En este breve pero profundo tratado incluido en la Moralia, Plutarco presenta una auténtica guía sobre la educación de los hijos, desde el nacimiento hasta la madurez. A través de sus veinte capítulos, el autor traza un ideal formativo que combina la instrucción intelectual, la disciplina moral y el cultivo filosófico, destacando que la virtud y la sabiduría se adquieren mediante el esfuerzo y el buen ejemplo más que por los dones naturales. Con prudencia y humanidad, rechaza el castigo físico, subraya la importancia de un pedagogo virtuoso y advierte sobre la influencia de las malas compañías, recordando que la educación es, ante todo, una tarea moral que exige vigilancia, constancia y amor por la verdad.
MORALIA
SOBRE LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
Elegir a la mujer adecuada
Plutarco plantea una reflexión moral que trasciende lo meramente pedagógico. Su punto de partida es el nacimiento, lo que revela que, para él, la educación no comienza en la escuela, sino en la familia y en las decisiones previas de los padres. Por eso, su primera recomendación no trata de métodos de enseñanza, sino de la elección de una esposa digna (que no sean cortesanas o concubinas). En la Grecia clásica, la pureza del origen garantizaba la participación en la vida pública, y Plutarco, heredero de esa mentalidad, subraya que el honor familiar influye directamente en la formación moral y en la estima social del individuo.
Plutarco advierte que los hijos nacidos de uniones ilegítimas o desiguales llevan consigo una marca de deshonra que condiciona toda su vida. En una sociedad profundamente jerarquizada, el origen determinaba no solo el estatus, sino también las oportunidades y la percepción de uno mismo. Por eso, el filósofo considera que los hijos de padres ilustres gozan de una libertad y dignidad natural, mientras que los de baja cuna son más propensos a la sumisión o la vergüenza.
Plutarco refuerza su argumento con ejemplos literarios y anecdóticos que ilustran su pensamiento. Cita a Eurípides para demostrar que la deshonra del linaje corrompe el destino de los descendientes, y menciona a Diofanto, hijo de Temístocles, como símbolo de orgullo hereditario, cuya voluntad se identificaba con la del pueblo ateniense. Este ejemplo muestra la importancia que Plutarco concede a la herencia moral y al peso del ejemplo paterno: el hijo virtuoso reproduce, en su carácter, la grandeza de su ascendencia.
La anécdota de Arquidamo, rey de Esparta, sirve como lección cívica. Los lacedemonios, símbolo de rigor moral, castigaron a su propio monarca por casarse con una mujer pequeña, no por desprecio físico, sino porque interpretaron ese acto como una falta al ideal de nobleza y grandeza que debía caracterizar a sus reyes. Plutarco utiliza este episodio para mostrar que la educación comienza incluso antes del nacimiento, en las decisiones que los padres toman sobre su descendencia, y que la virtud, para ser transmitida, requiere desde el origen una unión ordenada, prudente y digna. Así, la educación, según el filósofo, no es un proceso aislado de la vida familiar, sino una continuidad entre la moral de los padres, el linaje y la formación del alma del hijo.
El filósofo señala la importancia del estado físico y moral de los padres en el momento de la concepción. Su consejo de que los progenitores se unan “templados o habiendo bebido moderadamente” no se limita a una advertencia sanitaria, sino que tiene un trasfondo ético y filosófico. Para el pensamiento antiguo —y especialmente para Plutarco, influido por el pitagorismo y el platonismo— el alma y el cuerpo están profundamente vinculados, por lo que el desorden del uno afecta al otro. Engendrar en un estado de embriaguez no solo degrada la dignidad del acto generativo, sino que transmite al hijo una marca de descontrol, tanto física como moral.
La referencia a Diógenes introduce un tono anecdótico y moralista que refuerza el argumento mediante la ironía. El filósofo cínico, al decirle a un muchacho “tu padre te engendró estando borracho”, señala la conexión simbólica entre la falta de templanza del padre y la conducta insensata del hijo. Plutarco retoma esta idea para insistir en que el origen biológico del ser humano debe estar acompañado por la virtud del autocontrol. En una sociedad donde la formación del carácter era inseparable de la moderación y del dominio de los placeres, el acto de procrear debía reflejar esa misma armonía interior.
Fundamentos de la virtud
La virtud requiere la confluencia de tres elementos: la naturaleza, la razón y la costumbre. Estos tres factores, que podríamos traducir como disposición innata, instrucción racional y ejercicio perseverante, conforman un sistema educativo integral en el pensamiento de Plutarco. La naturaleza representa la base o potencialidad del individuo; la razón, la formación intelectual que orienta ese potencial; y la costumbre, la práctica constante que consolida los hábitos virtuosos. Si uno de estos elementos falta, la virtud queda incompleta o “coja”.
Plutarco recurre a una poderosa analogía agrícola para ilustrar su tesis: la naturaleza es como la tierra, el maestro como el labrador y los preceptos como la semilla. Esta comparación refleja la visión clásica de la educación como cultivo del alma. Una tierra fértil sin labrador se desperdicia; un buen labrador sin tierra fértil trabaja en vano; y las mejores semillas se pierden si no se siembran en condiciones adecuadas. De este modo, el filósofo afirma que la educación debe nutrirse de la disposición natural, pero requiere también del trabajo del maestro y de la guía de la razón. Esta idea coincide con la tradición platónica y aristotélica, donde la virtud es el resultado del hábito racional que perfecciona la naturaleza.
Sin embargo, Plutarco va más allá del determinismo natural: refuta la idea de que la falta de dones innatos condene al individuo a la mediocridad. Afirma con claridad que la enseñanza puede corregir los defectos naturales, mientras que la negligencia puede arruinar incluso las mejores disposiciones. En una frase de gran sabiduría práctica, resume su pensamiento: “La indolencia echa a perder la virtud de la naturaleza, mientras que la enseñanza corrige la torpeza”. Con ello, enfatiza que la educación y el esfuerzo tienen un poder transformador mayor que el simple talento.
Para reforzar su argumento, el autor multiplica los ejemplos tomados de la experiencia común. Observa que el agua puede perforar la piedra, que el metal se desgasta con el roce y que incluso los objetos más duros o rígidos ceden ante la persistencia del trabajo. Estas imágenes materiales simbolizan la fuerza del hábito sobre la naturaleza. La educación —como el goteo del agua o el pulido del hierro— actúa lentamente pero con resultados permanentes. Así, lo “antinatural” puede llegar a ser “más fuerte que lo natural” cuando se somete a una práctica perseverante.
Plutarco amplía luego esta idea con una serie de parábolas naturales y sociales: la tierra fértil que se vuelve estéril si se abandona; los árboles que, sin cultivo, crecen torcidos; los cuerpos que se debilitan por la pereza; los caballos que, si no son domados, se vuelven salvajes. Todas estas comparaciones forman una pedagogía moral basada en la observación de la naturaleza: la virtud no es un don inmóvil, sino una energía que necesita dirección constante. La negligencia, en cambio, es una forma de corrupción. La educación se entiende así como una lucha contra la inercia del alma y la materia, donde el trabajo transforma lo bruto en noble.
Plutarco nos cuenta la célebre anécdota de Licurgo, el legislador espartano, quien cría dos cachorros de los mismos padres pero con cuidados diferentes: uno se vuelve glotón, el otro cazador. Cuando los presenta ante los lacedemonios, los suelta frente a una fuente de carne y una liebre; el primero se lanza sobre la carne, el segundo persigue la presa. Con este gesto, Licurgo demuestra que la educación y la costumbre moldean el carácter más que la herencia. Plutarco adopta este ejemplo como una parábola del poder formativo de la paideia, la educación moral y cívica que transforma la naturaleza en virtud.
El cuidado que deben tener los cercanos
Cuidado de las madres
Las madres deben amamantar y cuidar personalmente a sus hijos. Plutarco critica la costumbre, frecuente entre las clases acomodadas de la Antigüedad, de delegar la lactancia y el cuidado en nodrizas o amas. Según él, las nodrizas aman “por la paga”, es decir, su afecto es interesado y no genuino, mientras que la madre, al nutrir al hijo con su propio cuerpo, le transmite un amor verdadero y formador. De este modo, el filósofo transforma la lactancia en un acto de virtud natural, expresión del amor maternal y fundamento del lazo afectivo que unirá a madre e hijo.
Apoyándose en la observación de la naturaleza, Plutarco refuerza su argumento mediante una analogía biológica: todos los animales son dotados por la naturaleza del alimento necesario para nutrir a sus crías, y las mujeres —dice— han recibido de la providencia dos pechos para alimentar incluso a gemelos. La naturaleza misma enseña que cuidar y alimentar al propio hijo es un deber inseparable del amor materno. En consecuencia, la madre que renuncia a esta función, ya por comodidad o por seguir costumbres sociales, traiciona el orden natural y moral del afecto familiar.
No obstante, Plutarco reconoce con sensatez que existen casos en los que la madre no puede amamantar, ya sea por debilidad física o por deseo de tener más hijos. En esas situaciones, propone un criterio racional y ético: elegir cuidadosamente a la nodriza, procurando que sea una mujer de buen carácter y, preferiblemente, griega. Esta mención a la “condición griega” refleja tanto un sesgo cultural de la época como la preocupación de Plutarco por el lenguaje, la moral y las costumbres que los niños aprenden desde los primeros años. En su visión, las palabras y los gestos de quienes rodean al niño imprimen huellas profundas en su alma, del mismo modo que el sello marca la cera blanda. Por eso insiste en que, desde el nacimiento, debe cuidarse tanto la salud del cuerpo como la formación del carácter.
En este sentido, Plutarco introduce una noción psicológica adelantada a su tiempo: la maleabilidad del alma infantil. El niño, dice, es dúctil y flexible, y todo lo que aprende o experimenta en esa etapa temprana se fija de modo duradero. Por eso cita a Platón, quien advertía que las nodrizas no deben contar fábulas sin discernimiento, pues los mitos y relatos moldean el pensamiento y la moral desde la cuna. En la misma línea, recuerda al poeta Focílides, quien aconsejaba enseñar “las nobles acciones” mientras el niño es pequeño.
Los jóvenes esclavos
Plutarco amplía su reflexión sobre la educación temprana al entorno doméstico y social que rodea al niño. Su preocupación ya no se centra únicamente en las madres o nodrizas, sino también en los jóvenes esclavos encargados de asistir y acompañar a los hijos en sus primeros años. En la casa antigua, especialmente en familias acomodadas, los esclavos solían tener un contacto constante con los niños: los cuidaban, jugaban con ellos, los vestían y los acompañaban a sus lecciones. Por eso, Plutarco advierte que su influencia puede ser tanto formativa como corruptora. De allí que exija que estos sirvientes sean “buenos en sus costumbres” y hablen correctamente el griego, para evitar que los hijos imiten malas conductas o absorban formas vulgares del lenguaje.
En este sentido, la educación no se reduce a la instrucción formal, sino que abarca todo el ambiente cotidiano. De ahí su advertencia contra la presencia de esclavos “bárbaros y ruines en su carácter”, es decir, personas sin refinamiento moral ni cultural. El riesgo no es solo lingüístico —aprender un griego incorrecto o vulgar—, sino ético: el contagio de los vicios a través de la convivencia constante.
Plutarco refuerza su idea con un proverbio popular: “Si habitas con un cojo, aprenderás a cojear”. Este refrán sintetiza su concepción de la educación moral como imitación práctica. Así como el cuerpo se adapta inconscientemente a los movimientos del entorno, el alma adopta las inclinaciones de quienes la rodean.
Pedagogos y maestros
Retoma su idea central de que la virtud se forma por naturaleza, instrucción y costumbre, pero ahora enfatiza que el guía o maestro es el intermediario esencial en ese proceso. A los siete años —edad en que el niño deja el cuidado materno—, el pedagogo se convierte en su primera figura de autoridad moral. Por eso, advierte con tono severo que no debe confiársele esta tarea a “bárbaros o tramposos”, como acostumbraban hacer muchos padres de su tiempo. Plutarco observa, con ironía, que los mismos padres que asignan a sus mejores esclavos los oficios más importantes (agricultura, comercio, administración), entregan a los peores, los borrachos y torpes, la responsabilidad más delicada: formar el alma de sus hijos.
El filósofo evoca como modelo a Fénix, el pedagogo de Aquiles, paradigma del maestro virtuoso en la tradición griega, prudente y sabio, capaz de instruir en la palabra y en la acción. A partir de ese ejemplo, Plutarco formula su principio: los maestros deben ser irreprochables en su vida, sus costumbres y su experiencia, porque de ellos depende el crecimiento moral de los jóvenes. Recurre nuevamente a una comparación agrícola: así como las plantas necesitan estacas para crecer rectas, los jóvenes necesitan la dirección firme de buenos preceptos. El maestro, por tanto, no es solo un transmisor de conocimientos, sino un formador del carácter, encargado de orientar los impulsos naturales hacia la virtud.
En este contexto, Plutarco lanza una crítica moral a los padres negligentes, que, por ignorancia o conveniencia, entregan a sus hijos a malos maestros. Algunos lo hacen por simple inexperiencia; otros, con mayor culpa, lo hacen sabiendo que los maestros son indignos, movidos por el deseo de agradar a amigos o conocidos. Plutarco denuncia esa conducta como una falta de amor paternal y una traición al deber moral. Su comparación es lapidaria: actuar así es como preferir un mal médico o un mal piloto solo por complacer a otro, aun a riesgo de perder la vida del hijo. En esta parte, el tono del autor se eleva hacia la exhortación cívica y religiosa, invocando incluso a “Zeus y a todos los dioses” para denunciar la insensatez de quienes valoran más los favores sociales que la educación de su descendencia.
Plutarco refuerza su mensaje con una cita célebre atribuida a Sócrates, quien, desde lo alto de la ciudad, querría gritar a los hombres que se esfuerzan por acumular riquezas mientras descuidan la educación de los hijos a quienes piensan dejarlas. Esta imagen socrática resume el núcleo del pensamiento moral de Plutarco: la verdadera herencia no son los bienes materiales, sino la virtud. El autor agrega su propia metáfora: quienes se preocupan más por el calzado que por el pie —es decir, por lo exterior antes que por lo esencial— actúan como los padres que se ocupan de la fortuna y no del alma de sus hijos.
Más adelante, Plutarco critica con dureza la avaricia de aquellos que buscan “una ignorancia barata”, prefiriendo maestros mediocres solo por pagar menos. Relata entonces una anécdota del filósofo Aristipo de Cirene, quien, al ser reprochado por pedir mil dracmas por educar a un niño, respondió con ingenio que, por esa suma, el padre no compraba solo un maestro, sino la posibilidad de que su hijo no fuera “otro esclavo”. La enseñanza es aquí presentada como una inversión espiritual, no económica: quien ahorra en educación, esclaviza moralmente a su hijo. La educación, según Plutarco, vale más que cualquier propiedad, porque forja la libertad interior del ser humano.
Los hijos mal instruidos, una vez adultos y registrados como ciudadanos, se precipitan hacia una vida disoluta: se rodean de aduladores, derrochan en banquetes, libertinaje y juegos, o se entregan a placeres viciosos que culminan en la ruina moral y física. Plutarco pinta aquí una escena decadente de la juventud corrompida, espejo de una sociedad que ha olvidado la virtud. Y concluye con un contraste provocador: si esos jóvenes hubieran tenido contacto con un filósofo, quizá habrían aprendido la lección de Diógenes el Cínico, quien enseñaba con brutal realismo que el conocimiento del valor verdadero de las cosas se adquiere enfrentando lo vulgar y reconociendo su vaciedad.
Educación como pilar
Su tono se vuelve casi oracular, como él mismo reconoce, pues no aconseja sino que proclama una verdad universal: la educación es el principio, el medio y el fin del perfeccionamiento humano. Todos los demás bienes —el linaje, la riqueza, la gloria, la belleza, la salud o la fuerza— son pasajeros, externos y, en última instancia, ajenos al verdadero valor del alma. Solo la educación, entendida como instrucción y cultivo de la razón, confiere al ser humano una nobleza que no depende del azar ni de la fortuna.
Plutarco jerarquiza los bienes con un criterio profundamente filosófico. El buen linaje es valioso, pero pertenece a los antepasados, no al mérito propio. La riqueza, aunque útil, depende de la fortuna y cambia de manos sin justicia, convirtiéndose en causa de corrupción y en blanco de los malvados. La gloria es inestable y frágil, la belleza efímera, la salud vulnerable, la fuerza corporal limitada y perecedera. Frente a todos ellos, la instrucción —entendida como formación de la mente y del carácter— aparece como el único bien verdaderamente inmortal y divino. En esta exaltación, Plutarco sigue la línea socrático-platónica: lo que distingue al ser humano no es el cuerpo, sino la razón (logos) y la palabra (lexis), bienes incorruptibles que se mantienen firmes ante el paso del tiempo, la enfermedad o la adversidad.
El filósofo celebra la razón y la palabra como los dos dones más altos de la naturaleza humana: la razón gobierna, la palabra obedece, y ambas resisten lo que destruye los bienes materiales. Ni la fortuna puede arrebatarlas, ni la calumnia mancillarlas, ni la enfermedad deteriorarlas. De hecho, dice con elegante paradoja, “solo la razón envejeciendo se rejuvenece”, porque el tiempo que arruina todas las cosas aumenta la sabiduría. Aquí, Plutarco revela una visión de la vejez como plenitud espiritual, en la que la experiencia y la reflexión sustituyen la fuerza corporal. Es un elogio del conocimiento como defensa contra la fugacidad del mundo, una afirmación del poder inquebrantable de la cultura y la virtud.
Para reforzar su mensaje, cita dos ejemplos paradigmáticos. El primero es el del filósofo Estilpón de Mégara, cuya ciudad fue destruida por Demetrio Poliorcetes. Cuando éste le preguntó si había perdido algo, Estilpón respondió con serenidad: “Nada, porque la guerra no saquea la virtud”. Esta anécdota ilustra la tesis central de Plutarco: la verdadera riqueza del sabio es interior e inviolable. Las posesiones externas se pierden, pero la educación, que forma la virtud, permanece intacta aun en medio de la ruina.
El segundo ejemplo es el de Sócrates, quien, al ser interrogado sobre si consideraba feliz al Gran Rey de Persia, respondió que no podía saberlo “si ignoraba cómo estaba en virtud e instrucción”. Con esta respuesta, Sócrates redefine la felicidad como un estado del alma y no como un cúmulo de bienes externos. La sabiduría y la educación son, en consecuencia, las únicas garantías de una vida buena y plena. Plutarco se alinea con esta tradición, cerrando su tratado con una declaración de fe en el poder redentor del conocimiento.
El discurso
Después de haber exaltado la educación como el bien supremo, advierte ahora sobre el peligro de una instrucción corrompida por la superficialidad y la búsqueda del aplauso. Aconseja apartar a los jóvenes de las “pomposas charlas” y de la elocuencia vacía, porque —dice con agudeza moral— complacer a la multitud es desagradar a los sabios. Con ello, Plutarco se distancia de la tradición sofística, que enseñaba a hablar para convencer sin importar la verdad, y reivindica una educación del lenguaje subordinada a la virtud y a la razón. La palabra, en su visión, debe servir para expresar lo justo y lo sensato, no para seducir a la masa.
Para reforzar su argumento, cita a Eurípides, quien decía que prefería ser inepto ante la multitud y hábil ante los sabios, subrayando que el discurso del vulgo suele estar asociado a la corrupción y el placer, mientras que el del sabio es sobrio y verdadero. Plutarco observa con ironía que quienes buscan agradar al público terminan amando los placeres y viviendo de forma disoluta, pues el hábito de complacer exteriormente lleva a descuidar la integridad interior. Así, la retórica sin virtud degenera en vanidad. Este pasaje puede leerse como una crítica velada a los sofistas y a los oradores vacíos de moral que dominaban la vida pública helenística.
El filósofo defiende una oratoria reflexiva, nacida de la preparación y la medida. Los discursos improvisados, advierte, están llenos de negligencia, ligereza y exceso verbal. La improvisación, si se convierte en hábito, conduce a la “palabrería”, mientras que la reflexión permite mantener la proporción del discurso. De ahí que recuerde las actitudes prudentes de Pericles y Demóstenes, quienes se negaban a hablar sin preparación. Ambos representan el modelo del orador virtuoso, que prefiere el silencio a la irresponsabilidad de hablar sin pensar. Sin embargo, Plutarco no condena toda improvisación: la considera útil solo cuando surge de una formación sólida y se ejerce con prudencia. Lo que rechaza es la precipitación del joven que habla por vanidad y no por verdad.
Esta enseñanza se extiende también a la disciplina del carácter. Plutarco establece una analogía entre la palabra, el cuerpo y el alma. Así como el cuerpo debe ser no solo sano sino fuerte, el discurso debe ser no solo correcto sino vigoroso. La elocuencia debe evitar tanto la hinchazón teatral como la aridez del estilo apagado: el justo medio, dice, es el más artístico y agradable. Aquí resuena la influencia aristotélica del mesotés —el equilibrio virtuoso entre dos extremos—, trasladado al terreno de la educación retórica. El buen estilo, como la virtud moral, nace del dominio de sí mismo y del rechazo a los excesos.
En la parte final, Plutarco condena la monotonía y la falta de variedad en el discurso, a la que considera signo de ignorancia. La palabra, como la música o el arte, debe poseer ritmo y diversidad, ya que la monotonía fatiga y adormece tanto al oyente como al hablante. La variedad, en cambio, deleita y mantiene viva la atención, igual que en los espectáculos o en las obras de arte. Este elogio de la variedad refleja su concepción de la educación como una formación integral que une belleza, medida y sabiduría.
Filosofía como centro rector de la educación
Las llamadas “artes liberales” —gramática, música, geometría, astronomía, retórica, entre otras— son necesarias y formativas, pero no fines en sí mismas: sirven para preparar el espíritu, como un navegante que visita muchas ciudades, aunque solo habita en una. Esa ciudad, dice Plutarco, es la filosofía, morada del saber más elevado. Solo en ella el alma encuentra reposo, claridad y orientación para discernir entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto.
El filósofo de Queronea subraya que la filosofía es el remedio de las enfermedades del alma, de modo semejante a como la medicina y la gimnasia lo son del cuerpo. La filosofía enseña a vivir rectamente, a gobernar las pasiones, a tratar con justicia a los hombres y a los dioses, a honrar a los padres, respetar las leyes y mantener la templanza en la vida cotidiana. En este sentido, su función es terapéutica y moral: cura la ignorancia, la ira, la avaricia y el desenfreno, porque enseña al hombre a dominarse y a aceptar con equilibrio tanto la prosperidad como la adversidad. Este ideal coincide con la ética estoica y platónica, según la cual la sabiduría consiste en conservar la serenidad del alma ante los cambios de la fortuna.
Plutarco ve en la filosofía no un saber abstracto, sino una guía práctica para la vida, la fuente de todas las virtudes. Quien filosofa aprende a “no alegrarse demasiado en la buena suerte ni afligirse en la desgracia”, a ser moderado en el placer y dueño de su ira. Tales son, para él, los signos del hombre verdaderamente educado. Por eso, considera perfectos a quienes logran combinar la vida activa con la contemplativa: aquellos que participan en los asuntos públicos sin abandonar la reflexión filosófica. Este equilibrio entre acción y pensamiento representa el ideal del ciudadano sabio, capaz de servir a la comunidad sin perder la serenidad interior. Plutarco cita ejemplos de hombres que encarnaron ese modelo —Pericles, Arquitas de Tarento, Dión de Siracusa y Epaminondas de Tebas—, recordando que los dos últimos fueron discípulos de Platón y supieron unir el ejercicio del poder con la búsqueda de la verdad.
En una comparación final, Plutarco sostiene que, así como el agricultor necesita herramientas para cultivar la tierra, el hombre necesita libros para cultivar su mente. Recomienda, por tanto, coleccionar y estudiar los escritos antiguos como instrumentos indispensables de la educación, porque en ellos se conservan las fuentes de la sabiduría. La lectura, así entendida, no es mero adorno cultural, sino prolongación del ejercicio filosófico: leer es continuar aprendiendo de los sabios del pasado y mantener viva la transmisión del conocimiento.
Ejercicios
Recomienda enviar a los jóvenes al maestro de gimnasia, no para convertirlos en atletas, sino para lograr un desarrollo armónico del cuerpo, fortalecer su salud y preparar desde la infancia una vejez vigorosa. La educación física, en su visión, tiene una función preventiva: así como el marinero se prepara en tiempos de calma para enfrentar la tormenta, el joven debe cultivar disciplina y templanza como provisión para las dificultades de la vida futura.
Plutarco insiste en la moderación del ejercicio, pues el exceso de esfuerzo físico puede agotar al cuerpo y dificultar la educación del alma. Citando a Platón, recuerda que “el sueño y el cansancio son enemigos del aprendizaje”, estableciendo así una armonía entre cuerpo y mente: el primero debe ser fortalecido sin perjudicar el cultivo intelectual. La gimnasia no es un fin en sí mismo, sino una herramienta para la autodisciplina, la energía moral y la preparación para la acción. En esta línea, el filósofo pasa naturalmente del entrenamiento corporal al adiestramiento militar, recordando que la guerra no tolera cuerpos “crecidos en la sombra”. Los jóvenes, por tanto, deben ejercitarse en el uso de la jabalina, los dardos y la caza, prácticas que no solo fortalecen el cuerpo, sino también el valor, la precisión y la resistencia. Para Plutarco, el vigor físico es una forma de virtud cívica, un deber hacia la patria, pues quien no se prepara para defenderla abdica de su libertad.
Plutarco imagina que algunos podrían reprocharle que sus consejos están dirigidos solo a los hijos de familias ricas, capaces de costear maestros y entrenamientos. Su respuesta es clara: la educación debería ser común a todos y, aunque la fortuna limite los recursos, cada uno debe procurar el mayor grado de formación posible dentro de sus medios. Si alguien no puede seguir sus preceptos, no debe culpar al filósofo, sino a la fortuna. Esta reflexión introduce una nota de realismo social —inusual en la literatura moral antigua—, pero también de esperanza: incluso en la pobreza, la búsqueda del conocimiento y la virtud sigue siendo posible.
Castigos corporales
Se pronuncia con firmeza contra el uso del castigo físico, señalando que los golpes y ultrajes no son adecuados para los hombres libres, sino para los esclavos. Su argumento no se basa solo en una apelación sentimental, sino en una reflexión sobre la naturaleza de la libertad y la dignidad humana: el niño libre debe ser guiado mediante la razón, la persuasión y el ejemplo, no mediante el miedo o el dolor. Los castigos corporales, lejos de educar, embotan el espíritu, generan temor y resentimiento, y destruyen la disposición natural hacia el aprendizaje y la virtud.
Plutarco contrapone a la violencia el poder del consejo y la palabra, instrumentos propios de una educación racional. Para él, la pedagogía de los hombres libres se funda en el diálogo moral, en la capacidad de distinguir el bien y el mal a través de la persuasión. En lugar de castigar con dureza, recomienda el uso equilibrado de la alabanza y el reproche, que actúan como estímulos y frenos moderados del carácter. Las alabanzas despiertan el deseo de mejorar y los reproches disuaden de las acciones vergonzosas. Esta alternancia, usada con prudencia, forma en el niño el sentido del honor y la vergüenza, los dos resortes morales más poderosos de la educación antigua.
El filósofo recurre a una bella imagen maternal para ilustrar su método: así como las nodrizas consuelan al niño que llora ofreciéndole el pecho, el educador debe saber alternar corrección y consuelo. Después de reprender, debe volver a animar al niño para que no se hunda en la tristeza ni pierda el ánimo de aprender. La pedagogía, según Plutarco, requiere ternura, paciencia y un profundo conocimiento del alma humana. El exceso de dureza produce servilismo; el exceso de indulgencia, debilidad. El arte educativo consiste en mantener el equilibrio entre firmeza y afecto.
Por último, advierte contra el peligro de las alabanzas excesivas, que engendran vanidad y debilidad moral. El niño envanecido por los elogios pierde el sentido del esfuerzo y se vuelve complaciente consigo mismo. La educación, por tanto, debe enseñar no solo a temer la falta, sino también a resistir la adulación. En esta reflexión, Plutarco se muestra como un moralista profundo y moderno: entiende que la formación del carácter requiere autoconocimiento y moderación, no miedo ni violencia. La verdadera autoridad del educador no se impone con castigos, sino que se gana con el respeto, la justicia y la palabra razonada.
Ciudado paternal
Hay padres que, por amar demasiado a sus hijos, terminan no amándolos realmente. El exceso de celo —el deseo de que sus hijos destaquen rápidamente en todo— se convierte en un obstáculo para su desarrollo. Estos padres, creyendo fomentar la excelencia, los someten a trabajos y estudios excesivos, agotando su cuerpo y su espíritu. Con una de sus comparaciones más bellas, Plutarco señala que, así como las plantas crecen con un riego moderado pero mueren con un exceso de agua, el alma del niño florece con un esfuerzo equilibrado, pero se marchita con la sobrecarga.
El filósofo insiste en que la educación necesita alternar trabajo y descanso, pues la vida misma se compone de ambos. El descanso no es un lujo, sino parte esencial del crecimiento. Cita ejemplos naturales y sociales para mostrar que todo equilibrio requiere pausa: la vigilia necesita del sueño, la guerra de la paz, el trabajo de las fiestas. Incluso los instrumentos, como los arcos y las liras, deben aflojar sus cuerdas para no romperse. De igual modo, el cuerpo necesita reposo para mantener su vigor, y el alma necesita serenidad para conservar su capacidad de aprender. El descanso, concluye, es “el condimento de los trabajos”. En esta enseñanza se percibe una ética profundamente humana: la moderación no es debilidad, sino sabiduría.
Plutarco pasa luego a un reproche hacia los padres negligentes, aquellos que, después de confiar sus hijos a pedagogos o maestros, se desentienden de su educación. Critica la costumbre de delegar completamente la tarea educativa en los asalariados, olvidando que la formación del hijo requiere la vigilancia y el ejemplo del padre. Recomienda que los padres examinen periódicamente el progreso de sus hijos y supervisen la labor de sus tutores, pues esta atención aumenta tanto la responsabilidad de los maestros como el esfuerzo de los alumnos. Cita, con ironía y sabiduría práctica, la expresión de un cuidador de caballos: “nada engorda tanto al caballo como el ojo del rey”, aludiendo a que la mera presencia y atención del superior mejora el rendimiento de quien es observado.
A continuación, Plutarco destaca la necesidad de ejercitar la memoria, a la que considera “el almacén de la educación”. En la tradición griega, la memoria (Mnemosyne) es la madre de las Musas, símbolo de que todo conocimiento y arte nacen del recuerdo. Así, la memoria no solo sostiene el aprendizaje, sino también la prudencia, porque permite reflexionar sobre las experiencias pasadas para guiar las acciones futuras. Plutarco recomienda ejercitarla tanto en los niños dotados de buena memoria —para reforzarla— como en los olvidadizos, para suplir sus carencias. Con una cita de Hesíodo, enseña que el progreso se alcanza por acumulación constante: “Si colocas poco sobre poco, pronto lo poco llegará a ser mucho”. Este pensamiento refleja su convicción de que el aprendizaje es un proceso gradual, que requiere constancia más que genialidad.
Plutarco comienza exhortando a los padres a alejar a sus hijos del lenguaje obsceno, afirmando, con Demócrito, que “la palabra es la sombra de la acción”. Lo que se dice revela el estado moral del alma: quien habla con grosería termina actuando con vileza. Por eso, aconseja que los niños sean afables, modestos y corteses, pues el carácter descortés provoca odio, mientras que la amabilidad fomenta la convivencia. Introduce además una enseñanza sutil: no solo es bello vencer, sino también saber ser derrotado con prudencia, cuando la victoria se obtiene a costa del bien o de la justicia. Llama a esta una “victoria cadmea”, recordando el mito de Eteocles y Polinices, que se destruyeron mutuamente en su afán de triunfo. La verdadera educación, según Plutarco, enseña a dominar el orgullo y a reconocer cuándo ceder es más sabio que imponerse.
A continuación, desarrolla una serie de ejemplos morales destinados a ilustrar el dominio de sí mismo. Invita a los jóvenes a vivir con modestia, refrenar la lengua, controlar la ira y abstenerse de actos deshonestos. Cada virtud se ilumina con un ejemplo histórico: Gilipo de Esparta, que arruinó su vida por codicia; Sócrates, que respondió con calma a la insolencia de un joven que lo pateó, comparando su agresión con la de un asno; y el mismo Sócrates, que soportó las burlas de Aristófanes sin irritarse, diciendo con humor que lo ridiculizaban “en el teatro como en un banquete”. De manera semejante, recuerda a Arquitas de Tarento y a Platón, quienes, ante la ira, supieron abstenerse de reaccionar impulsivamente. Estas historias funcionan como ejemplos paradigmáticos del autocontrol filosófico, donde la serenidad vence al impulso.
Plutarco reconoce, sin embargo, que tales virtudes son difíciles de imitar. No exige perfección, sino esfuerzo: exhorta a intentar, en la medida de lo posible, aproximarse al ideal de los sabios, tal como los hierofantes imitan la vida de los dioses en los misterios. La imitación de los modelos virtuosos es, para él, el camino hacia la formación moral: aunque no podamos alcanzar su grandeza, el solo intento eleva el alma.
Amor pedagógico
Plutarco aborda un tema particularmente delicado en el contexto moral y educativo de la Grecia antigua: el amor pedagógico o afectivo entre hombres y adolescentes, conocido como paiderastia. El autor se muestra desde el inicio vacilante, debatiéndose entre dos posturas: por un lado, la severidad de quienes condenan toda forma de amor entre maestro y discípulo; por otro, la tradición filosófica que, desde Sócrates y Platón, había exaltado un tipo de vínculo espiritual y formativo entre el adulto y el joven. Su tono, más que doctrinal, es introspectivo: reconoce que el asunto lo coloca “en una balanza”, dudando si debe tratarlo o callarlo, pero finalmente decide hacerlo, movido por la honestidad filosófica.
Plutarco presenta las dos perspectivas sin simplificarlas. Por una parte, evoca a los padres austeros que juzgan con dureza a los amantes de los jóvenes, considerando insolente o inmoral su cercanía. Esta actitud refleja la preocupación social por preservar la pureza y el decoro de los hijos. Pero, por otra parte, recuerda a los grandes maestros del pensamiento griego —Sócrates, Platón, Jenofonte, Esquines y Cebes—, quienes entendían el amor entre maestro y discípulo no como pasión corporal, sino como una relación de educación moral y ascenso espiritual. Según esa tradición, el afecto del maestro debía conducir al joven hacia la virtud, la moderación y la sabiduría, despertando en él el amor por el bien y la belleza del alma.
Para reforzar esta interpretación idealizada, Plutarco cita a Eurípides, quien distingue el amor vulgar del “otro amor entre los hombres, el de un alma justa, prudente y buena”. De esta manera, legitima el amor pedagógico como una forma superior de amistad y admiración, fundada en la virtud y no en el deseo. También recuerda con tono ligero pero moralizador la observación de Platón, según la cual se debía permitir a los hombres virtuosos besar al joven que amaran, siempre que ese gesto naciera del respeto y la elevación espiritual, no de la concupiscencia.
No obstante, Plutarco traza una línea moral clara: rechaza abiertamente las formas degradadas de la pederastia, como las que se practicaban en Tebas, Élide o Creta, donde el amor se transformaba en un juego erótico o en un rapto simbólico. Condena estos comportamientos por considerarlos corruptores y alejados de la verdadera educación. En cambio, elogia los modelos de Atenas y Esparta, donde —según su visión idealizada— el amor entre maestro y discípulo tenía un carácter disciplinado y cívico: el adulto era guía del joven en la virtud, el valor y la moderación.
Adolescentes
Plutarco aborda la etapa más crítica del proceso educativo: la adolescencia, momento en que los impulsos naturales se intensifican y la razón aún no alcanza su plena madurez. El filósofo reconoce que muchos padres cometen un error grave al relajarse precisamente cuando deberían extremar la vigilancia. Señala con tono severo que esos mismos padres, que se preocuparon cuidadosamente de los primeros años —eligiendo pedagogos y maestros para sus hijos pequeños—, abandonan luego a los adolescentes a su propio ímpetu, cuando esta edad exige todavía más atención. En su diagnóstico, el descuido de los jóvenes es una de las principales causas de la corrupción moral y de los males sociales.
Plutarco establece una clara distinción entre las faltas de los niños y los vicios de los jóvenes. Las primeras son leves y fácilmente corregibles: la desobediencia, la pereza o el descuido escolar. Pero las segundas, propias de la adolescencia, son graves y potencialmente destructivas: la gula, el juego, el robo, las fiestas excesivas, las relaciones ilícitas o el adulterio. En este retrato moral, el filósofo no condena los deseos naturales en sí, sino su descontrol. Advierte que la fuerza de los placeres juveniles es “incontrolable, rebelde y necesitada de freno”, por lo que la educación debe actuar como guía y contención. Permitir que el joven siga sus impulsos sin disciplina equivale, dice, a conceder licencia para el crimen.
El consejo que ofrece es claro: los padres prudentes deben vigilar y corregir con mesura, combinando firmeza y comprensión. La autoridad educativa, en esta etapa, no puede basarse solo en el castigo, sino también en la persuasión moral. Plutarco propone un método tripartito: enseñar, amenazar y rogar. Es decir, instruir al joven en el bien, advertirle las consecuencias del mal y apelar a su conciencia y afecto. Además, recomienda el uso de ejemplos concretos: mostrar las desgracias de quienes se perdieron por los placeres, junto a los elogios de quienes alcanzaron virtud y honor por su templanza. Esta pedagogía del ejemplo —frecuente en la moral antigua— combina el miedo al castigo con la esperanza de la gloria, los dos motores fundamentales del comportamiento humano.
La virtud se apoya en dos fundamentos, “la esperanza de la honra y el temor del castigo”. La primera orienta al alma hacia el bien por aspiración; la segunda la contiene por prudencia. Ambas, bien equilibradas, conducen a la moderación. De este modo, Plutarco no enseña a reprimir por la fuerza, sino a educar la voluntad mediante la razón y el ejemplo. Su visión de la adolescencia es profundamente realista: entiende que el deseo no puede eliminarse, pero sí gobernarse. La tarea del padre y del maestro es, entonces, convertir la energía pasional del joven en impulso moral, y su ímpetu desordenado en fuerza para la virtud.
Entorno de los jóvenes
La compañía de los hombres perversos —ya sean adultos corruptores o compañeros inmorales— puede arruinar incluso las naturalezas mejor dispuestas. La virtud, afirma, no se conserva por sí sola: necesita ser protegida del contagio del vicio. Por eso, exhorta a los padres a vigilar cuidadosamente las amistades y relaciones de sus hijos, pues “algo de la maldad de los otros siempre se pega”.
Para reforzar su enseñanza, Plutarco recurre a una interpretación simbólica de los enigmas pitagóricos, presentados como lecciones morales disfrazadas en forma de proverbios o tabúes rituales. Así, explica que “no probar melanuros” significa evitar la compañía de hombres de carácter oscuro; “no saltar sobre la balanza” enseña el respeto a la justicia; “no sentarse sobre el cuartillo” exhorta a huir de la pereza; y “no dar la mano derecha a cualquiera” advierte contra la amistad fácil y superficial. Cada uno de estos dichos, aparentemente enigmáticos, encierra un principio de vida moral y prudente: la templanza, la justicia, el trabajo y la cautela en las relaciones. Plutarco convierte así la sabiduría pitagórica en una pedagogía del discernimiento, destinada a enseñar a los jóvenes a reconocer el valor moral de sus actos y compañías.
Particular atención dedica a las sentencias que aluden al autocontrol y la serenidad del alma: “no atizar el fuego con el hierro” significa no provocar al airado; “no comer el corazón” alude a no agotar el espíritu con preocupaciones; y “no echar comida en el orinal” enseña que no se deben ofrecer buenos razonamientos a un alma corrompida, pues el bien se contamina en contacto con la maldad. Estas máximas expresan la convicción de Plutarco de que la educación no consiste solo en enseñar virtudes, sino en preservar la pureza moral del alma, evitando los ambientes y personas que puedan degradarla.
La segunda parte del capítulo adquiere un tono mucho más vehemente y directo: Plutarco lanza una advertencia severa contra los aduladores, a quienes considera la peor amenaza para la juventud. Los describe como “una especie depravada” que destruye simultáneamente a padres e hijos: seducen a los jóvenes con halagos, desprestigian la autoridad paterna, fomentan los placeres y el derroche, y se enriquecen de su corrupción. A través de un retrato satírico y moralista, el autor pinta a los aduladores como esclavos voluntarios, que fingen amistad para obtener beneficios. “Libres por azar, pero esclavos por elección”, los llama, subrayando su vileza moral.
Plutarco los acusa de invertir el orden natural de la educación: mientras los padres enseñan sobriedad, ellos promueven la embriaguez; mientras los padres predican el trabajo, ellos incitan a la pereza; mientras los padres aconsejan prudencia, ellos empujan al desenfreno. Son, en su lenguaje simbólico, “hipócritas de la amistad”, seres que adulan por interés y cuya influencia es más corrosiva que cualquier vicio directo. Para el filósofo, ningún enemigo es tan peligroso como el amigo falso, pues destruye desde dentro el alma del joven.
Si realmente desean la virtud de sus hijos, deben expulsar de su entorno a los aduladores y a los compañeros corruptos. Así como una fruta sana se pudre junto a una podrida, también las almas rectas se pervierten por el contacto con las malas compañías.
Mansedumbre
Después de una larga serie de exhortaciones al rigor moral, la prudencia y la vigilancia paterna, reconoce ahora la necesidad de templar la severidad con comprensión y afecto. A su juicio, la educación no debe convertirse en tiranía, sino en una forma de guía que combine firmeza y misericordia. Su reflexión marca un equilibrio entre la autoridad y la empatía, entre el deber del padre como corrector y su papel como modelo de indulgencia razonable.
El filósofo comienza afirmando que los padres no deben ser “crueles ni rudos de naturaleza”. Esta frase resume un principio pedagógico de gran profundidad moral: la dureza excesiva no forma el carácter, sino que lo quiebra. Recordando que todos los adultos fueron jóvenes alguna vez, Plutarco insta a los padres a mantener viva la memoria de su propia juventud para comprender las faltas de sus hijos. En lugar de exigir perfección, propone educar desde la humanidad compartida, reconociendo que errar es parte del proceso de maduración.
Para ilustrar su idea, recurre a una imagen médica: así como los médicos mezclan los remedios amargos con jugos dulces, los padres deben endulzar la corrección con amabilidad. El placer —entendido aquí como afecto, ternura y comprensión— se convierte en un medio para hacer aceptable la disciplina. La educación, entonces, no consiste solo en imponer, sino en guiar con tacto, sabiendo cuándo apretar las riendas y cuándo aflojarlas. En palabras de Plutarco, hay que alternar la severidad con la concesión, de modo que el hijo perciba en el padre no un verdugo, sino un maestro benevolente.
El consejo más notable del pasaje es el de saber perdonar y olvidar. Plutarco valora la capacidad de moderar la ira y de “fingir no ver” ciertas faltas leves. Este fingimiento no es hipocresía, sino una estrategia moral: reconocer los errores sin humillar, corregir sin destruir la confianza. Recomienda incluso adoptar una “ceguera y sordera selectiva”, trasladando las limitaciones naturales de la vejez al campo moral: no oír ni ver todo, para no reaccionar con cólera ante lo trivial. La tolerancia, para él, es una virtud del amor paterno tanto como de la sabiduría.
El tono se vuelve casi doméstico cuando Plutarco enumera ejemplos cotidianos: si el hijo se emborracha, perdónalo; si te engaña con un criado, reprime la cólera; si toma una yunta del campo o regresa oliendo a vino o perfumes, guarda silencio. Estos ejemplos, lejos de justificar el vicio, ilustran la necesidad de no reaccionar con violencia ante las debilidades propias de la juventud, sino de corregirlas con paciencia. En su pedagogía, el silencio puede ser más eficaz que el castigo, y la comprensión más poderosa que la reprensión.
La mansedumbre es la verdadera fuerza del padre. Ser “vivo de genio” —esto es, enérgico y atento— es mejor que ser colérico, porque la ira prolongada revela odio, no amor. Domar a una juventud rebelde no significa doblegarla, sino acompañarla con sabiduría, alternando corrección y indulgencia. La autoridad, cuando se ejerce con equilibrio y compasión, se convierte en una forma de amor racional, capaz de transformar la rebeldía en virtud.
Matrimonio
Para él, el matrimonio no solo es un deber social, sino también un instrumento pedagógico y moral que contribuye a moderar los impulsos y a consolidar la virtud. Su tono es el de un consejero sabio que, tras haber guiado al hijo desde el nacimiento hasta la juventud, ahora le muestra el último paso hacia la madurez y la responsabilidad.
El autor recomienda que los jóvenes más inclinados a los placeres —aquellos que se muestran rebeldes o insensibles a las exhortaciones morales— sean “puestos bajo el yugo del matrimonio”. Esta expresión, de resonancia agrícola, refleja la visión antigua del matrimonio como un vínculo disciplinador que somete los deseos a la medida de la razón y la convivencia. Para Plutarco, la unión conyugal funciona como una “cadena segura de la juventud”, un límite natural frente a la desmesura del deseo. El matrimonio, en este sentido, no es visto solo como una institución social, sino como una escuela de templanza, capaz de transformar la energía pasional en fidelidad, trabajo y prudencia.
Sin embargo, Plutarco advierte que la elección del cónyuge debe guiarse por el equilibrio y no por la ambición. Su consejo es claro: “escoge a tu igual”. Esta máxima, atribuida a Pitaco, encierra una profunda sabiduría moral y política. Casarse con alguien muy superior en riqueza o linaje genera desequilibrio y servidumbre, pues el marido pierde su autoridad y su libertad, convirtiéndose, como dice el autor con ironía, “en esclavo de la dote”. Detrás de esta advertencia se halla la preocupación por preservar la armonía doméstica y el orden social: el exceso de desigualdad en el matrimonio destruye la estabilidad del hogar y corrompe el carácter del marido.
El matrimonio ideal no debe fundarse en el cálculo material ni en la diferencia social, sino en la afinidad moral y en la igualdad de carácter. Así, la vida conyugal se convierte en una extensión de la educación filosófica: del mismo modo que el alma debe someter las pasiones a la razón, el matrimonio debe equilibrar el deseo con el deber, la libertad con la responsabilidad.
Exhortación
Tras haber recorrido todas las etapas del crecimiento —desde la elección del cónyuge, la crianza, la instrucción, la disciplina y el matrimonio de los hijos—, concluye que ninguna palabra ni método pedagógico puede ser eficaz si no se apoya en la virtud vivida por los padres. La educación, para él, es ante todo una forma de vida, una coherencia entre el decir y el hacer.
Plutarco comienza afirmando que los padres deben ofrecerse “como ejemplo claro para sus hijos”, de modo que éstos puedan mirarse en ellos “como en un espejo”. La imagen del espejo es una de las más bellas y significativas de su filosofía moral: el hijo aprende no solo por instrucción, sino por imitación, y la conducta del padre se refleja inevitablemente en la del hijo. Por eso, quien comete las mismas faltas que reprocha a los suyos, se convierte —como dice el texto con ironía moral— en “acusador de sí mismo en nombre de aquéllos”. La autoridad moral, en consecuencia, no se impone, sino que se gana a través de la coherencia y el ejemplo.
El filósofo insiste en que la hipocresía educativa destruye la credibilidad del padre: quien vive “vilmente” pierde incluso el derecho a reprender a sus esclavos, y con mayor razón a sus hijos. Así, la familia se convierte en un microcosmos moral donde el ejemplo de los mayores determina la conducta de los jóvenes. “Donde los ancianos son desvergonzados —dice Plutarco—, allí los jóvenes serán impúdicos”. La corrupción de los padres engendra la de los hijos; la virtud, en cambio, se transmite como una herencia espiritual.
Para reforzar su exhortación, Plutarco introduce un ejemplo admirable: el de Eurídice de Macedonia, madre del rey Filipo II. Aunque era “iliria y tres veces bárbara”, comenzó a educarse en su madurez para poder instruir a sus hijos. Su historia simboliza el poder transformador de la educación y el amor maternal como motor de la virtud. En el epigrama que cita Plutarco, Eurídice dedica su aprendizaje tardío a las Musas, confesando que, siendo ya madre, se aplicó al estudio “de las letras que conservan la memoria”. Con esta imagen conmovedora, el autor enseña que nunca es tarde para aprender, y que el ejemplo de la madre estudiosa tiene más fuerza formativa que mil discursos.
El tratado concluye con una nota de sabiduría práctica y humildad filosófica: Plutarco reconoce que cumplir todos los consejos que ha expuesto es una tarea casi imposible, pero exhorta a intentarlo. La perfección no está al alcance de la naturaleza humana, pero el esfuerzo constante por alcanzarla sí. La educación, por tanto, no es una obra que se termina, sino un proceso continuo que requiere “buena fortuna y mucho cuidado”.
Conclusión
El Tratado sobre la educación de los hijos de Plutarco es una meditación sobre la formación integral del ser humano, donde la virtud se cultiva desde el nacimiento hasta la madurez mediante el equilibrio entre naturaleza, instrucción y hábito. Plutarco enseña que educar no es solo transmitir conocimientos, sino formar el carácter a través del ejemplo, la disciplina y la templanza. Advierte que ni la riqueza ni el linaje garantizan la excelencia, sino el esfuerzo constante por gobernar los deseos y amar la sabiduría. En última instancia, la verdadera educación comienza en los padres, que deben ser el espejo moral de sus hijos, y culmina en la práctica diaria de la virtud como guía de toda vida buena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario