viernes, 18 de abril de 2025

Jean Bodin - Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas (Libro IV)

 Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas

LIBRO IV

El pasaje comienza situando el contexto: es el día siguiente a los debates del libro anterior, y los personajes se reúnen para compartir una comida. Octavius, uno de los interlocutores, ha traído una tragedia que escribió sobre un tema muy serio: el parricidio de tres hijos del príncipe Solimannus. Coronaeus le pide a otro de los personajes que lea la obra en voz alta, y todos quedan admirados por la erudición del autor y la seriedad del tema. Alaban especialmente el estilo del lenguaje, la gravedad de los pensamientos expresados, la buena estructura de la obra y la variedad métrica. Tras esta lectura y comida, todos dan gracias a Dios y cantan himnos, sintiendo una profunda alegría espiritual.

Esto sirve de transición hacia una nueva discusión, ahora sobre la música y la armonía. Coronaeus se maravilla de cómo ciertos acordes musicales que combinan una octava, una quinta y una cuarta producen una sensación de extrema dulzura. Se pregunta por qué estos acordes, que contienen tensiones (por ejemplo, la nota más alta siendo opuesta a la más baja), resultan agradables, mientras que otros sonidos más “uniformes” y sin oposición no causan placer. Es decir, se pregunta por qué las combinaciones de sonidos opuestos son más placenteras que la simple igualdad de tonos.

Fridericus responde que esto tiene que ver con las proporciones numéricas: ciertas relaciones (como 2:3 o 3:4) producen placer porque los números armonizan entre sí. Curtius, sin embargo, se muestra escéptico, diciendo que aunque las progresiones geométricas como 2, 4, 8, 16 son perfectamente proporcionadas, no generan esa misma armonía auditiva. En cambio, sí lo hacen secuencias como 2, 3, 4, 6. Esto sugiere que no toda proporción numérica genera placer, sino sólo aquellas que tienen cierta relación musical específica.

Octavius aporta otra visión, diciendo que la armonía no es simplemente matemática. Lo que produce placer es que muchos sonidos se mezclen adecuadamente; cuando no lo hacen, uno domina al otro y eso genera disonancia, molestando al oído. Aquí introduce la idea del “equilibrio dinámico” entre fuerzas o sonidos opuestos.

Senamus, por su parte, duda de que el placer provenga de la armonía de números o de sonidos. Pone como ejemplo que los colores variados son más agradables que uno solo, pero que si se mezclan todos, no generan belleza. También señala que algunos sabores opuestos (como el aceite y el vinagre) son agradables por separado, pero no pueden mezclarse. Y, finalmente, dice que el canto variado de los pájaros, sin ninguna proporción numérica clara, también es muy placentero.

Toralba introduce aquí una idea central: el placer (ya sea en sonidos, colores, sabores u olores) proviene de una armonía entre opuestos, una mezcla equilibrada. Demasiado calor o demasiado frío molesta; demasiada luz o demasiada oscuridad también. Pero una combinación justa de ambos extremos produce agrado. Este equilibrio no siempre se da por arte humano, sino que muchas veces es fruto de la armonía natural de los elementos. Toralba aplica esta lógica también al pensamiento estoico de Séneca, quien decía que nada malo podía afectar al hombre virtuoso porque los contrarios no se mezclan. Toralba lo rebate mostrando que los contrarios sí se mezclan (como el agua hirviendo y el polvo seco), si se logra una composición natural o artificial equilibrada. Así, las sustancias y elementos que parecen incompatibles pueden combinarse si se hace con arte o si la naturaleza lo permite.

El ejemplo final es el del oxímel (una mezcla de vinagre y miel): un sabor agridulce que resulta muy agradable al paladar, justamente porque combina dos extremos —el ácido y el dulce— en una proporción justa. Esto refuerza la idea de que el placer está en la justa mezcla de contrarios.

La armonía en los estados

Toralba explica que, aunque Aristóteles sostuvo que no hay contrariedad entre las sustancias, sí puede haber oposición entre las formas, lo que permite que sustancias contrarias se combinen, no por arte, sino por naturaleza. Se utiliza el ejemplo del oxímel —mezcla de miel y vinagre— para ilustrar cómo los opuestos pueden formar una unidad armoniosa. Fridericus extiende esta idea al ámbito musical, donde los tonos extremos se funden mediante tonos intermedios que producen la más dulce armonía. Toralba generaliza esta lógica a todo el cosmos: el universo está gobernado por una sabiduría divina que entrelaza contrarios —frío y calor, sombra y luz, salud y enfermedad— para crear un equilibrio fundamental.

La conversación gira luego hacia la política y la convivencia social. Curtius señala que incluso el conflicto y la disonancia cumplen una función necesaria, como ocurre con el verdugo en el Estado o con las notas disonantes en la música que realzan el placer del oyente. La armonía, según él, no se alcanza por la eliminación de la oposición, sino por su mediación sabia. Toralba añade que en las ciudades, la virtud y la justicia no pueden brillar sin el contraste de la maldad; incluso los debates del Coloquium adquieren sentido por el contraste de opiniones. Senamus, sin embargo, objeta que un Estado sin maldad sería más feliz. Curtius le responde con el ejemplo histórico de Cicerón, quien mantuvo la amistad con Atticus a pesar de sus diferencias filosóficas, mostrando que la armonía no exige uniformidad de pensamiento.

Los conflictos y oposiciones políticas, como las de la República Romana o las guerras civiles entre Pompeyo, César y Craso, revelan que la mediación —la figura del “tercero”— es fundamental para la estabilidad. El consenso perfecto puede ser peligroso si no hay equilibrio de fuerzas, y muchas veces la estabilidad del Estado depende de esas tensiones controladas. 

Salomon sostiene que, así como los elementos opuestos pueden coexistir en la naturaleza bajo la unidad del poder divino, también los adversarios pueden ser unidos por la autoridad suprema en una monarquía, como lo hizo Alejandro Magno al reconciliar a sus generales. Senamus plantea si incluso los ángeles están exentos de conflicto, a lo que Salomon responde que sí existe una forma de "conflicto de virtudes" en el mundo inteligible, tal como ocurre entre líderes humanos virtuosos, y que hay jerarquías de armonía que se replican desde los ángeles hasta el mundo elemental. Cita el libro de Daniel como prueba de que incluso entre los ángeles hay resistencia y oposición, pero orientadas siempre hacia el bien.

Fridericus expresa asombro de que pueda haber armonía entre tantas sectas religiosas, recordando que autores como Epifanio y Tertuliano contaban más de 120, e incluso 300, religiones. Curtius introduce la idea de que cuando hay solo dos bandos en conflicto, se genera guerra civil, pero que la multiplicidad de sectas puede mantener el equilibrio porque se neutralizan mutuamente. Octavius refuerza esta noción observando que los turcos y persas han logrado una sorprendente estabilidad al permitir la convivencia de múltiples religiones. Fridericus, sin embargo, defiende la unidad religiosa como el fundamento de la verdadera armonía y cita el ejemplo de Arato, quien unificó más de 300 ciudades griegas bajo un mismo sistema legal, religioso y cultural.

Octavius cuestiona si es posible que quienes adoraban a tantos dioses pudieran tener una religión común, mientras Coronaeus insiste en que deberíamos desear una sola religión verdadera como medio para lograr la paz. Senamus propone permitir todas las religiones en el Estado, como en Oriente, argumentando que antes no había controversias porque todas se aceptaban mutuamente. Salomon responde que los hebreos eran la excepción, pues adoraban a un solo Dios y rechazaban los demás cultos. Senamus replica que precisamente por eso los judíos causaron disturbios en los reinos antiguos, como bajo Antíoco, y que tanto ellos como los cristianos eran acusados por Celsus de romper la armonía con su exclusivismo.

Fridericus replica que permitir todas las religiones equivale a destruir la verdadera. Senamus responde que si los demonios también son ministros de Dios, ¿por qué no venerarlos también? Cita incluso que los romanos ofrecían sacrificios no solo a dioses benéficos, sino también a divinidades del mal, como la Fiebre o la Envidia. Salomon cierra la discusión admirando la sutileza de los griegos y latinos, que daban nombres divinos incluso a las pasiones humanas, mostrando así cómo las sociedades han intentado integrar, no eliminar, la pluralidad de lo sagrado. 

Tolerancia religiosa

Salomon comienza señalando que tanto los elementos naturales como los astros y los ángeles, aunque sean opuestos entre sí, están todos sometidos a una única majestad divina, lo que refuerza la idea de que el orden y la armonía pueden existir en la diversidad, siempre que haya una autoridad superior que los una. Senamus, escéptico, pregunta si acaso hay guerras entre ángeles, a lo que Salomon responde que sí existe una especie de conflicto entre virtudes, y que incluso en las esferas superiores hay una forma de tensión noble, como lo demuestra el episodio del libro de Daniel donde un ángel es resistido por el príncipe de Persia.

Fridericus apela a la autoridad del Senado romano que en su tiempo prohibía religiones extranjeras, afirmando que los príncipes cristianos deberían hacer lo mismo. Pero Senamus le recuerda que los propios romanos adoptaron cultos foráneos como los de Isis, Osiris, Anubis y Cibeles, y que incluso el Panteón, el templo mejor conservado de Roma, fue dedicado por Agripa a todos los dioses. Salomon introduce una lectura más simbólica: que los antiguos, al dedicar templos a virtudes como la justicia, la paz, la piedad o la esperanza, en realidad rendían culto a las cualidades del Dios verdadero, aunque sin conocerlo. Por ello, cree que estos gestos religiosos del pasado pueden verse como una pedagogía de la virtud, una forma de dirigir a los hombres hacia el bien, aunque estuvieran en el error.

Curtius critica con agudeza el hecho de que los antiguos consagraran templos no sólo a virtudes, sino también a vicios —como la lujuria, la avaricia, la embriaguez o incluso la fiebre— argumentando que esto servía para legitimar los excesos como si los dioses mismos los aprobaran. Salomon responde que el error más grave fue incluir a Dios verdadero entre los dioses profanos, lo que equivale a profanar lo sagrado. Para él, era preferible apartar completamente a Dios del panteón pagano antes que mezclarlo con divinidades falsas.

Curtius refuerza su punto con el ejemplo de los sacerdotes romanos que se negaron a permitir que Honor y Virtud compartieran un mismo templo, temiendo confundir los cultos; lo que prueba que incluso los romanos comprendían que no debía haber mezcla en el culto. Octavius, en cambio, presenta un enfoque más tolerante: señala que los reyes del islam y otras regiones permitían múltiples religiones al mismo tiempo, basándose en una idea teológica compartida por el teólogo Elhari y, en parte, por Tomás de Aquino: que Dios juzga según la intención de la voluntad y la pureza del alma, no solamente por el conocimiento racional del objeto adorado. Esta visión plantea que si alguien adora con sinceridad, aunque no sepa con precisión a quién, su acción puede ser aceptable ante Dios.

Curtius plantea entonces un dilema lógico: si basta con la voluntad pura, ¿toda acción con buena intención es buena? ¿Puede alguien ser recompensado por error? Senamus responde astutamente con el ejemplo de Escévola, el joven que intentó matar al rey Porsena pero mató a su mensajero. Según Curtius, el intento bastaría para juzgarlo culpable. Entonces Senamus plantea la simetría: si alguien honra a un enviado de Dios creyendo que es Dios mismo, ¿acaso no merece también recompensa por su intención justa? Menciona a las parteras egipcias que mintieron para salvar niños hebreos por "temor de Dios", aunque adoraban a Apis, el toro, lo que sugiere que Dios premió su voluntad, no su teología.

Salomon responde que una cosa es excusar errores sinceros, y otra muy distinta es recompensarlos. Adorar estatuas o ídolos no puede ser considerado piedad, aunque la intención haya sido buena. Los errores pueden ser perdonados, pero no siempre recompensados. De hecho, afirma que practicar varias religiones contradictorias implica inevitablemente impiedad, incluso si se hace en nombre de la tolerancia.

Senamus desafía esta idea con el ejemplo del emperador Alejandro Severo, quien adoraba simultáneamente a Abraham, Orfeo, Hércules y Cristo en su santuario doméstico. A juicio de los historiadores, esto no lo hacía impío, sino prudente y piadoso, pues su intención era unir al pueblo en la reverencia común por lo divino, sin causar división.

Curtius no niega su integridad, pero objeta que sin la verdadera religión, ninguna virtud es completa. Octavius entonces menciona a Jonás, enviado a los ninivitas sin predicarles una religión nueva, sólo para llamarles al arrepentimiento. Ellos, aunque siguieron adorando a sus dioses, se alejaron del mal, y Dios los perdonó. Esta escena bíblica sugiere que Dios puede aceptar la conversión moral incluso sin una conversión doctrinal.

Fridericus responde con firmeza a Senamus, señalando que el arrepentimiento y el ayuno de los ninivitas fueron los motivos por los que Dios mostró misericordia, no su culto idolátrico. Senamus, sin embargo, replica con una observación provocadora: si los ritos religiosos de las naciones no fueran agradables a Dios, ¿por qué los pueblos sufrían calamidades cuando dejaban de practicarlos? Además, observa que aquellos que veneran con mayor esmero a estatuas y a hombres muertos parecen gozar de prosperidad, poder y victorias. Apoya su argumento con la autoridad de Polibio, quien afirmó que el poder romano se consolidó más por la religión que por las armas, y con una célebre frase de Cicerón, quien sostuvo que Roma venció no por fuerza o número, sino por el respeto a los dioses y la observancia de los ritos.

Senamus también cita a Papiniano, quien afirmaba que la defensa de la religión es la más alta forma de razón. Añade que cuando el cristianismo se expandió y los antiguos cultos fueron abandonados, el mundo entró en crisis, lo cual llevó a muchos paganos a culpar a los cristianos por los males del imperio. Justino y san Agustín, según se recuerda, escribieron en defensa del cristianismo para responder a esta acusación de impiedad destructiva.

Salomon interviene con un ejemplo bíblico: cuando los israelitas abandonaron el culto a Dios bajo Jeroboam, también sufrieron miserias. Pero incluso entre los hebreos, muchos comenzaron a argumentar que sus desdichas provenían de haber dejado de adorar a los astros. Luego, se menciona un patrón más inquietante: aquellos personajes que destruyeron templos o saquearon lo sagrado —como Flaco, Antiochus, Menelao, Craso, Herodes, Gabinio, y otros— murieron todos de forma violenta. La historia parecía enseñar que el sacrilegio traía consecuencias funestas.

Religión verdadera y falsa

Senamus, provocador como siempre, plantea que incluso la religión falsa puede tener efectos beneficiosos, al mantener el orden social mediante el temor reverencial. Fridericus y Curtius, por su parte, enfatizan que solo la verdad religiosa debe guiar al hombre, y que la ignorancia de la ley divina no puede excusar a nadie, dado que esta ha sido revelada de múltiples formas a lo largo del tiempo.

La discusión se torna más grave cuando se plantea si es lícito, o incluso prudente, hablar abiertamente sobre religión. Toralba y Salomon coinciden en que el tema es tan sagrado que merece el mayor respeto; además, alterar las creencias religiosas tradicionales puede derivar en catástrofes sociales, guerras y pérdida de la cohesión cívica. Se cita el caso del gobernador Florus, cuya torpe intromisión en temas religiosos habría contribuido a la caída de Jerusalén y la destrucción del Templo. También se recuerda que la conversión religiosa de pueblos enteros no necesariamente asegura un beneficio inmediato, y que muchas veces genera un vacío espiritual entre lo viejo que se abandona y lo nuevo que aún no se asimila, dejando a las almas expuestas, incluso, a tormentos demoníacos.

Octavius y Coronaeus, sin embargo, insisten en la necesidad del diálogo abierto entre hombres sabios y bienintencionados. En esta línea, se apela a Salomon, el personaje más sabio y reservado del grupo, para que hable libremente sobre su fe. Aunque este guarda silencio, Toralba lo justifica diciendo que cualquier palabra suya podría ser interpretada como una traición a su religión o una afrenta a otras. Luego, Coronaeus interviene con tono conciliador, afirmando que en un grupo como el suyo, tan armonioso en espíritu, nadie se sentirá ofendido, y que nada será más grato que hablar con libertad y con respeto sobre lo divino.

Salomon —representante del judaísmo— finalmente accede a intervenir en la conversación sobre religión, aunque con reservas. Explica que, según la tradición de su pueblo, discutir públicamente la religión puede sembrar duda, y la duda conlleva a la impiedad. La religión, sostiene, no es materia de argumentación sino de fe, tradición y reverencia. Hablar de ella con ligereza, como si se tratara de geometría o retórica, es cometer una injusticia contra lo sagrado. Se opone así a los intentos de Fridericus de iniciar una disputa racional, como también a las comparaciones con el diálogo de Justino Mártir con Trifón, que considera ofensivo por caricaturizar al judío.

El texto luego revisa ejemplos históricos de sociedades que han prohibido el debate religioso para mantener la paz: desde la República de Florencia y el Imperio Persa, hasta el edicto de paz de Augsburgo. En todos estos casos, se recuerda que la discusión pública sobre religión ha generado disturbios, guerras civiles y persecuciones. Algunos incluso son ejecutados por violar tales edictos. Toralba retoma esta línea y defiende que la fe debe mantenerse por certeza interior o inspiración divina, y no por discusión lógica, ya que si la fe se basa solo en razones, entonces desaparece en cuanto se sustituye el razonamiento. La fe verdadera, según la teología, es infundida y no puede ser impuesta ni deshecha por argumentación humana.

Curtius y Coronaeus, sin embargo, reivindican el valor de conversar sobre religión, especialmente cuando se trata de dialogar con quienes han salido del “recto camino”. Dicen que es un deber moral atraerlos hacia la verdad, no con violencia, sino con razones, testimonios y pruebas. Aquí se abre la tensión: ¿es más piadoso guardar silencio o tratar de convencer al otro? ¿Es legítimo discutir si no se está dispuesto a cambiar? ¿Puede uno abordar el tema sin correr el riesgo de alterar el orden civil o la armonía entre los pueblos?

Sin embargo, Senamus, fiel a su escepticismo radical, pone en duda que tales discusiones conduzcan a algo concreto. ¿Quién será el árbitro?, pregunta. Si ni siquiera se puede acordar cuál es la iglesia verdadera, cómo se resolverán disputas entre religiones. Ni el testimonio ni los documentos parecen suficientes cuando cada parte apela a su propia tradición. En respuesta, Coronaeus cita a Agustín: que no creería en el Evangelio si no lo respaldara la autoridad de la Iglesia. Pero esto no resuelve la cuestión, porque el verdadero problema, como bien observa Senamus, es precisamente qué o quién constituye esa verdadera Iglesia. 

En la discusión ronda una pregunta fundamental ¿cómo se puede discernir cuál es la verdadera religión entre tantas? Salomon sostiene que los hebreos fueron los primeros en conservar la verdadera alianza con Dios, la ley eterna escrita por Su mano, y que por tanto su religión es la más antigua y pura. Fridericus y Octavius recuerdan que tanto cristianos como musulmanes reconocen el origen divino del judaísmo, pero difieren sobre la validez del Nuevo Testamento. Toralba, en su habitual racionalismo, advierte que si la religión se fundamenta solo en textos y autoridades humanas, caeremos en el dogmatismo pythagórico del "Él lo dijo" (ipse dixit), y entonces debe haber sabios que disciernan, aunque Senamus responde con escepticismo: ¿quién decide quién es sabio?

El relato de Elías y los profetas de Baal es citado por Salomon como una demostración del verdadero Dios: solo el Dios de Israel responde con fuego desde el cielo, mientras que los dioses paganos permanecen mudos. Sin embargo, él mismo admite que ni siquiera los milagros son suficientes para convencer a los impíos: tras el prodigio, el pueblo volvió a caer en idolatría.

Fridericus lamenta que hoy no exista un nuevo Elías para decidir, con una señal visible, cuál religión es la verdadera. Salomon rechaza esa esperanza, afirmando que los milagros no se hacen para probar doctrinas sino por mandato divino, y que el verdadero discernimiento viene por la experiencia, la razón, y sobre todo, la profecía. Cita a Maimónides (Moses Rambam), quien enseñaba que solo tres fuentes pueden forzar el asentimiento: la razón, la experiencia sensorial, y las palabras de los profetas. Todo lo demás puede creerse, pero no obliga.

Senamus introduce aquí el famoso oráculo de Apolo que respondió que la mejor religión era "la más antigua". Toralba y Coronaeus aprovechan esto para sostener que la mejor religión debe ser la más antigua —una posición conservadora pero eficaz para defender la continuidad del catolicismo frente a las reformas. Pero Salomon responde que es absurdo confiar en oráculos, ya que el mismo Dios prohibió consultar a demonios como Apolo. La prueba verdadera de una religión, insiste, es que provenga de la revelación divina, transmitida por profetas o confirmada por señales en el Urim y el Tumim, instrumentos sacerdotales hebreos.

Senamus, algo irónicamente, afirma que el mismo Apolo elogió a los hebreos. Salomon lo refuta de inmediato, acusando a los cristianos de haber inventado tales testimonios paganos para atribuir antigüedad a su fe. Fridericus, sin embargo, contraataca diciendo que si Apolo (como demonio) elogió tanto a hebreos como a caldeos, es porque buscaba confundir a ambos.

Los oráculos antiguos

Octavius sostiene que muchos oráculos "cristianos" fueron probablemente invenciones griegas diseñadas para confirmar determinadas doctrinas. Cita como ejemplo el supuesto oráculo que habría hablado a Augusto sobre el nacimiento del Mesías, que no fue mencionado por autores como Suetonio, Dión Casio ni Tácito, lo cual pone en duda su veracidad. También menciona que Cicerón ya afirmaba que los oráculos de Apolo habían enmudecido mucho tiempo antes, lo que contradice su supuesta vitalidad en siglos posteriores.

Curtius añade que Plutarco atribuía el silencio de los oráculos a la muerte de los demonios, y que Porfirio afirmaba que Apolo era silenciado por Zeus, no por un niño hebreo. Critica con dureza la credulidad de quienes consultan a mujeres poseídas por demonios, y ridiculiza la práctica de interpretar sus balbuceos como revelaciones divinas. Relata casos grotescos, como el de una bruja que "hablaba por sus partes íntimas", revelando el carácter absurdo de muchas experiencias oraculares.

Octavius y Senamus recuerdan ejemplos de oráculos célebres: el de Mopsus que acertó sobre el color de un animal a sacrificar, o el de Delfos que impidió excavar un istmo porque "si Júpiter hubiera querido una isla, la habría hecho", y otros que, como en el caso de la duplicación del altar cúbico en Atenas, exigieron tareas matemáticamente imposibles como la duplicación del cubo. Este último caso sirvió, según el relato, para que Platón promoviera el estudio de la geometría como vía de purificación de las costumbres.

Los personajes ilustran la ambigüedad y manipulación de los oráculos: los demonios responden con astucia, buscando confundir a quienes los consultan. Por ejemplo, se cuenta cómo un demonio prefirió callar antes que pronunciarse sobre la misa, sabiendo que cualquier respuesta sería usada a favor o en contra por las distintas facciones cristianas. Otro ejemplo es el nombre divino revelado por las sibilas, un enigma numérico y fonético que algunos identificaron con phaosphoros ("portador de luz", nombre de Apolo o Lucifer), y que lleva a nuevos equívocos entre la verdad y el engaño demoníaco.

Salomon reafirma que los oráculos de Apolo y de Bahai (nombre sincretizado de divinidades solares como Baal) deben ser considerados demoníacos, dado que sus profetisas —como la pitonisa de Delfos— profetizaban en estados de frenesí, con síntomas corporales que reflejan posesión: boca espumosa, cuello hinchado, ojos desorbitados, y hasta mensajes salidos de los genitales, lo que considera una profanación grotesca del don profético. En cambio, señala que los verdaderos profetas bíblicos —como Moisés, Samuel o Isaías— hablaban con claridad y calma, recibiendo revelación divina en sueños o visiones nocturnas, nunca con exaltación. Solo Moisés vio a Dios estando despierto, lo que lo convierte en un profeta sin parangón.

Curtius y Senamus, desde una mirada más escéptica, admiten que muchos sueños pueden parecer proféticos, incluso en hombres malvados o no creyentes. Relatan cómo personajes históricos como Pisístrato o Caracalla tuvieron sueños premonitorios antes de su muerte. Se menciona incluso al obispo cristiano Synesio de Cirene, quien escribió sobre la posibilidad de que animales también recibieran revelación en sueños, siguiendo un principio neoplatónico de simpatía universal.

Salomon, sin negar estos casos, afirma que no todo sueño es profético. Muchos son causados por preocupaciones, deseos o alimentos pesados. Sin embargo, destaca que el alma sobria, libre de codicia, lujuria y distracción, puede recibir verdaderas revelaciones en sueños, que son señales de la voluntad divina para evitar males, advertir peligros o fortalecer en la fe. Así, la profecía no está restringida a un pasado bíblico lejano, sino que puede continuar como don divino en personas puras.

Cita ejemplos contundentes:
Abraham, en sueños, intercede por Sodoma y Gomorra con igual o mayor eficacia que si lo hubiera hecho despierto.
Salomón, en sueños, pidió sabiduría y fue escuchado por Dios, quien le concedió una sabiduría sin igual.

Fridericus advierte contra basar la religión en sueños o revelaciones privadas, remitiéndose a la advertencia paulina de no aceptar siquiera a un ángel que enseñe otra doctrina que la del Evangelio.

Senamus, buscando una vía común, propone que la religión más antigua debe ser también la más verdadera, lo cual Toralba y Salomon aceptan en términos generales. Toralba afirma que Adán y sus descendientes inmediatos (Abel, Set, Enoc, Noé, Sem, etc.) practicaron una religión basada en la adoración pura al Dios único, anterior a toda idolatría y corrupción. Esta religión, afirma, es tanto la más antigua como la más verdadera.

Salomon, desde la tradición hebrea, matiza esta afirmación recordando la ambigüedad del término hebreo "huhal", que puede significar tanto "comenzar" como "profanar". Así, lo que parece el inicio del culto en tiempos de Set también podría interpretarse como su corrupción, cuando los hombres empezaron a adorar criaturas en vez del Creador.

Se menciona también cómo Abraham, fiel a esa religión original, fue perseguido por rechazar el culto a los astros, e incluso lanzado a un horno por orden de Nimrod, considerado el primer tirano. La idolatría de los caldeos, egipcios y otros pueblos habría sido una degeneración del culto puro original, que Moisés vendría a restaurar, como intérprete de la alianza de Dios con Abraham.

Finalmente, Toralba remata con un argumento filosófico: si Dios es el mejor, más alto y más puro de los seres, sólo a Él debe dedicarse el culto, y no a criaturas. El alma humana, por su parte, sólo se realiza y perfecciona cuando se vuelve a su fuente, es decir, a Dios. Esta idea, presente también en filósofos paganos como Simplicio o Platón, refuerza la convicción de que la verdadera religión consiste en ese retorno a la unidad original, a la raíz divina que todo lo ha creado.

Religión natural

Toralba y Senamus defienden que la religión natural, basada en la adoración del único Dios y en la obediencia a la ley moral, es no solo la más antigua sino también la más pura. Esta religión no requiere templos, sacrificios ni ritos complejos, sino que se manifiesta en la práctica de la justicia, la humildad, el dominio de los deseos y el rechazo de la idolatría. En esta línea, recuerdan que los antiguos patriarcas como Abel, Enoc, Noé, Sem y Abraham adoraban al Dios único sin necesidad de leyes rituales o estructuras religiosas complejas.

Salomon, en defensa de la ley mosaica, sostiene que Dios instituyó los sacrificios y ceremonias como una forma pedagógica de reeducar a un pueblo acostumbrado a sacrificar animales —y en algunos casos humanos— a los demonios y a las imágenes. Las prácticas del pueblo hebreo, según explica, no contradicen la religión natural, sino que la restauran y la protegen frente a la corrupción aprendida entre los pueblos paganos. La Ley, afirma, se divide en tres grandes partes: la moral, que se resume en el Decálogo; la ritual, que incluye los sacrificios y las purificaciones; y la política, que regula la convivencia social. Sin embargo, también deja claro que los sacrificios no eran en sí mismos agradables a Dios, sino que debían acompañarse de un corazón puro y obediente. El mensaje constante de los profetas, desde Samuel a Isaías, es que la obediencia es mejor que los holocaustos, y que el culto que agrada a Dios es el que nace de la justicia y la misericordia.

En este sentido, Salomon interpreta que la destrucción del templo de Jerusalén fue una señal providencial para enseñar al pueblo que la salvación no dependía de sacrificios animales, sino de la obediencia al pacto del Decálogo. Cita pasajes de los profetas que refuerzan esta idea y que denuncian la confianza puesta en los ritos externos como forma de redención. También recuerda que Dios nunca ordenó sacrificios al sacar a su pueblo de Egipto, sino que lo primero que proclamó fue la ley moral, inscrita en las tablas de piedra, y depositada en el arca del pacto. Esa ley, afirma, sigue siendo el verdadero fundamento de la salvación, y su cumplimiento —expresado en la pureza interior, la justicia hacia los demás y la alabanza sincera a Dios— es superior a cualquier rito.

Octavius plantea que si los judíos ya no realizan sacrificios desde hace siglos, estas leyes se han vuelto inútiles. Pero Salomon responde que todos los ritos y objetos sagrados encierran enseñanzas profundas sobre la naturaleza y sobre el alma humana, y que los sacrificios enseñaban a los hombres a confesar sus pecados, a rogar por ayuda divina, a agradecer, a alabar, y finalmente a ofrecer a Dios la pureza del corazón. Así, la religión verdadera no consiste tanto en los actos externos como en el conocimiento interior de Dios y la entrega sincera del espíritu. 

Cada mandamiento se vincula armónicamente con un cuerpo celeste en función de su simbolismo y función natural: el primer mandamiento, la adoración exclusiva a Dios, se asocia al primer orbe, el más alto y divino; la prohibición de imágenes corresponde al segundo cielo, aquel que no contiene estrellas y que representa el vacío de toda representación material; la prohibición de jurar en vano se vincula con el tercer orbe, probablemente el de las estrellas fijas, para evitar invocar el nombre de Dios o de cuerpos celestes de manera frívola. El sábado, vinculado con Saturno, remite a la tradición de descanso y contemplación. Los otros mandamientos se reparten simbólicamente entre los planetas restantes, con referencias precisas a cómo cada cuerpo celeste encarna virtudes o vicios que el decálogo busca ordenar o reprimir. Esta lectura establece una relación entre el orden moral y el orden cósmico, como si el universo entero estuviese reflejado en la ley mosaica.

Fridericus se maravilla de esta interpretación y la considera no solo una confirmación de la armonía entre el cosmos y la ley divina, sino también una defensa de la visión astronómica tradicional previa a Ptolomeo, quien alteró el orden planetario. A esto, Salomon añade que los secretos más elevados del universo están ocultos en la ley divina, especialmente en el decálogo, y cita a Abraham Aben Esra, quien lo consideraba el compendio mismo de la ley natural. Dios habría querido renovar esta ley natural, olvidada por los hombres, mediante la promulgación solemne del decálogo, grabado en piedra y proclamado en medio de truenos y llamas en el monte Horeb. Salomon, inspirado, recita un poema exaltado en el que representa la majestad aterradora de Dios durante esa teofanía, la destrucción de los tiranos y la salvación de los humildes bajo su poder. Su exaltación sugiere que no hay fuerza más poderosa ni justicia más alta que aquella contenida en la alianza del decálogo.

Toralba cierra la reflexión afirmando que el decálogo no es otra cosa que la ley natural misma. Esta ley no se enseña, sino que se halla inscrita en el alma humana; se aprende por intuición y se manifiesta en el respeto a Dios como creador y conservador del mundo. A diferencia de las leyes humanas, que cambian según el tiempo, el lugar o las personas, esta ley es eterna y universal. Viola su esencia quien deposita su confianza en objetos creados, imágenes o poderes pasajeros. Esta ley natural prohíbe adorar imágenes, porque la razón misma, siguiendo a Heráclito y a figuras como Numa Pompilio, reconoce que Dios no puede representarse con figura alguna. La idolatría es así no solo una ofensa religiosa, sino también una negación del principio racional que reconoce a Dios como incorpóreo. Toralba se muestra sorprendido de que, incluso en tiempos ilustrados, tantas personas sigan venerando estatuas, actuando, como diría Heráclito, como quien conversa con puertas.

Símbolos

Curtius observa que algunos pueblos antiguos, como los persas, escitas, africanos y romanos primitivos, no usaban imágenes en su culto, como lo afirma Marco Varrón. Salomon responde que no hace falta mayor prueba, pues el término hebreo que se usaba para los ídolos era una palabra detestable que significaba “estiércol”, mostrando el desprecio radical que sus antepasados sentían por la idolatría. Toralba, por su parte, plantea que todos los mandamientos del decálogo, salvo el del sábado, coinciden con la ley natural, lo que confirmaría su origen divino y su universalidad. Se pregunta por qué los judíos guardan el séptimo día como día sagrado y no el sexto, como los musulmanes, o el primero, como los cristianos. Argumenta que si trabajar en ese día no era pecado antes de Moisés, no debería serlo después, ya que lo injusto no puede depender del tiempo.

Fridericus se burla diciendo que Salomon ha perdido la voz, pero Salomon responde que no puede revelar lo que considera una “señal del emperador”. Ante la insistencia amistosa del grupo, Salomon revela que el sábado es un “signo” entre Dios e Israel, y que su significado escapa a otras naciones. Para ilustrar su punto, propone una analogía legal: así como portar armas puede ser lícito por naturaleza pero tornarse delito por un edicto del príncipe, de igual forma Dios puede ordenar algo que no era injusto antes y convertirlo en pecado por su sola voluntad. Toralba acepta que debe obedecerse al soberano, y Salomon concluye que con mayor razón debe obedecerse a Dios, cuya ley jamás puede ser injusta.

Curtius distingue entre la ley natural y la ley civil: esta última depende de mandatos positivos, mientras que la natural es inmutable. Fridericus pregunta por qué, entonces, no se menciona el sábado antes de Moisés. Salomon responde que no es seguro que no se conociera previamente y que en los tiempos antiguos la vida piadosa hacía innecesario un día específico de reposo. Fue cuando las generaciones se alejaron de la contemplación que fue necesario imponer un día sagrado para el estudio de lo divino y la virtud. Senamus insiste: ¿por qué el séptimo día y no otro? Además, cuestiona el último mandamiento, que prohíbe el deseo, algo que parece escapar al control legal.

Sábado y la ley natural

Salomon responde que es inapropiado exigir razones a Dios y que la excelencia de la ley divina radica precisamente en que va más allá de la conducta visible, regulando también el deseo. Nadie ve el alma salvo Dios, que juzga incluso los pensamientos. Así, quien desea algo prohibido ya ha pecado, aunque no lo haya ejecutado. Por tanto, la ley no solo poda las ramas, sino que corta las raíces del pecado. Con respecto al sábado, Salomon recuerda que el propio Dios explicó su santidad: Él creó todo en seis días y descansó el séptimo, lo bendijo y lo consagró. Incluso cuando el pueblo construía el tabernáculo, el sábado debía ser guardado. Quien lo violara debía morir, y quien encendiera fuego ese día sería castigado.

Relata cómo Dios sancionó la profanación del sábado incluso en detalles aparentemente menores, como salir a recoger leña o buscar maná en el día de descanso. La severidad con que se defendía el sábado —al punto de exigir la pena de muerte— demuestra, según Salomon, que su observancia no es opcional, sino parte de una alianza eterna. Isaías y Jeremías proclamaron bendiciones para quienes lo guardaran y prometieron el acceso al monte santo de Dios —es decir, al cielo— para los que lo consideraran su delicia. Finalmente, Ezequiel lo llamó un sacramento, una señal sagrada entre Dios e Israel, lo que explica su especial tratamiento en la jurisprudencia rabínica.

Curtius plantea que un teólogo sagaz —probablemente Juan Calvino— se admiró de que el descanso sabático estuviera tan profundamente arraigado en tantas leyes y profecías divinas, como si en ese día se concentraran los principales puntos de la ley y de la salvación. Afirmaba incluso que el sábado no había sido abrogado por Cristo, y criticaba a quienes sostenían lo contrario. Octavius sugiere que musulmanes y cristianos cambiaron el día de descanso más por motivos identitarios y políticos que teológicos: los musulmanes eligen el sexto día para no coincidir con los judíos ni con los cristianos, y estos eligen el primero para diferenciarse de los judíos. Irónicamente, si el viernes fue el día del sufrimiento de Mahoma y de Cristo, sería más lógico, dice Octavius, que los cristianos guardaran ese día como santo.

Toralba manifiesta su asombro ante esta contradicción: tanto cristianos como musulmanes reconocen la autoridad eterna del decálogo —como si fuera ley natural—, pero cambian arbitrariamente el único precepto que contiene una indicación específica de día. Fridericus pregunta si acaso los cristianos deben seguir los ritos judíos, y Salomon responde que, si se niega la validez del cuarto mandamiento, se pone en entredicho la integridad de todo el decálogo. Toralba responde que todos los otros mandamientos coinciden con la ley natural, excepto el cuarto, como admitió el propio Abraham Aben Esra.

Salomon retoma el argumento y cita el caso del hombre que recogió leña en sábado: Dios ordenó su ejecución, y luego mandó que los israelitas cosieran filacterias en sus vestidos como recuerdo constante de sus leyes. Fridericus objeta que se puede alabar a Dios y recordar la creación cualquier día, incluso el primero. Salomon le responde con una analogía: si alguien celebra su cumpleaños en un día preciso y no en cualquier otro, ¿por qué los cristianos cambian el “cumpleaños del mundo”, que es el séptimo día, por otro día? Señala que Dios solo bendijo y santificó el séptimo día, nunca el primero ni el sexto. Reprocha que los cristianos, por edicto imperial, hayan mantenido el antiguo “día del sol” romano bajo un nuevo nombre, conservando así una raíz pagana. Curtius replica que ese nombre no se debe al culto solar sino a razones de comprensión popular. Pero Salomon insiste en que, con el olvido de los no sabios o con la impiedad, Dios quiso fijar la memoria de la creación mediante el descanso sabático.

Además, recuerda que no solo el séptimo día fue consagrado, sino también el séptimo mes, en el cual, según la tradición, ocurrió la creación. En ese mes se debía comenzar la lectura pública de la ley, y cada siete años se interrumpía la agricultura. Este simbolismo numerológico —el siete— era tan fuerte que los sacerdotes interpretaban las leyes a la luz de antorchas y luminarias, siguiendo una costumbre que Heródoto atribuía también a los egipcios. El mes era llamado por los caldeos “Etanim”, es decir, el mes de los hombres ilustres, porque en él ocurrían nacimientos y muertes notables. El día de la creación, dice Salomon, es tan especial en la naturaleza que nadie debería dudar de que la ley del sábado es coherente con ella.

Coronaeus le ruega que no detenga la explicación y que siga desarrollando su argumento: si los demás mandamientos se justifican como parte de la ley natural, ¿por qué no el sábado? Salomon, con temor reverente, responde que teme profanar estos misterios divinos con palabras humanas, y que no habría hablado tanto si no supiera que sus interlocutores veneran los temas sublimes. Pero Coronaeus insiste: ya que todos son amantes de lo divino, que no les niegue esos secretos.

Séptimo Día y sabiduría

Salomon desarrolla aquí una serie de observaciones, símbolos y fenómenos asociados al séptimo día que, en su conjunto, muestran que el sábado no es solo una orden ritual, sino un reflejo de un orden cósmico profundo.

Salomon comienza destacando que, según los profetas y las tradiciones antiguas, en el séptimo día se renueva la fuerza del cuerpo y la sabiduría del alma. No solo se trata de una jornada de descanso físico, sino de una disposición del alma para la contemplación, para el acceso a la luz divina y a la comprensión espiritual. Incluso los demonios —según esta visión— se ven restringidos en su acción durante ese día por mandato de los ángeles. Esto se prueba, dice, en acontecimientos como la décima plaga de Egipto, que ocurrió en la noche del séptimo día, mostrando el despliegue del juicio divino.

Se mencionan fenómenos físicos y médicos: el sol brilla con mayor claridad, los cielos se despejan, y los enfermos mejoran en ese día. También hay una dimensión simbólica: la circuncisión se realiza al octavo día para que el sábado haya intervenido y fortalecido al infante. Así, la naturaleza misma reconoce y reacciona al sábado. Los sabios rabínicos afirman que los demonios no molestan a los justos ese día, lo que se ha convertido incluso en un proverbio.

Además, el alma del justo es alimentada por los banquetes espirituales del sábado —la meditación, la oración, la alabanza— y se dispone mejor para recibir la luz divina, que brilla más en este día que en los demás. En esta mística elevación, el alma se une a Dios: David la llama “muerte preciosa” y Salomón la describe como “el beso de Dios”.

Luego se refuerza esta visión con un dato curioso: el historiador Josefo relata que un río en Siria fluía solo los días sábado, lo que vendría a ser un testimonio natural del poder de ese día.

Pero el debate no termina allí. Curtius y Fridericus cuestionan por qué el sábado habría de ser más sagrado que otros días, especialmente si en ciertas regiones del mundo los días pueden durar meses, como cerca de los polos. Salomon responde que en esas zonas extremas la humanidad no habita con regularidad, y aun si lo hiciera, podrían observar igualmente el ciclo solar.

Fridericus plantea una última objeción: si el séptimo día es tan sagrado, ¿por qué también se honra la luna nueva cada treinta días? Salomon responde que no hay contradicción: el sábado celebra la creación, mientras que el día trigésimo celebra el cuidado providente de Dios sobre la creación, que sigue vigilando los ritmos del mundo: sus aumentos, disminuciones y cambios. Por eso también otras culturas —como los griegos y los romanos— veneraban la luna nueva.

Así, el argumento de Salomon es que el sábado no es una imposición arbitraria ni exclusivamente judía, sino una institución de carácter cósmico y espiritual, cuyo origen es anterior a cualquier ley positiva, y cuyas señales se encuentran en el cuerpo, en el alma, en la naturaleza y en los cielos.

Curtius y Fridericus critican la rigidez con que los judíos han observado el sábado incluso ante circunstancias que exigían acción inmediata, como la defensa de Jerusalén ante el asedio de Pompeyo o la invasión de Ptolomeo. Desde su perspectiva, la negativa a actuar en el día sagrado fue una superstición que llevó al desastre, una ceguera legalista que despreció la protección de la vida y la seguridad. Agatharchides y otros autores clásicos usaron esto como motivo de burla, y lo mismo hizo Plutarco, comparando el sábado con el día consagrado a Saturno, asociado a la melancolía y la inacción.

Salomon responde que tales críticas ignoran el trasfondo ético y espiritual del judaísmo. Defiende que los judíos fueron fieles a su religión incluso bajo presión, y que lo que a ojos de sus enemigos parecía necedad era en realidad un acto de reverencia. Además, explica que, aunque la tradición prohíbe ciertas acciones en sábado, en casos de necesidad o peligro extremo no se considera una violación de la ley socorrer o salvar una vida. De hecho, cita el caso de Ptolomeo Filadelfo, quien, tras su ocupación, benefició a Jerusalén y a los judíos, demostrando que la fidelidad religiosa no necesariamente implica pérdida o desastre.

Senamus menciona a Judas Macabeo como un ejemplo de reinterpretación del sábado: él entendió que defender a su pueblo y sus templos incluso en sábado era un deber superior, abriendo así una vía legítima de acción militar en día sagrado. Este acto representa una forma de evolución interna del pensamiento religioso ante situaciones de amenaza.

Fridericus y Curtius no se detienen ahí. También objetan la inacción ante emergencias domésticas, como no socorrer a un familiar ahogado o herido por respeto al sábado. Alegan que Cristo mismo criticó esta rigidez cuando curó en sábado y fue atacado por los fariseos, replicando que el sábado fue hecho “para el hombre”, y no el hombre para el sábado. En su enseñanza, el bienestar humano prima sobre la observancia ritual, lo cual ejemplifica con la parábola del buen samaritano.

Salomon, sin embargo, responde que la ley judía no prohíbe actuar por necesidad. Reconoce que en casos urgentes, la acción está permitida, pero critica el uso indebido del sábado para legitimar cualquier actividad. También defiende que Cristo y Pablo nunca derogaron el sábado como tal, sino que lo reinterpretaron. Incluso señala que algunos cristianos primitivos, como Tertuliano, seguían observándolo junto al domingo.

Finalmente, Coronaeus adopta una postura de conciliación: si el enfermo puede esperar sin peligro, conviene respetar el día sagrado; si no, el deber moral es atenderlo, pero sin relativizar el valor del descanso divino. Y cierra afirmando que no se apartará de la doctrina de la Iglesia romana, viendo en el mandato bíblico de no remover los “mojones antiguos” una metáfora de respeto a la tradición eclesiástica.

El Sábado

Curtius inicia señalando que, aunque al principio los cristianos mantenían costumbres judaicas —como la circuncisión y la observancia del sábado—, pronto abandonaron esas prácticas, citando a Pablo como figura clave en esta transición. Se recuerda su reprensión a Pedro y la exhortación a los colosenses: “Que nadie los juzgue por sabbaths”, lo cual marca un punto de inflexión en el rechazo de la ley mosaica por parte del cristianismo emergente.

Coronaeus señala que el cambio definitivo ocurrió con el papa Víctor, quien en el año 196 ordenó sustituir el sábado por el domingo (la domenica), principalmente por razones prácticas: la doble observancia entorpecía el comercio y las actividades públicas.

Pero Salomon no busca persuadir a los cristianos de volver al sábado. Más bien, expresa su dolor espiritual por la forma en que tanto el sábado como el domingo han sido profanados por actividades que considera inmorales: bailes, ebriedad, juegos, cacerías, e incluso fornicaciones. Según él, sería mejor trabajar que dedicar el día sagrado a tales excesos.

Senamus critica la actitud de los judíos, acusándolos de tener una visión triste de los días festivos, que en la antigüedad grecolatina eran días de júbilo y celebración. Salomon responde que, si bien se abstienen de danzas comunes en el sábado, ese día es profundamente alegre para ellos. Citan salmos con música, celebran comidas festivas ante Dios, y sobre todo, dedican largas horas al estudio de la Ley. En este contexto, menciona que incluso está permitido recorrer un corto trayecto —dos millas— para recibir enseñanza teológica. La melancolía que los demás perciben en los judíos, dice, no es por tristeza religiosa, sino por el dolor que les provoca ver cómo se violan los mandamientos sin temor a Dios.

A partir de aquí, Salomon lanza una dura crítica al cristianismo institucional: la idolatría que denuncia no es solo por la adoración de estatuas, sino por la eliminación del segundo mandamiento del decálogo en los catecismos. Cuestiona a Martín Lutero por suavizar la prohibición de imágenes y acusa a la Iglesia de invocar a muertos, reliquias y hasta demonios. Añade que el nombre de Dios se profana diariamente, y que muchos miembros del clero, bajo pretexto de castidad, cometen pecados sexuales. La crítica es tan frontal y apasionada que deja en silencio a todos los presentes, incluyendo a Coronaeus, firme defensor del catolicismo.

Finalmente, Octavius introduce una comparación con los musulmanes, presentándolos como un ejemplo de monoteísmo estricto y devoción pura. Dice que veneran a Dios con oraciones diarias, se abstienen de toda representación figurativa en templos, y que incluso en la vida privada son rigurosos con la alabanza nocturna. Narra la experiencia con un huésped africano que, en medio de la noche, se levantó para orar y le reprochó su silencio, citando los Salmos y el libro de Job como testimonio del deber espiritual nocturno.

Plegarias y prácticas de devoción

El punto de partida es un elogio de Coronaeus a la liturgia romana, particularmente la costumbre de rezar y cantar siete veces al día, en la tradición del salmista David: “Te alabo siete veces al día”. Él critica que ni judíos ni protestantes como los luteranos o zwinglianos observan tales hábitos devocionales, con la única excepción de los anglicanos.

Salomon responde que, si bien la Ley divina ordenaba a los levitas y sacerdotes alabar a Dios por la mañana y por la tarde, las oraciones continuas y privadas eran consideradas aún más loables. Sostiene que la mención bíblica de las “siete veces” no indica una cantidad literal, sino un símbolo de frecuencia indefinida. Cita el ejemplo de la madre de Samuel, quien dijo haber dado a luz “siete hijos”, en un uso simbólico del número.

Octavius describe brevemente la oración principal del islam, la Salat (llamada aquí Lassala), que considera sencilla pero efectiva. Se trata de un llamado a la alabanza del Dios único y a pedir su guía. También destaca que, fuera de esta oración común, los musulmanes tienen múltiples oraciones individuales según su voluntad.

Coronaeus interviene para defender la Pater Noster (Padrenuestro) cristiana y niega que deba ceder ante la oración musulmana o la Shema hebrea. Salomon aclara que la Shema no es una oración en sí, sino una confesión de fe diaria en el Dios único, transmitida por Moisés al pueblo de Israel. Cita el pasaje de Deuteronomio 6:4-9 y explica el significado ritual de portar la Shema en pequeños pergaminos, conocidos como tefilín, que los judíos atan a su brazo izquierdo y entre los ojos, como recordatorio constante de la Ley. Además, explica que esos pergaminos contienen otros pasajes esenciales del Éxodo y Deuteronomio, todos orientados a reforzar la conciencia del monoteísmo y la redención divina.

Fridericus acusa a los judíos de superstición por creer que portar los pergaminos trae salvación, del mismo modo en que algunos católicos llevan pasajes del Evangelio de San Juan como amuletos. Cita a San Agustín, quien condenó el uso de tales objetos como supersticiones paganas.

Salomon responde que si alguien de su pueblo cree en esos objetos como garantía de salvación por sí solos, está equivocado. El propósito es pedagógico y devocional: ver los tefilín o las mezuzot (pequeños tubos con la Shema que se fijan a las puertas) sirve para recordar la Ley de Dios y apartarse de la idolatría.

Octavius vuelve a elogiar la sobriedad del islam. Subraya que los musulmanes rechazan completamente los amuletos, imágenes y esculturas. Para garantizar la pureza en la oración, incluso construyen sus mezquitas separando los espacios de hombres y mujeres, evitando así toda distracción y manteniendo el recogimiento.

Salomon comienza destacando que muchas de las prácticas que los musulmanes observan hoy —como la separación entre hombres y mujeres en la oración y la modestia femenina— fueron tomadas de las tradiciones hebreas. Señala que esta separación tenía por fin evitar la provocación de deseos impuros incluso dentro del templo. Para reforzar su punto, cita el ejemplo bíblico de los hijos de Elí, sacerdotes que deshonraron a las mujeres frente al tabernáculo, y cómo esta práctica fue luego corregida con mayor separación y recato.

Fridericus añade que los primeros cristianos también fueron acusados de libertinaje sexual durante sus reuniones religiosas nocturnas, motivo por el cual apologistas como Orígenes, Justino, Atenágoras y Tertuliano se vieron obligados a defender la pureza de su fe. Tertuliano, en particular, condenó los “besos de caridad” entre hombres y mujeres dentro de las iglesias, por ser ocasión de tentación. Coronaeus comenta que tales prácticas fueron luego eliminadas por los papas, y se muestra esperanzado en una reforma más estricta.

Octavius observa que muchas costumbres judías y musulmanas coinciden: ambas religiones practican la circuncisión, rechazan ídolos, no comen sangre ni cerdo, realizan frecuentes abluciones, y veneran al único Dios eterno. Incluso recuerda cómo los etíopes cristianos también practican la circuncisión y conservan muchas leyes judías, y que Heródoto ya mencionaba esta práctica entre los egipcios.

Curtius duda de la utilidad de la circuncisión, a lo que Salomon responde que tiene un significado espiritual como signo del pacto con Dios, además de beneficios físicos y morales, como limitar la lujuria, según el rabino Moisés.

Octavius retoma las diferencias: los musulmanes no guardan el sábado ni celebran la pascua, ni esperan un Mesías, salvo algunos chiítas (imamitas). Aunque pueden orar hacia cualquier dirección, suelen orientarse hacia La Meca, al igual que el profeta Daniel oraba hacia Jerusalén.

Senamus recuerda que diversas culturas antiguas daban importancia a la orientación del culto: los griegos y persas rendían culto mirando hacia el oriente, por ser dirección del sol naciente (Mitra), mientras que los judíos oraban hacia el occidente. Esta costumbre, vista como contracultural, provocaba críticas.

Salomon responde que los judíos lo hacen no para evitar parecer adoradores del sol, sino porque es la dirección en la que Dios ordenó que se construyera el tabernáculo, basado en la estructura del universo. Así como el movimiento de los cuerpos celestes va de este a oeste, el culto debe acompañar esa dirección. Además, esta disposición revela secretos de la naturaleza, como la superioridad simbólica del norte (la derecha) sobre el sur (la izquierda), vinculado con la sabiduría y la fortaleza.

Toralba amplía la reflexión señalando que no hay consenso entre los sabios antiguos sobre cuál es la “derecha” del universo. Pythagoras, Platón y Aristóteles pensaban que el este era la derecha; Plinio y Varrón decían que era el oeste; otros, como Philo y Lucano, asignaban el norte como lado derecho. Salomon sostiene que la disposición del tabernáculo y los sacrificios según esta lógica natural permite descubrir verdades sobre el alma humana, las regiones del mundo, el equilibrio de los humores (como el hígado a la derecha y el bazo a la izquierda), y hasta los movimientos de los animales y los ejércitos.

Octavius y los musulmanes

Octavius inicia describiendo cómo los musulmanes orientan su oración dependiendo de su ubicación geográfica: los que están al norte del Trópico de Cáncer rezan mirando hacia el sur (hacia La Meca, Medina o el Monte Moriah), mientras que los del sur rezan hacia el norte. En el rito, besan el suelo y ambas manos dos veces con la cabeza inclinada, mostrando humildad —una práctica que, según Octavius, los cristianos rara vez imitan.

Curtius señala que en la antigüedad besar la mano era símbolo de respeto y silencio piadoso, y que algunos aún golpean su pecho o su frente como señal de arrepentimiento, ubicando el origen del pecado en el corazón o el pensamiento. Pero condena la práctica de besar el suelo por sus vínculos con antiguas formas de idolatría a la tierra, como el culto a Cibeles.

Salomon responde que en la tradición judía se ora de pie, de rodillas o con el rostro inclinado hacia el suelo solo en casos extremos, como muestra de humildad, pero nunca sentados o recostados, a menos que la enfermedad lo exija. Cita a Moisés y Elías como ejemplos de oración prolongada y fervorosa, y señala que Plutarco se equivocó al afirmar que Numa enseñó a orar sentado. Explica que la postración, más que ritualística, es expresión de la sumisión interior.

Octavius defiende a los musulmanes, afirmando que su inclinación al besar el suelo no tiene relación con idolatrías antiguas, sino con respeto. Destaca su disciplina en los templos, su ayuno en el día sagrado y su festividad mayor, Elmeide, que incluye reconciliación, besos en las manos y expresión sincera de amor familiar. El perdón es un deber tan grande que quien no perdona después de aceptar la mano de otro, aunque no sea castigado por ley, será condenado moralmente. Añade que los musulmanes se destacan en la ayuda a los pobres, con más albergues que necesitados, y menciona haber visto a turcos regalando dinero por las calles. El principio más sagrado es la zakat (dar limosna), que observan con rigor.

Relata que incluso los ermitaños (chorabitas) invitan a los viajeros a hospedarse y los agasajan sin esperar nada a cambio, dándoles gracias con expresiones piadosas. Subraya que entre ellos es común que las personas ricas construyan templos y albergues públicos. En cambio, critica que muchos cristianos hacen caridad más por vanidad o redención de pecados que por verdadero amor. Cita a San Basilio para afirmar que la limosna es la más provechosa de las artes.

Octavius elogia también la educación religiosa en la infancia musulmana: los niños memorizan el Corán antes de la pubertad y son educados lejos de fábulas o espectáculos inmorales, sin canciones obscenas. Concluye afirmando que, al comparar la religión, leyes, costumbres e instituciones musulmanas con las cristianas, considera que los musulmanes no solo parecen tener religión verdadera, sino que realmente la poseen, en virtud de que su ley es conforme a la naturaleza, como enseñaron filósofos como Al-Ghazali (Agazel) y Avicena.

El resto de los interlocutores guarda silencio, impactados por la aparente “defección” de Octavius del cristianismo hacia los ismaelitas (musulmanes). La tensión es tal que Fridericus rompe el silencio para sugerir que no hay necesidad de refutarlo, insinuando que Octavius no cree sinceramente en lo que ha dicho, sino que hablaba con propósito retórico o por mero ejercicio dialógico.

Fridericus lanza una crítica contra Mahoma, afirmando que fue un hábil creador de religiones, cuya biografía está llena de elementos legendarios: se le atribuyen prodigios desde su nacimiento (vientos, pájaros, nubes y ángeles que lo alimentan), su ascenso al cielo con Gabriel, el uso de la fuerza militar tras el fracaso de la persuasión, y una muerte envuelta en escándalo. Se le acusa de codicia, de haber prometido una resurrección que no cumplió, de apropiarse de la esposa de su amigo Zaid, y de haber prohibido el vino tras una historia fantástica con ángeles ebrios seducidos por una prostituta.

Además, se ridiculiza su descripción del paraíso, lleno de placeres sensuales, comidas exóticas y mujeres bellas, durante 70.000 años. Averroes habría criticado este paraíso como digno de cerdos, mientras que Avicena defendía que la verdadera dicha no era corporal sino espiritual.

Fridericus argumenta que estas historias provienen de textos apócrifos como Ta Elimel Nebi y Edit el Nebi, rechazados incluso por teólogos musulmanes, de la misma forma que los cristianos rechazan algunas leyendas hagiográficas como las de Bonaventura. Señala que el Alcorán (Corán), al ser bien leído y sin prejuicios, no contiene contradicciones ni absurdos, sino una moral recta centrada en Dios, la piedad filial, la justicia y el cuidado de los débiles, según opinaban incluso críticos cristianos como Dionisio Cartujano y el cardenal Rafael Riario.

En tono sarcástico, Fridericus se burla del supuesto ascenso de Mahoma al cielo montado en una mula, comparándolo con otras historias inverosímiles de apoteosis romanas, como la de Augusto o Drusila, la hermana de Calígula, lo que da pie a Octavius para responder que muchas de estas historias son ajenas a las verdaderas escrituras musulmanas y no deben confundirse con el Corán.

Coronaeus expresa su perplejidad: le sorprende que Octavius, siendo un hombre sabio y de doctrina sólida, pueda simpatizar con las “supersticiones” de los musulmanes, a las que considera más dignas de compasión que de burla, especialmente porque provienen —según él— de un pueblo sometido a dura servidumbre.

Luego de esto, Octavius comienza a relatar algunos sucesos que tuvo con respecto al islam. Octavius relata cómo fue capturado, vendido como esclavo y posteriormente liberado tras convertirse al islam, influenciado por los argumentos de un dominico que había abandonado el cristianismo y escrito una apología del islam en árabe. Este relato da cuenta de un proceso de conversión sincera, no motivado por coacción, sino por convencimiento racional.

Fridericus reacciona con una metáfora sarcástica tomada del oráculo de Trofonio, sugiriendo que Octavius ha sido como los hombres que, al entrar en el santuario, eran poseídos por la locura. Octavius, sin alterarse, reafirma que lo importante no son las acusaciones lanzadas contra Mahoma, sino la devoción verdadera al único Dios eterno.

Toralba introduce entonces una tesis central: que la religión más antigua y auténtica es la que proviene de la ley natural, suficiente por sí sola para la salvación. Cita a Cicerón, a Pablo en su epístola a los Romanos, y evoca a los patriarcas bíblicos —Abel, Enoch, Noé, Abraham, Job— como modelos de hombres justos sin necesidad de ley positiva escrita ni de ritos complejos.

Salomon respalda esta posición, destacando que la ley natural bastó a los patriarcas antes de Moisés. Señala que incluso la circuncisión era un signo distintivo, pero no una condición de salvación, y que los sacrificios prescribían un lugar específico que, tras la destrucción del templo, ya no se puede observar. Sin embargo, también sostiene que ninguna religión puede subsistir sin ciertos ritos y ceremonias, que ayudan a mantener unida y disciplinada a la comunidad creyente. Atribuye la longevidad del cristianismo romano a su variedad ritual, a la riqueza estética de su culto (música, vestimentas, arte sacro), heredada en parte de los judíos, griegos y latinos, e incluso de tradiciones egipcias como el luto ritual de Isis.

Curtius critica esta pompa religiosa como teatral y superficial, comparándola con la belleza engañosa de animales salvajes. Para él, la verdadera piedad se halla en la sinceridad, no en el esplendor exterior.

Octavius concluye retomando la postura de Toralba y Salomon, y afirma que el islam no difiere sustancialmente de ellos. Destaca que el Corán llama a imitar la fe de Abraham y que los ritos musulmanes son necesarios pero sobrios, sin imágenes ni espectáculos que distraigan del culto a Dios. Justifica la presentación sensorial del paraíso coránico como una pedagogía para retener a los malvados mediante premios y castigos, pero insiste en que la ley islámica propone la justicia universal, la compasión hacia los débiles, y la purificación del alma, simbolizada en los lavados corporales.

Toralba sostiene que quienes sobrecargan la religión con ritos excesivos la corrompen en superstición, pero que aquellos que los eliminan completamente destruyen la religión desde su raíz, como un viñador que en lugar de podar las ramas, corta la vid desde el suelo. Por ello, incluso las nuevas religiones deben conservar ciertos ritos y promesas si quieren perdurar, como los beneficios y el respeto hacia los sacerdotes, afirmando que la falta de diezmos atrae pobreza y ruina, según la promesa de Dios en el libro de Malaquías.

Octavius secunda esta idea señalando que Mahoma se preocupó de que los sacerdotes del islam vivieran con dignidad, evitando así que la pobreza desprestigiara la religión. Curtius, sin embargo, critica duramente a Mahoma, acusándolo de falsario al confundir a la Virgen María con la hermana de Moisés y Aarón, lo que evidencia ignorancia histórica. Denuncia la veneración de tumbas en el islam y relata, apoyándose en el testimonio de León el Africano, un episodio escandaloso ocurrido en El Cairo, donde un acto público de adulterio fue celebrado ritualmente y presentado como si fuera una experiencia religiosa.

Salomon reacciona con repugnancia ante estos relatos y lamenta que la religión pueda ser manipulada con promesas falsas, recordando que Dios, al contrario, suele dar incluso más de lo prometido, y que la verdadera recompensa es la vida eterna, no placeres sensuales. Onkelos, el traductor caldeo, había interpretado que incluso cuando la ley promete vida, se refiere a la vida eterna. Salomon también advierte que quien cree que las recompensas son fábulas, probablemente también considerará los castigos como tales, con lo cual se entrega al vicio sin freno.

Octavius, en una defensa audaz, apela a la pedagogía política de Platón y Xenofonte, según la cual es lícito mentir al pueblo si con ello se consigue el bien común; en este caso, Mahoma habría ideado esas recompensas para atraer a pueblos inclinados a la lujuria, como los de las regiones del sur, hacia una religión monoteísta y virtuosa. Añade que el Corán exalta la castidad en numerosas ocasiones, y que si bien describe un paraíso placentero, eso no implica que fomente el vicio en esta vida. Según él, Mahoma diseñó tales recompensas no como incitación al placer, sino como freno al pecado y estímulo para la obediencia.

Salomon, sin conceder totalmente, afirma que el monoteísmo del islam deriva de la ley divina, pero critica que Mahoma haya mezclado verdades con invenciones bajo la excusa de una revelación por medio del ángel Gabriel. Octavius, por su parte, insiste en que la misión de Mahoma fue necesaria para alejar a los pueblos asiáticos y africanos del politeísmo y del culto idolátrico a Cristo o Júpiter, y que el islam se basó en dos estrategias eficaces: ofrecer libertad a los esclavos y prohibir la crítica doctrinal bajo pena de guerra. Rememora cómo los ejércitos islámicos conquistaron vastos territorios e incluso atrajeron a cristianos arrianos, nestorianos y sabellianos al afirmar que Cristo era un profeta pero no Dios.

Curtius reacciona con firmeza y desprecio hacia esta aparente tolerancia teológica, y rechaza los concilios arrianos como falsas conspiraciones heréticas que niegan los dogmas fundamentales de la Trinidad y la divinidad de Cristo, fundamentos que, recuerda, fueron confirmados por el concilio de Nicea. Para él, los sínodos que aceptaron el arrianismo no fueron verdaderos concilios sino alianzas de impíos, y afirma que los herejes no deben ser considerados autoridad religiosa alguna, por más numerosos que hayan sido.

Cuando Octavius se dispone a replicar invocando la antigüedad del cristianismo, Coronaeus interrumpe para cerrar la sesión, recordando que el debate ha sido extenso y que sería mejor posponerlo hasta después de la comida. Anuncia que el próximo encuentro abordará una cuestión aún más sutil y polémica: si es lícito que un hombre justo piense algo distinto en su interior de lo que profesa públicamente.

Conclusión

El Lib ro IV del Colloquium heptaplomeres se erige como un profundo examen de las religiones reveladas —judaísmo, cristianismo e islam— a través de un debate plural en el que se confrontan no solo doctrinas y ritos, sino también la validez de la ley natural como fundamento suficiente para la salvación humana. A lo largo de sus diálogos, los interlocutores exploran el sentido del sábado, la función de los símbolos y ceremonias, la crítica a la idolatría, y el papel pedagógico de las promesas celestiales. La figura de Mahoma es evaluada con pasión, admiración y escepticismo, al tiempo que se reflexiona sobre los límites entre fe, razón y utilidad política. La discusión culmina en la afirmación, compartida por Salomon, Toralba y Octavius, de que la ley natural —anterior y superior a los ritos positivos— puede bastar para alcanzar la virtud, aunque reconocen que los ritos, sabiamente aplicados, tienen un valor disciplinante y simbólico. Así, el Libro IV no solo pone en crisis la legitimidad exclusiva de cada religión, sino que propone una visión tolerante, racional y universalista de la relación entre el ser humano y lo divino.

miércoles, 16 de abril de 2025

Ibn Arabi - Tratado de la Unidad

 


El Tratado de la Unidad (Risālat al-Aḥadiyya) de Ibn ʿArabī no es simplemente una obra mística, sino una profunda reflexión teológico-filosófica sobre la naturaleza absoluta del Ser. En esta obra, el gran maestro andalusí expone la unicidad divina no como una afirmación conceptual, sino como una vivencia ontológica radical, que disuelve toda dualidad entre el yo y Dios. A través del célebre hadiz "Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor", Ibn ʿArabī conduce al lector por un viaje donde la existencia personal, los atributos individuales e incluso la extinción misma se revelan ilusorios. Este tratado, traducido por Roberto Pla, despliega una metafísica del Ser en la que sólo Allāh verdaderamente existe, y toda percepción de otredad no es sino el velo que Él mismo ha puesto como manifestación de Su unidad. En estas páginas, intuición y revelación reemplazan a la razón como vía hacia el conocimiento, y el corazón se convierte en el órgano de una gnosis sin igual.


TRATADO DE LA UNIDAD

Ibn ʿArabī se articula como una profunda meditación metafísica y teológica sobre la unicidad absoluta de Allāh (tawḥīd), núcleo de la visión sufí del ser. Inicia con una invocación en la que no sólo se alaba la misericordia divina, sino que se afirma de forma radical que nada precede ni sigue a Allāh, porque no existe nada más allá de Él. No hay antes ni después, ni espacio ni tiempo, ni cualidad ni cantidad que pueda aplicársele sin caer en error. Allāh es sin necesidad de ser Uno ni de ser singular, pues esas categorías mismas ya implican relación, comparación o conceptualización, y todo eso queda excluido cuando hablamos de lo Absoluto.

Arabi niega que Allāh sea una entidad compuesta de nombre y esencia, afirmando que Él es simultáneamente el nombre y lo nombrado, anulando toda distinción sujeto-predicado. Esta no-dualidad se refuerza al señalar que Allāh es el Primero sin anterioridad, el Último sin posterioridad, el Evidente sin estar fuera, y el Oculto sin estar dentro. Se niega, por tanto, la legitimidad de todo pensamiento que, incluso desde la teología, intente establecer una relación de contigüidad, interioridad, transcendencia o inmanencia, porque todo ello presupone una alteridad que no existe.

Desde esta perspectiva, el conocimiento de Allāh no puede darse por medio de las facultades humanas habituales: ni la razón, ni los sentidos, ni siquiera la imaginación o el pensamiento especulativo. La única vía de conocimiento posible es la que Él tiene de Sí mismo. Allāh se conoce a Sí mismo, y su velo es su propia existencia, es decir, no hay nada que le oculte salvo Él mismo: su unicidad no puede ser penetrada por lo creado porque no hay otra cosa que lo creado sea sino su propia manifestación velada.

Cuando Arabi afirma que ni los profetas ni los ángeles pueden conocerle, está estableciendo un punto de vista radicalmente místico: la realidad profética no es sino la manifestación de Allāh a Sí mismo, sin intermediación real. Por eso afirma que el Profeta, el mensaje, la palabra y el receptor no son sino Allāh mismo, negando toda mediación real o exterior. Este es un punto central en la metafísica de Ibn ʿArabī: la revelación es un acto de auto-reconocimiento divino.

A partir de aquí, Arabi introduce una crítica a la doctrina mística del fanā’ (extinción del yo), declarando que hablar de extinción implica que algo existe que puede extinguirse, lo cual es inadmisible en la lógica de la unidad absoluta. Si algo puede dejar de existir, es porque se le ha atribuido existencia, lo cual es idolatría (shirk) en su forma más sutil. Para Ibn ʿArabī, todo lo que no es Allāh no existe; por tanto, no puede ni aparecer ni desaparecer, ni dejar de ser. Así, la gnosis no es el resultado de una extinción progresiva del yo, sino el reconocimiento de que el yo jamás ha sido. La anulación es ilusoria si antes se ha afirmado el ser del sujeto. El conocimiento de Allāh sólo puede darse cuando se reconoce esta radical nada del sí-mismo.

Esta comprensión se vincula con la idea coránica de que Allāh es eterno sin principio ni fin (al-Awwal wa-l-Ākhir), y de que no puede tener compañero ni equivalente. Atribuirle una "pareja" ontológica —una cosa creada que existe junto a Él, aunque sea por Él— es caer en el dualismo teológico y, en último término, en la idolatría. Incluso pensar que algo puede tener existencia por Él o en Él, fuera de su pura realidad, es también un error: no hay "con" Allāh, sólo Allāh.

El filósofo avanza hacia una redefinición de la noción de "proprium" o sí-mismo. Ibn ʿArabī distingue entre el "yo esencial", que es en verdad idéntico a Allāh, y las capas psíquicas cambiantes —como el alma instintiva, el alma moralizante o el alma en paz— que son accidentales y no reales. Estas son designadas en la tradición islámica como estados del nafs, pero no constituyen el verdadero "yo". Por eso el conocimiento del "proprium" es lo mismo que el conocimiento de Allāh: no hay una realidad sustancial en el alma que no sea Él.

Tu piensas que eres, 

mas no eres y jamás has existido. 

Si fueras, serías el Señor, 

el segundo entre dos. 

Abandona tal idea, 

porque en nada diferís vosotros dos 

en cuanto a la existencia. 

Él no difiere de ti y tú no difieres de Él; 

si por ignorancia piensas que eres 

distinto de Él, 

quiere decir que tienes una mente 

no educada. 

Cuando tu ignorancia cesa alcanzas la paz, 

porque tu unión es tu separación 

y tu separación es tu unión; 

tu alejamiento, una aproximación, 

y tu aproximación una partida. 

Siendo así que te vuelves mejor, 

cesa de razonar y comprende 

por la Luz de la intuición, 

sin la cual te olvidas de Sus rayos. 

Guárdate de dar un compañero a Allâh, 

porque en tal caso te envileces 

con el oprobio de los idólatras.

Cuando el Profeta pide a Allāh ver las cosas tal como son, está pidiendo precisamente esa revelación de la "quididad" (māhiyya) de todas las cosas como nada más que Allāh mismo. Ver las cosas como son es ver que no hay cosas; es ver que el ser, el no-ser, el conocer, el visto y el que ve, el profeta, el mensaje y el receptor, todo es una única realidad, velada por su propia manifestación. Así, conocer al sí-mismo es desvelar el Absoluto que lo sostiene sin dualidad.

La Unidad Absoluta y el Conocimiento del "Proprium"

Una vez desvelado este "misterio", el ser humano deja de concebirse como una entidad separada. No hay aniquilación de su ego porque ese ego jamás tuvo existencia. En esta visión, los atributos divinos no se agregan ni transfieren al ser humano, sino que siempre fueron suyos porque nunca hubo otro que Él. Así, no hay "transformación" ni encarnación, sino el reconocimiento de que la realidad es una: la existencia misma es Su faz, y todo lo que muere (en lo literal o en lo simbólico) simplemente se despega de los atributos aparentes para dejar únicamente Su presencia. Lo que parece distinto de Él se desvanece como ilusión.

Para ejemplificar esta idea, Ibn ʿArabī recurre a una analogía gnoseológica: cuando una persona aprende, no cambia su existencia, solo elimina su ignorancia. No hay una nueva realidad, sólo un velo que se levanta. Por tanto, no hay que buscar la eliminación de la existencia personal —eso reforzaría la ilusión de un “yo” real— sino reconocer que esa existencia nunca ha sido real por sí misma. Intentar eliminarla sería envolverse en un acto de dualidad y convertirse, como dice el texto, en un velo frente a Allāh, es decir, en una apariencia que obscurece lo real.

El Wāṣil (el que ha llegado), es aquel que, habiendo trascendido los velos de la dualidad, puede afirmar con legitimidad mística “Gloria a mí”, no por arrogancia, sino por comprensión ontológica: sus atributos no son otros que los de Allāh. Esta no es una afirmación de unión con Dios en sentido cristológico, sino una disolución de toda diferencia ontológica entre el sí-mismo verdadero y el Ser Absoluto. El Wāṣil no se funde con Allāh, no se convierte en Él, ni lo absorbe: simplemente reconoce que jamás fue otro.

En esta misma línea, el texto interpreta ciertas tradiciones proféticas —como la que identifica a Allāh con el tiempo (al-dahr), o con el enfermo y el mendigo— como confirmación de esta unidad: todo lo que se manifiesta es Él, incluso en lo más ínfimo y lo más humilde. Esta perspectiva no hace de Allāh una suma de cosas creadas, sino que desecha la categoría de "cosa creada" al considerar que nada tiene existencia propia: lo visible e invisible son manifestaciones del Ser que es siempre uno, sin límites.

La creación, entonces, no es una producción desde la nada, sino una auto-manifestación constante de Allāh, a través del desvelamiento y el ocultamiento de sus atributos. Esta afirmación, en su formulación más densa, postula que no es que Él “haya” creado, sino que Él es tanto el acto creador como lo creado, tanto el Nombre como lo Nombrado. Lo dice explícitamente: “Él es el Creador Sublime y de todos los días”, indicando que la creación es un proceso continuo, eterno, sin antes ni después.

A nivel lógico y teológico, esta afirmación conduce a una posición que niega absolutamente la existencia de cualquier “otro” fuera de Allāh. La idea de que haya un “distinto de Él” se rechaza porque presupone la posibilidad de una segunda existencia, lo que destruiría la unicidad (aḥadiyya) absoluta del Ser. Así, toda idea de otro (bi-existencia) es ilusoria: si existe algo que parece otro, ese otro también es Él, porque nada puede existir fuera del Único.

Al declarar que “morir antes de morir” es conocer el “proprium”, Ibn ʿArabī reintegra la ética ascética y el desapego místico dentro de una visión ontológica más radical: el conocimiento del sí-mismo no es una práctica psicológica, sino una experiencia ontológica de la no-existencia propia. Quien se aproxima a Allāh no lo hace por transformación, sino por realización. Por eso, cuando Allāh ama a su adorador y se convierte en su oído, vista, lengua, etc., no se trata de una metáfora afectiva, sino de una constatación metafísica de unidad: no hay “yo” que escuche, sino Él escuchándose a Sí mismo.

El filósofo sostiene que conocer a Allāh no depende de un proceso de aniquilación de la existencia (fanā’), sino de un reconocimiento radical: la inexistencia real de todo aquello que parece separado de Allāh. La existencia del ser humano, en este marco, no es suya ni proviene de él, sino que es Su existencia, y cualquier percepción de dualidad es ignorancia espiritual. De ahí que el profeta no diga “quien se extingue, conoce a su Señor”, sino “quien se conoce a sí mismo”, pues esa autognosis revela que no hay otro que Él.

La distinción entre unión y separación también se disuelve: no hay tal cosa como acercarse o alejarse de Allāh, ya que no hay dos entidades entre las cuales pueda haber relación. Hablar de unión implica pluralidad; sin embargo, Allāh es Único y sin igual. Las aparentes separaciones o fusiones son ilusiones producidas por la mente, que no pueden aplicarse a la Realidad Última. Por ello, Ibn ʿArabī propone una comprensión sin pensamiento discursivo, una aprehensión directa e intuitiva (dhawq) de que el sí-mismo es Él —no por una mezcla, no por transformación, sino porque jamás hubo otro que Él.

La alegoría entre Mahmûd y Muhammad ilustra esta idea: no hay una transformación o fusión de identidades, sino un reconocimiento de lo que siempre fue. Así, quien se percibe a sí mismo como otro —como algo distinto de Allāh— simplemente no se ha reconocido. Y al reconocerse, la diferencia desaparece, como desaparece el error cuando se disipa la ignorancia. La conciencia que surge no es producto del razonamiento, sino de la luz de la intuición, que revela lo que ha sido siempre: que “el que conoce” y “lo conocido” son uno solo; “el que llega” y “el que es llegado” son el mismo. Este reconocimiento elimina toda forma de idolatría, entendida aquí como cualquier afirmación de existencia separada respecto de Él. Así, Ibn ʿArabī no propone una fusión con Allāh, sino la conciencia de que jamás ha habido separación.

Aniquilación

Ibn ʿArabī lleva su visión de la unicidad divina (tawḥīd) hasta sus consecuencias más radicales, afirmando que no hay, ni ha habido jamás, ninguna existencia fuera de Allāh. La aniquilación, dice, presupone una existencia previa que pueda ser extinguida, lo cual es absurdo desde su perspectiva: no puede dejar de existir lo que nunca ha existido por sí mismo. Así, todo lo que se percibe como distinto de Allāh no es sino una ilusión, fruto de la ignorancia del proprium o sí-mismo, que no es otra cosa que la propia existencia de Allāh manifestándose.

El gnóstico verdadero, al conocer su proprium, alcanza una forma de saber que no es otra que la que Allāh tiene de Sí mismo. Y este conocimiento no depende de la razón, ni de los sentidos, ni de categorías mentales humanas, sino de una visión directa, una iluminación interior —una intuición ontológica. Quien alcanza ese grado de percepción ya no ve separación alguna: "el que ve" y "lo que es visto", "el que crea" y "lo creado", son una misma realidad. Todo acto de percepción es, en verdad, Allāh percibiéndose a Sí mismo.

Ibn ʿArabī anticipa objeciones comunes. ¿Cómo puede decirse que una inmundicia es Allāh? La respuesta no niega la trascendencia divina, sino que señala que solo aquellos cuya percepción ha sido purificada —los "videntes"— pueden entender que, en el nivel más profundo, todo lo que es, lo es por y en Allāh, aunque no todo sea Él en su pureza. Del mismo modo, el verso coránico que dice "las miradas no pueden alcanzarle" no se opone a esta doctrina, porque la mirada que Le alcanza no es otra que la Suya. Ningún ser creado ve a Allāh: es Allāh quien Se ve a Sí mismo.

Mi "naturaleza íntima" es la Suya, 

realmente, sin falta ni defecto. 

Entre nosotros dos no hay tiempo 

y en mi alma el mundo oculto se manifiesta. 

Después de haber conocido mi alma 

sin mezcla ni desorden, 

he llegado a la unión con el objeto de mi amor, 

sin largas ni cortas distancias. 

He recibido las gracias, sin que nadie a mí descienda, 

sin reproches ni motivos. 

No he destruido mi alma por Su causa, 

ni tengo duración temporal que pueda destruirme

El poema que cierra el texto es una proclamación de esta experiencia de unidad: Arabi afirma no tener ya distinción ni límites, ni necesidad de mediaciones. Ha comprendido que no hay nada más que Allāh, que el mundo no es otra cosa que la manifestación de Su ser, y que todo lo que cree verse como distinto está atrapado en una ilusión de separación. Pero esta comprensión no es para todos: Ibn ʿArabī aclara que sus palabras son solo para quienes sinceramente buscan, con intención pura, esa Gnosis; no para los que permanecen ciegos por ignorancia voluntaria. En suma, conocer el proprium es, en verdad, conocer a Allāh; y ese conocimiento es la disolución total de la dualidad.


Conclusión

El Tratado de la Unidad es la expresión más refinada del pensamiento unitivo de Ibn ʿArabī, en la que la teología se convierte en experiencia directa y la filosofía se disuelve en iluminación. A través de una lógica paradójica que trasciende toda forma de racionalismo, el autor afirma que no hay nada fuera de Allāh, ni antes, ni después, ni dentro ni fuera. No hay unión posible, porque no hay dos que unir: Él es el conocedor y lo conocido, el que mira y lo mirado. Quien verdaderamente se conoce a sí mismo, sabe que su existencia no le pertenece y que su "propio ser" no es sino el Ser absoluto. Lejos de ser una teoría abstracta, esta visión exige una transformación interior radical, una muerte espiritual que no aniquila, porque lo que no existe no puede extinguirse. Así, este tratado es más que un texto: es una llave a la contemplación pura, donde la única realidad es la del Único.