jueves, 6 de junio de 2024

Abentofail (Ibn-Tufail) - Vida y obra (1110 - 1185)


Originario de Guadix, cerca de Granada, en la esplendorosa época del Al-Andalus, Abentofail, cuyo nombre completo es Abū Bakr Muḥammad ibn ʿAbd al-Malik ibn Muḥammad ibn Ṭufail al-Qaisī al-ʾAndalusī, fue un erudito cuyas contribuciones abarcaron campos tan diversos como la filosofía, la astronomía y la literatura. La figura de Abentofail, aunque envuelta en un velo de misterio en cuanto a su vida personal, emerge con claridad a través de sus obras, las cuales resplandecen como faros en el vasto océano del conocimiento. Su obra cumbre, "El Filósofo Autodidacta", se erige como un hito tanto en la literatura árabe como en la filosofía, siendo considerada la primera novela árabe y la primera novela filosófica de la historia. A través del relato de Hayy ibn Yaqẓān, Abentofail explora profundos conceptos filosóficos, desde el autoaprendizaje hasta la naturaleza del universo, desafiando las convenciones sociales y religiosas de su tiempo.


ABENTOFAIL 

(IBN-TUFAIL)


Vida y obra

La verdad es que conocemos mucho más a Abentofail por sus obras que por su vida personal. Encontraremos pocos rasgos de ella, pero por medio de sus obras algo podremos rescatar.

Familia

Su nombre es Abū Bakr Muḥammad ibn ʿAbd al-Malik ibn Muḥammad ibn Ṭufail al-Qaisī al-ʾAndalusī, más conocido en el mundo español como Abentofail. Se dice que nació ente los años 1109 o 1110 en Guadix, cerca de Granada, en la época del Al-Andalus, España. De su infancia no se saben muchas cosas, pero se sabe que fue estudiante de Ibn Bayya (Avempace), aunque es el mismo filósofo quien niega este hecho. 

Su familia era oriunda de Tíjola, Almería y pertenecían a la tribu de los Banú Qays, quienes eran una ramificación de los beduinos y los Mudar, tribu árabes del norte. 

Su padre, Abdalmalik, trabajo como profesor en Almería y en Guadix en la primera mitad del siglo XII. 

Estudios y gobierno

Estudió derecho islámico y medicina, y fue mentor del mismo Averroes a quien recomendó para que hiciera los comentarios y traducciones de las obras de Aristóteles. Sería el mismo Averroes quien escribiría sobe Abentofail lo siguiente:

Abu Bakr ibn Tufayl me llamó un día y me dijo que había oído al Comandante de los Creyentes quejarse de la falta de articulación del modo de expresión de Aristóteles (o el de los traductores) y de la consiguiente oscuridad de sus intenciones. Dijo que si alguien aceptara estos libros y pudiera resumirlos y aclarar sus objetivos después de comprenderlos a fondo, a la gente le resultaría más fácil comprenderlos. "Si tienes la energía", me dijo Ibn Tufayl, "hazlo. Estoy seguro de que puedes hacerlo porque sé la buena mente y el carácter devoto que tienes, y lo dedicado que estás al arte. Entiendes que sólo Mi gran edad, las preocupaciones de mi oficina y mi compromiso con otra tarea que creo aún más vital me impiden hacerlo yo mismo"

En cuanto a su contexto en donde entraría a la Corte del califa, el contexto es el siguiente: tiempo antes que Ibn Tufayl se volviera una figura de importancia en el gobierno, la dinastía bereber de los almohades, de carácter puritano, ejercía un control absoluto. Abu Ya‘qub Yusuf, conocido como el Comandante de los Fieles y siendo el segundo en su linaje, gobernaba desde su capital en Marrakech, extendiendo su dominio sobre todo el norte de África, desde el Atlántico hasta las fronteras de Egipto, y abarcando también una considerable parte del sur de España. Este vasto imperio le fue legado por su padre, ‘Abd al-Mu’min, quien lo había conquistado a lo largo de aproximadamente treinta años de brillantes campañas militares. La mayor parte de este territorio fue arrebatada a los almorávides, otra prominente dinastía bereber. Excepto en las Islas Baleares, el poder de los almorávides estaba ahora extinto.

Abu Ya‘qub, a diferencia de sus predecesores que reconocían la supremacía del Califa de Bagdad, no aceptaba ninguna autoridad del Califato Oriental. Como señor del Occidente musulmán, basaba su imperio en la doctrina religiosa establecida por su ancestro espiritual, el Mahdi bereber Ibn Tumart, fundador de la secta almohade. Ibn Tumart, considerado un guía divino en la historia islámica, murió en 1130 (o 1128).

Los almohades consideraban que los musulmanes que rechazaban sus principios puritanos estaban condenados al infierno y debían ser eliminados. Para ellos, estos herejes eran tan desesperanzados como los cristianos, quienes habían recuperado gran parte de la península española. En contraste, los primeros tres siglos de dominio musulmán en España se caracterizaron por un alto nivel cultural y una notable tolerancia religiosa.

Aunque esto poco habla de Abentofail, este contexto puede responder algunas formas a las que nuestro filósofo reacciona, además de que luego de estos sucesos se transformaría en visir y médico en la corte de Abu Yaqub Yusuf, quien fue el segundo califa del Imperio Almohade. De hecho, el gobernante disfrutaba mucho la compañía de Abentofail y sus conversaciones. Otro gobernante que protegió al filósofo fue Abd al Mumin, quien era el padre de Abu Yaqub Yusuf.

Abentofail actuó como un tipo de ministro de cultura, llevando a la corte a muchos eruditos, así como lo hizo con Averroes. 

Finalmente, Abentofail moriría en Marruecos en el año 1185. 

Pensamiento

Astronomía

El filósofo fue una figura clave en la ''Revuelta andalusí'' contra la astronomía ptolemaica, la cual fue seguida por su amigo y discípulo Alpetragio (o al-Bitruji). Abentofail rechazó los movimientos descritos por Ptolomeo como los epiciclos y las excéntricas. Esto no lo sabemos directamente por Abentofail, pues las obras del filósofo respecto a la astronomía no han sido encontradas. Todo esto lo sabemos por el mismo Alpetragio. 

Filosofía autodidacta

La obra más importante de Abentofail es la llamada ''El Filósofo Autodidacta''. Esta es considerada la primera novela árabe y la primera novela filosófica que haya existido. Su nombre original es Risāla Ḥayy ibn Yaqẓān fī asrār al-ḥikmat al-mašriqiyya, es decir, ''Libro de Ḥayy ibn Yaqẓā Sobre los secretos de la sabiduría iluminativa''. 

La historia nos habla de Ḥayy ibn Yaqẓān (que significa Viviente hijo del vigilante) quien creció en una remota isla ecuatorial de las Indias, completamente aislado de la civilización. Desde bebé, fue amamantado y cuidado por un antílope que lo adoptó. Al empezar a caminar, Ḥayy comenzó a comunicarse imitando los sonidos de los animales que lo rodeaban, como antílopes, pájaros y otras criaturas. A medida que crecía, aprendió a entender y replicar sus lenguajes, guiado por su instinto.

Con ingenio y habilidad, Ḥayy confeccionó su calzado y vestimenta a partir de las pieles de animales. Además, dedicó su tiempo a observar el cielo nocturno, alcanzando un conocimiento sobresaliente en astronomía. Su curiosidad lo llevó a explorar y estudiar su entorno minuciosamente, obteniendo una comprensión profunda de las ciencias naturales, la filosofía y la religión. Llegó a la conclusión de que debía existir un gran creador detrás de la existencia del universo. Vivió con sencillez y devoción, siguiendo los principios del sufismo y absteniéndose de consumir carne.

A los 30 años, Ḥayy tuvo su primer encuentro con otro ser humano que llegó a la isla. Cuando cumplió 49 años, sintió que estaba preparado para compartir la sabiduría y los conocimientos acumulados a lo largo de su vida con otras personas.

A partir de este relato, se podría pensar que Abentofail haya recibido la influencia de Avempace por su obra ''El Régimen del Solitario'', pero eso aún está en discusión. 

Éxtasis

Otra de las cosas desarrolladas en la obra de Abentofail es el fenómeno del éxtasis. El éxtasis es un estado místico que ofrece una visión intuitiva y directa de la verdad divina. Este estado se describe como indescriptible por palabras o razonamiento, y se manifiesta a través de una intensa alegría y placer que impulsa a quienes lo experimentan a compartir su experiencia, aunque de manera vaga e indistinta. 

Este fenómeno ya habría sido experimentado por al-Ghazali en la época en que deja Bagdad con el pretexto de ir a peregrinar a Meca y con la poca riqueza que tiene, adoptó la vida de un sufí pobre; un asceta que no necesitaba más que a él mismo. Su encuentro en el desierto con una luz que recibió a través de la oración y que le hizo comprender su situación llenó de confianza a Ghazali y restauró el equilibrio. Aunque esta resolución es misteriosa en gran medida, mantiene el misticismo de la anécdota. Después de estar en Damasco y Jerusalén, Al-Ghazali toma un descanso en Tus en noviembre del año 1096. 

Por otro lado, Avempace también lo habría alcanzado, de acuerdo con Abentofail, por la evidencia que se tiene en su obra ''Tratado de la unión del intelecto con el hombre''.  En él dice lo siguiente:

''
Cuando se comprende el sentido oculto a que se aspira, se ve claramente que ningún conocimiento de las ciencias ordinarias puede ser colocado en su mismo rango, y que quien de él se forma idea viene a estar, cuando comprende ese sentido oculto, en una condición [o grado] en el cual se ve a sí mismo, separado ya de todo cuanto antes conoció, con otras creencias que no son materiales, pues que son demasiado nobles para referirlas a la vida física; son estados más bien propios de los bienaventurados, que están ya limpios de toda composición inherente a la vida física, dignos de ser llamados estados divinos, que Dios concede a aquellos de sus siervos a quienes bien le place''

En la obra ''Tratado del intelecto agente'' podemos encontrar el modo en que se puede conocer el intelecto agente, que se realiza por medio de grados, los mismos que ya ha descrito en el texto citado. 

Avicena también nos habló de alguna manera del éxtasis:

''Después, cuando el esfuerzo constante por lograr la perfección espiritual y la doctrina ascética han llevado al hombre hasta un cierto grado, se le aparecen fugitivos y gratos destellos de la luz de la Verdad, semejantes a relámpagos, que de pronto alumbran y velozmente se extinguen. Después, se le multiplican estos desvanecimientos extáticos, si persiste en la práctica preparatoria de la disciplina ascética, luego, ahondando más en ella, llega hasta producirlos sin aquel ejercicio. De todas las cosas que vislumbra, solamente considera su relación con la Santidad Divina, aunque dándose alguna cuenta de las cosas mismas. Después, una nueva iluminación le desvanece y ve ya en casi toda cosa a Dios, que es la Verdad. Finalmente, el ejercicio lo conduce a un punto, en que el carácter transitorio [de la intuición] se cambia en permanente, lo fugitivo viene a ser habitual, el relámpago se convierte en estrella brillante, y alcanza el místico ya una intuición definitiva, como si constantemente le acompañase''

''lo íntimo de su alma viene a ser como un espejo pulimentado en el cual se refleja un aspecto de la Verdad. Entonces se derraman sobre él los deleites sublimes y su alma se regocija por los vestigios de la Verdad que hay en ella. Tiene ya en este grado una mirada para la Verdad y otra para su alma, fluctuando de la una a la otra, hasta que termina por perder la conciencia de sí mismo, no mirando sino a la Santidad Divina; y si a su alma mira, únicamente lo hace considerándola en cuanto que ella es quien contempla; y entonces es cuando tiene lugar la unión completa''

Sin embargo, la diferencia entre Avicena y los demás es que el filósofo solo hablaba de la intuición a este respecto.

Finalmente, Abentofail se declara discípulo de Al-Gazali y Avicena, proponiendo una integración de sus doctrinas para alcanzar la verdad. Considera que proceder del modo de estos dos filósofos es lo más sensato, es decir, primero, por el método de la investigación y de la especulación racional, y obteniendo después por la visión intuitiva esta exigua dosis de experiencia mística.

Heutagogía

En la novela filosófica Hayy ibn Yaqzan es considerado el arquetipo del autodidacta. Por esto, el concepto de autoaprendizaje, autoeducación o autodidacta, se ha relacionado de forma significativa con la obra del filósofo. A esto se le ha llamado también ''Heutagogía'' cuya etimología proviene del griego ευρετικός que significa ''descubrir'' y άγω que significa ''guiar''. Es un tipo de aprendizaje auto-guiado que podremos ver a lo largo de la historia del protagonista.

El protagonista pasa de un estado inicial de tabula rasa a una experiencia mística directa de Dios, después de superar las experiencias naturales necesarias.

El punto central de la historia es que la razón humana, sin el apoyo de la sociedad, sus convenciones o la religión, puede lograr el conocimiento científico, preparando el camino hacia una forma mística o superior de conocimiento humano.

Aislamiento cultural

Esta novela de parte de Abentofail es un experimento del pensamiento, que, de hecho, se construye sobre la base de la teoría del hombre flotante de Avicena. Sin embargo, Ibn Tufail le da un giro totalmente distinto, lo enfoca desde el punto de vista social. Si en el hombre flotante de Avicena, el hombre debe estar desprovisto de toda sensación corporal, y básicamente, de cuerpo, en el caso de Abentofail, el hombre debe estar aislado culturalmente. 

Sin embargo, esto no debe confundirse con todo el tema del ''Buen Salvaje'' que se desarrollará más adelante en la historia, sino más bien con que la inteligencia humana el ser humano puede descubrir sin mas que la ayuda divinamente impartida, a la cual al-Ghazali hacía mención, además de Aristóteles cuando decía en su Metafísica ''Todos los hombres por naturaleza desean saber''.

El descubrimiento de Ibn Tufail es que el lenguaje, la cultura, la religión y la tradición no son necesarias para el desarrollo de una mente perfecta, e incluso, pueden impedir su progreso. Como se puede notar, esta idea colisiona con la estructura social en la que el mismo Abentofail está envuelto; de hecho, atacaría directamente al islam. 

En la historia de Hayy existen elementos que se van contraponiendo los unos a los otros. Toma las consideraciones científicas de Aristóteles como la generación espontánea, la materia, la naturaleza, entre otros tópicos. Son dos historias que parecen contradictorias, pero que no lo son. Si el lector las lee de forma que una se apodere de la otra, lo que sucedería es que el mismo lector se está privando de conocer la verdad de una por optar por la otra. 

Eternidad del mundo

La clásica confrontación entre el eternalismo aristotélico y el creacionismo escritural se recapitula como una antinomia en los razonamientos de Hayy ibn Yaqzan: si el mundo es eterno, su edad sería infinita, sujeta a las mismas paradojas que aquejan a un mundo de tamaño infinito – ¿era menos que eterno hace un año? Pero si el mundo tuvo un comienzo, entonces (recapitulando el razonamiento de Aristóteles) hubo un tiempo antes del cual no había tiempo. Y la misma noción de "antes de lo cual" implica que esto también era un tiempo y que la noción del primer momento del tiempo es incoherente.

Durante algunos años, Hayy reflexionó sobre este problema, pero los argumentos siempre parecían cancelarse entre sí. Desconcertado y agotado por el dilema, comenzó a preguntarse qué implicaba cada una de las creencias. ¡Quizás las implicaciones eran las mismas!

Porque vio que, si asumía que el universo había llegado a existir en el tiempo, ex nihilo, la consecuencia necesaria sería que no podría haber surgido por sí mismo, sino que debía haber tenido un Creador que le diera ser... Por otro lado, vio que, si asumía la eternidad del mundo, es decir, que siempre ha sido como es ahora y nunca surgió del no-ser, esto implicaría que su movimiento también es eterno y no tuvo principio, nunca se inició desde el reposo. Ahora bien, todo movimiento requiere un motor. Este motor puede ser una fuerza distribuida a través de algún cuerpo – automovible o movido externamente – o una fuerza que no es distribuible o difusible en cuerpos físicos... ya se ha probado que todo cuerpo material debe ser finito. Si descubriéramos una fuerza comprometida en una tarea infinita, esa fuerza no podría pertenecer a una cosa física. Pero hemos descubierto que el movimiento de los cielos es incesante y eterno, pues ex hypothesi ha continuado para siempre y no tuvo principio. Ergo, la fuerza que los mueve no debe estar ni en su propia estructura física ni en ningún ser físico externo. Sólo puede pertenecer a algún Ser independiente de todas las cosas materiales e indescriptible por cualquier predicado aplicable a ellas.

En cualquier caso, ya sea el de los filósofos, que se enorgullecían de su ciencia (pues el eternalismo no dejaba espacio para excepciones a la regla eterna de las leyes causales), o el de los monoteístas escriturales (que sostenían el gobierno libre de Dios sobre el universo con la idea de que Dios eligió crear, sin condición o restricción previa), la teología natural seguiría floreciendo: un llamamiento escritural a la dependencia del mundo del acto y la elección de Dios, o un llamamiento aristotélico al Primer Motor – cualquiera de los dos llevaría a un Dios que es incorpóreo e inimaginable, pero que gobierna el mundo, como su creador o como la Fuente emanativa de las formas y disposiciones que distinguen y energizan todo lo que existe.

La resolución es una aguda reprimenda a la afirmación de al-Ghazzali de que no solo las dos explicaciones eran irreconciliables, sino que el eternalismo de los filósofos era incompatible con su pretendido teísmo y que los convertía en ateos a pesar de sí mismos. Porque al-Ghazzali había sostenido, al oponerse a las enseñanzas de al-Farabi y Avicena, que no se podía encontrar significado alguno para la idea de la contingencia del mundo y la autoría de Dios sobre la naturaleza a menos que hubiera un tiempo antes del cual el mundo no existiera.

La tregua de Ibn Tufayl no se mantuvo, ni siquiera en el Occidente islámico. Averroes buscó una línea de demarcación entre las afirmaciones de los filósofos y los objetivos de la religión de masas. Pero, dentro del territorio aún sostenido por la filosofía, mantuvo resueltamente la eternidad del cosmos, argumentando en "La incoherencia de la incoherencia", su réplica a al-Ghazzali, que no era el eternalismo de los filósofos, sino las sofisterías de los teólogos las que eran incoherentes. Pero la resolución de Ibn Tufayl sí apeló a Maimónides, quien atribuyó gran parte del calor y la confusión sobre el tema a los esfuerzos de filósofos y mutakallimun para probar la creación o la eternidad a priori. El eternalismo de los filósofos, argumentó, resultaba en un determinismo no deseado e insostenible, que, si se tomaba al pie de la letra, haría imposible tanto el cambio como la elección. La contingencia radical de los mutakallimun condujo a un ocasionalismo igualmente insostenible, que dejaba cada evento a la agencia inmediata y discreción arbitraria de Dios. Uno debe confrontar el hecho, argumentó, tomando su indicación de Ibn Tufayl, de que no podemos probar el punto de manera demostrativa de una forma u otra.

Pero eso no nos deja sin razones para guiarnos: la creación es preferible a la eternidad y más probable; más probable porque la emanación estricta, no guiada por el tipo de voluntad o gracia que los humanos solo podemos comprender en términos volicionales, no parece capaz de diferenciar la simplicidad divina en la multiplicidad que observamos; teológicamente preferible porque tiene más sentido hablar de un Autor del mundo si el mundo es algo que no necesitaba existir, que una vez no existió, pero ahora existe y tiene la naturaleza que tiene debido al acto de Dios.

Las razones son de al-Ghazzali, pero la moderación es de Ibn Tufayl: los filósofos no son ateos; sus argumentos funcionan, aunque la eternidad del mundo es un postulado suyo más problemático de lo que pueden estar dispuestos a admitir, no un axioma, y mucho menos la conclusión de una demostración apodíctica. Pero la alternativa también es problemática, ya que la creación postula un aspecto volicional de Dios, que los monoteístas estrictos saben que es indistinguible en la realidad de la sabiduría divina.

Los monoteístas radicales, aquellos que siguen la lógica y la dinámica de la idea de lo Divino en toda su absolutidad, saben, como al-Ghazzali sabía cuando describió una forma de monismo como el resultado lógico del monoteísmo, que la distinción entre la voluntad divina y la sabiduría, que los voluntaristas teístas se esforzaron tanto por proteger dentro del bastión doxológico de la idea de la creación, debe al final ser absorbida en la unidad trascendente de un Ser absolutamente simple.

Maimónides, de hecho, trata toda diferenciación de los atributos de Dios como un artefacto de la subjetividad humana y la finitud. Pero esta también es una estrategia que comparte con Ibn Tufayl, quien argumenta en el clímax de Hayy ibn Yaqzan que las mismas nociones de unidad y diversidad están comprometidas por el arraigo de nuestros modos de pensamiento en el mundo físico.


Influencia

La influencia que ejercería Ibn-Tufayl es considerable. No solo influyó en la cultura árabe sino que también en otras diversas culturas 

Averroes (Ibn Rushd)

Ibn Tufayl fue mentor de Averroes, quien también fue un influyente filósofo islámico. La novela "Hayy ibn Yaqdhan" inspiró a Averroes en sus propios escritos sobre la relación entre la filosofía y la religión, así como en su defensa del uso de la razón para alcanzar la verdad.

Maimónides

Maimónides, un filósofo judío y contemporáneo de Ibn Tufayl, se vio influenciado por las ideas de su obra. Aunque no está claro si leyó directamente "Hayy ibn Yaqdhan", la integración de filosofía y religión en su obra "Guía de los Perplejos" muestra similitudes con las ideas presentadas por Ibn Tufayl. Podemos ver que en los prólogos de sus obras, Maimónides menciona a Ibn Tufayl

John Locke

El filósofo inglés John Locke fue influenciado por "Hayy ibn Yaqdhan" al desarrollar sus teorías sobre el conocimiento y la educación. Locke menciona la obra de Ibn Tufayl en su "Ensayo sobre el entendimiento humano" y adoptó la idea de la mente como una "tabla rasa", que puede llenarse con conocimiento a través de la experiencia y la observación.

Daniel Defoe

La novela de Ibn Tufayl también se considera una influencia en "Robinson Crusoe" de Daniel Defoe. Ambas historias tratan sobre personajes aislados en una isla desierta que sobreviven y desarrollan sus conocimientos a través de la observación y la experiencia. Aunque "Robinson Crusoe" tiene un enfoque más práctico y menos filosófico, las similitudes temáticas son notables.

Voltaire

El filósofo y escritor francés Voltaire se inspiró en la obra de Ibn Tufayl, especialmente en la forma en que combina filosofía y narrativa. Aunque Voltaire es más conocido por sus críticas satíricas, la idea de buscar la verdad a través de la razón y la observación del mundo natural está presente en sus obras filosóficas.

Baltazar Gracián 

Desde 1861 se ha citado una posible influencia de "El filósofo autodidacta" de Abentofail en la obra de Gracián, específicamente, El Criticón, la cual también recoge teorías de Avempace. En esta obra, un personaje criado en una isla desierta llega a verdades metafísicas mediante la razón pura. Sin embargo, esta influencia es improbable ya que la obra árabe se tradujo al español por primera vez en 1671, después de la muerte de Gracián. Es posible que existiera una versión folclórica similar difundida entre los moriscos aragoneses, que pudo haber influido tanto a Gracián como a Abentofail.

Obras

En realidad, las obras de Abentofail no son abundantes hoy en día. Sin lugar a dudas, su novela filosófica llamada El Filósofo Autodidacta, es la más importante de todas. 

El Filósofo autodidacta


Conclusión

A través de su prolífica carrera como filósofo, médico y consejero, Abentofail dejó una huella imborrable en la historia del pensamiento humano. Su obra cumbre, "El Filósofo Autodidacta", se erige como un faro de luz en el horizonte de la literatura árabe y la filosofía, desafiando las convenciones sociales y religiosas de su tiempo con una mirada penetrante hacia la naturaleza del ser humano y el universo.

La vida y obra de Abentofail nos recuerdan la importancia del cuestionamiento, la búsqueda incansable del conocimiento y la valentía de desafiar las estructuras establecidas en la búsqueda de la verdad. Aunque su figura pueda parecer distante en el tiempo, su legado perdura como un recordatorio de que el pensamiento humano es un viaje eterno, una búsqueda constante de comprensión y significado en un mundo en constante cambio.

domingo, 2 de junio de 2024

Martín de Azpilcueta - Comentario resolutorio del hurto notable


En este texto de Martín de Azpilcueta, desentrañamos la definición del hurto desde una perspectiva moral y legal, destacando cómo el séptimo mandamiento abarca mucho más que el simple acto de tomar lo ajeno. Exploramos cómo cualquier apropiación o daño injusto, ya sea por engaño, fuerza o leyes injustas, se considera hurto, enfatizando que la intención y la acción tienen el mismo peso moral.

A través de argumentos detallados y referencias a teólogos como Santo Tomás y Santo Domingo de Soto, analizamos las diferentes gradaciones del hurto y sus implicaciones. Comparando con la fornicación, demostramos que el hurto, sin importar su magnitud, es un pecado de la misma esencia. Además, abordamos las complejidades del derecho en casos de homicidio accidental, ofreciendo una perspectiva integral sobre cómo se juzgan estos actos.


COMENTARIO RESOLUTORIO DEL HURTO NOTABLE

Nuestro comentario comienza con la siguiente frase de introducción

"Injustamente juzgan como ladrón al que hurta grandes cosas; pero también al que hurta pequeñas, porque no se mide lo que se hurta, no el ánimo del que hurta como no es diversa la fornicación, por ser la mujer hermosa o fea, esclava o libre, pobre o rica: Antes, cualquier que ella sea, una fornicación es. Así en el hurto, cualquiera que sea lo que se hurte, comete pecado de hurto."

Definición del hurto

El séptimo mandamiento de no hurtar, no solo se prohíbe tomar secretamente lo que pertenece al prójimo en contra de su voluntad, lo cual se llama hurto propiamente dicho, sino también cualquier cosa que se tome injustamente o se malgaste, y cualquier daño causado, ya sea por engaño, fuerza de leyes injustas u otra usurpación ilegal de bienes ajenos, e incluso toda intención deliberada de tomar, poseer, dañar o usurpar lo que pertenece a otro en contra de su voluntad, porque, los pecados de la voluntad, palabra y obra son de la misma naturaleza, aunque los pecados de la voluntad no requieren restitución como los de la obra y la palabra. Por lo tanto, notemos que la misma esencia y especie son el hurto de grandes cosas y el hurto de pequeñas cosas. Porque en el Comentario se dice que el ladrón es juzgado tanto por robar poco como por robar mucho, y al final concluye que quien hurta, sin importar la cantidad, comete pecado de hurto. Esto se prueba mejor en el mismo texto, cuando se argumenta con cuidado, y también se dice allí que como la fornificación tiene grados, así también el hurto tiene diferentes grados. Esto es, hurto es hurto, sea grande o pequeño, y es de una misma especie y casta, así como la simple fornicación. Por lo tanto, la toma de una cosa pequeña es solo un hurto de la misma manera que el hurto de una cosa grande. 

Esto está claro, ya que aunque sean iguales, el pecado es mayor al fornicar con una mujer casada que con otra. Es innecesario decir que la intención de San Jerónimo, que se deriva de la argumentación a partir de esas palabras (Porque dudan si no se mira lo que se hurta, sino la intención de quien hurta), fue decir que solo la toma de una pequeña moneda es hurto. No obstante, esto no es todo, ya que se responde que por otra razón y semejanza, esto es así. De esto se deduce de la consideración de la fornicación y de la conclusión, que su intención fue decir lo que hemos señalado.

Se argumenta que la cuestión es una notable limitación del derecho, verdadera, para lo cual se debe traer a la memoria una regla afirmada, que todo homicidio, ya sea por obra ilícita o lícita ilícitamente hecha, resulta en una consecuencia. Entonces, ¿es verdad, como sostiene Santo Domingo de Soto, que solo hay lugar cuando se realiza la obra de tal manera que el homicidio es ilícito por ser peligroso para la vida o la mutilación, y está prohibido, y no en otros casos que son ilícitos por otras razones? Contra esto se argumenta lo siguiente: 

Primero, que según los comentarios de Santo Tomás, así como todos los demás indistintamente dicen, que es irregular quien realiza alguna obra ilícita o lícita ilícitamente, si de ella resulta muerte o mutilación. 

Lo segundo, que Silvestro especifica que el clérigo que accidentalmente mata a alguien mientras caza, lo cual le está prohibido, es irregular, aunque no lo sería un lego en circunstancias similares. Asimismo, cuando alguien corta un árbol ajeno y por accidente mata, es irregular, aunque haya tomado todas las precauciones posibles para evitarlo. 

La tercera cuestión es que no hay un texto que pruebe eficazmente este punto. 

Lo cuarto es que la inducción de un capítulo sobre este tema presupone ciertas cosas que son inciertas, y la opinión común tiene lo contrario. 

Lo quinto es que hay muchos textos que generalmente establecen como regla que aquel que comete homicidio, ya sea en paz o en guerra, es irregular. 

Lo sexto argumenta que si la inducción fuera verdadera, la limitación sería falsa, ya que la limitación implica que quien comete una obra ilícita, que está prohibida por ser peligrosa para matar a alguien, y de la cual resulta muerte o mutilación, sería irregular, lo cual se aplicaría al monje mencionado en el texto, quien realizó una obra ilícita que estaba prohibida por ser peligrosa para causar la muerte. 

El séptimo punto es que según nuestro parecer, el sentido del mismo Santo Tomás y la opinión común es que el asesoramiento que lleva a la muerte, ya sea por asesinato o por otra acción que resulte en muerte, hace irregular a quien da ese asesoramiento.

Conclusión

Interesante el análisis que hace Azpilcueta sobre el hurto y el homicidio. Se destaca la igualdad en la gravedad del hurto, independientemente de la magnitud de lo robado, lo cual nos lleva a cuestionar nuestras percepciones convencionales sobre la moralidad de las acciones. Además, se plantea una interesante discusión sobre la irregularidad en el homicidio, explorando diversas perspectivas teológicas y legales para comprender mejor este concepto.

El análisis no solo busca dilucidar las normativas legales y religiosas que rigen estas acciones, sino también invita a una profunda introspección sobre las motivaciones detrás de los actos humanos. Al destacar la complejidad ética y moral de estas cuestiones, el texto nos insta a reflexionar sobre la naturaleza misma de la moralidad y la justicia en nuestra sociedad.

jueves, 30 de mayo de 2024

Martín de Azpilcueta - Comentario resolutorio de la necesidad de defender la muerte espiritual y corporal

 







COMENTARIO RESOLUTORIO DE LA NECESIDAD DE DEFENDER LA MUERTE ESPIRITUAL


PRIMERA PARTE

Este capítulo está originalmente en el libro de Oficios de San Ambrosio, por cuyo original emendado por Erasmo corregimos tres errores que tiene en muchas impresiones, incluso en la que se hizo en León con letras algunas en color rojo. El primero al comienzo, donde en lugar de "pionin inferenda" dice "Non inferenda". El segundo, donde en lugar de "Bellico" tiene "inbeallis". El tercero, después de "erfluor".

Es una conclusión dignísima de memoria y para cualquier Príncipe y varón esforzado, pues flaqueza es, y no esfuerzo, hacer injuria. Pues ya que flaqueza y fortaleza son contrarias, dice aquí San Ambrosio que ley es de fortaleza apartarla y evitarla, y será de flaqueza hacerla y acercarla. Y que San Ambrosio entienda fortaleza por aquella palabra, así por ser el excelente latín y por ser ella su propia significación. Porque tratando de la virtud de la fortaleza dice ello: aunque por poner algún esfuerzo en adquirir y conservar los buenos hábitos del alma, todos ellos se llaman virtudes, como todos los malos hábitos se llaman flaquezas, enfermedades e ignorancias. 

De donde se sigue cuán flaca opinión es la que algunos reyes y señores, y otros señalados varones tienen, de que no les parece que pueden nada en la tierra donde reinan y señorean, ya que no pueden salir con lo que es justicia y razón, sino pueden salir con lo que es contra ellas. Por lo cual, por muchas vías procuran ser tenidos por tan poderosos que valen con todo lo que quieren, ya sea justo o injusto: y quieren ser obedecidos, temidos o complacidos en todo lo que ellos quieren; y no miran que el valor y esfuerzo (como dice aquí San Ambrosio) no consiste en hacer injusticia, sino en guardar que no se haga. No miran aquello de Julio César: "Cuanto uno es mayor, tanto menor licencia tiene de obrar mal." 

No miran que poder pecar y hacer injusticia no es poder, sino falta de él, como dice San Agustín. Por lo cual Dios, que todo lo puede, no puede esto. No miran el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, que nunca hizo injusticia y sufrió muchas penurias. No ven lo que nadie deja de respetar. Por lo cual, que se determinen de nunca más querer ser obedecidos, temidos o complacidos en cosas mortalmente injuriosas o injustas. Y de aquellos que dicen: "Dios me guarde de hacer mal, pero para la que se me hiciere, me valdré de buena paciencia," se entiende como muchos de la venganza privada, que es pecado mortal.

Defender al próximo

La siguiente conclusión que se extrae de este texto es que peca quien no detiene la injuria al prójimo. Lo cual aquel excelente, y uno de los cuatro principales doctores de la iglesia, San Ambrosio, no solamente con su gran autoridad lo quiere persuadir aquí, pero aún con razones filosóficas y con el ejemplo de Moisés y la autoridad de Salomón. La razón es digna de memoria y como queda dicho para todos los que se consideran esforzados: que ley de fortaleza y esfuerzo es apartar la injuria, y al que no defiende contra la injuria, peca.

San Ambrosio también argumenta que quien puede detener la injuria y no lo hace, consiente en ella, y este consentimiento y favor también es pecado. El Papa Eleuterio y otros dijeron que no solamente consiente, pero incluso favorece, quien no detiene la injuria. Santo Tomás también dice que consentir en el mal cuando se puede impedir es pecado.

Otra conclusión es que no debemos considerarnos obligados a intervenir de tal manera que ninguna ley nos obliga. Sin embargo, San Ambrosio argumenta que estamos obligados a refrenar las audacias excesivas y los temores desmesurados para no emprender acciones contra la razón. Aunque alguien podría dejar de defender al prójimo por negligencia, pereza, vergüenza u otras causas, que no son pecados morales, la ley de la caridad nos obliga a amar al prójimo como a nosotros mismos.

Estamos obligados a defender al prójimo, especialmente en situaciones de extrema necesidad, como cuando alguien está en peligro de muerte. Este deber es mayor que el de defender la propiedad o el honor, pues el daño a la persona es mayor que el daño a la propiedad.

La siguiente declaración establece que para que alguien, al no defenderse, peque cuando puede defenderse, es necesario que sea obligado a hacerlo. Santo Tomás lo expresó muy bien y Cayetano lo aclaró; porque no defenderse es pecado solo cuando uno está obligado a actuar. Añadimos que, según algunos, no está obligado a defenderse aquel que, al hacerlo, no sufre daño a su honor, estimación, vergüenza, o haciendo lo que puede hacer. Según Felino, nadie lo contradice y nosotros nunca lo contradecimos en cátedra:

Es razonable que ahora lo contradigamos. Primero, porque estamos obligados a socorrer a quien se encuentra en extrema necesidad, aun con daño de toda nuestra hacienda, que no es necesaria para la conservación de nuestras vidas, si fuera menester. Así lo dijo San Ambrosio en otra parte y lo repetimos después de Santo Tomás: y el que no puede escapar en extrema necesidad de esta.

También consideramos que no nos excusa la vergüenza, o alguna disminución de nuestra reputación, como dice Felino, pero ni siquiera el peligro de perder el honor: porque también es bien perder una pequeña parte del honor para salvar la vida, y es menor bien sin igual que ella, como lo probamos extensamente. Además, porque con gran pena se puede defender, lo que dice Felino es tan aceptado, aun en otros bienes: como prueban aquellas dos autoridades que mencionamos del que encuentra el buey de su prójimo perdido, y el asno caído en tierra con su carga, obligados a poner algo de nuestra hacienda para restituir el daño del prójimo: pues que esas cosas no se pueden hacer sin algún daño de hacienda, tiempo o esfuerzo, si lo que hace, puede pedir lo que merece su trabajo, tiempo, o esfuerzo.

Como también el que socorre al que está en extrema necesidad puede hacerlo, pues la ley obliga a socorrer y liberar al prójimo de aquel daño: pero no lo obliga a hacerlo gratuitamente y sin costo. Mas una vez ha de ponerse: por la cual consideración, se puede responder a algunos que quieren probar que nadie está obligado a otro si por ello puede llevar premio, el cual nadie puede llevar por lo que está obligado a hacer: porque se puede responder, que esto se ha de entender del que está obligado a hacerlo.

Sobre esto: capítulo Nomine y texto: Tiene extrema necesidad de ello, pero no gratuitamente, al menos si es rico. Como también el abogado, el procurador, el notario, el escribano, y aun el doctor muchas veces están obligados a usar sus oficios, y aun pueden ser compelidos a ello, por lo que alega, pero no están obligados a hacerlo gratuitamente, y por eso pueden tomar dinero por su uso. Además, porque no tiene razón Felino en que todos los que por justicia están obligados a defender a otros: tales como los jueces, y otros que están obligados a ello con incomodidad de su hacienda y aun persona, aunque no temerariamente, como lo dijimos en el Manual.

Resolvemos, por ende, mejor que aquí se ha resuelto, diciendo: Lo primero, que por dos vías podemos estar obligados a defender al prójimo: por la de los preceptos de la caridad, y por la de la justicia. Lo segundo, que por los de la caridad, estamos obligados a defender la vida del prójimo si injustamente se la quieren quitar, y no hay quien se la pueda o quiera defender, si no nosotros: y así tiene extrema necesidad de nuestra defensa, aunque por ello perdamos la hacienda y aun la honra: con tanto que no aventuremos la vida. Lo tercero, que lo mismo se ha de decir de sus bienes, sin los cuales no puede conservar su vida. Lo cuarto, que aun para evitar otros daños de su hacienda, estamos obligados a poner de nuestro trabajo y hacienda, lo que fuera menester, y podemos poner sin escándalo, cuando probablemente no hay otro que lo pueda o quiera librar de ellos. Lo quinto, que podemos, sin embargo, después recobrar lo que por ello pusiere. Lo sexto, que lo dicho por Felino procede solamente, cuando el daño del prójimo es tan pequeño, que a juicio de buen varón no es justo que nos pongamos lo que cumple para librarlo de ello. Lo séptimo, que no sin causa dijimos (de nuestro trabajo y hacienda) porque no estamos obligados a poner nuestra honra por su hacienda, sino cuando la grandeza de la hacienda, y la pertenencia de la honra, las contraponen: pues (como lo probamos) la honra es de mayor precio que la hacienda.

Lo octavo, que tampoco dijimos sin causa (la vida que injustamente se la quieren quitar) porque no estamos obligados a rescatar con hacienda la vida del que justamente está condenado a perderla, aunque el Rey, la ley, el estatuto, o la sentencia le diera facultad de poderla rescatar con dinero. Y así se debe nuevamente limitar el dicho capítulo de San Ambrosio.

Puesto que sabemos, que se puede replicar, que el tal condenado está en extrema necesidad, y que el haber caído por su culpa en ella, no le quita los privilegios de ella y que estamos obligados a socorrer a los que en ella están puestos, por los juicios de Dios justísimos. Porque no es mucho, que aquella justa condenación nos quite a nosotros la necesidad de rescatarlo, pues le quita a él mismo la facultad de defenderse: y aun la necesidad de rescatarse, si bien se pesa una doctrina de Escoto, referida por nosotros en otra parte.

Lo contrario, que quien lo quisiera rescatar, le podría vender el tal condenado, si quisiese, por lo que en el Manual dijimos. Concluimos, por ende, mejor resolviendo que:

  1. Primero, por los preceptos de la caridad, estamos obligados a defender al prójimo si injustamente se la quieren quitar, y no hay quien se la pueda o quiera defender, si no nosotros: y así tiene extrema necesidad de nuestra defensa, aunque por ello perdamos la hacienda y aun la honra, con tanto que no aventuremos la vida.
  2. Segundo, que lo mismo se ha de decir de sus bienes, sin los cuales no puede conservar su vida.
  3. Tercero, que aun para evitar otros daños de su hacienda, estamos obligados a poner de nuestro trabajo y hacienda, lo que fuera menester, y podemos poner sin escándalo, cuando probablemente no hay otro que lo pueda o quiera librar de ellos.
  4. Cuarto, que podemos, sin embargo, después recobrar lo que por ello pusiere.
  5. Quinto, que lo dicho por Felino procede solamente, cuando el daño del prójimo es tan pequeño, que a juicio de buen varón no es justo que nos pongamos lo que cumple para librarlo de ello.
  6. Sexto, que no sin causa dijimos (de nuestro trabajo y hacienda) porque no estamos obligados a poner nuestra honra por su hacienda, sino cuando la grandeza de la hacienda, y la pertenencia de la honra, las contraponen: pues (como lo probamos) la honra es de mayor precio que la hacienda.
  7. Séptimo, que tampoco dijimos sin causa (la vida que injustamente se la quieren quitar) porque no estamos obligados a rescatar con hacienda la vida del que justamente está condenado a perderla, aunque el Rey, la ley, el estatuto, o la sentencia le diera facultad de poderla rescatar con dinero. Y así se debe nuevamente limitar el dicho capítulo de San Ambrosio.
  8. Octavo, que no es mucho, que aquella justa condenación nos quite a nosotros la necesidad de rescatarlo, pues le quita a él mismo la facultad de defenderse: y aun la necesidad de rescatarse, si bien se pesa una doctrina de Escoto, referida por nosotros en otra parte.
  9. Noveno, que quien lo quisiera rescatar, le podría vender el tal condenado, si quisiese, por lo que en el Manual dijimos.

En una tercera parte de la disertación, se expone que, aunque uno pueda estar obligado a prevenir un daño, no siempre se puede suponer que quien no lo hace actúa con mala intención. En primer lugar, porque alguien podría omitirlo por placer o para evitar ese daño, sin que esto implique necesariamente una falta de defensa debida. Además, aunque quien contraviene una ley sin causa justificada pueda ser sospechado de hacerlo por malicia, no se puede asegurar esto si existe alguna otra razón. Esto se ilustra con la opinión de Dominicoc después del Arzobispo.

En segundo lugar, la experiencia muestra que muchos, especialmente aquellos cercanos a personas poderosas, dejan de hacer muchas cosas a pesar de estar obligados a ello, incluso a costa de perder bienes, para no perder la gracia y los favores que esperan. Por tanto, aunque se sufra daño en el honor y la hacienda, no se presume que la omisión se deba a la aceptación de la injusticia. Se sigue que no se peca necesariamente por no defender, ni se presume consentimiento de la ofensa.

La cuarta declaración establece una gran diferencia entre no defender y consentir por un lado, y consentir y favorecer por otro. No defender y consentir sin favorecer es pecado contra la caridad y la misericordia, y contra el precepto de amar al prójimo. Esto se prueba, ya que es una obra de odio, envidia, discordia, contienda, todas contrarias a la caridad. Consentir y favorecer al que causa una injusticia es contra la virtud de la justicia, porque se actúa contra el mandamiento que el injuriador viola, y todos los preceptos del decálogo, que son de justicia, según Santo Tomás.

Para aquellos que dicen que el precepto de amar al prójimo se reduce al cuarto mandamiento del decálogo, y por lo tanto es precepto de justicia, respondemos que negamos esta reducción. Todos los otros preceptos de caridad y otras virtudes también se reducen a los del decálogo.

La quinta declaración indica que hay gran diferencia entre consentir y favorecer. Consentir sin favorecer no obliga a restituir el daño causado por no defender, pero sí obliga cuando se favorece. Esto es según la doctrina del Manual y otros textos, que indican que quien peca contra los preceptos de caridad y misericordia no está obligado a restituir el daño, a diferencia de quien peca contra la justicia.

Finalmente, no se presume que quien consiente en la ofensa necesariamente favorece al ofensor. Es raro inducir dos presunciones en un mismo caso, y el derecho civil no considera delito el simple no defender, aunque el derecho canónico pueda considerarlo. Pero en ambos derechos, solo los favorecedores del delito deben ser castigados. Quien sabe que se va a cometer un homicidio y no lo impide no es irregular si no se presume que consintió y favoreció. Se debe tener en cuenta que, en el foro exterior, solo se castiga a quien manifiestamente colabora en el delito.

Defensa y pecado

Segunda conclusión notable y propia: Arriba, en la primera respuesta, decimos que la razón por la cual uno no debe defender a su prójimo no es porque consienta y deje ofenderlo, pues si defiende o no defiende, puede o no puede defender, consiente y peca, como se ha dicho anteriormente. La razón es que, no defendiendo, estando obligado a ello, actuará solo por caridad y a veces por caridad y justicia y a veces con daño a su hacienda y honor, y otras veces no, como queda apuntado. Aunque más peca quien la infringe y guarda, si consiente en ello. Y que los textos que dicen que quien no defiende consiente no quieren decir que si uno consiente no pecará, sino que por no defender, peca. Y aun cuando lo pueda hacer y no lo haga, se presume, en cuanto al acto externo, que consiente y deja la ofensa, como se apuntó en el cuarto dicho. En la segunda decimos que confesamos como seguro que no estamos obligados a lo que ninguna ley nos obliga. Negamos que no haya ley que nos obligue a defender al prójimo, porque la hay, a veces solo por caridad y a veces por caridad y justicia, como luego lo diremos. 

Negamos también que la ley de la fortaleza no nos obligue a ello al menos mediáticamente, como lo dice nuestro texto, porque confesamos lo que en duda se propone: que el objetivo principal de la virtud de la fortaleza es refrenar las audacias y temores para que no nos hagan emprender o dejar de emprender lo que la razón manda, y que algunas veces algunos dejan de defender por malicia, y no por temor. Así, nos han de confesar que a veces se deja la defensa por temor a la muerte o a algún daño personal, de honor o hacienda, y aun a veces por vergüenza y por no perder la gracia de los hombres, contra la ley de la fortaleza que manda que por ningún temor se deje de hacer lo que la razón manda.

A la tercera respondemos que la ley de la justicia conmutativa obliga a muchos, muchas veces, a defender al prójimo: como hemos dicho, a los reyes, prelados, jueces y otros así expresados, da honra, poder, autoridad, renta, estipendio o jornal para sus cargos, de los cuales es defender a sus súbditos y encargados en paz, salud, justicia y tranquilidad. 

Da la ley un poder, autoridad y derecho al padre, al señor, al tutor, curador, al cura y otras guardas, ciertos derechos y poderes sobre los hijos, esclavos, pupilos, menores, parroquianos y otros encargados, y así los obliga a su defensa, como queda dicho. A la cuarta duda respondemos, lo primero, que como ya queda dicho en las dos respuestas precedentes, la ley de la caridad, que nos manda amar al prójimo, nos obliga a defenderlo tanto, como y cuanto queda dicho. Lo segundo, que aunque seamos obligados a amar al prójimo con ese soberano amor de caridad, lo haremos con el natural amor para hacer la defensa mencionada, o al menos para evitar el pecado de omisión. Lo tercero, que confesamos ser más obligados a defendernos a nosotros mismos que a los prójimos, y que no estamos obligados a defendernos matando a quien nos quiere matar, pero esto no significa que no estemos obligados a defender al prójimo diligentemente, porque lo que podemos consentir en nuestro perjuicio no podemos en el ajeno, sin su consentimiento.

De lo cual se podría inferir que el que dijese que no quiere que lo defendamos con la muerte de quien lo quiere matar, y suponemos que esto lo dice con buena intención para que el otro no muera en pecado, estaríamos obligados a ello. Lo cuarto, que no decimos simplemente, comisionados o no, que comúnmente estamos obligados a defendernos matando a quien nos quiere matar, porque alguna vez, alguno lo puede hacer, y aun escribimos, mucho ha, siendo catedrático del decreto en esta célebre universidad de Salamanca, oyéndonos el Emperador nuestro señor Carlos Quinto, el día que fue servido de oír a los catedráticos, donde dijimos que su Majestad, siendo tan valeroso nuestro Rey, que fuese útil su reino, ni otras personas públicas singularmente útiles a ella, se podrían dejar matar sin pecado, por no matar a otros soldados que juran pelear por su Rey, se podría dejar matar a sus enemigos, por no matarlos, como más largo lo probamos allí. También disputamos si un simple hombre podría justamente matar a un Rey que sin razón y causa, y sin conocimiento del caso, quisiese matarlo, y lo mataría, sin cometer homicidio.

A la quinta duda respondemos concediendo que regularmente ninguno está obligado, bajo pena de pecado mortal, a hacer obra de misericordia al que no está en extrema necesidad, como en ella se prueba, pero si alguna vez, como lo prueban aquellas dos autoridades del Éxodo y del Deuteronomio, que hablan del que roba con el buey de su vecino amamantado y el asno cargado, de las cuales se podría colegir una regla singular que nunca habíamos tratado, que todas las veces que un prójimo está en peligro de recibir algún daño notable, del cual no puede librarse, o se cree que no se librará por sí ni por otro, sino por mí, estoy obligado a librarlo bajo pena de pecado, y lo puedo hacer sin recibir daño, de lo que luego diremos: y por consiguiente, si al menos quieren abofetear a un viejo enfermo desamparado, que no se puede librar del daño sin mi ayuda, que me hallo presente, y yo lo puedo librar sin arriesgar mucho, estoy obligada a hacerlo; lo cual todo es cosa cotidiana y mal tratada.

A la sexta respondo concediendo que nadie está obligado a defender a otro (aun cuando no hay otro que lo defienda), con peligro de perder tanto en ello cuanto ha de perder el otro si no fue defendido; ni aun arriesgando menos, pero tanto cuanto es razón que arriesgue, a juicio de buen varón, pero si tanto, cuanto un buen y prudente varón dijere ser razón, quedándole derecho para cobrar del defendido lo que en ello pudiere, como queda dicho.

La primera ilación trata sobre tres opiniones famosas acerca de los pecados de omisión en defensa del prójimo. La primera, ninguna de las tres opiniones está completamente en lo cierto sobre la materia. Acerca de la interpretación de los textos mencionados, parece que ninguna de las opiniones está completamente correcta.

La segunda ilación señala que cada una de las tres opiniones famosas tiene algo de verdad. Por ejemplo, Juan acertó en cuanto al pecado contra la caridad, Bernardo en cuanto al pecado contra la justicia, e Inocencio en cuanto a la gravedad o levedad del pecado. Esta diversidad de opiniones, a nuestro parecer, surgió de no entender o no advertir la diferencia entre las censuras, restituciones y otras penas entre los pecados que son solo contra la caridad y los que son contra la justicia, como se mencionó anteriormente.

La tercera ilación contiene lo que algunos decidieron en cierta parte del Manual de Confesores, es decir, el verdadero significado de una Decretal de Inocencio III que aún no ha sido bien comprendido o explicado. Bernardo dice que su interpretación es que solo aquellos descomulgados por no defender al clérigo, a pesar de tener la obligación de hacerlo, deben ser considerados como descomulgados.

La cuarta ilación afirma que todo aquel que deja de defender al clérigo pudiendo y debiendo hacerlo, contra la justicia, es verdaderamente y presumiblemente descomulgado, lo cual debe ser considerado por Dios, no solo aquellos con autoridad judicial pueden hacerlo, sino también aquellos que pueden hacerlo por sí mismos.

La quinta ilación explica la respuesta a una pregunta que algunos han tenido en el Manual: si por algunas palabras que ponemos, ningún crimen o delito (por grave que sea) induce irregularidad. Respondemos que no, excepto en los casos expresados por el derecho.

La sexta ilación concluye que ninguna de estas opiniones induce realmente irregularidad, excepto en los casos específicamente mencionados por el derecho, de los cuales esta opinión no es uno.

La séptima ilación sostiene que Bernardo tiene razón al decir que no es descomulgado quien solo deja de defender al clérigo, si no está obligado por la justicia a hacerlo. Y si lo es, no se debe presumir que lo es, a menos que haya una mala intención, lo que significa que él lo es, concordando con las condiciones requeridas.

Conclusión

El texto nos sumerge en un discurso moral profundo, que aborda la responsabilidad moral hacia los demás y la necesidad de actuar con compasión y altruismo. Se destaca la obligación de evitar el pecado mortal del prójimo y ofrecer ayuda tanto espiritual como corporal cuando sea necesario. A través de estas reflexiones, se nos invita a considerar cómo nuestras acciones impactan en la vida y el bienestar de los demás, subrayando la importancia de promover el cuidado mutuo y la justicia moral en nuestras interacciones diarias. En última instancia, nos desafía a reflexionar sobre cómo podemos contribuir al florecimiento humano y al bien común en nuestra comunidad.

Martín de Azpilcueta - Comentario resolutorio de simonía mental

 


El "Comentario resolutorio de simonía mental" aborda una cuestión crucial en la esfera eclesiástica medieval: la práctica de obtener cargos o beneficios mediante actos de simonía, especialmente la simonía mental. Este fenómeno, que implicaba el ofrecimiento de donativos o favores para alcanzar posiciones de poder dentro de la Iglesia, generaba controversias y desafíos éticos en la comunidad religiosa. En el contexto de la época, la simonía mental planteaba dilemas legales y teológicos, y su resolución requería una comprensión profunda de las normativas eclesiásticas y su interpretación en relación con la conciencia y la voluntad de los implicados. En este comentario, exploraremos las implicaciones y las soluciones propuestas para abordar este problema, analizando las perspectivas legales y éticas presentadas en textos históricos relevantes, como el citado en la introducción.

COMENTARIOS RESOLUTORIOS DE SIMONÍA MENTAL


PRIMERA PARTE

Comisión de los abades y los monjes

La conclusión principal de este capítulo es que aquellos que tienen la autoridad del Papa para dispensar con monjes también pueden dispensar con abades. Esto se deduce claramente del hecho de que quien recibe la comisión del Papa para dispensar según lo establecido por el concilio general con respecto a los monjes que han sido recibidos mediante simonía en los monasterios, también puede dispensar con los abades. Resulta sorprendente que el erudito loannes Malar (a quien admiramos mucho por sus logros y por haber sido discípulo de nuestro querido maestro, el doctísimo Doctor Miranda, Sancho de Carraca Navarro, gran gloria de la universidad de Alcalá y de la cátedra magistral de Sevilla) afirmara que este capítulo se hizo para determinar que el capítulo Quoniam, que trata de los monjes, también se aplica a los abades. 

Esto se apoya en el hecho de que las palabras del capítulo claramente indican que se refieren a la interpretación de la comisión enviada por el Papa Gregorio IX para dispensar, y no a la interpretación del propio capítulo. Además, es verdad que aunque este capítulo no se creó con ese propósito, se podría deducir por esta inducción que aquellos que dicen una cosa están de acuerdo con lo que eso implica. Además, Gregorio IX dice que su comisión incluye dispensar según la forma de ese capítulo, lo cual se envió a los abades. 

Esto no sería posible si aquel concilio, que claramente trata sobre monjes y monjas, no incluyera a los abades. También se puede deducir por una argumentación más sólida, considerando que la disposición del derecho común debe corresponder a la comisión del Papa, y el texto mismo testifica que la comisión enviada en relación con dicho capítulo no solo incluye a los monjes, sino también a los abades. Por lo tanto, por una razón aún más poderosa, es evidente que los abades deben estar incluidos en aquel capítulo que trata sobre los monjes.

¿Es válida la comisión que se refiere a los monjes para extenderse también a los abades? Pues parece que los abades y los monjes son cosas distintas, e incluso se trata de otro capítulo. Además, siendo cierto que no se puede proceder contra los abades por un rescripto impetrado contra los monjes, y aún parece claro que una comisión que trata de religiosos no se aplica a los prelados, como indican algunas fuentes. 

Mas la razón de esta conclusión se compone de dos o tres reglas notables. 

  1. Una es que el monje, al ser hecho abad, ya no es monje. 
  2. Otra, que la comisión que anteriormente mencioné de Gregorio IX, por la cual daba poder para dispensar según lo que el derecho ordenaba, era un favor. 
  3. Y la tercera es que este favor no perjudicaba a nadie, ni iba en contra del derecho, ni provocaba abuso.


La cual hemos añadido porque el favor que perjudica a un tercero debe ser restringido, como los rescriptos para pleitos que excluyen la jurisdicción de los ordinarios, se restringen. Y los privilegios que van en contra del derecho, y las dispensaciones y gracias en beneficio, por dar ocasión de ambición. Y si se considera que quien tiene la capacidad de dispensar, relaja en detrimento del derecho común, entonces, la comisión de este texto que trata de dispensación debería ser restringida y no ampliada. Por lo tanto, cuando se pregunte, se debe responder que la dispensación de la que habla la objeción es otra cosa y no tiene las condiciones que se requieren. Y se debe restringir no solo el poder para dispensar, sino también las condiciones que nuestro texto menciona, y por lo tanto, se debe simplificar.

De todo lo cual se infiere que aunque el acto de dispensar sea una cosa odiosa y digna de ser restringida, la comisión para dispensar es algo favorable y digno de ser ampliado. Además, en otro lugar se dice que los comisarios que el Papa da para dispensar en los casos en que la ley no puede actuar deben ser ampliados, porque tal es la comisión de la que trata el texto, si se interpretan correctamente aquellas palabras: "según la disposición del general consejo, dispensar". Y aún así, esta conclusión, aunque generalmente establecida, debe ser sostenida, aunque el texto no la pruebe necesariamente. Pues el poder de uno para dispensar es un favor y no perjudica a nadie, ni va en contra del derecho, ni proporciona ocasión para la ambición, que son las cuatro cualidades mencionadas que conducen al favor y a la expansión.

De esta conclusión se pueden inferir algunas cosas útiles, como lo menciona Felimán, aunque no esté completamente claro, que en lo que respecta a los derechos naturales, no se comprende completamente una objeción con la cual el Papa generalmente suele corregir los defectos de un estatuto, limitando discretamente que no proceda cuando las personas con las que se va a dispensar no se especifican, como lo dijo aquí Panormita y lo confirmó una trinidad de glosadores, porque entonces parece más una dispensación no ejecutada que un simple poder para dispensar.

La interpretación amplia no debe permitir que los comisarios dispensen sin conocer ni calificar adecuadamente la causa, como advirtió Panormita. Esto evita que se cometan errores y abusos por parte de los delegados y ordinarios al dispensar sin conocimiento o información suficiente, lo cual usurpa la autoridad del Papa, quien solo puede dispensar con pleno conocimiento. Es esencial que los obispos y otros líderes eclesiásticos no dispensen sin causa justificada y sin conocer los hechos pertinentes, como claramente determinó Inocencio III. La dispensación debe estar en línea con la ley común y no debe ser una herramienta para transgredir las normas establecidas.

Esto significa que no debería ser considerado desagradable ni sujeto a restricciones. Por lo tanto, si alguien se compromete a proveer comida, vestimenta o libros a los monjes o frailes de la orden de San Benito, debería estar igualmente obligado a proporcionarlos al abad en la misma medida que a cualquier otro monje, como sostiene Bartolomé de Brescia. Además, añadimos que no importa si la materia es espiritual o material, ya que algunas comunidades lo interpretan de manera diferente. Es importante entender que las palabras en una dispensación, aunque sean simples o ambiguas, deben interpretarse tan ampliamente como sea posible, como lo sugieren Aretino y otros. Esto se aplica especialmente a los monjes de mayor rango.

De todo esto inferimos otra conclusión que parece contradictoria con la mente que se desprende de las palabras aquí expresadas por todos: que si el Papa dispensara con todos los monjes o religiosos de un monasterio que cayeron en irregularidad por la violación de tal prohibición, sería considerado dispensar también con el abad o superior de ese monasterio. Aunque se considera que la dispensación es desagradable y sujeta a restricciones por todos, porque la palabra "monje" o "religioso" en su significado propio incluye al abad profesado, y no hay suficientes indicios para asumir que el autor de la dispensación no quiso incluirlo.

También deducimos de esto una nueva y singular condición, que tales dispensaciones u otras similares tienen lugar con los abades y prelados comendatarios que nunca hicieron profesión como verdaderos monjes o canónigos regulares, ya que la razón principal de este texto y de otros similares es referirse a monjes profesados, ya que ni propiamente ni impropia se les puede llamar monjes o canónigos regulares.


SEGUNDA PARTE

Simonía mental 

Los que cometen simonía mental se les llama delincuentes por la palabra "sólo mentalmente", y porque claramente significa cumplir penitencia por esas palabras "suficiente para delinquir, pero sin satisfacer".

Porque los pecados de la voluntad, palabra y obra son de una sola especie y malicia, y la simonía puesta por obra es un pecado muy grave. San Agustín, al considerar la condenación del pecado, dice que la simonía mental es alcanzar lo que se busca sin la justicia adecuada.

Se considera que nadie por la voluntad de cometer simonía es simoníaco, lo cual es claro porque por esa simonía mental nadie comete pecado de simonía, aunque algunos lo expresen de otro modo. Juan Mayor opina que no es pecado de simonía, sino que los verdaderos simoníacos son aquellos que la cometen por obra y caen en las penas establecidas. De esto se sigue que hay muchas especies de simonía: mental, conyugal y real.

El Manual, después de explicar qué es la simonía, distingue que hay tres tipos de simonía: mental, conyugal y real. La simonía mental es querer dar o recibir algo temporal a cambio de algo espiritual, sin realizar el acto explícito ni tácito de dar o recibir.

También, hay duda sobre si sería simonía mental, convencional o real prometer una cierta cantidad de ducados y obligarse mediante un documento a pagarlos para obtener un obispado u otro beneficio, sin tener la verdadera intención de comprar ni pagar lo prometido. A esto responde el Cardenal Cayetano, seguido por el Doctor Soto, que no: porque la culpa y denominación de las obras exteriores dependen de la intención interior. Así, no puede haber simonía real y verdadera si no existe la intención mental, ya que la simonía implica una voluntad consciente de comprar, y en este caso no hay una verdadera compra ni venta, solo una aparente. Por consiguiente, en este caso no hay simonía verdadera, sino solo aparente.

Cayetano concluye que, aunque el prometedor participe de la simonía mental del que quiere vender lo espiritual, escandalizando a otros y mintiendo, no peca por cometer simonía. Ambos infieren que no está obligado a dejar el beneficio adquirido por ese engaño.

Nosotros añadimos que, para que exista un pecado de simonía, no es suficiente la mera voluntad de hacer o dar algo temporal a cambio de algo espiritual. Esto se encuentra en este caso, pues uno quiere vender lo espiritual y el otro, aunque no lo quiere comprar de verdad, hace una promesa y se obliga exteriormente en un documento, lo cual es algo temporal evaluable en dinero. Esto confirma que nadie negaría que es simonía si yo ofreciera un beneficio a cambio de que, mediante un documento, se obligaran a darme o a otro mil ducados, que se podrían exigir como pago, aunque no lo tengan realmente en mente. Por lo tanto, dar el beneficio por algo valorable en dinero sería simonía.


TERCERA PARTE


Simonía mental y restitución

El tercer punto es que la simonía mental no obliga a restituir lo obtenido por ella, y esto no por algo espiritual, sino temporal. De lo cual se deduce que no necesariamente se incurre en alguna otra pena ordenada por el derecho contra los simoniacos. La obligación de restituir lo ganado por simonía no es, en muchos casos, una deuda contraída por tomar simonía. Algunos piensan que la pena es extrínseca, como las de suspensión, privación y exclusión, y puesto que no se incurre en ellas, no hay obligación de restitución, aunque sí en otras penas. En esto, todos coinciden y también dicen que esta conclusión aplica solo a las simonías mentales que no implican tomar nada.

Sin embargo, hay gran dificultad con esta tercera conclusión, y su significado es debatido. Algunos creen que la simonía mental, que implica dar o tomar algo sin declaración expresa o tácita, obliga a restituir lo obtenido, porque no hay una diferencia suficiente entre esta y la simonía mental. Nosotros, sin embargo, seguimos la opinión contraria, que considera que no hay obligación de restitución por la simonía mental.

En primer lugar, porque afirmar que la simonía mental no obliga a restituir el beneficio obtenido por ella no es algo aceptado de manera universal. Y, segundo, porque hasta ahora, este texto y casi todos los que tratan del tema coinciden en que, aunque la intención sea pecaminosa, Dios castigará por ello, pero no necesariamente se incurre en una pena eclesiástica, y por lo tanto, no hay obligación de restituir el beneficio obtenido.

De esto se concluye que aquellos que tienen en alta estima la sabiduría de aquel doctor no deben interpretar sus palabras como una afirmación de que la simonía mental no obliga a restitución. Porque claramente habla de la simonía cometida solo con la intención interior sin manifestarla externamente, de la cual solo Dios es juez, y de la cual se debe hacer penitencia, y de la simonía mental con la que se adquirió algo, afirmando que no está obligado a renunciar al beneficio obtenido por ella. Además, sería inapropiado decir que el Santo Doctor duda sobre algo que nunca fue cuestionado ni por los doctos ni por los laicos: si solo el querer comprar un beneficio sin dar o tomar algo por ello obliga a restitución.

Soto menciona que si se hubiera alegado a este capítulo final en su tiempo, ya estaba establecido que en muchas partes Santo Tomás determina cosas explícitas por los cánones sin citarlos, siguiendo la costumbre de los teólogos, aunque a veces los cita con mucho respeto y poca audacia. Caetano, al igual que el Santo Doctor, coincide en su respuesta sobre este capítulo.

De ellos son también Hostiense y Juan Andrés, quienes afirman, junto con Sylvestro, que aunque la razón que ellos dan para que la simonía mental no obligue a restituir lo que se adquiere por ella, mientras que la usura mental sí, no se aplica sino en la simonía introducida por la Iglesia, su conclusión general es válida. Citan a estos doctores clásicos porque algunos dicen que opinan lo contrario. La otra, sin embargo, aunque muchos no están de acuerdo, es razonable.

Lo tercero que nos mueve a esta conclusión es que la causa que ha hecho apartar a algunos de esta opinión común y de la interpretación de este texto con glosas que lo confunden es no poder encontrar una razón suficiente para que la usura mental obligue a restitución, mientras que la simonía mental no. Porque ya se dieron razones suficientes anteriormente, y el modo de entender las otras cuestiones, que da y con razón, es que la última de las tres parece ser la mejor, y nadie la reprueba, es digna de ser reprobada. Dice que este capítulo se entiende de una intención principal, sin fundamentarse únicamente en tomar alguna cosa temporal por espiritual, lo cual no se puede entender así porque este texto habla del simoniaco resoluto de la simonía mental.

La razón, sin embargo, que ha movido a algunos a tener una opinión contraria a esta conclusión, no debería mover a nadie: porque debemos someter nuestros entendimientos a la declaración del Papa, creyendo con humildad que, aunque no alcancemos la razón de lo que él declara, no le faltaría a él, como es de creer, al doctísimo Gregorio IX y sus sabios. Juan de Anania dice aquí que se pida la razón suficiente de la declaración a quien la hizo. Parece querer saber por qué quiere torcer el texto, como si fuera regla Lesbia, para que diga lo que a él le parece, porque no le parece bien lo que el texto dice. Además, luego se dará una razón suficiente de ello.

Lo cuarto que nos debe mover es que este texto no se puede entender de la manera que lo entendió Mayor, asumiendo que cuando hay duda no se preocupa por las glosas ni doctores: y así, riéndose de Juan Andrés y Panormitano, dice que no pudieron llevar su entendimiento a puerto, por habérseles levantado el viento en contra. Por ello cree que este capítulo solo se aplica en la primera de las dos simonías mentales mencionadas arriba, por la cual no se toma nada, aunque se quiera tomar, y aquellas palabras se colocan en el texto que claramente las contradicen. Expone: "de los simoniacos" no pecan, según él mismo siente, y por las razones que probamos en otro lugar que no es pecado comprar algo principalmente por ganancia.

Lo quinto, que nos mueve a defender dicha conclusión, es que tampoco se puede entender este texto de la manera que lo sintió Adriano ni quien sigue a Soto, sin una manifiesta violencia y corrupción de su contexto, y sin que se vea claramente que lo fuerzan y tuercen para decir lo que no dice. Primero, porque para hacer que el texto diga lo que ellos quieren, mandan quitar la señal colorada, que significa párrafo y división, que se pone antes de aquellas palabras, sin autoridad ni ejemplo alguno de libro ni de autor de tantos que sobre el texto han escrito, y así tácitamente mandan cambiar la "E" inicial o grande, que siempre se ha puesto en la pobre dicha conjunción "E", por una pequeña, contra lo que siempre desde Gregorio IX se ha usado, sin alegar ejemplo alguno para ello, como lo vemos ya cambiado desde hace poco en la nueva impresión de París.

Lo otro, porque quieren que contra todo uso y costumbre, aquel verbo "extender" que se pone en la primera cláusula, se extienda a la segunda. Lo cual no se puede hacer sin violencia, pues la buena frase y manera de hablar latín no sufrían aquel "E" después de aquel "quod" que precede, ni aquel verbo "extendiendo" se pone entre aquellas dos copulas. Pues está claro que según la buena frase y manera se debería ponerlo antes, o antes de ambas. Nadie puede negar que está muy bien concertada la frase y colocada de las Decretales de Gregorio IX y que ellas fueron compuestas con suma vigilancia y brevedad.

Lo otro, porque según su manera de entender, aquellas palabras "in quo casu" significan, en caso de que el comisario y delegado para dispensar, dispensa con ellos, lo cual es absurdo, y que a ningún doctor de juicio sereno le cuadraría aquella tan simple circunlocución. Y porque según aquella supleción, ridícula, superflua y sin sentido, sería su decisión, contra el estilo de todas las Decretales de Gregorio IX. Querría decir, que aquellos simoniacos mentales, con quien el que tiene poder suficiente del Papa para dispensar, dispensa, no serían obligados a renunciar a las simonías o derechos que por esa simonía mental alcanzaron.

La cual decisión, que sería ridícula, verbosa, superflua y sin sentido, parece claro: pues no está oscuro que nunca nadie dudó si los monjes, que hubiesen entrado en los monasterios por simonía mental, podrían quedarse en ellos después, si sobre ello se dispensa con ellos, habiendo para ello poder suficiente del Papa. Pues nunca se dudó aun de los monjes, que hubiesen entrado por simonía convencional, y tal, si podrían quedarse en ellos, después de tal dispensación.

Lo otro, porque está claro que el Papa quiso decir allí, que el simoniaco mental no incurre en tantas penas o obligaciones como el convencional y real, y según este entendimiento todos se han de medir con un rasero. Lo otro, porque repugna al texto, en cuanto dice que en el caso de que habla, basta que por solo penitencia se satisfaga a su creador: pues dice "sufficit delinquentibus per solam penitentiam suam satisfacere creatori". Y según este entendimiento no basta, antes es necesario que intervenga dispensación de quien para ello tuviera poder: y por consiguiente, además de la penitencia, es necesario dispensación y habilitación.

Según el entendimiento, significaría el texto que no bastaría dispensación y penitencia al simoniaco convencional, lo cual es falsísimo según la mente de todos. Lo otro, porque no solamente no es necesaria dispensación en la simonía mental para retener el beneficio alcanzado por ella, sino que ni aun en la convencional, si por ambas partes no se confirmó la simonía, como dijimos en el Manual y en otra parte después de Casiodoro y Gomecic, y luego lo diremos más largamente.

Lo otro, porque, según este entendimiento, se había de decir que alguna duda había antes de este capítulo sobre si quien tenía poder del Papa para dispensar con los monjes que hubiesen entrado en los monasterios por dádivas, pudieran permanecer en ellos, podría dispensar con los que entraron por simonía mental. Es cosa indigna de decirlo, pues ninguna duda hay, ni hubo en derecho. Aun en sí podría dispensar con los monjes que cometieron simonía convencional y real. Finalmente, al margen de todo esto, el tercer punto que sobra para huir de este entendimiento, no lo consideró Adriano, ni quien lo siguió, que prosiguiendo este entendimiento, no es posible dar construcción que sea tolerable a aquellas palabras postreras del texto: "nos pro symonia venientia non tenemus", como lo verá quien quiera construirlo.

El texto que nos mueve a tener la común concepción es la razón. Según Santo Tomás, lo que se adquiere por simonía es pena eclesiástica, como claramente lo siente él. No puede imponer pena por las malas voluntades. Y por consiguiente, por la simonía mental, no obsta decir que la raíz.

Sobre el capítulo final de "Spiritualis", esta simonía mental de que habla este capítulo, no es de los pecados mentales que quedan dentro de la voluntad. Antes bien, es de los que brotan y salen por la obra, aunque sin expresar la mala voluntad. Digo pues que no obsta decir esto: porque así como la Iglesia no puede castigar por la mala obra del todo interior, así tampoco puede por la exterior que no es mala, sino por respecto y relación de la desordenada voluntad interior, como lo asume Bonifacio, y lo expresaron unos parisinos, y tal es esta simonía mental. Y por eso decimos hace muchos años, que aunque amamos la equidad no se ha hallado texto singular para la determinación de su dicho.

Lo séptimo que a ello nos mueve es que así como se halla simonía mental, que solamente es mala por la mala intención interior que está encubierta en el alma en sí: así hay homicidio mental que solamente es malo por hacerse con mala intención, cual es el que el verdugo hace, en matar por odio y venganza privadamente al que está bien remendado y condenado a ello. Tal también es el que el soldado hace por odio, en matar al enemigo en justa guerra. Y está cierto, que ni el verdugo es obligado a restituir los vestidos y lo demás que ganó en matar mal al bien sentenciado; ni el soldado a restituir las armas, caballo y hacienda, que ganó por matar mal al enemigo, contra quien guerreaba.

En resumen, aunque yo os sirva por sola paga de beneficio, diciendo que os quiero servir sin algún salario, y vos me dais para sola paga de mi servicio el beneficio diciendo que me lo dais porque lo merezco, sin expresión de estas desordenadas voluntades interiores, entrambos pecaremos mortalmente: pero ni vos seréis en conciencia obligados a pagarme mi servicio, ni yo a dejar el beneficio.

La razón de esta conclusión es porque el simoniaco mental no está obligado a restituir lo que por ella se adquirió, aunque lo tome mal. Porque aunque haya ley que manda que el simoniaco convencional y real devuelva lo que por ello tomó, no hay ley que esto mande al simoniaco mental.

Finalmente, esta simonía mental es algo que se da bien y se toma mal, por no saber que por eso lo dará o tomará. Y por esto, no es obligada a volverlo, menos aún, si hizo aquello porque se le dio.

Extiéndase también,  no obligatoriamente al que por simonía mental ganó alguna cosa espiritual, sin dar otra temporal, y al que ganó alguna cosa temporal sin dar otra espiritual; pero aunque al que ganó lo uno, dando lo otro, quienquiera que sienta, Soto claramente dice, que los que han cometido simonía mental, no son obligados a dejar las cosas espirituales ni temporales, que de la una parte y de la otra se ganaron por simonía mental. Y aun porque no distingue entre las cosas temporales, se ha de extender generalmente a toda clase de cosa temporal: hora sea de lengua, hora de servicio, hora de manos, de manera que se ha de entender en todos los casos en que la una parte por simonía mental adquiere una cosa espiritual, y da otra temporal: o al revés, adquiere una cosa temporal por otra espiritual: y así Inocencio por ejemplo cita un caso del que sirvió por beneficio a uno, que se lo dio. Extiéndase también a la simonía mental y convencional, que no ha llegado al dar ni tomar de la una ni de la otra parte, según dos. 

No se extiende a la simonía mental y convencional, que no ha llegado al dar ni tomar de lo espiritual, aun que no hubiese llegado al dar y tomar de lo temporal prometido: antes añade el dicho doctor Soto que se han engañado en ello, los que lo contrario dijeron: porque dice que santo Tomás tiene que es simonía dar beneficio por los servicios venideros, y porque vender fiado es vender: Pero a nuestro parecer no hubo engaño en esto, porque antes se engaña, quien piensa que alguno de aquellos doctísimos varones, que él no alega pensó, que no es simonía dar beneficio por promesa de cosa temporal, aunque nunca se pagase: o que dar beneficio a precio fiado, no es simonía. Mas solamente dice que las penas del derecho canónico, que son la nulidad de la colocación y de excomunión, no se incurren por simonía, que se acaba, y pone por obra por entrambas las partes, que es cosa muy diferente de simonía: por cuya opinión hace, que según ellos lo atestiguan.

Y como el mismo Soto confiesa, que vender y entregar luego el beneficio por precio fiado, es simonía mental, y convencional cumplida por la una parte, así ha de confesar, que dar dineros, y pagar luego por beneficio fiado, para cuando vacare es simonía mental y convencional cumplida por la una parte. Y pues niega que por esto se incurren penas, hasta que se entregue el beneficio; significa que para decir lo contrario en otro, no es razón. Basta decir que San Tomás dice que es simonía dar beneficio por servicio venidero, ni decir que en venta vender a precio fiado: pues también dice San Tomás, que es simonía, dar y tomar servicios por beneficio venidero: y que es comprar, comprar, y pagar luego por el beneficio fiado: y también él mismo Soto ha de confesar que es compra la de pagar luego por la mercancía, que aun por ventura no ha llegado, ni aún nacido: Y todavía niega, que quien compra pagando luego el beneficio, que después se ha de dar incurra en dichas penas. Ayuda esto, que entendiendo bien, que la nulidad de la transpasión del Señor del beneficio conferido por simonía; no se induce por derecho natural, ni divino; sino por humano y eclesiástico: Y que lo mismo se ha de decir del traspaso del señorío del precio, aunque sea.

Hace también, y de más cerca, que aunque el derecho quiere, que quien no paga la pensión mandada pagar por las bulas dentro de cierto término, so pena de que pierda ipso iure el beneficio sobre que se puso la pensión, y haya regreso el para quien se puso: pero por el estilo de Roma, y tácita voluntad del Papa, no se ha de reputar privado de él, ni en el un fuero ni en el otro: hasta que el otro lo quiera y lo haga declarar. Hace, y aún más de cerca, que puesto que quien no paga la pensión en el término mandado por las bulas, so pena que por el mismo hecho caiga en descomunión pasado el plazo, la incurre ipso iure por derecho: pero el estilo, y la voluntad del Papa es que no se tenga por descomulgado: hasta, que la otra parte lo quiera, y lo haga declarar tanto, que después de su vida, o renunciación no lo puede declarar. Así podemos decir que aquella Extravagante interpretada y declarada por el antiguo estilo, y costumbre, y la tácita voluntad del Papa dispone; que la pena de la nulidad del título, y de la descomunión, que por el mismo hecho se ponen, no se incurran: hasta, que la simonía se consuma, y acabe por entrambas las partes, y después se repute el título por nulo, y por descomulgados los simoniacos desde la data del título. Ni hay más dificultad en responder a algunas réplicas, que se podrían hacer contra esto, que a las que se podrían hacer contra lo suso dicho de la pena de privación, regreso, y descomunión incurridas por el mismo no pagar la pensión del beneficio.

No ignoro que más fácilmente se respondería diciendo, que la nulidad del título y la descomunión no se incurren desde la data, sino desde la simonía por ambas partes acabada: pero esta respuesta no parece tan conveniente a la intención del dicho estilo, ni a la mente de aquella Extravagante cuanto lo suso dicho. Nos parece también, que no sería malo, que nuestro Señor el santísimo Papa Paulo cuarto, que dicen entender tan de veras en la reformación de la iglesia, declarase algo más esta materia, y ordenase que se incurriesen por la simonía convencional, que gaste al dar, o tomar de lo espiritual. Pero hasta que otra cosa declare, conviene que tengamos, lo que mucho cuadra a las palabras de la dicha Extravagante, y la Santa Sede Apostólica tácitamente, y su antiguo estilo expresamente tienen declarado.


Conclusión

La discusión sobre la simonía dentro de la Iglesia revela una complejidad inherente en la aplicación de sanciones justas y efectivas contra esta práctica corrupta. Esto se debe a que la simonía puede manifestarse de diversas formas y en diferentes contextos, lo que dificulta establecer normativas claras que aborden todos los casos de manera equitativa. Además, la interpretación y aplicación de las leyes eclesiásticas pueden variar según el estilo y las costumbres de cada comunidad religiosa, así como la voluntad del Papa en turno.

Esta complejidad resalta la necesidad imperante de contar con leyes y prácticas eclesiásticas transparentes y bien definidas que permitan prevenir y castigar adecuadamente estos actos de corrupción espiritual. Es crucial que las normativas sean claras en cuanto a qué constituye simonía, cómo se deben abordar las transacciones simoniácas y cuáles son las sanciones correspondientes. Asimismo, se requiere una vigilancia constante por parte de las autoridades religiosas para identificar y corregir cualquier desviación ética que pueda surgir en el ejercicio de los beneficios eclesiásticos.

Además, es importante reconocer que la simonía no solo afecta la integridad espiritual de la Iglesia, sino que también puede minar la confianza de los fieles y la credibilidad de la institución religiosa en su conjunto. Por lo tanto, la lucha contra la simonía debe ser una prioridad constante en la agenda de reforma y renovación de la Iglesia, en aras de preservar sus valores fundamentales y su misión de servicio espiritual a la humanidad.