En estos capítulos de los Ensayos, Montaigne despliega con agudeza su talento para observar lo cotidiano y desmontar lo aparente. Desde la fragilidad de las palabras hasta la vejez inevitable, pasando por la sobriedad de los antiguos, una máxima de César, los olores y las plegarias, cada tema es una excusa para pensar mejor. Aquí no hay sistema ni dogma, solo el arte de mirar el mundo con escepticismo y honestidad. Una invitación a leer no para obtener respuestas, sino para acompañar a un alma que piensa en voz alta.
ENSAYOS
LIBRO I: Capítulo LI - LVII
Capítulo LI: De la vanidad de las palabras
Montaigne nos habla aquí sobre la retórica vacía de algunos que solo quieren agrandar aquello que no es necesario. De hecho, existía un retórico que se jactaba de que su arte era magnificar aquello que era pequeño. En Esparta, las medidas para combatir a estos retóricos era el azotamiento.
La elocuencia de Tucídides era tal que podía convencer a toda una audiencia sobre Pericles, incluso aunque este haya sido derrotado. En efecto, los relatos pueden distorsionar la realidad, es decir, la retórica puede corromper la razón.
Esto ya es conocido en figuras como Platón, Sócrates y Aristarco que señalaban a la retórica como el arte de engañar. Los musulmanes y ateniense siempre desconfiaron de la retórica, pues la consideraban potencialmente destructiva.
La retórica, dice Montaigne, florece en tiempos de crisis: en Atenas, Rodas y Roma, su auge coincidió con épocas de turbulencia, guerras civiles y desorden político. Cita ejemplos como César y Pompeyo, quienes se valieron más de la elocuencia que de las armas para alcanzar el poder, en contraste con figuras como Q. Fabio y P. Decio, guerreros hábiles pero poco elocuentes, considerados por ello más aptos para gobernar.
Los gobiernos monárquicos requieren menos de la elocuencia que los democráticos, pues un solo hombre puede gobernar mediante el buen consejo y no necesita de discursos para convencer a las masas. En cambio, los pueblos, más susceptibles al encanto de las palabras que a la fuerza de la razón, son fácilmente manipulables.
La retórica se ha utilizado para dar grandilocuencia a los temas más pequeños. Menciona la anécdota de un cocinero que hablaba sobre su arte como si estuviese hablando de teología o de materias de Estado, lo que resultaba mas bien satírico.
El general romano Paulo Emilio cuenta la anécdota de la celebración de un banquete ofrecido a los griegos en Roma, luego de la victoria sobre el rey Perseo de Macedonia en la batalla de Pidna. Los griegos quedaron impresionados con el orden y sobriedad de la celebración. Montaigne nos dice que esto no es para criticarlo, sino para señalar que los hechos pueden valer más que las palabras altisonantes.
Luego nos cuenta una anécdota de él mismo; nos dice ''Yo no sé si a los demás les sucede lo que a mí'', confesando que al escuchar a arquitectos emplear terminología técnica (pilastras, cornisas, órdenes corintios...), su imaginación lo transporta a fantasías grandiosas como el palacio de Apolidón (referencia mítica), para luego caer en cuenta de que tales palabras solo nombran partes banales como las de la puerta de su cocina. Este contraste entre significante pretencioso y significado vulgar es el núcleo del pasaje: el lenguaje se vuelve un velo que maquilla la realidad más común.
Luego, traslada esta crítica al campo de la retórica: términos como metáfora o alegoría parecen complejos o sublimes, pero en el fondo describen formas de hablar comunes, como las que usa una criada al conversar. Con esto, Montaigne desacraliza el saber técnico y apunta a la tendencia humana a revestir lo simple con un ropaje de falsa erudición.
También señala un fenómeno más profundo y político: la inflación de los títulos honoríficos y la falsa equivalencia entre el presente y la grandeza antigua. Se burla de quienes adoptan nombres tomados del mundo romano (como “pretor”, “cónsul” o “senador”) para empleos modernos que no tienen ni la autoridad ni la dignidad que esos títulos implicaban en su contexto original.
Denuncia como vanidad de su siglo el uso indebido de títulos como “divino” o “grande”: a Platón, por consenso universal, se le reconoció como “divino”; sin embargo, a Pietro Aretino, un escritor renacentista con cierta elocuencia pero sin el peso filosófico de Platón, se le aplica el mismo título. Lo mismo ocurre con príncipes mediocres que son llamados “grandes”, aunque no superen a cualquier hombre común.
Capítulo LII: De la parsimonia de los antiguos
Montaigne recopila ejemplos concretos de la parsimonia o sobriedad de los antiguos, especialmente de figuras destacadas en el ámbito militar, político y filosófico:
Atilio Régulo: General romano durante las Guerras Púnicas, escribe al Senado para pedir permiso de volver a Roma a causa de un pequeño problema doméstico: un jornalero le ha robado los útiles de labranza de su modesta finca de 7 fanegas. No lo hace por egoísmo, sino por temor a que su familia quede en la miseria. El Senado reconoce su virtud y se hace cargo de resolverlo.
Catón el Viejo: Ejemplo de rigor estoico y disciplina cívica. Vendió su caballo tras cumplir su función en España para no gastar dinero en llevarlo de vuelta. Caminaba a pie, cargaba sus pertenencias y vivía con gran sencillez. Se enorgullecía de no usar ropa cara ni casas ostentosas.
Escipión Emiliano: Habiendo alcanzado las más altas glorias militares y políticas, cuando fue legado sólo llevaba consigo siete servidores.
Otros como Homero supuestamente tuvo sólo un sirviente, Platón tres y Zenón ninguno.
Tiberio Graco: Aunque era una de las figuras más relevantes de Roma, recibió una dieta mínima de cinco sueldos y medio diarios para cumplir una misión pública.
Montaigne utiliza estos ejemplos no solo como nostalgia de un pasado más sobrio, sino como una crítica implícita a su presente, donde la grandeza parece medirse por el lujo, el séquito y el boato. El capítulo es una elogio de la virtud republicana y estoica, en la que el servicio público no debía ir acompañado de privilegios, sino de sacrificio y desinterés.
Capítulo LIII: De una sentencia de César
Montaigne comienza con una advertencia: si en vez de mirar tanto hacia afuera, nos dedicáramos a examinarnos interiormente, descubriríamos que estamos hechos de elementos insignificantes, inconsistentes y contradictorios. Nuestra mayor miseria no está en lo que nos falta, sino en nuestra incapacidad para permanecer satisfechos con lo que tenemos. La imaginación y el deseo nos empujan siempre más allá de la realidad presente, hacia lo desconocido.
Para ejemplificar esta inquietud perpetua, Montaigne cita a Lucrecio (De rerum natura), quien describe esta dinámica del deseo humano:
“Mientras nos falta lo que deseamos, eso parece mejor que todo lo demás; cuando lo obtenemos, deseamos otra cosa, y una sed igual nos domina.”
Luego, amplía con otro pasaje del mismo poeta, que muestra cómo la causa del malestar no está en las cosas, sino en nosotros mismos:
“Cuando el hombre ve que todo lo necesario para vivir está ya preparado, que hay riquezas, honores, fama, hijos ilustres... y aún así el corazón sigue inquieto, comprende entonces que el defecto está en el recipiente —es decir, en el alma humana— y que por su falla todo lo recibido se corrompe.”
La idea esencial es que el alma es como un vaso agrietado: por más bienes que se le viertan, nunca se llena ni permanece satisfecha.
Esta reflexión culmina con una sentencia de Julio César, que da nombre al capítulo:
“Es un defecto común de la naturaleza humana que confiemos más en lo invisible, escondido e ignorado, y que a eso temamos o veneremos más.”(Commentarii de Bello Gallico, VI, 24)
Montaigne usa esta frase para sellar su tesis: valoramos más lo desconocido que lo conocido, no porque lo merezca, sino porque nuestra mente es inconstante, caprichosa y ansiosa.
Capítulo LIV: De las vanas sutilidades
Montaigne abre el capítulo denunciando ciertas “sutilezas vanas”, es decir, ejercicios de agudeza inútil que buscan admiración más por su dificultad que por su valor real (por ejemplo, componer versos que formen figuras o empiecen todos con la misma letra). Para él, estas habilidades no son signo de sabiduría, sino de una voluntad desviada que confunde lo difícil con lo valioso.
A través de ejemplos, ironiza sobre este tipo de sutilezas: desde un hombre que arroja granos de mijo por el ojo de una aguja, hasta juegos lingüísticos domésticos. Critica la tendencia a admirar lo extraño en lugar de lo bueno, y a buscar prestigio en lo complicado en vez de en lo útil.
Luego, Montaigne desarrolla una reflexión sobre los extremos y los contrastes en la vida humana, explorando cómo a menudo los polos opuestos tienden a tocarse: lo mismo el valor que el miedo provocan temblores; tanto el deseo como la saciedad causan malestar; el filósofo supera el dolor con razón, el estúpido lo ignora por simpleza; la infancia y la vejez comparten debilidad mental; la avaricia y la generosidad coinciden en acumular, aunque por motivos distintos.
Esta parte del capítulo desemboca en una poderosa idea: la ignorancia existe tanto antes como después de la ciencia. Hay una ignorancia ingenua (la del campesino que cree por obediencia) y una ignorancia docta (la del sabio que vuelve a creer, pero con profundidad). En cambio, la peor es la del espíritu intermedio: el medio sabio, el que ni ignora ni comprende del todo. Este tipo de inteligencia media, a la que Montaigne se adscribe con ironía, es la más peligrosa: pretende saber, pero no sabe; critica, pero no construye; y desordena el mundo.
Finalmente, Montaigne concluye que su obra puede no gustar ni a los espíritus vulgares (que no la entenderían) ni a los espíritus excelentes (que la encontrarían demasiado obvia). Solo podrá resonar, quizás, con quienes ocupan un lugar entre medio… como él.
Capítulo LV: De los olores
Montaigne parte de una anécdota famosa sobre Alejandro Magno, cuya transpiración —según Plutarco— tenía un aroma naturalmente suave, una rareza atribuida a su constitución excepcional. Montaigne duda de esa posibilidad y afirma que, en general, la mejor condición del cuerpo es la neutralidad aromática, como ocurre con los niños sanos, y recoge la célebre sentencia latina de Plauto:
“Mulier tum bene olet, ubi nihil olet”(La mujer huele bien cuando no huele a nada).
Desde ahí, critica el uso excesivo de perfumes como mecanismo de ocultamiento, sospechando que quien huele demasiado bien lo hace para disimular un defecto. Lo sintetiza con el epigrama latino:
“Malo, quam bene olere, nil olere”(Prefiero no oler a nada, que oler demasiado bien)
Montaigne declara, sin embargo, que disfruta de los buenos olores, sobre todo los simples y naturales, y detesta los mefíticos, que, dice, parece atraer especialmente. Describe con humor cómo su bigote retiene aromas (de perfumes, guantes o incluso besos), lo que le sirve de “memoria olfativa”.
Habla también de su resistencia a enfermedades infecciosas transmitidas por el aire, y cita el ejemplo de Sócrates, quien vivió en Atenas durante varias epidemias sin contagiarse, tal vez por su fortaleza natural.
Después, defiende el uso de aromas en rituales religiosos, como el incienso, que en su opinión purifican los sentidos y predisponen a la contemplación. Refiere también una anécdota lujosa sobre el rey de Túnez, a quien se le sirvieron aves aderezadas con drogas odoríferas tan costosas que un solo pavo y dos faisanes costaron 100 ducados, perfumando no solo el comedor, sino todo el palacio.
Finalmente, expresa su rechazo visceral a los malos olores urbanos, lo cual disminuye su aprecio por ciudades como Venecia y París, afectadas por los canales pestilentes y las calles fangosas, respectivamente.
Capítulo LVI: De las oraciones
Capítulo LVII: De la edad
A partir del ejemplo de Catón el Joven, quien se quitó la vida a los 48 años considerándose ya en una edad avanzada, Montaigne sostiene que la vejez es una forma excepcional de morir, y que la verdadera “muerte natural” debería entenderse como aquella que ocurre conforme al orden común, es decir, de cualquier enfermedad o accidente, dado que esas son las causas más frecuentes. Morir de viejo, dice, es un caso raro y privilegiado que la naturaleza concede a muy pocos, y que no debe ser la medida habitual con la que juzgamos el curso de la vida.
Para Montaigne, el hecho de alcanzar una edad más allá del promedio es ya señal de haber recibido un raro favor del destino. Haber escapado a tantas causas naturales de muerte que acaban con la mayoría demuestra que uno se encuentra ya en el umbral final. Por ello, considera erróneo proyectar la vida hacia adelante con seguridad, como si el tiempo estuviese garantizado. Incluso las leyes, según él, se equivocan al suponer una vida larga: por ejemplo, al fijar la mayoría de edad para administrar bienes a los 25 años, o al permitir ejercer ciertos cargos recién a los 30, cuando figuras históricas como Augusto gobernaban imperios con menos de veinte años.
Montaigne también critica el retraso en poner a los jóvenes al servicio activo del Estado y el desaprovechamiento de sus capacidades. A los veinte años, sostiene, el alma ya ha mostrado todo lo que será capaz de ofrecer en lo sucesivo; si no ha florecido a esa edad, difícilmente lo hará después. Esto lo observa tanto en su propia experiencia —pues admite haber retrocedido tras los treinta años en cuerpo y espíritu— como en ejemplos históricos, como los de Aníbal y Escipión, quienes alcanzaron su gloria antes de la madurez. Aunque la experiencia puede crecer con el tiempo, cualidades como la vivacidad, la prontitud y la firmeza son más propias de la juventud, y con la edad se debilitan.
Finalmente, Montaigne lamenta que, debido a la falsa idea de una larga vida, perdamos tanto tiempo en la infancia y juventud sin asumir responsabilidades, como si tuviéramos garantizados muchos años por delante. A su juicio, deberíamos empezar a actuar mucho antes, y no esperar a la vejez para ocuparnos de la vida útil y del trabajo. La brevedad e incertidumbre de la existencia exigen aprovechar cada instante con seriedad y responsabilidad, pues la muerte puede sobrevenir en cualquier momento.
Conclusión
En estos capítulos, Montaigne reflexiona con aguda lucidez sobre la vanidad de las palabras, la fragilidad del juicio humano, la ilusión del tiempo y la autenticidad de la vida espiritual. Denuncia el engaño de las apariencias, la idolatría del ingenio vacío, la falsa seguridad en una larga vida y la superficialidad de las oraciones sin enmienda interior. Su pensamiento exige coherencia entre la palabra y la vida, humildad ante lo sagrado, y un aprovechamiento pleno del presente, desengañado de toda presunción filosófica o religiosa.
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