jueves, 31 de julio de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro I) (Capítulo XLI - L) (1580)

En estos diez capítulos de Los Ensayos, Montaigne despliega con agudeza y humanidad su mirada sobre temas tan dispares como el sueño, los nombres, la gloria, la guerra o la antigua sabiduría. Bajo su pluma, lo cotidiano se entrelaza con lo filosófico, y lo histórico con lo íntimo, revelando siempre la incertidumbre del juicio humano y la riqueza de nuestras contradicciones. Esta serie de ensayos nos invita a pensar sin dogmas, a dudar con honestidad y a redescubrir, en lo aparentemente trivial, la profundidad del alma humana.

ENSAYOS 

LIBRO I: Capítulo XLI - L

Capítulo XLI: De la codicia de la gloria

Montaigne define a la gloria o más bien, el deseo de gloria, como un ensueño codiciado y universalmente aceptado. Nos domina con tal imperio que somos capaces de darlo todo por la gloria. Tanto es así que Montaigne se pregunta si alguna vez algún hombre ha podido desembarazarse de ella totalmente. 

Hay ciertos hombres que es acercan a este desembarazo como podría ser Catulo Luctacio, quien, para dar la apariencia de estar dirigiendo a sus soldados, se unió con ellos en la retirada debido a al cobardía de los mismos. Así el enemigo pensaría que los estaba dirigiendo y no yendo con ellos. 

En 1537, el emperador Carlos V planeaba una expedición a Provenza. Su general, Antonio de Leyva, aunque creía que la empresa era beneficiosa para la gloria del emperador, trató de disuadirlo de realizarla. Lo hizo no porque creyera que fuera mala idea, sino para que, al desaconsejar una acción que resultaría exitosa, se destacara aún más la perspicacia del emperador al haber actuado contra la opinión de sus consejeros. De este modo, Leyva se aparta del foco y contribuye estratégicamente a engrandecer la imagen del monarca, sin buscar protagonismo para sí mismo.

Cuando los embajadores de Tracia vinieron a consolarla por la muerte de su hijo Brásidas —un célebre general espartano—, la elogiaron asegurando que no había nadie igual a él. Pero ella, lejos de alimentar el orgullo familiar, respondió que en Esparta había muchos hombres más grandes y valientes que su hijo. 

Durante la batalla de Crecy en 1346, el joven Príncipe de Gales estaba al mando de la vanguardia y enfrentaba una situación difícil. Sus comandantes pidieron al rey Eduardo III que fuera en su auxilio, pero el rey, al saber que su hijo seguía luchando con vigor, se negó. Dijo que si intervenía, se le atribuiría a él la victoria y no al príncipe. Prefirió dejarlo solo para que pudiera conquistar por sí mismo la gloria del combate. Es un ejemplo de cómo incluso un padre puede abstenerse de ayudar por una razón ética: no robarle el mérito a otro.

En Roma, se decía que Lelio había contribuido significativamente a las hazañas del general Escipión. Sin embargo, Lelio no solo no reclamaba crédito, sino que promovía activamente la fama de Escipión. Su renuncia a ser reconocido revela una grandeza silenciosa, que enaltece al que prefiere engrandecer a otro sin pedir nada a cambio.

Montaigne señala que las mujeres que sucedían a los pares (grandes señores del reino, especialmente en la nobleza francesa), "no obstante su sexo", tenían derecho a asistir y opinar en las causas propias de la jurisdicción de esos títulos. Es decir, aunque eran mujeres, se les reconocía la autoridad jurídica que venía con el título nobiliario heredado. Esto no significa que participaran libremente en política o en todas las funciones públicas, pero sí que el derecho reconocía su papel en ciertos asuntos cuando heredaban el título de un par varón. Montaigne destaca esto para subrayar una excepción interesante dentro de un sistema masculino: las mujeres podían ejercer autoridad, aunque fuera indirecta o limitada, cuando esta derivaba de su posición heredada.

Luego, hace un paralelo con los eclesiásticos, quienes, "a pesar de su profesión", también estaban obligados a participar en las guerras de los reyes, no solo enviando apoyo, sino incluso luchando ellos mismos. Así como las mujeres ejercen un rol público aunque no se espere de ellas por su sexo, los religiosos participan en actos violentos aunque se suponga que deberían abstenerse por su vocación.


Capítulo XLII: De la desigualdad que existe entre nosotros

Aquí Montaigne reflexiona sobre las diferencias inmensas que existen entre los hombres en cuanto a sus cualidades interiores, particularmente las del alma y del juicio, mucho más que las que se pueden encontrar entre distintas especies animales.

Plutarco decía que la diferencia entre dos hombres puede ser mayor que entre dos animales distintos. Montaigne amplifica esta idea: un hombre como Epaminondas (destacado general y estadista griego del siglo IV a. C.) supera tanto a otro cualquiera que puede decirse que hay más distancia entre ellos que entre ese otro hombre y un animal.

Montaigne critica que solemos juzgar a las personas por sus adornos externos (riqueza, títulos, casas) y no por sus cualidades esenciales, como sí hacemos con los animales: el caballo por su vigor, el galgo por su velocidad, el halcón por sus alas.

Señala también que los hombres valoran más el tener cosas (como oro o cargos) que el ser algo (como sabio o justo). Así, quien lleva una gran capa no por eso es grande por dentro.

Destaca que se otorgan honores y estima a personas por sus apariencias o posesiones externas, aunque sean ruines o vacías, y se desprecia a hombres sabios o valientes que no ostentan riqueza o cargos.

Cuando se adquiere un caballo, los compradores expertos no se dejan llevar por la apariencia exterior o los adornos, sino que examinan las partes fundamentales que revelan su verdadera calidad y utilidad (las manos, los ojos, el casco). Por eso se lo presenta desnudo o con cubierta mínima, para que no engañe la belleza superficial.

Montaigne contrapone esta costumbre sabia y práctica con el juicio que solemos hacer de los hombres, a quienes muchas veces valoramos más por las apariencias externas (como la riqueza, los vestidos, los títulos o el linaje) que por sus cualidades internas, como la inteligencia, el carácter o la virtud.

La cita latina que incorpora es de Horacio, Sátiras, I, 6, 86–89, y refuerza la misma idea:

"Así hacen los reyes: cuando compran caballos, los observan cubiertos, para que no engañen al comprador con la hermosura de los flancos o la forma de la cabeza, si acaso la apariencia hermosa está sostenida por patas débiles."

Con ello, Montaigne invita a mirar al hombre en su desnudez esencial, es decir, por lo que realmente es, y no por lo que parece ser.

De hecho, dice Montaigne, es muy común que juzguemos a los hombres por lo exterior. 

como si estuviera “envuelto y empaquetado”, sin atender a lo que verdaderamente le pertenece: su alma, su virtud, su temple interior.

Utiliza una comparación contundente: si buscamos el valor de una espada, no nos debería importar su vaina; del mismo modo, no debemos dejar que los adornos sociales —riqueza, títulos, ropas, honores— oculten la realidad del ser humano. Montaigne ironiza con una frase de un filósofo antiguo (posiblemente Bión de Borístenes o Diógenes):

“¿Sabéis por qué le creéis de tal altura? Porque no descontáis los tacones.”
Y añade:
“El pedestal no entra para nada en la estatua.”

A continuación, propone un ejercicio de desnudez simbólica: juzgar al hombre sin adornos, “en camisa”. Se pregunta:

  • ¿Tiene el cuerpo sano y útil para vivir con plenitud?

  • ¿Está contento?

  • ¿Cuál es el temple de su alma?

  • ¿Es su alma bella, capaz, rica en sí misma, o sólo brilla por cosas prestadas?

  • ¿Es fuerte ante la adversidad?

  • ¿Tiene ánimo tranquilo, constante, sereno?

Estas son, para Montaigne, las medidas reales de un hombre.

Luego, cita a Horacio (Sátiras, II, 7) para describir al hombre sabio y completo, que:

  • Es dueño de sí mismo.

  • No teme la pobreza, la muerte ni las cadenas.

  • Responde a los deseos sin dejarse arrastrar.

  • Desprecia los honores exteriores.

  • Es entero, compacto y autosuficiente.

  • No se deja afectar por la fortuna externa.

Este sabio, dice Montaigne, está muy por encima de los reyes y duques, porque constituye su propio imperio.

Remata con una cita de Lucrecio (De rerum natura, II, 16–18), que reafirma la idea de que la naturaleza no exige más que:

“Que el dolor esté ausente del cuerpo,
que la mente goce de sensación placentera, libre de cuidados y de miedo.” 

Se nos hace abismal la diferencia entre un rey y un campesino, cuando muchas veces no lo es más que por el disfraz.

Luego, Montaigne introduce una anécdota del rey de Tracia, que se separaba de sus súbditos incluso en su religión, adorando a Mercurio mientras despreciaba los dioses populares como Marte o Baco. Pero Montaigne desarma esta pretensión: esas diferencias son solo formas externas, apariencias, que no afectan la esencia humana. 

El dolor, la enfermedad y la muerte afectan por igual a reyes y plebeyos. Ni el lujo, ni la compañía de nobles, ni los guardias pueden aliviar un cólico o una fiebre. Cita un verso latino que afirma que los males físicos no desaparecen más rápido por estar recostado en telas bordadas que en un lecho común.

Luego, recuerda cómo los aduladores de Alejandro Magno lo hacían creer hijo de Júpiter, hasta que una herida sangrante le reveló su humanidad: su sangre era roja como la de todos. Antígono, al ser llamado “hijo del sol” por el poeta Hermodoro, replicó con ironía que su sirviente, quien limpiaba su silla, sabía cuán falso era eso.

Una persona necia o con gusto embrutecido no puede disfrutar de la riqueza, del mismo modo que un constipado no puede saborear un vino fino, ni un caballo valora el lujo de su arnés. Montaigne recurre a Platón para subrayar que todo lo que llamamos “bien” (como la salud, la belleza o la riqueza) puede volverse un mal en manos del injusto, y viceversa.

Luego plantea que una leve incomodidad física o emocional puede borrar por completo el goce de cualquier grandeza del mundo. Quien sufre gota, dice, no encuentra alivio ni siquiera si está “todo cubierto de oro y plata”. Incluso la más mínima emoción violenta —como la cólera— puede desfigurar al más ilustre de los príncipes.

En cambio, un hombre sabio y virtuoso no necesita más que salud corporal y tranquilidad para estar en paz consigo mismo, pues las riquezas no pueden agregarle nada más. Montaigne cita al rey Seleuco, quien dijo que si se conociera el peso real de un cetro, nadie se agacharía a levantarlo del suelo, lo que revela el agotamiento y responsabilidad que conlleva el gobierno.

Más aún, sostiene que obedecer es a veces más cómodo y feliz que mandar, ya que quien obedece solo responde por sí mismo y camina por una ruta ya trazada. El rey Ciro decía que solo quien es superior a los demás debería gobernar, y el rey Hierón, según Jenofonte, aseguraba que los placeres se desgastan para los reyes, porque su constante abundancia los vuelve insípidos. Por eso, concluye Montaigne con un verso latino: “El amor graso y demasiado potente se vuelve tedioso para nosotros, y como un manjar dulce para el estómago, termina siendo dañino”.

Los monaguillos que cantan en el coro no disfrutan realmente de la música, pues la repetición y la obligación la han vuelto monótona. Así como los niños pierden el gusto por un juego repetido, el exceso de placer destruye el placer mismo.

Los ejemplos se suceden con rapidez: los festines, mascaradas, bailes y torneos encantan solo a quienes no los ven frecuentemente. A quien los presencia a diario, le resultan aburridos y sin sabor. Lo mismo ocurre con el acceso constante a mujeres o lujos, o incluso con beber sin tener sed: la ausencia de necesidad impide el goce verdadero. De igual modo, las farsas teatrales que nos entretienen, resultan trabajo fatigoso para quienes las representan. Aquí, Montaigne muestra cómo el espectáculo que deleita al espectador puede ser un fastidio para el actor: el placer es relativo, y depende del punto de vista y de la disposición interior.

La mejor prueba de esta lógica es la actitud de los príncipes, quienes disfrutan enormemente de poder escapar por un momento de su condición y vivir con la sencillez de la gente común. Esta “inversión de roles” les brinda más placer que el esplendor cotidiano de su cargo, como expresa el verso final:

“Casi siempre son gratas para los príncipes las alternativas,
las cenas modestas bajo el humilde techo de los pobres,
sin tapices ni púrpura,
que disipan la frente preocupada.” (Horacio, Odas, III, 1)

El deseo y la escasez son necesarios para el placer, y que la abundancia y la costumbre pueden volver vacíos incluso los deleites más exquisitos

La opulencia desmedida genera hastío, vigilancia excesiva y una insatisfacción constante.

"Nada hay tan molesto ni que tanto empache como la abundancia", y para ilustrarlo recurre a ejemplos extremos: ¿qué placer podría sacar el sultán de su serrallo con trescientas mujeres a su disposición?, ¿o un soberano de su cacería acompañado por siete mil halconeros? Montaigne pone en duda que en tales condiciones se pueda disfrutar verdaderamente del placer, pues la repetición y el exceso lo agotan todo.

Luego añade una dimensión política y moral: los príncipes, al estar siempre expuestos al juicio público, deben ocultar sus flaquezas. Lo que en un hombre común se excusa como error o indiscreción, en un rey se juzga como crimen, tiranía o desprecio por las leyes. Así, la vigilancia que pesa sobre los poderosos les impide gozar libremente, incluso de sus emociones o debilidades humanas.

Montaigne apoya su crítica en la filosofía de Platón, citando el Gorgias, donde el tirano es aquel que puede hacer lo que quiere en la ciudad, lo que no representa una libertad envidiable, sino una condición peligrosa para la moral. Por eso afirma que la sola presencia del monarca puede ser más dañina para las costumbres que los vicios del pueblo mismo, ya que el ejemplo de un poderoso tiene más alcance y peso que el de un hombre común.

Los males que acompañan a la grandeza y el poder

Hierón expresa que la realeza le priva de cosas fundamentales para una vida humana plena: no puede viajar libremente, se siente prisionero en su propio país y es objeto constante de vigilancia y miradas, incluso al comer. Montaigne, lejos de envidiar el esplendor de los reyes, confiesa que al verlos rodeados de cortesanos y aduladores siente más piedad que envidia, pues viven en una jaula dorada, bajo constante observación, sin gozar de lo esencial: libertad y privacidad.

El rey Alfonso es citado para remarcar esta idea: según él, los asnos viven con más libertad que los reyes, pues sus dueños los dejan pastar en paz, mientras que los reyes ni eso pueden esperar de sus servidores. Montaigne se burla también de la falsa utilidad de los cargos pomposos: ¿qué ganancia real hay en tener veinte personas inspeccionando tu asiento? Y cuestiona que los méritos guerreros o políticos superen, en la práctica, la utilidad de un discreto y fiel ayuda de cámara.

A continuación, relativiza el poder real en comparación con el de los señores provincianos: un caballero francés retirado en su feudo vive casi como un rey, rodeado de lujos, sirvientes, ritos y obediencias. Apenas oye hablar del rey una vez al año, como si se tratara de un monarca oriental lejano, y su vínculo con él es apenas un recuerdo genealógico archivado por su secretario.

En este punto, Montaigne distingue entre los grados aparentes del poder y la verdadera libertad: según él, sólo están sujetos al rey quienes voluntariamente se acercan a la corte en busca de fortuna o cargos, y en cambio, quien vive modestamente, apartado, y se gobierna sin pleitos, es tan libre como el Dux de Venecia.

Según Jenofonte: Hierón se pregunta con amargura: ¿cómo puedo considerar sincero el respeto y afecto que recibo si sé que no pueden actuar de otra forma? ¿Cómo puede hablarse de amistad o amor cuando la distancia jerárquica impide toda reciprocidad y libertad verdadera? No hay afecto donde no hay igualdad, ni sinceridad donde hay temor. Todos lo rodean por la fortuna que representa, no por él como persona, y en consecuencia todo está «encubierto y disfrazado».

La anécdota de Juliano el Apóstata, que no se deja impresionar por los halagos de sus cortesanos porque sabe que no son libres para criticarle, refuerza esta idea: la alabanza de quien no puede censurar carece de valor. La grandeza real, sigue Montaigne, no consiste en cualidades sobrehumanas, pues los reyes duermen, sienten hambre, padecen enfermedades y se mojan con la lluvia como todos. La imagen de la ambrosía y los caballos alados ironiza sobre la supuesta superioridad de los poderosos, mostrando que nada los separa esencialmente del resto de los hombres.

Sigue entonces la célebre historia del emperador Diocleciano, quien habiendo renunciado al imperio, prefiere cultivar su huerta antes que volver a las cargas del trono. Esta imagen, tomada como emblema del retiro y la sabiduría del ocio, exalta una vida sencilla, apartada, sin la presión del espectáculo del poder, en contraposición con las pompas huecas de la realeza.

La sentencia de Anacarsis, que establece que el mejor estado sería aquel donde las distinciones se asignaran por virtud, y no por vicio o fortuna, es un ideal moral que Montaigne abraza: la verdadera jerarquía debería basarse en la calidad moral, no en el azar del nacimiento o el poder acumulado.

Finalmente, se cierra el pasaje con una historia ejemplar: la del rey Pirro y su consejero Cineas. Éste le muestra el sinsentido de su ambición conquistadora: si el objetivo final es descansar y vivir en paz, ¿por qué no hacerlo de una vez, sin emprender guerras inútiles? Montaigne encuentra aquí una parábola contra la agitación incesante del alma humana, que confunde medios y fines, que busca la felicidad siempre en el futuro, sin advertir que puede estar ya al alcance si cesamos el movimiento.

Esta lección queda subrayada con el verso de Lucrecio:

“Nimirum, quia non bene norat quae esset habendi finis, et omnino quoad crescat vera voluptas”
(Ciertamente, porque no sabía cuál era el límite del tener, ni hasta qué punto crece el verdadero placer).

Y concluye Montaigne con una sentencia antigua y sapiencial:

"Mores cuique sui fingunt fortunam"
(Cada uno forja su fortuna según su carácter).

Una máxima que resume el núcleo moral del ensayo: no es el cargo ni la riqueza lo que hace feliz a una persona, sino la forma en que se conduce y se dispone frente a la vida.

Capítulo XLIII: De las leyes suntuarias

Montaigne considera contradictorio el propósito y el método de las leyes suntuarias. Si el fin es limitar el lujo y fomentar la modestia, entonces prohibir ciertos lujos al pueblo pero permitirlos a los príncipes no hace sino aumentar su prestigio y el deseo de poseerlos. Es decir, la prohibición engrandece el objeto prohibido.

«¿Qué es si no dignificar el fausto y acrecentar en los demás el deseo de disfrutarlo?»

En lugar de prohibir, Montaigne sugiere que se debería inculcar el desprecio por el lujo, por ejemplo, por el oro y la seda, como cosas frívolas y sin valor real. La educación moral y el ejemplo serían más efectivos que la imposición legal.

«Yo creo que el procedimiento verdadero sería inculcar a los hombres el desprecio del oro y de la seda como cosas inútiles y fútiles.»

Sugiere que los reyes y los poderosos deberían ser los primeros en renunciar a los lujos, ya que poseen otros medios para hacerse respetar. Si ellos abandonan el boato, los demás los seguirán sin necesidad de ley alguna.

Montaigne observa cómo la costumbre transforma la percepción social del lujo. Por ejemplo, menciona cómo el luto por Enrique II convirtió por un tiempo el paño negro en signo de estatus y desprestigió las sedas. O cómo los soldados dignifican el uso de ropas sencillas, invirtiendo los valores tradicionales del vestido. Si se quiere aplicar una ley suntuaría, que se reserven los lujos no para los príncipes sino para los comediantes y cortesanas, es decir, aquellos que viven de las apariencias.

Los reyes tienen una fuerza notable con respecto a estos temas, pues estos no necesitan legislar para que la sociedad proceda a hacer las cosas. Este poder que tiene el rey puede se el mejor ejemplo para que los demás sigan un modelo. Les dice a los reyes que se quiten esos corpiños y vestimentas que en realidad le estorban.

Según Platón, los hábitos culturales son fundamentales en la formación del carácter ciudadano, especialmente en los jóvenes. Permitir que todo esté sujeto al capricho, la moda o la novedad, especialmente en la música, la danza y la vestimenta, erosiona la estabilidad del alma individual y de la ciudad entera (polis). La juventud, por su naturaleza, es más inclinada al deseo de novedad, y eso desordena el juicio y socava la autoridad de lo establecido.

Lo nuevo no solo introduce confusión, sino que desprestigia lo antiguo, lo que a su vez deslegitima las leyes y costumbres que han sostenido a la ciudad. Platón creía que los ritmos, melodías, formas y colores tienen efectos directos en el alma, por tanto, cualquier innovación debe ser rigurosamente controlada por el legislador.

Montaigne señala, como Platón, que el cambio en sí mismo no es necesariamente bueno, ni siquiera natural. Cambiar por cambiar, incluso en cosas aparentemente inofensivas, puede ser signo de desorden, decadencia o desequilibrio. Así como el cambio excesivo de dieta o clima afecta la salud del cuerpo, los cambios en las costumbres afectan la salud del alma y del cuerpo político.

La legitimidad de una ley se fortalece con su antigüedad, especialmente cuando su origen se pierde en el tiempo, como si proviniera de los dioses o de la razón divina.

Capítulo XLIV: Del dormir

Montaigne comienza diferenciando entre constancia en la dirección y rigidez en el ritmo. La razón y la virtud no implican insensibilidad o inmovilidad. Aunque el filósofo busque la estabilidad interior, no debe volverse un coloso impasible; debe permitir variaciones humanas en intensidad, ritmo y emociones, sin perder la orientación moral.

Aquí Montaigne introduce una idea fundamental: la virtud también necesita descanso. El filósofo o el héroe no son máquinas. Incluso la más alta virtud debe detenerse, dormir, respirar, para reponerse y sostenerse a largo plazo. La exigencia de una racionalidad constante e ininterrumpida es, para Montaigne, contraria a la naturaleza humana.

Montaigne ilustra su punto con dos figuras históricas:

  • Alejandro Magno, quien, la noche antes de la decisiva batalla contra Darío (probablemente en Gaugamela), duerme profundamente hasta tarde, tanto que su general Parmenión debe despertarlo varias veces. Montaigne lo presenta no como negligencia, sino como prueba de fortaleza interior y confianza.

  • El emperador Otón, quien decidió suicidarse por razones de dignidad política y, la noche anterior, duerme profundamente y con ronquidos, luego de haber dispuesto racionalmente sus asuntos. Esto muestra un ejemplo de dominio de sí mismo, no de desesperación.

Ambos episodios refuerzan la idea de que el sueño, lejos de ser una debilidad, puede ser expresión de grandeza, templanza y seguridad del ánimo

Otros ejemplos son el emperador Otón y Catón el Joven, destacando que ambos durmieron profundamente la noche antes de su suicidio. En el caso de Catón, lo hizo mientras esperaba noticias cruciales sobre la partida de los senadores desde el puerto de Útica. A pesar de estar a punto de quitarse la vida, dormía con tal serenidad que se oían sus ronquidos desde otra habitación.

Esto no es presentado como una curiosidad, sino como un testimonio de autocontrol absoluto, de ataraxia (ἀταραξία), es decir, esa paz del alma propia del sabio estoico.

Capítulo XLV: De la batalla de Dreux


La guerra de religión en la que se enmarca la batalla de Dreux fue la primera de una serie de conflictos civiles que desangraron Francia en el siglo XVI, conocidos como las Guerras de Religión (1562–1598), entre católicos y protestantes (hugonotes). Esta primera guerra estalló en 1562, tras la matanza de Wassy, en la que tropas del duque de Guisa asesinaron a hugonotes reunidos en culto. La violencia religiosa, avivada por tensiones políticas y dinásticas, enfrentó a poderosas familias nobles: los Guisa (católicos) y los Borbón-Condé y Coligny (protestantes), con el poder real debilitado y oscilando entre ambos bandos. En este contexto tuvo lugar la batalla de Dreux, el 19 de diciembre de 1562, uno de los primeros y más sangrientos enfrentamientos del conflicto. Aunque los católicos salieron victoriosos, tanto el condestable Montmorency como el líder protestante Condé fueron capturados, y la muerte del duque de Saint-André dejó debilitado el liderazgo católico. Pese al triunfo militar, ninguna facción logró imponerse, lo que llevó a la firma del Edicto de Amboise en 1563, que otorgó ciertas libertades religiosas a los protestantes nobles.

Montaigne reflexiona sobre esta batalla. Critica sutilmente al duque de Guisa por haberse demorado con sus tropas mientras el condestable era atacado, lo que, según algunos, costó al ejército una pérdida considerable. Montaigne argumenta que el deber de un capitán (y de cualquier soldado) debe estar orientado al triunfo colectivo, no a preservar su propia posición o prestigio. Para ilustrar su punto, compara este caso con una anécdota de Filopómeno, general griego que, en una batalla, permitió que parte de sus tropas fueran derrotadas para poder atacar con mayor eficacia en el momento preciso y obtener la victoria.

También habla sobre la batalla de Agesilao y los beocios, en la que estuvo presente Jenofonte y que calificó como la más terrible que jamás presenció. Agesilao, rey espartano, tuvo la posibilidad estratégica de atacar al enemigo por la retaguardia cuando éste marchaba sin protección, lo que le aseguraba prácticamente la victoria. Sin embargo, rechazó esta opción porque la consideró una maniobra más propia del engaño que del valor. Quiso entonces enfrentar a los beocios de frente, guiado por un impulso de honor y ardor guerrero, pero fue herido y derrotado. Solo entonces, en desventaja, recurrió a la táctica que antes había despreciado: dejó pasar al enemigo y luego lo atacó por los flancos al notar que avanzaban desorganizados. Aun así, los beocios lograron retirarse con orden y sin ser aniquilados, demostrando firmeza hasta el final.

Capítulo XLVI: De los nombres

En este capítulo, Montaigne nos habla de los típicos nombres que tienen cada país, es decir, de aquellos nombres muy comunes como Juan, Guillermo, Ptolomeo en Egipto, Enrique en Inglaterra, Carlos en Francia, Balduino en Flandes, etc.

Guillermo en particular viene de Aquitania que además deriva de Guiena (que sería la posterior ''Guyanna''). Durante un banquete en Francia, ofrecido por Enrique, duque de Normandía e hijo de Enrique II de Inglaterra, se reunieron tantos nobles llamados “Guillermo” que solo en esa mesa había 110 caballeros con ese nombre.

Una de las cosas que recalca Montaigne es que tener un buen nombre, más allá de una cuestión moral y simbólica, también es algo que puede ser muy útil al ser sonoro, fácil de recordar y pronunciar, y en ese sentido, los poderosos, reyes y nobles, podrán recordar con mayor facilidad. Como ejemplo, menciona al rey Enrique II de Francia, quien tenía dificultad para pronunciar correctamente el nombre de un gentilhomme gascón, y cómo ante lo complicado del nombre de una camarera de la reina, optó por llamarla según el nombre de su casa, algo más accesible.

Otro ejemplo es el de la historia de la fundación de la Iglesia de Nuestra Señora la Grande en Poitiers. Un joven de malas costumbres, al recibir en su casa a una doncella y preguntarle su nombre —María—, se siente conmovido y sobrecogido por la fuerza piadosa y simbólica del nombre de la Virgen María, hasta el punto de no solo dejarla ir, sino de reformar completamente su vida. La segunda anécdota involucra a Pitágoras, quien, encontrándose entre unos jóvenes que planeaban una agresión durante una celebración, ordena cambiar la música por una de tono grave y serio (espondaico). Este cambio musical, señala Montaigne, apacigua los ánimos exaltados y disuelve sus intenciones violentas. La transformación moral, en este caso, se produce por medio de los sentidos corporales, específicamente el oído, pero no mediante palabras, sino a través de la música.

En cuanto a los protestantes, Montaigne nos dice que también existe una importancia a los nombres. De hecho, estos han decidido cambiar los típicos nombres comunes de cada país a nombres religiosos como Ezequiel, Malaquías, Matusalén, entre otros. Esta “purificación” de los nombres se presenta como parte de una supuesta coherencia con la “verdadera fe cristiana”. Un vecino de Montaigne lamentaba que se perdiera la tradición de esos nombres antiguos: Grumedan, Quedragan y Agesilan. 

Elogia a Jacques Amyot, célebre traductor de Plutarco, por haber conservado los nombres en su forma latina al verter sus obras al francés. Considera que este gesto —aunque en un principio podía parecer duro o extraño al oído— ha sido finalmente aceptado gracias al prestigio que alcanzó su traducción, y que el uso ha naturalizado ese estilo.

Aprovechando esta observación, Montaigne critica a los historiadores que escriben en latín por transformar arbitrariamente los nombres franceses a versiones latinizadas o griegas —como cambiar “Vaudémont” por “Vallemontanus”—, lo cual, según él, desorienta al lector y dificulta reconocer los nombres reales y su contexto

Montaigne critica la costumbre francesa de nombrar a las personas según sus tierras o señoríos. Considera que esta práctica provoca confusión y dificulta el reconocimiento de las familias, ya que los títulos cambian de manos con el tiempo y un mismo nombre puede ser usado por personas completamente distintas. Así, el sentido de identidad y linaje se pierde o se falsea.

Se queja también de la facilidad con que se falsifican genealogías en Francia, especialmente por parte de quienes ascienden socialmente, quienes adoptan títulos nobiliarios o se inventan ascendencias ilustres para aparentar mayor prestigio. Montaigne ironiza sobre esta situación con una anécdota: en una reunión donde varios pretendían ser descendientes de reyes o nobles, uno de los asistentes, con sarcasmo, se retiró de la mesa fingiendo humildad, diciendo que no era digno de sentarse con tantos “príncipes”, para luego reprenderlos duramente por su vanidad y falsedad.

Ironiza sobre la inestabilidad del prestigio social y el carácter efímero de la gloria asociada a los nombres y títulos nobiliarios. Señala que ni los escudos de armas ni los sobrenombres garantizan permanencia, ya que pueden pasar de mano en mano por matrimonio o compraventa, diluyéndose con el tiempo. Así, cuestiona la vanidad de fundar el honor en símbolos vacíos y cambiantes.

Luego, da un giro filosófico y lanza una crítica más profunda: ¿qué es realmente la fama?, se pregunta. ¿Se funda en la sustancia del mérito o en meras palabras, sonidos o letras arbitrarias? Con humor y escepticismo, llega a plantear que la gloria podría depender de una simple letra mal escrita: si se escribe mal el nombre del condestable Bertrand du Guesclin (un célebre militar francés del siglo XIV), ¿a quién se le atribuyen entonces sus victorias? ¿A “Guesquin”, “Glesquin” o “Gueaquin”?

Alude a Virgilio (“Non levia aut ludicra petuntur praemia”, “No se buscan premios leves ni frívolos”) para reforzar el contraste entre la gravedad de los méritos militares y la frivolidad de los signos con los que pretendemos recordarlos.

Hay autores y personajes que han alterado o suprimido sus propios nombres —como Nicolás Denisot, quien cambió su nombre por el anagrama “Conte de Alsinois”, o Suetonio, quien descartó el apellido “Lenis” y conservó solo “Tranquilo”. También menciona casos en que los méritos de un individuo han sido atribuidos erróneamente a otros: así, Pedro del Terrail fue glorificado como “Bayardo”, y Antonio Escalin fue eclipsado por nombres más conocidos como “Poulin” o el “barón de la Garde”.

Los nombres no son más que signos gráficos, compartidos por miles de personas. ¿Qué impide, pregunta Montaigne irónicamente, que su mozo de cuadra se llame Pompeyo el Grande? Y más aún, ¿quién garantiza que la gloria invocada por un nombre célebre no sea accidentalmente compartida por un homónimo vulgar o desconocido?

Con un tono escéptico, Montaigne concluye que la fama póstuma no sirve a los muertos, quienes ni la perciben ni la disfrutan:

“¿Crees que las cenizas y las sombras se preocupan por su sepultura?” (Id cinerem et manes credis curare sepultos?, Virgilio).

Montaigne multiplica los ejemplos: ¿sabe Epaminondas que su célebre verso aún circula? ¿Sabe Escipión el Africano que se le atribuyen grandes gestas? Por supuesto que no. Entonces, la fama es solo un espejismo de los vivos, que proyectan su propio deseo de gloria sobre los muertos, engañándose con la idea de que ellos también vivirán en la memoria.

Capítulo XLVII: De la incertidumbre de nuestro juicio

Montaigne comienza con una frase:

''Gran pasto de palabras hay aquí y allá''

Hay ocasiones en que no se sabe qué rumbo tomar con respecto a ciertas circunstancias. El filósofo nos da ejemplos de la batalla Moncontour de 1569 donde dejaron escapar al enemigo. Típica pregunta que se realiza en esa situación ¿Qué habría pasado si no lo hubiésemos dejado escapar? ¿Qué habría pasado si el rey de España, Felipe II, hubiese sacado partido de la victoria contra los franceses en San Quintín? ¿Mario y Sila dejando escapar a enemigos sin salida? La verdad es que nadie sabe, podrían haberse reportado beneficios así como grandes calamidades si se piensa objetivamente. 

Farax, estratega griego, permitió huir a los argivos derrotados, sabiendo que un enemigo desesperado puede volverse peligroso. Clodomiro, rey de Aquitania, persiguió a Gondomar tras la victoria, pero esto lo llevó a la muerte. La victoria inicial se convirtió en tragedia por no saber contener el ímpetu. El mismo Montaigne lo señala: la necesidad es una escuela violenta. 

Lo toro sucede con la estrategia de disfrazar a un jefe de ejercito. Por un lado ha servido para engañar al enemigo, pero también ha sido un perjuicio en tanto que los soldados no ven al jefe, piensan que ha muerto, les debilita el ánimo y pierden la confianza. 

En cuanto al mismo ejército, la misma incertidumbre está entre hacerlo avanzar o dejarlo en pie firme. Por un lado, los ejércitos lo han podido emplear de forma desastrosa porque se pierde el animo de lucha, la ira y el amedrentamiento. Sinn embargo, también es una buena táctica para dar orden y uniformidad en ciertas ocasiones, pues actuar inmediatamente puede agotar las fuerzas. 

En fin, no hay decisión humana, por razonada que sea, que no pueda ser refutada con razones igualmente poderosas. En consecuencia, como la razón se arriesga a ser temeraria en caso y caso, Montaigne nos señala que la suerte es una de las cuestiones fundamentales cuando se trata de la guerra, y nuestro razonamiento está sometido a ella. 

Capítulo XLVIII: De los caballos de combate

Montaigne reconoce no ser un experto en gramática, pero aún así quiere hablarnos sobre los caballos y el origen de alguno de ellos. Dicho esto nos habla de unos caballos romanos llamados funales o dextrarios que conducían con la diestra, de ahí que se llamen a los caballos dextriers a aquellos que son de servicio. Otros autores más viejos los llaman adestrer, que son de compañía. 

Luego narra casos históricos y legendarios, como los jinetes númidas, que llevaban dos caballos para cambiar durante la lucha, o el caballo mameluco, entrenado para morder y cocear enemigos, e incluso entregar lanzas con la boca durante el combate. Sin embargo, advierte que esta clase de entrenamiento puede volverse peligrosa: el caballo puede volverse incontrolable, como le ocurrió a Artibio, quien murió por culpa de su caballo amaestrado al quedar expuesto a un ataque cuando el animal se encabritó.

Montaigne cita además episodios como el de la batalla de Fornovo, donde el caballo del rey Carlos supuestamente le salvó la vida a coces, y menciona la vanagloria de los mamelucos por sus caballos excepcionales.

Evoca con admiración a César y Alejandro Magno, a quienes presenta como prodigios no solo en la guerra, sino también como jinetes prodigiosos. De Alejandro recuerda a Bucéfalo, su célebre caballo con cabeza de toro, indomable por todos excepto su amo. De César, recuerda un caballo con “manos” semejantes a pies humanos, también montado solo por él, y cuya estatua fue dedicada a Venus.

A pesar de ser jinete habitual, admite que le resulta penoso desmontar, lo cual revela su comodidad física sobre el caballo, ya sea en salud o enfermedad. Esta observación no es solo anecdótica, sino que introduce una crítica a la dependencia del hombre moderno respecto a las monturas, lo cual contrasta con su antigua autosuficiencia física. Cita a Platón, que recomendaba montar a caballo como ejercicio saludable, y a Plinio, quien destacaba sus beneficios médicos. Así, Montaigne va hilando una defensa antigua de la equitación como virtud física y moral.

Acto seguido, menciona que en tiempos antiguos, como en el mundo de Jenofonte, se encontraba incluso prohibido caminar si se poseía un caballo, lo que demuestra la importancia simbólica y social del cabalgar. A través de Trogo Pompeyo y Justino, señala que entre los partos —pueblo del Asia central— la equitación no se restringía al combate, sino que abarcaba todas las esferas de la vida: comercio, política, ocio. Esta centralidad del caballo era tal que servía incluso como criterio de distinción social entre libres y siervos. Alude a Ciro el Grande como origen de esa costumbre.

Luego aborda prácticas militares romanas, especialmente las mencionadas por Suetonio y Tito Livio, sobre cómo los generales hacían desmontar a los soldados para eliminar toda posibilidad de fuga, lo cual evidencia una cultura de disciplina extrema. Cita también a Julio César, quien al conquistar pueblos, los privaba de armas y caballos como medida de sumisión. Aquí Montaigne vincula la posesión del caballo con el ejercicio de la libertad y del poder.

Introduce además una observación política contemporánea: el sultán otomano prohíbe a cristianos y judíos poseer caballos, reafirmando la carga simbólica del animal como expresión de dignidad. Así, los caballos no solo son herramientas de guerra, sino signos de status, control y dominio religioso y político.

Vuelve luego a la historia francesa, recordando cómo en la guerra contra los ingleses sus antepasados combatían a pie, depositando su vida únicamente en su propio cuerpo. Rechaza, en este sentido, la opinión de Crisantes (personaje en Jenofonte) que exaltaba la caballería, pues considera que quien monta un caballo se sujeta a sus defectos: miedo, locura, heridas. La suerte del soldado depende del corcel. Por ello, el combate a pie es más noble y feroz, y cita un verso latino para subrayar que, cuando ambos bandos luchan cuerpo a cuerpo, sin posibilidad de huida, el enfrentamiento es más viril y sangriento: "caían por igual vencedores y vencidos..."

Montaigne elogia el combate cuerpo a cuerpo con espada. La pólvora y la mecánica introducen demasiada dependencia del azar y de elementos externos (la piedra, la chispa, el viento). Así, rechaza una forma de combate en que la voluntad del guerrero está subordinada a artefactos. Termina con una cita que afirma que la espada posee fuerza verdadera y que todas las naciones viriles han guerreado con ella, en contraste con las armas de fuego, que delegan la eficacia del golpe al viento.

 Comienza valorando la figura del caballero montado como una de las más nobles y valientes dentro del oficio militar. El espectáculo de un hombre completamente armado, sobre un corcel igualmente cubierto por una pesada armadura, lanzándose al combate con una larga lanza, representaba para Montaigne una imagen majestuosa de valor, fuerza y destreza personal. Sin embargo, lamenta que esa forma de combate haya sido desplazada por la irrupción del arcabuz, que permite a un hombre sin habilidad derribar desde lejos a ese caballero y a su caballo con un solo disparo. Montaigne ve en esto no solo una transformación técnica, sino una verdadera pérdida cultural y moral: las armas de fuego han destruido la belleza, el honor y el riesgo personal que caracterizaban al enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Con amargura constata que en su tiempo ha visto desaparecer los oficios más valientes del mundo, reemplazados por formas de guerra mecánicas y deshumanizadas. El caballo de combate, símbolo de una época de virtud guerrera, se convierte así en emblema de un mundo que desaparece ante el avance de la tecnología, que si bien es eficaz, ha vaciado de sentido heroico el acto de combatir.

En cuanto al montaje de los caballos, Montaigne menciona al doctor Pedro Pol, teólogo que se paseaba por París montando una mula “de lado”, al estilo de las mujeres, lo cual seguramente pretendía mostrar un aire de dignidad que al mismo tiempo resulta ridículo a los ojos del autor. Luego, cita a Monstrelet para destacar la admiración de los pueblos del norte de Europa por la destreza de los caballos gascones, capaces de girar en redondo al trote, lo que evidencia diferencias culturales en la doma y el manejo de caballos. A continuación, introduce una cita de César sobre los suecos, quienes preferían combatir a pie incluso en encuentros a caballo, entrenando a sus monturas para que permanecieran inmóviles hasta que fueran necesarias. Esta práctica iba acompañada de un fuerte desprecio por las armaduras y sillas, lo que revela una concepción del combate ligada al cuerpo y a la libertad de movimiento, en oposición a la pesadez del equipo caballeresco tradicional.

Montaigne refiere también su propia admiración por un caballo adiestrado para responder solo al movimiento de una varilla, sin freno ni silla, costumbre común entre los masilianos y los númidas. Cita versos latinos para reforzar esta imagen de dominio elegante y natural del jinete sobre la bestia, en contraste con el uso forzado de aperos. A través de esto, ensalza una equitación basada en el arte y la compenetración, no en la sujeción. Luego, pasa a comentar que el rey Alfonso VI de Castilla prohibió montar mulas o machos, imponiendo multa a quien lo hiciera, como medida para dignificar la caballería; aunque Montaigne deja ver su escepticismo respecto a estas "cartas doradas" que elogia Guevara. Castiglione, en El Cortesano, confirma esta tendencia: cabalgar una mula era visto como indigno de un verdadero gentilhombre. Sin embargo, los abisinios invertían esta valoración, considerando que cuanto más próximo al emperador se estaba, más prestigioso era montar una gran mula, mostrando así cómo el signo social del animal variaba según el contexto cultural.

Jenofonte es citado para ilustrar el carácter salvaje de los caballos asirios, tan difíciles de controlar que se mantenían amarrados en los hogares y solo eran utilizados en terreno ya defendido, para evitar vulnerabilidad en caso de ataque. El rey Ciro, modelo de disciplina ecuestre, exigía que sus caballos realizaran ejercicios rudos antes de alimentarlos, lo que muestra la importancia del rigor físico y la subordinación incluso en la relación con los animales. Montaigne también alude a la dureza de los escitas, que, ante la necesidad, se alimentaban de la sangre de sus propios caballos, y a los cretenses sitiados por Metelo, que debieron beber la orina de los caballos para calmar la sed. 

Con respecto a los turcos, Montaigne decían que eran más disciplinados que los europeos, entre otras razones porque sus soldados llevaban consigo una ración mínima y práctica de arroz y carne salada en polvo, y en casos extremos se alimentaban de la carne y sangre de sus caballos, tal como lo hacían los tártaros y moscovitas. Este uso del caballo como recurso vital evidencia la resistencia y la adaptación de los soldados de climas y culturas duras. A continuación, relata cómo los pueblos indígenas de la India, al ver por primera vez a los españoles y sus caballos, creyeron estar ante dioses, y ofrecieron oro y comida no solo a los hombres, sino también a sus caballos, interpretando sus relinchos como signos divinos. Este episodio subraya el asombro producido por la fusión entre el hombre y su montura como símbolo de poder superior.

En las antiguas Indias Orientales, el mayor honor era cabalgar sobre un elefante, seguido por el carro de cuatro caballos, el camello y, en último lugar, el caballo o una carreta tirada por un solo corcel, lo que revela una jerarquía simbólica en los medios de transporte. Incluso refiere haber leído que en algunas regiones se montaban bueyes con bridas, albardas y estribos, sin que se considerara impropio. Montaigne prosigue con ejemplos de estrategias bélicas, como la de Quinto Fabio Máximo Rutiliano, quien ordenó a su caballería soltar las bridas y cargar a fondo, desorganizando al enemigo; o la de Quinto Fulvio Flaco contra los celtíberos, donde los jinetes, desmontando los frenos de los caballos, arremetieron con violencia, abriendo paso a la infantería y causando gran estrago. Estas escenas resaltan el uso agresivo y directo del caballo en combate, donde la fuerza y la velocidad se anteponen al control técnico.

En un registro cultural distinto, se describe una antigua ceremonia del duque de Moscovia con embajadores tártaros, donde debía beber leche de yegua y, si caía una gota sobre las crines del caballo, tenía que lamerla. La escena muestra cómo la diplomacia, la reverencia cultural y el caballo se entrelazan. A su vez, se menciona el episodio trágico del ejército de Bayaceto, que ante una nevada devastadora en Rusia, debió matar a sus caballos y refugiarse dentro de sus cuerpos para sobrevivir al frío; y cómo Bayaceto, huyendo de Tamerlán, se vio traicionado por su yegua árabe que, tras beber demasiado, perdió vigor y permitió su captura. Montaigne observa con ironía que, aunque se dice que los caballos se debilitan si se les permite orinar, en este caso beber fue más perjudicial.

Cita luego a Heródoto, quien relata cómo los caballos de Creso comieron serpientes, lo que fue interpretado como un mal presagio. Los lacedemonios, después de vencer a los atenienses en Sicilia, regresaron a Siracusa exhibiendo a los caballos de sus enemigos esquilados como signo de humillación. Alejandro Magno, en su guerra contra los dahas, encontró soldados que compartían caballo: uno montaba y el otro combatía a pie, destacando una versatilidad táctica basada en la cooperación. Montaigne afirma que, pese a todo, ninguna nación supera a la suya —Francia— en el arte de manejar caballos, aunque critica que entre los franceses se valore más la audacia que la destreza. Su elogio más alto lo reserva para el señor de Carnavalet, caballero de Enrique II, a quien considera el jinete más hábil que haya conocido.

A continuación, narra con asombro una serie de proezas acrobáticas y circenses realizadas por jinetes: hombres que desmontaban la silla en pleno galope y volvían a colocarla, que disparaban arcos de espaldas, recogían objetos del suelo al trote, y realizaban piruetas espectaculares. Algunos lo hacían montados entre dos caballos, sosteniendo a otro hombre mientras galopaban, o incluso disparaban desde la espalda de un segundo jinete. Estas habilidades extraordinarias son descritas con admiración, mostrando cómo el arte ecuestre podía alcanzar niveles casi teatrales. Finalmente, recuerda al príncipe de Sulmona, quien era capaz de sostener pequeñas piezas de plata entre sus piernas y el caballo como muestra de equilibrio perfecto, sin que cayeran ni se movieran mientras cabalgaba. Este despliegue de virtuosismo corporal revela una relación casi simbiótica entre jinete y montura, donde el dominio del cuerpo, el adiestramiento animal y la gracia se funden en un espectáculo de destreza y elegancia.

Capítulo XLIX: De las costumbres antiguas

Montaigne señala que el pueblo no tiene otro modelo de perfección que sus propios usos y costumbres, y que incluso los más sabios tienden a permanecer dentro de los moldes en que fueron educados. El problema, según él, no es tanto la sorpresa del pueblo ante figuras del pasado como Fabricio y Lelio –símbolos de una virtud antigua– sino la ligereza con que cambia de parecer, y la autoridad desmedida que otorga a la costumbre presente.

A través del ejemplo de la moda del corpiño (la ballena que cambia de lugar con los años), critica cómo una costumbre que parecía razonable y defendida con argumentos sólidos en un tiempo, se torna objeto de burla en el siguiente, sin que medie una reflexión profunda. Esta volubilidad se convierte en una especie de "manía colectiva", una forma de locura social que muestra la fragilidad del juicio humano ante el peso del hábito y la novedad.

Con ironía, Montaigne expone que la moda no sólo impone cambios constantes, sino que obliga a reciclar lo viejo como nuevo, dejando en evidencia la pobreza de espíritu crítico de una sociedad que se adapta sin cuestionar. Esta crítica va más allá del vestido: es un comentario sobre la fragilidad del criterio humano, sobre la ceguera colectiva inducida por la costumbre, y sobre cómo, en vez de juzgar racionalmente, los hombres simplemente se dejan arrastrar por el flujo de lo común.

Con respecto al combate de capa y espada, Montaigne dice que esta práctica ya existía en tiempos de César, quien menciona que los soldados “envuelven su brazo izquierdo con la capa y desenfundan la espada” (Sinistras sagis involvunt, gladiosque distringunt). Lo conecta con la costumbre violenta de detener a extraños para preguntarles quiénes son, una práctica social que aún subsistía en la Francia de Montaigne. Aquí critica la falsa honra que lleva al duelo o a la pelea por nimiedades.

En cuanto a los baños, los romanos practicaban baños diarios antes de las comidas. Al principio, solo se lavaban brazos y piernas; más tarde se bañaban completamente desnudos, perfumándose varias veces al día. El uso de perfumes y mezclas perfumadas era tan frecuente que el bañarse con agua pura era considerado un acto de austeridad.

Lo mimos en la depilación estética, Montaigne relata que los antiguos se arrancaban los pelos del cuerpo con pinzas, igual que las mujeres francesas empezaban a hacer con los de la frente. También se usaban ungüentos o productos como el psílothron (depilatorio) o creta (arcilla ácida). Los antiguos se tendían en lechos blandos para comer, algo que también se ve en la práctica turca. Compara esto con la sobriedad de Catón el Joven, quien, tras la derrota de Farsalia, optó por comer sentado y llevar una vida austera.

Montaigne menciona que se besaban las manos de los nobles, y entre amigos se daban besos al saludarse, como hacen los venecianos. Incluso describe gestos de reverencia como tocar las rodillas.

Uno de los pasajes más provocadores es el del filósofo Pasicles, quien al saludar puso su mano en los genitales del otro en vez de en la rodilla, diciendo: "¿No es esa parte tan vuestra como la otra?". Esto resalta el carácter provocador y relativista de Montaigne, que expone sin censura la variedad de normas culturales y su arbitrariedad.

Uno de los ejemplos más directos y provocadores es el de los lugares públicos destinados a orinar en las encrucijadas de Roma. Allí había tinajas y recipientes para aliviar necesidades fisiológicas urgentes, lo que a ojos modernos puede parecer burdo o indecente. Sin embargo, para los romanos, esto no implicaba vergüenza, sino una solución práctica. Al citar versos satíricos latinos, Montaigne introduce también el humor, mostrando cómo incluso medio dormidos los transeúntes buscaban estos lugares para orinar, sin atribuir al acto más importancia de la necesaria. Es un ejemplo que desarma los tabúes corporales modernos y nos recuerda que el pudor es una construcción cultural, no una condición universal.

También nos describe escenas de lujo y refinamiento entre los antiguos. Por ejemplo, los romanos compraban nieve en verano para enfriar el vino, y algunos incluso la usaban en invierno, porque el vino les parecía todavía insuficientemente fresco. Tenían cocinas móviles y hornillos que se instalaban directamente en las mesas, mientras se servían peces vivos que nadaban en canales interiores, de los cuales los comensales elegían los ejemplares que deseaban cocinar a su gusto. Montaigne no elogia estas prácticas, pero tampoco las condena abiertamente. Su intención es señalar que la búsqueda de placer, comodidad y distinción ha sido una constante en la historia humana. Si bien su siglo XVI pretende mostrarse más contenido, él advierte que la voluntad de molicie sigue viva, aunque sus medios no logren igualar a los del mundo antiguo.

En una reflexión más profunda, Montaigne observa que los antiguos podían ser tanto más viciosos como más virtuosos que los hombres de su tiempo, no por su moral sino por la fuerza de su alma. Aquellos poseían un vigor interior que los hacía capaces de grandes excesos, ya fueran nobles o ignominiosos. En cambio, los modernos —dice Montaigne— carecen de ese ánimo poderoso, por lo que ni siquiera sus vicios alcanzan la grandeza. La virtud, al igual que el mal, exige energía de espíritu, y si esta falta, sólo queda una mediocridad generalizada, tanto en la virtud como en el pecado.

El ensayo también se detiene en pequeños detalles lingüísticos que revelan grandes diferencias culturales. En la antigua Roma, por ejemplo, no importaba el orden en que se nombraban a las personas. Se decía “César y Opio” o “Opio y César” indistintamente, sin que el orden implicara jerarquía. Para Montaigne, esta libertad en el lenguaje refleja una mentalidad menos atada a las apariencias del rango o del protocolo, y contrasta con la obsesión de su tiempo por colocar siempre primero al más importante, al más digno o al más poderoso. Esta comparación lingüística es una forma sutil pero efectiva de mostrar cómo incluso las convenciones retóricas revelan estructuras profundas de pensamiento.

En cuanto a las costumbres de baño, Montaigne relata que las mujeres romanas se bañaban desnudas en compañía de hombres, sin mayor reparo, y que recibían fricciones e unturas de parte de sus criados. Este ejemplo, que podría escandalizar a los lectores de su época, lo expone sin escándalo, como prueba de que las nociones de decoro, pudor y separación de los sexos son también variables históricas. El cuerpo, que hoy se cubre por pudor, ayer se exponía sin problema; y lo que para una cultura es señal de vergüenza, para otra puede ser señal de naturalidad.

A continuación menciona usos cosméticos antiguos, como el empleo de polvos para el sudor o depilatorios para el vello corporal, y luego se detiene en los peinados de los galos primitivos, que llevaban el cabello largo por delante y corto en la nuca, exactamente igual que una moda reciente en su tiempo, que él asocia con formas afeminadas y decadentes. Este detalle le sirve para ironizar sobre la falsa novedad de las modas, que no son sino repeticiones de viejas formas revestidas de modernidad. Toda moda, en el fondo, es reciclaje, y el ser humano, dice Montaigne, parece condenado a girar en torno al mismo repertorio limitado de gestos y apariencias.

En Roma se pagaba el pasaje del barco al subir, mientras que en su época se pagaba al llegar. Esta diferencia mínima le basta para demostrar que incluso lo más cotidiano, lo más mecánico de la vida, como una transacción con un barquero, obedece a costumbres cambiantes y que no hay una manera natural o universal de hacer las cosas. Si hasta el acto de pagar se transforma, ¿cómo no habrían de hacerlo la justicia, la moral, la política o el lenguaje?

Menciona que las mujeres se acostaban del lado de la pared en la cama. Esta observación, aparentemente trivial, tiene una intención más incisiva, ya que la usa para explicar el mote burlón que se le daba a Julio César: spondam regis Nicomedis, “el lado del lecho del rey Nicomedes”. Esta expresión era un sarcasmo que aludía a un rumor difundido por sus enemigos romanos —como Suetonio y Cicerón— según el cual César habría sido amante del rey Nicomedes de Bitinia en su juventud, en una relación que se entendía como pasiva y deshonrosa desde los parámetros romanos de la virilidad. Así, este simple detalle del lado de la cama encierra un comentario sobre el uso social de las insinuaciones sexuales como forma de difamación política, y sobre cómo incluso los gestos privados pueden quedar fijados como señales públicas de humillación.

Luego refiere una costumbre ligada al beber: tomar aliento y “bautizar el vino” (esto es, rebajarlo con agua). Cita un verso latino que pregunta con humor quién será el criado que más rápido apague con agua el ardor del vino falerno, uno de los más fuertes y célebres de Roma. La imagen nos remite a los banquetes donde los copones se llenaban una y otra vez, y donde la habilidad del sirviente para rebajar el vino o alternar con agua era esencial para evitar la embriaguez total. Montaigne, al recoger esta escena, no sólo documenta una costumbre antigua, sino que también revela un rasgo cultural importante: el equilibrio entre placer y medida, entre gozo y dominio del cuerpo, algo que el pensamiento moral clásico —y también Montaigne— valoraba.

En cuanto a los criados, afirma que ya desde entonces empleaban sus truhanerías habituales. Para ilustrarlo, recurre a un verso cómico que alude a gestos obscenos: menciona al criado que no ha sido pinchado por la cigüeña en la espalda, ni ha hecho movimientos con las manos para imitar orejas de burro, ni ha sacado la lengua como un perro sediento. Esas imágenes refieren a burlas corporales y juegos groseros, comunes en el lenguaje de los esclavos y criados, y nos recuerdan que el humor vulgar —la parodia corporal, la imitación de animales, los gestos ofensivos— ha sido parte del repertorio cultural desde la Antigüedad, sin que nuestra época pueda jactarse de haber inventado nada esencialmente nuevo en ese ámbito.

Por último, Montaigne comenta que las damas argianas y romanas vestían de blanco para el luto, como se usaba también en tiempos antiguos entre las mujeres de su propio país. Y no pierde la oportunidad de emitir su juicio personal: para él, el luto blanco debiera seguir vigente en lugar del negro, pues representaría con mayor fidelidad la pureza o elevación del sentimiento. Esta observación —aparentemente menor— encierra otra vez una crítica más profunda: los códigos simbólicos, como los colores del duelo, no son naturales sino convencionales. Si hoy asociamos el luto con el negro, es por acuerdo cultural, no por necesidad, y Montaigne cree que podríamos perfectamente volver a emplear el blanco, como se hizo antes, si así lo quisiéramos.


Capítulo L: De Demócrito y Heráclito

Saber hasta dónde se puede llegar es también sabiduría.

Montaigne afirma que incluso en los asuntos que no comprende del todo, ejerce su juicio: se aproxima, los tantea, y si descubre que el fondo le es inaccesible, se detiene. Esta actitud se opone a la arrogancia del filósofo dogmático que cree poder abordar cualquier tema con autoridad. Montaigne se mueve en la duda y la incertidumbre, y esa es precisamente su manera de filosofar. Cuando elige tratar un tema insignificante, se esfuerza por darle forma, consistencia, valor; y cuando aborda un tema tradicional, exhausto por otros, lo hace no para repetir, sino para buscar una entrada insólita, un enfoque singular que le permita pensar con originalidad. Rechaza el propósito de totalidad porque, según dice, los asuntos no se ofrecen jamás por entero a su consideración, y porque desconfía de quienes prometen tratar “todos los aspectos de las cosas”.

Lo que Montaigne hace es pensar fragmentariamente, lanzar frases, soltar observaciones como si fueran piezas de un mosaico disperso. No hay un plan rígido, ni una línea argumentativa que debamos seguir de principio a fin: su pensamiento varía, se desvía, cambia de tema según su inclinación o su humor. Y esto, lejos de ser un defecto, responde a su visión del alma humana, que no se presenta como unidad continua y coherente, sino como algo fluctuante, heterogéneo, lleno de pasiones y contradicciones. A esta manera de pensar la llama ignorancia, no como desvalor, sino como una forma honesta de aproximarse al mundo.

Montaigne sostiene que todo movimiento del alma nos delata: no solo las acciones heroicas o racionales, sino también los gestos mínimos, los hábitos y hasta los juegos. Así como el valor de un caballo no se aprecia solo en la carrera, sino también cuando camina o reposa, así también el alma se deja ver en los detalles menores, incluso en los momentos de ocio. De ahí que sea posible —y legítimo— juzgar a grandes hombres como César no solo por cómo conducen una batalla, sino por cómo se comportan en sus momentos íntimos, en sus amores, en sus comidas, en sus juegos. Todo revela al alma, todo la compromete, porque el alma se entrega por entero a cada cosa que hace.

Esta es una idea profundamente contraria a la tradición que jerarquiza las acciones humanas según su importancia objetiva: Montaigne cree que no es el objeto lo que importa, sino cómo se relaciona con nosotros. Un mismo hecho puede producir terror, deseo o indiferencia según el temple del alma que lo enfrente. Así, la muerte que estremece a Cicerón es bienvenida para Catón y aceptada serenamente por Sócrates. Las cosas, al entrar en el alma, cambian de naturaleza: se tiñen de nuestros colores, adoptan nuestras formas, reciben nuestra impresión. La salud, la autoridad, la riqueza, la belleza, son realidades neutras que cada alma transforma a su manera. Por eso —concluye— nuestro bien y nuestro mal no están en las cosas, sino en nosotros mismos. En vez de esperar que la fortuna nos ofrezca dones, deberíamos hacernos a nosotros mismos donación de nuestras aspiraciones y deseos. La fortuna es impotente frente a quien ha modelado su alma con firmeza.

En esta línea, Montaigne afirma que puede juzgar a Alejandro Magno no solo por su conquista de Asia, sino también por cómo se comporta cuando bebe, cuando charla, cuando juega a las damas. Allí también se activa su espíritu, se mueve su alma, se expresa su ser. Y si esos juegos son despreciables, no es porque sean frívolos en sí, sino porque, al ser tomados con una seriedad desmedida, muestran hasta qué punto el alma puede desbordarse incluso en cosas sin importancia. Montaigne se avergüenza de dedicar atención a tales juegos, no porque los considere indignos, sino porque se da cuenta de que exigen tanto del alma como las empresas más elevadas: el alma no se reserva, no se fracciona, se entrega por entero a lo que hace, sea lo que sea.

Así, Montaigne concluye que el juego más tonto puede convertirse en espejo del alma. Cuando juega a las damas, ve aflorar en sí mismo la cólera, la impaciencia, el despecho, la ambición de vencer, el orgullo de no querer ser inferior ni siquiera en lo trivial. Esa tensión revela más sobre su carácter que cualquier acto solemne. Y lo que ocurre en ese juego, puede decirse también de cualquier otra ocupación. Cada acto humano, por nimio que sea, es ocasión para conocerse, para juzgarse, para comprender los pliegues más hondos del alma.

Demócrito reía; Heráclito lloraba. El primero veía en los asuntos humanos una fuente inagotable de ridiculez; el segundo, una inagotable tragedia. Montaigne, con su estilo deliberadamente confesional, afirma sin ambigüedades su preferencia por el primero, no porque reír sea más placentero que llorar, sino porque el desdén que se oculta en la risa filosófica le parece más lúcido y más justo que la piedad que se expresa en el llanto.

Este juicio encierra una concepción profunda: reír es no tomarse en serio aquello que no merece estima, mientras que llorar implica aún cierta consideración por lo que se pierde o se lamenta. Para Montaigne, el hombre no es tan perverso como fatuo, no tan malvado como vacío, y por tanto no es digno de lágrimas, sino de risa y desprecio. No se trata aquí de una burla cruel, sino de una forma de crítica radical que apunta al corazón de la vanidad humana. El mundo, dice Montaigne, está lleno de miseria, pero más que por su malicia, por su ridiculez. Y como esa ridiculez es muchas veces involuntaria, lo único verdaderamente filosófico no es compadecerla, sino desapegarse de ella mediante el juicio irónico y distante.

Esta actitud encuentra su modelo no solo en Demócrito, sino también en Diógenes, el cínico por excelencia, que se burlaba de todo, incluso de sí mismo, y que no temía ironizar incluso frente a Alejandro Magno, tratándolo como a una vejiga inflada de orgullo. Para Montaigne, esa risa de Diógenes —seca, despiadada, solitaria— es una forma más profunda de libertad interior. Es superior al odio de Timón el Misantrópico, cuya pasión revela todavía una implicación emocional, una esperanza frustrada o una herida abierta. El que odia al hombre aún está demasiado ligado a él; en cambio, el que se ríe de él desde el desprecio ha roto el lazo de dependencia, se ha emancipado. Por eso, dice Montaigne, Diógenes juzga mejor que Timón, porque su desdén lo inmuniza, mientras que el odio de Timón aún lo encadena a aquello que desprecia.

La argumentación se refuerza con otras figuras: Statilio, quien rehúsa participar en la conjura contra César no por cobardía ni por indiferencia ante la justicia, sino por considerar que los hombres no valen el esfuerzo, y que su ruina o su salvación son igual de insignificantes. Este escepticismo encuentra eco en la doctrina de Hegesias, el llamado “filósofo del suicidio”, quien afirmaba que el sabio no debe hacer nada por los otros, pues sólo él es digno de que se haga algo por él. Y también en Teodoro, quien consideraba injusto que el hombre sabio arriesgara su vida por su país, porque con ello sacrificaría la filosofía —que es razón y virtud— por la locura de la multitud.

En todos estos ejemplos, Montaigne construye una antropología escéptica, donde la humanidad no es causa de horror ni de odio, sino de una risa amarga y lúcida. Lo que denuncia no es el crimen ni el pecado, sino la vanidad esencial del ser humano, su falta de sustancia, su tendencia a inflarse de importancia sin tener realmente peso. La humanidad no merece tanto la compasión como el desdén, no tanto la indignación como la burla. Esta idea se condensa al final en una frase lapidaria: "Nuestra propia y peculiar condición es tan risible como ridícula."

No se trata de misantropía, sino de una visión filosófica que reconoce la debilidad de nuestra naturaleza sin dramatismos ni sentimentalismos, pero también sin cinismo destructivo. Montaigne invita a mirar al hombre con una ironía que es también una forma de sabiduría: no esperar demasiado, no idealizar su valor, y desde esa lucidez, encontrar la paz del alma. Así, la risa de Demócrito no es burla banal, sino una forma de libertad interior que se sustrae a la ilusión del valor humano. Montaigne, con su estilo sereno y profundo, nos enseña a reír con juicio, a observar con distancia, y a filosofar desde la conciencia de nuestra limitación radical.

Conclusión

Montaigne despliega una mirada profundamente escéptica y humana sobre los asuntos más diversos: desde la nobleza de un caballo hasta la vanidad de la gloria, pasando por la risa de Demócrito, la tristeza de Heráclito, la fragilidad del juicio, la arbitrariedad de las costumbres, la inutilidad de las leyes suntuarias y la farsa de las desigualdades sociales. Montaigne nos enseña que todo, incluso lo que parece firme y noble, como un nombre glorioso, una victoria en batalla, una vigilia piadosa o el apetito de fama, está sujeto a la oscilación del tiempo y a los caprichos de la condición humana. Nada es tan estable que no merezca duda, ni tan digno que escape al ridículo. En esa incertidumbre, el juicio debe ejercitarse con humildad, sin caer en el desprecio del misántropo ni en la ilusión del moralista, sino con la libertad del que ha aprendido a mirar el mundo desde su propia imperfección.

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