sábado, 1 de noviembre de 2025

San Isidoro de Sevilla - Etimologías (Libro III: Acerca de las matemáticas)

En el Libro III de las Etimologías, San Isidoro de Sevilla presenta la matemática como una ciencia del conocimiento racional que estudia la cantidad en su forma abstracta, es decir, separada de la materia y considerada solo por la inteligencia. Explica que esta disciplina se divide en cuatro ramas fundamentales: aritmética, que se ocupa de los números en sí mismos; música, que examina la proporción numérica aplicada al sonido; geometría, que trata de las medidas y las formas espaciales; y astronomía, que observa los movimientos y configuraciones de los cuerpos celestes. Con esta estructura, Isidoro hereda y sistematiza la tradición pitagórica y platónica, mostrando cómo el número y la proporción rigen tanto el orden del cosmos como el del conocimiento humano.


ETIMOLOGÍAS

LIBRO III: ACERCA DE LAS MATEMÁTICAS

Introducción

San Isidoro define la matemática como una ciencia que estudia la cantidad en su forma abstracta, es decir, separada de la materia y considerada solo por la razón. La divide en cuatro disciplinas: aritmética, que trata de los números; música, que estudia las proporciones numéricas aplicadas al sonido; geometría, que mide las formas y extensiones; y astronomía, que observa los movimientos y posiciones de los cuerpos celestes. Con ello, presenta la matemática como un conocimiento ordenado que permite comprender las leyes del número tanto en el mundo sensible como en el orden del cosmos.

1. Sobre la aritmética

San Isidoro explica que la aritmética es la ciencia que estudia los números, cuyo nombre proviene del término griego arithmós. Destaca su primacía dentro de las disciplinas matemáticas, ya que no depende de ninguna otra para su desarrollo, mientras que la música, la geometría y la astronomía sí requieren de ella, pues sus principios se fundamentan en las relaciones numéricas. 

2. Sobre los investigadores de la aritmética

Los orígenes de la aritmética como ciencia se remontan a los griegos, siendo Pitágoras el primero en escribir sobre el número y su naturaleza, y Nicómaco quien posteriormente amplió y sistematizó esa doctrina. En el mundo latino, menciona a Apuleyo y Boecio como los encargados de traducir y transmitir estas enseñanzas, asegurando así su continuidad en la tradición occidental. De este modo, Isidoro reconoce una línea de transmisión del saber que va desde Grecia hasta Roma, subrayando la herencia intelectual pitagórica como fundamento del pensamiento matemático.

3. El origen del número

San Isidoro no solo define el número desde su aspecto lógico, sino que también ofrece una serie de etimologías que revelan el modo en que el lenguaje refleja la comprensión antigua de las matemáticas. Explica que la palabra número proviene de nummus (dinero), por su uso frecuente en el comercio, mostrando la conexión entre el cálculo y la vida práctica. Detalla además el origen griego de los nombres numéricos: uno (del griego bina), dos (duo), tres (trés), y cómo algunos, como seis (hex) y siete (heptá), cambiaron su aspiración inicial por la “s” latina. El cuatro alude a la figura cuadrada, el diez se asocia con la idea de compendiar o reunir (desmós), y el mil con la multitud (miriada). A través de estas etimologías, Isidoro muestra cómo la estructura del lenguaje conserva la historia del pensamiento numérico, integrando el sentido práctico, simbólico y filosófico del número en la cultura latina.

4. Sobre la importancia del número

San Isidoro exalta la importancia del número como principio ordenante tanto del mundo físico como del orden divino y humano. Cita la Escritura —«Todo lo has creado con medida, número y peso» (Sab 11,21)— para mostrar que la matemática es expresión de la sabiduría divina, presente en la creación y en los misterios sagrados. El número seis, por ejemplo, representa la perfección del cosmos, mientras que otros números bíblicos, como los cuarenta días de ayuno de Moisés, Elías y Cristo, encierran un sentido espiritual accesible solo a quienes conocen la ciencia numérica. Además, Isidoro subraya el papel práctico del número en la vida cotidiana: gracias a él se miden el tiempo, las estaciones y los ciclos naturales, y se evita el error en el conocimiento. El número, por tanto, sostiene tanto la estructura del universo como la racionalidad humana, y sin él —dice Isidoro— todo caería en el caos y la ignorancia.

5. Sobre la división primera; en pares e impares

Isidoro enseña que todos los números se dividen en pares e impares.
El número par puede dividirse en dos partes iguales (2, 4, 8…), y a su vez se subdivide en:

  • Par igual por igual: siempre divisible en partes iguales hasta llegar a la unidad (por ejemplo, 64: 64/2 = 32; 32/2 = 16; 16/2 = 8; 8/2 = 4; 4/2 = 2; 2/2 =1).

  • Par igual por desigual

  • Par desigual por igual

  • Par desigual por desigual

En cambio, el impar no puede dividirse en dos partes iguales; siempre queda una unidad sobrante (3, 5, 7, 9…). Se llama pariter impar el impar cuyas partes pueden dividirse sucesivamente hasta llegar a la unidad (p. ej., 9, 15, 25).

Explica además que:

  • El número simple es aquel no compuesto por sumatoria (como 2, 3 o 5).

  • El compuesto se forma por multiplicación o suma de otros (como 6 = 2×3, 8 = 4×2, etc.).

  • El intermedio no es simple ni compuesto, sino que está entre ambos (como el 9 en algunos sistemas pitagóricos).


Continúa clasificando los números y explicando sus nombres y propiedades. Señala que los números pueden ser simples, compuestos o intermedios.

  • Son simples aquellos que no admiten división más que en la unidad (por ejemplo: 3, 5, 7).

  • Compuestos son los que pueden dividirse por otros números además de por la unidad (como 9, 15, 21).

  • Los intermedios combinan características de simples y compuestos, como el 9 respecto del 25 (es compuesto, pero comparte con el simple 15 ser divisible por 3).

Luego clasifica otra categoría según la suma de sus partes:

  • Redundantes (redundantes) son los números cuyas partes sumadas superan el total, como el 12, cuyas divisiones (1, 2, 3, 4, 6) suman 16, más que el número mismo.

  • Insuficientes (insufi­cientes) son los que, sumando sus partes, dan menos que el total, como el 10 (1 + 2 + 5 = 8).

  • Perfectos (perfecti) son aquellos cuya suma de partes iguales da exactamente su valor, como el 6 (1 + 2 + 3 = 6). Otros ejemplos dados: 28, 496.

Isidoro insiste en que estas propiedades no solo describen operaciones matemáticas sino una naturaleza simbólica y moral del número, donde la perfección —como en el 6— refleja armonía y orden divino.

6. De la segunda división del número en general

San Isidoro señala que todo número puede considerarse en sí mismo o en relación con otro.
Cuando se toma en sí mismo, se distingue entre números iguales y desiguales.
Cuando se considera en relación con otro, la división es entre mayores y menores.

Dentro de los mayores, establece una compleja clasificación heredada de la teoría musical pitagórica y aritmética griega:

  • Múltiplos

  • Superparticulares

  • Superpartientes

  • Múltiplos superparticulares

  • Múltiplos superpartientes

De modo paralelo, los menores se subdividen en:

  • Submúltiplos

  • Subsuperparticulares

  • Subsuperpartientes

  • Submúltiplos superparticulares

  • Submúltiplos superpartientes

Luego explica que el número considerado en sí mismo es aquel observado sin referencia a otro, simplemente como 2, 3, 4, 5, 6, etc. Este número se analiza en su esencia y valor propio, independiente de comparaciones.

Los complejos términos ―superparticular, superpartiente, etc.― remiten a la teoría de proporciones antigua usada en matemáticas y música:

  • Múltiplo: cuando un número contiene a otro íntegro varias veces (ej.: 6 es múltiplo de 3)

  • Submúltiplo: el inverso (3 es submúltiplo de 6)

  • Superparticular: excede a otro en una parte suya (ej.: 3:2)

  • Superpartiente: excede a otro en más de una parte suya (ej.: 5:3, 7:4, etc.)

Esta clasificación era esencial en la música antigua, ya que las escalas se definían por proporciones numéricas.

Un número superpartiente es aquel que contiene al otro varias veces, más ciertas fracciones de ese mismo número. Isidoro da ejemplos:

  • 8 respecto de 3
    8 contiene dos veces 3 (2×3=6) y dos partes más de 3 → 6 + 2

  • 14 respecto de 6
    14 contiene dos veces 6 (12) y dos partes más de 6 → 12 + 2

  • 16 respecto de 7
    16 contiene dos veces 7 (14) y dos partes más de 7 → 14 + 2

  • 21 respecto de 9
    21 contiene dos veces 9 (18) y tres partes más de 9 → 18 + 3

Se trata de proporciones donde el mayor excede al menor en “una parte y algo más”.

El submúltiplo superparticular es el número que, comparado con un mayor, cabe en él varias veces, pero además se añade una fracción de sí mismo.

Ejemplos:

  • 3 respecto de 8
    8 contiene dos veces el 3 (6) y dos partes más de 3

  • 4 respecto de 11
    11 contiene dos veces el 4 (8) y tres partes más de 4


Es decir, se analiza cuántas veces el número menor es “englobado” por el mayor, y cuántas partes fraccionarias adicionales aparecen.

7. Sobre la tercera división del número en general

San Isidoro presenta aquí la tercera gran clasificación del número, distinguiendo entre números discretos y continuos, y luego subdividiendo estos últimos según su relación con magnitudes geométricas.

Tipo

Definición

Ejemplo

Discreto

Compuesto por unidades separadas e individualizadas

3, 4, 5, 6, 7…

Continuo

No formado por unidades separadas, sino por extensión

3 como longitud, superficie, cuerpo sólido

El número discreto es aritmético, el continuo es geométrico (longitud, área, volumen).


Isidoro sigue aquí a Aristóteles y Boecio: el número discreto se cuenta; el continuo se mide.

Tipo de magnitud

Explicación

Ejemplo antiguo

Lineal

Relativo a la longitud

Línea numérica creciente

Superficial

Longitud + latitud (2D)

Figuras planas: triángulos, cuadrados, círculos

Sólido

Longitud + latitud + profundidad (3D)

Pirámides, cubos, esferas

El número lineal es aquel que, partiendo de la unidad y avanzando en una sola dirección, representa un crecimiento sucesivo sin interrupciones. Los antiguos lo representaban con una línea recta, y su base era el número uno, símbolo del origen del cálculo. De él emerge la noción primordial de secuencia y orden.

El número superficial se refiere a aquel que, además de longitud, posee anchura. Comprende figuras como triángulos, cuadrados, pentágonos y círculos, es decir, formas planas. Isidoro señala que estos números describen magnitudes visibles en el plano terrestre, tanto en obras humanas como en la naturaleza. Se trata, pues, de números que “llenan el espacio” bidimensional.

Figura

Ejemplo Isidoriano

 

Triangular

1, 3, 6, 10, 15… (números figurados)

 

Cuadrado

1, 4, 9, 16…

 

Pentagonal

Serie de números pentagonales

 

Circular

Cierra en sí mismo (geometría de polígonos regulares)

El número sólido, finalmente, es el que se extiende en tres dimensiones: longitud, latitud y altura. Aquí menciona figuras como pirámides, cubos y esferas, es decir, cuerpos que existen en el mundo físico con volumen. En este sentido, Isidoro retoma la tradición pitagórica y platónica que veía en las figuras sólidas no solo formas geométricas, sino expresiones del orden divino en la creación. La esfera, por ejemplo, era considerada la figura más perfecta por su simetría y unidad.

Figura

Naturaleza numérica

Cubo

1³ = 1, 2³ = 8, 3³ = 27…

Esfera

Forma perfecta; 5×5=25, multiplicado otra vez (125) “forma esfera” (interpretación pitagórica)**



8. De la diferencia entre aritmética, geometría y música

San Isidoro señala que la diferencia entre la aritmética, la geometría y la música consiste en el modo de encontrar la media entre dos extremos. La media aritmética, dice, se obtiene sumando ambos extremos y dividiendo el total por dos. Si tomamos 6 y 12, su suma es 18 y, dividida en dos, da 9. De este modo, la media es un término que supera al primero en la misma cantidad en que el segundo supera a la media: 9 está a 6 a una distancia de 3, y 12 está a 9 también a una distancia de 3.

La media geométrica se encuentra, según Isidoro, de otra manera. Él explica que debe cumplirse que el producto de los extremos sea igual al producto de los medios. Si tomamos 6 y 12, su multiplicación da 72, y este mismo resultado se obtiene si multiplicamos los términos medios 8 y 9. En este caso, la igualdad no se da por adición sino por multiplicación, pues el equilibrio geométrico se basa en la correspondencia proporcional de los términos.

La media musical, continúa, se define porque la media supera al primer extremo en la misma proporción en que el segundo extremo supera a la media, pero no mediante cantidades iguales, sino mediante partes armónicas. Por ejemplo, entre 6 y 8: 8 supera a 6 en dos partes, que a su vez son superadas por la media (8) en un tercio, y este excede al último número en una nona. Aquí el equilibrio se expresa en términos de fracciones sucesivas y relaciones de partes, no en la igualdad exacta de cantidades.

9. Existen los numeros infinitos

San Isidoro afirma que es indudable que los números son infinitos. Ningún número puede ser señalado como último, porque cualquiera que se imagine como final puede ser aumentado, no solo sumándole una unidad más, sino también duplicándose o multiplicándose sin límite. De este modo, la capacidad de incremento indefinido demuestra que la serie numérica no tiene término final.

A continuación, señala que cada número posee propiedades propias que lo distinguen de todos los demás; ninguno puede ser idéntico a otro. Así, cada número considerado en sí mismo es un ente definido, con límites claros.

Por tanto —concluye—, los números son diversos y distintos; cada uno, tomado individualmente, es finito. No obstante, cuando se consideran en su totalidad como serie o conjunto, resultan infinitos.

10. Sobre los inventores del nombre de la geometría

Se cuenta —dice San Isidoro— que la ciencia de la geometría tuvo su origen entre los egipcios. La causa histórica que se señala es que, al desbordarse el río Nilo y cubrir las tierras con limo, se borraban los linderos de los campos; por ello, para poder volver a distinguir y dividir cada propiedad, se hizo necesario medirlas nuevamente por medio de líneas y cálculos. Este ejercicio de medición de la tierra dio su nombre inicial a la disciplina.

Más tarde, esta ciencia avanzó tanto que, una vez dominadas las mediciones terrestres, los hombres comenzaron también a medir los espacios marinos, el cielo y el firmamento. Movidos por el deseo de conocer, dirigieron ahora su estudio hacia las alturas: una vez conocidas las dimensiones de la tierra, intentaron determinar la distancia entre la tierra y la luna, entre la luna y el sol, e incluso hasta el vértice del cielo. Asimismo, calcularon la cantidad de estadios —aproximadamente— que existían hasta los confines del cielo y del orbe.

Sin embargo, aunque la geometría amplió su ámbito hasta incluir el estudio de los cielos, conservó su nombre primitivo, recordando siempre su origen terrenal. Por eso se denomina geometría, voz que —como explica Isidoro— procede del griego , que significa “tierra”, y metra, que significa “medida”.

El contenido de esta ciencia, resume, comprende las líneas, las distancias, la extensión y las figuras; y en el estudio de estas figuras se consideran sus dimensiones y los números que las definen. Así, por más altos que sean sus objetos —hasta el cielo mismo—, la geometría permanece fiel a su naturaleza: medir la extensión del mundo y las formas que lo componen.

11. Sobre la división de la geometría en cuatro partes

Las cuatro partes en que se divide la geometría son: el plano, la extensión numerable, la extensión racional y las figuras sólidas. Las figuras planas son las que están delimitadas por la longitud y la latitud. Según Platón, su número es de cinco. La extensión numerable es la que es susceptible de ser dividida por los números de la aritmética. Son extensiones racionales aquellas cuyas medidas podemos conocer; irracionales, en cambio, aquellas de las que se ignora qué medidas poseen 

12. Sobre las figuras geométricas

San Isidoro señala que las figuras sólidas son aquellas delimitadas por longitud, latitud y altura; es decir, poseen tres dimensiones. Como ejemplo indica el cubo, el cual representa la forma completa del cuerpo sólido.

Luego pasa a las figuras planas, que —dice— presentan cinco clases. La primera es el círculo, figura cerrada cuyos límites son su circunferencia. El centro del círculo es un punto equidistante de todos sus extremos. Isidoro observa que los geómetras lo llaman “centro” y que los latinos lo llaman “punto del círculo”.

La segunda es el cuadrilátero, figura plana formada por cuatro líneas rectas, y a la que Isidoro presenta en forma de cuadrado. A continuación, nombra el dianatheton grammón, término griego usado para una figura plana que representa una división o disposición particular de líneas, aunque no desarrolla su definición verbalmente, sino mediante ilustración.

Después menciona el octógono, que describe como “una figura plana con un ángulo recto”, precisando luego que se refiere al triángulo que presenta un ángulo recto. Notablemente aquí usa el nombre “octógono”, aunque describe lo que hoy llamamos triángulo rectángulo.

El isopleuros (voz griega) aparece como una figura plana formada por líneas iguales, lo que corresponde a un triángulo equilátero. Isidoro enfatiza que es “recta y determinada por debajo”, refiriéndose a su base recta. A continuación, vuelve a las figuras sólidas y describe la esfera como un cuerpo redondo igual en todas sus partes. Luego reafirma que el cubo es el modelo de figura sólida, pues se define plenamente por sus tres dimensiones.

El cilindro, dice, es una figura cuadrada que presenta en su parte superior un semicírculo. A continuación, describe el cono, que se eleva desde una base ancha hasta una punta. Finalmente, explica la pirámide, que, como el fuego —al que los griegos llaman pyr— asciende desde una base ancha hasta un vértice agudo.

Después formula una comparación: así como todos los números se contienen debajo del diez, también todos los contornos de las figuras quedan comprendidos en el círculo, mostrando su carácter fundamental dentro de las formas.

Por último, define los elementos geométricos fundamentales. La primera figura de la ciencia geométrica es el punto (panto en su texto), indivisible y sin partes. La segunda es la línea, que carece de anchura y consiste solo en longitud; cuando es recta, mantiene una misma dirección a lo largo de todo su trazado. La superficie posee únicamente longitud y latitud, y sus límites son las líneas. Aunque no aparece representada en las figuras anteriores, se encuentra contenida dentro de todas ellas.

13. Sobre los números de la geometría

San Isidoro enseña que los números geométricos se reconocen por el hecho de que la multiplicación de sus extremos da el mismo resultado que la multiplicación de sus medios. Su ejemplo es que, tomando 6 y 12 como extremos, al multiplicarlos se obtiene 72; y al multiplicar los términos medios 8 y 9, el resultado vuelve a ser 72. Esta igualdad de productos es para Isidoro señal de proporción geométrica.

14. Exposición de las figuras descritas más arriba

San Isidoro pasa ahora a otra perspectiva, afirmando que pueden distinguirse ocho figuras en el movimiento de los astros. Estas figuras dependen de cómo los signos (del zodíaco) intervienen en la disposición celeste. Así, son diametrales cuando intervienen cinco signos; tetragonales cuando intervienen dos; exagonales cuando interviene uno; e inconnexas cuando no interviene ninguno. Dice que son conjuntas cuando los signos están en la misma sección; circunferentes cuando sobresalen a la superficie; y sacadas a la superficie cuando se proyectan hacia fuera. También las llama triangulares cuando presentan tres términos medios.

Luego dice que desde otra perspectiva estas figuras astrales presentan también ocho diferencias: signo, partes, límites; proyección conjunta, proyección regresiva o recta; latitud y longitud.

A continuación, explica la razón interna de este orden. Señala que, aunque el número 8 precede al 9, se coloca antes en la exposición porque en el orden geométrico el 8 es superior al 9. El 8, dice, representa el cubo —la figura sólida—, es decir, el cuerpo completo. El 9, por su parte, corresponde a la superficie, que no es completa, pues requiere algo más para perfeccionarse.

Esta jerarquía no es aritmética, sino simbólico-geométrica: lo sólido vale más que lo plano.

Luego afirma que existen dos cubos o dos conjuntos unitarios, y menciona el 6 como el primer número perfecto. Dice que se divide en partes semejantes de distintos modos: en sextas, en terceras, o en dos grupos iguales de tres unidades, y también en tres pares de dos unidades. Señala que el lector hallará otras maneras convenientes de dividirlo según números pares.

Finalmente dice que, siguiendo el orden, el primer número —es decir, el diez— es un número perfecto por ser primero. Añade que, al multiplicar el número que le sigue contando hacia atrás, se obtiene concordancia: 6×9 = 54, y 9×6 también da 54. Concluye señalando que la doctrina enseña a obtener partes proporcionadas a partir de dos números, y menciona una sucesión: 1, 2, 3, 4, 9, 8, y otros hasta el 27.



ACERCA DE LA MÚSICA

15. Sobre la música y su nombre

San Isidoro define la música como la destreza en la modulación, formada por el sonido y el canto. Es un arte que ordena la voz y los sonidos de modo armonioso. Su nombre —dice— proviene de las Musas, pues la música es su campo propio. El mismo nombre de las Musas, añade, deriva del verbo griego másai, que significa "buscar", porque según los antiguos por medio de ellas se buscaba la inspiración y el vigor del canto y de la poesía.

Isidoro explica que los cantos se transmitieron desde tiempos antiguos por el oído y la tradición, antes que por escritura. De ahí que los poetas imaginaran a las Musas como hijas de Júpiter y de la Memoria, pues, si los cantos no se conservaran en la memoria, desaparecerían, ya que no podían fijarse por escrito en su origen.

16. Sobre sus inventores

Isidoro recoge dos tradiciones sobre el origen de la música. Según Moisés —dice— el primer inventor fue Túbal, descendiente de Caín, que vivió antes del diluvio. En cambio, los griegos atribuyen el inicio del arte musical a Pitágoras, quien habría descubierto sus principios escuchando el sonido de martillos y de cuerdas tensas.

Otros —continúa— sostienen que los primeros sobresalientes en la música fueron Lino, Zeto y Anfión, personajes tebano-míticos a quienes se atribuía gran habilidad musical.

Tras ellos, afirma Isidoro, la disciplina fue creciendo y perfeccionándose hasta volverse tan apreciada que resultaba torpe no conocerla, del mismo modo que sería ignorante no saber leer. Era empleada no solo en ceremonias religiosas, sino también en toda solemnidad y en cualquier ocasión, alegre o triste.

Así como en los templos se entonaban himnos, en las bodas se cantaban himeneos —canciones nupciales— y en los funerales trenos y lamentos, acompañados de la flauta (tibia). En los banquetes, la lira o la cítara pasaban entre los comensales, que cantaban de manera alternada para acompañar la convivencia.

17. Qué poder tiene la musica

San Isidoro afirma que ninguna disciplina puede considerarse completa sin la música, pues en su visión, todo lo que existe guarda relación con la armonía. La idea se fundamenta en una tradición antigua según la cual el mundo fue creado conforme a proporciones musicales, y el mismo movimiento de los cielos sigue una modulación armónica. Desde esta perspectiva, la música no es solo un arte humano, sino un principio universal que actúa estructurando el cosmos. A partir de esta idea se deduce que la música influye también en el alma, despertando y moviendo los afectos, generando múltiples sensaciones internas.

En la guerra, por ejemplo, los sonidos de las trompetas elevan el ánimo de los combatientes y aumentan su ardor; en los trabajos de remo, el canto sirve de estímulo para el esfuerzo coordinado; en las labores cotidianas, la melodía prepara el espíritu para el trabajo y alivia el cansancio. Con estos ejemplos, Isidoro subraya que la música tiene un poder tanto motivador como consolador, acompañando tanto la acción vigorosa como el descanso y el alivio.

Asimismo, se afirma que la música posee una eficacia moral y espiritual. Isidoro recuerda el episodio bíblico en el cual David, mediante el uso del arpa, permite que Saúl se vea libre de un espíritu maligno. La música, entonces, no solo anima o sosiega, sino que puede apaciguar la perturbación interior, proporcionando alivio frente al desorden del alma. A esta dimensión humana se añade la reacción del mundo animal: serpientes, aves y delfines, según él, responden a la música, evidenciando que su poder excede el ámbito exclusivamente racional.

Finalmente, Isidoro extiende la presencia de la música a la realidad corporal y al lenguaje mismo. Hablar es ya un acto musical, en cuanto se ordena mediante ritmo y modulación. Y aun las pulsaciones de las venas revelan un ritmo interno, ligado a la armonía que estructura la vida. Así, la música se presenta como un principio total: gobierna el universo, influye sobre el alma y el cuerpo, mueve a los seres vivos y acompaña las acciones humanas. Para Isidoro, la música no es un accesorio del saber, sino un elemento constitutivo de la creación, una fuerza que ordena, anima, calma y vivifica.

18. Sobre las tres partes de la música 

San Isidoro divide la música en tres partes fundamentales: armónica, rítmica y métrica. Cada una corresponde a un aspecto distinto del arte musical y permite comprender su alcance tanto sonoro como poético. La primera es la armónica, que se ocupa de distinguir entre los sonidos agudos y graves. Aquí la música se entiende en su dimensión puramente auditiva, en la percepción directa de los tonos y su ordenación. Esta rama se centra en la altura del sonido y en la relación entre las notas, constituyendo el fundamento de la melodía y de la armonía vocal o instrumental.

La segunda parte es la rítmica, que Isidoro describe como aquella que requiere el concurso de palabras y determina si el sonido se ajusta bien o mal a ellas. En este sentido, el ritmo se presenta como la organización temporal que hace coincidir la palabra con el sonido, y que permite que el canto se acomode al lenguaje. La música no se concibe únicamente como sucesión de notas, sino como un arte que dialoga con la voz humana, donde el ritmo debe armonizar con el discurso verbal y sus acentos naturales.

La tercera parte es la métrica, que se refiere al estudio de la medida de los diversos metros y su uso posible en la composición. Isidoro menciona como ejemplos los metros heroico, yámbico y elegíaco, señalando así la herencia de la tradición poética grecolatina. En este ámbito, la música se enlaza con la poesía, pues la métrica regula los pies y patrones que rigen los versos, permitiendo que estos puedan ser cantados o recitados conforme a una proporción rítmica.

A partir de esta triple división, Isidoro enfatiza que la música es un arte que abarca la organización del sonido, la adecuación entre palabra y canto y la estructura formal de los versos. Su visión integra la experiencia auditiva, la expresión poética y la disciplina técnica, mostrando que la música participa a la vez del orden natural del sonido, del lenguaje humano y de las reglas del arte compositivo.

19. Sobre la triple división de la música

San Isidoro propone aquí otra forma de dividir la música, esta vez atendiendo al modo en que se produce el sonido en el canto y en los instrumentos. Señala que toda emisión sonora implicada en el arte musical puede clasificarse en tres categorías. La primera es la armónica, que procede de la modulación de la voz humana; es decir, del canto propiamente dicho, donde la voz, mediante el aliento y el control del tono, genera los sonidos musicales. Esta parte subraya el papel primordial de la voz como instrumento natural del hombre y fundamento originario de la música.

La segunda categoría es la orgánica, generada por un soplo de aire que hace resonar un instrumento. Esta música pertenece a los instrumentos de viento, tales como la trompeta o la tibia, los cuales producen sonido cuando el aire impulsado atraviesa un conducto y vibra dentro de él. Isidoro destaca así que la música no solo es vocal, sino también instrumental, y que existe un modo específico de producción sonora mediado por el viento.

La tercera parte es la rítmica, que recibe su cadencia por la pulsación de los dedos. Esta se refiere a los instrumentos que suenan mediante el contacto directo de las manos, como la cítara u otros cordófonos o instrumentos de cuerda pulsada. Aquí la producción del sonido depende del tacto y de la acción rítmica del intérprete, donde los dedos despiertan las notas por medio del golpeo o pulsación.

En la segunda frase Isidoro refuerza su explicación señalando que el sonido puede producirse por tres medios: la voz, cuando sale de la boca; el aire, cuando es impulsado en un instrumento de viento; y la pulsación, cuando el sonido nace del contacto físico con un instrumento de cuerda o similar. Esta triple clasificación articula claramente los modos naturales y artificiales de generar música y ofrece una visión sistemática de los recursos sonoros disponibles en el arte musical de su tiempo.

En conjunto, esta división subraya tanto la diversidad de la música como la unidad de su fin: todos los sonidos que intervienen en ella, ya procedan de la voz, del soplo o de la mano, contribuyen a la ejecución y expresión musical. Se trata, por tanto, de una clasificación funcional que permite entender la música en términos de medio de producción sonora, complementando las divisiones anteriores basadas en los aspectos teóricos o métricos del arte.

20. Sobre el primer tipo de música, denominada armónica

San Isidoro inicia esta sección afirmando que la música armónica es la modulación de la voz y, por tanto, propia de quienes cantan con el propio aparato vocal: cómicos, trágicos y coros. La voz se presenta aquí como el instrumento primordial y natural del ser humano, capaz de producir música a partir de un movimiento originado tanto en el espíritu como en el cuerpo. Ese movimiento interno genera el sonido, y cuando este se articula en el hombre recibe el nombre de voz. A continuación, Isidoro define la voz como la vibración del aire impulsado por el aliento; de ahí, explica, deriva también el nombre verba para las palabras, dado que la voz está en la base de la articulación verbal. Sin embargo, subraya que la voz pertenece propiamente a los seres animados, como hombres y animales, mientras que cuando se aplica a sonidos inanimados, como el bronce de la trompeta o el eco de la costa, se hace en sentido figurado. Después de esta aclaración lingüística, define la armonía como la modulación vocal que produce consonancia entre varios sonidos.

A partir de aquí, el texto introduce varios conceptos técnicos del vocabulario musical antiguo. La sinfonía es descrita como la combinación proporcionada de sonidos graves y agudos, producida por la voz, el aire o la pulsación, y cuyo propósito es lograr consonancia; cualquier ruptura de esa consonancia resulta ofensiva al oído. El término contrario, diafonía, designa la discordancia o disonancia. A continuación, presenta la eufonía, entendida como la suavidad vocal, asociada a la idea de melodía. Luego menciona el diastema, definido como el intervalo de voz entre dos o más sonidos; la diesis, como el paso o variación entre sonidos; y el tono, como la emisión aguda y la diferencia de acento y entonación, destacando que los músicos distinguían quince modos, desde el más agudo —hiperlidio— hasta el más grave —bipodorio.

Tras exponer estas nociones, Isidoro reflexiona sobre el canto como inflexión de la voz, recordando que el sonido es anterior al canto. Señala después dos movimientos fundamentales: arsis, la elevación de la voz, y tesis, su descenso o final. Posteriormente clasifica diversas cualidades vocales: las voces suaves son finas, densas, claras y agudas; las diáfanas llenan el espacio rápidamente; las sutiles carecen de fuerza, como las de niños, mujeres y enfermos, o como las cuerdas muy delgadas. En contraste, las voces recias expulsan el aire con fuerza, como las de los hombres; las agudas son altas y delgadas; las duras se emiten violentamente, como el trueno o el golpe sobre el yunque. Añade también voces ásperas, roncas y desiguales; voces ciegas, que se extinguen pronto como el sonido del barro; y voces acariciantes, suaves y flexibles, comparadas con rizos ondulados.

Finalmente, Isidoro define la voz perfecta como aquella que es al mismo tiempo alta, clara y suave. Debe llegar a tonos elevados, llenar los oídos y cautivar el espíritu del oyente. Si alguna de estas cualidades falta, la voz no alcanza la perfección. De este modo, el texto no solo ofrece una taxonomía técnica de términos musicales, sino también un criterio estético y casi moral: la música vocal perfecta combina potencia, claridad y dulzura, reflejando la armonía ideal entre fuerza, presencia y belleza.

21. Sobre la segunda clase, denominada orgánica

San Isidoro describe la segunda especie de música, llamada orgánica, caracterizada por ser producida por instrumentos que generan sonido mediante el paso del aire a través de su interior. A estos pertenecen la trompeta, el caramillo, la flauta, el órgano, la pandora y otros similares. Explica que el nombre órgano se usa en sentido general para todos los instrumentos de viento, aunque los griegos daban una denominación distinta a aquel provisto de fuelles; pese a esa distinción técnica, el término órgano terminó por imponerse en el uso común debido a su mayor difusión.

Isidoro atribuye a los tirrenos la invención de la trompeta, recordándola mediante una cita de Virgilio que evoca su estruendo. Señala que este instrumento no solo se usaba en la guerra, sino también en festividades, donde su sonido proclamaba gloria y alegría. En apoyo a esto, menciona el Salterio, donde se manda tocar la trompeta en la luna nueva y en las solemnidades, recordando que tal práctica aún se conserva entre los judíos en tiempo de Isidoro, como un vestigio ritual antiguo.

Luego aborda el origen de las tibias, que se dice fueron inventadas en Frigia. Al principio, estas flautas de hueso se empleaban en funerales y más tarde en ceremonias paganas. Isidoro señala que recibieron su nombre porque se fabricaban originalmente con tibias de ciervos o huesos de mulas; aunque posteriormente se hicieron de otros materiales, el nombre persistió por costumbre. De ahí deriva también el término tibicen, el tocador de tibia.

El caramillo, o calamus, es presentado como instrumento hecho de una planta llamada del mismo modo, cuyo nombre, según el texto, se relaciona con la idea de “fusionar voces”. A continuación, menciona la siringa, un conjunto de cañas ensambladas, cuya invención diferentes tradiciones atribuyen a Mercurio, a Fauno —llamado Pan por los griegos— o a un pastor siciliano llamado Idis. Afirma también que se la llama fístula por su función de emitir voz. La sambuca es descrita brevemente como un instrumento parecido a la zampoña, hecho de una madera ligera semejante a la utilizada para las tibias.

Finalmente, menciona la pandora o pandorio, cuyo nombre proviene de su inventor. Cita a Virgilio, quien señala que Pan fue el primero en unir con cera cañas de diferente tamaño para producir sonido, y lo representa cuidando ovejas y pastores. Así, Pan figura como modelo cultural de pastor y músico, inventor del instrumento compuesto de tubos desiguales, creado para acompañar el canto.

22. Sobre el tercer tipo de música, denominada rítmica 

San Isidoro describe con detalle la tercera clase de música, la rítmica, que es la propia de los instrumentos de cuerda y de aquellos que producen sonido mediante pulsación. Dentro de este grupo incluye diversas formas de cítaras, así como instrumentos de percusión como el tímpano, el sistro y campanillas metálicas que producen un tintineo suave cuando se golpean. Considera que todos ellos pertenecen a la música rítmica porque su sonido nace del golpe, del rasgueo o de la pulsación manual o con plectro, diferenciándose así del canto y de los instrumentos de soplo.

Isidoro recuerda que, según la Escritura, Túbal fue el inventor de la cítara y del salterio, mientras que los griegos atribuían la invención de la cítara a Apolo. Relata una tradición según la cual la forma primitiva de la cítara imitaba el pecho humano, con la idea de que, así como la voz sale del pecho, también la música debía brotar de una estructura semejante. De este supuesto vínculo corporal deriva, según Isidoro, el nombre del instrumento en lengua doria. A partir de este modelo inicial, se desarrollaron numerosas variantes, como el salterio, la lira, el barbitón, el fénice, el péctide y una cítara denominada “índica”, tocada por dos intérpretes al mismo tiempo. Estas diversas formas podían ser cuadradas o triangulares, lo que muestra la variedad que alcanzó este tipo de instrumentos.

También explica que con el tiempo aumentó el número de cuerdas y se modificaron los materiales utilizados para fabricarlas. La cítara antigua, afirma, recibía el nombre de fidicula o fidicen, en referencia a la concordia que sus cuerdas simbolizaban, pues deben sonar de modo armónico, tal como conviene a quienes guardan fidelidad entre sí. La cítara clásica constaba de siete cuerdas, y San Isidoro evoca un verso de Virgilio que hace referencia a “siete voces diferentes”, señalando que las cuerdas son siete porque basta ese número para abarcar toda la escala sonora o porque el movimiento celeste se articula también en siete ritmos.

A continuación, explica el nombre de las cuerdas comparándolas con las “pulsaciones” del corazón, estableciendo un paralelismo entre la vibración viva de las cuerdas y los latidos. Añade que el primero en inventar la cítara, Mercurio, fue también quien descubrió el sonido que producen los nervios tensados. En cuanto al salterio, Isidoro menciona que el pueblo lo llama “cántico” y afirma que su nombre está relacionado con la respuesta coral al mismo tono. Distingue claramente este instrumento de la cítara: el salterio posee una caja de resonancia en la parte superior y las cuerdas se pulsan en la inferior, mientras que en la cítara sucede lo contrario. Añade que el salterio hebreo tenía diez cuerdas, en correspondencia con los diez mandamientos.

Finalmente, describe el origen mítico de la lira, cuyo nombre atribuye a la variedad de sonidos que produce. Según refiere, Mercurio inventó este instrumento al encontrar una tortuga arrastrada por la crecida del Nilo, cuyo caparazón conservaba nervios tensos que producían sonidos al pulsarse. Inspirado en este hallazgo, fabricó la lira y la entregó a Orfeo, gran amante y maestro de este tipo de música.

Continúa con la figura de Orfeo, cuya lira, según la tradición, era capaz de amansar fieras y conmover montes y bosques. De este modo refiere la creencia —nacida en los comentarios míticos de los músicos antiguos— de que la lira fue colocada entre las estrellas como homenaje a su poder y a la excelencia de su arte. La referencia destaca la dignidad atribuida al canto y a la armonía, consideradas capaces de ejercer dominio no solo sobre los seres vivientes, sino incluso sobre la naturaleza inanimada.

A continuación, describe diversos instrumentos rítmicos. El tímpano es definido como una piel tensada sobre una cara de un cilindro de madera, presentado como la mitad de la sinfonía, instrumento similar a un tambor que tiene piel en ambas caras. Por ser la mitad, explica, recibe el nombre de tímpano, y su variante reducida se llama margarito. Al igual que su instrumento completo, el tímpano se toca golpeando con palillos. Luego menciona los címbalos, que identifica como pequeñas campanas o discos metálicos que producen sonido al ser chocados entre sí; su nombre se relaciona con su uso acompañando el baile.

El sistro, afirma, debe su nombre a su inventora, pues según la tradición fue creado por Isis, reina de Egipto. Cita a Juvenal para corroborar esta tradición y subraya que, por haber sido inventado por una mujer, fueron las mujeres quienes comúnmente lo tañían. Incluso refiere que entre las amazonas se utilizaba el sistro para convocar al ejército femenino a la guerra, mostrando su asociación con un ambiente ritual y militar propio de comunidades femeninas.

Luego menciona el tintinábulo, cuyo nombre deriva directamente del sonido que produce, del mismo modo en que otros términos se forman a partir del ruido que designan. Finalmente vuelve a la sinfonía, entendida aquí como un tambor de doble parche, cubierto de piel en ambos extremos de un cilindro de madera. Los músicos lo golpean con palillos por ambos lados para producir sonidos graves y agudos cuya combinación armónica, afirma, resulta dulcísima.

23. Sobre los números en la música 

En este capítulo, San Isidoro explica la relación entre número y música por medio de un ejemplo matemático. Parte de dos “extremos”, 6 y 12, y propone hallar el número medio que conserve la proporción musical adecuada. Primero determina en cuántas unidades el número mayor excede al menor; en este caso, 12 supera a 6 en 6 unidades. Luego indica que se calcule el cuadrado de esa diferencia, obteniendo 36. Paralelamente, pide sumar los dos extremos, lo que produce 18. A continuación, divide el cuadrado entre la suma, obteniendo 2. Ese valor se añade al extremo menor, dando 8 como resultado. Este número constituye la media proporcional entre 6 y 12, porque supera a 6 en 2 unidades, que son la tercera parte de 6, y es superado por 12 en 4 unidades, que son también la tercera parte de 12. La media hallada, por tanto, mantiene una proporción equivalente respecto de ambos extremos, reflejando la justa correspondencia que define la armonía musical.

Una vez expuesto el cálculo, Isidoro añade una reflexión teórica: así como este principio de armonía tiene su origen en la disposición circular del mundo, también en el ser humano —al que considera un microcosmos— ejerce gran influencia en lo relativo al sonido. Para él, la música y la proporción numérica forman parte tanto del orden cósmico como de la constitución humana, de modo que sería impensable que el hombre careciera de la perfección que la armonía implica. Concluye señalando que la misma estructura rítmica de los metros poéticos —con sus movimientos de ascenso y descenso, arsis y tesis— participa de este orden, pues la música, el cosmos y el arte verbal comparten la misma raíz formal basada en la alternancia, el equilibrio y la proporción.



ACERCA DE LA ASTRONOMÍA

24. Sobre el nombre de la astronomía

Isidoro ofrece la definición etimológica y conceptual de la astronomía. Señala que el término significa “ley de los astros”, indicando con ello que esta disciplina busca comprender el orden que rige los cuerpos celestes. La astronomía, según él, estudia el curso y movimiento de los astros, así como las figuras y relaciones que estos guardan entre sí y con la tierra. Todo esto, añade, dentro de los límites que la razón humana puede alcanzar, reconociendo implícitamente que el orden celeste, aunque inteligible, excede en última instancia la completa aprehensión humana. Así, Isidoro sitúa la astronomía como una ciencia racional que busca captar la estructura armoniosa del cosmos, continuando la línea simbólica y filosófica que domina su exposición: el universo como un sistema ordenado cuya comprensión forma parte de la sabiduría humana.

25. Sobre sus inventores

Isidoro señala que los egipcios fueron los primeros en estudiar la astronomía, mientras que los caldeos se dedicaron a la astrología, es decir, a indagar la supuesta influencia de los astros sobre los seres humanos. Introduce además una tradición judeocristiana al citar a Josefo, quien atribuye a Abrahán la transmisión del conocimiento astrológico a Egipto. En cambio, los griegos remiten el origen de esta ciencia a Atlante, mito que Isidoro interpreta de forma etimológico-alegórica: su “sostener el cielo” representa su dedicación al estudio del firmamento.

Más allá de las disputas sobre el origen, el autor enfatiza que el verdadero motor de estas disciplinas es el impulso humano por conocer. Frente al orden regular del cielo —sus ciclos temporales, la constancia de sus movimientos, el retorno periódico de sus configuraciones— el hombre comienza a medir, numerar y distinguir patrones, dando forma así a la astrología. El acento está puesto en la racionalidad y en la observación: el cosmos, como libro abierto, invita al intelecto a descubrir su estructura. Incluso si atribuye la invención a distintas culturas, para Isidoro el factor decisivo es la inclinación natural del espíritu humano hacia el orden y la búsqueda de sentido en el movimiento celeste.

26. Sobre los maestros de la astronomia

Isidoro señala que existen obras astronómicas tanto en griego como en latín, y destaca que diversos autores han cultivado esta disciplina. Sin embargo, subraya de manera especial a Ptolomeo, a quien identifica como “rey de Alejandría” y exalta como la figura más sobresaliente entre los griegos. Este reconocimiento no sólo resalta la autoridad intelectual de Ptolomeo —el autor del Almagesto, obra cumbre de la astronomía antigua— sino también su rol como legislador científico: para Isidoro, Ptolomeo formuló las “leyes” que permiten determinar el curso de los astros, es decir, los principios que ordenan el movimiento celeste.

27. Sobre la diferencia entre astronomía y astrología 

Isidoro distingue con claridad dos disciplinas que en la Antigüedad estaban íntimamente relacionadas: la astronomía y la astrología. La astronomía, afirma, se centra en el movimiento circular del cielo, en el orto y ocaso de los astros, y en conocer el origen y significado de sus nombres. Se trata, entonces, de una ciencia descriptiva y racional, dedicada al estudio del orden cósmico y sus leyes visibles. En ella prevalece la observación y la explicación natural del mundo celeste.

Por otro lado, la astrología aparece dividida: es legítima cuando observa el curso del sol y la luna y la disposición de las estrellas en ciertos tiempos; pero se vuelve supersticiosa cuando pretende descubrir señales ocultas en los astros y predecir el destino humano, vinculando los signos zodiacales con el alma, el cuerpo o el carácter del hombre. Isidoro acepta, por tanto, una astrología “natural”, que forma parte de la comprensión del cosmos, pero rechaza la astrología adivinatoria, propia de prácticas paganas y prohibidas por la tradición cristiana.

28. Sobre la teoría astronómica 

Isidoro introduce aquí el campo de estudio de la teoría astronómica, destacando su amplitud y la variedad de cuestiones que aborda. Esta teoría no se limita a observar el cielo, sino que busca definir y comprender el orden total del universo. En primer lugar, se ocupa de determinar qué es el mundo y qué es el cielo, estableciendo así el marco cosmológico general. Luego, indaga la naturaleza y posición de la esfera, concepto clave heredado de la astronomía antigua, y describe su movimiento, así como el eje en torno al cual gira el firmamento.

Asimismo, Isidoro menciona las regiones del cielo, lo que remite a la visión geocéntrica clásica según la cual el universo estaba dividido en zonas concéntricas y jerárquicas. La teoría astronómica, pues, también debe explicar el movimiento de los cuerpos celestes: el curso del sol y de la luna, y el de los astros en general. El estudio del recorrido, periodicidad y leyes del movimiento celeste forma parte esencial de esta disciplina.

29. Sobre el mundo y su nombre

Isidoro define el mundo como el conjunto que abarca el cielo, la tierra, el mar y todas las estrellas, es decir, la totalidad de lo existente dentro del orden creado. Esta concepción recoge la visión clásica del cosmos como una totalidad unificada, donde los elementos superiores y los inferiores forman un solo sistema armónico.

El nombre mismo de “mundo”, según Isidoro, proviene de su constante movimiento. Nada en él permanece en reposo absoluto, sino que todo participa de un dinamismo continuo, ya sea en los cielos —con los astros en rotación perpetua— o en la tierra —con el flujo y transformación de las cosas naturales.

30. Sobre la forma del mundo

Isidoro describe la forma del mundo apelando a una imagen antropomórfica. Señala que el mundo aparece elevado hacia el norte e inclinado hacia el sur, lo que expresa la concepción geográfica y cosmológica heredada de la antigüedad, en la cual el hemisferio septentrional era considerado más elevado y el meridional más bajo en su disposición dentro del cosmos. A partir de esta representación, asigna a la región oriental el lugar de la “cabeza” y el “rostro” del mundo, mientras que el norte constituye su extremidad superior.

31. Sobre el cielo y su nombre 

Isidoro presenta la definición del cielo según la tradición filosófica antigua, afirmando que es redondo, móvil y ardiente. Esta triple caracterización resume la concepción clásica del firmamento como esfera perfecta, perpetuamente en movimiento y compuesta de una sustancia ígnea o luminosa. A continuación, ofrece una etimología latina: el cielo se llama caelum porque, como un vaso cincelado, lleva grabadas en su superficie las figuras de las estrellas, comparándolo a un objeto labrado que muestra señales visibles en relieve o incisión. La imagen refuerza la idea de que el cielo es una obra cuidadosamente trabajada y adornada con estrellas que actúan como signos o figuras.

Isidoro añade después una perspectiva teológica, recordando que Dios embelleció el cielo con luminarias: el sol, la luna y las estrellas, las cuales son llamadas “resplandecientes” y “rutilantes”. Así incorpora la narración bíblica de la creación al discurso cosmológico, confirmando que la magnificencia del cielo no es producto del azar ni del mero orden natural, sino de la voluntad divina. Finalmente, incluye la etimología griega, indicando que los griegos llaman ouranos al cielo, derivándolo de un verbo que significa ver, porque el aire es transparente y permite mirar a través de él.

32. Sobre el lugar que ocupa la esfera celeste 

Isidoro explica que la esfera celeste posee forma perfectamente redonda y que en su centro se ubica la Tierra. Esta concepción reproduce el modelo cosmológico geocéntrico heredado de Aristóteles y Ptolomeo, según el cual el universo es una esfera perfecta y la Tierra, inmóvil, se halla equilibrada equidistantemente en su interior. La ausencia de principio y fin en la esfera se debe precisamente a su redondez: en una figura circular no es posible determinar un punto inicial ni final, lo que se interpreta como signo de perfección y eternidad en la tradición cosmológica antigua.

A continuación, Isidoro menciona la doctrina de los “siete cielos”, identificados con los siete planetas conocidos: Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter y Saturno. Señala que cada uno posee su propio movimiento circular, y que dichos movimientos están coordinados como engranajes interconectados.

33. Sobre el movimiento de esta esfera 

Isidoro describe aquí el movimiento diario de la esfera celeste según el modelo antiguo. Señala primero que la esfera del cielo gira en torno a dos polos: el septentrional y el austral. El polo norte —visible desde el hemisferio norte— nunca se oculta y es el punto alrededor del cual parecen girar las estrellas. Esto se corresponde con la observación del cielo nocturno, donde ciertas constelaciones circumpolares nunca desaparecen del horizonte. El polo sur, en cambio, permanece invisible para las latitudes mediterráneas, y por ello se dice que “nunca se ve”.

El texto afirma luego que toda la esfera celeste rota alrededor de esos dos polos, arrastrando consigo las estrellas, las cuales —según el paradigma premoderno— están fijas en dicha esfera. De este movimiento resulta el desplazamiento aparente de los astros de oriente a occidente, que produce el ciclo del día y la noche. Un detalle interesante es la mención a la diferencia en la rapidez del movimiento según la cercanía al polo: las estrellas situadas más al norte completan trayectos menores en cada rotación, por lo que su giro visual aparece más breve que el de aquellas ubicadas en regiones más alejadas del polo.

34. Sobre el curso de esta esfera

Isidoro afirma que la esfera celeste gira de oriente a occidente en el transcurso de un día y una noche, completando así su movimiento en veinticuatro horas. En esta concepción, es el cielo el que se mueve y arrastra con él a todos los astros, incluido el sol, que recorre su trayecto por encima y por debajo de la tierra. Esta visión corresponde al modelo geocéntrico tradicional, donde la tierra permanece fija en el centro del cosmos y el firmamento describe un movimiento circular continuo. La regularidad del ciclo diario aparece así como signo del orden divinamente dispuesto en la creación, manifestando la armonía cósmica que sostiene la existencia.

35. Sobre la velocidad del cielo

En este pasaje, Isidoro destaca la enorme velocidad del movimiento celeste, tan grande que, según la tradición antigua, si los astros no ejercieran un movimiento inverso, la estructura del mundo se desmoronaría. Esta idea refleja la concepción clásica del cosmos como un sistema de fuerzas equilibradas, donde el movimiento contrario de los planetas —los llamados “astros errantes”— actúa como freno o contrapeso frente al vertiginoso giro de la esfera. La estabilidad del universo depende, entonces, de la tensión armónica entre movimientos opuestos, un principio heredado de la física antigua que concibe la naturaleza como un equilibrio dinámico sostenido por la voluntad divina.

36. Sobre el eje del cielo

Isidoro define el eje del cielo como la línea recta que atraviesa la esfera desde el septentrión y pasa por su centro. En torno a ese eje —como si fuera el eje de una rueda— gira todo el firmamento. A esta estructura celeste se vincula la imagen del “Carro”, referencia a la constelación próxima al eje celeste visible, asociada a la Osa Mayor o su relación con la Estrella Polar, que permite orientarse en el norte. La comparación con una rueda giratoria une la observación astronómica con un lenguaje accesible y simbólico, evocando la precisión y firmeza de la creación, donde la estabilidad del eje celeste refleja la constancia del orden divino que regula el movimiento del universo.

37. Sobre los polos celestes

Isidoro define los polos celestes como los “círculos que corren a través del eje”, refiriéndose a los puntos fijos alrededor de los cuales gira la esfera del cielo. Explica que existen dos polos: el septentrional o boreal, que nunca se oculta y permanece siempre visible, y el austral, que nunca puede verse desde las latitudes conocidas por él y sus fuentes. Esta distinción se apoya en la experiencia visual: en el hemisferio norte, la región septentrional del cielo parece más elevada y estable, mientras la austral permanece fuera del campo de visión.­

A continuación, Isidoro ofrece una etimología simbólica y pedagógica: los polos llevan ese nombre en analogía con los ejes de las ruedas de los carros, y porque derivarían de la idea de “pulir” o girar con suavidad. La comparación permite comprender el movimiento celeste como un giro constante y perfecto, sostenido en dos puntos fijos que no se desplazan, reforzando la imagen de un cosmos ordenado, regular y calculable. En su visión, la inmovilidad de los polos en medio del movimiento universal expresa la estabilidad que Dios otorgó al sistema del mundo, donde lo inmutable sostiene lo mutable, y el orden del cielo refleja la armonía superior de la creación.

38. Sobre los goznes del cielo

Isidoro explica que los goznes del cielo son los extremos del eje celestial, es decir, los puntos donde se apoyan y sustentan los polos del firmamento. Los llama “goznes” porque en ellos gira el cielo, usando la metáfora de las puertas o mecanismos que rotan sobre un punto fijo. Añade una segunda imagen: se mueven “como el corazón”, sugiriendo un movimiento interno, vital, casi orgánico, que anima el cosmos. Esta comparación entre el orden celestial y la anatomía refleja la visión antigua del universo como un ser vivo, cuya rotación no es sólo mecánica, sino reflejo de un principio vital.

39. Sobre las curvaturas del cielo

Aquí Isidoro afirma que los extremos del cielo son convexos, esto es, curvos y redondeados. Recurre a una cita literaria para reforzar la idea: “cada vez que la húmeda noche oculta el convexo cielo”. Explica que “convexo” significa “curvo”, como algo dado vuelta o doblado en forma circular. La descripción responde al modelo antiguo de la bóveda celeste: un cielo arqueado sobre la tierra, envolvente y circular. La precisión etimológica y poética a la vez permite comprender no sólo la forma, sino también el lenguaje con el que los antiguos describían el cosmos.

40. Sobre las puertas del cielo

Isidoro identifica dos puertas del cielo: el oriente y el ocaso. Una es la entrada del sol; la otra, su salida o desaparición. Se trata de una imagen tradicional en la cosmografía antigua, donde el sol “aparece” y “desaparece” por dos orificios cósmicos, marcando el ciclo diario de luz y sombra. La descripción conserva ecos bíblicos y homéricos: el mundo como casa o templo, y el sol como servidor del orden divino que entra y sale obedeciendo leyes preestablecidas. Estas “puertas” simbolizan tanto el movimiento físico del astro como su función temporal y religiosa.

41. Sobre la doble faz del cielo

Isidoro destaca que el cielo tiene dos “fazes” o rostros: la región oriental, que representa la cabeza, y la septentrional, figurada como otra parte prominente. Cita a Lucano para reforzar la idea: la zona inferior del mundo —bajo el septentrión— está sometida a hielos perpetuos, resaltando la diferencia entre regiones del firmamento. La metáfora anatómica (“cabeza”, “faz”) refuerza una visión antropomórfica del universo: el mundo como cuerpo orientado y con direcciones jerárquicas. Oriente simboliza el inicio, la luz y la vida; el septentrión, lo remoto y helado, frontera extrema del orden humano.

42. Sobre las cuatro zonas del cielo

Isidoro describe que el cielo se divide en cuatro zonas principales, según la antigua cosmología. La primera es la oriental, donde las estrellas ascienden y el sol nace. La segunda es la occidental, donde las estrellas descienden y el día muere al ocultarse la luz. La tercera es la septentrional, zona donde el sol aparece durante los días largos del año y que se asocia al eje del mundo, llamado así por las siete estrellas que giran en torno a él —la constelación que hoy llamamos Osa Mayor. La cuarta es la austral, donde el sol transita cuando las noches son más largas, indicando el dominio del invierno y la disminución de la luz.

Isidoro explica también la etimología de estos nombres: oriente proviene del orto del sol; occidente, porque “hace caer” el día y trae la noche; septentrión, por las siete estrellas vinculadas al eje celeste, aunque el nombre más correcto —señala— sería vértice, por el movimiento circular; y meridies (mediodía), porque el sol ha alcanzado su punto medio, o bien por la pureza de la luz, ya que merus significa puro.

Finalmente, menciona que más allá de estas cuatro divisiones existen otras siete regiones celestes, y bajo cada una de ellas —según creían los antiguos— los hombres y los animales presentan costumbres y naturalezas diferentes. Nombradas según lugares célebres, son Meroe, Siene, Catacoras (África), Rodas, Helesponto, Mesoponto y Boristene

43. Sobre los hemisferios

Isidoro define hemisferio como la mitad de la esfera celeste. Distingue dos: el hemisferio superior, visible desde la tierra y correspondiente a la bóveda celeste que el ojo humano puede contemplar en su totalidad; y el hemisferio inferior, oculto bajo la tierra, invisible precisamente porque su posición queda por debajo del horizonte terrestre. Esta explicación refleja la cosmología antigua que concebía la tierra como centro inmóvil y el cielo como esfera envolvente, dividida entre lo visible y lo oculto por el plano terrestre.

44. Sobre los cinco círculos del cielo

Isidoro señala que el cielo está dividido en cinco bandas o círculos, llamados así porque rodean la esfera celeste. Estas franjas diferencian zonas habitables y no habitables según el clima, mostrando la relación entre astronomía y geografía antigua.

  1. Círculo Ártico (arktikós): recibe su nombre por su proximidad al Arcturo y las constelaciones visibles en el norte.

  2. Círculo Trópico de Verano (therinòs tropikòs): marca el punto donde el sol alcanza su máxima altura en verano y se “vuelve” (tropos) hacia el sur.

  3. Círculo Hemerino o Equinoccial: divide el cielo por su centro; cuando el sol llega allí, día y noche se igualan (hemera = día).

  4. Círculo Antártico (antarktikós): opuesto al Ártico, en la región sur.

  5. Círculo Trópico de Invierno (cheimerinòs tropikòs): asociado al invierno en el hemisferio norte y al verano en el hemisferio sur, marcando el otro límite del recorrido solar.

Aquí Isidoro combina saber griego (términos técnicos) y tradición latina, mostrando cómo la astronomía medieval integra herencias científicas antiguas.

45. Sobre el círculo del zodiaco

Isidoro menciona brevemente el círculo del zodiaco, definido como una línea que se divide en cinco partes. Aunque no entra en detalle aquí, alude al cinturón celeste por donde transitan el sol, la luna y los planetas, dividido tradicionalmente en doce signos pero entendido también en subdivisiones angulares en la tradición astronómica antigua. Este círculo integra la armonía cósmica y el orden temporal, al marcar estaciones, movimientos luminares y ritmos del mundo.

46. Sobre el círculo blanco

Isidoro identifica el círculo lácteo como una franja visible en la esfera celeste, distinguida por su blancura. Se refiere claramente a la Vía Láctea, cuyo nombre proviene justamente de esa apariencia lechosa que atraviesa el cielo nocturno. Añade una interpretación antigua según la cual sería el camino por donde circula el sol, recibiendo allí su luz. Esta idea refleja tradiciones cosmológicas previas, donde la Vía Láctea no era simplemente un conjunto de estrellas —como se entiende hoy— sino una senda celeste con función luminosa en el orden cósmico.

47. Sobre la magnitud del sol

Isidoro afirma que el sol es mucho mayor que la tierra y lo ilustra afirmando que aparece simultáneamente en oriente y occidente en su orto, argumento tradicional basado en la percepción del horizonte. Señala que, aunque lo vemos pequeño, ello se debe únicamente a la enorme distancia que nos separa de él. Esta observación muestra su intención de corregir la percepción empírica mediante razón cosmológica: lo grande puede parecer pequeño por la lejanía, recordando que el cosmos supera la intuición humana.

48. Sobre la magnitud de la luna

Aquí explica que la luna es menor que el sol y, en cierto modo, también menor que la tierra. Aunque el sol está más lejos, parece mayor porque es en realidad más grande; si estuviera más cerca, su tamaño visible sería aún más colosal. La comparación refuerza la jerarquía luminosa y física del cosmos tal como lo entendían los antiguos: el sol, fuente principal de luz, supera a la luna, la cual refleja su luz y ocupa un lugar intermedio entre tierra y cielo superior.

49. Sobre la naturaleza del sol

Isidoro describe el sol como un cuerpo de fuego cuyo movimiento rápido intensifica su calor. Reproduce una teoría antigua según la cual su fuego se alimentaría del agua, elemento contrario del cual obtiene fuerza y brillo; por ello a veces se le observa “húmedo”, como cuando aparece rodeado de halos o aureolas. Esta explicación combina física elemental antigua (teoría de los cuatro elementos) y observación natural, expresando una visión del cosmos donde los contrarios se complementan para sostener el orden natural.

50. Sobre el curso del sol

Isidoro afirma que el sol se mueve por sí mismo, independiente del movimiento del mundo. Argumenta que si permaneciera fijo, los días y las noches serían siempre iguales; pero como lo vemos ponerse en diferentes puntos del horizonte según la estación, su curso es propio y variable. Describe su desplazamiento anual: al inclinarse hacia el sur trae el invierno, fecundando la tierra con lluvias; al acercarse al norte retorna el verano, permitiendo la maduración de los frutos. Esta exposición articula astronomía, clima y agricultura, mostrando cómo el orden celeste estructura la vida terrestre.

51. Sobre el efecto del sol

Isidoro expone que el sol es el regulador fundamental del tiempo y del ritmo cósmico. Al aparecer sobre la tierra produce el día, y al ocultarse engendra la noche. Las horas nacen de su movimiento; los días, los meses y los años se cuentan según su curso, y las estaciones se suceden bajo su influencia. El sol, por tanto, es principio de medida y de orden: estructura la experiencia humana del tiempo y sostiene el equilibrio del mundo.

En una segunda parte, Isidoro explica que el movimiento del sol no es uniforme: cuando su recorrido lo acerca al sur, se halla más próximo a la tierra, mientras que al avanzar hacia el norte asciende a mayor altura. Cita a Clemente para subrayar que Dios estableció estos distintos trayectos para evitar que la tierra fuese consumida por un calor constante e invariable. Así, la ascensión solar templa la primavera; su máxima elevación enciende el verano; el descenso vuelve benigno el otoño; y su retorno al punto más bajo deja al hemisferio boreal bajo el rigor del invierno. El orden estacional es, por tanto, testimonio de la sabiduría divina: el sol recorre distintos caminos para que la creación permanezca en equilibrio y para que la vida pueda florecer en ciclos regulares de luz, calor y reposo.

52. Sobre el curso del sol

Isidoro describe el recorrido diario del sol siguiendo la imagen tradicional heredada de la antigüedad. Dice que el sol nace en oriente, atraviesa el mediodía, llega al ocaso y se hunde en el océano, para luego recorrer caminos ocultos bajo la tierra hasta volver a aparecer por el oriente. Esta explicación corresponde a la cosmografía antigua, donde se imaginaba al sol realizando un trayecto circular alrededor del mundo, visible en su mitad diurna e invisible durante la nocturna. El pasaje refleja una visión simbólica y fenomenológica del cosmos: el sol desaparece en las aguas —imagen habitual en los textos grecolatinos y bíblicos— para luego renacer en el horizonte, asegurando así la continuidad del orden cósmico.

53. Sobre la luz de la luna

Isidoro presenta dos teorías acerca de la luz lunar. La primera, sostenida por algunos filósofos antiguos, propone que la luna posee luz propia, dividiendo su globo en una parte luminosa y otra oscura, cuyos cambios visibles —las fases— resultan de su rotación gradual. La segunda postura, que él también recoge, afirma que la luna no tiene luz propia, sino que la recibe del sol; de este modo, sus fases y sus eclipses se explican por la posición relativa del sol, la luna y la tierra. Cuando la sombra terrestre se interpone entre el sol y la luna, dice Isidoro, se produce el eclipse lunar. Esta explicación —más cercana a la verdad astronómica— muestra una síntesis entre ciencia antigua y observación empírica, donde la cosmología cristiana medieval asimila conocimientos helenísticos manteniendo todavía el lenguaje y las imágenes del pensamiento clásico.

54. Sobre las formas de la luna

Isidoro enumera las fases de la luna en su ciclo mensual recurriendo a términos tradicionales y a figuras. Señala siete formas principales: comienza en forma bicorne (como dos cuernos), continúa séctil (cóncava y creciente), luego alcanza la media luna, después llega a estar llena, y seguidamente vuelve a la media en fase menguante, pasa otra vez a ser séctil y finalmente retorna a la forma bicorne menguante. Agrega que la séptima y la vigésimo segunda fases son medias en su órbita, insinuando un ciclo de 28 días aproximado. Así, Isidoro transmite la noción de periodicidad lunar y su ritmo, apoyado en observación antigua y tradición astronómica clásica.

55. De los interlunios

Isidoro define interlunio como el intervalo entre la oscuridad total de la luna y su nueva aparición. Dice que ocurre el día trigésimo, cuando la luna está completamente oscurecida por hallarse en conjunción con el sol; en ese instante no es visible, pero comienza a renacer lentamente conforme se separa de la posición solar. Su explicación refleja el ciclo sinódico lunar, entendido en términos cosmológicos más que matemáticos: el renacer de la luna simboliza un retorno rítmico de la luz, con implicancias temporales y litúrgicas en la antigüedad cristiana y en el mundo clásico.

56. Sobre el curso de la luna

Isidoro afirma que la luna mide sus meses según su pérdida y recuperación de luz. Señala que su movimiento es oblicuo, no recto como el del sol, para evitar eclipses frecuentes: una explicación que combina observación con interpretación teleológica del orden cósmico. Su órbita, dice, está cercana a la de la tierra. En fase creciente, la luna “mira” hacia oriente con sus cuernos; en menguante, apunta hacia occidente, coherente con su desplazamiento hacia el ocaso y la disminución de su brillo. La descripción une la astronomía empírica con una lectura simbólica: las “miradas” de la luna revelan su camino.

57. Sobre la cercanía de la luna a la tierra

Isidoro explica que la luna está más próxima a la tierra que el sol; por ello su recorrido es más breve y completa su ciclo en treinta días, mientras el sol lo hace en 365. Esta observación fundamenta la división antigua del tiempo: los meses se miden por la luna y los años por el sol. En esta frase se reconoce la complementariedad simbólica y práctica de ambos astros: la luna rige períodos breves y cíclicos; el sol, el gran ciclo anual. La cosmología isidoriana, así, integra ciencia, calendario y orden providencial.

58. Del eclipse solar

Isidoro explica que el eclipse solar ocurre cuando la luna, en su fase trigésima —es decir, en el final de su ciclo, cerca de la conjunción— se sitúa en la misma línea que el sol y se interpone delante de él. Entonces su globo oculta la luz solar y nos produce la impresión de que el sol ha desaparecido. La descripción reproduce correctamente el fundamento astronómico esencial: el eclipse solar no es una extinción del sol, sino una ocultación causada por la posición relativa de la luna, que se convierte temporalmente en un obstáculo entre la tierra y la fuente de luz.

La explicación destaca además la experiencia fenomenológica: el sol parece extinguirse, pero la causa es una sombra transitiva, no una alteración del astro. De este modo, Isidoro reafirma la armonía del cosmos —los astros no fallan ni se apagan, sino que obedecen trayectorias ordenadas— y subraya que los fenómenos celestes se comprenden por las relaciones geométricas entre los cuerpos, no por meros presagios.

59. Del eclipse de la luna

Isidoro ofrece una explicación clara y coherente del eclipse lunar conforme al conocimiento antiguo más preciso disponible en su tiempo. Señala que la luna se oscurece cuando entra en la sombra de la tierra, lo cual sólo puede ocurrir porque no tiene luz propia, sino que la recibe del sol. Al interponerse la tierra entre ambos astros, la luna pierde su brillo al quedar privada de los rayos solares. Esta descripción distingue correctamente entre fuente y reflejo de luz, reafirmando la teoría —ya mencionada antes— de que la luna brilla por iluminación, no por naturaleza propia.

Añade que el eclipse suele darse en la decimoquinta luna, es decir, en la plenitud del ciclo mensual, cuando la luna llena se encuentra en la posición opuesta al sol. El fenómeno dura hasta que la luna abandona la sombra terrestre y vuelve a tener contacto visual con la luz solar, o, en los términos del texto, “comience a ver el sol, o que el sol la vea a ella”. La explicación conserva así su forma poética y antropomórfica —los astros “se ven” entre sí— sin perder precisión astronómica: sólo al reasomarse a la luz puede la luna recuperar su resplandor.

60. Sobre la diferencia entre estrellas, constelaciones y astros

Isidoro distingue cuidadosamente tres términos que con frecuencia se usan de manera indistinta. Una estrella, afirma, es un cuerpo celeste particular e individual. Una constelación, en cambio, está formada por un conjunto de estrellas agrupadas en una figura reconocible, como las Hiades o las Pléyades. Por último, los astros serían, en sentido propio, las estrellas de gran tamaño o especial brillo, como Orión o Boyero. Esta clasificación, aunque no corresponde a la astronomía moderna, revela un esfuerzo por ordenar el vocabulario celeste y diferenciar entre objetos puntuales, agrupaciones y luminarias destacadas.

Sin embargo, Isidoro añade que los escritores suelen confundir estos nombres, llamando “astro” tanto a estrellas individuales como a constelaciones, y usando “estrella” en lugar de “constelación”. Con ello reconoce la flexibilidad del lenguaje antiguo y su uso poético, a la vez que intenta ofrecer un criterio de precisión terminológica. Su observación muestra que, en la tradición erudita latina, la astronomía no era sólo observación del cielo, sino también disciplina lingüística: comprender el cosmos implicaba también nombrarlo correctamente.

61. Sobre la luz de las estrellas

Isidoro recoge la creencia —propia de parte de la tradición antigua— de que las estrellas poseen luz propia y no dependen del sol para brillar, a diferencia de la luna. Esta afirmación muestra la coexistencia de concepciones distintas dentro del saber antiguo: por un lado, se reconoce la dependencia lumínica de la luna; por otro, se afirma el carácter autónomo del brillo estelar. La explicación responde a la intuición visual: las estrellas permanecen luminosas aun cuando el sol no las ilumina directamente en nuestra perspectiva, reforzando la idea de que su resplandor es propio y natural.

62. Sobre el lugar de las estrellas

Isidoro afirma que las estrellas están fijas en el cielo y permanecen inmóviles, aunque parecen ser arrastradas por el movimiento de la esfera celeste. No desaparecen de día —precisa— sino que son ocultadas por el resplandor solar. Esta explicación refleja la cosmología geocéntrica heredada: las estrellas forman parte de la esfera exterior y giran con ella, mientras su invisibilidad diurna es un fenómeno óptico y no una desaparición real. Su propósito es corregir la percepción ordinaria mediante razón natural.

63. Sobre el curso de los astros

Aquí distingue dos clases de cuerpos celestes: aquellos que son arrastrados por la esfera fija —las estrellas— y aquellos que se mueven por sí mismos —los planetas. Los primeros giran al ritmo general del cielo; los segundos, llamados errantes, siguen órbitas propias aunque regidas por un orden preciso. La descripción conserva el modelo ptolomaico: los cuerpos celestes obedecen un movimiento circular perfecto, pero los planetas presentan particularidades que exigen una dinámica propia. Así, Isidoro reconoce diversidad en el movimiento celeste sin abandonar la idea de armonía universal.

64. Sobre los distintos cursos de los astros

Isidoro profundiza en la diferencia entre estrellas fijas y planetas. Las estrellas fijas, arrastradas por la bóveda celeste, ascienden y se ocultan según su movimiento regular. Los planetas, en cambio, muestran variabilidad: algunos aparecen más tarde o desaparecen más tarde; otros completan su curso de manera distinta. Subraya que, aunque surgen simultáneamente con las estrellas, pueden retrasar su ocaso o adelantarlo, retornando finalmente a su órbita propia. Esta observación intenta dar cuenta de los fenómenos visibles del cielo —como retrogradación y variación en el orto y ocaso planetario— dentro del marco conceptual antiguo: orden fijo, pero con movimientos particulares.

65. Sobre las distancias de los astros

Isidoro afirma que cada astro se encuentra a una distancia distinta de la tierra; esta diferencia explica el brillo desigual que percibimos. Algunos parecen mayores o más luminosos no por su tamaño real, sino por la cercanía relativa. Otros, aunque más grandes, se ven pequeños por su lejanía. Así se introduce una noción perceptiva elemental: la magnitud aparente depende de la distancia, no del tamaño intrínseco del astro. La explicación, aunque basada en observación empírica, se integra aún en una cosmología precientífica.

66. Sobre el número orbital de los astros

Aquí Isidoro define el número orbital como el tiempo que tarda cada astro en recorrer su órbita. Señala que cada planeta y la luna cumplen sus ciclos en lapsos determinados: la luna en 30 días, Mercurio y Venus en un año, el sol en un año, Marte en dos, Júpiter en doce y Saturno en treinta. La descripción sigue la astronomía antigua, donde los astros se mueven en órbitas según regularidad y medida fija. Después, alude a los astros regresivos, que parecen retroceder por efectos de observación terrestre y que, según la tradición latina, vuelven “sobre sus pasos vagos” durante su estación.

67. Sobre los planetas

El término planetas es explicado como “errantes”, por su movimiento distinto del firmamento fijo. Algunos adoptan trayectorias regresivas o irregulares, lo que los antiguos consideraban anomalías y los vinculaban a influencias astrológicas. La explicación refleja la mezcla entre observación astronómica y lectura simbólica: los planetas destacan por no obedecer el giro uniforme del cielo, lo que los convierte en signos celestes y, para algunos, en agentes influyentes sobre lo humano. El mundo antiguo aún no separa completamente astronomía y astrología.

68. Sobre la precedencia y avance de los astros

Isidoro explica que precedencia y avance refieren a que algunos astros se adelantan a su curso habitual, llegando antes a su posición esperada. Describe así la percepción de variación en el movimiento planetario: a veces parecen adelantarse ligeramente en el cielo. Esto remite a la observación de movimientos directos rápidos, una característica reconocida en la tradición astronómica grecorromana.

69. Sobre el retroceso y regresión de los astros

Finalmente, Isidoro explica el fenómeno de la regresión o movimiento retrógrado. Según la perspectiva terrestre, los planetas pueden parecer detenerse o retroceder en su órbita. Él interpreta este fenómeno como una ilusión óptica causada por la posición y movimiento relativo: desde la tierra parece que el astro “vuelve hacia atrás”. La formulación muestra una intuición premoderna del fenómeno astronómico que hoy explicamos por diferencias en velocidad orbital y perspectiva heliocéntrica.

70. Sobre la paralización de los astros

Isidoro explica que la paralización de los astros consiste en la apariencia de que, pese a estar siempre en movimiento, en ciertos momentos parecen detenerse. Esta observación corresponde al fenómeno astronómico conocido como estación planetaria, que ocurre cuando un planeta, desde la perspectiva de la Tierra, parece detener su curso antes de iniciar el movimiento retrógrado o de retomarlo de forma directa.

En la cosmología antigua, estos aparentes “detenimientos” eran profundamente significativos: se consideraban momentos de transición en el movimiento celeste, puntos de inflexión que revelaban la complejidad del orden cósmico. Para Isidoro, que sintetiza la tradición clásica y patrística, este fenómeno confirma que el cielo, aun siendo regular y ordenado, presenta variaciones perceptibles que invitan a la observación y a la contemplación del orden universal.

Así, la “paralización” no es inmovilidad real, sino un efecto óptico desde la perspectiva humana.

71. Sobre los nombres de los cuerpos celestes y los motivos por los que se les han impuesto

Isidoro recoge las etimologías y razones simbólicas atribuidas a los principales cuerpos celestes por la tradición antigua:

  1. Sol (solus, “solo”): se llama así porque aparece solo, sin compañía de otras estrellas cuando se muestra, como si su luz anulara la de los demás astros. Cita a Virgilio para reforzar esta idea. El sol resplandece, calienta y da vida; de ahí su nombre latino Phoebus, “el resplandeciente”.

  2. Luna: recibe este nombre —según Isidoro— de lucina (“luminosidad”), suprimiendo la sílaba inicial. También se relaciona con lux (luz) y con su capacidad de crecer y menguar. La luna refleja la luz del sol y regula los ciclos naturales.

  3. Estrellas (astra, sidera): se llaman así por estar “situadas” o “fijas” en el cielo, comparadas con luces suspendidas. Algunas se denominan astra por “quemar” y otras sidera por su brillo o relación con los fenómenos atmosféricos (de sidus, “constelación” o “señal celeste”).

  4. Cometas: se llaman así por su "cabellera" luminosa (coma, cabello). Son estrellas “encendidas” que arrastran una cola brillante y que, moviéndose en los cielos, parecen arrastrar una exhalación ardiente.

  5. Meteoros (meteora): fenómenos elevados en la atmósfera. A diferencia de las estrellas, se originan cuando vapores o exhalaciones ascienden y se inflaman; su movimiento no es celeste sino aéreo.

  6. Signos zodiacales: se llaman así porque “señalan” (signare) las estaciones y permiten observar los periodos del año, y también porque guían a navegantes y observadores mediante su posición y brillo.

  7. Estrellas errantes o planetas (planētai): reciben este nombre porque “vagan” o se mueven de modo distinto a las estrellas fijas. Parecen retroceder o detenerse, y marcan estaciones y cambios atmosféricos.

  8. Arctos (la Osa Mayor): nombrada así por su semejanza a un oso y por su importancia náutica. En la tradición griega se creía que guardaba el eje del cielo. Se dice que nunca se oculta; siempre visible en el norte, simboliza orientación y firmeza.

  9. Triones (los “bueyes” celestes): siguen el movimiento circular del cielo, arrastrando simbólicamente la bóveda como un arado. La estrella polar, Polaris, sirve de guía constante.

  10. Yégula / Y-gula: llamada así porque parece “armada con una aiguila” y su brillo anuncia tempestades. Su aparición visible indica la llegada de tormentas y su puesta anuncia buen tiempo.

  11. Híadas: su nombre proviene del griego hýein (“llover”), porque su orto trae lluvias. Virgilio las llama pluvias Híades. Están en la cabeza de Tauro.

  12. Pléyades: derivan su nombre de pleîon (“muchas”). Se ubican en las “rodillas” de Tauro. Si son visibles, anuncian el buen tiempo de primavera; si no, es señal de lluvia. Los latinos las llaman también Vergiliae, por su aparición primaveral.

  13. Canícula / Sirio / Estrella del perro: ocupa el cielo en verano. Cuando asciende junto al sol, duplica su calor, volviendo el clima sofocante; de ahí el nombre “días caniculares”. También llamada Canis, asociada a enfermedades por el calor intenso.

  14. Cometas: del griego kóme (“cabellera”), porque parecen tener cabellera luminosa. Su brillo repentino y movimiento inusual los hacía presagio de cambios, guerras o calamidades.

  15. Crisomalla / Chrysomallos (“cordero dorado”): recibe este nombre porque parece una consλelación dorada con forma de carnero.

  16. Signos zodiacales: también llamados zodia, porque representan seres animados (zōa) o figuras vivas y guían las estaciones y el tiempo.

  17. Planetas errantes: se llaman así porque no permanecen fijos como las estrellas, sino que cambian su posición. Su movimiento servía para medir el tiempo y predecir estaciones.

  18. Vía Láctea: no está en este fragmento directo, pero en la sección previa se la menciona como “camino blanco”, identificado con una franja luminosa del cielo.

  19. Planetas errantes
    Llamados así porque errar significa vagar: se mueven en dirección distinta a la esfera celeste. Para los latinos algunos eran crinitos (de “cabellera”, como los cometas) y presagio de sucesos extraordinarios.

  20. Ancestros míticos
    Los griegos atribuían los astros a divinidades:

    • Phaetón, Febo, Héspero, Estílbon, entre otros.
      Los romanos hicieron equivalencias: Júpiter, Saturno, Marte, Venus, Mercurio.

  21. Signos y animales sagrados
    Los antiguos —por idolatría y superstición— asociaron las constelaciones a figuras animales o humanas:
    Aries, Tauro, Libra, entre otros, obedecían a relatos mitológicos y a prácticas astrológicas paganas.

  22. Aries (carnero)
    Representa a un carnero sacrificado. Los griegos lo asociaban a Júpiter Ammón, representado con cuernos de carnero. Se dice que el año comenzaba cuando el sol entraba en Aries: “es el primero porque el sol inicia allí su curso”.

  23. Tauro (toro)
    Segundo signo; asociado a Júpiter, quien —según la mitología— tomó forma de toro para raptar a Europa.

  24. Géminis (los gemelos)
    Imagen de dos muchachos; simboliza la duplicidad del signo. Cuando el sol entra allí, dicen los antiguos, “los días comienzan a ser más cortos”.

  25. Cáncer (el cangrejo)
    Llamado así por su marcha lateral: cuando el sol entra en este signo, retrocede visualmente en su curso aparente → el origen del nombre trópico.

  26. Leo (el león)
    Colocado junto a Cáncer; en pleno verano, simboliza el calor y la fuerza. Representa al Nemeo vencido por Hércules en la mitología.

  27. Virgo (la virgen)
    Representada con una espiga en la mano. En Grecia era identificada con Diké (la Justicia). Su estrella es Spica (la Espiga).

  28. Libra (la balanza)
    Simboliza la igualdad del día y la noche en el equinoccio de otoño. Los romanos la asociaron a la balanza con que Augusto “pesó” al mundo tras pacificarlo.

  29. Escorpio (el escorpión)
    Figura venenosa y amenazante; su aguijón simboliza el riesgo del otoño y el descenso de la luz.

  30. Sagitario (el arquero)
    Signo representado por un centauro armado con arco, indicando dirección y fuerza.

  31. Capricornio (el macho cabrío)
    Asociado al solsticio de invierno; “cuando el sol entra allí, los días comienzan a crecer”.

  32. Acuario (el aguador)
    Representa lluvias y alude a la estación húmeda en muchas regiones.

  33. Piscis (los peces)
    Dos peces unidos, símbolo del final del ciclo solar, precediendo un nuevo comienzo.

Describe cómo las estaciones del año se asociaron con signos específicos, por ejemplo, Acuario y Piscis con el invierno y las lluvias. Destaca el error de los antiguos que adoraron a animales y figuras celestes, como carneros, cangrejos o escorpiones, transformando seres creados en objetos de culto.

Menciona a Perseo y Andrómeda, señalando cómo su historia mítica fue proyectada al cielo como constelaciones. Refiere también a la constelación de Eríctonio, por ser el primero que unció caballos al carro, recordando así la mezcla entre ingenio humano y divinización pagana. Cita a Céfalo, llamado también hijo de Juno, aún cuando el mito lo presenta acompañando a Júpiter tras su elevación al cielo. Estrella tras estrella, el cielo se convierte así en un catálogo de mitos que pretenden explicar fenómenos naturales mediante historias fabulosas.

Isidoro recuerda la fábula de Orión, colocado en el cielo por Mercurio, y la de Quirón, situado entre las constelaciones por haber instruido a Aquiles. Sin embargo, introduce una nota doctrinal importante: critica la superstición que pretende que el curso de los astros, creados por Dios, determine los destinos humanos. Reconoce que los cielos fueron puestos por Dios para señalar tiempos y estaciones, pero denuncia que los paganos desviaran esta verdad para fines adivinatorios y supersticiosos.

Subraya la ceguera de quienes creen que los signos zodiacales y el movimiento de los astros gobiernan el carácter humano. Rechaza tales prácticas —horóscopos, pronósticos y otras vanidades— recordando que Cristo liberó a la humanidad de tales errores. Señala que muchos filósofos gentiles, como Pitágoras, Sócrates, Platón y Aristóteles, también incurrieron en estas creencias, demostrando que el intelecto humano, aun brillante, puede extraviarse sin la luz de la fe.

Finalmente, destaca que los cristianos saben que las constelaciones son criaturas de Dios y que su rol es ordenar tiempos y estaciones, no regir la voluntad ni la moral. Critica severamente la influencia duradera de la astrología entre los pueblos y concluye mencionando que el mundo está dividido bajo siete zonas, enumerando así las partes habitables y las extremas, preparando la transición hacia la cosmología y geografía que seguirá en los capítulos posteriores.


Conclusión

El Libro III de Las Etimologías de San Isidoro de Sevilla presenta una visión unitaria y sagrada del saber matemático, donde aritmética, geometría, música y astronomía constituyen un único entramado intelectual orientado a comprender el orden del cosmos. Las matemáticas no son aquí un cálculo frío ni mera técnica, sino una ciencia del número y de la proporción que rige tanto la materia como el espíritu: desde las proporciones armónicas del sonido y el alma, hasta los ciclos celestes que marcan el ritmo del tiempo y de la historia. Isidoro revela así una concepción del universo en que el número es principio de inteligibilidad, la armonía es ley divina, y el estudio de las disciplinas matemáticas eleva la mente hacia la contemplación de la creación y de su Creador, recordando que el orden del mundo visible refleja una sabiduría superior que lo ha dispuesto todo “con medida, número y peso”.