martes, 16 de septiembre de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro II: Capítulos XXI - XXX)

En este tramo del Libro II de los Ensayos, Montaigne despliega una serie de reflexiones diversas que, sin embargo, convergen en su constante examen de la condición humana: desde la crítica a la ociosidad y el abuso de medios inmorales con fines supuestamente nobles, hasta la exaltación de la grandeza romana y la advertencia sobre los peligros de simular enfermedades; desde observaciones curiosas sobre los pulgares y criaturas monstruosas, hasta meditaciones sobre la virtud, la necesidad de que cada cosa tenga su tiempo y la manera en que la cobardía engendra crueldad. En todos estos capítulos, lo mismo en los más ligeros que en los más graves, se revela la mirada escéptica y aguda de Montaigne, que busca en lo cotidiano y en lo extraordinario una oportunidad para pensar sobre la naturaleza del hombre y sus contradicciones.

Capítulo XXI: Contra la holganza

Este capítulo de Montaigne, Contra la holganza, es una reflexión sobre la dignidad de la acción frente a la pasividad, especialmente en la vida pública y política. Comienza con un ejemplo paradigmático: el emperador Vespasiano, aun enfermo de muerte, seguía gobernando y atendiendo los asuntos del Estado. La frase «es preciso que un emperador muera de pie» se convierte en emblema de la responsabilidad que pesa sobre los príncipes, quienes no pueden abandonarse al ocio o al cuidado excesivo de sí mismos sin traicionar la confianza de sus súbditos. Para Montaigne, la grandeza del gobernante radica en el servicio constante, incluso al borde de la muerte.

El ensayo critica la delegación pasiva de las tareas bélicas a otros. Aunque reconoce que existen ejemplos de lugartenientes exitosos, Montaigne sostiene que un príncipe que rehúsa ponerse al frente degrada su propia misión y pierde el honor militar. Selim I lo resumía en su máxima: «las victorias ganadas sin el amo no son victorias completas». El gobernante que no comparte los riesgos de la guerra no puede reclamar plenamente la gloria del triunfo. Con ello, Montaigne subraya la necesidad de un compromiso activo, donde el gobernante no solo dirija desde lejos, sino que participe en el corazón mismo de la acción.

El texto enlaza con la austeridad y el rigor de Juliano el Apóstata, quien despreciaba las comodidades corporales, y con las prácticas de la antigua Roma, donde la educación era activa y práctica. Montaigne valora este rechazo del ocio como una forma de fortalecer el cuerpo y el alma, orientándolos hacia lo virtuoso. La vida ociosa y pasiva no forja carácter ni sirve de ejemplo para los súbditos. De ahí que admire a quienes, aun en el lecho de muerte, se mantienen firmes y útiles al bien común, como Muley Moluc, rey de Fez, que condujo su ejército hasta el último aliento.

No obstante, Montaigne también introduce un matiz: la gloria de morir combatiendo o sirviendo no depende únicamente de la voluntad, sino de la fortuna. Muchos guerreros resueltos a vencer o morir terminaron cautivos, heridos o sobreviviendo contra sus deseos. El azar, las enfermedades y las circunstancias pueden frustrar los designios más firmes. En este punto aparece su característico escepticismo: no basta con proponerse un final glorioso; es la fortuna la que decide.

El capítulo culmina con una exaltación de la serenidad frente a la muerte. El ejemplo de Catón, que afrontó su final violento con la calma de quien sigue ocupado en sus hábitos cotidianos, simboliza la actitud más natural y filosófica. Para Montaigne, la virtud suprema no consiste en morir de manera ostentosa, sino en no alterarse ante la muerte, continuar fiel al propio modo de vida y no concederle más peso del necesario. Así, la verdadera oposición a la holganza no es solo el esfuerzo bélico o el trabajo público, sino también la serenidad de un espíritu que se mantiene firme hasta el último instante.

Capítulo XXI: De las postas

En primer lugar, el autor parte de su propia experiencia, señalando que no fue de los más flojos en la práctica del ejercicio físico (probablemente la equitación o el correo a pie), aunque terminó por abandonarlo debido a lo desgastante que resulta mantenerlo por mucho tiempo. Desde allí, enlaza con ejemplos de la Antigüedad, comenzando con Ciro, quien organizó un sistema de relevos de caballos para recibir noticias con rapidez desde los vastos territorios de su imperio. Esta referencia muestra la preocupación antigua por la eficiencia en la comunicación política y militar, necesaria para mantener el poder en espacios extensos.

Luego, Montaigne cita ejemplos romanos: César, Vibulio Rufo, Tiberio Nerón, Graco. Todos aparecen descritos como hombres de gran resistencia o como partícipes de sistemas de correo montado que permitían cubrir enormes distancias en poco tiempo. Montaigne enfatiza en estos relatos no solo la velocidad física, sino también la disposición de ánimo de los personajes: César, presentado como un "corredor furioso", muestra un temple que desprecia las comodidades y busca siempre el camino más corto, incluso si debía nadar ríos. Así, la comunicación rápida se vuelve símbolo de energía y carácter.

El texto se enriquece al introducir medios alternativos de comunicación: golondrinas utilizadas por Cécina, palomas mensajeras en Roma, o la práctica incaica del relevo de cargadores en el Perú. Estos ejemplos revelan la creatividad humana para superar la distancia y mantener el vínculo social y político. No importa la cultura o el continente, la necesidad de transmitir noticias con prontitud genera invenciones similares, adaptadas a los recursos disponibles.

Finalmente, Montaigne menciona el caso de los correos del sultán otomano, quienes tenían licencia para requisar caballos en el camino y así asegurar la velocidad de sus viajes. Señala también que estos mensajeros usaban bandas anchas en el cuerpo para reducir el cansancio, práctica que él mismo probó sin hallar alivio. Aquí reaparece la marca personal del ensayo: Montaigne no se limita a narrar, sino que introduce su experiencia, la contrasta con la de otros y la ofrece como observación escéptica.

Capítulo XXIII: De los malos medios encaminados a buen fin

Montaigne desarrolla una analogía muy característica de su pensamiento: la comparación entre el cuerpo humano y el cuerpo político. Para él, los Estados, al igual que los individuos, nacen, crecen, prosperan y finalmente decaen. Ambos sufren excesos y desequilibrios —los “humores” en los cuerpos, las “multitudes y pasiones” en las repúblicas— que requieren purgas y correcciones. Así como los médicos purgaban y sangraban a los atletas para preservar la salud, los Estados recurren a migraciones, colonias o guerras para descargar el exceso de población y de energía social.

Montaigne ilustra esta idea con ejemplos históricos: los germanos y francos que invadieron la Galia, los godos y vándalos que abandonaron sus tierras de origen, los romanos que fundaban colonias para aligerar la presión demográfica. Incluso señala cómo Roma sostenía guerras para dar ocupación a su juventud y evitar que la ociosidad degenerara en corrupción. Aquí subyace un motivo recurrente en su obra: la ociosidad como fuente de vicios, y la guerra como un mal, pero a veces un mal “útil” para evitar otro peor.

El autor se detiene también en ejemplos medievales y modernos: Eduardo III y Felipe de Francia que, en lugar de desarmar a sus tropas, las proyectan hacia conflictos exteriores para impedir que la multitud de guerreros ociosos ponga en riesgo la estabilidad interna. La guerra externa, aunque dañina, resulta menos peligrosa que la guerra civil. Montaigne reconoce en esto una “sangría política”: un remedio duro, pero eficaz para prevenir males mayores. Sin embargo, introduce su juicio moral y religioso: considera que no puede ser justo descargar los propios males sobre otros pueblos por conveniencia, pues ello supone ofender a Dios.

Enseguida, Montaigne examina casos donde los legisladores o gobernantes usaron métodos “injustos” para fines “justos”. Licurgo, por ejemplo, hacía embriagar a los ilotas para que los espartanos aprendieran a aborrecer la ebriedad; los médicos de la Antigüedad abrían en vida a criminales condenados para estudiar sus órganos; los romanos habituaban al pueblo al valor mediante los sangrientos espectáculos de gladiadores. Todos estos ejemplos muestran cómo se ha recurrido a medios atroces para educar o fortalecer al cuerpo político y social, lo cual plantea el dilema de si es lícito sacrificar la moral natural en nombre de un bien superior.

Montaigne aboga por la abolición de los juegos de gladiadores bajo Teodosio, lo que simboliza un giro civilizatorio: el reconocimiento de que ciertos remedios, aunque eficaces, son demasiado bárbaros para ser aceptables. Así, Montaigne oscila entre el reconocimiento de la necesidad práctica —purgar, descargar, distraer los excesos sociales— y su escepticismo moral: los Estados, como los cuerpos, no siempre se curan con medicina dulce, pero el remedio no debería ser peor que la enfermedad.

Subraya el valor pedagógico que los antiguos atribuían a tales luchas: contemplar a cientos o miles de hombres enfrentándose sin miedo, sin retroceder, sin pedir clemencia y aceptando la muerte con firmeza, constituía, según él, un “maravilloso ejemplo” para educar al pueblo en el coraje y en el desprecio de la debilidad. Los gladiadores, incluso moribundos, buscaban la aprobación del público antes de expirar, lo que muestra cómo la dignidad y la gloria pública podían sobreponerse al instinto de supervivencia.

Montaigne destaca un elemento inquietante: no bastaba morir con entereza, había que hacerlo con alegría, pues el público castigaba con abucheos y desprecio a quien mostraba tristeza o dolor. Incluso las jóvenes incitaban a los combatientes a recibir los golpes con júbilo. Aquí se ve cómo la sociedad romana convirtió el valor y la disposición ante la muerte en un espectáculo estético, donde el dolor ajeno se transformaba en placer colectivo. Esta dimensión es reforzada con los versos latinos que muestran cómo la mujer, espectadora, encuentra deleite en la violencia y la muerte del gladiador.

El autor recuerda que, en un principio, los condenados eran los protagonistas de estas luchas, pero que con el tiempo se sumaron esclavos inocentes, hombres libres que se vendían por dinero, e incluso senadores, caballeros y mujeres. El límite entre lo marginal y lo noble se difuminó: el anfiteatro absorbía todas las clases sociales. Montaigne subraya lo inverosímil de este hecho, pero lo conecta con la actualidad de su tiempo, señalando que también en las guerras modernas hay miles de hombres que arriesgan vida y sangre a cambio de dinero en causas que no les conciernen.

Capítulo XXIV: De la grandeza romana

Desde el inicio, Montaigne ironiza con la “simplicidad” de quienes pretenden igualar la grandeza antigua con las realidades modernas, pues Roma representaba un poder de otra escala, capaz de dar y quitar reinos como si se tratara de simples propiedades privadas.

El ejemplo de Cicerón, citando una carta de César, muestra la ligereza con la que un ciudadano romano —todavía no emperador, sino general en campaña— disponía de reinos, recomendando amigos como si fueran dignos de heredar coronas. Montaigne recalca cómo César llegó incluso a vender territorios, mostrando un poder arbitrario que trascendía las instituciones y dependía de su figura personal. La anécdota de Popilio y Antíoco intensifica esta idea: con un simple gesto, dibujando un círculo en la arena, un emisario romano obligó al monarca a obedecer al Senado, renunciando a conquistas inmensas. La autoridad romana no necesitaba ejércitos en ese instante: bastaban “tres o cuatro plumazos” para doblegar a un rey.

Montaigne interpreta este episodio como una muestra de la soberanía casi divina que Roma ejercía en su apogeo. Antíoco llegó a reconocer las órdenes del Senado con el mismo respeto que si vinieran de los dioses inmortales. Aquí se ve cómo el poder romano no solo descansaba en la fuerza militar, sino en un prestigio y una autoridad moral que hacían de sus decisiones mandatos indiscutibles.

El autor contrasta también a César con Augusto: mientras el primero se apropiaba de reinos y los vendía o repartía, Augusto prefería devolverlos a sus antiguos dueños o convertirlos en presentes, aunque siempre bajo la subordinación a Roma. Cita a Tácito para mostrar que esta aparente generosidad era en realidad una estrategia política: convertir a los reyes en “instrumentos de servidumbre”, preservando la apariencia de autonomía pero garantizando la obediencia absoluta.

Por último, Montaigne extiende la comparación a su propio tiempo mencionando a Solimán, el sultán otomano, quien también repartía reinos, aunque probablemente no por generosidad sino por cálculo político. Con ello sugiere que el poder verdadero no consiste solo en conquistar y acumular dominios, sino en administrar esa abundancia con la capacidad de someter incluso a los reyes, reduciéndolos a vasallos.

Capítulo XXV: Inconvenientes de simular las enfermedades

Montaigne comienza este capítulo a partir de ejemplos históricos, literarios y personales para advertir contra un hábito aparentemente inofensivo: fingir males del cuerpo. Lo que comienza como anécdota graciosa acaba revelando, en su estilo característico, una reflexión sobre la fragilidad del hombre, el poder de la imaginación y la necesidad de la filosofía.

El relato inicial de Celio, tomado de Marcial, muestra cómo la ficción de la enfermedad, sostenida con tanto cuidado, terminó atrayendo la dolencia real. Lo mismo ocurre con el individuo que fingió ser tuerto para salvarse de las proscripciones: la larga simulación concluyó en la pérdida verdadera del ojo. En ambos casos, Montaigne insinúa que el cuerpo humano, al ser tan susceptible y delicado, puede convertir la ficción en realidad, como si la naturaleza se vengara de los engaños con un castigo literal. Aquí se refleja su escepticismo: la costumbre, la ociosidad y la sugestión pueden alterar realmente la salud.

Montaigne no se limita a contar casos; también introduce observaciones de la vida cotidiana. Reprueba, como lo hacen las madres, a los niños que remedan defectos físicos, pues no solo el gesto puede fijarse en el cuerpo blando de los pequeños, sino que además la casualidad suele “burlarse” castigando con aquello mismo que se imita. Incluso se ríe de sí mismo recordando su hábito de llevar un bastón para dar elegancia a su porte, práctica que muchos le advirtieron podría volverse necesidad. Esta autorreferencia refuerza la moraleja: la línea entre apariencia y realidad es más frágil de lo que creemos.

El capítulo se alarga con ejemplos de la tradición clásica. Plinio narra el caso de un hombre que soñó con estar ciego y amaneció sin vista; Séneca, en carta a Lucilio, cuenta la historia de Harpasta, una mujer que, habiendo perdido la vista, no lo reconocía y atribuía la oscuridad al lugar donde estaba. Ambos ejemplos apuntan a un mismo fin: la dificultad que tenemos los hombres para reconocer nuestras propias enfermedades, físicas o morales. En este punto, Montaigne aprovecha para insertar una enseñanza filosófica: así como Harpasta se niega a ver su ceguera, nosotros excusamos nuestros vicios en causas externas, sin aceptar que nacen de nosotros mismos.

Frente a esa ceguera interior, la medicina más dulce y eficaz es la filosofía, pues, a diferencia de los remedios corporales, que solo alivian tras dolorosas operaciones, ella cura al mismo tiempo que deleita. Con este giro, Montaigne transforma un capítulo que parecía anecdótico en una lección sobre la autocrítica y el cultivo del alma, mostrando cómo el hombre, al engañarse con ficciones, corre el riesgo de caer en males reales, y cómo solo el ejercicio filosófico puede prevenir y sanar esas enfermedades de raíz.

Capítulo XXVI: De los pulgares

A partir de un detalle corporal aparentemente trivial —el pulgar— despliega una serie de observaciones históricas, médicas y culturales que muestran su importancia en la vida humana y política.

Comienza con la narración de Tácito sobre los reyes bárbaros que, al sellar pactos, unían las manos y entrelazaban los pulgares hasta sacar sangre, bebiéndola después como símbolo de unión. Este gesto, extraño y rudo, muestra cómo las culturas antiguas veían en el pulgar un elemento de fuerza y vínculo, capaz de representar la totalidad de la mano. De hecho, Montaigne recuerda que los médicos lo llamaban “dedo maestro” y que la etimología de pollex lo vincula con pollere (ser fuerte). Para griegos y latinos, el pulgar era casi una “segunda mano”, síntesis del poder de la prensión.

En la cultura romana, el pulgar adquiría también un valor simbólico y social. Estrechado y besado, era signo de favor; vuelto hacia abajo, símbolo de condena, especialmente en los juegos de gladiadores. Su posición decidía la vida o muerte en el anfiteatro, mostrando cómo un gesto mínimo contenía un poder supremo sobre el destino ajeno. A la vez, el pulgar tenía implicancias jurídicas y militares: quienes lo perdían quedaban exentos del servicio de armas, pues se consideraba esencial para blandirlas. De allí que algunos intentaran mutilarse o mutilar a sus hijos para evitar la guerra, lo que era castigado severamente, pues equivalía a un fraude contra el Estado.

Montaigne recoge también episodios de crueldad política y militar: vencedores que amputaban pulgares a los enemigos para impedirles combatir de nuevo, o los atenienses que los cortaron a los eginetas para debilitarlos en la navegación. Incluso en la educación espartana aparece esta dureza: los niños eran castigados por sus maestros con mordidas en los pulgares, signo de una pedagogía áspera y corporal.

Así, lo que parece un detalle menor se revela cargado de significados: el pulgar no solo es un órgano útil, sino también símbolo de poder, instrumento de unión, de castigo y de dominio. Montaigne muestra cómo la cultura transforma un dedo en signo de grandeza, de violencia y de destino, recordándonos que lo pequeño, en la historia humana, puede ser decisivo.

Capítulo XXVII: Cobardía, madre de crueldad

Montaigne despliega una reflexión incisiva sobre la relación entre debilidad de ánimo y violencia desmedida. La tesis central es que la verdadera valentía no se expresa en la crueldad, sino en el dominio de sí mismo: el valor se detiene cuando el enemigo ya no ofrece resistencia, mientras que la cobardía, incapaz de enfrentar la lucha abierta, se ensaña con la víctima indefensa. La ferocidad, paradójicamente, surge no de la fortaleza, sino de la blandura y la pusilanimidad.

Para ilustrar esta paradoja, Montaigne recurre a ejemplos históricos. Cita a Alejandro de Feres, tirano que no soportaba ver tragedias en el teatro porque lo hacían llorar, pero que al mismo tiempo ejercía refinadas crueldades contra sus súbditos. Así muestra cómo la hipersensibilidad y la brutalidad pueden coexistir en un mismo carácter, naciendo ambas de la debilidad interior. De la misma forma, observa que en las guerras las atrocidades suelen provenir del pueblo y de los oficiales subalternos, que carecen de verdadero valor, y que solo se sienten fuertes al ensañarse con los cadáveres o con los vencidos. La comparación con los perros miedosos que desgarra pieles de fieras muertas es elocuente: su violencia es una máscara de su incapacidad.

El ensayo contiene también una crítica a la costumbre moderna de iniciar los combates por el extremo: matar al adversario sin concederle posibilidad de rendición ni de sufrir la humillación de la derrota. Para Montaigne, matar al enemigo no es un acto de valor, sino de temor. El honor está en vencerlo, en reducirlo, en obligarlo a reconocer la superioridad, no en darle la muerte, que en cierto modo lo libera del dolor y del arrepentimiento. El vengador, al matar, priva a su víctima de la ocasión de arrepentirse y a sí mismo de la satisfacción plena de la venganza. La muerte, dice, es un servicio al enemigo: el reposo absoluto frente a las fatigas del vivo.

El ejemplo del reino de Narsinga amplía su reflexión. Allí los duelos, tanto civiles como militares, no buscan la aniquilación del adversario, sino la prueba de superioridad en combate. El vencedor recibe honores, pero siempre queda expuesto a nuevos desafíos: su gloria consiste en la permanencia en la contienda, no en la eliminación definitiva del otro. Montaigne contrapone así un modelo donde la lucha conserva sentido de honor y de continuidad, frente a la crueldad cobarde de su tiempo, que convierte cada contienda en un baño de sangre.

Lo que hizo Asinio Polión, quien esperó a que Planco muriera para publicar escritos injuriosos contra él es criticado por Montaigne como un acto de cobardía disfrazado de valentía literaria: es fácil atacar a un muerto, incapaz de defenderse, como lo es hacer muecas a un ciego o insultar a un sordo. El gesto revela un espíritu débil, más inclinado a la pendencia sin riesgo que al verdadero enfrentamiento. Esta anécdota abre paso a una crítica más amplia sobre cómo en su tiempo el “honor” se busca de manera artificiosa y cobarde.

Montaigne compara el proceder antiguo con el moderno. Antes, la respuesta a una injuria era un desmentido o un golpe, siempre cara a cara, sin esperar la muerte o la ausencia del adversario. Hoy, en cambio, prevalece la práctica de perseguir al enemigo hasta aniquilarlo, lo que delata más temor que valor. Además, observa que la costumbre de llevar “segundos” o acompañantes al duelo contradice el verdadero espíritu de la contienda. Lo que debería ser un enfrentamiento entre dos, se convierte en un combate colectivo, en el que la presencia de terceros obliga a participar bajo pena de deshonor. De este modo, lo que nació como testimonio de orden y justicia se pervierte en recurso de inseguridad: el combatiente no confía en sí mismo y busca respaldo en otros.

El autor inserta una vivencia personal: la participación de su hermano en un duelo en Roma como segundo de un hombre al que apenas conocía. El azar lo enfrentó con un adversario más cercano a él, lo que puso en evidencia las contradicciones de estas “leyes del honor”. El ejemplo le permite a Montaigne mostrar lo absurdo de un sistema que obliga a tomar partido incluso contra amigos o conocidos, y donde la cortesía hacia el enemigo queda anulada por la obligación hacia el aliado. En este terreno, la razón cede ante una noción distorsionada de honor, que expone la vida de los hombres en querellas ajenas.

La crítica se extiende a la propia nación francesa, a la que acusa de indiscreción y de exportar sus vicios al extranjero. Los franceses, dice, no solo aprenden en Italia el arte de la esgrima, sino que lo practican de inmediato a expensas de su vida, sin haber dominado antes la teoría. El aprendizaje se invierte: en vez de la disciplina que debe preceder a la práctica, se arrojan a la violencia como aficionados. Montaigne cita incluso versos que evocan un estilo de lucha más directo, sin engaños ni fintas, donde la furia reemplaza a la destreza técnica.

Montaigne Primero, opone los ejercicios caballerescos de sus antepasados —torneos, tiro al blanco, combates reglados— a la esgrima moderna, que, según él, solo sirve a intereses privados y fomenta querellas personales. Montaigne insiste en que lo noble es aquello que fortalece a la comunidad, no lo que la desordena. Cita el ejemplo de Publio Rutilio, quien profesionalizó el adiestramiento militar romano, no para duelos privados sino para la grandeza de la república. El contraste es claro: los ejercicios que buscan el bien común elevan; los que se reducen a la técnica de matar en duelo degradan.

Enseguida retoma su tesis central: la cobardía engendra crueldad. Relata cómo el emperador Mauricio, al soñar que sería asesinado por Focas, dedujo que su asesino debía ser pusilánime, y por eso mismo cruel. El corazón cobarde no sabe asegurar su poder sino por el exterminio de los enemigos. Esta lógica del miedo, señala Montaigne, está en el origen de los tiranos sanguinarios: temen incluso a las mujeres y a las sombras, y, por miedo, matan a todos. La fórmula “Cuncta ferit, dum cuncta timet” —hiere a todos porque de todos teme— sintetiza esta dinámica.

El ejemplo de Filipo de Macedonia ilustra cómo la crueldad se retroalimenta del temor. Tras matar a muchos, comenzó a eliminar a los hijos de sus víctimas, de modo que el recuerdo de sus crímenes le llevaba a multiplicarlos. Aquí Montaigne introduce un episodio que lo cautiva por su belleza moral: la historia de Teoxena, que, antes de entregar a sus hijos y sobrinos a los verdugos, los incita a elegir entre veneno y espada y luego se lanza con ellos al mar, prefiriendo la muerte antes que la esclavitud. Para Montaigne, este relato se sostiene por sí mismo, como ejemplo de valentía y dignidad que contrasta con la barbarie de los tiranos.

El ensayo vuelve después sobre el refinamiento de los tormentos. Montaigne sostiene que “todo lo que va más allá de la simple muerte es crueldad refinada”, pues la justicia nada gana con suplicios prolongados. Al contrario, los tormentos excesivos lanzan a los criminales a la desesperación y no disuaden del delito. Rechaza la ilusión de que el dolor extremo pueda educar al alma: lo que logra es envilecer tanto a quien lo sufre como a quien lo inflige.

Cita ejemplos terribles: Josefo narra cómo encontró vivos, tres días después de la crucifixión, a algunos de sus amigos judíos; Chalcondile refiere los suplicios ideados por Mahomet, que cortaba a los hombres por la cintura, dejándolos agonizar como “dos mitades vivas”; otros cronistas cuentan víctimas desolladas lentamente, rastrilladas con cardas, expuestas al hambre o incluso devoradas por sus propios camaradas. Estos horrores, que Montaigne no escatima en detallar, sirven para mostrar que la crueldad no tiene límites cuando se convierte en hábito político o militar.

Capítulo XXVIII: Cada cosa quiere su tiempo

En este capítulo Montaigne establece un paralelo entre Catón el Censor y Catón el Joven, con la intención de subrayar la grandeza moral de este último. Si bien el viejo Catón fue un hombre ilustre por sus cargos públicos y sus empresas militares, Montaigne considera que su virtud se vio empañada por defectos como la ambición y la envidia, recordando, por ejemplo, su ataque contra Escipión, cuya excelencia lo superaba. El Catón más joven, en cambio, es exaltado como modelo de pureza y vigor moral, hasta el punto de ser incomparable: su virtud resplandece sin sombra de ambición.

A partir de este contraste, Montaigne reflexiona sobre la conveniencia de los estudios y ocupaciones en la vejez. Recuerda que el viejo Catón se dedicó al griego en sus últimos años, lo que él juzga más como un signo de recaída infantil que de sabiduría, pues todas las cosas tienen su tiempo. Lo mismo aplica a ejemplos de otros: Quintilio Flaminio, censurado por rezar en plena batalla; Jenócrates, ridiculizado por aprender todavía de anciano; o Tolomeo, que se ejercitaba en las armas en edad avanzada. Montaigne apunta a que los jóvenes deben prepararse para la vida y los ancianos disfrutar lo adquirido, no reiniciar siempre desde cero. La vejez debería servir para sosegar los deseos, no para encenderlos otra vez.

Con una mirada más personal, confiesa que su propio alivio en la vejez consiste en que esta le ha apagado muchas preocupaciones: la riqueza, el trato social, la ambición, el afán de ciencia, incluso el cuidado de la salud. Vive, dice, en disposición de despedirse continuamente de lo que abandona, con un pie en la tumba y sin apegarse a esperanzas nuevas. Cita versos latinos que refuerzan esta idea de “ya he vivido, ya he cumplido mi carrera”, mostrando que para él el verdadero beneficio de la edad es la liberación de los afanes.

En este contexto aparece de nuevo Catón el Joven como ejemplo de serenidad y entereza. En el umbral de la muerte, tomó en sus manos el diálogo de Platón sobre la inmortalidad del alma, no como quien busca un auxilio desesperado, sino como quien sigue su rutina intelectual sin alterarla, del mismo modo que en otra ocasión jugó tras perder la pretura. Para Catón, morir no era más decisivo que renunciar a un cargo: ambos sucesos los afrontaba con igual indiferencia y firmeza.

Capítulo XXIX: De la virtud

Montaigne examina la distancia entre los arrebatos momentáneos del alma y la constancia habitual que exige una vida verdaderamente virtuosa. Reconoce que los seres humanos, en ocasiones, son capaces de gestos heroicos que parecen sobrepasar lo humano y acercarse a lo divino; sin embargo, esos gestos no bastan para sostener una virtud auténtica. La verdadera medida del hombre está en sus actos ordinarios, en su “traje de todos los días”, más que en los arranques pasajeros. La virtud no es un rapto, sino un hábito estable de moderación, orden y perseverancia.

Montaigne ejemplifica esta tensión con Pirrón, el filósofo escéptico, que intentó llevar su doctrina a la práctica de manera total: vivir en absoluta indiferencia ante todo. Relata cómo Pirrón mantenía sus actos inalterables incluso en situaciones absurdas, aunque a veces su propia humanidad lo traicionaba —como cuando se defendió del ataque de un perro—, lo que evidencia lo difícil que es sostener de manera constante un principio filosófico extremo. Montaigne subraya así que lo admirable no son las fantasías heroicas, sino la capacidad de integrarlas con constancia en la vida diaria.

A continuación, introduce anécdotas más cercanas y crudas: el campesino que, llevado por los celos, se mutila; el joven noble que, desesperado por fallar en el amor, se priva de sus órganos sexuales; o la mujer que, tras ser maltratada por su marido, se lanza al río. Estos ejemplos muestran hasta qué punto el furor, la pasión o la desesperación pueden arrastrar al hombre (y a la mujer) a actos radicales. Pero lo que a primera vista parece valentía o determinación no es virtud: es un arrebato momentáneo, fruto del desorden interior, muy distinto del temple sereno y constante que Montaigne busca en la virtud auténtica.

El contraste lo aporta el ejemplo de Catón el Joven, cuya vida y muerte Montaigne admira como modelo de serenidad. Catón, al borde de la muerte, leyó a Platón sobre la inmortalidad del alma sin buscar refugio ni consuelo extraordinario, sino como prolongación natural de su vida de estudio. En él no había ruptura entre el pensar y el vivir: afrontaba la pérdida de un cargo y la pérdida de la vida con la misma calma. Este temple, constante e indiferente ante los grandes cambios, es lo que Montaigne considera verdadero signo de virtud.

Montaigne combina ejemplos históricos, religiosos y anecdóticos para reflexionar sobre tres temas que le obsesionan: la virtud como constancia, la fuerza de la imaginación y la relación del hombre con la fatalidad.

Comienza evocando a los gimnosofistas, quienes se entregaban voluntariamente al fuego como culminación de su vida filosófica. No era un arrebato momentáneo, sino un acto preparado durante toda la existencia, que daba a su muerte un carácter milagroso. Montaigne subraya la diferencia entre un gesto heroico nacido de un arrebato y un acto constante, cultivado con paciencia hasta hacerse parte natural del ser. Esta muerte “filosófica” se integra a la vida misma como coronación de la virtud.

La reflexión se enlaza con el problema del fatum y la libertad humana. Montaigne resume el argumento fatalista clásico: si Dios conoce de antemano todo lo que sucederá, entonces lo que acontece es necesario. Pero introduce la respuesta de los teólogos, quienes afirman que Dios ve sin forzar, que su ciencia no impone el acontecimiento. Aquí aflora su escepticismo: reconoce que la creencia en el destino fijo ha servido a algunos para infundir valor, aunque duda de que esa fe se traduzca en acciones coherentes. Cita el caso de los beduinos, quienes, confiados en que su hora estaba escrita, marchaban casi desnudos a la guerra, considerando una cobardía armarse contra la muerte. Esta fe contrasta con la europea, retórica más que vivida.

Montaigne ilustra luego cómo las ideas, aun las más frágiles, pueden moldear la conducta. Relata el caso del joven turco que, frustrado por no acertar a una liebre con decenas de flechas ni con perros, concluyó que el animal estaba protegido por el destino. Ese razonamiento azaroso lo convirtió en convicción profunda sobre la fatalidad. Montaigne aprovecha para señalar cuán flexible y maleable es la razón humana: basta un hecho mínimo para transformar nuestras creencias más firmes.

El ensayo se adentra después en ejemplos de resoluciones extremas. El asesino del príncipe de Orange, aun viendo el fracaso de su compañero, perseveró en su plan, consciente de que corría a una muerte segura. Lo que en otros sería insensatez, en él fue firmeza animada por una pasión avasalladora. Montaigne observa que los hombres pueden hallarse poseídos por creencias o impulsos que los hacen actuar más allá de toda prudencia, movidos por la imaginación más que por la razón equilibrada.

La última parte aborda la secta de los asesinos, cuyo nombre pasó a nuestra lengua a partir de ellos. Estos hombres, convencidos de que el asesinato de un infiel les garantizaba el paraíso, se lanzaban contra enemigos poderosos sin temor a la muerte. La serenidad con que enfrentaban el suplicio muestra hasta qué punto la convicción —aunque Montaigne la considere equivocada— puede dar al ánimo humano un vigor extraordinario.

Capítulo XXX: De una criatura monstruosa

Montaigne relata un par de casos extraordinarios —el de un niño nacido con otro cuerpo unido a su pecho, y el de un hombre adulto sin órganos genitales— y los utiliza como punto de partida para reflexionar sobre lo que llamamos “monstruoso” o “contra naturaleza”.

En el primer caso describe minuciosamente a la criatura de catorce meses, que vivía y se movía normalmente aunque llevaba adherido el cuerpo incompleto de otro niño, sin cabeza y con los miembros colgando. La precisión con que Montaigne detalla el fenómeno muestra su interés por lo empírico y por la observación directa, casi como un naturalista. Incluso menciona cómo la nodriza afirmaba que el niño orinaba por ambos cuerpos, lo que indicaba vitalidad compartida. Montaigne, fiel a su costumbre de vincular hechos con reflexiones políticas, sugiere en tono irónico que un rey podría ver en esa criatura un augurio de la unión de diferentes partes bajo un mismo dominio. Sin embargo, descarta la interpretación profética recordando que solo después de los hechos se puede volver a ellos para encontrarles un sentido, como hacía Epiménides al “adivinar lo pasado”.

El segundo ejemplo, el del pastor sin órganos genitales, sirve para reforzar la idea de que lo que nos parece extraño no necesariamente es “contra naturaleza”. Este hombre, a pesar de su anomalía física, sentía deseo sexual y buscaba contacto femenino, lo que cuestiona las categorías rígidas de normalidad.

Lo que nosotros llamamos “monstruos” no lo son para Dios. En la perspectiva divina, todo responde a la infinita variedad de formas de la creación. Lo que nos parece insólito o aberrante no es más que desconocido, porque en la totalidad de la naturaleza cada forma tiene su lugar y su razón de ser. La diferencia entre “lo natural” y “lo contra natura” se reduce, en realidad, a lo común y lo inusual para nosotros. Lo que se repite deja de sorprendernos aunque ignoremos su causa; lo que nunca vimos, en cambio, nos parece portento.

Conclusión

En este conjunto de ensayos, Montaigne despliega su mirada crítica y escéptica frente a los modos humanos de conducirse en la vida: censura la inactividad y la holganza, reflexiona sobre la utilidad de las postas y los medios torcidos que pretenden alcanzar fines rectos, recuerda la grandeza romana y advierte contra los vicios de simular enfermedades. También aborda aspectos singulares de la naturaleza y la condición humana —como los pulgares o la monstruosidad de ciertas criaturas— para mostrar que todo puede ser motivo de reflexión filosófica. En su análisis moral, destaca que la cobardía engendra crueldad, que cada cosa tiene su tiempo y que la verdadera virtud no se mide por apariencias. En conjunto, estos capítulos revelan la amplitud con que Montaigne entrelaza lo cotidiano con lo trascendente, invitando a reconocer en lo pequeño y en lo extraordinario una misma lección sobre la fragilidad y complejidad del ser humano.

Lucrecio - Vida y obra (99 a.C. - 56 a.C.)

Tito Lucrecio Caro fue un poeta y filósofo romano del siglo I a.C., cuya obra De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas) despliega con fuerza poética el pensamiento atomista de Epicuro. En un mundo convulsionado por la superstición y la guerra, Lucrecio ofrece una visión radicalmente materialista del universo, exaltando la razón y el conocimiento como caminos hacia la libertad interior. Su poema no solo introduce la filosofía griega al mundo latino con un vigor inédito, sino que interpela aún hoy a quienes buscan comprender la naturaleza sin recurrir al mito.


LUCRECIO

VIDA Y OBRA

La vida de Tito Lucrecio Caro está envuelta en un notable misterio, y lo poco que sabemos proviene de fuentes indirectas, escasas y a veces contradictorias. Se cree que nació hacia el año 99 a.C. y murió en torno al 55 a.C., probablemente en Roma o en sus alrededores. No tenemos registros fiables sobre sus padres, su linaje o su entorno familiar, lo que ha dado pie a especulaciones, aunque la mayoría de los estudiosos coinciden en que pertenecía a una familia romana acomodada, dado su elevado nivel cultural y su dominio del griego y del pensamiento filosófico epicúreo. 

A cuatro siglos de su muerte, san Jerónimo anotó que Lucrecio murió a los 43 años, lo que refuerza la datación de su vida entre finales del siglo II y mediados del siglo I a.C. Lo que llama la atención era que el mismo San Jerónimo nos dice que Lucrecio se volvió loco después de ingerir un filtro de amor y que en sus ratos de lucidez habría escrito varias obras corregidas por Cicerón, según él. Esta anécdota se difundió, pero carece de pruebas históricas sólidas. No hay fuentes contemporáneas a Lucrecio que mencionen su supuesta locura.

Más bien, se interpreta que esta tradición se usó como estrategia de desprestigio: un poeta que defendía el atomismo de Epicuro, negaba la providencia divina y afirmaba la mortalidad del alma, resultaba escandaloso para la mentalidad cristiana. Tildarlo de “loco” o “endemoniado” era una forma de restarle autoridad.

La intensidad y solidez con que Lucrecio expone el epicureísmo en De rerum natura indican un contacto temprano y duradero con textos griegos, lo que implica formación en escuelas donde se enseñaban las doctrinas filosóficas helenísticas. Esto era habitual entre jóvenes romanos instruidos, sobre todo aquellos que se inclinaban por la vida intelectual más que por la carrera política o militar.

Durante su adolescencia, es probable que Lucrecio haya continuado su formación en el trivium romano (gramática, retórica y dialéctica), complementado por estudios de griego, filosofía y ciencias naturales. Su dominio del pensamiento epicúreo sugiere que entró en contacto con estas ideas a una edad relativamente temprana, quizás a través de un maestro griego o mediante lecturas en escuelas filosóficas de orientación epicúrea, que eran frecuentes en Roma y en ciudades culturalmente ricas como Nápoles o Herculano, donde el epicureísmo tenía fuerte presencia.

Una breve referencia aparece en la Vida de Virgilio atribuida a Elio Donato, basada probablemente en Suetonio, donde se afirma que Lucrecio murió el mismo día en que Virgilio asumió la toga viril, alrededor del 53 a.C. Sin embargo, esta afirmación presenta inconsistencias internas, ya que los cónsules mencionados (Pompeyo y Craso) ejercieron ese cargo juntos en el 70 y nuevamente en el 55 a.C., no en el 53, lo que pone en duda la fiabilidad del dato.


De Rerum Natura

De rerum natura fue compuesto por Lucrecio como un extenso poema filosófico dirigido a Cayo Memmio, influyente político romano del siglo I a.C., a quien el autor interpela repetidamente con expresiones afectuosas como “mi Memmio” o “ilustre Memmio”. Si bien algunos estudiosos han debatido si el poema fue pensado exclusivamente para él o si la dedicatoria fue incorporada en una etapa posterior, lo cierto es que Lucrecio se propuso liberar a Memmio —y, por extensión, al lector romano— del temor a los dioses y a la muerte, conduciéndolo hacia la ataraxia mediante la doctrina de Epicuro. Por lo tanto, Lucrecio sigue la filosofía de Epicúreo sobre todo en lo que concierne a la física. Paradójicamente, aunque el epicureísmo desconfiaba de la poesía como vehículo de la filosofía, Lucrecio la defiende con una brillante metáfora: así como se unta de miel el borde del vaso para ayudar al niño a tomar una medicina amarga, su poesía embellece y hace accesible una verdad que, aunque dura, puede salvar el alma del error y el sufrimiento. 

Es el único poema conocido de Tito Lucrecio Caro y una de las obras filosóficas más importantes de la antigüedad latina. Compuesto en hexámetros dactílicos —el mismo metro épico de Homero y Virgilio—, este extenso poema didáctico busca exponer y difundir la filosofía natural de Epicuro en lengua latina, con el fin de liberar a los seres humanos del temor a los dioses, a la muerte y a las supersticiones que esclavizan la mente.

Dividido en seis libros, De rerum natura desarrolla una cosmología materialista basada en el atomismo: todo lo que existe está compuesto por átomos y vacío. A lo largo de sus versos, Lucrecio explica el origen y la estructura del universo, el alma, los sentidos, los fenómenos naturales, la historia de la humanidad y la religión, siempre desde una perspectiva racionalista y antiteológica. El poema sostiene que los dioses existen, pero viven en un estado de beatitud indiferente al mundo humano, y que la muerte no debe temerse, pues el alma es mortal y no hay sufrimiento tras el fin de la vida.

El estado actual de De rerum natura sugiere que el poema fue publicado de manera inacabada. Termina abruptamente con una descripción sombría de la peste de Atenas, sin una conclusión filosófica clara, y contiene repeticiones, pasajes inconclusos y promesas no cumplidas, como el anunciado desarrollo sobre la naturaleza de los dioses en el libro V. Todo ello ha llevado a pensar que Lucrecio murió antes de poder revisar y concluir su obra, dejando el manuscrito sin pulir. 

Estilo poético

El estilo poético de Lucrecio es uno de los aspectos más fascinantes de su obra y el que le asegura un lugar único en la literatura latina, porque convierte la filosofía en poesía épica.

Lucrecio compone en hexámetros dactílicos, el mismo metro de Homero y Virgilio, apropiado para epopeyas. Pero en vez de cantar héroes y batallas, eleva a tema poético las doctrinas de Epicuro. Así, la poesía se transforma en vehículo de filosofía: él mismo lo explica con la famosa metáfora de la miel en el borde del vaso, que sirve para suavizar la dureza de la medicina. La belleza del verso endulza la aridez del razonamiento.

Su estilo combina rigor didáctico y fuerza imaginativa. Cada teoría —los átomos, el vacío, el alma, los sentidos— se acompaña de imágenes vívidas: la lluvia de polvo en un rayo de sol para ilustrar el movimiento atómico; la herida amorosa para describir la pasión; la peste de Atenas para mostrar la fragilidad humana. Estos recursos convierten ideas abstractas en visiones palpables.

Un tercer rasgo es el tono solemne y épico. La invocación inicial a Venus no es simple religión, sino un recurso poético que coloca al poema en la tradición homérica y enniana. Lucrecio logra que su canto a la naturaleza tenga la gravedad de un mito, pero con un propósito filosófico: mostrar que todo se rige por leyes materiales.

El estilo poético de Lucrecio tiene un matiz dramático y trágico. Aunque su propósito es liberar al hombre del miedo, su lenguaje está cargado de imágenes de destrucción, muerte y vacío. El final abrupto con la peste de Atenas, en particular, deja una sensación de catástrofe que refuerza la fragilidad de la condición humana frente a la naturaleza.

Contenido

Lucrecio comienza con una invocación solemne a Venus, a quien llama Aeneadum genetrix (“madre de los enéadas, es decir, de Roma”) y Alma Venus (“madre nutricia de la naturaleza”). Esta apertura recuerda los proemios de Homero, Hesíodo y Ennio, que invocaban a las Musas, y sitúa el texto dentro de la tradición épica y religiosa, aunque resignificada desde la perspectiva filosófica. Venus, más que una diosa personal que intervenga en el mundo, aparece como un símbolo poético de la fuerza generadora de la naturaleza, en línea con Empédocles y con la idea epicúrea de la potencia creadora del eros. Aunque Lucrecio sostiene más adelante que los dioses viven apartados y no se ocupan de los asuntos humanos, esta aparente contradicción se resuelve entendiendo a Venus como una metáfora del proceso vital y de la creatividad cósmica.

Tras esta invocación, Lucrecio se lanza a criticar los males de la superstición y expone los principios fundamentales del atomismo: nada surge de la nada ni nada se reduce a la nada (nil fieri ex nihilo, in nihilum nil posse reverti), y el universo está compuesto por átomos infinitos que se mueven en un vacío inmenso. Los dos primeros libros detallan la naturaleza de los átomos, sus combinaciones, sus movimientos y cómo de ellos emergen todas las formas sensibles, además de refutar hipótesis contrarias.

El tercer libro aplica estos principios a la naturaleza del alma (anima y animus), argumentando que esta es corpórea y perece junto con el cuerpo, sin tener existencia independiente. De allí deriva la conclusión central: no hay que temer a la muerte, pues no es más que la extinción de la sensación. Este mensaje busca liberar a los hombres del miedo, que es fuente de superstición y de esclavitud espiritual.

En el cuarto libro, Lucrecio aborda la teoría de los sentidos, el sueño y los sueños, y finaliza con una reflexión sobre el amor y el deseo, mostrando cómo incluso las pasiones humanas responden a causas naturales. El quinto libro se centra en la cosmología y la antropología filosófica: el origen del mundo, los astros, las estaciones, el surgimiento de la humanidad, la vida en sociedad y la invención de las artes y las ciencias. Para algunos críticos, es el libro más logrado y ambicioso, pues combina ciencia, poesía y filosofía en un relato amplio sobre la civilización.

El sexto libro se ocupa de fenómenos naturales —rayos, truenos, terremotos, volcanes, vientos, fríos y calores— y termina con una descripción impresionante de la peste que asoló Atenas durante la Guerra del Peloponeso. 

Pensamiento

Ataraxia

La ataraxia es un concepto filosófico que significa literalmente “ausencia de turbación” o “imperturbabilidad del ánimo”. Se refiere a un estado de calma interior, de equilibrio emocional, en el que la persona no se deja arrastrar por miedos, pasiones desordenadas ni preocupaciones inútiles. No es apatía, sino una serenidad activa que permite disfrutar de la vida sin sobresaltos.

Para los epicúreos, la ataraxia era uno de los fines supremos de la filosofía. Epicuro enseñaba que todos los seres humanos buscan el placer (hedoné), pero no el placer desmedido, sino el estable y duradero. Y el placer más seguro no viene de los excesos, sino de la tranquilidad del cuerpo (aponía, ausencia de dolor) y la tranquilidad del alma (ataraxia).

La ataraxia, en la práctica epicúrea, consistía en liberarse de tres grandes temores que perturban a los hombres: el miedo a los dioses, el miedo a la muerte y el miedo al dolor. Al comprender, por medio de la física atomista, que los dioses no intervienen en los asuntos humanos, que el alma muere con el cuerpo y que el dolor físico puede soportarse o terminar con la muerte, el sabio alcanza la calma.

En resumen, para un epicúreo como Lucrecio, la ataraxia era la meta de la vida feliz: un estado de serenidad en el que se disfruta de los placeres naturales y necesarios (amistad, comida simple, reflexión) sin esclavizarse a las pasiones ni a las supersticiones. Es el premio de la filosofía: vivir libre de miedos y perturbaciones.

Alma

Sostiene que el alma es corpórea. Para él, todo lo que actúa y padece debe ser material, pues sólo la materia puede tener efectos reales. El alma, entonces, está hecha de una mezcla de átomos muy finos, más delicados que los del aire o del fuego, que penetran por todo el cuerpo. Su función es animar y coordinar la vida, pero no posee una sustancia distinta o separada.

En segundo lugar, distingue dos dimensiones del alma: por un lado, el ánimus, que reside en el pecho y es sede de la mente y las pasiones; y por otro, el ánima, que se extiende por todo el cuerpo, responsable de la vitalidad general. Ambas partes forman una unidad inseparable, que trabaja en conjunto con el cuerpo. Si el cuerpo se daña, el alma también sufre; y cuando el cuerpo muere, el alma se dispersa junto con él.

Un tercer aspecto fundamental es que el alma es mortal. Lucrecio combate directamente la idea de inmortalidad defendida por los platónicos y aceptada por los estoicos. Para él, creer que el alma sobrevive es un error que alimenta el miedo a la muerte y la superstición religiosa. Insiste en que, al morir, los átomos que componen el alma se dispersan en la naturaleza, igual que los del cuerpo. Así como antes de nacer no sentíamos nada, después de morir tampoco sentiremos.

La consecuencia ética de esta visión es muy clara: liberar al hombre del miedo a los castigos en el más allá y de la angustia por la muerte. Si el alma muere con el cuerpo, no hay infierno ni tormentos eternos, y lo único que debemos procurar es vivir en calma, evitando las pasiones que perturban. Por eso, la filosofía de Lucrecio busca alcanzar la ataraxia, la tranquilidad del ánimo, mediante el conocimiento de la naturaleza y la aceptación de nuestra condición mortal.


Física

En la física de Lucrecio, el objetivo principal no es construir una ciencia exacta como la entendemos hoy, sino liberar al ser humano del temor a los dioses mostrando que todos los fenómenos naturales tienen causas materiales y no dependen de voluntades divinas. El poeta insiste en que comprender los movimientos del sol, la luna y las estrellas desde un punto de vista naturalista impide considerarlos dioses o instrumentos de un designio providencial. Así, el epicureísmo se presenta como un camino hacia la serenidad: al conocer la naturaleza, se destruyen la superstición y el miedo.

Sin embargo, al intentar aplicar este programa, Lucrecio muestra tanto sus logros como sus limitaciones. Su método consiste en ofrecer múltiples explicaciones naturalistas posibles para un mismo fenómeno, sin determinar cuál es la correcta. Por ejemplo, al tratar los movimientos de los astros, plantea varias hipótesis: que el cielo mismo gire; que las estrellas se muevan impulsadas por corrientes de éter o de aire; o que viajen solas alimentándose de su propio “sustento” en el espacio. Reconoce, sin embargo, que no es posible decidir entre estas alternativas debido al “vacilante progreso” de la investigación. Este modo de proceder muestra un empirismo abierto pero también un límite: Lucrecio busca desplazar lo divino, más que llegar a la verdad física exacta.

A pesar de intuiciones brillantes sobre la materia y el atomismo, el poeta incurre en errores significativos desde la perspectiva científica. En el primer libro, por ejemplo, rechaza la teoría de la Tierra esférica —ya bien establecida en la época gracias a Aristóteles y Eratóstenes— y en cambio favorece una cosmología de tierra plana. Este tipo de afirmaciones debilita su valor como científico, aunque no como pensador filosófico o poeta.

Metafísica

En la metafísica de Lucrecio, el punto de partida es el atomismo epicúreo: todo lo que existe está formado por átomos que se mueven en el vacío. A partir de esta base, Lucrecio niega la intervención divina en la creación y el gobierno del universo. Los dioses, según él, existen, pero habitan en un estado de perfecta tranquilidad (ataraxia) y no se interesan por los asuntos humanos. Por eso no son responsables ni del origen del cosmos, ni de sus fenómenos, ni mucho menos de los destinos individuales. Esta visión, al difundirse en Europa tras el redescubrimiento del De rerum natura, fue interpretada como peligrosa y cercana al ateísmo, pues atacaba pilares centrales del pensamiento teísta: la Providencia, los milagros, la oración y la vida después de la muerte. Tal como subraya Ada Palmer, se trata de ideas que, aunque no hacen de Lucrecio un ateo en sentido moderno, fueron retomadas siglos después por corrientes materialistas y ateas, lo que convierte su obra en un antecedente crucial del pensamiento secular.

En cuanto al repudio de la inmortalidad, Lucrecio sostiene que el alma no es un principio espiritual separado, sino un compuesto de átomos, como todo lo existente. Así como el cuerpo físico se desintegra con la muerte, también el alma se dispersa, sin posibilidad de sobrevivir. Para explicar esta idea, recurre a la imagen de un recipiente que contiene un líquido: cuando el recipiente se rompe, el contenido se derrama y se pierde; de igual modo, al morir el cuerpo, la mente (mens) y el espíritu (anima) desaparecen. La muerte, entonces, no es un tránsito hacia otro estado, sino una aniquilación total.

Este planteamiento desemboca en la idea ética más famosa de Lucrecio: no hay por qué temer a la muerte. Si la muerte consiste en dejar de sentir, no puede ser mala ni buena para el individuo. Para reforzar este consuelo, apela al argumento de la simetría: el estado posterior a la muerte es idéntico al estado anterior al nacimiento. Nadie sufrió por no haber existido antes de nacer; del mismo modo, no se debe temer la inexistencia que seguirá tras la muerte. En un pasaje poético, compara ese estado con un sueño profundo y sereno, más tranquilo que cualquier experiencia de la vida.

Nada

En Lucrecio, la “nada” no existe. Esa es una de las afirmaciones más tajantes con que abre el De rerum natura (Libro I). Su lema fundamental es: “De la nada, nada se hace” (ex nihilo nihil fit).

En primer lugar, sostiene que nada puede surgir de la nada. Todo lo que existe proviene de algo previo, porque la materia es eterna. Si algo pudiera brotar de la nada, cualquier cosa podría nacer en cualquier momento, sin causa ni principio, lo que haría imposible comprender la naturaleza. Del mismo modo, nada puede volver a la nada: las cosas se disgregan, se transforman, pero sus elementos —los átomos— permanecen indestructibles.

En segundo lugar, para explicar el cambio y la multiplicidad, Lucrecio introduce el vacío (inane), pero aclara que el vacío no es “nada” en sentido absoluto. Es espacio real, aunque sin materia, condición necesaria para que los átomos puedan moverse y chocar. La “nada absoluta”, en cambio, es un concepto sin realidad, un imposible.

En tercer lugar, la negación de la nada tiene una dimensión ética. Si nada viene de la nada y nada se convierte en nada, entonces el mundo no depende de caprichos divinos, ni hay creación ex nihilo, ni castigo eterno tras la muerte. El alma misma, al morir, se dispersa en sus elementos materiales: no pasa a otra vida, no se transforma en sombra inmortal, simplemente deja de ser en cuanto individuo. La nada no nos espera, porque no es una realidad que pueda ser sentida: al morir, ya no somos.

Clinamen

El concepto del clinamen es uno de los aportes más singulares y discutidos de Lucrecio dentro del epicureísmo. Frente a un universo regido por la caída rectilínea de los átomos en el vacío, gobernada solo por necesidad y causalidad, surge el problema del determinismo: si todo se mueve según leyes estrictas, ¿cómo explicar la libertad de los seres vivos? Para resolver esta tensión, Lucrecio introduce la idea de una desviación mínima e impredecible en la trayectoria de los átomos, un desvío espontáneo que rompe la estricta cadena de causa y efecto.

Este desvío, llamado clinamen, no ocurre en un tiempo ni lugar determinados, sino “en un momento y lugar inciertos”, y en un grado apenas perceptible. Gracias a esta mínima alteración, los átomos pueden colisionar y combinarse, dando origen a la multiplicidad de fenómenos naturales. Pero más allá de su función cosmológica, el clinamen cumple un papel central en la ética: permite fundamentar el libre albedrío (libera voluntas) de los seres humanos y de los animales, ya que introduce la posibilidad de acciones no completamente predeterminadas por la necesidad mecánica.

De este modo, el clinamen tiene una doble importancia. Por un lado, es un principio físico que explica cómo, de un universo de átomos en caída paralela, pudo surgir la complejidad de la naturaleza. Por otro, es un principio filosófico que busca resguardar la libertad frente al determinismo absoluto, permitiendo que la voluntad humana no sea mera consecuencia inevitable de cadenas causales.

Mal de amores

Lucrecio habla del amor como un verdadero mal o enfermedad, y lo hace con un tono muy crítico en el De rerum natura, especialmente en el libro IV. Para él, el amor no es una fuerza divina ni un estado noble, sino una perturbación peligrosa del alma que roba la serenidad del sabio. Lo llama morbus amoris o incluso furor amoris, es decir, enfermedad o delirio de amor. Esta condición surge cuando los simulacros, esas imágenes atómicas que emanan de los cuerpos, penetran por los sentidos y excitan el deseo, generando una agitación continua.

En este sentido, Lucrecio describe el “mal de amores” con términos muy cercanos a la medicina. Habla de un veneno interno que causa síntomas en cuerpo y mente: insomnio, fiebre, pérdida de fuerzas, palidez, desasosiego. El enamorado se obsesiona con la persona amada, exagera sus virtudes y transforma incluso sus defectos en supuestas bellezas. La mente cae en un estado febril que impide el juicio sereno y esclaviza la razón.

El amor pasional, según Lucrecio, nunca ofrece satisfacción verdadera. Después del contacto físico, lejos de extinguirse, el deseo renace más intenso porque busca algo imposible: la fusión total con el ser amado. De ahí la frustración constante, los celos, la angustia y la ansiedad, que hacen del amor un círculo vicioso que destruye el equilibrio del alma. Para el epicúreo, ese equilibrio —la ataraxia— es la meta suprema, y el amor, en cambio, se convierte en su peor enemigo.

Por eso, Lucrecio aconseja evitar caer en esta enfermedad. La recomendación es mantener la satisfacción del deseo dentro de límites moderados, sin quedar prisionero de un único objeto amoroso. Si el amor se desborda, hay que buscar remedios: recurrir a otras compañías, distraer la mente, cultivar la filosofía. No se trata de negar todo afecto humano, sino de escapar de la dependencia obsesiva que convierte al amante en esclavo.

Describe cómo el amante, al ver y desear al ser amado, recibe como una especie de dardo que se clava en lo más íntimo. Es una metáfora médica: el amor penetra como una herida invisible, produciendo una hemorragia interior que no cesa. Ese dolor no se cura con la unión sexual, porque incluso después del encuentro la herida sigue abierta; el amante ansía más, busca una fusión imposible, y por eso queda atrapado en un ciclo de deseo y frustración.

Lucrecio señala que los amantes “se consumen con una herida oculta”, lo cual traduce el sufrimiento del mal de amores en términos físicos. El corazón, agitado por las imágenes (simulacra) del amado, late con fiebre, y la herida se profundiza cada vez que se reaviva el deseo. Así, el eros se convierte en veneno: da la ilusión de placer, pero en realidad prolonga la dolencia y esclaviza al alma.

Por eso insiste en que hay que cuidarse de esa herida.

Universo

El universo en Lucrecio está descrito en el De rerum natura con una visión materialista y radicalmente distinta a la tradición platónica o cristiana posterior.

En primer lugar, el universo es infinito en extensión. Lucrecio sostiene que los átomos, siendo infinitos en número, necesitan un espacio igualmente infinito para moverse. Si hubiera un límite, los átomos chocarían contra él, pero al no existir un borde, siempre hay más espacio y más materia más allá. El cosmos no tiene centro ni arriba o abajo absolutos.

En segundo lugar, el universo no ha sido creado por los dioses ni responde a un plan providente. Surge de la combinación azarosa de átomos en el vacío. Los dioses, si existen, viven apartados, sin intervenir en la naturaleza ni en los asuntos humanos. La finalidad teleológica es rechazada: las cosas no se hacen “para” algo, sino que aparecen y persisten por la dinámica de la materia.

En tercer lugar, el universo contiene infinitos mundos. Lucrecio explica que, así como en nuestro mundo los átomos han dado lugar a tierra, mares, astros y seres vivos, también en otras partes del infinito espacio se forman otros mundos. Algunos se desarrollan, otros perecen. La pluralidad de mundos es consecuencia natural de la infinitud de la materia y del vacío.

En cuarto lugar, el universo es mortal en sus partes, pero eterno en su fondo. Cada mundo, como el nuestro, tiene un inicio y un fin: puede desgastarse, agotarse o ser destruido. Sin embargo, los átomos que lo componen no mueren; se redistribuyen para formar nuevas combinaciones. De este modo, la naturaleza es eterna, aunque las formas que adopta sean pasajeras.

Muerte

En primer lugar, Lucrecio afirma que la muerte no es nada para nosotros. El alma y el cuerpo son inseparables y ambos están hechos de átomos. Al morir, esos átomos se disgregan y no queda un “yo” que pueda experimentar algo. Por lo tanto, no hay castigo ni sufrimiento después de la muerte, tal como enseñaba Epicuro. Su famosa máxima es: “Nil igitur mors est ad nos” (“La muerte, pues, nada es para nosotros”).

Lucrecio explica que el temor a la muerte corrompe la vida: impulsa la ambición, la avaricia, la guerra y la crueldad, porque los hombres buscan inmortalizarse con riquezas, poder o fama. El sabio, en cambio, se libera de esas pasiones aceptando su mortalidad y vive con serenidad.

También describe la muerte en términos casi médicos: el cuerpo se enfría, se disuelve la cohesión de los átomos, y el alma —compuesta de partículas sutiles— se dispersa en la naturaleza. No hay tránsito a otro mundo ni supervivencia del alma como entidad separada.

Civilización

Por un lado, es claro que Lucrecio toma elementos de Empédocles, especialmente la idea de que las formas de vida surgen por combinaciones naturales y que aquellas que no logran adaptarse desaparecen. En el Libro V, describe cómo la tierra produjo criaturas monstruosas —algunas sin pies, otras sin boca, otras incapaces de reproducirse— que se extinguieron. Sólo sobrevivieron aquellas capaces de conservarse y perpetuarse. Este pasaje suele considerarse como un antecedente pre-darwiniano, porque introduce un mecanismo de selección natural sin intervención sobrenatural.

En cuanto a la civilización humana, Lucrecio traza una narración progresiva: primero los hombres vivían solitarios, sin lenguaje ni vínculos estables; luego, con el descubrimiento del fuego y la formación de las primeras familias, comenzaron a unirse para protegerse y sobrevivir. De allí nacieron el lenguaje, la agricultura, la música, la poesía y, finalmente, las leyes y la vida en común. La religión misma, según él, nació del miedo y de la ignorancia frente a los fenómenos naturales.

Ahora bien, Lucrecio introduce una mirada crítica y pesimista sobre el progreso. Usa la metáfora de las “tres edades de los metales” (oro, plata, bronce), pero en vez de hablar de decadencia moral como Hesíodo, interpreta la historia como un crecimiento humano, semejante al desarrollo de un individuo. Sin embargo, aclara que cada avance técnico o cultural no nos libera del sufrimiento, sino que lo reemplaza por otro: el descubrimiento del hierro trae consigo la guerra, el comercio trae la avaricia, la vida urbana trae la ambición.

Por eso, el progreso por sí mismo no garantiza la felicidad. El verdadero progreso, para Lucrecio, está en la filosofía de Epicuro, que enseña a controlar los deseos, a distinguir los naturales y necesarios de los superfluos, y así alcanzar la ataraxia. La historia humana se entiende entonces como un intento siempre incompleto de manejar el dolor y el deseo, que sólo encuentra su salida en la sabiduría epicúrea.

Peste de Atenas

La peste de Atenas es el tema con el que Lucrecio cierra el De rerum natura, en el libro VI. Es un final sorprendente y enigmático, porque después de cientos de versos donde promete liberar al hombre del miedo a la muerte, termina con una descripción oscura y sin consuelo.

Históricamente, la peste ocurrió durante la Guerra del Peloponeso (431–404 a.C.), cuando Atenas fue sitiada por Esparta. Tucídides, que fue testigo directo, narró el brote en su Historia de la guerra del Peloponeso. Se trataba probablemente de una epidemia de fiebre tifoidea (otros sugieren viruela o ébola), que mató a miles, incluido el propio Pericles.

Lucrecio retoma esa narración de Tucídides casi palabra por palabra en algunos pasajes, pero le imprime su sello poético y filosófico. Describe la peste con un tono macabro y realista: cuerpos apilados en las calles, templos llenos de cadáveres, padres que abandonan a sus hijos, la ciudad colapsada en el miedo y la desesperación.

Lo impactante es que no ofrece ningún cierre optimista ni una lección moral explícita. El poema se interrumpe abruptamente después de esa visión de horror. Esto ha generado debates:

  • Algunos creen que Lucrecio murió antes de completar la revisión de la obra.

  • Otros piensan que lo dejó así a propósito, como advertencia: la naturaleza es indiferente y cruel, y la única defensa es el conocimiento filosófico que él ya ha expuesto.

Desde el punto de vista poético, la peste de Atenas es un clímax trágico: después de cantar la belleza del cosmos, el poder de la naturaleza y la promesa de la filosofía, termina mostrando la fragilidad humana frente al azar atómico y a la enfermedad.

La peste de Atenas es el último golpe de Lucrecio contra las ilusiones religiosas: no fueron los dioses quienes castigaron a los atenienses, sino la naturaleza, que sigue sus propias leyes. El poema concluye mostrando que sólo la filosofía puede dar serenidad, aunque la vida humana esté siempre expuesta al sufrimiento y a la muerte.

Religión

La religión en Lucrecio es uno de los temas más polémicos y fascinantes de su De rerum natura. Él no es un ateo en el sentido moderno, porque reconoce la existencia de los dioses, pero sí es un crítico radical de la religión tradicional y de todo lo que produce miedo, superstición y sometimiento.

En primer lugar, Lucrecio distingue entre religio y pietas. La religio es, para él, la superstición dañina que esclaviza la mente humana. Se expresa en ritos sangrientos, temores irracionales y creencias en castigos divinos. Como ejemplo, recuerda el mito de Ifigenia, sacrificada por su propio padre Agamenón para obtener vientos favorables: la religión, dice, lleva a crímenes atroces.

En cambio, la pietas verdadera no consiste en sacrificios ni en rezos, sino en contemplar el orden natural del mundo y vivir en serenidad. El sabio epicúreo muestra reverencia hacia la naturaleza misma, entendida como la fuente de todo lo que existe.

En segundo lugar, Lucrecio afirma que los dioses existen, pero viven en el intermundia, espacios alejados entre mundos, en un estado de absoluta paz (ataraxia). No crean el mundo, no lo gobiernan, ni se preocupan por los hombres. Su beatitud perfecta es un modelo de vida serena, pero no se relacionan con nosotros. De este modo, Lucrecio niega la providencia divina y el papel activo de los dioses en el cosmos.

En tercer lugar, la crítica de Lucrecio a la religión tiene un fin ético y terapéutico. El miedo a los dioses y al castigo después de la muerte es una de las principales fuentes de angustia humana. Al mostrar que el alma es mortal, que los dioses no intervienen y que todo tiene causas naturales, el poeta busca liberar al lector de esos terrores. La filosofía sustituye así a la religión como camino hacia la tranquilidad.

Finalmente, el poema empieza con una invocación a Venus. A primera vista parece contradictorio, pero en realidad Venus no aparece como diosa personal, sino como símbolo poético de la fuerza vital de la naturaleza, inspirada en Empédocles. Lucrecio se inserta en la tradición épica (invocación a la divinidad), pero resignifica la escena para mostrar que la verdadera potencia creadora está en la naturaleza misma, no en un dios providente.

Comentarios

Roma

En la Antigüedad clásica, la obra de Lucrecio tuvo una recepción ambivalente pero indudablemente influyente. La primera crítica directa registrada proviene de Cicerón, quien en una carta a su hermano Quinto describió la poesía de Lucrecio como “llena de brillantez inspirada, pero también de gran arte”. Este juicio muestra un reconocimiento temprano tanto de la fuerza creativa como de la disciplina literaria del poeta, aunque sin una adhesión explícita a su filosofía epicúrea.

Otros autores de la República y del Imperio también se relacionaron con su obra. Julio César parece haber hecho alusiones indirectas a De rerum natura en sus Guerras de las Galias, lo que indicaría que el poema circulaba en medios intelectuales y políticos de gran prestigio. Más clara es la referencia de Virgilio en el segundo libro de sus Geórgicas, donde celebra al hombre que ha descubierto “las causas de las cosas” y ha vencido el miedo y el destino, una alusión casi transparente al ideal lucreciano. Según el estudioso David Sedley, esta evocación resume cuatro grandes temas del poema: la explicación causal del mundo, la eliminación del temor, la reivindicación del libre albedrío y la negación de la inmortalidad del alma.

Durante la época imperial, Marco Manilio retoma a Lucrecio en su Astronomica, pero desde una perspectiva contraria: el estoicismo determinista. Sus alusiones parecen configurarse como una refutación, al punto de que algunos especialistas lo han descrito como un verdadero “anti-Lucrecio”. Paradójicamente, tanto De rerum natura como la Astronomica fueron redescubiertos juntos por Poggio Bracciolini en el siglo XV, mostrando la vigencia simultánea de ambas visiones del cosmos.

Los poetas posteriores también se hicieron eco del legado de Lucrecio. Ovidio lo elogió en sus Amores, asegurando que sus versos solo perecerían con el fin del mundo. Estacio, en sus Silvae, lo calificó de “sublime” y “erudito”. Además, se han detectado ecos de su influencia en poetas elegíacos como Catulo, Propercio y Tibulo, así como en el lírico Horacio

La prosa tampoco fue ajena a su impacto. Escritores como Vitruvio, Velleio Patérculo, Quintiliano, Tácito, Fronto, Cornelio Nepote, Apuleyo y Higino mencionan o citan el poema. De manera especial, Plinio el Viejo lo utilizó como fuente en su Historia Natural, y Séneca el Joven citó hasta seis pasajes de la obra en diferentes tratados, lo que refleja una profunda afinidad entre la moral estoica y algunas intuiciones naturalistas del poeta epicúreo.

Cristiandad

En la Antigüedad cristiana, la recepción de Lucrecio estuvo marcada por la desconfianza y el rechazo. Su negación de la providencia divina y de la inmortalidad del alma lo convirtieron en un autor incómodo para los primeros pensadores cristianos, que lo vieron como representante de un materialismo incompatible con la fe. Por eso, la mayoría de los Padres de la Iglesia lo mencionaron de manera crítica o lo ignoraron por completo.

El caso más destacado es el del apologista Lactancio (siglo IV), quien lo cita con frecuencia en sus Institutiones divinae, en el Epitome y en De ira Dei. Aunque reconocía que los ataques de Lucrecio a la religión romana eran sólidos argumentos contra el paganismo y la superstición, los consideraba inofensivos frente a la verdad del cristianismo. Lactancio, además, ridiculizó el contenido científico del De rerum natura y descalificó a su autor con dureza, llamándolo poeta inanissimus (“el más inútil de los poetas”). Incluso confesaba no poder leer más de unas pocas líneas sin reírse, ironizando sobre la supuesta falta de sensatez del poeta epicúreo.

Después de Lactancio, las menciones de Lucrecio por parte de los Padres de la Iglesia fueron casi siempre negativas, lo que contribuyó a que su obra cayera en una relativa marginalidad dentro de la tradición cristiana. La gran excepción fue Isidoro de Sevilla (c. 560-636), quien en sus obras De natura rerum y las Etimologías citó hasta doce pasajes del De rerum natura, tomados de casi todos los libros, excepto el tercero. Isidoro aprovechó el material de Lucrecio no para promover el epicureísmo, sino como fuente de información en astronomía e historia natural, integrándolo dentro de su gran proyecto enciclopédico.

Un siglo más tarde, el monje e historiador Beda el Venerable compuso también un De natura rerum, inspirado en el texto de Isidoro, pero ya sin referencia alguna a Lucrecio. Esto muestra que, aunque algunos eruditos cristianos aprovecharon fragmentos de su obra para fines enciclopédicos o pedagógicos, el poeta epicúreo quedó mayormente relegado en la tradición medieval temprana, asociado a doctrinas que contradecían la fe.

Renacimiento

En el Renacimiento, la obra de Lucrecio vivió un verdadero renacer gracias al redescubrimiento de su De rerum natura por Poggio Bracciolini en 1417, en un monasterio alemán. Este hallazgo fue fundamental porque devolvió a Europa un texto que había circulado de manera fragmentaria en la Edad Media y que, debido a su crítica a la religión y a la inmortalidad del alma, había sido relegado por la tradición cristiana. Con el humanismo, sin embargo, la curiosidad por los textos clásicos y la nueva valoración de la naturaleza como objeto de estudio volvieron a darle un lugar destacado.

En este contexto, el poema de Lucrecio fue leído tanto con entusiasmo como con recelo. Para muchos humanistas, la obra representaba una fuente poética y filosófica de enorme belleza, además de un compendio de ideas naturalistas que anticipaban debates modernos sobre la física, la materia y el universo. Sin embargo, su negación de la providencia y su visión materialista del alma lo convirtieron en un autor incómodo para las autoridades religiosas, que a menudo lo toleraron solo como poeta, pero no como filósofo.

Algunos pensadores lo recibieron con gran admiración. Giordano Bruno, por ejemplo, leyó a Lucrecio en clave cósmica y filosófica, encontrando afinidades entre el atomismo y su propia visión del universo infinito y animado. Montaigne, en sus Ensayos, también se dejó influir por las ideas de Lucrecio, especialmente en su reflexión sobre la muerte y el miedo a la inexistencia, a la que responde con la serenidad epicúrea. Machiavelo, aunque más político que filósofo natural, también conocía el poema y compartía la visión desmitificadora del mundo.

En el terreno científico, las intuiciones de Lucrecio sobre el atomismo resultaron atractivas para pensadores como Galileo, que aunque no adoptó el epicureísmo de manera literal, valoró la idea de que los fenómenos podían explicarse sin recurrir a la intervención divina. Así, el De rerum natura se convirtió en un texto puente entre la tradición clásica y el nacimiento de la ciencia moderna.

No obstante, su difusión también generó sospechas. Algunos sectores eclesiásticos lo consideraron peligroso, llegando a asociarlo con el ateísmo o con herejías materialistas. Esto explica que en muchos casos circulara en copias manuscritas, o con comentarios que trataban de suavizar su radicalismo filosófico. Aun así, en las bibliotecas de los humanistas se convirtió en una obra imprescindible.


Conclusión

La vida de Tito Lucrecio Caro permanece envuelta en el misterio, pero su obra De rerum natura lo consagra como uno de los más grandes poetas y filósofos de Roma. En seis libros de versos didácticos, transmitió el epicureísmo en una síntesis única de poesía y filosofía, buscando liberar a la humanidad del miedo a los dioses y a la muerte mediante la explicación naturalista del mundo. Aunque en su tiempo no alcanzó gran fama y su materialismo fue rechazado por el cristianismo, su redescubrimiento en el Renacimiento lo situó en el centro del pensamiento moderno, influyendo tanto en la literatura como en la ciencia y la filosofía. Así, Lucrecio se alza como un puente entre la antigüedad clásica y la modernidad, y como un testimonio de cómo la razón y la poesía pueden unirse en la búsqueda de la verdad y la libertad humana.