lunes, 14 de abril de 2025

Ibn Arabi - Vida y obra (1165-1240)

 

Ibn Arabi (1165-1240) es una de las figuras más influyentes y enigmáticas del misticismo islámico. Conocido como "el más grande de los maestros" (al-Shaykh al-Akbar), su legado abarca filosofía, teología, poesía y esoterismo. Su pensamiento no solo marcó el sufismo, sino que también dejó una huella en la metafísica, la espiritualidad y el pensamiento religioso en general.

IBN ARABI

Vida y obra

Familia

Su nombre completo era 
Abū ʿAbd Allāh Muḥammad ibn ʿAlī ibn Muḥammad ibnʿArabī al-Ḥātimī aṭ-Ṭāʾī, más conocido como Ibn Arabi o Abenarabi. 

Nació en Murcia en el año 1165. Los padres de Ibn Arabi pertenecían a una familia noble con conexiones tanto políticas como religiosas en Al-Ándalus. Su padre, ʿAlī ibn Muḥammad ibn ʿArabī, era un hombre de prestigio dentro del gobierno y sirvió como oficial en la corte de los gobernantes almohades. También se dice que tenía inclinaciones espirituales y estaba relacionado con círculos sufíes, lo que posiblemente influyó en la temprana vocación mística de su hijo.

Sobre su madre, no se tienen tantos datos específicos, pero se cree que era de origen bereber, una etnia con una fuerte presencia en Al-Ándalus durante la época. Algunas fuentes mencionan que su familia materna tenía vínculos con el sufismo, lo que podría haber contribuido a la educación espiritual de Ibn Arabi desde joven.

La posición de su padre en la administración almohade permitió que Ibn Arabi tuviera acceso a una educación privilegiada en ciencias islámicas, literatura y filosofía, lo que lo preparó para convertirse en una de las figuras más influyentes del misticismo islámico.

ʿAli ibn Muḥammad, sirvió en el ejército de Ibn Mardanīsh, el gobernante de Murcia, también conocido como el Rey Lobo. Cuando Murcia cayó en manos del Califato Almohade en el año 1172, Ibn Mardanīsh fue derrotado y murió en batalla. Ante esta situación, el padre de Ibn Arabi, al igual que muchos otros, decidió jurar lealtad al nuevo gobernante, el califa almohade Abū Ya’qūb Yūsuf I. En ese momento, Ibn Arabi tenía solo siete años, y su familia se trasladó de Murcia a Sevilla, donde su padre continuó sirviendo a los nuevos gobernantes. Este cambio de lealtades y el contexto político de la época marcaron el entorno en el que Ibn Arabi creció, brindándole acceso a una educación privilegiada en la corte almohade y exponiéndolo a un ambiente intelectual y espiritual que influiría profundamente en su pensamiento místico y filosófico.

Juventud

Desde muy joven, Ibn Arabi mostró una inteligencia y sensibilidad excepcionales. Su familia se trasladó a Sevilla, que en ese momento era un importante centro cultural bajo el gobierno del sultán Muhammad bin Saad. Apenas comenzó a hablar, su padre lo envió a estudiar con Abu Bakr bin Khalaf, un destacado jurista, para que memorizara y recitara el Corán con las siete lecturas canónicas. Antes de cumplir los diez años, ya tenía un conocimiento profundo de la recitación, los significados y las alusiones espirituales del texto sagrado. Su formación no se limitó solo al estudio del Corán, sino que su padre también lo puso bajo la tutela de sabios de hadiz y jurisprudencia, quienes lo llevaron a viajar por diversas regiones para ampliar su educación.

Conversión

Durante su juventud, Ibn Arabi sufrió una grave enfermedad con fiebre intensa. En medio de su delirio, tuvo una visión en la que estaba rodeado de fuerzas malignas que intentaban atacarlo. En ese momento apareció una figura radiante, fuerte y hermosa, que dispersó a los espíritus malignos y lo protegió. Ibn Arabi preguntó: “¿Quién eres tú?”, y la figura le respondió: “Yo soy Surat Yasin”, en referencia a la sura 36 del Corán, que es considerada una fuente de protección y bendición en la tradición islámica. Al despertar, vio a su padre recitando esa misma sura junto a su cabecera. Después de este episodio, Ibn Arabi se recuperó y sintió que había sido llamado a una vida espiritual profunda. Este evento marcó el inicio de su compromiso con la mística y el sufismo.

Educación

Paralelamente a su educación religiosa, Ibn Arabi asistió a una de las escuelas filosóficas más avanzadas de Andalucía, donde se familiarizó con doctrinas esotéricas y simbólicas. En secreto, estudió la doctrina empedocleana, que contenía elementos del pitagorismo, el orfismo y la espiritualidad india. Uno de los principales exponentes de esta corriente en su época fue Ibn Al-Arif, un filósofo y místico sufí que falleció en 1141.

Algunos estudiosos señala que conocía el pseudo aristotelismo, pero que no le llamó tanto la atención como el Kalam. Sin embargo, llama la atención que no citara de forma frecuente a los mutakalimum, nunca los menciona por nombre a diferencia de los griegos. De los mutakalimum, Ibn Arabi solo tendría un conocimiento general. 

Con Ibn Rushd (Averroes)

Hay un episodio de su vida donde se encuentra con Ibn Rush (Averroes) lo que tomó lugar cuando tenía 15 años. No obstante, Ibn Arabi nunca lo consideró un filósofo como tal, todo lo contrario, lo consideraba un experto de la Sharía.  

Ibn ʿArabī relata haber conocido a Averroes cuando era aún un joven de unos 15 años. Averroes, ya un sabio reputado, quiso ver al joven al que le atribuían una iluminación espiritual precoz. En el encuentro, según Ibn ʿArabī, Averroes le preguntó:

“¿Cómo has encontrado las cosas? ¿Coincide tu experiencia con lo que conocemos por medio de la razón?”

Y la famosa respuesta fue:

“Sí, y no. Entre el sí y el no, los espíritus vuelan desde su materia y los cuellos se separan de sus cuerpos.”

Esta frase encierra una enseñanza profunda: la experiencia directa de la Realidad (Allāh) no puede ser contenida por los conceptos racionales. Ibn ʿArabī está diciendo que la razón puede tocar ciertos bordes del conocimiento, pero que lo esencial de la Verdad divina se encuentra más allá de toda dualidad lógica. 

Ibn ʿArabī habría visitado la tumba de Averroes después de su muerte en 1198, cuando él tenía poco más de 30 años. La tradición afirma que se detuvo en silencio y meditó junto al sepulcro, reflexionando sobre el destino de quien dedicó su vida al conocimiento racional.

Aunque Ibn ʿArabī nunca registró directamente esta visita en sus obras principales, muchos biógrafos y comentaristas la mencionan, viéndola como un acto de respeto, pero también como una expresión de la transitoriedad de la razón frente a la eternidad de la maʿrifa (conocimiento espiritual).

Desde ese momento, Ibn Arabi adoptaría el sufismo y se dedicaría a la vida espiritual. 

La figura de Jidr

En el Corán, al-Jidr aparece en sura 18, al-Kahf (La Cueva), en el conocido relato del encuentro con Moisés. En ese episodio, al-Jidr realiza actos en apariencia injustificables (romper un barco, matar a un joven, levantar un muro sin pedir nada a cambio), pero al final explica que cada acción tiene una sabiduría divina oculta. Este relato presenta a al-Jidr como un maestro de sabiduría secreta y divina (ʿilm al-ladunnī), es decir, conocimiento que viene directamente de Dios, no por estudio ni transmisión externa.

Ibn ʿArabī afirma haber conocido a al-Jidr en persona en varias ocasiones. En sus escritos, especialmente en las Futūḥāt al-Makkiyya y otros tratados, describe a al-Jidr como su guía espiritual directo, su maestro en la Vía del conocimiento de Dios. De hecho, lo llama "mi shaykh al-Khiḍr", y le atribuye enseñanzas que iban más allá de lo que podía recibir de maestros humanos.

Ibn ʿArabī considera que al-Jidr es la figura arquetípica del "maestro interior", aquel que instruye al buscador directamente por inspiración divina, sin libros ni intermediarios. Su presencia representa el conocimiento vivo, revelado en el corazón del iniciado. A través de al-Jidr, Ibn ʿArabī justifica su afirmación de que el verdadero conocimiento de Dios no se alcanza por el intelecto discursivo ni por la imitación externa, sino por despertar interior, visión directa (kashf) y realización.

Al-Jidr es eterno, fuera del tiempo. Para Ibn ʿArabī, eso significa que está siempre presente para aquellos que alcanzan cierto grado de pureza y percepción espiritual. No es solo una persona histórica: es un "estado" del alma que ha alcanzado la unión con la sabiduría divina. Por eso puede aparecerse a los iniciados en sueños, en vigilia, en la soledad o en momentos de éxtasis místico.


Viajes de Ibn Arabi

A los 28 años, Ibn Arabi dejó por primera vez al-Andalus y llegó a Túnez en 1193. Tras un año en el norte de África, regresó a Sevilla en 1194. Poco después falleció su padre, y algunos meses más tarde, su madre. Esta pérdida lo llevó a abandonar nuevamente al-Andalus en 1195, esta vez junto a sus dos hermanas, rumbo a Fez, Marruecos. En 1198 retornó a Córdoba y, finalmente, en el año 1200 partió desde Gibraltar para no volver jamás a su tierra natal.

Durante su estancia en el Magreb, Ibn Arabi visitó varias ciudades, incluyendo nuevamente Fez, donde recibió orientación espiritual de Mohammed ibn Qasim al-Tamimi. En 1200, se despidió de uno de sus maestros más influyentes, el shaykh Abu Ya'qub Yusuf ibn Yakhlaf al-Kumi, que vivía en la ciudad de Salé. Partió de Túnez en 1201 y, un año después, en 1202, llegó a La Meca para cumplir con la peregrinación (Hajj). Allí residió durante tres años, tiempo en el cual comenzó a escribir su magna obra "Futūḥāt al-Makkiyya" (Las Iluminaciones de La Meca), de la cual solo una parte ha sido traducida al inglés.

Ibn ʿArabī conoció a Niẓām (o Niẓām al-ʿAyn, que significa “armonía de los ojos”) en La Meca, alrededor del año 598 H / 1202 d.C., cuando tenía aproximadamente 37 años. Según lo relata en el prefacio de su obra Tarjumān al-ashwāq (El intérprete de los deseos), ella era la hija de un sabio y hombre piadoso de Isfahán llamado Abū Shujāʿ. Ibn ʿArabī la describe como una joven excepcional, de gran belleza y, sobre todo, de profunda inteligencia y conocimiento espiritual, lo que indica que su admiración no era meramente estética o afectiva, sino también intelectual y mística.

Aunque Ibn ʿArabī afirma explícitamente que Niẓām fue una persona real, muchos estudiosos —como Henry Corbin o William Chittick— interpretan su figura también como simbólica: una encarnación de la Sabiduría divina o Sophía eterna, una presencia femenina que aparece con frecuencia en las visiones y poemas de los místicos sufíes como guía espiritual o inspiración del amor divino. En cualquier caso, su encuentro con Niẓām marcó profundamente su obra poética, y dio origen a una de las colecciones de poesía amorosa mística más importantes de la literatura árabe: el Tarjumān al-ashwāq.

Arabī conoció a Majd al-Dīn Isḥāq, el padre de Ṣadr al-Dīn al-Qūnawī, en La Meca en el año 1203. Ishaq era un místico y teòlogo muy respetado. Tras la muerte de Ishaq, Sadr al-Din al Qunawi pasa a ser hijastro de Ibn Arabi alrededor del año 1223, cuando se casó con la madre de Qūnawī. Qunawi tendría 16 años.  

Después del matrimonio, Ibn ʿArabī no solo lo crió como hijo, sino que también lo formó intensamente como discípulo espiritual. Qūnawī llegó a ser no solo su heredero místico (walī al-‘ahd), sino también el principal transmisor y sistematizador de su pensamiento. A partir de entonces, ambos vivieron juntos en Damasco, y más tarde en Konya, donde Qūnawī continuó desarrollando y enseñando la doctrina akbariana. Ahora bien, la información de si Ibn Arabi se casó con la madre de Qunawi es puesta en duda, sabemos de forma definitiva que este muchacho fue su discípulo. 

Tras su estadía en La Meca, Ibn Arabi emprendió un viaje hacia el norte. En 1204 conoció a Shaykh Majduddīn Isḥāq ibn Yūsuf, oriundo de Malatya y figura respetada en la corte selyúcida. En su trayecto, pasó por Medina y en 1205 llegó a Bagdad, donde tuvo la oportunidad de encontrarse con discípulos directos del célebre Shaykh ‘Abd al-Qādir al-Jīlānī. Sin embargo, su estancia fue breve, de apenas doce días, ya que deseaba visitar Mosul para ver a su amigo ‘Alī ibn ‘Abdallāh ibn Jāmi’, discípulo del místico Qaḍīb al-Bān. En Mosul pasó el mes de Ramadán y redactó importantes obras como Tanazzulāt al-Mawṣiliyya, Kitāb al-Jalāl wa’l-Jamāl ("El Libro de la Majestad y la Belleza") y Kunh mā lā Budda lil-Murīd Minhu.

En 1206, Ibn Arabi visitó Jerusalén, volvió a La Meca y también pasó por Egipto. Fue entonces cuando transitó por Siria por primera vez, visitando ciudades como Alepo y Damasco. Al año siguiente, en 1207, regresó a La Meca para continuar sus estudios y escritos, compartiendo su tiempo con su amigo Abū Shujā bin Rustem y su familia, incluyendo a la figura de Niẓām.

Durante los cuatro o cinco años siguientes, Ibn Arabi continuó viajando por estas regiones. A lo largo de sus desplazamientos, celebraba sesiones públicas de lectura de sus obras, profundizando así en su enseñanza mística y consolidando su influencia espiritual e intelectual en el mundo islámico.

Últimos años y muerte

Después de abandonar al-Andalus por última vez a los 33 años (en el año 1198 d.C.), Ibn Arabi pasó cerca de 25 años viajando por el mundo islámico. Durante este extenso período de peregrinación espiritual y búsqueda intelectual, recorrió regiones como el Magreb, Arabia, Egipto, Siria, Irak y Anatolia, dejando una huella profunda en los círculos sufíes y académicos.

Finalmente, a los 58 años de edad (en el año 1223 d.C.), Ibn Arabi eligió establecerse definitivamente en Damasco, ciudad en la que vivió hasta su muerte. En este nuevo hogar, se dedicó de forma intensa a la enseñanza y a la redacción de sus obras más importantes.

Fue en Damasco donde escribió su famoso tratado Fuṣūṣ al-Ḥikam (Los Engarces de la Sabiduría) en el año 1229, texto que se convirtió en una de las piezas fundamentales de la filosofía mística islámica. Además, allí finalizó dos versiones manuscritas de su obra monumental Futūḥāt al-Makkiyya (Las Iluminaciones de La Meca) en los años 1231 y 1238, respectivamente, coronando así una vida dedicada al conocimiento, la espiritualidad y la transmisión del saber.

Ibn Arabi falleció el 22 de Rabī‘ al-Thānī del año 638 de la Hégira, correspondiente al 16 de noviembre de 1240 d.C., a la edad de 75 años. Su muerte marcó el fin de una vida profundamente dedicada al conocimiento espiritual, la escritura mística y la enseñanza sufí.

Fue sepultado en el cementerio de Banu Zaki, que pertenecía a una noble familia damascena, ubicado en la colina de Qasiyun, en el barrio de Salihiyya, en Damasco. Este lugar se convirtió posteriormente en un sitio de gran importancia para sus seguidores y admiradores, transformándose en punto de peregrinación espiritual para quienes veneran su legado.

Qunawi nos relata una experiencia mística que tuvo tras visitar la tumba de su maestro. 

“Un día de verano, caminaba por una región desierta del Tauro. Un viento del este agitaba las flores. Las contemplé y reflexioné sobre el poder, la majestad y la grandeza de Dios (¡ensalzado sea!). El amor del Misericordioso me llenó de una pasión tan ardiente que me esforzaba por desprenderme de las cosas creadas. Entonces, el espíritu del shayj Ibn ʿArabī se me manifestó en la forma más espléndida, como si fuera una luz pura. Me llamó diciendo:
‘¡Oh tú, perplejo, mírame! Si Dios —sublime y trascendente— se me ha manifestado en un destello de Su Esencia noble y elevada, tú has estado ausente de mí en ese instante por un simple parpadeo.’
Asentí de inmediato y, como si hubiera estado realmente allí, ante mis ojos, el Shayj al-Akbar me saludó con los saludos del reencuentro tras la separación, y me abrazó con afecto, diciendo:
‘Alabado sea Dios, que ha levantado el velo y ha reunido a quienes se aman. Ningún propósito, esfuerzo ni salvación ha sido rechazado.’”


El gesto de Ibn ʿArabī abrazando a su discípulo con amor y diciendo: «Alabado sea Dios que ha levantado el velo y ha hecho posible la reunión entre los amados», es más que una metáfora de la muerte y el reencuentro; es una afirmación del plano unitivo donde la dualidad maestro-discípulo, cuerpo-espíritu, se disuelve. La frase final  implica que todo camino sincero hacia Dios, todo deseo de unión, todo acto de búsqueda, ha sido validado y cumplido en ese instante eterno.

Aunque Qunawi trató de seguir los pasos de su maestro, muchas veces se vio complicado para hacerlo. Sin embargo, aunque quiso y seguía sus enseñanzas, Qunawi adoptó un propia conexión espiritual con el mundo superior. Otra de las diferencias que pudieron tener fue a propósito de la jurisprudencia: Ibn Arabi era más adherente a la jurisprudencia de la Escuela Maliki, mientras que Qunawi lo era más de la Escuela Shafi. 


Personalidad

Ibn Arabi fue un hombre delgado, de tamaño mediano y bien proporcionado. Tenía manos y pies delicados, pequeños, de cejas curvas como la luna creciente. Su piel era blanca, redonda, frente amplia con una nariz ligeramente curva y una barba blanca y espesa. 

Era un hombre paciente. se distinguía por su extrema generosidad, tanto en bienes materiales como en el conocimiento profundo que poseía. Aunque no todos lograban comprenderlo, su presencia espiritual imponía respeto y admiración universal. Era una persona de trato siempre suave, compasivo y misericordioso, que miraba todo —incluidos enemigos y animales peligrosos— con amor. Rechazaba la violencia incluso contra criminales, defendiendo el perdón por sobre la represalia legal, como muestra su frase: “Aunque según la ley religiosa el castigo por asesinato es la muerte, es mejor perdonar”. Asimismo, mostraba una profunda disposición al interceder incluso por quienes lo negaban, manifestando un amor universal que trascendía los juicios mundanos.

Su actitud de amor y misericordia se ejemplifica en su reacción ante un contemporáneo que lo odiaba profundamente: a pesar de ser objeto de constantes maldiciones, Ibn ʿArabī asistió al funeral de este hombre, y luego se retiró a un ayuno y aislamiento prolongado hasta que recibió la señal divina de que el alma del difunto había sido perdonada. Solo entonces, liberado de su voto espiritual, retomó su vida cotidiana. Esta anécdota muestra la magnitud de su compasión, su compromiso con la misericordia divina y su desapego del rencor humano.

Pensamiento

Filósofos

De acuerdo con Ibn Arabi, los filósofos pueden dividirse en dos categorías:

Islámicos: aquellos que usan la filosofía al servicio del islam.

Filósofos que no se consideran religiosos: estos son los filósofos que apoyan sus argumentos en el aforismo ''Nada proviene del Uno sino el Uno'' y que Dios puede ser la causa del cosmos. 

A su vez estos pueden ser divididos en aquellos que niegan absolutamente la resurrección y aquellos que niegan el retorno al cuerpo físico, pero aceptan la retribución espiritual. 

Los filósofos islámicos clásicos, especialmente aquellos influenciados por el pensamiento griego como al-Fārābī y Avicena (Ibn Sina), sostenían que el conocimiento y la perfección moral se alcanzaban mediante la influencia de las esferas celestes, en particular a través del contacto del alma humana con el Intelecto Agente, una de las últimas emanaciones del orden cosmológico. Según esta visión, el universo está jerárquicamente estructurado desde el mundo sublunar hasta los niveles más altos de perfección espiritual, y cada nivel emana del anterior, hasta llegar al Primer Motor, que es Dios. Para estos filósofos, el alma racional humana podía perfeccionarse al alinearse con este orden celeste mediante la contemplación, el razonamiento y el ejercicio de la virtud. Así, el sabio o el filósofo se convertía en un ser más perfecto en la medida en que lograba recibir esta iluminación del Intelecto Agente, y en casos extremos, incluso alcanzaba el nivel del profeta o del “rey filósofo”.

Ibn Arabi, sin embargo, ofrece una crítica profunda a esta visión desde su perspectiva mística. Aunque reconoce la existencia de las esferas celestes y su papel dentro del universo creado, rechaza la idea de que sean fuentes autónomas de conocimiento. Para él, el conocimiento verdadero (ʿilm ladunī) no se obtiene por deducción racional ni por contacto con los cielos, sino que proviene de la iluminación directa de Dios al corazón del ser humano. Esta experiencia espiritual, llamada kashf (desvelamiento), permite acceder a verdades que escapan al entendimiento filosófico. En este sentido, Ibn Arabi considera que la sabiduría que no está acompañada de realización interior puede ser incluso un obstáculo: el intelecto sin amor, sin entrega ni purificación del alma, puede convertirse en un velo que impide ver la verdad última.

Para Ibn Arabi, el corazón —no el intelecto— es el órgano verdadero del conocimiento divino. La perfección moral no se alcanza por la lógica o la ética racional, sino por la presencia divina (ḥuḍūr), el amor místico y la unidad con al-Ḥaqq (la Realidad divina). Desde esta perspectiva, incluso los grandes filósofos pueden estar “velados” si no han atravesado el camino espiritual y vivido una experiencia directa del Ser. Por ello, Ibn Arabi no niega que los filósofos puedan alcanzar verdades parciales, pero considera que el sufí, si ha sido iluminado por Dios, puede conocer más profundamente la Realidad que el filósofo que solo razona.

En este sentido, existe un termino muy interesante que es el de Kuffar (no creyentes o infieles en el lenguaje jurídico). Ibn Arabi distingue entre el uso común de kufr (incredulidad) y lo que él llama el kufr espiritual, que puede incluso alcanzar a quienes se consideran formalmente creyentes. Para él, el verdadero “kufr” consiste en velarse del conocimiento divino, no necesariamente en pertenecer a otra religión o filosofía.

Para Ibn Arabi, toda búsqueda sincera de la verdad, incluso la emprendida por filósofos no musulmanes, puede contener elementos válidos de sabiduría. Él considera que Dios se manifiesta de múltiples formas y que ninguna tradición tiene el monopolio de la Verdad absoluta.

Si bien critica a filósofos como Aristóteles, Avicena o al-Fārābī por pretender alcanzar la verdad sólo mediante la razón, también reconoce la profundidad de su conocimiento lógico y metafísico. Lo que Ibn Arabi rechaza no es su sabiduría, sino el orgullo intelectual que cree que puede conocer a Dios sin la iluminación espiritual (kashf).

En su obra Fuṣūṣ al-Ḥikam, Ibn Arabi sostiene que todos los profetas y sabios verdaderos han hablado de la misma Realidad, aunque con distintos lenguajes. Por ello, incluso a quienes se les ha considerado "infieles" en el plano exterior, él puede verlos como testigos parciales de lo divino si han actuado con sinceridad. Sin embargo, para Ibn Arabi, la visión de los filósofos es insostenible. 

Entre los filósofos y los mutakalimum, Ibn Arabi prefiere a estos últimos. 

Ibn Arabi muestra una clara afinidad con la teología de los ash‘aritas, especialmente en lo relativo a la doctrina de la designación divina (taʿyīn) frente a la doctrina del mérito (istiḥqāq), defendida por los mu‘tazilíes y algunos filósofos racionalistas. Esta preferencia no se debe a una adhesión formal a la escuela ash‘arita, sino a que su pensamiento místico y metafísico coincide profundamente con la idea de que la voluntad de Dios es absoluta, y que nada en el universo ocurre por un mérito intrínseco del ser humano.

Por lo tanto, solo Dios es quien puede dar el conocimiento último de las cuestiones espirituales. 

Filosofía

Es imposible desconectar a Ibn Arabi de su visión de la Filosofía con la de la teología islámica (la llamada Kalam). En general, llama a los filósofos como ''pensadores racionales'', ''personas de la teoría'', personas del pensamiento'', e incluso pone a los juristas en la misma categoría, a veces también llamándolos ''pensadores exotéricos''.

Ciertamente, para conocer la mirada de Ibn Arabi en el conocimiento de las cosas superiores, el filósofo se refiere a los sufíes. Sin embargo, Arabi no deja de lado la razón como elemento importante para adquirir el verdadero conocimiento. El mismo Arabi nos dice que el tawhid depende de la razón para la salvación. 

Por otro lado, Arabi nos dice que el ser humano es una imagen de Dios y en ese consiste su autenticidad. Las perfecciones del ser humano son infinitamente diversas, pero los mas altos grados de perfección requieren que los atributos divinos estén perfectamente balanceados para que represente una perfecta imagen de la divina presencia.

A este grado de perfección, Arabi se refiere de diversas formas:

  • Estación de la no estación: el estado que ha alcanzado una persona con los atributos divinos:
  • Verificador o poseedor de dos ojos: la persona que ha alcanzado dicho grado (con uno se ve a sí mismo y con el otro su identidad con Dios)
Por otra parte, existen dos conceptos claves a entender en la filosofía de Arabi: 
  • Tanzīh: Implica la afirmación de que Dios es absolutamente trascendente e incomparable, más allá de cualquier atributo humano. Este enfoque fue predominante entre los mutakallimūn, quienes enfatizaban la trascendencia divina para evitar cualquier forma de antropomorfismo.
  • Tashbīh: Reconoce que existen aspectos de Dios que pueden reflejarse en las criaturas, permitiendo una relación más íntima y comprensible con lo divino. Ibn ʿArabī sostiene que negar este aspecto limita la comprensión de Dios y su manifestación en el mundo.

Ibn ʿArabī propone que la verdadera perfección humana se alcanza al integrar tanzīh y tashbīh de manera equilibrada. Afirma que centrarse exclusivamente en la trascendencia lleva a una visión incompleta de Dios, mientras que enfocarse solo en la semejanza puede conducir al antropomorfismo. Por lo tanto, aboga por una síntesis que permita una comprensión más profunda de la divinidad.

Los mutakallimūn tendían a enfatizar el tanzīh, rechazando cualquier atributo que sugiriera similitud entre Dios y las criaturas. Ibn ʿArabī critica esta postura, argumentando que al hacerlo, se pierde la riqueza de la revelación divina que muestra a un Dios que se manifiesta y se relaciona con su creación. Para él, negar el tashbīh es limitar la comprensión de la divinidad y su presencia en el mundo.

El ser humano, creado a imagen de Dios, refleja sus atributos. Negar la semejanza con lo divino (tashbīh) limita la capacidad del individuo para reconocer y manifestar los atributos divinos en su vida, obstaculizando su camino hacia la perfección espiritual.

Ibn ʿArabī sostiene que la verdadera experiencia de la unidad divina (tawḥīd) implica reconocer tanto la trascendencia como la inmanencia de Dios. Ignorar uno de estos aspectos impide alcanzar una comprensión y experiencia espiritual completas.

Los escritos de Ibn ʿArabī, especialmente los Fuṣūṣ al-ḥikam, influyeron en el pensamiento filosófico posterior, incluso aunque él no se autodefiniera como filósofo. A pesar de la poca investigación sobre cómo exactamente sus obras impactaron a otros pensadores, es evidente que sus conceptos dejaron huella en campos como la metafísica, la cosmología y la psicología.

Uno de los conceptos clave que se asocian con Ibn ʿArabī es waḥdat al-wujūd (la unidad del ser). Aunque él mismo no utilizó directamente esta expresión, la idea subyacente permea su pensamiento. 

Ibn ʿArabī distingue entre el ser necesario (wājib) —Dios— y el ser posible (mumkin) —la creación—. El wujūd aplicado a Dios significa que Él es la realidad absoluta, mientras que el wujūd aplicado a las criaturas es contingente, es decir, depende de Dios.

Además, Ibn ʿArabī es cuidadoso con el uso del término wujūd: no lo reduce a una sola acepción filosófica, sino que lo utiliza también en su sentido etimológico (“ser encontrado”, “ser hallado”), lo que le da una carga experiencial y mística. En este sentido, el wujūd es también una forma de consciencia, de estar presente y de reconocer la realidad divina.

Ibn Taymiyyah, lo acusó de no distinguir entre el wujūd de Dios y el del cosmos. No obstante, Ibn ʿArabī sí mantiene una dialéctica clara entre tanzīh (trascendencia) y tashbīh (inmanencia), entre Dios y el mundo, aunque reconoce que sus expresiones pueden dar pie a confusión.

Platonismo

Ibn Arabi tenía profundo carácter platónico, tanto en su estructura intelectual como en su orientación mística. Que fuera apodado "Hijo de Platón" (Ibn Aflāṭūn) es significativo, pues vincula directamente su enfoque con la tradición filosófica griega, especialmente con la noción de que la verdad no se alcanza simplemente a través de los sentidos, sino mediante la contemplación de realidades intelectuales superiores.

Ibn ʿArabī no se limita al análisis racional: su pensamiento combina la especulación metafísica —en el sentido clásico de "especular", es decir, contemplar realidades que trascienden lo sensible— con experiencias visionarias, estados de conciencia extáticos en los que accede a revelaciones sobre la estructura del ser, de Dios y del cosmos. Esta fusión entre intuición mística y reflexión filosófica hace que su obra tenga una textura única: altamente sofisticada en lo conceptual y profundamente poética en lo expresivo.

La escuela de Ibn Arabi

El término "escuela de Ibn 'Arabi" fue acuñado por estudiosos occidentales para referirse a un grupo de pensadores musulmanes, en su mayoría sufíes, que tomaron seriamente su título de al-shaykh al-akbar ("el Gran Maestro") y basaron conscientemente su marco teórico en sus enseñanzas. Sin embargo, Ibn 'Arabi no fundó una escuela con doctrina sistematizada, ni una tariqa o madhhab. Sus seguidores provenían de distintas órdenes sufíes y compartían más una orientación general que una doctrina uniforme.

Con todo, aquí empezó lo que se conoció como el ''Akbarismo''. El término también proviene de su epíteto honorífico Shaykh al-Akbar mencionado anteriormente.

La palabra Akbariyya o “akbaríes” no designa una orden sufí específica ni una cofradía organizada, sino que se utiliza en la actualidad para referirse de forma general a todos los metafísicos y sufíes, tanto históricos como contemporáneos, que han sido influenciados por la doctrina de la waḥdat al-wujūd (unidad del ser) formulada por Ibn ʿArabī.

Qūnawī jugó un papel crucial en la sistematización de su pensamiento. No solo fue su heredero espiritual, sino también su primer gran comentador. Integró las enseñanzas del maestro en el marco de la filosofía islámica, especialmente en diálogo con la tradición de Avicena, y tuvo un gran impacto en cómo fue leído posteriormente.

Qūnawī mantuvo correspondencia con grandes pensadores como Naṣīr al-Dīn Ṭūsī, debatiendo temas como la naturaleza del ser (wujūd), la razón y las limitaciones del pensamiento racional (ʿaql). En estos diálogos, se ve cómo Qūnawī intentó articular la doctrina de la unidad del ser (waḥdat al-wujūd) en términos racionales y filosóficos.

Los discípulos de Qūnawī, como al-Tilimsānī y Jandī, continuaron desarrollando los conceptos de Ibn 'Arabi, especialmente en obras como el Fuṣūṣ al-ḥikam. Estas obras fueron objeto de más de cien comentarios, y algunos discípulos criticaron incluso partes del pensamiento de Ibn 'Arabi, como al-Tilimsānī respecto a la inmutabilidad de las entidades.

Autores persas como Qayṣarī, ʿIrāqī y Haydar Āmulī ayudaron a integrar la metafísica de Ibn 'Arabi en el mundo chií y en la filosofía persa. Āmulī, por ejemplo, elaboró una jerarquía entre naql (transmisión), ʿaql (razón) y kashf (desvelamiento), retomando la tradición de waḥdat al-wujūd desde una perspectiva chií.

Otros autores que no fueron discípulos directos, como ʿAyn al-Qudāt al-Hamadhānī o ʿAli al-Dawla al-Simnānī, también se vieron influidos por Ibn 'Arabi, aunque con diferencias importantes en sus métodos y preocupaciones. A menudo se diferenciaban por centrarse más en la experiencia mística o en una exposición racional y sistemática de la metafísica sufí. Quizás uno de los más destacados seguidores de la doctrina de Ibn Arabi sería Mulla Sadra. 

El Sello de la Profecía y el Sello de la Santidad

En el Islam, se cree que Muhammad es el “Sello de la Profecía” (Khātam an-Nabiyyīn), es decir, el último de los profetas. Ibn ‘Arabī retoma esta idea, pero también introduce otra: la del “Sello de la Santidad” (Khātam al-Wilāya), específicamente la santidad de tipo muhammadiana, que es la más alta forma de santidad (walāya).

  • Así como Jesús regresará como Sello de la Santidad General (heredero de una forma de conocimiento profético universal),

  • Ibn ‘Arabī se proclama, o al menos es interpretado como, el Sello de la Santidad Muhammadiana, es decir, la cúspide de los santos que siguen la vía interna y esotérica de Muhammad.

Ibn ‘Arabī sugiere que el conocimiento espiritual más completo sobre Dios —no por revelación externa (como un profeta), sino por iluminación interior (kashf, gnosis)— culmina en esta figura del Sello de la Santidad. Esta figura hereda la realidad espiritual de Muhammad, aunque no su rol como profeta.

Según al-Jandī, discípulo de Ibn ‘Arabī, este conocimiento es un conocimiento directo de las realidades divinas (ḥaqāʾiq), de los atributos de Dios, y del funcionamiento profundo del cosmos espiritual.

Los santos que alcanzan esta santidad están por encima (espiritualmente) de los profetas en tanto acceden a todos los niveles y estaciones (maqāmāt) del ser. No son profetas en términos legales o legislativos, pero sí en cuanto a su conocimiento profundo.

Se dice incluso que el nombre “Allāh” es un nombre que abarca todos los nombres proféticos, así como el Sello de la Santidad Muhammadiana abarca todas las estaciones espirituales de los profetas.

Ibn ‘Arabī fue esencial para proporcionar un lenguaje doctrinal sistemático que permitió a los sufíes posteriores explicar el conocimiento místico, las experiencias visionarias y la iluminación espiritual.

Frase clave:

“...la visión de la Verdad obtenida por percepción mística y el desvelamiento de las Luces Increadas”.

Esto se refiere a las experiencias en las que el místico contempla realidades espirituales directamente —luces que no son creadas, sino reflejos del ser divino mismo. Es lo que en sufismo se llama kashf o tajallī (desvelamiento).

El Hombre Perfecto

En la cosmovisión de Ibn ‘Arabī, el "Hombre Perfecto" no es solo un modelo espiritual para los seres humanos, sino una figura ontológica central del universo. Se lo describe como el ser engendrado que lo abarca todo (al-kawn al-jāmi‘), es decir, aquel en quien confluyen todas las realidades creadas. Esta figura es al mismo tiempo microcosmos (en tanto hombre) y macrocosmos (en tanto reflejo total de la creación). En su dimensión más interior, es conocido como la Nube (al-‘amā), una realidad preexistente en la que, según un ḥadīṯ, se hallaba Dios antes de crear el mundo. Esta Nube representa la teofanía del Ser Puro, el espacio en que se articulan las palabras divinas antes de la creación.

Este Hombre Perfecto actúa como intermediario entre Dios y la creación, conteniendo dentro de sí todas las realidades. Él es la Realidad de Realidades (ḥaqīqat al-ḥaqāʾiq), el centro en que se reúnen las múltiples manifestaciones del Ser. No es solo un punto intermedio, sino también la meta de la creación, el espejo en el que Dios se contempla. Por eso, es también llamado el Califa de Dios en la tierra (khalīfat Allāh fī al-arḍ).

El Hombre Perfecto no es una figura abstracta, sino el ideal que el ser humano debe alcanzar: la realización total de su potencial divino, como imagen de Dios. Cuando logra esto, encarna el Nombre Supremo de Dios, Allāh, que incluye todos los Nombres Divinos. Esto lo convierte en el único capaz de reflejar completamente la realidad divina. Solo este Hombre puede ser verdaderamente llamado "humano"; el resto de los hombres son como cuerpos sin alma si no realizan esa perfección.

El Hombre Perfecto vive en equilibrio interno, no se deja arrastrar por los nombres o niveles limitados de la existencia. Es descrito como vicario divino (khalīfa), y por tanto, su presencia en el mundo tiene efectos espirituales profundos. A través de su concentración (himma), puede incluso influir en el mundo material: su imaginación creativa puede generar realidades si su concentración se mantiene firme. No obstante, los santos normalmente se abstienen de usar este poder, porque saben que todo ocurre por la voluntad de Dios, no por elección propia.

Ibn ‘Arabī afirma que todo sufí debe seguir el camino de purificación y perfección, lo cual implica prácticas concretas, incluyendo los “pilares” del islam (como el ayuno y la oración), pero también una serie de disciplinas interiores que pueden recordarnos las prácticas de otras órdenes sufíes. Entre ellas están:

  1. Retiro espiritual (‘uzla)

  2. Vigilancia interior (murāqaba)

  3. Examen de conciencia (muḥāsaba)

  4. Atención interior al maestro espiritual

  5. Hambre (ascetismo)

  6. Vigilia (insomnio devocional)

  7. Silencio

  8. Humildad interior y llanto

Estas prácticas no son exclusivas de Ibn ‘Arabī, sino que reflejan el ascetismo y la búsqueda espiritual compartida por muchas tradiciones sufíes.

Barzakh

El Barzakh es el istmo, el umbral intermedio entre el mundo de los cuerpos y el mundo de los espíritus. Es una realidad sutil, luminosa como el mundo espiritual, pero capaz de asumir formas múltiples como el mundo corpóreo.

Ibn ʿArabī describe al Barzakh no solo como un estado o lugar, sino como una persona que media, como lo haría un espejo entre la luz y lo que la refleja. Un ejemplo enigmático de este Barzakh humano es el profeta Khalid, situado cronológicamente entre Jesús y Muhammad. Según algunas narraciones atribuidas a Ibn ʿArabī, Khalid habría sido un profeta cuyo mensaje jamás emergió, pues pidió a sus hijos que abrieran su tumba cuarenta días después de su muerte para recibir la revelación del Barzakh. Sin embargo, ellos, temiendo la desaprobación social, decidieron no hacerlo. Así, la sabiduría que debía transmitirse desde ese umbral de mundos quedó sellada. Esto, lejos de contradecir la afirmación del Profeta Muhammad de que no hubo otro profeta entre él y Jesús, refuerza la dimensión oculta de ciertos secretos divinos que, aunque reales, permanecen velados a la mayoría.

En Khalid se cifra la posibilidad frustrada del conocimiento intermedio, del mensaje que debía abrirse desde la tumba, es decir, desde ese lugar donde se entrecruzan la vida y la muerte, lo presente y lo ausente. De esta forma, el Barzakh se presenta como el plano desde donde lo Real habla en silencio, y donde lo gnóstico se detiene, sabiendo que incluso la palabra puede ser un velo. La sabiduría del dominio no consiste solo en la suspensión de la acción exterior, como ocurre en Lot, sino también en la conciencia de que hay verdades cuya manifestación está condicionada por la disposición del mundo a recibirlas. Lo que no fue dicho por Khalid pertenece aún a ese ámbito de la latencia divina, inscrito en el Lawḥ Maḥfūẓ –la Tabla Oculta–, y quien contempla la realidad desde el centro del ser, desde el corazón que es castillo y frontera, puede entrever lo no revelado, incluso en su silencio.

Conclusión

Ibn ʿArabī fue una de las figuras más influyentes del sufismo y la filosofía islámica, destacando por su visión mística del conocimiento y la realidad. A lo largo de su vida, integró teología, metafísica y experiencia espiritual en conceptos como el Hombre Perfecto y la unidad del ser (waḥdat al-wujūd). Su obra, profundamente original, propuso que la verdadera sabiduría no viene solo de la razón, sino del desvelamiento interior (kashf), dejando una huella duradera en el pensamiento islámico.

Jean Bodin - Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas (Libro III)


El Libro III del Coloquio de los siete de Jean Bodin es una travesía fascinante por los abismos del alma, los cielos de la teología y los laberintos de la filosofía. En este episodio del diálogo, los personajes se enfrentan a uno de los temas más inquietantes de la tradición religiosa y metafísica: ¿de dónde proviene el mal? ¿Qué son realmente los demonios y los ángeles? ¿Y qué nos espera después de la muerte? Entre visiones hebreas, cristianas, musulmanas y paganas, Bodin despliega una sinfonía de voces que discuten con pasión y erudición sobre la resurrección, la inmortalidad y la justicia divina. Este libro no solo problematiza las creencias más arraigadas, sino que también nos obliga a mirar con ojos nuevos lo que solemos aceptar sin cuestionar: el destino último del ser humano.


Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas

LIBRO III

Las alegorías

La conversación se adentra en terrenos más profundos: el grupo retoma una lectura del Fedón de Platón, en el punto donde se describe el juicio de las almas por parte de demonios tras la muerte.

Coronaeus, sorprendido por la complejidad del texto, se pregunta por qué los antiguos griegos y hebreos velaron su sabiduría en un lenguaje tan críptico. Recuerda que desde Esopo hasta los filósofos más antiguos —Pitagóricos, órficos y herméticos— usaban símbolos, alegorías y "palabras de oro" para transmitir su pensamiento, una práctica que también encuentra eco en las escrituras sagradas.

Octavius interviene citando a san Agustín, quien advertía sobre el peligro de tomar los símbolos como si fueran la realidad misma, y resaltaba el valor de la escritura sagrada para albergar múltiples niveles de interpretación. Fridericus, en cambio, se muestra más crítico y sostiene que la oscuridad en el lenguaje puede ser un defecto, incluso en libros sagrados como el Apocalipsis. Se pregunta si el mismo autor del texto sería capaz de explicar su contenido, aludiendo también a la crítica que filósofos paganos como Porfirio y Juliano el Apóstata hicieron contra las escrituras hebreas y cristianas.

Coronaeus intenta matizar este juicio, señalando que incluso Juliano, a pesar de ser un "transgresor" del cristianismo, no condenó un texto de Basilio sin antes leerlo detenidamente. Curtius agrega una razón más práctica: los antiguos ocultaban sus enseñanzas por respeto a su contenido y para evitar que la sabiduría fuera profanada por los indignos. Evoca a Lysis el pitagórico y a Porfirio, quien acusaba a Plotino de haber violado juramentos al revelar los secretos de Ammonio. Incluso Platón, afirma, mandó a quemar algunas de sus cartas más místicas.

Senamus toma una posición más escéptica: para él, la oscuridad muchas veces sirve para impresionar y ocultar la falta de contenido real. Compara esto con los comerciantes que usan jerga incomprensible para encubrir fórmulas inútiles. Menciona a Heráclito como ejemplo de oscuridad deliberada, y señala que incluso Platón escribió pasajes tan confusos que ni él mismo los habría podido explicar. Acusa a los egipcios de ocultar absurdos bajo jeroglíficos, y cita a Lucilio, quien decía no querer ser leído ni por los sabios ni por los ignorantes.

Salomon interviene para diferenciar a los sabios verdaderos de los sofistas: la ocultación de la sabiduría tenía un propósito religioso y ético. Cita al rabino Maimónides, quien suplicaba que no se divulgaran los secretos sagrados ante los profanos. Pero Senamus insiste: ¿qué pasa cuando la oscuridad no ilumina, sino que lleva al error? Menciona que incluso los textos bíblicos alegóricos, como los Proverbios, pueden generar confusión o interpretaciones ofensivas —por ejemplo, el verso que dice que “el mal del hombre es preferible a la bondad de la mujer”—, que ha alejado a muchas mujeres de la lectura de las escrituras.

Salomon, desde su rol como sabio hebreo, explica que el uso de alegorías es esencial para comprender los libros sagrados. Señala que términos como "ra" (mal) y "tov" (bien) no solo designan lo ético, sino también lo estético: lo deforme frente a lo bello. Con ello introduce la idea de que ciertas afirmaciones misóginas de las Escrituras no pueden tomarse literalmente, como aquella que dice que "la maldad del hombre es preferible a la bondad de la mujer". Esta debe entenderse en clave simbólica: la mujer representa alegóricamente al cuerpo, la materia, lo pasivo; el varón, en cambio, representa la forma, el alma, lo activo. Así, la lucha entre espíritu y cuerpo, entre intelecto y deseo, se expresa mediante estas imágenes aparentemente misóginas.

Para Salomon, el lenguaje críptico de las Escrituras responde a una jerarquía del conocimiento. Así como solo el sumo sacerdote accedía al Santo de los Santos, así también ciertos saberes —como la Cabalá o los misterios naturales descritos en el carro de Ezequiel— están reservados para los más sabios. Se apoya en el texto de IV Esdras para mostrar que Dios quiso que algunas cosas fueran de conocimiento común y otras solo para los sabios. Esta distinción no es arbitraria: busca proteger la santidad de lo revelado, evitar la vulgarización de lo divino y preservar la reverencia.

Senamus, sin embargo, adopta una postura crítica y escéptica. Cree que el exceso de simbolismo puede resultar más dañino que útil, porque oscurece la verdad, aleja a los bien intencionados y da argumentos a los impíos para rechazar la fe. Acusa a los sabios de ocultar conocimientos útiles bajo la excusa de protegerlos. Menciona como ejemplo la historia del árbol del conocimiento del bien y del mal: si Dios no quería que el hombre alcanzara sabiduría, ¿no es eso una muestra de envidia divina? Señala también que Porfirio —filósofo neoplatónico hostil al cristianismo— rechazó el valor del fruto prohibido precisamente porque no entendía su sentido.

Salomon responde con una defensa apasionada de la sabiduría como don divino. Retoma la fábula de Esopo del tesoro oculto en la viña: aunque los hijos no encontraron oro, al trabajar la tierra encontraron abundancia. Así también sucede con las Escrituras: su lectura asidua y contemplativa produce frutos de sabiduría, salud y virtud. Dios no impide al hombre alcanzar la vida eterna, sino que lo desafía a buscarla. Cita pasajes del Eclesiastés, Proverbios y los Salmos para mostrar que el verdadero tesoro es la sabiduría. También menciona que el árbol de la vida se interpreta como símbolo de la sabiduría, y que incluso en las advertencias más duras (“no busques”) se esconde una invitación implícita: el alma humana desea con más vehemencia aquello que se le prohíbe.

El pasaje termina con Senamus expresando su persistente perplejidad ante la alegoría del árbol y la serpiente, imagen emblemática del Génesis que articula muchas de las preguntas planteadas en el diálogo: ¿es deseable el conocimiento? ¿Dios lo ofrece o lo restringe? ¿El lenguaje alegórico esclarece o confunde? El contraste entre Salomon y Senamus encarna las dos almas del Colloquium: la fe en el poder revelador del símbolo, y la sospecha ilustrada ante todo lo que se oculta tras velos de misterio.

Salomon responde inicialmente al escepticismo de Senamus reconociendo que la alegoría del árbol no era comprendida por los intérpretes griegos y latinos, aunque algunos hebreos sí conocían su significado oculto. Sin embargo, afirma que tal conocimiento solo es útil si Dios mismo abre la mente a su comprensión. Aquí se establece una distinción entre saber erudito y sabiduría espiritual.

Fridericus plantea una advertencia importante: el riesgo de que al interpretar todo alegóricamente se conviertan los hechos históricos en meras fábulas. Octavius responde irónicamente, poniendo en duda que hubiera existido una conversación literal entre una mujer y una serpiente, dado el odio instintivo entre ambos. A partir de esto, cita a san Pablo (“la letra mata, el espíritu vivifica”) para defender la interpretación espiritual por sobre la literal.

Salomon, desde su tradición hebrea, explica que los textos sagrados contienen distintos niveles: algunos históricos, otros alegóricos. Ejemplifica con la expulsión de Agar y su hijo, interpretada como una lucha entre la razón (Sara) y el deseo (Agar), en donde el pecado debe ser expulsado. La obediencia del alma (Agar) a la razón, bajo el influjo del intelecto agente (el ángel), es símbolo del alma gobernada por la razón.

A partir de aquí, Salomon explica que incluso el hablar de Dios a los hombres debe entenderse muchas veces como sueños o visiones, y que sólo Moisés recibió revelación de forma directa y despierto. La revelación, dice, tiene distintos niveles: lo básico es accesible a todos (como los mandamientos); los misterios naturales (la Cabalá), sólo a los más sabios; y lo más elevado, como la visión del carro de Ezequiel, sólo a los elegidos.

Senamus plantea la objeción de que ese conocimiento oculto puede ser peligroso, pues impide que muchos se acerquen, y provoca el desprecio de los impíos. Salomon responde con la fábula de Esopo: un padre dice a sus hijos que hay un tesoro en la viña; al buscarlo, sin hallarlo, limpian la tierra y obtienen una cosecha abundante. Así también ocurre con los textos sagrados: aunque no comprendamos todo de inmediato, el esfuerzo da frutos. Cita a David para apoyar la lectura constante de las Escrituras como medio para acercarse a Dios.

Senamus, todavía escéptico, objeta que la historia del árbol del conocimiento y del castigo divino parece más una parábola sobre la represión del saber que una enseñanza divina. Salomon replica que el relato busca provocar el deseo de conocimiento a través de la prohibición, no reprimirlo. Lo que Dios realmente quiere es que el hombre se eleve a la sabiduría, pero a través del temor y la obediencia. La sabiduría, la prudencia y el conocimiento —dice— vienen sólo de Dios.

El diálogo cambia entonces hacia la interpretación de textos que mencionan a los “hijos de los cuervos”. Salomon aclara que en hebreo esto no se refiere a cuervos reales, sino a seres injustos o malignos (como “hijos de sangre” o “hijos de profetas” significan, respectivamente, asesinos o profetas). Esta precisión filológica ayuda a reinterpretar pasajes que antes parecían misteriosos o mal traducidos.

Coronaeus y Curtius intervienen con argumentos filosóficos: Dios puede conocer todas las cosas sin ayuda, pero el uso de ángeles y demonios como intermediarios vuelve más admirable su gobierno del mundo. Salomon añade que los ángeles actúan como guías y correctores del pensamiento humano, mientras que los demonios ejecutan los castigos divinos. Por eso hay advertencias sutiles (un susurro, un tirón en la oreja, un sueño), y si no se escuchan, se permite que el demonio castigue. Cita varios pasajes bíblicos para ilustrar esta acción de los demonios como ministros del juicio divino.

Finalmente, Toralba y Salomon aclaran el malentendido sobre los cuervos y su supuesto abandono de las crías, mostrando que se trataba de una lectura equivocada del hebreo. El ejemplo sirve para ilustrar cómo una interpretación errada puede desviar el sentido teológico y moral del texto.

Interpretación bíblica

Salomon inicia explicando por qué se menciona en los Salmos que Dios da alimento al león, una bestia feroz, en lugar de a animales útiles como las ovejas. La intención alegórica, sostiene, no está en la utilidad del animal sino en el simbolismo espiritual. Cita Job y los Salmos, mostrando cómo la tradición hebrea y sus intérpretes usan metáforas animales para referirse a seres espirituales como los demonios. Así, los "cuervos" y los "cachorros de león" representan entidades demoníacas o castigos que sólo actúan con el consentimiento divino.

Luego interpreta un pasaje de Proverbios donde se afirma que los cuervos arrancarán los ojos del que se burla de su padre. Salomon sostiene que este "ojo" no se refiere literalmente a la visión física, sino a la mente o razón —la capacidad de conocer— y que el "padre" representa a Dios, mientras que la "madre" representa a la naturaleza. Por tanto, quien desprecia a Dios y a las leyes de la naturaleza es castigado con la ceguera del alma. Se refiere a Bileam (Balaam), profeta pagano que, según los intérpretes caldeos, veía con un solo ojo como símbolo de clarividencia.

Senamus, con tono crítico e irónico, responde que si los demonios negros pueden representarse con cuervos, entonces podrían hablarse de “demonios blancos” aludiendo a los cisnes. Se burla de la lógica de las correspondencias simbólicas de color y especie.

Octavius responde que si bien muchos autores, antiguos y modernos, han representado a los demonios como figuras negras, lo que realmente importa es que se asemejan a los cuervos por su vinculación con cadáveres y su aparición en contextos de muerte, como cementerios, tumbas o cadáveres robados. Retoma el tema tratado previamente sobre los demonios que rodean los cuerpos de los muertos y cómo estos pueden usarse para copulación diabólica o brujería.

Fridericus, apoyándose en San Agustín, en el Malleus Maleficarum y en autores contemporáneos como Franciscus Picus, refuerza la realidad de la copulación entre demonios y humanos, afirmando que existen muchos testimonios de brujas que lo han confesado. Relata historias escabrosas de sacerdotes quemados por mantener relaciones con demonios y sacrificar infantes. Vincula esto con relatos antiguos de canibalismo y embriones devorados.

Curtius aporta un dato de Pausanias sobre una ley cretense que castigaba con ejecución a los cadáveres de hombres que habían mantenido relaciones con mujeres poseídas. Esto apoya su afirmación de que los demonios que abusan de cuerpos y se aparecen como cuervos están ligados a lo fúnebre y negruzco.

Octavius concluye que tiene sentido que los demonios sean llamados “cuervos” no solo por su color, sino por su hábito de frecuentar cuerpos sin vida.

Salomon eleva la discusión a un plano hermenéutico bíblico: afirma que en las Escrituras, los etíopes (pueblo de piel negra) son identificados con demonios en pasajes donde los setenta intérpretes (la Septuaginta) tradujeron palabras hebreas con ambigüedad (como 'ayyim o 'ayam). Señala que nombres como Leviatán y Behemot se usan para designar a los líderes de los demonios: el primero vinculado a la destrucción espiritual, y el segundo a la destrucción física. Menciona cómo los profetas Ezequiel, Isaías y Esdras representan a estos seres en forma de monstruos marinos y serpientes, cuya función es castigar a los impíos.

Curtius sugiere que Orfeo y Ferecides ya habían identificado a Leviatán como una serpiente arquetípica, vinculada con Asclepio (dios de la medicina representado por una serpiente). Así, el símbolo adquiere connotaciones tanto de castigo como de sabiduría y sanación.

Finalmente, Senamus, escéptico como siempre, concluye diciendo que todo esto está bien… “si se puede demostrar”.

El Leviatán

Octavius, representante del catolicismo más filosófico y abierto, afirma que las verdades ocultas de la filosofía sagrada y de los oráculos divinos le resultan más confiables que las demostraciones matemáticas de Euclides. Esta afirmación pone en valor la teología revelada por encima de la razón formal.

Toralba, representante del humanismo naturalista y racional, matiza diciendo que en cuestiones tan difíciles y alejadas de la comprensión común, no se debe buscar la sutilidad lógica, sino confiar en las enseñanzas de los sabios que han buscado los secretos de Dios.

Coronaeus, defensor del cristianismo tradicional, señala que no están hablando sobre las jerarquías angélicas ni sobre los “almacenes” de demonios que autores como Dionisio Areopagita o Johann Wier describen —no siempre con sensatez.

Salomon, que representa la tradición judía, interviene para declarar que no pretende afirmar nada con certeza en estas materias tan oscuras, y recuerda que Dios es el único que creó tanto a los ángeles como a los demonios. Aclara que así como hay dos serafines cercanos a Dios para distribuir luz, vida y premios, hay también dos ángeles opuestos: Leviatán y Behemot, que son como magistrados supremos encargados de los castigos: guerras, pestes, destrucción, ruinas y toda clase de calamidades naturales. Pero —subraya— todo eso ocurre por decreto divino, y no por malicia autónoma de los demonios. Cita a Proverbios para ilustrar que no se debe acusar al sirviente en presencia del amo: los demonios solo ejecutan órdenes. Así, cada hombre debe mirar su propia culpa.

Fridericus, siempre interesado por lo anecdótico, cuenta que en una región de Maguncia un demonio disfrazado de cantero provocó incendios durante tres años hasta que reveló que el causante del castigo era un solo hombre. Ese hombre fue expulsado del distrito, pero dondequiera que se alojaba, su nuevo hogar ardía también. Así se destruyó toda la zona.

Salomon responde con una crítica más teológica: es peor temer a los demonios que adorarlos, y ambas cosas son pecados. Explica que la creencia en Beelzebub como príncipe del mundo llevó a la herejía de los maniqueos, quienes afirmaban la existencia de dos principios opuestos, uno bueno y otro malo. Para refutar esto, recuerda que Dios dijo a Faraón que su poder se mostraría en la tierra. También, que Leviatán fue creado para burla. Todo lo que los demonios destruyen, Dios lo regenera con más fuerza: los israelitas se multiplicaban más cuanto más eran oprimidos, como símbolo de la fertilidad divina que supera al poder demoníaco.

Cita a Isaías: “¿Cómo has caído del cielo, Lucifer, hijo de la aurora?”, interpretándolo como una descripción alegórica de Leviatán, el primer hijo de la muerte, o príncipe de la corrupción. Según Salomon, Lucifer es el primer corruptor porque la privación (oscuridad, sombra) precede a la plenitud (luz, sol), así como el alba precede al día. No es digno de Dios destruir ciudades o reinos; eso corresponde a sus lictorios, es decir, a demonios subordinados. También aclara que Lucifer (o Leviatán) no puede afectar a los ángeles o las estrellas del cielo, ya que ha sido arrojado al abismo (el mar, los ríos, o la región inferior del mundo). Cita a Job, Ezequiel e Isaías para sostener que Satanás solo circula por la tierra, no por el cielo.

Curtius, con su formación clásica, añade que los antiguos griegos simbolizaban esto diciendo que Juno, diosa del aire, impedía que las Furias ascendieran al cielo. Así explicaban que los demonios caen con rayos y truenos, corrompiendo el mundo sublunar.

Coronaeus pregunta entonces: ¿cuándo llegará la “soledad del mundo elemental”? Es decir, ¿cuándo llegará su fin?

Salomon, prudente, dice que esa respuesta está en manos del misterio divino. Sin embargo, conjetura que, así como la tierra tiene cada siete años un año sabático, tras seis mil años vendrá un tiempo de descanso del mundo elemental. Señala que incluso Alejandro Magno y Julio César respetaron esta tradición entre los judíos, eximiéndolos de impuestos en esos años sagrados.

Explica también que en el mes segundo (llamado “Bui” en caldeo) se producían todas las lluvias y crecidas de aguas. Del mismo modo, tras siete veces siete años venía un gran jubileo. Entonces, concluye, tras siete veces siete mil años, se renovarán todas las cosas y los astros volverán a su lugar original, cerrando así un gran ciclo cósmico. Cita a Isaías (“Habrá un nuevo cielo y una nueva tierra”) y a David (“Tú eres el mismo y tus años no tienen fin”), además del Eclesiastés (“No hay nada nuevo bajo el sol”).

Octavius conecta estas ideas con las creencias de Orígenes y Cesáreo de Nazianzo, quienes sostenían que el mundo sería destruido y renovado. Señala que incluso algunos autores islámicos (a los que llama “ismaelitas”) creían que la corrupción universal del mundo será derrotada al final, y la misma muerte morirá.

Fridericus, en tono más científico, señala que los hebreos manejaban un ciclo cósmico de siete mil años, y uno aún mayor de cuarenta y nueve mil años (siete veces siete mil), vinculado con las órbitas de las estrellas fijas y la gran vuelta astronómica. Esa idea —dice— fue descubierta solo recientemente, aunque ya estaba en los textos sagrados.

Salomon concluye que aunque los sabios griegos y caldeos creyeron que había solo ocho o nueve esferas celestes, los textos sagrados revelan que hay diez, como lo indica el versículo: “Los cielos son obra de tus dedos” (los diez dedos = diez cielos), así como las diez cortinas del tabernáculo.

Finalmente, Senamus, siempre escéptico, advierte que si se dice que Dios creó a Leviatán como principio de corrupción antes que la luz misma, entonces habría que admitir que Dios es autor del mal, lo cual sería contradictorio. Cita una regla lógica aristotélica: “la causa de la causa es causa del efecto”.

Origen del mal

Fridericus, que suele citar la tradición teológica cristiana, recuerda que según los antiguos teólogos cristianos y los textos de Isaías y el Apocalipsis, Lucifer (Satanás) fue expulsado del cielo con una tercera parte de los ángeles. Jesús mismo dice que vio a Satanás caer como rayo (Lc 10:18), lo cual fue interpretado como el origen del mal entre los hombres.

Octavius reconoce que incluso San Agustín dudaba mucho sobre este tema. Aunque finalmente definió el mal como privación del bien, en algún momento recurrió a fuentes como Orfeo, Ferécides y Empédocles, quienes hablaban de una caída de los demonios celestes (como el serpiente Ophyoneus).

Salomon rechaza que el mal venga de la materia —como lo pensaba Platón— y apoya su visión con textos como Job 5:6 y Génesis 1:31, que afirman que de la tierra no sale la maldad y que todo lo creado era bueno. También recuerda que Dios dijo: “Yo hago la paz y creo la adversidad” (Isaías 45:7), lo que Salomon interpreta como que el mal no es una cosa, sino la privación de un bien, así como la oscuridad es la ausencia de luz.

Toralba respalda esto con argumentos metafísicos: la materia no tiene sustancia propia ni fuerza de acción, por lo tanto no puede ser causa de pecado. El mal no es una sustancia, sino una falta, una carencia del bien. El ejemplo es claro: si se quitan las columnas de un edificio, este se derrumba; del mismo modo, cuando el bien se retira, aparece el mal.

Octavius aclara que Agustín adoptó esta definición del mal para distanciarse de la herejía maniquea, que postula dos principios opuestos (bien y mal).

Senamus plantea un argumento lógico: si el mal es nada, quien hace el mal no hace nada y, por tanto, no merece castigo. Pero Curtius lo rebate con ironía: si quien no hace nada debe ser castigado por su inacción, entonces hacer el mal tampoco lo exime. Ambos están ironizando sobre los límites del castigo y la acción.

Toralba, refutando a Aristóteles, critica la idea de que el bien es finito y el mal infinito, pues si así fuera, el mal habría destruido ya al bien. Como solo Dios es infinito, el bien absoluto es infinito, y el mal es finito e incluso inexistente como entidad.

Salomon cita el Libro de la Sabiduría: “La maldad no vencerá a la sabiduría”, reafirmando que el bien prevalece. Senamus, sin embargo, señala la antigua paradoja: si toda virtud es un medio entre dos extremos viciosos, entonces está rodeada de más mal que bien.

Toralba refuta esto argumentando que las virtudes no pueden tener más contrarios que uno, porque ningún principio natural permite que dos cosas se opongan a una sola. Critica también que se pretenda que el mal es infinito, cuando toda cosa infinita es sin medio ni término.

Senamus insiste en que, si se elimina la noción del justo medio, se destruyen las virtudes morales. Pero Toralba le pregunta si no prefiere un hombre muy sabio a uno medianamente sabio, subrayando que en lo intelectual, los extremos son mejores, lo que rompe con la doctrina aristotélica del justo medio.

Fridericus concluye que es más peligroso ser medianamente justo que medianamente sabio, proponiendo así que el medio puede ser menos virtuoso en lo moral.

Coronaeus, recapitulando, advierte que no se puede caer en el error de admitir dos principios contrarios (uno del bien, otro del mal), ni hacer a Dios responsable del mal. Pero si los demonios hacen cosas malas —guerras, plagas, naufragios—, ¿cómo no decir que son malos?

Salomon responde con fuerza: no puede llamarse malo quien cumple fielmente los mandatos de Dios. Así como no se acusa al ejecutor de la justicia, tampoco se debe acusar a los ángeles o demonios por ejecutar castigos divinos.

Fridericus matiza: hay ciertos males que son permitidos por Dios como castigo; otros, como el adulterio o el robo, son males de privación, no de mandato divino.

Salomon introduce una distinción filológica crucial del hebreo: el verbo en hiphil indica más una permisión que una acción directa. Así, cuando II Reyes 24:1 dice que Dios incitó a David, I Crónicas 21:1 dice que fue Satanás. Lo que muestra que Dios permite que el mal ocurra cuando de él puede derivar un bien mayor, como enseña el ejemplo de José: “Ustedes pensaron mal contra mí, pero Dios lo encaminó a bien” (Génesis 50:20).

Toralba cita a Teofrasto, quien afirmaba que “lo primero y más divino quiere que todas las cosas sean buenas”. La maldad no es más que alejamiento del bien, no una sustancia ni una fuerza autónoma. Dios no se aleja de los malos; los malos se alejan de Dios. Como dice Platón, Dios es el bien supremo, causa de toda verdad y bondad, pero no de maldad. Porfirio concuerda: “Dios quiere que todo sea bueno, pero no quiere que nada sea malo”.

Coronaeus recuerda que Plutarco reprendió a Crisipo por afirmar que Dios encargaba a demonios las tareas malas. Pero Toralba explica que Crisipo no decía que fueran ministros malvados, sino verdugos justos, ejecutores de penas. Y cierra con la cita de Malaquías 3:11: “Yo reprenderé al devorador, para que no destruya el fruto de la tierra”.

Senamus, persistente en su crítica y escepticismo, lanza una objeción potente: si los demonios no son malos por esencia, ¿por qué las Escrituras y la tradición los llaman enemigos, acechadores, mentirosos y engañadores? Si están en la obediencia divina, ¿por qué esta caracterización tan negativa?

Fridericus intenta una respuesta conciliadora: si bien los demonios buscan la destrucción y corrupción, eso corresponde a su naturaleza y oficio; sin embargo, nada hacen sin la orden de Dios, o sin la autorización de los ángeles superiores. Se mantiene así la tesis recurrente en la obra: que los demonios ejecutan justicia más que sembrar el mal por sí mismos.

Senamus, con agudeza, cita a San Agustín, diciendo que incluso Dios habría inclinado la voluntad humana hacia el mal. Pero Fridericus responde que eso debe entenderse en el sentido de permiso divino, y no como acción directa de Dios, pues en muchas otras partes Agustín se esfuerza por alejar a Dios de ser causa de mal.

Salomon, volviendo a su tono profético y sapiencial, cita a Philo y a Isaías, afirmando que es una verdadera blasfemia acusar a Dios de ser autor del mal. Todo mal entendido como sustancia o cosa positiva sería incompatible con la pureza divina. Usa el ejemplo del piadoso rey Josías, quien murió joven para ser preservado de males peores. Su muerte no fue castigo sino protección.

Curtius respalda esto citando a Plutarco, quien decía que los buenos mueren antes por previsión divina, evitando futuros dolores.

Coronaeus, serio y reflexivo, critica a quienes dicen que Dios es autor del mal por el simple hecho de que lo permite o lo ordena. Rechaza la lectura literal de expresiones como “endurecer el corazón” o “cegar los ojos”, y sostiene que se refieren a la voluntad permisiva, no a un mandato directo de Dios. Cita las palabras divinas en los Salmos: “Tú no quieres la iniquidad”.

Octavius arremete contra pensadores como Plinio o Rabí Maurus, que veían al mundo y a la humanidad como esencialmente miserables, negando todo bien. Los acusa de no ver que el hombre ha sido hecho un poco menor que los ángeles, con dominio sobre todo ser vivo, y con dignidad inmensa.

Coronaeus propone cerrar la discusión sobre el bien y el mal, pero reconoce que aún queda una pregunta de fondo: ¿de dónde vienen tantos ángeles y demonios, si son mortales por naturaleza?, y si mueren, ¿quiénes ocupan su lugar?

Salomon responde desde el orden cósmico: así como en el ejército hay jerarquías, también las hay en los ángeles y demonios. Cita a Daniel, donde se habla del príncipe del reino de Persia y del arcángel Miguel como parte de una lucha celeste. Añade que el origen y destino de estos seres está fuera del alcance del intelecto humano.

Curtius señala que las Escrituras no mencionan explícitamente la creación de los ángeles, aunque algunos exegetas suponen que fueron creados junto con los cielos.

Fridericus sugiere que, si eso fuera cierto, los cuerpos celestes tendrían que tener naturaleza angélica o animal. A esto Toralba responde que sí la tienen, citando a Teofrasto y Alejandro de Afrodisias, quienes sostenían que los astros tienen facultades sensibles e intelectivas. Recuerda que Platón llama al sol un “animal eterno viviente” en el Timeo.

Senamus, escéptico como siempre, pregunta entonces por qué se distingue entre hombres y bestias, si los astros también serían animales.

Toralba distingue dos tipos de animales: los visibles e invisibles, los celestes e inferiores, unos racionales (estrellas, ángeles) y otros irracionales. Así, los astros serían animales racionales visibles, los ángeles racionales invisibles.

Salomon respalda esto desde el pensamiento hebraico y cita a Aben Ezra y Moisés Maimónides, que entendían “Shamayim” (los cielos) como naturaleza racional. Trae a colación pasajes bíblicos: “Los cielos narran la gloria de Dios”, “los astros lucharon contra Sísara”, “los que enseñan la justicia brillarán como estrellas” (Daniel), todo ello como prueba de la inteligencia de los astros.

Octavius agrega que el teólogo ismaelita Ibn Farid, junto con Origen, Diodoro y Giovanni Pico della Mirandola, enseñaban que los astros viven y están distribuidos en su hábitat como los animales en la tierra. Hiparco decía que las almas humanas son partículas del cielo por su capacidad de comprensión.

Senamus, aún escéptico, cuestiona si los cuerpos celestes comen, beben o tienen vida, y cómo pueden ser seres vivientes si no tienen alma o materia.

Curtius y Salomon responden que la verdadera vida celeste es intelectual y contemplativa. Dios no necesita comida, ni tampoco los seres que participan de su naturaleza. El alimento del alma es la contemplación del bien. Salomon menciona la existencia de un océano celeste, oculto a astrónomos y físicos, del que provino el diluvio, y que alimenta el orden universal.

Senamus insiste en la objeción de los peripatéticos árabes: si las inteligencias son sustancias separadas, ¿cómo pueden ser alma de los astros?

Toralba refuta con la idea tomista: las inteligencias no están separadas, sino unidas substancialmente a los cuerpos celestes. Si no lo estuvieran, el movimiento de los cielos sería violento, externo, lo cual es absurdo, pues su movimiento es constante y armónico. Esta constancia prueba que el alma del cielo es intrínseca y coesencial.

Salomon, cerrando el argumento, cita a Ezequiel, que vio las ruedas del cielo moverse por sí mismas “porque el espíritu de vida estaba en ellas”. Rebate así la idea aristotélica del cielo como movido externamente. Cita además el “firmamento de cristal”, identificado con el cielo acuoso superior, como morada de Dios. Añade que las almas provienen de esa región celestial, y las puras retornan allá; las manchadas por el pecado quedan adheridas a la tierra.

Concluye recordando que según Daniel, los que enseñan la sabiduría serán como estrellas. Y que para Filón, cuando se dice a Abraham que su descendencia será como las estrellas, no solo se refiere a la cantidad, sino a la naturaleza celestial de las almas.

Ángeles y demonios

Coronaeus, reflexivo y moderado, señala que el objetivo de toda esta discusión no ha sido condenar ni venerar sin juicio a los ángeles ni a los demonios, sino reconocer que si bien estos seres ejecutan castigos o auxilian a los hombres, no deben ser objeto de culto ni de temor absoluto, pues todo su poder depende de la voluntad y designio del Dios único, eterno y todopoderoso.

Salomon, con su erudición hebrea, reafirma que incluso las traducciones griegas de las Escrituras, como las realizadas por los setenta bajo Ptolomeo Filadelfo, usaron “daimonion” no como sinónimo de dios, sino para designar entidades espirituales subordinadas a Dios. Recuerda que el ángel Rafael ató al demonio en Egipto por orden divina, y que “los dioses de los gentiles son demonios” según los Salmos. Todo ello indica que los demonios no son libres ni autónomos, sino siervos —a veces castigadores— de un plan superior.

Senamus, escéptico hasta el final, pregunta cómo pueden ser castigados los demonios, si son incorpóreos. Y Toralba, con su estilo lógico y preciso, responde que si tienen alguna unión corporal, entonces pueden ser constreñidos, forzados y padecer. Y aunque sus formas no sangran ni mueren como los cuerpos humanos, pueden ser reducidos, limitados y humillados.

Curtius aporta un recuerdo personal: un demonio apareció en Toulouse, y aunque no hizo daño directo, sembró pánico con piedras y ruidos. Solo fue ahuyentado cuando se blandieron armas en el aire. Esto lleva a una reflexión sobre el poder ilusorio o indirecto de los demonios, que perturban sin destruir, y requieren algo más que fuerza física para ser vencidos.

Salomon aclara con cita directa del libro de Job: los demonios no temen al hierro ni al bronce, y no es la espada ni el humo lo que los expulsa, sino el poder divino. Así, cuando el demonio abandona a Saúl en presencia de Samuel, no es por un gesto humano, sino porque la presencia de lo sagrado lo pone en fuga. Y en cuanto Saúl se aleja del profeta, el demonio regresa.

Fridericus, con su tono racional pero abierto al misterio, observa que tanto los buenos como los malos parecen tener poder para expulsar demonios. Comenta que incluso algunos hechiceros y falsos devotos ―como los mahazini africanos― pueden realizar exorcismos y obtener el aplauso de las masas, pero señala (citando a Polycrates) que todo eso no es más que una estrategia demoníaca para simular una obediencia aparente y enredar a los hombres en la idolatría, la superstición y, finalmente, el castigo divino. Fridericus cierra con una composición poética en verso sáfico que retoma la visión antigua de un mundo poblado por jerarquías espirituales invisibles, donde los hombres, atrapados entre el ángel guardián y el demonio tentador, deben finalmente ser guiados por uno u otro hacia su destino eterno.

¿Quién podrá contar con facilidad la fuerza,
el número, el rango, el poder, la justicia,
el deber, la forma, el sentir, el orden
de los demonios?

Pues se dice que el ser de los buenos espíritus
es más puro que el de los malos, más leve
en su impulso; en cambio, el peso oprime
a los perversos.

El hombre solo, entre espíritus buenos
y malos, vive; es el último de los dioses,
el supremo entre todos los seres
de este gran mundo.

Un ángel guía y un genio malvado
nos llevan de un lado a otro hasta el día
en que uno de ellos arranque el triunfo
del enemigo.

A los espíritus se encomienda el cuidado
de cada ciudad y, con permiso de Dios,
también se les otorga el gobierno
de cada casa.

Algunos reciben dominio en la esfera
natural: dar forma al flujo de las cosas,
poner orden y fuerza en la materia
mudable y viva.

Los ángeles que con rostro sereno
dedican su alma, sus ruegos y mente
a Dios, gozan de su luz brillante,
su faz divina.

Nada hay más noble que ver a los malos
someterse al bien, pues solo el justo
recibe por ley eterna y sagrada
el don del mando.


Esta poesía no es meramente decorativa, sino que encierra una teología completa del alma en medio del combate espiritual.

Senamus, sin perder su escepticismo, reconoce la idea de que los hombres justos ejercen un poder natural sobre los demonios, pero plantea una objeción numérica y lógica: si las almas de los justos se convierten en ángeles y las de los malvados en demonios, entonces, considerando lo escasos que son los buenos y la infinita multitud de los malvados, el número de demonios sería abrumadoramente mayor. Señala también la insuficiencia de esta tesis para explicar la magnitud del orden espiritual que, según se ha afirmado, necesita de millares de ángeles y demonios para custodiar provincias, pueblos y elementos. Es un argumento fuerte, que recuerda el estilo de los escépticos académicos: pedir una coherencia lógica y cuantitativa en el sistema propuesto.

Octavius, en un tono de sabio intermedio entre lo filosófico y lo teológico, responde con la autoridad de Platón, señalando que ya en el Crátilo se sostenía que los hombres buenos se convierten en demonios al morir, es decir, espíritus mediadores entre dioses y humanos. Fridericus respalda la idea con el testimonio de Tertuliano, quien —aunque cristiano— adoptó el esquema platónico, diferenciando simplemente entre daemones mali y boni, o ángeles y demonios, según su orientación moral.

Coronaeus, como es habitual en su rol de moderador, le pide a Salomon que zanje la disputa, confiando en su sabiduría hebrea. Y Salomon, con humildad, declara que ha compartido lo que sabe “con buena fe” y que teme haber dicho incluso más de lo conveniente. Reconoce que lo que exige Senamus ―demostrar lo que está más allá de los sentidos y que nada aporta a la salvación― no es del todo razonable. Cierra con una afirmación profundamente rabínica: “que cada uno piense como le parezca”, una concesión a la libertad de conciencia y a la diversidad de creencias dentro de una comunidad que discute con honestidad.

El término Demonio

Octavius afirma que Platón, en el Crátilo, siguiendo a Hesíodo y otros antiguos, enseñó que los hombres buenos, liberados del cuerpo, se convierten en demonios (en el sentido antiguo de daimon, es decir, espíritus intermedios o genios).

Fridericus señala que Tertuliano también pensaba eso, pero usaba la palabra "demonio" con el significado cristiano de malo, lo que distorsionaba el sentido original de Platón.

Coronaeus invita a Salomon a que aclare el origen de tantos demonios y ángeles, ya que la tesis parece implicar una cantidad enorme de demonios (almas malas) y muy pocos ángeles (almas buenas).

Salomon responde que ha explicado lo que ha podido y que teme haber dicho demasiado. Aun así, señala que muchos exigen pruebas de cosas que están más allá de los sentidos humanos y que no afectan directamente a la salvación.

Coronaeus replica que, aunque esos temas no sean indispensables para salvarse, aportan conocimiento, entendimiento de lo divino y gozo del alma.

Salomon expone que, según un sabio, las almas completamente entregadas a la lujuria y sin interés por la virtud, perecen junto con el cuerpo. Cita varios textos bíblicos para sostenerlo (Salmos, Isaías, Daniel), distinguiendo entre:

  • los muertos verdaderos, que desaparecen como el polvo (los impíos irredentos),

  • y los que duermen, es decir, cuyas almas podrán resucitar.

Según Daniel 12:2, “muchos” resucitarán, no todos, y los impíos solo para ser castigados.

Salomon cita también a un sabio hebreo que dice que el alma humana puede convertirse en ángel o demonio según sus obras, y a Paulus Riccius, quien afirmaba que el intelecto pasivo del hombre puede transformarse en activo, es decir, en ángel.

Toralba observa que la razón no puede saber cuánto duran los ángeles o demonios.

Salomon responde que Dios ha establecido límites para la vida humana, que puede extenderse por virtud o acortarse por maldad. Incluso en la vida eterna, los justos pueden ser llamados temprano a la gloria, como Abel o Josías, para no sufrir los males del mundo.

Esdras, en un texto apocalíptico, también afirma que la mayoría se pierde, y que no hay que especular cómo se castiga a los malvados, sino cómo se salvan los justos.

Coronaeus objeta que las almas de los malvados no pueden simplemente desaparecer, como sugiere Salomon, y que las escrituras enseñan que todas son inmortales.

Curtius agrega que la resurrección es también una esperanza del judaísmo.

Senamus, escéptico, dice que no le sorprende que los atenienses se rieran de Pablo cuando predicó la resurrección del cuerpo.

Fridericus responde que Atenágoras, filósofo cristiano, escribió un discurso sobre la resurrección dirigido a Marco Aurelio, y que también lo hizo Justino Mártir, refutando los argumentos sofistas. Incluso Demócrito, gran filósofo materialista, creía en la resurrección del cuerpo.

Toralba, sin embargo, recuerda que Plinio ridiculizó a Demócrito diciendo: “¿cómo puede creer en la resurrección si él mismo no ha resucitado?” y considera absurdo que la vida y la muerte se repitan.

Senamus concluye diciendo que le gustaría escuchar los argumentos de Justino Mártir sobre la resurrección.

Resurrección

Fridericus recuerda un argumento de Justino Mártir según el cual, si el cuerpo humano fue formado una vez por Dios desde los elementos o desde el polvo, entonces no hay razón lógica para negar que Dios pueda rehacerlo una segunda vez, dado que su poder no se ve limitado. Esta posibilidad, sin embargo, no es puesta en duda por Octavius, quien señala que la verdadera cuestión es si Dios quiere realmente hacerlo. Curtius responde que si sería impío dudar del poder de Dios, más aún lo sería dudar de su voluntad cuando las Escrituras la afirman explícitamente en muchas partes.

Octavius menciona que los musulmanes también creen en la resurrección, y que el Corán afirma que, tras el sonido de una trompeta, los muertos resucitarán con la estatura de Adán, la sabiduría de Mahoma y la belleza de Cristo. Sin embargo, señala que algunos pensadores islámicos, más alegóricos, creen que solo las almas resucitarán. Agrega que los dogmas cristianos de la resurrección y la deificación del hombre han sido causa de rechazo por parte de pensadores como Orígenes, Sinesio de Cirene y varias sectas gnósticas.

Coronaeus expresa satisfacción de que haya coincidencia entre judíos, cristianos e islámicos en cuanto a la resurrección. Salomon menciona una tradición rabínica sobre un hueso llamado netz, que no se destruye ni con fuego ni con agua ni con golpes, y que sería la base corporal desde la cual Dios realizará la resurrección. Refiere que algunos rabinos entienden estas afirmaciones alegóricamente, como símbolo de la resurrección de las almas. También señala que para los hebreos, el alma del justo sobrevive, mientras que la del impío puede perecer o asumir la naturaleza de los demonios.

Curtius invoca el pasaje de Isaías que dice "Tus muertos vivirán y se levantarán como mi cuerpo", pero Salomon aclara que muchos tradujeron erróneamente ese texto, y que debe interpretarse como una resurrección con un cuerpo sutil, aéreo, semejante al de los ángeles, no con carne pesada. Aclara que si el alma es invisible, eso no la hace incorpórea, y que así como el aire no se ve y sin embargo es cuerpo, también lo es el alma.

Toralba interpreta las palabras de Pablo sobre el cuerpo espiritual y el cuerpo celestial como una clara indicación de que la resurrección no será con carne, sino con una forma sutil y espiritual. Plantea que si se creyera que los cuerpos humanos ascienden literalmente al cielo, el viaje sería imposible por la distancia enorme y por las limitaciones del cuerpo físico, lo que vuelve absurda la idea de una resurrección literal en términos materiales. Añade que si los cuerpos resucitados son penetrables como algunos creen, entonces no serían verdaderos cuerpos sino espectros o imágenes, lo que contradice la idea de resurrección material.

Curtius intenta salvar esta objeción afirmando que Cristo resucitado pasó a través de puertas cerradas, lo que demuestra que los cuerpos glorificados pueden tener esa propiedad. Pero Toralba contesta que esa idea es aún más absurda, porque implica que cuerpos corruptos se transforman en gloriosos, y que el cuerpo, por definición, no puede penetrar otro cuerpo sin dejar de serlo. 

Fridericus defiende la fe afirmando que los evangelios confirman que Cristo resucitó con el mismo cuerpo, con piel, carne y huesos, y que incluso comió pescado antes de ascender al cielo. Por eso, no hay duda alguna respecto a que la resurrección corporal fue real. Además, recuerda que Agustín señaló que todas las sectas religiosas reconocen una resurrección final de las almas, y si Salomon desconfía de los textos cristianos por su religión, seguramente no repudiará a Isaías ni a Ezequiel, quienes hablaron con claridad sobre la resurrección corporal. En particular, Ezequiel tuvo la famosa visión de los huesos secos que se reaniman, se cubren de tendones y piel, y reciben el aliento de vida. Según Fridericus, eso prueba que la resurrección es real.

Salomon responde que esas visiones tienen un sentido alegórico más profundo, pues Ezequiel mismo explica que los huesos representan al pueblo de Israel en el exilio, desanimado y sin esperanza, no una resurrección física literal. Coronaeus agrega que si el alma no muere, no puede resucitar, ya que solo se resucita lo que ha caído o perecido. Por tanto, si hay resurrección, debe entenderse como la del cuerpo. Octavius, sin embargo, dice que para los impíos, la resurrección podría entenderse como un paso de la impiedad a la virtud, como cuando Jesús dice que quien cree en Él ha pasado de la muerte a la vida.

Fridericus entonces cita a Tertuliano y a san Pablo para rechazar esa interpretación espiritualizada, afirmando que negar la resurrección de la carne es una herejía ya combatida. Octavius insiste en que un cuerpo celestial no puede tener carne ni sangre ni órganos físicos, y si los cuerpos físicos resucitan, no se cumple la promesa de que los justos serán como ángeles. Cristo mismo respondió a los saduceos que los resucitados no se casarán, sino que serán como ángeles. Por tanto, si Abraham, Isaac y Jacob viven, como dice Jesús, no es en cuerpo, sino en espíritu.

Salomon y Curtius reconocen que algunos muertos fueron revividos por milagros, como el hijo de la viuda de Sarepta o el cadáver que tocó los huesos de Eliseo, pero Salomon aclara que nunca se dice que las cenizas o restos devorados por animales hayan sido revividos. Cita un salmo que afirma que los muertos no alaban a Dios, y menciona que algunos intérpretes hebreos entienden eso como negación de la resurrección física. Senamus trae a colación relatos de resurrecciones aparentes, como personas revividas tras ser dadas por muertas. Fridericus recuerda la resurrección de Lázaro y de los santos al morir Cristo, pero Octavius, recordando a un teólogo, sugiere que si esos cuerpos revivieron solo por unos días, no puede hablarse de resurrección eterna. Además, señala que si Lázaro regresó de un estado beatífico a un cuerpo corrupto, no fue una bendición sino un castigo.

Toralba argumenta que aceptar una resurrección de cuerpos implica aceptar doctrinas como la metempsícosis o transmigración de almas, que son propias del pitagorismo. Añade que esa idea de cuerpos perfectos y glorificados contradice la experiencia y el sentido común. Algunos incluso, como Escoto, dijeron que las mujeres resucitarán como hombres. Para él, eso es más inverosímil que la creencia de los académicos que afirmaban que las almas de los malvados retornarían en cuerpos de bestias. Curtius menciona a pensadores antiguos que aceptaban la resurrección, pero Toralba insiste en que si las almas de los justos pasan a naturaleza angélica, sería absurdo que regresaran a cuerpos como castigo.

Finalmente, Octavius y Fridericus discuten sobre si la felicidad o el castigo pueden depender de tener un cuerpo. Si el ladrón en la cruz recibió la promesa del paraíso sin necesidad de un cuerpo, ¿por qué se requeriría un cuerpo para el premio o el castigo eterno? Coronaeus ruega que no se desvíen del camino de la fe por argumentos seductores. Ya se han alejado demasiado de la física hacia la metafísica, y propone dejar para el día siguiente la discusión sobre si es adecuado que un hombre bueno hable de religión. Así termina el coloquio, con cada uno retirándose tras su despedida habitual.

Conclusión

El Libro III del Coloquio de los siete de Jean Bodin presenta una intensa y compleja discusión sobre el origen del mal, la naturaleza de los demonios y ángeles, y el sentido de la resurrección, abordando tanto argumentos filosóficos como interpretaciones alegóricas de las Escrituras. A través de un diálogo entre figuras como Salomon, Octavius, Fridericus, Senamus y Toralba, se confrontan visiones cristianas, hebraicas, islámicas y paganas, destacando la tensión entre la fe tradicional y la especulación racional. El libro oscila entre la afirmación de una resurrección literal de los cuerpos y su reinterpretación espiritual, vinculada a la elevación del alma, y culmina en una advertencia contra el abandono de la fe por argumentos demasiado racionales. Así, se evidencia la dificultad de conciliar la razón filosófica con las verdades reveladas, y se deja abierta la pregunta sobre el destino último del alma y el cuerpo, mostrando el anhelo humano por comprender los misterios últimos más allá de las divisiones doctrinales.