El entendimiento humano requiere de imágenes, y que esto se manifiesta en la experiencia. En sus escritos, Aristóteles deja claro que el intelecto humano no opera sin imágenes, lo que contradice la visión de Averroes de un intelecto completamente autónomo.
Pomponazzi también aborda la idea de Averroes de que el intelecto posible es capaz de recibir la forma del intelecto agente, destacando que esto depende de la facultad sensitiva, que está ligada al cuerpo. Así, el acto de la comprensión no es independiente de la experiencia sensorial, lo que refuerza la posición de que el intelecto está condicionado por el cuerpo físico.
Además, Pomponazzi sostiene que la definición común de alma implica que es el acto de un cuerpo físico orgánico, lo que implica que todas las operaciones del intelecto dependerán del órgano, ya sea como sujeto o como objeto. Por lo tanto, concluye que el alma intelectiva nunca puede liberarse completamente de esta dependencia corporal, invalidando la interpretación de Averroes sobre un intelecto que opera de manera autónoma.
La discusión sobre el alma se asemeja a la de otras inteligencias, según lo indicado por Averroes en su comentario 19 del libro tercero de Acerca del alma, donde sostiene que el alma es la última de las inteligencias. Estas inteligencias pueden ser consideradas de dos maneras: en sí mismas, sin depender del cuerpo celeste, y como almas en su función en dichos cuerpos. Aunque Aristóteles menciona en sus obras como Física, Acerca del cielo y Metafísica que los cuerpos celestes son animados, también advierte que esta aplicación de la definición de alma es, en ciertos aspectos, equívoca. Por tanto, el alma intelectiva puede entenderse de dos modos: como la más baja de las inteligencias, que no depende del cuerpo para existir o funcionar, y como el acto de un cuerpo físico orgánico, lo que implica una dependencia del cuerpo.
Esta dualidad permite aclarar la aparente contradicción entre el tratamiento del alma intelectiva por el filósofo natural y la afirmación de Aristóteles en el libro primero de Acerca de las partes, donde sostiene que el alma intelectiva no es objeto de su estudio. Esta distinción radica en que, como alma, es considerada natural, mientras que, como intelecto, es asunto de la metafísica, al igual que las inteligencias superiores. Sin embargo, esta explicación resulta insuficiente. Si se considera el alma humana al mismo nivel que las demás inteligencias, debería haber sido discutida por Aristóteles en su tratamiento sobre las inteligencias en el libro duodécimo de Metafísica, lo cual no ocurrió.
Además, si se mantiene que el juicio sobre el intelecto humano es similar al de las otras inteligencias, surge la pregunta de por qué Aristóteles afirma en el comentario 26 del libro segundo de Física que el alma humana es el término último de la consideración natural. Si esto se entiende en términos de existencia, resulta incorrecto, ya que el filósofo natural realiza demostraciones de Dios y de las inteligencias en ese contexto. Si se aborda en términos de esencia, es evidente que el alma intelectiva no es un tema para el filósofo natural, ya que, como tal, es un moviente inmóvil, como se indica en el libro primero de Acerca de las partes.
Finalmente, es contradictorio afirmar que el alma intelectiva tiene dos modos de entender: uno dependiente y otro independiente del cuerpo. Si el intelecto y el alma son potencialmente únicos en su esencia, su actividad de movimiento necesariamente dependerá del cuerpo, aunque su operación de comprensión pueda no requerirlo.
Las intelecciones
Mover localmente e inteligir son operaciones esencialmente distintas; sin embargo, dentro del alma se postulan dos tipos de intelecciones: una que depende del cuerpo y otra que es completa en sí misma. Esta distinción plantea un problema, ya que parece irracional que, respecto a un único objeto y en atención a una sola operación, existan dos modos diferentes de actuar. Además, resulta increíble que lo que es uno en número tenga casi infinitas operaciones sobre el mismo objeto y al mismo tiempo. Si el intelecto tiene una intelección eterna de Dios, pero también nuevas intelecciones conforme cada hombre lo concibe, esta multiplicidad de operaciones simultáneas parece una ficción.
Por otro lado, no hay inconveniente en que la inteligencia opere sin el cuerpo, ya que inteligir y mover localmente pertenecen a géneros completamente distintos. Una es inmanente y la otra, transitiva. Pero en el caso del alma intelectiva, ambas operaciones son inmanentes y no tan diferenciables. Aquí se centra una cuestión clave: si, de acuerdo con Aristóteles, el alma intelectiva es verdaderamente inmaterial. Según el Comentador (Averroes), este punto es inventado, y al no ser por sí mismo evidente, se vuelve oportuno demostrarlo con claridad. Aristóteles sugiere que el intelecto, al depender de la imaginación, no puede separarse del cuerpo. La inseparabilidad implica que el intelecto necesita del cuerpo como objeto o como sujeto, pero para que se dé la separabilidad, se requiere que no dependa en absoluto del cuerpo en ninguna operación.
La pregunta que surge entonces es: ¿cómo asegurará Averroes que el alma es inmortal cuando Aristóteles sostiene que para inteligir es necesario observar una imagen, algo que todo hombre experimenta en sí mismo? Esta razón podría llevar a concluir que el alma es inmortal por su capacidad de recibir formas materiales. Sin embargo, si el intelecto necesita de una imagen para inteligir, como afirma Aristóteles, entonces está vinculado a la materia, lo cual contradice la idea de que sea completamente inmaterial.
Podría argumentarse que el intelecto, por no depender de un órgano como sujeto, es inmaterial. No obstante, esto resulta insuficiente, ya que si el intelecto sigue siendo movido por lo corpóreo, sigue ligado a la materia. Ambas condiciones deben cumplirse: no depender del cuerpo como sujeto ni como objeto. Si el intelecto tiene una operación completamente independiente del cuerpo, entonces debe ser inmaterial; pero si tiene alguna operación dependiente, esto podría llevar a pensar que todas sus operaciones lo son.
Aristóteles añade que si el inteligir no se diera sin la imaginación, entonces el intelecto sería inseparable del cuerpo. Esto plantea un problema: si siempre necesita del cuerpo para imaginar, entonces debe ser inseparable de la materia, lo cual contradice la noción de inmaterialidad del intelecto. Además, si se afirma que "orgánico subjetivamente" equivale a "material" y "no orgánico subjetivamente" a "inmaterial", se cae en una tautología que no añade nuevo conocimiento.
Así, si el intelecto en toda operación necesita de la imagen, entonces es inseparable de la materia. Aunque se descarte que el intelecto sea imaginación, sigue siendo cierto que no puede operar sin ella. Esto refuerza la idea de que el intelecto, por depender siempre del cuerpo, no es completamente inmaterial.
Cuando se asignan dos modos de ser a una cosa de manera disyuntiva, es posible que se separe de al menos uno de esos modos sin perder su esencia. Esto se ejemplifica en el caso de la mezquindad, que puede derivar de la avaricia o la prodigalidad, pero no necesita de ambas a la vez para manifestarse. Aplicando esto al alma, si se sostiene que depende del cuerpo, ya sea como sujeto o como objeto, su inseparabilidad no puede mantenerse sin que se cumpla alguna de estas condiciones. Averroes argumenta que el intelecto tiene una operación independiente del cuerpo, lo cual implica su inmaterialidad, pero esto debe demostrarse, ya que si el intelecto necesita del cuerpo en cualquier capacidad (como sujeto u objeto), su independencia es cuestionable.
El intelecto, según Aristóteles, no puede inteligir sin la imaginación, lo que refuerza su vinculación con el cuerpo. Si se admite que para la inmaterialidad es necesario no depender del cuerpo ni como sujeto ni como objeto, la idea de una operación puramente independiente del cuerpo queda comprometida. Además, Aristóteles afirma que para que algo sea verdaderamente material debe depender del cuerpo como sujeto, y si el intelecto lo hace en alguna medida, su materialidad estaría probada.
La propuesta de Averroes de que el intelecto agente y el posible se unan en la felicidad humana es rechazada como vana e incompatible con Aristóteles, ya que ningún ser humano ha alcanzado ese fin, ni siquiera el conocimiento perfecto de las cosas visibles. Por tanto, la idea de que el intelecto humano es inmortal en la forma que propone Averroes se aleja de las enseñanzas aristotélicas, las cuales sugieren que el alma humana es plural y numéricamente diversa, no única o unificada.
CAPÍTULO V
En el que se expone el otro modo de declarar que lo intelectual se distingue realmente de lo sensitivo, pero multiplicándose en relación con la diversidad numérica de lo sensitivo
Pomponazzi refuta la noción de que lo intelectivo y lo sensitivo puedan coexistir como predicados contradictorios. Aunque ambos modos de existencia del alma, intelectiva y sensitiva, se distinguen, se plantea que el número de almas intelectivas se correlaciona con el de las almas sensitivas. Este argumento se apoya en la distinción entre individuos, ejemplificada por Sócrates y Platón, cuyos intelectos son únicos y distintos, ya que compartir un único intelecto implicaría identidad en ser y operación, lo cual es absurdo.
Los defensores de esta visión presentan posturas divergentes: algunos sostienen que el alma actúa sobre el cuerpo como un motor, alineándose con Platón, quien sugiere que el hombre es, esencialmente, su alma. Otros, en cambio, argumentan que el alma es la forma del cuerpo, sugiriendo que el ser humano es un compuesto de alma y cuerpo, siendo más preciso describirlo así que como un alma que usa un cuerpo. Sin embargo, el análisis de estas distintas ideas no es esencial para el objetivo principal de la discusión.
CAPÍTULO VI
En el que es impugnada la opinión anteriormente expuesta
En este pasaje, se critica la idea de que el hombre esté compuesto de un motor y lo movido, en lugar de materia y forma. Santo Tomás argumenta que si así fuera, la unidad del ser humano sería similar a la de una carreta y un buey, lo cual resulta insatisfactorio. Además, se cuestiona la noción de que una pluralidad de formas sustanciales pueda coexistir en un mismo individuo, lo que se aleja del pensamiento de Aristóteles y de muchos peripatéticos.
Se presentan dos razones principales para refutar estos enfoques. Primero, se señala que la experiencia cotidiana demuestra la unidad del ser humano: la persona siente y razona al mismo tiempo, lo que sugiere que la esencia que permite la sensación y la comprensión es la misma. Si estas esencias fueran distintas, sería absurdo afirmar que un mismo individuo puede experimentar y pensar simultáneamente.
En segundo lugar, se utiliza una metáfora de Aristóteles en la que lo vegetativo se encuentra en lo sensitivo de manera similar a un triángulo dentro de un cuadrado. Esto implica que lo sensitivo no es una entidad separada del intelecto, sino que ambos son aspectos de una misma realidad. En resumen, la crítica se centra en la defensa de una unidad integral del ser humano, que es coherente con la filosofía aristotélica.
CAPÍTULO VII
En el que se expone el modo que afirma que lo mortal y lo inmortal son en el hombre lo mismo en realidad, pero que aquella esencia es por sí misma inmortal, y en un cierto aspecto mortal
Pomponazzi defiende la unidad del alma en el ser humano, argumentando que lo intelectivo y lo sensitivo son lo mismo en esencia. Se propone que esta identidad es necesaria para evitar la incoherencia de tener múltiples formas sustanciales en un solo individuo. La idea de que el alma es la misma realidad permite una comprensión coherente de la experiencia humana.
Sostiene que, aunque el alma es inmortal por naturaleza, tiene aspectos mortales debido a su relación con lo sensitivo y lo vegetativo, que son corruptibles. Esta mortalidad no implica que el intelecto sea mortal en sí mismo, sino que su función puede estar condicionada por el cuerpo. Por lo tanto, lo intelectivo permanece incorruptible, mientras que sus manifestaciones pueden verse afectadas por la corporeidad.
Además, afirma que el alma es la forma del ser humano, lo que significa que define su individualidad y naturaleza. Cada persona posee un alma única, evitando la idea de un único intelecto compartido entre todos, lo que sería incompatible con la noción de individualidad.
Por último, se argumenta que el alma es creada por Dios y no generada, lo que implica que comienza a existir con el cuerpo pero perdura tras la muerte. Esta perspectiva refuerza la inmortalidad del alma, integrando su existencia en una visión más amplia de la naturaleza humana.
CAPÍTULO VIII
En el que se suscitan dudas acerca del modo antes expuesto
Existen dudas sobre la inmortalidad del alma, contrastando la perspectiva de Santo Tomás con la interpretación de Aristóteles. Aunque el autor tiene confianza en la autoridad de las Sagradas Escrituras, se muestra cauteloso ante posibles contradicciones con el pensamiento aristotélico. Acepta que, en el ser humano, lo sensitivo y lo intelectivo son lo mismo, pero cuestiona varios puntos sobre la naturaleza del alma.
Primero, el autor sostiene que aunque el alma tiene una esencia inmortal, también posee aspectos que la hacen mortal. Argumenta que, si se considera la naturaleza del alma y sus funciones, se pueden presentar razones tanto para afirmar su inmortalidad como su mortalidad. Así, la mayoría de las capacidades humanas son sensibles y vegetativas, lo que inclinaría a definir el alma como mortal en lugar de inmortal.
Además, el texto cuestiona la evidencia de que el alma sea inmortal. Se argumenta que, según Aristóteles, el entendimiento depende de imágenes y de la materia, lo que contradiría la idea de que el alma pueda existir separada del cuerpo. Esto lleva a la conclusión de que, si el alma depende siempre de un órgano para su operación, sería inseparable y, por ende, material.
El autor también señala que, aunque se puede argumentar que el alma puede actuar sin un órgano, esto no puede considerarse suficiente para demostrar su inmortalidad. Si el alma tiene que depender de imágenes, su naturaleza material no puede ser negada. Además, se señala que la existencia de dos modos de operar del alma—unido y separado del cuerpo—suscita dudas sobre su unidad esencial.
Pomponazzi critica las explicaciones que sugieren que el alma, al estar separada, mantenga una tendencia a reunirse con el cuerpo. Esto lleva a implicaciones complicadas sobre la naturaleza del alma, que deberían llevar a una reconsideración del entendimiento de la esencia y la existencia del ser humano.
Pompónnazzi se apoya en estas fuentes clásicas para fundamentar su argumentación sobre la inmortalidad del alma, lo que refleja su intención de conectar su pensamiento con la tradición filosófica.
Pompónnazzi argumenta que la afirmación de que el alma se vuelve material por estar unida a una imagen no es correcta. Se apoya en Aristóteles para enfatizar que la unión temporal no afecta la inmaterialidad del alma. Este punto es crucial, ya que busca defender la idea de que el alma puede existir independientemente de su relación con el cuerpo físico, subrayando así su esencia inmaterial.
El autor aborda la dependencia del cuerpo, destacando que, aunque la Inteligencia puede depender del cuerpo, eso no la convierte en material. Pompónnazzi sostiene que incluso si el intelecto humano está ligado a un cuerpo caduco, no significa que su esencia sea material. Esto refuerza su argumentación sobre la inmortalidad, sugiriendo que el intelecto puede subsistir a pesar de la corrupción del cuerpo.
Además, Pompónnazzi critica la noción común de que el intelecto separado sería ocioso. Responde que el intelecto podría ser activado por imaginaciones existentes, desafiando la idea de que la actividad intelectual dependa exclusivamente del cuerpo. Utiliza la analogía entre sueño y vigilia para ilustrar que no siempre tienen que coexistir opuestos, lo que implica que el alma puede operar en unión con el cuerpo y, al mismo tiempo, estar inactiva en su estado separado.
En relación a la sensibilidad y las facultades del alma, el autor examina si el alma tiene capacidades que le permitan actuar después de la muerte. Si no las tiene, sería considerada una "mutilada" eternamente, lo que resulta inaceptable para él, a menos que se acepte la resurrección o las fábulas pitagóricas. Esto pone de relieve la importancia de las facultades del alma para su existencia post mortem.
Pompónnazzi establece que el alma puede ser inmaterial en cierto sentido, aunque también puede ser corruptible en otro. Distingue entre el intelecto agente, que es inmortal, y el intelecto posible, que es corruptible. Esta distinción genera incertidumbre sobre la naturaleza del alma y su relación con el cuerpo, resaltando la complejidad del pensamiento aristotélico.
Al abordar la idea de que el alma es la forma del hombre, Pompónnazzi se alinea con esta noción, pero critica la interpretación de que el alma sea solo inmaterial. Se cuestiona cómo podría ser el acto y la perfección de la materia si el alma no existe por sí misma. Esto lleva a cuestionar las afirmaciones peripatéticas sobre el ser del compuesto y el ser del alma, sugiriendo que estas distinciones son insuficientemente claras.
Pomponazzi cuestiona la idea de la multiplicidad de almas, argumentando que podría llevar a confusiones dentro de la metafísica aristotélica. Critica las visiones que intentan justificar la existencia de múltiples almas diferenciadas por su relación con diversas materias, lo que podría complicar aún más el entendimiento de la naturaleza del alma. Además, alude a la noción aristotélica de un mundo eterno y plantea interrogantes sobre las implicaciones de una generación infinita de seres humanos, sugiriendo que las interpretaciones deben ser cuidadosas y bien fundamentadas.
Critica la noción de que el alma intelectiva es creada por Dios y no generada, argumentando que Aristóteles nunca mencionó la creación del alma. Sostiene que, si Aristóteles hubiera aceptado la creación, habría tenido que demostrar que el mundo no comenzó por este proceso, lo cual no hizo. Además, cuestiona la idea de que el alma intelectiva es incorruptible y, por ende, ingénita; si esto es cierto, no puede haber comenzado a existir.
El autor destaca que, según Aristóteles, lo que es incorruptible es también ingénito, lo que implica que el alma no puede haber comenzado a ser. Critica a Santo Tomás por afirmar que las almas sobreviven después de la muerte, considerando improbable que Aristóteles omitiera tal cuestión en su obra, ya que se dedicó meticulosamente al estudio de la naturaleza. Señala que, en su Ética, no se menciona la felicidad después de la muerte, lo que contradice la idea de la inmortalidad del alma.
Pompónnazzi también señala que sería extraño que Aristóteles no hiciera referencia a la existencia después de la muerte, y critica la idea de que el alma podría estar ociosa, lo cual parece incompatible con su filosofía. En conclusión, afirma que sus observaciones no buscan desmentir a Aristóteles, sino más bien aprender de sus enseñanzas.
CAPÍTULO IX
En el que se expone el quinto modo, es decir, que la misma esencia del alma es mortal e inmortal, pero por sí misma mortal y en un cierto aspecto inmortal, etc.
En este análisis, se postula que en el ser humano lo sensitivo se identifica con lo intelectivo, estableciendo que el alma es esencialmente mortal, aunque en ciertos aspectos puede considerarse inmortal. Se concuerda en que lo intelectivo y lo sensitivo se entrelazan en la experiencia humana, pero se disiente en que el alma es por sí misma mortal y, de manera impropia, inmortal.
El conocimiento, según se plantea, se produce a través de una relación con la materia. Los sentidos no perciben las cualidades reales, sino representaciones. Esto implica que existen entidades que, al ser inmateriales, no necesitan del cuerpo para conocer, como las Inteligencias, y otras que dependen del cuerpo, como las facultades sensitivas. El intelecto humano ocupa una posición intermedia: no necesita del cuerpo como sujeto, pero sí como objeto.
Aristóteles argumenta que el acto cognitivo del intelecto humano se distingue de las Inteligencias y de las facultades sensitivas. Mientras que las Inteligencias actúan sin depender del cuerpo, el intelecto humano, aunque no necesita un órgano como sujeto, lo requiere como objeto para su operación. Esto lleva a concluir que el intelecto humano es, por naturaleza, material, pero también inmaterial en cierto sentido, ya que no depende del cuerpo de forma total.
La esencia del intelecto humano requiere de la imagen para conocer, lo que demuestra su mortalidad. Sin embargo, su capacidad para reflexionar y abstraer lo diferencia de las bestias, lo que sugiere un aspecto de inmortalidad. Por lo tanto, el alma humana se considera mortal en su esencia, pero participa de la inmortalidad debido a su naturaleza intermedia entre lo abstracto y lo material.
Pomponazzi sostiene que las almas son, en efecto, formas materiales que no pueden existir independientemente del cuerpo, desafiando la idea de que el alma es un individuo subsistente. Este enfoque contrasta con las doctrinas que proponen que el alma es inmaterial y que puede operar sin el cuerpo. Para él, el intelecto humano ocupa una posición intermedia entre lo material y lo inmaterial, participando de ambas realidades pero siempre ligado a la materia.
Además, el autor critica la noción de almas separadas que operan de forma independiente, argumentando que tal idea carece de fundamento y contradice los principios aristotélicos. Pomponazzi también discute la multiplicidad de las almas, defendiendo que cada alma es única y surge a través de la generación, no por creación.
Según Aristóteles, los dioses son eternos e inmortales porque siempre están en un estado de deleite e intelecto sin necesidad de imágenes. En contraste, los humanos son mortales y su deleite es efímero; por lo tanto, su capacidad de conocer también es limitada y depende de imágenes, lo que implica que su intelecto no es completamente inmortal.
Se establece una clara distinción entre los diferentes tipos de seres animados: los dioses (seres eternos), los humanos (seres intermedios) y las bestias (seres mortales que solo conocen lo singular). Los humanos, aunque poseen una capacidad de conocimiento más elevada que las bestias, no llegan a conocer lo universal de la misma manera que los dioses.
El autor, Pomponazzi, argumenta que interpretar el intelecto humano como totalmente inmortal y capaz de conocer sin imágenes sería una transfiguración de la naturaleza humana en divina, lo que contradice las enseñanzas de Aristóteles. Además, menciona que no hay pruebas concluyentes en la obra de Aristóteles que respalden la idea de que el alma humana pueda existir y conocer sin su cuerpo.
La discusión también toca la falta de conclusiones definitivas en los escritos de Aristóteles sobre el alma separada y cómo esta ambigüedad ha llevado a diversas interpretaciones. Sin embargo, el argumento central se mantiene: la naturaleza del intelecto humano, al estar ligada a la imagen y la corporeidad, limita su inmortalidad.
CAPÍTULO X
En el que se responde a las objeciones de otras opiniones
El intelecto humano es inmaterial en su capacidad para comprender formas, pero depende de la experiencia sensible para operar. Esto implica que no puede funcionar sin imágenes del mundo material.
Se menciona que el intelecto presenta una dualidad: es inmaterial al recibir y entender formas, pero también necesita lo material para su funcionamiento. Aunque depende de cualidades materiales como el calor o el frío para la percepción, su capacidad de entender lo universal a partir de lo particular lo distingue de las bestias.
El acto de entender no reside en una parte específica del cuerpo, sino en el intelecto como un todo, lo que sugiere que el conocimiento humano es un fenómeno integral. Se enfatiza que el intelecto humano opera de manera distinta a los sentidos, buscando comprender las formas de forma abstracta, lo que indica que puede trascender lo puramente material.
El argumento sugiere que, aunque el intelecto humano está conectado con lo material, su capacidad de entender y razonar le confiere una dimensión que podría considerarse inmortal, aunque no de manera absoluta. Así, el alma humana ocupa una posición intermedia entre lo divino y lo material, complicando su categorización como completamente inmortal o mortal. En resumen, el intelecto humano, aunque dependiente de lo material, tiene un potencial que lo distingue y le permite una existencia más allá de la mera corporeidad.
Aunque el intelecto recibe información indivisiblemente al entender, sus funciones sensoriales y vegetativas operan de manera divisiblemente.
Se critica la noción de que el deseo humano de inmortalidad implica su posibilidad real, sugiriendo que, aunque el alma desea lo eterno, esto no garantiza que lo alcance. El texto utiliza analogías como la del mulo, que anhela la generación pero no puede lograrla, para ilustrar que el alma humana, siendo intermedia entre lo material e inmaterial, también puede desear lo imposible.
Además, se clarifica que las almas de los seres animados, incluidas las Inteligencias, no operan de la misma manera que el alma humana, que depende del cuerpo tanto como objeto de su conocimiento. Se establece un orden jerárquico en el que las Inteligencias son menos dependientes del cuerpo que el intelecto humano, que a su vez es menos dependiente que las almas sensitivas y vegetativas.
Aborda la idea de que el intelecto agente es inmortal, argumentando que aunque el intelecto pasivo no siempre opera, su relación con el intelecto agente permite que el intelecto humano tenga una dimensión inmortal en cierta medida. Se concluye que el intelecto humano actúa como un receptor de formas, similar a cómo la materia prima recibe formas, pero no es parte de ellas en un sentido ontológico.
CAPÍTULO XI
En el que se desarrollan tres dudas sobre lo que se ha dicho
El capítulo plantea tres dudas principales en relación con la inmortalidad del alma. La primera se refiere a la naturaleza del alma, argumentando que es más correcto decir que es inmortal por sí misma y mortal en cierto aspecto, dado que lo inmortal prevalece sobre lo mortal. La segunda duda cuestiona si la inmortalidad del alma debe entenderse de manera literal o figurada, señalando que si se usa el término "impropio", podría decirse cualquier cosa del alma, lo cual carece de sentido. La tercera duda examina el modo de conocimiento del intelecto humano, que se encuentra entre lo abstracto y lo sensible. Esta dualidad genera una incertidumbre sobre si el intelecto puede conocer lo singular, ya que algunos piensan que solo el sentido percibe lo particular, mientras otros sostienen que el intelecto lo conoce de manera reflexiva.
CAPÍTULO XII
En el que se da respuesta a estas dudas
Primero, se hace una distinción entre "contener" y "participar". Contener implica superioridad, mientras que participar sugiere dependencia. Así, el intelecto humano no contiene lo divino, sino que participa de él, en línea con lo que Aristóteles argumenta: el ser humano participa más de la divinidad que otros seres mortales, pero no la contiene. Esta participación es lo que permite al intelecto humano acercarse a la inmortalidad.
Luego, en respuesta a la segunda duda, se afirma que aunque el alma sea mortal, puede participar de propiedades de la inmortalidad cuando conoce lo universal, aunque ese conocimiento sea imperfecto. Se aclara que esta participación es distinta de la forma en que se nombran cosas como "perro" o "liebre", lo que refuta la objeción de que la inmortalidad del alma sería un uso impropio del término.
Finalmente, se aborda la tercera duda sobre el conocimiento de lo universal y lo singular. Algunos filósofos sostienen que el intelecto humano puede conocer lo singular a través de un proceso reflexivo, pero que su conocimiento se orienta primero hacia lo universal. Sin embargo, otros argumentan que lo singular debe conocerse primero, ya que el conocimiento universal se forma a partir de la comparación de singularidades. Se concluye que el intelecto humano conoce lo universal de manera indeterminada en lo singular, permitiendo una comprensión tanto de lo abstracto como de lo concreto.
El conocimiento de lo singular solo se obtiene de forma refleja, es decir, a través de un proceso indirecto. Esta interpretación sigue las enseñanzas de Santo Tomás, quien describe la intelección como un proceso de conversión hacia las imágenes formadas en la imaginación.
El argumento se apoya en la obra de Aristóteles, quien en el libro octavo de la Física define el movimiento reflejo como aquel que regresa al punto de inicio. Aplicado al conocimiento, esto implica que el alma humana primero conoce lo singular a través de la imaginación y luego vuelve a este conocimiento singular al contemplar lo universal por medio del intelecto. Así, el intelecto se mueve desde lo particular (conocido por la imaginación) hacia lo universal (comprendido por el intelecto), en un proceso que Aristóteles llama "conversión".
La crítica a esta idea surge cuando se discute cómo los silogismos o la argumentación no parecen seguir este patrón de conversión. Los silogismos proceden de un término a otro, en lugar de retornar al mismo punto. Sin embargo, la noción de que varias cosas pueden ser comprendidas al mismo tiempo a través de la misma especie inteligible es aceptada. Lo que se enfatiza aquí es que el intelecto comprende mejor lo singular que tiene presente mediante una imagen, ya que puede ver claramente a este león, pero no a aquel que está en la selva, aunque igualmente lo entendería si lo estuviera observando. Por lo tanto, se concluye que la imagen presente es clave en la reflexión, dado que es más accesible para el intelecto que una imagen ausente.
CAPÍTULO XIII
En el que se desarrollan muchas y arduas dificultades contra lo que se ha dicho
El argumento central que se debate es si el alma humana es mortal o inmortal, y se presentan una serie de dificultades y contradicciones que surgen al defender la mortalidad del alma.
Una de las principales dificultades expuestas es que, si el alma humana fuera mortal, el hombre no tendría un último fin en tanto que hombre, lo cual contradeciría las enseñanzas de Aristóteles en la Ética a Nicómaco, así como la idea común de que el ser humano es capaz de alcanzar la felicidad. Aristóteles sostiene que la felicidad, como último fin del hombre, no puede estar en los bienes del cuerpo ni en los bienes externos, sino en los bienes del alma, y en particular en las virtudes intelectuales. Sin embargo, se reconoce que alcanzar la sabiduría y contemplar a Dios, el supremo bien según Aristóteles, es algo extremadamente difícil y reservado solo a unos pocos individuos de gran talento, lo cual parece contradecir la idea de que la felicidad es un bien accesible a todos los seres humanos.
El argumento contra la mortalidad del alma se refuerza con la noción de que, si el alma fuera mortal, conceptos como el sacrificio por el bien común o el desprecio de la muerte, que son fundamentales en la virtud de la fortaleza, perderían su sentido. Además, se argumenta que la muerte destruiría todo bien posible, lo cual llevaría a una vida orientada únicamente hacia la supervivencia a cualquier costo, lo que contradiría no solo la virtud, sino también el sentido común, ya que admiramos a quienes sacrifican su vida por otros.
A continuación se nombran las pruebas:
1. Primer lugar: La elección de la muerte y la virtud de la fortaleza
Argumento: Si aceptamos que el alma humana es mortal, entonces la virtud de la fortaleza desaparecería, ya que la fortaleza implica despreciar la muerte por un bien superior, como la patria o el bien común. Si el alma no sobrevive después de la muerte, no habría ninguna razón para elegir morir antes que cometer un crimen o sacrilegio para salvar la propia vida.
- Aristóteles defiende en la Ética a Nicómaco que la virtud se demuestra al enfrentarse a la muerte por causas nobles. Si el alma fuera mortal, este valor y sacrificio perderían sentido, y deberíamos valorar la vida sobre todas las cosas, lo que contradice la admiración que naturalmente sentimos hacia aquellos que eligen morir por una causa justa.
2. Segundo lugar: La justicia divina y el gobierno del mundo por Dios
Argumento: Si el alma fuera mortal, entonces Dios no sería justo o no gobernaría el mundo, lo que es una idea sacrílega. En la vida terrenal, muchas veces los buenos sufren y los malos prosperan. Si no hubiera un castigo o recompensa en la vida después de la muerte, Dios sería injusto al permitir que los malvados prosperen sin ser castigados y los justos sufran sin recompensa.
- El argumento sostiene que si Dios es el Sumo Bien, no puede haber injusticia en él. Por lo tanto, para mantener la justicia divina, debe existir una vida después de la muerte donde los actos de los buenos y malos sean recompensados o castigados.
3. Tercer lugar: La creencia universal en la inmortalidad del alma
Argumento: Todas las religiones, tanto antiguas como actuales, defienden que el alma sobrevive a la muerte. Esta creencia es universal y extendida por todo el mundo. Por lo tanto, o el alma es inmortal, o toda la humanidad está equivocada en algo fundamental.
- La validez de una creencia tan difundida no puede ser descartada fácilmente. Si tantas culturas y filosofías a lo largo de la historia sostienen la inmortalidad del alma, sería improbable que todos estuvieran equivocados sobre algo tan básico.
4. Cuarto lugar: Las experiencias de apariciones y fantasmas
Argumento: Existen muchos testimonios y experiencias que indican la inmortalidad del alma, como la aparición de fantasmas y almas de personas fallecidas. Ejemplos como los mencionados por Platón, Plinio el Joven, Posidonio y otros, muestran que hay evidencias de la existencia de las almas después de la muerte.
- Estas experiencias, descritas por filósofos e historiadores de la antigüedad, son consideradas una prueba clara de que las almas no desaparecen con la muerte, sino que continúan existiendo y, en algunos casos, interactúan con los vivos.
5. Quinto lugar: Las experiencias sobrenaturales como pruebas de la inmortalidad del alma
Argumento: El texto menciona varias experiencias y relatos de apariciones, fantasmas y eventos sobrenaturales que sugieren la inmortalidad del alma. Se mencionan casos documentados por Platón, Plinio el Joven y otros autores, en los cuales las almas de personas fallecidas interactúan de diversas formas con los vivos, ya sea apareciéndose en forma de espectros o transmitiendo advertencias en sueños.
- Estos relatos refuerzan la creencia en la inmortalidad del alma, mostrando que existen manifestaciones visibles de las almas después de la muerte. El autor señala que él mismo ha tenido experiencias similares, lo que sugiere que estas manifestaciones no son aisladas, sino que podrían ser evidencia clara de la persistencia del alma tras la muerte.
6. Sexto lugar: Relatos de tormentos inferidos por demonios
Argumento: El texto menciona que existen numerosas historias y experiencias de personas que han sido atormentadas por demonios, los cuales revelan hechos del pasado y del futuro. Estos demonios a menudo afirman ser las almas de personas ya fallecidas. El autor subraya que negar tales experiencias sería un acto de presunción y necedad, sugiriendo que la existencia de estas manifestaciones sobrenaturales es otra prueba de la inmortalidad del alma.
7. Séptimo lugar: Aristóteles y la influencia de las desgracias en las almas de los difuntos
Argumento: El texto menciona que, según Aristóteles, las almas de los difuntos son afectadas por las desgracias de sus descendientes, lo cual sugiere su inmortalidad. Además, Aristóteles también habla de la recompensa que las almas pueden recibir tras la muerte, como se ve en ejemplos como Alcestes y Penélope. Estas figuras, que mantuvieron su fidelidad ante las adversidades, lograron una gloria inmortal, recibiendo tanto el honor de los hombres como la recompensa de los dioses. Esto refuerza la idea de que Aristóteles consideraba que las almas continuaban existiendo más allá de la muerte.
CAPÍTULO XIV
En el que se responde a lo objetado
Pomponazzi analiza la relación entre las funciones de los seres humanos y el concepto de perfección, utilizando ejemplos tomados de la filosofía de Aristóteles y Platón. Primero, se argumenta que cada ser tiene un fin adecuado a su naturaleza, y no debe asignársele un fin superior que no le corresponde, como sucede con el hombre en comparación con Dios o las inteligencias superiores. Por ejemplo, aunque sentir es mejor que no sentir, una piedra no debería sentir, ya que dejaría de ser lo que es. Así, el hombre tiene un fin propio acorde a su naturaleza.
Luego, se expone una comparación entre el ser humano y la humanidad en su conjunto, estableciendo que el género humano es como un cuerpo compuesto por diferentes miembros, cada uno con una función particular. Las diversas funciones están ordenadas hacia un bien común, similar a cómo los órganos del cuerpo tienen diferentes roles pero contribuyen al bienestar del individuo. Aunque existe una jerarquía y diversidad entre los órganos, como entre los miembros de la humanidad, esta diversidad debe estar equilibrada para no causar discordia o enfermedad. Si se eliminara esta diversidad, el género humano no podría existir o llevaría una vida incómoda.
Se resalta que todos los hombres poseen tres tipos de intelectos: el especulativo, el práctico y el ejecutor, aunque no todos los individuos los desarrollan de manera igual. El intelecto especulativo está reservado para los pocos que se dedican a la filosofía, mientras que el ejecutor, más básico, es común a todos, incluidas las bestias. El intelecto práctico es el que mejor define al ser humano, pues es el que permite discernir el bien del mal y es accesible a todos los hombres, no así el especulativo, que es más divino que humano.
Pomponazzi, en este pasaje, parece sugerir que el intelecto práctico es lo que el ser humano debe alcanzar de manera perfecta, ya que garantiza el funcionamiento correcto y armónico de la sociedad. Cada persona tiene un papel particular en la comunidad humana, similar a cómo los distintos órganos tienen funciones específicas en el cuerpo. No todos pueden ser filósofos, matemáticos o arquitectos, así como no todos los órganos pueden realizar las funciones del corazón o el cerebro. De hecho, esta diversidad y especialización son necesarias para el bienestar común y la paz, en tanto que todos participen de la virtud moral.
Es interesante cómo Pomponazzi concilia esta especialización de roles con una visión de la felicidad que no depende de los logros especulativos más elevados, sino de la práctica virtuosa. Incluso los más humildes en sus tareas pueden alcanzar una felicidad verdadera si viven moralmente. Esta felicidad no es la inmortal, propia de los dioses, sino una felicidad adecuada a la naturaleza humana, que es imperfecta, mutable y mortal.
La crítica que hace a la búsqueda de una felicidad completamente especulativa parece responder a una preocupación por la vida práctica. La felicidad no debe consistir en un conocimiento inalcanzable y abstracto, sino en vivir de acuerdo con la virtud que corresponde a cada uno en su estado. Aunque el intelecto especulativo tiene su lugar, lo más importante es el intelecto práctico, y la estabilidad que ofrece la virtud moral.
Pomponazzi también parece refutar la idea de que el conocimiento, por ser limitado y frágil, genera angustia más que felicidad. La ciencia y la sabiduría deben ser recibidas con gratitud, sabiendo que son transitorias, y que la muerte, inevitable para todos, no debe ser temida. Aquí cita tanto a Platón como a Aristóteles, y menciona también la influencia estoica de Séneca, quien defiende una aceptación serena de la muerte y del destino natural.
Alma y muerte
El argumento que sostiene que, si el alma es mortal, nunca deberíamos elegir la muerte se contradice al afirmar que en situaciones donde la muerte es elegida por un bien mayor, como la patria o los amigos, se alcanza una virtud suprema. Aristóteles y Platón coinciden en que la vida virtuosa es preferible, incluso si es breve, a una existencia larga marcada por el vicio y la infamia. La muerte, al ser inevitable, debe ser confrontada con valentía, priorizando el acto virtuoso por encima del miedo a la mortalidad. Platón argumenta que, sin la esperanza de una vida mejor, los hombres caerían en el vicio, ignorando el valor de la virtud.
El comportamiento de algunos animales, que se enfrentan a la muerte por instinto de defensa, también respalda la idea de que actuar según la razón y la virtud es inherente a la naturaleza. En cuanto a la relación entre Dios y el castigo del mal, se sostiene que todo acto tiene su recompensa o pena inherente: la virtud es su propio premio, mientras que el vicio acarrea sufrimiento. La esencia de la felicidad reside en vivir virtuosamente, y el verdadero castigo es el propio vicio.
Se aborda la cuestión de la creencia universal en la inmortalidad del alma. Si se acepta que el todo es igual a sus partes, es plausible que muchas religiones puedan estar equivocadas, lo que pone en duda la noción de que la inmortalidad del alma sea un consenso absoluto. En resumen, la virtud y la sabiduría son fundamentales para enfrentar la vida y la muerte, independientemente de las creencias sobre la existencia del alma tras la muerte.
El político, al igual que un médico de almas, tiene como objetivo fomentar la virtud en los hombres, según Platón y Aristóteles. Existen diversas formas en que las personas se convierten en virtuosas, desde aquellos naturalmente inclinados hacia el bien, hasta aquellos que lo hacen por recompensas o por temor al castigo. En este contexto, los legisladores, al observar la inclinación humana hacia el mal, propusieron la inmortalidad del alma como un medio para incentivar la virtud y disuadir el vicio, aunque su enfoque no se basa necesariamente en la verdad, sino en la probidad.
La invención de tales fábulas por parte de los políticos se asemeja a las acciones de un médico que utiliza ficciones para curar a sus pacientes. Esta necesidad surge porque la mayoría de los hombres no se encuentran en el nivel más elevado de virtud. Por tanto, es comprensible que los políticos utilicen tales recursos, dado que la naturaleza humana tiende a la materia más que al intelecto.
Respecto a los prodigios observados en los sepulcros y los sueños, se argumenta que muchas de estas experiencias son malentendidos o ilusiones, exacerbadas por la densa atmósfera de los cementerios. Los fenómenos a menudo son percibidos erróneamente como manifestaciones de almas, influenciados por el temor y la imaginación. Asimismo, algunos actos prodigiosos son el resultado de engaños perpetrados por sacerdotes o guardianes de templos.
Sin embargo, se reconoce que la creencia en la inmortalidad del alma es común entre muchas religiones y pensadores, aunque esto puede ser contradictorio con las enseñanzas de Aristóteles sobre la naturaleza de la sustancia inmaterial. Las explicaciones de los fenómenos sobrenaturales suelen estar relacionadas con las influencias celestiales, y aunque se ha observado que tales eventos pueden anunciar guerras o cambios, su conexión con la voluntad libre y el destino también es relevante en la discusión.
En el séptimo argumento se sostiene que Aristóteles nunca consideró que el alma persista después de la muerte. En su Ética a Nicómaco, se afirma que los muertos carecen de ser y sólo tienen valor en la estimación que se hace de ellos. Respecto al reconocimiento de los dioses, se aclara que este se refiere a la vida y no necesariamente a la vida después de la muerte, sugiriendo que la valoración de las mujeres en el texto es para inspirar a otras.
El octavo argumento aborda la noción de que solo los hombres impuros creen en la mortalidad del alma, mientras que los justos afirman su inmortalidad. Sin embargo, se responde que no todos los hombres impuros creen en esto, y muchos hombres virtuosos han sostenido la mortalidad del alma, como lo demuestran ejemplos de figuras célebres como Platón y Séneca. Esto implica que la virtud se puede considerar como la verdadera felicidad, mientras que el vicio conduce a la miseria.
Se argumenta que quienes sostienen que el alma es mortal aún defienden la virtud, ya que los actos virtuosos son intrínsecamente valiosos y no deben ser realizados solo por la expectativa de recompensa. Aristóteles señala que el hombre, siendo un ser intermedio entre lo material e inmaterial, participa de ambas realidades, lo que le permite aspirar a lo divino o caer en la bestialidad. Así, se concluye que, aunque el alma sea mortal, la búsqueda de la virtud es esencial, y optar por el vicio es un acto de insensatez que deshonra la condición humana.
CAPÍTULO XV Y ÚLTIMO
En el que se expone la última conclusión en este asunto, la cual a mi parecer se ha de sostener sin lugar a dudas
La cuestión de la inmortalidad del alma y la eternidad del mundo no presenta una respuesta clara, dado que no existen razones naturales que demuestren de manera definitiva la inmortalidad o mortalidad del alma. Afirmando que este dilema es propio de Dios, el autor señala que, debido a la falta de certidumbre, la conducta humana y su propósito en la vida quedarían en la ambigüedad. Resalta la necesidad de una guía divina para entender estas cuestiones, indicando que, a través de las revelaciones y escrituras, se ha aportado claridad sobre la inmortalidad del alma.
El texto también menciona que, aunque existen argumentos a favor de la mortalidad del alma, estos son falsos ante la luz y verdad que aporta la fe cristiana. La inmortalidad del alma se presenta como un artículo de fe fundamentado en las escrituras y las enseñanzas de figuras clave en la doctrina cristiana, como Santo Tomás y San Agustín, quienes afirman la certeza de esta creencia a través de sus experiencias y enseñanzas. Se contrasta la firmeza de la fe cristiana con la fluctuación de las opiniones de filósofos, señalando que aquellos que se aferran a la verdad divina son los que realmente poseen un conocimiento sólido.
Pomponazzi aboga por un enfoque en la fe, rechazando el camino de los sabios mundanos que, al proclamarse inteligentes, se desvían de la verdad. En cambio, se destaca que los fieles, al despreciar lo mundano y abrazar la virtud, se mantienen firmes en su camino hacia la salvación. El tratado culmina con una reafirmación de su sujeción a la Sede Apostólica, enfatizando su deseo de honrar a Dios y a la verdad.
Conclusión
Como podemos ver la obra se caracteriza por un enfoque equilibrado, en el que reconoce la falta de pruebas definitivas que puedan establecer la mortalidad o inmortalidad del alma de manera concluyente. A pesar de esto, Pomponazzi aboga por la importancia de la fe como un medio para alcanzar la certeza sobre el destino del alma, defendiendo que las enseñanzas cristianas ofrecen una claridad que falta en el pensamiento filosófico.