miércoles, 19 de noviembre de 2025

Plutarco - Vidas Paralelas (Pericles - Fabio Máximo)

En Las Vidas Paralelas, Plutarco une a Pericles y Fabio Máximo como ejemplos de una misma virtud encarnada en mundos distintos: la prudencia que gobierna sin estruendo, domina la fortuna y vence con la razón más que con las armas. El ateniense supo contener los impulsos de una democracia brillante pero inconstante; el romano, resistir con paciencia el genio destructor de Aníbal. Ambos muestran que la grandeza política no nace del impulso ni del poder, sino del equilibrio entre inteligencia, templanza y sentido del deber.

VIDAS PARALELAS

Pericles y Fabio Máximo

Pericles

Plutarco inicia este pasaje con una anécdota de Julio César que sirve de punto de partida para una profunda reflexión moral. Al ver a ciertos extranjeros encariñados con animales en lugar de con personas, César los reprende irónicamente, revelando así una desviación del afecto natural. A partir de este hecho, Plutarco extiende la crítica a quienes desperdician la curiosidad y la razón —dones propios del alma humana— en espectáculos frívolos o placeres sin valor. Sostiene que la inteligencia debe orientarse hacia lo bello y lo virtuoso, pues solo al contemplar acciones nobles el espíritu se nutre y se inclina a imitarlas. En cambio, las artes serviles o puramente sensoriales pueden deleitar, pero no elevan; agradan a los sentidos, no al alma. Por eso, recuerda las palabras de Antístenes y de Filipo de Macedonia, quienes advertían que la verdadera nobleza consiste no en dominar un arte, sino en dirigir la mente hacia lo que perfecciona moralmente al hombre.

Admirar una estatua de Fidias o un poema de Anacreonte puede producir placer estético, pero no impulsa al espectador a imitar al artífice, porque la obra deleita, pero no ennoblece. En cambio, las acciones virtuosas, al ser contempladas, despiertan en quien las observa el anhelo inmediato de imitarlas. Mientras los bienes materiales provocan el deseo de poseer, las obras de la virtud provocan el deseo de obrar. Este poder moral de la virtud es lo que motiva a Plutarco a escribir sus Vidas Paralelas: no busca solo narrar hazañas, sino ofrecer ejemplos vivos que formen el carácter. Así introduce el propósito de este décimo libro, dedicado a Pericles y Fabio Máximo, dos hombres semejantes en prudencia, mansedumbre y justicia, cuya grandeza radicó en servir a su patria con paciencia y equilibrio frente a la ingratitud y la pasión del pueblo.

Origen y linaje

Su padre, Jantipo, fue el general victorioso en la batalla de Mícala, mientras que su madre, Agarista, descendía de Clístenes, el reformador que expulsó a los tiranos Pisistrátidas e instauró un régimen democrático en Atenas. Con esta genealogía, Plutarco sitúa desde el inicio a Pericles como heredero de dos virtudes esenciales: el valor militar y la prudencia política, cualidades que marcarán toda su vida pública. Antes de nacer Pericles, su madre tuvo un sueño en el que daba a luz a un león, presagio de grandeza que Plutarco interpreta como símbolo de la fuerza y majestad de su carácter. Esta imagen anticipa la magnitud de su destino: un hombre destinado a dominar por su inteligencia y firmeza, pero también a inspirar respeto y temor. Los antiguos, sensibles a los presagios, veían en estos sueños señales del espíritu que animaría al futuro líder.

Pericles fue un hombre físicamente bien formado, salvo por una cabeza desproporcionadamente alargada. Este rasgo dio origen a múltiples burlas de los poetas cómicos atenienses, quienes lo apodaron esquinocéfalo (“cabeza de cebolla albarrana”) y lo convirtieron en objeto de sátira. Cratino, Teleclides y Éupolis lo ridiculizaron en sus comedias, describiéndolo como un político de gran peso e influencia, incluso en los infiernos. Sin embargo, el propio Plutarco advierte que los artistas solían representarlo con casco para disimular esta peculiaridad, transformando así un defecto físico en símbolo de su condición militar y política.

Formación

Se menciona que estudió música, una disciplina fundamental en la educación griega, bajo Damón o, según Aristóteles, bajo Pitoclides. Sin embargo, Plutarco aclara que en el caso de Damón, la música servía de fachada para ocultar su verdadero oficio: el de sofista y consejero político. Damón, hábil estratega en los asuntos públicos, orientó a Pericles en el arte del gobierno y en la administración de la palabra y la persuasión. Su influencia fue tal que, acusado de favorecer la tiranía, terminó condenado al ostracismo, lo que demuestra cómo el pensamiento crítico y la enseñanza política podían ser vistos como peligrosos en la democracia ateniense.

Pericles también fue discípulo de Zenón de Elea, el filósofo discípulo de Parménides, famoso por su método dialéctico. Zenón, según Plutarco, enseñaba a razonar con sutileza y precisión, desarmando al adversario mediante argumentaciones ingeniosas. Este entrenamiento dialéctico dotó a Pericles de una mente aguda y analítica, capaz de enfrentar el debate político con firmeza y serenidad. Timón de Fliunte lo elogia en verso, describiendo su inteligencia como la de una abeja que selecciona con esmero lo mejor de cada idea: una metáfora que alude a su capacidad para transformar el conocimiento en discurso eficaz.

La figura más determinante en la formación de Pericles fue, sin embargo, Anaxágoras de Clazómenas, conocido entre sus contemporáneos como Nous (“Inteligencia”). Anaxágoras enseñaba que el principio rector del universo no era el azar ni la necesidad, sino una razón pura y ordenadora presente en todas las cosas. Esta doctrina imprimió en Pericles una visión racional, serena y cósmica de la realidad, que se tradujo en su modo de gobernar. Plutarco afirma que fue este maestro quien le dio a Pericles su dignidad, su autocontrol y aquella majestad de espíritu que lo hacía parecer más que humano ante el pueblo.

Gracias a la metafísica y la visión ordenada del cosmos que aprendió de su maestro, el estadista desarrolló un ánimo elevado, una serenidad inquebrantable y un modo de hablar sublime, libre de vulgaridad. Su carácter se volvió grave, mesurado y ajeno a la risa fácil; su voz, siempre igual y firme; su conducta, majestuosa. Esta combinación de compostura y dominio de sí impresionaba a todos.

Un episodio ilustra esa serenidad: un hombre infame lo insultó durante todo un día en público, y Pericles soportó los agravios sin alterarse. Al retirarse al anochecer, el agresor lo siguió vociferando injurias, y Pericles, sin perder la calma, ordenó a un criado que tomara una antorcha y acompañara al ofensor hasta su casa, para que no tropezara en la oscuridad. Este gesto de paciencia y autocontrol encarna la virtud estoica que Plutarco admira: la victoria del espíritu racional sobre las pasiones.

El poeta Ion reprochó a Pericles un trato altivo y distante, contrastándolo con Cimón, a quien describía como afable y accesible. Según Ion, la gravedad de Pericles rozaba la soberbia y el desprecio por los demás. Plutarco, sin embargo, matiza esta crítica: recuerda que Zenón de Elea enseñaba a los jóvenes a adoptar incluso una apariencia de orgullo en su virtud, para que la imitación del bien quedara grabada en el alma como hábito firme. Así, lo que para algunos era arrogancia, para Plutarco podía ser dignidad moral.

La enseñanza de Anaxágoras no solo elevó el espíritu de Pericles, sino que también lo libró del temor supersticioso que dominaba a la mayoría de los hombres ante los fenómenos naturales. Gracias a la ciencia del filósofo, Pericles aprendió a distinguir entre las causas físicas y las señales divinas, reemplazando la ignorancia temerosa por una piedad racional y serena. La física —dice Plutarco— no destruye la fe, sino que purifica la relación con lo divino, inspirando esperanza en lugar de miedo. El relato del carnero con un solo cuerno ejemplifica esta actitud. Cuando le presentaron a Pericles el animal, el adivino Lampón interpretó el fenómeno como un presagio político: dos facciones contendían en Atenas —la de Tucídides y la de Pericles—, y el cuerno único simbolizaba que el poder recaería en uno solo, es decir, en Pericles. En cambio, Anaxágoras, fiel a su espíritu racional, examinó la cabeza del animal y mostró que la causa natural del fenómeno era una malformación del cerebro que había concentrado su crecimiento en un solo punto.

Plutarco, sin embargo, no enfrenta ambas interpretaciones como opuestas, sino que las armoniza. Sostiene que tanto el filósofo como el adivino pudieron tener razón: uno descubrió la causa material del suceso, y el otro su finalidad simbólica. No hay contradicción entre comprender cómo ocurre algo y reconocer qué puede significar, pues son dos modos distintos de leer la realidad: la física investiga el origen, y la adivinación, el sentido. Para Plutarco, conocer las causas naturales no anula el valor de los signos, del mismo modo que comprender cómo funciona un reloj no destruye la idea del tiempo.

Política

Su parecido físico con Pisístrato, el antiguo tirano de Atenas, y su elocuencia natural despertaban sospechas entre los más viejos, que temían ver renacer la tiranía bajo un nuevo rostro. Consciente de ese riesgo, Pericles evitó al principio involucrarse demasiado en los asuntos políticos, concentrándose en el ámbito militar, donde ganó fama de valiente y capaz. Su prudencia no era cobardía, sino una estrategia de autodefensa: en una democracia inestable, destacarse demasiado podía equivaler a firmar la propia condena al ostracismo.

Una vez muertos Arístides, desterrado Temístocles y ausente Cimón en campañas exteriores, Pericles vio el momento oportuno para ingresar plenamente en la vida política. Lo hizo con sutileza: aunque su carácter era reservado y nada demagógico, se acercó al pueblo y adoptó su causa. Su alianza con las clases populares no fue fruto de simpatía sentimental, sino de cálculo político: comprendió que, ante un aristócrata como Cimón, debía apoyarse en la mayoría para equilibrar el poder. Así consolidó su posición sin recurrir a la fuerza, transformando la prudencia en instrumento de liderazgo.

Plutarco destaca que, para mantener su autoridad, Pericles adoptó un modo de vida austero y distante. Evitaba los banquetes, las fiestas y las reuniones sociales, pues sabía que la familiaridad resta majestad a quien gobierna. Durante toda su carrera pública —larga y brillante— asistió solo a un banquete ciudadano, el de su primo Euriptólemo, y se retiró temprano, tras las libaciones. Esta conducta le permitió preservar una imagen de dignidad y autocontrol, cualidades que inspiraban respeto y distancia.

Consciente de que la exposición constante puede desgastar la autoridad, Pericles se mostraba ante el pueblo solo en los momentos decisivos, dejando los asuntos menores a sus colaboradores y oradores aliados, como Efialtes. Este último debilitó la influencia conservadora del Areópago, transfiriendo poder al pueblo y abriendo así el camino a una democracia más radical. Plutarco, sin embargo, advierte los peligros de ese exceso de libertad, al que compara con un caballo desbocado: el pueblo, una vez sin freno, comenzó a mostrarse insolente y agresivo con otras ciudades.

Solía consultar a menudo a Anaxágoras, cuyas enseñanzas filosóficas y científicas enriquecían su oratoria con un tono racional y sublime. Su estilo no era simplemente retórico, sino que, como el de Platón, unía la profundidad de la razón con la belleza del discurso. De esa combinación de sabiduría y elocuencia nació su apodo de “Olímpico”, pues su voz, su porte y su modo de hablar parecían majestuosos y sobrehumanos, como si provinieran de los dioses. El sobrenombre de Pericles, lejos de ser casual, expresaba el respeto que inspiraba su presencia: su voz firme, su serenidad y su autoridad natural. Algunos, sin embargo, lo tomaban en broma o con envidia, imaginando que lanzaba rayos y truenos con su lengua cuando hablaba ante el pueblo. Así, el respeto que causaba su oratoria se mezclaba con cierta burla popular, rasgo típico de la cultura ateniense, en la que el talento excepcional despertaba a la vez admiración y sátira.

Plutarco relata también la rivalidad de Pericles con Tucídides (no el historiador, sino el político del mismo nombre), hombre recto y prudente que se opuso a él en el gobierno. Tucídides, interrogado sobre cuál de los dos era mejor combatiente, respondió ingeniosamente: “Cuando le derribo, dice, él me persuade de que no ha caído, sino que vence, y los que le escuchan se lo creen”. Esta anécdota muestra la fuerza persuasiva de Pericles: su palabra, más que la razón del adversario, decidía las victorias políticas.

Pericles hablaba con extrema cautela, pidiendo antes de cada intervención el favor de los dioses para no decir nada impropio. Su oratoria era tan mesurada y reflexiva que apenas se conservan frases suyas fuera de los decretos públicos, pues nunca hablaba con ligereza. Entre las pocas expresiones recordadas, una célebre fue su advertencia al pueblo: “Me parece que veo la guerra venir del Peloponeso”, una observación profética sobre el conflicto que marcaría su tiempo.

Plutarco añade dos ejemplos que ilustran su dominio del lenguaje. En una ocasión, Sófocles, su colega en el mando, alabó la belleza de un joven, y Pericles lo reprendió diciendo: “Un general no solo debe tener manos puras, sino también ojos puros”. En otra oportunidad, durante un elogio fúnebre, comparó a los héroes caídos con los dioses: “No vemos a los dioses —dijo—, pero por los honores que reciben sabemos que son inmortales; lo mismo sucede con los que mueren por la patria”. Estas palabras resumen el ideal griego de la virtud cívica y de la inmortalidad ganada por el sacrificio.

Plutarco recoge la observación de Tucídides, quien consideraba que, aunque el gobierno de Pericles se presentaba como democrático, en realidad funcionaba como el mando de un solo hombre. Pericles dominaba con tal autoridad moral y capacidad oratoria que su poder era casi monárquico en los hechos, aunque mantenía las formas republicanas. Algunos autores antiguos afirmaban que bajo su mando el pueblo se volvió más indócil y dependiente, pues Pericles lo acostumbró a recibir beneficios del Estado —repartos, sueldos y espectáculos públicos—, debilitando así la disciplina y el espíritu laborioso de los atenienses.

En sus primeros años de actividad pública, Pericles tuvo que competir con Cimón, aristócrata generoso que ganaba la simpatía del pueblo mediante actos de beneficencia. Como no podía igualarlo en fortuna, Pericles optó por una estrategia distinta: institucionalizó la ayuda a los pobres mediante fondos públicos, siguiendo el consejo de su amigo Damónides de Ea. Con ello, el Estado sustituyó la generosidad privada por un sistema de subvenciones y espectáculos que afianzó su liderazgo sobre la multitud. 

Pericles, fortalecido por su popularidad, enfrentó al Consejo del Areópago, bastión de la aristocracia, del que no formaba parte por no haber sido arconte ni magistrado. Apoyado por Efialtes, logró reducir su autoridad y desplazar a Cimón, quien fue acusado de favorecer a los espartanos y finalmente desterrado por ostracismo durante diez años. No obstante, cuando los lacedemonios invadieron el Ática, Cimón regresó para luchar al lado de sus compatriotas, lo que le permitió recuperar parcialmente el favor del pueblo.

Plutarco relata que, por mediación de Elpinice, hermana de Cimón, se buscó reconciliar a ambos líderes. La anécdota muestra el tono irónico y distante de Pericles: al verla suplicar por su hermano, le dijo con una sonrisa: “Vieja estás, Elpinice, para salir adelante con tales asuntos”. Aun así, fue indulgente con Cimón en el juicio y no se opuso a su reintegración política. De hecho, cuando Cimón fue restituido, ambos acordaron dividir sus funciones: él comandaría las fuerzas navales, mientras Pericles permanecería al frente de la ciudad. La reconciliación fortaleció temporalmente a Atenas, aunque poco después Cimón moriría en campaña en Chipre.

Algunos autores acusaron a Pericles de haber instigado la muerte de su aliado Efialtes, quien había sido asesinado por enemigos oligárquicos. Plutarco, sin embargo, descarta este rumor, señalando que Efialtes era amigo íntimo de Pericles y compartía con él las mismas ideas políticas. Lo considera un hombre de alma generosa y amante de la gloria, incapaz de actos mezquinos. Su asesinato, dice, fue obra de los enemigos del pueblo, que no soportaban su firmeza y su lucha contra los privilegios aristocráticos.

Plutarco narra cómo, al ver los aristócratas que Pericles alcanzaba una autoridad casi monárquica, decidieron oponerle un rival que equilibrara su poder. Eligieron a Tucídides, cuñado de Cimón, hombre prudente y hábil en el discurso, que pronto se convirtió en su principal adversario político. Aunque menos destacado en la guerra que Cimón, Tucídides poseía talento oratorio y gran capacidad estratégica, lo que le permitió reagrupar a la nobleza y dar forma al partido aristocrático frente al popular encabezado por Pericles. Hasta ese momento, Atenas había mantenido una relativa unidad entre los ciudadanos prominentes y el pueblo. Pero Tucídides logró separar claramente ambas facciones, consolidando la división entre el partido de los oligarcas (los pocos) y el de la plebe (los muchos). Este quiebre fue decisivo: Atenas comenzó a funcionar bajo una dualidad política constante, donde la autoridad del pueblo y el poder de los principales chocaban de manera estructural.

Frente a este nuevo escenario, Pericles intensificó su política de acercamiento al pueblo. Comprendió que, para mantener su liderazgo, debía sostener su popularidad mediante la generosidad pública y el entretenimiento cívico. Así, llenó Atenas de festividades, banquetes y ceremonias solemnes, convirtiendo la vida política en un espectáculo continuo. Cada año hacía salir sesenta galeras tripuladas por ciudadanos asalariados, que se entrenaban y aprendían la navegación mientras percibían un salario. También promovió colonias (cleruquías) en distintos territorios —como el Quersoneso, Naxos, Andros, Tracia e incluso la refundada Síbaris, renombrada Turios—, con el doble propósito de aliviar la presión demográfica y mantener control sobre los aliados.

Grandes obras

Plutarco destaca aquí la obra más memorable del gobierno de Pericles: el vasto programa de construcciones públicas que embelleció Atenas y la convirtió en el orgullo del mundo griego. Ninguna otra iniciativa produjo tanta admiración —templos, esculturas, pórticos y edificios que aún siglos después proclamaban la grandeza ateniense—, y al mismo tiempo ninguna fue tan atacada por sus adversarios. Sus enemigos lo acusaban de gastar en ornamentos suntuosos los fondos de la Liga de Delos, dinero aportado por las ciudades griegas para la defensa común. Traer ese tesoro a Atenas era, según ellos, un acto de dominación y de injusticia: los aliados pagaban la seguridad militar, mientras Atenas usaba su contribución para adornarse como “una mujer vana cargada de joyas”.

Los atenienses no debían dar cuentas a sus aliados sobre ese dinero, pues Atenas era la que sostenía el peso real de la guerra: ponía las naves, los soldados y la estrategia; los demás solo contribuían con dinero. Una vez entregados los fondos, pertenecían a quien luchaba en favor de Grecia. Y como la ciudad ya tenía todo lo necesario para la defensa, resultaba justo emplear el excedente en obras que dieran gloria eterna y, al mismo tiempo, beneficios presentes.

No quería Pericles que la población no militar quedara excluida del beneficio de los caudales públicos; por eso impulsó proyectos que requirieran tiempo, complejidad y la participación de muchísimos oficios. Así, mientras los jóvenes fuertes recibían paga por servir en el ejército o en la flota, los trabajadores comunes podían vivir de su labor en las construcciones. El objetivo era que toda la ciudad —sin importar edad, oficio o condición— encontrara sustento mediante el esfuerzo colectivo.

Las materias primas —piedra, bronce, marfil, oro, ébano, ciprés— se sumaban los oficios que las transformaban: arquitectos, escultores, canteros, broncistas, tintoreros, grabadores, pintores, bordadores, torneros. Y asimismo todos los que proveían transporte y abastecimiento: comerciantes, marineros, carreteros, arrieros, tejedores, cordeleros, mineros. Cada arte, como un general con su ejército, movilizaba una multitud de trabajadores, creando una economía vibrante y diversa que distribuía riqueza, seguridad y trabajo a toda la polis.

Las obras emprendidas bajo el gobierno de Pericles —enormes, elegantes y técnicamente complejas— avanzaban con una rapidez increíble. Lo que cualquiera creería que tomaría generaciones enteras se completaba en pocos años. Más aún: esta rapidez no sacrificó ni la solidez ni la belleza. Cada construcción era al mismo tiempo nueva y antigua: perfecta al ser concluida, resistente al paso del tiempo, dotada de una especie de juventud permanente. Por eso Plutarco habla de un “aliento floreciente” que mantiene intacto su esplendor, como si las obras fuesen vivas.

Fidias era el supervisor general de todo el programa arquitectónico, amigo de Pericles y uno de los más grandes artistas de Grecia. Bajo su dirección colaboraron arquitectos extraordinarios:

  • Calícrates e Ictino, responsables del Partenón.

  • Corebo, Metágenes y Xenocles, constructores del purificatorio de Eleusis.

  • Calícrates, autor del “muro prolongado” que unía Atenas con el Pireo.

  • Mnesicles, creador de los Propíleos, los pórticos monumentales de la Acrópolis.

Plutarco recoge burlas de los poetas cómicos —Cratino, principalmente—, que se mofaban de la magnitud de las obras y del supuesto orgullo de Pericles, pero estas sátiras solo evidencian el impacto político y cultural del proyecto.

Entre las obras destacaba el Odeón, un edificio de techo cónico inspirado —según la tradición— en el pabellón del rey persa Jerjes. Allí se celebraron, por primera vez bajo Pericles, concursos de música durante las Panateneas. Él mismo estableció las reglas para los participantes, determinando qué se debía cantar o tocar. De este modo, Pericles no solo transformaba la ciudad físicamente, sino también su vida cultural, institucionalizando el arte musical como parte de la identidad cívica ateniense.

Un artesano cayó gravemente herido durante la construcción, y los médicos lo dieron por perdido. Pericles quedó consternado, pero la diosa Atenea se le apareció en sueños y le indicó un remedio que lo curó rápidamente. En agradecimiento, Pericles mandó erigir una estatua de Atenea Hygieia (Atenea Saludable) en la Acrópolis. El relato muestra cómo estas obras eran percibidas no solo como proyectos humanos, sino como empresas apoyadas y bendecidas por la divinidad protectora de la ciudad.

Fidias hizo también la famosa estatua crisoelefantina de Atenea Parthenos, de oro y marfil. Su posición privilegiada le atrajo envidias, y los poetas cómicos difundieron rumores de corrupción moral: lo acusaban de facilitar mujeres a Pericles y de manejar indebidamente materiales preciosos. Estas calumnias alcanzaron incluso a otros amigos del líder ateniense, como Menipo y Pirilampo, al que acusaban de enviar pavos reales a las supuestas amantes de Pericles.

Plutarco señala que tales acusaciones procedían de la malicia y la sátira, no de la verdad. Incluso autores “serios” como Estesímbroto difundieron historias infundadas, lo que muestra —dice Plutarco— cuán difícil es para la historia conocer los hechos reales. Las narraciones contemporáneas están marcadas por la envidia o la adulación, y el paso del tiempo oscurece aún más la verdad.

Los oradores del partido aristocrático, encabezado por Tucídides (el político, no el historiador), atacaban duramente a Pericles acusándolo de gastar en exceso los fondos públicos y de disipar las rentas de la ciudad. La crítica iba dirigida, sobre todo, a su gigantesco programa de obras, que a ojos de sus adversarios consumía recursos que debían destinarse exclusivamente a la guerra.

Cuando estas acusaciones alcanzaron su punto más alto, Pericles respondió con una maniobra inesperada y brillante. Preguntó públicamente si los ciudadanos consideraban que él gastaba demasiado. Cuando la asamblea respondió que sí, Pericles replicó:

“Entonces no gastaré de vuestros fondos, sino de los míos; pero las obras llevarán solo mi nombre.”

La propuesta era tan audaz que el pueblo, ya fuese admirando su grandeza o temiendo perder la gloria asociada a aquellas obras, reaccionó de inmediato: lo aclamaron a voces y le ordenaron que siguiera gastando sin escatimar nada. El gesto, calculado e inteligente, transformó la crítica en apoyo popular rotundo.

Este episodio coincidió con la confrontación definitiva entre Pericles y Tucídides. Ambos fueron sometidos al juicio del ostracismo, un procedimiento que permitía expulsar de Atenas a un ciudadano considerado peligroso para la estabilidad del Estado. Pericles salió victorioso: Tucídides fue desterrado.

Con la expulsión de su principal rival, Pericles disolvió la facción aristocrática que se le oponía y consolidó su liderazgo con mayor firmeza que nunca. Desde ese momento, su autoridad en Atenas quedó prácticamente sin contrapeso.

Liderazgo

Con el ostracismo de Tucídides y la disolución de su facción, Plutarco describe que Atenas quedó completamente unificada bajo la conducción de Pericles. Desde ese momento, él tuvo en sus manos todos los resortes del poder ateniense: tributos, ejército, flota, islas aliadas, rutas marítimas, e incluso la influencia sobre pueblos bárbaros y reyes extranjeros. La ciudad, sin divisiones internas fuertes, le confió de hecho un mando absoluto.

Plutarco subraya que Pericles ya no gobernó como un simple líder popular que seguía los deseos del pueblo, sino que transformó su estilo en un régimen más aristocrático y casi monárquico. No porque abandonara la democracia formal, sino porque la guiaba con firmeza. Cuando el pueblo era razonable, lo persuadía; cuando era obstinado o impulsivo, lo corregía con energía. Su tarea se asemejaba a la del médico que alterna remedios suaves con tratamientos fuertes para curar una enfermedad persistente: sabía cuándo tranquilizar y cuándo ejercer presión.

Pericles, dice Plutarco, conocía profundamente las pasiones de un pueblo que se sabía poderoso. Solo él sabía manejarlas con equilibrio. Utilizaba esperanza y temor como timones que orientaban el curso de la ciudad, moderando lo altivo y fortaleciendo lo débil. Plutarco recuerda aquí la comparación platónica: la oratoria es arte que “encanta las almas”, y su función más elevada es dirigir las costumbres como quien afina las cuerdas de un instrumento. Pericles era precisamente ese músico del alma colectiva: sabía pulsar cada pasión para mantener a la ciudad en armonía.

A pesar de su talento oratorio, Plutarco insiste en que el fundamento real de su poder no fue la palabra en sí, sino la confianza absoluta que inspiraba su carácter. Tucídides (el historiador) ya lo había señalado: lo que hacía único a Pericles era que todos lo consideraban incorruptible. Tenía un poder superior al de muchos monarcas, enriqueció a Atenas como nunca, y manejó sumas inmensas… pero no incrementó su fortuna personal ni en la menor medida.

Pericles ejercía una autoridad legítima, sólida y razonada. En contraste, los poetas cómicos lo deformaban como tirano encubierto: llamaban “nuevos Pisistrátidas” a sus colaboradores y exigían que jurara no hacerse dictador, como si su grandeza no cupiera dentro de la democracia. Teleclides, exagerando, afirmaba que los atenienses habían entregado a Pericles el control de todas las ciudades, de los tributos, de los tratados, de la paz, la guerra, la fortuna y la miseria de los pueblos sometidos.

Plutarco subraya que el poder de Pericles no fue fruto de un golpe de suerte ni de una etapa pasajera. Durante cuarenta años se mantuvo como figura dominante en Atenas, aunque compartiera escena con hombres ilustres como Efialtes, Leócrates, Mirónides, Cimón, Tólmides y Tucídides. Tras el ostracismo de este último, su prestigio incluso creció más: gobernó otros quince años sin competencia real, y durante ese tiempo tuvo todos los años el mando de los ejércitos, sin que la enorme autoridad que esto implicaba lo corrompiera en lo más mínimo.

A pesar de dirigir un imperio, Pericles mantuvo una economía doméstica rigurosa. Para evitar dedicar tiempo a asuntos menores y conservar intacta la fortuna heredada, adoptó un método simple:

  • vendía cada año todos los frutos de sus tierras,

  • y luego compraba día a día, en el mercado, lo indispensable para su hogar.

Este sistema impedía el derroche, limitaba los gastos y evitaba que su familia, especialmente sus hijos adultos, se entregara a lujos innecesarios. Sus adversarios incluso lo criticaban por la severidad y exactitud de esta administración. El encargado de manejarlo todo era un esclavo llamado Evángelo, excelente administrador por naturaleza o formado cuidadosamente por Pericles.

Plutarco aprovecha para reflexionar: no es justo exigir al político la misma vida que lleva el filósofo. Anaxágoras, guiado por su espíritu elevado, había abandonado sus propiedades y dejado sus tierras en ruinas; pero Pericles, que debía actuar en el mundo, necesitaba una base económica estable. Su patrimonio no le servía para lujos, sino para sostener su vida pública y ayudar a los necesitados. Así, su moderación económica era parte de su virtud política, no un apego material.

 Anaxágoras, ya viejo, cayó en depresión al sentirse olvidado por Pericles, ocupado por los asuntos del Estado, y se dispuso a dejarse morir envuelto en su capa. Cuando Pericles lo supo, acudió inmediatamente, suplicándole que no muriera, pues él dependía de su consejo para gobernar. Fue entonces cuando Anaxágoras, levantando el rostro, respondió:


“Oh Pericles, los que necesitan una lámpara, deben ponerle aceite.”

Con esta frase insinuaba, sin reproche, que un sabio requiere ser atendido y nutrido para poder seguir iluminando a los demás.

El gran proyecto

Plutarco muestra aquí una de las ideas más audaces y menos conocidas de Pericles: un intento de unir a toda Grecia bajo un congreso común, con fines religiosos, culturales y políticos. Los espartanos ya miraban con creciente recelo el poder de Atenas; frente a esa tensión, Pericles quiso elevar la mente del pueblo ateniense y presentarse como líder no solo de una ciudad, sino de toda la Hélade.

El decreto proponía convocar a todas las ciudades griegas de Europa y Asia, grandes y pequeñas, para deliberar sobre asuntos que concernían a todos:

  1. La restauración de los templos destruidos por los persas, símbolos religiosos de la identidad común griega.

  2. El cumplimiento de los votos y sacrificios hechos a los dioses por la victoria en las Guerras Médicas.

  3. La libertad de navegación y la paz general, cuestión vital para el comercio, la seguridad y la estabilidad de la Hélade.

Se trataba de un programa que mezclaba religión, diplomacia y cooperación panhelénica, poniendo a Atenas en el centro de la deliberación.

Embajadores enviados por toda Grecia

Pericles envió veinte delegados mayores de cincuenta años, divididos en misiones que recorrieron:

  • las ciudades jónicas y dóricas de Asia,

  • las islas del Egeo,

  • el Helesponto y la Tracia,

  • la Beocia, Fócide y el Peloponeso,

  • Eubea, Tesalia, Acarnania, Ambracia y otras regiones continentales.

Su tarea era persuadir a todas las ciudades para participar en un congreso que buscaba el bien común. Si hubiera prosperado, habría sido una asamblea panhelénica sin precedentes.

Nada se llevó a cabo. Las ciudades no concurrieron. La tradición atribuye el fracaso principalmente a la oposición de Esparta, que no toleraba un proyecto que claramente situaba a Atenas en el papel de líder y mediadora de toda Grecia. En el Peloponeso, además, el decreto fue recibido con recelo, como un gesto de ambición ateniense disfrazado de cooperación.

Faceta militar

Plutarco presenta en este capítulo la faceta militar de Pericles, caracterizada no por el arrojo temerario, sino por una prudencia firme y reflexiva. Aunque gozaba de gran prestigio como estratega, Pericles evitaba las batallas inciertas, convencido de que un buen general no debe exponerse a riesgos innecesarios solo para ganar fama. Su principio era claro: mientras él mandara, los atenienses serían “inmortales”, es decir, jamás entregaría vidas ciudadanas a una gloria dudosa.

El ejemplo central es el de Tólmides, militar exitoso y popular, que decidió realizar una expedición imprudente a Beocia. Entusiasmó a unos mil jóvenes valientes para seguirlo, apoyándose en su reputación previa. Pericles, percibiendo el peligro, intentó disuadirlo en la asamblea y pronunció una frase que Plutarco considera memorable:

“Si no crees a Pericles, espera al consejero más sabio: el tiempo.”

En ese momento la advertencia apenas afectó a la multitud, que prefería el prestigio de un caudillo audaz antes que la cautela de un estratega sensato.

Pocos días después llegó la noticia fatal:

  • Tólmides había sido derrotado y muerto en Coronea,

  • y junto a él había caído gran parte de aquella “excelente juventud” que lo había seguido.

Esa tragedia confirmó la previsión de Pericles y elevó su reputación ante el pueblo, que empezó a verlo como un gobernante sabio, capaz de contener el ímpetu del entusiasmo popular cuando este se dirigía hacia la ruina.

La empresa más aplaudida fue su expedición al Quersoneso tracio (la actual península de Galípoli). Allí:

  • llevó una colonia de mil atenienses para reforzar la presencia helena;

  • fortificó el estrecho levantando defensas en ambas orillas;

  • contuvo a los tracios y a las tribus bárbaras que acosaban continuamente a los griegos establecidos en la región;

  • suprimió la piratería y las incursiones de vecinos hostiles.

Esta obra defensiva transformó una zona inestable y peligrosa en un territorio seguro para los colonos, lo que hizo que Pericles fuera celebrado tanto por los propios como por los habitantes de otras regiones.

Otra campaña memorable fue la que realizó por el Peloponeso, navegando desde Pegas (el puerto de Mégara) con cien galeras. Sus acciones fueron más profundas que las de Tólmides:

  • devastó las ciudades costeras;

  • penetró tierra adentro con fuerzas tomadas de las tripulaciones;

  • encerró a diversas poblaciones dentro de sus murallas por miedo a un ataque directo;

  • derrotó a los sicionios en Nemea, donde levantó un trofeo de victoria.


Ningún infortunio de los que dependen de la suerte cayó sobre quienes militaron con él. Es decir, Pericles tenía la virtud de obtener resultados sin sacrificar vidas inútilmente ni exponerse a desastres. Sus campañas combinaban audacia controlada, disciplina y un cálculo que reducía riesgos al mínimo.

Expansión

Pericles emprendió una gran expedición al Ponto Euxino (mar Negro) al mando de una flota poderosa y muy bien equipada. Durante este viaje mostró la doble naturaleza de su política exterior: firmeza y prestigio hacia los bárbaros, humanidad y protección hacia los griegos. A las ciudades helénicas de la región les ofreció todo cuanto podían desear, tratándolas con consideración y reforzando su seguridad. En cambio, a los pueblos bárbaros les hizo visible la magnitud del poder ateniense y la audacia con que sus naves podían navegar por donde quisieran, dominando sin oposición las rutas marítimas. Esta misión, aunque no fue bélica en sentido estricto, consolidó la imagen de Atenas como potencia hegemónica incluso en los confines del mundo helénico.

Un episodio notable ocurrió en Sinope, donde los habitantes sufrían la tiranía de Timesileón. Pericles dejó allí trece naves bajo el mando de Lámaco, quienes ayudaron a derrocar al tirano. Tras la liberación, decretó que se establecieran en la ciudad seiscientos voluntarios atenienses para convivir con los sinopeses y repartirse las casas y tierras confiscadas a la tiranía. Con esta acción, Pericles combinó la defensa de la libertad griega con la expansión estable y organizada del poder ateniense mediante una cleruquía, asegurando tanto el orden interno como la fidelidad de la región.

Plutarco subraya que, pesar de estos éxitos, Pericles no se dejó arrastrar por los impulsos expansionistas del pueblo. La prosperidad y la fuerza naval habían despertado en los atenienses un deseo casi ilimitado de conquista. Muchos ciudadanos ya soñaban con intentar nuevamente una expedición a Egipto, desafiar al Rey de Persia por mar, e incluso adelantarse a planes que más tarde incendiaría Alcibíades, como la conquista de Sicilia. Y aún más audaces eran quienes imaginaban extender la hegemonía hacia Etruria o inclusive Cartago, creyendo que nada era imposible para una Atenas tan afortunada.

Pericles, sin embargo, mantuvo su característica moderación. Sabía que el imperio ateniense debía sostenerse con prudencia y estabilidad, no con temeridad. Por eso no consintió en estos proyectos. Para Plutarco, esta contención es tan importante como sus hazañas militares: muestra que solo Pericles, entre todos los líderes atenienses, tenía la capacidad de gobernar no solo con fuerza y visión, sino también con límites.

A diferencia de otros líderes atenienses que soñaban con conquistas lejanas, Pericles consideraba que la verdadera grandeza de un imperio no consistía solo en expandirse sin límite, sino en conservar de manera estable y segura lo ya obtenido. Su prudencia no era cobardía, sino visión clara: sabía que Atenas se encontraba rodeada por amenazas reales, especialmente la de Esparta, y que cualquier exceso podía poner en peligro la hegemonía que tanto había costado construir.

Por eso, Plutarco señala que Pericles veía como una hazaña no la conquista audaz, sino mantener a raya a los lacedemonios, oponerse sistemáticamente a ellos y contrarrestar cada uno de sus movimientos. Esta estrategia queda ejemplificada con claridad en la llamada guerra sagrada. Cuando los lacedemonios marcharon a Delfos y, aprovechando su intervención, entregaron el templo a los delfios —quitándoselo a los focenses que lo controlaban—, Pericles actuó con rapidez y energía. Apenas los espartanos se retiraron, él condujo un ejército ateniense a Delfos e invirtió completamente la situación, restituyendo el santuario a los focenses y dejando claro que Atenas no toleraría que Esparta se erigiera como árbitro del oráculo.

La rivalidad se reflejó incluso en los símbolos. Los espartanos, orgullosos de haber obtenido en Delfos la precedencia en las consultas del oráculo, habían grabado esta distinción en la frente de una estatua de bronce con forma de lobo. Pericles, al restaurar la situación, decidió que esa misma distinción se inscribiera también en favor de Atenas, grabándola en el costado derecho del mismo lobo. El gesto era político, religioso y simbólico a la vez: demostraba que Atenas tenía un peso igual —o mayor— que Esparta en los asuntos panhelénicos, incluso en el ámbito sagrado.

Crisis

Apenas surgió la primera señal de conflicto, estalló una crisis en cadena: Eubea se rebeló, obligando a Pericles a marchar con tropas; y casi de inmediato llegó la noticia de que los megareos también se habían sublevado, permitiendo la entrada de un ejército peloponesio que avanzó hasta las mismas fronteras del Ática bajo el mando de Plistonacte, rey de Esparta.

La situación era extremadamente grave: dos regiones cercanas a Atenas se habían alzado, y un ejército enemigo se encontraba en territorio casi ateniense. Pericles debió regresar con urgencia desde Eubea para enfrentar esta amenaza mayor. Sin embargo, fiel a su carácter, no se precipitó a combatir, aun cuando los enemigos lo desafiaban confiados en la fuerza y disciplina de los hoplitas peloponesios. Aquí Plutarco destaca nuevamente su prudencia: no arriesgar batallas decisivas cuando el equilibrio estratégico no favorece a Atenas.

Pericles observó que el joven rey Plistonacte estaba fuertemente influido por su tutor Cleándrides, un espartano puesto a su lado como asesor por los éforos debido a su corta edad. Con esta debilidad detectada, Pericles optó por una solución política antes que militar: sobornó secretamente a Cleándrides, quien, convencido con dinero, persuadió al ejército peloponesio a retirarse del Ática sin combatir. La operación tuvo éxito: las fuerzas espartanas se disolvieron y regresaron a sus ciudades.

Las consecuencias en Esparta fueron severas. Los espartanos, indignados por la retirada inexplicable, multaron al rey Plistonacte, y al no poder pagar la enorme suma, este se vio obligado al exilio. Cleándrides, por su parte, huyó y fue condenado a muerte en ausencia. Plutarco añade un detalle interesante: Cleándrides era padre de Gílipo, el general que años después derrotaría a los atenienses en Sicilia. Así, irónicamente, el hombre sobornado por Pericles terminaría siendo el progenitor de quien protagonizaría una de las derrotas más devastadoras de Atenas.

Aunque Plutarco remite a la Vida de Lisandro para una exposición más extensa, nos muestra aquí el carácter de Cleándrides: una inclinación casi innata hacia la corrupción, que lo llevó a aceptar sobornos y caer en desgracia en su propia patria.

Tras conflictos y tensiones, Atenas y Esparta acordaron una tregua de treinta años, acuerdo que permitió a Pericles dirigir la atención de la ciudad hacia otros asuntos estratégicos. En este marco, se decretó la expedición contra Samos, oficialmente porque los samios se negaban a poner fin a su guerra con Mileto pese a la orden ateniense. Sin embargo, la tradición antigua —y la murmuración popular que Plutarco recoge— afirmaba que la verdadera motivación habría sido complacer a Aspasia, lo que abre un paréntesis biográfico destinado a examinar quién fue esta mujer extraordinaria.

Plutarco describe a Aspasia de Mileto, hija de Axíoco, como una mujer de notable ingenio y singular poder de influencia, capaz de dominar a los hombres más importantes del gobierno ateniense. Para explicar el origen de este fenómeno, algunos antiguos la comparaban con la legendaria Targelia, una mujer jonia famosa por su belleza y sagacidad, que supo atraer hacia la política persa a personajes influyentes, sembrando en varias ciudades las primeras inclinaciones hacia el medismo. En esta referencia se percibe una sospecha constante: las mujeres de extraordinaria inteligencia podían ser vistas con recelo, como fuerzas capaces de desviar el orden político, y esta sombra también rodeó la figura de Aspasia.

Otros autores, sin embargo, insistían en que Pericles se inclinó hacia ella no solo por pasión amorosa, sino porque reconocía en Aspasia una capacidad intelectual singular, especialmente en política y retórica. Plutarco señala que incluso Sócrates —junto con personas de alto prestigio— visitaba su casa, y que ciertos ciudadanos llevaban a sus propias esposas a escucharla, lo que indica que su influencia no era clandestina ni exclusivamente erótica, sino también intelectual y educativa. Pese a ello, su modo de vida era polémico: Aspasia administraba esclavas dedicadas al comercio sexual, actividad legal pero socialmente deshonrosa, lo cual alimentó críticas y calumnias.

Plutarco menciona también el testimonio de Esquines, según el cual, tras la muerte de Pericles, un hombre de origen humilde llamado Lisicles alcanzó gran influencia en Atenas simplemente por asociarse con Aspasia, prueba del poder que ella tenía incluso cuando su compañero había fallecido. Además, Platón, en el Menéxeno, aunque en tono irónico, le atribuye prestigio como maestra de oratoria, lo que confirma que su fama intelectual era reconocida por los filósofos.

Pese a todas estas interpretaciones, Plutarco afirma que la explicación más verosímil es la más sencilla: Pericles amó profundamente a Aspasia. El propio Pericles estaba casado con una mujer de su mismo rango, anteriormente esposa de Hipónico y madre de Calias el Rico; con Pericles tuvo dos hijos, Xantipo y Páralo. Sin embargo, como no llevaban buena vida juntos, y con mutuo consentimiento, él la dio en matrimonio a otro hombre. Luego se unió a Aspasia, a quien trató con abierto afecto: se decía que Pericles la saludaba con un beso cada día al salir y regresar de la plaza pública, gesto que los comediógrafos explotaron para satirizarlo, llamando a Aspasia “la nueva Ónfale”, “Deyanira” o incluso “otra Hera”, figuras femeninas asociadas respectivamente a la seducción dominadora, a la desgracia del héroe y a la majestad conyugal.

Los poetas cómicos también insinuaban que Pericles había tenido un hijo ilegítimo con ella, como recoge Éupolis, empleando los recursos agresivos típicos de la comedia antigua. A la vez, Plutarco menciona otro dato ilustrativo del renombre de Aspasia: Ciro el Joven, el pretendiente al trono persa, dio el nombre de Aspasia a su concubina favorita, antes llamada Milto; y tras la muerte de Ciro, esta mujer adquirió notable poder junto al rey. 

Guerra de Samos

Plutarco retoma la cuestión de la expedición contra Samos, atribuyéndola —según la opinión de muchos— a la influencia de Aspasia, pues los milesios, aliados de Atenas, habrían solicitado su ayuda a través de ella. El conflicto entre Mileto y Samos tenía como centro la ciudad de Priena; y habiendo vencido los samios, se negaron a acatar la orden de Atenas de cesar la guerra y someter la disputa a arbitraje. Esta desobediencia abrió la puerta a la intervención periclea, que aparece aquí como un acto imperial y disciplinario más que como mera ayuda a un aliado.

Pericles, al llegar a Samos, derribó la oligarquía que gobernaba la isla y la reemplazó por un régimen democrático favorable a Atenas. Tomó como rehenes a cincuenta de los ciudadanos más influyentes y a cincuenta jóvenes, enviándolos a Lemnos para asegurar la obediencia. Según Plutarco, los rehenes ofrecieron grandes sumas de dinero —cada uno hasta un talento— y también “muchos otros” intentaron sobornarlo para evitar la instauración de la democracia; incluso el persa Pisutnes, amigo de los samios, le envió diez mil áureos para interceder por la ciudad. Pericles rechazó todos los ofrecimientos, mantuvo su plan y regresó a Atenas dejando a Samos bajo el nuevo régimen.

Sin embargo, la resistencia no tardó. Los samios se rebelaron de inmediato, animados por el apoyo de Pisutnes, quien incluso logró rescatar a los rehenes enviados a Lemnos. Fortalecidos por este éxito y por su propia tradición militar, los samios comenzaron a preparar una guerra seria contra Atenas, no como un levantamiento improvisado, sino como una resistencia organizada y audaz, dispuestos incluso a disputar el dominio marítimo.

Pericles tuvo que marchar nuevamente contra ellos. En esta segunda fase la guerra se volvió mucho más dura, porque los samios ya no estaban desorganizados, sino animados y bien pertrechados. Plutarco describe un terrible combate naval cerca de la isla Tragia, donde Pericles, al mando de cuarenta y cuatro naves, obtuvo una victoria decisiva: destruyó setenta embarcaciones enemigas, veinte de las cuales llevaban tropas de combate. Esta victoria mostró que Samos, pese a su audacia, no podía igualar la fuerza naval ateniense cuando Pericles estaba al mando.

Tras la victoria naval en Tragia, Pericles actuó con rapidez para aprovechar el impulso del triunfo. Se apoderó del puerto samio inmediatamente después de derrotar a la flota enemiga y persiguió a los fugitivos hasta encerrarlos dentro de la ciudad. Los samios, aunque sitiados, aún intentaban realizar salidas y pelear bajo las murallas. En ese momento llegaron nuevas tropas atenienses, y el cerco se estrechó por completo. Pericles, entonces, reunió setenta naves y salió al mar con el objetivo de interceptar cualquier socorro extranjero, especialmente una flota fenicia que, según se decía, venía en auxilio de Samos. Plutarco menciona una versión alternativa de Estesímbroto según la cual Pericles se dirigía en realidad a Chipre, pero descarta esta explicación como poco verosímil dada la urgencia de impedir refuerzos enemigos.

Durante la ausencia de Pericles surgió un nuevo desafío. Meliso, hijo de Itágenes, hombre de edad avanzada y de destacada formación filosófica, había asumido el mando de las fuerzas samias. Aprovechando la poca experiencia de los jefes atenienses que habían quedado a cargo y el número reducido de naves, convenció a los samios de lanzarse al ataque. El combate fue duro y exitoso para los samios: derrotaron a las fuerzas atenienses, hicieron muchos prisioneros y hundieron numerosas naves, lo que les permitió recuperar el dominio del mar durante un tiempo. Con esta victoria consiguieron suministros cruciales que les habían faltado hasta entonces.

Plutarco recuerda, citando a Aristóteles, que el propio Pericles ya había sufrido una derrota anterior a manos de Meliso en otro enfrentamiento naval. Este detalle sirve para resaltar la habilidad del samio, quien a pesar de ser filósofo y hombre mayor, demostraba una notable capacidad estratégica. Los samios, envalentonados por su éxito, ejercieron represalias simbólicas: marcaron a los prisioneros atenienses en la frente con la figura de una lechuza, emblema de Atenas, tal como los atenienses habían hecho antes marcándolos con la figura de una samena. La samena era un tipo de nave cuya proa imitaba el hocico de un cerdo y cuyo casco ancho la hacía ligera y estable, muy adecuada para operaciones rápidas. Según Plutarco, este tipo de buque fue inventado en Samos, posiblemente bajo el régimen del tirano Polícrates, lo que daba a los samios un especial orgullo naval.

Al enterarse Pericles de la grave derrota sufrida por las fuerzas atenienses durante su ausencia, reaccionó con la misma rapidez y energía estratégica que lo caracterizaban. Se dirigió de inmediato a Samos, enfrentó nuevamente a Meliso y lo venció, revirtiendo así la situación militar. Tras someter a los enemigos, apretó el sitio con el firme propósito de tomar la ciudad no mediante asaltos sangrientos, sino gracias al desgaste y al tiempo. Su enfoque evitaba la muerte innecesaria de sus ciudadanos, lo que armonizaba con su estilo general: prefería la estrategia y la paciencia por sobre el riesgo y la temeridad.

Sin embargo, la actitud prudente de Pericles chocó con el temperamento del ejército. Los atenienses, animados por el ardor militar y ansiosos de obtener una victoria rápida y visible, soportaban mal la dilación. Para controlar este impulso sin quebrar la moral, Pericles recurrió a una solución ingeniosa: dividió el ejército en ocho partes y realizó un sorteo. Aquellos a quienes les correspondía una haba blanca quedaban exentos de combatir ese día, mientras que las otras siete partes debían pelear. Con este sistema alternaba descanso y actividad militar de un modo que servía tanto para contener la impaciencia como para mantener la presión constante sobre la ciudad sitiada. Según Plutarco, de esta práctica provendría la expresión tradicional griega que llama “día blanco” a un día afortunado o festivo, aludiendo precisamente a la haba blanca que anunciaba descanso.

Éforo afirmaba que Pericles había introducido innovaciones mecánicas durante el sitio y que un maquinista llamado Artemón había colaborado en la operación. Este personaje era peculiar tanto por su condición física como por su temperamento: cojo y extremadamente temeroso, se hacía trasladar en litera hasta los puntos donde se montaban las máquinas de asedio. Por ese hábito —y no por hazañas militares— se le habría otorgado el sobrenombre de Periforeto, “el transportado”. Sin embargo, Heraclides Póntico rebate esta versión acudiendo a los poemas de Anacreonte, en los que ya aparece un Artemón llamado Periforeto mucho antes de la guerra de Samos. Esto indica que el apodo no nació en aquella campaña, sino que el individuo ya era conocido por su carácter extraordinariamente delicado y aprensivo: acostumbraba a permanecer recluido en casa, protegido en todo momento por dos esclavos que sostenían un escudo de bronce sobre su cabeza para prevenir la caída de cualquier objeto, y cuando se veía obligado a salir, lo hacía tendido en una camilla casi a ras del suelo.

Los Samios finalmente se rindieron. Pericles procedió entonces con severidad: derribó sus murallas, confiscó su flota e impuso fuertes indemnizaciones, parte de las cuales los vencidos pagaron de inmediato; el resto quedó sujeto a plazo. Duris de Samos, que era hijo de esta misma ciudad, transmitió versiones muy distintas, acusando a Pericles y a los Atenienses de una crueldad extrema. Sin embargo, Plutarco advierte que tales relatos no se corresponden con la verdad histórica, pues ni Tucídides ni Éforo ni Aristóteles mencionan semejantes atrocidades, y parecen más bien un intento del propio Duris por exaltar su tragedia familiar y difamar a Atenas con calumnias patrióticas.

Pericles, de regreso en Atenas tras la victoria, organizó con gran solemnidad los funerales por los caídos, pronunciando una epitaphios logos que conmovió tanto a los presentes que recibió un enorme aplauso. Cuando descendió del estrado, todas las mujeres que asistían al cortejo se acercaban para tomarlo de la mano y coronarlo, imitando el ritual con que se homenajeaba a los atletas triunfadores. Entre ellas se encontraba Elpinice, quien le dijo con ironía: «¡Son admirables tus logros, Pericles! Merecen coronas estas victorias, pero también han costado muchas vidas de ciudadanos. Con mi hermano Cimón hacíamos guerras contra fenicios y medos, enemigos declarados; tú, en cambio, has devastado una ciudad aliada y de nuestro mismo origen». Pericles, sin alterarse, respondió con un verso de Arquíloco: «Estás ya muy vieja para tales elogios», frustrando así la intención mordaz de Elpinice.

La victoria sobre Samos dio a Pericles gran renombre. Algunos decían incluso que igualaba en gloria a la toma de Troya, pues Agamenón habría necesitado diez años para conquistar una ciudad bárbara, mientras que Pericles sometió en solo nueve meses a la más importante y poderosa de las ciudades jónicas. Con todo, Plutarco cierra el capítulo con una advertencia: la guerra de Samos fue una empresa extremadamente peligrosa e incierta. Tucídides refiere que, debido al ímpetu de los samios y la tenacidad de su resistencia, estuvo a punto de suceder lo impensable: que Atenas perdiera su hegemonía naval a manos de una ciudad aliada sublevada. Esta reflexión final de Plutarco subraya que la victoria —aunque brillante— estuvo lejos de ser segura, y que el genio político-militar de Pericles fue decisivo para evitar un desastre.

Peloponeso

En la antesala de la guerra del Peloponeso, la situación en Grecia se volvía cada vez más tensa. Pericles, atento a estos movimientos, persuadió a los atenienses de enviar ayuda a Corcira, que estaba siendo atacada por Corinto. Su objetivo era estratégico: asegurarse la alianza de una isla con gran poder naval antes de que el Peloponeso se declarara abiertamente enemigo. Atenas aprobó enviar un contingente, pero Pericles designó como comandante a Lacedemonio, hijo de Cimón, y le dio solo diez naves. El gesto no era inocente: la familia de Cimón era conocida por su cercanía con Esparta, y Pericles, que competía políticamente con ellos, buscaba desacreditarlo enviándolo con una fuerza insuficiente. Si fracasaba, aumentaría la sospecha de que era demasiado favorable a los lacedemonios; si actuaba con tibieza, se interpretaría como falta de compromiso. Incluso el nombre del comandante —Lacedemonio— y el de sus hermanos (Tésalo y Eleo) eran usados por sus enemigos para ridiculizarlos, insinuando que no eran verdaderos atenienses, sino hijos de una mujer arcadia, y por tanto “extraños” a la ciudad.

La decisión de enviar solo diez naves provocó críticas, porque constituían un auxilio demasiado escaso para satisfacer a Corcira, pero suficientemente significativo como para irritar a Corinto. Para compensar, Pericles envió pronto otra flota mayor, pero esta llegó después del combate crucial, alimentando aún más el resentimiento corintio. Los corintios llevaron sus quejas a Esparta, acusando a Atenas de intervenir injustamente en los asuntos de la isla. A esta acusación se sumaron otros estados agraviados: los megarenses, que denunciaban que Atenas les prohibía entrar a todos los mercados y puertos bajo dominio ateniense —lo que violaba, según ellos, el derecho de gentes—; los eginetas, que también se sentían oprimidos por Atenas pero temían acusarla abiertamente; y la revuelta de Potidea, colonia corintia pero sujeta a Atenas, que al sublevarse y ser sitiada añadió más leña al conflicto.

En medio de este creciente encadenamiento de quejas, Esparta envió embajadores a Atenas. El rey Arquidamo buscaba apaciguar a ambas partes y evitar que la situación escalara. De hecho, Plutarco observa que la guerra podría haberse evitado por completo si Atenas hubiera cedido en un solo punto: derogar el decreto que imponía sanciones y bloqueo económico a Mégara. Pero Pericles se mantuvo firme, negándose a cualquier concesión. Su oposición al levantamiento del decreto megarense encendió el ánimo del pueblo y terminó por hacer inevitable el conflicto. Por eso, dice Plutarco, muchos contemporáneos y autores posteriores atribuyeron exclusivamente a Pericles la responsabilidad del estallido de la guerra del Peloponeso.

Cuando los lacedemonios llegaron a Atenas para pedir la derogación del decreto contra Mégara, Pericles se escudó en una ley ateniense: aquella que prohibía mover o retirar la tabla donde un decreto aprobado por el pueblo estaba inscrito. Uno de los embajadores espartanos, Polialces, replicó con ironía que no era necesario quitarla, sino simplemente “darle vuelta hacia adentro”, porque la ley no decía nada sobre eso. Aunque la ocurrencia fue celebrada por todos, Pericles no cedió. La anécdota, transmitida por Plutarco, pone de relieve la tensión diplomática del momento y el carácter inflexible de Pericles cuando creía que la dignidad de Atenas estaba en juego.

Según Plutarco, Pericles mantenía una enemistad personal con Mégara, aunque su argumento oficial era que los megarenses habían devastado una parte de la selva sagrada y había que castigar la impiedad. En ese contexto redactó un decreto que enviaba un heraldo tanto a Mégara como a Esparta para formular una acusación formal; Plutarco incluso lo describe como un decreto razonable y moderado. Sin embargo, poco después circuló el rumor de que el heraldo ateniense, Antemócrito, había sido asesinado por los megarenses. Este hecho —que los megarenses negaron rotundamente— desató un giro brusco en la política ateniense: Carino redactó un nuevo decreto, mucho más duro, que exigía una enemistad perpetua e irreconciliable con Mégara. Ordenaba que cualquier megarense que entrara en territorio ático fuera ejecutado, que los generales juraran talar el territorio megarense dos veces al año, y que Antemócrito recibiera sepultura honorífica junto al Dípilo, las antiguas puertas Tracias.

Los megarenses, tratando de defenderse de tales acusaciones, atribuyeron el conflicto no a un asesinato cometido por ellos, sino a las intrigas de Aspasia y de Pericles. Para reforzar su versión, recurrieron a versos satíricos de Aristófanes en Los acarnienses, donde el comediógrafo retrata el origen del conflicto como un simple asunto de jóvenes atenienses que habrían robado dos prostitutas en Mégara, lo que provocó a modo de represalia que los megarenses secuestraran dos meretrices protegidas de Aspasia. Plutarco cita estos versos para mostrar cómo la comedia insertó elementos cómicos y vulgares en un asunto gravísimo, aunque reconoce que, en este episodio, también está la voz pública atribuyendo la guerra a rencores personales, celos, afrentas privadas y, sobre todo, a la influencia de Aspasia.

A través de este relato, Plutarco señala tanto la complejidad política del momento como la tendencia humana —y particularmente ateniense— a mezclar asuntos grandes con causas pequeñas, y a reinterpretar los conflictos según prejuicios, rumores o enemistades personales. En este clima cargado de acusaciones cruzadas, la figura de Pericles aparece como la del estadista inflexible que prefirió mantener un decreto polémico aun cuando su derogación habría podido evitar la guerra.

Tensiones

Fidias, escultor genial y director de las obras más emblemáticas de la ciudad —incluida la estatua de Atenea— era cercano a Pericles, lo que lo convirtió en blanco perfecto de la envidia. Los enemigos de Pericles buscaban un flanco débil desde donde atacarlo sin arriesgarse directamente, y sospechaban que ir contra Fidias podía revelar cómo reaccionaría el pueblo si más adelante intentaban atacar al propio Pericles.

En ese contexto, sobornaron a un asistente de Fidias, Menón, para que lo denunciara públicamente. El pueblo lo acogió como suplicante y abrió una causa. La acusación de robo no prosperó, porque Pericles había tomado la precaución de hacer que el oro de la estatua fuese desmontable y pesable para evitar sospechas. Pero el genio artístico de Fidias terminó trabajando en su contra: el hecho de haberse representado a sí mismo y a Pericles en el escudo de la estatua de Atenea alimentó nuevas acusaciones de orgullo y vanidad, algo que la opinión pública ateniense no perdonaba fácilmente.

La situación se volvió insostenible. Fidias terminó encarcelado y murió en prisión, ya fuera por enfermedad o —como sugieren algunos— envenenado para exacerbar la sospecha contra Pericles. Por su parte, Menón fue protegido por el pueblo, que incluso ordenó que los generales se ocuparan de su seguridad. La tragedia personal de Fidias reflejó así el ambiente cargado de rivalidades políticas, la fragilidad del favor popular y el inicio de un clima que lentamente empujaría a Atenas hacia la guerra y el conflicto.

Aspasia, su compañera, fue acusada de impiedad e incluso de corrupción de mujeres libres, en un clima donde la comedia y la política se mezclaban: el poeta Hermipo la atacaba en escena y fuera de ella, mientras la opinión pública empezaba a sospechar. Al mismo tiempo, el decreto impulsado por Diopites autorizaba a denunciar a quienes cuestionaban las creencias religiosas o enseñaban doctrinas naturales sobre los cielos, lo que apuntaba de manera velada a Anaxágoras, maestro y amigo de Pericles. Era una forma indirecta de golpear políticamente al líder ateniense.

Consciente de que tras el caso de Fidias su influencia había disminuido y que sus enemigos aprovechaban cada oportunidad para erosionar su popularidad, Pericles tomó una decisión política decisiva. Avivó deliberadamente las tensiones que conducían a la guerra con Esparta, sabiendo que en tiempos de peligro la ciudad buscaría refugio en su liderazgo firme. Plutarco sugiere que Pericles impulsó el conflicto para recuperar control político y disminuir los ataques personales, aunque admite que las causas exactas siguen siendo difíciles de determinar. Lo que sí queda claro es que Pericles transformó la crisis interna en una estrategia para consolidar nuevamente su autoridad.

La situación se volvió más grave cuando, en medio de estas sospechas, Dracóntides propuso que Pericles rindiera cuentas de los fondos públicos ante los Pritanes y que los jueces votaran su veredicto públicamente. Agnón suavizó la medida, proponiendo un juicio ante 1.500 jueces —una cifra enorme que muestra la presión política—, pero aun así quedaba claro que el ambiente era hostil. En este contexto, Pericles intercedió por Aspasia y, según Esquines, llegó incluso a llorar en su defensa para mover la compasión del tribunal. Con Anaxágoras no corrió el mismo riesgo: lo envió fuera de Atenas antes de que lo atrapara la persecución religiosa.

Los espartanos creyeron que, si lograban deshacerse de Pericles, los atenienses serían mucho más manejables. Por eso exigieron que Atenas expulsara a Pericles apelando a la “mancha” que, según Tucídides, pesaba sobre su linaje por parte de su madre. Sin embargo, el resultado fue exactamente el contrario: lejos de debilitarlo, la exigencia hizo que el pueblo ateniense valorara aún más a Pericles, al ver cuán temido era por los enemigos. Él mismo comprendió que aquel ataque aumentaba su prestigio interno, y antes de la invasión del Ática por el rey Arquidamo tomó una decisión estratégica y simbólica: cedió voluntariamente a la ciudad sus tierras y casas de campo para evitar toda sospecha de que los invasores pudieran respetar sus propiedades por amistad o cálculo político.

Cuando los lacedemonios entraron al Ática con un ejército enorme, talaron el territorio y se instalaron en Acarnas, esperando provocar a los atenienses para que salieran a presentar batalla. La presión interna era fuerte: muchos ciudadanos querían combatir, indignados por la devastación. Pero Pericles, con su prudencia habitual, consideró suicida enfrentar a un ejército de sesenta mil hombres tan cerca de la ciudad. Intentó calmar a los suyos recordándoles que la pérdida de árboles y campos podía repararse, pero la pérdida de vidas humanas no. Aun así, evitó deliberadamente convocar a la asamblea, temiendo que la ira popular lo obligara a adoptar una decisión temeraria.

Pericles actuó como un capitán experimentado que, en medio de una tempestad, hace lo necesario para salvar la nave sin dejarse arrastrar por el pánico de los pasajeros. Fortificó la ciudad, ordenó guardias y siguió su propio juicio militar, desoyendo gritos y presiones. Pese a ello, la situación política se volvió hostil: sus amigos lo suplicaban, sus adversarios lo amenazaban y los poetas cómicos lo ridiculizaban en escena acusándolo de cobarde. Cleón, aprovechando el descontento, alimentó el enojo popular para ganar poder como demagogo. En ese contexto, Hermipo llegó incluso a burlarse de él en versos donde lo mostraba arrogante para hablar, pero temeroso para luchar.

A pesar de los insultos, burlas y la creciente hostilidad del pueblo, Pericles no cedió ni un milímetro. Soportó todo en silencio, firme como una muralla, y continuó dirigiendo la ciudad sin dejarse arrastrar por el enojo popular. Mientras enviaba una flota de cien naves al Peloponeso, él mismo decidió permanecer en Atenas, manteniendo a la ciudad bajo control hasta que los invasores se retiraran. Para calmar a la población, irritada por los efectos de la guerra, distribuyó dinero y promovió un reparto de tierras, entregando la isla de Egina —expulsados los antiguos habitantes— entre ciudadanos atenienses elegidos por sorteo. Esto tranquilizó a la gente y, a la vez, resultó un consuelo saber que los enemigos también sufrían, pues la flota ateniense devastaba las costas del Peloponeso y Pericles mismo arrasó la región de Mégara durante una incursión terrestre.

Con estas políticas, la guerra habría terminado mucho antes, exactamente como Pericles había previsto, si no hubiera aparecido un factor imprevisible: la peste. La enfermedad cayó brutalmente sobre la población, especialmente sobre los jóvenes y adultos en plena fuerza, y sembró pánico y desesperación. En medio de este sufrimiento, el ánimo del pueblo cambió; ya no soportaban a Pericles. Con el cuerpo y el espíritu devastados, comenzaron a culparlo de la epidemia, como si fuera el médico que los había enfermado o el padre que los había desamparado. Sus enemigos aprovecharon la coyuntura y difundieron la idea de que la peste era consecuencia de la decisión de Pericles de encerrar a toda la población rural dentro de los muros de Atenas. Decían que, al obligar a quienes vivían en el campo a hacinarse en casas estrechas y tiendas sofocantes en pleno verano, había provocado las condiciones perfectas para el contagio: gente ociosa, apiñada, sin aire ni espacio, infectándose unos a otros como ganado.

Expedición militar

Reúne ciento cincuenta naves y un importante contingente de infantería y caballería, despertando tanto la esperanza de los atenienses como el temor de sus enemigos. Sin embargo, justo cuando la flota estaba lista para zarpar, ocurrió un eclipse de sol que sumió el día en tinieblas. Este fenómeno causó terror entre la tripulación y los ciudadanos, quienes lo interpretaron como un augurio funesto.

Pericles, para tranquilizar a su piloto y disipar los temores supersticiosos, utilizó un ejemplo simple: cubrió los ojos del piloto con su capa y le preguntó si aquello tenía algo de temible. Al recibir una respuesta negativa, le explicó que la diferencia entre la capa y el eclipse era solo de magnitud, mostrando que se trataba de fenómenos naturales comprensibles para quienes estudiaban filosofía.

A pesar del impacto inicial del eclipse, Pericles siguió adelante con la expedición. Sin embargo, su empresa no produjo grandes resultados: solo logró sitiar la ciudad sagrada de Epidauro, y aun así la peste, que ya devastaba Atenas, penetró también en la flota. La enfermedad afectó gravemente a los soldados y marineros, contagiando incluso a quienes se relacionaron con ellos en otras ciudades. Este desastre amplificó el descontento popular hacia Pericles, pues muchos lo responsabilizaban tanto de la peste como de la prolongación de la guerra.

Cuando regresó a Atenas, Pericles intentó animar y consolar al pueblo, pero no logró calmar su indignación. En una asamblea pública, los ciudadanos descargaron su frustración votando en su contra: lo destituyeron del mando y le impusieron una multa considerable, que según distintas fuentes oscilaba entre quince y cincuenta talentos. Este episodio marcó uno de los momentos más amargos de su carrera política, reflejando cómo la desgracia colectiva podía volverse fácilmente contra el líder más respetado de la ciudad.

Tras haber sido multado y separado temporalmente del mando, el descrédito público de Pericles duró poco. La multitud, después del arrebato inicial, se fue calmando. Pero mientras la tensión política se disipaba, comenzaron a golpearlo con fuerza sus desgracias personales, especialmente aquellas provocadas por la peste, que arrebató a muchos de sus familiares y seres cercanos. A ello se sumaba un conflicto doméstico que venía gestándose desde hacía tiempo: la mala relación con su hijo mayor, Jantipo.

Jantipo, joven de carácter derrochador y casado con una mujer amante del lujo, resentía la disciplina económica del padre, que solo le entregaba dinero en pequeñas cuotas. En un gesto de rebeldía, tomó dinero de un amigo alegando falsamente que Pericles lo enviaba, pero luego el propio Pericles llevó el caso a juicio para demostrar que no había autorizado tal pago. Humillado, Jantipo comenzó a ridiculizar públicamente la vida privada del padre: lo acusaba de ser demasiado rígido en su hogar, y se burlaba de sus largas conversaciones filosóficas, como aquella célebre discusión con Protágoras sobre quién era culpable de la muerte accidental de un caballo durante unos juegos.

La enemistad se envenenó aún más cuando, según algunos autores, el propio Jantipo difundió falsas acusaciones contra su esposa para dañar indirectamente a Pericles. La reconciliación nunca llegó: Jantipo murió víctima de la peste, perpetuando la ruptura hasta el final. En ese mismo periodo Pericles perdió también a su hermana y a numerosos parientes y amigos, muchos de ellos indispensables para garantizar la estabilidad de su liderazgo.

A pesar de este cúmulo de desgracias, Pericles mantuvo por largo tiempo su fortaleza emocional. No se lo vio asistir a funerales ni entregarse públicamente al duelo, incluso en medio de tanto dolor. Sin embargo, cuando la epidemia finalmente se llevó a su otro hijo legítimo, Páralo, la coraza emocional se quebró. Durante la ceremonia fúnebre, al colocar la corona sobre el cuerpo del joven, Pericles no pudo contenerse: lloró a la vista de todos y expresó un dolor que jamás había permitido que saliera a la superficie. Fue el único momento de su vida en que la historia lo muestra vencido por la pena.

Regreso a la vida pública

Tras la devastación de la peste y el evidente fracaso de los otros líderes, la ciudad volvió los ojos hacia Pericles. Los atenienses, conscientes de que ningún general ni orador igualaba su autoridad y prudencia, lo llamaron nuevamente al mando. Sin embargo, Pericles estaba hundido en el duelo por la muerte de sus seres queridos y se mantenía encerrado en su casa. Fue gracias a Alcibíades y a otros amigos que aceptó regresar a la vida pública. El pueblo, arrepentido, trató de disculparse por haberlo castigado previamente, y él retomó la conducción del Estado.

Una de las primeras medidas que propuso fue la abrogación de la ley sobre los bastardos, irónicamente la misma que él había impulsado años antes. Esta ley exigía que solo fueran considerados ciudadanos los hijos nacidos de padre y madre atenienses. Su propósito inicial había sido reforzar la identidad cívica, pero también había generado un efecto colateral: cuando Atenas recibió cuarenta mil fanegas de trigo enviadas por el rey de Egipto, la necesidad de verificar quién podía recibir la ración provocó miles de investigaciones. Cerca de cinco mil individuos fueron expulsados del registro por no cumplir con la ley, vendidos como esclavos, mientras que los ciudadanos reconocidos formalmente quedaron en catorce mil cuarenta.

En medio de su calamidad familiar y habiendo perdido a todos sus herederos legítimos, Pericles pidió al pueblo que revocara la ley para poder inscribir a su hijo bastardo con Aspasia como ciudadano ateniense y asegurar así la continuidad de su linaje. A pesar de lo duro que resultaba admitir semejante contradicción legislativa, los atenienses accedieron movidos por compasión y por la sensación de que un castigo divino pesaba sobre la casa de Pericles. Paradójicamente, este hijo —rehabilitado por la gracia del pueblo— moriría más tarde ejecutado, junto con otros generales, tras la victoria naval en Arginusas.

Última enfermedad

La peste alcanzó también a Pericles, pero no con la violencia devastadora que arrasó a la mayoría, sino bajo la forma de una dolencia lenta y persistente. Fue una enfermedad que debilitó su cuerpo de manera gradual y puso a prueba la firmeza de su carácter. Tanto así, que Teofrasto, al reflexionar sobre si la virtud se altera con las enfermedades, recuerda que Pericles —ya enfermo— mostró a un amigo un amuleto que las mujeres habían colgado de su cuello, casi como demostrando lo grave de su estado al tolerar prácticas que él consideraba supersticiones sin sentido.

En sus últimos días estuvo rodeado de amigos y ciudadanos prominentes, quienes conversaban sobre su grandeza. Enumeraban sus triunfos, la cantidad de trofeos que había dedicado a Atenas —nueve en total— y la magnitud de su poder. Creían que Pericles ya no los oía, pero él escuchaba atentamente. Reuniendo fuerzas, los interrumpió para expresar su sorpresa: les reprochó que solo mencionaran aquello que dependía en parte de la fortuna, hazañas que cualquier otro general también podría haber logrado. En cambio, nadie destacaba lo que él consideraba su mérito más alto y más propio: que bajo su mando ningún ateniense había tenido que vestir de negro, es decir, que nunca había llevado a sus conciudadanos a una guerra civil o a un derramamiento fratricida.

Gloria de Pericles

Pericles fue, a juicio de Plutarco, un hombre verdaderamente admirable no solo por su capacidad política, sino especialmente por su templanza. En medio de guerras, tensiones públicas y ataques personales, jamás se dejó llevar por la ira, la envidia ni el resentimiento. Consideraba una de sus mayores virtudes el no haber tratado a ninguno de sus adversarios como enemigo irreconciliable. Esta serenidad y limpieza de carácter explican, según Plutarco, por qué el sobrenombre “Olimpio”—aunque superficial en apariencia—le calzaba tan bien: evocaba a un ser que gobierna con la calma y la benevolencia propias de los dioses, no con las pasiones caóticas que los poetas atribuían a los dioses de sus mitos.

Tras su muerte, los ciudadanos de Atenas comprendieron la magnitud de su pérdida. Muchos que antes lo envidiaban o criticaban por su autoridad descubrieron, al enfrentarse a nuevos líderes, que nadie tenía su misma combinación de dulzura, dignidad y firmeza. Lo que algunos habían llamado tiranía durante su vida se reveló después como la verdadera garantía del orden de la ciudad. Su ausencia dejó al descubierto la corrupción y la demagogia de quienes lo sucedieron, mostrando que su modo equilibrado de gobernar había contenido y debilitado males políticos que pronto se hicieron insoportables sin él.


Fabio Maximo

Plutarco introduce la vida de Fabio Máximo estableciendo un paralelo con Pericles: así como aquel había sido admirable en sus hechos, Fabio ocupaba un lugar semejante en la memoria romana. Expone primero el origen mítico de su linaje: algunos lo hacían descender de Hércules y una ninfa o una mujer del lugar a orillas del Tíber, lo que cimentaba la idea de una casa ilustre y antigua. Comenta también el posible origen del nombre “Fabio”, ligado a la caza con hoyos y a una forma primitiva del apellido, Fodios, que luego habría mutado en Fabios. Dentro de esta estirpe, muchos se distinguieron por su grandeza, y el propio Fabio Máximo era ya la cuarta generación desde Rulo, a quien los romanos habían otorgado el sobrenombre de “Máximo”.

Plutarco explica luego los apodos del protagonista. “Verrucoso” aludía a una verruga sobre el labio, y “Ovícula” —oveja— apuntaba a su carácter extremadamente manso en la niñez. Su timidez, el silencio en los juegos infantiles, su lentitud para aprender y su actitud tranquila hicieron que muchos lo consideraran torpe o simple. Sin embargo, quienes lo observaban más a fondo advertían que ese sosiego escondía firmeza y grandeza de ánimo. Con el tiempo, cuando los asuntos públicos lo llamaron, quedó claro que lo que parecía torpeza era serenidad; lo que sonaba a lentitud era prudencia; y lo que en apariencia era blandura resultaba ser solidez interior.

Educó su cuerpo para la guerra —porque Roma vivía en un estado casi permanente de conflicto— y cultivó una elocuencia sobria, sin adornos populares, pero cargada de juicio y profundidad, semejante a la de Tucídides. De su oratoria aún se conservaba una pieza notable: el elogio funerario que pronunció por su propio hijo, quien murió después de haber alcanzado el consulado.

Consulado

En su primer consulado, Fabio Máximo obtuvo un triunfo importante al derrotar a los Ligures, un pueblo que acostumbraba hostigar el norte de Italia. La victoria fue tan contundente que los obligó a retirarse a los Alpes, poniendo fin al saqueo constante de las regiones vecinas. Pero este logro quedó rápidamente eclipsado por un peligro mucho mayor: la llegada de Aníbal a Italia. Después de vencer a los romanos en Trebia, el general cartaginés avanzó hacia Etruria devastando todo a su paso, extendiendo un clima de terror que llegó hasta las puertas de Roma.

Plutarco destaca que, en medio de esta conmoción, comenzaron a reportarse numerosos prodigios: escudos que parecían sudar sangre, cosechas teñidas de rojo, piedras ardientes en el cielo y tablillas que, según se contaba, habían “caído del firmamento” con la frase “Marte sacude sus propias armas”. Aunque estos fenómenos impresionaron a la población, Fabio no les dio importancia, confiando más en el análisis racional que en el miedo religioso. En cambio, el cónsul Flaminio —de carácter impetuoso y engrandecido por victorias previas poco probables— no se dejó detener ni por los augurios ni por las advertencias de sus colegas.

Fabio, sin embargo, enfocó el problema con su habitual prudencia. Al considerar que las tropas de Aníbal eran pocas pero extremadamente experimentadas, aconsejó evitar enfrentamientos directos. Su estrategia consistía en reforzar ciudades, enviar socorros a los aliados y permitir que el enemigo se desgastara con el paso del tiempo, comparando las fuerzas cartaginesas con una llama nacida de un pequeño foco que tarde o temprano se extinguiría sola. Esta actitud—paciente, firme, racional—comienza a perfilar el estilo cauteloso y calculado que haría famoso a “el Esciptor”, el gran dilatador de Roma.

La advertencia de Fabio Máximo no logró convencer a Flaminio. Terco y confiado en su propia gloria, Flaminio declaró que jamás permitiría que la guerra llegara hasta Roma y que no pensaba, como Camilo en tiempos antiguos, defender la ciudad dentro de sus murallas. Ordenó a los tribunos sacar inmediatamente al ejército y avanzó a caballo. Pero apenas comenzó la marcha, su caballo se espantó sin motivo, lo lanzó por los aires y lo hizo caer de cabeza—un presagio oscuro que él ignoró por completo.

Decidido a enfrentar a Aníbal, Flaminio acampó con sus tropas junto al lago Trasimeno. Cuando comenzó la batalla, ocurrió un terremoto tan violento que destruyó ciudades, cambió el curso de ríos y desgajó montañas… pero ningún combatiente lo sintió, absorbidos como estaban en el combate. A pesar de su valentía, Flaminio murió luchando, y con él cayeron los mejores soldados del ejército. El desastre fue absoluto: quince mil romanos murieron y otros quince mil fueron capturados. El cuerpo del cónsul nunca pudo hallarse, aunque Aníbal deseaba honrarlo por su valor.

A diferencia de la derrota del Trebia, que se intentó ocultar con información ambigua, la noticia de la catástrofe del Trasimeno llegó sin adornos. El pretor Pomponio convocó al pueblo, se plantó en la asamblea y declaró: “Hemos sido vencidos en una gran batalla; el ejército está destruido y el cónsul Flaminio ha muerto”. La frase cayó sobre Roma como una tormenta: el pánico se desató y nadie lograba pensar con claridad.

Sin embargo, de esa conmoción surgió un consenso firme: Roma necesitaba, de manera urgente, un mando único, absoluto y sereno: un dictador. Y no había duda de quién debía asumirlo. Todos coincidían en que solo Fabio Máximo poseía la prudencia, la experiencia y la firmeza necesarias para enfrentar a Aníbal. Era suficientemente mayor para actuar con juicio y lo bastante fuerte para ejecutar las decisiones más exigentes.

Dictador

Una vez tomada la decisión, Fabio Máximo fue nombrado dictador y eligió como maestre de caballería a Lucio Minucio. Su primera solicitud al Senado fue obtener permiso para usar caballo en campaña, algo que la ley antigua prohibía expresamente al dictador. La norma buscaba, probablemente, que el general permaneciera junto a la infantería —la base del poder militar romano— o que, dado lo desmesurado de sus atribuciones, no se le concediera una independencia excesiva. Con este gesto inicial, Fabio comenzó a reconfigurar la autoridad del cargo.

Para mostrar la dignidad y el esplendor de la dictadura —y así asegurar una obediencia más firme en un momento crítico— Fabio salió al espacio público acompañado de los veinticuatro fasces, símbolo máximo del poder. Cuando se encontró con el otro cónsul, ordenó a través de un lictor que éste depusiera sus insignias y se presentara ante él como simple ciudadano. Fue un acto solemne para recordar a todos que el mando recaía ahora en una sola persona.

Fabio quiso además corregir el clima espiritual de Roma, pues atribuía parte del desastre reciente al abandono de los ritos religiosos y a la negligencia hacia los dioses. No era fanatismo, sino estrategia psicológica: reforzar la cohesión social y devolver seguridad a un pueblo traumatizado. Se revisaron los libros sibilinos, cuya lectura siempre permanecía en secreto, y se encontraron presagios que parecían ajustarse a la situación presente.

En una gran ceremonia pública, el dictador hizo un voto impresionante: ofrecer a los dioses todos los animales que nacieran en Italia —cabras, cerdos, ovejas y vacas— hasta la primavera siguiente. También prometió espectáculos musicales y teatrales, financiados con una suma extremadamente precisa: 333 sestercios, 333 denarios y un tercio más, equivalentes a 83.583 dracmas y 2 óbolos. La minuciosidad del número ha llamado la atención, y algunos sugieren que Fabio quiso subrayar la perfección simbólica del tres, considerado el número más pleno de los impares y principio del plural.

Fabio utilizó con inteligencia la religión para reordenar el ánimo del pueblo romano, que venía golpeado por derrotas y prodigios ominosos. Al hacer que la atención se concentrara en los dioses y en los ritos, consiguió devolver esperanza y cohesión, pero en lo íntimo sabía que la victoria dependía realmente de la prudencia y de la virtud, no de los augurios. Con esta convicción, salió al encuentro de Aníbal sin intención alguna de enfrentarlo en batalla campal. Su plan era otro: desgastarlo con el tiempo, oponerle la abundancia romana a la escasez cartaginesa, y contrarrestar su pericia militar con posiciones seguras y movimientos calculados.

Para ejecutar esta estrategia, Fabio se mantenía siempre en altura, donde la caballería de Aníbal no podía operar eficazmente. Acampaba en lugares montañosos, evitaba llanuras abiertas, seguía a distancia cuando el enemigo se movía y nunca se dejaba forzar a pelear. Esto exasperaba a casi todos, incluso a los propios romanos, que confundían su prudencia con cobardía. A excepción de Aníbal, nadie entendía lo que Fabio estaba haciendo. El general cartaginés, más perspicaz que sus hombres, comprendió que esta táctica era peligrosísima para él: si no lograba obligar a Fabio a combatir, sus tropas —escasas y lejos de casa— se irían consumiendo sin provecho.

Aníbal, entonces, buscó por todos los medios provocarlo. Probó escaramuzas, marchas fingidas, ataques sorpresivos, movimientos calculados para llamar la atención, todo con el propósito de arrastrar a Fabio a una batalla decisiva. Pero el dictador, firme en su juicio, no se dejó engañar ni intimidar. Su constancia era casi irritante: mientras todos reaccionaban emocionalmente ante cada provocación cartaginesa, él permanecía fiel a lo que convenía a Roma, no a lo que alimentaba la vanidad militar.

Peor aún, Fabio debía soportar la presión interna. Su maestre de caballería, Minucio, era impetuoso y amante del combate directo. Incitaba al ejército, se burlaba de las tácticas prudentes y alimentaba un clima general de impaciencia. Para muchos soldados, Fabio era “el pedagogo de Aníbal”, un hombre que parecía vigilar al enemigo desde las montañas sin hacer nada. Minucio, en cambio, era celebrado como el verdadero general. Los rumores llegaban constantemente a Fabio, y sus amigos le insistían en que defendiera su honor mediante una batalla. Él respondía que sería más tímido si se dejara arrastrar por el miedo a las burlas que por el miedo al desastre de Roma. Las opiniones del vulgo no valían más que la salud de la patria: huir de la crítica no era propio de quien debía gobernar, y lo verdaderamente vergonzoso era someterse al juicio de quienes pensaban sin entendimiento.

Anibal y Fabio

En este tramo de la campaña, Aníbal cometió uno de sus pocos errores tácticos. Quiso mover su ejército hacia el campo Casinate, zona con mejores pastos, pero los guías —por no entender bien su acento extranjero— lo llevaron por equivocación hasta Casilino, en la desembocadura del río Vulturno. Esa región era una trampa natural: montañas por casi todos lados, y hacia el mar un valle fangoso con lagunas y dunas que hacían la salida prácticamente imposible. Fabio, profundo conocedor del terreno, entendió de inmediato la situación. Tomó los pasos que daban acceso a la región, colocó cuatro mil infantes para cerrar la única salida y situó al resto en las alturas. Con tropas ligeras atacó la retaguardia púnica, causando confusión y unas ochocientas bajas. Aníbal comprendió entonces la gravedad del error: estaba cercado sin posibilidad de abrirse camino por fuerza.

La moral cartaginesa cayó en picada. Los soldados veían montañas delante, lagunas atrás y romanos por todas partes. El propio Aníbal castigó a los guías ejecutándolos, pero eso no resolvía nada. Necesitaba un engaño brillante, y lo ideó. Ordenó reunir unas dos mil vacas y atar a sus cuernos haces de ramas secas y antorchas. Cuando cayó la noche, dio la señal para encenderlas y soltar el ganado hacia las gargantas donde estaban las centinelas romanas. Al inicio, mientras solo ardían las ramas, las vacas avanzaban en orden por las laderas, y desde lo alto los romanos creyeron ver columnas enteras de soldados moviéndose con antorchas. Pero cuando el fuego llegó al hueso y a la carne, el ganado enloqueció: corrió montaña arriba agitando las cabezas, prendiendo matorrales y desatando un espectáculo que parecía un ejército múltiple avanzando desde distintos frentes.

Los romanos, desde sus puestos elevados, vieron luz y fuego moviéndose de manera frenética, y creyeron que estaban siendo rodeados. Cundió el pánico. Abandonaron las gargantas y se replegaron al campamento central, dejando por completo libres los pasos que minutos antes tenían asegurados. Las tropas ligeras de Aníbal, que esperaban esta oportunidad, ocuparon enseguida las alturas, y el grueso del ejército cruzó en silencio, sin ser molestado, llevándose incluso una enorme cantidad de botín.

Fabio comprendió el engaño de Aníbal esa misma noche, porque varias de las vacas enloquecidas cayeron en su poder, pero aun así decidió no moverse: temía que la confusión ocultara una trampa en plena oscuridad. Al amanecer salió en persecución del ejército cartaginés y alcanzó su retaguardia, donde se produjo un combate difícil, pues el terreno era abrupto. Los romanos tuvieron la ventaja inicial, hasta que Aníbal envió a sus tropas españolas —expertas en moverse por montes y desfiladeros— contra la infantería pesada romana. El golpe fue efectivo: causaron numerosas bajas y obligaron a Fabio a retirarse, lo que aumentó en Roma las murmuraciones contra él. Muchos lo criticaban por no buscar una victoria rápida, diciendo que pretendía vencer a Aníbal con astucia, pero ni siquiera lograba eso.

Aníbal, siempre calculador, quiso aumentar aún más la mala fama de Fabio. Al llegar a las tierras que este poseía, ordenó arrasar y quemar todo lo que rodeaba sus propiedades, pero dejar intactas las suyas, incluso poniendo guardias para impedir que los soldados destruyeran algo. Cuando la noticia llegó a Roma, los enemigos de Fabio explotaron la situación: acusaban al dictador de connivencia, de cobardía o de buscar su propio beneficio. Los tribunos de la plebe, instigados por Metilio —pariente de Minucio, el popular maestre de caballería— avivaban el desprestigio.

A esto se sumó otra razón de disgusto: Fabio había pactado con Aníbal un canje de prisioneros hombre por hombre, y si sobraban cautivos, Roma debía pagar 250 dracmas por cada uno. Hecho el intercambio, aún quedaban en manos de Aníbal 240 romanos, pero el Senado decidió no pagar el rescate, alegando que esos hombres habían caído por cobardía y no merecían volver. Fabio, fiel a su palabra, no quiso abandonar a los prisioneros. Como no tenía suficiente dinero propio, envió a su hijo a Roma con la orden de vender sus tierras. El hijo obedeció de inmediato, regresó con el dinero, y Fabio pagó por los cautivos, devolviéndolos a Roma. Muchos quisieron reembolsarle más tarde, pero él rechazó todo pago y asumió el costo en solitario.

Tras los últimos acontecimientos, Fabio fue llamado a Roma por los sacerdotes para realizar sacrificios rituales. Antes de partir, dejó el mando a Minucio, dándole instrucciones estrictas —como dictador— de no atacar ni buscar enfrentamientos directos con Aníbal. Pero Minucio, lleno de ambición y deseoso de demostrar que era mejor general, no sólo desobedeció las órdenes, sino que las ignoró por completo. Apenas tomó el mando, se lanzó a hostigar al enemigo.

En una ocasión observó que Aníbal había enviado gran parte de su ejército a buscar provisiones. Minucio aprovechó el momento, atacó con rapidez a las tropas que habían quedado en el campamento y logró encerrarlas dentro del vallado, causando importantes bajas y sembrando pánico entre los cartagineses, que creyeron estar siendo sitiados. Cuando Aníbal regresó con el resto de sus fuerzas, Minucio ya se había retirado, orgulloso de su éxito y, sobre todo, rodeado de un ejército que ahora confiaba demasiado en sí mismo.

La noticia llegó a Roma exagerada —como suele pasar con los rumores que vienen desde lejos— y el pueblo se inflamó de alegría. Cuando Fabio la escuchó, no se dejó engañar por la aparente victoria, y al contrario dijo con preocupación: «Lo que más temo es esta buena suerte de Minucio», anticipando que el exceso de confianza suele ser más peligroso que una derrota.

Metilino

Pero el pueblo no quiso escuchar prudencias. En la plaza, celebraban como si Minucio ya hubiera salvado a Roma. El tribuno Metilio aprovechó el entusiasmo y subió a la tribuna para encender aún más los ánimos: ensalzó a Minucio como héroe, atacó a Fabio con dureza, y no sólo lo acusó de cobarde, sino de traidor. Según Metilio, la estrategia lenta de Fabio no era prudencia, sino un plan para prolongar la guerra, debilitar a la plebe y entregar el poder a una especie de «monarquía» disfrazada. Incluso afirmó que al retrasar la decisión militar, Fabio estaba facilitando que Aníbal trajera refuerzos desde África y sometiera toda Italia.

El tribuno Metilio continuó atacando a Fabio, acusándolo de tirano y advirtiendo que podría castigar a Minucio del mismo modo que Manlio Torcuato castigó a su propio hijo. La plebe, temerosa de la autoridad dictatorial —que permitía a Fabio apresar y castigar sin juicio previo—, se agitó con fuerza. Aunque no se atrevieron a obligar al dictador a renunciar, sí tomaron una decisión inédita: igualaron a Minucio al rango de Fabio, otorgándole el mismo mando y la misma autoridad militar.

Este hecho, nunca visto antes en Roma, significaba dividir por la mitad la potestad suprema del dictador. Fabio soportó la humillación en silencio, mientras el pueblo celebraba la elevación de Minucio. Plutarco recuerda que esta duplicación de la dictadura se repitió solo una vez más, tras la batalla de Canas, cuando fue necesario completar el Senado. Pero aquel segundo dictador, Fabio Buteón, actuó con tanta modestia que, terminada su misión, dejó las fasces el mismo día y volvió a mezclarse con la multitud como un ciudadano más.

Fabio reaccionó con una serenidad impresionante ante la decisión del pueblo de igualar a Minucio con él en el mando. No lo tomó como afrenta personal, porque —al estilo de los filósofos— consideraba que un hombre verdaderamente íntegro no puede ser deshonrado por decisiones injustas. Lo que sí le preocupaba era el grave error político de la muchedumbre: al elevar a Minucio por orgullo y resentimiento, estaban entregando la conducción de la guerra a un hombre demasiado impetuoso.

Por esta razón, Fabio abandonó Roma en silencio y volvió al ejército antes de que Minucio hiciera algo temerario. Al llegar, lo encontró soberbio y ansioso por alternar el mando como si fuese su igual, exigencia a la que Fabio no accedió. Para evitar conflictos y proteger al ejército, decidió dividir las tropas: él tomó la primera y la cuarta legión; Minucio recibió la segunda y la tercera, junto con la mitad de las fuerzas auxiliares.

Minucio celebró este reparto como una victoria personal, creyendo haber reducido la autoridad suprema del dictador. Fabio, sin embargo, mantuvo su prudencia y lo exhortó a no dejarse llevar por la rivalidad: el enemigo no era él, sino Aníbal. Incluso le advirtió que debía mostrar más preocupación por la seguridad de sus tropas ahora que tenía una responsabilidad equiparable a la del dictador.

Minucio recibió las advertencias de Fabio como simples fanfarronadas de un hombre viejo y excesivamente prudente. Convencido de su propia habilidad, tomó las fuerzas que le correspondían y decidió acampar por separado, dando a Aníbal exactamente la oportunidad que éste estaba esperando. Frente a ambos ejércitos había un collado que parecía ideal para tomar posición, pero Aníbal lo había dejado libre deliberadamente, dispuesto a usarlo como señuelo.

Conociendo la separación entre Fabio y Minucio, Aníbal escondió de noche a varios de sus hombres en acequias y cuevas del terreno. Al amanecer envió un pequeño destacamento a ocupar el collado, fingiendo un movimiento fácil de repeler. Minucio cayó por completo en la trampa: primero envió tropas ligeras, luego caballería y, finalmente, al ver refuerzos cartagineses, bajó él mismo con todas sus fuerzas para tomar aquel punto elevado.

Al principio la lucha fue pareja, pero Minucio, entusiasmado con su aparente éxito, dejó completamente descubierta su retaguardia. Inmediatamente Aníbal dio la señal: los hombres ocultos salieron a la vez desde distintos puntos, atacando la espalda del ejército romano con estrépito y violencia. La sorpresa fue total. La formación romana se quebró, el pánico se extendió de manera fulminante y la arrogancia de Minucio se desplomó. Intentó mirar en todas direcciones, sin saber a quién acudir ni cómo reorganizar a los suyos. La huida de los romanos fue desordenada y desesperada, pero tampoco les sirvió: los númidas, señores del terreno y maestros de la persecución, terminaron por abatir a los dispersos.

Fabio había previsto desde el principio que Minucio, cegado por la impaciencia y la arrogancia, terminaría metiéndose en problemas. Por eso tenía a su propio ejército listo y formado, y él mismo observaba desde una altura, sin depender de mensajeros. Cuando escuchó los gritos de la tropa de Minucio y vio que la formación romana estaba completamente rota, reaccionó con dolor, golpeándose el muslo y lamentando que Minucio se hubiera arruinado tan rápido. Aun así, reconocía que la caída había sido más lenta de lo que el propio Minucio, llevado por su temeridad, habría esperado.

Inmediatamente ordenó desplegar las banderas y avanzar, y arengó a sus soldados recordándoles que Minucio, pese a sus errores, era un hombre de valor y un patriota, y que su deber en ese momento era salvarlo; las recriminaciones quedarían para después. Con esas palabras, Fabio corrió al frente del ejército, dispersó a los númidas que ocupaban el llano y se lanzó contra los hombres de Aníbal que atacaban por la retaguardia a los romanos. La aparición súbita y decidida del dictador desmoronó la posición cartaginesa: muchos de los enemigos huyeron para evitar caer en la misma trampa en la que habían puesto a Minucio.

Aníbal, observando la situación y viendo a Fabio subir con más ímpetu del esperable para su edad, comprendió que la oportunidad había terminado. Dio la orden de retirada con la trompeta y llevó a su ejército de vuelta al campamento. Los romanos, finalmente a salvo, se retiraron contentos, reconociendo que Fabio les había salvado la vida. Se cuenta incluso que Aníbal, haciendo un chiste a sus oficiales mientras se retiraba, recordó sus propias palabras: había dicho que aquella “nube pegada a los montes”—Fabio—algún día soltaría un aguacero con tormenta. Ese día, efectivamente, había llegado.

Tras la batalla, Fabio regresó tranquilamente al campamento sin jactarse ni lanzar críticas contra Minucio. Su comportamiento fue impecablemente prudente: recogió los despojos enemigos y evitó cualquier gesto que pudiera humillar a su colega. Minucio, por su parte, reunió a sus tropas y, profundamente impactado por lo ocurrido, habló con una sinceridad que nadie esperaba. Les dijo que errar en asuntos grandes es casi inevitable para los humanos, pero que aprender de esos errores es lo propio de un hombre sensato. Confesó abiertamente que había sido la fortuna quien le había mostrado la verdad en pocas horas: no estaba preparado para mandar y debía aceptar que había quienes, como Fabio, eran más dignos del liderazgo. Afirmó que, de allí en adelante, sólo él sería su jefe en todo, salvo en la gratitud, donde Minucio seguiría guiando a los suyos hacia la obediencia y el agradecimiento.

Acto seguido, ordenó tomar las águilas y marchó con todos sus soldados hacia el campamento de Fabio. Su llegada causó sorpresa: Minucio entró directamente en la tienda del dictador. Fabio salió a recibirlo, y Minucio, en un gesto público e impresionante, depuso sus insignias, lo llamó “padre” en voz alta, y sus soldados llamaron “patronos” a los de Fabio, tal como lo hacen los esclavos que acaban de recibir la libertad. Entonces Minucio pronunció un discurso memorable: dijo que Fabio había logrado dos victorias ese mismo día, una sobre Aníbal mediante el valor, y otra sobre él, su colega, mediante la prudencia y la generosidad; que los había salvado en la batalla y además les había enseñado cómo corregirse. Declaró que no había título más honroso que llamarlo padre, pues le debía más que a quien le dio la vida: ese sólo lo engendró, pero Fabio lo había salvado a él y a todos sus hombres.

Minucio abrazó a Fabio, y los soldados imitaron a sus jefes: se tomaban entre sí, se besaban y lloraban de alivio y de alegría. El campamento entero quedó impregnado de una atmósfera de reconciliación, humildad y gratitud.

Tras los acontecimientos anteriores, Fabio dejó la dictadura y Roma volvió a su régimen normal de cónsules. Los primeros siguieron fielmente la estrategia fabiana: evitar batallas decisivas contra Aníbal y concentrarse en proteger a los aliados y frenar deserciones. Pero pronto fue elegido cónsul Terencio Varrón, un hombre de origen humilde pero muy popular entre la plebe, famoso por su arrogancia e inexperiencia. Desde el inicio dejaba claro que era un peligro: en las asambleas gritaba que la guerra duraba porque los Fabios eran cobardes, y que él derrotaría a Aníbal apenas llegara al campo de batalla.

Con su temeridad, Terencio reunió el mayor ejército que Roma había juntado hasta ese momento: unos 88.000 soldados, cifra que horrorizó a Fabio y a los más prudentes. Temían que, si ese ejército caía, Roma no tendría con qué levantarse. Por eso Fabio buscó al colega de Terencio, Paulo Emilio, un militar competente pero poco querido por el pueblo y resentido porque tiempo atrás lo habían multado. Fabio lo exhortó a resistir la imprudencia de Varrón, explicándole que su verdadera batalla sería contra la temeridad de su propio colega, no contra Aníbal.

Fabio le aseguró que Aníbal no podría sostenerse un año entero si nadie le daba batalla en campo abierto; que su ejército ya no tenía ni un tercio de las fuerzas con que había llegado, y que la única forma de perderlo todo era precipitar una batalla. Paulo, resignado por su situación política, respondió que prefería morir por las lanzas enemigas que por los votos del pueblo, pero que, si las cosas eran como Fabio decía, se esforzaría por seguir su consejo y demostrar su valor ante él, antes que ante la multitud imprudente. Con esa resolución, partió hacia su destino.

En el día de mando de Terencio Varrón, éste decidió —con la temeridad que lo caracterizaba— desplegar el ejército romano para una batalla abierta contra Aníbal. Estaban acampados en las cercanías del río Áufido, en la llanura de Canas, y al amanecer Varrón hizo izar el paño de púrpura que señalaba oficialmente el inicio de la batalla. Los cartagineses al principio quedaron sorprendidos: veían una masa enorme de romanos, mucho más numerosa que su propio ejército, que no llegaba siquiera a la mitad.

Aníbal reaccionó con calma. Ordenó a sus tropas prepararse y subió a una pequeña altura para observar las formaciones romanas. Estando allí, uno de sus oficiales de confianza, Giscón, comentó asombrado la impresionante cantidad de enemigos. Aníbal, frunciendo el ceño con gesto irónico, le respondió que había algo aún más sorprendente que Giscón no había notado. Cuando el oficial le preguntó qué era, Aníbal dijo: “Con ser tantos, ninguno se llama Giscón.”

El chiste, tan inesperado en aquel contexto, provocó risa inmediata entre los jefes cartagineses. A medida que descendían del cerro, lo contaban a los demás soldados, y así la risa terminó contagiando a todo el campamento. Esta escena, que podría parecer extraña justo antes de una batalla decisiva, fortaleció la moral cartaginesa: ver a su general tan seguro, tan dueño de sí mismo como para hacer bromas al borde del combate, les infundió enorme confianza. Para ellos, que Aníbal estuviese de buen humor no podía significar otra cosa que certeza absoluta de victoria.

En Cannae, Aníbal aplicó dos tácticas decisivas que terminaron convirtiendo la batalla en una de las mayores derrotas de la historia romana. La primera fue usar el viento a su favor. Ese día soplaba un viento fuerte, casi abrasador, que levantaba nubes de polvo de aquella llanura seca. Aníbal colocó a los cartagineses de espaldas al viento, de modo que toda la arena volara directamente hacia las filas romanas. Esto los obligaba a entrecerrar los ojos, girar el rostro y romper formación, creando un desorden perfecto para debilitarlos incluso antes del choque principal.

La segunda estratagema fue su formación táctica, tan ingeniosa como letal. Aníbal colocó a sus tropas más débiles al centro, adelantando este núcleo hacia el enemigo como si fuera una cuña sobresaliente. A los lados, en cambio, puso a los soldados más fuertes y profesionales, especialmente hispanos y africanos. La orden era simple: resistir lo justo en el centro y retroceder de manera controlada para atraer a los romanos hacia adentro. Cuando el centro cedió y los romanos avanzaron con fuerza, creyendo abrir brecha, las alas cartaginesas giraron hacia adentro formando una media luna que los envolvió completamente. Este cerco perfecto —lo que hoy llamaríamos maniobra de doble envolvimiento— selló su destino.

Mientras tanto, la caballería romana sufrió un episodio extraño: el caballo de Paulo Emilio cayó herido, y los soldados a su alrededor desmontaron para protegerlo. Al ver esto, otros jinetes creyeron que era una orden general y también desmontaron, perdiendo toda movilidad. Aníbal, al ver semejante torpeza, comentó que aquello era mejor que haber recibido prisioneros atados: se estaban entregando solos.

Al final, el desenlace fue devastador. Terencio Varrón escapó hacia Venusia con unos pocos sobrevivientes. Paulo Emilio, acribillado por dardos y agotado, se sentó sobre una roca esperando la muerte. Cubierto de sangre, era irreconocible; solo Cornelio Léntulo lo identificó, rogándole que montara en su caballo y huyera. Paulo lo rechazó y le pidió un único favor: que dijera a Fabio Máximo que él había seguido su consejo hasta el final, y que si la batalla se perdió no fue por su decisión, sino por la imprudencia de Varrón y la genialidad de Aníbal. Poco después, se arrojó de nuevo al combate para morir junto a los suyos.

La masacre fue inmensa: cincuenta mil romanos muertos en un solo día, cuatro mil prisioneros inmediatos y otros diez mil capturados luego. Fue la peor derrota militar en toda la historia de Roma.

Tras la enorme victoria en Cannae, los generales cartagineses insistieron a Aníbal en que rematara el golpe y marchara directo sobre Roma, aprovechando que la ciudad estaba paralizada por el terror. Algunos decían incluso que, si avanzaba de inmediato, en cinco días estaría cenando en el Capitolio. Sin embargo, Aníbal no quiso o no pudo tomar esa decisión. Plutarco insinúa que no fue por miedo, sino por alguna especie de obstáculo casi “divino”, como si un genio o numen hubiera cegado al general en el instante que debía actuar. Su propio oficial Barca lo reprendió con dureza: “Sabes vencer, pero no sabes sacar provecho de la victoria”.

Aun así, la victoria de Cannae transformó completamente la situación: Aníbal, que antes no tenía ni ciudades, ni puertos, ni mercado, ni una base de apoyo estable en Italia, pasó de ser un invasor errante a controlar casi toda la península. Muchas ciudades y pueblos —aterrados por el desastre romano— se pasaron de inmediato a su bando. La mayor presa política fue Capua, la segunda ciudad más importante de Italia después de Roma.

Y aquí ocurre algo esencial: la misma derrota que casi destruye Roma revela, de golpe, la grandeza de Fabio Máximo. Todo lo que antes parecía cobardía, lentitud o exceso de prudencia se transformó ahora en una especie de sabiduría profética. Los romanos, que antes lo despreciaban, se dieron cuenta de que Fabio había sido el único capaz de prever el peligro y la única razón por la que, incluso tras un desastre, la república seguía en pie.

Mientras la población se hundía en el pánico —gente llorando en las calles, corrillos desesperados, sensación de que todo estaba acabado— Fabio caminaba por la ciudad tranquilo, sobrio, sereno, consolando a unos, reprendiendo a otros, levantando el ánimo general y devolviendo orden donde sólo había angustia. Su presencia se volvió el centro moral y político de Roma. Convocó al Senado, animó a los magistrados y logró que la autoridad no colapsara. Roma entera, perdida y temblorosa, se refugió en su juicio como quien se aferra a un santuario en medio del desastre.

Fabio, consciente de que el pánico podía destruir a Roma más rápido que Aníbal, tomó una medida durísima pero necesaria: cerró las puertas de la ciudad y ordenó poner guardias para impedir que la gente huyera. Sabía que, si la muchedumbre abandonaba Roma, toda la estructura política se desmoronaría. Al mismo tiempo, reguló el luto: permitió llorar a los muertos solo dentro de casa y por treinta días, y luego prohibió todo signo externo de duelo. Con esto buscaba frenar la depresión colectiva y evitar que la ciudad se hundiera visualmente en la derrota.

Cuando llegó la fecha de la gran fiesta de Ceres, Fabio determinó que era mejor suspender por completo la celebración antes que hacerla en medio de la tristeza general. No quería la imagen de templos semivacíos ni procesiones apagadas, porque eso habría multiplicado la sensación de ruina. A la par, cumplió con los rituales necesarios para “purificar” los malos presagios: envió a consultar al oráculo de Delfos y aplicó los castigos que la tradición exigía cuando una Vestal faltaba a su voto, un hecho que para los romanos era señal de un desorden moral tan grave como una derrota militar.

Lo más impactante del capítulo es el gesto de la ciudad hacia Varrón, el cónsul responsable directo del desastre de Cannas. Volvió humillado, casi sin atrever a levantar la mirada. Pero el Senado y el pueblo, en una muestra impresionante de disciplina y madurez política, salieron a recibirlo con honores, no para felicitarlo, sino para reforzar la idea de que Roma no castigaría a quien aún era útil y estaba dispuesto a seguir luchando. Fabio, presente entre los senadores, elogió a Varrón por no haber desesperado de la república y por presentarse a continuar su deber pese a la tragedia. Ese gesto fue esencial para evitar más fracturas internas y mantener la cohesión del Estado.

Después del desastre de Cannas, Roma comenzó lentamente a recuperar la respiración, y cuando supo que Aníbal se había desplazado a otra región de Italia, reunió nuevas tropas y envió a sus dos mejores generales: Fabio Máximo y Claudio Marcelo. Ambos eran igualmente admirables, pero radicalmente distintos. Marcelo era energía pura: audaz, ofensivo, siempre buscando el choque directo, casi como un héroe homérico. Fabio, en cambio, permanecía fiel a su estrategia lenta, prudente y de resistencia. Para él, Aníbal debía desgastarse con el tiempo, como un atleta que pierde fuerza si se le obliga a mantener un esfuerzo sostenido. Posidonio los describió de manera célebre: Fabio era el escudo; Marcelo, la espada, y Roma se salvó porque necesitó de ambos a la vez.

Aníbal se vio obligado a enfrentarse constantemente a Marcelo, que lo forzaba a combatir y lo mantenía siempre bajo presión. Pero también sufría por la presencia silenciosa y calculada de Fabio, cuya negativa a luchar le iba desgastando las fuerzas de forma casi invisible. La combinación fue asfixiante: Marcelo lo desgarraba en choque constante, y Fabio lo corroía desde la distancia. Durante años, Aníbal tuvo que vérselas con ellos en distintos cargos—cónsules, procónsules o pretores—pues ambos fueron elegidos cinco veces para el consulado. Finalmente logró tender una emboscada que costó la vida a Marcelo, pero a Fabio jamás consiguió superarlo.

Solo una vez estuvo cerca de atraparlo. Aníbal falsificó unas cartas supuestamente enviadas por los principales ciudadanos de Metaponto, donde se prometía entregar la ciudad a Fabio si acudía de inmediato. Fabio cayó en la trampa y preparó una marcha nocturna con parte de su ejército. Sin embargo, los augurios de las aves fueron desfavorables, y fiel a su carácter religioso y prudente, decidió suspender la operación. Poco después se supo que todo había sido un ardid, y que Aníbal lo esperaba oculto con una emboscada. Muchos romanos interpretaron esta salvación como un favor divino, casi una señal de que los dioses cuidaban al dictador que había defendido a Roma con paciencia sobrenatural.

Fabio tenía una visión muy distinta respecto de las defecciones de ciudades y la deslealtad de los aliados: para él, no había que castigarlos de inmediato ni tratarlos con dureza, sino apelar al pudor, la dignidad y la buena voluntad. Su método era una mezcla de suavidad y autoridad moral. Evitaba revelar todo lo que sabía y prefería no encolerizarse aunque alguno se volviera sospechoso. Su objetivo era recuperar aliados, no empujarlos definitivamente hacia el enemigo. Por eso, cuando se enteró de que un noble marso, prestigioso por su linaje y reconocido por su habilidad militar, había conversado con otros sobre desertar, en vez de reprenderlo lo escuchó con tranquilidad. Reconoció que había sido injustamente olvidado por los jefes, criticó la costumbre de recompensar por favoritismo y no por mérito, y luego, en un gesto que revelaba su política, le regaló un excelente caballo de guerra y otros premios, recuperando así su lealtad y despertando un profundo afecto hacia él.

Fabio veía una contradicción moral en que los hombres fueran capaces de domesticar caballos salvajes o perros indómitos con paciencia, alimento y suavidad, pero a las personas quisieran corregirlas con castigos, dureza y violencia. Del mismo modo, comparaba a los gobernantes con agricultores capaces de suavizar plantas bravas mediante injertos en árboles nobles; así, pensaba que la autoridad política debía actuar con igual mansedumbre para transformar a quienes se desvían. Su filosofía de gobierno era profundamente pedagógica: primero comprender, luego corregir, siempre sin humillar.

Otro ejemplo de su estilo ocurrió cuando los centuriones le informaron que un soldado luqués abandonaba con frecuencia su puesto y se alejaba del campamento. En vez de castigarlo sin más, Fabio preguntó por el resto de su conducta y supo que era uno de los mejores soldados del ejército. Investigando la causa, se enteró de que el hombre hacía viajes arriesgados y largos para ver a una joven de la que estaba enamorado. Fabio entonces ordenó traer discretamente a la muchacha, la ocultó en su tienda y mandó llamar al soldado. Le señaló que conocía sus infracciones, pero también su valentía; luego hizo aparecer a la joven y le dijo que ahora ella sería la garantía de que él permanecería firme en el campamento. Con ello, no sólo evitó castigarlo, sino que rescató a un buen soldado mediante comprensión y humanidad, demostrando su profunda habilidad para gobernar a través de la persuasión antes que la coerción.


La recuperación de Tarento —ciudad que había caído por traición en manos de Aníbal— sucedió gracias a un episodio casi novelesco, basado más en astucia que en fuerza militar. Un joven tarentino servía bajo las órdenes de Fabio, y en la ciudad ocupada vivía su hermana, una mujer conocida por su belleza y por el cariño que siempre le había tenido. En Tarento se hallaba también un oficial breciano de la guarnición cartaginesa, que estaba profundamente enamorado de ella. A partir de este triángulo, el joven soldado ideó un plan para recuperar la ciudad. Con acuerdo de Fabio, pidió permiso para marchar y llegó a casa de su hermana fingiendo haber desertado del ejército romano. El breciano, creyendo que todo era casualidad, al principio se mantuvo alejado de la casa por prudencia; pero el hermano, con habilidad y aparente inocencia, le hizo creer que ya conocía de sus visitas y de su condición de militar importante dentro de la guarnición.

Mediante discursos astutos, el tarentino insinuó que en tiempos de guerra el origen humilde o extranjero no importa, que lo decisivo es estar ligado a quien tiene poder y puede garantizar protección. Así, el hermano reforzó la confianza del breciano, convirtiéndose en su supuesto aliado y defensor ante la hermana. Esa proximidad alimentó en el breciano la ilusión de seguridad, hasta el punto de que terminó confiándole sus pensamientos, planes y movimientos. Él no sospechó que el joven, lejos de ser un fugitivo, estaba actuando al servicio directo de Fabio. Su enamoramiento fue la puerta de entrada para la maniobra, pues bajo la promesa de recompensas y un futuro más prometedor bajo dominio romano, el breciano terminó cambiando de bando. Con su ayuda, Fabio pudo tomar la ciudad sin un asalto directo.

Aunque esta es la versión más difundida, algunos autores antiguos ofrecen una variante distinta: dicen que la mujer que sedujo al breciano no era tarentina ni hermana del joven, sino una breciana, concubina de Fabio. Ella, al saber que el jefe de los brecianos de la guarnición era su compatriota, convenció a Fabio de que la dejara acercarse a los muros. Allí se entrevistó con aquel hombre, aprovechó su antigua relación y lo llevó a traicionar la plaza en favor de los romanos. Las dos versiones coinciden en lo esencial: Tarento fue recuperada no por fuerza sino por seducción, astucia y manipulación de pasiones humanas, uno de los recursos tácticos que Fabio sabía usar cuando la prudencia y su estilo de guerra lenta requerían medios alternativos al combate directo.

Mientras Fabio preparaba la toma de Tarento, ideó un movimiento de distracción para obligar a Aníbal a alejarse. Ordenó a los soldados estacionados en Regio —unos ocho mil hombres, en su mayoría desertores y gente de reputación dudosa, que habían sido expulsados de Sicilia por Marcelo— que penetraran en el territorio breciano e incluso pusieran sitio a Caulonia. Fabio sabía que, si estos hombres sufrían pérdidas, Roma no lamentaría demasiado su destino; y, sobre todo, confiaba en que Aníbal, al saber que se estaban atacando posiciones brecianas, correría a defenderlas. Exactamente eso sucedió: Aníbal marchó hacia aquella zona con una fuerza considerable, dejando desprotegida Tarento.

Seis días después de iniciado el sitio de la ciudad, el joven tarentino —el mismo que había organizado la traición junto con su hermana y el breciano enamorado— volvió de noche al campamento romano. Traía información precisa sobre la posición exacta en que el breciano tenía el mando y desde donde permitiría la entrada de los invasores. Fabio, aunque aceptó la vía de la traición, no quiso depender solo de ella. Mientras enviaba al joven a esperar en el punto concertado, ordenó al resto de su ejército que lanzara un ataque simultáneo por tierra y mar, acompañado de gran estrépito. Esto provocó que la mayor parte de los defensores tarentinos corrieran hacia ese sector de la muralla, dejando desguarnecido el lugar clave.

El breciano, al ver que todos los ojos estaban puestos en otro punto, hizo las señales acordadas. Entonces los hombres de Fabio subieron por las escalas y tomaron la ciudad. Fue allí donde Fabio dejó ver el lado más cuestionable de su carácter, pues ordenó matar a los principales brecianos para evitar que se supiera que Tarento había caído por traición y no por fuerza. Esa decisión le restó honor y lo expuso a acusaciones de crueldad. También murieron numerosos tarentinos, y alrededor de treinta mil fueron vendidos como esclavos. La ciudad entera fue saqueada y tres mil talentos ingresaron al tesoro romano, además de un enorme botín en objetos de valor.

Cuando su secretario le preguntó qué debía hacerse con las estatuas y pinturas —los “dioses” de los tarentinos— Fabio respondió con ironía: “Dejemos a los tarentinos sus dioses, ya irritados con ellos”. Sin embargo, esta supuesta piedad era relativa, porque de Tarento se llevó una estatua colosal de Hércules y la colocó en el Capitolio, junto a una estatua ecuestre suya en bronce. Esta actitud contrastó con la moderación y humanidad mostrada por Marcelo en situaciones similares, lo que dejó a Fabio en una posición menos favorable ante los ojos de algunos.

El contraataque de Fabio y el reconocimiento de Aníbal

Aníbal, persiguiendo a Fabio tras la caída de Tarento, llegó a estar apenas a cuarenta estadios de distancia. En plena marcha comentó públicamente, con mezcla de ironía y frustración: “¡Vaya! También los romanos tienen su propio Aníbal, pues hemos perdido Tarento del mismo modo en que la tomamos.” En privado, reconoció por primera vez ante sus allegados que la empresa de dominar Italia ya no era solo difícil, sino prácticamente imposible con los recursos que le quedaban. La pérdida de Tarento había golpeado no solo su estrategia militar, sino su moral y la de sus tropas, que llevaban años gastándose en campañas constantes.

Fabio celebró un segundo triunfo por esta victoria, aún más brillante que el primero, porque ahora se enfrentaba a un Aníbal desgastado, cuyo prestigio comenzaba a deshacerse como un nudo que pierde tensión. Parte del ejército cartaginés se había ablandado por el exceso de comodidades tras sus conquistas en el sur de Italia, mientras otra parte estaba quebrantada por tantos combates infructuosos. En ese ambiente, Fabio empezaba a consolidarse como el estratega que sabía esperar, agotar, contener y finalmente desequilibrar al enemigo más temido de Roma.

En Tarento, el responsable de la defensa al momento de la traición había sido Marco Livio. Aunque perdió la ciudad a manos de Aníbal, logró mantener la ciudadela hasta la recuperación final romana. Aun así, lleno de envidia por los honores entregados a Fabio, reclamó en el Senado que el mérito no era del dictador, sino suyo, ya que había conservado la fortaleza. Fabio, con calma y un toque de ironía, le respondió: “Es verdad: si tú no la hubieras perdido, yo no habría tenido que recuperarla.” Con esta frase cerró la discusión, dejando claro que su victoria era indiscutible.

La severidad republicana y el ejemplo familiar de Fabio

Los romanos honraban constantemente a Fabio Máximo, y como parte de esos honores eligieron cónsul a su hijo. Cuando este joven cónsul estaba organizando disposiciones militares, Fabio —ya anciano— quiso acercarse montado a caballo. Su hijo, al verlo venir, envió a un lictor a ordenarle que desmontara y se presentara ante él como cualquier ciudadano que tuviera algo que solicitar al magistrado. Quienes presenciaron esto quedaron turbados, pues consideraban inapropiado tratar así a un hombre de la talla de Fabio. Pero él, lejos de sentirse ofendido, se bajó inmediatamente del caballo, se acercó con prontitud, abrazó a su hijo y lo felicitó, diciéndole que había obrado bien y que demostraba comprender la grandeza del cargo que ocupaba. Con sus palabras recordó la antigua disciplina republicana: que tanto los padres como los hijos debían ponerse siempre en segundo lugar frente al bien de la patria.

También evocó el ejemplo de su bisabuelo, un general que logró cinco consulados y triunfos destacados. Este anciano, pese a su gloria, acompañó como simple caballero a su hijo cuando éste, siendo cónsul, entró triunfal en Roma. Aceptó ubicarse detrás del magistrado y detrás de las leyes, incluso siendo él quien había alcanzado mayor poder en su tiempo. Plutarco destaca este gesto como señal del espíritu republicano: no permitir que el orgullo individual superara la autoridad de las instituciones.

Fabio sufrió luego un dolor personal profundo: la muerte de ese mismo hijo. La soportó con la serenidad que cabía en un hombre de su carácter. Y, de acuerdo con la costumbre romana, pronunció él mismo el discurso fúnebre (elogium) en la plaza. Lo escribió y lo entregó al público, dejando testimonio del temple de su alma y de su sentido del deber incluso ante la desgracia más íntima.

Fabio frente a Escipión: prudencia veterana contra audacia joven

Cornelio Escipión, tras sus brillantes victorias en Hispania y la expulsión de los cartagineses, había ganado un enorme prestigio entre los romanos. Elegido cónsul, pensó que combatir a Aníbal en Italia era seguir el camino viejo y desgastado. Su proyecto era más audaz: llevar la guerra directamente a África, forzar a Cartago a llamar de vuelta a sus ejércitos y acabar con el conflicto desde su raíz. El pueblo, fascinado por su éxito y juventud, deseaba esta empresa arriesgada.

Fabio Máximo, en cambio, veía el plan con profundo recelo. Temía que la ciudad se dejara arrastrar por la ambición de un general joven, sin la experiencia suficiente para medir los enormes peligros de una invasión africana. Se dedicó a sembrar cautela: hablaba al Senado y al pueblo para que comprendieran los riesgos, intentando frenar la expedición y sostener la estrategia tradicional de defensa interna y desgaste. Consiguió convencer al Senado, pero no al pueblo, que interpretó su resistencia como envidia o celo: creían que Fabio temía ser eclipsado si Escipión lograba poner fin a la guerra rápidamente, mostrando que la larga estrategia de desgaste había sido demasiado lenta.

Es probable que Fabio comenzara su oposición movido por prudencia, preocupándose realmente por la seguridad de Roma. Pero Plutarco sugiere que, con el tiempo, también influyó en él cierta terquedad o amor propio: no quería que un joven victorioso invalidara su método. Así, persuadió al colega de Escipión, Craso, para que no cediera el mando ni facilitara sus planes, y además impidió la asignación de fondos públicos para la campaña africana. Forzó con esto a Escipión a financiar la expedición recurriendo al apoyo de ciudades etruscas que lo favorecían. Craso, por su parte, se mantuvo en Roma, no sólo por carácter pacífico, sino también porque la ley se lo impedía en su calidad de pontífice máximo.

La resistencia final de Fabio frente al ascenso de Escipión

Fabio, viendo que su influencia se debilitaba frente al brillo de las victorias de Escipión, buscó un nuevo modo de oponerse a la expedición africana. Esta vez centró su ataque en los jóvenes que deseaban unirse al general, acusando a Escipión de abandonar Italia en el momento más crítico. Decía que no sólo huía de Aníbal, sino que vaciaba la península de su fuerza juvenil, seduciéndola con promesas mientras un enemigo invicto seguía aún en su territorio. Con esta estrategia logró infundir temor: el Senado resolvió que Escipión sólo podría usar las tropas ya estacionadas en Sicilia y, desde Hispania, seleccionar apenas trescientos hombres de su confianza. Era una limitación directa, propia del carácter prudente —o receloso— de Fabio.

Pero cuando Escipión desembarcó en África y comenzaron a llegar a Roma noticias de sus victorias espectaculares, la ciudad entera cambió de tono. Se hablaba de ciudades incendiadas, campamentos destruidos, botines inmensos y la captura de un rey númida. Sobre todo, la noticia decisiva: Cartago llamaba urgentemente a Aníbal para defender la patria. Mientras todos celebraban el genio del joven general, Fabio se mostró inflexible: exigió que se enviara un sucesor a reemplazarlo antes de que cometiera algún error irreparable. Su argumento era frío y desconcertante: “No debe confiarse el destino de Roma a la fortuna de un solo hombre, pues es raro que alguien sea siempre feliz”.

Con esto perdió gran parte del prestigio ganado durante décadas. Muchos comenzaron a verlo como un hombre envejecido por el miedo, incapaz de aceptar que la situación había cambiado. Incluso después de que Aníbal abandonara Italia, Fabio insistía en que el peligro era mayor que nunca: decía que Aníbal, en África, sería para Cartago más feroz que en Italia, y que enfrentaría a Escipión con un ejército curtido por la sangre de innumerables cónsules y dictadores romanos. Sus advertencias, antes veneradas como proféticas, empezaron ahora a sonar agobiantes. Así, mientras Roma avanzaba hacia su victoria final, la figura de Fabio quedaba cada vez más aislada, símbolo de una prudencia que ya no correspondía al espíritu del momento.

La muerte de Fabio y el triunfo final de Roma

Cuando Escipión finalmente venció a Aníbal en una batalla decisiva y quebró para siempre el poder de Cartago, Roma recibió un júbilo inmenso: no sólo había terminado la guerra, sino que lo hacía con una seguridad y una gloria que superaban cualquier expectativa. Sin embargo, Fabio Máximo ya no estaba allí para presenciar la victoria que durante tantos años había buscado mediante prudencia y paciencia. Murió justo cuando Aníbal abandonaba Italia, sin llegar a oír la noticia de su derrota definitiva, ni ver la consolidación triunfal del Estado que él había contribuido a salvar.

Plutarco compara su muerte con la de Epaminondas, el héroe tebano que también dejó tras de sí una vida íntegra hasta en la pobreza. Pero en el caso de Fabio, Roma no pagó públicamente sus funerales: lo hizo el pueblo, cada ciudadano aportando la moneda más pequeña, no por necesidad económica, sino como gesto filial hacia quien consideraban “padre de la patria”. Fue un funeral sencillo pero profundamente simbólico: la ciudad reconocía así que la grandeza de Fabio no residía en sus victorias visibles, sino en su carácter, su prudencia y la solidez con que sostuvo a Roma cuando más lo necesitaba.


Comparación entre Pericles y Fabio

Plutarco abre la comparación destacando que ambos personajes brillaron tanto en cuestiones militares como políticas, pero lo hicieron en contextos radicalmente distintos. Pericles gobernó en un tiempo de esplendor para Atenas: la ciudad estaba en la cúspide de su poder, segura, rica y orgullosa. Esa prosperidad general le daba a Pericles un piso firme sobre el cual actuar, y al mismo tiempo hacía que su liderazgo tuviera un matiz más cultural, más cívico, más orientado a embellecer y organizar la vida pública que a salvar a la ciudad de un peligro real e inmediato.

Fabio, en cambio, asumió el mando cuando Roma estaba envuelta en desgracias constantes. A diferencia de Pericles, que recibió una república floreciente, Fabio heredó una república sacudida por derrotas enormes: ejércitos arrasados, generales muertos, campos devastados y enemigos que parecían imparables. En ese contexto, su virtud no consistió en engrandecer lo que ya era grande, sino en impedir la ruina total. Su papel fue casi el de un médico que estabiliza un cuerpo enfermo en lugar de un gobernante que guía a un Estado triunfante.

Plutarco señala también que en cierto sentido es más fácil gobernar una ciudad que ha sido humillada y debilitada, porque el miedo vuelve dóciles a los ciudadanos. La prueba más compleja es liderar a un pueblo enardecido por la prosperidad, como hizo Pericles, controlando su soberbia y evitando que la arrogancia lo precipite al desastre. Sin embargo, Plutarco deja claro que la firmeza de Fabio, actuando casi solo frente al pánico general, lo muestra como un hombre de juicio inquebrantable: jamás se desvió de su estrategia ni cayó en la desesperación, incluso cuando todo alrededor indicaba destrucción.

La toma de Samos y la sumisión de Eubea por parte de Pericles son equiparadas con la recuperación de Tarento y con la restauración de diversas ciudades de la Campania. Sin embargo, advierte de inmediato una diferencia importante: Pericles acumuló numerosos triunfos militares en tierra y mar, erigiendo nueve trofeos, mientras que Fabio, salvo su primer triunfo, no ganó batallas campales decisivas. Aun así —dice Plutarco— Pericles no hizo nunca algo comparable al rescate que Fabio logró al salvar a Minucio y a todo el ejército romano de caer bajo Aníbal, un acto que implicó simultáneamente prudencia, valor y nobleza.

Pero la comparación no se queda allí: así como Fabio realizó una acción que Pericles nunca igualó, también cometió un error que Pericles jamás habría cometido. Plutarco recuerda la famosa estratagema de Aníbal con las vacas encendidas, mediante la cual escapó del cerco de Fabio. Tener al enemigo atrapado y dejarlo huir, engañado por una estratagema nocturna, revela una falla que Pericles no tiene inscrita en su trayectoria.

Después, Plutarco vuelve al tema de la previsión del general. El buen estratega —dice— no mira solo el presente: debe anticipar el futuro con juicio. Pericles lo hizo: predijo correctamente el final de la guerra del Peloponeso y señaló que la expansión excesiva llevaría a Atenas a la ruina, lo que luego se cumplió exactamente. Fabio, en cambio, fracasó en su pronóstico sobre Escipión: se opuso a que éste fuera enviado al África, creyendo que la empresa sería ruinosa. Pero la victoria de Escipión demostró lo contrario; los romanos conquistaron todo, no por azar, sino por la brillantez del general que él había querido detener.

Pericles, hasta los males de Atenas confirman que él vio el futuro con claridad; en Fabio, incluso los éxitos de Roma lo desmienten. Plutarco concluye que, en un general, equivocarse por exceso de confianza o por exceso de temor pesa lo mismo: ambos errores nacen de la ignorancia, y ambos pueden arruinar la ocasión de la victoria o precipitar el desastre.

Una de las críticas que se hace a Pericles es que se lanzó demasiado rápido a la guerra, motivado en parte por su resentimiento hacia los lacedemonios. Fue él quien impidió que Atenas conciliara, prefiriendo sostener el conflicto. Sin embargo —dice Plutarco— no sería justo pensar que Fabio habría actuado de manera diferente con los cartagineses: él también habría sostenido la contienda con firmeza y no habría cedido sobre el dominio de Roma. En esto, los dos comparten el mismo temple: ninguno habría otorgado concesiones en aquello que consideraban vital para la supremacía de su ciudad.

Luego Plutarco contrasta la mansedumbre de Fabio con la dureza política de Pericles. Fabio trató con generosidad y sin rencor a Minucio, incluso después de haber sido humillado por él. Pericles, en cambio, hizo que hombres valiosos como Cimón y Tucídides fueran expulsados por ostracismo, movido por rivalidades políticas. Esta diferencia ilumina dos estilos muy distintos: Fabio como ejemplo de paciencia y clemencia; Pericles, más propenso a eliminar rivales peligrosos aun cuando eran ciudadanos honorables.

Después se aborda el tema del poder político. Pericles tenía una influencia tan grande que logró impedir que otros generales llevaran a Atenas a decisiones temerarias. Solo Tólmides actuó sin él y terminó en desastre contra los beocios; todos los demás siguieron la línea de Pericles por respeto y por temor a su autoridad. Fabio, en cambio, tenía carácter sólido, pero no el poder suficiente para dominar el rumbo de Roma. Si hubiera tenido el mismo ascendiente que Pericles tuvo en Atenas, dice Plutarco, Roma habría evitado muchas desgracias, especialmente aquellas causadas por decisiones impulsivas de otros generales.

En cuanto al desprendimiento de las riquezas, Plutarco destaca que ambos sobresalen, pero de manera distinta. Pericles se distinguió por su incorruptibilidad: jamás aceptó regalos de aliados o reyes, aunque nadie se lo prohibía. Simplemente no quiso. Fabio mostró su virtud en otro tipo de generosidad: usó su propio patrimonio para rescatar a los cautivos romanos que el Senado se negó a pagar. Aunque la suma no fue alta —unos seis talentos—, revela una disposición noble y desinteresada. En Pericles, en cambio, el mérito está en resistir enormes tentaciones; nadie sabría calcular cuántos obsequios pudo haber recibido si hubiera aceptado alguno.

Finalmente, Plutarco aborda un punto donde la comparación deja de ser posible: las obras públicas. Nada de lo que Roma construyó antes de los Césares puede igualarse a la magnificencia, elegancia y refinamiento de los edificios levantados por Pericles en Atenas. La Acrópolis, los templos, los mármoles, las esculturas: todo ello coloca a Pericles en una categoría incontestable. En este ámbito —la arquitectura, el arte, el embellecimiento de la ciudad— Fabio y cualquier romano anterior al Imperio quedan fuera de toda competencia.


Conclusión

Plutarco presenta a Pericles y a Fabio Máximo como dos modelos de liderazgo que, aunque separados por épocas y culturas, encarnan virtudes políticas y militares complementarias. Pericles domina a una Atenas en pleno esplendor, guiándola con inteligencia, estabilidad y grandeza cultural; Fabio sostiene a una Roma herida, resistiendo con constancia, templanza y prudencia frente al desastre. Uno brilla en la construcción y el poder civilizador; el otro, en la firmeza silenciosa que salva a la patria cuando parece perderse. Ambos muestran que la verdadera grandeza no siempre reside en la victoria inmediata, sino en la capacidad de conducir a un pueblo según lo exige su tiempo: Pericles con la audacia del progreso, Fabio con la sabiduría de la resistencia.