto exacto en el que el Uno se manifiesta.

Contemplación de la Luz del Sostén (ʿAmd) cuando se eleva la Estrella de la Singularidad (Fardāniyya)

En esta contemplación, Ibn ʿArabī es llevado a meditar sobre el “Sostén” o “Columna” que mantiene la estructura de la existencia, mientras emerge la estrella de la fardāniyya, la singularidad. Se trata de una figura simbólica del Insān al-Kāmil, el Hombre Perfecto, oculto en la aniquilación (fanāʾ) y revelado en la subsistencia (baqāʾ). Esta paradoja —escondido en lo manifiesto y revelado en lo oculto— expone la estructura metafísica del ser: la realidad última no puede ser percibida por los sentidos ordinarios, ya que su ocultamiento y su manifestación se entrelazan constantemente.

Dios declara haber velado al místico con la unicidad misma, impidiendo que las miradas lo perciban directamente. Se construye entonces una gran cúpula, símbolo del mundo, cuyos componentes (la cúpula, los clavos, los utensilios y las cuerdas) representan todo aquello a lo que se aferra el ser humano: belleza, estabilidad, medios, bienes. A pesar de que se permite a todos entrar en esta estructura cósmica, casi todos se distraen con sus aspectos periféricos, sin advertir el pilar central que sostiene todo: el Sostén. Sólo un grupo minoritario, guiado por su intelecto o intuición, concluye que una cúpula sin apoyo es inconcebible. Así, buscan y encuentran el Sostén, lo arrancan de su lugar —quizás sin saber las consecuencias— y, al hacerlo, destruyen el equilibrio, haciendo colapsar la cúpula sobre los demás.

Este derrumbe simboliza el caos ontológico cuando se toca lo absoluto desde la ignorancia o la ambición. Los que permanecieron bajo la cúpula caen en confusión, chocan entre sí como peces atrapados en una red. La imagen es violenta y expresiva: son consumidos por el fuego divino, el fuego del conocimiento verdadero que destruye las falsas seguridades. Tras ello, son devueltos a la vida, sólo para descubrir que aquello a lo que se aferraban —las formas, las construcciones, las seguridades— era polvo disperso. La revelación no deja nada salvo la verdad: todo lo demás es ilusión.

Luego, Dios ordena al místico estar con los compañeros del Sostén, es decir, con los que han reconocido esta realidad central. Sin embargo, se introduce una paradoja: si está con ellos, perece; y si no está con ellos, también perece. Esto expresa que la verdad no está en los nombres ni en las compañías, sino en la conciencia de lo que esas compañías representan. Lo que se debe buscar no es a los compañeros del Sostén, sino al Uno en cuya presencia ellos se encuentran.

En una afirmación final cargada de advertencia, se declara que quien ve el Sostén ha sido velado. El acto de ver implica una objetivación, y todo lo que se objetiviza ha dejado de ser la Realidad Última. Por ello, incluso la visión del Sostén puede convertirse en un obstáculo. La contemplación concluye con una advertencia contra la disputa intelectual: argumentar sobre estos misterios puede llevar a la perdición, pues lo divino no se capta en la lógica discursiva sino en la experiencia directa, silenciosa y vacía del yo.

Contemplación de la Luz del Argumento (ḥijāj) cuando se eleva la Estrella de la Justicia (ʿAdl)

En esta contemplación, Ibn ʿArabī es conducido por la Realidad (al-Ḥaqq) a una visión sobre la justicia divina revelada a través del juicio a los que sostienen posturas racionalistas, sectarias o desviadas del camino profético. La tierra aparece nivelada y vacía, señal de la resurrección, y de que todo ha sido dispuesto para el juicio. La voz divina lo llama a observar lo que ocurre con aquellos que disputan y se aferran a pasiones e innovaciones: el argumento, en esta escena, no es sabiduría, sino un medio de perdición.

Un pabellón es alzado, sostenido por una columna de fuego y rodeado de cuerdas de alquitrán. Este lugar es donde se desarrollará el juicio. Dios pregunta retóricamente si Él puede ser objeto de disputa, si alguien puede hablar de Él salvo Él mismo, y rechaza con vehemencia las proyecciones humanas sobre lo divino. Aquí se denuncia la pretensión del intelecto de definir a Dios sin revelación: una crítica a los filósofos que confían únicamente en la razón.

El juicio comienza con los racionalistas y filósofos, quienes afirman haber usado su intelecto para complacer a Dios. Pero Dios los confronta: ¿cómo sabían lo que le agrada si no fue por revelación? Al apoyarse exclusivamente en su intelecto, han caído en idolatría del yo. Por ello, su castigo no viene de otro, sino de su propio intelecto, que los consume como fuego: lo que adoraron se convierte en su verdugo.

Luego aparecen los naturalistas, adoradores de las fuerzas de la naturaleza, quienes son entregados a cuatro ángeles que los destruyen por haberles atribuido acciones divinas. Son arrojados al fuego, como lo serán los materialistas (dahriyya), quienes negaron toda trascendencia y atribuyeron la muerte simplemente al paso del tiempo. A ellos se les recuerda que los profetas les advirtieron, pero negaron las señales, y por eso no tienen excusa.

Los muʿtazilíes, conocidos por su teología racionalista que afirmaba la libertad absoluta del ser humano, también son condenados. Se les acusa de arrogarse la soberanía que pertenece sólo a Dios: “hacemos lo que queremos”. Su desviación de la vía profética los lleva al mismo destino.

Más adelante, el juicio alcanza a los espiritualistas. Son los más detestables, porque se complacen en la caída de otros. Solo un pequeño grupo de entre ellos se ha refugiado bajo la protección de los profetas, en un pabellón de seguridad. Ibn ʿArabī recibe la instrucción de unirse a este grupo si desea salvarse, pero con una advertencia: que no se una a ellos mientras permanezca la mīm (la letra final de maʿa-hum, “con ellos”), porque la verdadera salvación está en estar con Él (maʿa-hu). El desplazamiento de esa letra revela la verdadera compañía espiritual: con Dios, no con los grupos.

El místico entra al Paraíso con el octavo grupo. Elimina la mīm, símbolo de la separación, y permanece en la “con-comitancia” (maʿiyya). Esta presencia lo guía a través de setenta mil velos hasta que desaparecen todos, incluso el sentido de la maʿiyya, y queda solo Dios. La revelación final le muestra a cada alma la forma de su conocimiento de Dios, según su disposición: cada visión es única y refleja lo que cada uno ha comprendido de su Señor.

Finalmente, Ibn ʿArabī recibe instrucciones profundas. Se le dice que entre en el pabellón y que el fuego se convertirá en luz, que las llamas se volverán paraíso. Solo puede entrar en los lugares a través de Dios, y solo puede buscar a Dios. Cuando se pregunta quién es salvado, se responde: quien no tuvo argumento. Porque el argumento se revela como un velo, una prisión de la razón. Solo quien se rinde al argumento divino —no al propio— encuentra la salvación.

El pasaje concluye con una serie de órdenes paradójicas: hacer lo que se ha mandado lleva a la perdición, y no hacerlo también. Es un llamado al desapego absoluto, a actuar sin apropiarse de los actos, y a no apartarse jamás del Orden. La contemplación enseña que la justicia última no se basa en el juicio humano, sino en la sumisión radical al conocimiento divino revelado.

Conclusión

Desde la mirada sufí, estas contemplaciones nos enseñan que el verdadero conocimiento no se alcanza por medio de la razón, el dogma o el esfuerzo propio, sino por la aniquilación del yo en la luz del Uno; sólo el corazón purificado, silenciado y desprendido puede ser morada del Misterio, porque en la perplejidad, el vacío, el silencio y la intuición se disuelven todas las formas, y es entonces —cuando ya no queda ni siquiera la pretensión de conocer— que la Realidad se contempla a Sí misma a través del siervo que ha dejado de ser.