Entre las obras más influyentes del pensamiento místico islámico, Fuṣūṣ al-Ḥikam (فصوص الحكم), “Los engarces de la sabiduría”, ocupa un lugar central. Redactada por el gran maestro andalusí Ibn ʿArabī (1165–1240), esta obra breve en extensión pero vasta en profundidad condensa su visión metafísica del universo, del ser humano y de lo divino. En ella, cada capítulo presenta una “sabiduría” particular encarnada en una figura profética, desde Adán hasta Muḥammad, donde el autor explora los distintos modos en que la verdad divina se manifiesta en el mundo. Más que un tratado sistemático, el Fuṣūṣ es una joya esotérica, destinada a quienes buscan el conocimiento interior más allá de las formas. Esta introducción busca ofrecer una primera aproximación a esta obra enigmática, iluminando sus temas esenciales y su significado dentro del sufismo y la filosofía islámica.
LOS ENGARCES DE LA SABIDURÍA
Prefacio
Ibn ʿArabī comienza invocando a Dios con la fórmula coránica clásica: "En el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso". Esta invocación no solo abre el texto, sino que también lo sitúa dentro de la tradición revelada y sagrada del Islam, indicando que lo que va a presentar debe entenderse como inspirado, no como fruto de una elaboración meramente humana.
La alabanza a Dios se centra en un acto muy específico: el envío de la Sabiduría (ḥikma) a los corazones de los logoi (pl. de logos), es decir, de los profetas o manifestaciones arquetípicas del conocimiento divino. Esta sabiduría proviene de la “Estación de la Eternidad” (maqām al-azal), un lugar metafísico desde el cual emana la verdad sin mediación temporal. Aunque las comunidades difieren en forma externa, la fuente interior de sabiduría es una sola. Ibn ʿArabī afirma así la unidad esencial del mensaje divino, más allá de la multiplicidad de religiones.
A continuación, relata una experiencia visionaria decisiva: el profeta Muhammad se le aparece en un sueño durante el mes de Muharram del año 627 H. (1229–1230 d.C.), en Damasco. El Profeta, portando un libro en la mano, se lo entrega y le dice que lo difunda para beneficio de la humanidad. Ibn ʿArabī insiste en que no es un profeta sino un "heredero", en el sentido sufí: un walī (amigo de Dios) que transmite una sabiduría emanada, no inventada.
Ibn Arabi dice con humildad que su obra no es de su propia cosecha, sino que fue dictada por inspiración divina. Él actúa como canal, no como autor. Reza para que Satanás no tenga poder sobre él, y que todo lo que escribe, dice y oculta en su corazón sea guiado por Dios. Revela una profunda conciencia de la pureza de intención (ikhlāṣ) que el místico debe mantener para no contaminar lo divino con su ego.
Declara además que no ha escrito nada en este libro que no le haya sido revelado, reafirmando así que su papel es solo el de transmitir lo que le fue mostrado desde la “Estación de Santidad” (maqām al-taqdīs), libre de cualquier impulso del alma inferior (nafs). El verdadero conocimiento proviene de lo alto y no del esfuerzo racional del yo.
En los versos poéticos finales, Ibn ʿArabī exhorta al lector a escuchar con atención, a aprender y a comprender el contenido del libro tanto en su totalidad como en sus detalles. Pide que esta sabiduría sea compartida con quienes la buscan sinceramente, como un acto de misericordia que debe extenderse a los demás. Este conocimiento no es exclusivo, sino que está destinado a quienes estén preparados para recibirlo con humildad y apertura.
Finalmente, reafirma su pertenencia a la ummah de Muhammad, aceptando voluntariamente las ataduras de la Ley revelada (la sharīʿa), mostrando que su misticismo no está fuera del Islam, sino profundamente enraizado en él. Pide ser reunido espiritualmente con el Profeta y con los suyos, como un acto de gracia divina. Con ello, sella el prefacio con una declaración de lealtad, fe y aspiración última: ser un servidor fiel que transmite la sabiduría eterna a quienes están listos para recibirla.
Capítulo I: La sabiduría de la divinidad en las palabras de Adán
Este capítulo inicial establece una de las ideas centrales del pensamiento de Ibn ʿArabī: que Dios (al-Ḥaqq) creó al ser humano como un espejo en el que pudiera contemplarse a Sí mismo. Dios deseaba ver la totalidad de Sus Nombres y Atributos manifestados en una forma que los integrara a todos, una forma que pudiera reflejar Su Esencia en su totalidad. Ese espejo es el ser humano, en particular Adán, quien representa al Insān al-Kāmil, el “Hombre Perfecto”.
Ibn ʿArabī distingue entre ver algo en sí mismo y verlo en otro, como en un espejo. Esta última visión —la indirecta, reflejada— permite una autorrevelación que no ocurre en el aislamiento puro. Así, la creación del cosmos y del ser humano no es un acto arbitrario, sino una necesidad ontológica dentro del despliegue de la manifestación divina.
En esta perspectiva, el cosmos entero fue creado como una forma sin espíritu, como un espejo sin pulir, hasta que Dios insufló en Adán Su Espíritu. Este acto hizo que la totalidad de los Nombres Divinos se manifestaran en él. De allí que Adán no es solo un ser entre otros, sino el lugar en el que la divinidad se contempla a Sí misma en plenitud.
Los ángeles, aunque elevados, no tienen esta capacidad. Cada uno manifiesta algunos atributos divinos, pero no los integra todos. Por eso, cuando protestan ante la creación de Adán —diciendo que causará corrupción y derramará sangre—, lo hacen desde su limitación, ignorando el misterio de la totalidad que él encarna. Por eso también Dios refuta a los ángeles, mostrando que Adán conoce cosas que ellos no pueden conocer, porque en él habita una síntesis de todos los grados de existencia y todos los Nombres de Dios, incluidos aquellos que no son conocidos por los ángeles.
Ibn ʿArabī afirma que esta sabiduría no puede alcanzarse por la razón ni por el intelecto discursivo, sino únicamente a través de un desvelamiento divino (kashf). La posición del ser humano como jalīfa (viceregente) de Dios se basa en esta capacidad única de reflejar la totalidad divina.
La creación, en este marco, se convierte en una teofanía (tajallī): un espejo a través del cual Dios se manifiesta y se conoce. Cada cosa en el cosmos manifiesta un Nombre de Dios, pero solo el ser humano puede manifestarlos todos, y por eso ocupa una posición central y sagrada en la existencia. Esta centralidad es lo que explica la responsabilidad del ser humano y también su nobleza.
Ibn ʿArabī reflexióna sobre la relación entre los universales (como la vida, el conocimiento, la existencia) y sus manifestaciones individuales. Aunque los universales son inteligibles y no tienen existencia individual en sí mismos, se manifiestan en los seres creados. Así, Dios posee conocimiento eterno, mientras que el conocimiento humano es contingente, pero ambos comparten la realidad esencial de ser “conocimiento”. Esta estructura refleja la relación entre el Absoluto y lo relativo, y muestra cómo la realidad creada participa del ser divino sin ser idéntica a Él.
La forma exterior de Adán fue compuesta a partir de las realidades cósmicas, mientras que su forma interior corresponde a la forma de Dios, en el sentido de que Adán es imagen del Insān al-Kāmil, el Hombre Perfecto. Para ilustrarlo, cita el ḥadīz divino: “Yo soy su oído, su vista…”, lo que implica que Dios actúa a través del ser humano en la medida en que este ha sido purificado y dispuesto para reflejar al Real. Esta es una distinción entre lo perceptible (forma exterior) y lo imperceptible (forma interior).
En términos metafísicos, todo en el cosmos depende de Dios. Nada existe por sí mismo, excepto el Uno, el Autoexistente (al-Qayyūm). El cosmos entero es un despliegue de nombres divinos, y el ser humano es su reflejo total. Esta interdependencia de todas las cosas con Dios es expresada poéticamente: “Todo depende de todo… nada es independiente”.
Así, Adán representa la síntesis de todas las realidades espirituales y materiales. Es criatura en su cuerpo, pero reflejo divino en su espíritu. Ibn ʿArabī subraya que esta condición lo hace digno del título de jalīfa (viceregente), pues un viceregente debe reunir en sí mismo todas las cualidades del soberano a quien representa.
Dios hizo que Adán contemplara lo que había sido depositado en él —es decir, las realidades del cosmos y de su descendencia—, dividiendo todo en dos “manos”: una para el cosmos y otra para Adán y su linaje. Este acto refuerza el rol mediador de Adán entre lo divino y lo creado.
Finalmente, Ibn ʿArabī afirma que el contenido del Fuṣūṣ al-Ḥikam fue dictado por inspiración directa del Profeta Muḥammad durante una visión espiritual. Él no escribe como autor que elabora una obra propia, sino como transmisor de lo que le ha sido revelado desde un plano superior. De allí su fidelidad al mensaje y su humildad como heredero espiritual, no como profeta.
El capítulo cierra con la enumeración de los títulos de los 27 capítulos del libro, cada uno centrado en una figura profética del islam (de Adán a Muḥammad), cada una portadora de una sabiduría divina particular (ḥikma). Ibn ʿArabī señala que lo contenido en cada capítulo no es producto de su imaginación, sino revelación fiel a las fuentes celestiales y contenida en el Libro Celeste (el Corán). Cada sabiduría, cada engarce (faṣṣ), está sellado por la palabra del profeta correspondiente.
La sabiduría de la expiración en la palabra de Seth
Ibn ʿArabī comienza diferenciando los tipos de dones divinos: los que proceden de la Esencia de Dios (dhāt) y los que provienen de Sus Nombres (asmāʾ). Algunos dones son solicitados de forma específica o general, mientras que otros son otorgados sin haber sido pedidos, pero siempre hay una predisposición interior (fitra) que habilita su recepción.
La súplica (duʿāʾ), para Ibn ʿArabī, puede surgir:
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Por impulso natural (el hombre es impaciente por naturaleza).
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Por conocimiento de que ciertas cosas solo se alcanzan pidiéndolas.
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Por obediencia pura al mandato divino (“Invócame y Yo responderé”), sin motivaciones personales.
Pero incluso en la ausencia de palabras, el estado interior del siervo, su disposición y su esencia latente (ʿayn thābita), ya es una forma de petición. Quien conoce esta realidad no necesita formular pedidos, pues ha comprendido que todo lo que le llega proviene de la conformidad entre su ser esencial y el conocimiento previo de Dios sobre él.
Este tipo de conocimiento, afirma Ibn ʿArabī, es el más elevado entre los santos, pues implica haber accedido al secreto de la pre-measurement divina (taqdīr). Sin embargo, incluso este saber puede ser general o detallado. Quien conoce en detalle su preconfiguración esencial, conoce lo que recibirá de Dios, porque lo que ve en las revelaciones no es más que la forma de su propia esencia reflejada en el Espejo del Real (al-Ḥaqq).
La metáfora del espejo es clave: el gnóstico no ve a Dios tal como es en Sí mismo (lo cual es imposible), sino su propia forma reflejada en la Luz divina. Así como uno no puede ver el espejo, sino sólo su imagen reflejada en él, del mismo modo la autorrevelación divina se manifiesta siempre en la forma que puede ser asumida por el receptor, según su disposición.
Ibn ʿArabī advierte contra quienes, ignorando estos misterios, hacen afirmaciones filosóficas erradas sobre Dios y niegan la posibilidad de contingencia. El verdadero gnóstico reconoce la contingencia como parte del plan divino, y entiende cómo el ser necesario de las cosas se manifiesta solo en virtud de otra realidad: la Esencia divina.
El papel de Seth
Seth (Shīth), el hijo de Adán, es llamado “don de Dios” porque fue el primer regalo no solicitado, dado por la pura liberalidad divina. Representa la primera expiración espiritual, la entrega pasiva y total del alma a la voluntad de Dios. En él se simboliza la receptividad perfecta, la conciencia de que todo proviene del propio ser esencial reflejado en Dios.
Ibn ʿArabī va más lejos: sostiene que el último Hombre Verdadero nacerá de la línea de Seth y que tras él no nacerá ninguno más. Este sello de la descendencia humana vendrá con una hermana nacida antes que él (metáfora del principio femenino o espiritual anterior al nacimiento físico), y será un acontecimiento escatológico, pues tras él la humanidad degenerará en bestialidad, sin inteligencia ni ley sagrada. Entonces vendrá la Hora Final.
La Sabiduría de la Exaltación en la Palabra de Noé
En este capítulo, Ibn ʿArabī utiliza la figura de Noé como símbolo del conocimiento exaltado (rafʿ) y como ejemplo del fracaso relativo de la profecía cuando esta no contempla la unidad de los contrarios, es decir, cuando el mensaje se presenta desde la transcendencia absoluta de Dios, olvidando su inmanencia.
Noé predica con sinceridad, pero su comunidad lo rechaza. ¿Por qué? Porque su llamado, aunque veraz, se hace desde la diferenciación (furqān): enfatiza que Dios es “otro”, elevado, separado. Sin embargo, el pueblo —según Ibn ʿArabī— intuye que Dios también está presente en todas las cosas, incluso en los ídolos. Ellos no niegan a Dios, sino que lo buscan a través de las formas múltiples.
Así, Ibn ʿArabī sostiene que quien solo afirma la trascendencia limita a Dios, tanto como quien afirma solo la inmanencia. La verdadera sabiduría es la síntesis: saber que Dios es a la vez “el Visible y el Oculto”, “el Uno y el que aparece en lo múltiple”, “el Señor y el siervo”, “el que se manifiesta y el que se oculta tras los velos”.
Noé, al no unir estos aspectos en su predicación, no logra ser comprendido por su pueblo. En cambio, Muhammad, dice Ibn ʿArabī, sí predica desde la unión (qurʾān), no desde la mera distinción (furqān). Por eso su mensaje es universal y eterno.
Finalmente, el capítulo concluye que todo lo que existe es forma de lo Divino. Incluso los ídolos que los ignorantes adoran, reflejan un Nombre divino, aunque no lo comprendan. Los verdaderos conocedores (ʿārifūn) ven esto, y por eso no rechazan ninguna forma como vehículo de la verdad, pero tampoco se apegan a ella.
La Sabiduría de la Santidad en la Palabra de Enoc
Ibn ʿArabī reflexiona sobre la sabiduría de la santidad tal como se manifiesta en la figura de Enoc, abordando profundamente los conceptos de elevación, unidad del ser y la naturaleza de la manifestación divina. Comienza distinguiendo dos formas de elevación: una relacionada con la posición, que es espacial y visible, y otra que corresponde al grado, vinculada al conocimiento esencial del ser. Enoc representa la elevación por posición, al haber sido colocado en el centro del cosmos, específicamente en la esfera del Sol, desde donde gira el resto del universo. Por otro lado, la verdadera elevación, según Ibn ʿArabī, es la de grado, que corresponde a los herederos espirituales de Muhammad, quienes por medio del conocimiento participan más plenamente del orden divino. Dios concede a los humanos ambas formas de elevación, a través de la acción (que se vincula con la posición) y del conocimiento (que conduce al grado), y por tanto ambas dimensiones se integran en la experiencia espiritual del ser humano.
La figura del ser humano perfecto, al-insān al-kāmil, ocupa un lugar central en esta reflexión. No se eleva por su propio mérito, sino porque en él se manifiesta lo divino, ya sea en su lugar cósmico o en su grado espiritual. La elevación, por tanto, es un don, no un atributo esencial del yo individual. En este contexto, el nombre divino “El Elevado” (al-ʿAlī) plantea una paradoja: si solo Dios existe verdaderamente, ¿respecto de qué se eleva? Ibn ʿArabī responde que Su elevación es absoluta, no relativa, y que las criaturas participan de ella sólo en la medida en que son reflejo de Su ser. Así como todos los números derivan del uno, pero el uno no es los números, así también toda la multiplicidad creada deriva del Uno sin que haya verdadera separación respecto de Él. La diferencia no implica dualidad ontológica, sino modos diversos de auto-manifestación.
Esta lógica de la unidad se ilustra en el relato coránico del sacrificio de Abraham, donde se muestra que el hijo que él ofrecía era, en realidad, una manifestación de sí mismo, como también lo es su esposa, creada de su misma alma. Lo múltiple es, así, una proyección del Uno, y no existe pérdida ni fragmentación en ese proceso, ya que la naturaleza universal se mantiene inalterable en todas sus formas. Ibn ʿArabī insiste en que todo lo que se manifiesta, en cualquier forma, es una manifestación del Uno, aunque las formas sean diferentes entre sí. Para el que contempla desde el espíritu, esta multiplicidad no representa confusión, sino el despliegue del mismo ser en múltiples espejos. Las formas distintas no alteran la esencia única que se refleja en ellas. Por tanto, el conocimiento espiritual verdadero consiste en ver esa unidad bajo las diferencias aparentes, sin perderse en ellas.
Esta comprensión conduce a una de las afirmaciones más radicales de Ibn ʿArabī: que el Creador y la criatura no son en esencia distintos, aunque se distingan en apariencia. El ser humano perfecto es el lugar donde se reúnen todos los nombres divinos, y en ese sentido puede decirse que él no es Él y tampoco es otro que Él. Esta paradoja, que une opuestos sin anularlos, es el núcleo de la sabiduría de la santidad. Así lo expresan también los maestros del sufismo como al-Kharraz, quien afirmaba que Dios solo puede conocerse como quien une los contrarios. En esta unidad de los opuestos, solo Él se ve a Sí mismo, se oculta de Sí mismo y se manifiesta en los nombres y formas de las criaturas. Es el Uno que habla en boca de los santos y profetas, en boca incluso de los hombres comunes, pues no hay otro hablante que Él en última instancia.
Por eso Ibn ʿArabī recurre a la imagen de los números: aunque todos derivan del uno, cada número es único y no puede reducirse a los otros. De la misma manera, cada ser es una expresión del Uno, pero con una forma particular. Negar la pluralidad sería negar también la unidad, pues ambas son inseparables. El mismo sacrificio que Abraham creyó ofrecer fue en realidad un ofrecimiento de sí mismo. El cordero que reemplaza a su hijo representa esta transposición de formas en las que se disuelve la distinción aparente entre lo uno y lo otro. En última instancia, todo lo que existe es una sola realidad con múltiples aspectos, y el sabio que lo comprende no se confunde al ver estas diferencias.
La naturaleza, en esta visión, es la Gran Imagen donde se proyecta el Uno. Todos los elementos —el frío, el calor, la sequedad o la humedad— no son más que expresiones parciales de una única esencia. Las formas cambian, pero la realidad que las sustenta permanece. Las diferencias entre los seres derivan de las “localidades” en las que se manifiesta el ser divino, pero no afectan Su unicidad. Esta unicidad absoluta hace que Ibn ʿArabī diga que el ser es al mismo tiempo uno y muchos, idéntico y diferente, manifestado y oculto. La sabiduría más elevada consiste en aceptar y conocer esta unidad paradójica sin necesidad de resolverla en términos racionales. Finalmente, Ibn ʿArabī advierte contra la confusión entre la verdadera elevación espiritual y las posiciones externas de poder. Un sabio puede estar bajo el dominio de un ignorante con autoridad, pero su sabiduría no depende del poder político. La verdadera santidad es intrínseca al ser, no a la posición social o al cargo. Cuando un gobernante pierde su posición, pierde también su estatus; pero el sabio permanece elevado por lo que es, no por lo que ostenta. Esta es la santidad de Enoc, y la sabiduría que encierra su palabra.
La Sabiduría del amor arrebatado en la palabra de Abraham
Ibn ʿArabī desarrolla la idea de la sabiduría del amor arrebatado tal como se manifiesta en la figura de Abraham, llamado "el íntimo" (jalīl) de Dios. Este título se explica porque Abraham penetró todas las cualidades de la Esencia divina, o bien porque Dios mismo permeó completamente su ser. Ambas interpretaciones son aceptables dentro de la lógica de la revelación, ya que cada manifestación de lo real tiene una designación apropiada. Según Ibn ʿArabī, así como el color penetra lo coloreado, también lo divino se infiltra en lo creado, y viceversa. Esta mutua impregnación implica que los atributos del ser creado no están separados de los atributos divinos. Al afirmar que "la alabanza pertenece a Dios", se declara que todo elogio —sea dirigido al creador o a la criatura— revierte finalmente en Él, pues en realidad todo es Él.
Cuando algo penetra otra cosa, el agente se oculta dentro del recipiente, lo que lo convierte en lo oculto, mientras que lo recibido es lo manifiesto. Así, si lo divino penetra a lo creado, lo creado aparece como lo visible y lo divino como lo oculto; si se da lo contrario, es decir, si se concibe lo creado dentro de Dios, entonces el ser humano es portador de todos los nombres divinos, como se dice en el hadiz: “Yo soy su oído, su vista, su mano…”. No obstante, la Esencia divina en sí misma está más allá de toda relación, y por tanto, no puede ser considerada como "divinidad" hasta que haya una relación que la revele como tal. En este sentido, somos nosotros, en tanto realidades eternamente latentes, quienes al ser conocidos permitimos que Dios sea conocido como Dios. Por eso Ibn ʿArabī rechaza la tesis de al-Ghazālī según la cual Dios puede conocerse sin referencia al cosmos creado. Solo puede conocerse como "Dios" cuando es en relación con otro.
Una intuición espiritual más profunda revela que lo que era necesario para conocer la Divinidad no era otro que Él mismo: lo creado no es sino la manifestación de Dios en las formas determinadas por las esencias eternas. Aún más, hay personas que se reconocen mutuamente dentro de Dios mismo, y aunque algunos tienen acceso a esta experiencia, otros no. Por tanto, es Dios quien concede la gnosis, y solo algunos son conducidos al conocimiento del plano donde esto ocurre. En consecuencia, lo que acontece a los seres humanos no proviene arbitrariamente de Dios, sino de su propia configuración eterna. Cuando los humanos se quejan, diciendo que Dios ha obrado contra sus propósitos, no comprenden que lo que ocurre es un reflejo de lo que ellos mismos son en su esencia. Por eso la “prueba definitiva” pertenece a Dios, porque su conocimiento de nosotros es conforme a lo que ya somos, no a lo que quisiéramos ser.
El sentido de versículos como "Si Dios hubiera querido, los habría guiado a todos" no implica una falta de voluntad o poder en Dios, sino que se refiere a la imposibilidad metafísica de querer lo que no es. Él quiere lo que es conforme a su conocimiento eterno de las esencias. Su voluntad no es caprichosa, sino dependiente de ese conocimiento, y por tanto de nosotros. En este sentido, nosotros determinamos Su voluntad, no al revés. La Revelación se acomoda a lo que nuestras esencias eternas permiten recibir. Por eso hay muchos creyentes, pero pocos gnósticos (ʿārifūn). Todos tienen un lugar conocido en lo eterno, y solo se manifiestan aquellos cuya realidad eterna incluye esa posibilidad. Si aceptamos que solo Dios tiene existencia, entonces nuestra función es determinar Su manifestación. Si aceptamos que nosotros también existimos, igual somos los determinantes. En todo caso, no se debe alabar ni culpar a otro que no sea uno mismo. Dios solo vierte existencia, pero el contenido de esa existencia lo ponemos nosotros.
Esta interacción se describe como una relación de nutrición mutua: nosotros le damos contenido a Su conocimiento, Él nos da existencia. Así como nosotros dependemos de Él para ser, Él depende de nosotros para saberse. Por eso Ibn ʿArabī puede afirmar poéticamente: "Él me adora y yo lo adoro, Él me alaba y yo lo alabo", mostrando la unidad paradójica entre creador y criatura. Esta relación recíproca, lejos de negar la divinidad, la confirma en su máxima intensidad. Abraham alcanza esta comprensión, y es por eso que el acto de hospitalidad —recibir al otro, hacer espacio para el otro dentro de uno mismo— se vuelve sagrado. Alimentar al huésped es reflejo de cómo Dios permea todas las estaciones del ser sin divisiones. Así, la poesía mística de Ibn ʿArabī resume su doctrina: nosotros somos el teatro de manifestación de Dios, y Él se revela a través de nosotros. Dios no tiene otro modo de devenir sino a través de nuestro ser; Él es por nosotros, y nosotros somos por Él.
La sabiduría de la realidad en la palabra de Isaac
El punto de partida es el relato coránico del sacrificio de Abraham. Ibn ʿArabī interpreta este episodio no como un evento literal, sino como una visión que tuvo lugar en el plano de la Imaginación espiritual (al-khayāl), donde las formas pueden aparecer revestidas de significados distintos a los que aparentan. Abraham vio a su hijo, pero lo que se le mostró realmente era un carnero en forma de su hijo. El error de Abraham, según Ibn ʿArabī, fue no interpretar la visión, sino tomarla literalmente. Por eso Dios lo "rescató" del error con el sacrificio verdadero: el carnero. Esta lectura destaca la necesidad de taʾwīl (interpretación espiritual) y del discernimiento de los símbolos que Dios muestra en el mundo imaginal.
El texto sigue con múltiples ejemplos para ilustrar cómo los símbolos deben ser leídos a la luz del conocimiento interno, como cuando el profeta Muhammad recibe leche en un sueño y la interpreta como conocimiento, o cuando otro creyente la toma literalmente y, por esa razón, pierde el beneficio profundo de la visión. Se resalta que el mundo espiritual exige una visión interior capaz de ver lo Real (al-Ḥaqq) tras las formas. Las formas sensibles y espirituales que nos rodean están todas “impregnadas” por la presencia divina, pero sólo el gnóstico lo percibe.
Un elemento clave aquí es la noción de que el corazón del gnóstico abarca todo, incluso lo ilimitado, sin por ello perder su sed de lo divino. Es decir, el gnóstico contiene la totalidad en su interior y, al mismo tiempo, sigue siendo receptivo e insuficiente. Por eso se dice que el corazón del gnóstico es más vasto que los cielos y la tierra. Ibn ʿArabī introduce además un concepto sutil: la creación a través de la concentración espiritual. El gnóstico avanzado puede “crear” realidades en el plano espiritual mediante su atención interior, pero si su atención se distrae, esas creaciones cesan, a menos que haya alcanzado el grado supremo donde domina todos los planos. Aun así, esta creación nunca es comparable a la divina, porque el gnóstico siempre está sujeto a la inatención en algún aspecto, lo que marca su diferencia esencial con el Creador, que nunca deja de sostener su creación.
Ibn ʿArabī concluye esta sección diciendo que esta doctrina no había sido puesta por escrito antes y que debe ser atesorada. También señala que sólo quien se convierte en un “Corán reunido” (qurʾān) puede verdaderamente comprenderla: es decir, alguien que reúne en sí mismo todas las significaciones, todos los grados del ser. De este modo, la paradoja final se resuelve en la coexistencia del señorío y la servidumbre en el ser humano: el gnóstico sabe que cuando parece señor, en realidad es siervo, y cuando parece siervo, en realidad es espejo del Señor.
Todo esto encarna, según Ibn ʿArabī, la sabiduría de Isaac: una sabiduría que no sólo acepta la visión, sino que sabe interpretarla; que comprende la diferencia entre la manifestación aparente y el significado esencial; y que reconoce que la realidad última no está en las formas, sino en la interpretación espiritual que revela su verdad más profunda.
La Sabiduría de la sublimidad de Ismael
Ibn ʿArabī parte afirmando que aquello que denominamos “Dios” es Uno en la Esencia y Todo en los Nombres. Esto significa que la Unidad divina es indivisible, sin distinción ni multiplicidad, pero en los niveles de manifestación o relación, Dios aparece bajo diversos Nombres (el Clemente, el Justo, el Humillante, etc.). Por eso, cada ser tiene una relación particular con un Nombre divino específico: ese Nombre es su Señor; mientras que no puede relacionarse con Dios como totalidad absoluta.
Cada criatura, por tanto, es placentera para su Señor, porque es ese Señor quien se manifiesta a través de ella. Así, todo lo que realiza el siervo es en verdad la acción del Señor dentro de él. Ibn ʿArabī cita a Sahl al-Tustarī: “En la Señoría hay un misterio: ese misterio eres tú.” Es decir, el Señor no puede existir sin el siervo —no como dependencia, sino como relación de manifestación. Si se extinguiera el siervo (lo cual es imposible), se extinguiría la forma de Señorío en esa relación.
Aquí introduce Ibn ʿArabī el primer poema:
Tú eres siervo y tú eres Señor,Del Uno para quien y en quien tú eres siervo.Tú eres Señor y tú eres siervo,Del Uno que recuerda el pacto en su discurso.Toda relación particular de siervo y SeñorEs disuelta por toda otra relación de este tipo.
Este poema subraya que cada relación entre siervo y Señor es particular y relativa. Aunque el Uno es el mismo, la relación con cada ser crea una dualidad provisoria. Pero esa dualidad se disuelve en la conciencia de la Unidad.
Luego Ibn ʿArabī señala que entrar al Paraíso no es otra cosa que entrar en uno mismo: el Paraíso es la forma que adopta la Esencia en uno, cuando uno se reconoce como manifestación de Dios. Así dice:
“Mi Paraíso no es otro que tú, porque tú me ocultas con tu yo individual. No soy conocido sino por ti, así como tú no eres conocido sino por mí.”
Este reconocimiento lleva a un doble conocimiento: primero, conocer a Dios conociéndose a uno mismo; segundo, conocer a Dios directamente a través de Él mismo, no como uno mismo. Esa es la distinción entre el conocimiento indirecto y el conocimiento directo, entre el siervo y el Señor.
Más adelante aparece el segundo poema:
No queda sino la Realidad, ningún ser,No hay llegada ni lejanía.La visión espiritual confirma esto, porque yoNo he visto más que a Él, cuando miré.
Este poema refleja la realización última del gnóstico: no hay distancia ni dualidad, todo lo que se percibe es Dios. En esa visión, el ego desaparece y el universo entero es percibido como una sola manifestación divina.
Sin embargo, Ibn ʿArabī advierte que aún en esta comprensión hay que mantener el equilibrio entre tanzīh (trascendencia) y tashbīh (semejanza). Es un error ver solo la creación (y atribuirle independencia), como también lo es ver solo la Realidad y negar la creación. Por eso escribe:
No mires a la Realidad, no sea que la separes de la creación.No mires a la creación, no sea que le atribuyas lo que no es la Realidad.Conócelo como Comparable e Incomparable, y siéntate en la morada de la verdad.Estés en estado de integración, si quieres, o en estado de discriminación, si quieres.Entonces, a través del Todo, alcanzarás la Corona del Vencedor,Si es que alguna totalidad se revela a ti como abarcando ambos estados.No desaparezcas ni permanezcas, ni aniquiles ni sostengas,Así no te será revelado respecto a otro, ni tú [como Señor] lo concederás respecto a otro.
Este poema describe el equilibrio místico perfecto: un estado donde se trascienden todas las categorías duales (existencia/no existencia, siervo/Señor), y se habita en una “totalidad” que une todos los contrarios. La verdadera sabiduría está en poder contemplar ambos polos sin confusión ni exclusividad.
Después, Ibn ʿArabī trata la cuestión del Infierno. Afirma que el cumplimiento de la promesa divina (el Paraíso) es lo que debe ser alabado, no el cumplimiento de la amenaza (el Infierno). De hecho, sostiene que el Infierno también es deleite, pero un deleite oculto y no evidente, una manifestación de la misericordia divina aunque en forma terrible.
Y finalmente, aparece el último poema del capítulo:
Sólo permanece Aquel que cumple su promesa,Y su amenaza no tiene existencia verdadera.Aunque entren en la morada del sufrimiento,Encuentran su placer en un deleite,Distinto del deleite del Paraíso, pero ambos son Uno [en Él],La diferencia entre los dos es evidente en su autodescubrimiento.Se le llama ‘adhāb porque su sabor es dulce,Como una piel que preserva lo que contiene.
Este poema, de enorme profundidad teológica, invierte la concepción clásica del castigo: incluso el ‘adhāb (castigo, sufrimiento) contiene dulzura, pues es manifestación de Dios. El Infierno no es “otro lugar”, sino una forma de la realidad divina para aquellos que no percibieron lo esencial. La dulzura está oculta —como una piel que protege lo que lleva dentro.
La Sabiduría del espíritu en la palabra de Jacob
Ibn ʿArabī distingue aquí dos formas de religión: la primera es la religión divina, la que Dios mismo ha establecido y que ha sido comunicada directamente por Él a través de sus profetas (como Jacob y Abraham); la segunda es la religión del ser humano, es decir, las prácticas religiosas que los propios seres humanos han establecido, con base en inspiración, intuición o reflexión, y que Dios, en su sabiduría, decide reconocer y tomar en cuenta.
En el caso de la religión divina, Ibn ʿArabī enfatiza que se trata de una entrega a Dios (islām), es decir, una sumisión consciente a lo que Él ha dispuesto. Esta forma de religión es una gracia, una elección divina. Así lo expresa el Corán cuando dice que Abraham e Jacob exhortaron a sus hijos diciendo: "Dios ha elegido para ustedes la religión, no mueran sino como musulmanes [es decir, sometidos]".
La religión como tal no es un acto separado de la persona, sino que se vuelve parte de la existencia del ser humano: el acto de someterse es del siervo, pero lo que se establece como religión viene de Dios. Por tanto, el siervo establece la práctica religiosa y Dios establece su naturaleza. Y aquí Ibn ʿArabī revela una equivalencia misteriosa entre la acción humana y la divina: así como las acciones del ser humano son fundamento de su bienaventuranza, también las acciones de Dios (que son los seres creados) son fundamento de Sus nombres. En otras palabras, somos reflejos y manifestaciones de los nombres divinos, y por tanto, Dios no puede ser conocido sino por medio de sus criaturas.
Esto lo lleva a considerar incluso aquellas prácticas religiosas que no provienen directamente de una revelación profética tradicional, como el monacato cristiano, el cual —según el Corán— "ellos mismos instituyeron". Aunque Dios no lo prescribió, sí lo reconoció porque coincidía con la intención de buscar Su agrado. Pero el problema no estuvo en instituirlo, sino en que "no lo observaron como debía ser observado". Sin embargo, los que lo practicaron con sinceridad recibieron su recompensa.
La religión, desde esta perspectiva, se vuelve una retribución: una consecuencia de los estados del alma. Ibn ʿArabī explica que el siervo es recompensado o castigado no porque Dios le imponga un juicio desde fuera, sino porque el propio estado del alma genera sus efectos. Esto se enlaza con su metafísica del taǧallī (la manifestación divina): cada ser sólo recibe del Real (al-Ḥaqq) según lo que su propia disposición esencial pueda reflejar. Así, cada uno es su propio benefactor y su propio castigador. Por eso Ibn ʿArabī dice que uno no debe culpar ni alabar a nadie más que a sí mismo. Dios, por su parte, tiene "la prueba concluyente", porque Su conocimiento es conforme a lo que los seres son en sí mismos, no a lo que aparentan.
Y aquí entramos en una de las ideas más vertiginosas de este capítulo: en última instancia, los seres contingentes no existen como tales, sino que su ser es el ser de Dios en los modos que permiten sus esencias. Así, es el propio Dios el que experimenta la dulzura o el castigo, ya que no hay nada fuera de Él que lo reciba. El bien y el mal, el paraíso y el infierno, no son sino consecuencias de esta manifestación de los estados internos. Y por ello, dice Ibn ʿArabī, la religión puede ser entendida como ʿādah, costumbre, en el sentido de que cada cosa retorna a su esencia.
Esto se explica aún más con un ejemplo poético tomado de Imru’ al-Qays: “Como era tu costumbre con Umm al-Ḥuwayrith antes que ella.” Aquí se usa dīn como “costumbre”, y lo aplica para decir que lo que nos sucede en la existencia no es sino la manifestación de lo que estaba latente en nuestras esencias.
Luego pasa a una analogía médica: así como el médico es servidor de la naturaleza, el profeta y el heredero espiritual son servidores del mandato divino. Pero el médico no sirve a la naturaleza en sentido absoluto, sino que la corrige con la misma naturaleza para restaurar la salud. Así también, el apóstol no siempre refleja la voluntad divina, sino que puede transmitir un mandato que no se cumple si no coincide con la voluntad (irāda) de Dios. Por eso dice el Profeta: “La sura de Hud y sus hermanas me encanecieron”, a causa del versículo: “Mantente firme como se te ha ordenado”, pues no sabía si esto estaba dentro de la voluntad divina o no.
Y esto, según Ibn ʿArabī, lleva a una importante conclusión: el profeta no siempre sabe lo que Dios quiere realizar, y sólo a veces, mediante un tipo de visión espiritual, puede ver las esencias de las criaturas en su estado latente y actuar conforme a eso. Sin embargo, esta es una gracia rarísima y no una norma general. En la mayoría de los casos, ni el profeta ni el heredero espiritual saben si lo ordenado se cumplirá, porque lo oculto sólo lo conoce Dios. Por eso el Profeta dice: “No sé qué se hará conmigo ni con ustedes”.
La Sabiduría de la luz de José
Este capítulo de Ibn ʿArabī, La sabiduría de la luz en la palabra de José, se centra en el papel del plano de la imaginación como mediador entre el mundo espiritual y el sensible, y cómo la revelación profética —especialmente la del profeta José (Yūsuf)— se manifiesta a través de ese plano. El concepto de "luz" aquí tiene múltiples niveles: es tanto la luz de la imaginación profética como la luz que permite discernir lo real dentro de lo aparente.
Ibn ʿArabī comienza evocando cómo Aʿishah relataba que la primera forma de revelación para el Profeta Muḥammad fue la visión verídica en sueños, clara como el amanecer. Esto sienta la base para la idea de que todo el mundo sensible es, en cierto sentido, un sueño —es decir, una manifestación imaginativa de la Realidad.
La clave del capítulo es que todo lo que aparece en la imaginación necesita interpretación, porque el plano imaginativo transfigura lo real. El caso del sueño de José es ejemplar: ve once estrellas, el sol y la luna postrándose ante él, y solo más tarde comprende que esa visión representa a sus hermanos, padre y madre. Cuando José dice que su Señor ha hecho verdadera la visión, Ibn ʿArabī aclara que “hacerla verdadera” significa haberla manifestado sensiblemente, no que antes fuera irreal. Esto implica que la imaginación es una forma de realidad intermedia que contiene verdad, pero no en su forma directa.
Desde esta base, Ibn ʿArabī desarrolla su teoría del cosmos como la sombra de Dios. Es decir, el universo no tiene existencia por sí mismo, sino que es la proyección de la existencia divina sobre las esencias latentes de los seres contingentes. Al igual que una sombra depende totalmente de lo que la proyecta y del plano sobre el cual cae, la existencia del cosmos depende de Dios, y su apariencia varía según el "plano" (las esencias de las cosas) sobre el que se manifiesta. Así se comprende el verso: ¿No ves cómo tu Señor extiende la sombra? (Qurʾān XXV:45).
Ibn ʿArabī insiste en que todo lo que percibimos es, en el fondo, una proyección de Dios, pero también afirma que esa proyección no es Dios en Su Esencia. Hay una distinción entre Dios en cuanto a su Unidad esencial y Dios en cuanto a su manifestación a través de los Nombres divinos (como el Misericordioso, el Compasivo, el Visible, el Oculto, etc.). En ese sentido, conocer a Dios implica reconocer esta doble dimensión: la de la Unidad absoluta (sin forma, sin semejanza) y la de la multiplicidad relativa (las formas del cosmos y los nombres de Dios).
Ibn ʿArabī concluye que el ser humano y todo lo creado son "imaginación dentro de la imaginación", y que solo Dios es Realidad verdadera en sentido absoluto. Conocer esto es la sabiduría profunda que José encarna en este capítulo. El gnóstico que lo comprende puede entonces reconocerse como sombra, como reflejo, pero también como vehículo a través del cual Dios se manifiesta.
La sabiduría de la unidad en la palabra de Hud
El capítulo se abre con una afirmación poética de que el camino recto hacia Dios —el Sirāṭ al-Mustaqīm— no es algo oculto ni reservado a una élite, sino que se encuentra claramente presente en toda la creación. Ibn ʿArabī subraya que cada ser creado camina sobre este sendero, sin excepción, porque Dios mismo ha determinado para cada uno un trayecto acorde a su realidad ontológica. Incluso aquellos que aparentan desviarse (los que “se extravían” o reciben la cólera divina) lo hacen según lo que su esencia eterna ya había determinado en el conocimiento divino. Todo lo que ocurre está comprendido dentro del alcance de la Misericordia de Dios, que, según el Corán, “abarca todas las cosas”.
Cuando el Corán afirma que no hay ser vivo sin que Dios lo tome por la frente (Qur. 11:56), Ibn ʿArabī interpreta esto como una imagen de la sujeción total de todos los seres a la voluntad divina. Todos los seres se mueven, existen y se desarrollan porque son arrastrados (guiados, llevados) por Dios, incluso cuando creen actuar por iniciativa propia. Esta es una visión radicalmente unitaria: el yo del siervo no es más que una máscara o forma a través de la cual Dios actúa y se revela.
Ibn ʿArabī introduce aquí un poema que resume este pensamiento:
Con ello, el maestro andalusí quiere expresar que toda acción, toda manifestación, todo ser es, en el fondo, el mismo Dios actuando, aunque bajo distintas formas y grados de conciencia. La multiplicidad de formas no contradice la unicidad del Ser.
Más adelante, explica que el conocimiento espiritual se diversifica según los órganos o capacidades de quien lo recibe, aunque todos los saberes vienen de un solo manantial: el Ser divino. Esta pluralidad de sabidurías tiene su reflejo en la revelación, como cuando Dios menciona en el Corán que si hubieran cumplido con la Torá, el Evangelio y la revelación, “habrían comido de lo que está sobre ellos y bajo sus pies” (Qur. 5:66), es decir, que habrían conocido tanto los aspectos elevados como los más humildes de la sabiduría, incluyendo la “sabiduría de los pies”, que representa el camino cotidiano, lo más bajo pero esencial para avanzar.
El concepto de que “Dios los arrastra por la frente” es también reinterpretado aquí como una metáfora de la guía irresistible: incluso los que caminan hacia el castigo lo hacen según la senda divina que les ha sido asignada. En realidad, para Ibn ʿArabī no hay lejanía en el infierno si Dios es quien guía hacia él: es solo una manifestación diferente de cercanía, un tipo distinto de dicha, incomprensible para quienes juzgan desde la lógica del mundo.
El autor recurre también a la imagen del cuerpo muerto cuyas partes aún dan testimonio (como en Qur. 24:24), para señalar que, aunque el alma haya abandonado el cuerpo, la vida concedida por Dios sigue actuando en sus miembros. De ahí su afirmación de que “el cuerpo continúa vivo”, no en el sentido de la vida biológica, sino como una forma aún activa dentro de la manifestación divina.
Introduce una idea profunda sobre los celos divinos: Dios es celoso de que algo exista aparte de Él mismo. Por eso “prohíbe los excesos”, entendidos aquí como toda manifestación de dualidad o separatividad que quiera afirmarse como autónoma frente a la unidad del Ser. Esa “otredad” eres tú, y es con ella que Dios se oculta: Él es tú, pero tú crees que eres otro. Esa creencia es la raíz de toda ignorancia espiritual.
Ibn ʿArabī relata también una visión espiritual que tuvo en Córdoba, donde vio reunidos a todos los profetas y mensajeros. Sólo Hud le habló, y le reveló el significado profundo del versículo: “No hay ser vivo sin que Él lo lleve por la frente”. Hud representa así al profeta que personifica el conocimiento de la unidad inmanente: que todo ocurre a través de Dios, incluso los caminos de la perdición, pues no hay extravío fuera de Su guía.
El texto termina con una reflexión sobre la paradoja de lo absoluto: incluso cuando hablamos de la incomparabilidad de Dios, estamos imponiendo un límite a través de la negación. Por tanto, toda afirmación o negación es, de algún modo, una forma de delimitar a lo Ilimitado. En última instancia, Ibn ʿArabī nos pide que veamos al Ser único en todas las formas, en todas las creencias, en todas las manifestaciones, y que no nos aferremos a ninguna imagen de Dios que no permita su infinitud.
La sabiduría de la apertura en la palabra de Sāliḥ
Comienza señalando que, entre los signos de Dios, se encuentran los animales de monta, como símbolo de la multiplicidad de los caminos. Esta variedad refleja que algunos seres avanzan por el camino recto, mientras que otros se desvían en el desierto de lo sin rumbo. Los primeros tienen visión interior; los segundos están ciegos espiritualmente. No obstante, a todos —a los desviados y a los encaminados— les llegan manifestaciones de la verdad desde todos los ángulos. En esto, Ibn ʿArabī introduce una de sus ideas centrales: la misericordia divina envuelve a todos los seres, incluso a aquellos que aparentemente se extravían, porque todo ocurre dentro del designio de Dios.
La creación, afirma, tiene su raíz en un principio de “desigualdad” o desequilibrio, que él identifica como una estructura triple. Todo acto creativo parte de una trinidad divina: la Esencia, la Voluntad y la Palabra (“Sé”). Estas tres dimensiones operan conjuntamente en el acto creador: la Esencia proporciona el fundamento ontológico; la Voluntad define la intención de que algo llegue a ser; y la Palabra lo llama al ser. A esto se suma una trinidad correspondiente en la criatura: su posibilidad latente de ser, su capacidad de recibir la orden (el “oír”) y su efectiva respuesta u obediencia (“existir”).
Lo sorprendente de este enfoque es que, para Ibn ʿArabī, el ser creado no es un ente pasivo, sino que participa activamente de su propio surgimiento al responder al mandato divino. En un sentido paradójico, “es el propio ser quien se da existencia a sí mismo” al obedecer el mandato divino, porque tiene la capacidad de recibirlo y responder. El “sé” no produce algo desde fuera, sino que despierta una capacidad que ya estaba implicada en la esencia latente de la cosa.
Este principio tripartito —Esencia, Voluntad, Palabra— también se refleja, según Ibn ʿArabī, en la lógica formal: los silogismos y razonamientos se componen de tres elementos, y sólo producen verdad cuando estos tres se organizan adecuadamente. Incluso la creación intelectual de significados participa de esta estructura trina.
Este esquema se aplica luego al episodio coránico del profeta Sāliḥ, a quien su pueblo desafió hasta que Dios les dio un plazo de tres días antes del castigo. Ibn ʿArabī interpreta este plazo como el reflejo de esa estructura triple: en el primer día sus rostros se volvieron amarillos, en el segundo rojos, y en el tercero negros. Cada color es símbolo de una etapa en la manifestación de su perdición interior. La faz amarilla representa la revelación de su condición; la roja, la agitación emocional y el estremecimiento espiritual (como el enrojecimiento causado por la risa en los bienaventurados); y la negra, la consumación de su mal destino. Este proceso se corresponde, de modo especular, con el resplandor, la alegría y la claridad de rostro de los bienaventurados en el Paraíso.
En un juego de lenguaje profundo, Ibn ʿArabī conecta la palabra árabe bushra (que significa “buena nueva”) con su raíz relacionada con la piel (bashar), indicando que tanto la buena noticia de la bienaventuranza como el anuncio del castigo producen cambios visibles en la piel, en el rostro. Ambos —bienaventurados y condenados— muestran exteriormente los efectos de lo que reciben desde lo oculto. Lo exterior refleja lo interior.
En una afirmación clave, dice que el ser humano se crea y se afecta a sí mismo, y que no hay nada que le ocurra que no provenga en última instancia de él mismo. Si algo le resulta bueno, es porque es afín a su disposición interna. Si le resulta malo, es porque entra en conflicto con su naturaleza. Quien comprende esta sabiduría ya no culpa a los demás por lo que le sucede. Todo lo que ocurre le ocurre por lo que él mismo es, por lo que lleva dentro. El conocimiento está determinado por aquello que es conocido.
Por eso, concluye que quien comprende esta sabiduría se libera de la necesidad de buscar responsables externos, se reconcilia con el hecho de que el bien y el mal que le llegan le pertenecen, le reflejan. En palabras que recogen el espíritu del fuṣṣ, dice que ante lo que le sucede, el sabio dice: “Tus dos manos arrojaron el dado, y tu propia boca sopló el aliento [de tu vida]”. Es decir, tú mismo eres la causa de lo que vives, y la totalidad de tu ser es responsable de lo que se manifiesta en ti.
La sabiduría del corazón en la palabra de Shuʿayb
En este capítulo, Ibn ʿArabī nos introduce en el misterio del corazón (qalb) como receptáculo supremo de la sabiduría divina. El corazón del gnóstico, y más aún del Perfecto Hombre (al-insān al-kāmil), es más vasto que la misericordia divina misma, pues mientras esta última "abarca todas las cosas", el corazón es capaz de abarcar al mismo Dios, en cuanto a Su manifestación. Esto se apoya en el conocido ḥadīth qudsī: «Ni los cielos ni la tierra pueden contenerme, pero el corazón de mi siervo creyente sí puede».
Esta afirmación no implica una sujeción de la Esencia divina a algo creado, sino que indica el grado de receptividad del corazón humano, el cual se vuelve espejo pulido de la manifestación total de Dios. Desde esta perspectiva, la realidad del nafas al-Raḥmān (el Aliento del Misericordioso), que da origen al cosmos, está contenida en el corazón que comprende esa manifestación. El corazón es el escenario de la autorrevelación divina, y su capacidad se ajusta a la forma bajo la cual Dios se manifiesta.
Por eso Ibn ʿArabī afirma que el corazón “adopta la forma” de lo que recibe, como el engaste de un anillo adopta la forma de la piedra que contiene. El error de quienes creen que Dios se manifiesta según las predisposiciones del siervo reside en ignorar que es el siervo el que se conforma a la manifestación de Dios en él, y no al revés.
La manifestación tiene dos formas: una esencial (no sensible), que corresponde a la identidad divina en su aspecto trascendente (el pronombre "Él", huwa), y otra sensible, en la cual el corazón contempla a Dios en la forma de su propia creencia. De esta forma, el corazón reconoce lo que ya le es familiar, pues esa es su forma de gnosis.
Por eso dice Ibn ʿArabī:
“Quien restringe a la Realidad [a su propia creencia] la negará [cuando se le manifieste] en otras creencias, afirmándola solamente cuando se le manifiesta en su forma.”
Por el contrario, el gnóstico, al reconocer la multiplicidad infinita de las formas divinas, no niega ninguna de ellas. Él adora a Dios en todas sus formas, pues sabe que no hay límite para Sus teofanías. De allí que su conocimiento nunca se detiene, y repite como Moisés:
“¡Señor, auméntame en conocimiento!” (Qur’ān 20:114)
El corazón abarca entonces esa totalidad de manifestaciones, pero sin perder la unicidad esencial de lo Real. En este sentido se explica el siguiente poema incluido en el texto:
¿Quién está aquí y quién allá?Quien está aquí es quien está allá.Quien es universal es particular,Y quien es particular es universal.No hay más que una Esencia,La luz de la Esencia es también oscuridad.Quien escucha estas palabras noCaerá en la confusión.En verdad, sólo aquel que posee fuerza espiritualComprenderá lo que decimos.
Este poema refleja la visión de Ibn ʿArabī sobre la unidad del ser (waḥdat al-wujūd): todo lo que existe es la Realidad Única manifestándose de manera múltiple, pero esencialmente es la misma. Luz y oscuridad, universalidad y particularidad, son aspectos relativos desde la perspectiva del corazón iluminado.
Por eso, al final de uno de los pasajes claves, se nos recuerda:
“En verdad, en ello hay un recordatorio para quien tiene corazón.” (Qur’ān 50:37)
Y añade Ibn ʿArabī:
No dice ‘para quien tiene intelecto’,Porque el intelecto delimitaY trata de fijar la verdadEn un marco determinado,Pero la Realidad no admite limitaciones.
De este modo, se revela por qué el Corán apela al corazón y no a la razón, pues solo el primero, como lugar de transfiguración divina, puede acoger la infinita variedad de las manifestaciones del Uno. Esto también explica por qué los seguidores de doctrinas intelectuales, que se limitan a un solo punto de vista, “no tendrán auxiliadores” (Q. 3:91), pues su dios es tan limitado como su creencia.
En cambio, el gnóstico sabe que todas las formas son manifestaciones válidas de la Realidad. Dios se muestra a cada uno según su creencia, y si esta es limitada, también lo será su experiencia. Pero si es abierta, su corazón se vuelve tan vasto como el universo mismo.
Ibn ʿArabī concluye este capítulo asociándolo a Shuʿayb por la relación entre su nombre y la idea de ramificación (tashaʿʿub), que remite a la diversidad de formas y credos. En el Día del Desvelamiento, cada uno verá a Dios en la forma de su creencia —o no lo reconocerá si aparece en una forma distinta. Por ello el gnóstico se prepara para acoger la infinitud de lo Divino, sin rechazar ninguna de sus apariencias.
La sabiduría del dominio en la palabra de Lot
Este capítulo de Ibn 'Arabī, La sabiduría del dominio en la palabra de Lot (Fuṣ al-mulk fī kalimat Lūṭiyya), explora el concepto de dominio (mulk) o maestría desde la perspectiva de la fuerza interior del ser humano y su relación con el conocimiento gnóstico. El dominio no se entiende simplemente como poder físico o político, sino como la fuerza espiritual o concentración que puede transformar la realidad, aunque esta capacidad se vea paradójicamente anulada por la misma profundidad de la gnosis.
Lot expresa su deseo de tener poder frente a su pueblo depravado: «¡Ojalá tuviera contra vosotros una fuerza, o pudiera apoyarme en un sólido respaldo!» (Corán 11:80). El Profeta Muhammad, según una tradición, comenta este verso diciendo que Lot ya contaba con ese respaldo, al estar con Dios, el Verdaderamente Fuerte. Aun así, Lot sentía la necesidad de un apoyo manifiesto, como el de una tribu, lo que sugiere que incluso los profetas, en ciertos momentos, experimentan el deseo de una fuerza visible.
Sin embargo, Ibn 'Arabī interpreta que la ausencia de acción por parte de Lot no fue una carencia, sino una manifestación de su gnosis. El conocimiento profundo del gnóstico disuelve la oposición entre el agente y el objeto, entre el yo y el otro. El adversario no es sino la manifestación de su propia realidad latente. No hay "oposición" real, solo percepciones veladas. En este sentido, el conocimiento profundo anula la posibilidad misma de actuar, porque ve en cada ser el cumplimiento de su propia naturaleza esencial.
Este tipo de conocimiento lleva a un estado de impotencia voluntaria, en que el walī o santo no interviene, no por falta de poder, sino porque comprende que la acción pertenece únicamente a Dios. Como enseña Ibn 'Arabī a través de los relatos de Abu al-Su'ūd y Abu Madyan, el gnóstico elige no actuar, no por humildad o modestia, sino porque su conocimiento ya no le permite concebir la acción como propia. Es un dejar actuar a Dios, tal como se indica en el versículo: «Y toma a Dios como tu agente» (Corán 73:9).
La paradoja aparece claramente: el poder interior de concentración (al-himmah), capaz de transformar la realidad, disminuye a medida que la gnosis aumenta. Cuanto más comprende el gnóstico, menos puede o debe actuar, porque su acción sería una imposición sobre el decreto divino (qadar).
Este concepto se vincula con la idea de que el conocimiento de Dios está condicionado por lo que el ser da a conocer de sí mismo en su realidad latente. Dios conoce a Sus siervos por lo que Él mismo ha puesto en ellos eternamente, y por eso los trata según lo que han sido esencialmente desde el comienzo. El hombre solo puede recibir aquello que está contenido en su esencia preexistente. Por eso, el Profeta mismo dice: «No sé lo que se hará conmigo ni con vosotros. Yo solo sigo lo que me ha sido revelado» (Corán 46:9).
La sabiduría del dominio, por tanto, no consiste en ejercer el poder, sino en comprender que el único poder real es el de Dios, y que incluso el impulso de actuar debe ser suspendido cuando se ha comprendido que no hay otro actor sino Él. Como dice Ibn 'Arabī:
"Todo viene de Nosotros y de ellos, Se aprende de Nosotros y de ellos. Aun si ellos no son de Nosotros, Ciertamente, Nosotros somos de ellos."
El dominio verdadero se manifiesta en la contemplación, en la impotencia activa del gnóstico, que ha renunciado a la acción propia y se ha entregado completamente a la voluntad del Real. Así, la fuerza más grande es la de quien no actúa, porque ya no ve en el mundo sino la acción de Dios desplegándose en cada cosa.
La sabiduría del destino en la palabra de Esdras
Ibn ʿArabī comienza este capítulo explicando la diferencia entre dos conceptos fundamentales en su metafísica: el Decreto (qaḍāʾ) y el Destino (qadar). El Decreto es la determinación de Dios sobre las cosas según su conocimiento, pero ese conocimiento mismo depende de lo que las cosas son en sí mismas eternamente, es decir, en su realidad esencial y preexistente. No se trata de que Dios imponga arbitrariamente lo que será, sino que Él conoce las cosas por lo que ellas le dan a conocer de sí mismas. Así, el Decreto no es tiranía, sino sintonía absoluta con la esencia de lo que debe acontecer. El Destino, por su parte, es el momento exacto en que lo que ha sido decretado se manifiesta y se aniquila: el instante de aparición en el tiempo de lo que eternamente ya es. Este es el corazón del misterio del Destino, dice Ibn ʿArabī, y está reservado a quienes poseen un corazón dispuesto a oír y atestiguar, haciendo alusión al verso coránico (Q. 50:37).
Esta exposición sostiene una tesis sutil pero poderosa: incluso lo que Dios "decide" está, de algún modo, condicionado por lo que las cosas ya son esencialmente. Dios no actúa caprichosamente, sino que se deja determinar por la verdad de lo que las cosas son en su estado preexistente. Esta es una afirmación que pone en crisis cualquier idea de voluntad divina como voluntad pura sin criterio. Para Ibn ʿArabī, la voluntad de Dios siempre se ejerce en consonancia con la esencia de lo determinado. Es por esto que dice que el gobernador siempre está gobernado por lo que gobierna, porque el acto de gobernar ya está guiado por una estructura interna y necesaria.
Desde esta visión, el Decreto y el Destino se vuelven difíciles de percibir precisamente porque son evidentes en cada cosa; son realidades tan inmediatas que pasan desapercibidas. Y, sin embargo, su comprensión otorga una de las formas más elevadas del conocimiento místico, aunque también puede generar tormento, pues confronta al gnóstico con las paradojas de la libertad, la necesidad y la justicia divina. Ibn ʿArabī señala que la comprensión de este misterio conduce a una sabiduría doble: la del gozo supremo (por la conformidad con el ser) y la del temor y la dificultad (por la impotencia para alterar el curso de lo que es).
Ibn ʿArabī continúa su exposición explicando que los profetas, en cuanto tales —es decir, como portadores de una ley revelada para una comunidad específica—, se adecuan al nivel espiritual de su pueblo. No se les envía con un conocimiento absoluto, sino con lo que es necesario para guiar a sus comunidades. Así, dice el Corán: “A algunos de los profetas los hemos favorecido más que a otros” (Q. 17:55), y también: “A algunos de los mensajeros los hemos elevado en rango sobre otros” (Q. 2:253). Esto implica que la sabiduría revelada a cada profeta está calibrada a las necesidades y disposiciones de quienes la recibirán. No hay contradicción en ello: hay jerarquía en la Revelación, del mismo modo que la hay en las formas de la existencia.
Ibn ʿArabī relaciona este principio con el caso de Esdras (ʿUzayr), quien según la tradición coránica preguntó cómo Dios devolvería la vida a una ciudad destruida (Q. 2:259). Esta pregunta, según Ibn ʿArabī, contenía un deseo implícito: el de acceder al conocimiento de la determinación divina en su aspecto más profundo, el del qadar, el Destino. Pero ese conocimiento está reservado únicamente a Dios. No puede alcanzarse mediante especulación ni por revelación profética ordinaria, sino solo por un acto divino de apertura directa —y selectiva— del “tesoro de lo no-manifestado”.
Esdras, al hacer esta pregunta, incurrió en una solicitud de conocimiento que desbordaba el rango propio de su función como profeta. Por eso, se narra que Dios lo hizo morir durante cien años, para devolverlo a la vida después y mostrarle, en la manifestación, cómo las cosas vuelven a existir. Pero lo que Esdras había pedido era más que eso: quería conocer cómo ocurre la existencia desde su fuente no-manifestada, desde el instante en que pasa del estado latente al actual. Y esa forma de saber —dice Ibn ʿArabī— es exclusiva del conocimiento divino. Por tanto, Dios lo reprendió y amenazó con borrarlo del registro de los profetas, es decir, con retirarle el rango de quien comunica la ley.
Aquí Ibn ʿArabī introduce una distinción esencial entre la profecía como institución de ley y la walāya o amistad divina (santidad), que es una función más elevada y más interna. La profecía, dice, terminó con Muhammad en su aspecto legislador, pero no la santidad. Esta se perpetúa, porque es la comunicación directa con la verdad sin necesidad de un mandato jurídico. Y aquí está el giro más sutil: el rango de la walāya subsiste en el más allá, mientras que la profecía legisladora se agota en esta vida. Por eso Ibn ʿArabī dice que cuando Dios amenaza a Esdras con borrarlo como profeta, le advierte en realidad que quedaría reducido al rango de simple santo, sin ley que transmitir.
Este descenso, sin embargo, no significa una pérdida de dignidad espiritual, sino el abandono de una función. Para Ibn ʿArabī, un profeta es antes un walī, un amigo de Dios, y esa amistad es eterna. Por tanto, el castigo que se le anuncia a Esdras es pedagógico y no punitivo: se le muestra el límite de su función como profeta y se le recuerda que el conocimiento del Destino —aquello que no puede ser enseñado ni transmitido, sino solo contemplado— pertenece a otro orden: el de la sabiduría absoluta, que no se da por derecho, sino por don.
Después de advertir sobre la diferencia entre la profecía (como institución legal) y la walāya (como conocimiento esencial del Ser), Ibn ʿArabī vuelve sobre el episodio de Esdras para esclarecer un aspecto aún más delicado: el lugar del decreto y del destino (qaḍāʾ wa-qadar) en la ciencia divina. Señala que el decreto no es algo que Dios imponga arbitrariamente, sino que responde al estado esencial (ʿayn thābita) de cada ser. Es decir, lo que Dios determina en su saber eterno, lo hace en conformidad con lo que ese ser es —desde siempre— en su verdad más íntima. Así, cada cosa “le da a conocer” a Dios lo que debe ser. Por tanto, la voluntad divina no es algo impuesto desde fuera, sino un reconocimiento de lo que ya es en su nivel ontológico más profundo.
Ibn ʿArabī lleva esta lógica aún más lejos. Afirma que si bien Dios es el único que conoce plenamente estos estados esenciales, Él puede revelar ciertos aspectos de esta realidad a quienes Él desea. Sin embargo, incluso cuando esto ocurre, el conocimiento revelado está condicionado por la disposición (istiʿdād) del receptor. Así, aunque Dios quiera abrir el velo, si el recipiente no puede contener esa apertura —porque su forma esencial no lo permite—, el conocimiento no llegará a realizarse. Por ello, el intento de Esdras de conocer los secretos del qadar revela, paradójicamente, una ignorancia sobre los límites de su propia esencia. Y eso es, precisamente, lo que Dios le reprocha.
En la conclusión del capítulo, Ibn ʿArabī introduce una enseñanza sutil pero crucial. Aun cuando el rango de la profecía se cierre con la muerte del último mensajero, el conocimiento espiritual y la relación con lo divino no cesan. Por el contrario, la walāya permanece abierta —y es incluso más profunda—, pues se relaciona directamente con la contemplación del Ser y no con la legislación. Así, el verdadero walī no actúa por ley, sino por visión; no transmite preceptos, sino que vive el misterio.
La experiencia que se da a los santos (awliyāʾ) es una forma de sabiduría que, si bien no produce una nueva sharīʿa, comunica verdades eternas sobre el Ser y el devenir. Por eso Ibn ʿArabī concluye que el rango de la walāya contiene potencialmente el de la profecía y el del mensajero, pero no al revés. En el más allá, cuando la ley positiva ya no se aplica y sólo queda la verdad del Ser, todos los profetas y santos comparten un mismo grado de contemplación: el de la cercanía ontológica (qurb), que es el verdadero fin de todos los caminos.
Con eso se cierra este denso y profundo capítulo, en el que Ibn ʿArabī —a través del ejemplo de Esdras— nos introduce al misterio del destino, no como un capricho divino, sino como el despliegue necesario del Ser en la forma de cada cosa.
La sabiduría de la profecía en la palabra de Jesús
Jesús es presentado por Ibn ʿArabī como una manifestación singular de la profecía y del Espíritu divino, no simplemente como un ser humano inspirado, sino como alguien en quien confluyen los aspectos más elevados de la manifestación espiritual. Su origen, producto del soplo de Gabriel y del agua de María, lo convierte en una criatura doble: una compuesta de materia humana y otra de espíritu puro. Este doble origen es clave en la comprensión de su misión profética, ya que por una parte participa del mundo físico, y por otra, está enraizado directamente en la realidad espiritual. En él, Dios manifestó Su palabra y Su espíritu, haciendo de su existencia un signo viviente de la relación entre lo divino y lo humano. Su poder para dar vida a los muertos y moldear con sus manos figuras que adquirían vida por permiso de Dios es símbolo de esta realidad, pues, aunque es el ejecutor visible, la acción es en última instancia divina.
Ibn ʿArabī hace un análisis sutil del lenguaje coránico al referirse a Jesús como "Su palabra" y "un espíritu procedente de Él", destacando que este tipo de lenguaje no se usa con ningún otro profeta. La “palabra” es el medio por el cual Dios crea: "Kun" (¡Sé!), y Jesús es descrito como una palabra depositada en María. Esto tiene implicancias metafísicas profundas, porque la palabra de Dios no se agota en Jesús, pero sí se concentra en él de una forma que expresa la totalidad de la manifestación. Él es, por tanto, no sólo el transmisor de un mensaje, sino la encarnación de una realidad creativa. Sin embargo, Ibn ʿArabī se cuida de afirmar que esta condición no hace de Jesús una divinidad en sí mismo, sino que muestra cómo la divinidad se manifiesta a través de lo creado, de forma que no se puede separar absolutamente la criatura de su Fuente.
La gente, al observar los actos milagrosos de Jesús, se dividió en sus juicios. Algunos vieron en él a Dios mismo, otros solo a un profeta, y otros dudaron. Esta diversidad de percepciones refleja no una confusión en la realidad de Jesús, sino una variedad en la capacidad de comprensión de los testigos. Jesús se convirtió en un espejo para las creencias de cada quien. Esta multiplicidad de interpretaciones hace que, según Ibn ʿArabī, los que dijeron que Jesús era Dios incurrieran en una forma de ocultamiento: no porque exaltaran a Jesús, sino porque al decir que él era Dios, habían ocultado la acción de Dios detrás de una forma contingente, la de un ser humano. Ver a Dios solo en esa forma era limitarlo. La realidad divina no se agota en una forma particular, sino que se manifiesta en todas, y conocer a Dios plenamente implica reconocerlo en esa diversidad de formas.
Cuando Jesús responde a Dios en el Día del Juicio, tras ser preguntado si él pidió a su pueblo que lo adoraran a él y a su madre, su respuesta está impregnada de cortesía espiritual y de reconocimiento profundo de la unidad esencial entre el siervo y su Señor. Jesús responde negando haber dicho tal cosa, pero lo hace de una manera que muestra que su lenguaje es el lenguaje de Dios, que su habla es el habla de Dios, y que la distinción entre sujeto y objeto se mantiene por cortesía, aunque en realidad todo se reduce a una sola esencia. Él no reclama autonomía, sino que subraya que todo lo que dijo fue lo que Dios le ordenó decir. Esta afirmación no niega la humanidad de Jesús, pero la coloca en un plano en que su voluntad está completamente conformada a la voluntad divina. No es una afirmación de fusión, sino de conformidad.
En la respuesta de Jesús, Ibn ʿArabī ve una estructura en la que se conserva la distinción entre el hablante y el escuchado, entre Dios y su siervo, pero también se revela una unidad esencial en la que el lenguaje del siervo es el lenguaje del Señor. El profeta actúa, habla y percibe según la forma que Dios le permite. La forma de esa percepción, sin embargo, no es absoluta, sino que varía según el rango del profeta, su función y su comunidad. Por ello, cuando Jesús dice que fue testigo mientras estuvo con ellos, y que después Dios fue testigo, no se desentiende de su comunidad, sino que reconoce el paso del testimonio de la presencia profética al testimonio directo de Dios. Con esto, Ibn ʿArabī muestra cómo el testigo verdadero de todos los actos es siempre Dios, incluso cuando es la lengua de los profetas la que habla.
Este capítulo cierra con una nota de profundo misticismo: la profecía, como estación, es un grado de servidumbre, y dentro del profeta, la dimensión de santidad puede incluso superar su función profética. Por eso Ibn ʿArabī afirma que el santo puede, en cuanto a conocimiento de Dios, estar por encima del profeta considerado solo en su rol legislativo. Sin embargo, esto no implica superioridad en rango espiritual absoluto, sino una jerarquía en términos de conocimiento experiencial. Jesús, como figura profética, representa esta unión entre espíritu, palabra y forma, siendo el modelo de la manifestación espiritual en el mundo físico. Y es por eso que Ibn ʿArabī dice que quien comprende a Jesús comprende el misterio del Espíritu, de la palabra creadora, y del testimonio del corazón que ve la unidad en la multiplicidad.
La Sabiduría de la compasión en la palabra de Salomón
La sabiduría de Salomón, según Ibn ʿArabī, está íntimamente ligada al principio de la compasión divina y a la manifestación equilibrada del poder y la misericordia. El famoso episodio de la carta que envía Salomón a Bilqīs comienza con una fórmula que muchos interpretan como una anteposición del nombre del rey al de Dios, pero Ibn ʿArabī rechaza esta interpretación, señalando que es imposible que un conocedor como Salomón haya invertido el orden del Nombre divino. Más bien, se trata de una estructura gramatical que no indica jerarquía, sino contenido. La carta comienza "es de Salomón" y lo que contiene es "en el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso". Se trata de una afirmación que describe lo que está escrito, no de un orden de precedencia.
Los nombres divinos que aparecen, "al-Raḥmān" (el Compasivo) y "al-Raḥīm" (el Misericordioso), no son sinónimos simples, sino que expresan dos tipos distintos de misericordia. La primera es una misericordia universal, que se extiende incluso a quienes no la merecen, mientras que la segunda es una misericordia vinculada al mérito, otorgada en función de las obras del siervo. Ibn ʿArabī explica que, aunque los actos parecen surgir del siervo, en realidad es Dios quien actúa a través de los miembros del ser humano. El siervo solo aporta la forma externa; la identidad última del acto pertenece a Dios. Así, al observar a una criatura, uno contempla a la vez los nombres de Dios: el Primero y el Último, el Manifiesto y el Oculto.
Salomón, como profeta-rey, recibió un tipo de dominio que no se volvió a conceder de manera manifiesta a ningún otro. Aunque Muhammad también tuvo acceso a poderes semejantes, no los manifestó exteriormente como lo hizo Salomón. El episodio del demonio que Muhammad capturó en la mezquita, y luego liberó al recordar la súplica de Salomón, ilustra esta diferencia. La clave aquí es que Salomón ejercía autoridad sin necesidad de concentraciones espirituales intensas ni prácticas internas. Su palabra era suficiente para que las cosas se sometieran a su voluntad.
Ibn ʿArabī también profundiza en la estructura jerárquica de los nombres divinos, explicando cómo cada nombre tiene un grado relativo de manifestación. Algunos nombres, como el del Sabio o el del que Conoce, abarcan más realidad que otros, como el del que Quiere o el del Poderoso. Esta graduación no contradice la unidad esencial de Dios, sino que muestra cómo la diversidad de lo creado refleja la diversidad de las relaciones divinas. Así, aunque toda la creación es la manifestación de la Esencia divina, las formas y nombres varían en función de los receptáculos que las reciben.
Bilqīs, reina de Sabá, aparece como una figura de gran inteligencia y perspicacia. Cuando recibe la carta de Salomón, la trata con respeto y discreción, ocultando incluso a sus consejeros el nombre del remitente, lo que demuestra su sabiduría política. La escena en la que se traslada su trono ante Salomón ilustra el poder de quienes tienen conocimiento esotérico. Asaf, el servidor que lo trae, lo hace tan rápido que el trono desaparece y reaparece en un instante, sin recorrer distancia alguna. Ibn ʿArabī interpreta este suceso no como un viaje en el espacio, sino como una renovación instantánea de la creación, una aniquilación y creación simultánea, conforme a la doctrina del constante devenir de las cosas con cada aliento divino.
La entrada de Bilqīs al palacio de cristal también está cargada de simbolismo. Ella cree que el suelo es agua, y al levantar su vestido se revela su humanidad y humildad. Salomón utiliza esta experiencia para enseñarle sobre la percepción ilusoria y la verdad oculta. Esta escena se vincula con la visión de Ibn ʿArabī sobre la recreación continua del mundo y la percepción como experiencia interpretativa. Finalmente, Bilqīs se somete a Dios “con Salomón”, no a Salomón. Su sumisión es total, no parcial como la de Faraón, quien creyó "en lo que creían los hijos de Israel", es decir, por imitación y no por iluminación directa.
El dominio de Salomón, subraya Ibn ʿArabī, no se le concedió como recompensa, sino como un don gratuito de Dios. Esto lo distingue incluso de otros profetas, y es prueba de la singularidad de su estación. Su conocimiento no era derivado ni aprendido, sino inmediato, y esto lo coloca en un rango profético excepcional. Aun así, Ibn ʿArabī sugiere que muchos en el camino sufí no comprenden completamente la estación de Salomón, debido a su complejidad y a la profundidad del conocimiento que implica. La enseñanza final es que todo lo creado, incluso lo que parece milagroso o incomprensible, no ocurre fuera del continuo acto creador de Dios, que se manifiesta en cada instante y en cada forma, sin excepción.
La Sabiduría del ser en la palabra de David