domingo, 30 de marzo de 2025

Avicebrón - La mejora de las cualidades morales (1045)

Sin tener la intención de establecer un gran sistema de principios morales, el legado que nos deja Ibn Gabirol es absolutamente imprescindible. Ibn Gabirol escribió la Ética como una obra preliminar a su tratado filosófico principal, el Fons Vitae. En la Ética, analiza las facultades del alma humana, es decir, los impulsos naturales que, si se gobiernan adecuadamente, conducen a la virtud, pero si se dejan sin control, llevan al vicio. Este texto tiene un enfoque práctico y moral, basado en la experiencia humana, y busca mostrar cómo el alma puede elevarse espiritualmente mediante la autodisciplina.

LA MEJORA DE LAS CUALIDADES MORALES

PARTE I:

Capítulo I: Tratado del orgullo

Ibn Gabirol inicia su reflexión destacando el peligro de una actitud común pero mal entendida: la soberbia. Observa que incluso entre los sabios y personas virtuosas hay quienes dan demasiada importancia al orgullo, hasta convertirlo en un hábito que deforma su carácter. Esta disposición, particularmente presente en los jóvenes de temperamento ardiente, se manifiesta en formas como la vanidad, la jactancia y la arrogancia. Para Gabirol, estos rasgos están ausentes en los antiguos santos y sabios, cuyas virtudes verdaderas se oponían a tales excesos.

Como remedio, propone una reflexión sobre la fragilidad y transitoriedad de la existencia. Recordar que todos los seres están destinados a la disolución —incluyendo el propio cuerpo— lleva al alma altiva a la humildad. La soberbia, sostiene, no aporta beneficio alguno; por el contrario, aleja al individuo de la sabiduría y lo conduce al error, especialmente cuando lo lleva a rechazar el consejo ajeno. Gabirol respalda su advertencia con ejemplos bíblicos de figuras arrogantes que terminaron humilladas, como Faraón, Goliat o Nabucodonosor.

Además, advierte sobre las consecuencias sociales del orgullo. El hombre soberbio desprecia a sus compañeros, se vuelve altanero con sus familiares y actúa guiado únicamente por su juicio, creyéndose superior a los demás. Aunque algunos intentan justificar esta actitud como un impulso natural hacia la excelencia, Gabirol muestra que ese argumento encubre una pasión desordenada. Solo cuando el orgullo se transforma en firmeza de carácter orientada al bien y al servicio de Dios, puede ser considerado aceptable.

Finalmente, recurre a la sabiduría clásica, citando a Sócrates y Aristóteles, quienes también criticaban el orgullo desmedido y exaltaban la virtud del carácter. 

Sócrates: “¿De quién nunca se aparta la decepción? De aquel que busca un rango para el cual su capacidad es demasiado débil.”

Sócrates: “El que se erige como sabio será tenido por necio por los demás.”

Sócrates: “Se siente aversión por quien tiene una naturaleza malvada, tanto que los hombres huyen de él.”

Aristóteles: “Así como la belleza de la forma es una luz para el cuerpo, así la belleza del carácter es una luz para el alma.”

Aristóteles: “No muestra mucha nobleza de propósito un rey que domine sobre los hombres; y menos aún, un hombre sobre otro hombre.”

Recurre a proverbios, relatos y versos que ridiculizan la vanagloria y recuerdan la humildad propia de quien reconoce su condición mortal. Se recuerda a Ardeshir:

Se cuenta de Ardeshir, el rey, que dio un libro a un hombre que solía estar a su lado y le dijo: ‘Cuando me veas encolerizarme con violencia, dámelo’. Y en el libro estaba escrito: ‘Contrólate, pues no eres Dios; eres solo un cuerpo, una parte del cual está a punto de consumir a la otra, y en poco tiempo te convertirás en gusano, polvo y nada’.

Con ello, Ibn Gabirol invita a cultivar una humildad lúcida, consciente del límite humano, abierta al consejo y orientada a la perfección espiritual.


Capítulo II: Tratado sobre la mansedumbre

Ibn Gabirol nos dice que alcanzar este estado es una de las cosas más perfectas en el hombre. 

Gabirol elogia la humildad como una de las disposiciones más nobles del alma humana, digna de alabanza y símbolo de verdadera grandeza. Afirma que esta virtud fue propia de los profetas y sabios, quienes, a pesar de su elevada dignidad espiritual, se reconocían como “polvo y ceniza” (Génesis 18:27) o como “gusano y no hombre” (Salmo 22:7). Estas expresiones no rebajan su dignidad, sino que revelan su sabiduría y cercanía a Dios. Gabirol enseña que la humildad no solo conduce al honor y la prosperidad, sino que también facilita el logro de los fines en esta vida, como lo demuestra el caso del tercer capitán de Acazías, quien, al hablar con respeto al profeta Elías, salvó su vida (II Reyes 1:13). La conclusión es clara: la recompensa de la humildad es riqueza, honor y vida, tal como lo enseña el proverbio (Prov. 22:4).

 Relata la anécdota de un rey ilustre que, durante una reunión, se levantó para encender una lámpara por sí mismo. Al preguntarle por qué no dio la orden a un sirviente, respondió: “Como rey me levanté, y como rey vuelvo a sentarme”, mostrando así que el verdadero poder se manifiesta en la humildad. Este rey solía decir: “Toda gracia humana es envidiada, excepto la mansedumbre”.

La sabiduría oriental también respalda esta virtud. El filósofo Buzurjmihr decía que “los frutos de la humildad son el amor y la tranquilidad”. Ibn Gabirol añade que honrar al prójimo es honrarse a uno mismo, y que la verdadera humildad se expresa en gestos cotidianos: saludar primero, tratar con amabilidad a todos, y no temer descender de rango si es necesario.

Junto a la mansedumbre, el autor exalta la virtud de la contentación (satisfacción con lo que se tiene), a la que considera una forma de sabiduría. Quien posee esta virtud ya ha alcanzado una forma de superioridad. Cita el proverbio: “A quien Dios ama, lo inspira con contentamiento”, y recuerda que “el justo come hasta saciar su alma, pero el vientre del malvado tendrá necesidad” (Prov. 13:25). Para Gabirol, la verdadera riqueza no es material, sino interior: la tranquilidad, la paciencia y la conformidad con lo suficiente.

Advierte que estas virtudes no deben practicarse sin discernimiento. Aclara que no es correcto humillarse ante los malvados, ya que eso no es verdadera humildad, sino una forma de degradación. Cita el proverbio bíblico (Proverbios 25:26): “El justo que cae delante del impío es como fuente turbia y manantial corrompido”, lo que indica que someterse ante la injusticia equivale a deshonrar la virtud.

Para reforzar su argumento, Gabirol recoge sabiduría de diversas tradiciones. En los dichos de Lokman el sabio, se señala que “cuando el noble abandona el mundo, se vuelve humilde; pero el innoble, al hacerlo, se vuelve altivo”, lo que implica que la humildad verdadera surge del carácter elevado, no de la debilidad. Asimismo, cita el Libro de al-Kuti, que enseña: “Sé humilde sin arrastrarte, y viril sin ser arrogante”. Esta máxima distingue entre la humildad digna y la sumisión indigna, y afirma que la arrogancia es como un desierto, un extravío voluntario sin rumbo ni sentido.

Capítulo III

Tratado sobre la modestia

Ibn Gabirol comienza este capítulo señalando la estrecha relación entre la modestia y la inteligencia. Un sabio, al ser preguntado por el significado de la inteligencia, respondió que era la modestia, y cuando le preguntaron por la modestia, contestó que era inteligencia. Esto sugiere que ambas cualidades son inseparables y que la modestia es una manifestación de la inteligencia verdadera. Aunque se parece a la mansedumbre, la modestia tiene un rango más alto por estar vinculada directamente con la razón.

El intelecto, según el autor, es lo que distingue al ser humano del animal, ya que permite dominar los impulsos naturales y las pasiones. Gracias a él, el ser humano puede adquirir conocimiento, comprender la naturaleza de las cosas, reconocer la unidad de Dios y asemejarse moralmente a los ángeles. Por lo tanto, si la inteligencia es tan elevada, la modestia, que se le parece, también lo es. La prueba de esta relación es que no se encontrará un hombre inteligente que no sea modesto, ni un modesto que no sea inteligente.

Dado esto, Ibn Gabirol aconseja poner todos los esfuerzos en cultivar esta cualidad. La modestia debe ser preferida a los impulsos naturales y vista como superior a otras cualidades, porque gracias a ella se obtienen muchas virtudes y se ocultan los vicios. Quien es vestido por la modestia, dice el texto, verá que sus errores no son fácilmente notados por los demás. La modestia, entonces, trae dignidad, honor y aceptación ante Dios, y es fuente de guía y enseñanza espiritual, como indican los textos bíblicos citados.

El autor señala que la modestia no debe ejercerse solo en público, sino también en soledad. Se dice que la fe y la modestia son inseparables, y que una no está completa sin la otra. También se cita a poetas y sabios árabes que alaban la modestia como marca del noble, y se la asocia con la verdadera fe, en oposición a la impudencia que se relaciona con la incredulidad. Para adquirirla, uno debe rodearse de personas modestas, y se alaba al amigo que, incluso cuando es ofendido, actúa con comprensión y humildad.

Se cita una enseñanza profética que dice: “Si no tienes pudor, haz lo que quieras”, lo que indica que la ausencia de pudor abre la puerta al pecado. Un poeta señala que quien posee modestia irradia luz y piedad. Al-Fadil indica que las personas se mantienen unidas primero por la fe y luego por la modestia y la integridad. Aristóteles también elogia la modestia, señalando que ella multiplica los amigos y se refleja en los rostros de los niños castos. Pudor y vida están, incluso lingüísticamente, relacionados.

Se destaca que la modestia se mantiene incluso en la ira, y que la enemistad de un modesto es menos peligrosa que la amistad de un necio. Sin embargo, Ibn Gabirol advierte contra el uso excesivo del pudor cuando se trata de decir la verdad, promover el bien o difundir la religión. En esos casos, la modestia no debe impedir la acción. Cita el salmo: “Hablaré de tus testimonios ante los reyes y no me avergonzaré”, como ejemplo de valor virtuoso.

Finalmente, recuerda cómo Saúl, elegido por Dios como rey, se ocultó con modestia entre los utensilios, lo que fue visto como una señal de su humildad y valía. Concluye afirmando que, para los filósofos y sabios, la modestia es una de las virtudes más nobles del alma, comparable al alma misma en relación con el cuerpo. Un filósofo define la modestia como la capacidad de actuar del mejor modo posible y de preservar lo mejor en las cosas. El hombre modesto, en última instancia, alcanzará el poder.

Capítulo IV:

Tratado sobre la impudicia 

Ibn Gabirol comienza reconociendo que mientras dedicó muchas palabras a ensalzar la modestia, bastan pocas para condenar su opuesto: la impudencia. Esta cualidad, afirma, es reprobable a los ojos de Dios. Cita a Jeremías para describir a los impúdicos como personas endurecidas, incapaces de arrepentirse. Son comparados con quienes tienen el rostro más duro que una roca, lo que indica una falta total de vergüenza o autocrítica.

Luego, refuerza la crítica con un proverbio bíblico: “Cuando viene la soberbia, viene también la deshonra”, lo cual sugiere que la impudencia, que suele acompañar al orgullo, conduce inevitablemente al desprecio social. Incluso si el impúdico es sabio o instruido, la gente no lo respeta ni lo toma en serio como lo haría con una persona modesta. Por eso se afirma que la sabiduría se encuentra con los humildes, no con los soberbios.

Aquel que es sabio y desea seguir el camino aceptable ante Dios debe alejar de su alma esta mala disposición. Ibn Gabirol cita otro proverbio: “Orgulloso y arrogante escarnecedor es su nombre”, lo que indica que Dios castigará al impúdico conforme a sus acciones. Esta impudencia se manifiesta también como una actitud provocadora que irrita a los demás, por lo cual merece reprensión.

Cuando esta cualidad se arraiga en el carácter de una persona, quienes conviven con ella deben corregirla con firmeza, incluso incomodándola, hasta que logre liberarse de esa disposición. Esto se vincula con otra cita: “El hombre malo endurece su rostro”, es decir, se vuelve insensible y obstinado.

Sin embargo, Ibn Gabirol introduce una matización importante: la impudencia puede ser positiva si se manifiesta como audacia en defensa de la religión, al realizar el servicio a Dios o al decir la verdad. En esos contextos, la valentía que supera la timidez es virtuosa. Pero si esa audacia se usa para oponerse a los justos o a los profetas, se convierte en pecado. Así lo demuestra una cita de Ezequiel que denuncia a los “hijos impúdicos y de corazón obstinado”.

Por último, advierte que si una persona tiene una constitución física colérica (de naturaleza biliosa) y muestra esta tendencia desde joven, debe esforzarse por contrarrestarla con su opuesto. Confíe en Dios, dice Ibn Gabirol, y con práctica podrá habituarse a evitar esta cualidad reprobable y dominarla.


PARTE II:

Capítulo II: La cualidad del amor

Ibn Gabirol inicia este capítulo señalando que el amor, o más precisamente el deseo apasionado, es casi inevitable en el ser humano. Sólo aquel cuya razón domina completamente su naturaleza podría librarse de él, y este tipo de hombre es muy raro y excepcional. El deseo, afirma, es una parte fundamental de la naturaleza humana, pero quien aspire a gobernarse a sí mismo debe rechazarlo, evitarlo y no usarlo, ya que se trata de una cualidad inferior.

El sabio no alcanza la perfección hasta que su alma somete sus pasiones. Las acciones del hombre cuyo intelecto domina sobre su deseo son dignas de alabanza. En cambio, la satisfacción de los deseos suele conducir al infortunio. Uno de los signos del hombre dominado por el deseo es la inestabilidad: cambia fácilmente, es inquieto y su habla es voluble. Esta situación se agrava cuando la persona tiene una constitución colérica, está en la juventud y en la primavera del año, momento en que los impulsos son más intensos.

Por ello, el sabio debe apartarse del deseo, ya que trae consigo desprecio, oscuridad y humillación. Ibn Gabirol recuerda el caso bíblico de Amnón, quien fue destruido por seguir ciegamente su deseo. El deseo, sostiene, debe emplearse solo en el servicio a Dios y a su ley, como lo indican los salmos que hablan del deleite en la Ley del Señor.

Una forma de alejarse del deseo es el estudio, tanto del conocimiento teórico como de la ética práctica, pues quien se dedica a la sabiduría no tiene tiempo para las pasiones. Un sabio aconseja: si te ocurre algo y no sabes a quién consultar, aléjate de aquello que despierte tu pasión, ya que el deseo es enemigo del corazón. Otro dicho afirma: quien se somete al deseo, está perdido; quien se rebela contra él, obtiene la victoria.

El deseo es atractivo para los necios por el placer inmediato que proporciona, así como por la diversión, el canto y el entretenimiento. Pero ignoran el sufrimiento que vendrá después. Se entregan al placer presente porque el gozo de la sabiduría o de servir a Dios les parece lejano. Sin embargo, dice Ibn Gabirol, ese gozo no está lejos en realidad, sino que solo lo parece desde una mente no cultivada.

Por tanto, el amor debe dirigirse hacia Dios, como ordena el Deuteronomio: “Amarás al Señor tu Dios”. También debe aplicarse al amor del alma, como en el afecto entre Jonatán y David; al amor por los parientes, como el de Jacob por Raquel; a los hijos, como el de Israel por José; a la patria, como lo expresa la nostalgia del regreso a la tierra propia; a los amigos, a la esposa y, especialmente, al amor por la sabiduría, que alegra al padre del sabio. Moralmente, este amor debe mostrarse hacia todos los hombres, ya que el beneficio genera amor así como el daño engendra odio.

Ibn Gabirol advierte también contra los deseos imposibles de alcanzar. El hombre sabio debe entrenarse para mantenerse alejado de ellos, pues solo conducen al cansancio del alma, la inquietud constante y el desasosiego prolongado. Cita a poetas que describen esta frustración: durante el día se busca el entretenimiento, pero llega la noche y se encuentra dolor. Se disfruta como reyes, pero al amanecer solo queda la pobreza.

Cuando el deseo domina el alma, los sentidos se embotan y la persona pierde conciencia, entregada por completo al placer. Esto recuerda a quienes llaman al mal “bien” y al bien “mal”. Un sabio afirma que el amor por algo nos vuelve ciegos y sordos. Otro sostiene que no se alcanza lo que se ama sin sufrir por lo que se aborrece, ni se escapa de lo que se detesta sin pasar antes por el sufrimiento causado por lo que se ama.

Este capítulo, en suma, expone una visión filosófica y ética del amor y el deseo, subrayando la necesidad de que la razón y la virtud guíen las pasiones, y que el amor se oriente hacia fines nobles, no hacia placeres pasajeros que ciegan y degradan al alma

Capítulo II: Tratado sobre el odio

Ibn Gabirol comienza este capítulo afirmando que quien odia a los demás, inevitablemente será odiado por ellos. El odio, una vez que se arraiga profundamente en el alma, acaba por destruirla, ya que puede llegar incluso a hacer que la persona deteste lo que le permite vivir, como la comida y la bebida. Además, el que odia se expone al daño de la hostilidad ajena, quedando vulnerable ante las represalias o el aislamiento.

El autor observa que cuando el amor se dirige excesivamente hacia lo que no es divino, suele transformarse en odio intenso. Cita el caso bíblico de Amnón, quien tras obtener lo que deseaba de Tamar, inmediatamente la odió con gran violencia. Esto sirve como advertencia: el amor condicionado por intereses o pasiones es inestable y puede volverse destructivo cuando desaparece la causa que lo originó.

En este sentido, Ibn Gabirol aconseja no confiar en los “consejos del enemigo”, pues como dice Proverbios, los besos del enemigo son engañosos. A partir del odio surge el resentimiento, una actitud crítica y constante que ha sido ampliamente censurada, ya que el resentido nunca se encuentra en paz, no tiene amigos, y vive siempre en una condición perturbada y miserable.

El resentido es comparado con el perezoso que ni siquiera aprovecha lo que ha cazado, como dice el proverbio: “El perezoso no asa lo que ha cazado”. Esto subraya su incapacidad de disfrutar o valorar lo que tiene, a causa de su amargura. Además, Ibn Gabirol señala que muchas personas aparentan amistad con sus palabras, pero en realidad ocultan odio en sus corazones. Por eso, advierte que no se debe confiar ni siquiera en el discurso amable de alguien, pues podría ser una trampa, como ocurrió con Joab o Ismael en las Escrituras, quienes simularon afecto antes de cometer traición.

El proverbio “quien siembra odio, cosechará remordimiento” resume bien la enseñanza del capítulo: el odio no solo es dañino para los otros, sino también para quien lo alberga. La persona odiosa es incapaz de actuar correctamente ni siquiera en asuntos personales, y con mayor razón fallará en su relación con Dios. Puede parecer que reza o actúa con piedad, pero sus pensamientos son hipócritas y falsos. Así lo describen los salmos: "Le halagaban con su boca, pero mentían con su lengua."

Ibn Gabirol recuerda una enseñanza atribuida a Sócrates, en la que advertía a sus discípulos sobre el peligro del odio en el corazón, ya que los corazones de los hombres son como espejos: lo que sientes, otros lo reflejan. Es decir, si odias, tarde o temprano serás odiado. Por eso, se dice también que así como el rostro se refleja en el agua, el corazón del hombre refleja al de su prójimo.

Finalmente, el autor considera que el odio más persistente y destructivo es el que nace de la envidia. Un poeta citado afirma que todo tipo de enemistad puede curarse, excepto la que proviene de la envidia. Para cerrar, Ibn Gabirol cita el Libro de al-Kutī, donde se dice que lo mejor que puede esperarse respecto a un enemigo es lograr que vuelva a amarte, si ello es posible. Con esta idea, propone como ideal la transformación del odio en reconciliación.

Capítulo III: Tratado de la cualidad de la compasión y la misericordia

La misericordia y la compasión son cualidades que reflejan directamente la naturaleza divina del Creador. Por lo tanto, estas virtudes se vinculan con los atributos de Dios descritos en la tradición, conocidos como los trece atributos de misericordia, entre los que se cuentan ser clemente, piadoso, lento para la ira, abundante en bondad, y perdonador de la iniquidad. El sabio, dice el autor, debe esforzarse por imitar estos atributos en su conducta diaria, tanto como le sea posible.

Así como el ser humano desea que se le trate con misericordia cuando se encuentra en necesidad o aflicción, también debe mostrarse misericordioso con quienes recurren a él. Esta cualidad es sumamente loable, y según Ibn Gabirol, Dios ha distinguido a sus siervos justos precisamente por su amor hacia la misericordia. Cita como ejemplo a José, cuando se dice que “sus entrañas se conmovieron por su hermano”, señal de su compasión genuina.

La misericordia, explica, surge naturalmente en el alma del hombre sabio e íntegro. Es fruto de la bondad y la honestidad del carácter. En este sentido, también recuerda cómo el rey Salomón exhorta a socorrer a los que están en peligro de muerte, como muestra de verdadera compasión, al decir: “Si te abstienes de liberar a los que son llevados a la muerte…”

Ibn Gabirol señala que uno de los aspectos más bellos de esta virtud, cuando se piensa en Dios, es que su misericordia se extiende a todas sus criaturas, como lo dice el salmo: “El Señor es bueno con todos, y sus misericordias están sobre todas sus obras.” Esto implica que el modelo de misericordia divina debe guiar también la conducta humana.

En apoyo a esto, el autor cita el Libro de al-Kutī, donde se exhorta a no escatimar esfuerzo en salvar a quienes enfrentan la muerte. También se condena la injusticia contra los débiles, recordando que su protector es Dios mismo, el poderoso. Quien tiene un corazón compasivo y humilde, afirma el texto, encontrará prosperidad. En cambio, quien no es misericordioso, morirá a manos de otro que tampoco lo será. Esta advertencia subraya que la misericordia no solo es una virtud espiritual, sino también una necesidad práctica para la convivencia y la protección mutua entre los seres humanos.

Capítulo IV: Tratado de la dureza del corazón

Ibn Gabirol comienza afirmando de forma categórica que la dureza de corazón no se encuentra entre los hombres justos ni entre los sabios. Esta cualidad la asocia más bien con personas cuya naturaleza es similar a la de una bestia feroz, como el león, cuya hambre nunca se sacia. Esta analogía sirve para ilustrar el carácter salvaje e insaciable de quienes actúan sin compasión, y los vincula con los pueblos descritos en Deuteronomio como “una nación de rostro fiero”, lo cual es símbolo de brutalidad y falta de humanidad.

Declara que la dureza de corazón es una cualidad completamente despreciable, sin importar su grado, ya sea leve o extremo. Esta condición, explica, surge cuando el espíritu de la ira se apodera del hombre. Es decir, no es una cualidad natural del alma racional, sino una deformación provocada por la cólera desmedida. Si bien esta dureza puede llegar a utilizarse como mecanismo para ejercer venganza contra enemigos, Ibn Gabirol aclara que el sabio no debería buscar la venganza, pues eso es indigno. Para reforzar esta idea, cita Proverbios: “No te alegres cuando caiga tu enemigo”.

El uso de la dureza de corazón para hacer daño a los demás, matar sin razón, o apoderarse de los bienes de alguien inocente, es completamente condenable. Ibn Gabirol ruega a Dios que lo libre de personas así, y recuerda un salmo que muestra cómo la protección divina libró a Israel de la furia de tales enemigos despiadados: “Nos habrían tragado vivos, cuando su ira se encendió contra nosotros”.

Luego señala que incluso cuando los malvados aparentan misericordia, esta no es más que una forma de crueldad. Cita el proverbio: “Las ternuras del impío son crueles”, para mostrar que no puede esperarse verdadera piedad de un corazón endurecido. Esta dureza es, por lo tanto, una señal inequívoca de impiedad y corrupción del alma.

Finalmente, Ibn Gabirol menciona a Platón, quien en sus leyes sobre la venganza aconsejaba que quien quiera vengarse de su enemigo debe hacerlo superándolo en excelencia. Es decir, que la verdadera “venganza” del sabio no es castigar al enemigo, sino perfeccionarse a sí mismo, actuar con virtud y elevarse por sobre la ofensa. Con esto, Ibn Gabirol concluye que la dureza de corazón no tiene cabida en el alma noble.

PARTE III:

Capítulo I: Tratado del júbilo

Ibn Gabirol comienza reconociendo que la alegría se manifiesta de manera distinta en las personas, y en algunos casos es natural. Esta forma de alegría natural se encuentra especialmente en aquellos cuya complexión es cálida y húmeda, es decir, personas sanguíneas, sanas, con esperanzas ordenadas y libres de sufrimiento o aflicción. En ellas, la alegría se expresa en un exterior saludable, una constitución robusta y una vejez que llega sin prisa. Cita Proverbios para reforzar esta idea: “Un corazón alegre es buena medicina, pero el espíritu triste seca los huesos”.

Otra forma de alegría aparece cuando se logra un deseo o se cumple un anhelo. A veces, esta alegría se muestra en una sonrisa constante y sin causa aparente. Sin embargo, Ibn Gabirol advierte que esta forma de alegría superficial muchas veces va acompañada de liviandad, de la cual se burla el Eclesiastés: “Como el crujir de los espinos bajo la olla, así es la risa del necio”. La risa sin motivo es señal de necedad, según un dicho que cita el autor.

A pesar de estas reservas, Ibn Gabirol sostiene que la verdadera alegría se encuentra sobre todo en las almas puras, justas y piadosas, aquellas destinadas al Reino Celestial. Estas almas se alegran plenamente en su estado de servicio a Dios y encuentran un gozo profundo en la adoración. Para sustentar esta visión cita el Salmo 32: “Alegraos en el Señor y regocijaos, justos; y cantad con júbilo, todos los rectos de corazón”.

Aun así, Ibn Gabirol señala que el hombre bien educado debe evitar reír excesivamente en público, ya que la risa excesiva disminuye el respeto que otros le tienen y quita el velo de la dignidad. La alegría mal encauzada puede volverse frívola. Así como la ansiedad provoca lágrimas, la alegría intensa puede producir risa. Sin embargo, estas manifestaciones pertenecen al alma animal, no al alma racional, siguiendo la línea de pensamiento de Galeno. Prueba de esto es que, a veces, el hombre ríe incluso en momentos trágicos, sin poder evitarlo.

Esto lleva a Ibn Gabirol a afirmar que el ser humano debe esforzarse por someter su alma animal a su alma racional, permitiendo que la inteligencia gobierne sobre la naturaleza. Quien logra esto se convierte en uno de los hombres excelentes. Cita a Sócrates, quien dijo que todo lo que causa alegría puede también causar tristeza, mostrando así la doble cara de los afectos humanos.

Finalmente, recuerda una enseñanza ética de Diógenes: la alegría es vida y elevación para el corazón, mientras que la tristeza es angustia y destrucción. Esta última reflexión sugiere que, aunque la alegría debe estar gobernada por la razón, es una fuerza vital indispensable para una vida plena y virtuosa.

Capítulo II: Tratado sobre la aflicción

Ibn Gabirol comienza señalando que el dolor o la tristeza profunda suele instalarse en el alma cuando no se cumplen los deseos o cuando se pierden los objetos del amor. Esta emoción puede ser tan intensa que pone al alma al borde de la muerte. Por ello, la define como una cualidad grave y destructiva: un “vivo morir”. El autor anuncia que se detendrá especialmente en este capítulo, con la esperanza de que sus palabras sirvan de consuelo espiritual, ya que —afirma— los males del alma solo se curan con remedios del espíritu.

Esta tristeza tiene una constitución fría y seca, como el humor melancólico (bilis negra), y aunque nadie puede librarse totalmente de ella, hay quienes la sufren en grado extremo, llegando a padecimientos psíquicos. Ibn Gabirol cita Proverbios: “La congoja en el corazón del hombre lo abate”, y recuerda que la tristeza es visible en el rostro, como se ve en las Escrituras: José advirtió la tristeza en los siervos de Faraón por su semblante, y el rey Artajerjes notó el rostro afligido de Nehemías aunque no estaba enfermo.

La tristeza también se manifiesta en quienes aman demasiado este mundo, marcado por la generación y la corrupción. Tales personas buscan gratificaciones sensoriales constantes; si las alcanzan y luego las pierden, caen en profunda melancolía. En cambio, quien se aleja del mundo sensible y se orienta al mundo del intelecto puede liberarse de estos males, inclinándose hacia la ética y la ley divina. Por ello, el sabio debe rechazar tanto las pasiones vulgares como la ostentación de los poderosos.

Si no se puede tener lo que se desea, aconseja el autor, hay que aprender a desear lo que se tiene. No se debe preferir una vida de tristeza constante. Así como aceptamos tratamientos dolorosos (fuego o hierro) para curar el cuerpo, también debemos enfrentar molestias para sanar el alma, con firmeza y propósito. Además, sugiere una actitud filosófica: si creemos que nunca sufriremos, estamos deseando no existir, ya que el dolor es inherente al cambio, y el cambio es esencial para la existencia.

Por tanto, quien desea evitar toda desgracia desea lo imposible, y el deseo imposible lleva al sufrimiento. Ibn Gabirol nos llama a avergonzarnos de ceder al dolor y a aspirar en cambio a la beatitud. Una estrategia es imaginar de antemano la pérdida de aquello que amamos, para que no nos golpee con tanta fuerza si llega a suceder. Así lo enseña un poeta-filósofo: el prudente anticipa sus desgracias y no se aterroriza cuando llegan, pues ya las había contemplado con la mente.

Las almas elevadas no conocen la tristeza en forma profunda, como demuestra la anécdota sobre Sócrates, a quien se le preguntó por qué nunca mostraba signos de tristeza. Respondió que no poseía nada cuya pérdida pudiera lamentar. Ibn Gabirol afirma que todo lo que crece en este mundo empieza siendo insignificante, menos la tristeza, que nace grande y se desvanece con el tiempo. Por eso, el hombre fuerte es aquel que se afirma con todas sus fuerzas en la hora de la aflicción.

Cita una historia de Alejandro Magno, quien para consolar a su madre planeó una fábula: al morir, ella debía reunir una gran ciudad para un banquete, pero prohibiendo la entrada a cualquiera que hubiera conocido una desgracia. Como nadie pudo entrar, entendió que todos sufren, y comprendió el mensaje de su hijo. Alejandro había oído a Aristóteles decir que el dolor daña y destruye el corazón. Para comprobarlo, experimentó con un animal de naturaleza cercana a la humana, y al matarlo encontró que su corazón se había disuelto por la tristeza.

Galen también enseñó que la tristeza consume el corazón, y que la aprensión es una enfermedad del alma. La tristeza se siente por lo que ya ocurrió; la aprensión, por lo que puede ocurrir. Ambas destruyen la vitalidad del hombre. Otro sabio afirma que “beber veneno es más fácil que la aprensión”. Pero incluso el llanto, cuando se produce, puede tener un efecto purificador: al llorar se expulsan humores dañinos que el cuerpo no puede absorber, especialmente en los niños.

Así, Sócrates afirmaba que las penas son enfermedades del corazón como las enfermedades del cuerpo lo son del organismo físico. Por último, Ibn Gabirol recuerda las palabras de Ptolomeo: “Quien desee vivir mucho, debe prepararse a afrontar las desgracias con un corazón paciente.” Con esto concluye que el dolor, aunque inevitable, puede ser enfrentado con sabiduría, dignidad y una disposición racional del alma.

Capítulo III: Tratado de la tranquilidad

Ibn Gabirol inicia el capítulo señalando que la tranquilidad es una cualidad digna de alabanza cuando se dirige correctamente, es decir, cuando proviene de la fe en Dios y de una confianza total en Él. No se trata de una tranquilidad pasiva o indiferente, sino de una serenidad activa y consciente, basada en la seguridad interior que da el abandono confiado en la voluntad divina. Cita el libro de los Proverbios: “Para que tu confianza esté en el Señor”, como fundamento bíblico de esta actitud.

Este tipo de tranquilidad —la que nace de la fe— es vista como una disposición noble, merecedora de bendiciones y de una gran misericordia divina. El Salmo 32 dice: “Al que confía en el Señor, lo rodea la misericordia”, mostrando así que la tranquilidad del alma que se apoya en Dios atrae el favor divino. Quien vive así, confiando en el Señor, es llamado bienaventurado, como dice Jeremías: “Bendito el varón que confía en el Señor, y cuya confianza es el Señor”.

Ibn Gabirol observa que esta cualidad es propia de los justos, aquellos que temen a Dios y viven de acuerdo con sus preceptos. Son ellos los destinatarios del mandato: “Los que teméis al Señor, confiad en el Señor”, como dice el Salmo 115. La tranquilidad espiritual, entonces, no es fruto del azar ni de la indiferencia emocional, sino el resultado de una vida orientada a lo alto, a la confianza en lo eterno y no en lo pasajero.

Destaca también cómo Dios promete esta tranquilidad a los suyos: la concede a Jacob incluso durante el sueño, como símbolo de su cuidado constante. En Isaías leemos: “No temas, Jacob, siervo mío”, lo cual refuerza la idea de que la tranquilidad se funda en la protección divina. De manera similar, el justo que confía plenamente en Dios no teme las malas noticias, porque su corazón está firme, anclado en esa confianza. Esta última idea la toma del Salmo 112: “No temerá malas noticias; su corazón está firme, confiado en el Señor.”

Con esto, Ibn Gabirol eleva la tranquilidad a la categoría de virtud espiritual: una señal de fe madura, de confianza interior y de una vida alineada con la voluntad de Dios.

Capítulo IV: Tratado de la penitencia

Ibn Gabirol abre este capítulo afirmando que la penitencia es una cualidad que surge cuando una persona abandona un estado de pecado y se arrepiente sinceramente. El arrepentimiento auténtico se manifiesta cuando alguien muestra señales claras de haber cambiado. Para que este arrepentimiento sea completo, deben cumplirse tres condiciones: tener remordimiento por el pecado cometido, pedir perdón, y comprometerse firmemente a no volver a la misma conducta.

Cita a Saadia Gaón (Saadya Alfayumi), quien enseñaba que quien se arrepiente de sus pecados pasados es como si nunca hubiese pecado. Esta visión resalta el valor positivo de la penitencia como medio de renovación moral. Sin embargo, Ibn Gabirol también advierte que hay un aspecto reprobable del remordimiento, y es cuando se asocia con la inconstancia o la debilidad de carácter: personas que dicen “sí” hoy y luego se arrepienten, o que hacen votos —como ayunar o dar limosna— y después se retractan de ellos. Este tipo de arrepentimiento no nace del alma recta, sino de la falta de reflexión previa y la falta de firmeza.

Por ello, el autor sostiene que lo razonable es evitar colocarse en situaciones que puedan llevarnos al arrepentimiento. En otras palabras, actuar con previsión, prudencia y control interior, para no tener que lamentar luego decisiones impulsivas. Aunque reconoce que no todos los hombres pueden dominar por completo sus cualidades desde el inicio, afirma que sí es posible desear y trabajar en una transformación gradual, ascendiendo desde los hábitos bajos hacia una conducta elevada y virtuosa.

La cumbre de la dicha humana, dice Ibn Gabirol, consiste en poder dominar el alma, guiarla y conducirla por el camino correcto. Quien logra someter su naturaleza a la razón se convierte en un hombre noble, su mérito se eleva y sus acciones se vuelven beneficiosas y dignas de alabanza. Así, la penitencia verdadera no solo es un acto de arrepentimiento, sino también un punto de partida hacia la excelencia moral y espiritual.

PARTE IV:

Capítulo IV: Tratado de la ira

Ibn Gabirol comienza reconociendo que, aunque la ira es una fuerza propia del alma animal, se la puede considerar como una cualidad humana debido a su relación con otras pasiones y conductas. Afirma que, como sucede con todas las cualidades del alma, incluso las más censurables pueden tener un uso provechoso en ciertas circunstancias. De la misma forma en que el silencio es bueno pero puede ser perjudicial si se guarda frente a la necedad, la ira también puede ser útil si se expresa, por ejemplo, para corregir el mal o indignarse por la injusticia.

Sin embargo, el sabio debe evitar los extremos: ni entregarse al desenfreno colérico ni reprimir completamente cualquier reacción. Debe buscar el punto medio, siguiendo el camino de la moderación, como enseñaban Aristóteles y Galeno. Galeno decía que la ira y el enojo son términos equivalentes, y que la cólera descontrolada afecta el cuerpo con fiebre, palpitaciones y tensión. También señalaba que la verdadera dignidad se manifiesta cuando uno se enoja con reflexión, y no impulsivamente, pues quien se deja llevar fácilmente por la ira se aproxima a la locura.

Ibn Gabirol menciona una enseñanza del Libro de al-Kutī: el hombre colérico jamás es verdaderamente feliz. Luego clasifica a las personas según su disposición hacia la ira. Existen cuatro tipos: el que se enoja rápido pero se calma rápido (una disposición equilibrada); el que se enoja lento y se calma lento (también equilibrado); el que se enoja rápido y se calma lento (el peor de todos, pues no tiene control); y finalmente, el más virtuoso: el que se enoja lentamente y se calma con facilidad. Este último representa el ideal del sabio, que apenas muestra señales de ira y tiene el alma en paz.

Los que dominan su ira son descritos como nobles y elevados, y cita el proverbio: “El que tarda en airarse es mejor que el valiente.” Incluso, la lentitud para la ira es uno de los atributos divinos, como se menciona en Éxodo 34:6, donde Dios es descrito como “lento para la ira”. La ira, entonces, es vista como una enfermedad del alma, así como la sarna lo es del cuerpo. El hombre moral no debe encolerizarse con frecuencia, ya que la ira lo lleva a cargas innecesarias, como enseña Proverbios: “El hombre iracundo cargará con su castigo.”

El Eclesiastés también desaconseja la ira impetuosa, pues “el enojo reposa en el seno de los necios.” De hecho, quien se deja llevar por la ira merece ser llamado necio. La ira violenta suele conducir al pecado grave y a la transgresión, como dice otro proverbio: “El hombre iracundo multiplica las ofensas.” En ese estado, muchos no miden las consecuencias de sus actos, como enseña Proverbios: “El necio da rienda suelta a toda su ira, pero el sabio la reprime.”

Cita también una enseñanza rabínica: quien desgarra sus vestiduras en un arranque de ira es como un idólatra, ya que ha perdido el control de sí mismo. El hombre superior no debe dejarse arrastrar por la cólera violenta, pues esto lo asemeja a las bestias salvajes. Tampoco debe ser tan apático que nunca se enoje, pues eso sería propio de niños pequeños. Lo correcto es adoptar una postura intermedia, dominada por la razón.

Ibn Gabirol concluye señalando que el perfeccionamiento del hombre ocurre cuando la razón domina la ira. Cita Proverbios nuevamente: “La prudencia del hombre detiene su ira.” Finalmente, recuerda una máxima de Ptolomeo: “Cuando te llenes de ira, perdona, porque si no cedes, la venganza será señal de debilidad.” Así, la capacidad de controlar la ira no solo es una virtud moral, sino una expresión de fortaleza interior y sabiduría verdadera.

Capítulo II: Tratado de la cualidad de la benevolencia

Ibn Gabirol comienza señalando que la buena voluntad es una cualidad muy loable, pero rara. Suele encontrarse únicamente en personas de alma noble, aquellas que aceptan las cosas tal como vienen, sin aspirar constantemente a algo mejor o sin quejarse de su situación. Esta disposición está estrechamente ligada con la satisfacción interior o contentamiento, una virtud que Ibn Gabirol ya había tratado en el primer libro, al hablar de la mansedumbre. La aceptación del destino, sin resentimiento ni codicia, es, para él, un signo de grandeza espiritual.

El justo que muestra buena disposición hacia los demás y es correspondido por ellos, dice el autor, cuenta con el favor de Dios. Más aún, incluso sus enemigos llegarán a estar en paz con él. Para sostener esta afirmación, cita Proverbios: “Cuando los caminos del hombre son agradables a Dios, aun a sus enemigos hace estar en paz con él.” Ejemplos de esto son la relación entre Abimelec y Abraham, y el modo en que Dios concedía paz a sus siervos fieles.

La buena voluntad también se asocia con la vida y la prosperidad, tanto en las relaciones humanas como en las bendiciones divinas. Cita otro proverbio: “En la luz del rostro del rey hay vida; y su favor es como nube de lluvia tardía.” La aprobación del poderoso —sea un rey o Dios mismo— se manifiesta como fuente de bienestar. Así lo vemos en las historias bíblicas: Faraón mostró buena voluntad hacia José, elevándolo al poder; y Asuero hizo lo mismo con Mardoqueo.

A partir de esto, Ibn Gabirol sugiere que si los hombres tratan así a quienes gozan de su favor, cuánto más lo hará Dios con quienes son agradables a Él. Cita Isaías para reforzar la idea de que Dios guía y favorece a los que están en su camino: “Yo soy el Señor tu Dios, que te enseña lo que te conviene, que te encamina por el camino que debes seguir.”

Introduce entonces una reflexión ética: “Quien está contento es rico; quien es obediente es feliz; quien se rebela, está triste.” Esta enseñanza relaciona el estado interior del alma con su actitud ante la vida: la riqueza no está en poseer, sino en la conformidad; la felicidad no está en el poder, sino en la obediencia sabia; la tristeza proviene del rechazo constante de la realidad. También recuerda un dicho: quien no se contenta voluntariamente con su condición, terminará resignándose a ella por necesidad, sin opción.

De esta actitud de buena voluntad derivan otras virtudes: la paciencia y el perdón, que son atributos tanto de Dios como de los sabios. Ibn Gabirol cita un verso de un poeta que reflexiona sobre el perdón fraterno: si no perdonara las faltas de sus hermanos, ¿dónde estaría su superioridad? Si se apartara de todos por sus errores, quedaría solo, sin compañía. El mensaje es claro: la verdadera grandeza está en la misericordia y en la capacidad de permanecer unido a los demás, incluso ante el daño.

El capítulo termina con una historia ilustrativa: un rey, airado con un grupo de hombres, ordena matarlos. Uno de ellos, reconociendo su culpa, apela a la bondad del rey y le pregunta si no mostrará su grandeza perdonando. El rey, tocado por la súplica, se arrepiente y les perdona la vida. Con este relato, Ibn Gabirol enfatiza que la buena voluntad, expresada como clemencia, es una manifestación de nobleza superior, tanto en el rey como en todo ser humano.

Capítulo III: Tratado sobre la envidia

La envidia, según Ibn Gabirol, surge como una prolongación de la ira y está presente en la mayoría de los seres humanos. No se trata simplemente de un deseo de tener lo que el otro posee, sino de una inquietud profunda que nace al ver el éxito o las posesiones ajenas. Esta inclinación lleva al hombre a imitar, incluso sin necesidad, aquello que ve en los demás: si su vecino adquiere algún bien, él también lo desea, aunque pudiera prescindir de ello. Este impulso competitivo, si no se modera, puede tornarse destructivo.

El autor recomienda no aferrarse a esos deseos ni prolongar el esfuerzo por conseguir lo que otro tiene. Cita el Eclesiastés para ilustrar que incluso las obras más justas suelen ser motivadas por la envidia del prójimo: una crítica velada a la motivación egoísta detrás de ciertas acciones aparentemente virtuosas. La persona dominada por esta pasión es censurable, pues la envidia conduce a la violencia, como advierte el profeta Miqueas: “Codician campos y los arrebatan.”

Más allá del daño social, Ibn Gabirol describe los efectos interiores de la envidia: fatiga del espíritu, tristeza persistente, insomnio, odio acumulado, y una preocupación constante que consume al alma. Además, advierte que quien envidia a los impíos por sus placeres está mal dirigido; el verdadero celo debe emplearse únicamente en el servicio a Dios, como lo hizo Finees, quien fue recompensado con la “alianza de paz” por su fervor piadoso.

También se refiere a la hipocresía que caracteriza al envidioso: se muestra cordial en presencia del otro, pero lo detesta en su ausencia. Aunque se disfrace de amistad, su intención es hostil. Por eso se ha dicho que el envidioso fue creado solo para enfadarse, y que su mayor tormento es ver la alegría de los demás.

Ibn Gabirol no propone evitar la envidia a toda costa, sino más bien transformarla. Anima al lector a elevarse a un nivel tal de virtud y excelencia que justifique ser envidiado. Termina citando un poema donde se afirma que ser envidiado es señal de valor, pues sólo se envidia lo que brilla: la paciencia, el saber, la nobleza y la generosidad. En vez de temer la envidia, uno debería preocuparse si nadie tiene razones para envidiarlo.

Capítulo IV: Tratado sobre la vigilancia o la lucidez del espíritu

Para comprender esta cualidad, Ibn Gabirol parte de su origen fisiológico: la asocia con la bilis amarilla, es decir, con un temperamento activo, determinado y energético. Sostiene que esta vigilancia interior se manifiesta especialmente en almas puras y nobles, libres de otras pasiones degradantes y de la tristeza. Lejos de ser una cualidad común, es un signo de excelencia espiritual y mental.

La lucidez o atención vigilante es altamente valiosa, particularmente cuando se aplica al estudio, al trabajo artístico, a la ciencia o a los asuntos espirituales. Proverbios la alaba con la expresión: “El bien del hombre diligente es precioso”, lo que para Ibn Gabirol significa que esta virtud es una de las más elevadas, tanto para esta vida como para la futura. El hombre vigilante aspira no solo al conocimiento y al servicio recto, sino también a alcanzar el mundo del intelecto.

En contraste, critica con dureza la debilidad de carácter y la pereza, que conducen a la pérdida del alma y del sentido. Así lo expresa el proverbio: “Si desmayas en el día de la angustia, tu fuerza es poca.” También evoca la imagen del cazador perezoso que ni siquiera cocina su presa, símbolo de quienes, teniendo medios, no los usan por falta de energía. Este tipo de abandono ya había sido asociado por Ibn Gabirol con el odio, en capítulos anteriores.

La diligencia y la prontitud en los asuntos importantes son signo de sabiduría práctica. “La mano de los diligentes gobernará”, recuerda, citando otro proverbio. El poeta también lo resume con una bella frase: “Cuando el alma se eleva demasiado en su ambición, el cuerpo se fatiga.” Así, advierte contra la desconexión entre deseo espiritual y capacidad física: la lucidez debe ser equilibrada y realista.

Ibn Gabirol advierte también sobre los efectos físicos de la pereza: cuando el cuerpo no se mueve y los vapores no se disipan, ascienden al cerebro, generando letargo. Esto afecta tanto al cuerpo como al alma. El Libro de al-Kutī resume esta idea con una imagen agrícola: quien cultiva su tierra con empeño, será recompensado con pan. La enseñanza es clara: el esfuerzo consciente tiene fruto.

Eso sí, advierte que esta vigilancia no debe confundirse con impulsividad. La rapidez irreflexiva es dañina y peligrosa. El sabio no actúa con apresuramiento, pues este conduce al fracaso. Ibn Gabirol cita: “Quien es apresurado, cae. El prudente, en cambio, alcanza su objetivo.” La verdadera lucidez, entonces, no consiste en moverse rápido, sino en tener la atención despierta y actuar con medida.

La lucidez virtuosa no debe manifestarse en pasiones como el deseo o la ira, donde suele transformarse en impaciencia o precipitación. Allí se vuelve una desviación. Su lugar natural es en los asuntos del espíritu, de la ley, de la ética. Quien guía sus acciones con vigilancia y claridad interior está en camino de éxito; quien cae en la dejadez, se aproxima al fracaso.

El capítulo cierra con una frase poética que sintetiza su enseñanza: “Las almas puras y nobles están despiertas, vigilantes y lúcidas; las torpes y bajas, adormecidas y oscuras.” Así, Ibn Gabirol presenta la vigilancia como una forma elevada de vivir con propósito, atención y dirección interior.

PARTE V:

Capítulo I: Tratado sobre la liberalidad (generosidad)

La generosidad, dice Ibn Gabirol, es una virtud loable siempre que se ejerza con moderación, sin caer en la prodigalidad o el despilfarro. Se trata de una disposición del alma que debe cultivarse como contrapeso a su opuesto, la avaricia, que nunca ha sido celebrada por los sabios ni por los grandes hombres. Ningún alma noble, afirma el autor, consideraría digna la tacañería. En cambio, la generosidad ha sido exaltada repetidamente en las Escrituras y en la sabiduría de los sabios.

Uno de los efectos más notables de esta virtud es que abre puertas en esta vida y también prepara al alma para la vida futura. Ibn Gabirol cita Proverbios: “El regalo del hombre le abre camino y lo lleva ante los grandes”, ilustrando cómo los dones generosos ganan el favor incluso de reyes, como lo prueban los casos de Ben-Hadad y Tiglat-pileser. En el plano espiritual, el dar se convierte en un acto de servicio a Dios, como enseña Isaías: “Por tanto, le daré parte con los grandes”, refiriéndose al mérito de quien se entrega por otros.

El modelo bíblico por excelencia de generosidad es Abraham, en quien esta virtud fue tan destacada que se convirtió en parte de su identidad espiritual. De ahí el versículo del salmo: “Se reunirán los nobles de los pueblos, el pueblo del Dios de Abraham”, lo que Ibn Gabirol interpreta como alabanza a su generosidad. A través de ella, el hombre gana estima, honra y afecto entre sus semejantes, como indica Proverbios: “Todo hombre es amigo del que da dones.”

Un poeta citado por el autor lo expresa bellamente: quien se acerca a un generoso lo encontrará tan dispuesto a dar que parecerá que recibe en lugar de entregar. Aun si solo tuviera su vida, el generoso estaría dispuesto a ofrecerla. Esta generosidad no solo es virtud, es también una demostración del temor de Dios y del verdadero valor del alma.

Ahora bien, Ibn Gabirol también señala los peligros de desvirtuar esta cualidad: cuando se gasta sin sentido, solo por placer o para satisfacer deseos desordenados, se cae en el derroche, y eso no pertenece al sabio. El regalo dado en el momento y lugar adecuados es un tesoro que no se pierde, sino que permanece en el tiempo. Así lo enseña el Eclesiastés: “Echa tu pan sobre las aguas, porque después de muchos días lo hallarás.” Es una exhortación a sembrar generosidad, confiando en que dará fruto.

En una frase poética, Ibn Gabirol resume la enseñanza: “Siembra generosidad en el campo de los dones, y cosecharás obras nobles.” La generosidad, lejos de empobrecer, enriquece. El que da no carece, sino que ve multiplicado su bien, como afirma Proverbios: “El que da al pobre no tendrá necesidad.” El salmista también lo confirma: “Reparte, da a los pobres; su justicia permanece para siempre.”

El autor va más allá y dice que dar es como prestarle a Dios mismo, citando Proverbios: “El que se apiada del pobre, a Dios presta.” Incluso recomienda dar no solo a los dignos, sino también a los indignos, porque si el otro no lo merece, quien da demuestra su propia nobleza. Esta idea refuerza que el acto de dar transforma al dador.

Finalmente, Ibn Gabirol trae una enseñanza del Libro de al-Kutī sobre la importancia de actuar con firmeza y reflexión. No se debe prometer apresuradamente lo que no se podrá cumplir. Es mejor actuar sin prometer que prometer y fallar. La acción debe ir acompañada de verdad y justicia. La generosidad, así concebida, no es solo dar, sino saber cuándo, cómo y por qué se da, y hacerlo con integridad y sabiduría.


Capítulo II: Tratado sobre la avaricia o mezquindad

Ibn Gabirol comienza su crítica con contundencia: entre los muchos defectos del alma, la avaricia es uno de los más aborrecibles. A diferencia del derrochador, que al menos obtiene placer y reconocimiento por su generosidad excesiva, el avaro no consigue ni placer ni buena reputación. Solo acumula bienes sin gozo y con la censura generalizada de los demás. Por eso, afirma que el hombre noble debe alejarse de esta cualidad en toda circunstancia.

El sabio señala que ni la virtud ni la hombría se armonizan con el ansia desmedida de riqueza. Quien vive dominado por la avaricia puede despedirse de una buena reputación y de un legado respetable. Cita Isaías: “El vil nunca más será llamado generoso, ni el mezquino será llamado noble”, y evoca la historia de Naval, el avaro del desierto de Maón, quien se negó a ayudar a David y sus hombres, y recibió castigo por ello.

No obstante, Ibn Gabirol reconoce que hay un aspecto útil en esta disposición: el avaro conserva su patrimonio y evita el despilfarro. Esta precaución, sin embargo, debe mantenerse en equilibrio. Si se exagera, se convierte en codicia, y esta tampoco es una cualidad de los sabios ni de los nobles. La moderación, una vez más, es la clave.

Trae a colación un proverbio: “El que retiene el grano, será maldecido por el pueblo; pero bendición vendrá sobre la cabeza del que lo vende.” Aunque en apariencia habla de comercio y caridad, el autor nos invita a una lectura más profunda: el grano simboliza el conocimiento. Así como quien comparte sus bienes materiales merece bendición, también lo merece quien reparte su sabiduría.

La enseñanza aquí es clara: el saber no se agota al compartirlo, de la misma manera en que una llama no se apaga al encender otra. Por tanto, el sabio no debe ser avaro en enseñar o instruir. Esta interpretación remite a una concepción espiritual del compartir, en que el bien intangible —el conocimiento— es aún más valioso que el material.

Finalmente, Ibn Gabirol ofrece un consejo práctico para superar la mezquindad: comenzar con gestos de generosidad hacia los más cercanos —familiares y amigos— hasta adquirir el hábito de la benevolencia. Con el tiempo, esta práctica conducirá naturalmente a la generosidad hacia los extraños. Así, el alma se entrena para preferir la virtud de dar por encima del miedo a perder.

Capítulo III: Tratado sobre el valor

Ibn Gabirol comienza analizando el fundamento físico de la valentía: suele hallarse en aquellos cuyo temperamento sanguíneo predomina, es decir, personas vigorosas, de gran corazón y fuerza física. Si a estas cualidades naturales se suma el dominio del arte de la guerra, es probable que estemos ante un verdadero hombre valeroso. Ahora bien, esta virtud solo es digna de alabanza cuando se manifiesta con equilibrio, en función del deber y la protección ante el peligro.

Si el valor se desborda y se mezcla con la necedad, deja de ser virtud y se convierte en temeridad. Así, quien se lanza imprudentemente a situaciones de riesgo sin justificación se aleja del ideal del sabio. Por eso cita el proverbio: “Dichoso el hombre que siempre teme, pero el que endurece su corazón caerá en el mal.” El temor aquí se interpreta como prudencia, no cobardía.

El texto bíblico proporciona múltiples ejemplos de hombres de valor reconocidos por signos celestiales y por sus actos: Josué, Gedeón, Sansón, Saúl, David, Jonatán, Joab y Abner. Todos fueron elogiados por su fuerza y coraje. En contraposición, otros personajes (que se examinarán en el siguiente capítulo) mostraron cobardía y no recibieron alabanza. El valor, por tanto, es una cualidad visible en la historia sagrada, pero solo es admirable cuando se pone al servicio de Dios.

Moisés y Finees ilustran esta idea: el primero llamó a los levitas a ejecutar juicio con la espada en nombre de Dios; el segundo, con su jabalina, detuvo la transgresión del pueblo. En ambos casos, el valor no fue brutalidad, sino celo sagrado. Esta clase de coraje es la que Ibn Gabirol ve como propia de las almas elevadas.

La paciencia ante el peligro es inseparable de la verdadera valentía. Un poema lo expresa así: “Vino un día cuyo calor era intenso, aunque no había fuego, y sin embargo actuaron como si lo hubiera. Pero nosotros soportamos hasta que el día terminó.” El mensaje es claro: solo la constancia trae consigo la victoria sobre el sufrimiento y la adversidad.

Otra máxima recuerda que a veces solo al afrontar la muerte se encuentra la vida: “Desea la muerte, y se te concederá la vida.” Este tipo de paradoja señala que el valor consiste, no en huir, sino en enfrentar lo inevitable con dignidad. De hecho, en la tradición árabe, el valiente era llamado “seguro”, no por evitar el peligro, sino por dominarlo.

Por tanto, el noble no debe ser insensato ni cobarde. Su camino está en el medio: firme, prudente, con dirección. Uno de los filósofos citados define el punto más alto del valor como “la fuerza y la perseverancia frente a aquello que detestas”. No hay lugar aquí para la vanidad ni la necedad; tampoco para la paciencia vacía que lleva al desgano. Quien persevera en lo justo, quien vence sus pasiones, quien prefiere morir dignamente antes que vivir indignamente, ha comprendido la verdadera naturaleza del valor.

Al final del capítulo, Ibn Gabirol cita el Libro de al-Kutī, que resume la enseñanza con precisión: “El valor es la naturaleza del alma noble, correspondiente a la fuerza del cuerpo.” Así, la valentía no es solo fuerza física, sino el reflejo de una grandeza interior que actúa con sentido, propósito y conciencia del bien.

Capítulo IV: Tratado sobre la cobardía

La cobardía es presentada por Ibn Gabirol como una de las cualidades más despreciables. Suele encontrarse en almas abatidas, pequeñas, sin vigor, pobres en ánimo y carentes de nobleza. El sabio debe evitarla activamente, ya que no aporta ningún beneficio: ni honor, ni seguridad, ni virtud. Por el contrario, acarrea desprestigio, mala fama y la pérdida del respeto de los demás. Una persona de alma elevada no debe permitir que esta disposición eche raíces en su carácter.

Uno de los frutos de la cobardía es la pereza, tema que Ibn Gabirol ya trató anteriormente. Retoma un versículo de Proverbios para ilustrar la ignominia del perezoso: “El perezoso mete su mano en el plato, pero no quiere llevarla a su boca.” Esta imagen refleja el extremo de la dejadez: ni siquiera tiene voluntad para alimentarse a sí mismo. El cobarde perezoso siempre encuentra excusas: teme viajar por los ladrones, teme comerciar por las pérdidas, teme ayunar por enfermar, y teme dar limosna por empobrecerse.

Así, el miedo paraliza toda acción, hasta el punto de convertir la vida en una existencia inmóvil. Como dice otro proverbio: “Como la puerta gira sobre sus goznes, así el perezoso en su cama.” Este tipo de persona teme incluso que su destino le alcance antes de tiempo, como ilustra un verso citado por el autor: “Si un pajarillo canta, el corazón del cobarde se estremece; pero su apetito es feroz a la hora de comer.” Una ironía amarga: cobarde para vivir, pero no para disfrutar de los placeres.

Ahora bien, Ibn Gabirol admite que en ciertos casos extremos, cuando no hay posibilidad de escape o salvación, un acto de cobardía puede estar justificado. Menciona la historia de un enviado del rey que se niega a cumplir una misión peligrosa, diciendo: “Mejor que me insultes vivo, a que me elogies muerto.” Este tipo de cálculo no se basa en la cobardía como hábito, sino en una prudencia desesperada.

Aun así, la cobardía se vincula con un amor desmedido por la comodidad. Algunos la eligen porque prefieren el reposo antes que cualquier esfuerzo. Pero esta idea es ilusoria, ya que el verdadero descanso solo se alcanza tras haber trabajado, organizado la vida y cumplido con los deberes. Como dice el proverbio: “Prepara tu trabajo fuera, y ponlo en orden en el campo; después edifica tu casa.” Quien busca el reposo sin preparación cae en la pereza y en la inacción.

El abandono del esfuerzo no solo empobrece el alma, sino que conduce a la miseria material. El mismo libro de Proverbios lo advierte con claridad: “Un poco de sueño, un poco de dormitar, un poco de cruzar los brazos para descansar, y vendrá tu pobreza como caminante, y tu necesidad como hombre armado.” Además de lo espiritual y lo económico, Ibn Gabirol señala que la cobardía conlleva consecuencias físicas: enfermedades por sedentarismo, flacidez, embotamiento mental, gota, ciática, elefantiasis, e incluso trastornos por mala digestión.

Esta degradación no solo afecta al cuerpo: se apodera del carácter. El cobarde habitual desprecia todo lo que no sea su comodidad, y se convence de que toda actividad es inútil o peligrosa. Si, además, su temperamento es flemático y está envejeciendo, la cobardía se vuelve más pesada aún, y lo arrastra hacia un final sin honor ni propósito.

En suma, Ibn Gabirol pinta un retrato severo de la cobardía como una decadencia del alma, el cuerpo y la vida. No hay virtud en ella, excepto quizás en momentos muy específicos de necesidad extrema. Frente a ello, el sabio debe cultivar la fortaleza, el equilibrio y la acción justa, sin dejarse paralizar por el temor.


Conclusión

Los capítulos estudiados revelan el ideal ético de Ibn Gabirol: el sabio debe cultivar virtudes como la generosidad, el valor, la vigilancia y la moderación, evitando los excesos y los vicios contrarios —como la cobardía, la avaricia, la envidia o la ira descontrolada—, que degradan el alma y conducen al desprestigio, al desequilibrio interior y a la ruina espiritual. Solo quien somete sus pasiones a la razón y actúa con propósito, justicia y templanza, puede alcanzar la verdadera nobleza del alma y vivir en armonía consigo mismo, con los demás y con Dios.

sábado, 29 de marzo de 2025

Justicia Armónica

Justicia Armónica

En tiempos de polarización social y crisis institucional, resulta urgente volver a pensar el significado profundo de la justicia. ¿Debe tratarse a todos por igual? ¿O más bien dar a cada quien según su mérito o necesidad? Estas preguntas no son nuevas. Ya en la Antigüedad, filósofos como Aristóteles distinguieron entre distintas formas de justicia: conmutativa (basada en la igualdad) y distributiva (basada en la proporcionalidad). Sin embargo, en el siglo XVI, el pensador francés Jean Bodin, en su monumental obra Los seis libros de la República, propuso un concepto más elaborado: la justicia armónica, entendida como una forma de justicia política que combina las dos anteriores para garantizar el equilibrio del cuerpo social. Este artículo explora esa noción, la compara con las formas clásicas de justicia y reflexiona sobre su relevancia para el pensamiento político contemporáneo.

La justicia conmutativa, según Aristóteles, es aquella que regula las relaciones entre personas consideradas formalmente iguales. Se aplica en los contratos, intercambios, pagos o sanciones: se da lo mismo por lo mismo, sin atender a la condición social de las partes. Su principio es aritmético: una unidad por otra unidad. Esta justicia es esencial para mantener la igualdad legal y la estabilidad en los tratos privados. Sin embargo, aplicada de forma rígida, puede ignorar desigualdades estructurales o necesidades sociales diferenciadas.

Por otro lado, la justicia distributiva, también desarrollada por Aristóteles, se basa en la proporción geométrica: da a cada quien según su mérito, contribución o dignidad. Esta forma de justicia está presente en la asignación de honores, cargos, recursos públicos o beneficios sociales. Busca reconocer la diversidad de roles y capacidades dentro de la comunidad. No obstante, si se extrema, puede justificar desigualdades profundas e injustas, especialmente cuando el “mérito” es definido por criterios arbitrarios o por estructuras de poder.

Frente a estas dos formas clásicas, Jean Bodin propone la justicia armónica como una síntesis superior. Inspirado en el pensamiento pitagórico y neoplatónico, Bodin considera que una república bien ordenada debe reflejar el equilibrio del universo, donde los elementos opuestos —ricos y pobres, nobles y plebeyos, fuertes y débiles— se combinan en una proporción justa. La justicia armónica no aplica reglas fijas, sino que ajusta la distribución de bienes, honores y cargas según las circunstancias sociales, buscando siempre preservar la estabilidad y la paz del conjunto.

En el Libro VI de su obra, Bodin argumenta que una monarquía bien ordenada debe incorporar elementos aristocráticos y populares, y gobernar de forma tal que los diversos grupos de la sociedad se sientan representados y vinculados al bien común. En este sentido, la justicia armónica es también una estrategia política, no solo moral: evita la envidia entre iguales, previene la rebelión de los oprimidos y fortalece la unidad del Estado.

Bodin retoma principios del pensamiento clásico, pero les da una dimensión política moderna: para él, el príncipe sabio no solo debe gobernar según la ley, sino según la proporción que mantiene unido al cuerpo político. Esta justicia, al ser adaptable y contextual, permite responder a las tensiones sociales sin destruir el orden general.

Conclusión

La propuesta de justicia armónica de Jean Bodin invita a repensar el equilibrio entre igualdad legal, mérito individual y cohesión social. En una época donde se enfrentan demandas por igualdad radical y llamados a la meritocracia, la noción de armonía política cobra nueva vigencia. No se trata de negar la justicia conmutativa ni la distributiva, sino de pensar cómo integrarlas en un sistema flexible y prudente, capaz de reconocer diferencias sin caer en privilegios, y de aplicar igualdad sin ignorar contextos.

Quizás hoy, más que nunca, necesitamos una idea de justicia que, como la de Bodin, una en lugar de dividir. Que sea capaz de ver la sociedad como una composición de voces, ritmos y posiciones diversas, y no como un juego de suma cero entre ganadores y perdedores. La justicia armónica no es una fórmula mágica, pero sí un horizonte para pensar políticamente con mesura, sabiduría y sentido del todo.

viernes, 28 de marzo de 2025

Avicebrón - La Fuente de la Vida (Fons vitae) (Tratado V)

El Libro V de Fons Vitae de Ibn Gabirol es el punto culminante de su pensamiento filosófico, donde aborda de manera definitiva la relación entre la materia y la forma universal en sí mismas. Si en los tratados anteriores el filósofo andalusí había argumentado sobre cómo la forma se imprime en la materia y cómo ambas interactúan en la jerarquía del ser, aquí da un paso más: busca comprender la esencia misma de estos dos principios fundamentales sin depender de su manifestación en el mundo sensible.


TRATADO V

De la materia universal y la forma universal en sí

El maestro comienza explicando que la materia y la forma universales son los principios últimos de todas las cosas creadas. Para comprenderlas, el discípulo debe trascender lo sensible y purificar su intelecto, despojándose de las limitaciones materiales. En este proceso, la inteligencia juega un papel crucial, pues su naturaleza le permite conocer tanto la materia como la forma.

El discípulo plantea una duda fundamental: si la inteligencia está compuesta de materia y forma, ¿cómo puede conocerlas separadamente?. El maestro responde que la inteligencia, al conocer su propia esencia, se percata de que está formada por materia y forma, y por lo tanto, puede comprenderlas. La inteligencia reconoce que es forma y que necesita de la materia para existir, lo que le permite distinguir ambas entidades.

Luego, el maestro diferencia la materia de la forma en cuanto a su función: la materia es el sustento y la forma es lo sustentado. Sin embargo, esta diferencia solo es válida cuando se consideran como compuestas; en su esencia pura, la materia y la forma son entidades completamente opuestas sin un punto común de coincidencia.

El discípulo se enfrenta a otra dificultad: ¿cómo imaginar la diversidad entre la materia y la forma si están en la más íntima unión?. El maestro le ofrece analogías para facilitar su comprensión, comparando la relación entre materia y forma con la del cuerpo y el color, el alma y el cuerpo, o incluso la luz y el aire. 

Así como el color no puede existir sin un cuerpo que lo sostenga, la forma no puede manifestarse sin la materia. Esto muestra que la forma es el principio que da identidad y diferenciación, mientras que la materia es el sustrato en el que se manifiesta.

Otra analogía importante es la del alma y el cuerpo. Aquí, la materia se compara con el cuerpo, que es un soporte físico, y la forma con el alma, que es el principio que da vida y esencia. Así como el cuerpo sin alma es inerte, la materia sin forma no tiene existencia real, ya que solo adquiere ser cuando la forma le otorga estructura.

También se utiliza la relación entre inteligencia y alma para explicar la unión entre materia y forma. La inteligencia es descrita como más simple y elevada, parecida a la forma, mientras que el alma es más ligada al cuerpo y menos sutil, como la materia. Esta comparación ayuda a entender cómo dos elementos pueden estar unidos sin ser lo mismo, del mismo modo que la forma y la materia se combinan sin perder su individualidad.

Para ilustrar la interacción entre forma y materia, el maestro usa la analogía de la luz y el aire. En este caso, el aire representa la materia y la luz representa la forma. Así como la luz necesita del aire para difundirse y ser visible, la forma necesita de la materia para existir. Sin un medio que la sostenga, la forma carece de manifestación concreta.

Otra comparación útil es la del tono musical y la voz. Aquí, la voz es la materia, pues es el soporte físico del sonido, mientras que el tono es la forma, ya que da estructura y significado a la voz. Esto refuerza la idea de que la forma no puede existir sin la materia, de la misma manera que un tono no puede sonar sin una voz que lo emita.

Estas comparaciones buscan mostrar que, aunque la materia y la forma sean distintas, su unión es indispensable para la existencia de cualquier cosa.

Más adelante, el discípulo desea entender cómo la materia universal y la forma universal pueden existir por sí mismas, sin depender la una de la otra. El maestro explica que la materia, por sí sola, no posee forma ni determinación, mientras que la forma es la luz que da estructura y especie a las cosas. Sin embargo, la imaginación humana tiene dificultades para concebir la materia sin forma, ya que nuestra percepción está basada en objetos compuestos de ambas.

Finalmente, el discípulo llega a una conclusión crucial: si el ser solo se da por la forma, la materia en sí misma es la privación. Es decir, la materia no tiene existencia real sin la forma, pues solo adquiere ser cuando se une a ella. Esta idea remite a la concepción aristotélica de la materia prima como potencia pura, es decir, una capacidad de recibir forma sin tener ninguna determinación por sí misma.

Materia y forma

El discípulo busca claridad sobre cómo la materia puede ser concebida sin forma en la sabiduría de Dios. El maestro responde con una analogía: así como un concepto existe en la mente de alguien antes de ser expresado, la materia existe en la sabiduría del Creador antes de recibir su forma. A partir de esto, se refuerza la idea de que la materia no está absolutamente privada de ser, pues si lo estuviera, no podría recibir la forma ni salir a la existencia. La materia es descrita como aquello que sostiene la forma y le permite manifestarse, lo que demuestra su papel esencial en la composición de todo lo existente.

A lo largo del diálogo, el discípulo cuestiona por qué la materia es considerada existente solo en potencia y no en acto. El maestro explica que la materia, en sí misma, no posee una manifestación propia, sino que depende de la forma para actualizar su existencia. Comparándola con el aire oscuro que solo se vuelve luminoso cuando recibe la luz, se ilustra cómo la materia necesita de la forma para alcanzar su plena realidad. De esta manera, se sostiene que la materia tiene un ser en potencia, pero no en acto hasta que recibe la forma.

El diálogo también introduce la distinción entre la materia universal y la forma universal, conceptos que abarcan no solo los elementos físicos, sino también las entidades inteligibles. El maestro explica que la materia universal es la base de todas las cosas materiales, mientras que la forma universal es el principio que otorga especificidad y realidad a cada ser. Se establece que el conocimiento de la materia y la forma universales se puede alcanzar mediante un análisis conceptual que permite comprender sus propiedades y su existencia en todo lo que es.

Uno de los temas más profundos del diálogo es la relación entre la inteligencia y la forma universal. El maestro sostiene que la inteligencia contiene en sí todas las formas de manera simple y espiritual, lo que significa que la totalidad de las formas existe dentro de ella en un estado de unidad. La inteligencia es la base del conocimiento porque comprende y sostiene todas las formas, permitiendo su manifestación en la realidad sensible. Se argumenta que, cuanto más elevada y simple es una sustancia, mayor es su capacidad para recibir y contener múltiples formas.

Finalmente, el maestro concluye que todo lo que existe está compuesto de materia y forma, incluyendo las sustancias inteligibles. La materia es el principio receptivo, mientras que la forma es el principio activo que determina la identidad de cada cosa. A través de un riguroso razonamiento filosófico, el diálogo presenta una visión en la que la materia es la base potencial de todo lo creado, mientras que la forma es el principio que le otorga existencia plena. 

Lo diverso de las formas

El discípulo pregunta por qué las substancias simples reciben más formas que las compuestas. El maestro responde que las substancias compuestas, al tener partes, obstaculizan la penetración de las formas. En cambio, las substancias simples no tienen divisiones ni resistencias internas, por lo que pueden acoger muchas formas al mismo tiempo. Así, cuanto más pura y simple es una substancia, más formas puede contener. La inteligencia es la más simple de todas y, por lo tanto, la más receptiva

El discípulo se pregunta de dónde obtiene la inteligencia sus formas. El maestro explica que provienen de la voluntad divina, en la cual están todas las formas de manera perfecta. La inteligencia recibe esas formas no directamente como están en la voluntad, sino en la medida en que está preparada para recibirlas. Las formas existen con más plenitud en las causas (como la voluntad o la inteligencia) que en los efectos (como la materia o los cuerpos).

Aquí el maestro cita a Platón, quien decía que las formas pasan de un nivel a otro por "mirada". Esta "mirada" no es visual, sino simbólica: representa la relación de cercanía ontológica y transmisión de esencia entre los distintos niveles del ser. Así, la voluntad “mira” a la inteligencia y le comunica las formas, la inteligencia “mira” al alma, el alma a la naturaleza, y así sucesivamente.

El discípulo duda de cómo pueden unirse muchas formas en una misma substancia si son distintas. El maestro aclara que en las substancias simples —como la inteligencia— las formas no se oponen entre sí, porque no ocupan espacio ni se excluyen. La inteligencia, al ser simple y no compuesta, contiene las formas en unidad, sin dispersión. Así, la inteligencia es como un “lugar” de las formas inteligibles, de manera análoga a cómo la materia es el lugar de las formas sensibles.

El Discípulo le pregunta si puede la materia universal contener todas las formas. El maestro afirma que sí: todas las formas están en la materia universal, al igual que están en la inteligencia y en el alma, aunque de manera distinta. Las formas pueden coexistir en una sola substancia sin confundirse, como el alma distingue diversas partes del cuerpo aunque estén unidas.

El discípulo se pregunta si, al contener formas, la materia puede tener conocimiento. El maestro aclara que la ciencia surge de la unión entre la forma y la inteligencia, no de la simple contención de formas como ocurre en la materia. Por eso, aunque la materia contenga formas, no las conoce como la inteligencia.

Cuando el discípulo pide definiciones, el maestro aclara que no pueden definirse con precisión, pero sí describirse por sus propiedades:

  • La materia es lo que sustenta, es receptiva, una y oculta.
  • La forma es lo que da ser, perfecciona a la materia y es manifiesta.

La forma es más digna que la materia en cuanto que le da ser, aunque también depende de ella para existir en acto.

Preocupado por la relación entre ambas, el discípulo pregunta si la forma es verdaderamente substancia, siendo que necesita de la materia para existir. El maestro le explica que, aunque la forma no existe por sí sola en acto, sí lo hace en potencia y por concepto. Por eso es substancia, aunque no se sostenga por sí misma como lo haría una substancia independiente.

El discípulo quiere saber si, en algún sentido, la forma es más digna que la materia. El maestro responde que sí: la forma es más digna porque da el ser a la materia, porque es como el alma para el cuerpo. Sin embargo, también la forma necesita a la materia como sustento. Esta dualidad se debe al orden del ser y a la necesidad de que lo creado tenga distinción y multiplicidad, lo cual no sería posible si solo existiera unidad absoluta como en Dios.

Finalmente, el discípulo pregunta si tiene sentido preguntar por qué son la materia y la forma, siendo simples. El maestro responde que en las substancias simples no se pregunta por causas externas, sino por su ser mismo. En ese sentido, materia y forma proceden de Dios, y su única causa es Él. Para ordenar esto, el maestro le enseña que hay cuatro niveles de pregunta sobre el ser: si es, qué es, cuál es y por qué es. A Dios solo se pregunta si es; a la inteligencia, qué es; al alma, cuál es; y a la naturaleza, las cuatro.

Unidad necesaria

El discípulo plantea al maestro una duda sobre por qué, si lo creado debía ser doble, uno de los elementos es sustinente y el otro sustentado. El maestro responde que la perfección divina se refleja mejor en una creación que reproduce la relación entre elementos diversos y complementarios. Crear sólo un tipo sería incompleto. Además, como el creador no es ni sustinente ni sustentado, lo creado, al ser múltiple, debía contener en sí esa dualidad para manifestar plenitud. El sustinente necesita al sustentado y viceversa; solo en su relación logran ser completos, puesto que la perfección en lo creado solo surge de la interdependencia.

Al considerar que todo lo creado es finito, se deduce que necesita de límites y determinaciones. De ahí surgen la materia, como principio receptivo y pasivo, y la forma, como principio activo que actualiza. La forma da estructura, ser y finalidad a la materia, que por sí sola es pura potencialidad. Esta dualidad refleja el equilibrio entre lo que espera ser y lo que le da ser, entre lo que es sustento y lo sustentado. Así, el mundo se compone de estas dos raíces que se unen por necesidad y por un principio más alto que las contiene y les da cohesión.

Cuando el discípulo pregunta por qué hay una sola materia y muchas formas, el maestro aclara que la forma sustancial primera es una, mientras que las formas accidentales parecen muchas porque se diversifican según los sujetos en que residen. Pero todas participan de una sola esencia de forma. La materia es única y universal; lo que cambia es la forma que en ella se imprime. La multiplicidad no proviene de la esencia de la forma sino de su manifestación en la diversidad de las cosas materiales.

Respecto a por qué la forma es manifiesta y la materia oculta, el maestro responde que la forma es acto y perfección, mientras que la materia está en potencia y es más cercana a la privación. La forma ilumina y organiza lo que la materia sostiene; por eso se muestra más claramente en las cosas sensibles. La forma se compara con el vestido y la materia con lo que está vestido: lo primero llama más la atención porque es lo que da figura. La materia, en cambio, permanece invisible, oculta en su función de sostener y esperar.

La forma da unidad a la materia, la mantiene recogida y estructurada, mientras que la materia tiende por su naturaleza a dividirse y multiplicarse. Por eso, la unidad es lo que impide la dispersión. Sin forma, la materia no puede ser ni perfeccionarse. Ella no tiene ser por sí misma, sino que es movida por su necesidad de recibir la forma. Así se convierte en actual y existente. Es por la forma que la materia deja de ser pura posibilidad y entra en el mundo del ser.

El maestro explica que, aunque en el tiempo no hay separación entre materia y forma, inteligiblemente puede decirse que la forma existía previamente en la ciencia divina. La forma fue concebida antes de su unión con la materia, aunque esta unión no tenga tiempo. Lo que hay es una diferencia inteligible, no cronológica: la forma como idea es anterior, pero su unión con la materia ocurre sin dilación temporal. Ejemplos como la unión del alma con el cuerpo o de la luz con el aire sirven para entender cómo la materia y la forma se integran sin dejar de ser distintas.

La materia y la forma son finitas, ya que pueden disolverse cuando se separan. Si la materia fuera infinita, no se podría dividir ni modificar, pero como la forma la determina, se comprueba que tiene fin. Aunque la forma parezca infinita desde el punto de vista de su origen —la voluntad divina— en su contacto con la materia se delimita. Esta limitación no disminuye su valor, sino que hace posible la variedad y la concreción del mundo sensible.

La forma determina a la materia dándole figura, límites y especie. Nada sensible o inteligible tiene existencia sin forma. No hay parte alguna de la materia que esté completamente sin forma, porque siempre está preparada para recibir una. Aunque alguna materia carezca de formas específicas, siempre está abierta a la posibilidad de adquirirlas. Así como hay materia espiritual que no posee formas corporales y materia corporal sin ciertas formas espirituales, siempre hay alguna forma presente o posible en la materia.

Para imaginar esto, el maestro invita al discípulo a pensar la creación como un eje vertical, con un extremo que asciende hacia el principio de la unión de materia y forma —lo espiritual— y otro que desciende hacia el límite del reposo —lo corporal. Cuanto más se asciende, más simple y unido es el ser; cuanto más se desciende, más denso y dividido. El discípulo entiende que la materia es una, y que toda diversidad viene de las formas, que se imprimen en ella según la altura o profundidad de su manifestación.

La forma es llamada luz porque, al igual que la luz, penetra, manifiesta y revela lo que antes estaba oculto. La forma da ser y saca a la materia de su estado de privación, así como la luz revela lo que estaba en la oscuridad. Esta luz no es sensible sino inteligible, proveniente del verbo divino cuya mirada impone la forma en la materia. La forma no solo da ser, sino que también permite conocer, porque al hacerse presente ilumina y define.

En cuanto al lugar, se dice que la materia es el lugar de la forma porque la sostiene. Ambas, sin embargo, requieren de la voluntad para existir. El lugar no es solo espacial o físico, sino también espiritual. Así como la forma ocupa la materia, la voluntad sostiene a ambas. Lo mismo se dice del tiempo: no es solo una medida del cambio físico, sino una manifestación de la unión de los principios en los distintos niveles del ser.

La forma actúa sobre la materia, la perfecciona, la realiza. La materia, en cambio, está en potencia y no actúa por sí misma. No hay prioridad entre una y otra, porque siempre están unidas; pero la materia no tiene ser formal si no es por la forma, lo cual confirma que su existencia deriva de la forma y está subordinada a ella.

Ambas comenzaron a ser, no son eternas. Como todo lo que es procede de su contrario, el ser viene del no-ser, y la materia y la forma surgieron de la privación. Si hubieran existido siempre, habría un retroceso infinito en las causas. Pero al tener origen en la voluntad, tienen un principio y, por tanto, son finitas.

La unidad es el principio que une y mantiene juntas a la materia y la forma. Su unión no se entiende sin una fuerza superior que las vincule. Cuanto más se alejan del origen de la unidad, más se diversifican y se dispersan. Su cohesión es prueba de la influencia de esa unidad superior, que no permite que la creación se disgregue completamente. La separación es señal del alejamiento del origen; la unión, de su proximidad.

La unión de materia y forma, siendo esencialmente distintas, muestra el poder del principio creador. No hay semejanza entre ellas, pero la necesidad las une. Esa unión forzada por la voluntad es signo de obediencia y sumisión al principio supremo. La materia se mueve a la forma como el alma se mueve al conocimiento que no tiene. Busca completarse y perfeccionarse.

El movimiento de la materia hacia la forma se debe al deseo de alcanzar el bien, que es la unidad. Así como todo ser tiende hacia lo que lo perfecciona, la materia busca la forma. Pero no puede hacerlo sin una chispa de luz o deseo que proviene del origen. Aunque la materia no conoce por sí misma, su cercanía al principio le permite recibir esa inclinación hacia el bien. Su movimiento es deseo y amor, porque quiere unirse a aquello que le da ser.

El discípulo concluye que, si la materia se mueve hacia la forma por deseo del bien, debe haber alguna forma de conocimiento en ella. El maestro responde que, por estar próxima a la unidad, la materia recibe cierta capacidad de aprehensión, la cual se activa plenamente cuando se une a la forma. Entonces conoce, se perfecciona y se realiza, del mismo modo en que el aire se ilumina poco a poco con la llegada del sol. Así, la materia sale del no-ser al ser, impulsada por el deseo de alcanzar su perfección en la unión con la forma.

Materia, forma y voluntad

El Discípulo busca comprender el origen y la estructura del ser, guiado por el Maestro, quien lo introduce en una metafísica de gran profundidad. Desde el comienzo, se plantea que todo lo que existe, desde los seres más simples hasta los más perfectos, participa de un movimiento universal hacia el principio del que provienen. Todo ser busca al “hacedor primero” y se mueve hacia él, aunque lo hace de manera distinta según su cercanía o lejanía respecto a ese origen. Esta tendencia, que se manifiesta como deseo, aspiración o impulso interior, está presente en todos los niveles de la realidad: la materia particular desea una forma particular, como sucede con la materia de los vegetales o de los animales, que se mueve para alcanzar la forma que les corresponde. Del mismo modo, el alma sensible se orienta hacia las formas sensibles, y el alma racional hacia las inteligibles. Esta jerarquía del deseo revela un orden cósmico ascendente en el cual la materia, en su forma más baja, aspira a recibir cada vez formas más elevadas, pasando de la mineral, a la vegetal, a la sensible, a la racional y finalmente a la inteligible, hasta unirse con la forma de la inteligencia universal. A medida que los seres ascienden, el movimiento y el deseo disminuyen, ya que se acercan a la perfección, a la unidad, y por tanto, al descanso. Cuanto más perfecto es un ser, más estable es su acción, más simple y más duradera, y cuanto más se aproxima al origen de la unidad, su obrar es más uno, más intenso y sin tiempo, porque la acción pura no necesita extensión temporal.

El Maestro enseña que en el nivel más elevado de esta jerarquía está la unión perfecta entre materia y forma, mientras que en el nivel más bajo se halla la multiplicación y diversidad, producto de la condensación de la materia. Sin embargo, incluso en la diversidad, las cosas buscan la unidad. Las diferencias, las oposiciones, los géneros, especies y accidentes se mueven también hacia la concordia, porque en lo más profundo, la unidad lo vence todo, lo penetra todo y lo retiene todo. Así, el deseo de unión no es exclusivo de los seres superiores, sino que está presente también en los inferiores, donde hay mezcla, como reflejo imperfecto de la unión superior. Esta idea de unidad que lo abarca todo conduce a considerar los principios del ser: la materia y la forma no son autosuficientes; requieren de un tercer principio que les dé origen, dirección y cohesión. Aquí es donde el Maestro introduce el concepto central de la voluntad, como una virtud divina que no sólo une materia y forma, sino que las crea, las sostiene y actúa en ellas.

La voluntad no es materia ni forma, sino aquello que las trasciende y que las pone en movimiento. Es una fuerza espiritual que, como el alma en el cuerpo, como la luz en el aire o como la inteligencia en el alma, se difunde en todas las cosas y las transforma desde dentro. El movimiento, en tanto fuerza de obrar y padecer, proviene de la voluntad. Pero hay una diferencia esencial: la voluntad es propia de las substancias espirituales y confiere ciencia y vida; en cambio, el movimiento es propio de las substancias corporales, y permite la acción y la transformación en el mundo material. La voluntad es, por tanto, el principio por el cual todo se hace y todo se mueve. Su acción se adapta a la capacidad de las cosas: cuanto más espiritual es una sustancia, más plenamente recibe la acción de la voluntad; cuanto más corporal, más debilitada es esa recepción. Esta desigualdad no proviene de la voluntad misma, que es una y simple, sino de la diversidad de las sustancias que la reciben, lo que refleja su alejamiento o cercanía respecto del origen.

La voluntad es, así, el verdadero autor, y la materia y la forma son lo hecho. La voluntad produce la forma universal en la materia de la inteligencia, y también las formas particulares en las almas, dotándolas de vida, movimiento y conocimiento. En los cuerpos, la voluntad causa los movimientos locales, las figuras, las transformaciones. Pero en todos los casos, el principio es el mismo: todo movimiento y toda acción proviene de la voluntad, que actúa sin necesidad de tiempo ni de movimiento. El Discípulo, sorprendido, pregunta cómo puede la voluntad, siendo quietud en sí misma, llegar a ser causa de movimiento. El Maestro responde que esto se debe a la materia, que por su densidad y lejanía del origen no puede recibir la acción de la voluntad sin mediar el tiempo, y por tanto, es menester que sea movida a lo largo del tiempo. Así, el tiempo y el movimiento aparecen como consecuencias del estado imperfecto de la materia, no de la voluntad.

Para ilustrar cómo la voluntad actúa sobre la materia, el Maestro recurre a imágenes: la materia y la forma son como el aire y la luz, o como el cuerpo y el alma. La voluntad se difunde en ellas sin mezclarse, y su acción no les quita su ser, pero les da plenitud. También se dice que la voluntad es como el arte de escribir, la forma como la escritura misma, y la materia como el pergamino donde se inscribe. Esta comparación muestra que la voluntad es principio activo, la forma un resultado, y la materia el soporte pasivo. Además, se explica que, aunque la forma penetra la materia, no lo hace por sí misma, sino por la virtud que le da la voluntad. Por ello, se dice que la forma retiene a la materia, pero en verdad es la voluntad, a través de la forma, la que ejerce esa acción. La forma es el vínculo entre voluntad y materia, y recibe de la primera la capacidad de actuar sobre la segunda.

El Discípulo, ya profundamente iluminado, reconoce que ha comprendido la materia y la forma, que las ve ahora como un libro abierto, donde la forma son las letras y la materia el soporte. Pero desea saber si hay algo más allá, si hay un camino que lo lleve más arriba aún. El Maestro, entonces, le responde que la ascensión a la esencia primera, al origen absoluto, es imposible; pero sí es posible —aunque muy difícil— alcanzar el conocimiento de aquello que le sigue, es decir, de la voluntad. La materia y la forma son como dos puertas cerradas para la inteligencia; quien logra abrirlas y pasar a través de ellas, se convierte en un ser espiritual, divino, satisfecho, porque ha alcanzado la cercanía con la voluntad perfecta. La ciencia de la voluntad es, por tanto, la más alta de todas, y sólo ella puede dar sentido pleno a la existencia, porque es la que explica el origen, el orden y el fin de todas las cosas.

El Maestro concluye afirmando que todo lo que se manifiesta en la creación no es sino la impresión de la sabiduría divina en la materia, y que toda forma es un signo, una huella, una palabra pronunciada por el origen. Como en el caso del habla humana, donde la voz (materia) se ordena por el pensamiento (forma) gracias a la voluntad del hablante, así también en la creación: la materia universal es como la voz, la forma es como el concepto significado, y la voluntad es la que da unidad al conjunto. Esta analogía permite comprender que la creación es una especie de lenguaje divino, en el cual la voluntad expresa su sabiduría al imprimir formas en la materia. Y como en el lenguaje humano toda palabra necesita un autor, así también la materia y la forma necesitan de la voluntad que las produzca y las sostenga.

En el tramo final del diálogo, el Discípulo quiere saber qué queda después de este conocimiento. El Maestro le señala que el siguiente paso es conocer la causa por la cual todo es, esto es, la ciencia del universo divino, que es el todo máximo. Para llegar a esta ciencia dignísima, hay dos caminos: uno, conocer la voluntad tal como está infundida en la materia y la forma; otro, conocer la voluntad en su estado puro, sin mezcla de materia ni de forma. Este segundo camino exige una ascensión del alma, una elevación interior por la vía del conocimiento y del desapego. El fruto de ese estudio supremo es la liberación de la muerte y la unión con el origen de la vida. El auxilio para lograrlo es la purificación: alejarse de lo sensible, penetrar lo inteligible, y confiarse plenamente al Dador de la bondad. Solo así, la inteligencia se esclarece, el alma se eleva, y el ser humano se acerca al misterio de la creación y al conocimiento de la verdad.

Conclusión

El Libro V de la Fons Vitae cierra revelando que todo lo existente es expresión de una voluntad divina que, al unirse con la materia y la forma, da origen al ser. Conocer esta estructura no es solo comprender el mundo, sino prepararse para ascender espiritualmente hacia la fuente de la vida, donde cesa el movimiento y comienza la verdadera unidad.