miércoles, 16 de julio de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro I) (Capítulo XXXI - XL) (1580)

En el Libro I de sus Ensayos, Michel de Montaigne despliega una mirada aguda, irónica y profundamente humana sobre los más diversos aspectos de la vida y el pensamiento. En esta última sección del volumen, el autor medita desde lo divino hasta lo cotidiano, reflexionando con libertad sobre el juicio religioso, el deseo de morir, la fuerza de la costumbre, la política, la soledad, el cuerpo y el alma. Cada capítulo revela su estilo conversacional y su escepticismo ilustrado, invitando al lector no a aceptar conclusiones definitivas, sino a pensar por sí mismo y a reconocerse en la complejidad de lo humano.

Referencias:

(1) Esta podría ser una referencia y un antecedente a las actuales las bolsas de empleo, oficinas laborales, tablones de anuncios y clasificados, redes de colaboración ciudadana, entre otras. 




ENSAYOS 

LIBRO I: Capítulo XXXI - XL

Capítulo XXXI

De la conveniencia de juzgar sobriamente de las cosas divinas

Montaigne observa que, cuanto menos conocemos un tema, con más firmeza solemos opinar sobre él, y que esa ignorancia otorga una falsa libertad para afirmar lo que sea, sin riesgo de refutación. A través de una crítica aguda y satírica, incluye entre los que incurren en esta presunción tanto a charlatanes como a ciertos teólogos, mostrando que, al tratar lo divino sin sobriedad ni prudencia, se cae fácilmente en la impostura. Así, Montaigne reafirma su escepticismo: no hay mayor temeridad que hablar con certeza de lo que es, por naturaleza, inescrutable.

Admira la humildad de ciertos pueblos de las Indias, que, tras una derrota, no culpan a Dios sino que le piden perdón, reconociendo su posible culpa. En contraste, critica la actitud de quienes hacen depender su fe cristiana del éxito de sus empresas, como si la verdad religiosa se validara por la buena suerte. Para Montaigne, esta relación entre fe y prosperidad es peligrosa, pues debilita la constancia religiosa cuando los acontecimientos se tornan adversos. La fe, sostiene, debe mantenerse firme más allá de los azares del mundo, confiando en la sabiduría inescrutable de Dios.

Ahora bien, existen casos en que se atribuyen a la divinidad. Montaigne ejemplifica con episodios concretos —como las batallas de la Rochelabeille, Montcontour y Jarnac— cómo los vencedores atribuyen sus triunfos a la aprobación divina, mientras que los derrotados interpretan sus fracasos como castigos edificantes. Este juego de interpretaciones, advierte Montaigne, es engañoso y diseñado para manipular al pueblo. Frente a ello, propone un enfoque más honesto: enseñar los fundamentos racionales y espirituales de la fe, sin depender del azar de la guerra. Al final, recuerda que incluso los cristianos sufren derrotas, lo cual demuestra que no se puede pesar lo divino en la balanza humana sin deformarlo.

Si se quiere ver una señal del castigo de Dios en la forma en que murieron los herejes León y Arrio, entonces habría que aplicar el mismo criterio a casos similares, como el del emperador Heliogábalo o incluso el de santa Irene, quien también murió en circunstancias escatológicas. Los designios divinos escapan a nuestra comprensión, y no deben interpretarse livianamente según apariencias externas.

Montaigne insiste en la imposibilidad de penetrar los designios divinos con las armas de la razón humana. Dios, afirma, usa tanto la dicha como la desgracia terrenal de forma misteriosa, enseñándonos así que no debemos vincular directamente el destino con el mérito o la culpa. Los intentos de racionalizar lo divino acaban siempre enfrentados a contradicciones, como bien lo señala san Agustín. Frente a este límite, Montaigne recomienda la humildad: conformarse con la luz que se nos da, sin pretender forzar una claridad mayor. Aquel que se atreve a mirar más allá de lo permitido —como Ícaro— corre el riesgo de quedar ciego. La cita final, tomada del libro de la Sabiduría (9,13), refuerza esta idea: “¿Quién de los hombres puede conocer el consejo de Dios, o quién puede imaginar lo que quiere el Señor?”.

Capítulo XXXII

De cómo algunos buscaron la muerte por huir los placeres de la vida

Ciertos antiguos filósofos que consideraban legítimo buscar la muerte para evitar los sufrimientos de la vida. La naturaleza misma invita al retiro definitivo cuando la existencia se vuelve intolerable. Conservan la vida, según ellos, quienes aún encuentran en ella algún bien; pero perseverar en el dolor sin esperanza sería ir contra la razón natural. Montaigne no impone un juicio moral, sino que presenta estas posturas con distancia reflexiva, dejando al lector ante una cuestión tan humana como inquietante: ¿es la vida valiosa en sí misma, o lo es por los bienes que ofrece?

Se detiene en una forma aún más radical de desprecio por la vida: no solo la huida del dolor, sino también el rechazo voluntario de los placeres, honores y riquezas. Le sorprende encontrar este tipo de actitud no en el rigor estoico, donde sería esperable, sino en un consejo atribuido a Epicuro, quien suele asociarse con la búsqueda mesurada del placer. Séneca, citando a Epicuro, recomienda a Lucilio renunciar a una vida de pompa y poder, y si no puede hacerlo suavemente, que la corte de raíz. Montaigne reconoce en ello una disposición extrema, rara incluso entre los antiguos, y señala que solo ha conocido algo similar entre cristianos que acompañan ese gesto con una actitud de humildad y templanza. 

En este sentido, Montaigne relata la historia de san Hilario de Poitiers y su hija Abra como un ejemplo extremo del desprecio por los bienes mundanos. A través de una carta, el obispo convence a su hija de renunciar a los placeres, riquezas y pretendientes que la rodeaban, ofreciéndole en su lugar una promesa de gloria espiritual. No contento con ello, pide fervientemente a Dios que la saque del mundo, lo cual se cumple poco después, causando en él un profundo gozo. La historia se vuelve aún más notable cuando la madre, comprendiendo el sentido espiritual del suceso, solicita también su propia muerte para alcanzar la bienaventuranza eterna. Montaigne destaca lo extraordinario del caso: no solo se desea la muerte para uno mismo, como en los ejemplos anteriores, sino que se pide para seres queridos, por motivos espirituales. 

Capítulo XXXIII

Coincidencias del acaso y la razón

Montaigne reflexiona sobre los sorprendentes cruces entre el azar y la aparente justicia, donde el destino parece obrar como si respondiera a una lógica moral. El ejemplo del duque de Valentinois y su padre, el papa Alejandro VI —quienes mueren al beber por error el veneno destinado a otro— ilustra cómo el acaso, en su inconstancia, a veces ejecuta castigos que parecen dictados por la razón. Montaigne no sostiene que haya una providencia que guíe estos hechos, pero sí se maravilla de cómo la fortuna, sin previsión ni conciencia, puede producir desenlaces que se asemejan a actos justos. 

De hecho el azar se burla de quienes tratan de alcanzarlo. Montaigne narra el caso de dos caballeros enamorados de la misma dama: uno triunfa en el amor y logra casarse con ella, pero el mismo día de su boda —antes siquiera de consumarla— cae prisionero del rival en una escaramuza. La escena, casi teatral, retrata una fortuna caprichosa que revierte las situaciones en el momento más inesperado. La dama, invocando la cortesía caballeresca, logra la liberación de su esposo, en una resolución que mezcla honor, burla y juego de apariencias. Para Montaigne, este tipo de coincidencias —en que la fortuna parece mofarse de nuestras pasiones y planes— evidencia cuán poco control tenemos sobre el curso de los acontecimientos, incluso en los asuntos más personales y deseados.

No solo eso. El azar puede incluso burlas los planes más meticulosamente diseñados. El capitán Ranse, que formaba parte del ejército francés, había ordenado colocar una mina (una carga de explosivos o una excavación para derribar un muro) bajo una parte específica de la muralla de la ciudad de Erone, con la intención de abrir una brecha para permitir el asalto. Esta estrategia era típica en los asedios de la época. Sin embargo, al detonarse la mina, en lugar de provocar el derrumbe caótico del muro hacia adentro o hacia los lados, el muro cayó de forma vertical y exacta, quedando erguido en el suelo como una losa… sin generar una abertura útil ni dañar a los defensores. Es decir, la acción fue completamente inútil, y los sitiados no solo no perdieron defensa, sino que pudieron continuar resistiendo como si nada hubiera pasado.

También está el caso de Jasón Fereo que es especialmente llamativo: afectado por una grave apostema (una inflamación purulenta) en el pecho, desahuciado por los médicos y desesperado, decide lanzarse en medio del combate con la esperanza de morir con honor. Sin embargo, una herida lo salva: revienta la apostema y lo cura, mostrando que incluso en la violencia del campo de batalla el azar puede operar como médico invisible.

Luego Montaigne menciona la historia del pintor Protógones, quien lucha por representar con precisión la espuma del hocico de un perro fatigado. Al perder la paciencia y lanzar una esponja con pintura contra el cuadro para arruinarlo, la casualidad hace que la mancha espontánea produzca el efecto justo que su técnica no pudo alcanzar. Aquí el azar no solo interviene, sino que corrige al arte mismo, revelando una perfección inesperada.

El relato de la reina Isabel de Inglaterra añade una dimensión política y militar al poder del azar: obligada a desembarcar con su ejército, deseaba arribar a un puerto que, sin saberlo, era una trampa de sus enemigos. Pero una tormenta o el desvío de los vientos la obliga a tocar tierra en otro sitio más seguro, permitiéndole salvarse. La fortuna, en este caso, corrige el error estratégico mejor que la previsión humana.

Otra anécdota es la de un hombre que lanza una piedra a un perro y, accidentalmente, golpea a su madrastra y la mata. El hecho es trágico y grotesco, pero da pie a una cita poética (omitida en la edición que manejamos) en que probablemente el autor de la acción exclama que el destino ha obrado con justicia por medios que él no buscaba.

Finlamente Montaigne nos cuenta de Ignacio y su hijo, proscritos por los triunviros romanos, deciden quitarse mutuamente la vida para evitar caer en manos de la crueldad oficial. El acto, ya de por sí desgarrador, se ve envuelto en una serie de coincidencias que parecen guiadas por una suerte compasiva: ambos reciben heridas mortales, pero conservan las fuerzas justas para apartar sus espadas y morir abrazados.

El relato adquiere un tono casi sagrado cuando Montaigne narra cómo los verdugos cortan sus cabezas juntas, mientras sus cuerpos permanecen unidos, y sus heridas se confunden como si compartieran una misma vida y una misma muerte. Aquí, el azar no solo actúa como instrumento de escape frente al horror, sino que otorga al gesto final una estética conmovedora, como si la fortuna hubiera querido consagrar la fidelidad, el amor y la decisión compartida entre padre e hijo.


Capítulo XXXIV

De un vacío en nuestros usos públicos

En este capítulo Montaigne nos habla de su difunto padre quien tenía una idea muy particular para la época: crear una especie de centro de informaciones. Algo así como un registro ciudadano de ofertas y demandas. La propuesta consiste en que, en las ciudades, exista un lugar accesible donde las personas puedan anotar lo que buscan o lo que ofrecen —desde bienes como perlas, hasta servicios, empleos, viajes o compañía— y donde un funcionario lleve un registro de ello(1).

Otra cuestión que Montaigne observa en los usos públicos es aquella relativa a los hombres de saber que viven en condiciones deplorables. Cita con pesar casos concretos, como Lilio Gregorio Giraldo en Italia y Sebastián Castellión en Alemania, sabios notables que, a pesar de su talento, vivieron en la indigencia.

Montaigne no atribuye esta situación a la maldad generalizada del mundo —de hecho, dice que el mundo no está tan corrompido— sino a un problema de comunicación, de falta de visibilidad, lo que conecta directamente con la idea del registro público que había planteado antes: si se conociera la situación de estas personas, muchos las habrían ayudado.

En este contexto, introduce una figura anónima (que bien podría ser él mismo), alguien que posee medios y desearía emplearlos en proteger del infortunio a los hombres de mérito que sufren sin justicia. No se trata de ofrecer lujos, sino de brindarles lo necesario para vivir con dignidad, incluso en medio de las dificultades.

En lo privado, Montaigne escribe cómo su padre no solo llevaba un registro contable de los gastos y movimientos económicos —algo habitual—, sino que también encargaba a su secretario mantener un diario o crónica de la vida familiar, una suerte de memoria histórica privada.

Este registro incluía fechas de eventos importantes, visitas, viajes, trabajos, celebraciones, defunciones y cambios relevantes en la vida doméstica. Montaigne valora profundamente esta práctica, considerándola tanto útil como afectiva: permite no solo recordar con precisión hechos pasados, sino también revivir momentos significativos cuando el tiempo y la memoria comienzan a desdibujarlos.

Él mismo confiesa que no ha sabido imitar esa costumbre, y lo lamenta como una “torpeza”, reconociendo en ese hábito una forma valiosa de conexión con el pasado, una pequeña historia personal y familiar que da continuidad, identidad y sentido a la vida ordinaria.


Capítulo XXXV

De la costumbre de vestirse

Cualquiera sea el tema que trate, suele verse obligado a ir contra la costumbre, porque los usos sociales han colonizado casi todos los aspectos de la vida, hasta el punto de que resulta difícil distinguir lo que es natural de lo que es convencional. Esta observación lo lleva a meditar, en pleno invierno europeo, sobre la desnudez de los pueblos "recientemente descubiertos", como los indígenas de América, que vivían sin ropa, incluso en situaciones que a un europeo le parecerían intolerables.

¿Es esta costumbre, se pregunta Montaigne, fruto del clima cálido o una manifestación de una necesidad natural del hombre? Retoma aquí una vieja inquietud filosófica: ¿qué pertenece realmente a la naturaleza humana y qué ha sido deformado o encubierto por la costumbre y la civilización?

Para ilustrar su idea, recurre al ejemplo del resto de los seres vivos: plantas, árboles y animales, todos están naturalmente dotados de una protección —piel, corteza, conchas, pelo, plumas, etc.— y no requieren del auxilio artificial de prendas o coberturas. Cita entonces el verso latino de Lucrecio (De rerum natura), que afirma precisamente que casi todas las cosas están protegidas naturalmente por cuero, pelo, conchas, callos o cortezas.

En la célebre batalla de Platea, los griegos derrotan a los persas bajo el mando de Pausanias, y en el reparto de la gloria —costumbre común entre los griegos— se reconoce a los espartanos como los más valientes.

Sin embargo, lo interesante para Montaigne no es la victoria en sí, sino el criterio espartano para evaluar el mérito individual. Según el relato, se reconoció que Aristodemo (a quien Montaigne llama Aristomedo) fue, en efecto, el más valeroso en combate, pero aun así no se le otorgó premio alguno, pues se consideró que su arrojo nacía del deseo de redención personal, al haber sido uno de los pocos espartanos que sobrevivieron a la batalla de las Termópilas. Su heroísmo, por tanto, aunque real, quedaba moralmente descalificado por su motivación: no era pura virtud, sino una forma de borrar una falta anterior.

Critica la tendencia a desacreditar las grandes acciones del pasado, especialmente las de los antiguos, mediante interpretaciones maliciosas o cínicas. Observa que muchos en su tiempo —hombres cultivados, incluso— dedican su ingenio no a admirar la virtud, sino a oscurecerla, atribuyendo a las acciones nobles motivos bajos o egoístas, como el deseo de fama, venganza, culpa o interés personal.

Montaigne no niega que sea posible —y a veces necesario— examinar críticamente las intenciones humanas, pero advierte que hacerlo sistemáticamente para disminuir el valor de las acciones heroicas o virtuosas no es un ejercicio de sagacidad, sino de grosería mental, una muestra de la deformación moral del juicio. Para él, ese tipo de escepticismo no es señal de profundidad, sino de un espíritu deformado por las costumbres decadentes de su época.

Así como otros ejercen su ingenio para mancillar los nombres ilustres, él se toma la licencia contraria: la de honrarlos, elevarlos y celebrar su virtud, no como un acto de adulación vacía, sino como una forma de justicia moral y pedagógica.

Montaigne reconoce con humildad que ningún esfuerzo de la imaginación puede estar a la altura de la grandeza de ciertos hombres, elegidos —dice— como ejemplos del mundo por la aprobación de los sabios. La virtud, cuando es auténtica, debe ser representada con sus colores más bellos, porque es deber de los hombres honrados preservar su esplendor, incluso si el entusiasmo llega a teñirse de cierta pasión.

Y ahora sí, Montaigne nos habla de su entrañable admiración por el joven Catón a través de un recurso literario y crítico: comparar cómo distintos poetas latinos han cantado su figura. Lo hace no solo para ensalzar al personaje, sino también para reflexionar sobre la naturaleza y el poder de la poesía misma.

Primero, establece una especie de jerarquía poética. Alude a cinco poetas latinos que elogian a Catón, evaluándolos según su capacidad de conmover y elevar el espíritu. No los nombra de inmediato, sino que describe la gradual intensidad de sus versos: los dos primeros son “lánguidos”, el tercero “vigoroso pero excesivo”, el cuarto “admirable”, y el quinto “trascendente”, aquel ante el cual el alma se sobrecoge de admiración, como si se tratara de algo más allá de lo humano.

Esta progresión le sirve de antesala para desarrollar una idea central: la verdadera poesía está más allá de las reglas del arte, es una fuerza que arrebata, que excede al juicio racional. La compara con el relámpago, que no puede mirarse directamente, y con el imán, que transmite su fuerza de cuerpo en cuerpo: del poeta al actor, del actor al público. Este furor poético, que los antiguos llamaban inspiración o enthousiasmos, es la marca de la poesía verdadera, aquella que no solo dice, sino transforma y arrastra.

Montaigne luego confiesa su propio vínculo profundo con la poesía, desde su infancia, y cómo ha evolucionado su gusto: primero por la ligereza y el ingenio (Ovidio), luego por la agudeza (Lucano), y finalmente por la fuerza constante y majestuosa (Virgilio).

Finalmente, cita los cinco versos latinos que alaban a Catón, y ahí revela la identidad de los poetas. Los versos son:

  1. "Sit Cato, dum vivit, sane vel Caesare major"
    “Sea Cato, mientras viva, incluso mayor que César” — probablemente de Martial u otro poeta menor. Aquí se le compara favorablemente con César, aunque con una formulación algo tenue.

  2. "Et invictum, devicta morte, Catonem"
    “Y a Catón, invicto, aunque vencido por la muerte” — probablemente de Lucano, destacando su integridad moral incluso en la derrota física.

  3. "Victrix causa diis placuit, sed victa Catoni"
    “La causa victoriosa agradó a los dioses, pero la vencida a Catón” — de Lucano (Farsalia), uno de los versos más célebres sobre Catón, que eleva su figura moral por sobre el resultado bélico.

  4. "Et cuncta terrarum subacta, praeter atrocem animum Catonis"
    “Y todo lo de la tierra fue sometido, salvo el ánimo indomable de Catón” — probablemente también de Lucano, destacando la incorruptibilidad del carácter de Catón.

  5. "His dantem jura Catonem"
    “Y entre ellos, a Catón dando las leyes” — de Virgilio, Eneida VI, verso 816, donde aparece Catón en el mundo de los justos como juez eterno. 

Montaigne lo llama “el maestro del coro”, y le da el lugar supremo en su escala de admiración.


Capítulo XXXVII

De cómo reímos y lloramos por la misma causa

Montaigne comienza relatando la historia de Antígono. Antígono (rey helenístico, posiblemente refiriéndose a Antígono II Gónatas) reprendió a su hijo porque, luego de una batalla, este le presentó la cabeza cortada de su enemigo, el rey Pirro. En lugar de alegrarse por la victoria o el trofeo de guerra, Antígono se entristeció profundamente y lloró, mostrando respeto y dolor por la muerte del adversario, incluso siendo su enemigo. Lo mismo ocurrió cuando a César le mostraron la cabeza de Pompeyo. 

Una de las cosas que Montaigne señala es que entre los muchos humores que tiene el ser humano, uno suele ser el predominante, el más fuerte. Sin embargo, hay ocasiones en el que el más débil podría dominar. Y esto no es solo con los niños, sino que también en los adultos al emprender algún viaje, al separarse e su familia y amigos no haya sentido decaer su ánimo; y si las lágrimas no brotan abiertamente de sus ojos, al menos puso el pie en el estribo con rostro melancólico y triste.

Cuando el mismo Montaigne regaña a su criados, si bien lo hace con fuerza y enojo, también admite que es capaz de ayudarlo en todo lo que ellos necesiten. Es decir, hay veces que dominan unas pasiones y otras. 

El remordimiento de Nerón tras ordenar el asesinato de su madre, o la reacción de Jerjes, quien pasa de la euforia al llanto al ver la magnitud y destino trágico de su ejército— Montaigne sostiene que no somos seres de una sola pieza, sino compuestos por impulsos, emociones y razones que se suceden y mezclan sin cesar.

La mente reacciona más rápido que cualquier impresión sensible; es decir, que la emoción se adelanta a la razón. No debemos juzgar contradictorios ni hipócritas estos sentimientos, pues pueden coexistir deber y duelo, justicia y dolor.

Capítulo XXXVIII: De la soledad


Montaigne comienza diciendo que se debe pensar más allá de la típica dialéctica entre vida solitaria y vida activa. Cita el siguiente aforismo:

''que no hemos venido al mundo para nuestro particular provecho, sino para realizar el bien común''

Sin embargo, Montaigne sostiene que, en realidad, la mayoría busca cargos públicos y poder no para servir a los demás, sino para beneficiarse a sí mismos, y que los medios corruptos que se emplean para alcanzarlos revelan las verdaderas intenciones. Montaigne incluso señala que hasta la elección de la vida retirada puede obedecer a la misma ambición, deseosa de libertad y poder sobre sí misma.

Citando a Bias y al Eclesiastés, concluye que si la mayoría de los hombres son injustos, entonces vivir entre ellos es peligrosamente contagioso, y que la vida en sociedad puede degradar más que elevar. Así, su reflexión va más allá de la simple oposición entre vida activa y contemplativa: pone en tela de juicio la sinceridad moral del hombre común y expone su escepticismo ante la virtud pública como verdadera motivación de la acción política.

Existe una dificultad moral de vivir en sociedad sin contaminarse con los vicios ajenos. Señala que, entre los hombres, uno debe elegir entre imitar o aborrecer a los malos, y ambas opciones son problemáticas: imitarlos corrompe, pero odiarlos agota y no siempre es justo, ya que los vicios son variados y confusos. A través de ejemplos antiguos y modernos —como Bias o Albuquerque—, Montaigne muestra cómo la compañía de los malvados es peligrosa incluso para los justos, y cómo los sabios, si pueden elegir, prefieren la soledad o la retirada a una vida rodeada de corrupción.

Montaigne no niega que el hombre virtuoso pueda soportar la sociedad, pero advierte que ello exige una fuerza excepcional. La presencia constante del mal ajeno termina afectando incluso al más sano, como ilustra con la crítica a la respuesta de Antístenes: convivir con enfermos puede curarlos, pero pone en riesgo la salud del médico.

Para el filósofo, el fin último de la soledad es vivir sin cuidados y agradablemente, pero que lamentablemente se ocupan medios equivocados para alcanzar una vida de esta forma. De hecho,  muchas veces creemos que vamos a estar en la soledad, pero la verdad es que la cambiamos por otras ocupaciones. El ser humano debe cambiar desde su interior, pues éste es como un cuerpo enfermo, si cambia de lugar este no curará por cambiarse de sitio, de hecho, el enfermo hará más mal. Montaigne señala: el tormento lo llevamos con nosotros. 

Por lo tanto, la solución para el filósofo es que el alma se recoja en sí misma y se asile en sí misma, y eso es lo que constituye la soledad verdadera. Esta se puede disfrutar en cualquier parte, pero es verdad que se disfruta mejor estando aislado. 

En consecuencia, es mejor hacernos cargo de nuestros propios temores que recurrir a otros, desprendámonos de todo lazo que nos una con los demás.

A través de ejemplos históricos y filosóficos —Estilpón, Antístenes y san Paulino de Nola— muestra que el verdadero hombre sabio no pierde nada esencial cuando lo pierde todo en el mundo exterior, porque su riqueza auténtica está en su interior: en su conciencia, en su virtud, en su saber. Cuando Estilpón dice que no ha perdido nada, a pesar de la ruina de su ciudad y de haberlo perdido todo externamente, afirma que lo verdaderamente suyo —su razón, su carácter, su alma— permanece intacto.

Sin embargo, esto no es un estado de pasividad, sino que todo lo contrario. El solitario debe dedicarse a un oficio que le sirva espiritualmente o intelectualmente. Así, algunos filósofos se dedican al acto de las letras en la soledad. 

Ahora bien, existen hombres de contextura robusta que pueden tener la posibilidad de dejar todas sus posesiones y tener un camino espiritual. No obstante, Montaigne nos dice que su propio alma es vulgar, que necesita de todas aquellas cosas que necesita el cuerpo. 

Finalmente, Montaigne contrasta dos maneras de entender la retirada del mundo: una falsa, ostentosa, que busca aún la gloria y el reconocimiento incluso en la soledad, y otra verdadera, modesta y sincera, que busca el recogimiento del alma por sí mismo. Epicuro y Séneca —aunque pertenecientes a escuelas diferentes, epicúrea y estoica— coinciden en invitar a sus discípulos a un retiro honesto, sin el deseo de que el mundo los siga mirando o recordando. Les piden que se despojen no sólo de las acciones públicas, sino también del fruto de esas acciones, es decir, de la fama y el renombre.

Montaigne elogia esta forma de vida interior, que no se apoya en el juicio ajeno, sino en el dominio de uno mismo. La verdadera grandeza del alma, dice, consiste en tener suficiente pudor y reverencia por uno mismo como para actuar en la soledad como si estuviéramos siempre bajo la mirada de los sabios, como Catón, Arístides o Foción. Solo cuando somos capaces de sostenernos en la presencia imaginaria de estos modelos éticos, y de juzgar nuestras acciones con esa vara, estamos realmente libres.

Capítulo XXXIX: Sobre Cicerón

Montaigne critica a Cicerón en este pasaje por representar una forma de filosofía que, aunque refinada y elocuente, sigue buscando la ostentación y el reconocimiento público. Lo menciona junto a Plinio el Joven como representantes de una filosofía más preocupada de la apariencia, del discurso y de la gloria, que del verdadero retiro del alma hacia sí misma.

En contraste con la filosofía "sencilla y verdadera" que predican Epicuro y Séneca —orientada al recogimiento interior, al desapego del mundo y al autogobierno del alma—, Montaigne sugiere que la filosofía de Cicerón es más bien retórica y externa, una que no logra desprenderse de la necesidad de ser vista, aprobada o celebrada por los demás.

Así, para Montaigne, la figura de Cicerón encarna una forma de sabiduría que no ha renunciado al teatro del mundo: sigue hablando para los otros, sigue "bailando" en público, mientras que el sabio verdadero debería aspirar a una conversación silenciosa consigo mismo, sin esperar recompensa ni reputación.

Los elogios

Montaigne critica la superficialidad de ciertos elogios que se dirigen a figuras públicas, especialmente a los gobernantes, cuando se los celebra por habilidades que, aunque admirables en general, no se corresponden con la dignidad y responsabilidad de su cargo. Considera que es casi una burla destacar a un rey por ser buen pintor, cazador o bailarín, si antes no se ha reconocido su justicia y capacidad de gobierno, que son las virtudes propias de su función.

Montaigne pone como ejemplos a Ciro, cuya afición por la agricultura es digna en complemento a sus cualidades reales, y a Carlomagno, quien sí es loado por su elocuencia y aprecio por las letras, atributos que Montaigne valora porque se alinean con la dignidad del oficio de rey.

También cita un episodio donde Demóstenes critica a sus colegas por alabar a Filipo de Macedonia por cualidades físicas o triviales, como su belleza o su capacidad para beber. Estas, dice Montaigne, son cualidades propias de una mujer, un abogado o incluso una esponja, no de un soberano.

Plutarco sostiene que destacarse en habilidades secundarias revela una mala administración del tiempo y del esfuerzo, que debería haberse dedicado a virtudes más necesarias y útiles, como el gobierno, la justicia o la sabiduría. Es decir, no está mal saber cantar, tocar flauta o debatir sobre música, pero sí lo está cuando esas destrezas se cultivan en detrimento de los deberes fundamentales del cargo que se ostenta.

Así, Filipo de Macedonia reprende a su hijo Alejandro por cantar demasiado bien, pues considera vergonzoso que un príncipe se haya perfeccionado en un arte que no corresponde a su rol. Otro músico también critica a Filipo, deseando que nunca llegue a saber tanto como él sobre música, porque sería impropio de su dignidad como rey.

Montaigne también recuerda el ejemplo de Ifícrates, que frente a las críticas de un orador que no era ni guerrero ni soldado, le responde con ironía que su virtud está en saber mandar a todos esos tipos de hombres, subrayando así que el liderazgo no requiere dominar todos los oficios subordinados, sino saber dirigirlos.

Con respecto a su propia obra, es decir a estos Ensayos, aclara que cuando alguien elogia su forma de escribir, él sospecha que, en el fondo, lo hacen para minimizar la profundidad de sus ideas, como si su mérito residiera solo en cómo lo dice y no en lo que dice.

Montaigne sostiene que, si bien puede haber autores más profundos o sistemáticos, su obra está colmada de materiales ricos y densos, que ha dispuesto de forma deliberadamente suelta para dar más espacio al pensamiento que a la forma. Afirma que muchas de las citas que incluye —que a veces parecen triviales— son, en realidad, semillas fértiles, capaces de generar por sí mismas múltiples ensayos, si se reflexionan cuidadosamente.

Además, aclara que las citas no están puestas solo como adorno o autoridad, sino que cumplen diversas funciones: son puntos de partida, sugerencias, resonancias que enriquecen el texto. Por eso, invita al lector atento a ir más allá de la superficie, a meditar lo leído, pues en ello puede encontrar un sentido más profundo que el que aparentemente se muestra.

Posteridad

Montaigne establece una crítica comparativa entre la vanidad literaria de Cicerón y Plinio, y la que también, aunque de modo distinto, manifiestan Séneca y Epicuro. A primera vista, todos parecen compartir un cierto deseo de trascendencia o fama póstuma, especialmente cuando afirman que sus cartas perdurarán para la posteridad. Sin embargo, Montaigne distingue una diferencia fundamental en la intención y el contenido.

Cicerón y Plinio —según Montaigne— buscan el prestigio del estilo, el refinamiento del lenguaje, la belleza formal, pero muchas veces sin sustancia verdadera, reduciéndose sus escritos a juegos de palabras, discursos vacíos, adornados pero huecos. En cambio, Séneca y Epicuro, aunque también apelan a la posteridad, lo hacen como un instrumento pedagógico o ético: intentan convencer a sus amigos de que el retiro del mundo no los dejará en el olvido, pues sus acciones y escritos serán suficientes para que la posteridad los recuerde con mérito. Pero lo más importante, señala Montaigne, es que sus escritos no buscan enseñar a hablar bien, sino a vivir bien.

Montaigne remata diciendo que la elocuencia por sí sola, sin utilidad práctica o moral, carece de valor. Aunque se reconozca la perfección del estilo de Cicerón, Montaigne mantiene su preferencia por una escritura que, más que embellecer el discurso, ayude a formar el carácter y orientar la acción moral

De hecho, Montaigne nos da una anécdota de Cicerón y un esclavo suyo al cual liberó a su esclavo por avisarle éste de que la audiencia se había aplazado. 

Lenguaje de las cartas

Montaigne reflexiona críticamente sobre la forma epistolar y el lenguaje de las cartas, revelando tanto su estilo personal como su distancia frente a las convenciones sociales de su época. Él mismo reconoce que podría haber usado las epístolas como medio literario, si hubiese tenido un interlocutor real y valioso con quien dialogar, alguien que lo motivara y lo sostuviera en la escritura. Rechaza de plano la costumbre de escribir al “viento” o a destinatarios ficticios, pues desprecia toda forma de falsedad o afectación.

Montaigne detesta también el lenguaje ceremonial, especialmente el estilo afectado y exagerado de las cartas cortesanas. Critica el uso trivial y repetido de palabras como vida, alma, devoción, siervo, esclavo, afirmando que estas expresiones se han vaciado de contenido por su uso desmedido. Así, su desdén no es solo estilístico, sino también moral: rechaza la hipocresía, la falsificación de los sentimientos y el exceso de cortesía que disfraza lo superficial como si fuese profundo.

La verdadera afectividad no necesita ser pronunciada ni reiterada en fórmulas huecas; más bien, debe percibirse en el fondo del corazón y en la autenticidad del vínculo. Por eso declara que se muestra más espontáneo y menos obsequioso con aquellos a quienes verdaderamente estima, pues con ellos no necesita de máscaras.

Critica también la artificialidad de las cartas modernas, compuestas de largas introducciones, elogios vacíos y fórmulas de despedida tediosas, que —según él— han desplazado el contenido auténtico. En contraste, describe su propia forma de escribir: improvisada, impulsiva, sin plan previo, con escritura apresurada y sin corrección posterior. Incluso dice que preferiría que alguien más redactara las fórmulas de cierre, porque no encuentra sentido ni gusto en ellas.


Capítulo XL: Como el sentimiento de los bienes y los males depende en gran parte de la idea que de ellos nos formamos

De acuerdo a Montaigne, hay una gran frase que dice que el hombre no tiene miedo de las cosas en sí, sino de la idea que tiene de ellas. Pero si esto fuera así, entonces bastaría que nosotros cambiáramos de opinión sobre esos males y seguir adelante con nuestros asuntos. De hecho seríamos locos de remate afligiéndonos por las cosas si solo depende de nuestra percepción. 

Pero ¿qué podríamos decir de la muerte, la pobreza y el dolor que serían de alguna forma los principales enemigos del hombre? sin duda que siempre nos afligen. Con respecto a la muerte, hay quienes le temen enormemente, se mueren de forma deshonrosa, vergonzosa, y otros con una serenidad como la de Sócrates. 

Montaigne reúne varios casos para mostrar que no son las cosas en sí, sino la idea que nos hacemos de ellas lo que nos afecta. Por ejemplo, un condenado a muerte temía más pasar por la calle de su acreedor que la ejecución; otro rogaba al verdugo que no lo tocara en el cuello por las cosquillas; y uno más se negó a beber por miedo al contagio del verdugo. Varios reos rechazaron el indulto ofrecido al casarse con mujeres que no les agradaban físicamente. Un criado prefirió morir con su amo antes que admitir que podía estar equivocado. Algunos habitantes de Arrás eligieron la horca antes que aclamar al rey invasor. Y hasta bufones conservaron su humor en el lecho de muerte, bromeando sobre su estado.

Relata que en el reino de Narsinga, en la India, las mujeres de los sacerdotes son enterradas vivas junto a sus esposos, y las demás mujeres se lanzan a la hoguera en los funerales de sus maridos, no con horror, sino con alegría y honor, como si ese acto sellara su virtud y fidelidad.

También recuerda un hecho ocurrido durante las guerras en Milán, donde, por la inestabilidad y el sufrimiento causados por los bandos enfrentados, muchas personas llegaron a despreciar la vida al punto de que, según le contó su padre, veinticinco propietarios adinerados se suicidaron en solo una semana. A esto añade el ejemplo histórico de los xantianos, quienes, sitiados por Bruto, eligieron colectivamente el suicidio antes que rendirse, lanzándose con sus familias al fuego y a la muerte con una resolución total.

La fuerza de una opinión puede ser tan poderosa que lleva a los hombres a ofrecer su vida por ella. Así lo demuestra el primer artículo del juramento hecho por los griegos durante las guerras médicas, donde se comprometían a morir antes que renunciar a sus leyes y adoptar las de los persas.

Del mismo modo, en las guerras entre turcos y griegos, Montaigne señala cómo muchos prefieren enfrentar muertes crueles antes que ser circuncidados o bautizados, dependiendo del bando, mostrando así que la convicción religiosa o cultural puede superar incluso el instinto de conservación.

Manuel I de Portugal, quien, sucediendo a Juan II, primero concedió la libertad a los judíos que vivían en su reino, pero luego revocó esa libertad, ordenando su expulsión. Les ofreció tres puertos para embarcarse, pero restringió esa promesa a uno solo, esperando que las dificultades del viaje y el apego al país y a sus bienes los disuadieran de partir.

Como esa estrategia no surtió efecto, Manuel implementó una medida cruel y traumática: mandó separar por la fuerza a los hijos menores de catorce años de sus padres, para educarlos en la religión católica lejos de su familia y creencias. El resultado, cuenta Montaigne citando al obispo Osorio, fue una serie de escenas de desesperación: padres y madres se suicidaban o mataban a sus hijos para evitar que fueran arrebatados y adoctrinados.

Cuando al rey Pirro le contaron que tras una gran batalla un cerdo seguía comiendo tranquilamente sobre el campo sembrado de cadáveres, él dijo:

“¡Mirad ese animal irracional que no tiene participación en la gloria ni en la vergüenza!”

Montaigne interpreta este ejemplo para mostrar cómo el dolor, el temor, la gloria o el sufrimiento están mediados por la conciencia y la opinión, no por el hecho bruto en sí. El cerdo no sufre ni se inmuta porque no tiene la representación mental de la tragedia que lo rodea, mientras que un ser humano no podría hacer lo mismo sin ser afectado, no porque el entorno sea objetivamente más doloroso para él, sino porque lo interpreta de otro modo.

Si hay un elemento del cual tenemos una representación que tenemos, es el dolor. Sin embargo, el dolor tiene su contexto, su lugar, su circunstancia, hay dolores que duelen más o menos. 

Finalmente, Montaigne nos dice que si vivir es doloroso por necesidad, se debe al menos minimizar esa necesidad, pues “nadie vive mal durante mucho tiempo, sino por su culpa”. La alternativa para quien no quiere resistir ni huir del dolor ni de la muerte, afirma con crudeza, es que no hay remedio posible.


Conclusión

Como podemos ver, dentro de estos capítulos Montaigne reflexiona sobre la percepción que tenemos sobre diversos sucesos a lo largo de la vida. Creo que la culminación de este último capítulo es clave para entender los que lo antecedieron; todo depende de la perspectiva que tengamos de los hechos. ¿Tienen sustancia los hechos?

jueves, 10 de julio de 2025

El asno de Buridán

El asno de Buridán

El asno de Buridán es una famosa parábola filosófica que ilustra el problema de la indecisión racional o la parálisis por análisis, atribuida tradicionalmente al filósofo escolástico Jean Buridan (s. XIV), aunque él mismo nunca la formuló exactamente así.

El caso plantea interrogantes filosóficos profundos, especialmente en torno al libre albedrío, la razón suficiente y la naturaleza de la voluntad. Uno de los problemas centrales es el siguiente: si un ser racional sólo actúa cuando tiene una razón suficiente para hacerlo, y no existe tal razón para preferir una opción sobre otra, ¿es entonces posible actuar? En otras palabras, ¿puede la voluntad moverse por sí sola, sin el impulso de una razón objetiva que la determine en un sentido específico? 

Los filósofos presocráticos lo anticiparon de alguna forma. Uno de los casos más relevantes es el de Parménides, quien sostenía que el ser es uno, inmóvil e inmutable. Desde esta perspectiva, el cambio sería una ilusión, ya que no hay razón suficiente para que el ser se transforme en algo distinto. Aunque no se refiere a decisiones entre opciones, su pensamiento presenta un trasfondo determinista y lógico: sin una causa que justifique el cambio, este no ocurre. Esta lógica tiene un eco en el dilema del asno, donde la ausencia de una razón rompe la posibilidad del movimiento (en este caso, la acción o decisión).

Por su parte, Empédocles y Anaxágoras introdujeron principios que explican el movimiento y el cambio mediante fuerzas (el Amor y el Odio en Empédocles, el Nous o Intelecto en Anaxágoras). En cierto sentido, estos principios actúan como causas que desatan el movimiento en un universo que, de otro modo, permanecería en equilibrio. Aunque no tratan explícitamente sobre la elección, sus ideas permiten superar la inercia de una situación simétrica mediante una fuerza o impulso externo, algo que recuerda a la necesidad de una “voluntad” que rompa la parálisis del asno.

Finalmente, Heráclito, con su doctrina del devenir constante, se oponía a la idea de un universo estático. Para él, todo fluye y todo está en cambio, lo que implica que la realidad está siempre decidiéndose, por decirlo así, sin necesidad de razones simétricas. Este pensamiento también puede contrastarse con el dilema de Buridán, pues en Heráclito no hay parálisis: el mundo se mueve precisamente por la tensión entre contrarios, lo que impide que la simetría absoluta congele el devenir.

Asimismo, la parábola se relaciona con el principio de razón suficiente, formulado más claramente por Leibniz, según el cual nada sucede sin una razón o causa adecuada. En el caso del asno, la simetría perfecta entre las opciones impide la existencia de una razón determinante, lo que lleva a una inacción que contradice la idea de que siempre hay un motivo para actuar. Esto revela los límites de un racionalismo extremo aplicado a la acción práctica.

Diversas respuestas han sido propuestas al dilema. Algunos filósofos, como Aristóteles, sostienen que el deseo, la inclinación o incluso factores no racionales permiten romper la simetría y actuar. En la filosofía contemporánea se ha reconocido que en la práctica siempre hay pequeñas diferencias, percepciones o impulsos que inclinan la decisión, incluso si no son del todo conscientes. Desde otra perspectiva, se ha afirmado que la voluntad libre, como facultad autónoma, puede actuar sin necesidad de estar determinada por razones externas, lo que resguarda la posibilidad de la elección incluso en contextos de perfecta equivalencia.

Anselmo de Canterbury

La frase "quia Deus nihil sine ratione facit" se puede poner en diálogo con el dilema del asno de Buridán. Si se sostiene que todo debe tener una razón suficiente, incluso la acción divina, entonces una voluntad perfecta, como la divina, nunca quedaría paralizada por la simetría, pues siempre actuaría con fundamento en una razón —aunque sea interna y no evidente para los hombres.

En contraste, en el dilema del asno, la ausencia de una razón lleva a la parálisis. Para evitar eso, algunos pensadores argumentan que debe existir una causa interna —una preferencia, una voluntad libre, un impulso superior— que permita actuar sin necesidad de razones externas diferenciadoras. En la visión teológica, Dios actúa no por impulsos ciegos ni por necesidad externa, sino por una razón interna y libre coherente con su naturaleza.

Santo Tomás de Aquino

En el dilema del asno de Buridán, el problema es que, ante dos opciones idénticas y sin razón suficiente para preferir una, el agente racional no puede actuar. En Tomás, sin embargo, se plantea que la voluntad puede moverse a actuar incluso si el entendimiento no determina una preferencia clara entre objetos. En De Veritate, q.24, a.2, afirma que la voluntad es un principio de movimiento que no está absolutamente determinada por el juicio del entendimiento. Esto permite evitar la parálisis del asno: el ser humano puede actuar incluso cuando las razones son equilibradas, porque posee una voluntad libre que puede inclinarse sin necesidad de una razón extrínseca.

Guillermo de Ockham 

A diferencia del tomismo, donde la voluntad de Dios está subordinada a su entendimiento y, por tanto, actúa siempre con una razón coherente, Ockham sostiene una doctrina voluntarista: para él, la voluntad de Dios es absolutamente libre y no está determinada necesariamente por ninguna razón previa. Dios puede actuar sin necesidad de seguir una razón comprensible o deducible por los humanos, y por tanto puede obrar de modo contingente y no necesario, aunque no caótico.

Jean Buridán

Como buen discípulo de Guillermo de Ockham, Buridán también era adherente a la voluntad. Ahora bien, Buridán nunca habló de un asno para demostrar esta teoría. Se le llama “el asno de Buridán” por una alegoría animal introducida posteriormente a la muerte de Jean Buridan, probablemente en el siglo XV o XVI, para caricaturizar las consecuencias de su teoría intelectualista de la voluntad. El asno —animal tradicionalmente asociado en la cultura occidental a la pasividad, docilidad y falta de inteligencia— se usa aquí para representar a un ser puramente racional, incapaz de actuar sin una razón suficiente que incline su decisión.

El asno simboliza a un agente que, como el ser humano racional según Buridán, no puede actuar sin una causa suficiente. Es una manera irónica de decir: “si la voluntad depende absolutamente de la razón, entonces el ser humano no es más libre que un burro hambriento paralizado entre dos montones de heno”.

El asno se utilizaba habitualmente en la Edad Media y el Renacimiento en sátiras y fábulas para representar a personas de razón lenta, indecisas o mecánicamente racionales. Asociarlo a la doctrina buridanista era una forma de ridiculizar sus implicancias.

En realidad, la figura del asno es una simplificación injusta del pensamiento de Buridán. Él no afirmaba que el ser humano quede paralizado ante opciones idénticas, sino que reconocía que, en teoría, si no hay razones para preferir una opción, la voluntad no se mueve; pero también decía que siempre existe alguna razón, aunque sea mínima, que inclina la decisión. Es decir, en la práctica real, no hay paralización.

El primer uso explícito del ejemplo del asno entre dos montones de heno no aparece en Buridán, sino en autores posteriores como:

  • Spinoza (Ética, parte II, proposición 49, escolio): se refiere al "asno de Buridán" como ejemplo de la impotencia de la voluntad cuando no hay causas determinantes.

  • La Fontaine, en sus fábulas, retoma animales para simbolizar dilemas humanos.

  • Leibniz y otros racionalistas lo discuten al tratar el principio de razón suficiente.

Se llama “el asno de Buridán” por una fábula irónica y tardía que reduce la teoría de Buridán sobre la voluntad racional a una imagen absurda: la de un burro que, ante dos opciones idénticas, no puede actuar y muere de indecisión.

Conclusión

El llamado asno de Buridán es una parábola tardía que caricaturiza la teoría de la voluntad racional formulada por Jean Buridán, presentando la figura de un burro incapaz de decidir entre dos opciones idénticas por falta de una razón suficiente que incline su elección. Aunque Buridán nunca propuso tal ejemplo, su pensamiento generó debates sobre el libre albedrío, la causa del movimiento y el papel de la razón en la acción, enfrentando distintas posturas desde los presocráticos hasta Tomás de Aquino y Ockham. Lejos de ser un símbolo de parálisis inevitable, la parábola revela los límites de una racionalidad puramente lógica y abre el problema filosófico de si la voluntad puede o no actuar sin una razón determinante.

Pirronismo

Pirronismo

En la historia de la filosofía antigua, pocos personajes han generado tanta curiosidad como Pirrón de Elis, considerado el fundador del escepticismo radical. El pirronismo, más que una doctrina, fue una actitud filosófica profundamente escéptica frente al conocimiento, las creencias y las afirmaciones categóricas. En este artículo, exploraremos sus fundamentos, sus representantes y su influencia en la historia del pensamiento.

La figura de Pirrón

Pirrón (c. 360 a.C. – c. 270 a.C.) fue un pensador griego originario de Elis. Acompañó a Alejandro Magno en su expedición a la India, donde habría entrado en contacto con los gimnosofistas, sabios que vivían conforme a ideales ascéticos. Esta experiencia marcó profundamente su forma de pensar, llevándolo a rechazar toda afirmación dogmática y a cultivar una vida guiada por la suspensión del juicio (epoché).

El pirronismo no propone un sistema doctrinal, sino un método de investigación. Sus tres pilares principales son:

  1. La imposibilidad de conocer la verdad: no podemos afirmar con certeza cómo son realmente las cosas.

  2. La suspensión del juicio (epoché): al no poder decidir racionalmente entre afirmaciones opuestas, el sabio suspende su juicio.

  3. La ataraxia: como resultado de la suspensión del juicio, se alcanza una paz del alma o tranquilidad interior.


Es importante no confundir el pirronismo con el escepticismo académico desarrollado posteriormente por Arcesilao y Carnéades en la Academia platónica. Aunque ambos comparten una actitud crítica, el pirronismo es más radical: se niega incluso a afirmar que "nada puede conocerse", porque eso también sería una afirmación dogmática. En cambio, el pirronista simplemente suspende el juicio en todo.

El pirronismo es la postura extrema del escepticismo. En efecto, las cosas son inasibles para el hombre. la única actitud legítima es la de no juzgar ni la verdad ni la falsedad, lo que significa también no preferir y no elegir lo que finalmente llevará a la suspensión del juicio. 

Enesidemo de Cnosos

Enesidemo de Cnosos (siglo I a.C.) es una figura clave en la recuperación y sistematización del pirronismo en la época helenística, tras un largo predominio del escepticismo académico. Fue profesor en Alejandría y autor de una obra hoy perdida titulada Discursos pirrónicos (Πυρρώνειοι λόγοι), de la cual solo conocemos fragmentos y referencias, especialmente por Sexto Empírico y Filodemo.

Su principal contribución fue la formulación de los Diez Tropos o modos escépticos, una serie de argumentos destinados a suspender el juicio (epoché) frente a toda afirmación dogmática.

Los Tropos apelan a la experiencia cotidiana, a la percepción sensorial, a la diversidad cultural y a la relatividad del conocimiento, mostrando que no hay un punto de vista privilegiado desde el cual captar la verdad de las cosas.

El primer tropo parte de la diversidad de los animales. Cada especie tiene órganos sensoriales diferentes, y por tanto, accede al mundo de maneras distintas. Lo que es dulce para un animal puede no serlo para otro; lo que daña a un ser puede ser inofensivo para otro. Si la percepción depende del tipo de ser vivo que la experimenta, no podemos afirmar cómo son las cosas en sí mismas. El segundo tropo traslada esta idea a los seres humanos: incluso entre nosotros, hay desacuerdos de percepción, gusto y juicio. Algunas personas gozan del calor, otras lo sufren; lo que uno considera bello o justo, otro lo ve de forma opuesta. Si nuestras impresiones son tan variables, ¿cómo decidir cuál es verdadera?

El tercer tropo señala que los sentidos humanos no son consistentes entre sí. Lo que se ve no siempre se corresponde con lo que se oye o se toca. El mismo objeto puede parecer liso al tacto pero verse rugoso a la vista. Esta contradicción entre los sentidos pone en duda su fiabilidad como fuentes de conocimiento. El cuarto tropo introduce la influencia de las circunstancias del sujeto: nuestra edad, salud, estado emocional o nivel de fatiga afectan lo que percibimos. Un vino puede parecer amargo cuando estamos enfermos, pero sabroso cuando estamos bien. ¿Qué percepción es la verdadera? Si depende del estado interno del observador, entonces no hay criterio seguro.

El quinto tropo muestra que la distancia, posición y orientación del objeto también alteran la percepción. Un edificio lejano parece más pequeño; una torre recta parece inclinada desde cierto ángulo. Por lo tanto, lo que percibimos no revela la naturaleza objetiva de las cosas, sino una imagen condicionada por la perspectiva. El sexto tropo se refiere a la mezcla de objetos: ningún fenómeno se da aislado, sino siempre acompañado por otros elementos que modifican su apariencia. Un alimento puede parecer sabroso cuando se come con cierto vino, pero desagradable con otro. Esta interferencia constante impide conocer la realidad “pura” de los objetos.

El séptimo tropo destaca que la cantidad, estructura o proporción del objeto cambia nuestra percepción. Un puñado de sal puede realzar el sabor de una comida, pero una cantidad excesiva la arruina. Un perfume puede ser agradable en pequeñas dosis, pero insoportable en grandes cantidades. Esto muestra que el juicio sobre algo depende de su contexto cuantitativo y no de una esencia inalterable. El octavo tropo insiste en que todo se conoce en relación con otra cosa. Decimos que algo es alto, frío o valiente siempre en comparación con algo más. Si el conocimiento es siempre relativo, no podemos hablar de verdades absolutas.

El noveno tropo introduce la noción de hábito y familiaridad: lo que vemos todos los días nos parece distinto que lo que encontramos por primera vez. Un sonido habitual puede pasar desapercibido, mientras que un ruido nuevo llama nuestra atención. Esto muestra que el juicio se ve afectado por la frecuencia o rareza de la experiencia. Finalmente, el décimo tropo se basa en las diferencias culturales: las normas, valores, costumbres y leyes varían de una sociedad a otra. Lo que es sagrado en un lugar, puede ser blasfemo en otro. Si el juicio depende del contexto sociocultural, no puede ser universal.

Con estos diez tropos, Enesidemo no busca enseñar que todo es falso, sino que no tenemos forma segura de saber qué es verdadero. Así, el sabio escéptico suspende el juicio ante cualquier afirmación, y en lugar de angustiarse por la incertidumbre, halla en ella una forma de libertad. La epoché no es una renuncia al pensamiento, sino una práctica constante de cuestionamiento. Frente a la ansiedad de la certeza, el escéptico ofrece la calma del que ya no necesita tener razón. Enesidemo, por tanto, no es solo un crítico del dogmatismo filosófico, sino también un defensor de una forma de vida filosófica basada en la humildad, la duda razonada y la búsqueda de serenidad interior.

Sexto empírico

Sexto Empírico fue un filósofo y médico griego que vivió entre los siglos II y III d.C. Su sobrenombre “Empírico” se debe a su pertenencia a la escuela empírica de medicina, que rechazaba las teorías especulativas sobre las causas ocultas de las enfermedades y se guiaba únicamente por la experiencia clínica y los efectos observables. Este enfoque médico coincide profundamente con su filosofía: así como el médico empírico no afirma conocer la naturaleza interna del cuerpo, el filósofo escéptico no afirma conocer la naturaleza última de las cosas. En ambos casos, la actitud es práctica, moderada, y basada en la experiencia más que en la teoría. En este sentido, Sexto representa la expresión más madura y completa del pirronismo antiguo, en contraste con el escepticismo académico.

Sus obras principales, que nos han llegado casi completas, son Esbozos pirrónicos (Πυρρώνειοι ὑποτυπώσεις) y los tratados agrupados bajo el título Contra los dogmáticos, que incluyen Contra los lógicos, Contra los físicos y Contra los matemáticos. A través de ellas, Sexto no solo transmite el legado de Pirrón y Enesidemo, sino que desarrolla con gran profundidad y claridad los argumentos escépticos. En Esbozos pirrónicos, expone los principios generales del escepticismo pirrónico, describe la actitud del escéptico y sistematiza nuevamente los tropos de Enesidemo, incorporando también otros como los cinco modos de Agripa.

Para Sexto Empírico, el escéptico es aquel que continúa investigando, sin llegar jamás a una conclusión definitiva. No niega que haya apariencias, sino que suspende el juicio (epoché) sobre la realidad última de las cosas. Este estado de suspensión no es una posición dogmática ni un fin en sí mismo, sino que conduce a la ataraxia, es decir, la tranquilidad del alma. La búsqueda del escéptico no se orienta a alcanzar una verdad incuestionable, sino a liberarse del tormento que producen las opiniones rígidas y los enfrentamientos teóricos. Al no comprometerse con ninguna tesis, el escéptico vive en paz con la diversidad de pareceres, aceptando las apariencias como guías prácticas de la vida cotidiana.

Una de las contribuciones más importantes de Sexto fue demostrar que ningún sistema filosófico logra evitar contradicciones internas ni ofrecer criterios seguros de verdad. En Contra los dogmáticos, analiza minuciosamente las inconsistencias del estoicismo, del aristotelismo y del platonismo, así como de los fundamentos de la lógica, la física y la ética. Su estilo no es destructivo por capricho, sino metódico y dialéctico: por cada afirmación ofrece un argumento de fuerza igual en contra, con el fin de mostrar que no hay razones suficientes para asentir a ninguna posición.

Una característica distintiva del escepticismo de Sexto es su ética práctica, que lo distingue de los relativismos contemporáneos o del nihilismo. El escéptico no rechaza vivir ni actuar: sigue las normas de su tiempo, las costumbres, las leyes y las impresiones inmediatas, pero lo hace sin creer que esas normas o leyes sean universalmente verdaderas. Vive según las apariencias, pero sin adherirse a una visión metafísica. Esto lo libera de la ansiedad que produce el deseo de certeza. Así, el escéptico puede actuar en el mundo sin verse afectado por los conflictos ideológicos o la obsesión por tener razón.

La influencia de Sexto Empírico fue casi nula durante la Edad Media, pero su redescubrimiento en el Renacimiento —gracias a traducciones latinas y ediciones impresas— tuvo un impacto profundo en el pensamiento moderno. Filósofos como Montaigne, Descartes y Hume lo leyeron atentamente y recogieron parte de sus enseñanzas. Montaigne adoptó el espíritu escéptico para poner en cuestión la autoridad y la superstición; Descartes usó la duda escéptica como método para fundar el conocimiento seguro; Hume profundizó en la crítica a la causalidad y a la idea de “naturaleza humana” desde una perspectiva escéptica. Sin Sexto Empírico, la filosofía moderna no habría sido la misma.

Marco Tulio Cicerón

Cicerón distingue entre el escepticismo académico (como el de Arcesilao y Carnéades) y el pirronismo originado en Pirrón de Elis. Aunque reconoce a Pirrón como una figura importante del escepticismo antiguo, lo critica por su radicalismo extremo. Según Cicerón, los pirronistas suspenden el juicio incluso sobre las cuestiones más básicas de la vida práctica, lo que los haría incapaces de actuar. Afirma, por ejemplo, que “si Pirrón no hubiera sido seguido por sus amigos, habría caído en pozos o precipicios”, una anécdota que probablemente toma de Diógenes Laercio (IX, 62) para ilustrar la supuesta inviabilidad práctica del pirronismo.

Cicerón valora más el escepticismo de la Nueva Academia, que —según él— no niega la posibilidad de conocimiento completamente, sino que sostiene que el conocimiento absoluto es inalcanzable, aunque sí podemos alcanzar grados de verosimilitud (probabile). Esta noción de lo probable le parece más útil y razonable para la vida práctica, especialmente en el ámbito de la política y la ética. Por eso, en Academica, defiende la idea de que el sabio debe guiarse por lo más verosímil o probable, aunque no tenga certeza, una postura más moderada que la de los pirronistas.

Además, Cicerón reconoce que la suspensión del juicio puede tener un valor terapéutico, ya que libera de la angustia de la incertidumbre. Pero insiste en que una duda que paraliza la acción no es una opción viable para la vida pública o moral. Su propia filosofía busca una especie de equilibrio entre la razón escéptica y la necesidad práctica, y por eso usa el escepticismo más como método que como doctrina.

Michel de Montaigne

Michel de Montaigne (1533–1592) es, sin duda, uno de los grandes representantes del renacimiento del escepticismo en la Edad Moderna, y su pensamiento se inscribe claramente en la tradición pirrónica, especialmente a través de la influencia directa de Sexto Empírico, cuyas obras redescubrió y leyó con atención. Montaigne no fue un filósofo sistemático ni un escéptico profesional al estilo antiguo, pero hizo del pirronismo un método de vida, profundamente ligado a su experiencia personal y a su reflexión sobre la condición humana.

Montaigne conoció el pirronismo a través de la traducción latina de Sexto Empírico hecha por Henri Estienne en 1562 y, especialmente, por la lectura y discusión que se hacía en su entorno humanista. En los Ensayos (Essais), y en particular en el capítulo "Apología de Raymond Sebond", Montaigne adopta muchas de las estrategias argumentativas del escepticismo pirrónico. Ataca la arrogancia de la razón humana, critica la pretensión de conocer verdades últimas sobre Dios, el alma o la naturaleza, y muestra cómo todas las afirmaciones filosóficas pueden ser puestas en duda. Repite el procedimiento clásico de Sexto Empírico: a cada argumento opone otro de igual fuerza, generando así la suspensión del juicio (epoché).

Montaigne retoma la idea de que la duda no paraliza, sino que libera. Como el escéptico antiguo, no busca negar que existan las cosas, sino mostrar que no tenemos acceso a su verdad última. Esto, lejos de conducir al nihilismo o al relativismo absoluto, permite vivir con más humildad, tolerancia y serenidad. La duda escéptica en Montaigne no es una renuncia al pensamiento, sino una forma de sabiduría práctica, un camino hacia la aceptación de nuestra finitud e imperfección. El hombre, dice, no puede pretender erigirse en juez del universo; más vale reconocer su ignorancia que afirmarse en falsas seguridades.

En varios pasajes, Montaigne cita explícitamente a Pirrón, a Enesidemo y, sobre todo, a Sexto Empírico, a quien considera una de sus principales fuentes. Sin embargo, su escepticismo es más literario y existencial que técnico: los Ensayos son una exploración del yo, una búsqueda de equilibrio en medio de la incertidumbre. Por eso, su pirronismo no se presenta en forma de tratado, sino como una conversación consigo mismo y con sus lectores, abierta, ambigua y libre.

Podemos decir, entonces, que Montaigne es un pirrónico moderno: retoma los métodos y las actitudes del escepticismo antiguo, pero los adapta a una época distinta, marcada por la crisis religiosa, el conflicto político y la emergencia del humanismo. Su influencia fue enorme: su recuperación del escepticismo inspiró a pensadores como Descartes, Pascal, Bayle y Hume. Pero a diferencia de muchos de ellos, que usaron la duda como instrumento para fundar sistemas nuevos, Montaigne se mantuvo fiel al espíritu original del escepticismo: vivir sin certezas, pero con equilibrio, libertad interior y apertura a la experiencia.

David Hume

Como los escépticos pirrónicos, Hume parte de una crítica profunda a las pretensiones del conocimiento racional. En su Tratado de la naturaleza humana (1739), muestra que no tenemos justificación racional para creer en las nociones de causalidad, sustancia, yo o mundo exterior. Estas ideas no derivan de la experiencia sensorial directa, sino que son proyecciones de la mente construidas por la costumbre y la asociación. Lo que llamamos “causa y efecto”, por ejemplo, no es una conexión necesaria que observamos, sino una expectativa que se forma por repetición. Esta crítica es completamente escéptica: no podemos conocer la necesidad de la conexión causal, sólo sentirla como hábito mental.

También como los pirronistas, Hume denuncia la impotencia de la razón para fundar nuestras creencias. En vez de basarnos en principios racionales, actuamos por costumbre, sentimiento y creencia natural. No podemos justificar racionalmente que el sol saldrá mañana, pero seguimos creyéndolo, no porque lo sepamos, sino porque estamos habituados a que así ocurra. Esto recuerda la práctica pirrónica de vivir según las apariencias, sin comprometerse con teorías dogmáticas.

Hume, sin embargo, es consciente del peligro del escepticismo total, y lo dice explícitamente en su Investigación sobre el entendimiento humano. Reconoce que, llevado a sus últimas consecuencias, el escepticismo destruiría incluso las operaciones más básicas de la mente y la vida cotidiana. Pero también admite que, por más radicales que sean nuestras dudas, la naturaleza humana no permite permanecer en ese estado de suspensión absoluta. En sus propias palabras:

“La naturaleza es demasiado fuerte para el principio. Aunque el razonador escéptico se imagine que ha destruido la razón humana, en la práctica seguirá confiando en ella.” (Investigación, §12)

Aquí se aleja del pirronismo clásico. Mientras Sexto Empírico veía en la epoché una vía hacia la ataraxia, Hume considera que no podemos sostener la suspensión del juicio por mucho tiempo, porque nuestras pasiones, necesidades y hábitos nos empujan a volver al mundo. Incluso el filósofo más escéptico sigue almorzando, caminando y confiando en que su silla no desaparecerá al sentarse.

Por eso, Hume no es un escéptico absoluto, sino un defensor del escepticismo mitigado o moderado. Cree que la duda es una herramienta útil para limitar la arrogancia de la razón, para cuestionar los sistemas metafísicos, teológicos y racionalistas, y para mostrar los límites del entendimiento humano. Pero no propone suspender el juicio en todo: al contrario, sugiere una actitud modesta, que combine la crítica filosófica con la confianza prudente en la experiencia ordinaria.

En esto, Hume sigue una línea similar a la de Montaigne, a quien leyó y valoró, y con quien comparte una forma de escepticismo más existencial y moderado, que no paraliza, sino que humaniza la filosofía.

No por nada se le llamó el último pirronista consistente. 

Conclusión

El pirronismo es una filosofía de la duda radical que propone suspender el juicio frente a toda afirmación dogmática, al considerar que no existen criterios seguros para alcanzar la verdad. Esta suspensión conduce a la ataraxia, una tranquilidad del alma nacida de liberarse de la necesidad de tener razón. Más que un sistema teórico, el pirronismo es una actitud vital que enseña a vivir con humildad intelectual, aceptando la incertidumbre como parte esencial de la condición humana.

miércoles, 9 de julio de 2025

Pirrón - Vida y obra (360 a. C. - 270 a. C.)

¿Qué pasaría si dejáramos de emitir juicios sobre todo lo que vemos, creemos o pensamos? ¿Y si el camino hacia la tranquilidad no fuera saber más, sino dudar mejor? En la antigua ciudad de Élide, en el Peloponeso griego, nació uno de los pensadores más radicales de la historia: Pirron, considerado el fundador del escepticismo filosófico.

A diferencia de los grandes dogmáticos de su tiempo, Pirron no vino a enseñar una verdad, sino a recordarnos que quizás la verdad —si existe— es inalcanzable. Su vida, marcada por viajes con Alejandro Magno, encuentros con sabios orientales y una renuncia radical a toda certeza, es una invitación a pensar sin aferrarnos.

En esta entrada exploraremos su biografía, sus ideas más influyentes y el legado de su pensamiento, que siglos más tarde aún resuena en la filosofía moderna. ¿Puede el escepticismo ser una forma de sabiduría? Pirron creyó que sí, pero no se apresuró a afirmarlo.

PIRRÓN DE ÉLIDE

VIDA Y OBRA

Pirron (en griego, Πύρρων) nació en la ciudad de Élide, en el Peloponeso, hacia el 365 o 360 a.C., y murió aproximadamente entre 275 y 270 a.C. (von Fritz, 1963, p. 90). Su época coincide con el auge del helenismo y con la transición desde las grandes escuelas socráticas hacia corrientes más personales y diversas.

Aunque en sus primeros años fue pintor, Pirron pronto se sintió atraído por la filosofía. Se formó bajo la influencia de Anaxarco de Abdera, un filósofo de orientación democriteana. Esta relación es uno de los pocos datos bien atestiguados por las fuentes y señala la conexión de Pirron con el atomismo y el escepticismo empírico de la época

Con Alejandro Magno

Una parte fundamental de la biografía de Pirron es su participación en la expedición de Alejandro Magno a Asia, entre los años 334 y 324 a.C. Pirron habría acompañado al rey macedonio junto con otros filósofos, como parte del séquito ilustrado que documentaba y aprendía de los pueblos conquistados.

Durante este viaje, según fuentes como Diógenes Laercio (IX, 61), Pirron habría entrado en contacto con los gimnosofistas (γυμνοσοφισταί), es decir, sabios ascéticos indios. Aunque no está claro si esta influencia fue determinante, Diógenes afirma que su filosofía se transformó a partir de ese encuentro. Algunos estudiosos consideran esta afirmación especulativa, pero es posible que Pirron se haya visto afectado por ideas orientales como la imperturbabilidad ante el mundo y la renuncia al juicio absoluto.

Con Anaxarco

Aunque Pirron de Élide es reconocido como el fundador del escepticismo filosófico griego, su pensamiento no surgió en el vacío. Uno de los pocos datos firmes que tenemos sobre su formación es su relación con Anaxarco de Abdera, un filósofo vinculado al atomismo de Demócrito

Anaxarco fue una figura filosófica activa en la época de Alejandro Magno, a quien acompañó en su expedición a Asia. Según Diógenes Laercio (IX, 61), Pirron también formó parte de este viaje, y habría conocido de cerca a Anaxarco durante esos años. Ambos habrían estado expuestos a diversas tradiciones filosóficas orientales, especialmente en la India, donde se dice que Pirron tuvo contacto con los gimnosofistas y los magos, sabios ascéticos que pudieron haber influido en su pensamiento.

Anaxarco, aunque no fue un escéptico en sentido estricto, ya mostraba una tendencia a relativizar la experiencia sensible. Se cuenta que recomendaba suspender el juicio sobre las cosas porque no podemos tener certeza de su verdadera naturaleza, sino solo de cómo nos aparecen. En este sentido, se puede decir que el germen del escepticismo pirrónico ya estaba presente en su maestro. Pirron habría radicalizado esta postura: no solo desconfía del conocimiento sensible, sino que propone una suspensión completa del juicio sobre cualquier cosa.

Lo que en Anaxarco era una estrategia epistemológica, en Pirron se transforma en un modo de vida. La indiferencia frente a las opiniones, el abandono de todo juicio afirmativo y la búsqueda de la imperturbabilidad (ataraxia) se convierten en el eje de una práctica filosófica integral.

Posteriormente, Pirrón se alejaría de Anaxarco, prefiriendo a los indios.

Influencia de los gimnosofistas

Pirron de Élide habría adoptado una serie de hábitos radicales que reflejan una vida orientada por la suspensión del juicio, el desapego y la autosuficiencia. Si bien muchas de estas prácticas nos han llegado de forma anecdótica y deben ser tomadas con cautela crítica, representan bien el ideal escéptico que se le atribuye. Las principales fuentes sobre estos hábitos son Diógenes Laercio (IX, 61–68) y, en forma indirecta, los fragmentos de Timón de Fliunte.

Pirron desconfiaba de tal modo en sus sentidos al punto que habría corrido peligro físico —cayendo por precipicios, siendo atropellado o atacado por animales— si sus amigos no lo hubiesen protegido.

Timón afirma que Pirron alcanzó un estado casi divino de serenidad, al haberse liberado del poder de las opiniones. Diógenes (IX, 68) relata que, en medio de una tormenta en el mar, Pirron se mantuvo en calma observando a un cerdo que seguía comiendo con tranquilidad, tomándolo como ejemplo de cómo debe comportarse el sabio.

Según Diógenes (IX, 66), realizaba tareas domésticas sin pudor, como limpiar la casa o lavar un cerdo. También llevaba sus propios animales al mercado. Estas acciones muestran una ruptura consciente con las normas sociales tradicionales, coherente con la indiferencia escéptica hacia los valores y convenciones.

No se alteraba ante la adversidad ni mostraba entusiasmo excesivo por el placer. Vivía según la idea de que nada es por naturaleza bueno ni malo, sino que todo es indiferente (adiáphoron).

Vivía de forma austera, sin lujos ni pretensiones, y no buscaba fama ni discípulos, aunque Timón y otros lo siguieron por admiración. Su estilo de vida remite a una sabiduría práctica más que teórica, muy cercana al ideal ascético que habría conocido en la India.

Con Timón 

Los principales testimonios provienen de su discípulo Timón de Fliunte, cuya obra más citada, Silloi (en griego, "Burlescas"), es más una sátira contra otros filósofos que una exposición doctrinal. A ello se suman biógrafos como Antígono de Caristo, más cercano a un recopilador de anécdotas que a un historiador crítico, y Diógenes Laercio, que nos ofrece relatos tan pintorescos como poco verificables. Incluso autores más responsables como Cicerón ofrecen versiones parciales y posiblemente imprecisas del pensamiento pirrónico.

En esta entrada intentaremos reconstruir lo que puede considerarse el núcleo del pensamiento de Pirron, centrándonos especialmente en un testimonio clave: el resumen que hace Aristocles de Mesene en el siglo I a.C. de la exposición de Timón sobre su maestro. Aunque lleno de incertidumbres, este texto sigue siendo la piedra angular para cualquier interpretación seria de la filosofía pirrónica.

Sin embargo, Timón no fue un simple transmisor. Muchos estudiosos sospechan que parte de lo que atribuimos a Pirron podría ser en realidad una elaboración o interpretación de Timón. Esto se ve con claridad en el famoso testimonio de Aristocles de Mesene, que cita a Timón diciendo que todo el que quiera ser feliz debe hacerse tres preguntas:

  1. ¿Cómo son las cosas por naturaleza?

  2. ¿Qué actitud debemos adoptar frente a ellas?

  3. ¿Qué ocurre con quienes adoptan esa actitud?

Según este testimonio, Pirron enseñaba que las cosas son indiferentes, indeterminables e incomprensibles, y que como consecuencia debemos suspender el juicio (epoché). Esta actitud lleva, en primer lugar, al silencio (no pronunciarse) y, finalmente, a la ataraxia, es decir, la imperturbabilidad del alma.

Pero aquí surge una dificultad: ¿hasta qué punto estas afirmaciones representan el pensamiento de Pirron y no el de Timón? ¿Dónde termina el maestro y comienza el discípulo? La crítica moderna, como Richard Bett (2000), ha subrayado que incluso este resumen tan citado puede ser más un reflejo del estilo sistematizador de Timón que una exposición literal de lo que Pirron enseñaba.

Lo cierto es que sin Timón, Pirron habría quedado completamente mudo para la historia. Y a la vez, sin Pirron, Timón no habría tenido figura a la cual elevar como ejemplo del sabio que ha escapado de las cadenas de la opinión.

Entre ambos se traza una paradoja muy propia del escepticismo: la única voz que tenemos para conocer al filósofo que no quiso afirmar nada... es la voz entusiasta de su más convencido seguidor.

Diferencias con la Academia

El escepticismo académico surgió como una transformación crítica dentro de la propia Academia platónica, especialmente a partir de Arcesilao de Pitane (siglo III a.C.), quien reaccionó contra el dogmatismo de las escuelas estoicas. Su tesis fundamental es que el conocimiento seguro, es decir, la certeza racional sobre la verdad de una proposición, es inalcanzable para el ser humano. Sin embargo, los académicos no renuncian completamente al juicio: afirman que es posible guiarse por lo probable o verosímil (pithanon o verisimile), es decir, por aquello que, aunque no se pueda saber con certeza, es suficiente para actuar razonablemente en la vida práctica.

En contraste, el pirronismo, iniciado por Pirron de Élide y posteriormente desarrollado por Sexto Empírico, adopta una postura mucho más radical. Su punto de partida es que las cosas son por naturaleza indeterminadas, incomprensibles e inarbitrables, y por lo tanto, no podemos emitir ningún juicio verdadero ni falso sobre ellas. No se trata simplemente de que no podamos conocer la verdad, sino de que ni siquiera podemos saber si algo es más probable que otra cosa. Como consecuencia, el pirronista propone la suspensión total del juicio (epoché) frente a toda afirmación, sin hacer ninguna concesión a lo verosímil o probable.

En la Academia escéptica, pese a la renuncia a la certeza, se considera que el sabio puede actuar de manera prudente guiándose por lo que parece más razonable o más adecuado en determinadas circunstancias. El conocimiento absoluto está fuera de nuestro alcance, pero las creencias fundadas en la probabilidad y la experiencia cotidiana son suficientes para tomar decisiones en la vida práctica. Por eso, los escépticos académicos valoran el ejercicio racional, la argumentación y la deliberación política o moral, aunque sin comprometerse con verdades últimas.

En cambio, el pirronismo propone una transformación completa del modo de vivir. Para el pirronista, la epoché no es solo una postura teórica, sino una práctica de vida continua. El sabio pirrónico no cree en nada, no afirma ni niega, y sigue únicamente lo que aparece ante sus sentidos, sin juzgarlo como verdadero o falso. Al no atribuir ningún valor absoluto a las cosas, se libera de la perturbación emocional y alcanza la ataraxia, es decir, una tranquilidad profunda, nacida del desprendimiento total del juicio. Para los pirronistas, esta imperturbabilidad es la meta suprema de la vida filosófica.

Muerte

Pirron vivió, según Diógenes, hasta los noventa años (IX, 62), y murió alrededor del año 275–270 a.C.. No dejó escuela organizada ni escritos, y su influencia inmediata fue limitada. Sin embargo, gracias a Timón, su pensamiento fue conservado y más tarde reactivado por Enesidemo y Sexto Empírico, quienes darían forma al pirronismo como tradición filosófica.

Influencia

Durante varios siglos después de la muerte de Pirron, su pensamiento quedó en relativa oscuridad. No obstante, hacia el siglo I a.C., el filósofo Enesidemo, activo en Alejandría, revivió el escepticismo pirrónico. Aunque ya existía una corriente escéptica en la Academia platónica (por ejemplo, con Arcesilao y Carnéades), Enesidemo criticó a estos escépticos académicos por haber perdido el verdadero espíritu de la duda pirrónica. Para él, Pirron no era solo un escéptico epistemológico, sino un ejemplo práctico de cómo vivir sin opiniones firmes. Enesidemo elaboró los Diez Tropos Escépticos, herramientas argumentativas para mostrar la necesidad de suspender el juicio, retomando así el núcleo del pensamiento pirrónico.

La figura más decisiva en la transmisión del pirronismo fue Sexto Empírico, médico y filósofo escéptico activo entre los siglos II y III d.C. En obras como Esbozos pirrónicos y Contra los dogmáticos, Sexto no solo preservó las enseñanzas escépticas, sino que les dio una forma sistemática y argumentada. Aunque vivió muchos siglos después de Pirron, se presentó a sí mismo como heredero de su tradición, diferenciándose explícitamente del escepticismo académico. Su exposición clara y metódica fue fundamental para que el pirronismo sobreviviera hasta la modernidad. A través de Sexto, el pensamiento de Pirron atravesó el tiempo como una filosofía práctica de la duda y la serenidad, no como una doctrina cerrada, sino como una disposición crítica frente al conocimiento humano.

Gracias a la traducción al latín de las obras de Sexto Empírico en el Renacimiento, el escepticismo pirrónico fue redescubierto en Europa y empezó a ejercer una influencia notable en la filosofía moderna. El primero en apropiarse de él con originalidad fue Michel de Montaigne, quien lo utilizó como base para su famosa pregunta “¿Qué sé yo?” (Que sais-je?), núcleo de sus Ensayos. Montaigne adoptó el escepticismo pirrónico como una actitud vital, una forma de tolerancia y libertad frente a los dogmas religiosos, morales y políticos.

Posteriormente, Pierre Bayle lo utilizó para criticar el racionalismo y el dogmatismo religioso en su Diccionario histórico y crítico, proponiendo que incluso sin certezas racionales se podía defender la fe como una experiencia subjetiva. El pirronismo también impactó a David Hume, quien adoptó una forma de escepticismo empírico: aunque admitía que no podemos justificar racionalmente nuestras creencias sobre causalidad, identidad o inducción, consideraba que seguimos actuando por costumbre, no por certeza.

Finalmente, Immanuel Kant reconoció que el escepticismo escéptico, representado por Hume y en última instancia por Pirron, lo despertó de su “sueño dogmático”. Kant respondió al escepticismo desarrollando su filosofía crítica: aunque no podemos conocer la cosa en sí (noumeno), sí podemos conocer los fenómenos bajo las condiciones del entendimiento.

Conclusión

La vida de Pirron de Élide fue la encarnación radical de una filosofía que renunció por completo al juicio dogmático en busca de la tranquilidad del alma. Influenciado por su contacto con sabios orientales durante la expedición de Alejandro Magno, Pirron adoptó una actitud de total indiferencia ante lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, sosteniendo que nada puede conocerse con certeza. Vivió de manera austera, coherente con su doctrina, rechazando los valores sociales convencionales y guiándose solo por las apariencias sin comprometerse con ninguna creencia. Aunque no dejó escritos, su ejemplo inspiró una tradición escéptica que perduró por siglos, y su figura quedó como símbolo del filósofo que encuentra la paz no en saber, sino en no afirmar nada.




viernes, 4 de julio de 2025

Fana (Aniquilación) (فناء)

Fanāʼ (فناء)

El fanāʼ (فناء) es un concepto central en la mística sufí que puede traducirse como aniquilación, extinción o desvanecimiento, y se refiere al proceso espiritual mediante el cual el yo individual (el ego o nafs) se disuelve completamente en la realidad divina. Es una experiencia de desaparición del "yo" en el "Tú", un estado en que el amante deja de percibirse como separado del Amado, es decir, de Dios.

En el contexto sufí, fanāʼ no es solo una metáfora, sino una transformación radical del ser. El sufí que alcanza el fanāʼ ha dejado atrás todas las ilusiones del ego, los deseos mundanos y la percepción dualista. No se trata de la aniquilación del cuerpo o del alma en un sentido nihilista, sino de la superación de la identidad separada para fundirse en la unidad absoluta (tawḥīd).

Un ejemplo de fanāʼ en el sufismo es cuando un místico, tras años de oración, ascetismo y recuerdo constante de Dios (dhikr), entra en un estado de conciencia tan profundo que ya no se experimenta a sí mismo como un “yo” separado: sus acciones, pensamientos y palabras fluyen sin voluntad propia, sabiendo que es Dios quien actúa a través de él. Ya no dice “yo amo a Dios”, sino que reconoce que es Dios quien se ama a Sí mismo en él.

Fuente

El fanāʼ tiene respaldo en el texto coránico, aunque no como término explícito, sí como realidad espiritual. La principal fuente textual citada por los sufíes es:

“Todo cuanto existe perece, y sólo permanece el rostro de tu Señor, colmado de gloria y generosidad”
(Sura al-Raḥmān 55:26–27)

Este versículo es interpretado como afirmación de que todo lo creado está destinado a desaparecer, excepto Dios. Así, la aniquilación (fanāʼ) del yo individual es una forma de anticipar esa extinción mediante la conciencia espiritual.

También se citan otros versos, como:

“No matasteis vosotros, sino que fue Dios quien los mató; y no lanzaste tú, sino que fue Dios quien lanzó.”
(Sura al-Anfāl 8:17)

Este verso se interpreta como ejemplo de que, en el estado de fanāʼ, ya no actúa el individuo, sino Dios a través de él.

Hadiz

También está señalado en ciertos hadices

“Mūtū qabla an tamūtū”
“Muere antes de morir.”
(Transmitido en diversas cadenas espirituales sufíes)

Este hadiz, aunque no está en los compilados canónicos (como Bujārī o Muslim), es ampliamente citado en la tradición sufí. Se interpreta como una exhortación a aniquilar el ego (nafs) antes de la muerte física, mediante la renuncia, el recuerdo de Dios (dhikr), el amor divino y la entrega total a la voluntad de Dios.

En la práctica, significa morir al yo (al deseo, al orgullo, a la autonomía ilusoria) para vivir según la Sunna del Profeta, que no actuaba desde su ego sino desde su completa sumisión a Dios (islām total).

Para la tradición sufí, la vida del Profeta Muḥammad es la encarnación suprema del fanāʼ, pues él vivió plenamente sometido a Dios, sin actuar nunca desde un ego separado. No se trata solo de actos de humildad o devoción, sino de una condición interior: el Profeta no vivía para sí mismo, sino por y para Dios.

El desapego del mundo (zuhd) y la humillación voluntaria (tawāḍuʿ) en la vida del Profeta Muḥammad son manifestaciones directas del fanāʼ, pues expresan la completa renuncia al ego y a toda afirmación de dominio o prestigio personal. 

A pesar de tener acceso al poder, al honor y a las riquezas, el Profeta vivió con austeridad extrema: dormía sobre esteras, ayunaba regularmente, vestía con sencillez y repartía todo lo que poseía. Nunca se colocó por encima de los demás; comía con los pobres, servía a su familia y caminaba entre los humildes. Cuando alguien lo trató con temor reverencial, respondió con dulzura: “No soy un rey, soy hijo de una mujer que comía carne seca en La Meca”. Este nivel de humildad no era mera virtud ética, sino el signo de un corazón que ya no se pertenecía, que había sido vaciado de sí mismo para pertenecer por entero a Dios. Así, en su pobreza elegida y en su humillación consciente, el Profeta revelaba la aniquilación del yo y la plenitud del espíritu, siendo modelo supremo del fanāʼ.

Maestros sufíes

Los primeros sufíes que hablaron y desarrollaron el concepto de fanāʼ  lo hicieron desde una experiencia espiritual profunda, mucho antes de que existiera una formulación sistemática del sufismo. Sus enseñanzas emergen entre los siglos VIII y X, en un contexto de ascetismo islámico temprano, donde el desapego del mundo y la búsqueda de la cercanía divina eran centrales. 

Dhū al-Nūn al-Miṣrī († c. 859)

Considerado uno de los padres del sufismo, fue uno de los primeros en articular la experiencia mística como maʿrifa (conocimiento espiritual) y en usar términos técnicos del sufismo. Introdujo la idea de la pérdida del yo en la contemplación de Dios, aunque no sistematizó el término fanāʼ como tal. Sostenía que el verdadero amante de Dios "se olvida de sí mismo al recordar a su Amado", lo que ya anticipa la noción de aniquilación.

Bāyazīd al-Bisṭāmī († c. 874)

Uno de los místicos más célebres por su lenguaje extático y audaz. Fue de los primeros en expresar explícitamente el fanāʼ como experiencia de desaparición del yo. Sus palabras, como "Gloria a mí, cuán grande es mi majestad", no son afirmaciones de ego, sino declaraciones pronunciadas en un estado de fanāʼ, donde solo habla la Realidad divina a través del siervo aniquilado. Él enseñaba que el ego debía desaparecer para que solo Dios subsistiera en el corazón del místico.

Al-Junayd de Bagdad († 910)

Figura clave del sufismo temprano, es quien sistematiza el concepto de fanāʼ y lo equilibra con la noción de baqāʼ (subsistencia en Dios después de la aniquilación). Mientras que Bāyazīd representaba el éxtasis, al-Junayd representa la sobriedad mística. Enseñaba que el verdadero sufí es aquel que desaparece de sí mismo pero permanece con Dios, actuando en el mundo sin ego. Su doctrina del fanāʼ es central en toda la tradición sufí posterior.

Al-Ḥallāj († 922)

Místico trágico y poeta extático, es famoso por su frase:

“Anā al-Ḥaqq” ("Yo soy la Verdad").

Esta expresión fue entendida como una afirmación de identidad con Dios, pronunciada en un estado de fanāʼ total. Aunque fue ejecutado por herejía, los sufíes lo consideran un mártir del amor divino. En su obra, el fanāʼ aparece como una fusión tan completa con la realidad divina que el yo desaparece, y solo queda Dios hablando a través del amante.

Sahl al-Tustarī († c. 896)

Otro de los ascetas místicos del siglo IX, quien enfatizaba el recuerdo constante de Dios (dhikr) como vía para la aniquilación del ego. Para él, el fanāʼ era el resultado de una purificación tan profunda del corazón que no quedaba en él sino la luz de Dios.

Ibn Arabi

Para Ibn ʿArabī, el fanāʼ no es simplemente un estado emocional o un trance extático en el que el sufí se siente unido a Dios. Más bien, es una realización ontológica radical: el descubrimiento de que el ser humano no posee existencia independiente, y que todo lo que existe es una manifestación del único Ser real, que es Dios (al-Ḥaqq). Así, el fanāʼ consiste en la desaparición de la ilusión del yo, del sentido de independencia o autonomía, para reconocer que todo lo que es, es en Dios, por Dios y con Dios. Lo que se "aniquila", entonces, no es una sustancia, sino una noción errónea de separación.

Desde esta perspectiva, Ibn ʿArabī explica que el fanāʼ no implica que el individuo literalmente deje de existir, sino que desaparece su percepción dualista: ya no se ve a sí mismo como un "yo" frente a un "Tú", sino que contempla toda la realidad como una teofanía (tajallī), una manifestación del Ser divino. De hecho, el verdadero fanāʼ consiste, para él, en el reconocimiento absoluto de la Unidad del Ser (Waḥdat al-Wujūd), es decir, que sólo existe una realidad auténtica y absoluta: la de Dios.

Ibn ʿArabī distingue entre varios niveles de fanāʼ. El primero es el fanāʼ de los sentidos y las pasiones, donde el místico supera su apego al mundo y a las ilusiones del ego. El segundo es el fanāʼ de la voluntad, donde el buscador ya no desea nada fuera de lo que Dios desea. El más alto es el fanāʼ del ser o de la existencia, donde desaparece incluso la conciencia de uno mismo como siervo, y queda solamente la conciencia divina actuando a través del ser humano. En ese estado, no hay más atribución de actos al "yo": el sufí sabe que "no hay en el mundo más actor que Dios".

Una de las formulaciones más profundas de Ibn ʿArabī sobre este tema es que el fanāʼ es seguido necesariamente por el baqāʼ (subsistencia). El místico no permanece en un estado de disolución pasiva, sino que regresa al mundo desde Dios, pero transformado: ya no actúa desde su ego, sino que Dios actúa en él. Este es el verdadero significado de la servidumbre perfecta (ʿubūdiyya): el místico se vuelve puro espejo del querer divino. Como dice en sus obras, "el más perfecto de los seres humanos es aquel en quien se manifiestan todos los nombres divinos sin confusión ni oposición".

En al-Futūḥāt al-Makkiyya (Las Iluminaciones de La Meca), Ibn ʿArabī afirma que el fanāʼ no debe entenderse como aniquilación absoluta, pues el ser humano nunca tuvo existencia propia para ser aniquilado en primer lugar. En cambio, lo que ocurre es que el buscador toma conciencia de la inexistencia ontológica de su ego. Por eso, Ibn ʿArabī prefiere hablar de una "aniquilación del testimonio de la existencia del siervo", no de la aniquilación de su realidad esencial. El fanāʼ no es pérdida, sino despertar a la verdadera naturaleza del ser: “no hay en el ser sino Dios” (lā fī al-wujūd illā Allāh).

Además, Ibn ʿArabī describe un estado más elevado aún: el fanāʼ del fanāʼ (fanāʼ ʿan al-fanāʼ). En este grado, el sufí ya no tiene siquiera conciencia de haber alcanzado la aniquilación, y desaparece incluso la dualidad entre el amante que se aniquila y el Amado en quien se aniquila. Es entonces cuando Dios se revela en su totalidad como el único testigo, el único amante, el único amado. Este estado supremo conduce al conocimiento de los secretos divinos y al acceso a los niveles más profundos de la realidad espiritual.

Conclusión

El fanāʼ, en su sentido más profundo, es la disolución del ego y de toda sensación de separación entre el ser humano y Dios. No es simplemente perderse emocionalmente en lo divino, sino reconocer que el yo nunca tuvo existencia propia, y que solo la Realidad divina subsiste. En los primeros sufíes, esto se vivía como una experiencia amorosa y extática; en Ibn ʿArabī, como una realización metafísica de la Unidad del Ser. No se trata de desaparecer del mundo, sino de vivir plenamente en Dios, sin ego, en humildad, amor y lucidez. Es la verdadera libertad: cuando ya no se actúa desde el yo, sino que Dios actúa a través del ser purificado.