jueves, 30 de mayo de 2024

Martín de Azpilcueta - Comentario resolutorio de la necesidad de defender la muerte espiritual y corporal

 







COMENTARIO RESOLUTORIO DE LA NECESIDAD DE DEFENDER LA MUERTE ESPIRITUAL


PRIMERA PARTE

Este capítulo está originalmente en el libro de Oficios de San Ambrosio, por cuyo original emendado por Erasmo corregimos tres errores que tiene en muchas impresiones, incluso en la que se hizo en León con letras algunas en color rojo. El primero al comienzo, donde en lugar de "pionin inferenda" dice "Non inferenda". El segundo, donde en lugar de "Bellico" tiene "inbeallis". El tercero, después de "erfluor".

Es una conclusión dignísima de memoria y para cualquier Príncipe y varón esforzado, pues flaqueza es, y no esfuerzo, hacer injuria. Pues ya que flaqueza y fortaleza son contrarias, dice aquí San Ambrosio que ley es de fortaleza apartarla y evitarla, y será de flaqueza hacerla y acercarla. Y que San Ambrosio entienda fortaleza por aquella palabra, así por ser el excelente latín y por ser ella su propia significación. Porque tratando de la virtud de la fortaleza dice ello: aunque por poner algún esfuerzo en adquirir y conservar los buenos hábitos del alma, todos ellos se llaman virtudes, como todos los malos hábitos se llaman flaquezas, enfermedades e ignorancias. 

De donde se sigue cuán flaca opinión es la que algunos reyes y señores, y otros señalados varones tienen, de que no les parece que pueden nada en la tierra donde reinan y señorean, ya que no pueden salir con lo que es justicia y razón, sino pueden salir con lo que es contra ellas. Por lo cual, por muchas vías procuran ser tenidos por tan poderosos que valen con todo lo que quieren, ya sea justo o injusto: y quieren ser obedecidos, temidos o complacidos en todo lo que ellos quieren; y no miran que el valor y esfuerzo (como dice aquí San Ambrosio) no consiste en hacer injusticia, sino en guardar que no se haga. No miran aquello de Julio César: "Cuanto uno es mayor, tanto menor licencia tiene de obrar mal." 

No miran que poder pecar y hacer injusticia no es poder, sino falta de él, como dice San Agustín. Por lo cual Dios, que todo lo puede, no puede esto. No miran el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, que nunca hizo injusticia y sufrió muchas penurias. No ven lo que nadie deja de respetar. Por lo cual, que se determinen de nunca más querer ser obedecidos, temidos o complacidos en cosas mortalmente injuriosas o injustas. Y de aquellos que dicen: "Dios me guarde de hacer mal, pero para la que se me hiciere, me valdré de buena paciencia," se entiende como muchos de la venganza privada, que es pecado mortal.

Defender al próximo

La siguiente conclusión que se extrae de este texto es que peca quien no detiene la injuria al prójimo. Lo cual aquel excelente, y uno de los cuatro principales doctores de la iglesia, San Ambrosio, no solamente con su gran autoridad lo quiere persuadir aquí, pero aún con razones filosóficas y con el ejemplo de Moisés y la autoridad de Salomón. La razón es digna de memoria y como queda dicho para todos los que se consideran esforzados: que ley de fortaleza y esfuerzo es apartar la injuria, y al que no defiende contra la injuria, peca.

San Ambrosio también argumenta que quien puede detener la injuria y no lo hace, consiente en ella, y este consentimiento y favor también es pecado. El Papa Eleuterio y otros dijeron que no solamente consiente, pero incluso favorece, quien no detiene la injuria. Santo Tomás también dice que consentir en el mal cuando se puede impedir es pecado.

Otra conclusión es que no debemos considerarnos obligados a intervenir de tal manera que ninguna ley nos obliga. Sin embargo, San Ambrosio argumenta que estamos obligados a refrenar las audacias excesivas y los temores desmesurados para no emprender acciones contra la razón. Aunque alguien podría dejar de defender al prójimo por negligencia, pereza, vergüenza u otras causas, que no son pecados morales, la ley de la caridad nos obliga a amar al prójimo como a nosotros mismos.

Estamos obligados a defender al prójimo, especialmente en situaciones de extrema necesidad, como cuando alguien está en peligro de muerte. Este deber es mayor que el de defender la propiedad o el honor, pues el daño a la persona es mayor que el daño a la propiedad.

La siguiente declaración establece que para que alguien, al no defenderse, peque cuando puede defenderse, es necesario que sea obligado a hacerlo. Santo Tomás lo expresó muy bien y Cayetano lo aclaró; porque no defenderse es pecado solo cuando uno está obligado a actuar. Añadimos que, según algunos, no está obligado a defenderse aquel que, al hacerlo, no sufre daño a su honor, estimación, vergüenza, o haciendo lo que puede hacer. Según Felino, nadie lo contradice y nosotros nunca lo contradecimos en cátedra:

Es razonable que ahora lo contradigamos. Primero, porque estamos obligados a socorrer a quien se encuentra en extrema necesidad, aun con daño de toda nuestra hacienda, que no es necesaria para la conservación de nuestras vidas, si fuera menester. Así lo dijo San Ambrosio en otra parte y lo repetimos después de Santo Tomás: y el que no puede escapar en extrema necesidad de esta.

También consideramos que no nos excusa la vergüenza, o alguna disminución de nuestra reputación, como dice Felino, pero ni siquiera el peligro de perder el honor: porque también es bien perder una pequeña parte del honor para salvar la vida, y es menor bien sin igual que ella, como lo probamos extensamente. Además, porque con gran pena se puede defender, lo que dice Felino es tan aceptado, aun en otros bienes: como prueban aquellas dos autoridades que mencionamos del que encuentra el buey de su prójimo perdido, y el asno caído en tierra con su carga, obligados a poner algo de nuestra hacienda para restituir el daño del prójimo: pues que esas cosas no se pueden hacer sin algún daño de hacienda, tiempo o esfuerzo, si lo que hace, puede pedir lo que merece su trabajo, tiempo, o esfuerzo.

Como también el que socorre al que está en extrema necesidad puede hacerlo, pues la ley obliga a socorrer y liberar al prójimo de aquel daño: pero no lo obliga a hacerlo gratuitamente y sin costo. Mas una vez ha de ponerse: por la cual consideración, se puede responder a algunos que quieren probar que nadie está obligado a otro si por ello puede llevar premio, el cual nadie puede llevar por lo que está obligado a hacer: porque se puede responder, que esto se ha de entender del que está obligado a hacerlo.

Sobre esto: capítulo Nomine y texto: Tiene extrema necesidad de ello, pero no gratuitamente, al menos si es rico. Como también el abogado, el procurador, el notario, el escribano, y aun el doctor muchas veces están obligados a usar sus oficios, y aun pueden ser compelidos a ello, por lo que alega, pero no están obligados a hacerlo gratuitamente, y por eso pueden tomar dinero por su uso. Además, porque no tiene razón Felino en que todos los que por justicia están obligados a defender a otros: tales como los jueces, y otros que están obligados a ello con incomodidad de su hacienda y aun persona, aunque no temerariamente, como lo dijimos en el Manual.

Resolvemos, por ende, mejor que aquí se ha resuelto, diciendo: Lo primero, que por dos vías podemos estar obligados a defender al prójimo: por la de los preceptos de la caridad, y por la de la justicia. Lo segundo, que por los de la caridad, estamos obligados a defender la vida del prójimo si injustamente se la quieren quitar, y no hay quien se la pueda o quiera defender, si no nosotros: y así tiene extrema necesidad de nuestra defensa, aunque por ello perdamos la hacienda y aun la honra: con tanto que no aventuremos la vida. Lo tercero, que lo mismo se ha de decir de sus bienes, sin los cuales no puede conservar su vida. Lo cuarto, que aun para evitar otros daños de su hacienda, estamos obligados a poner de nuestro trabajo y hacienda, lo que fuera menester, y podemos poner sin escándalo, cuando probablemente no hay otro que lo pueda o quiera librar de ellos. Lo quinto, que podemos, sin embargo, después recobrar lo que por ello pusiere. Lo sexto, que lo dicho por Felino procede solamente, cuando el daño del prójimo es tan pequeño, que a juicio de buen varón no es justo que nos pongamos lo que cumple para librarlo de ello. Lo séptimo, que no sin causa dijimos (de nuestro trabajo y hacienda) porque no estamos obligados a poner nuestra honra por su hacienda, sino cuando la grandeza de la hacienda, y la pertenencia de la honra, las contraponen: pues (como lo probamos) la honra es de mayor precio que la hacienda.

Lo octavo, que tampoco dijimos sin causa (la vida que injustamente se la quieren quitar) porque no estamos obligados a rescatar con hacienda la vida del que justamente está condenado a perderla, aunque el Rey, la ley, el estatuto, o la sentencia le diera facultad de poderla rescatar con dinero. Y así se debe nuevamente limitar el dicho capítulo de San Ambrosio.

Puesto que sabemos, que se puede replicar, que el tal condenado está en extrema necesidad, y que el haber caído por su culpa en ella, no le quita los privilegios de ella y que estamos obligados a socorrer a los que en ella están puestos, por los juicios de Dios justísimos. Porque no es mucho, que aquella justa condenación nos quite a nosotros la necesidad de rescatarlo, pues le quita a él mismo la facultad de defenderse: y aun la necesidad de rescatarse, si bien se pesa una doctrina de Escoto, referida por nosotros en otra parte.

Lo contrario, que quien lo quisiera rescatar, le podría vender el tal condenado, si quisiese, por lo que en el Manual dijimos. Concluimos, por ende, mejor resolviendo que:

  1. Primero, por los preceptos de la caridad, estamos obligados a defender al prójimo si injustamente se la quieren quitar, y no hay quien se la pueda o quiera defender, si no nosotros: y así tiene extrema necesidad de nuestra defensa, aunque por ello perdamos la hacienda y aun la honra, con tanto que no aventuremos la vida.
  2. Segundo, que lo mismo se ha de decir de sus bienes, sin los cuales no puede conservar su vida.
  3. Tercero, que aun para evitar otros daños de su hacienda, estamos obligados a poner de nuestro trabajo y hacienda, lo que fuera menester, y podemos poner sin escándalo, cuando probablemente no hay otro que lo pueda o quiera librar de ellos.
  4. Cuarto, que podemos, sin embargo, después recobrar lo que por ello pusiere.
  5. Quinto, que lo dicho por Felino procede solamente, cuando el daño del prójimo es tan pequeño, que a juicio de buen varón no es justo que nos pongamos lo que cumple para librarlo de ello.
  6. Sexto, que no sin causa dijimos (de nuestro trabajo y hacienda) porque no estamos obligados a poner nuestra honra por su hacienda, sino cuando la grandeza de la hacienda, y la pertenencia de la honra, las contraponen: pues (como lo probamos) la honra es de mayor precio que la hacienda.
  7. Séptimo, que tampoco dijimos sin causa (la vida que injustamente se la quieren quitar) porque no estamos obligados a rescatar con hacienda la vida del que justamente está condenado a perderla, aunque el Rey, la ley, el estatuto, o la sentencia le diera facultad de poderla rescatar con dinero. Y así se debe nuevamente limitar el dicho capítulo de San Ambrosio.
  8. Octavo, que no es mucho, que aquella justa condenación nos quite a nosotros la necesidad de rescatarlo, pues le quita a él mismo la facultad de defenderse: y aun la necesidad de rescatarse, si bien se pesa una doctrina de Escoto, referida por nosotros en otra parte.
  9. Noveno, que quien lo quisiera rescatar, le podría vender el tal condenado, si quisiese, por lo que en el Manual dijimos.

En una tercera parte de la disertación, se expone que, aunque uno pueda estar obligado a prevenir un daño, no siempre se puede suponer que quien no lo hace actúa con mala intención. En primer lugar, porque alguien podría omitirlo por placer o para evitar ese daño, sin que esto implique necesariamente una falta de defensa debida. Además, aunque quien contraviene una ley sin causa justificada pueda ser sospechado de hacerlo por malicia, no se puede asegurar esto si existe alguna otra razón. Esto se ilustra con la opinión de Dominicoc después del Arzobispo.

En segundo lugar, la experiencia muestra que muchos, especialmente aquellos cercanos a personas poderosas, dejan de hacer muchas cosas a pesar de estar obligados a ello, incluso a costa de perder bienes, para no perder la gracia y los favores que esperan. Por tanto, aunque se sufra daño en el honor y la hacienda, no se presume que la omisión se deba a la aceptación de la injusticia. Se sigue que no se peca necesariamente por no defender, ni se presume consentimiento de la ofensa.

La cuarta declaración establece una gran diferencia entre no defender y consentir por un lado, y consentir y favorecer por otro. No defender y consentir sin favorecer es pecado contra la caridad y la misericordia, y contra el precepto de amar al prójimo. Esto se prueba, ya que es una obra de odio, envidia, discordia, contienda, todas contrarias a la caridad. Consentir y favorecer al que causa una injusticia es contra la virtud de la justicia, porque se actúa contra el mandamiento que el injuriador viola, y todos los preceptos del decálogo, que son de justicia, según Santo Tomás.

Para aquellos que dicen que el precepto de amar al prójimo se reduce al cuarto mandamiento del decálogo, y por lo tanto es precepto de justicia, respondemos que negamos esta reducción. Todos los otros preceptos de caridad y otras virtudes también se reducen a los del decálogo.

La quinta declaración indica que hay gran diferencia entre consentir y favorecer. Consentir sin favorecer no obliga a restituir el daño causado por no defender, pero sí obliga cuando se favorece. Esto es según la doctrina del Manual y otros textos, que indican que quien peca contra los preceptos de caridad y misericordia no está obligado a restituir el daño, a diferencia de quien peca contra la justicia.

Finalmente, no se presume que quien consiente en la ofensa necesariamente favorece al ofensor. Es raro inducir dos presunciones en un mismo caso, y el derecho civil no considera delito el simple no defender, aunque el derecho canónico pueda considerarlo. Pero en ambos derechos, solo los favorecedores del delito deben ser castigados. Quien sabe que se va a cometer un homicidio y no lo impide no es irregular si no se presume que consintió y favoreció. Se debe tener en cuenta que, en el foro exterior, solo se castiga a quien manifiestamente colabora en el delito.

Defensa y pecado

Segunda conclusión notable y propia: Arriba, en la primera respuesta, decimos que la razón por la cual uno no debe defender a su prójimo no es porque consienta y deje ofenderlo, pues si defiende o no defiende, puede o no puede defender, consiente y peca, como se ha dicho anteriormente. La razón es que, no defendiendo, estando obligado a ello, actuará solo por caridad y a veces por caridad y justicia y a veces con daño a su hacienda y honor, y otras veces no, como queda apuntado. Aunque más peca quien la infringe y guarda, si consiente en ello. Y que los textos que dicen que quien no defiende consiente no quieren decir que si uno consiente no pecará, sino que por no defender, peca. Y aun cuando lo pueda hacer y no lo haga, se presume, en cuanto al acto externo, que consiente y deja la ofensa, como se apuntó en el cuarto dicho. En la segunda decimos que confesamos como seguro que no estamos obligados a lo que ninguna ley nos obliga. Negamos que no haya ley que nos obligue a defender al prójimo, porque la hay, a veces solo por caridad y a veces por caridad y justicia, como luego lo diremos. 

Negamos también que la ley de la fortaleza no nos obligue a ello al menos mediáticamente, como lo dice nuestro texto, porque confesamos lo que en duda se propone: que el objetivo principal de la virtud de la fortaleza es refrenar las audacias y temores para que no nos hagan emprender o dejar de emprender lo que la razón manda, y que algunas veces algunos dejan de defender por malicia, y no por temor. Así, nos han de confesar que a veces se deja la defensa por temor a la muerte o a algún daño personal, de honor o hacienda, y aun a veces por vergüenza y por no perder la gracia de los hombres, contra la ley de la fortaleza que manda que por ningún temor se deje de hacer lo que la razón manda.

A la tercera respondemos que la ley de la justicia conmutativa obliga a muchos, muchas veces, a defender al prójimo: como hemos dicho, a los reyes, prelados, jueces y otros así expresados, da honra, poder, autoridad, renta, estipendio o jornal para sus cargos, de los cuales es defender a sus súbditos y encargados en paz, salud, justicia y tranquilidad. 

Da la ley un poder, autoridad y derecho al padre, al señor, al tutor, curador, al cura y otras guardas, ciertos derechos y poderes sobre los hijos, esclavos, pupilos, menores, parroquianos y otros encargados, y así los obliga a su defensa, como queda dicho. A la cuarta duda respondemos, lo primero, que como ya queda dicho en las dos respuestas precedentes, la ley de la caridad, que nos manda amar al prójimo, nos obliga a defenderlo tanto, como y cuanto queda dicho. Lo segundo, que aunque seamos obligados a amar al prójimo con ese soberano amor de caridad, lo haremos con el natural amor para hacer la defensa mencionada, o al menos para evitar el pecado de omisión. Lo tercero, que confesamos ser más obligados a defendernos a nosotros mismos que a los prójimos, y que no estamos obligados a defendernos matando a quien nos quiere matar, pero esto no significa que no estemos obligados a defender al prójimo diligentemente, porque lo que podemos consentir en nuestro perjuicio no podemos en el ajeno, sin su consentimiento.

De lo cual se podría inferir que el que dijese que no quiere que lo defendamos con la muerte de quien lo quiere matar, y suponemos que esto lo dice con buena intención para que el otro no muera en pecado, estaríamos obligados a ello. Lo cuarto, que no decimos simplemente, comisionados o no, que comúnmente estamos obligados a defendernos matando a quien nos quiere matar, porque alguna vez, alguno lo puede hacer, y aun escribimos, mucho ha, siendo catedrático del decreto en esta célebre universidad de Salamanca, oyéndonos el Emperador nuestro señor Carlos Quinto, el día que fue servido de oír a los catedráticos, donde dijimos que su Majestad, siendo tan valeroso nuestro Rey, que fuese útil su reino, ni otras personas públicas singularmente útiles a ella, se podrían dejar matar sin pecado, por no matar a otros soldados que juran pelear por su Rey, se podría dejar matar a sus enemigos, por no matarlos, como más largo lo probamos allí. También disputamos si un simple hombre podría justamente matar a un Rey que sin razón y causa, y sin conocimiento del caso, quisiese matarlo, y lo mataría, sin cometer homicidio.

A la quinta duda respondemos concediendo que regularmente ninguno está obligado, bajo pena de pecado mortal, a hacer obra de misericordia al que no está en extrema necesidad, como en ella se prueba, pero si alguna vez, como lo prueban aquellas dos autoridades del Éxodo y del Deuteronomio, que hablan del que roba con el buey de su vecino amamantado y el asno cargado, de las cuales se podría colegir una regla singular que nunca habíamos tratado, que todas las veces que un prójimo está en peligro de recibir algún daño notable, del cual no puede librarse, o se cree que no se librará por sí ni por otro, sino por mí, estoy obligado a librarlo bajo pena de pecado, y lo puedo hacer sin recibir daño, de lo que luego diremos: y por consiguiente, si al menos quieren abofetear a un viejo enfermo desamparado, que no se puede librar del daño sin mi ayuda, que me hallo presente, y yo lo puedo librar sin arriesgar mucho, estoy obligada a hacerlo; lo cual todo es cosa cotidiana y mal tratada.

A la sexta respondo concediendo que nadie está obligado a defender a otro (aun cuando no hay otro que lo defienda), con peligro de perder tanto en ello cuanto ha de perder el otro si no fue defendido; ni aun arriesgando menos, pero tanto cuanto es razón que arriesgue, a juicio de buen varón, pero si tanto, cuanto un buen y prudente varón dijere ser razón, quedándole derecho para cobrar del defendido lo que en ello pudiere, como queda dicho.

La primera ilación trata sobre tres opiniones famosas acerca de los pecados de omisión en defensa del prójimo. La primera, ninguna de las tres opiniones está completamente en lo cierto sobre la materia. Acerca de la interpretación de los textos mencionados, parece que ninguna de las opiniones está completamente correcta.

La segunda ilación señala que cada una de las tres opiniones famosas tiene algo de verdad. Por ejemplo, Juan acertó en cuanto al pecado contra la caridad, Bernardo en cuanto al pecado contra la justicia, e Inocencio en cuanto a la gravedad o levedad del pecado. Esta diversidad de opiniones, a nuestro parecer, surgió de no entender o no advertir la diferencia entre las censuras, restituciones y otras penas entre los pecados que son solo contra la caridad y los que son contra la justicia, como se mencionó anteriormente.

La tercera ilación contiene lo que algunos decidieron en cierta parte del Manual de Confesores, es decir, el verdadero significado de una Decretal de Inocencio III que aún no ha sido bien comprendido o explicado. Bernardo dice que su interpretación es que solo aquellos descomulgados por no defender al clérigo, a pesar de tener la obligación de hacerlo, deben ser considerados como descomulgados.

La cuarta ilación afirma que todo aquel que deja de defender al clérigo pudiendo y debiendo hacerlo, contra la justicia, es verdaderamente y presumiblemente descomulgado, lo cual debe ser considerado por Dios, no solo aquellos con autoridad judicial pueden hacerlo, sino también aquellos que pueden hacerlo por sí mismos.

La quinta ilación explica la respuesta a una pregunta que algunos han tenido en el Manual: si por algunas palabras que ponemos, ningún crimen o delito (por grave que sea) induce irregularidad. Respondemos que no, excepto en los casos expresados por el derecho.

La sexta ilación concluye que ninguna de estas opiniones induce realmente irregularidad, excepto en los casos específicamente mencionados por el derecho, de los cuales esta opinión no es uno.

La séptima ilación sostiene que Bernardo tiene razón al decir que no es descomulgado quien solo deja de defender al clérigo, si no está obligado por la justicia a hacerlo. Y si lo es, no se debe presumir que lo es, a menos que haya una mala intención, lo que significa que él lo es, concordando con las condiciones requeridas.

Conclusión

El texto nos sumerge en un discurso moral profundo, que aborda la responsabilidad moral hacia los demás y la necesidad de actuar con compasión y altruismo. Se destaca la obligación de evitar el pecado mortal del prójimo y ofrecer ayuda tanto espiritual como corporal cuando sea necesario. A través de estas reflexiones, se nos invita a considerar cómo nuestras acciones impactan en la vida y el bienestar de los demás, subrayando la importancia de promover el cuidado mutuo y la justicia moral en nuestras interacciones diarias. En última instancia, nos desafía a reflexionar sobre cómo podemos contribuir al florecimiento humano y al bien común en nuestra comunidad.

Martín de Azpilcueta - Comentario resolutorio de simonía mental

 


El "Comentario resolutorio de simonía mental" aborda una cuestión crucial en la esfera eclesiástica medieval: la práctica de obtener cargos o beneficios mediante actos de simonía, especialmente la simonía mental. Este fenómeno, que implicaba el ofrecimiento de donativos o favores para alcanzar posiciones de poder dentro de la Iglesia, generaba controversias y desafíos éticos en la comunidad religiosa. En el contexto de la época, la simonía mental planteaba dilemas legales y teológicos, y su resolución requería una comprensión profunda de las normativas eclesiásticas y su interpretación en relación con la conciencia y la voluntad de los implicados. En este comentario, exploraremos las implicaciones y las soluciones propuestas para abordar este problema, analizando las perspectivas legales y éticas presentadas en textos históricos relevantes, como el citado en la introducción.

COMENTARIOS RESOLUTORIOS DE SIMONÍA MENTAL


PRIMERA PARTE

Comisión de los abades y los monjes

La conclusión principal de este capítulo es que aquellos que tienen la autoridad del Papa para dispensar con monjes también pueden dispensar con abades. Esto se deduce claramente del hecho de que quien recibe la comisión del Papa para dispensar según lo establecido por el concilio general con respecto a los monjes que han sido recibidos mediante simonía en los monasterios, también puede dispensar con los abades. Resulta sorprendente que el erudito loannes Malar (a quien admiramos mucho por sus logros y por haber sido discípulo de nuestro querido maestro, el doctísimo Doctor Miranda, Sancho de Carraca Navarro, gran gloria de la universidad de Alcalá y de la cátedra magistral de Sevilla) afirmara que este capítulo se hizo para determinar que el capítulo Quoniam, que trata de los monjes, también se aplica a los abades. 

Esto se apoya en el hecho de que las palabras del capítulo claramente indican que se refieren a la interpretación de la comisión enviada por el Papa Gregorio IX para dispensar, y no a la interpretación del propio capítulo. Además, es verdad que aunque este capítulo no se creó con ese propósito, se podría deducir por esta inducción que aquellos que dicen una cosa están de acuerdo con lo que eso implica. Además, Gregorio IX dice que su comisión incluye dispensar según la forma de ese capítulo, lo cual se envió a los abades. 

Esto no sería posible si aquel concilio, que claramente trata sobre monjes y monjas, no incluyera a los abades. También se puede deducir por una argumentación más sólida, considerando que la disposición del derecho común debe corresponder a la comisión del Papa, y el texto mismo testifica que la comisión enviada en relación con dicho capítulo no solo incluye a los monjes, sino también a los abades. Por lo tanto, por una razón aún más poderosa, es evidente que los abades deben estar incluidos en aquel capítulo que trata sobre los monjes.

¿Es válida la comisión que se refiere a los monjes para extenderse también a los abades? Pues parece que los abades y los monjes son cosas distintas, e incluso se trata de otro capítulo. Además, siendo cierto que no se puede proceder contra los abades por un rescripto impetrado contra los monjes, y aún parece claro que una comisión que trata de religiosos no se aplica a los prelados, como indican algunas fuentes. 

Mas la razón de esta conclusión se compone de dos o tres reglas notables. 

  1. Una es que el monje, al ser hecho abad, ya no es monje. 
  2. Otra, que la comisión que anteriormente mencioné de Gregorio IX, por la cual daba poder para dispensar según lo que el derecho ordenaba, era un favor. 
  3. Y la tercera es que este favor no perjudicaba a nadie, ni iba en contra del derecho, ni provocaba abuso.


La cual hemos añadido porque el favor que perjudica a un tercero debe ser restringido, como los rescriptos para pleitos que excluyen la jurisdicción de los ordinarios, se restringen. Y los privilegios que van en contra del derecho, y las dispensaciones y gracias en beneficio, por dar ocasión de ambición. Y si se considera que quien tiene la capacidad de dispensar, relaja en detrimento del derecho común, entonces, la comisión de este texto que trata de dispensación debería ser restringida y no ampliada. Por lo tanto, cuando se pregunte, se debe responder que la dispensación de la que habla la objeción es otra cosa y no tiene las condiciones que se requieren. Y se debe restringir no solo el poder para dispensar, sino también las condiciones que nuestro texto menciona, y por lo tanto, se debe simplificar.

De todo lo cual se infiere que aunque el acto de dispensar sea una cosa odiosa y digna de ser restringida, la comisión para dispensar es algo favorable y digno de ser ampliado. Además, en otro lugar se dice que los comisarios que el Papa da para dispensar en los casos en que la ley no puede actuar deben ser ampliados, porque tal es la comisión de la que trata el texto, si se interpretan correctamente aquellas palabras: "según la disposición del general consejo, dispensar". Y aún así, esta conclusión, aunque generalmente establecida, debe ser sostenida, aunque el texto no la pruebe necesariamente. Pues el poder de uno para dispensar es un favor y no perjudica a nadie, ni va en contra del derecho, ni proporciona ocasión para la ambición, que son las cuatro cualidades mencionadas que conducen al favor y a la expansión.

De esta conclusión se pueden inferir algunas cosas útiles, como lo menciona Felimán, aunque no esté completamente claro, que en lo que respecta a los derechos naturales, no se comprende completamente una objeción con la cual el Papa generalmente suele corregir los defectos de un estatuto, limitando discretamente que no proceda cuando las personas con las que se va a dispensar no se especifican, como lo dijo aquí Panormita y lo confirmó una trinidad de glosadores, porque entonces parece más una dispensación no ejecutada que un simple poder para dispensar.

La interpretación amplia no debe permitir que los comisarios dispensen sin conocer ni calificar adecuadamente la causa, como advirtió Panormita. Esto evita que se cometan errores y abusos por parte de los delegados y ordinarios al dispensar sin conocimiento o información suficiente, lo cual usurpa la autoridad del Papa, quien solo puede dispensar con pleno conocimiento. Es esencial que los obispos y otros líderes eclesiásticos no dispensen sin causa justificada y sin conocer los hechos pertinentes, como claramente determinó Inocencio III. La dispensación debe estar en línea con la ley común y no debe ser una herramienta para transgredir las normas establecidas.

Esto significa que no debería ser considerado desagradable ni sujeto a restricciones. Por lo tanto, si alguien se compromete a proveer comida, vestimenta o libros a los monjes o frailes de la orden de San Benito, debería estar igualmente obligado a proporcionarlos al abad en la misma medida que a cualquier otro monje, como sostiene Bartolomé de Brescia. Además, añadimos que no importa si la materia es espiritual o material, ya que algunas comunidades lo interpretan de manera diferente. Es importante entender que las palabras en una dispensación, aunque sean simples o ambiguas, deben interpretarse tan ampliamente como sea posible, como lo sugieren Aretino y otros. Esto se aplica especialmente a los monjes de mayor rango.

De todo esto inferimos otra conclusión que parece contradictoria con la mente que se desprende de las palabras aquí expresadas por todos: que si el Papa dispensara con todos los monjes o religiosos de un monasterio que cayeron en irregularidad por la violación de tal prohibición, sería considerado dispensar también con el abad o superior de ese monasterio. Aunque se considera que la dispensación es desagradable y sujeta a restricciones por todos, porque la palabra "monje" o "religioso" en su significado propio incluye al abad profesado, y no hay suficientes indicios para asumir que el autor de la dispensación no quiso incluirlo.

También deducimos de esto una nueva y singular condición, que tales dispensaciones u otras similares tienen lugar con los abades y prelados comendatarios que nunca hicieron profesión como verdaderos monjes o canónigos regulares, ya que la razón principal de este texto y de otros similares es referirse a monjes profesados, ya que ni propiamente ni impropia se les puede llamar monjes o canónigos regulares.


SEGUNDA PARTE

Simonía mental 

Los que cometen simonía mental se les llama delincuentes por la palabra "sólo mentalmente", y porque claramente significa cumplir penitencia por esas palabras "suficiente para delinquir, pero sin satisfacer".

Porque los pecados de la voluntad, palabra y obra son de una sola especie y malicia, y la simonía puesta por obra es un pecado muy grave. San Agustín, al considerar la condenación del pecado, dice que la simonía mental es alcanzar lo que se busca sin la justicia adecuada.

Se considera que nadie por la voluntad de cometer simonía es simoníaco, lo cual es claro porque por esa simonía mental nadie comete pecado de simonía, aunque algunos lo expresen de otro modo. Juan Mayor opina que no es pecado de simonía, sino que los verdaderos simoníacos son aquellos que la cometen por obra y caen en las penas establecidas. De esto se sigue que hay muchas especies de simonía: mental, conyugal y real.

El Manual, después de explicar qué es la simonía, distingue que hay tres tipos de simonía: mental, conyugal y real. La simonía mental es querer dar o recibir algo temporal a cambio de algo espiritual, sin realizar el acto explícito ni tácito de dar o recibir.

También, hay duda sobre si sería simonía mental, convencional o real prometer una cierta cantidad de ducados y obligarse mediante un documento a pagarlos para obtener un obispado u otro beneficio, sin tener la verdadera intención de comprar ni pagar lo prometido. A esto responde el Cardenal Cayetano, seguido por el Doctor Soto, que no: porque la culpa y denominación de las obras exteriores dependen de la intención interior. Así, no puede haber simonía real y verdadera si no existe la intención mental, ya que la simonía implica una voluntad consciente de comprar, y en este caso no hay una verdadera compra ni venta, solo una aparente. Por consiguiente, en este caso no hay simonía verdadera, sino solo aparente.

Cayetano concluye que, aunque el prometedor participe de la simonía mental del que quiere vender lo espiritual, escandalizando a otros y mintiendo, no peca por cometer simonía. Ambos infieren que no está obligado a dejar el beneficio adquirido por ese engaño.

Nosotros añadimos que, para que exista un pecado de simonía, no es suficiente la mera voluntad de hacer o dar algo temporal a cambio de algo espiritual. Esto se encuentra en este caso, pues uno quiere vender lo espiritual y el otro, aunque no lo quiere comprar de verdad, hace una promesa y se obliga exteriormente en un documento, lo cual es algo temporal evaluable en dinero. Esto confirma que nadie negaría que es simonía si yo ofreciera un beneficio a cambio de que, mediante un documento, se obligaran a darme o a otro mil ducados, que se podrían exigir como pago, aunque no lo tengan realmente en mente. Por lo tanto, dar el beneficio por algo valorable en dinero sería simonía.


TERCERA PARTE


Simonía mental y restitución

El tercer punto es que la simonía mental no obliga a restituir lo obtenido por ella, y esto no por algo espiritual, sino temporal. De lo cual se deduce que no necesariamente se incurre en alguna otra pena ordenada por el derecho contra los simoniacos. La obligación de restituir lo ganado por simonía no es, en muchos casos, una deuda contraída por tomar simonía. Algunos piensan que la pena es extrínseca, como las de suspensión, privación y exclusión, y puesto que no se incurre en ellas, no hay obligación de restitución, aunque sí en otras penas. En esto, todos coinciden y también dicen que esta conclusión aplica solo a las simonías mentales que no implican tomar nada.

Sin embargo, hay gran dificultad con esta tercera conclusión, y su significado es debatido. Algunos creen que la simonía mental, que implica dar o tomar algo sin declaración expresa o tácita, obliga a restituir lo obtenido, porque no hay una diferencia suficiente entre esta y la simonía mental. Nosotros, sin embargo, seguimos la opinión contraria, que considera que no hay obligación de restitución por la simonía mental.

En primer lugar, porque afirmar que la simonía mental no obliga a restituir el beneficio obtenido por ella no es algo aceptado de manera universal. Y, segundo, porque hasta ahora, este texto y casi todos los que tratan del tema coinciden en que, aunque la intención sea pecaminosa, Dios castigará por ello, pero no necesariamente se incurre en una pena eclesiástica, y por lo tanto, no hay obligación de restituir el beneficio obtenido.

De esto se concluye que aquellos que tienen en alta estima la sabiduría de aquel doctor no deben interpretar sus palabras como una afirmación de que la simonía mental no obliga a restitución. Porque claramente habla de la simonía cometida solo con la intención interior sin manifestarla externamente, de la cual solo Dios es juez, y de la cual se debe hacer penitencia, y de la simonía mental con la que se adquirió algo, afirmando que no está obligado a renunciar al beneficio obtenido por ella. Además, sería inapropiado decir que el Santo Doctor duda sobre algo que nunca fue cuestionado ni por los doctos ni por los laicos: si solo el querer comprar un beneficio sin dar o tomar algo por ello obliga a restitución.

Soto menciona que si se hubiera alegado a este capítulo final en su tiempo, ya estaba establecido que en muchas partes Santo Tomás determina cosas explícitas por los cánones sin citarlos, siguiendo la costumbre de los teólogos, aunque a veces los cita con mucho respeto y poca audacia. Caetano, al igual que el Santo Doctor, coincide en su respuesta sobre este capítulo.

De ellos son también Hostiense y Juan Andrés, quienes afirman, junto con Sylvestro, que aunque la razón que ellos dan para que la simonía mental no obligue a restituir lo que se adquiere por ella, mientras que la usura mental sí, no se aplica sino en la simonía introducida por la Iglesia, su conclusión general es válida. Citan a estos doctores clásicos porque algunos dicen que opinan lo contrario. La otra, sin embargo, aunque muchos no están de acuerdo, es razonable.

Lo tercero que nos mueve a esta conclusión es que la causa que ha hecho apartar a algunos de esta opinión común y de la interpretación de este texto con glosas que lo confunden es no poder encontrar una razón suficiente para que la usura mental obligue a restitución, mientras que la simonía mental no. Porque ya se dieron razones suficientes anteriormente, y el modo de entender las otras cuestiones, que da y con razón, es que la última de las tres parece ser la mejor, y nadie la reprueba, es digna de ser reprobada. Dice que este capítulo se entiende de una intención principal, sin fundamentarse únicamente en tomar alguna cosa temporal por espiritual, lo cual no se puede entender así porque este texto habla del simoniaco resoluto de la simonía mental.

La razón, sin embargo, que ha movido a algunos a tener una opinión contraria a esta conclusión, no debería mover a nadie: porque debemos someter nuestros entendimientos a la declaración del Papa, creyendo con humildad que, aunque no alcancemos la razón de lo que él declara, no le faltaría a él, como es de creer, al doctísimo Gregorio IX y sus sabios. Juan de Anania dice aquí que se pida la razón suficiente de la declaración a quien la hizo. Parece querer saber por qué quiere torcer el texto, como si fuera regla Lesbia, para que diga lo que a él le parece, porque no le parece bien lo que el texto dice. Además, luego se dará una razón suficiente de ello.

Lo cuarto que nos debe mover es que este texto no se puede entender de la manera que lo entendió Mayor, asumiendo que cuando hay duda no se preocupa por las glosas ni doctores: y así, riéndose de Juan Andrés y Panormitano, dice que no pudieron llevar su entendimiento a puerto, por habérseles levantado el viento en contra. Por ello cree que este capítulo solo se aplica en la primera de las dos simonías mentales mencionadas arriba, por la cual no se toma nada, aunque se quiera tomar, y aquellas palabras se colocan en el texto que claramente las contradicen. Expone: "de los simoniacos" no pecan, según él mismo siente, y por las razones que probamos en otro lugar que no es pecado comprar algo principalmente por ganancia.

Lo quinto, que nos mueve a defender dicha conclusión, es que tampoco se puede entender este texto de la manera que lo sintió Adriano ni quien sigue a Soto, sin una manifiesta violencia y corrupción de su contexto, y sin que se vea claramente que lo fuerzan y tuercen para decir lo que no dice. Primero, porque para hacer que el texto diga lo que ellos quieren, mandan quitar la señal colorada, que significa párrafo y división, que se pone antes de aquellas palabras, sin autoridad ni ejemplo alguno de libro ni de autor de tantos que sobre el texto han escrito, y así tácitamente mandan cambiar la "E" inicial o grande, que siempre se ha puesto en la pobre dicha conjunción "E", por una pequeña, contra lo que siempre desde Gregorio IX se ha usado, sin alegar ejemplo alguno para ello, como lo vemos ya cambiado desde hace poco en la nueva impresión de París.

Lo otro, porque quieren que contra todo uso y costumbre, aquel verbo "extender" que se pone en la primera cláusula, se extienda a la segunda. Lo cual no se puede hacer sin violencia, pues la buena frase y manera de hablar latín no sufrían aquel "E" después de aquel "quod" que precede, ni aquel verbo "extendiendo" se pone entre aquellas dos copulas. Pues está claro que según la buena frase y manera se debería ponerlo antes, o antes de ambas. Nadie puede negar que está muy bien concertada la frase y colocada de las Decretales de Gregorio IX y que ellas fueron compuestas con suma vigilancia y brevedad.

Lo otro, porque según su manera de entender, aquellas palabras "in quo casu" significan, en caso de que el comisario y delegado para dispensar, dispensa con ellos, lo cual es absurdo, y que a ningún doctor de juicio sereno le cuadraría aquella tan simple circunlocución. Y porque según aquella supleción, ridícula, superflua y sin sentido, sería su decisión, contra el estilo de todas las Decretales de Gregorio IX. Querría decir, que aquellos simoniacos mentales, con quien el que tiene poder suficiente del Papa para dispensar, dispensa, no serían obligados a renunciar a las simonías o derechos que por esa simonía mental alcanzaron.

La cual decisión, que sería ridícula, verbosa, superflua y sin sentido, parece claro: pues no está oscuro que nunca nadie dudó si los monjes, que hubiesen entrado en los monasterios por simonía mental, podrían quedarse en ellos después, si sobre ello se dispensa con ellos, habiendo para ello poder suficiente del Papa. Pues nunca se dudó aun de los monjes, que hubiesen entrado por simonía convencional, y tal, si podrían quedarse en ellos, después de tal dispensación.

Lo otro, porque está claro que el Papa quiso decir allí, que el simoniaco mental no incurre en tantas penas o obligaciones como el convencional y real, y según este entendimiento todos se han de medir con un rasero. Lo otro, porque repugna al texto, en cuanto dice que en el caso de que habla, basta que por solo penitencia se satisfaga a su creador: pues dice "sufficit delinquentibus per solam penitentiam suam satisfacere creatori". Y según este entendimiento no basta, antes es necesario que intervenga dispensación de quien para ello tuviera poder: y por consiguiente, además de la penitencia, es necesario dispensación y habilitación.

Según el entendimiento, significaría el texto que no bastaría dispensación y penitencia al simoniaco convencional, lo cual es falsísimo según la mente de todos. Lo otro, porque no solamente no es necesaria dispensación en la simonía mental para retener el beneficio alcanzado por ella, sino que ni aun en la convencional, si por ambas partes no se confirmó la simonía, como dijimos en el Manual y en otra parte después de Casiodoro y Gomecic, y luego lo diremos más largamente.

Lo otro, porque, según este entendimiento, se había de decir que alguna duda había antes de este capítulo sobre si quien tenía poder del Papa para dispensar con los monjes que hubiesen entrado en los monasterios por dádivas, pudieran permanecer en ellos, podría dispensar con los que entraron por simonía mental. Es cosa indigna de decirlo, pues ninguna duda hay, ni hubo en derecho. Aun en sí podría dispensar con los monjes que cometieron simonía convencional y real. Finalmente, al margen de todo esto, el tercer punto que sobra para huir de este entendimiento, no lo consideró Adriano, ni quien lo siguió, que prosiguiendo este entendimiento, no es posible dar construcción que sea tolerable a aquellas palabras postreras del texto: "nos pro symonia venientia non tenemus", como lo verá quien quiera construirlo.

El texto que nos mueve a tener la común concepción es la razón. Según Santo Tomás, lo que se adquiere por simonía es pena eclesiástica, como claramente lo siente él. No puede imponer pena por las malas voluntades. Y por consiguiente, por la simonía mental, no obsta decir que la raíz.

Sobre el capítulo final de "Spiritualis", esta simonía mental de que habla este capítulo, no es de los pecados mentales que quedan dentro de la voluntad. Antes bien, es de los que brotan y salen por la obra, aunque sin expresar la mala voluntad. Digo pues que no obsta decir esto: porque así como la Iglesia no puede castigar por la mala obra del todo interior, así tampoco puede por la exterior que no es mala, sino por respecto y relación de la desordenada voluntad interior, como lo asume Bonifacio, y lo expresaron unos parisinos, y tal es esta simonía mental. Y por eso decimos hace muchos años, que aunque amamos la equidad no se ha hallado texto singular para la determinación de su dicho.

Lo séptimo que a ello nos mueve es que así como se halla simonía mental, que solamente es mala por la mala intención interior que está encubierta en el alma en sí: así hay homicidio mental que solamente es malo por hacerse con mala intención, cual es el que el verdugo hace, en matar por odio y venganza privadamente al que está bien remendado y condenado a ello. Tal también es el que el soldado hace por odio, en matar al enemigo en justa guerra. Y está cierto, que ni el verdugo es obligado a restituir los vestidos y lo demás que ganó en matar mal al bien sentenciado; ni el soldado a restituir las armas, caballo y hacienda, que ganó por matar mal al enemigo, contra quien guerreaba.

En resumen, aunque yo os sirva por sola paga de beneficio, diciendo que os quiero servir sin algún salario, y vos me dais para sola paga de mi servicio el beneficio diciendo que me lo dais porque lo merezco, sin expresión de estas desordenadas voluntades interiores, entrambos pecaremos mortalmente: pero ni vos seréis en conciencia obligados a pagarme mi servicio, ni yo a dejar el beneficio.

La razón de esta conclusión es porque el simoniaco mental no está obligado a restituir lo que por ella se adquirió, aunque lo tome mal. Porque aunque haya ley que manda que el simoniaco convencional y real devuelva lo que por ello tomó, no hay ley que esto mande al simoniaco mental.

Finalmente, esta simonía mental es algo que se da bien y se toma mal, por no saber que por eso lo dará o tomará. Y por esto, no es obligada a volverlo, menos aún, si hizo aquello porque se le dio.

Extiéndase también,  no obligatoriamente al que por simonía mental ganó alguna cosa espiritual, sin dar otra temporal, y al que ganó alguna cosa temporal sin dar otra espiritual; pero aunque al que ganó lo uno, dando lo otro, quienquiera que sienta, Soto claramente dice, que los que han cometido simonía mental, no son obligados a dejar las cosas espirituales ni temporales, que de la una parte y de la otra se ganaron por simonía mental. Y aun porque no distingue entre las cosas temporales, se ha de extender generalmente a toda clase de cosa temporal: hora sea de lengua, hora de servicio, hora de manos, de manera que se ha de entender en todos los casos en que la una parte por simonía mental adquiere una cosa espiritual, y da otra temporal: o al revés, adquiere una cosa temporal por otra espiritual: y así Inocencio por ejemplo cita un caso del que sirvió por beneficio a uno, que se lo dio. Extiéndase también a la simonía mental y convencional, que no ha llegado al dar ni tomar de la una ni de la otra parte, según dos. 

No se extiende a la simonía mental y convencional, que no ha llegado al dar ni tomar de lo espiritual, aun que no hubiese llegado al dar y tomar de lo temporal prometido: antes añade el dicho doctor Soto que se han engañado en ello, los que lo contrario dijeron: porque dice que santo Tomás tiene que es simonía dar beneficio por los servicios venideros, y porque vender fiado es vender: Pero a nuestro parecer no hubo engaño en esto, porque antes se engaña, quien piensa que alguno de aquellos doctísimos varones, que él no alega pensó, que no es simonía dar beneficio por promesa de cosa temporal, aunque nunca se pagase: o que dar beneficio a precio fiado, no es simonía. Mas solamente dice que las penas del derecho canónico, que son la nulidad de la colocación y de excomunión, no se incurren por simonía, que se acaba, y pone por obra por entrambas las partes, que es cosa muy diferente de simonía: por cuya opinión hace, que según ellos lo atestiguan.

Y como el mismo Soto confiesa, que vender y entregar luego el beneficio por precio fiado, es simonía mental, y convencional cumplida por la una parte, así ha de confesar, que dar dineros, y pagar luego por beneficio fiado, para cuando vacare es simonía mental y convencional cumplida por la una parte. Y pues niega que por esto se incurren penas, hasta que se entregue el beneficio; significa que para decir lo contrario en otro, no es razón. Basta decir que San Tomás dice que es simonía dar beneficio por servicio venidero, ni decir que en venta vender a precio fiado: pues también dice San Tomás, que es simonía, dar y tomar servicios por beneficio venidero: y que es comprar, comprar, y pagar luego por el beneficio fiado: y también él mismo Soto ha de confesar que es compra la de pagar luego por la mercancía, que aun por ventura no ha llegado, ni aún nacido: Y todavía niega, que quien compra pagando luego el beneficio, que después se ha de dar incurra en dichas penas. Ayuda esto, que entendiendo bien, que la nulidad de la transpasión del Señor del beneficio conferido por simonía; no se induce por derecho natural, ni divino; sino por humano y eclesiástico: Y que lo mismo se ha de decir del traspaso del señorío del precio, aunque sea.

Hace también, y de más cerca, que aunque el derecho quiere, que quien no paga la pensión mandada pagar por las bulas dentro de cierto término, so pena de que pierda ipso iure el beneficio sobre que se puso la pensión, y haya regreso el para quien se puso: pero por el estilo de Roma, y tácita voluntad del Papa, no se ha de reputar privado de él, ni en el un fuero ni en el otro: hasta que el otro lo quiera y lo haga declarar. Hace, y aún más de cerca, que puesto que quien no paga la pensión en el término mandado por las bulas, so pena que por el mismo hecho caiga en descomunión pasado el plazo, la incurre ipso iure por derecho: pero el estilo, y la voluntad del Papa es que no se tenga por descomulgado: hasta, que la otra parte lo quiera, y lo haga declarar tanto, que después de su vida, o renunciación no lo puede declarar. Así podemos decir que aquella Extravagante interpretada y declarada por el antiguo estilo, y costumbre, y la tácita voluntad del Papa dispone; que la pena de la nulidad del título, y de la descomunión, que por el mismo hecho se ponen, no se incurran: hasta, que la simonía se consuma, y acabe por entrambas las partes, y después se repute el título por nulo, y por descomulgados los simoniacos desde la data del título. Ni hay más dificultad en responder a algunas réplicas, que se podrían hacer contra esto, que a las que se podrían hacer contra lo suso dicho de la pena de privación, regreso, y descomunión incurridas por el mismo no pagar la pensión del beneficio.

No ignoro que más fácilmente se respondería diciendo, que la nulidad del título y la descomunión no se incurren desde la data, sino desde la simonía por ambas partes acabada: pero esta respuesta no parece tan conveniente a la intención del dicho estilo, ni a la mente de aquella Extravagante cuanto lo suso dicho. Nos parece también, que no sería malo, que nuestro Señor el santísimo Papa Paulo cuarto, que dicen entender tan de veras en la reformación de la iglesia, declarase algo más esta materia, y ordenase que se incurriesen por la simonía convencional, que gaste al dar, o tomar de lo espiritual. Pero hasta que otra cosa declare, conviene que tengamos, lo que mucho cuadra a las palabras de la dicha Extravagante, y la Santa Sede Apostólica tácitamente, y su antiguo estilo expresamente tienen declarado.


Conclusión

La discusión sobre la simonía dentro de la Iglesia revela una complejidad inherente en la aplicación de sanciones justas y efectivas contra esta práctica corrupta. Esto se debe a que la simonía puede manifestarse de diversas formas y en diferentes contextos, lo que dificulta establecer normativas claras que aborden todos los casos de manera equitativa. Además, la interpretación y aplicación de las leyes eclesiásticas pueden variar según el estilo y las costumbres de cada comunidad religiosa, así como la voluntad del Papa en turno.

Esta complejidad resalta la necesidad imperante de contar con leyes y prácticas eclesiásticas transparentes y bien definidas que permitan prevenir y castigar adecuadamente estos actos de corrupción espiritual. Es crucial que las normativas sean claras en cuanto a qué constituye simonía, cómo se deben abordar las transacciones simoniácas y cuáles son las sanciones correspondientes. Asimismo, se requiere una vigilancia constante por parte de las autoridades religiosas para identificar y corregir cualquier desviación ética que pueda surgir en el ejercicio de los beneficios eclesiásticos.

Además, es importante reconocer que la simonía no solo afecta la integridad espiritual de la Iglesia, sino que también puede minar la confianza de los fieles y la credibilidad de la institución religiosa en su conjunto. Por lo tanto, la lucha contra la simonía debe ser una prioridad constante en la agenda de reforma y renovación de la Iglesia, en aras de preservar sus valores fundamentales y su misión de servicio espiritual a la humanidad.

martes, 28 de mayo de 2024

Simón el Mago y la Simonía


Simón el Mago y la Simonía

Fuentes bíblicas

Simón el Mago era un practicante de las artes quien probablemente provenía de Gitta, en la ciudad de Samaria. Por eso también se le conocía como Simón de Gitta. En dicha ciudad, Simón impresionaba a todas las personas a su alrededor debido a la magia que aparentaba tener, que en realidad no era más que un engaño. Las personas que pasaban por ahí decían ''Esa es la fuerza de Dios''. 

Por cierto, Samaría era una ciudad semi-pagana en la cual Felipe, el evangelista, tuvo la misión de convertir a los paganos al cristianismo. Simón se encontró con Felipe y le creyó, acto seguido, se hizo bautizar por el evangelista. Inmediatamente, Simón siguió a Felipe y quedó maravillado con los milagros que realizaba. 

De acuerdo al Nuevo Testamento en el libro Hechos de los Apóstoles 8:9-24, los apóstoles escucharon sobre el caso de Samaría y enviaron a Pedro y a Juan. Estos dos hombres bautizaron a la gente del lugar, pues solamente fueron bautizados en el nombre de Jesús.

Este bautizo se hacía mediante la imposición de manos con el fin de sanar a las personas y bendecirlas. 

Cuando Simón vio que por medio de la imposición de manos se daba el Espíritu Santo, Simón aprovechó para ofrecerles dinero a los apóstoles a cambio de sus poderes. 

''Dame también a mí este poder, para que cualquiera a quien yo imponga las manos reciba el Espíritu Santo''

Y Pedro le dijo: 

''Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero. No tienes tú parte ni suerte en este asunto, porque tu corazón no es recto delante de Dios. Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad y ruega a Dios, y quizá te sea perdonado el pensamiento de tu corazón; porque en hiel de amargura y en cadenas de iniquidad veo que estás''

Simón contestó:

''Rogad vosotros por mí al Señor, para que ninguna cosa de estas que habéis dicho venga sobre mí''


Después de este evento, la Biblia nunca más hace referencia a Simón el Mago. Parecería, contrario a textos apócrifos y gnósticos que buscan glorificar su papel como mago y sus habilidades satánicas anteriores, que Simón se arrepintió y puede haber continuado siendo miembro de la iglesia local en Samaria. Sin embargo, Justino Mártir y otros apologistas cristianos como Ireneo insisten en que era un anticristo y continuó su brujería, incluso fundando el gnosticismo mismo. La avaricia de Simón es recordada en la palabra moderna simonía, "usar la religión como medio de lucro".

Otras fuentes

Como Simón el Mago era originario de Samaría, se decía que era discípulo de Dositeo quien había fundado una secta. De acuerdo con las homilías de las Pseudoclementinas, Simón había dicho:

''Yo me puedo hacer invisible para aquellos que quieran capturarme, y yo puedo revelarme abiertamente de nuevo cuando así yo lo desee. Si yo quiero escapar, yo puedo hacer un túnel a través de las montañas y las rocas como si fuera barro. Y si me tirase cabeza abajo de una alta montaña, sería llevado a tierra, ileso, como si me llevaran en un vehículo''

Era un hombre que dentro del grupo sectario construía un liderazgo cada vez más notables por sus artes. 

La secta fue adquiriendo tintes gnósticos. 

Simón proponía una enseñanza donde Dios el Padre creó primero al Espíritu Santo, también conocido como Ennoia o Nous. Este Espíritu Santo, al entender la voluntad divina, descendió a los niveles inferiores del cosmos y dio origen a los ángeles y poderes. Estos ángeles, sin embargo, se llenaron de celos y deseos hacia el Espíritu Santo debido a su gran belleza, y la capturaron, aprisionándola en cuerpos materiales, condenándola así a la reencarnación continua en cuerpos humanos.

Simón se identificaba a sí mismo como la encarnación de Dios Padre, el Hijo de Dios, con la misión de liberar al Espíritu Santo de su esclavitud impuesta por los ángeles rebeldes. En su búsqueda terrenal, Simón encontró al Espíritu Santo en Elena, quien estaba atrapada en el cuerpo de una prostituta, y se casó con ella. Este relato sirve como una metáfora para todos los seres humanos, cuyos espíritus están confinados en cuerpos materiales, sugiriendo que la liberación espiritual es posible gracias a la gracia divina.

Además, Simón criticaba la Torá, afirmando que estaba corrompida y que no provenía de Dios, sino de un ángel caído. Entre las prácticas que promovía estaban el bautismo, la memorización de nombres de ángeles malvados para dominarlos, y un rito sexual llamado "Amor Perfecto", que simbolizaba la unión entre el Padre Dios y la Madre Dios.

Otras fuentes nos hablan de que en la apariencia de Simón el Mago se le tomaba por un hombre con tonsura céltica, que era aquella que se extendía de oreja a oreja. 

Simonía

La simonía es una herejía del siglo I de acuerdo a la Iglesia Católica, además de estar dentro de los pecados mortales: la avaricia. También es causal de excomunión.

Durante los siglos IX y X, la simonía se extendió en la Iglesia católica, convirtiéndose en un grave problema dentro del derecho canónico. En el siglo XI, este tema generó un gran debate. Desde el siglo IX, muchos abades y obispos se integraron en el sistema feudal, donde los señores consideraban las iglesias y sus bienes como parte de su patrimonio. Los príncipes controlaban las investiduras episcopales y decidían qué señores gestionaban las parroquias rurales, eligiendo curas que se quedaban con una parte significativa de los donativos de los feligreses.

En 962, el emperador Otón I de Alemania obtuvo del Papa Juan XII el derecho de designar a los Papas, consolidando este sistema. El emperador Enrique IV fue uno de los principales beneficiarios de esta práctica, promoviendo la investidura de laicos incompetentes como prelados y fomentando la simonía y el nicolaísmo.

Además, reyes y príncipes exigían servicios militares de los prelados, quienes a su vez se convirtieron en señores feudales, acuñando monedas y ejerciendo poder sobre sus territorios. Los prelados utilizaron diversos medios para aumentar su poder, incluyendo la venta de sacramentos y cargos eclesiásticos, estableciendo así dinastías de obispos.

Un aspecto central del debate fue la validez de las órdenes obtenidas mediante simonía, cuestionando si los clérigos que compraban sus cargos eran válidamente ordenados. El Corpus Juris Canonici, el Decretum y las Decretales de Gregorio IX abordaron el tema, así como las Siete Partidas, que estipulaban castigos severos para los culpables de simonía, como la privación de beneficios y la deposición de órdenes.

En 1494, Adán de Génova, un carmelita que predicaba contra la simonía, fue asesinado con veinte heridas en su cama, destacando la gravedad y la resistencia que enfrentaban quienes se oponían a esta práctica. 

Conclusión 

La simonía representa un momento oscuro en la historia de la Iglesia católica, reflejando cómo la búsqueda de poder y riqueza puede corromper incluso las instituciones más sagradas. Esta práctica no solo comprometía la integridad moral de la Iglesia, sino que también debilitaba su autoridad espiritual, alejando a los fieles y sembrando desconfianza en la institución religiosa que se supone debía guiar a las almas con pureza y rectitud.

Nos desafía a considerar hasta qué punto estamos dispuestos a comprometer nuestros valores y a recordar que la verdadera influencia y liderazgo se construyen sobre la base de la integridad y el servicio desinteresado, no sobre la explotación y la avaricia.

viernes, 17 de mayo de 2024

Martín de Azpilcueta - Comentario resolutorio de cambios (1556)

 


Siguiendo con la línea de comentarios resolutorios, el siguiente podcast nos habla sobre el Comentario Resolutorio de Cambios de Martín de Azpilcueta. Es una de las obras más importantes con respecto a los ''cambios'' que se entienden básicamente como un trueque en las transacciones comerciales. En el texto se abordan conceptos como la inflación, el préstamo, el valor del dinero, la velocidad de circulación del dinero, entre otros temas económicos bastante interesantes.

COMENTARIOS RESOLUTORIOS DE CAMBIOS


LA USURA Y ASEGURAMIENTO


Martín de Azpilcueta comienza explicando una frase de Gregorio IX:

''Quien presta cierta cantidad de dinero al que navega o va a las ferias, porque tomó sobre sí el peligro, esperando obtener algo más de lo que prestó, debe ser juzgado por usurario''

La primera parte nos presenta dos interpretaciones sobre el principio de usura. 

En la primera interpretación, que proviene de los doctores antiguos, se entiende que el usurario es aquel que recibe más de lo que presta y asume el riesgo del préstamo. En otras palabras, el prestamista se considera usurario si exige un pago adicional por el préstamo, incluso si está dispuesto a asumir el riesgo asociado con el mismo.

En cambio, en la segunda interpretación, respaldada por autores más recientes como Martín de Azpilcueta, se entiende que el usurario es aquel que presta dinero al que transporta mercancía por lugares peligrosos y exige un pago adicional por asegurar esa mercancía en tránsito. Aquí, el énfasis recae en el hecho de que el prestamista exige un pago adicional por un servicio adicional (el aseguramiento de la mercancía), lo que también se considera usurario.

En resumen, mientras que la primera interpretación se centra en la relación entre la cantidad prestada y el riesgo asumido por el prestamista, la segunda interpretación se enfoca en la inclusión de un pago adicional por un servicio adicional, independientemente del riesgo asumido.

Ahora bien, si bien la primera interpretación parece la más certera y adecuada, Azpilcueta nos dice que mirándola con madurez puede estar errada para ciertas ocasiones.

Esta nueva interpretación sugiere que quien presta dinero, incluso si asume el riesgo del préstamo, y cobra más de lo que prestó, debe ser considerado usurario. Esta interpretación, aunque parece general, se aplica específicamente a aquellos que prestan dinero para ser llevado a otra parte, ya sea por mar o para actividades comerciales en ferias. Además, se señala que esta interpretación se ejemplifica con el caso del préstamo a navegantes o comerciantes, pero se aplica de manera más amplia a cualquier situación de préstamo donde el prestamista obtenga un beneficio adicional.

Sin embargo, Azpilcueta se pregunta, el aseguramiento de la mercancía ¿no tiene ningún valor? Es decir, el prestatario que va por un lugar peligroso ¿debe asegurar la mercancía sin tomar nada a cambio? Parece que son dos cosas el pedir prestado y el asegurar la mercancía. Es lícito cobrar por el seguro de la mercancía, solo los prestamistas que cobran más de lo prestado son usureros, pero no los que quieren asegurar su mercancía, lo que no iría en contra de lo dicho por Gregorio IX. 

Azpilcueta da varios ejemplos sobre esto:

Se plantea un escenario en el que un mercader vende una mercancía a un precio justo pero luego la recompra por un precio más bajo, lo que no sería considerado usura ante Dios pero podría ser percibido así por otros. Se menciona que los tutores, curadores y jueces tienen restricciones en la compra de bienes para evitar fraudes. Además, se discute cómo manejar la restitución en el caso de préstamos de dinero con seguro, donde se establece que si se cobra un adicional por el préstamo o el seguro, se debe restituir esa parte adicional. Además se habla solo del préstamo de dinero y se introduce una presunción legal de usura si se cobra más de lo prestado, lo que no se aplica a otras transacciones financieras.

Plantea que, si el prestamista asegura las mercancías por una cantidad equivalente a lo que podría cobrar justamente otro asegurador, entonces no se consideraría usura. Sin embargo, si el prestamista cobra más de lo que prestó por el aseguramiento, se podría presumir que está actuando de manera usuraria. Esto sugiere que el aseguramiento, aunque necesario para proteger las mercancías, puede ser objeto de escrutinio legal y moral en términos de prácticas financieras justas.


LOS TIPOS DE CAMBIO


Concepto de cambio


Azpilcueta comienza esta parte estableciendo el concepto de cambio:

''Es truque de una cosa por otra, lo que los jurisconsultos también llaman truque''


Por lo tanto, el cambio no puede ser equiparado a transacciones como compra, venta, depósito, empréstito (lo que hoy se conoce como ''mutuo'') o arrendamiento. Se describe como un contrato innominado o sin nombre, que difiere en muchos aspectos de las transacciones mencionadas anteriormente.

Azpilcueta explica cómo se divide el concepto de cambio, señalando dos categorías principales: el cambio de dinero y el cambio de otras mercancías. 

Aunque el trueque de bienes materiales pueda parecer más natural, también se considera cambio el intercambio de monedas por monedas, siempre y cuando no se realice como precio sino como trueque. Se subraya que todo lo que es vendible es cambiable, y como el dinero es vendible, también puede ser objeto de cambio. Se ejemplifica con la situación común de intercambiar monedas de diferentes valores o metales, incluso aquellas de igual valor o metal, debido a preferencias personales o circunstancias particulares. La idea central es que el cambio no se limita solo al trueque de bienes materiales, sino que también abarca el intercambio de dinero por dinero o por otros bienes, siempre y cuando no se realice como una transacción de compra-venta.

El uso del término "cambio" en el lenguaje cotidiano y en la terminología escolástica no coincide plenamente con su significado original. Por un lado, se menciona que en España y en el latín utilizado por algunos escolásticos, el vocablo "cambio" no se emplea ampliamente de acuerdo con su significado original. Esto se debe a que en dicho contexto se suele limitar su uso a los trueques de dinero por dinero, así como a ciertos contratos que no son estrictamente trueques, como compraventas, alquileres y arrendamientos, siendo llamados incorrectamente "cambios". Por otro lado, se señala que en su sentido original, todos los trueques son cambios y viceversa. Además, se aclara que según la significación original, todo contrato de dinero por dinero que no sea gratuito constituye un cambio, ya sea un trueque, una compra, un depósito u otro tipo de transacción. Este desajuste en el uso del término se atribuye a diferencias entre el lenguaje común y la terminología jurídica o escolástica, donde las leyes de las partidas de España definen los trueques y permutaciones como cambios.

Azpilcueta propone una clasificación del cambio según distintos autores. Una de las más importantes categorías es la del cambio real y cambio seco, divididos según si el cambiador da antes de tomar o no.

  • Cambio seco: Se describe como un tipo de cambio imaginario que en realidad no constituye un cambio real. Se explica que en estos casos, el cambiador entrega algo antes de recibir algo a cambio, y debido a que esta entrega se hace sin que el cambiador haya recibido nada a cambio, se le denomina "seco". Esta descripción sugiere que el término "cambio seco" implica una especie de cambio unilateral o ficticio, donde una de las partes involucradas realiza una acción sin recibir una compensación inmediata.
  • Cambio real: Intercambio donde ambas partes reciben algo tangible a cambio, sin anticipación de entrega.
  • Cambio justo: Intercambio que no contiene elementos de injusticia o desequilibrio.
  • Cambio injusto: Intercambio que contiene elementos de injusticia o desequilibrio.
  • Cambio dudoso: Intercambio cuya justicia o equidad no está claramente definida o es incierta.
  • Cambio puro: Intercambio que no está mezclado con otro tipo de contrato
  • Cambio impuro: Intercambio que contiene elementos de otro contrato o acuerdo


Pero Azpilcueta nos dice que esta distinción es de poca importancia. Es mucho mejor comprenderla de la siguiente manera: 
  • Por oficio o trabajo de prestar, 
  • Por menudo, 
  • Por letras, 
  • Por traspaso real, 
  • Por interés, 
  • Por guarda, y 
  • Por compra, trueque u otro contrato innominado, 

Estos son más inteligibles y abren más la materia, y a estos se reducen el real y el seco, el claramente justo, el claramente injusto, el dudoso, el puro y el no puro. Se hablará más adelante en detalle de estos cambios.

ORIGEN DEL DINERO

El cambio es uno de los contratos más antiguos que existen, mucho más antiguo que la compraventa; de hecho, hay algunos bárbaros que todavía lo siguen ejerciendo. Luego de la invención del dinero, que fue absolutamente necesaria, cuyo precio fue objeto de ventas y compras reemplazando en gran parte al cambio (o trueque). El dinero sería la medida de las cosas vendibles.

Posteriormente, las monedas de diferentes regiones tenían valores relativos diferentes, lo que llevaba a la práctica del cambio de divisas para obtener beneficios. Por ejemplo, si una moneda valía menos en un lugar que en otro, se podía ganar dinero cambiándola de una región a otra donde tuviera más valor. Esta práctica se comparó con la situación contemporánea de Azpilcueta, donde algunas personas aumentaban su riqueza llevando monedas de menor valor a lugares donde valían más, como Flandes y Francia. Esta estrategia les permitía obtener ganancias significativas, pero también tenía implicaciones negativas, ya que importaban mercancías de poco valor desde esos lugares, lo que afectaba negativamente a la economía local.

Aristóteles y Santo Tomás de Aquino tienen puntos de vista distintos respecto al dinero. Aristóteles, en su obra "Ética a Nicómaco", ve al dinero como un medio de intercambio útil pero sin valor intrínseco. Considera que su principal función es facilitar el intercambio de bienes y servicios, pero advierte sobre los peligros de perseguir la riqueza por sí misma, ya que puede llevar a la corrupción moral y al desequilibrio social.

Por otro lado, Santo Tomás de Aquino, en su obra "Summa Theologiae", concibe al dinero como un instrumento necesario para la vida en sociedad, pero también le atribuye un valor moral. Considera que el dinero debe ser utilizado de manera justa y ética, en línea con los principios de la justicia y la caridad. Para Santo Tomás, acumular riqueza desmedidamente es un acto moralmente cuestionable, y sostiene que el dinero debe estar subordinado al bien común y al servicio de los necesitados. En resumen, mientras Aristóteles enfatiza el uso adecuado del dinero para evitar la corrupción, Santo Tomás añade una dimensión ética al considerarlo como un medio para promover el bien común y la justicia social.

Sin embargo, Santo Tomás también nos dice que si el dinero se intercambia moderadamente, entonces no habría problema en hacer el cambio con respecto a las divisas. 

Aunque el dinero se inventó originalmente como un medio de intercambio para facilitar el comercio de bienes y servicios, su uso para obtener ganancias a través del comercio no contradice su naturaleza.

Azpilcueta utiliza una analogía para ilustrar su punto: el uso de los zapatos. Mientras que el propósito original de los zapatos es proteger los pies y facilitar el movimiento, algunas personas pueden usarlos para obtener ganancias comerciando con ellos. A pesar de que este segundo uso difiere del propósito original, no se considera que vaya en contra de la naturaleza de los zapatos. De manera similar, el autor argumenta que el uso del dinero para obtener ganancias a través del comercio es un uso secundario y menos principal, pero aún así es adecuado para su propósito.

Es probable que el uso malicioso del dinero se vea en los préstamos en los cuales se produce efectivamente la usura, pero si esta es transparentada entonces no habría problema, es decir, si puede cobrar interés. 

La naturaleza de los contratos mediante los cuales se da y se toma dinero es diversa, y por lo tanto, las normas legales que los regulan también son diversas.

Primero, Azpilcueta menciona que la forma en que se da el dinero determina las condiciones bajo las cuales se puede tomar. Por ejemplo, si el dinero se da a través de una compra-venta o un trueque, solo se puede tomar una cantidad equivalente en valor. Si se da a través de un préstamo, ya sea para ser devuelto en la misma cantidad o en algo equivalente, no se puede cobrar interés. Además, si se da como prenda de una deuda propia, tampoco se puede cobrar interés.

Sin embargo, Azpilcueta señala que si el dinero se da a través de un contrato de alquiler, donde se usa para alegrar, honrar con su vista o para supuestamente sanar con su "caldo", o se da en prenda de una deuda ajena, entonces sí se puede cobrar un alquiler honesto. Esto se debe a que en este tipo de contrato, solo se está transfiriendo el uso temporal del dinero, no la propiedad del mismo, y el alquiler se basa en el tiempo durante el cual se toma prestado.

Por último, el autor advierte sobre la importancia de discernir entre lo que realmente está sucediendo y lo que se finge en un contrato. Si un cambiador de dinero está verdaderamente prestando su dinero, no puede cobrar ningún tipo de interés, incluso si simula que está realizando un cambio o un alquiler.


CAMBIO JUSTO Y LÍCITO

Para que la compra y venta sean justas, es menester que lo que se compra valga tanto como el precio que por ello se da; y al revés, que el precio sea tanto como ello valga. Así como también para que cualquier arrendamiento sea justo es necesario que valga tanto el uso de la cosa arrendada como el precio se da por él; y al revés, que tanto se dé por él como él valga. Así, para que el cambio o trueque sea justo y lícito, es necesario que lo que una parte da a la otra sea de igual valor que la que toma.

De donde se sigue que la compra de una mula que vale cien ducados por ochenta o ciento veinte es injusta, y también el arrendamiento de la casa por cuarenta o sesenta, cuando su uso vale por año cincuenta ducados.

El cambio que se realiza pagando por el tiempo empeñado no es lícito en ninguna de sus formas. Argumenta que los cambiadores no deben cobrar más de lo que valen los dineros intercambiados, salvo algunas excepciones justificadas. Condena la usura asociada con el cobro de intereses por el tiempo de espera en el cambio. Reconoce la validez del trueque siempre que ambas partes hayan hecho la entrega correspondiente. Además, defiende la flexibilidad en el trueque, indicando que no es necesario que los bienes estén físicamente presentes en el momento del intercambio, siempre y cuando estén disponibles en el futuro. En resumen, Azpilcueta aboga por prácticas financieras justas y equitativas, donde el cambio y el trueque se realicen de manera ética y sin abusos.


CAMBIO POR OFICIO

Para entender este tipo de cambio, Azpilcueta nos dice que existen ciertas dudas. Cayetano identificaba aquel cambio en que un cambiador presta dinero a aquellos que tienen necesidad, pero que recibe dinero solo por el tiempo que fue prestado aquel dinero. Esto por el riesgo que supone poder perder ese dinero que inicialmente se prestó. Durando y Medina están de acuerdo con este proceder. 

Juan Duns Escoto estaba de acuerdo con que un prestador pudiera cobrar por el tiempo del dinero prestado, y tanto mejor si la república pudiera ordenar dicho préstamo. Esto le quitaría el manto de ilicitud que supone el cobrar intereses por un préstamo, ya que, el tal cambiador, por prestar, deja de tratar y, por consiguiente, puede cobrar su interés como ganancia.

Azpilcueta nos da una serie de ejemplos:

El juez, el cura y el testigo, que no pueden recibir nada por sus sentencias, sacramentos y testimonio, pueden recibir algo para su sustentación y por los trabajos que en ello toman. El clérigo, por ir a dar una misa de aquí a dos leguas, o por estar en un lugar para darla hoy, con razón puede cobrar más que si aquí la diese.

El monte que llaman de la piedad es lícito y en él se permite que los pobres que reciben prestado den un tanto por un tanto, cada mes que lo recibiesen, como salario del que tiene cargo de guardarlo, regirlo y hacer los empréstitos.

Sin embargo, hay algunos contrarios a estas práctica donde se cobra por el dinero prestado por un tiempo, pues esto es pecado en sí. En cambio, los trabajos anteriormente señalados ya tienen un sueldo, y no tienen porqué tener un aumento extra. 

Ahora bien, este tipo de préstamo es lícito porque está permitido por la república, como bien lo hacen los montes de piedad. Es decir, es lícito que se cobre el trabajo por prestar


CAMBIO POR MENUDO

El cambio por menudo es aquel donde se cambia una moneda gruesa por una menuda, o viceversa. Los ejemplos son los siguientes:

  • Un ducado por once reales,
  • Trescientos setenta y cinco maravedís; o al revés, once reales, 
  • Trescientos setenta y cinco maravedís, por un ducado

  • Azpilcueta nos dice que la persona que se dedicara a estos cambios sería un aporte a la sociedad, dándole un sueldo ya sea de las rentas públicas o por medio de trueque. Esto podría aplicarse de igual manera al contraste, quien se preocupaba de pesar las monedas de oro y plata y decir cuánto vale cada una. 

    Existen algunos autores que hacer este tipo de cambio por medio de personas particulares estarían prohibidas por ciertos países, pero Azpilcueta no cree que sea así, ya que estos hombres no señalan las leyes que las prohíban, y las leyes actuales solo prohíben a las personas que se hacen pasar por cambiadores oficiales de la república. Además, la Pragmática permite cobrar un margen por el cambio de moneda. 

    Nadie debería ser forzado a dar más por una moneda de lo que está tasada oficialmente. Sin embargo, se reconoce que para ciertos usos específicos y por motivos particulares, a veces es aceptable que el poseedor de la moneda cobre un poco más. Esto se refiere a los "intereses singulares" reconocidos por el derecho, que podrían justificar un pequeño margen adicional en el cambio de moneda.


    CAMBIO POR LETRAS

    Azpilcueta define el cambio por letras de la siguiente manera:

    ''un traspaso virtual del dinero, por el cual quien lo quiere para otra tierra, lo da en esta, o lleva a cabo acciones que lo valgan, o en parte las hace, y en parte da al cambiador, o a algún otro que tenga allá dinero o créditos, para que le dé letras, por las cuales allá se le da una suma por valor de lo que él da o hace aquí, y le da un tanto más de ganancia, por hacérselo dar allá en virtud de aquellas letras''

    Si bien este cambio puede parecer tan noble como un contrato de compraventa, truque o empréstito, lo que lo diferencia es que éste tipo de cambio es un contrato innominado. En general, Los contratos innominados pueden darse diversas combinaciones, como "te doy para que des", "te doy para que hagas", "te doy para que hagas y des", etc. En el caso del cambio de letras, se da el dinero aquí para recibir las letras que permitirán obtener el dinero en otro lugar. Simplemente, este contrato tiene que ver con dar dinero a cambio de letras. 

    A diferencia del arrendamiento, en el contrato de cambio de letras sí se transfiere la propiedad del dinero al cambiador, quien lo entrega a cambio de las letras que le permitirán obtener el dinero en otro lugar.

    Martín de Azpilcueta critica duramente los cambios de letras que implican la toma de dinero de los cambiadores sin la intención de pagar en el lugar designado, sino en el lugar de origen. Estos cambios son considerados injustos y duramente inmorales por Azpilcueta, ya que el que toma el dinero no tiene dinero, crédito ni agente en el lugar designado, y solo lo toma para obtener ganancias aquí. Además, si el cambiador envía las cédulas allá y no se las cumplen, el cambiador debe devolverlas aquí, lo que implica una pérdida adicional.

    Azpilcueta también critica el cambio que implica dar dinero a alguien pagadero en un futuro, con el valor que tendría en el lugar designado. Considera que estos cambios son una forma de engañar a Dios y mostrar infidelidad, olvido o poca memoria, ya que no se reconoce que la divina sabiduría ve todas nuestras obras.

    Sin embargo, Azpilcueta sugiere que si el cambiador encuentra a alguien que quiera realizar un cambio verdadero y para socorrer la necesidad de otro, puede dejar de realizar el cambio fingido y ganar en un justo cambio. Esto no sería más que pedir su interés.

    El filósofo analiza la posición del doctor Soto sobre los cambios de letras dentro de un mismo reino, como de Medina a Toledo o Sevilla. Soto considera que estos cambios sí pueden ser lícitos, siempre que se hagan de manera sincera y sin fraude, cobrando una cantidad razonable por los menores riesgos y costos involucrados.

    Azpilcueta está de acuerdo con Soto, argumentando que la misma razón que justifica el cambio de letras de aquí a Roma también justifica el cambio dentro del reino, siempre que se haga de manera honesta. Incluso considera que prohibir estos cambios dentro del reino sería ir en contra de la ley divina, canónica y civil, ya que privaría a estudiantes, peregrinos y otros negociantes de un medio útil y seguro para trasladar dinero entre ciudades.

    Sin embargo, Azpilcueta reconoce que sí hay razón para prohibir los cambios en los que el cambiador da primero para recibir más después, ya que en esos casos sí se pueden paliar usuras. Pero considera que esta prohibición no sería muy efectiva, ya que los usureros buscarían formas de eludirla, y sería mejor que los jueces examinaran los cambios pasados y castigaran a quienes los hicieron de manera fraudulenta.

    Tras la implementación de medidas moderadoras por parte de Su Majestad Real para limitar las ganancias excesivas en los cambios de letras, se procedió a prohibir completamente los cambios dentro de toda España. Esta prohibición incluye la restricción de cambios desde los reinos de Castilla hacia Aragón, Cataluña y Valencia, e incluso dentro de los propios reinos de Castilla, con ciertas limitaciones para casos específicos donde el cambiador recibe el dinero antes de entregarlo, bajo las condiciones ya mencionadas.

    Azpilcueta expresa su deseo de que estas disposiciones se implementen con la misma vigilancia, integridad y constancia con las que se han establecido. Sin embargo, expresa su preocupación de que esta regulación no se cumpla de manera efectiva, especialmente en los reinos donde el valor del dinero es mayor y hay más mercancías, ya que los poseedores de dinero en esos lugares podrían no estar dispuestos a darlo antes para recibir un pago menor en otros lugares. Esta preocupación se extiende a los cambios desde Flandes y Portugal hacia España, donde se espera que se mantenga la integridad y vigilancia en la ejecución de estas medidas.


    CAMBIO POR TRASPASO

    El cuatro cambio a analizar es el cambio por traspaso que Azpilcueta define de la siguiente manera:

    ''Se hace comprando, trocando, o dando por otro contrato innominado la moneda que vale menos en una tierra que en otra, o porque no circula en ella, o porque no vale tanto su metal allí como en otra, o por estar quebrada, desfigurada, raída, gastada, o falta de peso; y llevándola después a otra tierra donde valga más, o porque no se pesa en ella, o porque circula, etc., donde la conmuta por otra que vale más donde aquella valía menos: presuponiendo que se haga guardando la debida igualdad, porque todo esto es venta, compra, trueque u otro contrato innominado de los de ‘te doy para que des, etc.’, como más abajo se explica''

    Este tipo de cambio implica la compra o venta de monedas en un lugar donde valen menos, con el fin de luego llevarlas a otro lugar donde valgan más. Esto se puede hacer comprando monedas que valen menos en una tierra y luego cambiándolas por otras que valen más en otra región, siempre y cuando se cumplan ciertas condiciones de igualdad y no se violen los precios establecidos por la ley. Azpilcueta sostiene que este tipo de cambio es lícito, siempre que se realice de manera justa y no se utilice para explotar a los demás, como podría ser el caso si se traspasase moneda vedada o se adelantase el precio injustamente.



    CAMBIO POR INTERÉS

    Este cambio también sería lícito y se define como

    ''Si el cambiador trata en mercaderías y, por prestar a quien esto le conviene, deja de tratar, entonces puede cobrar sus intereses, así el de la ganancia como por la pérdida; porque (como lo probamos por extenso en otra parte) cualquier mercader los puede cobrar con ciertas condiciones''

    Cuando se dice ''deja de tratar'' significa ''deja de prestar''. De esta forma, cuando se deja de prestar el objeto, entonces se pueden cobrar los intereses de ese préstamo, como ya se probó a licitud del mismo. Se cobra, entonces la ganancia que por prestar deja de ganar en su oficio de prestar.

    Sin embargo, ¿qué ocurre cuando un individuo que toma una decisión específica que implica dejar de realizar un cambio verdadero para ayudar a otro en un cambio fingido?

    Un cambio fingido se refiere a una transacción o intercambio que se presenta como verdadera o real, pero en realidad no lo es. Esto implica que el cambio no tiene un valor o contenido real, sino que se presenta como tal para engañar o manipular a las partes involucradas.

    La práctica de llevar a cabo cambios fingidos mientras se sigue realizando transacciones verdaderas conlleva una serie de consecuencias negativas. Entre ellas se encuentran la posibilidad de cobrar intereses falsos, lo que puede considerarse una práctica deshonesta y engañosa. Esta falta de sinceridad en las operaciones comerciales puede llevar al engaño de las partes involucradas y de terceros, erosionando la confianza y la integridad en las relaciones comerciales. Además, el texto sugiere que esta conducta también puede tener implicaciones espirituales, al cuestionar la moralidad de las acciones y recordar la creencia en una supervisión divina que escudriña no solo las acciones externas, sino también los motivos y corazones de las personas involucradas.

    Sin embargo, Azpilcueta nos dice que puede estar justificada la acción como dicen los doctores de París, Antonio Coronel y Luis Coronel, quienes argumentan que los mercaderes pueden cobrar intereses de manera más justificada si esperan más tiempo para el pago. Esto se basa en la idea de que el cambio de interés es mayor cuanto más tiempo se deja de ganar dinero. Por lo tanto, sugieren que esperar hasta las segundas o terceras ferias para recibir el pago puede justificar un interés mayor que si solo se espera hasta las primeras ferias.

    Un cambiador peca mortalmente si abandona por completo su actividad mercantil para dedicarse exclusivamente al cambio, cobrando intereses fijos o variables. También se menciona que pecan aquellos que, dedicando su dinero al cambio, no dejan de realizar otras actividades mercantiles. Ambos casos implican la obligación de restituir lo ganado de manera indebida.


    CAMBIO POR GUARDA


    Otro de los cambios lícitos:

    ''Esto es, que puesto que hay ley, costumbre, o estatuto de que el cambiador sea guardián, depositario y fiador del dinero que le diesen o cambiasen, para aquello de lo que tuvieran menester los que se lo dan o envían, y está obligado a pagar a los mercaderes o a las personas que los depositantes quisieran, en tal o tal manera, entonces este puede cobrar su salario justo, o de la república o de las partes depositantes, porque este oficio y carga es útil a la república y no contiene maldad alguna, y es justo que el que trabaja gane su jornal''


    Este cambiador tiene una gran responsabilidad en la guardia de todos aquellos quienes confían su dinero. Es un trabajo que se realiza con mucha incomodidad y con el riesgo de equivocar cuentas. Azpilcueta nombra a este cambio: nombrado, justo y santo.

    Estos cambiadores tienen derecho a cobrar un salario justo por su labor de ser guardianes, depositarios y fiadores del dinero que reciben para cambiar. Esta práctica es considerada útil para la república y justa para quien trabaja. Sin embargo, se critica el abuso de algunos cambiadores que cobran comisiones injustas, como el cinco por millar, especialmente cuando se trata de pagos al contado. Se mencionan tres excepciones en las que este tipo de comisión puede ser legítima: cuando se paga al mismo depositante, cuando se ajusta el precio de las mercancías para compensar el cambio al contado y cuando los receptores aceptan pagar la comisión voluntariamente. En resumen, se condena el cobro excesivo de comisiones como una forma de robo e injusta extorsión, excepto en casos específicos donde se justifica por el trabajo y la función del cambiador.

    Ahora bien, los cambiadores no están exentos de cometer pecado en su labor, así como tampoco aquellos que pagan sus servicios.


    CAMBIO POR COMPRA, TRUEQUE O CONTRATO INNOMINADO

    El tipo de cambio por compra, trueque o contrato innominado se refiere a las transacciones en las que se intercambian bienes o servicios por dinero, bien sea mediante la compra de bienes, el trueque directo de mercancías o cualquier otro tipo de acuerdo de intercambio que no tenga una designación específica.

    Aunque la compra se considera un contrato nominado con una estructura legal definida, el texto argumenta que, en términos de equidad y justicia en la transacción, no hay diferencia significativa entre la compra y otros contratos innominados. El objetivo principal es determinar cómo se puede llevar a cabo un intercambio justo y legítimo, estableciendo condiciones éticas para estas transacciones, independientemente de su designación formal.

    Por ejemplo, en un escenario donde alguien entrega cien unidades monetarias en una ciudad llamada Medina, con la expectativa de recibir ciento diez en otra ciudad llamada Flandes, o viceversa. La discrepancia en la cantidad intercambiada y la posibilidad de cobrar más o menos por adelantar o demorar el pago hacen que estos contratos sean considerados ilícitos, ya sea que se definan como trueques o compras formales. Además, se plantea la discusión sobre si estos intercambios deben clasificarse como compras, trueques o contratos innominados, destacando que la justicia en la transacción no depende tanto de su etiqueta legal, sino de la equidad en las condiciones del intercambio.

    De eso se siguen ciertas conclusiones:

    1. De donde se sigue lo primero que no hay por qué malgastar el tiempo ni romperse la cabezas en averiguar cuál es la opinión más verdadera: si la que dice que el próximo contrato que se va a describir es compra, la cual sostiene Cayetano, y creen poder sostener Calderino y Laurencio, o la que dice que es trueque, como lo afirma Soto y antes Calderino y Laurencio, o si es contrato innominado, es decir, ‘te doy para que me des, etc.’, la cual, por ventura, se podría más fácilmente sostener por lo que dijimos arriba sobre el tipo de cambio por letras, y por otras razones que podríamos añadir
    2. Para satisfacer a todas las opiniones, debemos usar este vocablo de conmutar, que es general a todos los susodichos y a cualesquiera otros contratos, por los cuales alguna cosa pasa de uno a otro. 
    3. Que dicho cambio (comoquiera que se llame) es lícito si se hace justamente, y de otra manera no lo es, y se hace con justicia cuando concurren dos cosas. La una, que por el dinero que se conmuta se dé su justo valor. La otra, que no se reduzca su valor por haberse entregado más tarde, como ya apuntó bien Cayetano, y antes y mejor que todos, Silvestro. Dos cosas que, aunque ni ellos ni otros las apuntaran, se prueban por las dos reglas expuestas arriba. 
    4. El dinero puede ser objeto de intercambio al igual que otras mercancías, y que para obtener beneficios justos se debe comprar cuando su valor es más bajo y vender cuando es más alto. Se hace referencia a la idea de que el dinero puede ser intercambiado por otro bien, una noción respaldada por Santo Tomás de Aquino. Esto implica que, al igual que cualquier otro producto, el dinero puede ser utilizado estratégicamente para generar ganancias mediante transacciones comerciales.
    5. La resolución de este problema radica en comprender cuándo y por qué un tipo de dinero tiene un valor superior o inferior a otro. Se argumenta que es fundamental conocer el valor de ambas monedas para determinar si un intercambio es justo. Esto significa que la equidad en el intercambio solo puede lograrse si se intercambia el dinero por su valor real en relación con el otro tipo de moneda involucrada

    Existen ocho motivos que explican por qué un tipo de moneda puede tener un valor superior o inferior al otro en un intercambio. El primero se refiere a diferencias en el metal utilizado, donde el oro a veces vale más que la plata debido a su facilidad de transporte. El segundo motivo se relaciona con las variaciones en el quilate del metal, lo que puede afectar el valor de los ducados, por ejemplo. El tercer motivo aborda las disparidades en el peso o la figura de las monedas, donde un ducado bien conservado puede valer más que uno dañado.  

    El cuarto motivo explica que una moneda puede valer más en un lugar que en otro debido a diferencias en el valor del metal o a decisiones gubernamentales que aumentan su precio en ciertas regiones. Por otro lado, el quinto motivo aborda la fluctuación del valor de las monedas debido a cambios en la política monetaria o la desconfianza en su estabilidad, lo que puede influir en su aceptación y valoración en el mercado.  

    El sexto motivo destaca la influencia del tiempo en el valor del dinero, indicando que su precio puede fluctuar debido a circunstancias como la necesidad inmediata o la abundancia futura. Sin embargo, señala que el valor del dinero no está determinado únicamente por el tiempo, sino que también puede ser afectado por otros factores mencionados anteriormente. Los cambiadores y mercaderes cometen un error al considerar que es justo cobrar más por el tiempo que el dinero estuvo en su poder sin que pudieran aprovecharlo. Además, sostiene que cuando alguien presta dinero y su valor aumenta, es lícito solicitar la ganancia debido al incremento de su valor y al tiempo transcurrido.

    Cuando alguien presta dinero y su valor aumenta después del préstamo, es legítimo que el prestamista solicite una cantidad mayor al devolverlo, ya que el dinero prestado ahora vale más de lo que valía cuando se otorgó el préstamo. Esta conclusión se deriva de varias fuentes legales, incluyendo la obra de Bártolo. Además, Azpilcueta critica la analogía propuesta por Soto, que compara este escenario con el préstamo de un bien tangible, argumentando que el aumento en el valor del dinero no altera su esencia, a diferencia de un cambio físico en un bien tangible. Esta distinción es crucial para comprender que el incremento en el valor del dinero no es simplemente una cuestión de la fluctuación del tiempo, sino también una valorización intrínseca determinada por factores externos, como decisiones gubernamentales o cambios en la economía, lo que justifica la solicitud de una cantidad mayor al devolver el préstamo de dinero.



    EL VALOR DEL DINERO

    De acuerdo con Azpilcueta, el dinero tiene un valor que sube baja dependiendo si existe la necesidad o no del mismo. 

    • Vale más cuando hay escases del mismo
    • Vale menos cuando hay abundancia del mismo
    De la misma opinión son Calderino, Laurencio Rodolfo y Silvestro, además de Cayetano y Soto. 

    Este es el concepto común que se tiene sobre el valor del dinero, que incluso lo buenos y malos de toda cristiandad lo entienden, y por ello, en palabras de Azpilcueta:

    ''Parece voz de Dios y de la naturaleza''

    Como dice el segundo punto, todas las mercancías se encarecen por la gran necesidad que hay en ellas y la poca cantidad. Así, mismo, el dinero también se encarece de la misma forma. 

    Azpilcueta lo ejemplifica de este modo: 

    ''que todas las otras cosas vendibles, incluso las manos y los trabajos de los hombres, se dan por menos dinero que en donde hay abundancia de él. Como por experiencia se ve que, en Francia, donde hay menos dinero que en España, valen mucho menos el pan, el vino, los paños, la mano de obra, los trabajos; y también en España, en la época en la que había menos dinero, se daban las cosas vendibles, la mano de obra y el trabajo de los hombres por mucho menos dinero que después, cuando se descubrieron las Indias y se cubrió el reino de oro y plata. La causa de esto es que el dinero vale más donde y cuando falta que donde y cuando abunda, y lo que algunos dicen, que el hecho de que la falta de dinero baje todo los demás nace de que, si sube de sobra, lo hace parecer más bajo, igual que un hombre bajo junto a uno muy alto parece más pequeño que junto a alguien de su estatura''

    Es más, dice Azpilcueta, por la falta de moneda de oro, más crecerá su valor, para que se den por ella monedas de plata o de otro metal. 

    Azpilcueta nos señala que incluso en Portugal se han dado ejemplos extremos de este fenómeno. Por ejemplo, en tiempos de escasez de plata, la gente estaba dispuesta a pagar más por una moneda de diez ducados de lo que normalmente valdría. Esto puede ocurrir porque la plata escasa hace que otras monedas, como las de oro, sean más apreciadas y se estén dispuestas a intercambiar más por ellas.

    Lo mismo ocurre con la escasez de monedas de menor valor, como las de cobre, puede aumentar su valor relativo, ya que las personas están dispuestas a pagar más oro o plata por ellas de lo que solían hacerlo. Un ejemplo concreto dado es el caso en Portugal donde, en tiempos de abundancia, se cambiaban ciento seis maravedís por un tostón, pero en tiempos de escasez, solo se necesitaban noventa y cuatro maravedís para obtener un tostón.

    Sin embargo, por otro lado, Azpilcueta nos dice que existen otras voces señalando que el valor del ducado o escudo es constante, independientemente de las fluctuaciones en la cantidad de dinero circulante. Afirma que su valor está fijado por autoridades como el Papa, el rey o la costumbre, y este valor no varía según la oferta y la demanda. A partir de esto, se dice que existen dos tipos de ducados: 

    • Aquellos utilizados por los mercaderes en transacciones comerciales y 
    • Aquellos utilizados por el pueblo en sus gastos diarios. 
    Mientras que los primeros pueden fluctuar en valor, los segundos mantienen un precio común. 

    Por lo demás, estos dicen, ¿cómo la moneda va a tener un valor distinto? ¿qué hace que tenga un valor distinto? estos hombres dicen que solo su imaginación haría que tengan un valor distinto, y en consecuencia, no pueden los mercaderes fijar su precio. 

    No obstante aquello, Azpilcueta nos dice que aunque pueda parecer que el valor del ducado no varía independientemente de la oferta y la demanda de dinero, en realidad, el valor del dinero está intrínsecamente relacionado con la disponibilidad de mercancías en el mercado. Cuando hay una falta general de dinero, el valor relativo de cada unidad monetaria puede no aumentar, pero en términos absolutos, todo el dinero tiene más poder adquisitivo debido a la mayor disponibilidad de mercancías para comprar con él. Por lo tanto, aunque el valor del ducado individualmente no cambie, el poder adquisitivo del dinero en general sí aumenta en condiciones de escasez, lo que afecta indirectamente el valor del ducado.

    En consecuencia, la necesidad de establecer precios comunes para los ducados utilizados por el pueblo en sus transacciones diarias no es tal. La creación de ducados imaginarios con precios fijos para cada lugar de intercambio sería impracticable y absurda. En lugar de establecer precios comunes, se sugiere que el valor de la moneda debe fluctuar según la oferta y la demanda, como ocurre con los ducados utilizados en el comercio entre mercaderes. Además, se señala la complejidad y falta de sentido de establecer precios específicos para cada lugar de intercambio, ya que esto requeriría una gran cantidad de ducados imaginarios, cada uno con su propio valor según la ubicación geográfica.

    De esta forma, Azpilcueta nos señala las siguientes características:
    1. El valor de la moneda según su escases
    2. Absurdo de crear valor imaginario a los ducados
    3. Imposibilidad de establecer un valor estándar para los ducados
    4. El valor del dinero no solo está determinado por su material, sino también por su función como medio de intercambio y medida de valor.
    5. El valor del dinero puede cambiar por distintas circunstancias
    6. La variación del dinero depende de la oferta y demanda que se da en un lugar
    7. Lo anterior se prueba por la diferencia de valor entre los maravedís y los reales
    8. La diferencia en el valor del dinero entre dos lugares puede justificar un beneficio adicional para el prestamista
    9. El prestamista no puede beneficiarse de la variación en el valor del dinero entre diferentes lugares al cobrar más de lo prestado originalmente
    10. El principio de equidad en las transacciones financieras se aplica no solo a Medina y Lisboa, sino también a cualquier par de ciudades donde el valor de una moneda varíe
    11. Quien presta en un lugar donde el dinero vale más debería recibir más si se le paga en un lugar donde vale menos, y viceversa
    12. Es usura cambiar un ducado español, que vale once reales, por otro ducado en Roma que vale doce o trece carlines, los cuales se consideran iguales a nuestros reales

    Todas estas conclusiones se erigen sobre la base del principio de equidad en las transacciones financieras. 




    DINERO PRESENTE Y DINERO AUSENTE

    Con respecto a la cantidad de dinero presente y ausente, Azpilcueta nos dice que la ausencia de dinero hace justamente que el dinero sea de menor precio. Silvestro sostiene que la ausencia del dinero es el único factor que reduce su valor en el lugar donde está ausente. Aunque esta opinión podría ser controvertida para algunos, Cayetano también comparte esta perspectiva, al igual que Calderino y Laurencio Rodulpho, quienes sostienen esta idea desde antes.

    Toda mercancía comprada en un lugar lejano tiene costos asociados de adquisición y transporte, valorables en dinero. Incluso si un comerciante obtiene la mercancía a través de parientes, amigos o agentes sin coste directo, sigue existiendo un costo indirecto que eventualmente deberá compensar. Además, una obra o servicio no pierde su valor solo porque alguien lo haga gratuitamente, y no se puede negar el pago prometido a una persona por realizar un viaje solo porque encontró quien cubriera sus gastos y le pagara por acompañarlo

    El doctor Medina señala que la ausencia no disminuye el valor del dinero, pero el autor contrapone que los peligros y gastos para obtener dinero lejano sí justifican una menor valoración. El doctor Soto también es citado, afirmando que la ausencia y los peligros no disminuyen el valor del dinero, pero el autor argumenta que estos costos siempre están presentes de alguna manera. Finalmente, se ilustra que el valor de una mercancía o dinero en un lugar lejano puede ser mayor debido a su local valor, aunque su valor disminuya algo al trasladarlo, sigue siendo generalmente más alto que el local.

    A partir de esto, Azpilcueta desarrolla las siguientes conclusiones:

    Primero, se afirma que la compra de dinero en otro lugar puede ser ventajosa debido a la diferencia de valor entre el dinero presente y ausente. Segundo, se sugiere que si no estuviesen prohibidos los cambios dentro del reino, se podrían hacer transacciones similares en diferentes ciudades, debido a la igualdad de valor del dinero en diferentes lugares del reino. Tercero, se indica que el valor del dinero disminuye más cuanto más lejos y peligroso sea su transporte. Cuarto, el dinero en Flandes tiene un valor mayor que en Medina, y aunque la ausencia reduce su valor, no lo hace tanto como para que no siga siendo más valioso en Medina. Quinto, los ducados de Flandes cuestan más en Medina porque su valor en Flandes es mayor. Sexto, cambiar dinero de Medina a Flandes es más barato que de Flandes a Medina por el mismo motivo. Séptimo, a veces se cambia dinero a la par entre Medina y Lisboa debido a la igualdad en el valor causado por la ausencia, lo que no ocurre entre Medina y Flandes debido a la mayor diferencia de valor. Octavo, estas conclusiones no se aplican cuando el dinero se entrega en el mismo lugar donde se realiza el cambio, ya que no hay costos ni riesgos asociados.



    CREDITOS Y CAMBIOS INTERNACIONALES

    Azpilcueta nos habla de este tema con respecto a ciertos casos. Existe una práctica que implica dar dinero en una feria de una ciudad para ser pagado en otra ciudad a una fecha futura, a veces a la par o con un pequeño porcentaje de ganancia. Este ciclo se repite entre ferias y ciudades como Medina, Lisboa, Flandes, y otras. Por ejemplo, uno puede dar dinero en Medina en mayo para ser pagado en Lisboa en julio, y luego en Lisboa para ser pagado en Medina en octubre, y así sucesivamente, con variaciones en el porcentaje de ganancia. Aunque algunos como el doctor Soto lo cuestionan, muchas personas viven exclusivamente de esta actividad.

    Contra este tipo de trato existe lo siguiente: la compra y venta de dinero no puede justificarse por la vía del comercio habitual, ya que implicaría intercambiar sumas de dinero de mayor valor por sumas de menor valor, lo que se considera injusto. Además, se refuta la idea de que el simple cambio de monedas pueda justificar este tipo de transacción, ya que no se cumple la condición de igualdad de valor entre las monedas intercambiadas en diferentes lugares. Se concluye que cualquier trato en el que se obtenga un beneficio adicional debido a una espera o dilación se considera usurario según ciertas autoridades, lo que invalida esta práctica. En resumen, se sostiene que este tipo de transacción es injusto y no puede ser justificado bajo ningún principio ético o económico aceptable.

    Sin embargo, pese a estos argumentos, Azpilcueta cree que esta actividad es lícita por los siguientes puntos:

    • Primero, condenar a los mercaderes que participan en ella sería perjudicial para el comercio en general.
    • Segundo, se sostiene que sin este tipo de trato, las relaciones comerciales con otros países se verían afectadas y la economía sufriría.
    • Tercero, se fundamenta en la idea de que el dinero tiene diferente valor según esté presente o ausente, así como según la oferta y demanda en diferentes lugares.
    • Además, se rebate la noción de que el valor de cien unidades presentes sea igual al de cien unidades ausentes, argumentando que pueden variar según la situación económica y geográfica.
    • Finalmente, se justifica este tipo de trato a través del trueque y otros contratos, aunque se reconoce que la manera de salvar propuesta por el doctor Soto no es aplicable en este caso específico.

    Además de esto, la transacción debe tener las siguientes condiciones: Primero, argumenta que el trueque o cambio de dinero debe ser justo, es decir, involucrar dinero que pertenece realmente a ambas partes. Segundo, sostiene que el dinero ausente no debe ser valorado menos que el presente. Tercero, concluye que el dinero presente no puede ser trocado por dinero ausente a menos que se dé algo de valor equivalente al ausente. Además, se plantea que este tipo de trato no debería permitir aumentar ni conservar el dinero sin un costo o riesgo significativo, y que los beneficios obtenidos injustamente deberían ser restituidos. Sin embargo, se sugiere que bajo ciertas condiciones específicas, como el intercambio legítimo y justo, la demora en los pagos podría ser aceptable. Se establecen condiciones adicionales para garantizar la equidad en el intercambio, incluyendo la intención mutua de las partes y la consideración del tiempo y el plazo hasta la fecha de pago.


    Conclusión
    La serie de elementos que tiene este texto con respecto a la economía, es absolutamente interesante. Definitivamente, Azpilcueta agrega y justifica el cobro de intereses bajo ciertas condiciones, el valor del dinero como naturaleza propia del mismo, y el análisis de la importante situación de los metales extraídos de las indias a Europa que habría producido el fenómeno inflacionario de su tiempo.