En esta obra temprana, escrita alrededor del año 1194 (590H) en al-Ándalus, antes de su migración hacia Oriente, Ibn ʿArabī reflexiona sobre el verdadero arte del gobierno, no en términos de reinos y conquistas externas, sino como un tratado sobre el dominio interior del ser humano. Inspirado por un texto atribuido a Aristóteles titulado El Secreto de los Secretos, que contenía instrucciones sobre cómo gobernar el mundo, Ibn ʿArabī responde con una propuesta mucho más profunda: una guía para gobernarse a sí mismo como máxima creación divina. A solicitud de su maestro, el Shaij Abū Muḥammad al-Murūrī, Ibn ʿArabī redacta esta obra en apenas cuatro días, subrayando que el gobierno del alma humana requiere mayor sabiduría y profundidad que la administración de un imperio. Así, esta obra se dirige no solo a los sabios y gobernantes, sino a todos aquellos que buscan reinar sobre su interior con justicia, humildad y conciencia espiritual.
EL DIVINO GOBIERNO DEL REINO HUMANO
Capítulo I: El alma: el delegado divino, el rey del reino humano
Ibn ʿArabī comienza estableciendo una verdad fundamental: el alma universal que reside en el ser humano es el verdadero soberano de su existencia interior y actúa como jalīfa, es decir, como representante o delegado de Dios en la tierra, citando el versículo del Corán (Baqarah 2:30) donde Dios anuncia la creación de un "vicario". Así, si el ser humano ocupa un lugar central en la creación como microcosmos del universo, el alma ocupa un lugar central en el ser humano como reflejo del poder divino.
Esta afirmación no es meramente simbólica: Ibn ʿArabī quiere distinguir su discurso de las concepciones externas y racionalistas que no comprenden la interioridad espiritual del hombre. La verdad divina no es solo un conocimiento doctrinal, sino una realidad viva que es revelada por Dios a través de los sabios que han recorrido este camino y han contemplado el misterio.
Desde aquí, el autor se adentra en un problema metafísico clave: la naturaleza de la primera creación. Rechaza la idea aristotélica de que “de uno solo puede proceder uno solo”, afirmando en cambio la absoluta libertad y poder de Dios: si Él hubiera querido crear múltiples seres simultáneamente, lo habría hecho. La unicidad de la primera creación no es una limitación divina, sino una manifestación de Su voluntad.
Ibn ʿArabī hace una distinción importante entre la posición de los filósofos racionalistas —que identifican la primera creación con el intelecto, o lo denominan el “Trono”, el “Libro Evidente”, o el “Espejo de la Verdad”— y su propia visión sufí, según la cual el alma es una emanación directa del mandato divino (amr), no una creación en el sentido causal del mundo físico. Esta alma ha sido dotada por Dios con atributos divinos singulares, diferentes en cada ser humano, y constituye la sede del poder y la guía divina dentro del microcosmos humano.
Al-Ghazālī es citado con aprobación cuando afirma que el alma no es creada, sino procedente directamente del mandato de Dios, y este principio es reforzado por la aleya coránica (Isrā’ 17:85): "Diles: el espíritu proviene del mandato de mi Señor". Así, el alma es vista como el punto de contacto entre la humanidad y la trascendencia.
Ibn ʿArabī expone además que toda la creación está gobernada por una lógica de causas y efectos, pero la primera causa no tiene precedente, y de ella proceden todas las demás. Esto incluye incluso las causas intencionales, como el pensamiento o la voluntad previa a la acción. De allí que el intelecto (ʿaql), como primera entidad creada, se relacione con el Trono divino, concebido como el centro espiritual del cosmos, lo cual remite a una cosmología de correspondencias entre lo divino, lo intelectual y lo anímico.
En esta estructura, el alma del hombre reside simbólicamente en el “Trono”, pues es allí donde se reflejan los Nombres divinos, y desde donde se ejerce la soberanía espiritual del ser humano. En este nivel, el alma puede reconocerse como una imagen de la Gracia divina, y es mediante la ascensión espiritual a este estado (el trono del alma) que el ser humano realiza su verdadera dignidad como califa.
La afirmación “Dios está firmemente establecido sobre el Trono” (Ta-Ha 20:5) adquiere un significado esotérico: la manifestación de Dios en el interior del ser humano, en el centro mismo de su ser, donde reside su alma. Esta interpretación no niega la trascendencia divina, sino que la manifiesta íntimamente en el corazón del hombre, haciendo del alma un espejo fiel de la realidad divina.
El Profeta Muhammad, según recuerda Ibn ʿArabī, afirmó que “Dios creó al ser humano a Su imagen”, lo que aquí se interpreta como una referencia a la imagen de Su Gracia. Esta afirmación no debe entenderse literalmente, sino en un sentido metafísico profundo: la esencia divina se manifiesta en el alma humana mediante Sus atributos. El “Trono” de Dios, símbolo de Su majestad y autoridad, es aquí identificado como el lugar donde se depositan estos atributos, y el alma humana —como espejo— es capaz de reflejarlos. A quienes caminan por el sendero espiritual se les llama a reconocer dentro de sí mismos al heredero de esa dignidad, a despertar a la conciencia de su alto destino.
Algunos sufíes, conociendo estos secretos, llamaron al alma el primer maestro, pues es ella quien educa y guía a quien está bajo su mandato. Así como toda la creación rehuyó la carga de la confianza divina (amāna), el ser humano aceptó llevarla. Esta responsabilidad revela su papel central en el orden del mundo. En paralelo, así como Adán fue enseñado por Dios en los nombres de todas las cosas —una referencia al conocimiento de las esencias, los significados y los secretos del universo—, la humanidad está investida de la capacidad de comprender la realidad a través del alma. Esta enseñanza no solo supera a los ángeles, sino que justifica el acto de prosternación de estos ante Adán, no como un acto de idolatría, sino como una reverencia simbólica hacia el centro del conocimiento divinamente inspirado.
La prosternación en torno a la Kaaba es evocada para explicar este punto. No es la piedra la que se adora, sino lo que ella representa como centro espiritual. Así, prosternarse hacia Adán simboliza la obediencia al maestro, al portador del conocimiento de los nombres. El alma que reconoce su ignorancia y se postra en humildad ante el conocimiento divino, actúa como el sabio verdadero, aquél que ha sido honrado con la voluntad de obedecer.
Ibn ʿArabī introduce el concepto de hayūlá’, el caos o materia informe anterior a la creación, que para algunos sufíes es símbolo del Espejo de la Verdad: el lugar donde se reflejan los pensamientos divinos antes de adquirir forma. Lo falso, siendo nada, no puede reflejarse en este espejo; solo lo verdadero tiene entidad. En este espejo se proyectan las realidades divinas, y el ser humano, en su origen, es el espejo del Señor. De ahí que el Profeta dijera: “El creyente es el espejo del creyente”. Aunque hay dos “creyentes”, en el acto de reflejarse hay una sola imagen. Esta metáfora expresa la identificación mística entre Dios y Su reflejo en el alma pura.
La singularidad de Dios permanece intacta (“Nada hay semejante a Él”), pero Sus atributos se manifiestan en el hombre. Cuando el ser humano alcanza su forma más pura, se convierte en la encarnación de todos esos atributos —no de la Esencia divina, sino de Sus cualidades—, tal como indica el versículo: “Hemos creado al hombre en la mejor de las formas” (Tin, 4). Este versículo, dice Ibn ʿArabī, es una puerta al conocimiento, una fuente de sabiduría que brota como agua viva.
Abū al-Ḥakīm, un sabio sufí, llamaba al alma imām mubīn, “el libro evidente”, identificándola con la Tabla Oculta donde se encuentra todo lo decretado por Dios. Este símbolo remite al alma como receptáculo de la ley divina, conteniendo los secretos del universo y siendo el medio por el cual el hombre accede a la guía. Todo el cosmos está sostenido por esta alma microcósmica, y por eso el ser humano se convierte en el verdadero instrumento de la guía divina.
El ser humano perfecto, el que encarna todos los atributos y leyes revelados en el Corán, es el único guía legítimo. Cualquier otro que pretenda ese papel sin corresponderse plenamente con el ideal revelado no puede ser considerado verdadero guía. Esta identificación del alma humana con la fuente de orientación divina revela no solo su altísima dignidad, sino también su responsabilidad: el hombre es un libro viviente, y en él Dios no ha omitido nada (An‘ām, 58).
La dignidad del alma humana es depositaria de la confianza divina (amāna). Esta posición elevada, la de ser guía y centro del microcosmos, no es un mérito propio de la naturaleza corporal del ser humano, sino que surge de las potencialidades secretas de su esencia espiritual, reconocidas y confiadas por Dios. La función de guiar no es un poder autónomo del hombre, sino un mandato divino recibido como un acto de gracia, conforme al mandato coránico de devolver las cosas confiadas a quienes les corresponde (Nisā' 4:58).
La metáfora del espejo se vuelve central: el fiel se convierte en espejo de otro fiel, reflejando así la Verdad. El alma —como espejo refinado— revela la luz divina, pero no de manera propia, sino reflejándola. Esta luz, guardiana de los secretos divinos, sostiene y guía a la creación. Abu Madyan y otros santos sufíes identifican la alma como portadora de la amāna, resaltando que el cuerpo físico es en sí mismo denso y oscuro, pero que el alma lo ilumina como el sol ilumina la tierra.
Sin embargo, Ibn ʿArabī advierte que la intensidad de esta luz varía de persona a persona, de modo semejante a cómo el mismo sol da diferentes tipos de luz según el lugar. Así, la luz interna del alma puede ser más intensa o más opaca dependiendo de la calidad espiritual del "receptáculo" corporal. Esta relación entre el alma y el cuerpo explica por qué no todos los seres humanos alcanzan el mismo nivel de realización espiritual.
La alegoría se expande: el alma humana es como un gobernador dentro de su ciudad (el cuerpo humano), mientras que el rey es el alma suprema o principio espiritual supremo. Cuando el alma iluminada muere, es como el sol que se oculta, dejando a un “gobernador” inferior (la luna) que da una luz más débil durante la noche. La desaparición de estas luces mayores deja a los juristas y sabios de la ley (comparados con estrellas) como guías, pero sin el mismo poder transformador sobre las pasiones desbordadas del ser humano.
Ibn ʿArabī invita a los caminantes espirituales a mirar hacia el centro del círculo, es decir, al alma como el centro de la existencia y de la sabiduría divina. Una poesía sufí profundiza esta imagen: la verdad está oculta en la luz, diseminada en las dimensiones de la creación, pero concentrada en el centro invisible, que es el alma humana. En la gota de agua se encuentra el océano entero; en el alma humana está contenida la totalidad de la creación.
La geometría espiritual culmina en la imagen del círculo: así como el círculo depende absolutamente de su centro, toda la existencia depende del alma que ha sido investida como centro y guía. Dios, en su acto creador, describe un círculo sin moverse, abarcando la totalidad de los mundos: el superior de los ángeles y el inferior de la materia. El centro no se mueve, pero la circunferencia gira en torno a él.
El alma es, pues, la clave para comprender el propósito de la creación, y en ella residen las señales divinas, las que Ibn ʿArabī exhorta a contemplar: si uno ve con el "ojo interior" la realidad de los Nombres y Atributos divinos en su propia alma, comprenderá el honor inmenso que Dios ha concedido al ser humano, por encima de toda otra criatura.
Capítulo II: Discusiones entre los hombres de conocimiento sobre la realidad del alma
El capítulo presenta un resumen de las distintas opiniones de los sabios musulmanes sobre la naturaleza del alma. Algunos sostienen que el alma es la esencia individual del ser humano, una realidad no material que permite que el cuerpo perciba, entienda y sienta mientras se encuentra unida a él. Para otros, el alma es una entidad sutil y etérea, semejante a una materia fina que penetra todo el cuerpo sin estar localizada en un punto específico. En todas estas visiones, el alma es invisible y su relación con el cuerpo no es de simple ocupación espacial, sino de íntima vinculación funcional y espiritual.
Otros pensadores, como al-Ghazālī, afirman que el alma no está dentro ni fuera del cuerpo, no tiene ubicación, pero influye completamente en la vida y acciones del ser humano. Es un principio organizador y equilibrante que, pese a ser inseparable de la existencia humana, permanece en su propio nivel de realidad trascendente. El alma es, según esta visión, un instrumento de orden, capaz de percibir la vida incluso en aquello que parece inerte, y su acción se manifiesta en la medida en que el ser humano mantiene su dependencia fundamental de ella, sin dejarse arrastrar por dependencias materiales externas.
A lo largo del capítulo, se discute también si el alma es eterna y si podría reencarnarse en distintos cuerpos. Se plantean objeciones racionales a esta idea, resaltando la dificultad de pensar el alma como idéntica en todos los seres humanos o como diversa en su esencia sin caer en contradicciones lógicas o en el rechazo del papel unificador del intelecto. En última instancia, se rechaza tanto la visión de una transmigración literal como la de un alma material que ocupe espacio, en favor de una comprensión más sutil: el alma como esencia luminosa no sujeta a los límites de la forma o del lugar.
Finalmente, a pesar de las divergencias en las explicaciones sobre su naturaleza, todos los sabios coinciden en que el alma humana es creada por Dios como Su representante en la existencia. Es un espejo en el que se reflejan todos los Nombres y atributos divinos. El ser humano, en cuanto portador del alma, es prueba de la existencia de Dios, guía para las criaturas y responsable de ejercer el poder delegado con justicia y conocimiento. Así, toda existencia pertenece a Dios, y todo lo que acontece responde a Su voluntad y sabiduría. El capítulo concluye recordando que el éxito en esta búsqueda del conocimiento del alma y del Creador depende únicamente de Dios, el Único que puede guiar hacia la verdad.
Capítulo III: La estructura de la ciudad del hombre cuyo rey es el alma, el delegado de Dios
El capítulo describe cómo Dios, al crear al ser humano como Su representante o delegado (el alma), también le construyó una ciudad en la que residir: el cuerpo humano. Esta ciudad está sostenida por cuatro paredes fundamentales —tierra, agua, aire y fuego— que representan los elementos básicos de la creación. Dentro de esta ciudad, Dios designó un lugar especial para que el alma gobernara: el corazón. Aunque algunos pensadores han sostenido que el centro del alma es la mente, el autor insiste en que es el corazón, citando el dicho atribuido a Dios en el que afirma: "No quepo en los cielos ni en la tierra, pero quepo en el corazón de Mi siervo fiel." También cita otro hadiz profético que dice: "Dios no mira ni vuestros cuerpos ni vuestras acciones, sino vuestros corazones." Esto resalta la importancia fundamental del corazón como el verdadero trono de la presencia divina en el ser humano.
Se explica que cuando el ser humano no actúa correctamente no es que sus sentidos físicos estén fallando, sino que su corazón está ciego. Esto se conecta con la cita del Corán: "No son sus ojos los que están ciegos, sino sus corazones que están en sus pechos" (Surah 22:46). Aquí el corazón no es entendido simplemente como un órgano físico, sino como la sede espiritual de la conciencia y de la relación con Dios.
El corazón es comparado con un palacio, la residencia del alma-delegado, donde se guardan los secretos, las órdenes y los principios rectores. Como dijo el Profeta Muhammad (paz y bendiciones sobre él): "Hay un pedazo de carne en el cuerpo, y si está sano, todo el cuerpo está sano; pero si está corrupto, todo el cuerpo está corrupto. Ese pedazo es el corazón." De este modo, la salud espiritual del ser humano depende de la pureza del corazón.
Dentro de esta ciudad humana, Dios construyó además una torre elevada, que es la mente, desde donde el alma puede observar y gobernar el cuerpo. Esta torre tiene cuatro ventanas: los ojos, los oídos, la boca y la nariz, que son los sentidos principales de conexión con el mundo exterior. En su interior se encuentran tres depósitos: la Bóveda de Inspiración (donde se guarda el conocimiento recibido de forma revelada o intuitiva), la Bóveda del Intelecto (donde ese conocimiento es evaluado y comparado), y la Bóveda de la Memoria (custodiada por la Inteligencia).
Además, se introduce la figura de Selfhood (la personalidad o identidad propia), que es la "hija" del alma y es descrita como un espacio de lucha interna. Aquí residen las inclinaciones tanto al bien como al mal. En ella se cumplen las palabras del Corán: "Y [por] el alma y Quien la modeló y le inspiró su maldad y su piedad" (Surah 91:7-8). Así, el ser humano se debate entre la llamada del alma, que busca la luz divina, y la llamada del Nafs al-Amārah (el Yo que ordena al mal).
Cuando el ser humano sigue las inclinaciones del mal, su alma se debilita. En ese momento, la única salida es volver a Dios en total dependencia, reconociendo su impotencia. El autor conecta esto con las palabras del Corán: "Todo proviene de Dios" (Surah 4:78) y "De los favores de tu Señor, otorgamos libremente a unos y a otros" (Surah 17:20), indicando que tanto las pruebas como las bendiciones provienen de la misma Fuente.
Al final del proceso de lucha interior, si el alma y el yo logran armonizarse bajo el mando de Dios, entonces alcanzan el estado del Nafs al-Mutmainnah, el Yo Sereno. Esto es expresado en la célebre aleya coránica: "¡Oh alma sosegada! Vuelve a tu Señor, satisfecha y aceptada. Entra en Mi Paraíso junto a Mis siervos." (Surah 89:27-30). En este punto, la batalla ha terminado, y el alma y el yo inferior reconciliados son admitidos en la cercanía divina.
El texto también advierte sobre las falsas apariencias: la vida mundana, aunque parezca atractiva, es en realidad una trampa, una falsa imagen del Paraíso. Se cita al Profeta Muhammad diciendo: "El Paraíso está rodeado de dificultades, mientras que el Infierno está rodeado de placeres." Y otra enseñanza del Profeta advierte que en el Infierno hay dos valles, uno de fuego y otro de agua, y que quien busque huir del castigo sin arrepentirse caerá en el fuego.
Finalmente, el autor concluye que en la "ciudad del ser humano" existen cuatro tipos de ciudadanos: los fieles perfectos, los fieles con errores, los hipócritas y los incrédulos. Esta clasificación refleja la lucha constante entre el alma, el intelecto y el ego inferior. La división entre estas condiciones interiores es accidental; lo esencial es buscar la unidad y la armonía en Dios, pues sólo Él guía rectamente.
Capítulo IV: Las causas del conflicto entre el Intelecto y el Ego
Este capítulo explica cómo el conflicto interior entre el intelecto (ʿaql) y el ego que ordena al mal (nafs al-ammārah) es el origen de la confusión y el caos en el ser humano. Según el autor, el falso conocimiento y el error emergen cuando el intelecto y el ego luchan entre sí para gobernar el "reino" de la persona. Cada miembro y aspecto del ser humano —sus pensamientos, sentidos y emociones— siente la conmoción de esta batalla. Aquí se introduce una idea central: no puede haber dos reyes en un solo reino, y mucho menos en el ser humano. Tal como dice el Corán, "Violento conflicto resultará si alguien distinto a Dios gobierna" (parafraseando los principios de unicidad y soberanía divina).
Para mantener el orden, Dios envió su Ley Divina (Sharīʿah), cuyo propósito es establecer una armonía única e inmutable en la creación. Sin embargo, lamentablemente, los seres humanos suelen rechazar someterse plenamente a esta ley. Esta necesidad de unidad se refleja en el dicho del Profeta Muhammad (paz y bendiciones sobre él): "Si en una sola nación los hombres juran lealtad a dos líderes, eliminen a uno de ellos." La intención aquí es reafirmar que en cualquier estructura de gobierno (sea exterior o interior), debe prevalecer un solo liderazgo legítimo.
Dentro de esta reflexión, el autor advierte que si la persona no es sabia, podría terminar eliminando su propio intelecto en su lucha interna, dejando así el dominio a su ego inferior. El ser humano, en su estado natural, no siempre puede discernir quién está avanzando: si su razón o su ego. Esto depende de las condiciones interiores, de manera similar a cómo en una oración comunitaria (ṣalāh), lidera quien más cualidades reúne para ser el imām.
Luego, se presentan las diez condiciones que debe reunir quien quiera ser guía (o gobernante del ser interior):
-
Seis condiciones innatas: ser adulto (maduro espiritualmente), racional, libre (no esclavo de influencias externas), varón (como símbolo de autoridad en este contexto tradicional), ser del linaje de los Quraysh (refiriéndose a portar las cualidades proféticas), y tener sentidos completos (visión y oído funcionales espiritualmente).
-
Cuatro condiciones adquiridas: tener espíritu de servicio, ser competente en asuntos sociales y legales, ser sabio, y ser temeroso de Dios.
Cada una de estas condiciones es explicada desde el alma:
-
Ser adulto es tener conciencia directa de Dios, recordando el momento coránico en que Dios preguntó al alma: "¿Acaso no soy Yo vuestro Señor?" y el alma respondió: "Sí, lo atestiguamos." (ver Corán 7:172, implícito aquí).
-
La racionalidad es atributo del alma iluminada, que permitió responder positivamente a Dios.
-
La libertad es una cualidad esencial, como se dice en el Corán: "Glorifican a Dios día y noche, sin cansancio ni interrupción" (Surah 21:20), refiriéndose a aquellos que sirven libremente a su Señor.
-
Ser varón se asocia aquí a tener fortaleza y liderazgo espiritual frente al yo inferior, que es tratado simbólicamente como femenino (no por género biológico, sino como símbolo de pasividad y deseo).
-
Tener relación con los Quraysh significa portar las características del profeta Muhammad, quien dijo: "Yo ya era Profeta cuando Adán estaba entre el agua y la arcilla" (Hadiz transmitido por Tirmidhi), indicando su preeminencia.
-
La visión y la audición espirituales también son necesarias, como enseña otro hadiz divino (ḥadīth qudsī): "Me acerco a Mi siervo... y Yo soy el oído con el que oye, el ojo con el que ve..."
Sobre el alma que cumple estas condiciones, se cita el Corán: "Te asistiré con mil ángeles" (Surah 8:9), interpretando que esa ayuda invisible simboliza la fortaleza de la luz espiritual en el ser humano.
El conocimiento, otra condición indispensable, es el que Dios le otorgó a Adán cuando "enseñó a Adán los nombres de todas las cosas" (Surah 3:59), volviéndolo maestro incluso de los ángeles.
Finalmente, ser honorable y temeroso de Dios convierte al alma en un verdadero representante de Dios, cubierto con el manto de la Sharīʿah y coronado con la verdad.
Capítulo V: Sobre el Nombre, los Atributos y la Estación del Imam que no es otro que la Ley donde se preservan los Decretos de Dios
En este capítulo se enseña que el imām (el líder espiritual y soberano interior del ser humano) es la representación de la Ley Divina en el reino del ser. Es decir, el alma racional y sabia debe gobernar al ser humano como un imām gobierna a su comunidad, preservando los decretos de Dios en su ser y aplicándolos en su vida. Se recuerda que, según el Islam, uno de los cuatro pilares esenciales es precisamente aceptar la guía de un imām, quien, a nivel espiritual, actúa como un canal de la autoridad divina.
El autor subraya que, así como Dios es Uno y no tiene copartícipes (tawḥīd), también debe haber un solo gobernante interior: el alma iluminada. Esto se fundamenta en el Corán, donde Dios dice: "Si hubiera en ellos (los cielos y la tierra) dioses distintos de Allah, ambos habrían caído en ruina" (Surah 21:22). Así, si en el ser humano pretendieran gobernar dos fuerzas (el alma racional y el ego inferior), inevitablemente surgiría el conflicto y la autodestrucción.
De manera similar, el Profeta Muhammad (ﷺ) advirtió: "Si en una nación dos hombres juran lealtad como líderes, maten a uno de ellos" (hadiz transmitido en Muslim), para preservar la unidad. Esto se aplica espiritualmente: si dos fuerzas intentan gobernar el ser (intelecto iluminado y ego), una debe ser eliminada para mantener el orden interior.
Respecto a los nombres de Dios, se enseña que "Allah" es el nombre único que engloba toda la realidad divina; cuando el Corán ordena "adorad a Allah" (Corán 4:36), nadie pregunta qué significa "Allah" porque su unicidad es evidente. Sin embargo, cuando se revela "prostérnense ante el Compasivo" (Corán 25:60), los contemporáneos del Profeta sí preguntan "¿quién es el Compasivo?", lo cual muestra que solo Allah es un nombre absoluto.
El texto profundiza también en el proceso de sucesión en el liderazgo espiritual: cuando un imām desaparece, otro lo reemplaza, como señala el Corán: "Él es quien los ha hecho sucesores en la Tierra" (Surah 6:165). Aunque haya una pluralidad de generaciones, en cada momento hay un solo verdadero sucesor que representa los decretos divinos.
El autor recomienda que, para gobernar bien nuestro propio reino interior:
-
Seamos vigilantes, como enseña el Corán: "No son sus ojos los que están ciegos, sino sus corazones que están en sus pechos" (Surah 22:46).
-
Controlemos la ira y la venganza.
-
Amemos la justicia y reconozcamos el valor del humilde y del joven.
-
No hablemos en vano.
-
Arrepintámonos de los errores pasados, pues el pecado no arrepentido provoca la ira divina.
Advierte que no debemos mostrarnos demasiado familiarmente a nuestras propias facultades o "súbditos" internos, para mantener la autoridad espiritual, como enseña el Corán: "Si Dios ampliara la provisión para Sus siervos, se excederían en la tierra; pero Él la envía con medida según Su voluntad" (Surah 42:27). La presencia divina —como la del rey interior— debe ser rara y majestuosa, como un relámpago en la noche.
El alma debe gobernar usando a la Razón (ʿAql) como su ministro principal, y no revelándose directamente siempre, para preservar su grandeza. Como dice el Corán: "Todos temen a su Señor que está sobre ellos" (Surah 16:50).
Se pone énfasis también en resistir al ego, el cual es el mayor enemigo. Como dijo el Profeta Muhammad (ﷺ): "Luchad contra vuestro enemigo más cercano: vuestro propio ego" (Hadiz). El Corán lo refuerza: "¡Oh vosotros que creéis! Combatid a quienes están más cerca de vosotros entre los incrédulos" (Surah 9:123), interpretado aquí espiritualmente como una lucha contra el propio nafs.
Sobre la relación con el mundo, se recuerda que el Profeta describió al mundo como: "un cadáver podrido y despreciable" (hadiz transmitido en Tirmidhi), y que "Dios maldijo este mundo y a quienes se apegan a él olvidándose de Dios". Por eso, uno debe usar el mundo como un sirviente y no volverse esclavo de sus deseos.
A través de metáforas como el sol y la sombra, se enseña que quien camina hacia Dios (el Sol) deja el mundo (la sombra) detrás. El Corán dice: "¿Acaso no ves cómo tu Señor extiende la sombra?" (Surah 25:45) y "Vuelvan a buscar la luz" (Surah 57:13), indicando que nuestra fuente verdadera de luz es Dios, no el mundo material.
Finalmente, el autor insiste en que para gobernar bien el ser humano debe actuar con justicia, consultar siempre a sus ministros internos (las facultades como la razón, la conciencia), ser generoso pero no despilfarrador, actuar en el momento oportuno, y confiar en la voluntad de Dios, diciendo siempre in shā' Allāh ("si Dios quiere"), como ordena el Corán: "Y no digas acerca de nada: 'haré esto mañana', sin decir: 'Si Dios quiere'" (Surah 18:23).
Así, gobernando sabiamente su propio reino interior, el ser humano puede cumplir su misión como khalīfah (representante de Dios en la Tierra), en armonía con el orden divino.
Capítulo VI: Sobre la justicia y la autoridad del Imam
Este capítulo enseña que el imam (el líder espiritual del ser humano) debe ejercer su gobierno con justicia, ya que la justicia es el principio que sostiene el orden del reino interior y asegura la paz, la prosperidad y la obediencia de todos los "súbditos" del ser (es decir, las facultades del alma, la razón, los sentidos, etc.). El imam es el depositario de la causa divina: debe aplicar la justicia como manifestación de la Voluntad de Dios en el pequeño universo que es el ser humano.
La justicia se describe aquí como un equilibrio divino que regula todo lo que existe en el mundo material. Este mismo equilibrio será el criterio usado en el Día del Juicio para distinguir entre los justos y los injustos. Así, el autor cita el Corán:
"Dios ordena la justicia y el hacer el bien..." (Surah 16, an-Nahl, 90).
No se trata de una virtud pasajera o limitada: la justicia es eterna, siempre buscada y siempre respetada. Los sabios de la antigüedad ya habían enseñado que "mayor es el beneficio de la justicia que todo el oro de los tesoros de un reino", porque un reino basado en la injusticia, por más riquezas que acumule, está destinado a la ruina.
El autor también recuerda la advertencia coránica contra los injustos:
"¡Ay de los que defraudan, que al recibir de otros exigen exactitud pero al dar disminuyen la medida!" (Surah 83, al-Muṭaffifīn, 1–3),y les recuerda que serán llamados a cuenta:"¿No creen que serán resucitados en un día imponente?" (Surah 83, al-Muṭaffifīn, 4–5).
Aplicar justicia exige equilibrio en todo: no excederse ni por defecto ni por exceso. De ahí que Luqmān (el sabio mencionado en el Corán) aconsejara a su hijo:
"No andes por la tierra con arrogancia ni eleves la voz más de lo debido" (Surah 31, Luqmān, 19).
También, Dios ordena moderación en la oración:
"No recites tu oración en voz muy alta ni muy baja, sino busca un término medio" (Surah 17, Bani Isra'il, 110).
Y sobre el manejo de la generosidad, enseña:
"No hagas que tu mano esté atada a tu cuello como un avaro, ni la extiendas totalmente como un derrochador" (Surah 17, Bani Isra'il, 29).
Estos ejemplos enseñan que la vía del medio es la vía de la justicia: hablar con un volumen justo, dar sin ser mezquino ni despilfarrador, actuar con sobriedad y prudencia. Incluso el Profeta Muhammad (ﷺ) enseñó esta moderación en gestos pequeños: cuando se rompió una de las correas de su sandalia, prefirió quitarse ambas para caminar de forma equilibrada.
El mismo Profeta (ﷺ), en su trato con sus compañeros, corregía el tono de su voz: a Abu Bakr (رضي الله عنه) le dijo:
"Levanta un poco tu voz",y a ʿUmar ibn al-Khattab (رضي الله عنه) le dijo:"Habla más suavemente".
Todo ello para mantener siempre un equilibrio justo en cada acción y palabra.
El capítulo concluye diciendo que el imam interior, es decir, cada uno como gobernante de sí mismo, debe aplicar esta justicia:
-
Primero sobre sí mismo (controlando sus excesos y defectos).
-
Luego sobre sus ministros (las facultades del alma, como la inteligencia, el deseo, la memoria).
-
Finalmente sobre todo aquello que está bajo su dominio.
La justicia debe ser interior y exterior, tanto en la intención como en la acción, y debe ser el principio rector que conserve el orden del ser y lo mantenga encaminado hacia su destino divino.
Capítulo VI: Sobre las cualidades que debe tener el primer ministro y la definición de sus deberes
En este capítulo, se presenta al primer ministro que todo ser humano (como "rey" de su propio ser) debe tener: el Intelecto. El Intelecto es el gran ayudante del alma en el gobierno interior; es el intermediario entre el mandato divino y la acción en el mundo. Cuando Dios hace al ser humano Su jalīfa (su diputado), también le concede el Intelecto como ministro, encargado de registrar, analizar y poner en práctica las órdenes divinas que continuamente descienden al alma.
Por eso dice el Corán:
"Ciertamente hay signos para los hombres dotados de entendimiento" (Surah 3, Al-i 'Imran, 190).
El Intelecto es quien comprende los mandatos de Dios y quien los ejecuta en el mundo interior. No solo gobierna en nombre del alma, sino que su misión es proteger al reino interior de influencias perjudiciales, del mismo modo que uno protegería a un caballo del sol amarrándolo en la sombra. Si el Intelecto cumple su deber, el reino permanece estable y seguro.
La relación entre el Intelecto y el alma es comparada con la del sol y la luna: el alma (como el sol) ilumina directamente, mientras que el Intelecto (como la luna) brilla solo reflejando esa luz. Si el alma aparece plenamente (como el sol en el día), la luz de la luna (el intelecto) desaparece. Esto enseña que el Intelecto actúa por delegación, no de forma autónoma.
El Corán recuerda esta dinámica de manifestación y revelación cuando dice:
"Dios envía el espíritu por Su orden sobre quien Él quiere de Sus siervos, para advertir sobre el Día del Encuentro, el Día en que surgirán y nada quedará oculto ante Él" (Surah 40, Mu’min, 15–16).
Cuando el alma se oculta o se debilita, el Intelecto gobierna en su lugar. Pero cuando el alma se manifiesta plenamente, el Intelecto desaparece, reconociendo su subordinación. Esta profunda interdependencia se vincula también a la protección divina: en la sura al-Nās se recuerda que el ser humano debe buscar refugio en Dios, "el Señor de la humanidad, el Soberano de la humanidad, el Dios de la humanidad, contra el susurro del malvado que se retira después de susurrar, el que susurra en los corazones de los hombres, tanto entre los genios como entre los humanos" (Surah 114, al-Nās, 1–6).
Abu Madyan explica que la mención de "el Soberano de la humanidad" se refiere a la majestad de Dios (Mulk), como dice el Corán:
"Bendito sea Aquel en cuya mano está el dominio, y Él tiene poder sobre todas las cosas" (Surah 67, al-Mulk, 1).
Así, el Intelecto es un reflejo de ese dominio divino delegado en el ser humano.
Dios, al crear al hombre y soplar en él Su espíritu, le otorgó todas las facultades necesarias para gobernar. Sin embargo, dado que el ser humano no puede discernir siempre el camino correcto por sí mismo, necesita de un asistente sabio: el Intelecto. Como enseña el Corán:
"En vosotros mismos, ¿acaso no veis?" (Surah 51, al-Dhāriyāt, 21).Este verso enseña que todo está ya dentro de uno mismo, pero es necesario verlo para encontrar la verdadera paz.
La comunicación entre el alma y el Intelecto no ocurre mediante palabras audibles, sino a través del corazón. No son la lengua ni los oídos físicos los que se usan, sino los del corazón, a través de signos y señales invisibles pero llenas de sentido.
Por eso, Dios ha colocado la mente en lo alto del ser humano (en la torre de su ciudad interior), cerca de la cámara del recuerdo (la memoria), para que desde allí pueda gobernar sabiamente.
El deber del alma como rey es entonces apoyar, consultar y confiar en el Intelecto, para que no caiga bajo el engaño de la imaginación o las conjeturas, que a menudo imitan al Intelecto y pueden llevar al error.
El texto enseña que se puede reconocer al verdadero Intelecto por sus atributos de perfección, que son:
-
Su personalidad es justicia.
-
Su rostro refleja belleza.
-
Su conciencia está en sus ojos.
-
Su sabiduría se refleja en su lengua.
-
Su generosidad se muestra en sus manos.
-
Su libertad en su postura.
-
Su castidad en su pureza.
-
Su dirección en sus pies.
-
Y en su corazón brilla el recuerdo de Dios.
Cuando encuentres este Intelecto auténtico en ti mismo, debes hacerlo tu primer ministro y confiar en su guía, porque él te ayudará a ver la verdad, distinguir el bien del mal y caminar hacia el conocimiento de Dios.
Capítulo VIII: Sobre la visión interior, innata y enseñada por la religión, integrando las citas del Corán
Este capítulo trata sobre la visión interior (baṣīrah), una luz espiritual que permite al ser humano percibir las realidades invisibles que subyacen al mundo sensible. La visión natural, que todos poseen, permite percibir y distinguir realidades individuales, pero está limitada por el razonamiento humano (experiencias, lógica, asociaciones), mientras que la visión enseñada por la religión permite ver la totalidad de las cosas y entenderlas según el orden divino.
El Corán dice:
"En esto hay signos para quienes tienen discernimiento" (Surah 15, Hijr, 75),recordando que ver verdaderamente requiere de un ojo interior iluminado por Dios.
El Profeta Muhammad, paz y bendiciones sean con él, también enseñó:
"Temed la visión del creyente, porque ve con la luz de su Señor."Esta luz no es natural: es un reflejo de la luz divina que hace que el mundo entero se convierta en señales visibles del Creador para quien ha purificado su interior.
Se distingue entre:
-
La visión natural: basada en lógica, experiencia y percepción sensorial, que puede ser engañosa.
-
La visión enseñada por la religión: basada en la Revelación y la luz de la fe, que muestra el mundo en su verdad más profunda, como enseña el Corán:
"[No lo hiciste por tu cuenta], sino por misericordia de tu Señor" (Surah 18, Kahf, 82).
Así, quienes son formados por la religión entienden que las percepciones naturales, separadas de la guía divina, son velos que impiden alcanzar la verdad.
Luego el capítulo ofrece una larga descripción de señales físicas —aspectos corporales y conductas— que los sabios han considerado reflejos exteriores de disposiciones interiores (como honestidad, inteligencia o maldad). Aunque a veces pueden guiar al juicio, el autor recalca que el aspecto exterior puede engañar y que la verdadera visión de la persona debe ser complementada y corregida por la visión religiosa.
El alma humana es creada entre la luz (el Intelecto) y las tinieblas (el cuerpo y sus pasiones), y las manifestaciones físicas reflejan cuál de las dos fuerzas predomina en cada instante. Esto explica por qué los seres humanos fluctúan entre lo bueno y lo malo, entre el exceso y la falta.
El autor recuerda el dicho del Profeta Muhammad:
"A veces tengo un tiempo en que estoy totalmente lleno de mi Señor, de modo que nada más cabe en mí."lo que muestra que incluso el más perfecto de los hombres alternaba su tiempo entre la compañía de Dios y la compañía de los hombres.
"Seguidme y Dios os amará y perdonará vuestros pecados" (Surah 3, Al-i 'Imran, 31).
La enseñanza última es que todo juicio correcto sobre los seres humanos, sobre las acciones y sobre el mundo visible, debe estar iluminado por la luz divina de la fe.
El capítulo concluye advirtiendo que quienes solo juzgan por los sentidos tienden a confundirse; que incluso un acto simple (como ver a alguien sentado sin rezar) puede ser interpretado erróneamente si se juzga solo con la vista natural. Por eso, el musulmán debe recordar que sólo Dios conoce la intención y la verdadera condición de cada corazón, como enseña también el Corán en el caso de no apresurarse en juzgar sin conocimiento claro.
Capítulo IX: Sobre los atributos y los deberes del escriba
Este capítulo enseña que el Scriba (kātib) es uno de los ayudantes más importantes del Imam, es decir, del ser humano que rige su propio reino interior como vicario de Dios (jalīfa). El Scribe representa la función de registrar, mantener, y transmitir las órdenes divinas que iluminan el corazón y el intelecto del ser humano.
El Corán dice:
"Por el alma y su proporción y su inspiración para discernir su iniquidad y su piedad" (Surah 91, Shams, 7-8),afirmando que la distinción entre el bien y el mal ha sido escrita en el interior humano. El Scribe es quien registra esa escritura interna en el alma del gobernante de su ser.
Así como en el mundo invisible existe la Tabla Guardada (al-Lawḥ al-Maḥfūẓ) y el Gran Calamo (al-Qalam), de los cuales el Señor jura en el Corán:
"Por el monte (del Sinaí), por un decreto inscrito..." (Surah 52, Tur, 2),también en el ser humano existe un reflejo de esa realidad: su propia tabla interior y su escriba.
Cuando el corazón percibe un mensaje divino, el intelecto lo entiende y llama al Scribe, quien registra ese conocimiento en la memoria viva del alma. Así, las órdenes divinas descienden y se distribuyen en todo el reino interior del ser humano.
El Escriba está situado en un lugar altísimo del alma humana, más allá del nivel del Nafs (el ego inferior) pero debajo de la sabiduría pura del Trono de Dios. Recibe sus instrucciones exclusivamente desde el tesoro del Profeta Muhammad, paz y bendiciones sean con él, y a través de él se comunican las órdenes a todo el reino interno.
Este proceso de transmisión es invisible pero poderoso:
-
El Scribe registra lo que se le dicta sin alterar el sentido.
-
Si falla en hacerlo correctamente, crea confusión en el alma, debilitando el gobierno interno.
-
Si es fiel, la justicia, el orden y la sabiduría prevalecen en el ser humano.
El Scribe también actúa como narrador de las historias internas, mostrando las lecciones de los errores y aciertos pasados. Es, por tanto, orador, registrador y maestro.
Cuando el ser humano se acerca al Scribe en obediencia, puede ver ambos lados del Libro:
-
El lado que mira hacia la Tierra (el libro en lenguaje humano) y
-
El lado que mira hacia el Cielo (el Libro divino en lengua de Dios), como dice el Corán:
"Y todo lo registramos en un libro claro" (Surah 36, Ya-Sin, 12).
Sin embargo, los velos de la arrogancia, el egoísmo y el apego a los placeres mundanos dificultan el acceso a esa doble visión.
El capítulo explica que el Scribe actúa en nombre del Imam incluso en tres estados distintos:
-
Si el Imam está con Dios: el Scribe se retira y no interviene.
-
Si el Imam está consigo mismo (el ego domina): el Scribe actúa en secreto para recordarle el verdadero camino.
-
Si el Imam está con el Diablo (Satanás): el Scribe se interpone para tratar de rescatarlo, luchando directamente contra el engaño satánico.
Cada situación es evaluada y registrada por el Scribe, quien no actúa por sí mismo, sino siempre en representación de Dios. Y así se cumple la promesa de Dios:
"Y Él alimenta y no es alimentado" (Surah 6, An'am, 14).
Finalmente, el capítulo advierte que el Scribe no solo registra pasivamente, sino que influye activamente en el destino del ser humano:
-
Si el gobernante de su ser (el Imam) cultiva una relación correcta con su Scribe, entonces su reino interior será próspero, justo y protegido.
-
Si desprecia al Scribe, caerá en la confusión, la injusticia y el caos espiritual.
Por eso se enseña que debe honrarse, valorarse y protegerse al Scribe, quien está vinculado directamente a la Sabiduría Divina y cuyo rol esencial en el alma es indispensable para vivir en conformidad con la verdad.
Capítulo X: Sobre el método de recolectar impuestos y elegir al recaudador
Este capítulo enseña que el ser humano, como Imam (gobernante del reino de su ser), debe administrar con justicia los recursos y bienes que el Señor le ha confiado. El concepto de "recolectar impuestos" se utiliza aquí como una metáfora del deber del alma de reunir sus obras y frutos espirituales, manteniendo el equilibrio y la rectitud.
El Corán recuerda la seriedad del cargo de gobernar:
"No sigas aquello de lo que no tienes conocimiento, porque del oído, de la vista y del corazón se pedirá cuenta" (Surah 17, Bani Isra’il, 36),y que, el Día del Juicio, cada parte del cuerpo testificará sobre nuestras acciones:"Cuando lleguen al fuego, sus oídos, sus ojos y sus pieles atestiguarán contra ellos de lo que hacían" (Surah 41, Fusilat, 20).
Se advierte que:
-
No se debe abusar de las cargas impuestas sobre los "súbditos" (las facultades interiores).
-
Un solo recaudador sabio es mejor que muchos, para evitar conflictos y opresión.
-
Si la recolección de impuestos se hace injustamente (como cuando se exige a alguien más de lo que puede dar), se arruina el reino interior, porque la injusticia genera resentimiento y debilita el alma.
El Profeta Muhammad, paz y bendiciones sean con él, advirtió:
"Quien oprime en nombre de mi religión será vencido por ella",y el Corán enseña el equilibrio:"No mantengas tu mano atada a tu cuello como un avaro, ni la extiendas del todo como un derrochador" (Surah 17, Bani Isra’il, 29).
-
Perseverancia
-
Economía
-
Equidad
-
Valor
-
Conciencia
Estos asistentes ayudan a que los "tributos" del alma (las buenas obras, la virtud, el esfuerzo espiritual) sean recolectados correctamente, sin perjudicar a ninguna facultad interior y manteniendo la prosperidad del ser.
Capítulo XI: Sobre buscar el modo de ofrecer al Señor lo que es debido por parte de su representante
Este capítulo recuerda al ser humano, en su dignidad de representante de Dios (khalīfa) en el reino de su propio ser, que su vida no es para acumular conocimientos teóricos ni actos vanos, sino para presentar una ofrenda digna a su Señor, el Único Rey del universo, quien no tiene principio ni fin.
El Corán enseña:
"A Dios pertenecen los principios y los fines"(Surah 53, An-Najm, 25).
Todo lo que hacemos, consciente o inconscientemente, se origina en Él y debe regresar a Él. Por tanto, cada acción errónea "hiere" la relación con nuestro Señor, pues va en contra de la noble misión para la que fuimos creados.
El ser humano tiene una estructura interna para recoger y presentar sus obras:
-
Los sentidos captan la realidad exterior.
-
La percepción y la concepción las analizan y protegen.
-
La mente (ʿaql) guarda la experiencia como memoria.
-
El recuerdo (dhikr) actualiza lo guardado y lo ofrece al pensamiento.
-
El pensamiento (fikr) investiga, corrige errores, y contrasta con nuevas percepciones.
-
Finalmente, lo verdadero es elevado al Intelecto, quien lo presenta al Alma Sagrada (Rūḥ al-Quds).
El Corán describe este proceso:
"Verdaderamente, el registro de los justos estará en el ‘Illiyyūn"(Surah 83, Al-Muṭaffifīn, 18),y por otro lado:"Ciertamente, el registro de los perversos estará en Sijjīn"(Surah 83, Al-Muṭaffifīn, 7).
Así, el verdadero éxito no está en la cantidad de obras, sino en su calidad:
-
Obras puras, no contaminadas por la vanagloria.
-
Conocimiento buscado no para dominar, sino para acercarse a Dios.
-
Obediencia no sólo formal, sino por amor sincero al Creador.
La clave está en ofrecer a Dios lo que es digno de Él, no simplemente lo que es válido para nosotros.
El Corán confirma:
"Hacia Él suben las buenas palabras, y la buena obra las eleva"(Surah 35, Fāṭir, 10).
En otras palabras:
-
Las buenas intenciones (kalimāt ṭayyiba) ascienden.
-
Pero son las obras justas (ʿamal ṣāliḥ) las que realmente las elevan ante Dios.
El capítulo enseña, además, que incluso cuando el alma se ve favorecida con bienes y recompensas en los cielos, si se olvida de anhelar a Dios mismo y se conforma con los dones, entonces Dios oculta Su Rostro (es decir, oculta la contemplación directa), como un acto de educación y misericordia para purificar al alma de su apego a las criaturas.
Capítulo 12: Sobre las misiones enviadas para apaciguar los levantamientos en algunas regiones del reino
Este capítulo enseña que la sabiduría divina no es accesible a quien se deja arrastrar por los engaños del intelecto calculador. Sólo a quienes renuncian a confiar exclusivamente en su propio juicio, Dios les concede verdadera sabiduría.
Cuando un rey (o el diputado de Dios en su reino interior) necesita enviar una misión diplomática para resolver un conflicto, los embajadores deben ser impecables:
-
Confiables
-
Rectos
-
Fieles
-
Piadosos
-
Claros de visión
-
Valientes
-
Generosos
-
Elocuentes
-
Persuasivos
Porque el enviado representa a quien lo envía: su carácter, sus intenciones y su poder. Si el enemigo percibe mediocridad o corrupción en los enviados, despreciará al propio soberano.
Aplicado al ser interior, cuando el ego (nafs al-ammārah, el alma que ordena el mal) se rebela dentro de ti, debes enviar en tu defensa una misión compuesta de cualidades nobles:
-
Honor
-
Sinceridad
-
Entendimiento
-
Perseverancia
-
Precaución
-
Buenas intenciones
-
Paciencia
-
Valentía
-
Experiencia
-
Consideración
-
Temor de Dios
-
Justicia
Tal "delegación de virtudes" es capaz incluso de convertir enemigos en aliados, sin recurrir a la violencia. El Corán enseña esta posibilidad:
"Repela el mal con el bien, y quien estaba como tu enemigo se volverá como un amigo íntimo."(Surah 41, Fusilat, 34)
-
"Ríndete."
-
"Hazte esclavo de tus deseos."
-
"Gobierna oprimido por tu ego, sin obedecer a Dios."
Ante esto, tu respuesta debe ser sabia y firme. No debes atacar, sino conducir al embajador enemigo a una serie de confesiones:
-
¿Reconoces a Dios como tu Señor y el nuestro?
-
¿Admites que morirás y regresarás a Él?
-
¿Sabes que Dios premia a los obedientes y castiga a los rebeldes?
-
¿Hay alguien más poderoso que Dios?
En el Corán se afirma:
"Lo que está junto a Dios es mejor para vosotros que lo que poseéis."(Surah 16, An-Naḥl, 96)
Así se vence sin violencia, usando la luz de la verdad, la misma estrategia que el Corán enseña:
"Llama al camino de tu Señor con sabiduría y buena exhortación, y discute con ellos de la mejor manera."(Surah 16, An-Naḥl, 125)
Finalmente, el capítulo aclara que, aunque seas sabio y uses la mejor estrategia, es posible que el enemigo (el ego) no acepte la paz. No importa: la diplomacia verdadera no depende del éxito inmediato, sino de actuar con verdad y justicia.
Capítulo XIII: Sobre las fuerzas armadas en defensa del reino del ser humano, sus generales, su carácter y su estrategia
El reino del ser humano —es decir, su existencia interior— se compara a una casa:
-
El propio ser es la casa.
-
La fundación de esa casa son sus atributos y su carácter.
-
La soberanía (gobierno del alma) depende de esta base firme.
Esta base tiene cuatro pilares principales, como cuatro generales, cada uno comandando un ejército espiritual para proteger una de las cuatro direcciones de donde puede venir el peligro:
-
Frente
-
Atrás
-
Derecha
-
Izquierda
Importante: El autor enseña que todo daño espiritual viene de esas cuatro direcciones, como Satanás mismo lo declara en el Corán:
"Entonces los asediaré desde delante de ellos, desde detrás de ellos, desde su derecha y desde su izquierda."(Surah 7, Al-Aʿrāf, 17)
¿Qué representan los cuatro ejércitos? Cada ejército tiene una virtud general que debe defender su respectiva dirección:
|
|
|
---|---|---|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
|
La estrategia espiritual es ubicar a cada uno de estos generales en su lugar correspondiente, de modo que cada tipo de tentación sea repelida eficazmente.
El número Cuatro es elegido porque tiene un significado sagrado:
-
Es la raíz del número Diez (la perfección de la serie de números naturales).
-
Los cuatro elementos (tierra, agua, aire, fuego) constituyen todo el universo.
-
Cuatro direcciones para protegerse.
El profeta Muhammad dijo que:
"Los cielos están sostenidos por ocho soportes, pero en nuestro tiempo son cuatro."(mencionado en relación a Surah 69, Al-Haqqa, 17)
¿Qué hacer si se quiere una protección aún mayor?
-
Aumentar los ejércitos hasta diez (pero no más), lo que representa una defensa completa del ser:
-
Frente, atrás, derecha, izquierda, arriba, abajo, antes, después, totalidad, y partes del todo.
-
De esta forma, el ser humano protege todos los accesos de su alma, asegurando que el mal no entre, y mantiene su reino en paz, seguridad y felicidad bajo el amparo de Dios.
Capítulo XIV: Sobre la preparación y la estrategia para la batalla contra el enemigo
El primer deber del diputado de Dios en la batalla es proteger el estandarte de honor que le ha sido conferido: el honor de gobernar en el nombre de su Señor. Ese estandarte debe ser ubicado en el lugar más seguro, pues de su preservación depende la continuidad del reino. Para ello, el alma debe establecer su sede de mando bajo el Escabel de Dios, en el lugar donde se generan las leyes divinas y se establecen las tradiciones del Profeta Muhammad, la más elevada fortaleza en la creación. Allí debe permanecer, sin lanzarse directamente al campo de batalla, pues si algo le sucediera, sus ejércitos se dispersarían y el reino caería en manos del enemigo.
La estrategia más sabia es que el alma permanezca segura en su fortaleza, dirigiendo a sus generales y ejércitos que defienden las cuatro direcciones. Si alguno de estos frentes fuera derrotado, aún permanecería el centro protegido. Mientras el alma permanezca, existe la posibilidad de recomponer las fuerzas. Como un árbol que puede perder ramas pero sigue vivo mientras el tronco permanezca firme, así el alma mantiene la vida del cuerpo. El propósito de la batalla no es simplemente combatir, sino asegurar la permanencia de la vida en justicia, pues si la justicia desaparece, se instala la tiranía, que es el instrumento de la muerte.
El país que gobierna el alma es el cuerpo humano; el alma es su rey. Si el alma abandona el cuerpo, este muere; pero si sólo una parte del cuerpo sufre daño, la vida puede continuar, y el alma buscará su curación. Por tanto, el alma debe protegerse sobre todo a sí misma, evitando exponerse innecesariamente al peligro. Incluso si los enemigos se acercan, no debe permitir que la vean; debe permanecer oculta en su fortaleza interior.
Si todas las defensas son obligadas a replegarse, el alma debe reunir sus ejércitos sobre las orillas del mar del conocimiento. Allí, tocando las aguas con el bastón de la fe, abrirá un paso en el océano del saber. El alma y sus fuerzas podrán atravesar esa abertura, mientras que sus enemigos, al seguirla imprudentemente, serán anegados por las mismas aguas que no pudieron comprender. Así como el faraón fue destruido cuando persiguió a Moisés a través del Mar Rojo, el ego y el demonio serán vencidos por el conocimiento verdadero, por medio del designio de Dios, el mejor de los planificadores.
El enemigo buscará, a través de astucias, que el alma adquiera conocimiento con intenciones desviadas, como el deseo de dominación o el orgullo. No obstante, incluso en esos casos, el alma sincera será guiada finalmente hacia Dios, pues el conocimiento, aunque inicialmente buscado por motivos bajos, conduce a la verdad cuando es abrazado con sinceridad. El diablo, en su ignorancia, desconoce esta realidad. Lo prueba su desobediencia al mandato divino de prosternarse ante Adán, despreciándolo por haber sido creado del barro, sin comprender el honor que Dios había depositado en él.
Por eso, el alma no debe rechazar las obras buenas aunque hayan sido sugeridas por sus enemigos. El esfuerzo, aun cuando carezca de pureza inicial, es superior a la inacción. Aquel que actúa, aunque ignorante, puede recibir un destello de la luz divina que transforme su obra. Así, los intentos del enemigo de inducir al error terminan volviéndose contra él mismo.
En consecuencia, el alma debe permanecer en el castillo de su corazón, elevado, inaccesible para sus enemigos. Desde allí puede observarlos, sin dejarse arrastrar a la prisa ni a la imprudencia, que son las principales armas del adversario. Manteniéndose firme en la calma y la vigilancia, sosteniéndose en la fe y el conocimiento, el alma vencerá finalmente, guiada por la luz de su Señor.
Capítulo XV: Sobre los códigos secretos y advertencias de los peligros en la ofensiva contra los enemigos
Sabe que entre los números conocidos por el ser humano, los mencionados en el Corán y en las enseñanzas islámicas guardan un secreto divino que, si es buscado, puede iluminar el camino correcto a seguir. Toda la creación ha sido estructurada desde el Dos hasta el Doce, siendo el número Doce el grado último de todos los números. Hay cuatro etapas en el contar: unidades, decenas, centenas y millares, y el Cuatro es considerado el número perfecto. El Doce, como suma de estas bases, representa la culminación, pues reúne los cuatro números creativos con los tres números originales.
Los cuatro números creativos simbolizan el ser, la razón, el hombre y su estación en el mundo. Estos elementos son la ocupación de la vida y, de su combinación, se genera un vasto conocimiento que permite a algunos alcanzar la unidad. El Uno, aunque no se cuenta propiamente como número, es el origen de todos ellos; su presencia da existencia a todo, y su desaparición anula todo lo creado. Así, cuando uno une al Uno otro Uno por medio del “y”, surge el Dos, y al añadir Uno al Dos se obtiene el Tres, y así sucesivamente hasta alcanzar el Mil. Pero si sustraemos Mil de Mil, todo desaparece: regresa al Uno.
De esta manera, el inicio de los números activos es el Dos, mientras que el Tres es el primer número individual. Los números pares son superiores y preceden naturalmente a los impares: es imposible, por naturaleza, que el Cuatro esté antes del Tres o que el Cinco esté antes del Cuatro. De este orden se desprende una clave estratégica: si en una situación se encuentra un número contenido en otro, el que posea la característica impar vencerá sobre el par. Pero si el par domina antes y después de ese número, entonces el par será el vencedor.
Así se revela que es lícito y necesario que el hombre combata tanto el mal que reside en su interior —su ego y sus impulsos rebeldes— como el mal exterior que amenaza destruirlo. Esta lucha debe realizarse no con violencia ciega, sino conforme a los medios lícitos permitidos por Dios. Cuando la rebelión es interna, el número par debe vencer al impar; cuando el combate es contra fuerzas externas, el impar debe vencer al par. Y si, tras vencer a los enemigos externos, surge de nuevo una rebelión interna, el par debe imponerse otra vez sobre el impar.
Existen dos tipos de unidad. Una es la unidad absoluta, la de todo lo existente en su conjunto, mientras que la otra es la unidad personal e individual. La unidad absoluta es propia de Dios y de Su verdad, y tiene la capacidad de derrotar toda falsedad en cualquier tiempo y lugar. Incluso quienes niegan la verdad de la revelación reconocen, aunque limitadamente, una unidad basada en números materiales, sin la profundidad espiritual que encierra. Por otro lado, la unidad personal es aquella que buscaron y alcanzaron los mensajeros de Dios, como Muhammad y Moisés, y es el objetivo de los sabios y de los creyentes sinceros: crear unidad verdadera a partir de la aparente multiplicidad del ser humano.
La unidad absoluta siempre garantiza la victoria contra la falsedad. Pero la unidad personal no asegura la victoria en todo momento: puede salvarte en algunas circunstancias, pero en otras no bastará. Por ello, debes aprender a discernir cuándo puedes confiar en la unidad personal para vencer, y cuándo debes buscar refugio en la unidad absoluta, que nunca falla.
Estos son secretos entre los secretos divinos. Cada afirmación depende de otra y tiene múltiples ramificaciones. Solo quien posee entendimiento y paciencia para penetrar en los detalles puede captar plenamente su significado. Para quien tiene sabiduría, basta una señal.
Capítulo XVI: Sobre la regulación y la preparación de la dieta espiritual, de acuerdo a las diferentes estaciones, para el crecimiento del representante de Dios
Sabe que la dieta debe ser regulada conforme a las causas y condiciones creadas por Dios. Todo ser creado necesita alimento para existir y sobrevivir, y existen reglas claras fijadas por el Creador para su sustento. La diferencia entre el ser humano y el resto de la creación es que el hombre es el consumidor final: todo lo demás ha sido creado para ser usado por él. La alimentación está regulada según los tiempos del año y sus estaciones. El calor y la humedad en el cuerpo, que regulan las condiciones naturales de la vida, son influenciados por la comida que ingerimos. El Señor permite al hombre comer mientras le permita vivir, y las personas sienten, ven y se comportan en función de lo que comen y de lo que crece en su entorno. Esto es tan evidente que no necesita mayor explicación.
Aquellos que buscan perfeccionarse no deben ignorar las tendencias naturales de su ser. En primavera, cuando el clima es cálido y húmedo, el cuerpo y el alma vegetal y animal se agitan y buscan moverse, viajar, abandonar el dolor y las dificultades. Esta inclinación a la vida se manifiesta en toda la naturaleza. Así, quien rige su reino interior debe aceptar el estado de su pueblo y aprovechar la energía vital que la estación de la vida otorga, recogiendo todo lo que la fe permite y alejándose de lo que envenena el corazón. Permitir a las almas pasear entre campos verdes, ríos claros y flores fragantes es también un modo de recordar el Paraíso prometido. Así, se fortalecerán los cuerpos y también los espíritus, motivados a trabajar con esperanza y alegría.
El verano, cálido y seco, tiene la naturaleza del fuego. Es la estación del esfuerzo y de la reflexión, que recuerda la vejez, la cercanía del fin y la aridez que precede a la muerte. Su calor evoca el fuego del infierno y el día del juicio, cuando el cerebro hervirá y los cuerpos sudarán en agonía. Sin embargo, este sufrimiento puede ser alimento para el alma: una purificación que libera del dominio del ego y acerca más al Señor.
El otoño, frío y seco, anuncia la muerte. Es el tiempo para contemplar la desaparición, para preguntarse si en el momento final se recordará al Señor o se morirá sumido en el olvido y la ceguera espiritual. La tierra, en otoño, se vuelve estéril; así también el cuerpo en su decadencia, así también las almas separadas de su origen si no han cuidado su luz. Cada caída de una hoja recuerda el retorno ineludible y el juicio venidero.
El invierno, frío y húmedo, simboliza el Purgatorio: el lugar de la espera, donde no hay voluntad, donde solo cuenta lo que se ha llevado desde la vida. En invierno el alma debe contemplar si camina hacia la luz o si se encamina, encadenada, al fuego eterno. Es el momento de medir el tiempo restante y actuar antes de que sea tarde, antes de pedir en vano volver a vivir para corregir los errores. Todavía ahora puede uno arrepentirse, creer y obrar el bien para que el mal se convierta en bien, como Dios ha prometido.
Así como en cada estación hay un alimento físico que fortalece el cuerpo, hay un alimento espiritual correspondiente. Pensamiento y acción deben unirse como alimento del alma. Pensar en los mandatos de Dios y actuar conforme a ellos fortalece al ser completo. Si actúas con justicia y bondad, si guías a tu reino hacia el bien, entonces en el día del juicio ellos serán testigos en tu favor; pero si eres injusto y perviertes su pureza, ellos testificarán contra ti.
Cada estación del año trae también enfermedades propias, físicas y espirituales. El conocimiento, junto a la acción correcta, son los medicamentos y las defensas para mantener la salud espiritual. Como el cuerpo necesita cuidados específicos según la estación, así también el alma necesita un alimento adecuado a cada tiempo: conocimiento en su justo momento, puesto en obra con fe y gratitud.
El conocimiento es el alimento esencial de la vida del alma, pero no cualquier conocimiento, sino aquel que se busca por amor a la verdad. El conocimiento práctico es necesario, pero la meta más alta es el conocimiento divino, el que da vida eterna, el que es luz reflejada en el espejo del alma pura. Aquel que alcanza este conocimiento no se atribuye el mérito: sabe que su logro es un don y que debe ser preservado con humildad y constancia.
El alma humana se alimenta de la luz divina, no de formas y apariencias. Su sustento es el conocimiento de la verdad. Por eso incluso el Profeta Muhammad, la más noble de las criaturas, rogaba: "¡Oh Señor mío, auméntame en conocimiento!" Así también la Ummah fue destinada a ser alimentada espiritualmente por el conocimiento, como el Profeta vio en su sueño, donde el saber le fue dado en forma de un vaso de leche.
Por eso, oh encargado de regir el reino humano, debes buscar el conocimiento verdadero, no el conocimiento superficial que yace a tus pies. El conocimiento verdadero es difícil de alcanzar, y pocos son los que tienen el corazón purificado para recibirlo. Pero si trabajas por él con paciencia, fe y sinceridad, será para ti un espejo limpio donde verás reflejado a tu Señor, y serás fortalecido para vivir con Él y para Él.
Capítulo XVII: Sobre los secretos que Dios ha confiado al hombre
¿Cómo debe uno proceder en el camino hacia la Verdad, que se divide en cinco senderos? Oh tú, cuyo corazón anhela los secretos ocultos a los ojos, debes saber que lo que aquí se dice no contiene aportes personales del escritor; no busca honra ni beneficio para sí, ni reclama mérito alguno por lo que le ha sido otorgado. No expone pensamientos propios como prueba del conocimiento transmitido, ni pretende haber oído lo que no ha oído. Es necesario que sepas cómo esos secretos, que yacen ocultos dentro de ti, unas veces emergen a la conciencia y otras se hunden en el inconsciente. Hay realidades visibles y otras que permanecen ocultas: quienes viven sólo en el mundo exterior conocen lo evidente, pero las realidades interiores no pueden ser vistas por el ojo ni comprendidas por la mente mundana. Sólo pueden ser alcanzadas por inspiración divina, reservada para los profetas y santos.
El guía supremo, el profeta Muhammad, que la paz y las bendiciones de Dios sean sobre él, dependía totalmente de su Señor. Un verdadero santo es aquel que ilumina su corazón con la llama encendida en el corazón del Profeta. Estos santos son la prueba viviente de la fe revelada. El Profeta es el nudo que une al Señor con Su creación. A través de él sabemos que Dios existe, porque nosotros existimos, y que el conocimiento proviene de Él, para Él y hacia Él.
Así también, la vida del hombre proviene de Dios y a Él retorna. Todo atributo noble —escuchar, ver, hablar, el poder, la voluntad, la generosidad, la compasión, la capacidad de perdonar— son reflejos de los atributos divinos. Identificándose con estos nombres, el ser humano puede conocer tanto a sí mismo como a su Señor. Sin embargo, estos atributos permanecen ocultos en nosotros, y sólo a través del esfuerzo pueden ser traídos a la conciencia. Si los conociéramos abiertamente, ya no serían secretos.
Sabemos por fe que el Señor es oculto, sin lugar ni atributos perceptibles, pero también sabemos que Su existencia es el origen de la creación, que todo ser contiene en sí mismo su principio y su Creador. Las cosas cambian de forma, de lugar, y finalmente desaparecen. Si entendemos la eternidad como una mera prolongación de la vida con principio y fin, habremos entendido mal la esencia divina. Todo concepto humano es comprendido por comparación o por oposición, pero el Señor no tiene semejante ni contrario.
Nuestro maestro Muhammad, que la paz y las bendiciones sean sobre él, dijo: "Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor." Esto implica que sólo por el conocimiento interior y la aniquilación del ego puede alcanzarse la unión activa con Dios. El otro camino, el pasivo, consiste simplemente en aceptar la existencia de Dios como causa de la nuestra, pero sin alcanzar verdadera realización.
En el ser humano están las huellas de los nombres y atributos divinos. Si no fuera así, no habría camino ni posibilidad de reconocer a Dios. Pero también se nos advierte: si en lugar de reflejar Sus atributos, imitáramos las cualidades negativas de nuestro ego, caeríamos en confusión y error. Para evitarlo, es necesario conocer nuestra relación con el universo, ver que el hombre es un microcosmos del macrocosmos, y que en nosotros se reflejan los órdenes celestiales.
La creación entera gira en torno a cuatro reinos celestiales: el supremo, el evolutivo, el renovador y el de los mundos interrelacionados. Cada uno tiene sus verdades, que también existen en el ser humano. Hay 98 atributos que corresponden al universo, pero el ser humano tiene uno más, el secreto entre él y Dios, que lo hace digno de ser Su representante en la Tierra.
De estos atributos derivan los cien niveles del Paraíso, donde sólo los más selectos pueden aspirar al nivel más alto, el de las dunas, reservado a quienes Dios llama a Su contemplación. Asimismo, el Infierno tiene cien niveles, y el ser humano, por sus actos, puede elevarse o degradarse. El hombre fue creado para alcanzar la cumbre de la existencia, no para caer en el abismo.
En el ser humano, cada parte de su existencia encuentra correspondencia con las realidades superiores: el cuerpo con el Trono, el ego con el Escabel, el corazón con la Kaaba celestial, el espíritu con los ángeles, el intelecto con los cielos planetarios, y las emociones y sentidos con los elementos de la creación.
Cada estación de la existencia humana refleja una estación en el universo. Hay en el hombre reminiscencias de los cielos de fuego, aire, agua y tierra, así como de los reinos de los minerales, las plantas y los animales. Dentro de él habitan también los opuestos: luz y oscuridad, juventud y vejez, acción y reposo.
Al entender esta relación profunda, el hombre puede liberarse del yugo de su ego. Sin embargo, pocos logran regresar al estado originario para el cual fueron creados. Los profetas y los santos son ejemplos de quienes, bajo la influencia de los secretos divinos, han cumplido ese destino.
El Profeta Muhammad describió cómo la revelación le llegaba como una vibración sonora, como campanas o cascadas, estremeciendo su cuerpo y su alma. Tras recibirla, volvía a la normalidad, purificado. Así también ocurre con los santos: cuando la luz divina penetra en sus almas, sienten primero una sed insaciable, seguida de una expansión de gozo y paz.
Sin embargo, no todas las experiencias espirituales son verdaderas. Hay falsas visiones y voces provocadas por el ego o incluso por el Diablo. Éste puede hacer creer que es Dios quien habla, sembrando la confusión en los corazones incautos. La regla segura es esta: cualquier inspiración que incite a violar la ley divina debe ser rechazada.
Sólo aquella inspiración que confirma la doctrina revelada, que aporta claridad, fortaleza moral, o unificación interior, debe ser aceptada. El corazón tiene un centro oculto, una joya de asombro donde se reflejan las verdades divinas. Ese punto negro en el corazón es como el momento oculto del viernes donde todas las oraciones son aceptadas.
Cuando ese centro se ilumina por el recuerdo de Dios, todo el ser se aquieta, sometido a la voluntad divina. Si el Señor quiere mantener al alma anhelante, cubre ese centro con un velo de niebla, para que la búsqueda no cese. Así, el creyente permanece en esperanza y anhelo, sin rendirse a los placeres de este mundo.
Algunos minerales preciosos reflejan simbólicamente las cualidades espirituales: la esmeralda representa la fuerza del recuerdo de Dios; el rubí rojo, la unicidad divina incomparable; el zafiro, la inmutabilidad del decreto divino; el topacio, la humildad ante el Creador; y el diamante claro, el agua que da vida a todo ser. El azufre rojo es la joya más rara, símbolo de la cercanía a Dios.
Finalmente, hay velos que deben ser levantados y ruidos que deben ser silenciados en el alma. El recuerdo continuo de Dios disipa los velos y acalla el torbellino del ego, permitiendo a la luz divina penetrar y transformar al ser humano en un espejo limpio del Señor.
Capítulo XVIII: Sobre la mente y la luz de la certeza que ilumina el corazón
La Tierra no posee luz propia; sin embargo, cuando recibe la luz del Sol, resplandece y se ilumina. El Sol, a su vez, jamás proyecta sombra sobre la Tierra para oscurecerla, y también ilumina a la Luna, haciéndola visible para la Tierra. El ojo humano ansía contemplar la fuente de luz, pero no puede fijar su vista directamente en ella sin cegarse. Cuando vemos la luz reflejada en la Tierra, es como si viéramos al mismo Sol. Así se forma un triángulo entre el Sol, la fuente de la luz; la Tierra, sobre la cual recae esa luz; y la Luna, que se hace visible gracias al reflejo solar.
Así como la Tierra, el cuerpo físico —dominio del alma animal— está compuesto de materia tosca. No obstante, la luz que emana del corazón —dominio del alma humana— se extiende hasta el rincón más alejado del cuerpo, y desde allí se refleja en la mente, donde comienza a abrirse el ojo interior. Del mismo modo que la luz del día permite al ojo físico ver, la luz del corazón, al reflejarse en el ojo interior, habilita al ser humano para ser digno de la palabra de su Señor. Así lo confirma el Corán cuando dice: "Verdaderamente en esto hay un mensaje para quien tiene corazón" (Qaf, 37).
Cuando esta luz penetra, los sentidos corporales pierden su utilidad, porque la claridad con que el ojo interior ve es incomparablemente mayor que la luz que perciben los ojos de la cabeza. Lo que entonces se revela es la visión impresionante del reino angélico. Y sobre esta primera luz —luz sobre luz— se abre un segundo ojo en el corazón: el ojo de la certeza, que percibe la realidad verdadera. Con ese ojo se puede contemplar la fuente misma de la luz, llamada la luz de la certeza.
Hay dos luces divinas que provienen de tu Señor: una ilumina el sendero del conocimiento y la sabiduría, y la otra brilla sobre el sendero que conduce hacia Él. De igual manera, ha creado dos ojos interiores en tu corazón: uno es el ojo de la comprensión, y el otro es el ojo que te guía hacia la salvación. Tal como está revelado: "Dios guía a quien Él quiere hacia Su luz" (Nur, 35).
La luz por la cual Él te guía es la luz de la certeza. Esta luz te conduce por el camino recto hacia el Paraíso, como dice el Corán: "Él os proporcionará una luz con la cual caminaréis [directamente hacia el Paraíso]" (Hadid, 28). Si a la luz que ilumina el camino de la guía se le añade la fuente misma de esa luz, todo lo invisible en los cielos y en la tierra se hará manifiesto: los ángeles, agentes de tu Señor, portadores de los secretos de tu destino. De este fenómeno, Dios dice: "Luz sobre luz..." (Nur, 35).
Capítulo XIV: Sobre los velos del cual se esconden el reino angélico de la vista del ojo del corazón
Dentro del ser humano existen tres luces: además de la luz de la mente y la luz de la certeza, está también la luz de la vida. Esta última es la que da energía al alma animal que habita en el hombre. Sin embargo, tres influencias la debilitan y la vuelven impotente. Estas influencias se manifiestan como un terrible zumbido que ensordece, un velo que ciega el ojo y otro velo que oscurece la mente. Todas ellas están mencionadas en el Sagrado Corán y son provocadas por la influencia del mundo material sobre el ego humano, que a su vez enferma el corazón.
Cuando el corazón enferma, la mente, intentando protegerlo, irradia sobre él un rayo de luz para inmunizarlo contra la tiranía del ego. No obstante, mientras combate el mal, también quema al corazón mismo. El corazón, al arder, genera un humo espeso que asciende y se interpone entre él y la mente, rompiendo toda comunicación entre ambos. Es esta nube oscura la que actúa como un velo que ciega al corazón. Que tu conciencia sea juez del desastre que provoca un corazón enceguecido.
Lo que extingue la luz de la certeza y oscurece la visión del ojo del corazón es la falta de sinceridad, la desconfianza, la infidelidad y la incapacidad de distinguir el bien del mal. No obstante, resistir estos males está dentro del alcance humano; con intención firme, esfuerzo constante y el permiso de Dios, estas enfermedades pueden ser curadas. Restaurar la salud del corazón trae consigo la paz del alma. Entonces entra la luz sobre la luz, y con ella se hacen visibles signos milagrosos: el corazón se convierte en un espejo donde se refleja la luz de Dios.
El Corán dice: "Dios es la luz de los cielos y la tierra" (Nur, 35), y también advierte: "A quien Dios no le conceda la luz, no tendrá luz" (Nur, 40). Para aquellos a quienes Dios ilumina, Él promete: "Una señal evidente para los que entienden" (‘Ankabut, 35).
Capítulo XX: Sobre los derviches giradores y sobre el giro como un medio para acercarse a Dios
La Tabla Oculta— es un nivel donde está escrito el testimonio de la verdad y la negación de todo lo falso. Es el lugar donde los profetas, los mensajeros y los santos se encuentran, y donde a su vez se distinguen y separan unos de otros. El Creador, el Altísimo, hizo del Pen —el Gran Cálamo— el intérprete de la fuente de tinta. Con él, trazó las formas y contornos de todo lo que sería conocido, y escribió sus nombres. Él mismo compuso el Madre del Libro, ajustando en él toda rectitud, pues conoce todo lo que el hombre llegará a saber y aquello que le será vedado. Dios, el Todopoderoso, actúa conforme a lo que está escrito en ese Libro: Él lo escribió, y cada vez que obra, mira en él.
La parte frontal, el reverso y los bordes de esta Tabla Oculta están hechos de esmeralda verde, resplandecientes como los días cambiantes del universo creado y su realidad mutable. A su alrededor, ángeles de belleza inimaginable circundan en adoración, orientados hacia ella.
A ti también se te ha entregado un cálamo, un pen colocado en tu mano a partir del Gran Cálamo de tu Señor. Este cálamo es tu fe, que cada día escribe algo nuevo conforme cambian las circunstancias, del mismo modo en que en la Tabla Oculta lo escrito también se transforma. Cada día borra lo que aconteció ayer y lo que podrá suceder mañana. Así se da prueba de la supremacía del instante presente: el Ahora. Es la negación tanto de la memoria del ayer como de la expectativa del mañana. Lo que se borra solo puede ser restituido en los cielos superiores, reingresando a la Mano Divina que sostiene el Cálamo.
Los profetas pueden heredar ese Cálamo, pero no así el resto de los seres humanos. El cálamo de los profetas posee dos dimensiones, mientras que el de los que están próximos a su Señor tiene sólo una.
Los conocedores de Dios y los creyentes sinceros están inscritos ellos mismos en esta Tabla. Algunos son tan favorecidos que sus nombres se encuentran escritos en lo más alto de la página, mientras que otros aparecen más abajo. Pero, en última instancia, sólo Dios, el Omnisciente, sabe y dispone sobre todas las jerarquías.
Conclusión
A lo largo de los capítulos compartidos de esta obra de Ibn ʿArabī, se revela una profunda exploración de los niveles ocultos de la realidad espiritual, donde la creación, el conocimiento divino y la búsqueda de la unión con Dios se entrelazan en imágenes de luz, escritura sagrada y movimientos rituales como el giro de los derviches. Ibn ʿArabī muestra que todo acto verdadero —ya sea la contemplación de la Tabla Oculta o el giro extático— es un reflejo de la Voluntad divina, conduciendo al ser humano desde la separación hacia la cercanía con el Uno. Cada símbolo, cada acto y cada conocimiento revelado apunta hacia la presencia secreta de Dios en el corazón de la existencia.