miércoles, 14 de julio de 2021

Nicolás Maquiavelo - El arte de la guerra (Libro Séptimo) (1520)

Finalmente, hemos llegado al último libro del arte de la guerra, texto que nos ha guiado en la practicidad y la teoría de la guerra de acuerdo con Nicolás Maquiavelo. Esta vez hablaremos tanto de cosas defensivas como ofensivas, podríamos decir que este último libro nos muestra las últimas conclusiones de forma miscelánea. También, Fabrizio, quien será nuestro guía nuevamente, establecerá las claras diferencias entre los gobiernos actuales y los regímenes de la antigüedad.

Referencias:

(1) En los ''Discursos sobre la primera década de Tito Livio'', Maquiavelo ya había reiterado que el dinero no es el nervio de la guerra, sino que más bien es la lealtad del ejército. 


EL ARTE DE LA GUERRA

Libro Séptimo

Protección de las ciudades o plazas

Seguimos con el relato de Fabrizio. Las ciudades y las poblaciones pueden ser fuertes, o por la naturaleza o por el arte. Se encuentran en el primer caso las rodeadas de ríos o pantanos, como Ferrara y Mantua, o las construidas sobre una roca o escarpada montaña, como Mónaco y San Leo, porque las que están en montes de fácil acceso son ahora, por causa de la artillería y de las minas, débiles. Por eso, para hacerlas hoy se escoge una llanura y se emplean los recursos del arte en la construcción de sus defensas.

El primer cuidado del ingeniero es edificar los muros en línea quebrada, es decir, multiplicando los ángulos salientes y entrantes, lo cual impide que se acerque a ellos el enemigo, que puede ser batido de frente y de flanco. Si los muros son demasiados altos, presentan mucho blanco a la artillería, y si son muy bajos se escalan fácilmente. Si se abren fosos delante de ellos para dificultar el escalamiento, el enemigo los rellena, cosa fácil de hacer a un ejército numeroso, y se apodera de las murallas. Creo, por tanto, siempre salvo mejor opinión, que, para evitar ambos inconvenientes, se deben construir las murallas de una determinada altura, con fosos interiores y no exteriores.

La artillería pesada que defiende la ciudad se emplazará en el muro interior que cierra el foso, porque para la defensa del muro exterior, por ser más alto, no se pueden emplear cómodamente sino cañones pequeños o medianos. Si el enemigo intenta el escalamiento, la altura del muro os defenderá fácilmente. Si se ataca con artillería, necesitará primero batir el muro exterior pero como el efecto de las baterías es que caigan los escombros hacia la parte batida, no encontrando foso que los reciba y oculte, sirve la ruina del muro para aumentar la profundidad del foso; de modo que impiden el paso primero los escombros amontonados, después el foso, y por último, la artillería de la plaza, que, desde el muro interior, bate con toda seguridad a los asaltantes, cuyo único recurso será cegar el foso, cosa difícil, no sólo por su gran capacidad, sino por el peligro de acercarse a él, siendo la muralla de ángulos salientes y entrantes, en los cuales, por las razones dichas, no se puede penetrar sin gran riesgo, especialmente teniendo que andar sobre escombros, que forman un obstáculo extraordinario. 

Bautista pregunta si es posible hacer un pozo exterior y Fabrizio responde que sí, pero entre abrirlo al interior o al exterior, entonces es mucho mejor abrirlo interiormente. 

Fosos y murallas

Bautista le pregunta si debieran llenarse de aguas los fosos, pero Fabrizio responde que los fosos llenos de agua garantizan de las minas, y sin agua son más difíciles de cegar. Teniéndolo todo en cuenta, es mejor que estén sin agua, porque son más seguros, y ya se ha visto helarse el agua en ellos durante el invierno, y el hielo, facilitar la toma de una plaza, como sucedió en Mirandola cuando la sitiaba el papa Julio II. Para librarse de las minas, se deben hacer los fosos tan profundos que el enemigo, al horadar por debajo, tropezase con el agua.

Fortificaciones

A los defensores de las plazas fuertes, Fabrizio recomienda que no hagan bastiones fuera y a distancia de las murallas, y a los que construyen castillos, que no edifiquen muros interiores donde pueda refugiarse la guarnición, perdidos los exteriores. El motivo del primer consejo consiste en que nadie debe hacer lo que, sin remedio, daña a la propia reputación, porque, perdida ésta, se desconfía de las demás disposiciones y se atemorizan los comprometidos en la defensa. Esto sucederá siempre al hacer bastiones fuera de la plaza que defendéis, porque siempre se perderán, no cabiendo defensa de estas pequeñas fortificaciones contra el ímpetu de la artillería, y su pérdida será causa y principio de vuestra ruina. 

Cuando Génova se rebeló contra el rey Luis XII de Francia, los genoveses construyeron algunos bastiones en las colinas que rodean dicha plaza; tomados por los franceses en poco tiempo, se apoderaron en seguida de la ciudad.

En cuanto al segundo consejo, Fabrizio afirma que no hay nada más peligroso para un castillo como la posibilidad de retirarse sus defensores, porque la esperanza de los soldados de defenderse en otro puesto cuando es tomado el que ocupan, hace que lo abandonen, y, abandonado, se pierde todo el castillo. 

Reciente ejemplo tenemos de ello en la pérdida del de Forlí, cuando lo defendía la condesa Catalina Sforza contra César Borgia, hijo del papa Alejandro VI, que lo sitió con el ejército del rey de Francia. Tenía aquella fortaleza muchos reductos dispuestos para retirarse de unos a otros. En primer lugar estaba la ciudadela separada del castillo por un foso, de modo que se pasaba al castillo por un puente levadizo. En el castillo había tres recintos rodeados de fosos con agua, y con puentes para el paso. César Borgia batió con la artillería una parte de las murallas. Abierta la brecha y no pensando en defenderla el jefe de la guarnición, Juan de Casale, la abandonó para retirarse a otro reducto. Entraron entonces sin oposición los sitiadores, y en un momento se apoderaron de todo el castillo, por hacerse dueños de los puentes que había entre los reductos.

De acuerdo con lo que entiende Bautista, Fabrizio desprecia las fortalezas pequeñas opinión que va en contra de lo popular. Fabrizio responde que comete grave error quien fíe la defensa en un solo muro y un solo atrincheramiento; y como los bastiones, a menos que pasen del tamaño ordinario, en cuyo caso serían plazas fuertes o castillos, no se hacen de modo que sus defensores tengan retirada, se pierden inmediatamente. Es, pues, lo más atinado renunciar a los bastiones exteriores y fortificar las entradas de la plaza, cubriendo las puertas con revellines de modo que no se pueda entrar y salir en línea recta, y que entre el revellín y la puerta haya un foso con puente levadizo.

Se debe fortificar también ahora las puertas con rastrillos, para que se refugien en ellos los que salen fuera de la plaza a combatir e impedir que, si son rechazados, penetren mezclados con ellos los enemigos en la fortaleza. Estos rastrillos, llamados antiguamente cataratas, se bajan y cierran a los sitiadores el paso, salvando a los que se refugian en la plaza, pues en tales casos es posible valerse del puente y de la puerta, por donde pasan mezclados y en confusión sitiadores y sitiados.

Bautista recuerda los rastrillos, pero no sabe muy bien porque hay una diferencia entre los rastrillos de hoy y del pasado. Fabrizio nos dice que la razón es muy simple: las antiguas eran muy débiles. 

Con el tiempo, los italianos aprendieron a fortificar los rastrillos gracias a los franceses. 

De hecho, los francses, para mayor seguridad de las puertas de sus fortalezas, y en caso de asedio hacer salir y entrar sus tropas fácilmente en la plaza, además de los medios ya referidos, otro que aún no he visto empleado en Italia; consiste en colocar dos postes en el extremo exterior del puente levadizo, y sobre cada uno de ellos poner en equilibrio una viga de modo que la mitad esté sobre el puente y la otra mitad fuera de él. Las vigas en la mitad que cae fuera del puente están unidas con traviesas en forma de enrejado, y al extremo de cada una, en la parte que cae sobre el puente, fijan una cadena.

Cuando desean cerrar el puente por la parte de afuera, sueltan las cadenas y cae toda la parte enrejada de las vigas, cerrando la entrada del puente; y cuando quieren abrirlo, tiran de las cadenas y levantan el enrejado de las vigas, dejando la abertura de la extensión que quieren para el paso de un hombre a pie o a caballo, y cerrándola de pronto, pues las vigas se alzan y se bajan con suma facilidad. Dicho aparato es más seguro que el rastrillo, porque, no cayendo como éste en línea recta, no puede el enemigo impedir su caída con puntales, tal como cabe hacerlo con el rastrillo.

Tales son las reglas que deben observar los que deseen construir una fortaleza. Además, prohibirán construir o plantar árboles en una milla, por lo menos, alrededor de las murallas; de modo que el terreno presente una superficie plana donde no haya ni árboles, ni matorrales, ni calzadas, ni casas que impidan ver a lo lejos y resguarden a los sitiadores de la plaza. Advertid que cuando la fortaleza tiene los fosos por delante de los muros con terraplenes más altos que el terreno circundante es débil, porque estos terraplenes sirven de parapeto al ejército sitiador y no le impiden atacar la plaza, siendo fácil romperlos y dejar espacio a la artillería.

Asaltos y apoderamientos

Se debe, sobre todo, rechazar la primera embestida, con la cual tomaron los romanos muchas plazas, atacándolas por diversos puntos a la vez. Así se apoderó Escipión de Cartago Nova, en España. Si se rechaza este primer asalto, con dificultad se toma la plaza a viva fuerza.

Aun en el caso de apoderarse de las murallas los enemigos y penetrar en el interior de la ciudad, todavía tienen los habitantes medios de defensa, si no se acobardan, pues muchos ejércitos, después de entrar en una plaza, han sido rechazados con grandes pérdidas. Los medios consisten en defenderse desde los sitios elevados y combatir al enemigo desde lo alto de las torres y de las casas. Los recursos de los asaltantes contra este peligro, son: uno, abrir las puertas de la ciudad para que escapen por ellas los habitantes, quienes de seguro aprovecharán la ocasión de huir; otro, hacer correr la voz deque sólo se perseguirá a los que estén con las armas en la mano y que se perdonará a los que las arrojen. Esto ha facilitado la conquista de muchas plazas.

Otro medio de apoderarse sin grandes esfuerzos de una plaza fuerte es atacarla de improviso; lo cual se ejecuta estando distante con el ejército, de modo que no se suponga en ella vuestro propósito de asaltarla o se crea que, por la distancia a que estáis, habrá noticia a tiempo oportuno. En tal caso, si rápida y secretamente lleváis las tropas a dar el asalto, casi siempre alcanzaréis la victoria.

Los sitiados deben también guardarse de las asechanzas y engaños del enemigo, y no fiarse de lo que le vean hacer de continuo, sospechando siempre que lo haga por sorprenderlos después con un cambio que les sea funesto.

Para tomar una plaza fuerte se ha empleado muchas veces el recurso de envenenar las aguas y variar el curso de los ríos; pero con rara ocasión ha producido resultados. Alguna vez se ha conseguido que los sitiados se rindan haciéndoles sabor una victoria alcanzada por los enemigos, o que éstos reciben refuerzos. También en la Antigüedad fueron ocupadas varias plazas por traición, ganando en su favor algunos habitantes, y en este punto emplearon diversos procedimientos; unos enviaron como emisario un fugitivo para que adquiriera autoridad y crédito entre los sitiados y lo emplease en favor de los sitiadores, dándoles a conocer la posición do las guardias y facilitándoles así la toma de la plaza; otros, con diferentes pretextos, han impedido con carros o maderos cerrar las puertas, dando así entrada al enemigo. 

Aníbal persuadió a uno para que le entregase un castillo de los romanos, para lo cual fingió este que salía de caza de noche por temer de día al enemigo, y al volver de la caza entraron con él algunos soldados que mataron a los guardias y entregaron la puerta a los cartagineses.

Un medio de engañar a los sitiados es el de retirarse, cuando hacen salidas de la plaza, a fin de alejarlos de ella. Muchos generales, entre ellos Aníbal, hasta les han dejado ocupar el campamento para poder cortarles la retirada y tomar la población. También se les engaña fingiendo levantar el sitio, como hizo el ateniense Formión, quien, después de arrasar la comarca de Calcis, recibió embajadores de esta plaza, les dio las mayores seguridades, les hizo toda clase de promesas, y, aprovechando su ciega confianza, se hizo dueño de la población.

Deben los sitiados vigilar cuidadosamente a los sospechosos que vivan entre ellos, pero muchas veces se les atrae mejor con beneficios que con castigos. Supo Marcelo que Lucio Brando, de Nola, se inclinaba a favorecer a Aníbal, y le trató tan bondadosa y generosamente que, de enemigo, lo convirtió en el mejor amigo de los romanos.

Más cuidadosos deben ser los sitiados con las guardias cuando el enemigo está distante que cuando está próximo; como también deben custodiar mejor los sitios por donde crean más difícil el ataque, porque se han perdido muchas plazas a causa de asaltarlas el enemigo por los puntos donde menos lo esperaban. Este error nace de dos causas: o de ser el sitio fuerte y creerlo inaccesible, o porque el enemigo finge atacar por un punto con gran estrépito y da por otro silenciosamente el verdadero asalto. Cuiden, pues, con grande atención los sitiados de evitar ambos peligros y a todas horas, especialmente de noche, tener vigilantes guardias en las murallas, no sólo de hombres, sino también de perros fieros y ágiles para que de lejos olfateen al enemigo y con sus ladridos lo descubran.

Actual sistema de ataques

Si se es atacado en una que no tenga fosos interiores, como antes explique, para impedir que el enemigo entre por la brecha que la artillería abra en la muralla (porque es inevitable la rotura del muro con los proyectiles), se necesita, mientras la artillería bate la muralla, abrir un foso por detrás de la parte batida, foso que tendrá, por lo menos, treinta brazos de ancho, y la tierra que de él se saque ponerla entre el foso y la población formando parapeto, que sirve para que el foso resulte más profundo. Es preciso empezar este trabajo con tiempo oportuno para que, al caer la parte de muralla batida, tenga el foso por lo menos cinco o seis brazos de profundidad, e importa, mientras se ahonda, cerrarlo por cada lado con una casamata. Si la muralla es bastante resistente para dar tiempo a hacer el foso, resulta más fuerte la plaza por la parte de la brecha que por las demás, porque el reparo tiene la forma que he recomendado al hablar del foso interior.

Pero si la muralla es débil y no da tiempo a hacer el foso, es indispensable demostrar el mayor valor, oponiéndose con todas las fuerzas disponibles al asalto por la brecha. Esta manera de atrincherarse detrás de las murallas la practicaron los písanos cuando sitiasen su ciudad, porque la resistencia de las murallas les daba tiempo para construir los atrincheramientos y la dureza del terreno facilitaba su construcción. Sin estas dos ventajas, estaban perdidos. Será, pues, una precaución útil hacer los fosos por el interior de los muros y en toda su extensión, como recomendamos anteriormente, porque en este caso se espera al enemigo descansado y con plena seguridad.

Tomábanse en la Antigüedad muchas fortalezas por medio de minas, de dos modos: o haciendo secretamente una excavación hasta el interior de la ciudad y entrando por ella, que es como los romanos se apoderaron de Veyes, o minando las murallas para derribarlas. Este último procedimiento es el preferible, y ocasiona que las ciudades erigidas en las alturas sean débiles por la facilidad de minarlas. Poniendo en las minas pólvora, la explosión no sólo arruina una parte de la muralla, sino que agrieta la montaña y derrumba las fortificaciones por varios puntos. Para impedir esto se construyen las fortalezas en el llano, y los fosos que las rodean se profundizan hasta que el enemigo no pueda pasar con las minas por debajo de ellos sin encontrar agua. Éste es el mejor obstáculo a las minas.

Si la plaza defendida está en una altura, el remedio a las minas es hacer dentro de ella pozos profundos, con los cuales se inutilizan. También son útiles las contraminas cuando se conoce precisamente el sitio de la mina. Este recurso es excelente, pero resulta difícil descubrir el punto por donde va la mina si el enemigo es cauto al hacerla.

Procurarán, sobre todo, los sitiados no dejarse sorprender durante el descanso, como después de un asalto o al terminar las guardias, es decir, al amanecer y al anochecer, y especialmente a la hora de comer, porque en estos momentos han sido asaltadas muchas plazas, y también los sitiados han destruido no pocos ejércitos sitiadores. Preciso, es, pues, que unos y otros estén constantemente en guardia y tengan sobre las armas una parte de sus tropas.

Debo advertir que lo que dificulta la defensa de una plaza fuerte o de un campamento es la necesidad de tener desunidas las fuerzas de los defensores, porque pudiendo el enemigo escoger a su gusto el punto de ataque, preciso es que todos estén custodiados, y, mientras aquél ataca con toda su fuerza, el defensor le resiste con parte de la suya. Además, el sitiado puede ser completamente vencido, mientras el sitiador sólo es rechazado, por lo cual muchas veces los sitiados en una plaza o en un campamento han preferido, aun siendo inferiores en fuerzas, salir a campo raso y combatir y vencer al enemigo. Esto hizo Marcelo en Ñola y César en las Galias. Al ver sus campamentos sitiados por gran número de galos y comprender la imposibilidad de defenderlos (por necesitar subdividir sus fuerzas para atender a todos los puntos de ataque y no poder emplearlas unidas en una impetuosa agresión), abrieron uno de los lados, sacaron por él tenias sus tropas y acometieron tan valerosamente a los sitiadores, que los rechazaron y derrotaron.

Reglas que nunca deben olvidarse

Llegando al final del diálogo, Maquiavelo nos habla de algunas reglas generales que nunca de deben olvidar. 

1.- Cuanto aprovecha al enemigo os perjudica, y viceversa

El que atienda más en la guerra a vigilar los intentos del enemigo y sea más constante en adiestrar su ejército, incurrirá en menos peligros, y con mejor fundamento esperará la victoria.

2.- No llevar jamás las tropas al combate sino después de averiguar sus disposiciones y comprender que van sin miedo y bien organizadas

No las comprometas en una acción sino cuando tengan la esperanza de vencer.

3.- Vale más vencer al enemigo por hambre que con las armas

El éxito de éstas depende más de la fortuna que del valor.

4.- Las mejores resoluciones son las que permanecen ocultas al enemigo hasta el momento de ejecutarlas

5.- Lo más útil en la guerra es conocer las ocasiones y saberlas aprovechar

6.- La naturaleza hace menos hombres valientes que la educación y el ejercicio

7.- En la guerra, vale más la disciplina que la impetuosidad

8.- Los que se pasan del campo contrario al vuestro, si permanecen fieles, son una gran conquista

Porque la fuerza del enemigo disminuye más por la perdida de los que huyen que por la de los que mueren, aunque el nombre de tránsfuga sea sospechoso entre quienes le reciben y odioso para los que deja.

9.- Cuando se ordena un ejercito en batalla, vale más tener detrás de la primera línea bastantes reservas, que desparramar las tropas por aumentar el frente de combate

10.- Difícilmente es vencido quien sabe conocer su fuerza y la del enemigo

11.- Respecto a los soldados, vale más el valor que el número, y a veces aprovecha más la posición favorable que el valor

12.- Las cosas nuevas y repentinas asustan a los ejércitos

Las ordinarias y lentas se estiman poco. Cuando el enemigo es nuevo, conviene que vuestras tropas lo conozcan por medio de algunas escaramuzas antes de empeñar una batalla decisiva.

13.- El que persiga desordenadamente al enemigo, después de derrotado, es porque quiere convertirse de victorioso en vencido.

14.- Quien no prepare las provisiones necesarias de víveres, será vencido sin pelear

15.- Es preciso escoger el campo de batalla según se tenga más confianza en la caballería que en la infantería, o viceversa

16.- Cuando quieras saber si ha penetrado algún espía en el campamento, ordena entrar a todos en sus tiendas

17.- Cambia tus disposiciones cuando adviertas que el enemigo las ha previsto

18.- Aconséjate de muchos respecto a lo que debes hacer, y de pocos en lo que quieres hacer

19.- El orden en los ejércitos se mantiene durante la paz con el temor y el castigo, y en la guerra, con la esperanza y los premios

20.- Los buenos generales sólo entablan batallas cuando la necesidad les obliga o la ocasión los llama

21.- Procurad que el enemigo no sepa vuestro orden de batalla, y cualquiera que ésto sea, haced que la primera línea pueda refugiarse en la segunda y ésta en la tercera

22.- Durante la lucha, no ordenéis a un batallón otra cosa que aquello a que está destinado

Porque esto produce incertidumbre y desorden.

23.- Los accidentes imprevistos se remedian con dificultad; los previstos, fácilmente.

24.- Los hombres, las armas, el dinero y el pan, son el nervio de la guerra(1)

Pero de estos cuatro elementos, los más necesarios son los dos primeros, porque los hombres y las armas encuentran el dinero y el pan; pero el pan y el dinero no encuentran armas y soldados.

25.- E1 rico desarmado es la recompensa del soldado pobre

26.- Acostumbrad a vuestros soldados a despreciar las comidas delicadas y los trajes lujosos

Estas son a grandes rasgos, todas las máximas que Fabrizio recomienda a aquellos que planean hacer una guerra.

Cualidades de un buen general

A gusto de Fabrizio, se deben inventar recursos oportunos, porque sin inventiva nadie puede llegar a ser grande hombre en su profesión, y si la invención honra en todas las cosas, en el arte militar es honrosísima; tanto, que los escritores celebran hasta inventos de poca monta, como se ve que alaban a Alejandro Magno que, para levantar el campo rápidamente, no daba la señal con las trompetas, sino poniendo un gorro sobre una lanza. 

Asimismo se le alaba por haber ordenado a sus soldados que, al atacar el enemigo, arrodillasen la pierna izquierda para contener con mayor seguridad su empuje, y, alcanzada la victoria por este medio, tanto se le elogió, que todas las estatuas elevadas en su honor se ponían en esta actitud.

De todas las instituciones humanas, las militares son las que más se prestan a restablecer las reglas antiguas, pero sólo por príncipes de Estados tan importantes que puedan poner sobre las armas quince o veinte mil jóvenes. Por otra parte, ninguna reforma es más difícil a los que no pueden reunir tales fuerzas. Para que se entienda mejor el pensamiento,  los generales llegan por dos caminos a ser lamosos: unos han realizado grandes cosas con tropas organizadas y disciplinadas, como la mayoría de los generales romanos, y de otros países que mandaron ejércitos, sin más trabajo que el de mantener la disciplina y guiarlos con acierto; otros, antes de ir contra el enemigo, se han visto precisados a organizar y disciplinar las tropas que habían de llevar a sus órdenes, y éstos son dignos, sin duda, de mayor alabanza que los autores de grandes empresas con ejércitos anteriormente formados y organizados. 

Entre los que han tenido que formar sus ejércitos cabe citar a Pelópidas, Epaminondas, Tulio Ostilio, Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro, Ciro, rey de Persia, y el romano Sempronio Graco. Todos estos se vieron obligados a formar el ejército antes de combatir con él; todos pudieron organizarlo no sólo por sus excelentes dotes, sino por tener súbditos en número suficiente para ejecutar sus designios. Por grande que fuera su talento y habilidad, jamás hubieran conseguido buen éxito en un país extranjero, lleno de hombres corrompidos, no acostumbrados a ninguna honrada obediencia, ni a nada digno de alabanza.

No basta hoy en Italia saber mandar un ejército organizado; es necesario, primero, saberlo hacer y después, saberlo mandar. Esto sólo es posible a los soberanos de extensos Estados y numerosos súbditos; no a mí, que siempre he mandado y mandaré soldados sometidos a un poder extranjero e independientes de la voluntad.

Gobernados por príncipes ignorantes, los italianos no han podido adoptar ninguna buena institución militar, y no obligándoles, como a los españoles, la necesidad, tampoco han sabido organizarse por sí mismos, llegando a ser vituperio del mundo.

Conclusión

Hemos llegado al final de este gran libro que es el arte de la guerra, y finaliza con un Maquiavelo más bien pesimista con respecto a la Italia de aquella época. Este texto servirá para los príncipes, por ejemplo a Mauricio de Orange-Nassau y Gusstavo II Adolfo de Suecia, y de hecho, todas las guerras antes de las guerras napoleónicas aplicarán estas mismas técnicas de guerra. Sin duda, un gran legado el que nos deja el filósofo florentino. 

martes, 13 de julio de 2021

Nicolás Maquiavelo - El arte de la guerra (Libro Sexto) (1520)

Nos vamos acercando al final de esta magna obra de Nicolás Maquiavelo, la cual nos ha aportado grandes conocimientos en la guerra y en su organización. Ya que hemos hablado ampliamente de los aspectos estructurales de la guerra, falta hablar de aquellos aspectos específicos o más bien, los detalles que se suscitaran en una guerra. Parece ser que conforme vamos estudiando más a los antiguos, más nos quedamos con su sabiduría y éxito. Maquiavelo sigue pensando que la actualidad le debe mucho a la antigua Roma. 

EL ARTE DE LA GUERRA

Libro Sexto

¿Cómo deben ser los campamentos? Griegos y romanos

Para iniciar este diálogo, ya nos Zanobi quien nos servirá de entrevistador, sino que más bien Bautista. 

Siguiendo con nuestro interlocutor que es Fabrizio, este nos dice que el campamento debe ser fuerte y estar bien dispuesto: fuerte lo hace el sitio y el arte; bien organizado, el talento del general. Los griegos buscaban posiciones naturalmente fortísimas, y no lo establecían sin estar apoyado en un despeñadero o cauce de río, o bosque, o cualquier otro reparo que lo defendiera. Los romanos confiaban más en el arte que en la naturaleza, y jamás acampaban en sitio donde no pudieran desplegar, con arreglo a su ordenanza, todas sus fuerzas.

De aquí que tuvieran siempre la misma forma de acampar, porque nunca la supeditaban al terreno, sino éste a aquélla; cosa imposible a los griegos, quienes, ajustándose al sitio y variando éste de condiciones por necesidad, alteraban la manera de acampar y la forma de los campamentos. Los romanos suplían con el arte la falta de fuerza natural de la posición ocupada, y como en estas explicaciones me he propuesto imitar a los romanos, lo haré también en la manera de acampar, no copiando todas sus disposiciones, sino las que juzgo apropiadas a estos tiempos.

En todas las batallas ponían las legiones romanas en el centro, y las tropas auxiliares, en los flancos. Lo mismo hacían al acampar, como habréis leído en los escritores que se ocupan de estos asuntos. Por esto no explicaré sus campamentos, sino que diré cómo acamparía ahora mi ejército, y así advertiréis lo que adopto del método romano.

Para acampar un ejército completo de veinticuatro mil infantes y dos mil caballos útiles, dividido en cuatro brigadas, dos de mis propios súbditos y otras dos de tropas auxiliares, se debe hacer lo siguiente: 

  1. Encontrado el sitio donde quiera establecer el campamento
  2. Enarbolar la bandera capitana y, tomándola por centro, será trazado un cuadro, cuyos lados estarán alejados entre sí cincuenta brazos, mirando a las cuatro partes del cielo, es decir, a Levante, Poniente, Mediodía y Norte. 
En este espacio estará la tienda del general. Por considerarlo prudente y porque lo hacían los romanos, separaré los hombres armados de los desarmados, y los aptos para el combate de los impedidos. Todos, o casi todos los armados acamparán en la parte de Levante, y los desarmados e impedidos, en la de Poniente. El frente del campamento estará a Levante, y la espalda a Poniente; los flancos, al Norte y al Mediodía.

Para distinguir el campamento de los armados, trazaré una línea desde la bandera capitana hacia Levante en una extensión de seiscientos ochenta brazos. A los lados y tan largas como éstas, haré otras dos líneas, distantes cada una de la del centro quince brazos. A la extremidad de estas tres líneas estará la puerta de Levante, y en el espacio que media entre las dos líneas de los lados haré una calle que vaya desde dicha puerta a la tienda del general, teniendo treinta brazos de ancho por seiscientos treinta de largo, porque la tienda ha de ocupar cincuenta brazos. Esta calle se llamará vía Capitana.

Haré después otra desde la puerta del Mediodía a la puerta del Norte o Tramontana, pasando por la cabeza de la vía capitana y rasante con la tienda del general por Levante. Ésta tendrá de largo mil doscientos cincuenta brazos, por ocupar toda la extensión del campamento, y de ancho, treinta brazos, llamándose vía de la Cruz.

Detrás de estas dos líneas de alojamientos dejaré un espacio de treinta brazos formando dos calles, a las cuales llamaré primera calle a la derecha y primera calle a la izquierda. A cada lado colocaré otra línea de treinta y dos alojamientos dobles, contiguos  detrás unos a otros, con igual capacidad a los ya citados y divididos de igual modo, después del dieciséis, para formar la calle transversal, alojando a cada lado cuatro batallones de infantería con sus condestables a la cabeza y a la cola. Dejando, después, otros dos espacios de treinta brazos, uno por lado, que llamaré segunda calle a la derecha y segunda calle a la izquierda, pondré otras dos líneas de treinta y dos alojamientos dobles, con iguales distancias y divisiones, y en ellos otros cuatro batallones por lado, con sus condestables. De esta suerte quedan acampados en tres líneas de alojamientos, a los costados de la vía Capitana, la caballería y los batallones de las dos brigadas ordinarias.

Compuestas de igual número de soldados las dos brigadas auxiliares, las acampare a ambos lados de las dos brigadas ordinarias y en igual forma que éstas, poniendo primero una línea de alojamientos dobles, ocupada la mitad por caballería y la otra mitad por infantería, apartadas una de otra treinta brazos, formando dos calles que se llamarán tercera calle de la derecha y tercera calle de la izquierda.

Por detrás del alojamiento de éste abriré una calle del Mediodía al Norte de treinta brazos de ancha, que llamaré calle de la Cabeza y pasará a lo largo de los ochenta alojamientos referidos, de modo que entre esta vía y la de la Cruz quedarán el alojamiento del capitán y los ochenta citados. Desde esta calle de la Cabeza y frente al alojamiento del general abriré otra hasta la puerta de Poniente de treinta brazos de ancho, correspondiendo por el sitio y extensión a la vía Capitana, y la llamaré calle de la Plaza. Trazadas ambas calles, estableceré la plaza, donde estará el mercado, situándola a la cabeza de la calle de la Plaza, frente al alojamiento del capitán y unida a la callc de la Cabeza, procurando que sea cuadrada, de ciento sesenta brazos por lado.

Espacios y alojamientos

Confesando que hay cosas que no ha entendido, Bautista pregunta porqué deja espacios en los caminos de los campamentos y cómo se entienden los alojamientos de los soldados para estos efectos. 

Fabrizio dice que se hacen las calles de treinta brazos de anchura para que pueda pasar por ellas un batallón de infantería en orden de batalla, y recordaréis que esta formación ocupa un espacio de veinticinco a treinta brazos de ancho. Se necesita que sea de cien brazos el que separa los alojamientos del foso, para el manejo de los batallones y de la artillería, conducir el botín por él y, en caso necesario, retirarse tras nuevos fosos y nuevas trincheras. Es además conveniente apartar de los fosos los alojamientos para que estén menos expuestos al fuego y a las armas arrojadizas del enemigo.

Los que tracen los alojamientos deben ser hombres prácticos y hábiles ingenieros, de modo que tan pronto como el general haya elegido el sitio, sepan darle forma y distribuirlo, trazando las calles, señalando los alojamientos con cuerdas y estacas de un modo práctico, procurando que inmediatamente quede hecha la obra. Para que no resulte confusión, conviene orientar el campo siempre de igual modo, a fin de que cada cual sepa en qué sitio ha de encontrar su alojamiento. Esto debe observarse en todo tiempo y en todo lugar, de modo que parezca una ciudad móvil que por donde va lleva las mismas calles, las mismas casas y tiene el mismo aspecto, cosa imposible para los que, buscando posiciones fuertes, necesitan variar la forma del campamento, según las condiciones del sitio.

Los romanos, al contrario, fortificaban el lugar del campamento con fosos, vallados y trincheras y hacían una estacada a su alrededor y delante de ella, un foso ordinariamente de seis brazos de ancho y tres de hondo, que ensanchaban y profundizaban según el tiempo que querían permanecer en aquel punto o el temor que les inspiraba el enemigo. Yo haría en la actualidad estacadas si no quería invernar en el campamento. Sí haría, fosos y trincheras, no sólo iguales a los romanos, sino mayores, según las circunstancias.

Acampar cerca del enemigo

Bautista le pregunta con justa razón qué precauciones se debe tomar cuando se acampa cerca del enemigo. 

Ningún general acampa cerca del enemigo si no está dispuesto a dar la batalla cuando éste quiera, y con tal resolución, no corre ningún peligro extraordinario, porque tiene ordenadas siempre para pelear dos terceras partes de su ejército y la restante, encargada del campamento. En tales casos, los romanos destinaban los triarios a fortificar los alojamientos, y los príncipes y los astarios estaban sobre las armas. Hacían esto porque, siendo los triarios los últimos en combatir, siempre tenían tiempo, si atacaba el enemigo, para dejar el trabajo, empuñar las armas y ocupar su sitio en el campo de batalla. Siguiendo el ejemplo de los romanos, dedicar a la construcción de los alojamientos a los batallones que se hayan de poner a retaguardia del ejercito, en el lugar que ocupaban los triarios. 

También es importante hablar de los guardias que cuidarán el campamento. En cuanto a la antigüedad, toda la fuerza de sus guardias estaba, pues, en el interior de los atrincheramientos, haciéndolas con un orden y un cuidado tremendo y castigando con pena de muerte a los que faltaban a su deber. 

Hay que tener armada cada noche la tercera parte del ejército, y siempre en pie la cuarta parte de ésta, distribuyéndola por todas las trincheras y por todos los sitios del campamento con guardias dobles en cada ángulo, unas fijas y otras patrullando constantemente de una a otra parte de aquél. La misma vigilancia establecería de día cuando el enemigo estuviese próximo.

Los romanos castigaban con pena capital al que faltaba a la guardia, al que abandonaba el sitio donde se le ponía para combatir, al que sacaba del campamento alguna cosa a escondidas, al que se vanagloriaba de haber hecho alguna hazaña en la batalla sin ser verdad, al que combatía sin orden del general, al que, por miedo, arrojaba las armas. Y si ocurría que una cohorte o una legión entera cometiera alguna de estas faltas, para no matar a todos los que la formaban, los diezmaban, sacando sus nombres a la suerte y matando uno de cada diez soldados; pena de muerte que, si no la sufrían todos los delincuentes, a todos inspiraba temor.

('orno donde los castigos son grandes, deben serlo también las recompensas para que los hombres tengan igual motivo de temor y de esperanza, establecieron los romanos premios para cada acción heroica, corno la de salvar la vida a un compañero durante la batalla, ser el primero en asaltar el muro de una plaza sitiada, herir o matar al enemigo en combate o derribarlo del caballo. Cualquier valerosa acción de esta índole la agradecían y premiaban los cónsules, y la elogiaban públicamente los ciudadanos. Los que por tales hechos obtenían recompensas, además de la gloria y fama adquiridas entre los soldados, al volver a la patria las presentaban con noble orgullo y grandes demostraciones de consideración de sus parientes y amigos. No es maravilla que aquel pueblo conquistara tanto imperio siendo tan inflexible en castigar y premiar los actos que por malos o buenos merecían censura o alabanza; ejemplos dignos en su mayoría de ser imitados.

Y como para refrenar a los soldados no basta el temor de las leyes ni el de los hombres, añadíanles en la Antigüedad el prestigio de los dioses: por ello, con solemnes ceremonias hacían jurar a sus soldados la observancia de la disciplina militar, para que, faltando al juramento, no sólo temieran las leyes y a los hombres, sino también a las divinidades. Procuraban además por todos los medios fortalecer en ellos los sentimientos religiosos.

Las mujeres y levantamiento del campamento

Bautista preguntaba si el acceso de las mujeres se permitía dentro de los campamentos, además de los juegos ajenos a los ejercicios corporales en tiempos de los romanos. 

Prohibían ambas cosas, y no era difícil de cumplir la prohibición, por ser tantas las ocupaciones de cada soldado, generales y particulares, que no les quedaba tiempo para pensar en Venus ni en el juego, ni en nada de lo que hace a los soldados sediciosos e inútiles.

En cuanto al levantamiento del campamento se tocaba la trompeta capitana tres veces. Al primer toque se levantaban las tiendas y se liaba el bagaje; al segundo, cargábanse las bestias, y al tercero, empezaba la marcha en el orden que hemos dicho: los bagajes a retaguardia de cada cuerpo de ejército, poniendo en medio las legiones. Se debe partir una brigada auxiliar, a continuación sus bagajes, y con ellos, la cuarta parte de la impedimenta común a todos los cuerpos, es decir, la que haya alojada en uno de los cuatro espacios de que hablarnos hace poco. Para esto conviene que cada uno de ellos esté asignado a una brigada, a fin de que los alojados en él sepan cuál es su puesto en marcha. Cada brigada, con sus bagajes propios y la cuarta parte de los comunes, seguirá la marcha, como hemos dicho que caminaba el ejército romano.

F.n cuanto a que no pueda ser cercado por el enemigo el campamento, conviene tener en cuenta la naturaleza del terreno, dónde están vuestros amigos y vuestros enemigos, y conjeturar de este modo si es o no posible el asedio. El general debe ser, pues, primerísimo en el conocimiento del país donde opera, y llevar consigo personas de igual pericia.

Evítanse las enfermedades y el hambre procurando que no se desordene el ejercito, pues, para mantenerlo sano, es preciso que el soldado duerma bajo la tienda, que se aloje donde haya árboles que den sombra y leña para cocer la comida, y que no camine durante las horas de más calor. En el verano saldrá de los alojamientos antes de amanecer, y en el invierno se procurará que no camine sobre nieve o hielo sin haber facilidad de encender fuego.

No debe faltarle el vestido necesario ni beber agua malsana. Con el ejército irán médicos para curar a los enfermos, porque el general no tiene medios de defensa cuando ha de combatir a la vez con las enfermedades y con el enemigo. Pero lo mejor para mantener el ejército sano es el ejercicio, y por ello, en la Antigüedad se hacía diariamente. Puede juzgarse lo que importa el ejercicio sabiendo que en el campamento da la salud y en el campo de batalla, la victoria.

Para prevenir el hambre, no sólo se procurará que el enemigo no impida la llegada de víveres, sino saber de dónde han de sacarse y cuidar que no se desperdicien los acopiados. Conviene estar siempre aprovisionado para un mes y obligar después a los aliados próximos a llevarlos todos los días. Conviene también almacenar gran cantidad en alguna plaza fuerte y consumirlos con economía, de modo que cada soldado sólo tenga a diario la ración necesaria. El orden en el acopio y el consumo de las provisiones debe cuidarse mucho, pues con el tiempo triunfaréis de todo en la guerra menos del hambre, que, cuanto más dure, más os vence.

Número de soldados en un campamento

Si el ejército tiene unos seis mil hombres más o menos que el acampado, se alargan o acortan las líneas de alojamiento hasta que sean suficientes, y con este método se puede llegar, en más o menos, hasta el infinito. Sin embargo, cuando los romanos reunían dos ejércitos consulares, hacían dos campamentos unidos por la parte que ocupan los desarmados. Respecto a la segunda pregunta, diré que el ejército ordinario romano era de unos veinticuatro mil hombres, y cuando mayor fuerza ponían en campaña no pasaba de cincuenta mil. Con este número contrarrestaron el ataque de doscientos mil galos, después de la primera guerra púnica, y con el mismo hicieron la campaña contra Aníbal. Notese que tanto los romanos como los griegos han hecho la guerra con pocas tropas, procurando la ventaja con el arte y la disciplina; en cambio, los pueblos de Occidente y de Oriente la hacían en multitud; los primeros con su natural impetuosidad, y los orientales, llevados por la grande obediencia que profesan al monarca.

Plazas fuertes, sospechosas o enemigas

Si se sospecha de la fidelidad de algún pueblo y se quiere asegurar de él atacándolo de improviso, el mejor modo de encubrir este designio será pedirle auxilio para cualquier otra empresa, pareciendo que no se tiene intento alguno de perjudicarle; de esta suerte, no creyendo que se desea ofenderlo, no pensará en defenderse y se podrá realizar fácilmente el proyecto.

Cuando se sospecha que hay en tu ejército alguno que da a conocer vuestros proyectos al enemigo, lo mejor que podéis hacer es valeros de su perfidia, comunicándole lo que no se piensa hacer y ocultándole lo que se va a realizar, fingiendo temores que no en verdad no hay y callando los que se experimenta. Esto alentará al enemigo para realizar alguna operación creyendo saber los propios proyectos, y será fácil engañarle y vencerle.

Para saber los secretos del enemigo y conocer sus disposiciones, algunos generales han empleado el recurso de enviarle embajadores acompañados de jefes en la guerra con disfraz de criados, los cuales podían así ver el ejército enemigo, y apreciando su fuerza o flaqueza, procurar los medios para vencerle. Otros han fingido desterrar a uno de sus confidentes, quien, yéndose al campo enemigo, ha averiguado y transmitido sus proyectos. También se conocen los secretos del adversario por medio de los prisioneros.

Algunos generales, en vez de ir en busca del enemigo invasor, han penetrado en sus tierras, obligándolo a retroceder para acudir a defenderlas. Este recurso ha tenido repetidas veces buen éxito, porque vuestros soldados empiezan venciendo y adquiriendo confianza y botín, mientras el enemigo, creyéndose de vencedor vencido, se desalienta; pero sólo puede emplearlo quien tenga su país más fortificado que el del enemigo, pues, de lo contrario, sería perjudicial.

Un buen general debe procurar sobre todo dividir las fuerzas del enemigo, haciendo sospechosos al jefe que los manda los hombres de quienes se fía, o dándole motivo para separar sus tropas y debilitar con ello su ejército. Lo primero se procura atendiendo a los intereses de algunos de los que el general enemigo tiene a su lado, respetando durante la guerra sus posesiones y sus dependientes, y devolviéndoles sus hijos y demás personas de su familia sin rescate.

 Ya sabéis que cuando Aníbal quemó alrededor de Roma todos los campos, mandó respetar únicamente los bienes de Fabio Máximo, y que, viniendo Coriolano con su ejército contra Roma, ordenó no tocar las posesiones de los nobles y saquear y quemar las de la plebe. Metelo, en la guerra contra Yugurta, inducía a todos los emisarios enviados por éste a que le entregaran dicho príncipe, y en las cartas que les escribía le hablaba con preferencia de este proyecto, logrando que al poco tiempo sospechara Yugurta de rodos sus consejeros y los hiciese morir de diversos modos.

El primer cuidado del general debe ser la seguridad de castigar y pagar a sus soldados, pues cuando faltan las pagas falta la justificación del castigo. No se puede castigar al soldado a quien no se paga porque robe, ni se le da otro medio de mantenerse. Si al ejército se le paga y no se castigan en él las faltas de disciplina, el soldado llega a ser insolente, pierde el respeto a sus jefes, el general no puede hacerse obedecer, y entonces, por necesidad, nacen los tumultos y las discordias, que son la ruina de un ejército.

Antes o después de una victoria importa mucho asegurarse de una plaza cuya fidelidad sea sospechosa, y así lo demuestran algunos ejemplos de la Antigüedad. Desconfiando Pompeyo de la fidelidad de los habitantes de Catania, les rogó que acogiesen algunos enfermos que llevaba en su ejército, y enviando, como enfermos, hombres robustísimos, ocupó la ciudad. Sospechó Publio Valerio de los habitantes de Epidauro y los convocó a una especie de jubileo en un templo que había fuera de la población. Cuando todo el pueblo había ido a obtener la indulgencia, cerró las puertas de la ciudad y no permitió entrar en ella más que a aquellos en quienes confiaba.

¿Batalla en invierno o en verano?

La última pregunta de Bautista no está demás. ¿La guerra se hace en invierno o en verano? 

Lo más imprudente y peligroso para un general es hacer la guerra en invierno, siendo aún mayor el peligro para el agresor que para el agredido. La causa de ello consiste en lo siguiente: todo el cuidado que se pone en la disciplina militar tiene por objeto organizar un ejército y dar una batalla al enemigo, siendo éste el propósito del general, pues del resultado tic la batalla depende el éxito de la guerra. El que sabe prepararla mejor y tiene más disciplinado su ejército, aventaja al adversario y es mayor su esperanza de vencerlo. Por otra parte, lo más opuesto a aprovechar la buena organización son los terrenos muy accidentados y los temporales de lluvia o hielo, porque las desigualdades del terreno no permiten desplegar las fuerzas conforme a las reglas del arte militar, y la lluvia y el frío impiden reunir las tropas y presentarlas en masa al enemigo, siendo, al contrario, preciso alojarlas sin orden y distantes unas de otras conforme a los castillos, aldeas o ciudades que haya en la comarca y donde puedan guarecerse, de manera que el trabajo empleado en disciplinar el ejército resulta inútil. 

No sorprende que ahora se haga la guerra en invierno, porque, no teniendo disciplina, los ejércitos desconocen el peligro de no alojar unidos los diferentes cuerpos, y prescinden de cuanto puede contribuir a una buena organización. Debieran pensar, sin embargo, ei daño que produce estar en campaña durante el invierno y recordar que los franceses fueron destrozados en 1503 a orillas del Garellano, más por la inclemencia del invierno que por los españoles.

El que quiera no valerse de la fuerza, la organización, la disciplina y el valor de un ejército, emprenda una campaña en el invierno. Io>s romanos, tan cuidadosos de conservar todas estas ventajas, para no perderlas, evitaban la guerra en invierno, como la guerra en las montañas y cualquiera otra que les impidiera demostrar su valor y disciplina y su excelente organización.

Conclusión

Resulta increíble que el mismo Maquiavelo aconseje no atacar en invierno al enemigo, aunque sí puede ser de mucho sentido común, en los tiempos de Maquiavelo no importaba la temporada en que se atacaran. Sin embargo, los romanos tuvieron la prudencia de cuidar estos detalles, detalles que incluso en el siglo XX se descuidaron de manera fatal. Ahí tenemos el ejemplo de Napoleón y de Hitler tratando de atacar Rusia en invierno. Ahora, es esperable que pensaran que estas recomendaciones (porque tanto Napoleón como Hitler leyeron a Maquiavelo) dada su antigüedad fueran obsoletas. Ya sabemos que no. 

lunes, 12 de julio de 2021

Nicolás Maquiavelo - El arte de la guerra (Libro Quinto) (1520)

Hemos descrito en los libros anteriores del arte de la guerra, lo importante de la organización en una batalla, de las armas, de las arengas y de cómo es necesario tomar importancia de los modos en que los antiguos luchaban contra sus enemigos. Esta vez veremos más a fondo el terreno enemigo, cómo es que un ejército finalmente puede acercarse al mismo, además del modus vivendi que deben tener los miembros del ejército. Nicolás Maquiavelo, por medio de Fabrizio, nos relatará la necesidad que tienen los ejércitos de conocer la explanada en la que están ubicados. 

EL ARTE DE LA GUERRA

Libro Quinto

Caminar por país enemigo y sospechoso

El ejército romano llevaba delante algunas tropas de caballería para explorar el camino; después seguía el ala derecha, y tras de ella, todos los carros que le pertenecían. En seguida caminaba una legión con sus carros detrás, después otra con sus carruajes, y a continuación el ala izquierda con sus correspondientes furgones. 

El resto de la caballería cerraba la marcha. Tal era, por regla general, el orden de marcha. Si durante el camino atacaba el enemigo de frente, o por retaguardia, retiraban rápidamente los bagajes a la izquierda o la derecha, o se situaban en el centro, según lo que permitía la naturaleza del terreno, y todos los soldados, libres de impedimenta hacían cara al enemigo por la parte donde atacase. Si el ataque era de flanco, ponían los equipajes en el lado seguro, y en el opuesto hacían frente al contrario. 

Este orden de marcha es bueno, y, prudentemente seguido, y es digno de imitación. Enviar delante la caballería ligera para explorar el país, siguiéndola cuatro brigadas con sus respectivos furgones detrás de cada una de ellas; y como los carros son de dos clases, unos cargados con los efectos de los soldados, y otros con lo perteneciente a la totalidad del ejército, dividir éstos en cuatro grupos, repartiéndolos entre las cuatro brigadas. Igual división haría en la artillería y en los desarmados, para que cada fuerza armada tuviese su respectiva impedimenta.

A veces se camina por un país no sólo sospechoso, sino tan enemigo, que a cada momento se teme ser atacado. En tales casos hay que variar el orden de marcha para ir seguro, de manera que, prevenidos por todos los lados, ni los paisanos ni el ejército enemigo puedan ofenderos. Acostumbraban en tales casos los generales en la Antigüedad formar el ejército en cuadro o cuadrado, pues así llamaban a tal formación, no porque fuera completamente cuadrada, sino por poder combatir por los cuatro lados.

Conforme a este modelo se ordenan las dos brigadas que sirven de regla para la formación de un ejército. Queriendo marchar con seguridad por país enemigo y hacer frente por todos lados si de improviso ataca el enemigo, para formar mis tropas en cuadro, procurar que el espacio interior de éste tenga de largo por lado doscientos doce brazos; al efecto, apartaré un flanco del otro la citada distancia, poniendo en cada uno de ellos cinco batallones en fila y separados uno de otro tres brazos, de modo que ocuparán cuarenta brazos por batallón, o sea, doscientos doce en toda la línea. Los otros diez batallones los situaré cinco al frente y cinco en retaguardia entre los flancos, del modo siguiente: cuatro batallones al lado de la cabeza del flanco derecho, y otros cuatro al lado de la cola del flanco izquierdo, dejando entre ellos intervalos de tres brazos; colocaré en seguida un batallón junto a la cabeza del flanco izquierdo, y otro al lado de la cola del flanco derecho.

Orden del ejército para entra en campo enemigo

Por regla general, de cualquier manera que se ordene un ejército, la caballería debe ponerse a retaguardia o a los flancos. Para situarla delante del frente del ejército, es preciso una de dos cosas: o ponerla a tanta distancia que, si es rechazada, tenga tras de sí espacio bastante para replegarse, sin atropellar a vuestra infantería, o formar ésta con tantos intervalos que los caballos puedan entrar por ellos sin desordenarla. 

Este precepto no debe considerarse de escasa importancia, pues, por no observarlo, muchos generales han sido batidos, desordenando el ejército su propia caballería. Los carros y los desarmados irán en el espacio interior del cuadro, repartidos de moco que dejen difícil paso a los que vayan de uno a otro flanco, y de la cabeza a la cola.

Para poder caminar, necesita un ejército gastadores y azadoneros que abran vía, los cuales serán protegidos por la caballería ligera enviada en descubierta. De esta forma podrá caminar un ejército diez millas por día, quedándote aún tiempo bastante para hacer el campamento y preparar la comida, porque la marcha ordinaria es de veinte millas diarias.

Si se es atacado por un ejército organizado, el ataque no puede ser imprevisto, pues las tropas regulares marchan como las vuestras, y en tal caso tenéis tiempo para formar éstas en batalla, como he dicho, o de un modo semejante. Si el ataque es de frente, se pondrá delante la artillería que está en los flancos, y la caballería que va a retaguardia, colocando aquélla y ésta en los sitios y a la distancia.

Si el enemigo viene por la espalda, lo primero que se hace es un cambio de frente, y de este modo, la cabeza queda convertida en cola y la cola, en cabeza. 

En este sistema de ordenar un ejército contra un enemigo que no se ve, pero se teme, es indispensable y sumamente útil acostumbrar a los soldados a marchar preparados a la lucha y a formarse en batalla en el camino para combatir de frente, por retaguardia o por cualquiera de ambos flancos conforme a las reglas prescritas, restableciendo después el orden de marcha. Cuando se quiere tener un ejército disciplinado y práctico, estos ejercicios son necesarios y precisa que el general y los jefes y oficiales los hagan ejecutar con frecuencia.

La disciplina militar consiste en saber mandar y ejecutar estas cosas, y se llama ejército disciplinado al que practica bien tales maniobras. El ejército que en la actualidad usara esta disciplina sería invencible. La formación cuadrada que he explicado es algo más difícil que las otras maniobras, pero requiere practicarla con frecuentes ejercicios, y a las tropas que se habitúen a ella les resultarán fáciles todas las demás maniobras.

Órdenes de un general

Zanobi realiza una pregunta importante de acuerdo con Fabrizio, ¿cómo debe dar las órdenes un general a su ejército? 

Muchas veces las órdenes del general, mal entendidas o mal interpretadas, han causado la derrota de su ejército, y es preciso que durante la acción sean claras y precisas. Si se dan con las trompetas los toques, deben ser tan distintos unos de otros que no se puedan confundir; y si de viva voz, se evitará emplear frases de sentido general que se presten a interpretaciones erróneas, expresando con las palabras más propias ideas concretas. 

Muchas veces decir: atrás, atrás, ha sido bastante para desorganizar un ejército. No se debe, por tanto, emplear esta palabra, sino la de retiraos. Si se quiere cambiar el frente por el flanco o la retaguardia, no decir ''vuelvan'', sino ''a la izquierda, a la derecha, por retaguardia, por el frente''. De igual modo, las demás órdenes han de ser sencillas y precisas, como: estrechen filas, quietos, firmes, adelante, vuelta a la derecha, vuelta a la izquierda, mandando de viva voz cuanto sea posible, y lo demás, con las trompetas.

La otra pregunta de Zanobi es si los que se hacen ir delante para allanar el camino al ejercito deben ser soldados de los batallones o trabajadores de los que se ocupan en estas humildes tareas.

Se debe abrir camino a los propios soldados, no sólo porque así se hacía en los ejércitos antiguos, sino también porque haya en el ejército la menos gente posible desarmada y la menor impedimenta; sacando de cada batallón la gente necesaria para que, con las herramientas propias, hagan las explanaciones. Sus armas quedarán a cargo de los que ocupen las filas inmediatas, recobrándolas y volviendo a sus puestos al aproximarse el enemigo.

Modo de vivir del ejército

El príncipe debe organizar su ejército de manera que esté lo más expedito posible, prescindiendo de toda carga inútil y de cuanto pueda estorbarle las operaciones. Una de las mayores dificultades es tener provisto al ejercito de vino y pan cocido. En la Antigüedad no les preocupaba el vino, porque si lo tenían, mezclaban al agua algunas gotas de vinagre para darle sabor, de modo que entre las provisiones indispensables del ejército se contaba el vinagre, y no el vino. 

No cocían el pan en hornos, como se cuece en los pueblos, sino que llevaban la harina y cada soldado la preparaba a su gusto, condimentándola con tocino y manteca de cerdo, que daba al pan sabor y lo mantenía tierno. Las provisiones militares eran, pues, harina, vinagre, tocino y manteca de cerdo, y para los caballos, cebada.

Lo contrario sucede en los ejércitos modernos, que, no queriendo privarse del vino y deseando los soldados comer pan cocido, como cuando están en sus casas, de lo cual no se puede hacer gran provisión anticipadamente, quedan con frecuencia sin víveres o se les provee con gran trabajo y enormes gastos.

El ejército no tendría, por tanto, víveres de esta clase, ni comería otro pan que el cocido por él mismo. En cuanto al vino, no prohibiría que se bebiera, ni que lo llevaran en el ejército, pero no haría nada por tenerlo; y respecto a las demás provisiones, me atendría a las costumbres antiguas. Si consideráis atentamente estas reformas, veréis cuántas dificultades evita; de cuántas molestias y trabajos libra al ejército y al general, y cuán cómodamente podrán éstos realizar todas sus empresas.

El botín

Para Zanobi, una vez examinadas las expediciones a las tierras del enemigo, es importante ver qué se hará con el botín confiscado. 

Las actuales guerras empobrecen a los vencedores y a los vencidos, porque éstos pierden sus Estados y aquéllos, su hacienda y sus recursos. No sucedía así en la Antigüedad, pues entonces la guerra enriquecía siempre al vencedor. Nace la diferencia de no tener ahora cuenta del botín, dejándolo a la discreción de los soldados, cosa que produce dos grandes males: uno, el que acabo de decir; otro, hacer a los soldados más codiciosos de presas que observantes de la disciplina, viéndose muchas veces que la codicia del botín es causa de perder la batalla.

Los romanos, mientras sus ejércitos fueron modelo de todos los demás, evitaron ambos inconvenientes ordenando que todo el botín perteneciese al Estado, el cual lo repartía en la forma que estimaba conveniente. Para esto llevaban en los ejércitos los cuestores, que equivalían a nuestros tesoreros, quienes recaudaban el botín y las contribuciones impuestas a los vencidos, con cuyo producto daba el cónsul la paga ordinaria a los soldados, atendía a los gastos de la curación de heridos y enfermos y a todas las demás necesidades del ejército. Facultado estaba el cónsul, y lo hacía algunas veces, para conceder algún botín a los soldados; pero esta concesión no producía ningún desorden, porque, derrotado el ejército enemigo, se amontonaba el botín y distribuíase después conforme a la graduación de cada uno. Con este sistema, los soldados procuraban vencer y no robar.

Las legiones romanas rechazaban al enemigo y no lo perseguían, porque jamás se desordenaban: la persecución quedaba a cargo de la caballería ligera y de los demás soldados que no eran legionarios. Si el botín se hubiese dejado al primero que lo tomase, fuera imposible y hasta injusto mantener ordenadas las legiones y, de no estarlo, se exponía el ejército a grandes peligros. Consecuencia de este sistema era que el Estado se enriqueciese y que cada triunfo de los cónsules aumentara el tesoro público con el botín y las contribuciones impuestas al enemigo. Otra buena institución de los romanos era que cada soldado tuviera obligación de dejar la tercera parte de su sueldo en poder del abanderado de su cohorte, la cual no se le devolvía hasta terminada la guerra. 

Hacían esto por dos motivos: uno, para que los soldados formaran capital con su sueldo, porque siendo en su mayoría jóvenes e imprevisores, cuanto más tienen más gastan innecesariamente; otro, porque sabiendo que su capital estaba junto a la bandera, la defendieran con gran empeño y obstinación. De tal modo conseguían los romanos que los soldados fueran económicos y valientes. Todo esto convendría restablecerlo si se quisiera que reviviesen las buenas costumbres militares.

Accidentes 

Deben los generales, cuando llevan su ejército por tierra enemiga, guardarse especialmente de las emboscadas, en las cuales se cae de dos maneras: o caminando descuidado, o dejándose atraer por la astucia del enemigo, sin prever su intención: 

En el primer caso, para librarse de ellas es necesario llevar dobles avanzadas que exploren el terreno, siendo esta precaución tanto más necesaria cuanto el país sea más a propósito para las emboscadas, como sucede en las comarcas selváticas o montuosas, pues hay que andar por bosques o desfiladeros. Una emboscada imprevista puede perderos, pero, prevista, no supone peligro alguno. Los pájaros y el polvo sirven muchas veces para descubrir al enemigo, pues cuando venga en vuestra busca, la polvareda que levante os indicará su aproximación. Muchas veces, por ver un general que en el sitio por donde ha de pasar vuelan palomas u otras aves de las que van en bandadas, circulando en el aire sin pararse en ningún sitio, conoció la emboscada del enemigo, y, enviando fuer/as delante, se libró de ella y lo derrotó.

En el segundo caso, o sea en el de ser llevado a la emboscada por al astucia del enemigo, se debe cuidar de no dar crédito a lo que es verosímil; por ejemplo, si el enemigo ofreciera una presa, ocultando en el cebo el anzuelo; si, siendo muy superior en número, retrocede ante una fuerza inferior; si, al contrario, envía escasas fuerzas contra otras considerables.

Ha de tenerse en cuenta que, al caminar por país enemigo, son mayores los riesgos que al dar una batalla; por eso el general, a medida que avanza, debe redoblar las precauciones. Le son necesarios mapas del país que atraviesa que le den a conocer los pueblos, su número y distancia, los caminos, los montes, los ríos, los pantanos y todos los demás accidentes del terreno.

Debe enviar avanzadas de caballería y con ellas, oficiales hábiles, no sólo para descubrir al enemigo, sino para explorar el país y saber si los informes que de él tiene son exactos. Llevará consigo guías, guardados con buena escolta, prometiéndoles premiar su fidelidad y castigar su perfidia; y procurará, sobre todo, que el ejército no sepa a qué expedición se le conduce, pues nada hay más útil en la guerra que ocultar los proyectos. A fin de que un ataque repentino no desordene el ejercito, conviene llevarlo siempre dispuesto a combatir, porque los sucesos previstos son menos dañosos.

Conviene tener en cuenta las costumbres y las condiciones del enemigo: si prefiere atacar por la mañana, o al mediodía, o por la tarde, y si su mayor fuerza consiste en infantería o caballería, y tomar las disposiciones con arreglo a lo que de esto se sepa.

Los ríos y los vados

Cuando la corriente es rápida, para que la infantería pase con mayor seguridad, se sitúan en la parte superior al paso los caballos más fuertes, que con sus cuerpos detienen el impulso del agua, y otra fuerza de caballería en la inferior para que salve a los soldados arrastrados por la corriente. Los ríos que no son vadeables se pueden pasar con puentes, barcas u odres. El ejército ha de transportar lo necesario para todas estas operaciones.

En cuanto a los vados estos aparecen cuando en el río, entre el agua estancada y la corriente se forma al parecer una raya o línea, hay menos fondo y puede ser vadeado mejor que por otras partes, porque en los sitios de remanso dejan las aguas la mayor cantidad del sedimento que arrastran. Como esto se ha probado muchas veces, resulta evidente.

Conclusión

Es uno de los momentos más tensos por el cual debe pasar un ejército, pues el territorio enemigo justamente es más conocido por él mismo que por cualquiera. Por cierto, es preciso notar lo cauteloso y precavido que se ve el ejército de Maquiavelo. Ya no parece ser un ejército que debe atacar primero sin consideraciones, sino que es más bien un ejército moderado. De todas formas, a estas formaciones y directrices no les falta el componente que ha plasmado en todos sus libros. 

Nicolás Maquiavelo - El arte de la guerra (Libro Cuarto) (1520)

Hemos hablado ampliamente de los aspectos ofensivos y estratégicos que debe tener un ejército, pero ahora se debe hablar sobre el aspecto defensivo, o más propiamente, de los peligros que debe atenerse quien dirige un ejército. También se verá con especial atención la consideración a las arengas  que tiene un ejército, y cómo se le puede sacar provecho en una batalla. Seguiremos empleando ejemplos de la antigüedad y la contrastaremos con los hechos actuales que en época de Nicolás Maquiavelo, necesitan una mirada práctica y efectiva. 

EL ARTE DE LA GUERRA

Libro Cuarto

Peligro al extender el frente

Seguimos con Fabrizio quien será preguntado por Zanobi y ya no por Luis. 

Por cierto que existe peligro al extender el frente, sobre todo cuando no se cuenta con un ejército numeroso. En caso contrario, conviene preferir la línea de batalla profunda y poco extensa a la larga y débil. Cuando las fuerzas sean inferiores a las del enemigo, se tiene que buscar otras defensas, como la de apoyar el ejército en un río o un terreno pantanoso, para evitar ser envuelto, o resguardar sus flancos con fosos como hacía César en las Galias. 

Se debe alargar o estrechar el frente de batalla, según el número de vuestras fuerzas y de las del enemigo; si las de éste son inferiores, deben preferirse las llanuras extensas, sobre todo si el ejército está bien disciplinado, a fin de poder, no sólo desplegar cómodamente las líneas, sino también envolver al enemigo, pues en terreno desigual y montañoso, donde sea imposible desarrollar las fuerzas, ninguna ventaja produce la superioridad de estas. De aquí que los romanos casi siempre buscaban terreno llano para pelear y se apartaban del montañoso. 

Debe hacer lo contrario el que tenga pocas tropas o mal ejercitadas, pues necesita pelear en posiciones donde el corto número pueda resistir o la falta de experiencia no perjudicar.

De todos los generales, los más elogiados por la manera de disponer sus ejércitos para dar batalla, son Aníbal y Escipión, cuando combatieron en Zaina. Aníbal mandaba un ejército formado de cartagineses y auxiliares de varias comarcas. Puso al frente de él ochenta elefantes, detrás (ellos a las tropas auxiliares, seguidas de los cartagineses, y en último lugar a los italianos, de quienes desconfiaba. Ordenó así el ejército porque los auxiliares, teniendo delante al enemigo y a la espalda a los cartagineses, no podían huir, y obligados a pelear, habían de rechazar o al menos cansar a los romanos. Hecho esto con sus tropas frescas, alcanzaría fácilmente la victoria contra un enemigo ya fatigado. 

Frente al ejército de Aníbal dispuso el suyo Escipión colocando los astarios, los príncipes y los triarios según la costumbre romana, para concentrarse unas líneas en otras y apoyarse mutuamente. En el frente de su línea de batalla hizo muchos intervalos, y para que no los viera el enemigo y creyese sólidamente unida toda la línea, los cubrió con volites, ordenándoles que retrocedieran al acercarse los elefantes, y por los intervalos ordinarios de las legiones se pusieran detrás de ellas, dejando paso a los paquidermos; así se libró de la impetuosidad de estos animales y, al llegar a las manos, logró la victoria.

Cuando se nombra esta última batalla Zanobi pregunta por qué Escipión, durante el combate, no mandó retirar la línea de los astarios para incorporarla a la de los príncipes, sino que la dividió: colocó cada parte en los extremos de la linea de batalla, dejando así espacio a los príncipes para que avanzaran.

Fabrizio contesta que Anibal había puesto lo mejor de su ejército en la segunda línea, y Escipión, para oponerle también en su segunda línea una fuerza igualmente sólida, unió los príncipes y los triarios, colocando éstos en los intervalos de la línea de aquéllos, y no quedando, por consiguiente, espacio para recibir a los astarios; por eso los dividió y puso a los extremos de la línea. Esta maniobra de abrir la primera línea para dejar espacio a la segunda, no debe practicarse sino cuando se ha adquirido gran superioridad, pues sólo entonces se hace fácilmente, como lo hizo Escipión. Si se intenta cuando la primera línea está desordenada o es rechazada, ocasiona inmediata derrota; por ello conviene tener siempre detrás de la primera línea otras que la apoyen y donde los soldados de aquélla puedan refugiarse.

El caso de Asia

Los antiguos pueblos de Asia usaban, entre otras pesadas máquinas para ofender al enemigo, unos carros a cuyos lados ponían hoces, de modo que no sólo servían para romper con su ímpetu las filas, sino también para matar con las hoces a los adversarios. Para defenderse de estos carros se empleaban varios medios: o hacer el frente de batalla muy denso para resistir su ímpetu, o dejarles paso franco, como a los elefantes, o aplicar algún recurso extraordinario, como el practicado por el romano Sila contra Arquelao, que disponía de muchos de estos carros armados de hoces. Para contener su ímpetu mandó Sila clavar estacas en tierra al frente de su línea de batalla, y, tropezando en ellas los carros, perdían su impetuosidad. Conviene sabor que Sila ordenó su ejército en este caso de distinta manera que la acostumbrada, pues puso a retaguardia los vélites y la caballería y al frente a todos los armados con armas pesadas, dejando entre ellos intervalos para que, si era preciso, avanzaran los de detrás. Empezado el combate, alcanzó la victoria valiéndose de la caballería, a la cual abrió paso oportunamente.

Para desordenar al enemigo durante la lucha es preciso hacer algo que lo asuste, o anunciar la llegada de nuevos refuerzos, o imaginar algún ardid que aparente recibirlos, de modo que, engañado por la apariencia, se atemorice y sea fácil vencerlo. Estas estratagemas las emplearon los cónsules Minucio Rufo y Acilio Glabrión. También Cayo Sulpicio hizo montar a los mercaderes y logreros que seguían al ejército en mulos y otros animales inútiles para el combate, pero formados de modo que asemejaban un cuerpo de caballería, y les mandó presentarse sobre una colina, mientras él luchaba con los galos, logrando con este ardid la victoria. Lo mismo hizo Mario cuando combatía contra los teutones.

Las arengas

A veces ha sido muy oportuno durante la batalla hacer correr la noticia de la muerte del general enemigo o de la derrota de una parte de su ejército, debiéndose a este recurso el salir victorioso. Se desordena fácilmente la caballería enemiga oponiéndole animales que desconozca o con cualquier ruido extraordinario.

Ocurre muchas veces que los soldados desean pelear y el general, por lo numeroso que es el enemigo, o por la posición que ocupa, o por otro cualquier motivo, comprende la desventaja para la lucha y necesita quitarles aquel deseo. Sucede también que la necesidad o la ocasión os obliga a luchar, y que vuestros soldados están desconfiados y poco dispuestos al combate. 

En el primer caso es preciso asustarlos y en el segundo, enardecerlos. Si para lo primero no bastan las persuasiones, el medio más eficaz consiste en sacrificar algunos soldados haciéndoles atacar al enemigo, porque de este modo los que entran en acción y los que no han combatido os creerán. También puede hacerse premeditadamente lo que, por acaso, sucedió a Fabio Máximo. 

Deseaba el ejército de Fabio combatir con el de Aníbal, e igual deseo mostraba el jefe de su caballería; Fabio no quería dar la batalla, y esta diferencia de opinión les hizo dividir el ejército. Fabio contuvo a los suyos en el campamento y el general de la caballería atacó a los cartagineses, corriendo gran peligro y no siendo derrotado por el oportuno auxilio de Fabio. Este ejemplo demostró al jefe de la caballería y a todo el ejército que lo más atinado era obedecer a Fabio. Para enardecer a los soldados hay que irritarles contra el enemigo, repitiéndoles frases ofensivas y ultrajantes que éste diga de ellos, hacerles creer que estáis en inteligencia con él, y que una parte se ha vendido. 

Conviene acampar al alcance de los contrarios y tener con ellos algunas escaramuzas, porque lo que diariamente se ve, con facilidad se desprecia; mostrar, en fin, viva indignación reprobándoles en una arenga preparada al efecto su cobardía, y, para avergonzarlos, decirles que, si no quieren seguiros, iréis solo a combatir al enemigo. Si queréis que los soldados se porten como bravos en la batalla, es de todo punto indispensable no permitirles, hasta terminar la campaña, enviar a sus casas el botín capturado o que lo depositen en algún sitio, para que sepan que, si huyendo salvan la vida, no salvan lo que poseen, por cuya defensa pelean a veces con tanta obstinación como por la vida.

Luego, Zanobi pregunta si la arenga debe ser realizada a todo el ejército o solo al jefe. Fabrizio contesta que arengar a pocos es muy fácil, pero cuando se debe hacer a muchos ahí está la dificultad. A Alejandro Magno le fue preciso arengar y hablar públicamente a su ejército; de otra suerte no hubiese conseguido que le siguiesen soldados a quienes el botín había hecho ricos, por los desiertos de Arabia y por la India con tantas fatigas y peligros. E1 príncipe o la república que determine organizar una nueva milicia y mantenerla con reputación, ha de acostumbrar a los soldados a oír las arengas del general, y al general a saber hablarles.

Las arengas que venían con un sentido religioso eran aún más efectivas que aquellas en las que no había. 


Conclusión

Nuevamente recalca Maquiavelo, o más propiamente Fabrizio, la necesidad que tienen los dirigentes de considerar la religión. Recordemos que tanto en ''El Príncipe'' como en los ''Discursos sobre la primera década de Tito Livio'', Maquiavelo nos relataba que el ser humano está más dispuesto a obedecer la ley religiosa que la ley humana. Es por eso que en las arengas es mucho mejor añadirles el sentido religioso que no hacerlo.