miércoles, 21 de mayo de 2025

Giordano Bruno - Los Heroicos Furores (Parte I)

En Los Heroicos Furores de Giordano Bruno, la pasión se convierte en el motor que impulsa al alma hacia el conocimiento sublime, más allá de los límites impuestos por la razón y las convenciones. Esta obra, que mezcla poesía y filosofía, es una celebración del frenesí creativo y del impulso místico que desafía el conformismo y busca lo infinito. Si alguna vez has sentido que la búsqueda de la verdad es un acto heroico y a veces solitario, este texto te invitará a redescubrir el fuego interior que alimenta a los espíritus más audaces. ¡Acompáñanos a explorar este viaje hacia lo absoluto y a descubrir el poder transformador del furor divino!


LOS HEROICOS FURORES

Dedicada a Philip Sidney

Esta introducción está dirigida a Philip Sidney, un noble inglés y poeta contemporáneo de Bruno, autor de sonetos como Astrophel and Stella, que encarnaban precisamente ese tipo de amor idealizado que Bruno critica.

Crítica al amor romántico convencional

Bruno comienza describiendo con ironía y desprecio la figura del poeta típico, consumido por una pasión física hacia una mujer. Lo retrata como un ser patético y ridículo, atrapado en un ciclo de emociones extremas: frío y caliente, tembloroso y resuelto, derrochando su genio en lo que considera un objeto indigno: la belleza física de una mujer. Esta belleza, para Bruno, es efímera y engañosa, una "sombra, un fantasma, un sueño" que oculta la verdadera naturaleza corruptible del cuerpo humano, un depósito de enfermedades y decadencia que inevitablemente se marchita y corrompe.

El filósofo italiano contrasta esta imagen con la búsqueda del verdadero amor heroico, un amor que no se detiene en las apariencias y que no es prisionero de las pasiones físicas, sino que se dirige hacia lo eterno y lo divino. Esta es una forma de amor que, lejos de ser esclavizante, libera al alma y la eleva hacia la contemplación de lo absoluto.

Bruno anticipa la posible objeción de que su postura podría interpretarse como un rechazo de la generación y de la vida misma, pero rápidamente rechaza esta interpretación. No es enemigo del amor ni de la procreación, sino de la esclavitud emocional que degrada al espíritu humano. Para él, la verdadera nobleza no está en ser un esclavo de las pasiones, sino en encontrar un propósito superior que trascienda las cadenas de la carne.

Finalmente, Bruno se aparta de la tradición que mezcla lo sagrado con lo profano, evitando llamar a su obra "Cántica" para evitar la confusión con textos religiosos como el Cantar de los Cantares. Aclara que, aunque su obra también trata de amores, no se refiere al amor vulgar y físico, sino al impulso místico que eleva al espíritu hacia lo divino. Esta distinción es fundamental para Bruno: los amores heroicos son para el alma lo que las estrellas son para el cielo, algo sublime y eterno, mientras que los amores vulgares son pasajeros e indignos de la grandeza humana.

Diálogo Primero

Personajes

Tansillo, identificado aquí con el poeta Luigi Tansillo (1510-1568), es un personaje simbólicamente poderoso para Bruno. Tansillo fue conocido por su poesía erótica y moral, incluyendo obras como Il Vendemmiatore y Le Lagrime di San Pietro. Sin embargo, en el contexto de Los Heroicos Furores, Tansillo representa al poeta que ha trascendido el amor físico y ha dirigido su mirada hacia lo eterno y lo divino, convirtiéndose en un amante heroico. Para Bruno, esta transformación es esencial: el poeta debe abandonar las limitaciones de la carne y el deseo terrenal para elevarse hacia un amor superior, un "furor" que no busca poseer, sino unirse misticamente con el principio divino del universo.

Cicada, por otro lado, es un personaje más enigmático. Aunque algunos estudiosos han especulado que podría representar a un soldado conocido del padre de Bruno, es más probable que Cicada sea un símbolo de la vida activa y del valor marcial, en contraste con la vida contemplativa del poeta. El nombre "Cicada" también evoca la imagen del insecto que canta constantemente en los días calurosos, un símbolo clásico de la voz poética y del canto eterno, pero también de la fugacidad y la transitoriedad de la existencia. En este sentido, Cicada podría encarnar el alma humana que, atrapada en las luchas del mundo físico, aspira a liberarse para alcanzar una forma de eternidad a través del conocimiento y la contemplación.

Primera Parte


Tansillo comienza diciendo a Cicada los furores que él considera más dignos de ser considerados:

Musas que tantas veces rechazara,
Importunas, corréis a mis dolores;
Solas a consolarme en mis miserias
Con tales versos, rimas y furores,
Como jamás a otros revelárais,
Que de mirtos se jactan y laureles.
Sea, pues, mi aura, ancla y puerto junto a vos
Si no me es lícito en otra parte hallar solaz.

Oh, monte, oh diosas, oh fuente,
Donde habito, converso y me alimento,
Donde reposo hallo, sapiencia y hermosura.
Mi espíritu avivo, alzo mi corazón y amo mi frente:
Muerte, cipreses, infiernos,
Transformad en vida, laureles, en astros eternales.


A partir de este texto, Tansillo nos dice que el poeta o el filósofo debe encontrar un estado de furor para realizar su obra. Como podemos ver en el poema, es la falta de furor lo que le hace rechazar a las musas.

  1. Ocio espiritual: no solo necesita un ocio general para combatir la ignorancia, la envidia y la malignidad. 
  2. Mecenas: esto para que el filósofo o poeta pueda realizar su trabajo sin temores
  3. Compromiso con la filosofía: con el filósofo (''Padre de las Musas'') no habría problema, pero el poeta necesita de la filosofía 
  4. Melpómene y Talía: estas dos musas representan la tragedia y la comedia respectivamente. El poeta o filósofo debe estar entre las dos, de forma pasiva más que activa
  5. Évitar la represión: esto quiere decir que el poeta o filósofo debe evitar a los censores que son aquellas autoridades que censuran las obras que no son ortodoxas

Sin embargo, el poeta acepta la invitación finalmente, no teniendo más remedio que embriagarse con las musas.

Cicada le pregunta a Tansillo qué quieren decir las palabras Mirtos y Laureles. 
Para entender primeramente lo que nos dice Tansillo, debemos señalar qué son estos conceptos:

El mirto es una planta consagrada a Venus, la diosa del amor, y simboliza las pasiones amorosas que pueden llevar al poeta a cantar de amores. Según Tansillo, quienes se jactan de mirtos son aquellos que se dedican a la poesía amorosa, expresando los ardores y las turbulencias del corazón. Sin embargo, esta forma de furor es considerada noble solo cuando el amor es elevado y trascendente, y no meramente sensual o superficial.

Los laureles, en cambio, son el símbolo de Apolo, dios de la poesía, la luz y la profecía, y representan una forma más elevada de furor. Estos laureles se reservan para aquellos que cantan "cosas heroicas", es decir, quienes buscan elevar el espíritu humano a través de la filosofía especulativa y moral. Este tipo de poeta no solo celebra las hazañas de los héroes, sino que también busca inspirar a otros a seguir ejemplos de virtud y grandeza, ofreciendo un "espejo ejemplar" para la humanidad.

En consecuencia, tenemos aquellos poetas que hablan del amor, los mirtos; y aquellos que hablan de lo heroico, los laureles. 

Cicada pregunta que, en ese sentido, entonces, si hay varias especies de poetas y coronas. Tansillo responde afirmativamente, que incluso la variedad de poetas y coronas puede ser enorme. Sin embargo, hay quienes encasillan a estos poetas en categorías, como por ejemplo, haría Aristóteles en su ''Poética''. De hecho, gracias a estas categorías, hay quienes dicen que a duras penas se puede decir poetas a Homero y Virgilio, mientras que Ovidio, Marcial o Hesíodo serían meros versificadores. Tansillo responde a Cicada que estos que utilizan esas categorías son ''verdaderas bestias''.

Tansillo nos dice que esta visión es limitante, estrecha porque lo ùnico que sirve para determinar es justamente la poesía homérica y no otra que incluso pudiera ser superior. Tansillo responde que las reglas no crean la poesía, sino que son producto de la poesía misma. Es decir, las normas surgen después de que los grandes poetas han creado su obra, y no al revés. Esta es una afirmación radical en el contexto del Renacimiento, donde la imitación de los antiguos era vista como la máxima aspiración literaria. Los "simiescos imitadores" se limitan a seguir las fórmulas establecidas por otros, sin añadir nada original o auténtico.

Los poetas crean a partir de sus propias musas. Pero si estos es así, ¿cómo pueden ser reconocidos los verdaderos poetas? Tansillo responde con una referencia a Horacio, específicamente a su Epístola a los Pisones (Ars Poetica), donde se establece que los poetas pueden ser reconocidos por su capacidad para deleitar (delectare), instruir (prodesse) o hacer ambas cosas a la vez. Según esta tradición clásica, el poeta ideal no solo entretiene a su audiencia con imágenes poderosas y lenguaje bello, sino que también transmite verdades universales y lecciones morales.

Estos poetas crean desde una fuente de inspiración propia, no limitada por los cánones establecidos. En contraste, quienes dependen de las reglas son aquellos que no tienen una musa propia y, por lo tanto, buscan imitar las formas de los grandes maestros del pasado.

Los poetas modernos desprecian a los antiguos o a sus contemporáneos que no siguen las reglas de Aristóteles. Cicada llama "gusanos" a estos porque excluyen a ciertos poetas simplemente porque no siguen las fórmulas preestablecidas, como las fábulas y metáforas de Homero o Virgilio, o porque no respetan las estructuras narrativas convencionales. En efecto, estos críticos se alimentan de los errores y defectos ajenos, incapaces de crear algo propio. Son como parásitos intelectuales que, en lugar de contribuir al progreso del arte, se dedican a desmantelar las obras de otros para elevarse a sí mismos.

La variedad de poetas

Tansillo describe cómo los poetas pueden ser coronados no solo con mirtos (amor) y laureles (heroísmo), sino también con una variedad de otras plantas, cada una simbolizando un tipo particular de inspiración o estilo poético:

  • Pámpano: Para los versos fesceninos, conocidos por su carácter satírico y burlesco, asociados con las festividades dionisíacas y los excesos del vino.

  • Hiedra: Para las bacanales, celebraciones desbordantes de energía y desenfreno, consagradas al dios Baco.

  • Olivo: Para los poetas de leyes y sacrificios, símbolos de sabiduría, paz y estabilidad.

  • Chopo, olmo y espigas: Para la poesía pastoral y agrícola, evocando la conexión con la naturaleza y la vida campesina.

  • Ciprés: Para los funerales, símbolo de luto y muerte, pero también de resistencia y eternidad.


Esta diversidad de coronas sugiere que el verdadero poeta no se limita a un solo estilo o tema, sino que puede adaptarse a diferentes formas y contenidos, reflejando toda la gama de experiencias humanas.

Tansillo también introduce un tono irónico al mencionar al "poeta de pamplinas" que se corona con guirnaldas de "morcillas, tripas y salchichas", ridiculizando a aquellos poetas que carecen de verdadera inspiración y se conforman con temas vulgares o triviales.

Cicada continúa esta reflexión destacando cómo el verdadero poeta, guiado por las Musas, encuentra en ellas no solo inspiración, sino también refugio y fuerza en tiempos difíciles. Esta idea se expresa en las metáforas del "aura", "ancla" y "puerto" que sostienen al poeta en medio de las tempestades de la vida.

Finalmente, Tansillo también hace referencia al Parnaso que sería aquel monte, hogar de las Musas, donde el poeta encuentra reposo y alimento espiritual. 

Corazón en forma de Parnaso

Tansillo sugiere que las adversidades, cuando son enfrentadas con coraje y sabiduría, pueden convertirse en fuentes de grandeza y gloria inmortal. Esta idea está en línea con la noción clásica de que las virtudes más altas solo se revelan a través de la prueba y el esfuerzo. Las "necesidades" que menciona Tansillo no son simplemente carencias materiales, sino los desafíos internos y externos que impulsan al alma a superarse a sí misma. Estas dificultades "alumbran fatigas y esfuerzos" que, a su vez, producen una gloria inmortal.

Acto seguido, Tansillo resita un poema:

El corazón tengo en forma y sitio de Parnaso,
Al que por mi bien debo ascender;
Son así mis musas pensares que me hacen
Cuando quier las familiares bellezas recordar:
Por eso, manando sin cesar mis ojos
Lágrimas tantas, poseo de Helicón la fuente;
Por tales cimas, ninfas y caudales,
Que poeta naciera quiso el cielo;
Más ninguno entre los reyes,
Ni de un emperador la mano amiga,
Ni un sumo sacerdote y gran pastor,
Diéranme gracias, honores y dispensas tales;
Quien de laurel me corona
Es mi corazón, mi llanto y mis pensares.

Tansillo presenta una visión profundamente personal del furor poético, donde el verdadero "monte Parnaso" es el corazón elevado del poeta, sus musas son los pensamientos que le inspiran y sus fuentes son las lágrimas que brotan de sus sufrimientos. Esta es una afirmación de la autonomía y la autenticidad del genio poético, que no depende de los favores de reyes o sacerdotes, sino de su propia capacidad para transformar el dolor en gloria inmortal.

Cicada le pregunta específicamente qué significa el corazón en forma de Parnaso. Tansillo responde a la pregunta de Cicada explicando que el corazón humano es como el monte Parnaso porque tiene dos cimas que, aunque parecen contrarias, provienen de una misma raíz.

El capitán

Con la explicación, pasan al poema siguiente:

Llama a son de trompa el capitán
A todos sus guerreros bajo una sola enseña;
y si ocurre que por alguno en vano
Se haga oír para que pronto acuda
Muerte le da cual a enemigo, o cual a insano
Destiérrale de su campo y le desprecia:
Así el alma los deseos no acogidos
Bajo un mismo estandarte, muertos los quiere o extirpados.

Un solo objeto considero,
Quien mi mente colma un solo rostro es,
En una sola belleza estoy absorto,
Un solo dardo así mi corazón ha atravesado,
Por un solo fuego yo ardo,
y no conozco más que un paraíso.

Tansillo describe a la voluntad humana como un capitán que llama a sus "guerreros" —las pasiones y deseos del alma— a reunirse bajo una sola bandera. Los deseos que no responden a esta llamada unificadora son considerados enemigos o insensatos y son "muertos" o "desterrados" del campo del alma. El poema culmina en una serie de versos que destacan la concentración total del amante en un único objeto de deseo. El poema finaliza con la afirmación de que solo conoce "un paraíso", indicando que esta concentración absoluta del deseo es, para Bruno, una forma de liberación espiritual que lleva al alma a su estado más puro y elevado.

Tansillo aclara que cuando el poeta habla de "un solo objeto" hacia el cual se dirige su intención, se refiere a una concentración absoluta del deseo. El "un solo rostro" que colma la mente del poeta es una imagen de devoción exclusiva, donde toda la atención del alma se enfoca en una única forma de belleza. El dardo que atraviesa el corazón es una metáfora del amor que, al mismo tiempo que hiere, define el destino último del amante. Este "último fin" es la perfección del alma, que se alcanza solo cuando el deseo se concentra en un solo objeto, eliminando todas las demás distracciones.

Cuando Cicada pregunta por qué el alma se compara con el fuego, Tansillo responde que, al igual que el fuego, el amor tiene el poder de transformar todo en sí mismo. El fuego es el elemento más activo y transformador, capaz de consumir y purificar lo que toca, convirtiéndolo en parte de su propia naturaleza.

Finalmente, Tansillo aclara que el paraíso que menciona es el fin absoluto del alma, el punto en el que alcanza su perfección y descanso eterno. Este paraíso no es un lugar físico, sino una condición espiritual de plenitud y realización, que solo puede ser uno en esencia, aunque se manifieste de muchas formas en el mundo sensible.

Fuerzas del amor

Continúa Tansillo con el siguiente poema: 

Amor, Azar, Objeto y Celosía,
Me sacia, afana, contenta y desconsuela;
El genio irracional, la perversa y ciega,
La alta belleza, la sola muerte mía;
Me muestra el paraíso, me lo esconde,
Todo bien me presenta y me retira;
y así corazón, mente, espíritu y alma
Gozo reciben, hastío, alivio y carga.

¿Quién de tal guerra me apartará?
¿Quién me hará gozar mi bien en paz?
¿Quién aquello que me estorba y que me place
Sabrá lejanamente distanciar
Para gozar mis llamas y mis fuentes?

Tansillo menciona cuatro fuerzas fundamentales que configuran la experiencia del amante: Amor, Azar, Objeto y Celosía. Estos elementos representan las fuerzas internas y externas que influyen en el amante y que definen su relación con la cosa amada:

  • Amor: Es el motor fundamental, no como una pasión vulgar, sino como una fuerza heroica y divina que eleva al alma hacia lo sublime.

  • Azar: Es el destino incierto y caprichoso que configura los encuentros y desencuentros del amante, una fuerza que escapa al control de la razón.

  • Objeto: Es el ser amado, el centro de toda atención y deseo, que da sentido al furor del amante.

  • Celosía: Es el impulso que surge del temor de perder el objeto amado, un fuego que consume pero que también intensifica el deseo.


El poeta describe cómo el amor puede ser al mismo tiempo una fuente de paz y tormento, un paraíso que se revela y se oculta, una fuerza que da vida pero que también puede llevar a la muerte. El poema culmina con una serie de preguntas retóricas que reflejan la desesperación del amante, que busca una forma de reconciliar estas fuerzas opuestas para poder gozar plenamente de su pasión sin las limitaciones y angustias que la acompañan. 

Los celos

El poema es el siguiente:

Oh, perversa hija de Envidia y de Amor,
Que los gozos de tu padre vuelves penas;
Cauto Argos al mal y ciego topo al bien,
Administradora de tormentos, Celosía.

Tisífone infernal, fétida Arpía,
Que raptas y envenenas el ajeno placer;
Austro cruel por el que languidece
La más bella flor de mi esperanza.

Fiera de ti misma odiada,
Pájaro siempre de dolor presagio,
Pena que por mil puertas entras al corazón.

Si la entrada prohibir se te pudiera,
Tan dulce el reino del amor sería
Cuanto el mundo sin odio y sin la muerte.

Tansillo describe la celosía como una fuerza oscura y destructiva, nacida de la combinación de Envidia y Amor. El poema utiliza una serie de metáforas poderosas para describir la naturaleza de los celos:

  • Cauto Argos: El vigilante de muchos ojos que todo lo ve, pero que es ciego al bien.

  • Ciego topo: Que, aunque está siempre alerta al peligro, no puede ver la luz del bien.

  • Tisífone: Una de las Furias infernales, símbolo de la venganza y el tormento eterno.

  • Arpía: Criatura mítica que roba y envenena el placer ajeno, asociada con la pestilencia y la corrupción.

  • Austro cruel: El viento del sur, caliente y húmedo, que marchita las flores y sofoca la esperanza.


Tansillo describe cómo la celosía consume tanto al amante como a la relación misma, entrando al corazón "por mil puertas" y envenenando incluso los momentos de mayor felicidad. Aunque los celos pueden ser destructivos, también son una fuerza que intensifica el deseo y profundiza el sentido de posesión en el amor. Esta contradicción refleja la complejidad de la experiencia humana, donde las mismas fuerzas que elevan también pueden destruir. Después del poema, Tansillo aclara que el amor es llamado "genio irracional" no porque sea inherentemente irracional, sino porque tiende a hacer irracionales a aquellos en quienes habita. Sin embargo, también señala que en las almas más intelectuales y especulativas, el amor puede elevar y purificar el intelecto, guiando a la emulación de virtudes y grandezas.

Amor como fuerza transformadora

Cicada reflexiona sobre un proverbio popular que sostiene que "el amor hace a los viejos locos y a los jóvenes sabios". Tansillo matiza esta afirmación, sugiriendo que su validez depende en gran medida de la constitución natural del amante y de su capacidad para discernir entre el amor noble y el deseo ciego.

Tansillo aclara que no todos los jóvenes se vuelven sabios por amar, ni todos los viejos se vuelven locos, sino que esto depende de la disposición natural de cada persona. Para los jóvenes bien constituidos, el amor puede ser una fuerza que los eleva, enseñándoles a aspirar a lo noble y lo elevado. En cambio, los viejos con una naturaleza defectuosa pueden caer en el ridículo y el escarnio cuando se entregan a pasiones juveniles sin discernimiento.

Tansillo enfatiza que quien se habitúa a amar con discernimiento desde la juventud podrá seguir amando sin desatino en la vejez. Sin embargo, aquellos que descubren el amor tarde, cuando ya deberían haberse formado en la prudencia y la sabiduría, son objeto de burla y desprecio.

El destino o el hado

Cicada plantea una pregunta fundamental sobre la percepción popular del destino: ¿por qué se dice que el hado (o la suerte) es ciego y perverso? Esta interrogante refleja una preocupación clásica acerca de la naturaleza impredecible y aparentemente injusta del destino, una cuestión que ha sido recurrente en la filosofía y la literatura a lo largo de los siglos. Para muchos, el destino parece actuar de manera caprichosa, favoreciendo a unos y castigando a otros sin un criterio evidente.

Tansillo comienza su respuesta afirmando que la suerte no es ciega y perversa en sí misma, sino que estas características se le atribuyen debido a la perspectiva humana. Según él, el destino es el resultado de los "números y medidas del universo", es decir, una expresión de un orden cósmico que, aunque complejo y difícil de comprender, sigue reglas precisas. Desde esta óptica, la suerte es simplemente el efecto de leyes naturales que escapan a la percepción común.

Tansillo explica que la suerte es considerada ciega porque hace ciegos a aquellos que no pueden percibir su lógica interna. Desde el punto de vista humano, los acontecimientos parecen caóticos o azarosos porque no comprendemos el complejo entrelazamiento de causas y efectos que los generan. Así, la "ceguera" es en realidad una limitación de nuestro propio entendimiento, más que una característica intrínseca del destino.

Además, Tansillo señala que el destino se percibe como perverso porque los humanos tienden a culparlo de sus desgracias.

En otro punto del diálogo, Tansillo describe el objeto del amor como una "alta belleza", superior y atractiva. Esta belleza no solo es estética, sino moral y espiritual, lo que hace que el amante se sienta naturalmente subordinado y cautivado.

El Amor es revelador del paraíso

Tansillo aclara que, aunque el amor a menudo es descrito como ciego, esta ceguera no proviene del amor mismo, sino de la disposición del amante. Así como las aves nocturnas se ciegan ante la luz del sol, aquellos con una naturaleza innoble o débil pueden ser abrumados por la intensidad del amor, perdiendo su capacidad de discernir. Sin embargo, para aquellos que son espiritualmente fuertes, el amor no es una fuerza que oscurece, sino una que ilumina y revela verdades profundas, abriendo el intelecto a nuevas comprensiones y produciendo "milagrosos efectos".

Amor por quien verdad tan alta a ver alcanzo,
Que abre las negras puertas de diamante;
Penetra mi numen por los ojos y, para ver,
Nace, vive, se nutre y eternamente reina.

Hace entrever cuanto en el cielo, tierra e infierno es;
De los ausentes fieles efigies muestra,
Recobra fuerzas y con certero golpe hiere,
y alcanzando siempre al corazón, lo más íntimo deja al descubierto.

Cicada complementa la explicación de Tansillo citando un soneto del propio Nolano (Bruno), que describe cómo el amor abre las "negras puertas de diamante", permitiendo al amante ver verdades que de otro modo permanecerían ocultas. 

Tansillo continúa explicando que cuando el amante dice "me lo esconde", se refiere al azar, una fuerza que a menudo frustra los deseos y aspiraciones del amante. Aunque el amor puede revelar y abrir caminos, el azar es una fuerza que interviene de manera impredecible, a veces alejando al amante de su objeto deseado y convirtiendo la esperanza en desesperación.

Cuando Tansillo afirma que el amor "todo bien me presenta", se refiere al objeto amado, que aparece al amante como la cosa más elevada y perfecta.

Sin embargo, esta misma relación puede volverse tormentosa cuando el objeto, en lugar de ofrecer satisfacción, se convierte en una fuente de angustia. Tansillo describe cómo lo que en un momento era dulce se transforma en "angustioso padecer", reflejando cómo el deseo, cuando no es correspondido o se ve amenazado, puede convertirse en una carga insoportable.

Finalmente, Tansillo divide los efectos del amor en cuatro niveles, cada uno asociado con una parte del ser humano:

  • El Corazón (Voluntad): Experimenta gozo simplemente por amar, independientemente del resultado.

  • La Mente (Intelecto): Sufre hastío al darse cuenta de que el objeto amado es inalcanzable o ingrato.

  • El Espíritu (Afecto Natural): Encuentra alivio en la intensidad de la pasión, aunque sea momentánea.

  • El Alma (Sustancia Sensitiva): Sufre el peso de los celos, que la oprimen y consumen.

Esta estructura refleja la complejidad del amor según Bruno, que no solo afecta a la voluntad o al intelecto, sino que penetra en todos los niveles del ser, transformando y consumiendo al amante en su totalidad.

La lucha del amante

El poema es el siguiente:

**A otros oprime, oh, suerte enemiga,
Tú, celosía, ve fuera del mundo;
Con su divina corte bien podrán
Para todo bastarse la noble Faz y el deseoso Amor.

Me arranque él a la vida, ella a la muerte,
Ella a mi corazón dé alas, él lo abrase,
Dé muerte él a mi alma, ella la reavive,
Sea ella mi sustento, él mi pesada carga.

Mas, ¿qué digo de Amor,
Si ella y él son un solo ser y forma,
Si con el mismo imperio e igual norma
Una sola huella imprimen en mi pecho?
No son por tanto dos, que es sólo una
La que hace feliz y triste mi fortuna.**


El poema refleja la profunda tensión interna del amante, que se encuentra atrapado entre las fuerzas opuestas del amor y la celosía. Tansillo describe cómo el amante busca liberarse de este conflicto, anhelando una separación clara entre lo que lo consume y lo que lo eleva.

En los primeros versos, el poeta pide a la "suerte enemiga" que oprima a otros y expulsa a la celosía "fuera del mundo". Esto refleja el deseo de liberarse de las fuerzas externas que oscurecen su felicidad, sugiriendo que solo en ausencia de estos obstáculos es posible alcanzar una forma pura de amor. Sin embargo, esta separación no es fácil, ya que tanto la suerte como la celosía son fuerzas que están profundamente entrelazadas con el propio acto de amar.

El poema establece una distinción inicial entre dos fuerzas aparentemente separadas: el amor, que consume y abrasa, y la "noble Faz", que eleva y reanima al amante. Sin embargo, Tansillo rápidamente se da cuenta de que estas dos fuerzas no son realmente distintas, sino aspectos de una misma realidad. El amor es tanto la causa de la agonía como de la exaltación, la fuerza que mata y resucita al amante.

El poeta concluye que no son dos principios separados, sino uno solo, que actúa con un único propósito y deja una sola huella en su corazón. Esta unificación de fuerzas opuestas refleja la visión de Bruno sobre la naturaleza del universo, donde las contradicciones aparentes se resuelven en una unidad más profunda.

Finalmente, Tansillo observa que no tiene sentido hablar de amor y de su objeto como dos cosas separadas, ya que ambos imprimen una sola huella en su corazón.

El placer y el dolor

En esta sección del Fedón de Platón, Sócrates reflexiona sobre la relación inseparable entre el placer y el dolor mientras espera su ejecución en prisión. Al frotarse las piernas encadenadas y sentir alivio al ser liberado de las ataduras, Sócrates observa que el placer surge inmediatamente después del dolor, como si ambas experiencias estuvieran conectadas por una especie de necesidad natural.

En La Expulsión de la Bestia Triunfante, Bruno ampliaba esta idea, afirmando que "no hay delectación sin mezcla de tristeza, pues en el movimiento se da participación de cuanto contenta y cuanto disgusta."  De hecho, esta es la pregunta de Cicada ¿No hay pues delectación sin contrariedad? A lo que Tansillo responde que no, tal como lo señala la visión pitagórica y estoica del universo, donde los opuestos no solo coexisten, sino que se definen mutuamente. El placer solo se experimenta plenamente cuando se ha conocido el dolor, y viceversa. 

Tansillo cita un verso de Virgilio: «Desde este momento, las almas conocen los temores, los deseos, los dolores y las alegrías, y ya no distinguen claramente la luz del cielo, encerradas como se hallan dentro de sus tinieblas y su ciega prisión.»

Este pasaje es significativo porque sugiere que la experiencia humana, marcada por el dolor y el placer, es una forma de prisión para el alma, que debe liberarse de estos ciclos para alcanzar una comprensión más profunda y pura de la realidad.

Tansillo también introduce una crítica a la ignorancia voluntaria, describiendo cómo aquellos que son insensatos o inconscientes de su propia condición pueden experimentar una forma de felicidad superficial. Esta es una versión secular del mito del jardín del Edén, donde la ignorancia del bien y el mal permitía una forma de felicidad pura pero limitada. Este estado es, para Bruno, una forma de prisión mental que impide el verdadero crecimiento espiritual.

Finalmente, Tansillo conecta esta ignorancia con el símbolo bíblico del árbol de la ciencia del bien y del mal.

Cicada refuerza esta idea citando a Salomón en el Eclesiastés (1:18):

«Quien aumenta su sabiduría, aumenta su dolor.»

Ignorancia y felicidad

Tansillo sostiene que el amor heroico es un tormento precisamente porque no se contenta con el presente, sino que anhela lo ausente y lo futuro. Es una forma de amor esencialmente trágica, ya que se alimenta de la falta y del deseo de algo que nunca se posee completamente.

Cuando Cicada sugiere que, según esta lógica, los sabios deben ser necesariamente tristes, Tansillo rechaza esta idea, aclarando que la tristeza no es en sí misma una señal de sabiduría, sino otra forma de locura. El sabio auténtico no se deja arrastrar ni por el placer ni por el dolor, sino que permanece en un estado de equilibrio, consciente de que todas las cosas son pasajeras y que las experiencias humanas son, en última instancia, vanidades que no tienen peso real frente a la eternidad.

Tansillo describe al verdadero sabio como alguien que ve el bien y el mal como aspectos intercambiables de un mismo proceso de cambio. Para este tipo de sabio, ni el placer es completamente placentero, ni el dolor es completamente doloroso, porque ambos son vistos desde una perspectiva más amplia que reconoce su naturaleza efímera. 

Virtudes y contrarios

Cicada comienza sugiriendo que si tanto la felicidad como la tristeza pueden ser signos de locura, entonces todos los seres humanos deben ser esencialmente locos. Esta es una conclusión lógica pero profundamente inquietante, ya que implica que no hay forma de escapar de esta locura inherente, ya que cualquier forma de pasión o emoción intensa podría considerarse un tipo de desequilibrio mental.

Sin embargo, Tansillo rechaza esta interpretación, proponiendo en cambio que el verdadero sabio es aquel que se mantiene en un estado de equilibrio entre los extremos de la alegría y la tristeza. Para Tansillo, la virtud no se encuentra en la intensidad de las emociones, sino en la capacidad de mantenerlas dentro de límites razonables.

Tansillo explica que tanto la alegría extrema como la tristeza extrema son vicios porque representan desequilibrios que sobrepasan la línea de la moderación. Por el contrario, el estado mínimo de alegría y tristeza, que se sitúa en el punto de equilibrio entre estos extremos, es visto como una virtud.

Tansillo continúa desarrollando esta idea al afirmar que, en este punto medio, los contrarios se convierten en uno solo, sin diferencia. Esta es una idea profundamente neoplatónica que refleja la visión de Bruno de que todos los opuestos, en última instancia, se reconcilian en una unidad superior.

Finalmente, Tansillo introduce la noción de que el furor heroico es un tipo de "vicio" que, aunque parece similar a las pasiones más bajas, es en realidad una forma superior de existencia porque se encuentra en un sujeto más elevado. Esta es una forma de decir que no todas las pasiones son iguales, y que incluso los impulsos más intensos pueden ser redimidos y ennoblecidos cuando se dirigen hacia un objeto elevado, como la verdad, la belleza o lo divino.

El furor heroico

Cicada reflexiona sobre la naturaleza del furor heroico, señalando que no se encuentra en un estado de equilibrio o templanza, sino en una constante tensión entre extremos. Esta guerra interna es descrita en los versos «Glaciales son mis esperanzas, y candentes mis deseos», que reflejan cómo el alma del héroe se ve atrapada entre polos opuestos, oscilando entre el frío de la desesperanza y el calor de la pasión desbordante. Esta es una metáfora poderosa que captura la esencia del furor heroico como un estado de constante conflicto interno.

Cicada describe cómo este furor se manifiesta en una serie de contradicciones emocionales: el amante es simultáneamente clamoroso y mudo, arde de deseo pero se congela de temor, su corazón brilla por la pasión pero sus ojos se llenan de lágrimas de compasión.

Cicada observa además que el amante, en su estado de furor, ya no se pertenece a sí mismo, sino que se vuelve ajeno a su propia identidad: «otro es a quien ama y a sí mismo odia». Esta es una alusión a la paradoja filosófica de que el amor es tanto una forma de autoafirmación como de autonegación. El amante, al perderse en el objeto de su amor, se aleja de sí mismo y se transforma en algo completamente distinto, reflejando la dinámica entre materia y forma descrita por los físicos antiguos.

Cicada introduce aquí una comparación física, señalando que la materia, según los filósofos naturales, ama la forma ausente en la misma medida que odia la presente.

Finalmente, Cicada menciona que esta guerra interna se extiende también hacia el mundo exterior, como se describe en los versos «Mas si tomo yo alas, él se me vuelve roca». Esta es una imagen que captura cómo el amante, al intentar elevarse hacia su objeto de deseo, siempre se encuentra con obstáculos que lo arrastran de nuevo hacia la tierra.

Vida y muerte en el amor

El soneto que introduce Tansillo refleja la condición trágica del amante heroico, atrapado entre la vida y la muerte, sin pertenecer completamente a ninguno de los dos estados. Esta paradoja se expresa en los versos:

«¡Ay, que condición, natura o suerte!
En viva muerte, muerta vida vivo.
Amor me ha muerto (ay de mí) con tal muerte,
Que de vida y muerte al tiempo estoy privado.»

Aquí, el amante experimenta una forma de existencia que trasciende las categorías ordinarias de vida y muerte. Está vivo en el sentido de que sigue amando, proyectando sus pensamientos hacia su objeto amado, pero también está muerto, porque ha perdido toda vitalidad en sí mismo, habiendo transferido toda su energía a ese objeto distante e idealizado.

El soneto continúa explorando esta tensión:

«Vacío de esperanzas a las puertas del infierno,
y de deseos colmado llego al cielo;
Cual de dos contrarios eterno esclavo,
Proscrito soy del cielo y del infierno.»

El amante es presentado como un ser dividido, desgarrado entre fuerzas opuestas que lo arrastran hacia extremos incompatibles. Este estado refleja la visión de Bruno de que el verdadero amante es alguien que nunca encuentra reposo, siempre atrapado entre la aspiración hacia lo sublime y la caída hacia lo terreno. Esta tensión es esencial para el furor heroico, que no busca la paz, sino la intensidad y la trascendencia.

Tansillo introduce aquí la imagen de Ixión, el personaje mitológico condenado a ser atado a una rueda giratoria por haber intentado seducir a Hera. Esta rueda simboliza el sufrimiento eterno y sin tregua del amante, que es constantemente empujado entre el placer y el dolor, sin posibilidad de liberarse de este ciclo infernal. 

Tansillo también describe cómo el amante se encuentra atrapado entre dos fuerzas que lo empujan en direcciones opuestas:

«Lección contraria dan espuela y freno.»

Esta línea captura perfectamente la contradicción interna del amante, que se siente simultáneamente impulsado hacia adelante por el deseo (espuela) y retenido por el miedo o la razón (freno). Este conflicto es fundamental para Bruno, que ve en esta lucha interna una forma de purificación y elevación espiritual, aunque dolorosa.

Tansillo concluye que esta condición de "muerto en vida y vivo en la muerte" no es simplemente una metáfora poética, sino una descripción precisa del estado del amante heroico. Esta es una existencia en la que el alma se ve continuamente desgarrada por las fuerzas opuestas de la razón y el deseo, sin encontrar jamás un punto de reposo.

Finalmente, Tansillo introduce una ficción bucólica en la que la razón, personificada como Filenio, interroga al furioso, que responde bajo la forma del pastor.

Tansillo termina señalando que, aunque el amante puede ver claramente su propia locura, esto no lo disuade de continuar en su pasión. De hecho, esta misma locura es vista como una forma de gloria y martirio, una expresión del deseo de trascender los límites de la existencia ordinaria para alcanzar lo eterno.

Del furor a la luz racional

En este pasaje, Tansillo introduce una forma más elevada de furor, que no surge de la pasión irracional y desbordada, sino de una luz racional que modera el ímpetu del amante. Esta forma de furor es menos tumultuosa y más controlada, caracterizada por un temor reverente que lleva al amante a actuar con cautela para no ofender a su objeto de amor. 

Tansillo describe cómo este tipo de amante pone su esperanza en el futuro, incluso cuando no recibe señales claras de reciprocidad. Esta es una forma de paciencia y constancia que no depende de la gratificación inmediata, sino de una visión más elevada del amor como una forma de devoción espiritual. Este amante no exige promesas ni se deja desanimar por el silencio, sino que persiste en su afecto, aceptando que el verdadero amor implica sacrificio y renuncia.

Una característica fundamental de este tipo de furor es el temor a ofender al objeto amado. Este temor no proviene de la inseguridad o la debilidad, sino de un profundo respeto por la "honestidad" del amado, que se entiende aquí no solo como una cualidad moral, sino como una forma de pureza espiritual. El amante se abstiene de hacer demandas o de expresarse de manera impulsiva, precisamente para evitar la posibilidad de causar tristeza o incomodidad al ser amado. Esta es una forma de autocontrol que refleja una visión más elevada del amor, en la que el deseo se subordina al bienestar del otro.

El amante en este estado prefiere sufrir en silencio antes que arriesgarse a un rechazo que podría contaminar su afecto con sentimientos de desdén o desprecio. Este es un amor que busca una conexión más profunda y significativa que la mera satisfacción física o emocional.

Cicada, al responder, reconoce que este tipo de amor es verdaderamente heroico, precisamente porque busca una forma de gracia espiritual en lugar de la mera belleza física. Esta es una distinción crucial para Bruno, que ve en el amor heroico una forma de elevación del espíritu hacia lo divino, en contraste con los amores más bajos que se concentran únicamente en el placer sensual.

En este pasaje, Tansillo distingue entre tres tipos de amores, cada uno de los cuales se relaciona con diferentes niveles de aspiración y valor:

  • Amor Corporal o Bestial: Este es el amor dirigido exclusivamente hacia la belleza física, comparado aquí con el deseo de recoger el fruto del "árbol de la corporal belleza". Los amantes de este tipo consideran vano cualquier esfuerzo amoroso si no pueden alcanzar la posesión física de su objeto de deseo. Son descritos como seres de "bárbaro ingenio", incapaces de aspirar a cosas más elevadas o sublimes. Este tipo de amor es visto como bajo e indigno, propio de seres incapaces de trascender su naturaleza material.

El segundo nivel de amor es aquel que no se limita a lo corporal, sino que reconoce y aprecia también la belleza espiritual. Sin embargo, este tipo de amante sigue estando profundamente ligado al cuerpo y al deseo de unión física, aunque su afecto es más noble porque también valora la gracia y la virtud del ser amado. Estos amantes pueden experimentar una forma más elevada de placer, pero todavía están atrapados en el ciclo de unión y separación que caracteriza el amor más bajo. A menudo temen que buscar la posesión física pueda destruir la pureza de su afecto, privándolos de la conversación, la amistad y la concordia que valoran tanto.

El tercer y más alto tipo de amor es el amor heroico, que se eleva más allá de los deseos corporales hacia lo divino y lo eterno. Este tipo de amor es el más raro y difícil de alcanzar, pero también el más poderoso, porque no se limita a lo físico sino que se orienta hacia ideales superiores. Tansillo sugiere que este tipo de amor es el único verdaderamente digno de un alma noble, porque busca no solo el placer inmediato, sino la trascendencia espiritual.

Cicada interviene aquí para advertir sobre los peligros de vincularse a un objeto indigno, citando a Ariosto en Orlando Furioso:

«Quien el pie hunde en la amorosa red
Cuide de retirarlo sin enviscar sus alas.»

Esta advertencia subraya que incluso aquellos que aspiran a un amor más elevado deben ser cautelosos, para no permitir que su afecto se vuelva una trampa que los degrade y los arrastre hacia lo vil y lo indigno. Esta es una advertencia contra la "enviscación", el peligro de quedar atrapado en una pasión que degrada en lugar de elevar.

Finalmente, Tansillo ofrece su propia reflexión personal, declarando que nunca se ha dejado fascinar únicamente por la belleza física, comparándola con una "estatua o pintura", objetos bellos pero esencialmente inertes y carentes de alma. Para Tansillo, amar solo el cuerpo es una forma de idolatría vulgar, propia de animales y seres inferiores, que no puede conducir al verdadero amor heroico. Este tipo de amor es indigno de un alma noble y genera vergüenza en lugar de gloria.

El pasaje concluye con una advertencia contra aquellos que, cegados por la belleza física, temen más al desdén de su objeto amado que a los tormentos que esa misma pasión les inflige. Esta es una forma de debilidad que Tansillo considera despreciable, porque refleja una falta de dignidad y autoconocimiento en el amante, que se rebaja a sí mismo al permitir que su felicidad dependa exclusivamente de la posesión física de otro ser. 


Diálogo Tercero

Clasificación de los furores

Tansillo comienza a clasificar los furores. Primero lo hace en dos grandes géneros:

Furor de ceguera e ímpetu irracional: Este primer tipo de furor se caracteriza por su irracionalidad y ferocidad. Es una forma de arrebato que se acerca a la naturaleza bestial, donde el impulso domina sobre la razón y el juicio. Este tipo de furor no busca la trascendencia, sino que se limita a la satisfacción inmediata de los impulsos más primitivos. Es una forma de locura que degrada al ser humano, alejándolo de su naturaleza racional.

Furores de abstracción: El segundo tipo de furor es mucho más noble y elevado, caracterizado por una forma de abstracción que permite a ciertos individuos superar las limitaciones de la mente ordinaria y alcanzar estados de conocimiento superior. Este furor puede ser dividido a su vez en dos especies:

  • a) Furor por Posesión Divina: La primera especie es aquella en la que el individuo se convierte en un "habitáculo de dioses o espíritus divinos", actuando como un canal para fuerzas superiores que lo utilizan como instrumento para manifestarse en el mundo. Este tipo de furor se caracteriza por una especie de vacío interno, una ausencia de razón y sentido propios que permite que el espíritu divino lo llene completamente. Esto ocurre, según Tansillo, cuando el espíritu humano se ha purificado hasta el punto de convertirse en un receptáculo perfecto para lo divino, libre de distracciones y preocupaciones mundanas. Es una forma de furor que trasciende completamente la naturaleza humana y se manifiesta en actos y palabras que ni el propio individuo ni otros pueden comprender completamente.
  • b) Furor por Inspiración Interna y Racionalidad Elevada: El segundo tipo de furor elevado es mucho más activo y consciente. No es el resultado de una posesión externa, sino de un impulso interno que surge del amor a lo divino, a la justicia, a la verdad y a la gloria. Este tipo de furor no se limita a ser un mero receptor de influencias externas, sino que actúa como un "principal artífice y eficiente", capaz de transformar el mundo a través de su propia voluntad y entendimiento. Es un furor que se manifiesta no solo en palabras y gestos extraordinarios, sino en actos que reflejan una comprensión profunda y personal del orden universal.

Cicada pregunta cual de los dos prefiere y Tansillo responde que existe el furor que actúa como un canal pasivo para fuerzas divinas o el furor que surge del propio intelecto iluminado. Tansillo afirma que, aunque los primeros (los que actúan como receptáculos) parecen estar más cerca de lo divino, los segundos (los que se transforman activamente a través del conocimiento) son en realidad más dignos y elevados.

  • Furor Pasivo (Asno que Lleva los Sacramentos)
    Tansillo compara a estos primeros con el asno que lleva los sacramentos, una imagen que sugiere que, aunque son portadores de lo sagrado, no comprenden plenamente su significado y solo actúan como vehículos para una inteligencia superior. Son dignos, pero de una dignidad prestada, que no les pertenece realmente.

  • Furor Activo (Ser Humano Iluminado)
    Los segundos, en cambio, son como "cosas sagradas por sí mismas", ya que no solo son influenciados por lo divino, sino que se transforman activamente a través de su propia voluntad y razón. Este tipo de furor no es simplemente un estado de posesión, sino un proceso consciente de autoelevación, donde el individuo se convierte en un "dios" al acercarse cada vez más a las cualidades divinas.

Tansillo describe cómo estos individuos se transforman a través del contacto intelectual con lo divino: Al rechazar las preocupaciones mundanas (la "herrumbre de los humanos cuidados"), se vuelven "oro puro y probado", adquiriendo un sentido de armonía interna que los distingue de las almas ordinarias. Esto es u elevación y purificación Este tipo de furor es comparado con un calor interno generado por el "sol de la inteligencia", que presta alas al alma y la eleva hacia lo eterno; este utimo es el espiritual

Tansillo también advierte sobre los peligros de perderse en un furor desordenado, que no está guiado por la razón, sino por el caos y el azar. Esta forma inferior de furor es comparada con aquellos que, como los seguidores de Circe en la Odisea, se transforman en bestias al entregarse a sus deseos más bajos. Esta es una forma de locura que destruye la armonía interna del alma y la condena a una existencia errante y sin propósito.

Sin embargo, Tansillo señala que el verdadero furor heroico, aunque pueda desviarse temporalmente, siempre retorna a su centro espiritual. Como el planeta Júpiter, símbolo de orden y conocimiento, el alma heroica encuentra su equilibrio interno y se eleva nuevamente hacia las esferas superiores, donde las nueve musas danzan en torno al resplandor del Apolo universal.

Tansillo concluye con una advertencia sobre los peligros del amor doble, simbolizado aquí por el "doble Cupido". Este es un amor que, aunque puede ser noble cuando se dirige a lo divino, también puede llevar al amante a desviarse hacia objetos indignos si no mantiene su atención en el ideal más elevado.

Tansillo reconoce que incluso los amantes heroicos pueden enfrentarse a fracasos temporales, momentos en los que, al no poder alcanzar plenamente el objeto de su deseo, caen en la desesperación y el desánimo. Sin embargo, su capacidad para volver a levantarse y continuar su búsqueda es lo que los distingue de las almas más bajas, que se pierden para siempre en el caos de sus propias pasiones.

El furor y el dolor

Tansillo comienza este pasaje diferenciando el amor heroico del amor puramente instintivo, que es representado por la mariposa, el ciervo y el unicornio:

  • La Mariposa vuela hacia la luz sin darse cuenta del peligro que representa el fuego que la consumirá.

  • El Ciervo se acerca al río para calmar su sed, ignorante de que una flecha mortal lo acecha.

  • El Unicornio se lanza hacia el seno de una doncella, sin comprender que allí lo espera una trampa.

Estos ejemplos, tomados de la tradición literaria y emblemática del Renacimiento, representan formas de amor ciego e irracional que buscan el placer sin comprender los peligros que enfrentan. Estos seres siguen sus instintos sin reflexión, y su tragedia proviene precisamente de esta ignorancia.

En contraste, el amante heroico es plenamente consciente del sufrimiento que lo espera, pero lo acepta voluntariamente:

«Yo en la luz, fuente y seno del bien mío,
Las llamas veo, los dardos y cadenas.»

El amante heroico no es como la mariposa que ignora las llamas o el ciervo que desconoce la flecha. Él sabe que su amor lo consumirá, que su deseo lo herirá y que las cadenas de su afecto lo aprisionarán para siempre. Pero, lejos de huir, se lanza hacia estos tormentos con una voluntad resuelta, aceptando el dolor como una forma de elevación espiritual.

El amante describe cómo este sufrimiento se convierte en una fuente de gozo:

«Si mi penar es dulce
Es que tanto me colma la alta faz,
Que el arco divino tan dulcemente hiere
y que envuelto está en ese nudo mi deseo;
Séanme, pues, tormentos eternales
En el corazón la llama, los dardos en el pecho y en el
[alma los lazos.»

Para este tipo de amante, el dolor no es un obstáculo, sino una prueba que purifica su amor y lo acerca más a su objeto divino. Las llamas, los dardos y las cadenas son símbolos de su devoción, signos de que su deseo ha trascendido lo meramente físico para convertirse en una fuerza espiritual que lo consume completamente.

Tansillo introduce aquí una idea profunda y paradójica: lo que comúnmente se considera un "mal" puede, en realidad, ser una forma de bien superior. Esta es una visión que desafía las categorías morales convencionales, sugiriendo que el sufrimiento del amante heroico es en realidad una forma de gracia divina:

«Pues este mal no es un mal absoluto, cosa tenida por cierta únicamente con respecto al bien según la general opinión, siendo en realidad falsa, cual condimento del viejo Saturno al devorar a sus propios hijos.»

El sufrimiento, en este contexto, es visto como una especie de "alimento" que fortalece al alma y la prepara para su unión con lo eterno, del mismo modo que el viejo Saturno devora a sus hijos para preservar su poder en la mitología clásica.

Finalmente, Tansillo revela el significado oculto de estas imágenes: El Fuego es el deseo ardiente de las cosas divinas. La Flecha es la impresión del rayo de la belleza eterna que atraviesa el corazón del amante. Los Lazos son las ideas y conceptos que unen la mente del amante a la verdad primera y al bien supremo.

Estas imágenes no son simplemente símbolos de sufrimiento, sino representaciones de los vínculos espirituales que conectan al amante con lo eterno. El amante heroico, al aceptar su destino trágico, se une a lo divino en un acto de autotrascendencia que lo eleva más allá del dolor y la muerte. En última instancia, Tansillo presenta el amor heroico como un camino de transformación espiritual, en el que el sufrimiento no es un obstáculo, sino un medio para alcanzar una forma más alta de existencia.

El fuego y el amor heroico

El soneto que introduce Tansillo en este pasaje refuerza la idea del amor heroico como una forma de transformación espiritual que eleva al amante más allá de las preocupaciones mundanas. Los versos destacan la paradoja central del amor heroico: un amor que consume sin destruir, que encadena sin oprimir, y que ilumina sin cegar:

«De tan bello fuego y de tan noble lazo
Beldad me inflama, honestidad me amarra,
Que en llama y servidumbre mi gozo debo hallar,
Huir la libertad y al helor temer.»

Aquí, Tansillo celebra la paradoja de un amor que es a la vez liberador y esclavizante, que consume sin destruir y que ilumina sin cegar. Esta es una imagen típicamente neoplatónica, que refleja la visión de Bruno del amor como una fuerza que trasciende las limitaciones físicas y se eleva hacia lo eterno.

El poeta continúa desarrollando esta idea en los siguientes versos:

«Tal es el incendio que ardo y no me consumo,
y tal el nudo que el universo conmigo lo celebra;
No me hiela el temor ni desata el dolor,
Pues tranquilo es el ardor, dulce la traba.»

Este fuego que "arde sin consumir" es una clara referencia a la zarza ardiente de Moisés, un símbolo clásico de lo divino en la tradición judeocristiana. Para Bruno, este fuego representa el amor heroico, que no destruye al amante, sino que lo transforma y lo purifica. Del mismo modo, el "nudo" que lo ata no es una trampa que limita su libertad, sino una conexión con lo divino que le otorga un sentido más profundo de propósito y significado.

Tansillo introduce aquí una idea profundamente platónica: el deseo desaparece en el momento en que se alcanza la visión de la verdad suprema:

«Tan alto diviso la luz que así me inflama,
y el lazo urdido de tan rica trama,
Que al nacer el pensar, muere el deseo.»

En este punto, el amante se ha elevado tanto que su deseo ya no se dirige hacia objetos particulares, sino hacia la pura luz de la verdad eterna. Esta es una forma de amor que trasciende el deseo físico y se convierte en una forma de contemplación espiritual, donde el pensamiento mismo reemplaza al impulso erótico como la principal fuente de gozo.

El soneto termina con una poderosa imagen de transformación:

«Pues que tan bella llama brilla en mi corazón,
y que tan bello lazo mi voluntad sujeta,
Sea mi sombra sierva y mis cenizas ardan.»

Aquí, Tansillo sugiere que el verdadero amante heroico no solo acepta su sufrimiento, sino que lo abraza como una forma de inmortalidad. Al igual que el ave fénix, que renace de sus propias cenizas, el amante heroico se transforma a través de su pasión, convirtiéndose en una figura divina que trasciende las limitaciones de la carne.

En la segunda parte del pasaje, Tansillo introduce una reflexión sobre la naturaleza de la belleza:

«Todos los amores -si son heroicos y no meramente animales, naturales, como se suele decir, y cautivos en la generación... tienen por objeto la divinidad, tienden a la divina belleza...»

Aquí, Bruno desarrolla una distinción crucial entre el amor puramente físico y el amor heroico. Para él, la verdadera belleza no se limita a las proporciones del cuerpo, sino que es una cualidad espiritual que refleja la armonía y el orden del cosmos. Esta belleza espiritual se manifiesta a través del cuerpo, pero no se agota en él, y solo aquellos que tienen un sentido agudo de lo bello pueden reconocerla plenamente.

Bruno señala que incluso la belleza corporal es, en última instancia, una expresión de la belleza espiritual:

«La belleza del cuerpo tiene el poder de inflamar, mas no de aprisionar, de manera que el amante no pueda huir, si la gracia que del espíritu se requiere no viene en ayuda.»

Esto significa que el cuerpo solo es verdaderamente bello cuando refleja la pureza y la virtud del alma que lo habita. Esta es una idea que proviene directamente de la filosofía neoplatónica, que ve en la belleza física un reflejo imperfecto de una forma ideal más elevada.

En última instancia, Tansillo sostiene que el verdadero amor no es una mera reacción física a la belleza externa, sino un impulso espiritual que lleva al amante a transformarse a sí mismo para alcanzar lo divino.

Cicada introduce aquí una observación crucial: no siempre es posible que la razón controle los impulsos del deseo, incluso cuando se reconoce la naturaleza viciosa del objeto amado. En estos casos, la razón puede ver claramente los defectos del objeto amado, pero es impotente para dominar las pasiones del alma.

Cicada cita un poema del Nolano que expresa esta paradoja:

«Ay de mí, impelido por el furor
A aferrarme a mi mal,
Que Amor ante mí como sumo bien presenta.
Ay, que ya mi alma no ha cuidado
de a contrarios consejos atenerse...»

Aquí, el amante se compara a un navegante que despliega sus velas al viento, dejándose llevar hacia su propia destrucción. Aunque es consciente de que su amor es una forma de esclavitud, sigue adelante, prefiriendo el dolor del deseo insatisfecho a la tranquilidad de la libertad.

forma de locura trágica:

«Acontece así cuando uno y otro espíritu son viciosos y están como teñidos de una misma tinta, pues por la semejanza se suscita, inflama y confirma el amor.»

Aquí, Tansillo introduce la idea de que los amantes que comparten los mismos vicios se atraen entre sí precisamente porque sus defectos resuenan en un mismo tono emocional.

Cicada cierra este intercambio con una reflexión que apunta a una distinción fundamental en la ética renacentista:

«Ciertamente es muy propia y viene muy a propósito esa distinción que se hace entre el amar y el querer bien.»

Aquí, se sugiere que hay una diferencia crucial entre amar a alguien y desearle el bien. El verdadero amor, en la visión neoplatónica de Bruno, no es simplemente una cuestión de deseo físico o atracción emocional, sino una forma de elevación espiritual que busca el bien del amado, incluso a costa del propio sufrimiento.

Tansillo menciona varios vicios que pueden corromper el amor:

  • Avaricia Sórdida: Un deseo insaciable de riquezas que degrada al amante.

  • Codicia y Ruindad: Una preocupación por lo material que opaca la belleza espiritual.

  • Ingratitud: La incapacidad de reconocer los favores recibidos, que destruye cualquier posibilidad de nobleza en el amor.

  • Asociación con Personas Viles: Una forma de degradación que revela la falta de discernimiento del amante.

Estos defectos son especialmente perniciosos porque no solo corrompen al amante, sino que también impiden cualquier posibilidad de crecimiento espiritual o transformación heroica. 

Tansillo introduce aquí un contraste crucial entre dos tipos de disposición amorosa:

  • Amor Corporal: Es un amor que se apega a la forma física, a las apariencias externas, y que fácilmente puede convertirse en una fuente de sufrimiento y frustración.

  • Amor Divino: Es un amor que trasciende las limitaciones del cuerpo y se dirige a un objeto más elevado, a una forma de perfección que solo puede ser contemplada con el intelecto.

El poema que Tansillo cita refleja esta segunda forma de amor, donde el amante agradece a Amor por haberlo elevado más allá de los placeres corporales:

«Pese a los muchos martirios que me infliges,
Gracias te doy y, Amor, mucho te debo,
Que con tan noble llaga me abriste el pecho,
y un dueño tal diste a mi corazón,
Que es ciertamente divino y vivo objeto,
De Dios la más bella imagen que en tierra sea adorada...»

A diferencia del amante puramente físico, que sufre por no poseer el objeto de su deseo, el amante heroico encuentra sentido en su dolor:

«Piense quien quiera que es mi destino cruel,
Que mata en la esperanza y aviva en el deseo.»

Para el amante heroico, el sufrimiento no es un obstáculo, sino una forma de purificación que lo acerca a lo divino. Aunque no pueda alcanzar plenamente su objeto, su sufrimiento lo eleva, liberándolo de las preocupaciones mundanas y acercándolo a una forma de existencia más noble.

El poema también introduce la idea de que el amante heroico se libera de la "vileza" de los deseos ordinarios al enfocarse en una forma de belleza más pura:

«Me sacio en mi alta empresa,
y aunque el fin anhelado no consiga
y aunque en su celo el alma se consuma,
Basta que tan noblemente esté inflamada,
Basta que a las alturas yo me eleve
y del número vil pueda zafarme.»

Aquí, Tansillo sugiere que el verdadero amante heroico no necesita alcanzar su objeto para ser feliz, porque su amor mismo se convierte en una forma de trascendencia que lo eleva más allá de las limitaciones del cuerpo y los sentidos. Este es un amor que libera en lugar de encadenar, que ennoblece en lugar de degradar.

Tansillo describe cómo este tipo de amor permite al amante contemplar la divinidad de una manera que no sería posible a través de los sentidos físicos:

«...no dejará sin embargo de reconocer
la deuda que tiene con Amor y de darle gracias
por haberle presentado a los ojos de la mente una
especie inteligible, en la cual -en esta vida
terrena, recluido en esta prisión de la carne, cautivo
por estos nervios y sostenido por estos
huesos- le sea lícito contemplar más altamente la
divinidad que en cualquier especie y similitud
diversa que le fuere ofrecida.»

Aquí, el amante agradece a Amor por haberle permitido ver más allá de las apariencias físicas y captar una visión más elevada de la realidad. Esta es una forma de amor que no se limita a la atracción física, sino que busca una unión más profunda y eterna con lo divino.

Cicada reconoce esta distinción, señalando que el "objeto divino" del que habla Tansillo no es una forma física, sino una idea puramente intelectual.

Objeto final del amor heroico

Cicada plantea una pregunta fundamental: si el verdadero objeto del amor heroico es la divinidad misma, ¿cómo puede Tansillo hablar de una "especie" como objeto de este amor? Esto toca un punto central en la filosofía de Bruno, que intenta reconciliar la naturaleza finita del intelecto humano con el infinito de lo divino.

Tansillo responde aclarando que, aunque el objeto final del amor es efectivamente la divinidad, en este mundo no podemos contemplarla directamente, sino solo a través de sus "especies" o reflejos:

«Hállase allí el objeto final, último y perfectísimo, y no ya en este estado, en que no podemos ver a Dios sino como en sombra y espejo...»

Esta es una referencia directa a la metáfora platónica del conocimiento indirecto, donde las almas humanas solo pueden vislumbrar la realidad divina a través de imágenes imperfectas y reflejos. Esta idea se inspira en el Timeo de Platón y en las teorías neoplatónicas de Plotino, que ven al intelecto como un reflejo imperfecto de la inteligencia divina.

Tansillo continúa explicando que, aunque no podemos ver a Dios directamente, el intelecto que se une a la divinidad a través de estas especies llega a transformarse en luz:

«Porque unida a esa luz, se convierte también ella en luz y consecuentemente se hace un dios, pues contrae la divinidad en sí...»

Esta es una afirmación profundamente mística, que refleja la creencia de Bruno en la capacidad del intelecto humano para trascender sus propias limitaciones y participar en la naturaleza divina. Aquí, el amante no solo contempla la divinidad, sino que se transforma en ella, convirtiéndose en un microcosmos que refleja la perfección del macrocosmos.

Sin embargo, Tansillo introduce una distinción crucial entre conocer a Dios a través de sus especies y conocerlo en su propia esencia:

«...hasta tanto no le sea lícito mirar con ojos más puros la belleza de la divinidad...»

Esta distinción refleja la diferencia entre la theoria (la contemplación directa de lo divino) y la dianoia (el conocimiento discursivo e indirecto) en la filosofía platónica. En esta vida, solo podemos alcanzar la segunda forma de conocimiento, mientras que la primera queda reservada para las almas liberadas de sus cuerpos.

Tansillo introduce aquí una metáfora arquitectónica para describir este proceso de contemplación:

«Mas si le fuera dado ver al señor de estas imágenes, de belleza incomparablemente mayor, dejaría todo cuidado y pensamiento de las primeras, vuelto todo él y tendido a la contemplación de ese objeto único.»

Esta imagen sugiere que las especies intelectuales son como los ornamentos de un gran edificio, que pueden maravillar al espectador, pero que palidecen en comparación con el arquitecto que las ha creado. Esta es una forma de recordar al amante que su verdadero destino no es el conocimiento de las formas, sino la contemplación directa del Uno.

Tansillo concluye su reflexión diferenciando dos estados de conocimiento:

  • Conocimiento a través de las Especies: En este estado, el intelecto se alimenta de las sombras y reflejos de la divinidad, aproximándose a la verdad solo de manera indirecta.

  • Conocimiento Directo de la Divinidad: Este es un estado superior en el que el intelecto se une completamente a su objeto y se transforma en luz pura, trascendiendo las limitaciones del cuerpo y los sentidos.


Relación alma y cuerpo

Cicada interviene con una pregunta fundamental que toca una de las preocupaciones filosóficas más antiguas: la relación entre el alma y el cuerpo. Pregunta si el cuerpo es el lugar del alma, lo que refleja una visión más materialista y localista de la relación cuerpo-alma. Sin embargo, Tansillo responde con una distinción crucial, afirmando que el alma no reside en el cuerpo como un objeto en un contenedor, sino que lo habita como su forma intrínseca y principio organizador. Es decir, el alma no ocupa un lugar físico dentro del cuerpo, sino que es el principio que le da forma y estructura desde dentro y desde fuera, organizando sus partes y dotándolo de vida.

En este contexto, Tansillo introduce una idea neoplatónica fundamental: el cuerpo existe "en" el alma, y el alma "en" Dios, tal como Plotino describió en sus Enéadas. Esta es una visión profundamente jerárquica del cosmos, donde cada nivel de existencia es contenido por uno superior: el cuerpo en el alma, el alma en la mente, y la mente en Dios. Esta estructura refleja una cosmología que ve al universo como una serie de círculos concéntricos, con Dios en el centro como fuente última de toda existencia. En esta visión, el alma humana no es solo un principio vital, sino también un reflejo de la inteligencia divina que se extiende a través de todos los niveles de la realidad.

Tansillo también describe cómo el intelecto humano participa en esta estructura cósmica a través de sus operaciones cognitivas y volitivas. Afirma que, así como el alma existe en Dios por esencia, también se orienta hacia él a través de sus actos intelectuales y volitivos, buscando siempre retornar a su fuente divina. Esto refleja la creencia neoplatónica en que el intelecto humano es una chispa de la inteligencia divina, capaz de trascender sus propias limitaciones para unirse a su principio originario. En este sentido, el amor heroico es un proceso de transformación espiritual que lleva al amante desde el conocimiento indirecto, basado en las especies y similitudes, hasta la visión directa de lo divino.

Sin embargo, Tansillo reconoce que este impulso hacia lo divino es también una fuente de sufrimiento para el alma. Aunque este deseo puede proporcionar una forma de consuelo espiritual, también inflama el anhelo más de lo que puede calmarlo. Esta paradoja es central en la mística cristiana, donde el deseo de Dios es visto como un fuego inextinguible que consume al alma en su búsqueda de lo eterno. Esta tensión entre el deseo y la satisfacción es una característica esencial del amor heroico, que siempre apunta más allá de las limitaciones del mundo sensible hacia una perfección que solo puede ser alcanzada en un estado de unión divina.

Finalmente, Tansillo concluye que, aunque el amante heroico pueda no alcanzar nunca su objeto final en esta vida, el propio acto de desear es suficiente para justificar su existencia. Para Tansillo, la verdadera satisfacción no está en poseer el objeto del deseo, sino en el propio proceso de aspiración hacia lo divino. Esto es consistente con la visión platónica del amor como una forma de elevación espiritual, que no solo transforma al amante en una imagen de lo divino, sino que también lo libera de las limitaciones del cuerpo y del intelecto, permitiéndole participar en la estructura misma del cosmos.

La felicidad humana

Tansillo introduce aquí una discusión sobre la naturaleza de la felicidad humana según las diferentes escuelas filosóficas. Cicada menciona a los peripatéticos, específicamente a Averroes, quien sostenía que la máxima felicidad humana consiste en alcanzar la perfección a través de las ciencias especulativas. Esta perspectiva es característica del pensamiento aristotélico, que ve en el intelecto activo el aspecto más elevado del alma humana. Para los peripatéticos, esta forma de conocimiento es el más alto estado de perfección que el ser humano puede alcanzar en esta vida, ya que permite a la mente unirse a las sustancias separadas, es decir, a los principios intelectuales puros que trascienden la materia.

Tansillo responde afirmando que esta visión es válida, pero introduce un matiz platónico al señalar que esta unión puede interpretarse también como una conexión con la mente divina. Aquí, Tansillo sugiere que el intelecto humano, aunque finito, tiene la capacidad de alcanzar una forma de participación en la divinidad a través del conocimiento intelectual. Sin embargo, aclara que no pretende en este momento discutir las diferentes formas en que el alma puede existir o ser concebida en otros estados más allá de esta vida. Esta es una referencia a las ideas neoplatónicas sobre la preexistencia y la postexistencia del alma, que consideran que el alma puede existir en varios estados de ser, dependiendo de su nivel de purificación y conocimiento.

Cicada plantea una objeción importante: si esta forma de conocimiento es imperfecta, ¿cómo puede proporcionar verdadera satisfacción o perfección al ser humano? Esta es una crítica directa a la visión platónica del conocimiento como un proceso interminable de acercamiento a lo divino, sin posibilidad de unificación total en esta vida. Tansillo responde reconociendo esta limitación, pero afirma que es suficiente para el intelecto humano alcanzar tanto de esta perfección como le sea posible en este estado mortal. Lo importante no es poseer completamente esta perfección, sino aspirar a ella, extender la mirada del intelecto hacia el horizonte de la verdad, aun cuando esta verdad permanezca siempre más allá de nuestro alcance.

Cicada sigue cuestionando esta perspectiva, señalando que no todos los hombres tienen la capacidad de alcanzar estos altos niveles de contemplación. Tansillo, sin embargo, defiende la idea de que no es necesario que todos logren esta perfección absoluta. Basta con que cada uno haga lo que está en su mano para elevarse tanto como su naturaleza lo permita. Para Tansillo, una naturaleza heroica preferirá siempre una muerte noble en la búsqueda de la perfección que una vida cómoda en la mediocridad. Esta es una afirmación profundamente estoica, que ve en el esfuerzo por alcanzar lo divino un fin en sí mismo, independientemente del resultado.

En apoyo a esta idea, Tansillo cita un soneto propio que celebra esta disposición heroica:

«Tras desplegar mis alas al bello anhelo
Cuanto más aire bajo los pies atisbo,
Más tiendo al viento las veloces plumas,
El mundo desprecio y me encamino al cielo.
Ni del hijo de Dédalo el fin cruel
Hacia abajo me inclina; es más, subo más alto.
Que caeré muerto en tierra, lo sé bien;
Más, ¿qué vida pareja al morir mío?
En el aire siento la voz del corazón,
¿Dónde me llevas, temerario? Desciende,
Que es rara tanta audacia sin dolor.
No temas, respondo yo, la gran caída;
Surca las nubes firme y muere alegre
Si tan ilustre muerte el cielo nos depara.»

El poema compara al amante heroico con Ícaro, que prefirió arriesgarse a la caída antes que resignarse a una vida sin aspiraciones. Para Tansillo, esta es una metáfora de la vida filosófica, que siempre apunta hacia las alturas, incluso a riesgo de fracaso y sufrimiento.

Cicada muestra cierta incertidumbre al interpretar una línea específica del poema: «Basta que a las alturas yo me eleve, y del número vil pueda zafarme.» Tansillo aclara que este "número vil" puede entenderse de dos maneras. En primer lugar, puede referirse a la multitud ignorante que permanece atrapada en la caverna platónica, incapaz de elevarse a la luz de la verdad. En segundo lugar, puede aludir al cuerpo y al conocimiento sensible, del cual el filósofo debe liberarse para alcanzar una forma más elevada de existencia. Esta es una referencia a la idea platónica de que el cuerpo es una prisión para el alma, que solo puede alcanzar su verdadera naturaleza a través del desapego de las cosas materiales.

Alma y metamorfosis heróica

Cicada introduce el tema preguntando cómo es posible que el alma, que se describe como un "número moviente" en la tradición pitagórica y aristotélica, pueda desprenderse del cuerpo, que es visto como un "número vil" o una prisión material. Aquí, la idea del "número moviente" se refiere al concepto del alma como un principio activo que da forma y vida al cuerpo, mientras que el cuerpo mismo es visto como algo inerte y pasivo, necesitado de esta forma para alcanzar la vida.

Tansillo responde que no se debe entender este desprendimiento del alma en un sentido literal, como si se tratara de una sustancia que abandona un recipiente físico, sino más bien como una transformación espiritual. Explica que el alma, aunque temporalmente "embriagada" por su relación con el cuerpo y su inmersión en la materia, siempre retiene la capacidad de recordar su origen divino y retornar a las alturas intelectuales. Esta idea refleja claramente la influencia de las doctrinas platónicas y neoplatónicas, donde el proceso de encarnación es visto como una caída que requiere un esfuerzo consciente para ser superado.

Para ilustrar esta idea, Tansillo recurre a un poema que describe una serie de metamorfosis míticas, comparando al alma con las múltiples transformaciones que los dioses asumen en los mitos griegos:

«Ese dios que zalea el fragoroso rayo
Fue para Asteria furtivo aquilón,
Pastor a Mnemosine, oro a Dánae,
Esposo para Alcmena, para Antíope sátiro,
A las hermanas de Cadmo blanco toro,
Cisne para Leda y a Dólida dragón.
Por la elevada altura de mi objeto,
De sujeto vil en dios yo me convierto.»

Este pasaje sugiere que así como los dioses pueden asumir formas inferiores para interactuar con el mundo material, el alma humana también puede elevarse desde una existencia terrenal hacia una existencia divina, transformándose en un dios a través del amor heroico y el conocimiento intelectual. Esta transformación es posible gracias a la capacidad del alma para recordar su origen celestial y dirigir su atención hacia las cosas superiores, abandonando así las limitaciones de la materia.

Tansillo introduce luego una noción de destino o ley interna que impulsa a las almas a caer en el ciclo de la generación y, eventualmente, a retornar a su origen divino. Esta idea está profundamente influenciada por las enseñanzas de Plotino y otros neoplatónicos, quienes sostenían que las almas se alejan de lo divino no por rebelión, sino como parte de un ciclo natural que las lleva a encarnarse para cumplir ciertos fines cósmicos. Esta caída es vista no como un error, sino como una parte necesaria del orden universal, donde incluso los descensos hacia la materia tienen un propósito superior.

Tansillo aclara que aunque las almas pueden parecer prisioneras de este destino, también poseen la capacidad de liberarse a través de la razón y la contemplación. Al retornar a la "mente" o a la inteligencia pura, las almas pueden escapar del ciclo de la generación y recuperar su naturaleza divina. Esto refleja la doctrina de Plotino sobre la doble vida del alma: una vida superior en contacto con el Nous (Inteligencia) y una vida inferior inmersa en la materia.

inalmente, Tansillo concluye esta parte del diálogo con una reflexión sobre la "rueda de las metamorfosis", que simboliza el ciclo eterno de ascenso y descenso en el que las almas participan:

«Existe en la naturaleza una revolución y círculo en virtud del cual, para auxilio y perfección ajenas, las cosas superiores se inclinan hacia las inferiores para la excelencia y felicidad propias, las cosas inferiores se elevan hacia las superiores...»

Esta imagen es similar a la visión de los órficos y pitagóricos del universo como un ciclo continuo de nacimiento, muerte y renacimiento, donde las almas descienden hacia formas materiales para luego retornar a su estado original de pureza espiritual. En este ciclo, las almas pueden elevarse a través del conocimiento y el amor heroico, alcanzando así la unión con lo divino.

Diálogo Cuarto

Tansillo comienza con este poema:

En los bosques, mastines y lebreles suelta
El joven Acteón, cuando el destino
Le guía por camino incauto y dubio
Tras las huellas de fieras montaraces.
He aquí que entre las aguas, el más bello talle y rostro
Que ojo mortal o divino pueda ver,
Púrpura, alabastro y oro fino,
Vio, y el gran cazador mudóse en caza.
El ciervo que hacia la espesura
Sus más ligeros pasos dirigía
Fue pronto por sus muchos y grandes canes devorado.
Así yo mis pensamientos lanzo
Sobre la presa sublime, y ellos, contra mí vueltos,
Muerte me dan con crueles dentelladas.

Acteón, el cazador que es devorado por sus propios perros tras haber visto a Diana desnuda, representa en esta clave alegórica al intelecto humano que se lanza tras la aprehensión de lo divino. En este contexto, los bosques son las regiones inexploradas del conocimiento y del espíritu, lugares agrestes por los que pocos se atreven a transitar, porque implican riesgo, incertidumbre y esfuerzo.

Los mastines y lebreles simbolizan las dos potencias fundamentales del alma: la voluntad (más fuerte, como los mastines) y el entendimiento (más veloz, como los lebreles). Aunque el entendimiento es el que va adelante, iluminando el camino como una linterna, es la voluntad la que lo arrastra tras sí, ya que es más potente y más inflamada por el deseo.

Tansillo menciona la letra Y, símbolo que los pitagóricos utilizaban para representar el punto en que el alma humana debe escoger entre dos caminos: el de la virtud (estrecho y escarpado) y el del vicio (ancho y fácil). En este pasaje, el “camino dubio” representa precisamente esa encrucijada del alma que busca, pero no siempre elige el camino más arduo hacia la contemplación de las esencias divinas.

El pasaje en que Acteón ve el “más bello talle y rostro” entre las aguas debe interpretarse como una experiencia contemplativa, en la cual el alma logra vislumbrar, a través de los reflejos del mundo creado, la potencia, belleza y sabiduría del ser divino. El agua es aquí símbolo de las similitudes, de las obras del mundo visible que reflejan (como en un espejo) el esplendor de Dios. La púrpura, el alabastro y el oro son emblemas tradicionales de los atributos divinos: la púrpura representa la fuerza y majestad, el oro la sabiduría, el alabastro la pureza.

Cicada observa que no se deben confundir los modos de aprehensión: aunque tanto Dios como el hombre son sujetos capaces de conocer, su manera de conocer es completamente distinta. El entendimiento humano es discursivo, limitado y progresivo; el divino, en cambio, es inmediato, total y simple.

Tansillo, en su respuesta, interpreta los elementos "púrpura, alabastro y oro" como símbolos de los atributos de la divinidad: la púrpura representa la potencia activa de Dios, el oro la sabiduría suprema, y el alabastro la belleza pura. Se trata, por tanto, de una contemplación simbólica o alegórica de lo divino, que remite al ideal neoplatónico de los pitagóricos, caldeos y platónicos, quienes buscan elevarse espiritualmente hacia la divinidad a través de la contemplación intelectual de sus perfecciones.

La frase “vio el gran cazador y mudóse en caza” introduce una paradoja central en la experiencia del furor heroico: el intelecto, en su acto de conocer lo divino, no permanece indemne. Al contrario, es transformado. En términos filosóficos: el sujeto que conoce es afectado por el objeto divino, y en lugar de dominarlo, como haría con cualquier otro objeto, queda él mismo dominado por la inmensidad de lo contemplado. De aquí que Acteón, símbolo del entendimiento que intenta conocer lo divino, acabe siendo destruido por sus propios pensamientos (los perros), al no poder soportar la visión de tan elevada realidad.

Cicada concluye correctamente que el intelecto forma las especies inteligibles a su modo, es decir, capta las realidades elevadas bajo la medida de sus propias capacidades. La contemplación no es objetiva ni neutra: está limitada por la condición del sujeto. Por eso, la operación de la voluntad amorosa, más poderosa que el intelecto, convierte al amante en la cosa amada, tal como expresa Tansillo: el que ama es transformado por lo amado, se hace uno con él, como el cazador se convierte en su presa.

Transformación de Acteón

Tansillo desarrolla una alegoría mística basada en la transformación de Acteón, el cazador de la mitología griega, en presa de sus propios perros. Esta imagen es utilizada para representar el viaje del intelecto y la voluntad del amante heroico hacia la divinidad.

Primero, se explica cómo el intelecto humano aprehende las cosas por el modo propio del entendimiento: a través de especies inteligibles, es decir, de representaciones que se adecúan a su capacidad de conocer. En cambio, la voluntad persigue aquello que le parece naturalmente bueno, es decir, aquello que desea con base en la noción de belleza, bien o perfección. Estas dos facultades —intelecto y voluntad— actúan como los canes de Acteón, que van tras la fiera (la sabiduría, el bien supremo, la belleza ideal) en los bosques agrestes del mundo inteligible.

Pero este proceso no es exterior: al alcanzar el objeto buscado, Acteón no encuentra una presa fuera de sí, sino que se descubre a sí mismo transformado en ella. En su intento de aprehender lo divino, contrae en sí mismo su presencia; es decir, la divinidad ya no está fuera, sino que ha sido interiorizada. Por eso, dice Tansillo, “no era necesario buscarla fuera de sí”.

Cicada, acertadamente, recuerda aquí el pasaje evangélico: “El reino de Dios está en vosotros”, y Tansillo lo confirma: cuando el intelecto se ha reformado y se ha dirigido hacia lo más alto, descubre que lo divino no es un objeto distante, sino una presencia íntima en el alma del sabio amante.

Esta transformación produce una metanoia, una conversión total: Acteón, convertido en presa de sus propios pensamientos, ya no es el mismo. “Dirige los nuevos pasos”, es decir, actúa con una nueva orientación: su voluntad ha sido purificada, su intelecto inflamado. Corre ahora hacia la espesura, que representa el mundo de las realidades incomprensibles, el bosque simbólico de lo divino, donde habitan las formas puras y las verdades eternas.

La muerte de Acteón no es trágica, sino gloriosa: sus propios pensamientos —esos canes— acaban con su vida según el mundo material, pero esa muerte abre paso a una nueva vida, la vida del espíritu. Se describe así la aniquilación del hombre viejo, del sujeto pasional y mundano, y el nacimiento del sujeto heroico que se nutre, ya no de placeres sensibles, sino de ambrosía y néctar, los alimentos de los dioses. Es la exaltación de la vida intelectual y espiritual como la más alta forma de existencia. 

Amor heroico

Tansillo, presenta una nueva imagen para describir la disposición del alma amante que se prepara para alcanzar su objeto supremo: el amor heroico.

Se trata de la figura del ave solitaria, que alude al Salmo 101,8: “He velado, y he sido como pájaro solitario en el tejado”. Esta ave representa el corazón alado del amante filosófico, que ha estado hasta ahora prisionero —quieto, inerte— en un sitio que, como se dice, “estorba y ensombrece todo pensar mío”. Ese lugar es símbolo del cuerpo, del mundo sensible o de las condiciones existenciales que dificultan la contemplación del bien y la verdad.

Pero el alma ya está lista. Se le ordena volar: “Anida pronto”, es decir, elévate y encuentra en las alturas tu nueva morada, un espacio digno de tus pensamientos más nobles. Se le pide que ejerza su oficio natural, el arte y la industria del pensamiento contemplativo, y que críe sus lindos pajarillas, esto es, que fecunde ideas altas, puras, espirituales, inspiradas por ese nuevo destino al que se ve libre de dirigirse ahora que los impedimentos han cesado.

La metáfora sugiere un renacer espiritual. Es el momento de alzar vuelo hacia esa “empresa” antes imposible, hacia el bien supremo, guiado por el dios que para el vulgo es ciego, es decir, el Amor. Pero no un amor carnal ni pasional, sino el amor heroico, el mismo que en Platón permite al alma remontarse por las alas del deseo hacia el mundo inteligible.

Este amor, que los ignorantes creen ciego e irracional, es en verdad el más elevado guía del alma; y es por voluntad del “sublime arquitecto” —la divinidad— que esta elevación se hace posible. Por eso, Tansillo concluye diciendo: “No vuelvas a mí, pues no eres mío”. Es una despedida del amante a su propio corazón, que ya no le pertenece porque ha sido transformado y llamado a una existencia superior. El sujeto ha sido trascendido por su propio furor espiritual.

Así, el furor heroico se muestra no como extravío, sino como acto de liberación. La jaula se abre, y el ave, que es el alma, deja atrás su morada baja para volar hacia lo divino, llevada por la fuerza del amor.

La experiencia de muerte del alma en el objeto amado no es una pérdida, sino una transformación, una transfiguración espiritual.

Tansillo cita primero el verso: «Y no vuelvas a mí, pues no eres mío». Esta renuncia al corazón es símbolo de que ya no le pertenece, porque ha sido entregado al objeto divino y vive únicamente en él. Es el desasimiento completo del alma respecto de sí misma para volcarse enteramente hacia el ideal. Por eso, añade una línea poética evocadora: «Me has abandonado, corazón mío, y ya la luz de mis ojos no está contigo», reminiscencia de Petrarca y de los Salmos, lo que le da un tono bíblico y profundamente lírico.

Luego se menciona una imagen de fuerte resonancia mística: la “muerte del beso”, tomada de la Cábala y del Cantar de los Cantares, que representa el momento supremo de unión amorosa con Dios. No es una muerte en sentido físico, sino una extinción de la individualidad en el acto de fusión amorosa, donde la criatura se pierde en su creador: «Que me bese con beso de su boca», dice la amiga. Ese beso no es sensual, sino símbolo de identificación espiritual. El amor hiere, pero es una herida sagrada.

Otros, como el Salmista, llaman a esta experiencia sueño: «Si sucede que dé a mis ojos sueño […] en él hallaré pacífico reposo». Así como el sueño adormece los sentidos, este amor místico “duerme” el alma en su antigua vida y la despierta a una existencia superior, en la cual la verdadera paz se encuentra solo en el descanso junto al objeto divino.

El poema que sigue desarrolla estos conceptos con más dramatismo. El sujeto lírico, que ya no se identifica con su corazón (pues este ha partido hacia lo divino), lamenta la pérdida gozosa: «Guiado por cruel y despiadada mano, goza donde agoniza y muere». El corazón es como un halcón insumiso que ha huido y ya no responde al llamado de su dueña. Hay gozo en su nueva morada, pero también dolor en quien lo ha perdido, porque esa lejanía representa el abismo entre la criatura y su anhelo infinito.

La “cruel hermosura”, que ha encadenado alma, espíritu y corazón con sus “púas, llamas y cadenas”, es la divina belleza, el objeto amado. Sus “miradas, dejes y maneras” son como rayos que atraviesan, hieren y cautivan al alma hasta su más íntimo centro. La pregunta final —“¿Quién logrará dar cura, alivio y libertad?”— no es un grito de desesperación, sino de aceptación: no hay cura para este furor heroico, porque es precisamente ese dolor —dulce, encendido, sin remedio— el que conduce a la inmortalidad espiritual.

Tansillo y Cicada reflexionan sobre la experiencia del amor heroico como un movimiento espiritual incesante que no se agota en la posesión de ningún objeto finito, por muy elevado que sea, sino que siempre tiende al infinito, a la fuente suprema de verdad, bondad y belleza.

Tansillo parte de una observación fundamental: cuando el intelecto aprehende una forma inteligible (es decir, cuando piensa o contempla una idea), y la voluntad se adhiere a esa forma con amor, el alma no se detiene allí. ¿Por qué? Porque ese objeto, por más alto que sea, no es el todo, no es el ente absoluto. Todo lo finito lleva en sí el signo de lo insuficiente. Así, incluso el más noble concepto, incluso la más luminosa especie inteligible, una vez aprehendida, deja tras de sí un rastro de insatisfacción: es como si dijera al alma contemplativa “hay más”.

El alma, entonces, se pone en movimiento: no un movimiento físico, sino metafísico, interior, continuo, circular. Se trata de un furor intelectual que no se agota en ningún término, porque el amor del sabio se inflama más cuanto más comprende que no puede comprender el infinito. Cada forma bella aprehendida (por ejemplo, una imagen de la divinidad, un ideal moral, un objeto amado) revela que participa de algo mayor, que hay una belleza sin medida detrás de toda belleza medida.

Por eso, dice Tansillo, aunque el infinito no pueda ser comprendido, sí puede —y debe— ser infinitamente perseguido. Este deseo no es vano, aunque jamás se colme en términos absolutos. Es, de hecho, el signo más elevado de la nobleza del alma, pues señala que el alma no se deja detener por ningún ídolo —por ninguna imagen finita— y aspira siempre al origen, al centro infinito. La búsqueda misma es ya participación en lo divino.

Cicada interviene diciendo que esa persecución le parece vana. Tansillo responde con firmeza: “Dista mucho de serlo”. Porque en el fondo, el amor heroico no busca alcanzar el infinito como se alcanza una cosa o se posee un bien; lo busca porque está hecho para ello, y su movimiento eterno es su dignidad. No se trata de llegar, sino de elevarse en la búsqueda, de describir círculos en la perfección. Esta imagen circular alude a Plotino y la tradición neoplatónica: el alma da vueltas en torno al Uno, sin jamás abarcarlo, pero cada giro es ascenso, es refinamiento, es gloria.

Complejidades con el amor

Cicada comienza preguntando por una imagen difícil pero poderosa: ¿cómo es posible llegar al centro describiendo círculos? La pregunta apunta directamente al corazón del símbolo neoplatónico del alma como viajera perpetua que, en su deseo de unión con lo divino, gira sin fin en torno al Uno. TANSILLO responde con una confesión de humildad filosófica: “No puedo saberlo”. Y sin embargo —como hace todo verdadero sabio— dice que puede decirlo, y dejarlo a la contemplación de los otros. Es una invitación a la reflexión, no una conclusión.

Cuando Cicada propone que quien persigue el infinito sea como quien recorre la circunferencia sin alcanzar nunca el centro, Tansillo aclara que quiere decir otra cosa. No es una metáfora de fracaso, sino de movimiento espiritual, un movimiento que no se dirige por líneas rectas hacia un punto, sino que envuelve, se aproxima, y se transforma en el proceso. La búsqueda del centro no es para encontrarlo y poseerlo, sino para ser transformado por su atracción.

El diálogo luego desciende hacia la metáfora del corazón llevado por una “cruel y despiadada mano”. Tansillo aclara que se trata de una imagen que proviene del lenguaje amoroso común, pero que aquí representa la fuerza del objeto amado, que no concede descanso ni paz al amante. Es cruel porque estimula sin conceder satisfacción plena, despierta un deseo que no cesa, una hambre que no se sacia —y sin embargo, esto no es tortura, sino elevación.

Cuando Cicada pregunta quiénes son los pensamientos que intentan hacer retroceder al corazón de su empresa divina, Tansillo responde con gran lucidez: los afectos naturales, los deseos más bajos, los placeres sensibles. No son del cuerpo en sí, sino del alma mal inclinada, del alma que se deja distraer de lo alto por lo bajo.

Aquí Tansillo introduce otra idea fundamental: el sabio insano. Aquellos que saben “en demasía” son llamados insanos no porque ignoren, sino porque su saber no se acomoda a las normas comunes. No son insanos los ignorantes, sino los que saben más allá de lo aceptado, de lo comprensible para la mayoría. Esto recuerda a los locos divinos, a Sócrates, a los mártires de la verdad, y por supuesto a Bruno mismo, que asume la locura como condición del saber absoluto.

La explicación final de las metáforas poéticas es exquisita. Las “púas” son los pensamientos agudos, los estímulos intelectuales que despiertan el afecto. Las “llamas” son los rayos de belleza que encienden el corazón. Las “cadenas” son los vínculos, las circunstancias, las resonancias que atan nuestra alma al objeto amado. No son cadenas de esclavitud, sino de fidelidad y atención.

Las “miradas, dejes y maneras” son las formas en que el objeto se hace presente: las miradas son su presencia racional; los dejes, su forma de inspirar; las maneras, su gracia continua. Todo esto mantiene el alma en un estado de dulce languidez, un ardor gozoso, un compromiso total. El alma no quiere que sane la herida, no quiere que se apague el fuego ni se rompan las cadenas: el sufrimiento es signo de vida espiritual, y la perseverancia en ese sufrimiento es la verdadera gloria del amante heroico.

El alma y sus dominios

Ahora recita el siguiente poema Tansillo:

Ah, mis pensares, elevados, profundos y vivaces,

Prontos a abandonar el seno materno

Del alma afligida, arqueros bien armados

Para lanzar al blanco del que nace

El concepto sublime: por tan cerriles sendas

No quiera el cielo que os topéis con cruel fiera.

Recordad el retorno y reclamad

Al corazón, que mano de salvaje diosa' oculta.

Armáos, pues, de amor

De familiares llamas, y la vista

Tan fuerte reprimid, que otras extrañas

Del corazón no os tornen compañeros;

Traedme al menos nuevas

De eso que a él tanto deleita y aprovecha.

El poema que recita Tansillo comienza con una imagen vivaz: los pensares elevados, profundos y vivaces son como arqueros que abandonan el seno del alma, preparados para dar en el blanco con sus flechas —es decir, para alcanzar la comprensión del concepto sublime, la verdad suprema. Pero se les advierte que no vayan por sendas salvajes donde podría aparecer alguna “cruel fiera”, es decir, alguna pasión, distracción o afección sensible que los desvíe de su fin. Por eso, el alma les pide que recuerden el regreso, que busquen al corazón extraviado por una fuerza salvaje (la diosa del deseo o del destino), y que si no pueden traerlo de vuelta, al menos le den noticias de él.

A partir de aquí, Bruno —por medio de Tansillo— explica que estos pensamientos representan las potencias racionales del alma: no son las pasiones inferiores, sino los actos más nobles de la interioridad. Sin embargo, hasta ellos pueden perderse si no reprimen la vista, es decir, la tendencia del alma a dejarse llevar por lo que aparece bello a los ojos o a la mente.

Tansillo aclara que el término vista tiene dos sentidos: puede ser la facultad (la potencia visual, ya sea sensible o intelectual) o el acto de esa facultad. El alma les dice a sus pensamientos que repriman el acto de ver, porque es ese acto el que inicia la cadena del deseo. En otras palabras, ver es el primer paso hacia el amar, tanto en lo sensible como en lo inteligible.

Cicada, en su rol de escéptico reflexivo, plantea una duda filosófica clásica: si el acto de ver no es bueno o bello en sí, sino solo instrumento, ¿por qué lo deseamos? ¿No debería desearse únicamente el fin —lo bello, lo bueno— y no el medio? Tansillo responde con sutileza: sí, se desea el ver no por sí mismo, sino por el bien que permite alcanzar. La vista es deseada por su utilidad como camino hacia lo que verdaderamente es deseable.

Cicada entonces agudiza la cuestión: ¿cómo puede desearse lo que no se ha visto jamás, ni sensible ni inteligiblemente? ¿No es absurdo amar lo que no se conoce? Aquí Tansillo expone una idea profundamente platónica y agustiniana: en el alma humana ya está impresa la capacidad universal de ver y entender todo lo visible y lo inteligible. No deseamos cosas desconocidas en absoluto, sino cosas que no conocemos aún en particular, pero cuya forma general está ya presente en la potencia de nuestras facultades.

Por eso, dice Tansillo, aunque no se haya visto una cosa particular, se la desea como parte de la inclinación natural hacia todo lo bello y lo bueno. En el alma hay un apetito universal por el acto de conocer, que es más fuerte que el conocimiento mismo.

Tensión entre almas y potencias inferiores

Tansillo comienza explicando que no es la figura visible ni la especie inteligible como tal lo que produce el amor, sino el momento en que el alma interioriza esa figura, la transforma en un concepto indivisible, en un bien o en una belleza que ya no se percibe solo con los ojos, sino que se comprende espiritualmente. En ese instante nace el amor verdadero. Por eso, la "vista" que debe reprimirse no es la mera percepción, sino el acto de contemplar y meditar intensamente una imagen que acaba inflamando el deseo.

Cicada, siempre inquisitivo, pregunta entonces por qué, si ya el alma ha comprendido interiormente esa especie bella, persiste el deseo de verla exteriormente. Tansillo responde que esto ocurre porque el amor quiere conservar el objeto amado. Así como el alma quiere mantener en acto la visión interior, también quiere alimentar ese amor por medio de la visión exterior, como si el mirar renovara la llama del afecto. De ahí que la vista (aunque no sea el fin último) es la causa primera y principal del movimiento amoroso.

Luego, en un giro emocional y lírico, la voz del alma habla directamente. El alma se dirige a sus pensamientos, ahora convertidos en “hijos crueles”, que la han abandonado al quedarse con el corazón, junto al objeto amado. Estos pensamientos —que representan las potencias racionales y espirituales— no obedecieron la orden de reprimir la vista y se dejaron encantar por la belleza que contemplaron. El alma, entonces, se siente sola, empobrecida, privada de toda esperanza, convertida en pura potencia sin acto.

Este lamento del alma recuerda los más intensos pasajes de la mística negativa: el alma ha sido despojada de su centro vital (el corazón) y de sus instrumentos (los pensamientos) y se encuentra suspendida en un estado intermedio, entre lo divino que ha perdido y lo terreno que ya no le satisface. Se interroga: ¿Para qué conservar las potencias del cuerpo si sus actos han sido arrebatados? ¿Cómo seguir viviendo si no hay ya pensamientos que alimenten su vínculo con el cuerpo?

Finalmente, el alma invoca un reequilibrio: que se restablezca el comercio armonioso entre cuerpo e intelecto, entre lo sensible y lo inteligible. Que el cuerpo tenga su alimento material y que el intelecto se sacie con objetos espirituales, pero sin que uno excluya al otro. Esto implica que la condición humana debe mantenerse como un compuesto, como una máquina viviente que solo funciona si alma y cuerpo cooperan. En caso contrario, si el alma se entrega exclusivamente al deseo de lo divino sin cuidar su unión con la materia, el resultado no será una elevación total, sino una disgregación, una especie de muerte prematura.

Rebelión del cuerpo contra el intelecto

La escena está centrada en el conflicto entre las potencias espirituales (el intelecto y la razón) y las potencias sensibles y vitales (el cuerpo, los sentidos, el apetito). El alma advierte que el intelecto ha privado al sentido de su alimento, es decir, ha anulado la experiencia sensible en nombre de una aspiración abstracta y excesivamente idealizada. Por su parte, el sentido se defiende: desea vivir conforme a sus propias leyes, que son naturales y legítimas, y no ser absorbido por una racionalidad que lo ignora o desprecia.

Bruno propone aquí una visión profundamente armonicista: no hay verdadera unidad donde una parte domina tiránicamente a la otra. La armonía no se produce por la anulación de las diferencias, sino por su justa proporción. Por eso dice que el espíritu debe vivir según la ley del espíritu, la carne según la ley de la carne, y la razón según la ley de la razón. El error se produce cuando una parte, incluso el intelecto, pretende absorber todo el ser y convertirlo en reflejo de sí misma, generando un desequilibrio fatal.

La analogía de los pensamientos que abandonan su casa —el cuerpo— para ir tras el objeto inteligible revela cómo incluso las facultades más elevadas pueden pecar de exceso, olvidando su responsabilidad hacia la totalidad del ser. Es decir, Bruno no defiende aquí un espiritualismo unilateral: critica con firmeza a quienes, persiguiendo el “néctar de los dioses” (la contemplación pura), desdeñan lo que les es natural, lo que la vida presente les ofrece, y así ponen en riesgo la existencia concreta, su equilibrio vital.

Este gesto de desprecio por la vida sensible y corporal no es solo un error filosófico, sino una violación de la ley natural, que prescribe a cada ser vivir conforme a su condición. Bruno recupera una máxima proverbial para subrayarlo: «Desdeñará el cielo dar el bien segundo / A quien no sabe apreciar el don primero». Esto significa que quien no sabe valorar lo que se le da aquí y ahora —el cuerpo, la vida, la experiencia sensible—, no merece aspirar al bien superior de lo divino.

Finalmente, los pensamientos que habían abandonado al alma retornan. Pero no lo hacen para someterse otra vez, sino para anunciar una nueva rebelión: ya no quieren seguir subordinados a un alma que desprecia la vida sensible. Ahora son ellos quienes arrastrarán al alma entera tras de sí, mostrándole que no pueden —ni deben— permanecer escindidos.´

Alma y destino

Tansillo señala el siguiente poema:

¿Cuándo querrá el destino que remonte el monte,
Que para mi deleite me lleve hasta altas puertas
Que hacen esas raras bellezas accesibles
y mi tenaz dolor conforte fuerte?

¿Quién mis miembros divididos une
y a mis desfallecidas potencias de la muerte priva?
Más que su rival valdrá mi espíritu
Si asciende a donde ya el error no asalta,

Si alcanza la meta a la que tiende,
Si sigue en su ascenso al alto objeto,
y si prende ese bien que uno solo posee,

Por el que son tantas faltas enmendadas,
Por quien ser feliz tanto complace,
Como dice quien todo lo predice.

En el poema citado (“¿Cuándo querrá el destino que remonte el monte...”), el sujeto lírico se presenta en un estado de desmembramiento, de fragmentación interna. Su alma, escindida por el anhelo del bien supremo y el peso del mundo material, clama por ser reintegrada. Ese “monte” que desea remontar representa la cima de la contemplación, la cumbre de la inteligencia divina. Anhela llegar a las “altas puertas” que abren el acceso a las realidades eternas y sublimes, pero reconoce que aún está sujeto a una condición doliente.

La imagen de los miembros separados que han de ser unidos alude tanto a una disolución psíquica como al desarraigo espiritual que padece quien ha visto lo eterno pero aún vive entre lo transitorio. El amor —en su forma heroica— aparece aquí como la fuerza que puede reunir los fragmentos, unir lo disperso, reanimar lo que parecía condenado a la muerte. El alma aspira a elevarse más allá del “error”, del dolor y del olvido, y busca alcanzar ese único bien que por sí mismo se basta, que no participa de otro, porque es el bien absoluto.

La imagen de los miembros separados que han de ser unidos alude tanto a una disolución psíquica como al desarraigo espiritual que padece quien ha visto lo eterno pero aún vive entre lo transitorio. El amor —en su forma heroica— aparece aquí como la fuerza que puede reunir los fragmentos, unir lo disperso, reanimar lo que parecía condenado a la muerte. El alma aspira a elevarse más allá del “error”, del dolor y del olvido, y busca alcanzar ese único bien que por sí mismo se basta, que no participa de otro, porque es el bien absoluto.

El final nos dice que si el alma logra fundirse con ese bien —ese Uno del que hablaba Plotino, ese Principio divino del que toda realidad emana—, entonces podrá participar de una dicha que ya no es solo una emoción, sino un modo de existencia divina, donde “decir y hacer” coinciden, donde “ordenar” es “crear”. Así, el sujeto amado no es una criatura, ni una forma sensible, sino el mismo Ser que sostiene el universo.

Por último, Cicada concluye señalando que este movimiento circular del alma —su ida y retorno, su caída en la materia y su ascenso a lo inteligible— es precisamente el ritmo de la naturaleza misma, el “vértigo de su rueda”. Esta referencia a la “rueda” (quizá inspirada en la Rueda de la Fortuna, pero también en el eterno retorno neoplatónico) refuerza la idea de que el amor heroico no es una excepción a la ley natural, sino su más alta manifestación, su cumplimiento último.

Conclusión

Los Heroicos Furores de Giordano Bruno es una obra en la que el amor se eleva desde el deseo sensible hasta convertirse en impulso divino, en fuerza que arrebata al alma hacia la contemplación de lo eterno. El furor, lejos de ser un extravío, es aquí una locura sagrada que permite al alma deshacerse de los lazos de la materia y del ego, para arder en el fuego del conocimiento y la belleza supremas. Amar —en su sentido más alto— es transformarse, consumirse sin extinguirse, hasta dejar de ser uno mismo y devenir luz. En esta ascensión heroica, el dolor es guía, el deseo es ala, y la locura, el precio y la prueba del despertar.

martes, 20 de mayo de 2025

Derecho divino de los reyes



Derecho Divino de los Reyes

El derecho divino de los reyes es una doctrina político-teológica que sostiene que la autoridad del monarca proviene directamente de Dios, y no del consentimiento del pueblo. Bajo esta concepción, el rey es considerado el representante de Dios en la Tierra, por lo que su poder es sagrado, absoluto y no puede ser cuestionado por los súbditos ni por instituciones humanas, como parlamentos o jueces.

Imagina un mundo donde desafiar al rey no solo era un crimen, sino un pecado. Donde la corona no se heredaba solo por sangre, sino por mandato celestial. Donde desobedecer una orden real era, en última instancia, desobedecer a Dios. Así nació y se consolidó el derecho divino de los reyes: una doctrina poderosa que transformó al monarca en una figura casi sagrada, ungida no por el pueblo, sino por la voluntad del cielo. En el corazón del absolutismo europeo, esta idea justificó imperios, silenció disidencias y convirtió la obediencia en virtud teológica. Pero ¿qué fundamentos sostenían semejante creencia? ¿Y cómo fue que esta “voluntad divina” comenzó a desmoronarse bajo el peso de la razón, la rebelión y la filosofía?

Orígenes

Zoroastrismo

En el zoroastrismo, una de las religiones más antiguas del mundo, surgida en Persia hacia el siglo VI a.C., también existe una concepción de autoridad vinculada a lo divino, pero el “derecho divino” del rey en esta tradición tiene características muy particulares, diferentes del modelo judeocristiano y del absolutismo europeo posterior.

En el zoroastrismo, Ahura Mazda es el Dios supremo, fuente de todo bien, orden y verdad (asha). El soberano persa —especialmente bajo el Imperio Aqueménida (Ciro, Darío, Jerjes)— se consideraba elegido y protegido por Ahura Mazda, tal como lo expresan las inscripciones reales.

Por ejemplo, Darío I escribe en la Inscripción de Behistún:

“Por la voluntad de Ahura Mazda soy rey. Ahura Mazda me dio el reino.”

Este lenguaje refleja una legitimación divina del poder, en el sentido de que el rey gobierna por un mandato sagrado y no por elección humana. Su autoridad está ligada directamente al orden cósmico establecido por Ahura Mazda.

El monarca no es solo gobernante político, sino guardián del orden moral y cósmico, es decir, del asha. Esto lo convierte en una figura religiosa también: debe luchar contra el druj (la mentira, el caos, el mal), colaborando con el plan divino.

Por tanto, el derecho a gobernar no es absoluto ni arbitrario, sino que depende de su fidelidad a los principios del zoroastrismo: verdad, justicia, pureza y sabiduría.

Una idea central en el derecho sacral del rey persa es la khvarenah (o farr en persa medio), que puede traducirse como "gloria", "aura divina" o "resplandor de legitimidad". Esta es una fuerza espiritual que emana de Ahura Mazda y acompaña al verdadero rey. Si el soberano se vuelve injusto, puede perder el khvarenah y con ello, su derecho al trono.

En el Imperio Sasánida (224–651 d.C.), el zoroastrismo se institucionaliza como religión oficial del Estado, y la figura del rey se vuelve casi sacerdotal. El shāhān shāh (“Rey de Reyes”) es presentado como vicario de Ahura Mazda en la Tierra, defensor de la fe y ejecutor de la ley sagrada (dāta).

Sin embargo, incluso en este contexto, la monarquía sigue siendo responsable ante lo divino y puede ser juzgada por su fidelidad a los principios éticos del zoroastrismo.

Este concepto establece un tipo de mandato divino condicional, parecido al “mandato del cielo” en la filosofía política china: si el rey actúa contra el orden cósmico, pierde su legitimidad.

Antiguo Testamento

El Antiguo Testamento presenta una teología del poder donde la realeza proviene de Dios, pero nunca es absoluta ni incondicional. El rey debe obedecer la Ley, someterse a los profetas, y vivir conforme a la voluntad divina.

El texto clave es 1 Samuel 8–10, donde el pueblo de Israel pide un rey “como las demás naciones”. Dios accede, pero advierte a través del profeta Samuel que el poder del rey será opresivo:

“No han rechazado a ti, sino a mí, para que no reine sobre ellos”

(1 Sam. 8:7)

Dios permite la instauración de la monarquía, pero la presenta como una concesión, no como una institución ideal. Sin embargo, cuando se elige a Saúl y luego a David, se dice que fueron ungidos por mandato divino, mediante un profeta y con unción sagrada. Esto establece un principio importante: el rey gobierna por elección divina, no popular.

David es elegido para reemplazar a Saúl y se convierte en el modelo ideal de rey:

“Y dijo Yahveh: Levántate y úngelo, porque este es.” 

(1 Sam. 16:12)

Dios hace con David una alianza perpetua, prometiéndole un linaje eterno:

“Y afirmaré su trono para siempre.”

(2 Sam. 7:13)

Sin embargo, incluso David es castigado por sus pecados (el caso de Betsabé y Urías), lo que muestra que la elección divina no exime de responsabilidad moral.

Sorprendentemente, el profeta Isaías llama al rey persa Ciro “ungido de Yahveh”, aunque no es israelita ni adora al Dios de Israel:

“Así dice Yahveh a su ungido, a Ciro [...] Yo te ceñiré, aunque tú no me conoces.” 

(Isaías 45:1–5)

Este pasaje sugiere que Dios puede usar a reyes extranjeros para cumplir sus fines, reforzando la idea de que la soberanía política está subordinada al plan divino, no al linaje o religión del monarca.

Griegos

En la Ilíada y la Odisea, los reyes (como Agamenón, Ulises o Héctor) son héroes guerreros y jefes tribales que muchas veces afirman que su autoridad viene de los dioses:

“Agamenón es pastor de pueblos, elegido por Zeus”
(Ilíada, II.243)

Esta idea implica que la autoridad tiene un carácter sagrado, pero no hay una doctrina jurídica ni teológica elaborada. El poder depende también de la virtud personal, el carisma, y la capacidad de liderazgo. Cuando el rey comete errores (como Agamenón al ofender a Aquiles), su poder se debilita.

La tragedia Antígona (siglo V a.C.) muestra un conflicto entre el rey Creonte (que representa la ley del Estado) y Antígona, quien apela a una ley superior: la ley no escrita de los dioses.

No fue Zeus quien proclamó esa ley, ni la Justicia que vive con los dioses subterráneos.”
(Antígona, v. 450)

Aquí se afirma que el poder del rey no es absoluto: está subordinado a una justicia divina y universal. Es uno de los antecedentes más importantes del derecho natural.

Platón rechaza la democracia ateniense como degenerada y propone en La República una aristocracia espiritual, gobernada por los reyes-filósofos. No son ungidos por un dios, sino que su poder deriva de su conocimiento del Bien, que es la idea suprema.

“Hasta que los filósofos sean reyes, o los reyes verdaderamente filósofos, no cesarán los males en las ciudades.”
(República, V.473d)

El gobernante ideal debe gobernar conforme al orden racional del cosmos, lo que tiene resonancias casi religiosas, pero no hay una justificación teológica de su poder, sino epistemológica.

Aristóteles, en su Política, examina distintos regímenes, incluida la monarquía. Reconoce que un rey puede ser útil, pero sólo si gobierna conforme a la razón y la ley, y no como dueño, sino como servidor del bien común.

“El que gobierna conforme a la ley es el verdadero gobernante.”
(Política, III.16)

Aristóteles defiende una visión racional y teleológica del poder, donde la ley está por encima del gobernante. La monarquía absoluta, que gobierna según la voluntad del rey, se considera peligrosa y cercana a la tiranía.

Los estoicos, como Zenón de Citio, Cicerón (más tarde en Roma), y Epicteto, desarrollan una idea muy influyente: existe una ley natural universal, racional y divina, que rige el cosmos y a todos los seres humanos.

El verdadero gobernante debe ajustarse a esta ley cósmica, no imponer su propia voluntad. El ideal estoico es más bien un sabio guiado por la razón y el logos, no un monarca divinamente instituido.

Roma

Durante el período monárquico, los reyes de Roma —como Rómulo, Numa o Tarquinio— ejercían tanto el poder político como el religioso. El rey era:

  • Pontífice supremo (hasta que se crea el cargo separado).

  • Intermediario entre los dioses y la ciudad.

  • Responsable del calendario, los ritos y los augurios.

El rex era elegido por el pueblo y sancionado por los dioses mediante auspicia, es decir, se requería una señal divina (auspicio favorable) para validar su elección.

Esto no es aún un "derecho divino" en sentido estricto, pero sí muestra que el poder del rey necesitaba aprobación religiosa, lo que se asemeja a una legitimación sacra del poder.

Con la caída de la monarquía, Roma establece la República, donde el poder se divide, limita y somete al control de la ley y de las magistraturas.

  • Los cónsules, pretores y demás magistrados ejercen autoridad (imperium), que debía ser legitimada por auspicios divinos.

  • El cargo de pontífice máximo (pontifex maximus) se separa del poder político, aunque muchos magistrados mantenían funciones religiosas.

  • La ley de las XII Tablas y el sistema jurídico republicano subordinaban el poder a la ley (lex), no a una autoridad divina directa.

En esta etapa, aunque la religión sigue siendo fundamental en la vida pública, no hay una noción de que el gobernante tenga un derecho divino absoluto. Más bien, se enfatiza la legalidad, la rotación y el control.

Con Augusto comienza una transformación radical. El emperador se convierte en el centro del poder absoluto, y se desarrolla un culto imperial:

  • Augusto no se proclama dios, pero es llamado “hijo del divino Julio” (Divi filius).

  • Tras su muerte, es divinizado por el Senado.

  • Los emperadores posteriores son deificados oficialmente después de morir, y en Oriente incluso en vida (dominus et deus, “señor y dios”, como Domiciano).

El emperador es presentado como protegido y elegido por los dioses, y su autoridad se vuelve cuasi sagrada, especialmente en el plano simbólico, moral y político.

Aquí se comienza a perfilar una doctrina sacral del poder imperial, donde la autoridad del emperador se considera parte del orden cósmico y querido por los dioses.

Autores como Cicerón o Livio aún defendían la república y la subordinación del poder a la ley, pero más adelante juristas imperiales como Ulpiano y Papiniano comienzan a establecer que:

“Quod principi placuit legis habet vigorem”
(“Lo que agrada al príncipe tiene fuerza de ley”)
Digesto, 1.4.1.

Esta fórmula representa el paso decisivo: ''el emperador ya no sólo interpreta la ley, sino que su voluntad es ley''. Esto será crucial para el pensamiento político medieval.

Con la conversión de Constantino (siglo IV d.C.) y el Edicto de Milán (313), el emperador cristiano comienza a ser visto como instrumento de Dios en la Tierra.

  • Teólogos como Eusebio de Cesarea presentan a Constantino como un “rey-pastor elegido por Dios”.

  • El emperador ya no solo es divus tras la muerte, sino vicario de Cristo en la Tierra.

Esta visión cristianizada del emperador romano se proyectará luego en el Sacrum Imperium (Imperio romano-germánico) y en la idea del derecho divino de los reyes en la Edad Media.

Nuevo testamento

Este es el pasaje más citado por quienes defienden la idea de que el poder político tiene origen divino:

“Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que existen, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste.”
(Romanos 13:1–2)

San Pablo escribe esto bajo el Imperio Romano, un régimen pagano y muchas veces hostil a los cristianos. No justifica todos los actos de los gobernantes, pero enseña que la autoridad política cumple un rol providencial: mantener el orden, castigar al malhechor y favorecer el bien.

Sin embargo, esta sumisión no es absoluta: los primeros cristianos aceptaban sufrir persecución antes que adorar al emperador o negar a Cristo. Es decir, la obediencia al Estado tiene un límite: la fidelidad a Dios.

En el juicio ante Pilato, Jesús afirma claramente:

“No tendrías autoridad alguna contra mí, si no te fuese dada de arriba.”
(Juan 19:11)

Jesús reconoce que el poder de Pilato (y por extensión del Imperio) existe por voluntad de Dios, pero no legitima sus actos injustos. Este versículo refuerza la idea de que Dios permite el poder político, incluso cuando es usado de forma injusta, dentro de su providencia.

Cuando los apóstoles son perseguidos por predicar, Pedro responde:

“Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.”
(Hechos 5:29)

Este principio establece un límite moral a la autoridad civil. Si una ley humana contradice la ley de Dios, el cristiano debe seguir a Dios, aunque le cueste la vida.

El apóstol Pedro exhorta a los creyentes:

“Someteos a toda institución humana por causa del Señor [...] Honrad a todos, amad a los hermanos, temed a Dios, honrad al rey.”
(1 Pedro 2:13–17)

Pedro repite la enseñanza paulina: el cristiano no es un revolucionario, sino un ciudadano pacífico. Pero el sometimiento se da “por causa del Señor”, lo que indica que no se trata de obediencia ciega, sino orientada al bien común y a la gloria de Dios.

El libro del Apocalipsis, escrito en un contexto de persecución, presenta una crítica radical al poder imperial romano:

El Imperio es figurado como una bestia que exige adoración (Ap 13), y Babilonia, símbolo de Roma, aparece como una ciudad corrompida y condenada por Dios (Ap 17–18).

Aquí el poder político no es sacralizado, sino denunciado cuando se vuelve tiránico e idolátrico. El verdadero Rey es Cristo, el Cordero, cuya soberanía se manifestará en el juicio final.

Edad Media

Durante la Edad Media, la idea del derecho divino de los reyes comenzó a tomar forma más sistemática, aunque con importantes matices según la época, el lugar y las tensiones entre el poder espiritual (Iglesia) y el poder temporal (monarquía). A lo largo del período, esta doctrina evolucionó desde la teocracia cristiana del Imperio romano cristianizado hasta la monarquía sacral del absolutismo, pasando por momentos de fuerte tensión entre emperadores y papas.

Con la conversión de Constantino (313 d.C.) y el surgimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio romano, el emperador es visto como un instrumento de Dios, defensor de la fe y del orden.

Ejemplo: Eusebio de Cesarea, en su Vida de Constantino, describe al emperador como “vicario de Dios” y “reflejo de la luz divina sobre la Tierra”.

Aquí se siembran las bases del derecho divino: el gobernante cristiano es elegido por la Providencia para regir al pueblo conforme a la voluntad de Dios.

San Agustín de Hipona

San Agustín, en La Ciudad de Dios (426), reconoce que toda autoridad proviene de Dios, pero también afirma que los reinos humanos son pasajeros y pueden ser instrumentos del pecado o de la justicia, según cómo se ejerza el poder.

“¿Qué son los reinos sin justicia sino grandes bandas de ladrones?” 

(De civitate Dei, IV, 4)

Agustín no justifica el poder político como absoluto ni sagrado, sino como una herramienta que puede ser usada por Dios, pero que debe someterse a la civitas Dei.

Ahora bien, San Agustín interpreta el famoso pasaje de Romanos 13:1:

“No hay autoridad sino de parte de Dios, y las que existen, por Dios han sido instituidas.”

Esto lo lleva a afirmar que toda autoridad (potestas), sea civil o religiosa, tiene su fundamento último en la soberanía divina. Pero esta afirmación tiene dos implicancias fundamentales:

  • Dios puede permitir la existencia de autoridades injustas como castigo o corrección.

  • El poder humano debe ser ejercido conforme a la justicia divina, o pierde su legitimidad.

Para Agustín, el cristiano debe obedecer las leyes humanas, siempre que no contradigan la ley de Dios. Cuando hay conflicto, prevalece la obediencia a Dios.

Reinos

Con Carlomagno (coronado en el año 800 por el papa), surge la idea del Sacrum Imperium: una cristiandad unificada bajo dos poderes:

  • El espiritual (Papa): guía a las almas.

  • El temporal (Emperador o rey): protege el orden civil.

La doctrina de las “dos espadas” (Lucas 22:38) fue interpretada por los papas como indicio de que ambas autoridades proceden de Dios, pero la espiritual tiene primacía.

Esta idea será desarrollada por Inocencio III y Bonifacio VIII, quienes sostendrán que el poder real deriva del papa (no directamente de Dios), lo que generará grandes conflictos (como con Felipe IV de Francia).

En los reinos cristianos medievales, especialmente Francia e Inglaterra, la consagración real (unción con óleo sagrado) tenía un carácter litúrgico similar al de un sacramento.

En Francia, el ritual incluía la “Sainte Ampoule”, un frasco supuestamente enviado por el cielo. Según la tradición, fue enviado milagrosamente por una paloma durante el bautismo de Clodoveo I por san Remigio en el siglo V. Esta ceremonia se realizaba en la catedral de Reims y tenía un profundo significado religioso y político, ya que el uso de este aceite consagraba al rey como elegido de Dios, reforzando la doctrina del derecho divino. La unción, realizada en forma de cruz sobre diversas partes del cuerpo del monarca, simbolizaba que su autoridad no provenía del pueblo ni de las leyes humanas, sino directamente de Dios.

Se comienza a forjar la imagen del rey como “Christus Domini” (el ungido del Señor), una figura sagrada e inviolable, aunque no divina.

Esto se reflejaba también en los títulos:

  • Rex Dei gratia” – Rey por la gracia de Dios.

  • Vicarius Christi in temporalibus” – Vicario de Cristo en lo temporal (reivindicado por algunos monarcas).

El concepto de rey de gratia (del latín rex de gratia Dei) significa "rey por la gracia de Dios", y es una fórmula tradicional que expresa que el monarca ejerce su poder como un don divino, no por elección del pueblo ni por contrato, sino por designio y legitimación divina. Esta fórmula fue común en los títulos reales medievales y modernos, como por ejemplo: "Carlos, por la gracia de Dios, rey de España...".

La expresión “Vicarius Christi in temporalibus” significa “Vicario de Cristo en lo temporal” y fue utilizada para describir la función del rey cristiano como representante de Cristo en los asuntos del mundo terrenal, es decir, en el gobierno civil y político. Esta fórmula no aparece directamente en las Escrituras, pero sí en la teología política medieval y moderna, especialmente en el contexto de las monarquías cristianas absolutistas.

A diferencia del Papa, considerado Vicarius Christi en lo espiritual, el rey sería su equivalente en el plano secular, ejerciendo la autoridad divina en el orden político y social. Este concepto reforzaba el derecho divino de los reyes, pues presentaba al monarca no solo como ungido de Dios, sino como instrumento de la voluntad divina en la administración de justicia, la guerra, el orden y la ley.

Fue especialmente relevante en Francia y España, donde los reyes se veían a sí mismos como protectores de la fe, e incluso como jueces en causas eclesiásticas cuando se trataba de mantener el orden público.


Santo Tomás de Aquino

En su obra De regno (Sobre el gobierno de los príncipes), Santo Tomás sostiene que la monarquía es la forma de gobierno más perfecta, porque es más ordenada y unificada, al tener un solo principio rector que puede guiar al pueblo hacia el bien común.

“Es manifiesto que el régimen de uno es el mejor [...] si gobierna ordenadamente por el bien común.”
(De regno, I, 2)

Sin embargo, esta monarquía debe estar siempre orientada al bien común, y si el rey se desvía de esa finalidad, su gobierno degenera en tiranía.

Tomás admite que si el monarca se convierte en tirano —es decir, gobierna para su propio interés y no para el bien común—, el pueblo tiene derecho a resistirlo o incluso deponerlo si hay autoridad legítima que lo haga.

“Si no se puede encontrar otro remedio contra el tirano, queda al pueblo el derecho de derrocarlo.”

(De regno, I, 6)

Esta idea va abiertamente contra la teoría del derecho divino absolutista, que prohibía cualquier resistencia al rey.

Durante la Edad Media hubo fuertes tensiones entre monarcas y papas, lo que llevó a posicionamientos enfrentados sobre el origen del poder real:

  • Papas (como Bonifacio VIII) defendían que todo poder viene de Dios, pero pasa por el papa (Unam Sanctam, 1302).

  • Monarcas (como Felipe IV de Francia) defendían que el rey recibe el poder directamente de Dios, sin mediación eclesiástica.

De estos conflictos surgirá la afirmación más fuerte del derecho divino directo, que será heredada por el absolutismo moderno.


Renacimiento

Durante el Renacimiento (siglos XV–XVI), el orden político y religioso de la Edad Media comienza a desmoronarse. El poder papal se debilita tras el Cisma de Occidente (1378–1417) y se fractura con la Reforma Protestante. El Sacro Imperio Romano Germánico entra en crisis por la fragmentación interna, y al mismo tiempo se consolidan los Estados nacionales, como Francia bajo los Valois y luego los Borbones, España con los Reyes Católicos y los Austrias, e Inglaterra con los Tudor. En este contexto, el monarca se convierte en el símbolo de la unidad nacional, y se le atribuye una autoridad suprema e indivisible dentro de sus fronteras, abriéndose paso a la idea de la monarquía absoluta.

La idea del derecho divino de los reyes se formula con mayor claridad en esta época. Se comienza a sostener que el rey no recibe el poder del pueblo ni necesita mediación eclesiástica, sino directamente de Dios. Por tanto, su autoridad es inapelable. Se generaliza la idea de que el rey es vicario de Dios en la Tierra, como expresará más tarde Jean Bodin. El lenguaje religioso se intensifica en la corte: en Francia, los reyes son ungidos en Reims con una ampolla sagrada, y se los considera incluso capaces de sanar enfermedades por contacto. 

Jean Bodin

Jean Bodin define la soberanía como el poder absoluto y perpetuo de una República, que no está sujeto a ninguna autoridad superior salvo a la ley divina y natural. Este concepto es el núcleo de su teoría política y jurídica, y distingue claramente la soberanía de cualquier forma de poder temporal o delegado. Según Bodin, la soberanía reside en la capacidad de dictar leyes, modificarlas o derogarlas, y ejercer autoridad sin depender del consentimiento de los súbditos.

El poder absoluto del soberano permite gobernar sin estar sujeto a leyes humanas, aunque debe respetar las leyes divinas y naturales. Esto significa que el soberano puede modificar leyes civiles cuando lo considere necesario para el bienestar público, pero no puede contravenir los principios de justicia natural ni las normas divinas. La soberanía absoluta no implica arbitrariedad; está orientada a preservar el orden y la justicia en la República

Jacques-Bénigne Bossuet

Aunque no era rey, formuló teóricamente esta doctrina en su libro Política sacada de las Sagradas Escrituras:

“El príncipe debe rendir cuentas solamente a Dios.”

Bossuet fue el gran teórico de la monarquía absoluta en Francia y justificó filosóficamente que el rey solo respondía ante Dios, nunca ante los hombres.

Conclusión

El derecho divino de los reyes fue una doctrina clave del absolutismo, según la cual el poder del monarca provenía directamente de Dios y solo ante Él debía rendir cuentas, como defendieron Jacobo I, Luis XIV y sistemáticamente Bossuet. En el protestantismo, especialmente en el anglicanismo y el luteranismo, esta idea también fue adoptada, mientras que el calvinismo permitió cierta resistencia al tirano. En contraste, Maquiavelo rompió con esta visión al proponer una política secular basada en la virtud y la razón de Estado, marcando así el inicio del pensamiento político moderno.