lunes, 18 de agosto de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro II: Capítulo XI)

En esta sección del Libro II, Montaigne se adentra en algunas de sus reflexiones más extensas y profundas, oscilando entre la filosofía moral, la teología y la observación íntima de la condición humana. Desde la meditación sobre la crueldad y el sentido de la gloria, hasta la monumental Apología de Raimundo Sabunde, aborda temas como la libertad de conciencia, la presunción, la falsedad y el juicio sobre la muerte ajena, siempre con una mirada que combina escepticismo y humanidad. Estos capítulos exploran cómo nuestras pasiones, prejuicios y limitaciones del espíritu enturbian la pureza de nuestras percepciones, recordándonos que la verdad y la virtud rara vez se encuentran sin mezcla en la experiencia humana.

ENSAYOS 

LIBRO II: Capítulo XI

Capítulo XI: De la crueldad

Montaigne desarrolla una distinción clave entre bondad natural y virtud propiamente dicha. Montaigne parte de la idea de que hay personas cuya disposición innata —su “complexión dichosa, suave y apacible”— las lleva espontáneamente a actuar con benevolencia, a perdonar ofensas y a conducirse de forma ordenada. Es un comportamiento valioso y digno de alabanza, pero que no supone esfuerzo. En cambio, la virtud, para él, implica enfrentar una inclinación contraria y vencerla. Por eso considera más admirable al que, profundamente herido o irritado, logra contener su deseo de venganza gracias a la razón, que al que simplemente no siente tal impulso por naturaleza.

Este punto lo conduce a afirmar que la virtud supone dificultad y oposición interna, y que por ello no se la atribuye a Dios: al Creador se le llama bueno, justo, fuerte o misericordioso, pero no virtuoso, porque en Él no hay lucha ni esfuerzo, todo le resulta natural.

Montaigne introduce también una reflexión filosófica comparativa. Recoge la visión común —aunque, según él, errónea— que asocia la escuela estoica con una exigencia más dura que la epicúrea. Rechaza las caricaturas que algunos hacían de Epicuro, tergiversando sus doctrinas, y reconoce que, en realidad, la firmeza moral de los epicúreos podía igualar a la de los estoicos. Cita incluso la broma de Arcesilao sobre por qué muchos pasaban del epicureísmo al estoicismo pero no al revés, para mostrar cómo el prejuicio afectaba la recepción de las ideas.

Finalmente, remata con una idea central: tanto estoicos como epicúreos coincidían en que no basta con mantener el alma en equilibrio; es necesario ponerla a prueba deliberadamente. La virtud se robustece al enfrentarse con el dolor, el desprecio y las miserias, rechazándolos para mantener el espíritu siempre preparado para el combate. De ahí la cita final en latín: Multum sibi adicit virtus lacessita —“La virtud crece mucho cuando es desafiada”.

La virtud se define por la lucha contra la dificultad y no por la facilidad de obrar bien.

Primero recurre a ejemplos históricos para ilustrar su idea. Menciona a Epaminondas, que renunció a riquezas obtenidas legítimamente porque prefería medirse contra la pobreza, y vivió siempre en ella como ejercicio de fortaleza. Luego trae a Sócrates, quien —según Montaigne— buscaba deliberadamente soportar sufrimientos, como el convivir con el carácter difícil de su esposa, lo que describe de forma irónica como aplicarse un hierro candente: una prueba constante para su paciencia y templanza.

A continuación, expone el caso de Metelo, senador romano, que se opuso a la ley injusta impulsada por el tribuno Saturnino en favor de los plebeyos. Metelo sabía que su negativa le acarrearía la pena capital establecida por el propio Saturnino contra quienes no acataran la medida, y aun así mantuvo su postura. Camino al lugar de ejecución, declaró que obrar mal es fácil y cobarde, que hacer el bien sin riesgo es común, pero que hacerlo bajo amenaza de peligro es lo propio del hombre virtuoso.

Para Montaigne, esta actitud ejemplifica que la verdadera virtud no transita por senderos suaves ni por la simple inclinación natural al bien, sino que requiere obstáculos, resistencias y combates. Esos desafíos pueden provenir de la fortuna, que quiebra la marcha recta con dificultades externas, o del interior del propio ser humano, con sus apetitos desordenados e imperfecciones. La virtud, así, se forja tanto en la lucha contra el mundo como contra uno mismo.

Montaigne matiza y, en cierto modo, tensiona la tesis que venía defendiendo en el capítulo sobre la virtud como lucha contra la dificultad. Hasta aquí había sostenido que el mérito de la virtud radica en vencer inclinaciones contrarias; sin embargo, al reflexionar sobre el ejemplo de Sócrates, se encuentra con un caso que no encaja del todo en esa definición.

Admite que en Sócrates no puede imaginar la más mínima lucha contra deseos viciosos: su naturaleza y su temple eran tan altos, y su razón tan firme y serena, que no había en él apetito desordenado que resistir. Eso lo llevaría a concluir, según su propio razonamiento previo, que su alma sería “poco elevada”, pero reconoce que no puede sostener esa idea: la virtud de Sócrates es, para él, suprema, aunque no esté acompañada de combate interno. Aquí surge la pregunta clave: ¿es necesario que la virtud suponga siempre la lucha contra el vicio para que merezca tal nombre?

Introduce en esta reflexión a los discípulos de Epicuro, que soportaban enfermedades, pobreza o torturas no sólo con paciencia, sino incluso con cierto placer. Y recuerda figuras como Catón el Joven, cuya muerte —abriéndose las entrañas antes que someterse al poder de César— muestra una grandeza que para Montaigne no estaba exenta de un gozo íntimo por la nobleza del acto. Ve en Catón una virtud que se regocija en la prueba, más trágica y severa que la de Sócrates, aunque esta última le parece, sin saber bien por qué, aún más hermosa.

Montaigne destaca que tanto Sócrates como Catón habían elevado la virtud a un grado tal que formaba parte de su naturaleza: ya no era un esfuerzo consciente dictado por la razón, sino un hábito perfecto, incorporado a su ser. En ellos, las pasiones viciosas no encontraban entrada; cualquier intento de perturbación era sofocado de inmediato por la fortaleza y la constancia de sus almas.

En el fondo, este pasaje amplía su concepción: la virtud puede ser heroica al vencer dificultades, pero también puede alcanzar una forma más alta, en la que el bien se realiza sin lucha, porque la naturaleza del alma ha sido transformada por completo por el ejercicio de la filosofía.

Montaigne distingue entre la virtud que arranca de raíz el vicio antes de que aparezca, la que lo resiste cuando ya ha surgido, y la simple bondad natural libre de pasiones desordenadas. Esta última, advierte, puede ser cercana a la debilidad y confundirse con torpeza o falta de previsión. Reconoce que su propia virtud es “inocente, accidental y fortuita”, fruto de su temperamento, fortuna y educación más que de un esfuerzo deliberado. Señala que sus costumbres son más moderadas que su pensamiento y que, como Aristipo y Epicuro, se aparta de ciertos vicios por inclinación natural, no por combate heroico. Su ética personal consiste en aislar y atenuar sus faltas, más que en vencer grandes tentaciones, aceptando que la virtud admite grados y depende tanto de la naturaleza como del azar.

Reconoce que el alma puede mantener distintos pensamientos incluso en medio del goce, pero para ello es necesario fortalecerla deliberadamente. Por experiencia, afirma que es posible contener la intensidad del placer y que no considera a Venus —símbolo del deseo— tan poderosa como otros, más moderados que él, sostienen. Incluso relativiza anécdotas admirativas, como la de la reina de Navarra en el Heptamerón, que presentan como extraordinario el pasar la noche junto a una persona largamente deseada sin consumar el acto: para Montaigne, no es algo tan difícil si hay un compromiso previo y autocontrol.

Introduce luego una comparación con la caza para explicar cómo el placer puede afectar la atención: en la caza, el momento de sorpresa al aparecer la presa, tras larga búsqueda, provoca tal excitación y alboroto que sería difícil —para quienes disfrutan de esa actividad— desviar la mente hacia otra cosa justo en ese instante. Del mismo modo, en ciertos placeres, la irrupción súbita del objeto deseado puede sobrecoger y desplazar la capacidad de razonar.

Por eso recuerda la imagen poética de Diana, diosa cazadora, triunfando sobre el amor y sobre las flechas de Cupido, como símbolo de la posibilidad de olvidar las preocupaciones del amor en medio de la intensidad de otras pasiones o actividades.

Montaigne retoma su “asunto interrumpido” para exponer su aversión personal a la crueldad, incluso en contextos donde la ley la autoriza.

Confiesa que las aflicciones ajenas lo conmueven profundamente: aunque no suele llorar, las lágrimas —incluso las fingidas o representadas— le despiertan compasión. Declara no sentir pena por los muertos, a quienes incluso envidia, pero sí por los moribundos. Y compara: le resultan menos repulsivos los caníbales que comen a sus enemigos muertos que quienes atormentan a los vivos. En la misma línea, no soporta presenciar ejecuciones, por legítimas que sean, y rechaza que se considere “clemencia” matar con rapidez en vez de torturar, como supuestamente se alabó de Julio César en ciertos episodios.

Para Montaigne, todo castigo que vaya más allá de la muerte simple es cruel, y más aún en quienes deberían procurar que las almas partan en paz. Refiere entonces la historia de un soldado preso que, al creer que lo prepararían para un tormento público, intentó suicidarse con un clavo; al saber después que solo sería decapitado, recuperó el ánimo y agradeció a sus jueces la “templanza” de la sentencia. La anécdota ilustra cómo el temor al suplicio puede ser peor que la propia muerte.

Montaigne propone que, si se quiere mantener el respeto del pueblo mediante ejemplos de rigor, se hagan sobre el cadáver del criminal: negarle sepultura, hervirlo, descuartizarlo… serían para él medidas igualmente disuasorias sin añadir sufrimiento al vivo. Recuerda la cita bíblica (qui corpus occidunt, et postea non habent quod faciant —“los que matan el cuerpo y después nada más pueden hacer”) y alude a poetas que han descrito con horror los ultrajes post mortem, mostrándolos como algo incluso más temible que la muerte misma.

Recuerda un episodio vivido en Roma durante la ejecución de Catena, ladrón célebre. La estrangulación inicial no provocó reacción alguna en la multitud, pero cuando el verdugo comenzó a descuartizar el cadáver, el pueblo expresó un lamento colectivo ante el ultraje a aquellos restos. Para Montaigne, ese tipo de excesos debe dirigirse —si acaso— a la “envoltura” ya sin vida, no al cuerpo vivo. Cita como precedentes civilizados las reformas de Artajerjes, que sustituyó los castigos corporales a nobles culpables por actos simbólicos sobre sus vestiduras, y el caso de los egipcios, que ofrecían sacrificios ficticios para cumplir con la religión sin dañar seres vivos.

Luego contrasta estas prácticas con su propio tiempo, marcado por las guerras civiles francesas, donde la crueldad ha alcanzado niveles sin paralelo en la historia antigua. Montaigne confiesa no haberse acostumbrado a tales horrores: ha visto con sus propios ojos cómo se mataba por puro placer, sin enemistad ni provecho, inventando tormentos y muertes nuevas solo para gozar del espectáculo del sufrimiento ajeno. A esto lo considera el grado último de la crueldad, citando la fórmula latina: Ut homo hominem, non iratus, non timens, tantum pectaturus, occidat —“Que un hombre mate a otro, no por ira, no por temor, sino solo para mirarlo morir”.

Extiende su rechazo a la violencia contra los animales: no puede soportar la persecución y muerte de criaturas indefensas que no han hecho daño. Describe con compasión al ciervo exhausto que, sin fuerzas para huir, se rinde y parece implorar piedad con lágrimas. Confiesa que nunca retiene a ningún animal que cae en sus manos, liberándolo al instante, y recuerda que Pitágoras compraba animales para devolverles la libertad. Cierra con un verso latino que denuncia el origen de la violencia humana en la sangre derramada en la caza.

Afirma que quienes son crueles con los animales revelan una disposición natural hacia la inhumanidad. Pone como ejemplo a los romanos, que, una vez habituados a los espectáculos sangrientos con bestias, aceptaron después sin reparos la muerte pública de mártires y gladiadores. Sospecha que en la naturaleza humana hay una inclinación a disfrutar de la violencia: nadie —dice— contempla con alegría los juegos y caricias de los animales, pero sí sus peleas. Para que su simpatía por ellos no sea tomada a broma, recurre a la teología, que también ordena tratarlos con bondad, recordando que tanto hombres como bestias forman parte de la familia de Dios.

Introduce luego la creencia en la metempsicosis (transmigración de las almas), tomada por Pitágoras de los egipcios y adoptada por druidas y galos, que unía la idea de la eternidad del alma con un sistema de justicia divina: según la vida que hubiera llevado, el alma pasaba a un cuerpo animal correspondiente —león para el valiente, cerdo para el voluptuoso, ciervo o liebre para el cobarde, zorro para el malicioso— hasta purificarse y volver a un cuerpo humano. Cita el recuerdo mítico de Euforbo, guerrero troyano, como ejemplo literario de esta doctrina.

Aunque Montaigne no concede demasiada importancia a esta “parentela” mística entre humanos y animales, recuerda que muchas naciones antiguas y prestigiosas los integraron en su sociedad y culto, a veces incluso colocándolos por encima de las personas, como favoritos o encarnaciones de dioses. Menciona pueblos que veneraban cocodrilos, ibis, monos, peces o perros, y cita a Plutarco para subrayar que este culto no era al animal concreto, sino a la virtud o poder divino que simbolizaba: la paciencia y utilidad en el buey, la vivacidad o el amor por la libertad en el gato.

Finalmente, concluye que, al escuchar las comparaciones entre humanos y animales que resaltan las facultades que compartimos, se desprende voluntariamente del “reinado imaginario” que la presunción humana se ha arrogado sobre las demás criaturas. Esto cierra el capítulo reafirmando que la humanidad verdadera pasa por moderar nuestro dominio y evitar la crueldad, incluso hacia seres que solemos considerar inferiores.

Montaigne amplía su rechazo a la crueldad y su llamado a la humanidad más allá de los animales, extendiéndolo incluso a los árboles y a las plantas. Plantea que la justicia se debe a los hombres, pero que la benignidad y la gracia deben aplicarse a todas las criaturas que puedan recibirlas; existe, dice, un “comercio” y una obligación mutua entre nosotros y el resto de seres vivos.

Confiesa sin reservas la ternura de su carácter, al punto de no poder negarle a su perro las caricias que éste le ofrece o le pide. Recurre entonces a una serie de ejemplos históricos y culturales para mostrar que este respeto por los animales ha sido reconocido en distintas civilizaciones:

  • Los turcos, que pedían limosnas y mantenían hospitales para cuidar animales.

  • Los romanos, que preservaron con esmero a las ocas que salvaron el Capitolio.

  • Los atenienses, que liberaron a las mulas y machos usados en la construcción del templo Hecatompedón, permitiéndoles pastar libremente.

  • Los agrigentinos, que enterraban con ceremonia a animales queridos —caballos destacados, perros, aves cantoras— e incluso erigían monumentos suntuosos en su honor.

  • Los egipcios, que daban sepultura sagrada y embalsamaban lobos, osos, cocodrilos, perros y gatos, guardando luto por ellos.

  • Cimón, que enterró con honor a las yeguas que lo hicieron triunfar tres veces en los Juegos Olímpicos.

  • Xantipo, que dio sepultura a su perro en un promontorio que luego llevó su nombre.

  • Plutarco, que veía como una falta moral vender por ganancia mínima a un buey que lo había servido largo tiempo para destinarlo al matadero.

Con esto, Montaigne remata la idea central que venía desarrollando: la humanidad verdadera no se limita a evitar el daño, sino que implica reconocer, agradecer y recompensar los servicios y vínculos que nos unen a otras criaturas. Su ética es una ética de respeto universal, que abarca desde los hombres hasta los seres más humildes de la naturaleza.

Conclusión

Montaigne nos invita a comprender que la virtud auténtica no consiste en la facilidad de obrar bien, sino en la lucha contra lo difícil, ya sea el impulso interno o la adversidad externa. Sin embargo, al reconocer en Sócrates y Catón una virtud que se volvió naturaleza, muestra que el bien también puede alcanzarse sin combate, como un hábito incorporado al alma. Su reflexión contra la crueldad, extendida incluso a los animales y las plantas, nos recuerda que la verdadera humanidad no se mide solo en la justicia hacia los hombres, sino en la capacidad de moderar nuestro poder y ejercer la compasión hacia todo lo vivo.


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