martes, 8 de octubre de 2024

Domingo de Soto - La ocultación y revelación de secretos (1541)

 


Esta es otra de las relecciones dada por Domingo de Soto en la Universidad de Salamanca. La obra comienza con un propósito moral y jurídico sobre la corrección fraternal, que consecuentemente aborda otros temas jurídicos de alta relevancia. Sin embargo, también tiene un componente eminentemente teológico, ya que las leyes canónicas son fuente de Derecho Público en aquellos momentos. Este no es un apunte como la mayoría de las relecciones, sino que fue un texto por el cual se pretendía que fuera impresa para conocimiento de todos. Veamos de que trata esta obra. 



LA OCULTACIÓN Y REVELACIÓN DE SECRETOS

El propósito de esta obra es entender el silencio que se debe tener a la hora de llevar asuntos ajenos. Se sabe que divulgar los secretos de un amigo no solo es una infidelidad, sino una ligereza y una falta de respeto. Por lo demás, también es reprochable ocultar un crimen cuando un juez está interrogando. 

Para comenzar a abordar este tema De Soto nos propone la siguiente frase:

''El engañador descubre los secretos; el de espíritu leal encubre los secretos de un amigo''

(Proverbios 11:13)

Teniendo en cuenta este versículo, De Soto resolverá el tema que nos atañe en esta relección.


SECCIÓN PRIMERA

Cuestión 1:

¿Es una obligación de la fe ocultar un secreto?

Para responder a esta pregunta, comencemos diciendo que la fe es una virtud intelectual y guardar un secreto una virtud moral, por lo que se entiende que guardar un secreto no es una obligación de la fe.

Ahora bien, la fe es parte y especie de la justicia, y como diría Cicerón, fundamento de toda justifica. Pero guardar un secreto no sería un acto de justicia, de hecho, para Aristóteles tampoco lo es, porque la justicia es siempre realizada para con otro. En verdad, el guardar un secreto es acto de caridad y amistad, antes que todo. Pertenece, en este caso, mucho más a la prudencia que se discierne entre un tiempo de callar y otro de hablar. 

Así se habla en Proverbios 11:12, ''Quien desprecia al amigo es insensato; e hombre discreto calla'', es decir, callar en público y reprender en lo oculto. 

Es destemplanza y vanidad parlotear los secretos temerariamente y sin causa. El que temerariamente divulga secretos es llamado charlatán. Se prueba entonces que guardar un secreto es un asunto más de templanza que de fe. 

Sin embargo, tenemos el versículo de proverbios 11:13 que habíamos establecido al principio, donde pareciera ser que el secreto sí es una cuestión de fe. De Soto nos pide analizar. 

El Secreto en general

La palabra "secreto" se interpreta de manera parcial, es decir, como algo que está oculto o es un arcano. Esta interpretación sugiere que "secreto" podría no tener raíces en el latín, aunque De Soto argumentará que esto no es del todo preciso.

En el ámbito jurídico, el término "secreto" puede referirse a algo que se dice en privado, sin testigos, es decir, de forma ''aislada''. Esta interpretación implica que el secreto se refiere a algo que se guarda o se discute de manera reservada.

En el derecho romano, "secreto" también podía significar algo que se mantiene en secreto por su propia naturaleza. Por ejemplo, se cita la ley "Omne delictum", donde se señala que aquellos que revelan secretos al enemigo son considerados traidores. Además, se menciona a Quintiliano, un retórico romano, quien usó el término "secreto" en el sentido de un consejo profundo o reservado.

En lo que respecta a nuestra cuestión, hablamos del secreto en toda la obra de modo formal, es decir, refiriéndonos a algo que por su propia condición es merecedor de guardarse en secreto, como acaece en lo malo o pecaminoso o pernicioso si se revelara. Esto porque nadie tiene necesidad de revelar la obra de alguien, pues no ocasiona perjuicio. 

Ahora bien, De Soto nos ofrece un ejemplo bíblico para ilustrar que no siempre se oculta lo que es positivo o glorioso. Se menciona el caso de los ciegos curados por Cristo en el evangelio de Mateo. Aunque Jesús les pidió que no contaran el milagro para evitar la alabanza humana, los ciegos lo revelaron por gratitud. Este ejemplo sirve para mostrar que la revelación de ciertos secretos no siempre es considerada inapropiada o incorrecta, especialmente si está motivada por la gratitud o la verdad.

Formas del secreto

Lo que es notorio, es decir, conocido públicamente, no se considera secreto si ha sido difundido con infamia. En otras palabras, si algo se ha hecho público de manera deshonrosa, ya no se trata de un secreto. De Soto menciona que se llama "secreto" a todo lo que la Iglesia tolera, refiriéndose específicamente a situaciones que no se han hecho públicas o que están protegidas por algún tipo de confidencialidad eclesiástica.

También se le llama secreto a aquello que no puede probarse ante un juez, como cuando solo existe un testigo sin otros indicios. Así mismo, llamamos secreto a aquello que no ha sido denunciado judicialmente ni tiene sentencia condenatoria, aunque haya pruebas.

Doble género de fe

La primera acepción de la "fe" se refiere a una virtud intelectual. Según esta definición, la fe es un hábito por el cual adherimos firmemente a las palabras de alguien debido a nuestra confianza en su verdad y constancia. Aristóteles, en su obra "Tópicos," define la fe como una "opinión vehemente" o un "asentimiento sin vacilación." Esta forma de fe es una convicción firme en algo que se percibe como verdadero, aunque no se profundiza más en este tipo en el pasaje.

La segunda acepción de "fe" se relaciona con la voluntad y la moral. Aquí, la fe se describe como un hábito por el cual una persona cumple lo que ha dicho o prometido, generando confianza en los demás sobre su cumplimiento. A esta forma de fe también se le llama fidelidad. El autor destaca que esta fe tiene que ver con la certeza de que alguien cumplirá su palabra. Se cita a Cicerón, quien dice que "fe es la sustancia y la verdad de lo dicho y lo convenido," destacando así la importancia de la honestidad y la confiabilidad.

La palabra "fe" en latín (fides) sugiere su significado a través de sus componentes: "fi" (de la raíz que implica hacer) y "des" (de decir). De ahí que fe tenga un fuerte componente de actuar conforme a lo que se dice. Los romanos valoraban tanto esta virtud que erigieron una estatua a la Fe en el Capitolio, lo cual subraya su importancia cultural.

Un ejemplo histórico de la fidelidad romana: Marco Régulo, un general romano, quien prefirió morir antes que faltar a su palabra. Este ejemplo subraya la importancia de la fe en el contexto moral, que se refiere a la lealtad y la integridad de cumplir con los compromisos.

Débito legal y débito moral

El primer tipo de fe mencionado es la que está ligada al "débito legal," un deber que tiene bases jurídicas. Aquí, la "fe" se refiere al cumplimiento de obligaciones que son legalmente exigibles, como las derivadas de contratos mercantiles o civiles. Ejemplos específicos incluyen el pago a tiempo de una deuda, el cumplimiento de los deberes mutuos entre esposos, la obediencia de los ciudadanos a las autoridades, y la responsabilidad del príncipe (o gobernante) de proteger y guiar a los ciudadanos a través de leyes y la defensa militar.

Este tipo de fe no se distingue de la justicia; de hecho, se confunde con ella porque ambas implican el cumplimiento de lo que es debido. Cicerón es citado para apoyar esta idea, afirmando que la fe es el fundamento de la justicia, ya que la justicia depende del hecho de que todos cumplan con lo que prometen o deben hacer. Así, cuando alguien sufre una injuria, recurre a la fe de los dioses y los hombres, es decir, a la expectativa de que se haga justicia.

El segundo tipo de fe trata sobre el "débito moral," que no es un deber absoluto como el legal, sino que está relacionado con una "honestidad natural." Aquí, la fe se refiere al cumplimiento de promesas hechas voluntariamente y por pura bondad, sin que exista una obligación legal de cumplirlas. El ejemplo bíblico de Eclesiastés 5,3 se usa para ilustrar este concepto: si alguien hace un voto a Dios, debe cumplirlo, ya que las promesas infieles y necias no le agradan.

Aunque este tipo de fe no constituye una verdadera justicia en sí misma, ya que no surge de una obligación estricta, Santo Tomás señala que es una "parte potencial" de la justicia. Esto significa que, aunque no cumple todas las condiciones para ser considerada una virtud cardinal como la justicia, guarda cierta semejanza con ella, de manera similar a cómo la liberalidad se asemeja a la justicia.

Primera conclusión

La primera conclusión establece que es un deber de fe guardar el secreto ajeno. Esto significa que, desde una perspectiva moral, la fidelidad y la confianza implican la obligación de no divulgar lo que se ha confiado en secreto.

Los actos exteriores están vinculados a las virtudes correspondientes; así, el hábito y sus actos tienen el mismo objeto, es decir, que la acción adecuada a una virtud está determinada por el objeto o fin de esa virtud.

De Soto nos da dos ejemplos: 

  • La Visión y el Color: La visión es el acto propio de la potencia de ver, determinado por el color, que es su objeto.
  • La Misericordia y la Limosna: Dar limosna es un acto de misericordia, porque la miseria (el objeto de la misericordia) mueve a socorrer con la limosna.

El objeto de la fe es hacer lo que se promete y cumplir lo que se dice. Guardar un secreto es, por lo tanto, un acto de fidelidad que está en línea con la virtud de la fe.

Así como el objeto de la fe mueve a cumplir promesas, también mueve a guardar secretos. Esto se ve como un deber que está estrechamente ligado a la fe. De Soto menciona que este deber no solo es moral, sino que también tiene una dimensión legal o formal en contextos específicos, por ejemplo, los diputados, canónigos y otros funcionarios públicos tienen la obligación de guardar secretos debido a juramentos que hacen. Este deber es parte de su rol y responsabilidad.

Segunda conclusión

Guardar un secreto, ya sea por obligación pública o por honestidad natural, es un deber que se relaciona con la virtud de la justicia. Cuando una persona está obligada a guardar un secreto por ley o por su oficio (como un diputado, un canónigo o un sacerdote en confesión), hacerlo es una exigencia de justicia y, en algunos casos, también de religión, cuya violación es grave. Por otro lado, cuando el secreto se guarda por honestidad natural (sin obligación legal), sigue siendo un deber moral, aunque no se considera estrictamente, sino que potencialmente parte de la justicia. 

Tercera conclusión

Guardar secretos personales no es un deber de fe, sino un acto de continencia (autocontrol) y caridad hacia uno mismo. La razón es que la fe está relacionada con la justicia, y no se puede hablar de justicia o injusticia hacia uno mismo. La importancia de la continencia y la caridad radica en que, al guardar un secreto propio, se protege la propia fama y se evita la imprudencia y frivolidad que implicaría revelar información personal innecesariamente.

Ahora bien, frente a esto existen tres objeciones:

Primera Objeción: Se cuestiona si guardar el secreto ajeno es un acto de caridad o amistad, argumentando que la caridad debería ser la virtud que mueve a guardar secretos. La respuesta del texto es que, aunque la caridad impulsa todas las virtudes, guardar secretos ajenos es específicamente un acto de fe, no de caridad. 

Segunda Objeción: Se plantea la cuestión de si la prudencia es la virtud que debe guiar cuándo se debe guardar o revelar un secreto, ya que la prudencia determina los medios adecuados para alcanzar un fin virtuoso. La respuesta del texto cita a Aristóteles, afirmando que aunque la prudencia decide sobre los medios, es la fe la que inclina a no revelar lo secreto, y la prudencia ayuda a determinar cuándo es adecuado hacerlo. 

Tercera Objeción: Se sugiere que un mismo acto, como revelar un secreto, podría estar vinculado a más de una virtud o vicio, lo que complicaría la categorización del acto. La respuesta del texto es que, aunque revelar un secreto es principalmente un acto de infidelidad, también puede ser causado por incontinencia o debilidad, ya que las virtudes están interrelacionadas y la pérdida de una puede afectar a las demás.

Cuestión 2:

¿Existe precepto de guardar el secreto del próximo?

Opiniones negativas

En el Evangelio de Juan, Jesús reveló que uno de sus discípulos lo traicionaría, aunque no mencionó el nombre de Judas explícitamente. Esto se utiliza para argumentar que no siempre es necesario guardar secretos sobre los pecados, especialmente cuando se trata de advertir o corregir a otros.

Encontramos en Levítico 5, 1 el pasaje de la ley mosaica dice que si alguien oye un juramento falso y no lo denuncia, es culpable. Se interpreta que, similarmente, si se conoce un pecado, debería ser denunciado, incluso si es secreto. 

San Agustín argumenta que no es justo condenar a quien denuncia un malvado, ya que es necesario conocer los delitos para la justicia. Esto implica que no hay una obligación general de guardar secretos sobre crímenes.

Según el evangelio de Mateo, los preceptos del Decálogo cubren las normas esenciales para la salvación, pero no incluyen un mandamiento específico sobre guardar secretos. Esto sugiere que no hay un precepto explícito para mantener secretos en general.

Al igual que es aceptable profetizar sobre pecados futuros sin usar magia, también se debería poder revelar pecados pasados. Los astrólogos, por ejemplo, pueden predecir pecados futuros basándose en la observación de los astros sin ser castigados, lo que se usa para argumentar que revelar pecados pasados también podría estar justificado. Por otro lado, los historiadores a menudo revelan pecados ocultos en sus relatos. La práctica de divulgar estos pecados históricos muestra que no hay una obligación universal de mantener secretos sobre ellos.

Contrario a estas opiniones

Según el evangelio de Mateo, se nos enseña a hacer a los demás lo que queremos que nos hagan a nosotros. Guardar secretos es considerado una forma de fidelidad, que es una parte de la justicia. Se argumenta que no hay un precepto específico de guardar secretos, pero es una virtud relacionada con la justicia y la fidelidad.

Aunque guardar secretos es visto como una virtud, aún queda por determinar si es un precepto moral, porque hay muchas cosas que se toman meramente como consejos. Se compara con la pobreza y la virginidad, que Cristo y San Pablo proponen como consejos para la perfección, no como mandamientos obligatorios.

Primera conclusión

Obligación de guardar el secreto ajeno que se refiere al próximo por derecho natural, divino y humano.

Que guardar el secreto sea de derecho natural, se entiende porque las acciones virtuosas siempre se demuestran y enseñan, mientras que las vicios se ocultan. Las virtudes son dignas de publicidad y en cambio, los pecados son ocultados; de ahí que se llame luz a las virtudes y tinieblas a los pecados. 

En segundo lugar, el daño que provocaría no solo a quien lo guarda sino al que está involucrado. 

En tercer lugar, el fin que tiene el secreto es generar y robustecer la amistad entre los hombres. En efecto, cuando se guarda un secreto y así se hace efectivamente, se genera un lazo de confianza que es propia de la amistad. Si esto no fuere posible, nadie podría contarse absolutamente nada y viviríamos preocupados. 

Entre las personas que más deben obedecer el guardar secretos son las autoridades públicas, sobre todo en períodos de guerra. 

Es necesario que exista el secreto y es una cuestión de la naturaleza, pues los hombres son naturalmente sociales. Si se descubren los secretos, entonces se producirían desordenes indeseados y la ruina de la sociedad.

Sin embargo, guardar el secreto no es solo una cuestión de derecho natural sino que de derecho natural positivo.

''Si te llega el pecado del hermano, repréndele a solas con él''

(Mateo 18:15)

Por lo demás, tampoco se debe reprender al próximo por meras conjeturas. Por eso se dice:


''No juzguéis o seréis juzgados''

(Mateo 7:1)

Esto se sigue porque la vida da el tiempo suficiente para que aquella fama pueda sanearse durante dicho lapso. Así, el pecador puede aprovechar que su secreto está guardado para mejorar su fama. También se entiende que Dios haya dejado los pecados ocultos, pues el día del juicio final no será necesario que estos estén de esa forma. 

Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios.

(1 Corintios 4:5)

Esto también se prueba por el derecho humano positivo, por ejemplo, en el caso de que nadie puede acusar a alguien de algún delito, a menos que sea ante el juez. 

Segunda conclusión

El precepto de guardar secreto es negativo, a pesar de que tenga forma positiva.

Esto es porque el secreto siempre se debe guardar a menos que sea delante del juez, por lo cual obliga siempre. Quien revela el secreto sin ventilarlo ante el juez, hace un daño a la otra persona y peca por ello. El pecado de no guardar el secreto es similar al pecado de difamar al prójimo. 

Tercera conclusión

Revelar el secreto ajeno temerariamente y sin razón es pecado mortal por su materia, menos grave ciertamente que el homicidio o adulterio, pero más grave que el robo.

Es pecado mortal porque contraviene la caridad. El acto de revelar un secreto de otra persona, especialmente si es un crimen, daña la reputación y la fama de esa persona, lo que se considera una forma de daño grave, similar a un robo de la honra. Este daño no solo afecta la reputación en el presente, sino que puede tener repercusiones a largo plazo en la vida de la persona afectada.

La infamia, o el daño a la fama de una persona, es más grave que el daño a los bienes materiales o incluso que el homicidio, en ciertos contextos, porque afecta la percepción pública y la dignidad de la persona. Se menciona que el adulterio es similar en gravedad porque también afecta la fama y el honor.

La pérdida de la fama es peor que la perdida de bienes temporales, pues es un bien espiritual y no material. Por lo demás, la infamia de uno redunda en la infamia de todos; Agustín da un ejemplo de que un monje que sea infamado, infamaría a todo el convento. 

Hay grandes personajes que han considerado el secreto como algo que debe respetarse:

  • Autor cómico: No se menciona explícitamente quién es, pero se cita una frase suya que dice: "A quien veas que compra su fidelidad por dinero, no le encomiendes tus secretos, pues los sabios no actúan así." Aquí, el autor cómico critica a aquellos que valoran más el dinero que la fidelidad en los secretos, subrayando que las personas sabias no confían en aquellos que pueden ser comprados.
  • Sócrates: Es mencionado como un admirador de la virtud de la fe en los secretos por razones naturales, es decir, por principios morales y racionales, más que por riquezas. Este pasaje sugiere que Sócrates valoraba la discreción y la fidelidad en los secretos como una virtud fundamental, conectada con la razón.
  • Catón: Referido probablemente a Catón el Viejo, quien es alabado por cuidar con gran respeto los secretos de sus amigos. Esto demuestra que para Catón, la lealtad y la confidencialidad eran virtudes esenciales en la amistad, lo cual le ganó reconocimiento y admiración.
  • Simónides: Este poeta griego despreciaba a quienes no sabían guardar secretos, comparándolos con el esclavo de una comedia que revela todo a través de "todos sus agujeros." Simónides destaca la importancia de la discreción y desprecia a aquellos que son incapaces de mantener la confidencialidad.
  • Filósofos antiguos: Se menciona que los grandes filósofos valoraban tanto la fidelidad en los secretos que incluso establecieron ceremonias simbólicas en los templos donde ciertos misterios no podían revelarse fuera. Esto muestra cómo la discreción y la confidencialidad eran valores sagrados y profundamente respetados en las tradiciones filosóficas antiguas.
  • Plutarco: Es mencionado en relación con su obra "De liberis educandis," donde argumenta que los hombres se acostumbran a respetar y callar los secretos, lo que sugiere la importancia de la educación en la formación de la virtud de la discreción.


Cuartra conclusión

El pecado más grande en igualdad de circunstancias, revelar el secreto al que estamos obligados por justicia, que aquel al que solo estamos obligados por honestidad natural.

Lo más importante con respecto al secreto es el que deben mantener aquellos que tienen un deber público, es decir, es más grave que un diputado o un canónigo revele un secreto, que una persona particular. Además, este último antentaría no solo contra el derecho natural sino que también al divino por el sacrilegio. 

Su fundamento no está escrito, pero existe un sigilo sacramental que los canónigos deben siempre guardar, incluso aunque sea por el bien de la humanidad revelarlo. 

Grados del secreto

El primer es el sigilo sacramental, luego el secreto público fuera de confesión, el arrancado injustamente a una persona privada; por ejemplo,el caso del juez que obliga a revelar un secreto en juicio y que está obligado a no revelarlo; luego, el de quien sin obligación y prometiendo callar, recibe la confidencia de un amigo. Finalmente, quien ve u oye un secreto y debe guardarlo solo por honestidad natural. 

Quinta conclusión

Quien revela un secreto inconsideradamente y sin motivo, está obligado a restituir la fama.

El problema es el modo en que se da esta restitución, pues si se retracta estaría mintiendo, y si se dice que exageró, quiere decir que lo que dijo es y equivale a confirmar que es verdad lo que se dice. 

Como dice santo Tomás de Aquino, la fama se debería restituir con otros bienes porque no es posible devolver algo inteligible como lo es la fama. 

Sin embargo, De Soto nos da algunos argumentos adicionales para resolver esta cuestión.

En primer lugar, nos dice que se debe seguir el ejemplo de Cristo cuando señaló, antes de los acontecimientos de sus acusaciones, que existía un traidor entre ellos. Como recordarán, lo hizo sin decir quien fue, sino que como profeta se limitó a decir lo que ocurriría después.

En segundo lugar, la fidelidad de guardar el secreto tiene como base el octavo mandamiento; el falso testimonio, pues lo que no se tiene por probado se considera falso. 

En tercer lugar, a los astrólogos les es permitido hacer predicciones del futuro y que anuncien sucesos humanos, siempre y cuando guarden os rasgos personales. Si el astrólogo dice que tal hombre tendrá tal comportamiento, no es revelar un secreto pues es algo que puede estar dentro de la naturaleza, lo que no es lo mismo si se dice que este hombre matará a tal otro. 


Cuestión 3:

¿Es pecado mortal difamarse a uno mismo, revelando inconsideradamente un delito propio?

Empezaremos con los argumentos afirmativos:

  • Eclesiástico 41,15: Enfatiza la importancia de mantener un buen nombre, lo cual puede ser interpretado como una advertencia contra la revelación de delitos que podría dañar la reputación.
  • Isaías 3,9: Critica a aquellos que manifiestan abiertamente sus pecados, comparándolos con Sodoma, sugiriendo que es incorrecto no ocultar las faltas.
  • Salmos 51,3: Pregunta retóricamente por qué alguien se gloría en el mal y en la iniquidad, insinuando que divulgar el pecado es indigno y pecaminoso.
  • Naturaleza del Pecado: Se argumenta que el pecado, por su propia naturaleza, es algo oculto y que revelar el pecado va en contra de esta naturaleza. Por lo tanto, este acto podría considerarse un pecado mortal, ya que va en contra de la esencia del pecado.
  • Valor de la FamaSe afirma que la fama es un bien y que desestimarla es un pecado grave, ya que contraría el deseo natural de todos de mantener una buena reputación.

Comprendiendo esto así, difamarse a sí mismo también sería un acto pecaminoso. Esto porque la caridad existe en nosotros mismos, y el acto de difamarse es dañarse a uno mismo es un acto que se realiza en contra de la naturaleza (en contra del derecho natural). Si bien conservar la vida es lo esencial en el ser humano, conservar la fama es para los demás como diría san Agustín de Hipona. 

Sin embargo, Aristóteles dice que donde no hay injuria (daño injusto), no puede haber pecado mortal. Según Aristóteles, nadie es injusto consigo mismo, por lo tanto, revelar el delito no sería necesariamente un pecado mortal si no hay un daño real o injusto implicado.

Primera conclusión

Revelar el delito propio temerariamente y sin motivo es pecado.

Un pecado sin motivo es dañino porque afecta tanto la naturaleza del pecado, que debe permanecer oculto, como la fama, que debe protegerse. Sin embargo, la revelación es considerada positiva y virtuosa si se hace para buscar consejo o superar la tristeza.

Segunda conclusión

En razón de su sola materia, no es contra la justicia, sino sólo fuera de la caridad, por la que estamos obligados a amarnos a nosotros mismos y a nuestras cosas.

También esta conclusión ha sido probada en la primera cuestión, ya que la justicia, como dijo Aristóteles en el libro V de los Éticos es para con otro, mientras que consigo mismo ni hay justicia ni injusticia y a quien consiente, como allí mismo afirma Aristóteles, no se le hace injuria. Por lo tanto quien disipa su fama, en cuanto tal, no injuria a nadie, mientras no se le añadan otras circunstancias.

Tercera conclusión

Que alguien revele su propio delito sin motivo, no es pecado mortal, sino solo venial, según mi estimación.

Revelar un delito propio sin motivo no es un pecado mortal, sino venial. Aunque esta idea ha sido discutida y defendida en entornos académicos, no se ha presentado una justificación completamente convincente. Además, se explica que revelar un delito personal solo daña la propia reputación, a menos que se haga por vanidad o complacencia en el pecado, lo que agravaría la falta.

De Soto presenta dos puntos de vista opuestos sobre la moralidad de difamarse a uno mismo. Por un lado, Cayetano argumenta que difamarse es un pecado mortal comparable al suicidio, ya que va contra la justicia y la caridad al dañar la reputación propia, que es necesaria para la Iglesia y la sociedad. Además, sostiene que este acto siempre es un pecado mortal, incluso en circunstancias extremas, y que quien lo comete debe reparar su propia fama. Por otro lado, se argumenta en contra de Cayetano, afirmando que difamarse a sí mismo no es, en razón de la sola materia, un pecado mortal. Se argumenta que, si la buena fama no es esencial para la virtud espiritual, no se viola la caridad al descuidarla. Además, comparándolo con la dilapidación de la fortuna, que no es pecado mortal a menos que afecte a otros, se concluye que difamar la propia fama, al igual que los bienes materiales, no excede el pecado venial en razón de la materia.

Dos géneros de bienes

Cayetano introduce una distinción crucial entre dos tipos de bienes: aquellos sobre los que tenemos dominio, como el dinero y las riquezas, que podemos disponer libremente, y aquellos sobre los que no tenemos pleno control, como la vida, que no podemos quitar sin cometer un pecado mortal. Según Cayetano, el honor y la fama se asemejan más a la vida que a los bienes materiales; por tanto, considera que las personas no tienen dominio absoluto sobre su propia fama. Esta pertenece tanto a Dios como a la sociedad. Por consiguiente, difamarse a uno mismo es, en su opinión, cometer una injusticia contra la sociedad, obligando a quien lo hace a restituir la reputación que ha dañado.

De Soto se opone a la visión de Cayetano, argumentando que el honor y la fama son más similares a las riquezas, sobre las cuales tenemos dominio y libertad para disponer, a diferencia de la vida, que pertenece a Dios y a la sociedad. Según nuestra perspectiva, no existe un mandamiento específico que prohíba descuidar la fama, como sí lo hay para la vida en el mandamiento "no matarás". San Agustín y Santo Tomás sostienen que el suicidio es un pecado mortal porque va en contra de la caridad debida a uno mismo y la justicia hacia la sociedad. Sin embargo, la fama y el honor, aunque son bienes valiosos, están bajo nuestro control y su descuido no constituye un pecado mortal. A diferencia de Cayetano, que equipara la fama con la vida, nosotros sostenemos que la fama y el honor se rigen por nuestro libre albedrío y no requieren restitución a la sociedad, ya que no hay una norma explícita que nos prohíba disponer de ellos a nuestra voluntad.

Aunque la fama y el honor son bienes más valiosos que las riquezas, en ocasiones se valora más una gran riqueza que la fama. Por ejemplo, alguien podría preferir una gran cantidad de plata a una pequeña cantidad de oro, aunque el oro sea más valioso que la plata. Si podemos disponer libremente de grandes riquezas, también podemos hacerlo con nuestra fama y honor. Además, como señalan los moralistas, la fama puede ser compensada con dinero; una persona pobre podría preferir esta compensación económica, lo que sugiere que la persona tiene dominio sobre su propia fama, al igual que sobre otros bienes exteriores.

Cristo nos enseña en Mateo 5,3 a despreciar las riquezas, la fama y la gloria mundana, destacando que la verdadera felicidad no reside en estos bienes. En I Juan 2,16, se nos advierte sobre la concupiscencia de la carne, la codicia de riquezas y la soberbia de la vida, los cuales son considerados deseos mundanos. Por tanto, se nos aconseja considerar el honor y la fama como bienes secundarios, sin declararse pecado mortal el menospreciarlos.

Finalmente, si difamarse a uno mismo fuera pecado mortal, también lo sería no responder a nuestros detractores cuando se nos acusa injustamente. Sin embargo, como señala Santo Tomás (2-2, c.73, a. 4), no estamos obligados a responder a tales acusaciones, a menos que se trate de una persona pública o un delito contra la fe. Cristo mismo, cuando fue insultado, no respondió (1 Pe 2,23), enseñándonos con su ejemplo que no es necesario defender nuestra fama a toda costa. Por ello, es evidente que descuidar la fama no constituye un pecado mortal.

Si fuéramos menos dueños de nuestra fama que de nuestra vida, estaríamos obligados a defender nuestra reputación para evitar el pecado mortal, como ocurre con la defensa de la vida propia. Sin embargo, esta obligación no existe en el caso de la fama; una persona privada no peca mortalmente al no defender su honor, ya que puede renunciar a ese derecho, tal como podemos renunciar a recuperar un objeto robado. 

A diferencia de la vida, la fama puede sacrificarse por un bien espiritual, como ocurre cuando alguien acepta la infamia para aumentar su humildad. Además, incluso los criminales no están obligados a entregarse a las autoridades, y el aceptar la pena de fama y de vida es una opción, no una obligación. Por lo tanto, la fama, a diferencia de la vida, puede ser disminuida por razones espirituales, como lo demostraba San Juan Bautista con sus penitencias públicas, lo que indica que somos más dueños de nuestra fama que de nuestra vida.

Tanto el honor como la fama no son esenciales para evitar el pecado mortal, ya que descuidarlos no implica necesariamente una falta grave, alineándose con el consejo evangélico de humildad. Ejemplos de santos como San Agustín, San Ambrosio y San Anselmo, quienes confesaron abiertamente sus errores, demuestran que reconocer las propias faltas es un acto de honestidad y no necesariamente de falta de virtud.

Cuarta conclusión

Revelar el delito propio con frecuencia es pecado mortal. 

Primero, si se hace por vanagloria o complacencia en el pecado, lo que es igualmente grave que el acto mismo del delito. Segundo, puede ser mortal si causa escándalo y lleva a otros a imitar los pecados o a menospreciar a quienes los confiesan, especialmente si se trata de una persona de autoridad o de una orden religiosa. Tercero, es pecado mortal por la importancia de la persona, como en el caso de un líder insustituible cuya reputación es vital para la comunidad. Por último, revelar un delito que ponga en riesgo la propia vida, como el caso de Sansón, también puede considerarse pecado mortal.

Quinta conclusión

Revelar el delito propio a veces es virtud.

Primero, si se hace para recibir consejo o consuelo cuando no hay otra manera de conseguirlo, incluso si eso daña nuestra reputación. Segundo, por justicia, como cuando alguien que ha difamado falsamente a otro debe retractarse públicamente, a pesar de que eso afecte su propia fama. Tercero, puede ser virtuoso permitir la propia difamación para proteger la reputación de un amigo, ya sea confesando un delito que se imputa a un amigo o aceptando una falsa acusación para salvar su buen nombre. Por último, también es lícito revelar un crimen propio para aliviar un sufrimiento injusto, si no hay otra forma de librarse de él.

Sexta conclusión

Si alguien se atribuye un falso delito, su mentira es solo oficiosa, pero no perniciosa.

Esto significa que, aunque una persona se acuse de un delito que no ha cometido, no causa daño a nadie más que a sí misma, ya que acepta conscientemente la difamación de su propia reputación. Por lo tanto, esta mentira es venial, a menos que se añadan circunstancias que la hagan grave, como un juramento, escándalo, o peligro para la vida. Aunque San Agustín sostiene que todo falso testimonio es pecado, incluso contra uno mismo, la conclusión defiende que no es igualmente grave mentir sobre uno mismo que sobre el prójimo, ya que la falta de justicia hacia uno mismo no implica necesariamente pecado mortal.

Séptima conclusión

Así es porque, en primer lugar, no se ha hecho injuria a nadie y, en segundo lugar, porque se está en deuda nada más que consigo mismo y uno se puede perdonar a sí mismo.

Esto se debe a que no se ha cometido una injusticia contra nadie más y, por tanto, uno solo se debe a sí mismo y puede perdonarse. No se impone la obligación de mantener la propia fama bajo pena de pecado mortal, ya que esto se considera similar al cuidado de las riquezas, que no obliga gravemente. Además, la buena fama y el honor son vistos como una sombra de la virtud: quien persigue estas cosas directamente rara vez las alcanza, mientras que quienes se enfocan en la virtud suelen obtener buena reputación como consecuencia natural. Aunque San Agustín sugiere que la fama puede ser necesaria para el bien de la sociedad, esto no implica una obligación estricta de mantenerla, similar a cómo no hay obligación de atesorar riquezas para ayudar a los demás, sino solo de ayudar cuando se tienen los recursos.


SECCIÓN SEGUNDA

En esta segunda sección se abordarán las razones por las que alguien debe revelar lo que está en secreto, especialmente en relación con los crímenes. Para obtener conocimiento jurídico de crímenes ocultos, existen tres vías: la denuncia, la acusación y la inquisición, cada una adecuada según cómo el crimen se mantenga oculto. En términos legales, un crimen puede estar oculto de tres maneras: como opuesto a lo probable, a lo público o a lo notorio. Un crimen es notorio de dos formas: por notoriedad de derecho, que se establece a través de una sentencia judicial, una confesión judicial o pruebas concluyentes; y por notoriedad de hecho, que se da cuando el delito es cometido públicamente y no puede considerarse oculto.

De Soto discute la diferencia entre lo público y lo notorio, y cómo se relacionan con lo probable y lo oculto en el contexto de los crímenes y su conocimiento. Se define lo público como aquello conocido por fama, aunque pueda tener aspectos ocultos, mientras que lo notorio y manifiesto se refiere a lo claramente conocido.

Lo probable está relacionado con la presencia de testigos legítimos en un juicio, y se contrapone a lo oculto, que carece de tales testigos. Además, lo oculto puede ser opuesto a lo público y notorio, y también puede ser tergiversado.

Se menciona que los pecados notorios no requieren de nuevas vías para su conocimiento, ya que deben ser castigados directamente. El texto propone tres vías para conocer lo oculto: corrección fraterna o denunciación evangélica, acusación y inquisición, según el grado de ocultamiento y fama del crimen. Finalmente, se enfocará en la corrección fraterna, discutiendo su obligatoriedad, alcance y aplicación.


Cuestión I

¿Existe un precepto de corrección fraterna?

La opinión negativa sostiene que la corrección fraterna no es un precepto debido a varios argumentos. Primero, San Jerónimo afirma que Dios no manda lo imposible, y dado que la corrección del pecador depende de la voluntad divina y no de los esfuerzos humanos, no puede considerarse un precepto obligatorio. En segundo lugar, los preceptos deben abordar necesidades reales, pero se argumenta que el pecador no requiere la corrección de otros para superar su condición espiritual, ya que cada individuo tiene el libre albedrío y la ayuda divina. Finalmente, la corrección fraterna no se encuentra entre los preceptos esenciales del decálogo, que son considerados fundamentales para la salvación. Además, la falta de conciencia general sobre la omisión de la corrección en las confesiones sugiere que no se considera una obligación.

Represión y corrección

La reprensión y la corrección, aunque a menudo se usan como sinónimos, tienen significados distintos. La reprensión es un medio para lograr la corrección, mientras que la corrección es el objetivo final de la reprensión. San Agustín señala que algunas personas evitan corregir, aunque podrían lograrlo con su reprensión. El acto de corregir no está bajo el control del que reprende, quien solo puede ofrecer los medios para que ocurra la corrección. Según Santo Tomás, la reprensión es típica entre hermanos, mientras que la corrección es una función de los prelados con autoridad para imponer sanciones. Para entender correctamente las prácticas relacionadas con la corrección fraterna, la acusación y la inquisición, es crucial distinguirlas y considerar que el fin de la corrección es lo que guía la práctica moral, tal como el objetivo guía la teoría.

Fin de la corrección

El fin de la corrección fraterna, la acusación y la inquisición marca una diferencia fundamental entre ellos. La corrección fraterna busca el bien privado del individuo, enfocándose en su recuperación y mejora personal, como se refleja en el Evangelio: "Si te oyera, has ganado a tu hermano". En contraste, la acusación y la inquisición persiguen el bien público, con el objetivo de imponer un castigo que sirva de advertencia para los demás, como lo indica San Pablo: "Reprende públicamente a los culpables, para que los demás cobren temor" (I Tim 5, 20). Las penas terrenales tienen una función medicinal, buscando corregir y prevenir, mientras que las penas eternas del infierno solo causan daño. Además, la corrección fraterna surge de la caridad, enfocándose en el bienestar del prójimo, mientras que la acusación y la inquisición se basan en la justicia, orientadas a mantener el orden público y sancionar el mal.

Corrección como acto de caridad

La corrección fraterna se considera un acto de caridad, específicamente un acto de misericordia, que es una manifestación particular de la caridad. Según Santo Tomás, mientras que la caridad en general implica hacer el bien al prójimo, la misericordia se centra en remediar las miserias específicas, siendo el pecado la mayor de ellas. Por lo tanto, corregir al pecador es una obra de misericordia, siguiendo el ejemplo de Dios que corrige a los que ama (Heb 12, 6). Aunque se puede argumentar que la corrección también tiene un aspecto de justicia, ya que busca mantener el orden y servir de ejemplo para los demás, la esencia de la corrección fraterna radica en la caridad y el deseo de restaurar al hermano en error. A diferencia de la corrección judicial, que puede incluir sanciones y es ejecutada por prelados y jueces, la corrección fraterna es una obligación general para todos los miembros de la comunidad.

Definición

La corrección fraterna, según la definición de San Alberto y Santo Tomás, es la reprensión dirigida al hermano con el objetivo de enmendar sus faltas, motivada por la caridad fraterna. Esta definición abarca tanto el propósito como la virtud implicada en la corrección. A partir de esta base, se procederá a abordar la cuestión en cuatro conclusiones.

Primera conclusión

La primera conclusión es que la corrección fraterna es un precepto natural, divino y humano. Este principio es respaldado por numerosos doctores, teólogos y jurisconsultos, incluidos Santo Tomás, Ricardo, y el Panormitano. Aunque algunos, como el Panormitano, han malinterpretado las afirmaciones de Inocencio, el consenso es que todos están obligados a la corrección fraterna, al igual que otras obras de caridad, con excepción de aquellos con deberes especiales debido a su oficio o profesión. La corrección fraterna se fundamenta en el derecho natural, ya que el ser humano, siendo un animal social por naturaleza, está intrínsecamente inclinado a vivir en comunidad, educarse y exhortarse mutuamente sobre lo útil y justo. Así, cada individuo tiene la obligación de corregir a los que erran, promoviendo el bien común en una sociedad interdependiente.

La corrección fraterna es un precepto natural, divino y humano. Esta conclusión está respaldada por diversos doctores y juristas, como Santo Tomás, Altisiodorense y el Panormitano. La obligación de corregir a los demás no solo proviene de la ley natural, que requiere que los seres humanos, como animales sociales, se ayuden mutuamente, sino también del derecho divino. Dios, como creador y padre común, nos ha dado la responsabilidad de atender las necesidades de nuestros semejantes, incluida la corrección del errante, tal como se refleja en el precepto de devolver lo perdido a los animales y con mayor razón a los seres humanos. Además, el precepto evangélico, expresado en las palabras de Cristo en Mateo 18:15, subraya la importancia de la corrección fraterna al vincularla con la voluntad del Padre celestial de salvar a los perdidos. Este mandato se confirma también en varios cánones eclesiásticos que prescriben la corrección fraterna, evidenciando su estatus en el derecho positivo.

Segunda conclusión

El precepto de corrección fraterna obliga por su materia a pecado mortal.

Basándose en las enseñanzas de San Agustín y otras fuentes teológicas, se sostiene que omitir la corrección de los errores de los demás es un pecado grave, ya que implica una falta de caridad. Se citan diversos pasajes bíblicos y comentarios para apoyar esta idea, destacando que tanto quienes cometen el mal como quienes permiten que otros lo hagan sin corregirlos son culpables de pecado.

San Agustín al comentar el texto de San Juan, "Como Dios nos amó, así debemos amarnos unos a otros" (I Jn 4, 11), menciona que no se debe omitir la corrección al prójimo. 

San Agustín dice "No pienses que amas a tu esclavo si no le dañas, o que amas a tu hijo cuando no lo castigas, o que amas a tu vecino cuando no lo corriges." En el "Sermón sobre el texto de Mateo" añade: "Si olvidas corregir al detractor, es más grave tu silencio que su pecado."

Además, la Glosa sobre el texto de Romanos menciona que son dignos de condena tanto quienes practican el mal como quienes lo permiten sin corregir, argumentando que consentir es callar cuando se podría corregir. Asimismo, otra Glosa sobre el Levítico expone que todos los que consienten en el mal son condenados, destacando que quienes podrían corregir y no lo hacen tampoco escapan a la condena.

Finalmente, una cita del papa Juan VIII en el documento "Facientis cuncta" establece que peca gravemente quien omite corregir lo que podía enmendar. Todo esto subraya que omitir la corrección es un pecado grave por su naturaleza, ya que implica una falta de caridad.

Se plantea una cuestión sobre la importancia relativa de la corrección fraterna en comparación con la limosna corporal (La limosna corporal es una acción caritativa que se centra en satisfacer las necesidades físicas o materiales de las personas.). Se pregunta cuál de estas dos acciones es una obligación mayor. La duda surge porque, aunque se reconoce que la vida espiritual tiene primacía sobre la vida corporal, las personas tienden a dar más importancia a proporcionar alimentos a los pobres en momentos de necesidad que a corregir fraternalmente a otros. La corrección fraterna es vista como menos necesaria en comparación con la ayuda física, a pesar de la afirmación de que las necesidades espirituales son superiores a las corporales.

Tercera conclusión

La tercera conclusión establece que la obligación de la corrección fraterna es mayor en términos del objeto porque la vida espiritual es superior a la corporal, como enseñan San Gregorio y San Crisóstomo. Sin embargo, la obligación de la corrección es menor en términos de necesidad en comparación con la limosna corporal, ya que las necesidades físicas suelen ser más urgentes. Si el pecado proviene de ignorancia, la corrección es crucial, pero si surge de pasión o malicia, el pecador puede arrepentirse con la ayuda divina sin intervención externa. En situaciones donde la corrección es absolutamente necesaria, su omisión es más grave que no proporcionar limosna corporal en casos de extrema necesidad, debido a que el daño espiritual es mayor. Por lo tanto, aunque la corrección fraterna es fundamental, la limosna corporal es más comúnmente obligatoria debido a la frecuencia de necesidades materiales inmediatas.

Cuarta conclusión

La cuarta conclusión establece que no se puede acusar de hereje a quien niegue que en Mateo 18 haya un precepto específico de corrección obligatorio para todos los individuos, ya que el texto puede interpretarse de diversas maneras: como una explicación del precepto natural, un consejo, una orden general o un mandato específico para los prelados. Sin embargo, sería herético negar que la corrección fraterna está implícita en el precepto general de caridad y limosna, ya que este último incluye la obligación de remediar las necesidades del prójimo, tanto espirituales como corporales.

Aunque la conversión de una persona depende de la misericordia de Dios, los seres humanos deben colaborar en el proceso a través de la corrección mutua. Esta corrección es esencial tanto para los pecados cometidos por ignorancia como por pasión o malicia. El precepto de corrección fraterna, relacionado con el cuarto mandamiento de honrar a los padres, implica la responsabilidad de guiar y ayudar a los demás. Debemos evitar la negligencia en cumplir con este deber, siguiendo el ejemplo de aquellos que son diligentes en su corrección y superando el pudor o respeto humano que impide aplicar este precepto evangélico.

Cuestión II

 ¿Obliga siempre y en todo tiempo el precepto de la corrección fraterna?

La frase del Apóstol Pablo a Timoteo, “Arguye, reprocha e increpa oportuna e inoportunamente” (2 Timoteo 4, 2), resalta la importancia de la corrección constante y decidida en la vida cristiana. En este versículo, Pablo instruye a Timoteo para que se dedique a la tarea de corregir y reprender a los miembros de la comunidad cristiana en cualquier momento que sea necesario, ya sea en situaciones favorables ("oportuna") o desfavorables ("inoportunamente").

Aunque puede haber temor de escándalo o inconvenientes graves, como el miedo a la muerte, esto no justifica omitir la corrección. Según San Agustín, quienes evitan corregir por vergüenza o temor también son responsables de castigos. Por lo tanto, la corrección fraterna es una obligación constante.

Sin embargo, De Soto nos dice que esto no es tan exacto como se menciona. Lo demostrará en nueve conclusiones.

Conclusión Primera:

El precepto de corrección fraterna no obliga en todo momento, sino cuando es necesaria y oportuna. Los preceptos afirmativos, a diferencia de los negativos, requieren circunstancias adecuadas para su cumplimiento, ya que lo que es bueno solo se realiza bien si se cumplen todas las condiciones necesarias. La corrección debe ser llevada a cabo cuando sea posible obtener enmienda y bajo circunstancias favorables, según las condiciones establecidas por teólogos y juristas.

Conclusión Segunda:

Todo pecado mortal es materia necesaria de corrección. El propósito de la corrección es recuperar al hermano que ha pecado, y dado que el pecado mortal aleja al hombre de Dios, es esencial corregirlo. La corrección debe dirigirse a pecados futuros y no a los pasados, a menos que persista el peligro de reincidencia. Una vez que el pecador se ha enmendado, la corrección del pecado pasado no es necesaria ni aconsejable, ya que puede resultar perjudicial recordar pecados perdonados.

En ocasiones, el pecado venial puede ser materia necesaria de corrección, especialmente cuando pone al individuo en peligro de caer en pecado mortal, como cuando alguien frecuenta lugares o personas sospechosas. Aunque algunos textos sugieren que el precepto de corrección se refiere únicamente a las injurias personales, no se limita a ello. En realidad, el precepto de corrección abarca todos los pecados del prójimo, no solo las injurias que nos afectan directamente. La corrección no se aplica a los pecados contra Dios en términos de ofensas personales, sino que debe ser entendida como una acción general para corregir los pecados y mantener el bien común. Por tanto, la corrección debe considerar todos los pecados, no solo los personales, para garantizar que se mantenga el orden y la justicia.

Conclusión tercera:

La tercera conclusión afirma que no se está obligado a corregir los pecados veniales bajo pena de pecado mortal, pero sí se debe corregir cuando se trata de pecados mortales. Si alguien tiene la capacidad de corregir a un hermano de una costumbre leve, como mentir o jurar falsamente, debe hacerlo; de lo contrario, podría incurrir en pecado venial. Sin embargo, la corrección de los pecados veniales se vuelve más relevante cuando son frecuentes y afectan a la comunidad.

Conclusión cuarta:

La cuarta conclusión establece que para que exista la obligación de corregir, se deben cumplir tres condiciones: conocer el pecado, tener esperanza de enmienda y encontrar el momento oportuno. Primero, es esencial tener certeza del pecado antes de corregir, ya que actuar basándose solo en sospechas puede causar daño. La corrección debe hacerse con prudencia, evitando el reproche de pecados conocidos solo a través de la confesión, debido a la sacralidad del sigilo confesional. En segundo lugar, la esperanza de enmienda es crucial; si no hay posibilidad de mejora, la corrección sería inútil y no obligatoria. La obligación de corregir no se basa solo en la presencia de esperanza, sino en la prudencia y moderación al evaluar la situación del pecador.

En resumen, la corrección debe ser realizada con prudencia. Si se tiene certeza de que la corrección no será útil, no se está obligado a corregir, siguiendo el consejo de no arrojar perlas a los cerdos. Sin embargo, si existe una duda razonable sobre la efectividad de la corrección y no se espera que cause daño, se debe proceder con la corrección, ya que el mérito de corregir puede ser alcanzado a pesar de la incertidumbre.

Si se teme que la corrección cause más daño que beneficio, especialmente si el daño afecta al bien común o a la religión, es mejor omitir la corrección. En estos casos, el bien común debe prevalecer sobre el bien particular. No obstante, si el daño es solo temporal y afecta al corregido, se debe actuar con cautela para minimizar el daño, pero no se debe renunciar a la corrección, ya que los bienes espirituales son prioritarios sobre los temporales.

Finalmente, si el temor es que la corrección causará únicamente daños espirituales al corregido, se debe considerar si el pecado afecta al bien público. En casos donde el pecado es grave y afecta al bien común, como herejías o traiciones, la corrección o denuncia puede ser necesaria para el bien general, incluso si el corregido podría endurecerse más. En contraste, si el pecado es privado y se prevé que la corrección cause un mayor endurecimiento en el pecador, podría ser más benéfico abstenerse de corregir.

Se debe corregir incluso cuando no se espera una enmienda, especialmente en casos de pecados públicos o que afectan a la comunidad. No obstante, el precepto de Cristo implica que la corrección es válida principalmente cuando hay alguna esperanza de enmienda. Se deben considerar tres condiciones clave: conocer el pecado con certeza, tener esperanza de que la corrección será efectiva, y actuar en el momento oportuno. Es esencial que la corrección no se base en dudas o rumores, y se debe evitar intervenir en base a confesiones sagradas. La corrección debe ser prudente, evitando daños mayores al pecador o al bien común, y debe realizarse de forma que no cause más perjuicio que beneficio.

Conclusión quinta:

La quinta conclusión establece que la omisión de la corrección puede ser de tres tipos: un deber de caridad, un pecado venial, o un pecado mortal. Esta diferenciación se basa en la justificación de la omisión de corrección según el contexto. Si la omisión está justificada por causas válidas, como se expuso anteriormente, entonces puede ser un acto virtuoso. Sin embargo, si se omite la corrección por miedo o codicia, se considera pecado mortal si se tiene una probabilidad razonable de poder corregir al pecador, pero se elige no hacerlo. Si el temor o la codicia hacen que uno se muestre remiso pero sin certeza de poder corregir al pecador, el pecado es venial. La controversia radica en si siempre se peca mortalmente por omitir la corrección por miedo a la muerte. Algunas opiniones sostienen que esto siempre es pecado mortal, mientras que otras opinan que no se peca mortalmente siempre que no se coopere al pecado. La verdad parece estar en un punto intermedio: la omisión es pecado mortal si se antepone el temor a la caridad, pero no siempre es así, dependiendo de las circunstancias y la disposición del ánimo.


Conclusión sexta:

La persona privada no peca si omite la corrección por temor a la muerte, pérdida notable de la fama o bienes exteriores, mientras no sea absolutamente necesaria, aunque pueda ser provechosa.

Este principio se fundamenta en que la obligación de corregir se basa en la caridad y no en la justicia. Los actos de caridad no exigen exponerse a un daño grave en la vida, bienes o fama. Por tanto, no es pecado omitir la corrección si hacerlo implica un riesgo significativo, especialmente cuando el pecado del prójimo no proviene de la ignorancia y su arrepentimiento puede ocurrir sin la corrección. Además, el sentir común y la sabiduría moral respaldan esta postura, pues no se considera pecado evitar la corrección bajo amenazas graves.

Sostiene que no se está obligado a realizar actos que ponen en riesgo la propia vida para corregir a otros, del mismo modo que los doctores no obligan a bautizar a un niño si hacerlo pone en peligro la vida del bautizador, especialmente cuando el peligro proviene de fuentes externas, como la prohibición de un tirano. Si un niño no debe ser bautizado bajo amenaza de muerte, con mayor razón, no es obligatorio corregir a un hermano en circunstancias similares.

Además, se refuerza esta idea al recordar que el yugo del Señor es suave y no exige actos extremadamente difíciles, como sería el caso si todas las personas estuvieran obligadas a arriesgar sus vidas para cumplir el precepto de corrección. Santo Tomás también apoya esta visión, argumentando que no estamos obligados a sacrificar nuestro cuerpo por el bien espiritual del prójimo, salvo en casos excepcionales, como cuando alguien tiene un deber específico en ese sentido o cuando su vida es esencial para la salvación del otro. En los demás casos, exponer la vida por la corrección es un acto de caridad perfecta, no una obligación.




Conclusión séptima

El prelado está obligado en algunos casos a exponer su vida por la corrección de sus súbditos, incluso si los pecados no son por ignorancia.

Para los prelados, la corrección es un deber inherente a su oficio, y lo que para una persona privada puede ser un consejo, para un prelado puede convertirse en un precepto. Esto se basa en las palabras de Cristo que enfatizan el sacrificio del buen pastor por sus ovejas.

Aunque Santo Tomás afirma que quien puede evitar un pecado y no lo hace por miedo peca mortalmente, este principio aplica en casos de absoluta necesidad. Sin embargo, la existencia de tales casos es incierta, ya que el arrepentimiento del pecador depende en última instancia de su conciencia y no siempre requiere de corrección externa. En situaciones donde la corrección es esencial para evitar la propagación de la herejía o el daño común, incluso una persona privada estaría obligada a intervenir, aunque con riesgo de muerte.

Conclusión octava

La persona privada está obligada bajo pecado mortal a corregir a los hermanos si lo puede hacer sin daño notable de su vida o bienes temporales, no solo cuando la corrección es absolutamente necesaria, sino también en cualquier pecado que no procede de ignorancia.

La corrección es vista como una limosna espiritual, que obliga de manera similar a las limosnas materiales. Aunque el pecador pueda corregirse por sí mismo, la corrección sigue siendo crucial para su enmienda, y su omisión puede constituir un pecado mortal cuando no representa un peligro significativo para quien corrige.

Conclusión novena

Al omitir la corrección, se puede incurrir en pecado venial de muchos modos, como cuando se omite pensando que no aprovechará, perdiendo la esperanza por leves indicios, o por miedo leve y otros motivos.

La corrección debe hacerse con prudencia, evitando el escándalo o el endurecimiento del pecador. Sin embargo, la omisión injustificada puede considerarse un pecado venial. Es importante distinguir entre situaciones que requieren corrección y aquellas en las que, por el bien común o la propia seguridad, es lícito omitirla.

Solución de los argumentos:

  1. El Apóstol no manda corregir inoportunamente, sino según las circunstancias adecuadas. La corrección debe realizarse en el momento adecuado y no siempre es necesaria si causa más daño que beneficio.
  2. Si la corrección puede causar escándalo público o endurecimiento, debe omitirse. San Pablo enseña que la caridad con el prójimo debe guiar nuestras acciones, incluso si significa abstenerse de corrección en ciertos contextos.
  3. El temor a la muerte puede justificar la omisión de la corrección, pero solo bajo ciertas condiciones y generalmente para prelados o en casos de absoluta necesidad, según Santo Tomás y otros teólogos.


Cuestión III

¿Están todos en general obligados a corregir a cualquier pecador?

Existen argumentos que apoyan una posición negativa

  1. El precepto de corrección se dio exclusivamente a los prelados. Según el Evangelio de Mateo, los mandatos de corrección se dirigieron específicamente a Pedro como prelado de la Iglesia y a los apóstoles, cuyos sucesores son los obispos y prelados inferiores. La obligación de corregir está vinculada al oficio de pastor, según la razón natural y la tradición bíblica, que metafóricamente designa a los prelados como "cielos" que influyen y dirigen lo que está bajo su autoridad. En la ley antigua, las advertencias sobre la corrección se dirigieron a los centinelas (prelados), y San Jerónimo subraya que los sacerdotes deben cumplir con este deber.

  2. La corrección no se aplica a todos los pecadores. La corrección implica la denuncia al prelado, pero no todos los pecadores tienen un prelado, como es el caso del Papa en ciertas materias, los infieles, los usureros tolerados por la Iglesia, y las meretrices, cuya corrección podría ser contraproducente, según San Agustín. San Pablo también establece límites en la corrección, indicando que se debe evitar a los herejes tras dos amonestaciones y no convivir con los excomulgados, lo que sugiere que no todos están obligados a corregir todos los pecados.

  3. Los súbditos no deben corregir a los prelados. La corrección implica una forma de reproche o increpación, pero San Pablo advierte que no se debe increpar a un anciano, sino exhortarlo como a un padre, lo que sugiere una relación de respeto y autoridad que impide la corrección directa de un prelado por un súbdito. Además, las Escrituras muestran ejemplos donde la falta de respeto a las autoridades sagradas resulta en castigo, como cuando Oza fue herido por Dios al tocar el arca. Estos argumentos refuerzan la idea de que no todos están obligados a corregir todo pecado, especialmente en las relaciones de autoridad.

  1. Los pecadores no están legitimados para corregir a otros. Dado que quienes viven en pecado carecen de legitimidad para corregir, no están obligados a hacerlo. Si se les impusiera la obligación de corregir, pecarían tanto al corregir como al no hacerlo, cayendo en una situación de perplejidad moral, lo cual no es aceptable según la ley divina. Este punto se apoya en las palabras de Cristo, quien reprendió a aquellos que ven la brizna en el ojo de su hermano sin notar la viga en el propio, y en las enseñanzas de San Pablo y el salmista, quienes condenan la hipocresía en la corrección. Además, las Decretales califican como un grave delito el que los sacerdotes impongan normas que ellos mismos no cumplen, y San Isidoro afirma que quien sufre de los mismos vicios que critica no debería corregir a otros. La razón detrás de esto es que la corrección debe ser un acto de caridad; sin embargo, si alguien corrige sin haberse corregido a sí mismo, parece que no actúa por caridad, sino por soberbia, ya que el que no se ama a sí mismo difícilmente amará a los demás.

Por el contrario, el decreto del papa Anacleto establece que todos, tanto sacerdotes como fieles, deben preocuparse por aquellos que caen en pecado, ya sea para corregirlos o, si no se corrigen, para que la Iglesia los separe.

Todos los mortales en uso de razón están obligados por el precepto de corrección. Este precepto se divide en dos tipos de corrección: la primera es la corrección como acto de justicia, que incluye la condenación y el castigo con fuerza coactiva, y es propia de príncipes y prelados con autoridad pública, quienes son enviados por Dios para castigar a los malhechores y alabar a los buenos. San Pedro y San Pablo se refieren a esta autoridad en sus escritos, afirmando que no en vano llevan la espada, pues son ministros de Dios y vengadores de quienes hacen el mal. La segunda es la corrección como acto de caridad, cuyo objetivo es la enmienda del hermano. Esta forma de corrección es la que se discute en la presente cuestión. El precepto de caridad, que manda amar a Dios y al prójimo como a uno mismo, se extiende a todos los hombres por ley natural. Como la corrección es un acto de caridad necesario, obliga a todos los mortales, sin distinción de ley o secta, no sólo a los cristianos.

Se presenta la primera prueba adicional: todos los mortales están obligados por la ley natural a las limosnas corporales; por lo tanto, con mayor razón, están obligados también a las limosnas espirituales, como es la corrección. La segunda prueba sugiere que en la sociedad humana y en la milicia espiritual, que es la vida del hombre en la tierra, existe una necesidad mutua de caridad y apoyo entre los ciudadanos. De la misma manera que en un cuerpo hay una relación mutua entre la cabeza y los miembros, y entre los miembros entre sí, y como en un ejército hay una doble relación entre el jefe y los soldados, quienes se deben proteger mutuamente, así también todos los hombres tienen el deber de corregir y ayudarse unos a otros.


Conclusión Segunda


Todos los hombres, sin importar su ley o condición, están obligados a corregirse mutuamente, incluyendo a los cristianos con los infieles y viceversa. El acto de corrección, como acto de caridad, se extiende a toda la humanidad. Esto se apoya en palabras del Evangelio, que enseña que todos somos hermanos, y los cristianos, por ser hijos adoptivos de Dios, tienen la responsabilidad de corregir a todos, incluidos los infieles.

Conclusión Tercera:

Los prelados están más obligados a corregir que los demás. No solo por la justicia, que los obliga a apartar judicialmente el pecado, sino también por caridad hacia las personas. Esto se confirma en las enseñanzas de Santo Tomás y San Agustín, quienes destacan el deber de los prelados de corregir tanto judicialmente como por caridad.

El prelado, como figura pública, actúa como guardián de la justicia y ejemplo de virtud, lo que le obliga más que al pueblo a cumplir los preceptos, incluyendo el de corrección fraterna. Según Aristóteles, los prelados deben formar buenos ciudadanos, lo que refuerza esta obligación.

Además, los prelados, al ser padres espirituales, están más obligados a amar y corregir a sus hijos (fieles) que los particulares a sus hermanos. Esta obligación incluye investigar y corregir los pecados, no solo en el ámbito judicial, sino también fraternalmente, con más celo que los laicos.

Cayetano, sin embargo, sostiene que el prelado no está más obligado a corregir que cualquier persona fuera del ámbito judicial. A esto se contrapone la opinión de que el prelado debe ser más diligente en la corrección fraterna, velando por el bien espiritual de su comunidad, y no solo en causas judiciales, tal como indica Santo Tomás.

En resumen, los prelados están más obligados a la corrección fraterna que los demás, incluso hasta el punto de arriesgar su vida si es necesario, debido a su papel de vigilantes y guías de la comunidad.

Conclusión cuarta

Todos están más obligados a corregir a los domésticos que a los extraños.

Esta conclusión, tomada de San Agustín, establece que varias personas tienen el deber de corrección, incluyendo al obispo, al jefe de familia, al marido, al pretor y al rey. Sin embargo, esta corrección es fraternal, no judicial, ya que no tienen poder para imponer sanciones legales. Aunque no están obligados a imponer ciertas prácticas, como los ayunos, deben corregir a sus domésticos con más diligencia que a los extraños, aunque con menor obligación que un prelado hacia sus súbditos.

Conclusión quinta

Los súbditos están más obligados a corregir a los prelados que a los otros hermanos o personas particulares.

Los súbditos tienen una mayor obligación de corregir a los prelados que a otras personas, especialmente debido a la caridad. Según San Gregorio, es necesario corregir a los superiores para evitar que sus faltas afecten a toda la comunidad. Dado que los pecados de los prelados impactan al bien público, su corrección es más importante. Además, los súbditos deben amar más a los prelados en lo espiritual que a los demás, lo que refuerza su obligación de corrección fraterna.

Los prelados necesitan más corrección que las personas privadas. Según la Regla de San Agustín, los prelados están en mayor peligro debido a sus cargos elevados. Además, son menos corregidos, ya sea por vergüenza, temor o el deseo de favores, lo que los priva del beneficio de la corrección. La corrección de los prelados debe realizarse con mayor cuidado que la de las personas privadas, protegiendo su fama y evitando que sus pecados se hagan públicos. Solo aquellos con virtud y prudencia deben corregir a los prelados, y hacerlo con respeto y amonestación, evitando la irreverencia. En casos de pecados graves que afecten a la sociedad, la corrección debe ser pública, incluso si el prelado es el Papa, como ocurrió cuando San Pablo corrigió a San Pedro.

Algunos podrían objetar que no está permitido reprender públicamente a un prelado, incluso en cuestiones de fe o escándalo, basándose en la glosa de San Jerónimo sobre San Pablo y San Pedro. No obstante, se sostiene que todo fiel tiene el derecho y deber de corregir y denunciar errores en materia de fe, sin importar la jerarquía, ya que el pecado es tan grave que la corrección es obligatoria, según los cánones. Además, si los pecados del prelado son escandalosos, deben ser corregidos públicamente, como indica el canon Paulus dicit. El ejemplo de San Pedro y las enseñanzas de San Agustín y Cristo subrayan que la corrección de los superiores es válida y necesaria.

En el caso de personas privadas, se tiene mayor obligación de corregir a quienes están más cercanos en la vida espiritual que a los más lejanos. La corrección debe ser más diligente hacia los mejores que hacia los peores, aunque estos últimos tengan mayor necesidad de corrección.

Conclusión Sexta

Los pecadores de cualquier tipo tienen la obligación de corregir y pueden cumplirla incluso estando en pecado. Esto se debe a que el precepto de caridad es universal y no excluye a los pecadores, ya que de lo contrario, su pecado les beneficiaría. La corrección se divide en judicial y fraterna, siendo la judicial restringida para los pecadores públicos y excomulgados debido a la falta de honorabilidad necesaria para el juicio.

La corrección fraterna no está excluida para los pecadores, ya que su función es manifestar la verdad, una capacidad inherente a todos los que están en uso de razón. Sin embargo, el pecado puede limitar la eficacia de esta corrección: un pecador con vicios mayores puede ser visto como indigno de corregir a otros, especialmente si lo hace de manera pública, lo que puede causar escándalo y dar la impresión de que oculta sus propias maldades. Además, corregir desde la soberbia puede usurpar un rol que no corresponde al pecador. No obstante, los pecadores pueden corregir sin pecado siempre que lo hagan con prudencia, humildad y en un espíritu de misericordia, enfocándose en la purificación propia y evitando el odio.

San Agustín enseña que, además de invitar al arrepentimiento, debemos participar en él, y que el pecador que corrige puede ganar mérito y estar más cerca del perdón de sus propios pecados, ya que las obras de misericordia, como el perdón y la corrección, son el mejor camino para redimir las faltas. Aunque la corrección no siempre provenga de un hábito sobrenatural de caridad, cumple con el precepto y puede considerarse una buena acción motivada por el amor natural. En casos donde la corrección sería inútil, no se está obligado a realizarla. Además, aquellos que tienen el deber de corregir, como los prelados, deben ser ejemplares en su conducta; de lo contrario, deben abandonar su oficio o corregirse. Los testimonios muestran que los prelados tienen una obligación más estricta, pero el precepto de corrección es universal y no exime a nadie de este deber.

El argumento no prohíbe la corrección de todos los pecadores, sino que sugiere que no siempre es conveniente denunciar a los pecadores cuando no hay superiores que puedan juzgarlos. En el caso de un papa que no se enmienda, la denuncia solo es válida para pecados de herejía, y los infieles deben ser amonestados pero no obligados a convertirse. También es digno y necesario corregir a personas como las meretrices y usurarios, aunque con tacto. Con los herejes, se debe evitar la disputa tras una segunda amonestación, y con los excomulgados, se debe procurar su conversión sin compartir mesa. Finalmente, se aclara que los súbditos deben corregir a los prelados respetuosamente, y los sacerdotes en pecado mortal solo cometen un grave delito al administrar sacramentos si no es en caso de extrema necesidad.


Cuestión IV:

¿Cae bajo precepto el orden evangélico de la corrección fraterna?


Argumentos de la opinión negativa

Este capítulo comienza presentando el argumento de que no es necesario iniciar con una amonestación pública, ya que incluso en las Escrituras se mencionan casos de corrección secreta. Por ejemplo, se cita a San Pablo, quien castiga a los pecadores ocultos con una enfermedad sin hacer una denuncia pública. Asimismo, se mencionan casos bíblicos como el de Ananías y Safira, donde se procede con correcciones que no implican directamente una denuncia pública. Agustín también es citado, refiriéndose a la corrección fraterna que no busca exponer públicamente los errores.

Por otro lado, se presenta el argumento de que no es necesario presentar testigos antes de realizar una amonestación. Se discute que la corrección secreta es preferible en algunos casos, sobre todo cuando el pecado no afecta directamente a la comunidad. Sin embargo, el capítulo resalta que esta corrección secreta debe ser tratada con cuidado y de acuerdo con el espíritu del evangelio, priorizando siempre el bien espiritual de la persona corregida. La diferencia entre los pecados públicos y secretos es crucial para determinar el tipo de corrección.

Conclusión primera
En la primera conclusión, se sostiene que los pecados que son puramente secretos, es decir, que no causan un mal público o perjuicio al prójimo, no requieren denuncia pública inmediata. La corrección puede llevarse a cabo en privado si el pecado no ha causado daño a otros. Sin embargo, si el pecado afecta el bien común o daña a otros, como en casos de escándalos públicos, entonces es necesario denunciar y corregir de manera pública.

Conclusión segunda

Es necesario denunciar de inmediato los pecados que causan daño público o perjudican al prójimo. La justificación se basa en que el bien común debe prevalecer sobre el bien particular, como la fama del pecador. En casos donde el pecado afecta a una persona privada, se debe ayudar a quien sufre la injuria denunciando al infractor. Sin embargo, algunos teólogos y juristas, como Santo Tomás, matizan que, si existe una forma segura de corregir el pecado mediante amonestación secreta, esta debería intentarse antes de una denuncia pública.

No obstante, en situaciones de herejía o rebelión, es más difícil que una corrección privada sea eficaz, y por ello se recomienda una denuncia pública rápida. En el caso de pecados secretos que afectan a terceros, se puede intentar primero una corrección privada, como con un ladrón que debe restituir lo robado. Si esta corrección no funciona, entonces es necesario proceder con la denuncia. Aunque se haya jurado guardar secreto, este no exime de la obligación de denunciar los crímenes que dañen a otros.

Además, en el caso de conocer que alguien está conspirando para cometer un crimen, como atentar contra la vida de otro, es importante informar a la víctima para que se proteja y denuncie a su agresor. Sin embargo, cuando el crimen es secreto y no puede probarse, solo debe denunciarse a quien pueda ser útil en la prevención, sin causar daño innecesario a la reputación de los involucrados.

 

Conclusión tercera

La tercera conclusión establece que los crímenes secretos que solo perjudican al pecador deben corregirse con una amonestación secreta antes de presentar una denuncia o testigos. Esto se apoya en el evangelio de Mateo (18, 15), donde se menciona que si un hermano peca contra ti, debe corregírsele en privado. San Agustín refuerza esta idea en su sermón De verbis Domini, afirmando que la corrección pública de un pecado secreto convierte al corrector en traidor, no en alguien que ayuda al pecador. Por lo tanto, es crucial que, en pecados secretos, se realice la corrección de manera privada y solo si no hay solución, se pase a una denuncia pública.

Duda primera
Se plantea una distinción entre el pecado que daña el bien público y el pecado que afecta únicamente al pecador. La duda surge respecto a si todos los pecados deberían ser denunciados, ya que todo pecado, por su naturaleza, produce escándalo y mal ejemplo. Sin embargo, la respuesta aclara que solo los pecados que dañan directamente el bien público deben ser denunciados de inmediato. Estos incluyen aquellos que afectan gravemente a la sociedad, como los herejes o traidores. Otros pecados, aunque privados, deben tratarse con más cautela, especialmente si implican un riesgo menor para la comunidad.


Duda segunda

Se discute la necesidad de amonestar en privado antes de denunciar públicamente. La duda se refiere a si todos los pecados privados deben ser conocidos públicamente, o si se deben mantener en secreto. La respuesta destaca que, aunque un pecado sea conocido, no siempre debe ser denunciado si no afecta gravemente a terceros. La corrección privada es importante para evitar daño innecesario a la reputación del pecador.

Duda tercera

Se aborda si es lícito revelar el crimen de un hermano si ya ha sido amonestado. La duda considera si es correcto divulgar un pecado si el hermano ya ha sido corregido. Se responde que revelar el pecado no es necesario ni lícito si el hermano ha mostrado arrepentimiento, excepto en casos extremos donde exista un peligro claro o reiterado.

Conclusión cuarta

La última conclusión establece que cuando un hermano es corregido por la amonestación secreta y llega al punto de arrepentirse, no se debe proceder con la denuncia pública. Si no muestra señales de corrección, entonces se puede proceder con la denuncia, pero sin injuriar innecesariamente al hermano.

Conclusión quinta

La quinta conclusión afirma que cuando el hermano no se corrige con la amonestación secreta, es necesario recurrir a uno o dos testigos antes de denunciarlo al prelado. Esta norma se basa en el Evangelio y es aceptada por todos, pero existen diferentes interpretaciones.

Una primera opinión sostiene que si el pecado es conocido por muchos, los testigos deben ser aquellos que ya tengan conocimiento del crimen. Si el pecado es totalmente secreto, no es necesario presentar testigos, salvo que aparezcan nuevos indicios. Esta posición es defendida por Durando, quien argumenta que, en estos casos, presentar testigos podría ser perjudicial, ya que no es lícito difamar al prójimo para obtener un bien espiritual.

Sin embargo, Sto. Tomás y otros teólogos discrepan, señalando que, según el Evangelio, incluso en casos de pecado secreto, es necesario llevar testigos si hay esperanza de enmienda. Consideran que la salud espiritual del pecador es más importante que su reputación, y que se debe proceder con testigos para corregirlo, siguiendo un proceso gradual que minimice el daño a su fama.

Además, la Regla de S. Agustín refuerza esta idea al señalar que si el hermano reincide después de varias advertencias, es necesario involucrar testigos para ayudar a su corrección. Por tanto, aunque el pecado sea secreto, hay que recurrir a testigos si existe esperanza de redención.

Conclusión Sexta:

Si la corrección con testigos no corrige al hermano, se debe denunciar al prelado. Esta conclusión aclara que si la advertencia privada no tiene éxito, y el pecado es conocido públicamente, es necesario denunciarlo ante el prelado para evitar un mayor escándalo. Aunque el testimonio sea imperfecto o indirecto, se destaca la importancia de seguir intentando la corrección antes de proceder judicialmente.

Conclusión Séptima:

Cuando el súbdito es denunciado fraternalmente al prelado, no está legitimado para imponer inmediatamente las penas legales, aunque el crimen esté comprobado por testigos no idóneos. Se sugiere que el prelado debe agotar todos los medios de corrección antes de recurrir a castigos físicos o legales. La denuncia no debe llevar automáticamente a la imposición de penas, sino que debe estar acompañada de un proceso de advertencia y examen.

Conclusión Octava:

Si el crimen no puede probarse con testigos idóneos, ni hay indicios suficientes para investigarlo, el prelado no puede proceder judicialmente. En este caso, el prelado debe actuar con cautela y no apresurarse a imponer castigos. Se advierte que no se debe exponer al acusado a una condena sin pruebas concluyentes, y se remarca la importancia de evitar juicios precipitados sin la debida investigación.

Si el crimen no puede probarse con testigos idóneos, ni hay indicios suficientes para investigarlo, el prelado no puede proceder judicialmente. No obstante, si se trata de una acusación fraterna cuyo objetivo es el arrepentimiento del hermano, y no judicial, debe seguirse el proceso de corrección fraterna. Si se tiene esperanza de enmienda, se procederá judicialmente solo contra los pertinaces. A partir de ese momento, la corrección fraterna cesa y comienza el proceso judicial, lo que puede llevar a imponer penas legales, e incluso al uso de medidas coercitivas.

El Papa Inocencio en el canon Novit señala que, cuando el pecado es oculto, se debe aplicar el precepto evangélico en privado, y tratar al pecador como pagano y publicano de manera privada. Algunos canonistas argumentaron que un pecador podría ser tratado como excomulgado antes de ser condenado, pero esto fue refutado. En materia de corrección fraterna, un hermano no puede ser excomulgado mientras no sea rebelde a la Iglesia y juzgado por su crimen. Sólo se puede excluir públicamente a aquellos que han sido nominalmente excomulgados o que son homicidas de clérigos.

Se plantea también una duda en torno a si el denunciante fraternal puede ser testigo en el proceso judicial. Aunque parecería contrario al derecho natural que una persona sea a la vez acusador y testigo, es probable que el denunciante fraternal pueda ejercer como testigo judicial una vez que haya concluido el proceso de corrección fraterna. Esto se fundamenta en el evangelio, que establece que por boca de dos o tres testigos se resuelva el asunto.

De Soto nos habla de la distinción entre la denuncia fraterna y la denuncia judicial, destacando que la primera, motivada por la caridad, no excluye al denunciador de ejercer como testigo. Se argumenta que, en ciertos casos como el de la pertinacia herética, es legítimo que el denunciante actúe en esta función, a diferencia de los delitos privados donde podría no serlo. La corrección fraterna se basa en la intención de enmendar al hermano, y se sostiene que es necesario amonestar antes de hacer una denuncia pública.

Además, se menciona que Dios conoce todos los pecados, incluso los ocultos, y que, a pesar de su justicia, actúa con misericordia. Se citan ejemplos bíblicos, como el de San Pedro reprimiendo a Ananías y Safira, para ilustrar la importancia de la corrección pública en la comunidad. La exposición también hace hincapié en que la amonestación previa es esencial, especialmente en casos de faltas graves, y que no se debe difundir culpas sin antes intentar la corrección privada.

Finalmente, se argumenta que aunque es necesario presentar testigos para la acusación formal, se aconseja informar al prelado como figura paternal antes de buscar testigos, buscando así minimizar el daño a la reputación del individuo. Se concluye que el súbdito no está obligado a revelar crímenes ocultos al prelado, ya que solo Dios puede juzgar lo que permanece en secreto.


CUESTIÓN V: 

¿Esta preceptuada la acusación alguna vez?

Argumentos de la Opinión Negativa

  1. Naturaleza de la Acusación: Se argumenta que la acusación tiene una connotación de venganza. El Evangelio nos instruye a perdonar a quienes nos han ofendido (Mt 6, 12), y San Pablo enfatiza que no debemos tomar la venganza en nuestras manos (Rom 12, 19). Por lo tanto, no existe obligación de acusar a un hermano.

  2. Excepciones a la Acusación: Si la acusación fuera un precepto obligatorio, todos estarían sujetos a ella. Sin embargo, existen prohibiciones claras para acusar a ciertos individuos, como los excomulgados, infames o los súbditos frente a sus superiores. Esto refuerza la idea de que no hay un precepto universal para acusar.

  3. Responsabilidad del Acusador: La persona que acusa debe probar su acusación y, de no hacerlo, puede enfrentar sanciones. Esta responsabilidad implica un riesgo considerable, lo que sugiere que nadie debe ser obligado a asumir tal peligro si opta por perdonar en lugar de acusar. Así, se concluye que la acusación no es un deber, sino una acción permitida.

Argumento a Favor de la Acusación

Se cita el Levítico (5, 1), donde se establece que quien tenga conocimiento de un pecado y no lo denuncie carga con esa iniquidad. Este precepto, de naturaleza moral y perteneciente al derecho natural, continúa vigente en la nueva ley.

Se distinguen tres términos: la denuncia, la acusación y la inquisición, cada uno con diferentes finalidades y fundamentos. La denuncia es un deber de caridad, mientras que la acusación y la inquisición son obligaciones de justicia orientadas al bien público.

Tipos de Denuncia

Los decretalistas mencionan cuatro tipos de denuncia: evangélica, judicial, canónica y regular. La denuncia evangélica, ya discutida, busca el bien de la persona en privado.

La denuncia judicial se divide en dos categorías: la pública, que es iniciada por el juez de oficio, y la privada, donde un individuo denuncia un delito que ha sufrido. Este marco ayuda a entender la estructura y la importancia de las denuncias en el contexto legal y moral.

Denuncia Judicial y Sus Distinciones

La denuncia judicial se diferencia de la evangélica en dos aspectos: el fin y el procedimiento. La denuncia evangélica busca la enmienda del hermano, mientras que la judicial persigue el interés del denunciante y la reparación del daño causado por el delincuente. En el ámbito judicial, se requiere que el denunciante pruebe el delito, a diferencia de la denuncia evangélica que no tiene formalidades y se presenta al prelado.

Se aclara que la denuncia no debe confundirse con la acusación. El denunciante busca la corrección y no la venganza pública, mientras que el acusador actúa en función del bien común, pidiendo una pena para el reo. Por esta razón, el juez no puede imponer toda la pena legal a un denunciado, a diferencia del acusado.

Tipos de Denuncia

  1. Denuncia Judicial: Se presenta en dos formas: pública, iniciada por el juez, y privada, donde un individuo informa sobre un delito sufrido. Esta última puede existir incluso cuando no es posible proceder judicialmente por diversas razones, como la incapacidad del denunciante o la incompetencia del juez.

  2. Denuncia Canónica: Introducida por el derecho canónico, tiene como propósito evitar la continuidad de crímenes, sin buscar venganza o interés personal. Aunque similar a la denuncia fraterna, se centra en prevenir daños a la comunidad.

  3. Denuncia Regular: Se lleva a cabo dentro de instituciones religiosas según sus reglas, y puede ser tanto judicial como canónica.

Distinción entre Acusación y Denuncia

La acusación se define como la declaración de un crimen para buscar una venganza pública, con el fin de preservar el bien común. En contraste, la denuncia persigue el interés privado o la corrección del pecado sin necesariamente buscar un castigo.

Conclusión Primera

La conclusión central es que todos están obligados a acusar a quien comete un crimen que cause daño público y que pueda ser probado. Esta obligación se fundamenta en el deber de velar por el prójimo y el bien común. Sin embargo, se reconoce que en ciertas circunstancias, como en causas privadas, la obligación de acusar puede no ser aplicable, y en tales casos, es suficiente con denunciar el crimen para prevenir el daño.

Se responde a la objeción sobre el peligro que implica acusar, destacando que en crímenes manifiestamente dañinos para el bien público, la obligación de acusar puede prevalecer sobre el riesgo personal. En este sentido, la acusación en causas públicas puede ser realizada por cualquier persona, no solo por los afectados directamente.

El acusador que no logra probar su acusación puede enfrentar la pena del talión. Sin embargo, esto no debería ser un impedimento para que alguien denuncie, ya que el castigo no se aplica a aquellos que acusan de buena fe, incluso si no logran probar su caso. Se sugiere que quienes denuncian con el fin de bien común aclaren su intención, para evitar consecuencias negativas en caso de fallo en la prueba.

Conclusión Segunda: Acusación de Injurias Personales

  1. Nadie está obligado a acusar una injuria cometida contra sí mismo, pero es lícito hacerlo. Este punto se respalda en el consejo de perdonar las injurias, como se menciona en el evangelio de Mateo (6, 15), que no obliga a la venganza o a la acusación.

  2. Aunque se permite a cualquiera acusar por injurias sufridas, esta acción debe estar motivada por un sentido de justicia y no por odio. Por lo tanto, la acusación en sí misma es un acto virtuoso, siempre que se realice en las debidas circunstancias.

Conclusión Tercera: Prohibición de los Clérigos en Causas de Sangre

El derecho humano prohíbe a los clérigos intervenir en causas de sangre, aunque no existe un precepto divino explícito que lo impida. El argumento es que, si bien los clérigos y los laicos tienen igual derecho natural a la justicia, la intervención de los clérigos en casos de violencia puede contradecir su vocación espiritual.

Se responde a la objeción sobre el derecho divino afirmando que, aunque Cristo no utilizó su autoridad secular para juzgar causas civiles, no se prohíbe a los clérigos ejercer justicia en causas de sangre. Sin embargo, el derecho canónico sí establece esta prohibición, apoyada por la necesidad de los clérigos de ser modelos de paz y virtud.

Conclusiones Finales

Los clérigos no deben acusar pidiendo penas de muerte ni en causas propias ni públicas, pero pueden denunciar crímenes que perjudiquen el bien público, siempre que aclaren que su intención no es buscar castigos severos. Esto mantiene la integridad de su vocación y permite la denuncia de injusticias sin comprometer su ministerio.

Duda sobre la Acusación de Infames

Argumento Inicial: Se plantea la cuestión de si los infames pueden acusar en crímenes que afectan el bien público. La lógica sugiere que, al ser un precepto, nadie debería quedar excluido por su propia culpa, ya que esto beneficiaría al criminal.

Respuesta: Según Santo Tomás, los infames no deben ser admitidos a la acusación, aunque sí están obligados a denunciar el crimen al juez, quien decidirá de acuerdo a su juicio.

Conclusión Cuarta: Forma de la Acusación

Afirmación: La acusación debe realizarse por escrito. Esto se encuentra respaldado en el derecho canónico y se fundamenta en la distinción entre denuncia y acusación. Mientras que la denuncia busca enmendar y no implica venganza, la acusación establece al acusador como parte activa en un juicio, lo que requiere un registro escrito para asegurar claridad y prueba.

La ley permite acusaciones verbales en casos menores, pero para situaciones más graves, es esencial que la acusación esté documentada. Además, si no se logra probar las imputaciones, el acusador podría ser sancionado por calumnia.

Duda sobre la Amonestación Previa

Pregunta: ¿Es necesaria una amonestación secreta antes de realizar una acusación judicial, como ocurre en la denuncia evangélica?

Opiniones:

  1. Opinión Positiva: Algunos sostienen que la amonestación es necesaria antes de una acusación.
  2. Opinión Negativa: Otros, como Durando, argumentan que en el foro externo no se requiere esta amonestación, aunque sí en el foro de la conciencia.

Solución Propuesta:

  • En el foro externo, la acusación puede proceder sin la necesidad de una amonestación previa, siendo suficiente la inscripción formal de la causa.
  • En el foro de la conciencia, se establece que quien tiene derecho a acusar puede hacerlo sin amonestación, dado que el objetivo es la vindicación del crimen.

Sin embargo, es aconsejable amonestar en ciertos casos donde la enmienda sea posible y el daño sea inminente. En causas personales, uno puede acusar inmediatamente, sin amonestación previa, especialmente si el delito es grave. Para situaciones de carácter privado, aunque se puede acusar sin amonestación, se considera virtuoso amonestar antes, permitiendo una oportunidad de enmienda.


Conclusión Quinta: Vicios de la Acusación

Afirmación: Existen tres vicios en la acusación: la calumnia, la prevaricación y la tergiversación.

  1. Calumnia: Implica acusar intencionadamente a alguien de un crimen que no cometió.
  2. Prevaricación: Ocurre al ocultar un crimen verdadero.
  3. Tergiversación: Se refiere a desistir completamente de la acusación.

Santo Tomás señala que un acusador puede pecar de dos maneras: ya sea dañando al reo mediante acusaciones falsas (calumnia) o perjudicando al bien público al ocultar o desistir de la acusación de un crimen verdadero (prevaricación y tergiversación). Estos vicios son más graves cuando hay obligación de acusar en casos que afectan al bien común. Sin embargo, desistir de una acusación en causas propias no conlleva mal alguno.

Además, no se considera calumnia si falta la mala intención. Si alguien actúa de buena fe al acusar, no incurre en calumnia, aunque pueda estar obligado a restaurar la buena fama del acusado. La prevaricación ocurre cuando se ocultan pruebas o se ofrecen excusas falsas. Esta falta puede ser cometida por cualquier parte involucrada en el proceso.

Conclusión Sexta: Consecuencias de la Calumnia

Afirmación: Quien calumnia sin pruebas incurre en la pena del talión.

Esta conclusión se basa en el derecho canónico y en las leyes civiles, que reflejan el principio del talión en la antigua ley mosaica: "ojo por ojo, diente por diente". Sin embargo, este principio no es de derecho divino, ya que con la muerte de Cristo, la ley antigua ha cesado, aunque los principios morales siguen vigentes.

La ley del talión es un precepto judicial antiguo y no necesariamente obligatorio hoy en día. A pesar de su aparición en las Doce Tablas, su aplicación ha sido matizada a lo largo de la historia, invocando la clemencia y la justicia adaptada a las circunstancias.

Respuestas a Objeciones

  1. Perdón y Venganza: Se ha aclarado que perdonar a quienes nos ofenden es un deber en el sentido de no tomar venganza personal, sino acudir a la autoridad pública para ello.
  2. Autorización para Acusar: También se explicó quiénes están desautorizados para acusar y por qué.
  3. Consecuencias para el Acusador de Buena Fe: Se reiteró que quien acusa de buena fe, aunque no pueda probarlo, no debe ser sometido a la pena del talión.

Reflexión Final

Estas conclusiones subrayan la importancia de la justicia en el proceso de acusación y el impacto de las malas intenciones en el ejercicio de la justicia. En todo momento, el objetivo debe ser proteger el bien público y garantizar que las acusaciones se realicen con integridad y responsabilidad.


Cuestión VI: 

¿Es justa la inquisición del pecador oculto sin que preceda infamia?

Argumentos a Favor de la Inquisición Sin Infamia

  1. Ejemplo Bíblico: En el libro de Josué (7, 16 ss), se relata cómo, por mandato divino, se realizó una inquisición sobre Akán sin que existiera previamente infamia o indicios de su delito. Esto demuestra que, desde una perspectiva divina, es posible investigar crímenes ocultos sin una acusación previa.

  2. Caso de S. Gregorio: En el canon "Quidam maligni", S. Gregorio excomulgó a un difamador oculto que había publicado un libelo. Se ordenó que el difamador se delatara a sí mismo, lo que indica que se puede realizar una inquisición sin infamia personal.

  3. Deber de los Prelados: Los prelados, como pastores, tienen la responsabilidad de investigar el estado y las costumbres de sus súbditos, independientemente de que haya infamia. Esto implica que su deber incluye la indagación sobre el comportamiento de su grey.

Argumentos en Contra de la Inquisición Sin Infamia

  1. Decretos de Inocencio: Los decretos de Inocencio en varios capítulos del Libro Sexto advierten que no se debe proceder a la inquisición sin que haya precedido infamia o sospechas. Esta normativa resalta la importancia de la reputación y la necesidad de una base para la investigación.

  2. Diferenciación de Vías de Conocimiento: La corrección evangélica y la denuncia son responsabilidades compartidas, mientras que la acusación es propia de los súbditos y la inquisición debe ser más restringida. Esto sugiere que la inquisición debe basarse en pruebas o indicios previos.

Los Prelados y la Inquisición

Concepto de Inquisición

La inquisición es la investigación realizada por un prelado sobre un crimen o un pecador oculto. Se distingue entre dos tipos de inquisición:

  • Inquisición General: Indaga de manera amplia sobre el cumplimiento de las leyes y reglas en una comunidad.
  • Inquisición Especial: Se enfoca en un individuo o crimen específico, investigando si una persona ha cometido un delito concreto.

Inquisición Especial: Tipos de Procedimientos

La inquisición especial puede realizarse con diferentes propósitos:

  1. Imposición de Pena: Investigar para castigar a alguien.
  2. Prevención de Errores: Investigar los méritos de una persona o impedimentos matrimoniales.

Primera Conclusión

La Necesidad de Infamia o Sospecha

La conclusión es que la inquisición especial para imponer una pena no puede llevarse a cabo sin infamia o sospecha pública. Esto es ampliamente aceptado por teólogos y juristas.

  • Fundamento: Se basa en la idea de que un juez no puede castigar sin un acusador y que la justicia requiere la presencia de una parte demandante.

Primera Duda

Contradicciones en el Derecho

Se cuestiona si la conclusión contraviene el derecho y la razón natural, dado que un prelado debería actuar ante crímenes conocidos.

  • Respuesta: Se sostiene que un juez necesita un acusador para proceder. La justicia debe ser imparcial, y la infamia pública es necesaria para que el juez actúe.

Segunda Duda

Naturaleza de la Conclusión:

Se discute si la conclusión es de derecho natural o divino y si la iglesia puede dispensar esta norma.

  • Respuesta: Se concluye que pertenece al derecho humano y que, aunque la norma es habitual, pueden existir excepciones razonables en situaciones críticas.

Tercera duda 

Infamia Suficiente para Proceder por Inquisición

La cuestión sobre qué constituye una infamia suficiente para iniciar un proceso de inquisición ha suscitado un debate considerable entre los canonistas. La infamia se define generalmente como una reputación dañada, especialmente en contextos judiciales, y se entiende que puede afectar el estado de dignidad de una persona. En este contexto, se considera que la fama, o su opuesto, la infamia, se forma a partir de la opinión pública, manifestada a menudo en rumores y sospechas.

Algunos canonistas sugieren que se necesitan hasta diez testigos para establecer un caso de infamia. Sin embargo, este número no está formalmente definido en la legislación, lo que deja espacio para interpretaciones más flexibles. Es esencial que los testigos que atestigüen sobre la infamia sean de buena reputación; de lo contrario, su testimonio podría ser considerado insuficiente. Bartolo y otros académicos señalan que la infamia debe surgir de personas prudentes y respetables, no de maledicencias o rumores infundados.

Un aspecto importante a considerar es que no se requiere la misma cantidad de infamia para delitos menores que para delitos graves, especialmente en el caso de prelados y jueces, quienes ocupan posiciones de autoridad y son frecuentemente objeto de resentimientos infundados. Para ellos, la infamia debe ser tan evidente que no se pueda ignorar sin provocar escándalo. Así, si hay indicios claros de culpabilidad, estos son suficientes para proceder a la investigación, incluso sin la necesidad de discutir la infamia.

En cuanto a la semiprueba, que se refiere a indicios no concluyentes pero suggestivos, esta es suficiente para interrogar a testigos o al acusado. Sin embargo, para iniciar una inquisición formal, es necesario contar con la infamia junto con estos indicios claros de culpabilidad.

Cuarta duda: Crimen Notorio y Persona Oculta

La cuarta duda aborda si los jueces tienen el derecho de investigar un crimen notorio cuando el autor es desconocido. La respuesta afirmativa se basa en la necesidad de justicia y en la protección del orden social. Cuando un crimen es evidente y ha causado alarma pública, se justifica que las autoridades busquen al culpable. La notoriedad del crimen actúa como un acusador implícito, lo que permite a los jueces actuar sin la necesidad de que exista infamia previa.

La tradición establece que, si el crimen es notorio, se puede proceder con la investigación sin requerir que se sepa quién lo cometió. No obstante, algunos argumentan que, en ausencia de infamia sobre una persona específica, no se debe iniciar una inquisición. Esta postura resalta la importancia de no emitir juicios sin fundamentos sólidos, lo cual puede llevar a injusticias.

Algunos proponen que, si el crimen es conocido, se puede interrogar a testigos sobre aspectos concretos del mismo, como detalles del evento o indicios que puedan ayudar a identificar al culpable. Sin embargo, se subraya que no se debe investigar a personas sin pruebas o indicios claros que justifiquen tal acción. Este enfoque busca equilibrar el deber de los jueces con el respeto por la dignidad de los individuos.

Quinta duda: Interrogatorio de Personas Difamadas

Finalmente, la quinta duda plantea si una persona que ya está difamada y condenada por un crimen puede ser interrogada sobre otros delitos ocultos. Algunos canonistas, como Pedro de Palude, sostienen que es razonable interrogar a alguien que ya ha sido difamado, dado que su reputación ya ha sido afectada. Argumentan que la razón detrás de la restricción en la investigación de crímenes ocultos se refiere a la falta de conocimiento sobre el autor, no al delito en sí.

Sin embargo, otros, como Cayetano, argumentan en contra de esta práctica. Según ellos, no solo se necesita infamia sobre la persona, sino también sobre el delito en cuestión para que la inquisición sea válida. En efecto, los cánones estipulan que no se debe interrogar a alguien sobre crímenes que no han sido objeto de infamia, asegurando que no se realicen juicios arbitrarios sobre conductas ocultas.

Esta dualidad refleja un conflicto fundamental en la aplicación de la justicia: la necesidad de investigar y castigar a los culpables debe equilibrarse con el respeto por los derechos y la dignidad de los individuos no infamados. Así, la necesidad de infamia se convierte en un pilar fundamental para asegurar que la inquisición se realice de manera justa y equitativa.


Última duda

En este apartado, Domingo de Soto discute la legitimidad de interrogar a un convicto sobre sus cómplices ocultos que no han sido acusados formalmente o no tienen mala reputación. La cuestión que se plantea es si es apropiado que los criminales confesos den información sobre otros malhechores que aún no han sido implicados. Soto explica que, según el derecho canónico (citando el canon Nemini y otros textos jurídicos), no es permitido interrogar al convicto sobre la responsabilidad de terceros, a menos que haya indicios o infamia que los incrimine. La excepción se da en casos graves como los crímenes de lesa majestad, en los cuales, dado el peligro que suponen para la estabilidad del Estado, se permite hacer investigaciones sin necesidad de pruebas previas.

Conclusión cuarta

Soto reafirma aquí que nadie convicto de un crimen debe ser interrogado acerca de sus cómplices ocultos si no hay pruebas concretas que apunten a su culpabilidad, como la infamia o indicios claros. Esta prohibición está respaldada por el derecho canónico y civil. Cita textos como el capítulo Cum monasterium del Libro Sexto y otros del título De accusationibus, que previenen interrogar a los confesos sobre la responsabilidad de sus cómplices. Sin embargo, Soto reconoce excepciones en casos graves, como crímenes que afectan el orden social, donde incluso sin indicios claros, se puede iniciar una investigación. Herejía y traición son ejemplos de estos delitos excepcionales.

Solución de los argumentos

En esta sección, Domingo de Soto aborda diversas objeciones sobre la legitimidad de investigar crímenes ocultos sin indicios o infamia, y las justificaciones que se pueden usar para hacerlo. Ofrece ejemplos de la Biblia para apoyar la idea de que, en situaciones graves, como el caso del pecado oculto de Akán en el libro de Josué, Dios mismo ordenó una investigación aun sin pruebas claras, con el fin de evitar un mayor mal en la comunidad. De ahí se deriva que la ley puede ser flexible en casos graves, permitiendo la investigación de crímenes ocultos.

En otros casos, Soto explora la cuestión de crímenes atroces, como la lesa majestad, donde se hace excepción a la regla general de que no se deben investigar a cómplices sin pruebas. Argumenta que, en ciertos contextos, la gravedad del crimen justifica que se investigue a personas aunque no haya una acusación previa ni pruebas concretas.

Conclusión primera

Soto examina la cuestión de la infamia y si esta es suficiente para interrogar sobre cómplices de un crimen. Concluye que no es lícito hacerlo si no hay pruebas claras. No obstante, hay excepciones para crímenes que afectan gravemente a la sociedad, como el hurto público o la falsificación de moneda, delitos que por su naturaleza afectan al bien común, y por lo tanto pueden justificar una investigación más amplia incluso sin infamia previa.

Conclusión segunda

Aquí se amplía el análisis a los casos en los que un criminal es condenado por crímenes futuros. Según Soto, aunque la infamia es generalmente necesaria para iniciar una investigación, en algunos contextos (como los delitos de lesa majestad) se puede proceder sin ella. Además, argumenta que la excomunión en algunos casos puede aplicarse incluso a aquellos que no se han delatado, si su crimen es lo suficientemente grave como para justificar una intervención sin pruebas concluyentes.

Solución de los argumentos adicionales

Soto ofrece respuestas a las dudas legales sobre la legitimidad de investigar delitos pasados y presentes sin pruebas. Enfatiza que, aunque la ley prohíbe la inquisición de crímenes futuros, cuando un crimen pasado es público, puede y debe investigarse. También aborda situaciones en las que los delitos afectan gravemente a la sociedad, y la necesidad de evitar daños mayores justifica la intervención judicial.

Conclusión tercera

En esta sección, Domingo de Soto argumenta que no es lícito investigar crímenes futuros o presentes sin indicios claros o pruebas, salvo en situaciones excepcionales. Soto expone que, si un crimen es público o manifiesto, puede y debe ser investigado para evitar mayores daños a la sociedad. Sin embargo, recalca que no se puede investigar sin base legal (infamia o indicios), excepto en casos donde el crimen afecte gravemente el orden social o se trate de delitos graves como la lesa majestad, donde el riesgo a la comunidad justifica la intervención judicial incluso sin pruebas previas.

Conclusión cuarta

La cuarta conclusión reafirma que nadie convicto de un crimen debe ser interrogado acerca de sus socios ocultos, a menos que existan pruebas, infamia o indicios claros que los involucren. Soto respalda esta postura con referencias tanto al derecho canónico como al civil, citando textos legales específicos como el canon Cum monasterium y el título De accusationibus. Soto argumenta que la ley es clara en prevenir que se interrogue a un convicto sobre sus cómplices, a menos que el crimen sea tan grave que suponga un riesgo para el bien común, en cuyo caso se puede hacer una excepción.

Estas dos conclusiones complementan lo ya expuesto en las primeras partes del texto, donde se busca un equilibrio entre la defensa de los derechos del acusado y la necesidad de mantener el orden social frente a crímenes graves.


CUESTIÓN VII

¿Está obligado a decir la verdad por derecho todo el que es interrogado judicialmente sobre algo secreto?

Argumentos de la opinión negativa:

El deber de guardar secretos: Domingo de Soto argumenta que el guardar secretos es una obligación moral y de fe. Revelarlos sería una muestra de infidelidad, tal como dice el proverbio: "Quien revela lo arcano va por mal camino". De este razonamiento se sigue que la virtud de la obediencia no obliga a revelar secretos, ya que esta virtud no contradice el acto de guardar confidencias. En este sentido, Soto afirma que, dentro de las jerarquías morales, el acto de guardar un juramento (prometiendo mantener el secreto) es más importante que la obediencia ciega a una autoridad. El precepto de Cristo: Se cita a Mateo 11, 29 donde se menciona que los preceptos de Jesús son suaves y ligeros. Soto argumenta que, en casos como revelar secretos bajo interrogatorio, el derecho no puede obligar a alguien a violar la confidencialidad, especialmente si involucra testificar contra un ser querido (padre, hijo o esposa) en un caso grave, como un crimen capital. La doctrina de Crisóstomo también apoya este punto, indicando que nadie está obligado a delatar un crimen propio si no es en el contexto del secreto de confesión.

Argumentos de la opinión negativa (continuación)

El pecado de no revelar un crimen oculto: Domingo de Soto discute si es pecado no revelar un crimen oculto cuando el juez lo interroga. Explica que ocultar un crimen no es siempre un pecado mortal, ya que alguien puede ocultar la verdad sin mentir, como lo hizo Abraham cuando afirmó que Sara era su hermana, pero sin decir algo falso. Por lo tanto, no siempre es pecado ocultar un crimen en un juicio, a menos que implique mentir, ya que todas las mentiras son pecados graves. Además, Soto señala que el hecho de mentir en un juicio, cuando se hace para tergiversar la justicia o evitar una condena, es siempre pecado mortal, pues va en contra del bien público.

La confesión del crimen y el bien público: A pesar de lo anterior, Soto indica que, por el bien público, casi siempre es necesario confesar un crimen en juicio. Cita el ejemplo bíblico de Josué y Akán, donde se le ordena a Akán confesar su pecado ante Dios. De esta manera, en muchos casos, aunque no sea obligatorio revelar un crimen por derecho, sí puede ser necesario por justicia o caridad, especialmente si afecta a terceros o compromete gravemente al bien común.

De Soto aborda la obligación de confesar la verdad cuando se es interrogado legítimamente en un proceso judicial. Expone que tanto los testigos como los reos están obligados a decir la verdad si son interrogados conforme a derecho. Afirma que un juez o prelado no puede revelar crímenes ocultos sin que haya un acusador, indicios o infamia, pero si estos se presentan, el juez debe proceder con la condena pública del reo, siempre que este no haya sido corregido de manera privada.

Conclusión primera

La primera conclusión establece que todo aquel que es interrogado legítimamente está obligado a confesar la verdad, ya sea como testigo o como reo. Esta idea se basa en los escritos de Santo Tomás de Aquino, donde la obediencia a las autoridades justas forma parte de la justicia legal. De este modo, el interrogado tiene la obligación moral de responder con la verdad.

Soto refuerza esta conclusión con el argumento del bien público: si los crímenes no son castigados, el orden social no puede sostenerse. Por lo tanto, para preservar el bien común, es esencial que los jueces obtengan la verdad a través de confesiones o testimonios legítimos. También menciona que según las leyes de la época, nadie puede ser condenado sin haber confesado, a menos que existan pruebas irrefutables. Así, la ley obliga al reo a confesar cuando se le interroga de forma justa y conforme a derecho.

Conclusión segunda

En este apartado, Domingo de Soto sostiene que negar u ocultar la verdad en un juicio es pecado mortal, incluso si no se ha hecho bajo juramento. Este argumento se basa en la enseñanza de Santo Tomás de Aquino, quien afirma que mentir en un juicio es un pecado contra la justicia y, además, contra la caridad, ya que se está negando la verdad al juez, quien tiene el derecho de investigar. Además, Soto cita a San Pablo en la Epístola a los Romanos (12:1-2) donde señala que toda autoridad procede de Dios, y quien resiste a la autoridad, resiste al mandato divino.

Soto también refuerza su postura con el hecho de que, históricamente, se han impuesto severos castigos a quienes mienten en un juicio, lo que indica que es considerado un delito grave. El ocultamiento de la verdad es aún más grave si la persona había jurado previamente decirla, ya que entonces también se incurriría en un pecado contra la virtud de la religión.

Duda

A continuación, Soto aborda una duda sobre si todas las mentiras en un juicio son pecado mortal o si algunas podrían ser veniales, es decir, de menor gravedad. Cayetano argumenta que toda mentira en juicio es mortal, aunque en otras situaciones fuera del juicio, podría considerarse venial. Sin embargo, Soto discrepa con Cayetano en algunos puntos. Sostiene que algunas mentiras en juicio podrían ser veniales si afectan temas triviales o si se pronuncian sin premeditación o deliberación completa. Además, señala que, si una mentira leve fuera mortal, entonces callar cosas menores también sería un pecado mortal, lo cual parece excesivo.

Conclusión tercera

En esta tercera conclusión, Soto argumenta que si una persona es requerida a testificar legítimamente sobre un crimen y se niega a hacerlo, no puede ser absuelta hasta que confiese la verdad. Esto aplica tanto para el reo como para el testigo, especialmente cuando su testimonio es crucial para resolver el caso. Soto explica que la negativa a testificar, cuando se es legítimamente interrogado, implica una obstinación en el pecado, lo que impide que la persona sea absuelta.

Asimismo, Soto enfatiza que los confesores deben ser cautelosos a la hora de aconsejar a los penitentes, especialmente en casos graves como la pena capital, donde está en juego la vida y la fama de las personas. Explica que, en estos casos, el confesor debe estar seguro de que el interrogador actúa justa y legalmente. Finalmente, advierte que, si un juez o prelado no tiene pruebas suficientes, no está legitimado a proceder como acusador ni a exigir una confesión.

Primera duda

Se cuestiona si un reo, sin infamia ni indicios, debe confesar su crimen cuando se trata de crímenes graves como lesa majestad o herejía, donde no es necesaria tanta formalidad para investigar. Se da un ejemplo en el que, bajo presión, el reo niega su crimen para protegerse de una difamación sin pruebas claras. La respuesta es que, si el reo no padece infamia ni indicios, no está obligado a confesar, especialmente cuando dicha confesión podría poner en riesgo su vida.

Segunda duda

Trata sobre si una persona inocente, acusada erróneamente y enfrentada con falsos testimonios, debe decir la verdad sobre algo que podría implicarlo en un crimen que no cometió. La respuesta es que el inocente no está obligado a confesar algo que no hizo, especialmente si al hacerlo se pone en peligro de ser condenado injustamente. El texto también aplica este principio a otros casos, como el adulterio, donde se concluye que el inocente no debe responder si no hay claridad suficiente para no ponerse en riesgo.

Tercera duda

Aborda la obligación de los testigos de presentarse voluntariamente o solo cuando son llamados por el juez. Santo Tomás afirma que el testigo siempre está obligado a testificar si es llamado legítimamente. Sin embargo, si no ha sido llamado, puede decidir si testificar o no, a menos que su testimonio sea necesario para salvar a alguien de una injusticia grave, en cuyo caso estaría obligado moralmente a ofrecer su testimonio.

Cuarta duda

Se plantea si una persona puede esconderse para evitar testificar en contra de un familiar o un amigo. La respuesta es que si el testimonio no es absolutamente necesario, esconderse no se considera una falta grave, pues se puede recurrir a otros testigos. Sin embargo, si el testimonio es indispensable, especialmente para proteger a una tercera persona inocente, el testigo no puede ocultarse sin cometer una injusticia. Se utiliza como ejemplo a alguien que esconde un documento importante que podría resolver un conflicto de herencia. Es su deber testificar en estos casos. Si el testigo se oculta, estaría obligado a reparar los daños causados.

Quinta duda

Esta duda se refiere a si cualquier persona está obligada a dar testimonio sin ser llamado para liberar a alguien de un daño grave o injusto. Según Santo Tomás, uno debe prestar testimonio si está en posición de evitar un mal mayor. Sin embargo, no es necesario hacerlo en situaciones de daño menor o cuando ayudar sería excesivamente gravoso. Se argumenta que es más fácil prestar testimonio para salvar a una persona inocente que dar una limosna, lo que refuerza la idea de que uno está obligado a testificar si puede evitar un daño significativo. Si no hay daño grave, no hay obligación de testificar espontáneamente.

Sexta duda

La última duda surge del argumento de Santo Tomás sobre si alguien está obligado a acusar a un reo o testificar en casos que involucren el bien público. Se concluye que cuando un crimen afecta al bien común, todos están obligados a testificar, pues la defensa del bien público recae en la responsabilidad de los ciudadanos. Se presenta una crítica a la desigualdad que existiría si el acusador está obligado a presentar pruebas y el testigo no. La resolución es que, en casos de bien público, el testigo está moralmente obligado a prestar su testimonio para asegurar la justicia.

Conclusión cuarta

Se argumenta que, aunque una persona esté obligada bajo juramento a guardar un secreto, este puede revelarse si es exigido por un proceso judicial y la razón lo demanda. La fidelidad al juramento no debe contradecir el derecho, y se permite romper el secreto si es necesario para evitar un daño a la sociedad o a terceros, conforme a las enseñanzas de Santo Tomás. Además, se diferencia entre el sigilo sacramental (que no puede romperse) y el secreto de confesión, aclarando que este último no siempre implica la imposibilidad de revelación.

Solución de los argumentos

  1. Se concluye que la obligación de guardar un secreto no es un deber de virtud, sino algo que se limita a determinadas circunstancias. Romper el secreto no es una falta si el juez lo autoriza legítimamente.
  2. Aunque es difícil testificar contra un familiar, es necesario cuando se trata de preservar la paz y el orden en la sociedad, ya que es un mandato natural.
  3. No se debe negar la verdad cuando uno es interrogado legítimamente, ni ocultarla mediante equívocos, ya que el silencio en estos casos es una forma de desobediencia.
  4. Se discute el caso del acusado que se confabula con el acusador para evitar la condena. Santo Tomás sostiene que no hay pecado en los casos de crímenes privados si el acusador y el acusado pactan, pero sí lo hay en los crímenes que afectan al bien público.


Cuestión I:
¿Está obligado a decir la verdad quien es injustamente interrogado sobre un crimen secreto?

Se presentan los argumentos de la opinión afirmativa, basados en la obediencia que los súbditos deben a sus prelados y la justicia que deben observar. Los prelados, según las citas de la Biblia, tienen derecho a interrogar a los súbditos sobre crímenes ocultos y estos tienen la obligación de responder. Se argumenta que la mejora de los ciudadanos depende de que los prelados conozcan sus faltas para poder aconsejar y exhortar adecuadamente. Sin embargo, también se presenta el argumento de que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres, lo que implica que los súbditos no deben obedecer cuando los mandatos de los prelados son injustos.

Conclusión primera
Arrancar injustamente un secreto ajeno es pecado mortal por su género.

Se argumenta que revelar un secreto ajeno, especialmente con engaño o violencia, es un pecado grave, ya que daña la fama de la persona. Aunque es un pecado menor que el homicidio o el adulterio, sigue siendo grave porque atenta contra la justicia y la reputación del prójimo.

Conclusión segunda
Es más grave que un prelado o un juez arranquen injustamente un secreto al súbdito que si lo hiciera una persona privada.


Esto se debe a que los prelados están obligados a cumplir estrictamente con la justicia y amar a sus súbditos, lo que hace que su falta sea más grave. Se enfatiza que los jueces y magistrados deben recordar siempre su deber de actuar con justicia, ya que son guardianes de la ley y de los ciudadanos.

Conclusión tercera:
Los súbditos no están obligados a obedecer a los prelados que les imponen revelar los secretos injustamente.


Los súbditos no tienen que obedecer mandatos que sean contrarios a la ley divina o que carezcan de infamia o indicios, como se mencionó anteriormente. Esto es respaldado por la idea de que ningún precepto es obligatorio si va en contra de la ley divina o natural.

Conclusión Cuarta

El texto establece que el súbdito no está obligado a obedecer ni incurre en excomunión en el foro de la conciencia si un prelado lo interroga sobre un crimen secreto que no tiene derecho a conocer, incluso si se hace bajo pena de excomunión u otra sanción. Esto se basa en el principio de que la excomunión solo se aplica en casos de desobediencia manifiesta en un contexto de pecado, lo que no ocurre si el mandato es injusto.

Duda

Se discute el problema de si una sentencia de excomunión injusta, pero válida, puede vincular la conciencia del súbdito. Se distinguen tres tipos de sentencias injustas: una sentencia nula, una sentencia con error insoportable, y una sentencia injusta pero soportable. Se argumenta que una sentencia que proviene de un juez sin competencia, o que es pronunciada con odio o sin base legal, es nula y no debe ser obedecida. El súbdito no incurre en culpa al no obedecer una sentencia de excomunión si esta se basa en errores graves, como la falta de pruebas de infamia o indicios en el caso de un crimen secreto. Se concluye que, aunque el prelado emita la sentencia, esta no puede obligar en conciencia si es contraria a la ley o la justicia.

Asimismo, se cita a varios teólogos que apoyan la idea de que una sentencia injusta no vincula en conciencia, como Santo Tomás, el Paludano y Graciano.

Conclusión quinta

El juez que obtiene injustamente un secreto del súbdito, no puede usarlo para continuar su juicio, ya que sería injusto todo lo derivado de tal conocimiento. Por ejemplo, si un juez obtiene mediante tormentos el conocimiento de un crimen, no puede usar esa confesión para castigar al reo, porque fue obtenida de manera injusta y bajo coacción. El conocimiento derivado de la injusticia no es válido, lo que invalida cualquier acción legal subsecuente.

Un contraargumento a esta conclusión sería considerar que, en caso de delitos extremadamente graves como el incesto o el pecado "contra naturam," el juez podría proceder para evitar el escándalo público. Aun así, la cuestión sigue siendo debatible.

Duda
Surge la siguiente duda: si el juez conoce un crimen de forma injusta, ¿puede proceder a investigarlo y castigarlo? A primera vista, parece que no, porque el conocimiento deriva de la injusticia. Sin embargo, en ciertos casos, como cuando la información es obtenida de una fuente privada o ajena al juicio (por ejemplo, mediante testigos), el juez podría actuar.

Se aclara que una excepción importante es cuando el conocimiento proviene de una confesión sacramental. En este caso, no sería legítima la investigación ni el castigo, ya que se afectaría el sacramento, lo que resultaría en un sacrilegio.

Solución de los argumentos

  1. Los apóstoles enseñan que los hijos y súbditos deben obedecer a sus superiores, pero dentro de lo que es conforme a derecho.
  2. Los prelados, aunque ministros de Dios, no tienen la misma potestad infinita de juicio de Dios. Mientras los hombres, al ser falibles, necesitan reglas que los guíen y que no impongan injustamente.
  3. Dado que los humanos no son perfectos, los prelados deben ser cuidadosos para no actuar de manera imprudente al conocer los pecados de los fieles. La confesión debe ser solo a Dios, ya que los hombres no son capaces de lidiar con todo el peso de los pecados ocultos de los demás.

CUESTIÓN II: 

¿Debe obedecer el súbdito al prelado que le interroga sobre un secreto, cuando duda si es interrogado según derecho, o injustamente?

Argumentos de la opinión afirmativa

Quien posee algo puede usarlo legítimamente aunque dude de si le pertenece, a menos que un juez o una autoridad dictamine lo contrario. Esto se aplica al prelado, quien está en posesión del derecho de mandar sobre sus súbditos en cuestiones dudosas, por lo que deben obedecerle. Si no fuera así, se afectaría la autoridad del prelado, y su capacidad de gobernar sería menoscabada.

La esposa que duda sobre la legitimidad de su matrimonio debe seguir cumpliendo con sus deberes matrimoniales hasta que se pruebe lo contrario. De la misma manera, los súbditos deben obedecer al prelado cuando este tiene la posesión de su autoridad, incluso en situaciones dudosas.

Cuando un precepto es dudoso, se corre el riesgo de pecar si se desobedece, como señala el Eclesiástico: “Quien ama el peligro, perecerá en él.” Por tanto, ante la duda, es más prudente obedecer para evitar caer en la desobediencia.

Conclusión segunda

La segunda conclusión sostiene que cuando un prelado interroga a alguien bajo precepto y hay duda razonable sobre la justicia de dicho precepto, el súbdito no siempre está obligado a responder, sino que debe atenerse a lo que conlleva un menor peligro. Se ilustra esto con el ejemplo de un juez que investiga un crimen, como un homicidio o robo, pero que no es un delito grave para la sociedad. En caso de duda razonable sobre la justicia del proceso, los testigos no están obligados a declarar, incluso si conocen el crimen, e incluso pueden ocultarlo. Esto se extiende también al propio acusado, que no está obligado a delatarse bajo un proceso injusto. La conclusión se justifica por la regla general de que en situaciones de duda es aceptable seguir la opción que conlleve menos peligro. En este caso, sería preferible permitir la muerte de alguien en lugar de mentir, si mentir es considerado una ofensa menor que dejar morir a una persona. En resumen, se debe elegir el mal menor cuando ambas opciones son moralmente complejas.

El escrúpulo

Se define el escrúpulo como el temor a actuar erróneamente en cuestiones morales. Aunque este temor puede ser útil, a veces puede llevar a un comportamiento innecesariamente rígido o a la parálisis moral. En este sentido, hay que distinguir entre un temor razonable y un escrúpulo excesivo, el cual debe ser ignorado si es demasiado leve y fruto de la pusilanimidad o de una conciencia excesivamente sensible. En cuestiones morales, hay ocasiones en que actuar en contra de dicho escrúpulo es necesario para evitar males mayores.

Duda práctica y especulativa

En cuanto a la duda práctica y especulativa, se distingue entre la duda especulativa, que afecta al entendimiento sin guiar las acciones, y la duda práctica, que afecta directamente la acción. En el contexto de esta segunda conclusión, cuando la duda es práctica, como en el caso de alguien que posee algo en buena fe pero que tiene dudas sobre su pertenencia, esa duda no le obliga a devolverlo hasta que se compruebe legalmente lo contrario. De igual manera, si un prelado tiene derecho a interrogar bajo precepto y se teme un mal mayor por ocultar la verdad, el súbdito no está obligado a obedecer, especialmente si la duda es solo especulativa y no afecta a su conciencia práctica.

Duda

Quizá te preguntes qué sucede cuando en un asunto dudoso se impone una pena como la excomunión. Podría parecer que en tal caso desaparece la duda y el súbdito debe obedecer sin más, ya que, como señala Gregorio, “hay que temer la sentencia del pastor, la justa y la injusta”. Sin embargo, esto aplica más a situaciones de incertidumbre. La respuesta es que, cuando la duda se refiere al derecho de mandar, no importa si el precepto lleva consigo la pena de excomunión o cualquier otra sanción. Mientras el precepto sea injusto, las penas añadidas no imponen obligación. Además, las palabras de Gregorio sugieren que hay que tener cautela en tales situaciones y actuar con más precaución para asegurarse de que el precepto sea justo.

Conclusión Cuarta

La cuarta conclusión es que, cuando los crímenes investigados implican un daño público, como la traición, el crimen de lesa majestad, la herejía, entre otros, entonces, en caso de duda, se está obligado a prestar testimonio y no ocultarlo. En estos casos, los inquisidores deben proceder con la mayor diligencia posible, y los testigos deben dar su testimonio, incluso si tienen dudas razonables. La conclusión se basa en la necesidad de elegir el menor de los males, y en estos casos, el peligro que representa el daño público es mayor que el peligro individual o privado.

Duda

La última duda que surge es: ¿qué ocurre cuando alguien no conoce las conclusiones anteriores? Por ejemplo, si alguien no sabe si el precepto del prelado es justo o injusto, o no conoce si debe seguir la parte más segura en situaciones de duda, es necesario que consulte a personas más capacitadas. Si alguien actúa en contra del derecho por ignorancia invencible, no incurre en culpa; pero si la ignorancia es vencible, entonces peca.

Solución de los argumentos

La primera respuesta es que los prelados y jueces no siempre actúan de manera justa, por lo que, en casos de duda sobre la justicia de sus mandatos, es preferible inclinarse hacia la opción donde haya menos peligro. En especial, cuando esto implica evitar el daño a un tercero, como su fama o bienes. En segundo lugar, cuando los mandatos del prelado no suponen un peligro grave para la religión o la república, los súbditos deben obedecer incluso en la duda, pues no se exige una justificación completa. Finalmente, cuando se duda entre dos opciones peligrosas, es prudente inclinarse por la menos peligrosa. Si bien hay casos donde se puede justificar la duda, la obediencia sigue siendo la opción preferible cuando no hay un peligro claro en seguir el mandato.

Cuestión III

¿Puede legítimamente usar de términos ambiguos y anfibologías quien sin derecho es interrogado sobre un crimen secreto, para eludir al interrogador? 

La opinión negativa establece que no es lícito mentir bajo ninguna circunstancia, como lo enseñan Agustín y otros teólogos. Usar palabras ambiguas o anfibológicas con la intención de engañar es equiparable a mentir, ya que distorsiona la verdad. Según Agustín, la culpa del mentiroso recae en la intención de engañar, y, por tanto, usar términos ambiguos para inducir a un error en la interpretación de las palabras está prohibido.

El argumento se refuerza con la doctrina de la veracidad, que dicta que uno debe expresarse según lo que cree, sin intentar manipular el significado de las palabras. Gregorio Magno añade que el oído humano puede recoger las palabras tal como suenan, pero el juicio divino ve más allá de la forma y juzga la intención. Además, se afirma que engañar con palabras ambiguas, incluso en situaciones difíciles, no es justificable, pues pervierte la verdad y viola la fidelidad.

Conclusión primera

Mentir no es lícito por ninguna causa. Agustín dejó claro en su obra De mendacio que mentir es pecado, sin importar la situación, ya sea para salvar una vida o evitar un mal mayor. Los filósofos antiguos hablaron de una "mentira piadosa", pero Agustín refutó esta idea, afirmando que toda mentira es contraria a la verdad y, por tanto, intrínsecamente mala. La doctrina cristiana y los textos sagrados como el Decálogo y los Salmos condenan toda forma de mentira, independientemente del motivo. La mentira es vista como un mal que no puede convertirse en bien bajo ninguna circunstancia, ya que viola el orden natural del lenguaje.

Conclusión segunda

Para guardar el secreto confesional, es lícito al sacerdote responder que no sabe sobre lo que se le interroga, sin que esto implique mentira. Según los teólogos, un sacerdote puede legítimamente decir que no conoce un crimen si dicha información fue obtenida en confesión. Incluso aunque tenga conocimiento de los hechos en su rol como persona privada o ministro de Dios, se considera correcto proteger el sigilo sacramental.

Conclusión tercera

Empecemos por una conclusión que afecta a ambos. A quien se interroga injustamente por un crimen secreto, debe, en principio y si es posible, defenderse apelando al silencio o callando, y con ello demostrar espontáneamente que se le injuria con la pregunta, como se lee en Sto. Tomás (2-2, Q. 69, A. 1), si cabe hacerlo sin generar una vehemente sospecha del crimen, lo cual no es fácil, como hemos dicho. Se prueba porque el no responder a quien injustamente interroga es una actitud legítima y legal, y las demás soluciones solo son legítimas en caso de necesidad, cual es el que los modos legítimos no son suficientes para remediar la grave injusticia.

Conclusión cuarta

La cuarta conclusión es: El testigo que sin derecho es interrogado sobre algo oculto y no puede defenderse callando, puede responder que no sabe nada, salvada la autoridad de los antiguos. Esta conclusión no la tengo por tan evidente como la segunda, ni la juzgo tan cierta y probada. Y tampoco ignoro que hay doctores de gran autoridad que, a pesar de aceptar que el confesor puede responder: no lo sé, dudan que eso valga en los secretos no sacramentales, aunque tampoco lo niegan expresamente, como parecen opinar algunos recientes. Gersón, después de haber afirmado que el sacerdote puede responder: No lo sé, añade: No me atrevo a sostener que pueda hacerse lo mismo sin mentir en otro tipo de secretos, pero a algunos les parecería que es la misma la razón y la misma la significación de las palabras. Al hablar así, parece que se inclina más por la respuesta afirmativa que por la negativa. Y Scoto, tras aconsejar al reo injustamente interrogado que, al estilo de los juristas, responda que niega lo propuesto tal como se propone, añade: Y si lo niega, como hace el sacerdote sobre lo confesado diciendo: No lo sé, ¿debe arrepentirse por ello? La respuesta es que es de bien nacidos reconocer culpa donde no la hay y, por eso, en el caso es doctrina segura el arrepentirse (In IV, d. 15, q. 4, a. 3). Con estas palabras se refiere ciertamente al reo que niega, pero no habla del testigo ni dice que este pueda decir: No lo sé, sino que lo deja en la duda. Y Sto. Tomás ni afirma ni niega, sino que dice que el reo injustamente interrogado puede lícitamente escabullirse con una apelación de otro modo (2-2, q. 69, a. 1), con tal de que no sea una mentira.

Duda

Otra duda versa sobre los secretos no sacramentales. Y es si a quien es injustamente interrogado sobre un secreto y, tras responder que no lo sabe, se le insta a que responda diciendo si o no mató Pedro a Juan o si presenció u oyó el crimen. ¿Sería entonces lícito contestar que no vio, ni oyó, ni que Pedro lo mató? A veces, en mis lecciones sobre estos temas, he defendido que el testigo puede defenderse como quiera. Enseñábamos, en efecto, que si el testigo puede lícitamente decir que no lo sabe, también podría negar todas las acciones de las que se llega a conocer una cosa, como sería decir que ni vio, ni oyó, ni recuerda. Sin embargo, hoy no me atrevo a seguir con esa interpretación tan amplia ni estoy cierto de que al decir "no lo vi ni oí" se entienda ordinariamente que no lo vio ni oyó para decirlo.

Conclusión quinta

La tercera y última parte de nuestra cuestión se refiere al reo, al que no es nada fácil instruirle para que se defienda sin decir una mentira. Sobre el decimos en la quinta conclusión: Al reo, al que injustamente se le interroga sobre el crimen propio y secreto, no le aprovecha responder que no lo sabe, ni tampoco le es lícito negar el crimen diciendo que no lo hizo.

Conclusión sexta

La sexta conclusión es: La mentira con la que el interrogado injustamente niega el propio crimen es una mentira oficiosa, no perniciosa y, por tanto, si no va acompañada de juramento, es pecado venial, no mortal, tanto si se le interroga indebidamente en juicio como en el caso del marido que interroga a su mujer adúltera, pero no es su juez.

Conclusión séptima

La respuesta se da en esta séptima conclusión: Si no le vienen a la boca palabras de significado equívoco, aceptadas por el uso común, con las que oculte el crimen sin mentir, debe aceptarse la muerte antes de mentir. Sin embargo, en algunos casos será legítimo revelarlo, como veremos en la cuestión siguiente.

Solución de los argumentos

Al primer argumento principal se responde concediendo la premisa primera, que la mentira nunca está permitida, pero negando la segunda. No basta para que haya mentira el deseo de engañar, sino que lo que se pronuncia debe ser falso.
La misma razón sirve para responder al segundo argumento principal.
La mentira, es decir, proferir algo falso con intención de engañar, es intrínsecamente malo y no puede justificarse por causa alguna.

CUESTIÓN IV

¿Estamos obligados a guardar lo secreto, hasta el punto de que alguna vez debamos arrostrar la muerte antes que revelar un secreto?

Argumentos de la opinión negativa

  1. El texto comienza argumentando que revelar un secreto puede dañar la fama, pero que la vida es un bien más valioso que la fama. Se apoya en el pasaje de Job (2, 4), que indica que el hombre entregará todo lo que posee para salvar su vida. A partir de esto, se concluye que, si existe un conflicto entre mantener la vida y mantener un secreto, es más razonable preservar la vida, incluso si eso implica revelar el secreto.

  2. Se refuerza este argumento con la idea de que el precepto de guardar el secreto, si se llevase al extremo de arriesgar la vida, sería una carga insostenible y opuesta al espíritu de los preceptos divinos, que son “suaves” y no deben ser “insuperables”. Además, se afirma que, en muchos casos, es legítimo revelar un secreto por causas justas, como proteger el bien común o corregir a alguien que actúa mal.

  3. Finalmente, se menciona que no se está obligado a sufrir la muerte para preservar la fama de otro, y que es permisible revelar un crimen oculto si ello implica salvar la vida propia o la de otros.

Por el contrario

Se señala que los cristianos sí están obligados a arriesgar la vida para proteger ciertos bienes superiores, como la fe, la religión o el bien público. Se menciona específicamente el caso del sigilo sacramental, que obliga a los sacerdotes a guardar el secreto de la confesión incluso bajo amenaza de muerte, ya que romperlo sería un sacrilegio.

Conclusión primera

Se desarrolla aquí la primera conclusión del texto, enfocada en el sigilo sacramental. Se establece que el secreto de confesión es tan santo y vinculante que hay que afrontar la muerte antes que revelarlo de cualquier modo. Esta conclusión se apoya en argumentos teológicos y legales que indican que el precepto de mantener el sigilo sacramental tiene un origen divino, y que romper dicho secreto destruye la confianza y la validez de la confesión como sacramento.

La dispensa

El texto concluye que ni el Papa ni la Iglesia tienen la autoridad para dispensar del sigilo sacramental, pues es un precepto divino que está más allá del poder humano de alteración. Esto reafirma la idea de que el sigilo sacramental es tan importante que un sacerdote debe mantenerlo incluso a costa de su vida.

Duda

La primera duda plantea si el sacerdote está obligado a mantener el secreto sobre los pecados futuros, aquellos que el penitente confiesa tener la intención de cometer. Algunos autores antiguos vacilaron ante este problema. Se menciona que algunos teólogos, como Sto. Tomás, sostienen que los pecados futuros no están bajo el sigilo sacramental si no hay enmienda por parte del penitente. El argumento es que no se puede considerar confesión válida si existe la intención firme de pecar, ya que la voluntad de seguir cometiendo pecados es incompatible con la naturaleza de la confesión.

Se argumenta que, así como Dios no guarda en silencio los pecados de los impenitentes, tampoco el sacerdote debe guardar el secreto en esos casos, ya que no hay arrepentimiento.

Conclusión segunda

A pesar de lo anterior, se defiende una segunda conclusión más general: Todo pecado conocido en confesión, sea presente o futuro, cae bajo el sigilo, ya sea que el penitente se arrepienta o no. Se cita a Sto. Tomás y otros teólogos que afirman que el secreto de confesión se mantiene sin excepción alguna. Esta obligación incluye el pecado futuro, lo que se justifica en la necesidad del sigilo para preservar la integridad del sacramento, incluso si el penitente no muestra arrepentimiento inmediato.

Se añade que la acusación del pecado es suficiente para obligar al secreto, y que el sacerdote debe advertir al penitente y dar consejos generales sin revelar el nombre ni detalles específicos, para no romper el sigilo.

Duda

Se introduce una segunda duda sobre si revelar el sigilo sacramental constituye un pecado mortal o venial, dependiendo de la gravedad del pecado. El texto argumenta que, en casos de pecados veniales o menores (como un hurto insignificante), la revelación del sigilo podría ser sólo un pecado venial, pero sigue siendo una falta grave.

Conclusión tercera

La tercera conclusión establece que el sigilo sacramental afecta no solo a todos los pecados veniales o mortales, sino también a las circunstancias que pueden señalar al penitente. Esto incluye lugares, tiempos y otras personas mencionadas en la confesión, como en el caso de un homicidio donde se revela la presencia de alguien en el lugar del crimen. El sacerdote debe guardar silencio incluso sobre estos detalles, ya que podrían identificar al penitente indirectamente.

El texto señala que incluso la revelación inadvertida de detalles menores que puedan afectar la fama de alguien está prohibida, y que el sacerdote debe preferir la muerte antes que romper el sigilo.

Duda

La tercera duda se refiere a si otras personas, además del sacerdote, también están obligadas a guardar el secreto confesional bajo peligro de muerte. Se menciona el caso del intérprete o del laico que escucha la confesión en situaciones excepcionales, quienes también están obligados a guardar el secreto con la misma severidad que el sacerdote.

Conclusión cuarta

La cuarta conclusión establece que, aunque solo el sacerdote está canónicamente obligado a guardar el sigilo bajo pena de excomunión, otras personas que accidentalmente oyen una confesión también están obligadas a mantener el secreto, incluso bajo peligro de muerte. Esto incluye a intérpretes, prelados, y laicos que pudieran haber oído una confesión en circunstancias extremas. Estas personas incurren en pecado grave si rompen el secreto, y también están obligadas a mantener el sigilo para proteger la integridad del sacramento.

Conclusión quinta

Finalmente, la quinta conclusión reafirma la gravedad de romper el sigilo sacramental: Por ninguna causa está permitido abrir el sigilo sacramental. El texto enfatiza que la desaparición del sacramento de la confesión sería un mal gravísimo para la Iglesia, y que la preservación del sigilo es necesaria para la salud espiritual de los fieles.

Duda primera

Se plantea la duda sobre lo que debe hacer un sacerdote que, en confesión, detecta un impedimento para el matrimonio o la ordenación. Se argumenta que, aunque estos impedimentos se conozcan en el sacramento de la confesión, el sacerdote no puede actuar directamente, ya que está obligado por el sigilo sacramental. Sin embargo, podría excusarse de presidir el matrimonio o la ordenación para evitar una violación del sigilo.

Se menciona la posibilidad de buscar soluciones prudentes que no infrinjan el secreto y, al mismo tiempo, no infundan sospechas. Algunos autores sugieren que en estos casos se puede actuar en el "foro externo" para corregir la situación sin violar el sigilo.

Regla

La regla expuesta es que los sacerdotes no pueden privar al penitente de ningún derecho basándose en lo que han escuchado en confesión. Pueden excusarse de ciertas funciones, pero no pueden actuar contra el penitente si solo conocen el asunto a través del sacramento. El texto menciona ejemplos específicos, como el caso de un párroco que sabe de un impedimento matrimonial o un obispo que sabe que un candidato no es digno de ser ordenado.

Duda segunda

Surge otra duda sobre si un sacerdote puede revelar la confesión de un penitente para confesar su propio pecado o el de otro sacerdote. El texto argumenta que no, pues revelar el pecado de un tercero, incluso si se conoce indirectamente por confesión, implica violar el sigilo. La discusión incluye ejemplos de irregularidades confesionales que podrían poner en peligro el secreto.

Se reafirma que, incluso en situaciones difíciles, la obligación de mantener el sigilo prevalece sobre cualquier otra consideración.

Duda tercera

La tercera duda cuestiona si un sacerdote puede evitar a un penitente excomulgado, basándose en la confesión. Algunos teólogos sostienen que el sacerdote debería evitar al penitente en privado, pero no en público, para no levantar sospechas de violación del sigilo. El texto sigue explorando las implicaciones de este comportamiento y las diversas opiniones al respecto.

Duda cuarta

La cuarta duda trata sobre si el sacerdote puede revelar la confesión con permiso del penitente. Se debate si el sacerdote tiene la capacidad de actuar sobre lo escuchado en confesión cuando el penitente otorga permiso explícito para ello. Aunque algunos doctores lo permiten, la mayoría concluye que ni siquiera el penitente puede liberar al sacerdote de la obligación del sigilo, ya que este proviene del derecho divino.

El texto explora cómo el permiso del penitente no es suficiente para justificar la revelación de los pecados, ya que se estaría violando el precepto divino de mantener el sigilo.

Duda quinta

La última duda aborda si un sacerdote que conoce un crimen del penitente por otras vías, además de la confesión, está obligado a manifestarlo en el foro externo. Se discute si el conocimiento obtenido fuera de la confesión puede ser utilizado en un tribunal o en cualquier otro contexto.

El texto concluye que el sacerdote puede actuar si ha conocido el crimen fuera de la confesión, pero no puede utilizar lo que sabe por el sacramento. Si un delito se confiesa y es conocido también por otras fuentes, el sacerdote puede denunciar el crimen basándose en esas otras fuentes, pero nunca por lo escuchado en confesión.

Conclusión sexta

Se establece que quienes tienen un puesto o un oficio público, como senadores, consejeros, secretarios, entre otros, están obligados a guardar el secreto, incluso con riesgo de vida, si fuera necesario. La conclusión afirma que la revelación de un secreto que perjudica al Estado es un mal tan grande que obliga a cualquier ciudadano a sacrificar la vida antes que revelar dicho secreto. Además, la ley castiga severamente a aquellos que entregan secretos a los enemigos, considerándolos traidores.

Se menciona también que, aunque no todos los secretos requieren este nivel de sacrificio, quienes están en posiciones públicas deben exponerse a situaciones extremas para proteger el secreto, sobre todo en casos de gravedad excepcional, como en el ámbito del santo oficio.

Conclusión séptima

Quien obtuvo un secreto injustamente, está obligado a guardarlo, incluso en peligro de vida, si se trata de una materia importante. El texto menciona el caso bíblico de Dalila, que debía sufrir la muerte antes de traicionar a los filisteos. Esta conclusión subraya la importancia de la confidencialidad incluso en casos de secretos obtenidos sin justicia o de forma inapropiada, destacando que quien revela un secreto robado causa más daño y, por tanto, está aún más obligado a mantener el silencio.

Conclusión octava

Nadie está obligado a guardar un secreto recibido con promesa de silencio si hacerlo implica poner en peligro la propia vida o sufrir una grave lesión del honor o bienes. Se destaca que, en estos casos, la obligación de guardar el secreto no proviene de la justicia o de un cargo público, sino de la simple promesa hecha de forma voluntaria. La persona no está obligada a exponerse a graves peligros para mantener esta clase de promesas.

Conclusión novena

Cuando uno casualmente conoce un secreto ajeno, está obligado a guardarlo, incluso bajo pecado mortal si es de gran importancia, pero no está obligado a padecer grandes inconveniencias por ocultarlo. Esta conclusión introduce la noción de que un secreto conocido por casualidad debe ser guardado, pero no a costa de sacrificios extremos, especialmente si no se trata de un secreto propio.

Conclusión décima

Nadie está obligado a sufrir la muerte o un duro tormento por encubrir el propio crimen. Se argumenta que la vida es un bien superior a la fama, por lo que se permite que una persona confiese su crimen si su vida está en peligro. Si bien es lícito proteger la propia fama, la vida tiene prioridad, y en casos donde la única opción para salvarse es confesar, hacerlo es permisible. Incluso en casos de interrogación injusta o tortura, la persona no está obligada a soportar tormentos para mantener el silencio sobre sus propios crímenes.

Solución de los argumentos

  1. Se reafirma que, aunque la vida es más valiosa que la fama, la revelación de un crimen puede ocasionar un daño mayor a la religión o al bien público, en cuyo caso se debe preferir la muerte antes que revelar el secreto.
  2. Se responde a los argumentos que insisten en que a veces es lícito revelar secretos ajenos o propios si la vida está en juego, pero la conclusión final es que, aunque la vida tiene prioridad, en algunos casos es necesario sufrir el martirio para preservar el secreto.

Conclusión

La ocultación y revelación de secretos es una obra que pone de manifiesto la delicada interacción entre la moral, la confidencialidad y la justicia, ofreciendo un detallado análisis de las circunstancias bajo las cuales se debe preservar o revelar un secreto, con un claro énfasis en la primacía de ciertos bienes espirituales y sociales sobre otros. Sin duda que Domingo de Soto ha logrado hacer una gran obra.