sábado, 6 de septiembre de 2025

Enrique IV - Vida y obra (1553 - 1610)

Enrique IV de Francia, conocido como el Buen Rey Enrique, fue el primer Borbón en ocupar el trono y el monarca que logró poner fin a las sangrientas guerras de religión que dividían al reino. De líder hugonote a rey católico, supo anteponer la paz a la intransigencia y con su famoso «París bien vale una misa» selló un camino de reconciliación que cambiaría para siempre la historia de Francia. Su reinado, marcado por el Edicto de Nantes y por un impulso renovador en la economía y la vida social, lo convirtió en símbolo de unidad y en una figura recordada por su cercanía al pueblo. Descubre en este artículo cómo Enrique IV pasó de la guerra al consenso, y de la incertidumbre al mito.

ENRIQUE IV DE FRANCIA

Ascendencia

La dinastía Borbón (línea paterna)

La Casa de Borbón es una rama cadete de la dinastía Capeto, que gobernaba Francia desde el siglo X. Su origen remonta al matrimonio entre Roberto de Clermont, hijo del rey Luis IX de Francia (San Luis), y Beatriz de Borbón en el siglo XIII. A partir de ahí se conformó el linaje de los Borbones, con asiento en el ducado de Borbón y más tarde en el de Vendôme. Durante siglos permanecieron como una casa noble poderosa, emparentada con los reyes franceses pero sin ocupar el trono. Sin embargo, su cercanía a la línea sucesoria se consolidó cuando las ramas principales de los Valois fueron extinguiéndose. Así, Enrique de Borbón, al ser descendiente directo de San Luis por vía paterna, heredó derechos dinásticos que lo situaban como heredero legítimo de Francia. Con su ascenso al trono en 1589, la Casa de Borbón se convirtió en la nueva dinastía reinante, que gobernaría no solo Francia hasta la Revolución, la Restauración y más tarde el siglo XIX, sino también España a partir de Felipe V en 1700, convirtiéndose en una de las casas reales más influyentes de Europa.

La dinastía Navarra (línea materna)

Por su madre, Juana de Albret, Enrique heredaba el pequeño pero estratégico Reino de Navarra, cuya historia se remonta a la Edad Media. La dinastía navarra había nacido en torno a la familia Íñiga y luego a la Casa de Jiménez en el siglo IX, consolidando un reino independiente en la zona pirenaica. Posteriormente, por enlaces matrimoniales, la corona navarra pasó a la Casa de Champaña y más tarde a la Casa de Évreux, de origen francés. En el siglo XV, la herencia navarra recayó en la Casa de Foix, que a su vez se enlazó con los Albret, una influyente familia de Gascuña. Juana de Albret, madre de Enrique IV, era la última soberana de Navarra y defensora apasionada del protestantismo, lo que marcó la formación religiosa de su hijo. A través de ella, Enrique estaba también emparentado con la dinastía Trastámara de Castilla y Aragón, pues la Casa de Foix había contraído alianzas con esta rama de la monarquía hispánica. Aunque políticamente el reino de Navarra había sido reducido tras la anexión castellana de 1512, la herencia navarra otorgaba a Enrique un título real propio y un fuerte simbolismo de independencia, además de conexiones internacionales que reforzaban su legitimidad.

Antonio de Borbón (1518-1562)

Antonio de Borbón, duque de Vendôme, fue un noble francés perteneciente a la Casa de Borbón, rama directa de los Capetos. Desde joven se distinguió como príncipe de sangre, lo que le otorgaba un lugar destacado en la corte francesa, aunque no estaba destinado en principio a ocupar el trono. Su matrimonio con Juana de Albret en 1548 lo convirtió en rey consorte de Navarra, adquiriendo así una corona, aunque con un poder limitado debido a la situación política de Navarra tras la anexión de su parte sur por Castilla en 1512. Antonio osciló entre las tensiones religiosas de su tiempo: aunque en un inicio simpatizó con la Reforma, pronto prefirió mantener una postura más ambigua y pragmática, buscando asegurar su posición en la corte francesa y su influencia sobre Navarra. Llegó a ser considerado jefe nominal de los hugonotes (protestantes franceses), pero su falta de firmeza lo hizo perder protagonismo frente a líderes más decididos como el almirante Coligny o su propia esposa. Murió en 1562, durante las primeras guerras de religión, dejando a su hijo Enrique bajo la fuerte influencia materna.

Juana de Albret (1528-1572)

Juana III de Albret, reina de Navarra, fue una de las mujeres más notables del siglo XVI. Hija de Enrique II de Navarra y Margarita de Angulema (hermana del rey Francisco I de Francia), heredó el trono navarro a la muerte de su padre en 1555. Intelectualmente brillante y de carácter firme, fue educada en un ambiente humanista, cercano al Renacimiento francés. Juana abrazó abiertamente la fe reformada y se convirtió en una de las principales líderes del protestantismo en Francia. Como soberana, implantó en Navarra reformas religiosas inspiradas en la doctrina calvinista, cerró conventos, prohibió el culto católico en su reino y protegió a predicadores reformados. Su gobierno fue, por tanto, un ejemplo de compromiso político y espiritual con la Reforma. Más allá de lo religioso, fue también una madre preocupada por la educación de su hijo Enrique, a quien crió en la fe protestante y preparó para ser un líder fuerte en tiempos de crisis. Murió en 1572, poco antes de la Matanza de San Bartolomé, un episodio sangriento en el que miles de hugonotes fueron asesinados en París. Su temprana muerte dejó a Enrique sin el amparo de una madre que había sido guía política y religiosa.

Infancia

La infancia de Enrique IV de Francia (nacido en Pau, Bearne, el 13 de diciembre de 1553) estuvo marcada por un ambiente muy distinto al de los reyes Valois, y esa diferencia sería clave en su carácter y en su estilo de gobernar.

Desde su nacimiento fue rey de Navarra, porque era hijo de Antonio de Borbón y de Juana de Albret, reina de Navarra. Su infancia transcurrió principalmente en el Bearne, en el corazón de los Pirineos, lejos del esplendor de la corte francesa. Esto lo hizo crecer en un entorno más sencillo, cercano al campo y a la vida militar. A menudo se dice que esta crianza lo convirtió en un hombre más rudo, práctico y resistente que los príncipes franceses de su tiempo.

Su madre, Juana de Albret, fue una figura determinante. Lo educó en la religión protestante (calvinista), con austeridad y disciplina, inculcándole valores de sobriedad y una visión moral de la política. Sin embargo, también le transmitió una fuerte independencia de espíritu y el sentido de que un príncipe debía negociar y adaptarse para sobrevivir en un mundo dividido. Su padre, Antonio, murió cuando Enrique era aún un niño, por lo que la influencia materna fue decisiva.

Desde muy joven, Enrique se mostró inteligente, activo y de gran carisma. Recibió una formación militar temprana y un contacto directo con los asuntos políticos del Bearne y de Navarra. Este contraste con la educación refinada y cortesana de los Valois lo convirtió en un príncipe con raíces más populares y con un carácter flexible, capaz de soportar las adversidades de las guerras de religión.

Vida Política

En 1568 se reinician con fuerza las Guerras de Religión en Francia, conflictos que enfrentaban a católicos y protestantes (hugonotes). Enrique, apenas un adolescente, se ve obligado a participar activamente, ya que su madre, Juana de Albret, reina de Navarra, era una de las líderes del protestantismo. A esa edad empieza a mostrar su temple militar y político.

Tras la ruptura de la paz de Amboise, Juana de Albret lleva a su hijo Enrique al frente de los ejércitos hugonotes. Se convierte en un joven comandante, aprendiendo de figuras como el almirante Gaspar de Coligny. Ese mismo año, la muerte de su padre ya lo había dejado como jefe nominal de la Casa de Borbón.

En 1569 se libra la batalla de Jarnac (13 de marzo), donde los hugonotes sufren una derrota y el príncipe de Condé, primo de Enrique y líder militar del bando protestante, es capturado y ejecutado. Esto convierte a Enrique de Navarra, con solo 15 años, en jefe político de los hugonotes junto con Coligny. Más tarde ese mismo año, en la batalla de Moncontour (3 de octubre), los protestantes vuelven a ser derrotados, pero el ejército hugonote se reorganiza y evita el colapso total.

Gracias al desgaste de ambos bandos, se firma la Paz de Saint-Germain-en-Laye el 8 de agosto de 1570, que pone fin a la tercera guerra de religión. Este tratado concede a los hugonotes libertad de culto en ciertos lugares y el control de cuatro plazas fuertes: La Rochelle, Montauban, Cognac y La Charité. Enrique de Navarra emerge como figura central del partido protestante y futuro referente político, aunque todavía bajo la tutela de su madre y de Coligny.

Matrimonio

El matrimonio entre Enrique de Navarra, futuro Enrique IV de Francia, y Margarita de Valois fue concebido como un gran gesto de reconciliación en una Francia desgarrada por las guerras de religión. 

Se celebró el 18 de agosto de 1572 en París, en la plaza del Louvre, con la intención de poner fin a las guerras de religión que enfrentaban desde hacía una década a católicos y protestantes. La idea partió de Catalina de Médici, madre de Margarita y reina madre de Francia, quien buscaba reconciliar a ambos bandos mediante una alianza matrimonial que uniera al jefe de los hugonotes con una princesa de la casa Valois.

La ceremonia estuvo marcada por tensiones desde el inicio. Enrique, protestante calvinista, no podía comulgar en la misa católica, lo que obligó a un arreglo peculiar: la boda se celebró en la explanada exterior de Notre-Dame, con la novia representada en parte por su hermano, y el novio ausente de la misa solemne. Este detalle reflejaba ya lo frágil de la alianza que se estaba intentando forjar.

Apenas seis días después de la boda, el 24 de agosto de 1572, estalló la Matanza de San Bartolomé, una de las más sangrientas de la historia francesa. Miles de hugonotes, que habían acudido a París para festejar el matrimonio, fueron asesinados bajo órdenes de la corte y de facciones católicas radicales. El almirante Gaspar de Coligny, mentor de Enrique, fue una de las primeras víctimas.

Enrique de Navarra, atrapado en el Louvre, se salvó únicamente al aceptar públicamente convertirse al catolicismo. Sin embargo, quedó prácticamente prisionero durante más de tres años en la corte francesa, vigilado por la familia de su esposa. De este modo, lo que debía ser un símbolo de reconciliación terminó convertido en un episodio de terror que marcó profundamente tanto la relación matrimonial como la vida política de Enrique.

Vida en Francia

Después de la matanza, Enrique había salvado su vida al aceptar abjurar públicamente del protestantismo y convertirse al catolicismo. Sin embargo, su conversión fue forzada y meramente formal: en privado seguía siendo simpatizante de la fe reformada, pero su supervivencia dependía de mantener las apariencias. Por eso, en 1573, aún vivía como “prisionero honorario” en la corte francesa, vigilado por la familia real y sin libertad real de acción.

Durante este año, Enrique acompañó a su cuñado Enrique de Anjou (hermano de Margarita de Valois) en diversos actos cortesanos, mientras trataba de adaptarse a la vida en París y en la corte del Louvre. Fue obligado a participar en ceremonias católicas y a distanciarse públicamente de los hugonotes, lo que le generaba gran tensión personal. Aunque gozaba de ciertos privilegios, en realidad estaba bajo custodia política, siendo usado como pieza de negociación en los equilibrios entre católicos y protestantes.

Un hecho importante de 1573 fue la elección de Enrique de Anjou como rey de Polonia, lo que supuso su partida hacia Europa central. Este cambio alteró el equilibrio interno de la familia Valois y abrió nuevas perspectivas en la corte francesa. Enrique de Navarra, sin embargo, permaneció bajo la vigilancia de su suegra, Catalina de Médici, y de su cuñado Carlos IX, lo que limitaba cualquier intento de retomar contacto con el bando protestante.

Otro suceso significativo fue la muerte del rey Carlos IX en mayo de 1574. Este monarca, hermano de Margarita de Valois, había reinado en medio de las guerras de religión y de la tragedia de la Matanza de San Bartolomé (1572). Con su fallecimiento, la corona pasó a su hermano, Enrique de Anjou, que en ese momento era rey electo de Polonia. Esto significó un interregno complicado hasta que Enrique pudiera regresar desde Polonia para ser coronado en Francia como Enrique III.

Durante este año, Enrique permaneció todavía como rehén en la corte, en un ambiente de tensión constante. Su matrimonio con Margarita de Valois seguía siendo inestable, marcado por la desconfianza y por las intrigas de Catalina de Médici. Aunque oficialmente era católico, seguía en el punto de mira por sus simpatías protestantes y su relación con los hugonotes.

A pesar de su condición de prisionero, Enrique aprovechó estos años para conocer mejor las dinámicas del poder en la corte francesa, observando las intrigas de los Valois y el peso de las facciones católicas y protestantes. Este aprendizaje lo hizo cada vez más hábil en el juego de la política y en el arte de la paciencia, preparándolo para la oportunidad de escapar (que lograría en 1576).

Reorganización

Durante 1575, aunque aún nominalmente católico, Enrique comenzó a reorganizar sus apoyos protestantes. El recuerdo de la matanza seguía vivo, y muchos hugonotes veían en él a su legítimo jefe. El joven príncipe, con apenas 22 años, comenzó a demostrar el pragmatismo que lo caracterizaría como rey: supo ganar fidelidades entre nobles del sur de Francia y mantener vivo el espíritu de resistencia frente a la corte de los Valois.

En febrero de 1576, Enrique logró finalmente escapar de la corte, donde llevaba más de tres años bajo estricta vigilancia desde la Matanza de San Bartolomé. Huyó de París disfrazado y se dirigió hacia el suroeste de Francia, a sus dominios en Bearne y Navarra. Una vez libre, proclamó abiertamente su regreso al protestantismo, abjurando de la fe católica que había adoptado forzado en 1572.

De inmediato, Enrique fue reconocido por los hugonotes como su líder natural, en reemplazo del príncipe de Condé, muerto en 1569, y del almirante Coligny, asesinado en 1572. Su juventud, valentía y linaje lo convirtieron en el nuevo estandarte de la causa reformada. Reunió tropas, reorganizó plazas fuertes y comenzó a negociar alianzas con ciudades del sur de Francia, donde los protestantes tenían más apoyo.

Ese mismo año, el hermano del rey, Francisco de Anjou (conocido como "Monsieur"), se rebeló contra Enrique III, obligándolo a negociar. En este contexto, la presencia de Enrique de Navarra como jefe hugonote fortaleció al bando protestante. El conflicto terminó con la Paz de Beaulieu (6 de mayo de 1576), que otorgó a los hugonotes amplias concesiones: libertad de culto casi en todo el reino y el control de varias plazas fuertes. Aunque efímera, esta paz consolidó la imagen de Enrique como líder político y militar indispensable para el equilibrio del reino.

Sexta Guerra de Religión

En 1577 estalla la sexta guerra de religión como reacción católica a las amplias concesiones de la Paz de Beaulieu (1576). La Liga Católica, articulada en torno a Enrique de Guisa, presiona a Enrique III para que revierta aquella tolerancia, mientras Enrique de Navarra consolida su jefatura hugonote en el suroeste con plazas de seguridad y una red de nobles afectos. Durante la campaña, Navarra coordina fuerzas en Guyena y Languedoc, hostiga rutas reales y defiende núcleos protestantes clave (La Rochelle, Montauban, entre otros), mientras el rey, necesitado de equilibrio entre liga y hugonotes, evita una guerra total que no puede financiar. El desgaste, la falta de una victoria decisiva y el riesgo de fractura del reino fuerzan un arreglo: la Paz de Bergerac (septiembre de 1577), registrada luego como Edicto de Poitiers, recorta de manera sustantiva los beneficios concedidos en 1576—restringe el culto reformado a puntos muy determinados, prohíbe asambleas políticas y reduce el número de plazas fuertes—, pero reconoce a los hugonotes un espacio religioso mínimo que evita su exclusión. Para Enrique de Navarra, 1577 confirma su ascenso político-militar: no derrota a la Corona ni a la Liga, pero emerge como interlocutor imprescindible en cualquier paz, con autoridad real sobre su partido y una reputación de jefe eficaz capaz de negociar sin renunciar al núcleo de garantías para los suyos. 

Enrique de Navarra vivió una tregua vigilada tras la Paz de Bergerac (registrada como Edicto de Poitiers, 1577): no había guerra abierta, pero sí choques locales, tensiones con la Liga Católica y conversaciones intermitentes con la Corona. Enrique se dedicó a consolidar su base en el suroeste (Bearne, Guyena, Gascuña), reforzando guarniciones y pactos municipales, y tejiendo lealtades con nobles “politiques” como los Montmorency-Damville en Languedoc. En paralelo, cultivó una diplomacia de equilibrios: mantuvo canales con “Monsieur” (Francisco de Anjou), cuya aventura en los Países Bajos interesaba a los hugonotes por debilitar a la Liga y presionar a la corte de París, mientras hacía saber a Enrique III que su objetivo no era romper el reino, sino garantizar un espacio estable para el culto reformado. 1578 fue también el año en que Catalina de Médici inició su célebre viaje al Mediodía para mediar entre realistas, ligueurs y hugonotes, una gira que preparó el encuentro de Nérac y la tregua de 1579. En el plano doméstico y de imagen, Enrique trabajó su figura de príncipe de orden: promovió disciplina en sus tropas, contuvo radicalismos y fijó en torno a Nérac una corte ligera pero activa (la llegada efectiva de Margarita de Valois al sur se concretará al año siguiente), desde la que proyectó autoridad, negoció con ciudades clave y cuidó su reputación de jefe fiable. Balance: año de recomposición—sin victorias espectaculares, pero con avances reales en control territorial, logística y legitimidad, que le permitirán negociar desde una posición más fuerte en 1579.

Enrique de Navarra pasó del pulso militar a la negociación directa. Tras el “viaje al Mediodía” de Catalina de Médici, las partes se reunieron en Nérac, donde Enrique había instalado una corte ligera y activa. Allí confluyeron la reina madre, emisarios de Enrique III y la propia Margarita de Valois, cuya presencia facilitó contactos y gestos de distensión. El resultado fue la tregua (o paz) de Nérac: un arreglo temporal que precisó y moderó lo pactado tras 1577, con tolerancia religiosa limitada al reformismo en lugares señalados, amnistías, comisiones mixtas para resolver agravios y el mantenimiento de ciertas plazas de seguridad en el suroeste. Para Enrique, el acuerdo tuvo un valor táctico: le dio aire para ordenar finanzas, disciplinar sus tropas y afianzar lealtades urbanas y nobiliarias en Bearne, Guyena y Languedoc, reforzando su perfil de príncipe de orden antes que caudillo faccioso.

La tregua, sin embargo, nació frágil. Incidentes locales, decisiones judiciales controvertidas y roces entre ligueurs y hugonotes erosionaron la aplicación del pacto a lo largo del año. Enrique mantuvo una diplomacia de equilibrios: dejó claro al rey que no buscaba romper la unidad del reino, cuidó su entendimiento con los politiques del Midi y siguió con interés los movimientos de “Monsieur” (Francisco de Anjou) en los Países Bajos, útiles para presionar a la Liga. Así, 1579 fue un año de recomposición: sin grandes batallas, pero con avances reales en control territorial, logística y legitimidad, que prepararían el escenario de la reanudación de la guerra en 1580 (la llamada Guerra de los Amantes).

En 1580 se reanuda la guerra —la llamada séptima guerra de religión, conocida por los polemistas católicos como la “guerra de los Amantes”— tras erosionarse la frágil tregua de Nérac. Enrique de Navarra concentra su esfuerzo en el suroeste (Bearne, Guyena, Quercy), apuntalando guarniciones, rutas y pactos locales para asegurar la continuidad del culto reformado donde ya tenía arraigo. Su objetivo es claro: pelear para negociar, mostrar fuerza militar sin desgastar su base ni abrir frentes imposibles.

El episodio decisivo del año es la toma de Cahors (finales de mayo de 1580). Enrique dirige un asalto nocturno y encabeza durante cinco días combates casa por casa, una acción famosa por su dureza y por el liderazgo personal que exhibe: mantiene la cohesión, alterna ataques cortos con cierres de calles y, cuando hace falta, combate literalmente al frente. La victoria tiene triple efecto: militar (asegura un nudo urbano clave del Quercy), político (eleva su autoridad ante nobles y ciudades protestantes) y propagandístico (fija su reputación de jefe valiente y disciplinado, más “príncipe de orden” que caudillo faccioso).

Mientras tanto, Catalina de Médici multiplica gestiones para evitar una guerra total que ni la Corona ni el reino pueden costear. El resultado es la Paz de Fleix (noviembre de 1580), un arreglo negociado que ratifica y precisa lo concedido tras 1577: limita el culto reformado a lugares señalados, mantiene un conjunto acotado de plazas de seguridad en el Midi y concede amnistías y comisiones para resolver agravios locales. No es una victoria ideológica de los hugonotes, pero sí un éxito táctico de Enrique: entra en la paz desde la fuerza, conservando territorio, prestigio y libertad de maniobra.

Tras la Paz de Fleix (nov. 1580), Enrique de Navarra vivió un año de descompresión militar y consolidación política. Con la guerra en pausa, concentró energías en el suroeste (Bearne, Guyena, Quercy, Languedoc), donde reforzó guarniciones, revisó finanzas, aseguró víveres y sueldos para mantener la disciplina —clave para sostener su imagen de príncipe de orden y no de caudillo faccioso—, y renovó pactos con ciudades que habían apostado por la causa reformada. En paralelo, cuidó la diplomacia de equilibrio: mantuvo canales con Enrique III a través de mediadores reales, conversó con politiques del Midi y observó con interés los movimientos de “Monsieur” (Francisco de Anjou) hacia los Países Bajos, útiles para contener a la Liga Católica.

La paz, sin embargo, fue frágil: persistieron incidentes locales, choques judiciales y fricciones entre ligueurs y hugonotes en el Midi. Enrique procuró que las cláusulas de tolerancia se aplicaran en sus plazas, evitando provocaciones que dieran pretexto a una ruptura inmediata. Mientras apuntalaba su autoridad, mantuvo activos a sus capitanes veteranos (sin desmovilizar del todo) para responder rápido si la tregua se quebraba, y siguió tejiendo lealtades nobiliarias y municipales que le aseguraran rutas, fortines y abastecimientos.

En el plano doméstico y cortesano, 1581 estuvo atravesado por las tensiones con Margarita de Valois y por el escándalo de su relación con Françoise de Montmorency-Fosseux (la Belle Fosseuse), una de las damas de la reina. El episodio —muy comentado en Nérac— erosionó la convivencia con Margarita y alimentó la leyenda de una corte “ardiente” en el Mediodía, eco tardío del apodo polémico de la “guerra de los Amantes”. Políticamente, no cambió el eje: Enrique conservó el control del suroeste y su papel de interlocutor imprescindible para cualquier arreglo duradero.

En ese mismo año, Enrique de Navarra conoció a Michel de Montaigne, cuando este ultimo era el alcalde de Burdeos. Pese a su fama de soldado rudo y pragmático, admiraba la cultura y el talento literario de Montaigne. Se sabe que lo buscaba para conversar y que apreciaba su honestidad y su prudencia política. Montaigne, por su parte, veía en Enrique cualidades de moderación y realismo que lo diferenciaban de otros príncipes fanáticos de su tiempo.

Enrique de Navarra vivió otro año de paz tensa tras la Paz de Fleix (1580): sin campañas mayores, pero con choques locales, roces judiciales y una vigilancia constante de la Liga Católica. Aprovechó esa relativa calma para gobernar y consolidar su base en el suroeste —Bearne, Guyena, Quercy y Languedoc—: reforzó guarniciones, aseguró rutas y bastimentos, contuvo el pillaje para sostener su imagen de príncipe de orden, y renovó pactos con ciudades clave de obediencia reformada. En el frente diplomático, mantuvo una política de equilibrios: canales con Enrique III y con los politiques del Midi, y atención a la empresa de “Monsieur” (Francisco de Anjou) en los Países Bajos, cuyo ascenso allí (y el título brabanzón) añadía presión sobre la Liga y ofrecía a Enrique margen para negociar sin ceder en lo esencial: la continuidad del culto reformado en plazas señaladas.

Siguió gobernando y afianzando su base en Bearne, Guyena, Quercy y Languedoc: revisó finanzas, aseguró rutas y bastimentos, reforzó plazas y—clave para su imagen—contuvo el pillaje para presentarse como príncipe de orden y no como caudillo faccioso. Mantuvo cohesionados a sus capitanes veteranos, con tropas en pie pero disciplinadas y de coste controlado, para que la tregua no se le volviera en contra por indisciplina o carestía.

El tablero diplomático, en cambio, se movió: la aventura de “Monsieur” (Francisco de Anjou) en los Países Bajos se derrumbó con el fracaso de Amberes (enero de 1583), lo que debilitó una de las palancas que Enrique utilizaba para presionar a la Liga y negociar con la Corona. Navarra respondió con equilibrio: mantuvo canales con Enrique III a través de mediadores, cultivó a los politiques del Midi y reforzó alianzas municipales que le garantizaban continuidad del culto reformado allí donde ya estaba reconocido por los arreglos de 1577–1580. En el frente cortesano persistieron tensiones con Margarita de Valois, aún resonando el escándalo de la Belle Fosseuse; pero, más allá del ruido, Enrique preservó autoridad y gobernanza cotidiana.

Camino a ser rey

El 10 de junio murió Francisco de Alençon (duque de Anjou), último hermano de Enrique III y heredero inmediato de los Valois; por la ley sálica, el siguiente en la línea era Enrique de Navarra, príncipe de sangre… y protestante. La sola posibilidad de un rey hugonote desató un seísmo político: la Liga Católica, articulada en torno a Enrique de Guisa, se reactivó con fuerza, pasó de plataforma militante a proyecto sucesorio y lanzó una ofensiva propagandística y municipal para excluir a Navarra de la Corona.

El giro se internacionalizó a fin de año: la Liga selló con Felipe II de España el Tratado de Joinville (diciembre de 1584), por el que obtenía apoyo financiero y diplomático para imponer un heredero católico —el cardenal Carlos de Borbón, tío de Enrique—, negando la legitimidad del navarro pese a su claro derecho dinástico. Con Enrique III atrapado entre la Liga y los politiques, París entró en un clima de pre-guerra civil.

Enrique de Navarra respondió con su manual de siempre: ordenar el suroeste, garantizar disciplina y abastecimientos, y cultivar una red de lealtades urbanas y nobiliarias que asegurara continuidad del culto reformado donde ya estaba reconocido. En lo discursivo, se presentó como príncipe de orden y de unidad del reino, prometiendo respetar los bienes y conciencias de los católicos moderados, y tendiendo la mano a Enrique III para una salida pactada que frenara a los extremistas.

En 1585 estalla formalmente la Guerra de los Tres Enriques (Enrique de Navarra, Enrique III y Enrique de Guisa). Tras la muerte de Anjou en 1584 y la consiguiente condición de heredero presuntivo de Navarra, la Liga Católica fuerza al rey a firmar el Edicto de Nemours (julio de 1585), que revoca la tolerancia previa, proscribe el culto reformado, excluye a los protestantes de cargos y ordena su abjuración o exilio en plazos perentorios. La medida busca, de facto, inhabilitar al propio Enrique de Navarra para la sucesión si no cambiaba de religión. Ese mismo año, el papa Sixto V excomulga a Enrique de Navarra, reforzando el andamiaje canónico y propagandístico de la Liga. Navarra responde con su manual de supervivencia: rechaza la legalidad del edicto por contrario a los pactos anteriores, reafirma su derecho dinástico como primer príncipe de sangre, promete seguridad a los católicos moderados que no tomen las armas y consolida su base en el suroeste (Bearne, Guyena, Languedoc), coordinado con el príncipe de Condé. En lo militar, evita choques frontales prematuros con los ligueurs, asegura plazas, rutas y bastimentos, y mantiene una disciplina que sostiene su imagen de príncipe de orden más que de caudillo faccioso, mientras teje apoyos con los politiques y busca recursos para campañas mayores. Balance 1585: el conflicto pasa de ser una guerra de religión “regionalizada” a una guerra sucesoria nacional; el andamiaje jurídico (Nemours + excomunión) pretende cerrarle el paso a Navarra, pero su control del Midi, su legitimidad dinástica y su narrativa de orden preparan el terreno para sus grandes victorias de 1587 (Coutras) y su ascenso imparable hacia la corona.

Ese mismo año, Enrique de Navarra pasó de la preparación a la ofensiva decisiva. Tras un año (1586) de alistamiento logístico y político, abrió campaña en el suroeste—Bearne, Guyena, Quercy, Périgord—con golpes rápidos para asegurar rutas y someter plazas indecisas. El momento culminante llegó el 20 de octubre de 1587 en la batalla de Coutras, donde enfrentó al ejército real mandado por Anne de Joyeuse, favorito de Enrique III. Navarra escogió el terreno, compactó su línea y alternó caballería con arcabuceros para romper la carga adversaria; la victoria fue completa: Joyeuse murió en el campo, el ala realista se deshizo y el prestigio militar de Enrique se disparó. La conducta del navarro tras la batalla—contener el pillaje y dar cuartel—reforzó su imagen de príncipe de orden frente a la propaganda ligueur.

El éxito, sin embargo, no resolvió por sí solo la guerra a escala del reino: mientras Enrique triunfaba en el suroeste, el duque de Guisa obtenía victorias contra columnas alemanas y suizas de socorro (Vimory, Auneau) y alimentaba en París la narrativa de la Liga Católica. Aun así, Coutras cambió el equilibrio: mostró que el heredero presuntivo sabía ganar batallas en regla, disciplinar a sus tropas y negociar desde la fuerza; desde ese otoño, Navarra dejó de ser solo el jefe del Midi para convertirse en el competidor real por la Corona con autoridad militar comprobada.

El 12 de mayo tuvo lugar en París el Día de las Barricadas: el duque de Guisa entró triunfal en la capital, la Liga Católica se adueñó de la calle y Enrique III huyó de la ciudad. Forzado por la presión ligueur, el rey promulgó el Edicto de Unión (verano de 1588), que excluía a herejes de cargos y comprometía la sucesión a un príncipe católico “puro”. Para un heredero presuntivo protestante como Navarra, el mensaje era claro: la Liga quería cerrarle el paso a la Corona por decreto y por fuerza.

Navarra respondió consolidando su suroeste (Bearne, Guyena, Languedoc): reforzó guarniciones, afinó finanzas, mantuvo rutas y contuvo el pillaje para sostener su imagen de príncipe de orden. Militarmente evitó un choque frontal prematuro—sus tropas siguieron en pie, disciplinadas, y listas para moverse—, mientras en el plano diplomático mantuvo canales discretos con la Corona y con los politiques, subrayando dos ideas: su derecho dinástico y su disposición a proteger a los católicos moderados bajo su autoridad. La victoria de Coutras (1587) seguía rindiendo: le daba crédito militar y legitimidad para negociar sin ceder en lo esencial (continuidad del culto reformado donde ya estaba reconocido).

El último giro del año fue brutal: en los Estados de Blois, Enrique III mandó asesinar al duque de Guisa (23 de diciembre) y, al día siguiente, al cardenal de Guisa. Con París sublevada, la Liga pasó del desafío al alzamiento abierto contra el rey. Para Navarra, aquello confirmó su lectura: la crisis ya no era solo religiosa, sino sucesoria y de obediencia. Su apuesta—mantener orden, preservar fuerzas, hablarle a los moderados—lo dejaba mejor posicionado para el siguiente paso: la alianza con el propio Enrique III en 1589 contra la Liga.

Tras los asesinatos de los Guisa en Blois (diciembre de 1588), Enrique III se alió abiertamente con Navarra (primavera de 1589) y ambos cercaron París desde Saint-Cloud. El 1 de agosto de 1589, el fraile Jacques Clément apuñaló a Enrique III; moribundo, el rey reconoció a Enrique de Navarra como su sucesor y pidió a los católicos que le diesen obediencia. Desde ese instante, el navarro pasó a ser Enrique IV, con derecho dinástico claro pero con la Liga Católica alzada en su contra, respaldada por España y encabezada por el duque de Mayenne. Enrique IV actuó con su manual de siempre: proclamó su lealtad al orden y a la unidad del reino, garantizó la seguridad de los católicos moderados, mantuvo—de momento—su fe reformada y convirtió la campaña en una cuestión de obediencia legítima más que de pura religión. Estratégicamente, aseguró Normandía para sostenerse: fijó base en Dieppe, amarró rutas y subsidios ingleses, y el 21 de septiembre ganó la batalla de Arques, conteniendo y luego rechazando a Mayenne. No tomó París ese año, pero salió con lo esencial: título reconocido por el ejército realista, una victoria en regla, puertos abiertos y narrativa de orden. Balance 1589: comienza el reinado de Enrique IV; aún sin corona en Reims ni París sometida, pero con legitimidad, logística y prestigio militar suficientes para dar el golpe decisivo en 1590 (Ivry y el primer gran sitio de París).

Partiendo de su base en Normandía y del prestigio recuperado en Arques (1589), Enrique abrió campaña contra la Liga con el objetivo claro de cercar París, corazón político y propagandístico del enemigo. El 14 de marzo, en la batalla de Ivry (cerca de Dreux), logró su triunfo más célebre: eligió terreno, combinó con solvencia caballería y fuego de arcabuceros y, encabezando la carga con su famoso “panache” blanco, desbarató al ejército de Mayenne. La victoria, limpia y resonante, consolidó su reputación de jefe disciplinado y de príncipe de orden, capaz de ganar en campo abierto y contener el pillaje tras la batalla. Con la Liga quebrada en el oeste, Enrique pasó al sitio de París (mayo–agosto/septiembre): bloqueó accesos, tomó posiciones claves y presionó hasta provocar una hambruna atroz dentro de la ciudad. Políticamente, la muerte del cardenal Carlos de Borbón (mayo de 1590), el “rey” de la Liga, dejó a los rebeldes sin pretendiente francés viable y abrió un vacío que España intentó llenar. La intervención de Alejandro Farnesio, duque de Parma, que descendió desde Flandes con una columna maniobrera y suministros, forzó a Enrique a levantar el cerco para no arriesgar su ejército en condiciones desfavorables. Resultado: Enrique IV demostró que podía vencer y cercar la capital, pero comprobó también que, sin quebrar el eje hispano-ligueur ni sumar a los católicos moderados, París no caería. Balance 1590: año de gloria táctica (Ivry) y de empate estratégico a las puertas de la capital; la guerra quedó planteada como una pugna por la obediencia legítima y por la adhesión de los moderados, preludio de las campañas —y decisiones— de los años siguientes.

Tras el éxito de Ivry (1590) y el primer cerco —fallido— de París, orientó su campaña a estrangular a la capital por sus arterias: aseguró enclaves en torno a Île-de-France y, en primavera, tomó Chartres, llave logística y simbólica que más tarde le serviría para su coronación. Con París aún en manos de la Liga, el objetivo pasó a ser Normandía: dominar sus puertos y el alto Sena significaba cortar víveres y entradas de socorro. Así, con apoyo inglés y refuerzos de sus politiques, abrió a finales de 1591 el cerco de Ruan, operación larga y costosa que buscaba rendir la gran capital normanda y, con ello, quebrar la resistencia ligueuse en el noroeste.

Mientras martillaba Ruan, Enrique cuidó su narrativa de orden: disciplina en las tropas, castigo del pillaje, garantías explícitas a los católicos moderados y mano tendida a los municipios que aceptaran la obediencia real. Ese contraste se amplificó por las fracturas internas de la Liga: en París, Mayenne reprimió a los radicales del Consejo de los Dieciséis, dejando claro que el bando católico estaba lejos de ser monolítico. En lo diplomático, Enrique mantuvo subsidios y contingentes ingleses, buscó coordinación marítima con holandeses y consolidó la fidelidad de los parlamentos “realistas” fuera de la capital, todo para sostener finanzas y legitimidad mientras proseguía el asedio normando.

En 1593 Enrique IV convirtió la guerra sucesoria en una batalla por la obediencia… y la ganó con política. Mientras la Liga Católica reunía en París unos Estados Generales (enero–verano) para fabricar un rey “católico” —llegaron a barajar la candidatura española de la infanta Isabel Clara Eugenia, en colisión con la ley sálica—, Enrique presionó a la capital por sus periferias y abrió un frente decisivo: el religioso-jurídico. Organizó conversaciones con prelados y teólogos (Suresnes, primavera) y preparó una conversión que desarmara el principal argumento de la Liga. El 25 de julio de 1593, en la basílica de Saint-Denis, abjuró del calvinismo y se reconcilió con la Iglesia ante altas dignidades del clero francés. El gesto —símbolo de su célebre realismo (“París bien vale una misa”)— cambió el tablero: los católicos moderados (politiques), magistrados y ciudades hasta entonces reticentes empezaron a reconocer su autoridad; varias plazas en torno a Île-de-France y al valle del Sena abrieron sus puertas. La Sorbona y núcleos duros de la Liga resistieron, pero se quedaron sin discurso unificador: ya no podían presentarlo como “hereje” sin más, y la idea de traer un soberano extranjero perdía tracción entre juristas y municipios. Balance 1593: Enrique IV neutralizó el veto religioso, fracturó a la Liga y se colocó en la rampa de lanzamiento hacia la coronación (Chartres, 1594) y la apertura de París.

Incapaz de usar la catedral de Reims —en manos ligueurs—, se coronó en Chartres (27 de febrero), gesto pragmático que le dio el rito y la unción necesarios para presentarse como rey “de derecho y de hecho”. Tres semanas después, gracias a la defección de Charles de Brissac y de los mandos parisinos, entró en París (22 de marzo) casi sin resistencia: aseguró pagos atrasados, garantizó la seguridad de los católicos moderados, celebró Te Deum en Notre-Dame y restituyó el Parlement de París, consolidando la obediencia institucional mientras mantenía su discurso de orden y clemencia.

El resto del año lo dedicó a pacificar Île-de-France y a encadenar adhesiones: universidades, magistraturas y ciudades fueron reconociendo su autoridad, mientras su ejército tomaba plazas clave del norte (entre ellas Laon) para cerrar el cerco político a la Liga. El 27 de diciembre sufrió el intento de magnicidio de Jean Châtel; la conmoción pública reforzó su imagen de garante del orden y derivó en la expulsión de los jesuitas (medida revertida años después). Balance 1594: con corona, capital y parlamento en mano, Enrique transformó su victoria militar en obediencia civil y dejó preparado el siguiente movimiento: la guerra abierta contra España y la absolución pontificia.

En el frente del norte aseguró La Fère (capituló en mayo), pieza clave de Picardía, pero encajó un golpe serio cuando el archiduque Alberto de Austria tomó Calais (abril), recordándole que la guerra con España seguía abierta en costa y frontera. La respuesta fue política: el 13 de agosto selló en Greenwich una triple alianza con Inglaterra y las Provincias Unidas, que le aportó subsidios, tropas y presión marítima contra Felipe II. En el interior, continuó el desarme de la Liga: el duque de Mayenne aceptó la reconciliación con el rey (con pensiones y cargos), y varias ciudades ligueurs retornaron a la obediencia, reduciendo el conflicto a un pulso franco-español. Consciente de que sin dinero no hay victoria, Enrique convocó en Ruan (otoño de 1596) una Asamblea de Notables para ordenar las finanzas: reforzó ingresos ordinarios, amplió ventas de oficios y concesiones, intentó gravámenes extraordinarios (como un décimo de resultados modestos) y dio más juego a su hombre de confianza Maximilien de Béthune (Sully), que empezaba a imponer su marca de disciplina fiscal y logística. Balance 1596: año mixto pero ascendente: perdió Calais, ganó La Fère, nacionalizó la lucha contra España con una alianza sólida y puso las bases financieras del esfuerzo bélico. Todo ello preparó el escenario para la crisis y la réplica del año siguiente.

Sorpresa de Amiens

El 11 de marzo, tropas de los Países Bajos españoles se apoderaron de la ciudad mediante un ardid —soldados disfrazados de carreteros que, con sacos, abrieron la puerta— y colocaron una cuña peligrosísima en la línea del Somme, a apenas unos días de marcha de París. El golpe, obra del aparato hispano comandado por el archiduque Alberto de Austria, buscaba desbaratar el avance de Enrique IV y obligarlo a negociar en desventaja.

La reacción del rey fue inmediata y metódica. Enrique IV concentró fuerzas, puso a sus intendentes a asegurar finanzas, víveres y municiones (el ascendente Sully se hizo notar), y levantó un gran cerco: líneas de circunvalación, control de pasos del Somme y artillería emplazada para someter plaza y ciudadela. La operación fue larga y costosa —primavera a fin de verano—, pero también ejemplar en disciplina: el rey insistió en pagar sueldos, limitar el pillaje y mantener la logística al día, sosteniendo su imagen de príncipe de orden frente a la propaganda de la Liga y de España.

El 25 de septiembre de 1597, Amiens capituló. La recuperación de la ciudad invirtió por completo el efecto del golpe de marzo: devolvió a Enrique el control de la cuenca del Somme, elevó su prestigio militar e hizo evidente el cansancio estratégico de ambos bandos. Desde ese otoño, el camino hacia una paz general quedó abierto: Francia tenía el impulso y el marco de alianzas (con Inglaterra y las Provincias Unidas) para negociar, mientras la Monarquía Hispánica afrontaba múltiples frentes. Así, 1597 cerró como año de prueba superada: del susto inicial a la victoria de sitio, con el reino más seguro y el rey en posición de exigir términos… antes del doble desenlace de 1598.

Edicto de Nantes

En 1598 Enrique IV cerró la guerra por dentro y por fuera. Primero, liquidó el último gran foco ligueur: el duque de Mercœur se rindió en Angers (20 de marzo), poniendo fin a la rebelión en Bretaña; como parte del arreglo, Mercœur dejó la gobernación y casó a su hija con César de Vendôme, hijo reconocido del rey, asegurando la pacificación del Oeste. 

Edicto de Nantes

Un mes después llegó el hito interno decisivo: el Edicto de Nantes (13 de abril). No fue un cheque en blanco, sino un pacto jurídico de tolerancia limitada: libertad de conciencia para los reformados, culto público en lugares tasados, amnistía, acceso a oficios y justicia mediante Cámaras mixtas del Edicto, y un conjunto de plazas de seguridad temporales para garantizar la ejecución (La Rochelle, Montauban, etc.). Con ello, el rey convirtió la paz en derecho positivo, desactivó la guerra civil y fijó un marco de convivencia bajo autoridad real. Finalmente, remató el frente exterior: el Tratado de Vervins (2 de mayo) con Felipe II puso fin a la guerra con España y restableció en lo esencial el equilibrio fronterizo de Cateau-Cambrésis, con evacuaciones y restituciones recíprocas en el norte; Francia salía reconocida bajo su rey legítimo y sin guarniciones enemigas en su corazón. Balance 1598: año de doble pacificación. Con Nantes y Vervins, Enrique IV pasó de ganar batallas a construir obediencia, y abrió la etapa de reconstrucción económica que marcaría su “reinado útil”.

En la esfera personal, la muerte repentina de Gabrielle d’Estrées (abril) truncó el proyecto —ya avanzado— de casarse con ella tras regularizar su situación matrimonial; pocos meses después, Clemente VIII concedió la anulación del enlace con Margarita de Valois (a fines de año), por consanguinidad y vicios de consentimiento, dejando al rey libre para una nueva alianza dinástica. En lo político-religioso, 1599 fue el año de puesta en marcha del Edicto de Nantes: se activaron comisiones mixtas para reparar agravios, y las Cámaras del Edicto empezaron a funcionar en varios parlamentos (París, Grenoble, Burdeos, Castres), fijando en la práctica la tolerancia limitada prometida a los reformados y encauzando los contenciosos bajo autoridad real. En lo hacendario y administrativo, el ascenso de Sully se tradujo en disciplina: saneamiento de finanzas, mejor pago de tropas, recompra de partes del dominio real enajenado, contención del pillaje y primer impulso a un programa de “labranza y ganadería” que privilegiaba agricultura, caminos y puentes (Sully obtuvo en 1599 el cargo de gran voyer, responsable de vías y obras). En el frente exterior, Enrique encauzó por la vía diplomática la disputa con Saboya por el marquesado de Saluzzo, mientras preparaba el instrumento militar que emplearía en 1600; y en el interior, continuó desarmando los últimos reflejos de la Liga, convirtiendo adhesiones locales en obediencia estable. Balance: 1599 cerró un capítulo (Margarita, la guerra civil) y abrió otro —el de la dinastía asegurada— que cristalizará al año siguiente con el matrimonio con María de Médici (1600).

Los acuerdos

En 1600 Enrique IV remató dos frentes: dinastía y frontera oriental. Tras la anulación con Margarita (1599) y la muerte de Gabrielle d’Estrées, selló una gran alianza italiana al casarse con María de Médici —boda por poderes en Florencia en otoño y encuentro nupcial en Lyon a fines de año—, unión escogida por su enorme dote medicea y por el peso político de los Médici en la península. Mientras organizaba festejos y corte en Lyon, el rey abrió su campaña contra Saboya por el marquesado de Saluzzo, contencioso que venía arrastrándose desde los años de guerra civil: avanzó con método sobre las posiciones saboyanas en el Bugey–Bresse–Valromey–Gex, impuso su superioridad de artillería y logística y dejó al duque Carlos Manuel I ante una paz inevitable. 

El año cerró con Francia en ventaja militar en el sector alpino-rodánico y con la sucesión asegurada por el nuevo matrimonio; de inmediato, esas operaciones conducirían al Tratado de Lyon (enero de 1601), por el que Francia consolidó su frontera oriental a orillas del Ródano y Saboya obtuvo salida digna en el intercambio, mientras en la corte se preparaba el nacimiento del heredero.

El 17 de enero de 1601 firmó con Carlos Manuel I de Saboya el Tratado de Lyon: Francia cede el marquesado de Saluzzo (ultraalpino) y recibe Bresse, Bugey, Valromey y el Pays de Gex, fijando una frontera más compacta en torno al Ródano y asegurando pasos y plazas de primera importancia en el corredor alpino-rodánico. La permuta —menos prestigiosa en apariencia que recuperar Saluzzo— fue, en clave estratégica, un negocio excelente: debilitó la proyección saboyana al oeste, acercó la línea defensiva a los recursos del reino y redujo el costo de sostener guarniciones aisladas tras los Alpes. En paralelo, la dinastía quedó garantizada con el nacimiento del heredero, Luis (futuro Luis XIII), el 27 de septiembre en Fontainebleau; María de Médici consolidó así su posición como reina, mientras el rey y Sully continuaban la línea de gobierno “útil”: orden fiscal, pago más regular de tropas, recompras del dominio real enajenado y obras públicas (caminos, puentes, diques) para reactivar agricultura y comercio. En la corte, la paz exterior no eliminó las tensiones facciosas (en torno a Henriette d’Entragues y otros círculos), pero Enrique mantuvo el eje del poder en torno a su programa de pacificación y prosperidad.

Conspiración contra Enrique IV

El año 1602 fue el año en que Enrique IV demostró, sin ambigüedades, que la paz recién conquistada iba a sostenerse con autoridad real y disciplina. El episodio decisivo fue la conspiración del mariscal Charles de Gontaut, duque de Biron, viejo compañero de armas, sorprendido en tratos clandestinos con Saboya y con agentes de España. Enrique lo atrajo a la corte, lo confrontó con las pruebas, lo hizo juzgar por alta traición y, finalmente, lo hizo ejecutar (julio de 1602). El mensaje fue nítido: la reconciliación no significaba impunidad para los grandes que pretendieran jugar a dos bandas; la obediencia al rey estaba por encima de cualquier clientela o ambición provincial. En paralelo, el gobierno afianzó la puesta en marcha del Edicto de Nantes en parlamentos y ciudades (cámaras mixtas, reparación de agravios, protección a católicos moderados y reformados leales), y Sully siguió apretando tuercas fiscales y logísticas: pagar tropas, contener el pillaje, recomprar piezas del dominio y mantener caminos y puentes para reactivar comercio y labranza. 

En la frontera alpina, pese al Tratado de Lyon ya encauzado, el duque de Saboya tensó la cuerda: a fin de año protagonizó el fallido golpe nocturno contra Ginebra (la célebre Escalade, diciembre de 1602), un aviso de que el tablero italo-alpino seguía vivo; Enrique respondió con presión diplomática y capacidad de disuasión, preparando la mediación que cristalizaría al año siguiente.

Medidas económicas

En 1603 Enrique IV reforzó la normalización internacional y dio otro paso en la consolidación de su autoridad. El gran acontecimiento exterior fue la paz con Inglaterra: con la subida al trono de Jacobo I Estuardo, Francia e Inglaterra firmaron en Londres (agosto de 1603) un tratado que ponía fin a décadas de rivalidad y garantizaba una relación de equilibrio frente a España. En paralelo, Enrique actuó como árbitro en el arco saboyano-ginebrino tras el fracaso de la Escalade (1602): presionó a Carlos Manuel de Saboya, contuvo excesos en Ginebra y se proyectó como garante de estabilidad en los Alpes, reforzando su perfil de pacificador de Europa occidental.

En el plano interno, el rey siguió apoyándose en Sully para ordenar finanzas y obras públicas: se multiplicaron los trabajos de caminos, puentes y canales, se fortaleció la recaudación fiscal con menor corrupción y se incentivó la agricultura, clave de su lema de que “cada campesino debía tener una gallina en la olla los domingos”. En el plano religioso, prosiguió la aplicación del Edicto de Nantes, con comisiones que vigilaban su cumplimiento y con gestos de equilibrio hacia católicos y protestantes, afianzando el clima de reconciliación.

En el plano fiscal, Sully puso en marcha una reforma clave: el “décimo” (un impuesto extraordinario del 10 % sobre rentas y oficios) que buscaba sanear la deuda acumulada. Aunque generó resistencia, mostró la determinación de la Corona de financiarse con mayor regularidad y menos arbitrariedad. En paralelo, se reforzó la venta controlada de oficios públicos, se redujeron los gastos superfluos de la corte y se centralizó la recaudación, lo que permitió empezar a equilibrar ingresos y egresos.

En lo económico-social, Enrique impulsó la agricultura como base de la prosperidad: reparó canales, diques y caminos; incentivó la labranza y la cría de ganado; protegió mercados locales y reanimó ferias. Se comenzaron a gestar grandes proyectos de infraestructura, como el canal de Briare, que más adelante conectaría el Sena con el Loira, pieza simbólica de su política de utilidad práctica.

En política religiosa, continuó aplicando el Edicto de Nantes, asegurando a los protestantes sus plazas de seguridad y el acceso a justicia, mientras tranquilizaba al clero católico con subsidios y garantías. Su estrategia fue sostener un equilibrio pragmático, mostrando que la paz religiosa era también la base del progreso económico.

En 1605 Enrique IV afianzó su imagen de rey útil y cercano al pueblo, proyectando la idea de que su reinado debía traer prosperidad material y paz estable. Fue el año en que cristalizó la famosa aspiración —atribuida a sus palabras— de que “cada campesino pudiera tener una gallina en la olla los domingos”, lema que resumía su política de bienestar popular.

En el plano económico y social, continuó la acción de Sully: mejoras en la recaudación, control más estricto del gasto público, recompras de tierras del dominio real, reducción del pillaje y protección de la agricultura. Se impulsaron proyectos de obras públicas —puentes, caminos, canales— y se consolidó el plan de conectar el Sena y el Loira mediante el futuro canal de Briare, pieza clave para integrar mercados regionales. El énfasis estuvo en reactivar la circulación de granos y productos agrícolas, favoreciendo así la seguridad alimentaria.

En el frente religioso, Enrique prosiguió la aplicación del Edicto de Nantes con vigilancia constante: mantuvo las plazas de seguridad hugonotas y garantizó su justicia especial, pero cuidó al mismo tiempo de mantener en calma a los obispos y al clero católico con subsidios, confirmando su línea de equilibrio pragmático. Su habilidad consistió en mostrar que la tolerancia no debilitaba al reino, sino que lo fortalecía al acabar con la guerra civil.

En lo diplomático, Francia proyectó una imagen de potencia estabilizada, capaz de arbitrar disputas en el arco alpino y de mantener su alianza con Inglaterra y las Provincias Unidas frente a España, aunque sin lanzarse a campañas militares costosas.

Respuestas a las medidas económicas

El episodio más destacado fue la revuelta de París en abril. La ciudad se agitó con protestas ligadas a disputas fiscales y a rumores sobre complots de la nobleza y el clero. Enrique respondió con decisión: entró personalmente en la capital con sus tropas, restableció el orden y castigó a los cabecillas, mostrando que la paz civil no significaba tolerar desobediencias. Con ello reforzó su imagen de rey firme, capaz de mantener la disciplina sin volver al ciclo de guerras.

Por otro lado, las fricciones con Roma fueron intensas. El Papa reclamaba la restitución de territorios y rentas eclesiásticas que la Corona había ocupado durante las guerras de religión. Enrique negoció con firmeza, resistiéndose a entregar de inmediato lo que el clero francés reclamaba, mientras Sully defendía la necesidad de conservar esos bienes para sostener la hacienda. La tensión se resolvió en parte con gestos conciliadores, pero mostró la voluntad del monarca de mantener la autonomía de la Corona frente a Roma, consolidando la tradición galicana.

Enrique mantuvo sus alianzas con Inglaterra y las Provincias Unidas, y actuó como mediador en el tablero europeo, cuidando de no romper la paz con España tras Vervins (1598), pero sin dejar de apoyar discretamente a sus enemigos en Flandes.

En 1607 Enrique IV puso su mirada en el suroeste, en particular en el Béarn y Navarra, donde aún se mantenían tensiones confesionales y jurídicas. Allí los hugonotes conservaban plazas fuertes y derechos amplios reconocidos por el Edicto de Nantes (1598), pero los católicos presionaban para recuperar bienes eclesiásticos confiscados en tiempos de Juana de Albret. Enrique, que conocía bien la región —era su tierra natal—, trató de resolver la cuestión con equilibrio: confirmó el estatus protestante del Béarn, manteniendo la administración reformada y el uso de rentas eclesiásticas para fines civiles, pero lo hizo acompañado de gestos hacia el clero católico para reducir la tensión. Con ello reafirmó su autoridad en un territorio clave, mostrando que la Corona podía gobernar respetando particularidades locales.

Al mismo tiempo, continuó su política de obediencia y centralización: recorrió varias ciudades, recibió juramentos de fidelidad y aseguró que las plazas protestantes quedaran bajo la supervisión real, evitando que se convirtieran en focos de autonomía. En paralelo, Sully siguió reforzando la hacienda pública: recompras de tierras del dominio real, control de abusos fiscales, aumento de la recaudación ordinaria y nuevas obras de caminos y canales. La política agrícola y de infraestructura, ya visible en años anteriores, empezaba a consolidar el perfil de Enrique como rey útil, preocupado por el bienestar material de sus súbditos.

Continuó la línea de reformas de Sully: rigor fiscal, recompras del dominio real, mejora de caminos, puentes y canales, y fomento de la agricultura. Enrique insistía en que la riqueza del reino debía construirse desde la tierra y la labranza, y al mismo tiempo impulsó la expansión del comercio interior y las manufacturas, preparando a Francia para competir en los mercados europeos.

Lo más llamativo del año fue la apertura de la aventura colonial: en 1608, Samuel de Champlain fundó Quebec en nombre del rey, convirtiéndose en la primera piedra de la futura Nueva Francia en América del Norte. Aunque en ese momento era una empresa modesta, Enrique respaldó estas expediciones como parte de una estrategia a largo plazo: fortalecer el comercio marítimo, abrir rutas hacia pieles y especias, y colocar a Francia en el mismo juego que España, Inglaterra y las Provincias Unidas.

En la diplomacia europea, Enrique avanzó en lo que más tarde llamaría su proyecto de “equilibrio de potencias”: apoyó discretamente a los protestantes alemanes frente a los Habsburgo y reforzó los lazos con Inglaterra y los Países Bajos. Aunque mantenía la paz formal con España, ya pensaba en contener el poder de los Austrias y en presentarse como el árbitro de Europa occidental.

Cambios diplomáticos

El detonante fue la sucesión de Juliers-Cleves, un ducado estratégico en el Rin inferior. 

El ducado de Juliers-Cleves-Berg, situado en el bajo Rin (frontera entre el Imperio y los Países Bajos), era un territorio estratégico: rico, densamente poblado y con enorme valor militar por controlar rutas fluviales y de paso entre Flandes, el Rin y Westfalia. Formaba parte del Sacro Imperio Romano Germánico, pero en la práctica gozaba de amplia autonomía bajo sus duques.

En 1609, el duque Juan Guillermo de Juliers-Cleves murió sin descendencia directa. Su herencia se convirtió en un problema europeo, porque varias casas tenían derechos sucesorios:

  • Por un lado, los protestantes (Brandenburgo y el Palatinado) reclamaban la herencia.

  • Por otro, los católicos, apoyados por la casa de Wittelsbach (Baviera) y por los Habsburgo, también aspiraban a ella.

Este conflicto sucesorio encendió las alarmas: si los Habsburgo se hacían con Juliers-Cleves, podían reforzar su control sobre el Rin y cercar aún más a los Países Bajos rebeldes; si lo lograban los protestantes, se abriría un cordón que unía a Holanda con príncipes afines del Imperio.

Enrique IV de Francia, consciente de la importancia estratégica de este territorio, se alió con los príncipes protestantes alemanes y con las Provincias Unidas para impedir que los Habsburgo lo dominaran. En 1609, envió tropas a la región como gesto de apoyo.

Su plan era parte de un “gran designio”: debilitar el poder de los Austrias (España y Austria) y garantizar un equilibrio europeo que diera a Francia un papel central. Para Enrique, la crisis de Juliers-Cleves no era solo un litigio dinástico, sino la ocasión de consolidar su liderazgo continental.

Este movimiento marcó un giro en su diplomacia: de rey pacificador dentro de Francia pasó a ser árbitro en Europa, con la ambición de contener a los Austrias en Flandes y el Rin. La intervención no fue aún una guerra abierta, pero situó a Francia en el eje de las futuras alianzas protestantes, preludio de la Guerra de los Treinta Años (que estallará en 1618).

Al mismo tiempo, en el plano interno, 1609 mantuvo la línea de prosperidad: Sully prosiguió con obras públicas, proyectos de canales y disciplina fiscal. Enrique, cada vez más consolidado, soñaba con lo que llamaba su “Gran Designio”: una Europa equilibrada por una confederación de potencias que impidiera la hegemonía de los Austrias y asegurara la paz común mediante un orden concertado.

Muerte

Ese año el rey aceleró su proyecto internacional: en el marco de la crisis sucesoria de Juliers-Cleves, organizó una gran campaña contra los Habsburgo y se preparaba para marchar al frente de un ejército destinado a los Países Bajos y al Rin. El plan, parte de su llamado “Gran Designio”, buscaba contener a España y Austria, garantizar la independencia de los príncipes protestantes alemanes y consolidar a Francia como árbitro de Europa. A comienzos de mayo ya estaban listos los preparativos: finanzas ordenadas, tropas reunidas, alianzas firmes con Inglaterra y las Provincias Unidas, y apoyo de príncipes alemanes.

En el plano interno, el reino gozaba de prosperidad creciente: el campesinado veía mejoras gracias a las políticas agrícolas, las finanzas se estabilizaban con Sully, y las ciudades disfrutaban de mayor seguridad. El Edicto de Nantes seguía siendo la base del equilibrio religioso, y Enrique IV se proyectaba como el rey de la paz y de la utilidad, aunque con tensiones familiares y cortesanas (sus relaciones con María de Médici eran tensas, y sus amantes seguían alimentando intrigas).

El punto simbólico llegó el 13 de mayo de 1610, cuando Enrique hizo coronar a María de Médici en Saint-Denis como reina consorte, asegurando su legitimidad en caso de regencia. Fue un gesto de previsión, pues planeaba partir al frente de su ejército al día siguiente.

Pero el 14 de mayo de 1610, en la calle de la Ferronnerie de París, el rey fue asesinado por el fanático católico François Ravaillac, que lo apuñaló en su carruaje.

¿Quién era François Ravaillac? Ravaillac nació en Angulema en 1578, en una familia modesta de artesanos. Fue educado en un ambiente católico intenso y, de joven, intentó varias veces entrar en órdenes religiosas —jesuitas, cistercienses—, pero siempre fue rechazado. Este rechazo, unido a su carácter obsesivo y visionario, lo empujó a un catolicismo cada vez más fanático y místico. Vivía con visiones en las que creía recibir mensajes divinos, y alimentaba una obsesión con el “deber” de defender la fe contra los enemigos de la Iglesia.

En 1610, cuando Enrique IV se preparaba para intervenir militarmente en la cuestión de Juliers-Cleves, circulaban rumores de que su objetivo era enfrentarse a España y al Papa, apoyando a príncipes protestantes alemanes. Para Ravaillac, esa perspectiva significaba que el rey estaba a punto de romper definitivamente con la Iglesia y lanzar a Francia contra la fe católica. Convencido de que debía “salvar el alma del reino”, decidió matarlo.

El 14 de mayo de 1610, Enrique IV atravesaba París en su carruaje, camino a visitar al ministro Sully. En la estrecha rue de la Ferronnerie, el tráfico lo obligó a detenerse. Ravaillac, que llevaba días siguiendo al rey, aprovechó la oportunidad: se acercó al carruaje y lo apuñaló dos veces con un cuchillo, alcanzando el corazón. El rey murió casi de inmediato.

La noticia provocó estupor en toda Europa: Francia perdía al monarca que había pacificado el reino tras treinta años de guerras religiosas y que se disponía a proyectarla como la gran potencia del continente. Le sucedió su hijo de nueve años, Luis XIII, bajo la regencia de María de Médici.

Ravaillac fue apresado en el acto, sin intentar huir. Durante los interrogatorios afirmó que había actuado solo, movido por su conciencia religiosa, aunque se investigó la posibilidad de complicidades. Su proceso fue rápido y ejemplarizante: el 27 de mayo de 1610 fue ejecutado en la Place de Grève en París con el suplicio reservado a los regicidas —desmembramiento por caballos—, tras sufrir torturas que no arrancaron ninguna confesión de conspiración.

Tras el asesinato de Enrique IV en 1610, Jacqueline d’Escoman declaró haber tenido conocimiento previo del plan de Ravaillac. Según su testimonio, había advertido a las autoridades (incluso a la reina María de Médici) sobre las intenciones del regicida, pero no se le hizo caso. Después del magnicidio, insistió en que no se trataba de un acto solitario, sino de una conspiración más amplia, donde estarían implicados personajes de la corte y de órdenes religiosas.

Como era costumbre en los casos de regicidio, la justicia buscó borrar todo rastro de la memoria del culpable. Sus bienes fueron confiscados y la casa familiar en Angulema demolida, con la prohibición expresa de volver a levantar construcción alguna en ese solar. Se trataba de un acto simbólico de infamia perpetua.

Los hermanos y hermanas del regicida también fueron alcanzados por el rigor del castigo. Se les obligó a cambiar de apellido bajo pena de muerte, en un intento deliberado de erradicar el nombre “Ravaillac” del registro social y político de Francia. Con ello se buscaba mostrar que el crimen de un individuo contaminaba a todo su linaje.

Los padres del regicida, Jean Ravaillac y Françoise Dubreuil, no pudieron permanecer en Angulema y fueron forzados al exilio. Buscaron refugio en la pequeña aldea de Rosnay, en el actual Lavigny, en el Franco Condado. Como esa región estaba bajo la monarquía española, hallaron allí cierta seguridad frente a la persecución y el odio popular.

Con el tiempo, el apellido “Ravaillac” fue transformándose en variantes como Ravaillard, Ravoyard o Rafaillac, en un proceso de ocultamiento y adaptación para borrar la mancha del crimen. Así, el linaje sobrevivió a costa de renunciar a su propio nombre.

D’Escoman testificó durante el proceso contra Ravaillac, pero sus declaraciones fueron consideradas poco fiables y teñidas de oportunismo. Muchos pensaron que buscaba protagonismo y favores políticos. Sin embargo, su testimonio dejó sembrada la sospecha de que Ravaillac no actuó completamente solo y que detrás del crimen podían estar facciones contrarias a la política exterior de Enrique IV, en particular su plan de guerra contra España y su creciente influencia en Europa.

Conclusión

La vida de Enrique de Navarra fue la de un hombre que, habiendo sobrevivido a guerras civiles y fanatismos religiosos, supo transformar su experiencia en una política de moderación y reconciliación. Su conversión al catolicismo y el Edicto de Nantes no fueron signos de debilidad, sino de pragmatismo para devolver la paz a Francia. Recordado como el rey campesino, cercano al pueblo y preocupado por la prosperidad de sus súbditos, su legado fue el de un monarca que entendió que gobernar consistía menos en conquistar que en reunir y pacificar.

jueves, 4 de septiembre de 2025

Enrique III de Francia - Vida y obra (1551 - 1589)

La historia de Enrique III de Francia es la de un rey atrapado en medio de una tormenta política y religiosa que sacudió a toda Europa. Educado entre lujos y ceremonias, pasó de ser rey electo de Polonia a ocupar el trono francés en un país desgarrado por las Guerras de Religión. Su reinado estuvo marcado por conspiraciones cortesanas, la sangrienta rivalidad con los Guisa y la feroz “Guerra de los Tres Enriques”. Rodeado de esplendor y decadencia, sus “mignons” simbolizaron tanto la delicadeza de su corte como las críticas a su autoridad. Su asesinato a manos de un fraile fanático no solo puso fin a la dinastía Valois, sino que abrió el camino a la dinastía Borbón y a una nueva etapa en la historia de Francia.


ENRIQUE III DE FRANCIA

Ascendencia

Los Capetos y los Valois

Los Capetos fueron una de las casas reales más duraderas e influyentes de Europa, y su historia está íntimamente ligada a la evolución de la monarquía francesa.

Su origen se remonta a Hugo Capeto, duque de los francos, que en el año 987 fue elegido rey tras la desaparición de la dinastía carolingia en la línea directa. Desde entonces, sus descendientes consolidaron el trono durante más de tres siglos, hasta 1328. A diferencia de otras monarquías europeas fragmentadas por herencias compartidas, los Capetos establecieron la regla de la sucesión por primogenitura masculina, lo que dio estabilidad al reino y fortaleció la figura del rey como autoridad suprema.

Al inicio, los Capetos gobernaban solo un pequeño dominio real en torno a París y Orleans. Sin embargo, con el tiempo ampliaron su poder mediante conquistas, anexiones y hábiles alianzas matrimoniales. De este modo, pasaron de ser reyes con un poder limitado a convertirse en los arquitectos de un Estado centralizado que sirvió de base a la Francia moderna.

Con la muerte de Carlos IV en 1328, la línea directa de los Capetos se extinguió, pero la dinastía continuó a través de ramas colaterales. La primera fue la de los Valois, que reinaron entre 1328 y 1589, época a la que perteneció Enrique III, último de su estirpe. Posteriormente, tras su asesinato y la falta de herederos, el trono pasó a los Borbones, otra rama capeta, cuyo primer monarca fue Enrique IV de Navarra, iniciando una nueva etapa de la monarquía francesa.

La importancia de los Capetos radica en que su legado no se limita a Francia: sus ramas se expandieron a reinos como Navarra, España, Portugal, Hungría y Polonia. En la historia francesa, simbolizan la continuidad, la legitimidad y la estabilidad dinástica, siendo el hilo conductor que une a Hugo Capeto con los Valois y, más tarde, con los Borbones.

La dinastía capeta directa había gobernado Francia desde Hugo Capeto (987) hasta Carlos IV el Hermoso (1328). Este último murió sin dejar herederos varones, y según la ley sálica —principio que prohibía la sucesión femenina en el trono de Francia—, tampoco podía heredar su hija. En ese momento surgieron varias candidaturas.

Por un lado, Eduardo III de Inglaterra, nieto de Felipe IV el Hermoso por vía materna, reclamó la corona francesa. Sin embargo, los pares del reino rechazaron su pretensión, aplicando la ley sálica estrictamente: el trono no podía transmitirse por línea femenina.

La corona fue entregada entonces a Felipe de Valois, primo de Carlos IV e hijo de Carlos de Valois, hermano menor de Felipe IV el Hermoso. Felipe ascendió al trono como Felipe VI de Valois (1328–1350), inaugurando así la rama de los Valois, que era una rama colateral de la casa capeta.

Este cambio dinástico no fue pacífico. La pretensión de Eduardo III de Inglaterra desencadenó el largo conflicto conocido como la Guerra de los Cien Años (1337–1453), en el que Inglaterra y Francia se enfrentaron durante generaciones.

Línea paterna

El abuelo de Enrique III fue Francisco I de Francia, figura de enorme relevancia en la historia europea. Francisco I encarnó el espíritu del Renacimiento francés: amante de las artes, protector de humanistas y mecenas de artistas como Leonardo da Vinci, su reinado transformó la corte en un centro cultural de primer orden. En el plano político, fue rival constante de Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico, con quien disputó el control de Italia en sangrientas guerras. Bajo su gobierno se reforzó la monarquía y se expandió la influencia de Francia en Europa, pero también comenzaron las tensiones con los reformados, que marcarían las décadas siguientes.

La abuela paterna de Enrique III fue Claudia de Francia, hija del rey Luis XII y de Ana de Bretaña. Su matrimonio con Francisco I aseguró la unión definitiva del ducado de Bretaña a la corona francesa, un hecho fundamental para la consolidación territorial del reino. Aunque murió joven, su herencia dinástica consolidó el poder de los Valois y garantizó que sus hijos, incluido Enrique II, gozaran de legitimidad tanto en Francia como en Bretaña.

Enrique II, padre de Enrique III, fue un monarca marcado por la continuidad de las guerras contra España y por la represión del protestantismo en el reino. Su personalidad enérgica y autoritaria dio al joven Enrique un modelo de realeza fuerte, aunque también dejó como herencia una Francia profundamente dividida en lo religioso. Su trágica muerte en un torneo, tras ser herido en el ojo por una lanza, no solo fue un episodio impactante, sino también el inicio de una serie de reinados breves e inestables que desembocarían en la crisis final de los Valois.

Línea materna

El abuelo materno de Enrique III fue Lorenzo II de Médici, duque de Urbino (1492–1519). Aunque murió joven, dejó un legado significativo: era hijo de Lorenzo el Magnífico y heredero de una familia que había convertido a Florencia en cuna del arte, la política y el pensamiento renacentista. Su linaje aportó a Enrique III un vínculo directo con la tradición humanista italiana.

La abuela materna fue Magdalena de la Tour de Auvernia (1498–1519), noble francesa de una de las casas más prestigiosas del reino. Su matrimonio con Lorenzo II unió la riqueza y poder de los Médici con la nobleza francesa, y de esta unión nació Catalina de Médici, madre de Enrique III.

Catalina de Médici (1519–1589), fue reina consorte de Francia y luego reina madre de tres reyes: Francisco II, Carlos IX y el propio Enrique III. Catalina encarnó la mezcla de astucia florentina y ambición política. Tras la muerte de su esposo Enrique II, se convirtió en la figura central de la monarquía, desplegando una diplomacia incansable en medio de las Guerras de Religión. Aunque intentó mediar entre católicos y protestantes, su nombre quedó ligado a la Matanza de San Bartolomé (1572), que marcó de manera sangrienta la historia de Francia.

Infancia

Nombre

Como príncipe nacido en 1551, hijo del rey Enrique II de Francia y de Catalina de Médici, Enrique formaba parte de esta casa gobernante. Era habitual que los miembros de la familia real fueran conocidos por el nombre propio seguido de la denominación dinástica. Por eso, antes de ser coronado, era llamado Enrique de Valois, al igual que sus hermanos podían ser designados “Carlos de Valois” o “Francisco de Valois”.

El apellido dinástico proviene del condado de Valois, una región al norte de Francia (en torno a la actual zona de Crépy-en-Valois), de la cual descendía una rama secundaria de los Capetos. Los Capetos fueron una de las dinastías más importantes de la historia de Francia y de Europa. La casa Capeta toma su nombre de Hugo Capeto (940–996), duque de los francos, quien fue elegido rey de los francos en el año 987, tras la extinción de la dinastía carolingia en la línea directa. Su coronación marca el inicio de la dinastía capeta, que gobernaría Francia de manera ininterrumpida hasta 1328, y que luego continuaría a través de sus ramas secundarias, como los Valois y los Borbones.

La infancia de Enrique III de Francia transcurrió en un entorno cargado de esplendor cortesano, tensiones políticas y conflictos religiosos, factores que marcaron profundamente su carácter.

Nació en Fontainebleau el 19 de septiembre de 1551, en pleno apogeo del reinado de su padre, Enrique II de Francia, y bajo la protección de su madre, Catalina de Médici, que tuvo un papel decisivo en su educación. Desde muy pequeño, Enrique fue destinado a la vida política: recibió títulos como duque de Angulema, de Orléans y de Anjou, lo que lo situaba en una posición central dentro de la sucesión real.

Su infancia coincidió con un ambiente de inestabilidad religiosa, pues Francia comenzaba a dividirse violentamente entre católicos y protestantes (hugonotes). Este clima lo acercó desde temprana edad al poder y a la necesidad de equilibrar facciones enfrentadas, una tarea que se convertiría en el gran desafío de su reinado.

En el aspecto personal, Enrique se destacó desde niño por su inteligencia, refinamiento y sensibilidad, cualidades que lo diferenciaban de algunos de sus hermanos. Se decía que era el hijo predilecto de su madre, con quien compartió una relación de gran cercanía. Catalina de Médici supervisó directamente su educación, inculcándole habilidades diplomáticas, gusto por las artes y una visión política marcada por la astucia.

Los hijos de Enrique II y Catalina de Médici crecieron juntos en los palacios reales —Fontainebleau, Saint-Germain-en-Laye y el Louvre— bajo la estricta vigilancia de su madre. Compartían tutores, juegos y una formación profundamente influida por el humanismo renacentista. Sin embargo, desde pequeños quedó claro que no eran solo una familia: eran una dinastía destinada a gobernar. Cada hijo recibió títulos, territorios y responsabilidades que los diferenciaban, generando desde la infancia una cierta rivalidad.

Enrique, como cuarto hijo varón, no estaba destinado de inmediato al trono, lo que le dio más libertad en su niñez, pero también lo obligó a buscar un lugar propio en la corte. Su hermano mayor, Francisco II, fue rey muy joven y Enrique creció viéndolo como un referente, aunque su reinado breve no le permitió un vínculo político fuerte. Con Carlos IX, en cambio, compartió no solo la infancia sino también la experiencia de formarse bajo el peso de Catalina. Se convirtieron en compañeros de juegos y luego en aliados en las primeras campañas contra los hugonotes.

Las relaciones con sus hermanos menores, como el duque de Alençon (Francisco de Valois), se tornaron más tensas incluso desde la infancia, pues mientras Enrique gozaba de la evidente preferencia de su madre, Francisco se sintió relegado. Con sus hermanas, como Margarita de Valois, Enrique compartió la formación cortesana y el refinamiento cultural, forjando una relación más cercana, aunque también condicionada por los matrimonios políticos que Catalina disponía para ellas.

Vida personal

Por un lado, era un hombre refinado, culto y profundamente sensible. Desde joven mostró inclinación por la literatura, la música y el debate intelectual, fruto de su formación humanista con preceptores como Jacques Amyot. Tenía gusto por la estética y el ceremonial, cuidaba su imagen con esmero y cultivaba un estilo cortesano elegante que impresionaba en la Europa del Renacimiento.

Por otro lado, su carácter era también melancólico, inestable y ambiguo. Sus enemigos lo describieron como afeminado y frívolo, debido al lujo de su corte, la cercanía a sus “mignons” y su devoción excesivamente teatral. En la política, a menudo se le acusó de indeciso, de oscilar entre concesiones a los hugonotes y sometimiento a la Liga Católica. Esa falta de firmeza le valió el desprecio de muchos nobles, que lo vieron como incapaz de imponer la autoridad real.

El término “mignon” significa literalmente “querido” o “favorito”. Enrique III, que tenía un carácter refinado y se inclinaba hacia la vida cortesana, se rodeaba de un círculo de jóvenes nobles que lo acompañaban en su vida cotidiana, en ceremonias, diversiones y hasta en procesiones religiosas. Estos mignons eran conocidos por su elegancia, sus trajes extravagantes, peinados sofisticados, perfumes y joyas, lo que los hacía muy llamativos en comparación con los nobles más tradicionales.

Los mignons representaban para Enrique III algo más que simples acompañantes: eran símbolo de su estilo personal de realeza, centrado en el lujo, el ceremonial y la estética. El rey los distinguía con cargos, pensiones y favores, lo que despertaba la envidia y el resentimiento de otros nobles. Además, su cercanía dio pie a rumores maliciosos: muchos contemporáneos insinuaron que la relación del rey con ellos tenía un carácter erótico, aunque lo cierto es que esas acusaciones probablemente nacieron del escándalo que causaba su manera de vestir y comportarse.

La figura de los mignons se convirtió en blanco de burlas y ataques. Los adversarios del rey los veían como un símbolo de decadencia, afeminamiento y debilidad de la monarquía. Hubo incluso enfrentamientos sangrientos entre ellos y otros nobles, como el famoso duelo de los mignons de 1578, en el que varios murieron, lo que escandalizó a París.

También tenía un fuerte componente de religiosidad obsesiva. Hacia el final de su vida, participaba en procesiones de penitentes, se flagelaba en público y organizaba ceremonias de expiación. Este rasgo fue interpretado como signo de sinceridad espiritual por algunos, pero como un exceso teatral por la mayoría de sus súbditos, que lo consideraban un sustituto de la acción efectiva.

En lo íntimo, Enrique III era apasionado y emotivo. Su amor frustrado por María de Clèves lo marcó profundamente, y tras su muerte mostró una vulnerabilidad poco común en los monarcas de su tiempo. Esta mezcla de sensibilidad personal y rigidez religiosa lo hacía a la vez humano y distante.

Vida Política

Fue nombrado duque de Angulema desde su nacimiento en 1551. Este era un título tradicionalmente concedido a los hijos menores de los reyes de Francia, y en su caso fue el primero que recibió, como correspondía a su condición de príncipe de la casa Valois.

El ducado de Angulema lo tuvo solo durante su primera infancia.

Reinado de su padre

La corte en que creció estaba llena de lujo renacentista y de intrigas palaciegas. El contacto con el humanismo, el arte y la cultura italiana, traídos por su madre desde Florencia, influyó en su estilo y en el ambiente que más tarde impondría en su propio reinado. Sin embargo, también fue testigo de la tragedia: en 1559, cuando tenía apenas ocho años, su padre murió en el torneo en París, lo que dejó a su madre como eje central de la política y a sus hijos en un escenario de poder compartido e incierto. El rey falleció dejando el trono a su hijo mayor, Francisco II, que apenas tenía 15 años.

Francisco II

Francisco II reinó poco más de un año (1559–1560). Era un rey joven, débil de salud y muy influenciado por su esposa, María Estuardo de Escocia, y por la familia Guisa, lo que provocó tensiones con otras facciones de la nobleza francesa. Su breve reinado coincidió con los primeros estallidos de las Guerras de Religión. Tras morir en diciembre de 1560, sin herederos, la corona pasó a su hermano menor, Carlos IX, que contaba solo con 10 años.

En ese momento, Enrique de Valois sería nombrado duque de Orléans, tomando así la posición de su hermano. Tenía entonces 9 años, y el nombramiento lo situaba en la jerarquía de los príncipes de sangre, dándole un lugar visible en la corte y en ceremonias oficiales.

Carlos IX

Debido a su edad, se estableció una regencia en manos de su madre, Catalina de Médici, quien se convirtió en la figura dominante del reino. Catalina intentó mediar entre católicos y hugonotes, aunque su política de equilibrio fue cuestionada por ambos bandos. En 1563, al cumplir los 13 años, Carlos IX fue declarado mayor de edad y asumió formalmente el gobierno, pero en la práctica su madre siguió controlando las decisiones más importantes.

Catalina se convirtió en la figura central de la familia y la política francesa, y pronto confió la formación de Enrique a dos preceptores célebres por su humanismo: Jacques Amyot, traductor de Plutarco, y François de Carnavalet. De ellos heredó el gusto por la literatura, el amor por el debate intelectual y una sensibilidad refinada que marcaría su personalidad y su estilo de gobierno.

Ya desde muy joven asumió funciones propias de un príncipe. En 1560, con solo nueve años, acompañó a su hermano Carlos IX en los Estados Generales, sentándose junto al trono como símbolo de la continuidad dinástica. Más tarde participó en el gran viaje real por Francia y, en 1565, fue enviado a España para traer de regreso a su hermana Isabel, reina consorte de Felipe II. Estas experiencias lo habituaron desde temprano a la vida política y a la diplomacia internacional.

Duque de Anjou

En 1566, fue investido como duque de Anjou, dignidad de mayor peso y prestigio que le otorgaba un rango político superior. Convertirse en duque de Anjou significaba proyectarse como un verdadero príncipe de Estado, capaz de sentarse en el consejo real, recibir copias de los despachos de gobierno y, sobre todo, asumir funciones militares. Bajo este título, Enrique se convirtió en teniente general del reino y jefe nominal de los ejércitos reales, lo que le permitió brillar en las Guerras de Religión con victorias como las de Jarnac y Moncontour.

En 1568, Enrique de Valois, ya como duque de Anjou, estaba en plena adolescencia —con 17 años— y su papel político y militar se consolidaba rápidamente en el marco de las Guerras de Religión.

Época de Guerras

Ese año, tras su nombramiento en 1567 como teniente general del reino, Enrique asumió formalmente la jefatura nominal de los ejércitos reales. En la práctica, la conducción militar recaía en comandantes experimentados como Gaspard de Saulx-Tavannes, pero Enrique comenzaba a ser visto como el joven príncipe católico que encarnaba la lucha contra los hugonotes. Su presencia en los consejos de guerra y en la corte lo situaba como pieza central de la estrategia de su madre, Catalina de Médici, que lo perfilaba como el defensor de la monarquía y, en caso necesario, como sucesor natural de su hermano, el rey Carlos IX.

En 1568 se reinició la Tercera Guerra de Religión, tras el fracaso de la paz de Longjumeau. Enrique participó de manera activa en esta nueva etapa del conflicto, acompañando a las tropas reales en las campañas contra los protestantes. Fue un momento clave para su prestigio, pues su figura empezó a vincularse estrechamente con la defensa de la causa católica. Además, en este período se reforzó su cercanía con la poderosa familia Guisa, que lo apoyaba como líder militar y político frente a los hugonotes y frente a otros príncipes de sangre, como el príncipe de Condé, que se había convertido en su rival abierto.

La guerra se intensificó después de que los hugonotes se reorganizaran bajo el mando del príncipe de Condé y el almirante Coligny. Enrique, acompañado por su madre Catalina de Médici y asesorado por Gaspard de Saulx-Tavannes, participó directamente en las campañas. Su momento de gloria llegó en la batalla de Jarnac (13 de marzo de 1569), donde las tropas católicas derrotaron a los protestantes. Durante esa batalla, el príncipe de Condé fue asesinado tras rendirse, lo que supuso un duro golpe para la causa hugonote. Enrique permitió que su cadáver fuera expuesto de manera humillante, un gesto que lo proyectó como enemigo feroz del protestantismo pero que también sembró resentimiento en la familia Borbón-Condé.

Ese mismo año, en octubre de 1569, Enrique volvió a destacar en la batalla de Moncontour, otra victoria decisiva para las fuerzas católicas. Estas campañas consolidaron su fama como joven general victorioso, aumentando su prestigio en la corte y en toda Europa. Sin embargo, también empezaron a tensar su relación con su hermano, el rey Carlos IX, que veía con recelo la popularidad y protagonismo militar de Enrique.

Tras años de combates sangrientos, tanto católicos como protestantes estaban exhaustos, y la monarquía buscaba estabilizar el reino. Así, en agosto de 1570 se firmó la paz de Saint-Germain, un tratado que ponía fin a la Tercera Guerra de Religión. Este acuerdo otorgaba a los hugonotes cierta libertad de culto en plazas limitadas y permitía a sus líderes reincorporarse a la vida política. Para Enrique, que se había forjado como el campeón militar de la causa católica, la paz resultó ambivalente: por un lado, disminuía su protagonismo en el campo de batalla; por otro, reforzaba el papel de la monarquía como mediadora.

Relación sentimental

Ese año también fue importante en su vida personal y dinástica. Su madre, Catalina de Médici, intensificó las negociaciones para casarlo con una gran princesa europea, buscando afianzar alianzas estratégicas. Entre las opciones se consideró a Isabel I de Inglaterra, pero las diferencias religiosas lo hicieron inviable, pues Enrique se mostraba intransigente en su catolicismo. Mientras tanto, el joven príncipe alimentaba un amor no correspondido por María de Clèves, lo que contrariaba los planes dinásticos de su madre.

María de Clèves nació en 1553 en el seno de la casa de Cléveris, hija de Francisco I de Clèves, duque de Nevers y Rethel, y de Margarita de Borbón-Vendôme. Por parte de madre estaba emparentada con la poderosa familia Borbón y era prima de Enrique de Navarra (futuro Enrique IV de Francia) y del príncipe de Condé.

A los seis años quedó huérfana de madre y fue puesta bajo la tutela de su tío, el cardenal de Borbón, aunque su educación recayó en gran medida en sus tías. Pasó buena parte de su infancia bajo la protección de Juana de Albret, reina de Navarra, quien la formó en la fe calvinista y planeó casarla con su hijo, el joven Enrique de Navarra. Así, María fue criada en un ambiente protestante estricto, aunque su entorno familiar la mantenía vinculada también a círculos católicos, lo que reflejaba las tensiones religiosas de la época.

En su adolescencia heredó importantes propiedades tras la muerte de su hermano, el duque Jacques de Nevers, como el condado de Beaufort, el marquesado de Isles, la baronía de Jaucourt y el señorío de Jully, en Champaña. Esta herencia reforzó su posición como una de las jóvenes nobles más atractivas para las alianzas políticas.

En agosto de 1572, con apenas 19 años, se casó en el castillo de Blandy con su primo Enrique I de Borbón-Condé, jefe del partido hugonote. El matrimonio había sido preparado por Juana de Albret como parte de la estrategia protestante, aunque resultó difícil desde el principio, pues Enrique de Condé era austero y distante, mientras María era conocida en la corte por su gracia y refinamiento.

Hasta este momento, María había vivido como una princesa educada entre el rigor religioso protestante y las exigencias políticas de su linaje.

Desde 1572, cuando María llegó a la corte, Enrique —entonces duque de Anjou y heredero de Carlos IX— quedó prendado de ella. A pesar de que María había sido educada en el protestantismo, las tensiones de la época y la masacre de San Bartolomé hicieron que su matrimonio con Enrique de Borbón-Condé, líder  hugonote, se revalidara por rito católico. Esta unión política frustró el deseo de Enrique, que veía en ella no solo a la mujer amada sino también una posible consorte real.

El vínculo entre ambos se mantuvo, al punto de que María prefirió quedarse en la corte cuando su marido huyó para reincorporarse a la causa protestante. 

En ese mismo año, Margarita de Valois contraería matrimonio con Enrique IV de Navarra. La Navarra de Enrique de Navarra (futuro Enrique IV de Francia) era solo una parte del antiguo reino navarro, ya que este había sido dividido a comienzos del siglo XVI. El reino original se extendía a ambos lados de los Pirineos, pero en 1512, Fernando el Católico conquistó la Alta Navarra, es decir, la franja sur que se incorporó definitivamente a la monarquía española. Lo que quedó independiente fue la Baja Navarra, al norte de los Pirineos, que pasó a manos de la familia de Enrique.

Enrique, nacido en Pau en 1553, heredó esta Baja Navarra, junto con los territorios del Bearne, lo que lo convirtió en soberano de un dominio pequeño pero estratégicamente importante. Su corte estaba ligada a Pau y Saint-Palais, y aunque gobernaba un territorio reducido, este conservaba una fuerte identidad política y cultural, funcionando como el núcleo de su poder. Así, Enrique de Navarra era realmente rey de la Baja Navarra, lo que lo mantenía como monarca independiente dentro del mosaico político francés, además de ser líder natural de los hugonotes.

Por ello, cuando en las fuentes se habla de “Enrique de Navarra”, no se hace referencia a todo el viejo reino navarro, sino únicamente a la parte norte pirenaica que sobrevivió independiente, y desde la cual este príncipe ascendería primero a jefe de los protestantes franceses y luego al trono de Francia como Enrique IV, inaugurando la dinastía borbónica. La boda se celebró en París, el 18 de agosto de 1572, en el atrio de la catedral de Notre-Dame. La unión fue promovida por Catalina de Médici y el rey Carlos IX, con la intención de reconciliar a católicos y protestantes tras años de guerras civiles. Margarita era hija de Enrique II y Catalina de Médici, y hermana del rey; Enrique de Navarra, líder hugonote, era hijo de Juana de Albret, reina de Navarra, y primo del príncipe de Condé.

El joven duque de Anjou, es decir, el Enrique de Valois participó activamente en esos días: aunque no se sabe si estuvo en las calles, sus tropas sí participaron en las matanzas. Para él, la boda de su hermana y el baño de sangre que la siguió fortalecieron su imagen como príncipe católico intransigente, lo que, paradójicamente, le abrió prestigio en el exterior y lo preparó para su elección como rey de Polonia en 1573.

Tras la muerte de Carlos IX en 1574, Enrique —ya convertido en rey— tenía la intención de casarse con María de Cleves, lo que hubiera sido un desafío directo a la voluntad de su madre, Catalina de Médici, que buscaba alianzas más estratégicas para la corona.

Rey de Polonia

Ese año estaba al mando del ejército real en el asedio de La Rochelle, uno de los bastiones hugonotes más importantes de Francia. Pese a varios intentos de asalto, las defensas resistieron con fuerza y las pérdidas del bando católico fueron enormes (unas 4.000 bajas). Enrique mismo resultó herido, y aunque se mostró firme en la campaña, la operación terminó en fracaso. La tregua que puso fin al asedio debilitó su reputación militar, pero coincidió con un giro inesperado en su destino.

Mientras tanto, en Europa Central, había quedado vacante el trono de Polonia-Lituania tras la muerte de Segismundo II Augusto. Gracias al prestigio de Enrique como príncipe católico y al apoyo diplomático de su madre, Catalina de Médici, fue elegido rey de Polonia y gran duque de Lituania por la nobleza electiva en mayo de 1573Francia envió como embajador a Jean de Monluc, quien negoció hábilmente con la nobleza polaca: ofreció apoyo militar contra Rusia, respaldo diplomático frente al Imperio otomano y ayuda financiera. El 16 de mayo de 1573, Enrique fue elegido como el primer rey electo de la República de las Dos Naciones, superando a los candidatos de la casa de Habsburgo.

Enrique recibió en París, el 13 de septiembre de 1573, el certificado de elección, y viajó lentamente hacia Polonia, llegando recién en enero de 1574. Fue coronado en Cracovia el 21 de febrero de 1574. La noticia lo obligó a abandonar temporalmente Francia y a prepararse para gobernar en un reino lejano y complejo, que funcionaba bajo un sistema político muy distinto al absolutismo francés: una monarquía electiva con fuerte poder de la nobleza.

Desde el inicio, Enrique se enfrentó a las particularidades del sistema político polaco, la llamada “libertad dorada”. Los reyes eran elegidos por la nobleza (szlachta) y estaban sometidos a un pacto de condiciones, conocido como los Artículos Henricianos, que limitaban su autoridad. Entre otras obligaciones, el rey debía garantizar la libertad religiosa, convocar periódicamente al parlamento (Sejm) y no podía tomar decisiones sin el consentimiento de los nobles. Para un príncipe acostumbrado a la tradición centralista de la monarquía francesa, estas limitaciones resultaban extrañas y frustrantes. El contraste se hizo visible en la vida de la corte. Enrique descubrió en el castillo de Wawel comodidades que no existían en Francia, como sistemas de alcantarillado, baños con agua caliente y fría regulada y hasta el uso del tenedor, prácticas que luego intentó introducir en el Louvre al regresar a Francia.

La nobleza de la Mancomunidad Polaco-Lituana esperaba que su nuevo rey consolidara la alianza con el reino contrayendo matrimonio con una dama de sangre local. Entre las candidatas más mencionadas estuvo Anna Jagiellón (1523–1596), hermana del difunto Segismundo II Augusto y última representante de la dinastía jagellónica. Ella tenía ya más de 50 años, pero su matrimonio con Enrique habría servido para legitimar aún más su posición en Polonia y fortalecer los lazos con la nobleza que aún simpatizaba con la casa Jagellón.

Sin embargo, Enrique nunca mostró un verdadero interés en esa unión. Su estancia en Polonia fue breve y más bien fría; añoraba la corte francesa y desconfiaba de las limitaciones del sistema político polaco (libertad dorada). Su repentina huida en 1574, al enterarse de la muerte de su hermano Carlos IX, puso fin a cualquier proyecto matrimonial en tierras polacas.

En la práctica, Enrique nunca llegó a comprometerse formalmente con una princesa de Polonia. El plan existió, pero fue solo una expectativa de la nobleza polaco-lituana, que deseaba asegurar la estabilidad del reino.

Durante su breve estancia, Enrique mostró poco interés por involucrarse en los asuntos internos polacos. Se decía que añoraba la vida de lujo de la corte francesa y que se mantenía distante de la nobleza local. Además, su desconocimiento de las lenguas y costumbres polacas dificultó aún más su integración.

En junio de 1574, cuando apenas llevaba unos meses en Cracovia, recibió la noticia de la muerte de su hermano, el rey Carlos IX de Francia. Ante la posibilidad de convertirse en rey de Francia, Enrique abandonó Polonia de manera apresurada y casi clandestina, viajando de noche para evitar que los nobles intentaran retenerlo. 

La nobleza polaca le exigió que permaneciera en Cracovia, recordándole que perdería su trono si no regresaba antes de mayo de 1575. Enrique, sin embargo, veía en Francia un destino incomparablemente más prestigioso.

En la noche del 18 al 19 de junio de 1574, salió secretamente del castillo de Wawel con unos pocos fieles, viajando de incógnito a través de Silesia y Alemania hasta llegar a Venecia. Desde allí regresó a Francia y, el 2 de agosto de 1574, fue reconocido como Enrique III, rey de Francia.

Su fuga dejó vacante el trono polaco, lo que obligó a una nueva elección, de la cual resultó elegido Esteban Báthory como su sucesor.

Rey de Francia

Al llegar a su reino natal, lo primero que ocurrió fue su proclamación como rey de Francia con el nombre de Enrique III, convirtiéndose en el último monarca de la dinastía Valois.

Su entrada en Francia estuvo cargada de simbolismo y tensiones. El 2 de agosto de 1574 fue recibido en Lyon, ciudad que se convirtió en el escenario de su reconocimiento formal como nuevo soberano. Desde ese momento asumió la herencia de un reino desgarrado por las Guerras de Religión, en el que católicos y protestantes seguían enfrentados pese a la frágil paz de 1570.

Además, casi de inmediato sufrió un golpe personal: la muerte, pocos meses después, de María de Clèves, la mujer a la que amaba, lo sumió en una profunda tristeza justo en el inicio de su reinado. Este hecho marcó sus primeros meses como rey, donde su dolor personal se mezcló con la necesidad de afirmar su autoridad en un trono debilitado por la guerra civil, las facciones y la presión de su madre, Catalina de Médici, que seguía siendo una figura central en la política francesa.

Al año siguiente de su coronación, lo primero que hizo fue casarse con Luisa de Lorena-Vaudémont, el 14 de febrero de 1575, en Reims, poco después de su coronación solemne como rey de Francia. Este matrimonio sorprendió a muchos, porque no aportaba grandes ventajas políticas a la corona: Luisa provenía de una rama secundaria de los Lorena y no traía consigo alianzas estratégicas ni riqueza. Sin embargo, Enrique la eligió por motivos personales: su carácter piadoso, su discreción y, según contemporáneos, su parecido físico con María de Clèves, el gran amor perdido del rey, fallecida el año anterior.

En lo político, 1575 fue un año de crisis. La guerra civil seguía abierta y, a pesar de los intentos de mantener la paz, los hugonotes reanudaban las hostilidades. Al mismo tiempo, su propio hermano, el duque de Alençon (Francisco de Valois), resentido por el favoritismo hacia Enrique y por su escaso poder en la corte, se convirtió en un foco de conspiración contra el monarca. Esta rivalidad fraterna debilitó la estabilidad de la dinastía Valois.

También en 1575 comenzaron a manifestarse con mayor fuerza las tensiones con la Liga Católica. Aunque Enrique era católico convencido, trataba de mantener un delicado equilibrio entre facciones para conservar su autoridad real, lo que no siempre satisfacía a los más radicales. Esto sería un conflicto permanente en su reinado.

No pasó mucho tiempo hasta que estalló la quinta Guerra de Religión. La causa inmediata fue la huida de su hermano, el duque de Alençon (Francisco de Valois), que se alió con los hugonotes y con los malcontentos católicos para desafiar la autoridad del rey. La rebelión fue tan seria que obligó a Enrique III a buscar un acuerdo con los protestantes para evitar que su propio hermano se convirtiera en cabeza de una oposición armada.

El resultado fue la paz de Beaulieu, firmada en mayo de 1576, también conocida como la “paz de Monsieur”, porque fue el propio duque de Alençon —conocido en la corte como Monsieur— quien la promovió. Este tratado otorgaba concesiones amplísimas a los hugonotes: libertad de culto en casi todo el reino, restitución de bienes y acceso a cargos públicos. Para los católicos, la paz fue una verdadera humillación, y desencadenó inmediatamente la reacción.

La respuesta fue la creación de la Liga Católica, encabezada por los Guisa, que se organizaron en todo el reino para resistir lo que consideraban una traición del rey y un peligro para la fe. Aunque Enrique era católico, quedó atrapado entre dos fuegos: por un lado, los hugonotes beneficiados por la paz; por otro, la Liga Católica, que lo presionaba para anularla.

En lo personal, Enrique continuaba sin herederos tras su matrimonio con Luisa de Lorena-Vaudémont, lo que aumentaba la ansiedad por la continuidad de la dinastía Valois. La debilidad de la corona frente a los partidos armados se hizo cada vez más evidente.

Sexta guerra de Religión

En 1577 Enrique III trató de recuperar parte de la autoridad perdida el año anterior con la paz de Beaulieu, que había otorgado concesiones excesivas a los hugonotes y enfurecido a los católicos.

Muy pronto, la Liga Católica, encabezada por los Guisa, presionó al rey para revertir esos privilegios. Al mismo tiempo, los hugonotes, envalentonados, aprovechaban las concesiones para ampliar su influencia. El reino seguía en tensión, y Enrique, atrapado entre facciones, buscó una salida negociada.

Ese mismo año estalló la sexta guerra de religión, pero fue breve. Tras unos meses de combates, en septiembre de 1577 se firmó la paz de Bergerac (también conocida como el edicto de Poitiers). Este tratado redujo considerablemente los beneficios que los protestantes habían obtenido en 1576: se limitó el culto reformado a determinadas ciudades y se restableció el predominio católico en buena parte del reino. Aunque los hugonotes conservaron ciertos derechos, la paz de Bergerac marcó un retroceso respecto a la generosa paz de Beaulieu.

Para Enrique III, esta paz fue una corrección política: intentó equilibrar la situación, cediendo menos a los hugonotes y respondiendo parcialmente a las exigencias de la Liga Católica. Sin embargo, el efecto fue limitado. Ni católicos ni protestantes quedaron plenamente satisfechos, y la autoridad del rey continuó debilitada, pues parecía moverse siempre al vaivén de las presiones.

Al año siguiente, su estrategia se centró en dos frentes: la diplomacia internacional y la gestión de las ambiciones de su hermano, el duque de Alençon.

Por un lado, trató de proyectar la monarquía francesa al exterior. Aprovechando los contactos de su madre, Catalina de Médici, promovió alianzas con Inglaterra y los Países Bajos, donde los rebeldes protestantes luchaban contra Felipe II de España. En este escenario, Enrique apoyó discretamente la aventura de su hermano menor, Francisco de Valois, duque de Alençon, que aspiraba a ser reconocido como soberano en los Países Bajos para afirmarse como príncipe independiente y, de paso, quitarle presión a la corona francesa.

Enrique III intentó consolidar su poder dentro de Francia. En 1578 organizó encuentros diplomáticos como la entrevista de Beaugency, donde buscó estabilizar las tensiones religiosas y limitar la influencia de los Guisa, que seguían presionando con la Liga Católica. El rey trataba de presentarse como árbitro supremo, pero su margen de maniobra era estrecho: debía contener a los hugonotes, atender las intrigas de su hermano y resistir la presión católica más radical.

Alençon decidió lanzarse de lleno en la aventura de convertirse en soberano de los Países Bajos, donde las provincias rebeldes protestantes luchaban contra el dominio de Felipe II de España. La idea era doble: por un lado, afirmar su independencia frente a su hermano Enrique III; por otro, ofrecer a Francia un espacio de influencia en la lucha contra España. Con el apoyo de Inglaterra —que veía con buenos ojos debilitar a los españoles—, el duque se presentó como un candidato para liderar la insurrección.

Para Enrique III, la situación era delicada. No podía frenar abiertamente a su hermano sin provocar una crisis dinástica, pero tampoco podía comprometerse demasiado en una guerra abierta contra Felipe II, ya que Francia seguía debilitada por las Guerras de Religión. De este modo, trató de mantener una postura ambigua: toleraba las aspiraciones de Alençon, pero sin implicar demasiado la corona.

En paralelo, dentro de Francia las tensiones religiosas continuaban. Aunque la paz de Bergerac (1577) había limitado los derechos de los hugonotes, los conflictos locales persistían. La Liga Católica seguía presionando al rey, acusándolo de ser demasiado blando con los protestantes, mientras los hugonotes buscaban nuevas oportunidades para reorganizarse.

Séptima Guerra de Religión (Guerra de los amantes)

En 1580, el reinado de Enrique III se vio sacudido por un nuevo estallido de violencia religiosa y política: la llamada “guerra de los amantes” (guerre des amoureux), la séptima de las Guerras de Religión en Francia.

El conflicto tuvo como principal protagonista al duque de Alençon, Francisco de Valois, hermano menor del rey, que se unió nuevamente a los hugonotes y a un grupo de nobles descontentos con la autoridad real. Se la llamó “guerra de los amantes” porque entre sus cabecillas había varios jóvenes aristócratas célebres en la corte por sus aventuras galantes, lo que dio un tono particular a la revuelta.

La causa inmediata fue el fracaso de la paz de Bergerac (1577) y la desconfianza persistente hacia Enrique III, acusado por los católicos de ser demasiado indulgente con los protestantes y, al mismo tiempo, por los hugonotes de ser intransigente. En este escenario, Alençon vio una oportunidad para fortalecer su independencia y sus aspiraciones políticas, sobre todo con miras a convertirse en príncipe soberano en los Países Bajos, donde ya estaba comprometido.

La guerra de 1580 fue breve, más marcada por escaramuzas y tensiones políticas que por grandes batallas. Terminó en noviembre de 1580 con la paz de Fleix, negociada por Catalina de Médici. Este tratado confirmó las concesiones anteriores hechas a los hugonotes y puso fin temporal a la revuelta, aunque sin resolver las causas de fondo.

Su hermano Francisco de Valois

Enrique III se volcó hacia el extranjero por la ambiciosa aventura de su hermano, el duque de Alençon (Francisco de Valois), en los Países Bajos.

Ese año, las Provincias Unidas —en rebelión contra el dominio de Felipe II de España— ofrecieron a Alençon la posibilidad de convertirse en su soberano. La propuesta resultaba atractiva para él, pues le daba un reino propio y una legitimidad que nunca tendría en Francia, donde estaba a la sombra de su hermano. En enero de 1581, los Estados Generales de los Países Bajos lo reconocieron como duque de Brabante y conde de Flandes, en la llamada “soberanía de Alençon”.

Para Enrique III, la situación era incómoda. Si bien no se oponía abiertamente, sabía que las aventuras de su hermano podían arrastrar a Francia a un enfrentamiento directo con España, algo para lo cual el reino no estaba preparado en medio de las Guerras de Religión. De hecho, la política oficial de Enrique fue ambivalente: permitía a su hermano actuar, pero sin comprometer plenamente a la monarquía francesa.

Mientras tanto, dentro de Francia, las tensiones religiosas no habían desaparecido. Aunque la paz de Fleix (1580) había traído una tregua, la Liga Católica seguía organizándose, vigilando de cerca al rey y a sus gestos de conciliación con los hugonotes. Al mismo tiempo, los protestantes observaban con recelo la situación en los Países Bajos, temiendo que la intervención francesa fuese más favorable a los católicos que a ellos.

El duque de Alençon continuaba su aventura en los Países Bajos, donde había sido reconocido como soberano en 1581. Sin embargo, en 1582 su proyecto empezó a derrumbarse. Aunque fue recibido con entusiasmo en ciudades como Amberes, pronto se ganó la desconfianza de los neerlandeses debido a sus intentos de imponer su autoridad con métodos poco prudentes. El 17 de enero de 1583 intentaría un golpe de fuerza conocido como la “Jornada de las barricadas de Amberes”, que acabaría en desastre, pero ya en 1582 se percibía el fracaso de su política. Para Enrique III, este fiasco representaba un dilema: no podía dejar de respaldar a su hermano, pero tampoco podía comprometer a Francia en una guerra abierta contra España.

Mientras tanto, en el interior de Francia, el rey buscaba reforzar su imagen de soberano devoto. Ese año, intensificó su participación en las confraternidades de penitentes, apareciendo en procesiones públicas vestido con humildad y rodeado de sus favoritos. Esto provocó críticas de la nobleza, que veía en estas prácticas un exceso de teatralidad religiosa, y alimentó los rumores de que el rey era más piadoso en las formas que eficaz en el gobierno.

Para Enrique III, el episodio del desastre de gobierno de su hermano fue doblemente desastroso. En primer lugar, porque dejaba en ridículo a la monarquía francesa, asociada al fracaso de su hermano. En segundo lugar, porque confirmaba la inestabilidad dinástica: mientras el rey no tenía descendencia con Luisa de Lorena, su hermano más joven demostraba incapacidad política y militar. Francia aparecía debilitada frente a potencias como España, que salía reforzada al ver desbaratado el intento francés en los Países Bajos.

En el interior del reino, la situación tampoco mejoraba. La Liga Católica, cada vez más organizada bajo los Guisa, aprovechaba la debilidad del rey para aumentar su influencia, mientras los hugonotes seguían desconfiando de la sinceridad de las treguas. La figura de Enrique se veía aislada, más rodeado de sus “mignons” y de sus devociones públicas que de un proyecto firme de gobierno.

Finalmente, Francisco de Valois muere en junio de 1584 a causa de una enfermedad, probablemente tuberculosis o una dolencia respiratoria crónica. Alençon era el último hermano varón de Enrique y, como el rey no tenía descendencia con su esposa Luisa de Lorena-Vaudémont, la muerte del duque significaba la extinción inminente de la dinastía Valois. La sucesión recaía ahora, según la ley sálica, en el pariente más cercano de la rama capeta: Enrique de Navarra, líder de los hugonotes y primo lejano del rey.

Para un reino desgarrado por las Guerras de Religión, esto era explosivo. Los católicos más radicales se negaban a aceptar la idea de que un príncipe protestante heredara el trono de Francia. En consecuencia, la muerte de Alençon dio origen inmediato a la Liga Católica, reforzada bajo el mando de la poderosa familia Guisa. La Liga se organizó con un objetivo claro: impedir que Enrique de Navarra llegara al trono y garantizar que Francia siguiera bajo un rey católico.

Para Enrique III, el año 1584 fue un golpe devastador. Perdía a su hermano y heredero, veía cómo su dinastía se acercaba al final y, además, se encontraba atrapado entre la obligación de reconocer a Enrique de Navarra como legítimo sucesor y la presión enorme de la Liga Católica, que exigía excluirlo. Este dilema marcaría el resto de su reinado y lo dejaría políticamente debilitado, aislado y cada vez más cuestionado.

Octava guerra de religión

El reinado de Enrique III de Francia entró en una fase crítica tras la muerte de su hermano Francisco de Alençon el año anterior, porque la sucesión real quedaba en manos de Enrique de Navarra, líder protestante y jefe de los hugonotes.

La noticia de que un príncipe hugonote podía convertirse en futuro rey encendió la reacción de los católicos más radicales. Fue entonces cuando los Guisa, con apoyo de Felipe II de España y de parte importante de la nobleza y el clero francés, organizaron la Liga Católica en torno a la idea de impedir que Navarra heredara la corona. Esta Liga no solo era un movimiento religioso, sino también político: cuestionaba directamente la autoridad de Enrique III al colocarse como garante de la fe católica frente a lo que consideraban la debilidad del rey.

Bajo la presión de la Liga, Enrique III se vio obligado a firmar el Tratado de Nemours (julio de 1585). Este acuerdo anulaba todas las concesiones hechas anteriormente a los hugonotes, les prohibía ejercer cargos públicos, cerraba sus templos y les imponía nuevamente la persecución. Con esta decisión, el rey buscaba calmar a los católicos y evitar que la Liga lo desbordara, pero en realidad agravó el conflicto, pues reabrió las hostilidades con los protestantes y debilitó aún más la imagen de Enrique como árbitro neutral.

Ese mismo año estalló la octava guerra de religión, conocida como la Guerra de los Tres Enriques, porque enfrentó a tres figuras centrales: Enrique III, el rey; Enrique de Guisa, jefe de la Liga Católica; y Enrique de Navarra, heredero legítimo y líder de los hugonotes. El conflicto dejó de ser únicamente entre católicos y protestantes: se transformó en una lucha por la sucesión misma de la corona francesa.

Enrique de Navarra, al verse directamente excluido de sus derechos y perseguido por su fe, tomó las armas para defender su posición. Contaba con el apoyo de aliados internacionales, como Isabel I de Inglaterra, que veía en él un contrapeso frente a Felipe II de España. Al mismo tiempo, la Liga Católica, encabezada por los Guisa y sostenida con dinero y tropas del monarca español, se fortalecía como un poder paralelo dentro del reino, presentándose como defensora de la fe frente a la supuesta debilidad del rey.

Enrique III, atrapado entre estas dos fuerzas, quedó cada vez más aislado. Aunque era católico, los hombres de la Liga lo miraban con desconfianza y lo consideraban un soberano demasiado indulgente. Los hugonotes, por su parte, lo veían como un enemigo abierto después de Nemours. La autoridad real, que debería haber sido árbitro de la paz, se encontraba marginada: el rey era monarca en nombre, pero la iniciativa política y militar estaba en manos de los Guisa y de Enrique de Navarra.

Militarmente, 1586 estuvo marcado por preparativos y escaramuzas más que por grandes batallas. Las provincias francesas se dividían entre partidarios de la Liga, leales al rey y simpatizantes de Navarra. La guerra sucesoria se perfilaba claramente: todos sabían que si Enrique III moría sin hijos, el trono pasaría inevitablemente al rey protestante de Navarra, algo que la Liga se proponía impedir a cualquier costo.

En lo personal, Enrique III se replegó cada vez más en las prácticas devocionales. Participaba en procesiones de penitentes, organizaba ritos de expiación y se rodeaba de sus “mignons”, lo que lo hacía objeto de burla y resentimiento entre la nobleza y el pueblo de París. Su imagen de rey piadoso y refinado contrastaba con la dureza del momento, y eso le restaba legitimidad.

Batalla de Courtas

El 20 de octubre de 1587, las tropas hugonotes dirigidas por Enrique de Navarra (el futuro Enrique IV) se enfrentaron a las fuerzas reales comandadas por el duque de Joyeuse, uno de los favoritos de Enrique III. La batalla tuvo lugar en Coutras, en el suroeste de Francia, y terminó en una victoria aplastante para Navarra.

Los hugonotes, aunque menos numerosos, usaron mejor la artillería y maniobraron con eficacia, mientras que las tropas reales fueron derrotadas y el duque de Joyeuse murió en combate. Esta victoria consolidó a Enrique de Navarra como un líder militar capaz y reforzó su prestigio político como legítimo heredero de la corona, en contraste con el descrédito de Enrique III, cuyo ejército había sido humillado.

Paradójicamente, ese mismo año, la familia Guisa, líderes de la Liga Católica, lograron derrotar a un ejército protestante en el norte, en la batalla de Auneau. Esto les dio más poder político y más crédito como defensores de la fe católica. Así, en 1587 los dos grandes rivales de Enrique III —Enrique de Navarra y Enrique de Guisa— se fortalecieron al mismo tiempo.

Para el rey, 1587 fue desastroso: sus ejércitos fueron vencidos, sus favoritos quedaron diezmados, y su imagen de autoridad se debilitó aún más. El prestigio militar se trasladó a los dos “Enriques” rivales (Navarra y Guisa), mientras él aparecía cada vez más como un árbitro impotente, atrapado entre los hugonotes y la Liga Católica.

El 12 de mayo de 1588, estalló la revuelta en París. Ante la entrada de tropas reales en la ciudad, los habitantes, instigados por los partidarios de Guisa, levantaron barricadas en las calles. Fue la primera vez en la historia de París que se usó esta táctica, símbolo de la resistencia popular. Enrique III, sorprendido por la magnitud del levantamiento y temiendo por su vida, se vio obligado a huir precipitadamente de su propia capital y refugiarse en Chartres.

Humillado por la revuelta, el rey se vio forzado a firmar el Edicto de Unión (julio de 1588). Este acuerdo, impuesto por los Guisa, declaraba que jamás se permitiría que un hereje —como Enrique de Navarra— heredara el trono francés, y obligaba al rey a aceptar formalmente la Liga Católica. Con ello, Enrique III quedaba prácticamente sometido a la voluntad de los Guisa, perdiendo aún más independencia política.

Sin embargo, ese mismo año, en el estados generales de Blois (diciembre de 1588), Enrique III decidió contraatacar. Durante las sesiones, mandó asesinar a Enrique de Guisa y, poco después, a su hermano el cardenal de Lorena. Este acto brutal sorprendió a toda Francia: el rey parecía haber recuperado la iniciativa, pero en realidad abrió una nueva fase de la guerra civil, pues la Liga Católica juró vengar a los Guisa y París se declaró abiertamente contra el rey.

Muerte

Después del asesinato de los Guisa en Blois (diciembre de 1588), la Liga Católica se alzó en armas contra el rey. París y muchas otras ciudades declararon su lealtad a la Liga, apoyada además por Felipe II de España. Enrique III quedó prácticamente aislado y solo pudo apoyarse en un aliado inesperado: Enrique de Navarra, jefe de los hugonotes y legítimo heredero del trono según la ley sálica. Así, el rey católico y el líder protestante unieron fuerzas contra la Liga en una alianza que sorprendió a toda Europa.

Enrique III y Enrique de Navarra marcharon juntos hacia la capital. En el verano de 1589, el rey puso sitio a París, la gran ciudad católica que lo había rechazado en la Jornada de las barricadas. Este asedio mostraba la paradoja de su situación: un rey de Francia, católico, aliado con un príncipe hugonote para recuperar su propia capital de manos de una facción católica más radical.

En los primeros días de enero de 1589, Catalina de Médici, la gran arquitecta política que había mantenido en pie la monarquía de los Valois durante tres reinados consecutivos, se encontraba gravemente enferma. Había pasado los últimos años moviéndose incansablemente entre facciones, negociando con católicos y hugonotes, mediando entre Enrique III, su hijo, y la poderosa Liga Católica. Su salud, sin embargo, ya no resistía más el peso de los años ni la tensión de la guerra.

El 5 de enero, en el castillo de Blois, Catalina cerró los ojos para siempre. Su muerte llegó en el peor momento posible: Francia estaba desgarrada por la octava guerra de religión, la Liga había jurado venganza por el asesinato de los Guisa, y Enrique III se encontraba cada vez más aislado. Catalina, con su pragmatismo y su frialdad calculadora, había sido el contrapeso indispensable para contener el caos; con su desaparición, ese frágil equilibrio se rompió.

Para Enrique III, la pérdida fue un golpe íntimo y político al mismo tiempo. Había tenido con su madre una relación de dependencia ambivalente: a veces la resistía, otras la obedecía, pero siempre la necesitaba. Catalina era el último pilar de la dinastía Valois, la consejera que aún le ofrecía legitimidad frente a sus súbditos. Sin ella, Enrique quedó desnudo frente a la tempestad.

Se cuenta que, al recibir la noticia, el rey cayó en un profundo abatimiento. La muerte de su madre lo dejó sin guía, sin familia cercana y sin herederos, en un reino donde ya muchos lo rechazaban como soberano. Apenas siete meses después, en agosto de 1589, Enrique III sería asesinado por el fraile Jacques Clément. En cierto modo, la muerte de Catalina marcó el inicio de la cuenta regresiva para el fin de los Valois: sin la “reina madre”, el último hijo quedó solo en un trono a punto de derrumbarse.

En plena campaña, el 2 de agosto de 1589, Enrique III fue asesinado en Saint-Cloud, cerca de París, por Jacques Clément, un joven dominico fanático y partidario de la Liga Católica. El fraile se hizo pasar por mensajero y, cuando se acercó al rey, lo apuñaló mortalmente en el abdomen. Enrique murió al día siguiente, 3 de agosto, tras haber reconocido a Enrique de Navarra como su legítimo sucesor.

La muerte de Enrique III cerró definitivamente la dinastía Valois, que había reinado en Francia desde 1328. La corona pasó a Enrique de Navarra, que se convirtió en Enrique IV, primer rey de la casa de Borbón. Sin embargo, el camino no fue fácil: la Liga Católica y Felipe II de España no aceptaban a un rey protestante, y Francia entró en una nueva etapa de guerra hasta que Enrique IV se convirtió al catolicismo en 1593 y consolidó su poder.

Conclusión

Enrique III fue un rey atrapado en una época de fracturas imposibles. Último de la casa de los Valois, su vida estuvo marcada por el esplendor y la tragedia. Desde joven, cultivó la elegancia, el refinamiento y el amor por las letras, cualidades que le valieron tanto admiración como críticas. Como príncipe, se distinguió en las Guerras de Religión y fue brevemente rey de Polonia, pero al volver a Francia le tocó enfrentar la mayor prueba: sostener un trono asediado por facciones irreconciliables.

Su reinado osciló entre concesiones y represiones: la paz de Beaulieu, la Liga Católica, la alianza con Enrique de Navarra, la matanza de los Guisa en Blois, y finalmente su propia muerte en Saint-Cloud, víctima del fanatismo. Ni los hugonotes ni los católicos lo reconocieron plenamente; unos lo vieron como enemigo, otros como un soberano débil. Su corte, célebre por el lujo y los “mignons”, alimentó la imagen de un rey más atento al ritual y a la devoción teatral que a la firmeza política.

Sin descendencia, Enrique III vio extinguirse con él la dinastía Valois en 1589, abriendo el camino a la casa de Borbón con Enrique IV. Su figura queda como la de un monarca melancólico, culto y contradictorio, que quiso ser árbitro en medio de la tormenta, pero terminó devorado por ella. En la historia de Francia, su nombre marca el final de una dinastía medieval y el inicio de una nueva era bajo los Borbones, en la que el Estado y la monarquía se transformarían profundamente.