jueves, 17 de julio de 2025

Figura y concepto del burro

El burro, a menudo subestimado por su apariencia modesta y su asociación con la terquedad, ha ocupado un lugar paradójico en la filosofía y el simbolismo cultural: representa a la vez la humildad y la resistencia, la ignorancia y la sabiduría oculta. Desde la sátira de El asno de oro de Apuleyo hasta las parábolas cristianas donde carga a Cristo en su entrada a Jerusalén, el burro se convierte en un símbolo del alma que, a través del sufrimiento y la obediencia, puede alcanzar la transformación espiritual.

Civilizaciones antiguas

En las culturas antiguas, la figura del burro tuvo significados múltiples y a menudo contradictorios, dependiendo del contexto religioso, social o mitológico. En Egipto, por ejemplo, el burro estaba vinculado al dios Seth, asociado al caos y al desierto, lo que le otorgaba una connotación ambigua: era tanto una fuerza indómita como una criatura necesaria para la supervivencia en regiones áridas. En Mesopotamia, el burro era valorado como animal de carga y resistencia, fundamental para el trabajo agrícola y comercial, y a veces representaba la fertilidad o la prosperidad. En Grecia, aparecía con frecuencia como símbolo de lo burdo y lo irracional —como en las fábulas de Esopo—, pero también como vehículo de los dioses, como Sileno o Dionisio, cuya embriaguez se asociaba a menudo con un asno. En el mundo hebreo, el burro tenía una dimensión sagrada: era el animal que los reyes montaban como signo de paz (contrapuesto al caballo de guerra), y figura en textos bíblicos cargado de simbolismo mesiánico. Así, en las culturas antiguas, el burro oscilaba entre lo sagrado y lo vulgar, entre lo útil y lo despreciado, sirviendo como espejo de las tensiones humanas entre cuerpo y espíritu, servidumbre y dignidad.

Antiguo y Nuevo Testamento

En el Antiguo Testamento, el burro aparece desde el Génesis como un animal de carga y riqueza. Por ejemplo, en Génesis 30:43, se menciona como parte de los bienes de Jacob, y en Génesis 34, el príncipe de Siquem se llama Jamor (burro en hebreo), lo que refleja el estatus del animal. También en Éxodo y Números se lo presenta como medio de transporte, esencial para la vida cotidiana. Un episodio notable es el de la burra de Balaam (Números 22:21-33), donde el animal ve al ángel del Señor antes que su dueño, y habla para advertirlo, convirtiéndose en instrumento de revelación divina.

El diálogo exacto entre la burra y Balaam aparece en Números 22:28-30:

28 Entonces Jehová abrió la boca al asna, la cual dijo a Balaam:
—¿Qué te he hecho, que me has azotado estas tres veces?

29 Y Balaam respondió al asna:
—¡Porque te has burlado de mí! Ojalá tuviera una espada en mi mano, que ahora te mataría.

30 Y el asna dijo a Balaam:
—¿No soy yo tu asna, sobre mí has cabalgado desde que tú me tienes hasta este día? ¿He acostumbrado a hacerlo así contigo?
Y él respondió:
—No.

Como podemos ver, la burra interpela a su amo con una pregunta lógica y justa, apelando a la memoria y la experiencia compartida: ¿Acaso he actuado así antes? De manera irónica, el animal muestra más razonamiento, justicia y memoria que el propio profeta.

Además, en Zacarías 9:9 se profetiza que el Mesías vendrá montado en un burro, como signo de humildad: "He aquí que tu rey vendrá a ti... humilde y montado sobre un asno".

Por otro lado, su fuerza y resistencia lo convertían en un animal ideal para tareas agrícolas como arrastrar arados o hacer girar las ruedas de molinos para moler cereales. Sin embargo, la legislación mosaica también mostraba una comprensión precisa de la naturaleza y limitaciones de los animales: Deuteronomio 22:10 prohíbe explícitamente arar con un burro y un buey juntos, debido a la diferencia en tamaño, fuerza y ritmo, lo que comprometería la eficacia del trabajo y causaría sufrimiento a ambos animales. De ahí surge también la noción de "yugo desigual", que más adelante fue adoptada como metáfora ética y espiritual, especialmente en textos del Nuevo Testamento como 2 Corintios 6:14.

Además, el burro no era un animal cualquiera: ciertos tipos de asnos eran reservados para personas de alta posición, como jueces, jefes o notables (cf. Jueces 5:10), donde se menciona a los que "cabalgaban en asnas blancas", señal de distinción. Con el tiempo, la mula —resultado del cruce entre burro y yegua— fue ganando protagonismo como símbolo de estatus, debido a su fortaleza, tamaño y rareza. No obstante, el caballo conservaba su asociación con la guerra y el poder militar, siendo usado principalmente en contextos de batalla o viajes extensos.

En el Nuevo Testamento, la profecía de Jesús en un burro se cumple explícitamente en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (Mateo 21:1-7; Juan 12:14-15), cuando él escoge montar un burro en lugar de un caballo, reforzando su identidad como Mesías pacífico y no como conquistador militar. Este gesto tiene una fuerte carga teológica: Jesús invierte las expectativas del mesianismo político y se presenta como servidor, no como caudillo. Así, el burro se convierte en emblema de una nueva forma de poder —humilde, no violento, espiritual.

Antigua Grecia

En la antigua Grecia, el burro ocupaba un lugar marginal pero significativo en el imaginario cultural, cargado de simbolismo burlesco, filosófico y religioso. Por un lado, era considerado un animal vulgar, asociado a lo torpe, lo grosero y lo ridículo. En muchas fábulas de Esopo, por ejemplo, el burro aparece como símbolo del necio que intenta imitar sin comprender —como en la fábula del burro que quiso bailar como un perro y fue apaleado—, encarnando así la crítica moral al orgullo y la ignorancia. En la comedia griega, también se utilizaba para provocar risa, por su carácter testarudo y su apariencia desproporcionada.

Sin embargo, su figura no se reduce al desprecio. El burro también tenía una presencia religiosa y filosófica más compleja. Era, por ejemplo, el animal asociado a Sileno, el viejo sátiro maestro de Dionisio, quien lo monta ebrio en los cortejos báquicos. En ese contexto, el burro participa del mundo dionisíaco: lo irracional, lo excesivo, lo que rompe con el orden apolíneo. De este modo, se convierte en un vehículo de la risa, el delirio y la revelación extática.

Antigua Roma


En la antigua Roma, la imagen del burro heredó muchas de las connotaciones griegas, pero también adquirió matices propios dentro de la vida cotidiana, la religión popular y la literatura. Por una parte, el asno (asinus) era un animal común, esencial para las labores agrícolas, el transporte de carga y el molino. Su presencia era tan habitual que llegó a simbolizar lo rústico, lo simple y lo campesino, y por eso mismo también lo ridículo o lo torpe. En el lenguaje coloquial romano, llamar “asno” a alguien equivalía a llamarlo ignorante o estúpido —una expresión que ha perdurado hasta hoy.

Sin embargo, el burro también tenía una dimensión religiosa y simbólica más rica. Era el animal consagrado a Vesta, diosa del hogar, y participaba en las festividades vestales. Además, se decía que Príapo, dios de la fertilidad y de la sexualidad grotesca, era temido por los burros, lo cual dio lugar a rituales en los que se ofrecía un burro en sacrificio para proteger los jardines (según Ovidio, Fasti, VI). Aquí se ligaba al burro a la esfera de la fertilidad, el deseo y lo apotropaico (protección contra el mal).

Uno de los textos más significativos que exploran el simbolismo del burro en la Roma antigua es “Las Metamorfosis” o “El asno de oro” de Apuleyo, una novela escrita en latín en el siglo II d.C., pero basada en una versión griega anterior. En ella, el protagonista, Lucio, es transformado en burro por curiosidad mágica, y a través de una serie de humillaciones, abusos y sufrimientos —como asno esclavo— alcanza la redención y la iniciación en los misterios de Isis. De esta forma, el burro representa la condición humana carnal y caída, pero también la posibilidad de transformación espiritual, convirtiéndose en un símbolo filosófico y místico.

Edad Media

En la Edad Media, la figura del burro continuó cargada de ambivalencia simbólica, pero adquirió nuevas dimensiones dentro del marco cristiano, moralizante y alegórico de la época. Por un lado, se mantuvo su asociación con la ignorancia, la terquedad y la estupidez, convirtiéndose en emblema del necio, del pecador y del inculto. En muchas representaciones didácticas y sermones, el burro simbolizaba al hombre terco, cerrado a la gracia divina, que necesitaba ser “domado” por la fe y la disciplina. La palabra “asno” se convirtió en un insulto común para designar al ignorante, al que no sabe leer las Escrituras, o al que rechaza el conocimiento divino.

No obstante, en el imaginario cristiano medieval, el burro también adquirió una dimensión profundamente positiva y espiritual, gracias a su presencia en los Evangelios. Era el animal que llevó a la Virgen María en su viaje a Belén, el que transportó al Niño Jesús durante la huida a Egipto, y el que cargó a Cristo en su entrada triunfal en Jerusalén en el Domingo de Ramos, cumpliendo así la profecía de Zacarías. Esta humildad y servicio silencioso lo convirtieron en símbolo de la mansedumbre cristiana, la paciencia y la obediencia a la voluntad de Dios. En este sentido, se contraponía al caballo, que seguía representando el orgullo, la violencia y el poder mundano.

Durante la Edad Media también surgieron leyendas y usos devocionales en torno al burro. Se decía, por ejemplo, que los burros llevaban una cruz natural en su pelaje —la forma que adoptan los pelos oscuros en su espalda y cruzan sobre sus hombros— porque habían llevado a Cristo, y esa señal era una bendición divina. Esta creencia fortaleció el respeto popular hacia el animal, especialmente en el mundo rural.

Incluso se celebraba en ciertos lugares una curiosa “Fiesta del Burro” (Festum Asinorum) el 14 de enero, especialmente en Francia, donde se conmemoraban escenas bíblicas en las que aparecía este animal. Durante esta festividad, se introducía un burro en la iglesia y se lo trataba con veneración simbólica, en una mezcla de devoción y carnaval que reflejaba las tensiones entre lo sacro y lo burlesco.

En el mundo islámico, la figura del burro también posee una carga simbólica compleja, influida tanto por el texto coránico, como por el hadiz (dichos del Profeta), la filosofía mística sufí, y la literatura popular y sapiencial. Al igual que en el judaísmo y el cristianismo, el burro es un animal presente en la vida cotidiana del Medio Oriente y, por tanto, con un fuerte anclaje cultural, aunque su simbolismo puede oscilar entre lo negativo y lo espiritual.

En el Corán, el burro (ḥimār) aparece principalmente como símbolo de ignorancia, necedad y ruido sin sentido. En Sura 31 (Luqmán), verso 19, se lee:

"Y sé mesurado en tu andar, y baja tu voz; ciertamente, la más desagradable de las voces es la del asno."
(Inna ankara al-aswati la-sawtu al-hamīr)

Este versículo, atribuido al sabio Luqmán, es citado como advertencia moral y didáctica contra la arrogancia, la falta de modestia y el hablar inútil. Así, el rebuzno del burro se convierte en una metáfora del discurso vacío y altisonante, y el animal en general en símbolo de la falta de sabiduría.

En los hadices, se menciona que el burro rebuzna al ver a un demonio, mientras que el gallo canta cuando ve a un ángel (Sahih Muslim, Sahih Bukhari), lo que refuerza una percepción dual: el burro tiene una capacidad perceptiva espiritual —ve lo invisible—, pero su reacción es ruidosa y torpe, lo que sugiere un alma sin comprensión profunda.

Sin embargo, existe el relato de un burro llamado Yafur que tuvo cierta conexión con el profeta, aunque no está verificada su autenticidad. Yaʽfūr, nombre que significa “ciervo” en árabe, es una figura singular en la tradición islámica, asociado directamente al profeta Mahoma como su burro personal. Aunque los relatos sobre Yaʽfūr provienen de fuentes no canónicas o débiles en la ciencia del hadiz, su persistencia en el imaginario islámico —especialmente en el chiismo, el sufismo y la literatura popular— ha sido notable. 

Según fuentes históricas como el Kitāb al-Hadāyā wa’l-Tuḥaf (siglo XI), Yaʽfūr fue un regalo del gobernador bizantino de Egipto, al-Muqawqis, junto a otros presentes que incluían una mula (Duldul), un caballo, esclavas y oro. Este acto diplomático se sitúa entre los años 628-632 d.C.

Uno de los aspectos más fascinantes es que, según algunas tradiciones populares y chiitas, Yaʽfūr hablaba. Se presenta como el último descendiente de una línea de burros montados por profetas, desde Balaam hasta Jesús. Le habría dicho a Muhammad que había esperado ser montado solo por él, y que no permitió que otros lo montaran antes. Incluso se le atribuyen actos simbólicos como negarse a aparearse y buscar comida o entregar mensajes por sí mismo. Tras la muerte del Profeta, se cuenta que se suicidó arrojándose a un pozo por tristeza.

Desde el punto de vista hadítico, la mayoría de los sabios consideran estos relatos como débiles o fabricados (da‘if, mawḍū‘), debido a cadenas de transmisión poco fiables. Autores como Ibn al-Jawzī los han rechazado abiertamente.

Por otra parte, en el sufismo, el burro tiene un papel mucho más rico y ambivalente. En obras de pensadores como Rūmī, el burro simboliza el alma carnal (nafs al-ammāra), es decir, la parte del ser humano dominada por los deseos bajos, el ego y la terquedad. Sin embargo, también se presenta como una criatura que puede ser domada y dirigida hacia la Verdad. El místico no destruye al burro, sino que lo guía con amor y disciplina. En este contexto, el burro representa el cuerpo o el yo inferior, que aunque obstinado, es necesario para avanzar por el camino espiritual si se somete a la razón y al alma purificada.

Rūmī escribe, por ejemplo:

“Si no tienes un burro, ¿cómo llevarás tus cargas? Pero si dejas que el burro guíe el camino, caerás en el abismo.”

Así, el burro se convierte en metáfora de la relación entre cuerpo y espíritu, entre el ego y la guía divina.

También tenemos a al-Ghazali quien considera que el burro tiene una especie de misión. 

En el pensamiento de al-Ghazālī, el burro (ḥimār) es una imagen profundamente simbólica que representa la dimensión corporal, instintiva y mecánica del ser humano. Lejos de despreciarlo, el sabio sufi y teólogo lo sitúa en su lugar justo dentro del orden espiritual: como instrumento útil, necesario, pero subordinado al corazón, que es la sede de la sabiduría, la intención y la conexión con Dios.

Al-Ghazālī distingue entre las funciones del cerebro, donde residen la percepción, la memoria, la imaginación y otras capacidades racionales, y el corazón (qalb), entendido no como órgano físico, sino como centro de la vida espiritual. Mientras el cerebro puede actuar de forma mecánica y repetitiva, solo el corazón es capaz de intención sincera (niyya), amor divino, y conocimiento real (maʿrifa).

En este esquema, el cuerpo y la mente racional —como el burro— deben servir a la guía del corazón. Si el burro lleva bien su carga y cumple su tarea sin desviarse, ha cumplido con su propósito. Del mismo modo, el cuerpo humano cumple su perfección no por su autonomía, sino cuando se somete a la orientación espiritual del corazón purificado.

Para al-Ghazālī, el peligro surge cuando el burro guía al jinete, es decir, cuando el cuerpo o la razón sin luz espiritual domina al corazón. En tal caso, el ser humano cae en el deseo, la distracción y la ignorancia.

También está Suhrawardi habla de “jinetes de burros levantados como sufíes”, está empleando una imagen cargada de ironía y juicio espiritual. El burro, en la tradición sufí, representa frecuentemente el alma inferior (nafs), lo instintivo, lo pasional, lo mecánico. Montar un burro puede representar humildad si es sincero, pero en este contexto simboliza la pretensión vacía, el disfraz externo de espiritualidad.

El “jinete de burro” se presenta como un sufí —viste el manto azul, se une a la danza, pronuncia las fórmulas—, pero no ha pasado por la transformación interior real. Es un impostor del camino espiritual, que al primer “golpe” de los “guerreros del Camino de la Realización” —es decir, los verdaderos buscadores y portadores de conocimiento interior— falla en su esencia, se desmorona.

También en este periodo está la formulación teórica conocida como El asno de Buridán (o “burro de Buridán”). Esta es una célebre paradoja filosófica que se utiliza para ilustrar los límites de la razón pura, la indecisión ante opciones iguales y las consecuencias de una voluntad suspendida por falta de causas determinantes.

Aunque se le atribuye tradicionalmente al filósofo escolástico Jean Buridan (ca. 1300–1358), no hay evidencia directa de que él haya formulado la parábola del asno. De hecho, Buridan no menciona literalmente el burro; sin embargo, su teoría de la voluntad libre y la causalidad racional fue el punto de partida para esta alegoría que más tarde fue atribuida a él por sus críticos.

Renacimiento

Siguiendo la tradición medieval, el burro fue ampliamente utilizado como metáfora de la ignorancia, la testarudez y el alma vulgar. En la iconografía y en la literatura satírica, representaba al inculto, al que no sabe latín, al enemigo del saber. Era común ver al burro en manuales pedagógicos o emblemas morales como el emblema del "asno leyendo", donde se burlaban de quienes aparentaban sabiduría sin comprensión. El refrán latino asinus ad lyram (“el asno ante la lira”) reflejaba esta burla: no puede entender la música ni la armonía, como el necio ante el arte.

En obras como el Elogio de la locura (Stultitiae Laus, 1509), Erasmo presenta a la diosa Locura exaltando su dominio sobre todas las clases humanas, especialmente sabios, teólogos, predicadores, y políticos, quienes creen tener conocimiento o autoridad, pero en realidad actúan como burros cargados de libros. Esta imagen —que resuena también con el versículo coránico 62:5, conocido en la Edad Media— expresa la idea del que acumula información sin sabiduría, que repite sin comprender, que enseña sin vivir lo que predica.

"Cargados de libros como burros, van a las cátedras, los púlpitos o los tribunales, pero ni el peso de su saber ni su apariencia imponente los hacen menos necios." 

El burro, entonces, no es el campesino honesto ni el trabajador humilde, sino el necio revestido de autoridad, el que no reconoce su ignorancia porque se ha disfrazado de sabio.

Giordano Bruno también utiliza la imagen de burro en obras como La cena de las cenizas (La cena de le ceneri) y La expulsión de la bestia triunfante (Spaccio de la bestia trionfante), Bruno critica duramente a los teólogos, filósofos aristotélicos y pedantes escolásticos, a quienes califica de “asnos cargados de letras”, que repiten sin comprender, que profesan una sabiduría muerta, y que se aferran a un conocimiento sin vida ni libertad. 

Por otra parte, también trata esta imagen en otras obras como por ejemplo, la Cábala del Caballo Pegaso. En el universo clásico, Pegaso es el símbolo de la inspiración poética, el vuelo del alma, la ascensión al mundo celeste de las ideas. Sin embargo, Bruno —especialmente en obras como La expulsión de la bestia triunfante y Los heroicos furores— no tiene reparos en ridiculizar esta imagen cuando está vacía de sustancia real.

Lo que Bruno denuncia es que muchos aparentan volar en el Pegaso de la poesía, la teología o la filosofía, pero en realidad montan un burro pesado, testarudo y sin alas. En otras palabras: fingen elevación espiritual o intelectual, pero están anclados en la ignorancia, el orgullo o el formalismo. Esta inversión irónica puede formularse así:

“No todo el que cree volar en Pegaso escapa de ser un burro con alas de papel.”

Conclusión

Desde la Antigüedad hasta el Renacimiento, la figura del burro ha oscilado entre símbolo de necedad, obstinación e ignorancia —como en Platón, Aristóteles y los moralistas medievales— y emblema de humildad, servicio y sabiduría oculta, como en la tradición bíblica, sufí y en autores como Lutero o Bruno. Relegado por su apariencia simple, el burro se convierte, paradójicamente, en espejo de la condición humana: criatura terrestre, cargada de pasiones, pero capaz de portar lo divino cuando se somete al orden del alma o a la guía espiritual


miércoles, 16 de julio de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro I) (Capítulo XXXI - XL) (1580)

En el Libro I de sus Ensayos, Michel de Montaigne despliega una mirada aguda, irónica y profundamente humana sobre los más diversos aspectos de la vida y el pensamiento. En esta última sección del volumen, el autor medita desde lo divino hasta lo cotidiano, reflexionando con libertad sobre el juicio religioso, el deseo de morir, la fuerza de la costumbre, la política, la soledad, el cuerpo y el alma. Cada capítulo revela su estilo conversacional y su escepticismo ilustrado, invitando al lector no a aceptar conclusiones definitivas, sino a pensar por sí mismo y a reconocerse en la complejidad de lo humano.

Referencias:

(1) Esta podría ser una referencia y un antecedente a las actuales las bolsas de empleo, oficinas laborales, tablones de anuncios y clasificados, redes de colaboración ciudadana, entre otras. 




ENSAYOS 

LIBRO I: Capítulo XXXI - XL

Capítulo XXXI

De la conveniencia de juzgar sobriamente de las cosas divinas

Montaigne observa que, cuanto menos conocemos un tema, con más firmeza solemos opinar sobre él, y que esa ignorancia otorga una falsa libertad para afirmar lo que sea, sin riesgo de refutación. A través de una crítica aguda y satírica, incluye entre los que incurren en esta presunción tanto a charlatanes como a ciertos teólogos, mostrando que, al tratar lo divino sin sobriedad ni prudencia, se cae fácilmente en la impostura. Así, Montaigne reafirma su escepticismo: no hay mayor temeridad que hablar con certeza de lo que es, por naturaleza, inescrutable.

Admira la humildad de ciertos pueblos de las Indias, que, tras una derrota, no culpan a Dios sino que le piden perdón, reconociendo su posible culpa. En contraste, critica la actitud de quienes hacen depender su fe cristiana del éxito de sus empresas, como si la verdad religiosa se validara por la buena suerte. Para Montaigne, esta relación entre fe y prosperidad es peligrosa, pues debilita la constancia religiosa cuando los acontecimientos se tornan adversos. La fe, sostiene, debe mantenerse firme más allá de los azares del mundo, confiando en la sabiduría inescrutable de Dios.

Ahora bien, existen casos en que se atribuyen a la divinidad. Montaigne ejemplifica con episodios concretos —como las batallas de la Rochelabeille, Montcontour y Jarnac— cómo los vencedores atribuyen sus triunfos a la aprobación divina, mientras que los derrotados interpretan sus fracasos como castigos edificantes. Este juego de interpretaciones, advierte Montaigne, es engañoso y diseñado para manipular al pueblo. Frente a ello, propone un enfoque más honesto: enseñar los fundamentos racionales y espirituales de la fe, sin depender del azar de la guerra. Al final, recuerda que incluso los cristianos sufren derrotas, lo cual demuestra que no se puede pesar lo divino en la balanza humana sin deformarlo.

Si se quiere ver una señal del castigo de Dios en la forma en que murieron los herejes León y Arrio, entonces habría que aplicar el mismo criterio a casos similares, como el del emperador Heliogábalo o incluso el de santa Irene, quien también murió en circunstancias escatológicas. Los designios divinos escapan a nuestra comprensión, y no deben interpretarse livianamente según apariencias externas.

Montaigne insiste en la imposibilidad de penetrar los designios divinos con las armas de la razón humana. Dios, afirma, usa tanto la dicha como la desgracia terrenal de forma misteriosa, enseñándonos así que no debemos vincular directamente el destino con el mérito o la culpa. Los intentos de racionalizar lo divino acaban siempre enfrentados a contradicciones, como bien lo señala san Agustín. Frente a este límite, Montaigne recomienda la humildad: conformarse con la luz que se nos da, sin pretender forzar una claridad mayor. Aquel que se atreve a mirar más allá de lo permitido —como Ícaro— corre el riesgo de quedar ciego. La cita final, tomada del libro de la Sabiduría (9,13), refuerza esta idea: “¿Quién de los hombres puede conocer el consejo de Dios, o quién puede imaginar lo que quiere el Señor?”.

Capítulo XXXII

De cómo algunos buscaron la muerte por huir los placeres de la vida

Ciertos antiguos filósofos que consideraban legítimo buscar la muerte para evitar los sufrimientos de la vida. La naturaleza misma invita al retiro definitivo cuando la existencia se vuelve intolerable. Conservan la vida, según ellos, quienes aún encuentran en ella algún bien; pero perseverar en el dolor sin esperanza sería ir contra la razón natural. Montaigne no impone un juicio moral, sino que presenta estas posturas con distancia reflexiva, dejando al lector ante una cuestión tan humana como inquietante: ¿es la vida valiosa en sí misma, o lo es por los bienes que ofrece?

Se detiene en una forma aún más radical de desprecio por la vida: no solo la huida del dolor, sino también el rechazo voluntario de los placeres, honores y riquezas. Le sorprende encontrar este tipo de actitud no en el rigor estoico, donde sería esperable, sino en un consejo atribuido a Epicuro, quien suele asociarse con la búsqueda mesurada del placer. Séneca, citando a Epicuro, recomienda a Lucilio renunciar a una vida de pompa y poder, y si no puede hacerlo suavemente, que la corte de raíz. Montaigne reconoce en ello una disposición extrema, rara incluso entre los antiguos, y señala que solo ha conocido algo similar entre cristianos que acompañan ese gesto con una actitud de humildad y templanza. 

En este sentido, Montaigne relata la historia de san Hilario de Poitiers y su hija Abra como un ejemplo extremo del desprecio por los bienes mundanos. A través de una carta, el obispo convence a su hija de renunciar a los placeres, riquezas y pretendientes que la rodeaban, ofreciéndole en su lugar una promesa de gloria espiritual. No contento con ello, pide fervientemente a Dios que la saque del mundo, lo cual se cumple poco después, causando en él un profundo gozo. La historia se vuelve aún más notable cuando la madre, comprendiendo el sentido espiritual del suceso, solicita también su propia muerte para alcanzar la bienaventuranza eterna. Montaigne destaca lo extraordinario del caso: no solo se desea la muerte para uno mismo, como en los ejemplos anteriores, sino que se pide para seres queridos, por motivos espirituales. 

Capítulo XXXIII

Coincidencias del acaso y la razón

Montaigne reflexiona sobre los sorprendentes cruces entre el azar y la aparente justicia, donde el destino parece obrar como si respondiera a una lógica moral. El ejemplo del duque de Valentinois y su padre, el papa Alejandro VI —quienes mueren al beber por error el veneno destinado a otro— ilustra cómo el acaso, en su inconstancia, a veces ejecuta castigos que parecen dictados por la razón. Montaigne no sostiene que haya una providencia que guíe estos hechos, pero sí se maravilla de cómo la fortuna, sin previsión ni conciencia, puede producir desenlaces que se asemejan a actos justos. 

De hecho el azar se burla de quienes tratan de alcanzarlo. Montaigne narra el caso de dos caballeros enamorados de la misma dama: uno triunfa en el amor y logra casarse con ella, pero el mismo día de su boda —antes siquiera de consumarla— cae prisionero del rival en una escaramuza. La escena, casi teatral, retrata una fortuna caprichosa que revierte las situaciones en el momento más inesperado. La dama, invocando la cortesía caballeresca, logra la liberación de su esposo, en una resolución que mezcla honor, burla y juego de apariencias. Para Montaigne, este tipo de coincidencias —en que la fortuna parece mofarse de nuestras pasiones y planes— evidencia cuán poco control tenemos sobre el curso de los acontecimientos, incluso en los asuntos más personales y deseados.

No solo eso. El azar puede incluso burlas los planes más meticulosamente diseñados. El capitán Ranse, que formaba parte del ejército francés, había ordenado colocar una mina (una carga de explosivos o una excavación para derribar un muro) bajo una parte específica de la muralla de la ciudad de Erone, con la intención de abrir una brecha para permitir el asalto. Esta estrategia era típica en los asedios de la época. Sin embargo, al detonarse la mina, en lugar de provocar el derrumbe caótico del muro hacia adentro o hacia los lados, el muro cayó de forma vertical y exacta, quedando erguido en el suelo como una losa… sin generar una abertura útil ni dañar a los defensores. Es decir, la acción fue completamente inútil, y los sitiados no solo no perdieron defensa, sino que pudieron continuar resistiendo como si nada hubiera pasado.

También está el caso de Jasón Fereo que es especialmente llamativo: afectado por una grave apostema (una inflamación purulenta) en el pecho, desahuciado por los médicos y desesperado, decide lanzarse en medio del combate con la esperanza de morir con honor. Sin embargo, una herida lo salva: revienta la apostema y lo cura, mostrando que incluso en la violencia del campo de batalla el azar puede operar como médico invisible.

Luego Montaigne menciona la historia del pintor Protógones, quien lucha por representar con precisión la espuma del hocico de un perro fatigado. Al perder la paciencia y lanzar una esponja con pintura contra el cuadro para arruinarlo, la casualidad hace que la mancha espontánea produzca el efecto justo que su técnica no pudo alcanzar. Aquí el azar no solo interviene, sino que corrige al arte mismo, revelando una perfección inesperada.

El relato de la reina Isabel de Inglaterra añade una dimensión política y militar al poder del azar: obligada a desembarcar con su ejército, deseaba arribar a un puerto que, sin saberlo, era una trampa de sus enemigos. Pero una tormenta o el desvío de los vientos la obliga a tocar tierra en otro sitio más seguro, permitiéndole salvarse. La fortuna, en este caso, corrige el error estratégico mejor que la previsión humana.

Otra anécdota es la de un hombre que lanza una piedra a un perro y, accidentalmente, golpea a su madrastra y la mata. El hecho es trágico y grotesco, pero da pie a una cita poética (omitida en la edición que manejamos) en que probablemente el autor de la acción exclama que el destino ha obrado con justicia por medios que él no buscaba.

Finlamente Montaigne nos cuenta de Ignacio y su hijo, proscritos por los triunviros romanos, deciden quitarse mutuamente la vida para evitar caer en manos de la crueldad oficial. El acto, ya de por sí desgarrador, se ve envuelto en una serie de coincidencias que parecen guiadas por una suerte compasiva: ambos reciben heridas mortales, pero conservan las fuerzas justas para apartar sus espadas y morir abrazados.

El relato adquiere un tono casi sagrado cuando Montaigne narra cómo los verdugos cortan sus cabezas juntas, mientras sus cuerpos permanecen unidos, y sus heridas se confunden como si compartieran una misma vida y una misma muerte. Aquí, el azar no solo actúa como instrumento de escape frente al horror, sino que otorga al gesto final una estética conmovedora, como si la fortuna hubiera querido consagrar la fidelidad, el amor y la decisión compartida entre padre e hijo.


Capítulo XXXIV

De un vacío en nuestros usos públicos

En este capítulo Montaigne nos habla de su difunto padre quien tenía una idea muy particular para la época: crear una especie de centro de informaciones. Algo así como un registro ciudadano de ofertas y demandas. La propuesta consiste en que, en las ciudades, exista un lugar accesible donde las personas puedan anotar lo que buscan o lo que ofrecen —desde bienes como perlas, hasta servicios, empleos, viajes o compañía— y donde un funcionario lleve un registro de ello(1).

Otra cuestión que Montaigne observa en los usos públicos es aquella relativa a los hombres de saber que viven en condiciones deplorables. Cita con pesar casos concretos, como Lilio Gregorio Giraldo en Italia y Sebastián Castellión en Alemania, sabios notables que, a pesar de su talento, vivieron en la indigencia.

Montaigne no atribuye esta situación a la maldad generalizada del mundo —de hecho, dice que el mundo no está tan corrompido— sino a un problema de comunicación, de falta de visibilidad, lo que conecta directamente con la idea del registro público que había planteado antes: si se conociera la situación de estas personas, muchos las habrían ayudado.

En este contexto, introduce una figura anónima (que bien podría ser él mismo), alguien que posee medios y desearía emplearlos en proteger del infortunio a los hombres de mérito que sufren sin justicia. No se trata de ofrecer lujos, sino de brindarles lo necesario para vivir con dignidad, incluso en medio de las dificultades.

En lo privado, Montaigne escribe cómo su padre no solo llevaba un registro contable de los gastos y movimientos económicos —algo habitual—, sino que también encargaba a su secretario mantener un diario o crónica de la vida familiar, una suerte de memoria histórica privada.

Este registro incluía fechas de eventos importantes, visitas, viajes, trabajos, celebraciones, defunciones y cambios relevantes en la vida doméstica. Montaigne valora profundamente esta práctica, considerándola tanto útil como afectiva: permite no solo recordar con precisión hechos pasados, sino también revivir momentos significativos cuando el tiempo y la memoria comienzan a desdibujarlos.

Él mismo confiesa que no ha sabido imitar esa costumbre, y lo lamenta como una “torpeza”, reconociendo en ese hábito una forma valiosa de conexión con el pasado, una pequeña historia personal y familiar que da continuidad, identidad y sentido a la vida ordinaria.


Capítulo XXXV

De la costumbre de vestirse

Cualquiera sea el tema que trate, suele verse obligado a ir contra la costumbre, porque los usos sociales han colonizado casi todos los aspectos de la vida, hasta el punto de que resulta difícil distinguir lo que es natural de lo que es convencional. Esta observación lo lleva a meditar, en pleno invierno europeo, sobre la desnudez de los pueblos "recientemente descubiertos", como los indígenas de América, que vivían sin ropa, incluso en situaciones que a un europeo le parecerían intolerables.

¿Es esta costumbre, se pregunta Montaigne, fruto del clima cálido o una manifestación de una necesidad natural del hombre? Retoma aquí una vieja inquietud filosófica: ¿qué pertenece realmente a la naturaleza humana y qué ha sido deformado o encubierto por la costumbre y la civilización?

Para ilustrar su idea, recurre al ejemplo del resto de los seres vivos: plantas, árboles y animales, todos están naturalmente dotados de una protección —piel, corteza, conchas, pelo, plumas, etc.— y no requieren del auxilio artificial de prendas o coberturas. Cita entonces el verso latino de Lucrecio (De rerum natura), que afirma precisamente que casi todas las cosas están protegidas naturalmente por cuero, pelo, conchas, callos o cortezas.

En la célebre batalla de Platea, los griegos derrotan a los persas bajo el mando de Pausanias, y en el reparto de la gloria —costumbre común entre los griegos— se reconoce a los espartanos como los más valientes.

Sin embargo, lo interesante para Montaigne no es la victoria en sí, sino el criterio espartano para evaluar el mérito individual. Según el relato, se reconoció que Aristodemo (a quien Montaigne llama Aristomedo) fue, en efecto, el más valeroso en combate, pero aun así no se le otorgó premio alguno, pues se consideró que su arrojo nacía del deseo de redención personal, al haber sido uno de los pocos espartanos que sobrevivieron a la batalla de las Termópilas. Su heroísmo, por tanto, aunque real, quedaba moralmente descalificado por su motivación: no era pura virtud, sino una forma de borrar una falta anterior.

Critica la tendencia a desacreditar las grandes acciones del pasado, especialmente las de los antiguos, mediante interpretaciones maliciosas o cínicas. Observa que muchos en su tiempo —hombres cultivados, incluso— dedican su ingenio no a admirar la virtud, sino a oscurecerla, atribuyendo a las acciones nobles motivos bajos o egoístas, como el deseo de fama, venganza, culpa o interés personal.

Montaigne no niega que sea posible —y a veces necesario— examinar críticamente las intenciones humanas, pero advierte que hacerlo sistemáticamente para disminuir el valor de las acciones heroicas o virtuosas no es un ejercicio de sagacidad, sino de grosería mental, una muestra de la deformación moral del juicio. Para él, ese tipo de escepticismo no es señal de profundidad, sino de un espíritu deformado por las costumbres decadentes de su época.

Así como otros ejercen su ingenio para mancillar los nombres ilustres, él se toma la licencia contraria: la de honrarlos, elevarlos y celebrar su virtud, no como un acto de adulación vacía, sino como una forma de justicia moral y pedagógica.

Montaigne reconoce con humildad que ningún esfuerzo de la imaginación puede estar a la altura de la grandeza de ciertos hombres, elegidos —dice— como ejemplos del mundo por la aprobación de los sabios. La virtud, cuando es auténtica, debe ser representada con sus colores más bellos, porque es deber de los hombres honrados preservar su esplendor, incluso si el entusiasmo llega a teñirse de cierta pasión.

Y ahora sí, Montaigne nos habla de su entrañable admiración por el joven Catón a través de un recurso literario y crítico: comparar cómo distintos poetas latinos han cantado su figura. Lo hace no solo para ensalzar al personaje, sino también para reflexionar sobre la naturaleza y el poder de la poesía misma.

Primero, establece una especie de jerarquía poética. Alude a cinco poetas latinos que elogian a Catón, evaluándolos según su capacidad de conmover y elevar el espíritu. No los nombra de inmediato, sino que describe la gradual intensidad de sus versos: los dos primeros son “lánguidos”, el tercero “vigoroso pero excesivo”, el cuarto “admirable”, y el quinto “trascendente”, aquel ante el cual el alma se sobrecoge de admiración, como si se tratara de algo más allá de lo humano.

Esta progresión le sirve de antesala para desarrollar una idea central: la verdadera poesía está más allá de las reglas del arte, es una fuerza que arrebata, que excede al juicio racional. La compara con el relámpago, que no puede mirarse directamente, y con el imán, que transmite su fuerza de cuerpo en cuerpo: del poeta al actor, del actor al público. Este furor poético, que los antiguos llamaban inspiración o enthousiasmos, es la marca de la poesía verdadera, aquella que no solo dice, sino transforma y arrastra.

Montaigne luego confiesa su propio vínculo profundo con la poesía, desde su infancia, y cómo ha evolucionado su gusto: primero por la ligereza y el ingenio (Ovidio), luego por la agudeza (Lucano), y finalmente por la fuerza constante y majestuosa (Virgilio).

Finalmente, cita los cinco versos latinos que alaban a Catón, y ahí revela la identidad de los poetas. Los versos son:

  1. "Sit Cato, dum vivit, sane vel Caesare major"
    “Sea Cato, mientras viva, incluso mayor que César” — probablemente de Martial u otro poeta menor. Aquí se le compara favorablemente con César, aunque con una formulación algo tenue.

  2. "Et invictum, devicta morte, Catonem"
    “Y a Catón, invicto, aunque vencido por la muerte” — probablemente de Lucano, destacando su integridad moral incluso en la derrota física.

  3. "Victrix causa diis placuit, sed victa Catoni"
    “La causa victoriosa agradó a los dioses, pero la vencida a Catón” — de Lucano (Farsalia), uno de los versos más célebres sobre Catón, que eleva su figura moral por sobre el resultado bélico.

  4. "Et cuncta terrarum subacta, praeter atrocem animum Catonis"
    “Y todo lo de la tierra fue sometido, salvo el ánimo indomable de Catón” — probablemente también de Lucano, destacando la incorruptibilidad del carácter de Catón.

  5. "His dantem jura Catonem"
    “Y entre ellos, a Catón dando las leyes” — de Virgilio, Eneida VI, verso 816, donde aparece Catón en el mundo de los justos como juez eterno. 

Montaigne lo llama “el maestro del coro”, y le da el lugar supremo en su escala de admiración.


Capítulo XXXVII

De cómo reímos y lloramos por la misma causa

Montaigne comienza relatando la historia de Antígono. Antígono (rey helenístico, posiblemente refiriéndose a Antígono II Gónatas) reprendió a su hijo porque, luego de una batalla, este le presentó la cabeza cortada de su enemigo, el rey Pirro. En lugar de alegrarse por la victoria o el trofeo de guerra, Antígono se entristeció profundamente y lloró, mostrando respeto y dolor por la muerte del adversario, incluso siendo su enemigo. Lo mismo ocurrió cuando a César le mostraron la cabeza de Pompeyo. 

Una de las cosas que Montaigne señala es que entre los muchos humores que tiene el ser humano, uno suele ser el predominante, el más fuerte. Sin embargo, hay ocasiones en el que el más débil podría dominar. Y esto no es solo con los niños, sino que también en los adultos al emprender algún viaje, al separarse e su familia y amigos no haya sentido decaer su ánimo; y si las lágrimas no brotan abiertamente de sus ojos, al menos puso el pie en el estribo con rostro melancólico y triste.

Cuando el mismo Montaigne regaña a su criados, si bien lo hace con fuerza y enojo, también admite que es capaz de ayudarlo en todo lo que ellos necesiten. Es decir, hay veces que dominan unas pasiones y otras. 

El remordimiento de Nerón tras ordenar el asesinato de su madre, o la reacción de Jerjes, quien pasa de la euforia al llanto al ver la magnitud y destino trágico de su ejército— Montaigne sostiene que no somos seres de una sola pieza, sino compuestos por impulsos, emociones y razones que se suceden y mezclan sin cesar.

La mente reacciona más rápido que cualquier impresión sensible; es decir, que la emoción se adelanta a la razón. No debemos juzgar contradictorios ni hipócritas estos sentimientos, pues pueden coexistir deber y duelo, justicia y dolor.

Capítulo XXXVIII: De la soledad


Montaigne comienza diciendo que se debe pensar más allá de la típica dialéctica entre vida solitaria y vida activa. Cita el siguiente aforismo:

''que no hemos venido al mundo para nuestro particular provecho, sino para realizar el bien común''

Sin embargo, Montaigne sostiene que, en realidad, la mayoría busca cargos públicos y poder no para servir a los demás, sino para beneficiarse a sí mismos, y que los medios corruptos que se emplean para alcanzarlos revelan las verdaderas intenciones. Montaigne incluso señala que hasta la elección de la vida retirada puede obedecer a la misma ambición, deseosa de libertad y poder sobre sí misma.

Citando a Bias y al Eclesiastés, concluye que si la mayoría de los hombres son injustos, entonces vivir entre ellos es peligrosamente contagioso, y que la vida en sociedad puede degradar más que elevar. Así, su reflexión va más allá de la simple oposición entre vida activa y contemplativa: pone en tela de juicio la sinceridad moral del hombre común y expone su escepticismo ante la virtud pública como verdadera motivación de la acción política.

Existe una dificultad moral de vivir en sociedad sin contaminarse con los vicios ajenos. Señala que, entre los hombres, uno debe elegir entre imitar o aborrecer a los malos, y ambas opciones son problemáticas: imitarlos corrompe, pero odiarlos agota y no siempre es justo, ya que los vicios son variados y confusos. A través de ejemplos antiguos y modernos —como Bias o Albuquerque—, Montaigne muestra cómo la compañía de los malvados es peligrosa incluso para los justos, y cómo los sabios, si pueden elegir, prefieren la soledad o la retirada a una vida rodeada de corrupción.

Montaigne no niega que el hombre virtuoso pueda soportar la sociedad, pero advierte que ello exige una fuerza excepcional. La presencia constante del mal ajeno termina afectando incluso al más sano, como ilustra con la crítica a la respuesta de Antístenes: convivir con enfermos puede curarlos, pero pone en riesgo la salud del médico.

Para el filósofo, el fin último de la soledad es vivir sin cuidados y agradablemente, pero que lamentablemente se ocupan medios equivocados para alcanzar una vida de esta forma. De hecho,  muchas veces creemos que vamos a estar en la soledad, pero la verdad es que la cambiamos por otras ocupaciones. El ser humano debe cambiar desde su interior, pues éste es como un cuerpo enfermo, si cambia de lugar este no curará por cambiarse de sitio, de hecho, el enfermo hará más mal. Montaigne señala: el tormento lo llevamos con nosotros. 

Por lo tanto, la solución para el filósofo es que el alma se recoja en sí misma y se asile en sí misma, y eso es lo que constituye la soledad verdadera. Esta se puede disfrutar en cualquier parte, pero es verdad que se disfruta mejor estando aislado. 

En consecuencia, es mejor hacernos cargo de nuestros propios temores que recurrir a otros, desprendámonos de todo lazo que nos una con los demás.

A través de ejemplos históricos y filosóficos —Estilpón, Antístenes y san Paulino de Nola— muestra que el verdadero hombre sabio no pierde nada esencial cuando lo pierde todo en el mundo exterior, porque su riqueza auténtica está en su interior: en su conciencia, en su virtud, en su saber. Cuando Estilpón dice que no ha perdido nada, a pesar de la ruina de su ciudad y de haberlo perdido todo externamente, afirma que lo verdaderamente suyo —su razón, su carácter, su alma— permanece intacto.

Sin embargo, esto no es un estado de pasividad, sino que todo lo contrario. El solitario debe dedicarse a un oficio que le sirva espiritualmente o intelectualmente. Así, algunos filósofos se dedican al acto de las letras en la soledad. 

Ahora bien, existen hombres de contextura robusta que pueden tener la posibilidad de dejar todas sus posesiones y tener un camino espiritual. No obstante, Montaigne nos dice que su propio alma es vulgar, que necesita de todas aquellas cosas que necesita el cuerpo. 

Finalmente, Montaigne contrasta dos maneras de entender la retirada del mundo: una falsa, ostentosa, que busca aún la gloria y el reconocimiento incluso en la soledad, y otra verdadera, modesta y sincera, que busca el recogimiento del alma por sí mismo. Epicuro y Séneca —aunque pertenecientes a escuelas diferentes, epicúrea y estoica— coinciden en invitar a sus discípulos a un retiro honesto, sin el deseo de que el mundo los siga mirando o recordando. Les piden que se despojen no sólo de las acciones públicas, sino también del fruto de esas acciones, es decir, de la fama y el renombre.

Montaigne elogia esta forma de vida interior, que no se apoya en el juicio ajeno, sino en el dominio de uno mismo. La verdadera grandeza del alma, dice, consiste en tener suficiente pudor y reverencia por uno mismo como para actuar en la soledad como si estuviéramos siempre bajo la mirada de los sabios, como Catón, Arístides o Foción. Solo cuando somos capaces de sostenernos en la presencia imaginaria de estos modelos éticos, y de juzgar nuestras acciones con esa vara, estamos realmente libres.

Capítulo XXXIX: Sobre Cicerón

Montaigne critica a Cicerón en este pasaje por representar una forma de filosofía que, aunque refinada y elocuente, sigue buscando la ostentación y el reconocimiento público. Lo menciona junto a Plinio el Joven como representantes de una filosofía más preocupada de la apariencia, del discurso y de la gloria, que del verdadero retiro del alma hacia sí misma.

En contraste con la filosofía "sencilla y verdadera" que predican Epicuro y Séneca —orientada al recogimiento interior, al desapego del mundo y al autogobierno del alma—, Montaigne sugiere que la filosofía de Cicerón es más bien retórica y externa, una que no logra desprenderse de la necesidad de ser vista, aprobada o celebrada por los demás.

Así, para Montaigne, la figura de Cicerón encarna una forma de sabiduría que no ha renunciado al teatro del mundo: sigue hablando para los otros, sigue "bailando" en público, mientras que el sabio verdadero debería aspirar a una conversación silenciosa consigo mismo, sin esperar recompensa ni reputación.

Los elogios

Montaigne critica la superficialidad de ciertos elogios que se dirigen a figuras públicas, especialmente a los gobernantes, cuando se los celebra por habilidades que, aunque admirables en general, no se corresponden con la dignidad y responsabilidad de su cargo. Considera que es casi una burla destacar a un rey por ser buen pintor, cazador o bailarín, si antes no se ha reconocido su justicia y capacidad de gobierno, que son las virtudes propias de su función.

Montaigne pone como ejemplos a Ciro, cuya afición por la agricultura es digna en complemento a sus cualidades reales, y a Carlomagno, quien sí es loado por su elocuencia y aprecio por las letras, atributos que Montaigne valora porque se alinean con la dignidad del oficio de rey.

También cita un episodio donde Demóstenes critica a sus colegas por alabar a Filipo de Macedonia por cualidades físicas o triviales, como su belleza o su capacidad para beber. Estas, dice Montaigne, son cualidades propias de una mujer, un abogado o incluso una esponja, no de un soberano.

Plutarco sostiene que destacarse en habilidades secundarias revela una mala administración del tiempo y del esfuerzo, que debería haberse dedicado a virtudes más necesarias y útiles, como el gobierno, la justicia o la sabiduría. Es decir, no está mal saber cantar, tocar flauta o debatir sobre música, pero sí lo está cuando esas destrezas se cultivan en detrimento de los deberes fundamentales del cargo que se ostenta.

Así, Filipo de Macedonia reprende a su hijo Alejandro por cantar demasiado bien, pues considera vergonzoso que un príncipe se haya perfeccionado en un arte que no corresponde a su rol. Otro músico también critica a Filipo, deseando que nunca llegue a saber tanto como él sobre música, porque sería impropio de su dignidad como rey.

Montaigne también recuerda el ejemplo de Ifícrates, que frente a las críticas de un orador que no era ni guerrero ni soldado, le responde con ironía que su virtud está en saber mandar a todos esos tipos de hombres, subrayando así que el liderazgo no requiere dominar todos los oficios subordinados, sino saber dirigirlos.

Con respecto a su propia obra, es decir a estos Ensayos, aclara que cuando alguien elogia su forma de escribir, él sospecha que, en el fondo, lo hacen para minimizar la profundidad de sus ideas, como si su mérito residiera solo en cómo lo dice y no en lo que dice.

Montaigne sostiene que, si bien puede haber autores más profundos o sistemáticos, su obra está colmada de materiales ricos y densos, que ha dispuesto de forma deliberadamente suelta para dar más espacio al pensamiento que a la forma. Afirma que muchas de las citas que incluye —que a veces parecen triviales— son, en realidad, semillas fértiles, capaces de generar por sí mismas múltiples ensayos, si se reflexionan cuidadosamente.

Además, aclara que las citas no están puestas solo como adorno o autoridad, sino que cumplen diversas funciones: son puntos de partida, sugerencias, resonancias que enriquecen el texto. Por eso, invita al lector atento a ir más allá de la superficie, a meditar lo leído, pues en ello puede encontrar un sentido más profundo que el que aparentemente se muestra.

Posteridad

Montaigne establece una crítica comparativa entre la vanidad literaria de Cicerón y Plinio, y la que también, aunque de modo distinto, manifiestan Séneca y Epicuro. A primera vista, todos parecen compartir un cierto deseo de trascendencia o fama póstuma, especialmente cuando afirman que sus cartas perdurarán para la posteridad. Sin embargo, Montaigne distingue una diferencia fundamental en la intención y el contenido.

Cicerón y Plinio —según Montaigne— buscan el prestigio del estilo, el refinamiento del lenguaje, la belleza formal, pero muchas veces sin sustancia verdadera, reduciéndose sus escritos a juegos de palabras, discursos vacíos, adornados pero huecos. En cambio, Séneca y Epicuro, aunque también apelan a la posteridad, lo hacen como un instrumento pedagógico o ético: intentan convencer a sus amigos de que el retiro del mundo no los dejará en el olvido, pues sus acciones y escritos serán suficientes para que la posteridad los recuerde con mérito. Pero lo más importante, señala Montaigne, es que sus escritos no buscan enseñar a hablar bien, sino a vivir bien.

Montaigne remata diciendo que la elocuencia por sí sola, sin utilidad práctica o moral, carece de valor. Aunque se reconozca la perfección del estilo de Cicerón, Montaigne mantiene su preferencia por una escritura que, más que embellecer el discurso, ayude a formar el carácter y orientar la acción moral

De hecho, Montaigne nos da una anécdota de Cicerón y un esclavo suyo al cual liberó a su esclavo por avisarle éste de que la audiencia se había aplazado. 

Lenguaje de las cartas

Montaigne reflexiona críticamente sobre la forma epistolar y el lenguaje de las cartas, revelando tanto su estilo personal como su distancia frente a las convenciones sociales de su época. Él mismo reconoce que podría haber usado las epístolas como medio literario, si hubiese tenido un interlocutor real y valioso con quien dialogar, alguien que lo motivara y lo sostuviera en la escritura. Rechaza de plano la costumbre de escribir al “viento” o a destinatarios ficticios, pues desprecia toda forma de falsedad o afectación.

Montaigne detesta también el lenguaje ceremonial, especialmente el estilo afectado y exagerado de las cartas cortesanas. Critica el uso trivial y repetido de palabras como vida, alma, devoción, siervo, esclavo, afirmando que estas expresiones se han vaciado de contenido por su uso desmedido. Así, su desdén no es solo estilístico, sino también moral: rechaza la hipocresía, la falsificación de los sentimientos y el exceso de cortesía que disfraza lo superficial como si fuese profundo.

La verdadera afectividad no necesita ser pronunciada ni reiterada en fórmulas huecas; más bien, debe percibirse en el fondo del corazón y en la autenticidad del vínculo. Por eso declara que se muestra más espontáneo y menos obsequioso con aquellos a quienes verdaderamente estima, pues con ellos no necesita de máscaras.

Critica también la artificialidad de las cartas modernas, compuestas de largas introducciones, elogios vacíos y fórmulas de despedida tediosas, que —según él— han desplazado el contenido auténtico. En contraste, describe su propia forma de escribir: improvisada, impulsiva, sin plan previo, con escritura apresurada y sin corrección posterior. Incluso dice que preferiría que alguien más redactara las fórmulas de cierre, porque no encuentra sentido ni gusto en ellas.


Capítulo XL: Como el sentimiento de los bienes y los males depende en gran parte de la idea que de ellos nos formamos

De acuerdo a Montaigne, hay una gran frase que dice que el hombre no tiene miedo de las cosas en sí, sino de la idea que tiene de ellas. Pero si esto fuera así, entonces bastaría que nosotros cambiáramos de opinión sobre esos males y seguir adelante con nuestros asuntos. De hecho seríamos locos de remate afligiéndonos por las cosas si solo depende de nuestra percepción. 

Pero ¿qué podríamos decir de la muerte, la pobreza y el dolor que serían de alguna forma los principales enemigos del hombre? sin duda que siempre nos afligen. Con respecto a la muerte, hay quienes le temen enormemente, se mueren de forma deshonrosa, vergonzosa, y otros con una serenidad como la de Sócrates. 

Montaigne reúne varios casos para mostrar que no son las cosas en sí, sino la idea que nos hacemos de ellas lo que nos afecta. Por ejemplo, un condenado a muerte temía más pasar por la calle de su acreedor que la ejecución; otro rogaba al verdugo que no lo tocara en el cuello por las cosquillas; y uno más se negó a beber por miedo al contagio del verdugo. Varios reos rechazaron el indulto ofrecido al casarse con mujeres que no les agradaban físicamente. Un criado prefirió morir con su amo antes que admitir que podía estar equivocado. Algunos habitantes de Arrás eligieron la horca antes que aclamar al rey invasor. Y hasta bufones conservaron su humor en el lecho de muerte, bromeando sobre su estado.

Relata que en el reino de Narsinga, en la India, las mujeres de los sacerdotes son enterradas vivas junto a sus esposos, y las demás mujeres se lanzan a la hoguera en los funerales de sus maridos, no con horror, sino con alegría y honor, como si ese acto sellara su virtud y fidelidad.

También recuerda un hecho ocurrido durante las guerras en Milán, donde, por la inestabilidad y el sufrimiento causados por los bandos enfrentados, muchas personas llegaron a despreciar la vida al punto de que, según le contó su padre, veinticinco propietarios adinerados se suicidaron en solo una semana. A esto añade el ejemplo histórico de los xantianos, quienes, sitiados por Bruto, eligieron colectivamente el suicidio antes que rendirse, lanzándose con sus familias al fuego y a la muerte con una resolución total.

La fuerza de una opinión puede ser tan poderosa que lleva a los hombres a ofrecer su vida por ella. Así lo demuestra el primer artículo del juramento hecho por los griegos durante las guerras médicas, donde se comprometían a morir antes que renunciar a sus leyes y adoptar las de los persas.

Del mismo modo, en las guerras entre turcos y griegos, Montaigne señala cómo muchos prefieren enfrentar muertes crueles antes que ser circuncidados o bautizados, dependiendo del bando, mostrando así que la convicción religiosa o cultural puede superar incluso el instinto de conservación.

Manuel I de Portugal, quien, sucediendo a Juan II, primero concedió la libertad a los judíos que vivían en su reino, pero luego revocó esa libertad, ordenando su expulsión. Les ofreció tres puertos para embarcarse, pero restringió esa promesa a uno solo, esperando que las dificultades del viaje y el apego al país y a sus bienes los disuadieran de partir.

Como esa estrategia no surtió efecto, Manuel implementó una medida cruel y traumática: mandó separar por la fuerza a los hijos menores de catorce años de sus padres, para educarlos en la religión católica lejos de su familia y creencias. El resultado, cuenta Montaigne citando al obispo Osorio, fue una serie de escenas de desesperación: padres y madres se suicidaban o mataban a sus hijos para evitar que fueran arrebatados y adoctrinados.

Cuando al rey Pirro le contaron que tras una gran batalla un cerdo seguía comiendo tranquilamente sobre el campo sembrado de cadáveres, él dijo:

“¡Mirad ese animal irracional que no tiene participación en la gloria ni en la vergüenza!”

Montaigne interpreta este ejemplo para mostrar cómo el dolor, el temor, la gloria o el sufrimiento están mediados por la conciencia y la opinión, no por el hecho bruto en sí. El cerdo no sufre ni se inmuta porque no tiene la representación mental de la tragedia que lo rodea, mientras que un ser humano no podría hacer lo mismo sin ser afectado, no porque el entorno sea objetivamente más doloroso para él, sino porque lo interpreta de otro modo.

Si hay un elemento del cual tenemos una representación que tenemos, es el dolor. Sin embargo, el dolor tiene su contexto, su lugar, su circunstancia, hay dolores que duelen más o menos. 

Finalmente, Montaigne nos dice que si vivir es doloroso por necesidad, se debe al menos minimizar esa necesidad, pues “nadie vive mal durante mucho tiempo, sino por su culpa”. La alternativa para quien no quiere resistir ni huir del dolor ni de la muerte, afirma con crudeza, es que no hay remedio posible.


Conclusión

Como podemos ver, dentro de estos capítulos Montaigne reflexiona sobre la percepción que tenemos sobre diversos sucesos a lo largo de la vida. Creo que la culminación de este último capítulo es clave para entender los que lo antecedieron; todo depende de la perspectiva que tengamos de los hechos. ¿Tienen sustancia los hechos?