La expulsión de la bestia triunfante no es solo una obra literaria, es una llamada urgente a la transformación moral del mundo. En este diálogo brillante y combativo, Giordano Bruno denuncia la corrupción de su tiempo y propone, con ironía feroz y visión profética, una utopía donde los vicios son expulsados por los dioses y reemplazados por virtudes. Aquí el Nolano revela no solo su genio especulativo, sino también su alma herida y su esperanza indomable. Es un texto imprescindible para comprender el corazón del Renacimiento y la rebeldía lúcida de uno de sus pensadores más audaces. Quien lo lea, no saldrá intacto.
LA EXPULSIÓN DE LA BESTIA TRIUNFANTE
Prólogo
En el prólogo de La expulsión de la bestia triunfante, Giordano Bruno se dirige a Sir Philip Sidney, noble inglés al que dedica la obra como expresión de gratitud por su hospitalidad e inteligencia. Bruno presenta su escrito como una manifestación sincera de su pensamiento, afirmando que no busca la aprobación de la mayoría ignorante y superficial, sino el juicio de los sabios capaces de reconocer la verdad aunque se presente disfrazada. El Nolano advierte que su obra debe leerse como una alegoría compuesta por voces múltiples —como un teatro filosófico— y no como una declaración categórica. Defiende el uso del lenguaje claro y directo, nombrando las cosas tal como son, y denuncia la hipocresía, el formalismo vacío y el engaño disfrazado de virtud. La obra es concebida como un ejercicio preliminar a una futura filosofía moral plenamente desarrollada, en la que se bosquejan los cimientos de una reforma ética y espiritual a través de la recuperación de las virtudes y el rechazo de los vicios que dominan el mundo.
A partir de esta base, Bruno representa en clave mitológica y astronómica la gran purga moral del universo: un Júpiter arrepentido decide, con ayuda de otras divinidades, expulsar del cielo a los vicios que lo habitan —figurados como constelaciones— y restituir en su lugar a las virtudes, largamente desterradas. Cada signo zodiacal y cada figura celeste se convierte así en un campo simbólico donde se libra la lucha entre el bien y el mal. La altivez, la vanidad, la avaricia, la traición y otros vicios son desplazados por la dignidad, la generosidad, la prudencia, la justicia y el estudio. Bruno convierte el firmamento en un espejo moral, donde cada virtud recupera su lugar y los vicios son arrojados a las regiones bajas de la tierra. Esta cartografía moral celeste culmina con la instauración de un orden ideal, una nueva república de almas, donde reina la templanza, la sabiduría y la contemplación.
Primer Diálogo
Dialogantes:
Sofía: Personificación de la sabiduría, participa en el diálogo aportando discernimiento y profundidad filosófica a las discusiones, representando la búsqueda del conocimiento y la verdad.
Saulino: Un personaje que representa al hombre común o al filósofo en formación, sirve como interlocutor que plantea preguntas y dudas, facilitando la exposición de las ideas de los demás personajes.
Mercurio: Mensajero de los dioses y símbolo de la razón y la elocuencia, actúa como narrador y guía en la obra, explicando las decisiones del consejo y las transformaciones que se llevarán a cabo en el firmamento.
Primera parte
Los dialogantes comienzan a hablar del deleite que tiene por naturaleza, el movimiento, la variedad y la vicisitud. Según ella, el placer no radica en los estados fijos, sino en el tránsito entre ellos. El hambre y el hartazgo, el deseo sexual y su satisfacción, la fatiga y el descanso: en todos estos casos, el placer reside no en los extremos, sino en el movimiento que va de uno a otro.
Saulino, en su rol de interlocutor y discípulo atento, valida con admiración las palabras de Sofía, reconociendo la profundidad de su análisis.
Sin embargo, Saulino dice que si esto es así, entonces dentro del deleite también existiría algo de tristeza, siendo que esta también es un movimiento. Es decir, no existiría un placer absoluto.
Sofía responde afirmando esta idea y la desarrolla con una serie de ejemplos vivenciales y mitológicos, en particular una anécdota simbólica de Júpiter, quien, cansado de su estado divino, decide experimentar la vida desde otras posiciones: como agricultor, cazador o soldado.
Asimismo, Sofía menciona los cambios entre campo y ciudad, descanso y actividad, apetito y saciedad, para mostrar cómo la alternancia de opuestos es la fuente del gusto, la satisfacción y el equilibrio. El punto culminante de su razonamiento es que los contrarios se armonizan mejor entre sí que con sus iguales, lo que introduce una idea central en la cosmología de Bruno: la unidad dinámica de los opuestos.
Desde el plano ético, Saulino afirma que no puede haber justicia sin error, ni concordia sin discordia previa, lo que implica que las virtudes solo se manifiestan en contraste con sus opuestos. Desde el plano físico y matemático, recurre a una imagen geométrica: lo esférico no se acomoda sobre lo esférico —pues sólo se toca en un punto— pero lo cóncavo sí se adapta a lo convexo.
Moralmente, también señala que los extremos similares repelen: los soberbios no armonizan con otros soberbios, ni los pobres con otros pobres, ni los avaros con los avaros. En cambio, hay una armonía que se da en el contraste: el soberbio con el humilde, el pobre con el rico, el avaro con el espléndido.
En ese momento, Saulino reconoce que esta doctrina está influenciada por Nicolas de Cusa y su teoría de los contrarios.
Sobre la base de esto, Sofía señala que la contrariedad no sólo es necesaria, sino que es el principio constitutivo del ser, del devenir y de la verdad misma. Todo lo que nace, crece y se perfecciona lo hace por medio de los opuestos, y en su interacción se generan el movimiento, la diversidad, el orden y la sucesión. Así, la contrariedad no es algo que deba superarse o evitarse, sino la condición misma del dinamismo del universo.
Júpiter
Sofía introduce una imagen central de la obra: Júpiter, símbolo del poder supremo, del orden celeste y de la divinidad, ha envejecido. Después de una larga juventud caracterizada por la violencia, el desenfreno y la lujuria —atributos que remiten al mito clásico del dios—, ahora comienza a declinar, perdiendo el impulso vital de su etapa viril.
Saulino reacciona con escepticismo filosófico. Señala que esa caracterización del dios como un ser sujeto al envejecimiento y al desgaste es propia de los poetas, no de los filósofos. Desde la filosofía clásica, los dioses son eternos, inmutables y perfectos. Por tanto, pregunta irónicamente si acaso también los dioses —como los hombres— deben cruzar el río Aqueronte, el paso hacia el Hades, poniendo en duda su supuesta inmortalidad.
Luego de esta ironía, Sofía le dice a Saulino que se calle para proseguir con el relato, a lo que Sofía continúa.
Júpiter envejecido, reformado y moralizado, que ya no se guía por los impulsos juveniles, sino por la sabiduría madura y la virtud cívica. Describe, en tono simbólico y con humor, cómo este nuevo Júpiter ya no admite en su Consejo a los jóvenes arrebatados, sino a los ancianos sabios, revestidos no de poder físico, sino de cualidades éticas y racionales: prudencia, memoria, sinceridad, sobriedad, justicia, constancia. Cada parte del cuerpo se convierte en una sede de alguna virtud moral o intelectual.
Saulino responde con ironía, sugiriendo que Júpiter necesita primero un buen "lavado y purga", es decir, una limpieza profunda de sus vicios pasados antes de presentarse como reformador. Sofía continúa, afirmando que ya no hay metamorfosis mitológicas —esas en las que Júpiter se convertía en toro, cisne, lluvia de oro, etc., para seducir—. Esos tiempos han pasado. La nave del deseo, gobernada antes por el capricho del dios, ahora está vieja, sin timón, sin vela, sin remos: el impulso de la lascivia ha sido domesticado por la vejez y la sabiduría.
Saulino, sin perder el tono sarcástico, concluye que este cambio radical recuerda a alguien que, tras una vida de excesos amorosos, termina exclamando con tono bíblico: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
Sofía continúa ignorando la ironía de Saulino diciendo que Júpiter siente que se aproxima su “juicio final”, es decir, el fin de su era.
Tras unos 36.000 años, se completa una gran revolución del mundo, en la cual todo cambia: las constelaciones, los dioses dominantes, el orden moral y político. Este ciclo estaría relacionado con fenómenos astronómicos como el movimiento de trepidación (una oscilación atribuida a la esfera celeste), y con una configuración planetaria “jamás vista ni oída”, que anuncian el advenimiento de otro Celio, es decir, otro cielo, otro orden, otro régimen.
Júpiter teme que el destino ya no preserve la continuidad de su reinado, como ocurrió en pasadas eras. A diferencia de las antiguas transiciones en que los cambios parecían mantener cierta herencia o semejanza, ahora el cambio se perfila como radical, disruptivo y revolucionario, por más que los astrólogos conservadores —que representan el saber viejo, dogmático— refunfuñen.
Saulino alude al "cura Juan", quien, según las tradiciones europeas, era un rey-sacerdote cristiano que gobernaba un imperio fabuloso en Oriente, más tarde ubicado en Etiopía (Abisinia). Se creía que su reino estaba lleno de riquezas, sabiduría y criaturas maravillosas, y que mantenía la fe cristiana pura, aislada del mundo corrupto.
Saulino continúa con tono escéptico e irónico, y recuerda que el destino es inexorable, es decir, que ni siquiera los dioses pueden resistir el flujo de los ciclos cósmicos. Cuando Saulino menciona que Júpiter tal vez, en su retiro, lea a Séneca, lo hace evocando a un autor estoico que enseñaba a aceptar el destino con serenidad. Así, la frase sugiere que incluso Júpiter, símbolo del poder divino en la mitología, debe aprender a morir, a aceptar que sus dominios y prerrogativas no son eternos, y que se aproxima una nueva era.
Sofía le explica que aunque el destino es inmutable —una doctrina muy cercana al estoicismo y también al neoplatonismo—, los ruegos y las plegarias forman parte del mismo destino. Es decir, no son actos contrarios al destino, sino elementos necesarios para su cumplimiento. A través de una estructura cíclica, todo se cumple, incluso lo que parece inútil o vano.
El río Lete, en la mitología griega, es el río del olvido en el inframundo. Bruno lo reinterpreta como un instrumento cósmico del hado, que sirve para evitar que las almas transmigrantes (es decir, en proceso de reencarnación o transformación) sufran por lo que han perdido o recuerden su pasado. Gracias al olvido, cada ser se aferra a su condición presente, sin anhelar su forma anterior.
Saulino, perplejo, exclama que es inaudito pensar que una divinidad como Júpiter pueda todavía orar y temer la justicia. Le sorprende descubrir que incluso los dioses están sujetos a responsabilidad, al recordar que ellos mismos temían jurar en falso sobre el Estige, ya que un perjurio implicaba castigos divinos severos.
Sofía responde con una descripción irónica y reformadora del nuevo orden que Júpiter está tratando de instaurar, lo cual refuerza la idea de que el viejo orden mitológico está en crisis:
-
Vulcano, el dios herrero, tiene prohibido trabajar los días festivos (sátira sobre la regulación del trabajo).
-
Baco, dios del vino y el desenfreno, tiene restringida su actividad a momentos específicos del año, con horario limitado y licencia expresa, como si fuera un burócrata del carnaval.
-
Momo, el dios de la crítica y el sarcasmo, que antes fue desterrado por decir la verdad, ahora ha sido reinstalado y empoderado como voz crítica autorizada para reprender los vicios “sin importar títulos ni dignidades”.
-
Cupido, que encarna el deseo descontrolado, recibe la orden de dejar de exhibirse desnudo y de actuar solo “por vía natural”, es decir, que el amor y la atracción sexual deben ajustarse a ritmos naturales y ordenados, como sucede en los animales (mayo para los asnos, marzo para los gatos). El amor desregulado, propio del caos antiguo, será ahora sometido a calendario y legislación.
Ganimedes: en proceso de envejecimiento, ya sin el encanto que una vez sedujo a los dioses. Júpiter ya no lo desea ni lo permite como compañero íntimo. El hecho de que Saturno lo haya acariciado y, con ese gesto, le haya hecho crecer la barba es una forma simbólica de mostrar cómo el tiempo lo ha alcanzado, lo ha hecho madurar, y con ello ha perdido su gracia. El “rostro lleno de pelos” sugiere el final del amor idealizado e inmortal, sometido también al envejecimiento y a la mutación. El destino de Ganimedes es aún más humillante: ser enviado a estudiar bajo la férula de un pedante en un colegio, símbolo de la educación represiva y aburrida. Saulino reacciona con ironía y lástima: ¿acaso no sería mejor ponerlo en manos de un poeta o un orador, en vez de un maestro rancio?
Venus, al igual que los demás dioses, no escapa a esta decadencia: su belleza se marchita, su rostro se arruga, pierde la gracia. La sátira es despiadada: incluso los encantos divinos están sujetos al desgaste, como toda entidad corpórea y mutable.
Vulcano: antes vigoroso y activo, capaz de golpear con fuerza el yunque en su fragua volcánica (el Etna), ahora aparece como un anciano debilitado, sin fuerza ni aliento siquiera para encender el fuego, levantar el martillo o soplar los fuelles. La mención de cómo Eco respondía a sus golpes desde otros volcanes italianos como el Vesubio o el Taburno resalta cuán grandiosa y ruidosa fue su labor, en contraste con el silencio y la debilidad actuales.
Júpiter ha decretado que ningún dios podrá tener pajes menores de 25 años, lo que satiriza no sólo el abuso de poder o las relaciones asimétricas, sino también el libertinaje institucionalizado del Olimpo. De allí viene la tristeza de Apolo por Jacinto (otro efebo mitológico), representada como causa de las lluvias, vientos y oscuridades del cielo: la conmoción emocional divina es explicada como fenómeno meteorológico.
Segunda parte
Sofía nos dice que Júpiter convoca a los “dioses naturales” ―los verdaderos dioses del orden cósmico y espiritual―, excluyendo a las deidades monstruosas, híbridas y deformes (símbolos de la superstición, el error y el desorden), para formar un consejo de la mesa redonda, una alusión irónica a la equidad y nobleza de los ideales arquetípicos. El heraldo no es Mercurio, tradicional mensajero olímpico, sino Miseno, un muerto mitológico, lo que indica la descomposición del orden clásico y su ritualidad.
Rompe con la forma oratoria elevada: anuncia que no hablará con proemios retóricos, hiladas de sentencias ni epílogos encantadores. Su tono será directo, sin adornos: esto expresa un desgaste de la retórica divina, un descenso de la dignidad misma del discurso sagrado.
La cita “non hoc ista sibi tempus spectacula poscit” (Virgilio, Eneida) significa: “este momento no requiere tales espectáculos”, indicando que es tiempo de seriedad y crisis, no de celebración o forma.
Júpiter lamenta que los dioses ya no son reverenciados. Ya no hay temor hacia ellos, su autoridad se ha disuelto, y su imagen está degradada. Ya no se les recuerda por su justicia, sino por sus faltas: adulterios, incestos, venganzas, rapiñas. El contraste es devastador: antes eran reverenciados por vencer a los Gigantes; ahora son despreciados por los hombres, que los han superado en vileza pero también en poder sobre el mundo. Júpiter reconoce que los dioses han perdido su prestigio por su propia corrupción, y que el destino los ha despojado de su poder como castigo a su uso indebido.
También, Júpiter expresa una amarga y lúcida confesión: el cielo, que debería ser un reflejo de la justicia, la sabiduría y la virtud, se ha llenado de imágenes indignas, de constelaciones que perpetúan crímenes, pasiones desordenadas, estupros, engaños y caprichos de los dioses. Las estrellas ya no celebran la gloria de lo alto, sino que han sido ocupadas por símbolos de frivolidad, violencia y corrupción. Desde el Delfín, elevado por su rol como mediador entre Neptuno y Anfitrite, hasta la Corona de Ariadna, símbolo de un amor desordenado, pasando por el León de Nemea, Orión asesinado por un escorpión o Perseo elevado por haber matado a las Gorgonas dormidas, el cielo se ha convertido en un mapa de errores celebrados como hazañas. Incluso los ríos celestes, los signos zodiacales y los animales fabulosos están allí no por mérito, sino por parcialidad, vanidad o simple deseo.
El discurso continúa con una confesión dolorosa: el mismo rey del cielo admite haber cometido abusos, haber violentado a una virgen (Calisto), haber robado y seducido, y con ello haber dado mal ejemplo a los otros dioses. Reconoce que todos, él y sus compañeros, han perdido la dignidad, y que ya no son reconocidos como dioses, pues el destino —en su justicia suprema— ha permitido que caigan sus templos y estatuas, como castigo por haber llevado al cielo las miserias de la tierra. Frente a esta verdad, el orador se declara culpable de haber contaminado lo alto, de haber profanado lo eterno, y de haber dado lugar en las constelaciones a las vilezas que deberían haber sido sepultadas. Así, el firmamento ya no es símbolo de lo divino, sino espejo de los errores celestiales, de la gloria otorgada a lo injusto, y de una religión caída que ha perdido todo derecho a ser venerada.
Júpiter, en su desesperación, se lamenta de la situación que están viviendo todos los dioses. Así como el destino les ha negado el ''no caer'', de todas formas, tienen permitido resurgir por medio de la justicia. Júpiter anima al resto de los dioses a que se purgue la casa divina finalmente. Se exhorta a los dioses a despojarse de las cargas de sus errores, a remover el velo de la ignorancia, el egoísmo y la vanidad que han oscurecido sus conciencias, y a destruir los monumentos de sus propias iniquidades: sus estatuas, trofeos, constelaciones y relatos que glorifican vicios y crímenes.
Purgas
La primera purga a la que se refiere el texto es la determinación interna del cambio: es el momento en que los dioses —símbolos aquí del alma o del pensamiento humano— deciden purificarse, es decir, adoptan la voluntad de arrepentirse y de transformarse. Esta purga no consiste aún en la limpieza efectiva de los vicios ni en la reforma del cielo exterior o del mundo sensible, sino en el acto previo, invisible, pero fundamental: el cambio interior de disposición moral y espiritual.
La segunda purga corresponde a la purificación externa, corpórea y sensible, es decir, al ordenamiento y reforma del mundo material y del cielo visible, tras la primera purga que fue interior y espiritual.
Esta purificación no puede ejecutarse de inmediato, como la anterior, porque:
-
A diferencia del espíritu, lo corporal está sujeto al tiempo, al cambio progresivo y al orden.
-
Requiere reflexión, planificación y deliberación, lo cual se estipula en un plazo simbólico de tres días.
Durante esos tres días, los dioses deben:
-
Reflexionar sobre cómo remover del cielo las figuras y símbolos corruptos que representan vicios y errores (mencionados anteriormente).
-
Determinar nuevos destinos para esos símbolos que serán desplazados.
-
Pensar cómo reorganizar el cielo para que no quede vacío, sino renovado y mejor ordenado que antes.
Finalmente, en el cuarto día, una vez cumplido este ejercicio de deliberación, se tomará la decisión final sobre la nueva disposición del cielo y la “forma de esta colonia”, es decir, el nuevo orden celestial que simboliza también un nuevo orden del alma y del mundo.
Los dioses le dijeron a Júpiter:
"Con mucho gusto, oh Júpiter, consentimos en realizar todo lo que nos has propuesto y el destino ha verdaderamente determinado"
De aquí se resuelve la segunda parte del diálogo entre los dioses. Ter
Tercer parte
En esta tercera parte del Diálogo primero, se representa el momento culminante del proceso de reforma divina iniciado en los días anteriores. Llegado el cuarto día, al mediodía, se convoca un consejo general de los dioses, en el que no sólo participan los númenes principales, sino también todos aquellos que, por derecho natural, tienen acceso al cielo. El ambiente está lleno de solemnidad: Júpiter se sienta en su trono dorado y de zafiro, adornado con su diadema y su manto de ceremonias, mientras la multitud de dioses, ordenada y en absoluto silencio, aguarda con atención.
Entonces aparece Mercurio, con todo el decoro de su oficio, y se dirige al gran padre para exponer —como formalidad necesaria— que los dioses, con voluntad sincera y libre, están dispuestos a obedecer y ejecutar cuanto el sínodo determine. Concluye pidiendo que los dioses levanten la mano en señal de consentimiento, lo que hacen unánimemente, dando paso al discurso de Júpiter.
Júpiter toma la palabra y establece un profundo contraste moral: si ya fue gloriosa la antigua victoria contra los gigantes —enemigos externos que querían arrebatar el cielo a los dioses—, cuánto más gloriosa debe considerarse esta nueva victoria interior, en la que los dioses han vencido sus propias pasiones y corrupciones. Mientras aquellos gigantes eran adversarios visibles y de afuera, los vicios que ahora se han enfrentado eran enemigos internos, ocultos y traicioneros que por largo tiempo habían sometido incluso a los más altos númenes.
Por ello, Júpiter declara que el día de esta reforma será ahora la verdadera fiesta de la victoria: ya no para conmemorar una guerra física contra enemigos míticos, sino para celebrar la más alta de todas las batallas, aquella que consiste en vencerse a sí mismo. Esta fecha, entonces, deberá permanecer como una festividad más solemne aún que las grandes efemérides religiosas, como lo fue para los egipcios la salida del pueblo leproso, o para los hebreos el fin de su exilio en Babilonia.
El mensaje es claro: la auténtica grandeza no radica en imponerse por la fuerza, sino en transformarse por dentro, reparar el desorden causado y purificarse para habitar un cielo nuevo.
Júpiter, investido de la máxima autoridad, propone comenzar por el norte celeste, el punto más eminente del firmamento, y plantea la necesidad de decidir qué hacer con la Osa, cuya presencia en ese lugar elevado resulta impropia y vergonzosa. Momo, dios del sarcasmo y de la crítica mordaz, toma la palabra para ridiculizar la ubicación de la Osa en el polo celeste, señalando que no sólo es un animal grotesco, sino que su cola —antinatural en una osa— apunta indecorosamente al punto más noble del cielo. Momo denuncia con ironía el absurdo de que un símbolo tan vulgar ocupe ese sitio, por lo que propone su retiro.
Los dioses continúan su deliberación acerca de la gran reforma del cielo. Tras haber decidido expulsar figuras mitológicas que representan antiguos errores y excesos, ahora debaten qué hacer con Arcas —el Boyero—, hijo de la violada Calisto, convertido también en constelación. Momo, Apolo, Diana y Mercurio coinciden en que su lugar no está en el cielo. Por tanto, se resuelve que debe seguir a su madre, pero no como castigo, sino como acto de reparación, restableciendo incluso su forma original si Juno lo permite. Juno, aunque con ironía, acepta con la condición de que se le devuelva su virginidad y quede bajo custodia de Diana. Finalmente, Júpiter declara que ese espacio será ocupado por la Ley, hija de Sofía, pues es preciso que esté junto a la Verdad en lo más alto del cielo.
Luego se debate sobre el destino de la Corona Boreal. Este adorno celeste, por su belleza, se considera digno de un héroe futuro. Júpiter decide que debe permanecer en el cielo hasta que llegue un hombre invicto, un brazo heroico que libere a Europa de su miseria, simbolizada como un monstruo hereje y multiforme. El texto, en este punto, contiene una crítica aguda a ciertas corrientes religiosas —claramente calvinistas— a las que se acusa de hipocresía, de despreciar las obras y de vivir a costa de las acciones de otros. Momo y Mercurio ridiculizan su doctrina, basada en la sola fe y la predestinación, señalando que tales creencias hacen daño a la comunidad humana, desprecian las virtudes prácticas, y socavan el principio del mérito individual.
La crítica se acentúa con un tono violento. Se dice que tales individuos no merecen más compasión que animales salvajes, pues su existencia arruina el orden del mundo y ofende la razón. Apolo y Momo incluso afirman que exterminarlos sería una obra meritoria, presentándolos como enemigos del bien común y de la práctica moral. En esta lógica, la Corona Austral será entregada a quien logre liberar al mundo de esa "peste", símbolo de corrupción religiosa, moral y política. Júpiter ratifica que esa corona será el premio para quien esté destinado a eliminar esa deformidad doctrinal, argumentando que, al ser una aberración contraria a la naturaleza y la ley, no podrá subsistir por mucho tiempo.
Júpiter responde con humor y firmeza, proponiendo enviar a la Osa a cualquier lugar donde sea más digna —incluso sugiere algunas ciudades que llevan al oso en sus escudos, como Roma o Berna— y declara que desea instalar en su lugar a la Verdad. Esta virtud será inmune a la calumnia y al error, y servirá de guía luminosa para los navegantes espirituales perdidos en el mar del mundo, apareciendo como espejo puro de contemplación.
Luego se decide también el destino de la Osa Mayor. Momo sugiere que, por ser vieja, se convierta en dama de compañía de la Osa Menor y, si llega a actuar como celestina, que sirva a un mendigo que la use como medio de sustento, exhibiéndola para curar enfermedades menores. Tras esto, Marte pregunta por el dragón, y Momo propone enviarlo a tierras bárbaras del norte, como Irlanda o las islas Orcadas. Apolo interviene diciendo que no es necesario matarlo, sino reutilizar su figura como alegoría de la belleza salvaje que vigila las manzanas del amor, dando paso a una interpretación simbólica más elevada.
Júpiter establece que ese lugar celeste lo ocupará la Prudencia, que debe estar junto a la Verdad, ya que no puede haber verdadero provecho sin su dirección. Luego se trata el caso de Cefeo, cuyo gesto de brazos abiertos representa la ambición desmesurada. Se decide que beba el agua del Leteo, el río del olvido, para renacer sin memoria en forma de criatura sin extremidades, borrando así su aspiración vana al dominio. Su lugar lo ocupará Sofía, la Sabiduría, compañera inseparable de la Verdad, que ha compartido con ella todas las pruebas y que es la única capaz de administrarla correctamente.
Saturno propone un castigo ejemplar para aquellos seres considerados enemigos del orden divino: no solo deben ser borrados de la memoria de los hombres, sino también condenados a reencarnaciones degradantes, pasando de cuerpo en cuerpo hasta terminar como cerdos u ostras. Mercurio, sin embargo, añade un matiz: no es suficiente castigar la ociosidad con ociosidad; más justo es imponer trabajo. Por eso, sugiere que reencarnen en asnos, símbolo de ignorancia, sometidos a trabajos duros, alimentados apenas con paja, y corregidos con bastonazos. Esta propuesta es aceptada unánimemente.
Júpiter establece entonces que la corona boreal será un premio eterno para quien purgue definitivamente esa "peste". En su lugar deja una corona ideal, infinita y comunicable, acompañada por una espada también ideal, símbolo del juicio universal. De este modo, el cielo será gobernado por la Ley y el Juicio: la Ley dictará y el Juicio ejecutará. Así, se restituye un orden justo, donde las acciones serán medidas según sus méritos y delitos.
Hercules, aunque fue engendrado fuera del matrimonio por Júpiter, se reconoce que sus méritos heroicos justifican su presencia en el cielo. Sin embargo, para mantener coherencia con la reforma, se decide que debe dejar el cielo. Aun así, su salida será honorable: no se le expulsa como a los demás, sino que se le encomienda una misión en la Tierra, donde ejercerá como un dios terrenal, incluso más estimado y glorificado que antes. Así, se conserva su dignidad, y se reconoce su valor, no por origen, sino por virtud y obra.
Tras unánime aprobación por parte del consejo celeste —algunos en voz alta, otros con expresiones latinas de asentimiento como probamus, admittimus, o non refragamur—, Júpiter dicta el decreto que transforma a Hércules en su lugarteniente en el mundo terrenal. Aunque se le remueve del cielo, no se lo hace con deshonra. Por el contrario, su partida se presenta como una investidura solemne, comparable a su nacimiento heroico y su retorno triunfal del inframundo.
La nueva misión de Hércules no es simbólica, sino práctica y urgente: recorrerá de nuevo la Tierra para combatir no ya a monstruos mitológicos antiguos, sino a sus equivalentes modernos. Cada bestia aludida —la Hidra, Cerbero, el león de Nemea, el toro, las arpías, las amazonas— representa un tipo de corrupción, tiranía o deformación del orden natural y divino. Júpiter ordena que Hércules reforme, castigue y destruya todo lo que atente contra la armonía del mundo, y que se le erijan templos y monumentos donde logre sus hazañas.
Tras esta exaltación del nuevo papel heroico, Mercurio reaparece y se dirige a Sofía, quien lo había invocado. Ella lo saluda como su numen, alado y brillante, y le reclama cariñosamente su demora. Mercurio explica que ha estado cumpliendo su función como conductor de almas al Hades, entregando más de doscientos mil almas a los jueces infernales. Pero revela que fue acompañado por la Sofía celeste —Minerva—, quien reconoce de inmediato la súplica de su hermana terrenal, la Sofía humana, y se la encomienda con afecto. Se ambia a Hércules por Prudencia.
Mundo concreto y cotidiano
Mercurio relata cómo recibió la plegaria de Sofía, la abrazó, la guardó cerca de su corazón, y cómo esta súplica provocó incluso la atención de Júpiter, quien, preocupado, se interesó por el estado de la sabiduría terrenal. A partir de ello, Júpiter lo autoriza a acudir a ella, no sin antes atender sus propios deberes divinos, que consisten en ordenar minuciosamente los eventos que deben ocurrir en la Tierra.
Lo que sigue es una larga enumeración de hechos nimios: melones que maduran, cabellos que se queman o caen, cucarachas que nacen y peregrinan, cintas de calzón que se rompen, muelas que se caen, topos que emergen... Este catálogo deliberadamente ridículo está lleno de detalles locales, personales, incluso absurdos, todos situados en la comarca natal del autor. A través del humor, la sátira y la acumulación, Bruno representa la providencia divina no como un trabajo limitado o fatigoso, sino como una expresión del poder infinito que cuida incluso lo más diminuto del universo. Es una crítica al antropomorfismo vulgar de los filósofos y teólogos que imaginan a Dios como un viejo atareado.
Sofía, encarnación de la sabiduría, confronta a Mercurio con esta paradoja: si Júpiter está tan ocupado en tantos asuntos triviales, ¿cómo puede gobernar efectivamente todo el universo? ¿No lo sobrepasa esta multiplicidad de asuntos? Mercurio, en respuesta, expone una profunda tesis neoplatónica: el intelecto universal actúa de manera simultánea, sin sucesión temporal, sin fatiga, sin dispersión. Su conocimiento y acción son uno, como la unidad lo es respecto al número. La unidad —dice— es el infinito implícito, mientras que el infinito es la unidad explícita; ambos son inseparables, como el acto eterno del ser que se despliega en lo múltiple sin perder su simplicidad esencial.
Sofía reconoce con humildad que los temas elevados sobre la providencia y el orden universal escapan a su plena comprensión, reservada más bien para su contraparte celeste —la Sofía divina— y para el numen Mercurio. Sin embargo, ha sido precisamente la narración de éste, aparentemente trivial, lo que la ha llevado a contemplar la armonía del universo y la presencia de la divinidad en los más mínimos detalles de la existencia.
Mercurio, lejos de reprocharle esta limitación, le aclara que su minucioso relato no fue una frivolidad, sino un recurso deliberado para corregir una actitud dubitativa, fruto del dolor y la aflicción que Sofía —símbolo de la sabiduría humana encarnada— carga por el estado del mundo. Al relatarle la providencia divina incluso en los actos más ínfimos, Mercurio quiere disipar las dudas que ensombrecen su confianza y devolverle la seguridad en que todo, absolutamente todo, está regido por una inteligencia universal que no excluye nada. En esta concepción, no hay jerarquía que rebaje lo mínimo ni grandeza que desatienda lo ínfimo: la unidad divina sustenta tanto lo finito como lo infinito.
Sofía acepta esta enseñanza, reconociendo que ninguna gran arquitectura existe sin el ensamblaje de las piezas más pequeñas. Así comprende también que su súplica anterior fue débil, vacilante, mal enviada; que su embajadora —la oración— había sido enviada sin fervor, con descuido. Y que eso mismo debilita su eficacia. Por ello, Mercurio le advierte con gentileza que debe aprender a hablar con convicción, a rogar con la fuerza del espíritu y no con dudas, si quiere ser oída verdaderamente por el tribunal divino.
La conversación da paso, entonces, al motivo central de la visita: Sofía quiere por fin presentar una petición formal a Júpiter. Ya no teme que su causa sea rechazada por la frivolidad de los viejos guardianes del Olimpo. Ahora que los porteros han sido cambiados, que el cielo ha sido purificado y que la justicia rige de nuevo desde las alturas, ella se atreve a hablar. No es una demanda menor: se trata de las múltiples injurias que ha recibido de los hombres en la Tierra, de aquellos que desprecian la sabiduría, la callan, la ridiculizan o la falsean. Pero, como ha cambiado el orden divino, también ha cambiado su confianza: ahora está dispuesta a escribir, a dejar testimonio, y a hacer oír su causa ante el cielo.
Mercurio le indica que, bajo el nuevo régimen celeste, toda demanda debe presentarse por escrito, registrada y motivada, para que los dioses respondan no con arbitrariedad sino bajo el peso de la justicia universal, cuyo juicio —dice— se extiende incluso sobre los propios dioses. La justicia, en este universo simbólico, ha alcanzado tal pureza que ni siquiera los inmortales pueden evadirla. La ley escrita reemplaza el capricho, y la eternidad de los archivos celestes asegura que ningún acto quede sin memoria ni juicio.
Sofía, entonces, acepta el encargo: redactará su demanda y la entregará a Mercurio, quien promete volver. La escena concluye con la promesa de justicia, pero también con la afirmación de que el tiempo, la reflexión y la escritura son parte del camino. El diálogo no cierra con una resolución inmediata, sino con el inicio de un proceso que exige lucidez, paciencia y fe en la sabiduría como puente entre lo humano y lo divino.
Conclusión