Este capítulo critica duramente la corrupción del régimen eclesiástico bajo el papado, en contraste con la pureza del gobierno eclesiástico de la Iglesia primitiva. Se expone cómo la jerarquía papal ha distorsionado la forma original de elegir y ordenar a los ministros, y cómo ha degenerado en un sistema de opresión y abuso. A lo largo del capítulo, se hace una comparación entre las prácticas eclesiásticas actuales y las de la Iglesia primitiva, revelando cómo el papado ha pervertido los principios originales.
Elección de los obispos:
El capítulo comienza criticando la elección de los obispos en la Iglesia romana, señalando que actualmente los obispos no son seleccionados por su doctrina, sino por su habilidad en asuntos jurídicos y administrativos, algo muy alejado del espíritu de la Sagrada Escritura. A menudo, los obispos son seleccionados sin considerar su idoneidad moral o doctrinal, e incluso se elige a niños como obispos, lo que es considerado una aberración. Además, el pueblo ha sido completamente despojado de su derecho a participar en la elección de sus pastores, algo que era común en la Iglesia antigua.
Falta de examen y aprobación popular:
La elección de los obispos, que antiguamente requería el consentimiento del pueblo, ahora está en manos de los canónigos, que otorgan los cargos a quienes desean, sin permitir que el pueblo participe en el proceso. Se critica esta práctica como una violación directa de la tradición de la Iglesia primitiva, en la que el consentimiento popular era fundamental para la elección de los obispos, como lo recomendaban san Cipriano y otros Padres de la Iglesia.
Abusos en la elección de presbíteros y diáconos:
En cuanto a la elección de los presbíteros y diáconos, se denuncia que no se les elige para enseñar, sino para realizar rituales, sin cumplir el verdadero ministerio que les fue asignado por la Escritura. Los presbíteros son ordenados sin un lugar de servicio específico, y se omiten los exámenes rigurosos y el consentimiento popular que eran esenciales en la Iglesia primitiva.
Simulación en la colación de beneficios:
La colación de beneficios es señalada como un sistema corrupto, donde los cargos eclesiásticos son otorgados como recompensa por servicios o favores personales, lo que recuerda la práctica de la simonía, condenada por la Iglesia. Muchas veces, se acumulan beneficios en manos de personas no aptas, lo que lleva a que se compren o intercambien como mercancía.
Acumulación de beneficios:
Se critica duramente la acumulación de beneficios eclesiásticos, señalando que es común que una sola persona controle varios cargos, a menudo sin poder atender ninguno de ellos. Esto demuestra que el sistema actual está completamente alejado del ideal apostólico de los verdaderos pastores que debían guiar y enseñar a su rebaño.
Corrupción de los sacerdotes y su ministerio:
Tanto los sacerdotes monásticos como los seculares son señalados por su falta de cumplimiento de las responsabilidades propias de su ministerio. En lugar de enseñar o administrar los sacramentos, muchos se dedican a actividades irrelevantes, como cantar misas o realizar rituales vacíos, ignorando por completo la necesidad de guiar espiritualmente a sus comunidades.
Los canónigos y otros cargos eclesiásticos:
Los canónigos, deanes, capellanes y otros que viven de los ingresos eclesiásticos son criticados por no cumplir con las funciones que la Iglesia antigua esperaba de ellos. No predican, no administran la disciplina y no ejercen el ministerio de los sacramentos. En cambio, se dedican a ceremonias vacías y ostentosas, alejadas del verdadero deber pastoral.
Falta de residencia de obispos y párrocos:
Se critica a los obispos y párrocos por no residir en sus parroquias, algo que es considerado esencial en la Iglesia primitiva. Muchos no visitan sus iglesias, salvo para recolectar las rentas, lo que muestra una completa desconexión entre el pastor y su rebaño.
Justificación de la jerarquía papal:
Finalmente, se refuta el argumento de que el poder de los obispos y el papado es una continuación de la jerarquía apostólica. El capítulo señala que la actual jerarquía eclesiástica es una caricatura de la Iglesia primitiva, ya que se basa en el poder y la pompa, en lugar del servicio y la humildad que caracterizaban a los apóstoles y los primeros ministros de la Iglesia.
En resumen, este capítulo expone cómo el sistema de gobierno eclesiástico ha sido corrompido por el papado, desviándose de las prácticas y enseñanzas de la Iglesia primitiva. La falta de examen doctrinal, la acumulación de beneficios, la ausencia de responsabilidad pastoral y la avaricia han destruido el orden que originalmente se seguía, dando paso a un sistema opresivo y abusivo.
Capítulo VI: El Primado de la Sede Romana
Este capítulo cuestiona la legitimidad del primado de la Sede romana y la idea de que el Papa es la cabeza necesaria para la unidad de la Iglesia Católica. Se argumenta que dicha pretensión no tiene fundamento en la institución de Jesucristo ni en la práctica de la Iglesia primitiva. A través de un análisis detallado, se pone en duda la afirmación de que la autoridad del Papa provenga directamente de Cristo, como sostienen los defensores del papado.
En primer lugar, el capítulo aborda la analogía que hacen los papistas entre el sumo sacerdocio del Antiguo Testamento y el papado. Sin embargo, esta comparación se rechaza, argumentando que el sacerdocio levítico era una figura de Jesucristo y que, con la venida de Cristo, este sacerdocio fue transferido a Él. Por lo tanto, no hay justificación para que el Papa asuma un rol equivalente en la Iglesia moderna, ya que Cristo es el único mediador y no necesita un vicario en la tierra.
Otro aspecto clave es la interpretación de Mateo 16,18-19, donde Cristo le dice a Pedro que sobre esta roca edificará su Iglesia y le entrega las llaves del reino de los cielos. Los papistas interpretan esto como la designación de Pedro como cabeza de la Iglesia universal. Sin embargo, el autor sostiene que este pasaje no confiere a Pedro una autoridad especial sobre los demás apóstoles. De hecho, Pedro mismo exhorta a otros presbíteros a que también apacienten el rebaño, lo que indica que el poder de atar y desatar era compartido entre todos los apóstoles.
El autor también analiza el concepto de las llaves del reino de los cielos, que los papistas interpretan como un símbolo de la autoridad exclusiva del Papa. No obstante, el capítulo aclara que las llaves representan el poder de predicar el Evangelio y reconciliar a los hombres con Dios, una tarea común a todos los apóstoles y no exclusiva de Pedro. El texto enfatiza que la verdadera autoridad reside en Cristo y que el poder conferido a los apóstoles fue compartido por igual entre ellos.
Finalmente, se discute la idea de que Pedro fue el primer obispo de Roma y que, por ello, la Sede romana debe tener primacía sobre toda la Iglesia. El autor rechaza esta noción, señalando que no hay evidencia concluyente de que Pedro haya sido obispo de Roma durante mucho tiempo. Además, argumenta que, aunque Pedro tuviera alguna preeminencia entre los apóstoles, esto no justifica que sus sucesores en Roma asuman un rol de autoridad suprema sobre todas las iglesias del mundo.
Capítulo VII: Origen y crecimiento del papado hasta su grandeza actual, y la opresión de la libertad de la Iglesia
Este capítulo expone la evolución histórica del papado desde sus inicios hasta convertirse en la poderosa institución que oprimió la libertad de la Iglesia y distorsionó la equidad. Se cuestiona la legitimidad del primado de la Sede romana, comenzando por el hecho de que, en los concilios antiguos, el obispo de Roma no ocupaba una posición superior a los demás. En el concilio de Nicea, por ejemplo, el obispo de Roma sólo fue reconocido como uno de los patriarcas, pero sin ejercer una autoridad universal. Los representantes enviados por el Papa ni siquiera ocuparon los primeros lugares, lo que indica que no se le reconocía como cabeza de la Iglesia.
A lo largo de la historia, Roma intentó ganar autoridad mediante sutiles manipulaciones, como se evidencia en el concilio de Éfeso, donde el obispo de Alejandría actuó como representante del Papa para elevar la dignidad de la Sede romana. Sin embargo, los papas no siempre presidieron los concilios, como en el caso del concilio de Calcedonia, donde el Papa León presidió sólo por concesión especial del emperador, lo que demuestra que su preeminencia no era un derecho.
El capítulo también explora cómo la Sede romana fue ganando poder político y religioso, aprovechándose de los conflictos y divisiones en otras regiones. Por ejemplo, durante las controversias arrianas, los fieles orientales buscaron el apoyo de Roma para resistir a sus enemigos, lo que permitió al papado acumular prestigio. Sin embargo, este poder fue creciendo principalmente porque Roma se convirtió en refugio de aquellos que buscaban escapar de la disciplina de sus propias iglesias.
Con el tiempo, el papado comenzó a asumir una jurisdicción que nunca antes había tenido, limitando la autoridad de los obispos metropolitanos, y usando la influencia romana para intervenir en la elección de obispos en otras provincias. Esta intervención fue posible, en parte, porque Roma era vista como un lugar de referencia espiritual, pero también se debió a la ambición de los papas, quienes no dudaban en utilizar cualquier recurso para consolidar su poder.
El capítulo señala que, mientras la Iglesia permaneció pura, el obispo de Roma era considerado igual a los demás, sin privilegios especiales. Sin embargo, con el declive del Imperio y el aumento de la confusión política, el papado aprovechó la situación para erigirse como la cabeza de la cristiandad. Este crecimiento fue facilitado por el colapso de las estructuras políticas y la falta de resistencia por parte de otros obispos, quienes, por ignorancia o negligencia, no supieron o no quisieron frenar la creciente tiranía de Roma.
Finalmente, se destaca que los mismos líderes eclesiásticos, como Gregorio Magno y San Bernardo, reconocieron los peligros de la ambición papal y condenaron la arrogancia de la Sede romana. Sin embargo, el papado continuó expandiendo su poder, incluso falsificando documentos y manipulando la historia para justificar sus pretensiones. El capítulo concluye que el papado actual es el resultado de una acumulación de poder injustificada y contraria a los principios originales de la Iglesia, convirtiéndose en una institución opresiva y corrupta.
Capítulo VIII - Potestad de la Iglesia para determinar dogmas de fe. Desenfrenada licencia con que el Papado la ha usado para corromper toda la pureza de la doctrina
En este capítulo, Calvino aborda el tema de la potestad de la Iglesia para establecer y interpretar dogmas, señalando que la autoridad de la Iglesia debe estar limitada a la edificación de la fe en Cristo y no usarse arbitrariamente. La única autoridad legítima que tiene la Iglesia proviene de la Palabra de Dios y debe estar sujeta a ella, lo que excluye la creación de dogmas o doctrinas nuevas fuera de lo revelado en las Escrituras. La autoridad espiritual de la Iglesia reside en sus ministros, quienes deben ser fieles servidores de Cristo al exponer su Palabra y no añadir nada que no haya sido revelado.
Calvino critica la pretensión del papado y de los concilios universales de ser infalibles, argumentando que esta es una tiranía que corrompe la doctrina cristiana. El concilio, bajo la dirección de los obispos, ha formulado dogmas que, según Calvino, no tienen fundamento en la Palabra de Dios y que exigen una fe implícita por parte de los fieles. Para él, es inaceptable que la Iglesia se arrogue la autoridad para hacer nuevos artículos de fe, ya que esto entra en conflicto con la naturaleza de la doctrina revelada por Cristo, quien es el único Maestro de la Iglesia.
Calvino afirma que la única fuente de la verdad es la Escritura y que tanto los profetas como los apóstoles enseñaron conforme a ella. La Iglesia debe conformarse a esta regla, y cualquier intento de ampliar su autoridad fuera de la Palabra de Dios es un error. Además, desmiente la idea de que Cristo permitió a sus discípulos añadir cosas nuevas a su enseñanza, señalando que todo lo que los apóstoles enseñaron ya estaba contenido en las Escrituras.
Finalmente, concluye que la autoridad de la Iglesia es verdadera solo cuando se limita a la administración de la Palabra de Dios y se opone a toda invención humana. Calvino rechaza los ejemplos que los defensores de la autoridad ilimitada de la Iglesia citan, como el bautismo infantil o la definición de la consustancialidad de Cristo con el Padre en el concilio de Nicea, y los ve como justificaciones incorrectas que se apartan de la pureza doctrinal de la Escritura.
Capítulo IX - Los concilios y su autoridad
En este capítulo, Calvino aborda el tema de los concilios y su autoridad en la Iglesia. Comienza señalando que, aunque reconociera la autoridad que algunos atribuyen a la Iglesia, eso no justifica que dicha autoridad se aplique automáticamente a los concilios o al papado. Calvino aclara que su crítica hacia los concilios no significa que los desprecie; de hecho, reverencia los concilios antiguos, siempre que éstos no resten autoridad a Cristo, quien debe presidir todos los concilios a través de su Palabra y Espíritu.
Explica que la verdadera autoridad de un concilio reside en que esté convocado en el nombre de Cristo, lo que significa que sus decisiones deben estar basadas en la Palabra de Dios y no en invenciones humanas. Rechaza aquellos concilios que han decretado cosas fuera de la Escritura, afirmando que Cristo no está presente en tales reuniones. Calvino argumenta que no puede confiarse en decisiones que no estén respaldadas por la Palabra de Dios y que no es suficiente la simple reunión de obispos para garantizar la presencia del Espíritu Santo.
Calvino refuta la idea de que la verdad de la Iglesia depende exclusivamente de los concilios y sus pastores, citando ejemplos bíblicos en los que los líderes religiosos cayeron en el error, como ocurrió en tiempos de los profetas. Señala que el mismo Espíritu Santo, a través de los apóstoles, predijo que falsos maestros surgirían dentro de la Iglesia. Para él, los concilios deben ser examinados a la luz de la Escritura para determinar su legitimidad, ya que la autoridad de los pastores no está garantizada por el simple hecho de ocupar ese cargo.
Aunque admite que los concilios tienen una función legítima en la definición de la doctrina, Calvino sostiene que deben ser evaluados con prudencia y que no todos los concilios son igualmente confiables. Acepta y respeta los concilios antiguos, como el de Nicea y Calcedonia, que se centraron en refutar herejías y preservar la pureza doctrinal. Sin embargo, critica la degeneración de los concilios más recientes, donde los intereses personales y las decisiones mayoritarias han prevalecido sobre la verdad.
Finalmente, Calvino critica la posición católica de atribuir a los concilios el poder exclusivo de interpretar la Escritura y de crear nuevas doctrinas. Para él, la interpretación de la Escritura debe someterse siempre a la Palabra de Dios, y no puede considerarse legítima si contradice lo que ya está claramente revelado en las Escrituras.
Capítulo X - Poder de la Iglesia para dar leyes y la tiranía del papado sobre las conciencias
En este capítulo, Calvino aborda el poder que la Iglesia se atribuye para dictar leyes, y cómo este poder se ha utilizado para ejercer una tiranía espiritual sobre los fieles. Comienza cuestionando si es legítimo que la Iglesia imponga leyes "espirituales" que ataquen la conciencia de los creyentes. Según él, muchas de las leyes impuestas por el papado no solo oprimen las conciencias, sino que también violan la libertad que Cristo otorgó a los fieles. Estas leyes se presentan como necesarias para la salvación, cuando en realidad son invenciones humanas que carecen de fundamento en la Palabra de Dios.
Calvino señala que la libertad espiritual dada por Cristo es fundamental para la fe, y que los intentos de imponer observancias humanas como si fueran necesarias para la salvación constituyen un asalto al reino de Cristo. Las leyes de la Iglesia romana, muchas de las cuales son imposibles de cumplir plenamente, atormentan a las conciencias de los fieles, sumiéndolos en ansiedad y miedo de no estar a la altura de lo que se les exige.
Uno de los puntos clave que destaca es que, aunque San Pablo en Romanos 13 manda obedecer a las autoridades por motivos de conciencia, esto no implica que todas las leyes humanas afecten directamente al ámbito espiritual. Las leyes políticas y civiles tienen un propósito diferente, y no deben interferir en la relación directa que los fieles tienen con Dios. La conciencia de los fieles debe regirse por la Palabra de Dios, no por los mandatos arbitrarios de hombres que se presentan como pastores pero actúan como tiranos.
Calvino critica la multitud de leyes eclesiásticas impuestas por el papado, muchas de las cuales no solo son innecesarias sino también perjudiciales, ya que distorsionan el verdadero culto a Dios. Afirma que la única norma legítima de vida es la Ley del Señor, y que cualquier intento de añadir algo a esta Ley es una arrogancia que debe ser rechazada. El autor subraya que los obispos y pastores no tienen derecho a imponer leyes fuera de la Palabra de Dios, ya que eso constituiría una usurpación de la autoridad que pertenece solo a Dios.
También denuncia que las leyes de la Iglesia romana conducen a los fieles a un tipo de "judaísmo" y paganismo, alejándolos de la sencillez del Evangelio. A través de ejemplos de las Escrituras, Calvino refuerza su argumento de que las ceremonias y tradiciones humanas, cuando se presentan como esenciales para la salvación, son contrarias a la verdadera adoración en espíritu y en verdad que Cristo enseñó. Las ceremonias deben ser pocas, simples y claramente enfocadas en Cristo, no enredadas en un sinfín de rituales que desvían la atención del verdadero mensaje del Evangelio.
En última instancia, Calvino aboga por una Iglesia que mantenga el orden y la disciplina, pero que lo haga dentro de los límites que establece la Escritura. Las observancias y ceremonias son útiles en la medida en que fomentan la piedad y la caridad entre los creyentes, pero no deben ser impuestas como necesarias para la salvación. La libertad cristiana es fundamental, y cualquier intento de oprimir esa libertad mediante tradiciones humanas debe ser rechazado, ya que atenta contra la soberanía de Cristo sobre su Iglesia.
Capítulo XI: Jurisdicción de la Iglesia y Abusos de la Misma en el Papado
Este capítulo aborda la necesidad de una correcta disciplina eclesiástica, destacando que la jurisdicción es fundamental para mantener el orden en la Iglesia. Se establece una clara distinción entre la potestad eclesiástica y la civil, resaltando que la Iglesia debe contar con un orden espiritual que garantice la corrección de las costumbres. La potestad de las llaves, otorgada por Cristo a su Iglesia, otorga el poder de disciplinar y excomulgar cuando sea necesario.
Se menciona que el poder de las llaves incluye tanto la predicación como la disciplina, diferenciando estos dos aspectos. La excomunión, como medida disciplinaria, no busca una condena perpetua, sino la corrección de los pecadores para que se arrepientan. En este sentido, se establece que la Iglesia tiene la potestad de juzgar a sus miembros conforme a la Ley de Dios.
El abuso de este poder por parte de la Iglesia romana es criticado, ya que se argumenta que Roma ha distorsionado la jurisdicción espiritual con fines de poder temporal. Además, se resalta la importancia de distinguir entre los poderes espiritual y civil, afirmando que la disciplina eclesiástica debe ser manejada por un consejo de ancianos y no por una sola persona.
Finalmente, se condenan los abusos cometidos por los pontífices, que han usurpado la potestad civil y la espada, apartándose del verdadero papel que Cristo les asignó. La institución de los oficiales y la corrupción del sistema judicial eclesiástico son presentadas como ejemplos de estos abusos, que han distorsionado el papel original de la Iglesia en la sociedad.
Capítulo XII: De la Disciplina de la Iglesia, Cuyo Principal Uso Consiste en las Censuras y en la Excomunión
Este capítulo aborda la disciplina eclesiástica, enfatizando su importancia para el buen funcionamiento de la Iglesia. La disciplina, comparada con los "nervios" de la Iglesia, es necesaria para mantener el orden y la cohesión. Su base radica en el "poder de las llaves" y la jurisdicción espiritual, que abarca tanto al clero como al pueblo.
Disciplina Común y Particular
La disciplina se aplica a todos los miembros de la Iglesia, aunque se distingue entre el clero y el pueblo. El capítulo subraya que, sin disciplina, la Iglesia caería en el caos, comparándola con una sociedad o familia sin normas. La doctrina es fundamental para la Iglesia, pero debe ir acompañada de correcciones y amonestaciones para que tenga un verdadero impacto en los fieles.
Amonestaciones y Excomunión
El capítulo distingue dos formas de amonestación: privada y pública. La primera implica advertir a un miembro de la Iglesia en privado sobre sus faltas, mientras que la segunda se realiza cuando alguien rechaza repetidamente las amonestaciones privadas. Si alguien persiste en su pecado, Cristo ordena que sea llevado ante el juicio de la Iglesia. Si la persona sigue sin arrepentirse, se debe proceder a la excomunión, que es la expulsión de la comunidad de los fieles.
Pecados Ocultos y Públicos
Se diferencia entre pecados ocultos y públicos. Los primeros deben ser corregidos en privado, mientras que los públicos deben ser reprendidos abiertamente para evitar el escándalo entre la comunidad. San Pablo, en sus cartas, señala la necesidad de corregir los pecados públicos para que el ejemplo negativo no se propague entre los fieles.
Capítulo XIII: Los Votos: Cuán Temerariamente Se Emiten en el Papado para Encadenar Miserablemente las Almas
Este capítulo critica severamente el abuso de los votos en la Iglesia, destacando cómo han oprimido y encadenado a las almas al imponerse de manera irreflexiva y fuera de la Palabra de Dios.
Los Votos Fuera de la Palabra de Dios
El capítulo comienza lamentando cómo la libertad de la Iglesia, comprada con la sangre de Jesucristo, ha sido subyugada por las tradiciones humanas. Los creyentes, en su deseo de parecer piadosos, crearon cargas adicionales a las impuestas por los falsos doctores, cavando fosas en las que ellos mismos caen al inventar votos que los atan más allá de los deberes comunes. Se denuncia cómo aquellos que, bajo el título de pastores, profanaron el culto divino mediante leyes inicuas.
Principios Doctrinales
Se expone que todo lo necesario para una vida piadosa ya está contenido en la Ley de Dios, que requiere simplemente la obediencia a Su voluntad. Por lo tanto, cualquier culto inventado por los hombres para ganar mérito ante Dios no solo es inaceptable, sino que Él lo abomina.
La Naturaleza de los Votos
Los votos hechos al margen de la Palabra de Dios no pueden obligar a las conciencias, pues carecen de fundamento en la fe. Un voto legítimo debe considerar tres cosas: a quién se hace el voto, quién lo emite y con qué intención. Se recalca que hacer votos sin plena certeza de su licitud es un acto temerario.
La Intención del Voto
Dios mira el corazón, y por lo tanto, lo que realmente importa es la intención con la que se hace el voto. Se distinguen cuatro tipos de votos: dos relacionados con el pasado (acción de gracias y penitencia) y dos con el futuro (para ser más cuidadosos o para cumplir con el deber). Estos votos son legítimos siempre que estén de acuerdo con la voluntad de Dios y se adapten a nuestra vocación.
Crítica a los Votos Monásticos
El capítulo denuncia especialmente los votos monásticos, señalando que, aunque los monjes antiguos vivían con austeridad, su vida era un ejercicio preparatorio para el servicio a la Iglesia. En cambio, los monjes actuales se separan de la comunidad, crean un culto especial y se organizan en sectas que rompen la unidad de la Iglesia. Además, se acusa a los frailes de vivir ociosamente, contrariamente al espíritu del antiguo monaquismo.
Refutación de los Votos Ilícitos
Se concluye afirmando que los votos emitidos sin fe o en ignorancia no obligan en conciencia y deben ser anulados, ya que Dios no acepta tales votos. También se defiende a aquellos que abandonan los monasterios, señalando que son liberados por la gracia de Cristo de los lazos supersticiosos que los atan.
Capítulo XIV: Los Sacramentos
El capítulo XIV trata sobre los sacramentos, definidos como señales externas con las que Dios sella en nuestra conciencia las promesas de su buena voluntad, ayudando a fortalecer nuestra fe débil. A su vez, los sacramentos son un testimonio de nuestra reverencia a Dios. San Agustín describe el sacramento como "una señal visible de una cosa sagrada" o "una forma visible de una gracia invisible".
El término "sacramento" tiene su origen en la traducción latina de la palabra griega "misterio", usada para referirse a cosas divinas. En ese contexto, sacramento pasó a representar las señales que contienen una representación de realidades espirituales.
Los sacramentos siempre deben estar precedidos por una promesa divina, actuando como confirmación de estas. Dios los instituyó para ayudarnos, no porque su palabra necesite confirmación, sino porque nosotros, como seres limitados, necesitamos signos visibles para sostener nuestra fe. Estos signos nos permiten ver lo espiritual a través de lo material.
La unión de la Palabra de Dios con el signo externo es lo que conforma un sacramento. No se trata de una fórmula mágica, sino de la predicación de la Palabra, que explica el significado del signo visible y fortalece la fe de quienes lo escuchan.
Los sacramentos, además de confirmar las promesas divinas, sirven como sellos, de forma similar a los sellos que validan documentos importantes. No añaden nada a la Palabra, pero la reafirman y consolidan en nuestra conciencia, ayudando a la fe a crecer y mantenerse firme.
Capítulo XV: El Bautismo
El bautismo es el signo que nos identifica como cristianos y nos une a la Iglesia, injertándonos en Cristo para ser contados entre los hijos de Dios. Sirve tanto para fortalecer nuestra fe en Dios como para confesarla ante los demás. En primer lugar, el bautismo atestigua la remisión de nuestros pecados, ya que Dios promete que quienes crean y sean bautizados serán salvos. No es solo una señal externa, sino que confirma la promesa de que todos nuestros pecados son perdonados y borrados.
Las Escrituras apoyan esta enseñanza, como lo expresa San Pablo al decir que la Iglesia es santificada en el lavamiento del agua por la Palabra de vida. San Pedro también afirma que el bautismo nos salva, no por el agua misma, sino por el poder purificador de la sangre de Cristo que el agua representa. Esta unión entre la Palabra y el agua nos da la certeza de nuestra purificación y regeneración en Cristo.
El bautismo no solo perdona los pecados pasados, sino también los futuros. Aunque algunos en la antigüedad posponían el bautismo hasta la hora de la muerte, esto no es necesario, ya que el bautismo es válido para toda la vida. Debemos recordar constantemente nuestro bautismo cuando caemos en pecado, pues nos asegura el perdón y nos ofrece la pureza de Cristo, que permanece siempre intacta.
El bautismo también nos muestra nuestra mortificación y nueva vida en Cristo. San Pablo nos enseña que somos sepultados con Cristo en el bautismo para andar en una nueva vida, lo que significa que participamos de su muerte y resurrección. De este modo, somos exhortados a morir al pecado y vivir en justicia, sabiendo que hemos sido regenerados para una vida nueva.
Además, el bautismo es un sacramento de penitencia. Aunque algunos creen que el perdón de los pecados posteriores al bautismo solo se obtiene a través de la penitencia, en realidad, el bautismo tiene el poder de otorgarnos una continua remisión de los pecados. La penitencia nos recuerda que el bautismo extiende su virtud durante toda nuestra vida, por lo que debemos renovar nuestra confianza en este sacramento cada vez que nos sentimos abrumados por el pecado.
Finalmente, el bautismo atestigua nuestra unión con Cristo, garantizándonos que somos hechos partícipes de todos sus bienes. Al ser bautizados, somos revestidos de Cristo, lo que confirma nuestra unión con Él y nuestra filiación divina. Así, el bautismo, aunque administrado en el nombre de la Trinidad, se cumple plenamente en Cristo, quien nos da la regeneración y la vida nueva por su muerte y resurrección.
Capítulo XVI: El bautismo de los niños
Este capítulo trata sobre la defensa del bautismo de los niños, un tema controvertido en el tiempo de Juan Calvino, ya que algunos pensaban que la práctica no tenía fundamentos en la Palabra de Dios. Calvino argumenta que esta es una institución divina y no una invención humana, demostrando que el bautismo de los niños está sólidamente basado en las Escrituras y no debe ser descartado.
El autor enfatiza que las promesas de Dios que se representan en el bautismo no deben ser vistas solo como ceremonias externas, sino como misterios espirituales que incluyen a los niños. Las promesas de purificación y regeneración que se hacen en el bautismo son igualmente válidas para ellos. Además, Calvino establece una continuidad entre la circuncisión en el Antiguo Testamento y el bautismo en el Nuevo Testamento, ya que ambos son señales del pacto de Dios con su pueblo. Al igual que los niños fueron circuncidados, deben ser bautizados.
Calvino también responde a objeciones sobre la capacidad de los niños para comprender el significado del bautismo, argumentando que, al igual que en la circuncisión, la falta de comprensión no impide la participación en el pacto de Dios. Los niños, por tanto, tienen derecho a recibir el bautismo y ser considerados parte de la comunidad cristiana desde una edad temprana, lo que los impulsa hacia una vida de fe y piedad cuando lleguen a la madurez.
Capítulo XVII: La Santa Cena de Jesucristo. Beneficios que nos aporta
Cristo instituyó la Santa Cena para asegurarnos del alimento espiritual que es su cuerpo y sangre. Este sacramento no solo representa nuestra comunión con Él, sino que también es un medio para confirmar nuestra fe y darnos la seguridad de la vida eterna. Como en el Bautismo somos regenerados, en la Cena somos sostenidos en nuestra fe mediante este alimento espiritual. Cristo se convierte en nuestro pan de vida, lo que nos alimenta para alcanzar la inmortalidad del cielo. Sin embargo, este misterio ha sido oscurecido por Satanás con disputas y controversias. A pesar de esto, el sacramento continúa siendo una promesa de la presencia vivificadora de Cristo.
Los signos de pan y vino no son meras figuras, sino representaciones tangibles del cuerpo y sangre de Cristo, de los cuales participamos espiritualmente. Este alimento espiritual es necesario para nuestra vida eterna, y su eficacia no reside solo en un acto de fe, sino en la verdadera comunión con Cristo que se realiza mediante la obra del Espíritu Santo. Aunque este sacramento es incomprensible en su totalidad, su virtud reside en la fe que nos asegura nuestra redención y salvación a través de la unión con Cristo.
La participación en la Santa Cena fortalece nuestra fe, al recordarnos que nuestros pecados han sido absueltos y que nuestra vida está unida a la vida de Cristo. En ella, nuestras almas se nutren no solo con la fe, sino con la verdadera comunión con Cristo, quien, mediante su carne y sangre, nos mantiene en la vida eterna.
Se refuta la acusación de que los reformadores miden el poder de Dios con la razón humana, destacando que no han reducido el misterio a lo racional ni lo han limitado a las leyes naturales. La carne de Cristo, según ellos, vivifica el alma por la fe, sin necesidad de milagros extraordinarios. Se objeta también la adoración y el uso supersticioso de la Cena, defendiendo que la presencia de Cristo es espiritual y que debe ser recibida con fe, no a través de la transubstanciación o la consagración del pan y el vino de forma material. La verdadera participación en la Cena, según esta visión, está basada en la unión espiritual con Cristo, facilitada por el Espíritu Santo.
Capítulo XVIII: La misa del papado es un sacrilegio por el cual la Cena de Jesucristo ha sido, no solamente profanada, sino del todo destruida
En este capítulo, se critica el sacramento de la misa en la tradición del papado, sosteniendo que ha oscurecido y pervertido la verdadera naturaleza de la Cena del Señor. Según el autor, la misa, considerada como un sacrificio para la remisión de pecados, es una invención satánica que ha embriagado al mundo con un grave error teológico. Esta práctica no solo ha deformado el sacramento, sino que también ha enterrado la verdadera memoria de la muerte de Jesucristo y su redención.
El capítulo expone cómo la misa deshonra el sacerdocio eterno de Cristo, al sugerir que los sacerdotes humanos actúan como vicarios de Cristo, repitiendo su sacrificio. Según el autor, esto no solo despoja a Jesucristo de su dignidad, sino que niega su sacrificio único y eterno, que fue suficiente para redimir a la humanidad. En esta línea, se critica la idea de que la misa funcione como un nuevo sacrificio que pueda aplicarse a la salvación de vivos y muertos.
Asimismo, se argumenta que la misa destruye el verdadero significado de la cruz de Cristo. El sacrificio de Cristo, ofrecido una sola vez en la cruz, fue suficiente para la redención eterna, y cualquier reiteración, como la que se propone en la misa, socava la perfección y eficacia de esa oblación única.
Finalmente, el autor sostiene que la misa borra la verdadera muerte de Cristo, presentando un "nuevo testamento" que sugiere una continua necesidad de sacrificio. Este concepto perpetúa la idea de que Cristo debe morir nuevamente, lo cual es rechazado tajantemente en el texto. Además, se afirma que la misa usurpa el lugar de la Cena del Señor, transformando lo que debería ser un don recibido en una obra de satisfacción humana.
Capítulo XIX: Otras cinco ceremonias falsamente llamadas sacramentos
1. Introducción a los otros sacramentos romanos. La palabra y su definición
Calvino comienza este capítulo afirmando que la disputa previa sobre los sacramentos debería haber sido suficiente para convencer a los creyentes de que solo existen dos sacramentos instituidos por el Señor, el bautismo y la eucaristía. Sin embargo, dado que la Iglesia romana ha establecido la doctrina de los siete sacramentos, y esta creencia está profundamente arraigada en las mentes de las personas, Calvino considera necesario examinar los otros cinco sacramentos que Roma ha instituido como si fueran verdaderos sacramentos, pero que en realidad no lo son.
Calvino aclara que no se opone simplemente al uso de la palabra "sacramento", sino a las graves consecuencias que trae el mal uso de este término. Un sacramento verdadero debe ser instituido por Dios y debe sellar una promesa divina; sin embargo, los cinco sacramentos adicionales carecen de estos elementos.
2. Un sacramento debe siempre sellar una promesa de Dios
Calvino insiste en que un sacramento verdadero debe estar fundado en una promesa de Dios. El propósito de un sacramento es asegurar y consolar a los creyentes, actuando como un sello de la promesa divina. No es competencia del ser humano instituir sacramentos, ya que solo Dios tiene la autoridad para hacerlo. Además, debe existir una diferencia clara entre sacramentos y ceremonias eclesiásticas ordinarias, ya que no todas las prácticas cristianas pueden ser elevadas al nivel de un sacramento.
3. Los otros sacramentos romanos no son conocidos en la Escritura, ni en la Iglesia antigua
Calvino refuta la idea de que la Iglesia primitiva reconociera siete sacramentos. Señala que los Padres de la Iglesia, incluidos san Agustín y otros, reconocían solo dos sacramentos: el bautismo y la eucaristía. Los otros ritos y ceremonias, aunque mencionados en la Iglesia primitiva, no tenían el mismo estatus sacramental que estos dos.
4. De la Confirmación
Calvino explica que la práctica de la confirmación surgió como un rito en el que los jóvenes cristianos, al alcanzar la edad de la razón, confesaban su fe frente al obispo. Esta ceremonia incluía la imposición de manos como símbolo de bendición y oración. Sin embargo, critica la Iglesia romana por haber convertido este rito en un sacramento, argumentando que no tiene fundamento bíblico ni mandato divino. La práctica romana de ungir con aceite a los confirmados carece de la Palabra de Dios y es vista como una innovación humana sin valor espiritual.
5. En qué se ha convertido la confirmación en la Iglesia romana
La Iglesia romana ha tergiversado la confirmación, según Calvino, afirmando que con esta ceremonia se confiere el Espíritu Santo para fortalecer a los cristianos para la batalla espiritual. Sin embargo, Calvino señala que no hay evidencia bíblica que respalde esta afirmación, y que la confirmación, tal como se practica en la Iglesia romana, es un sacrilegio.
6. a. Inútilmente apela la confirmación al ejemplo de los apóstoles de Cristo
Calvino aborda el argumento de que la imposición de manos utilizada por los apóstoles para impartir el Espíritu Santo justifica la confirmación como sacramento. Explica que la imposición de manos en la época apostólica estaba relacionada con dones visibles del Espíritu Santo, que ya no están disponibles hoy en día. Por lo tanto, los ritos modernos de imposición de manos no tienen el mismo propósito o poder.
7. Este alegato es tan frívolo como si alguno dijera que el soplo que el Señor insufló sobre sus discípulos es un sacramento
Calvino ridiculiza la idea de que la imposición de manos o cualquier otro rito de los apóstoles pueda ser replicado como un sacramento hoy en día. Así como el soplo de Cristo a sus discípulos no es repetido por los cristianos, la imposición de manos apostólica tampoco debe ser utilizada como una base para la confirmación.
8. b. Si la confirmación es el complemento indispensable del Bautismo, deshonra a éste
Calvino critica la afirmación de la Iglesia romana de que la confirmación es necesaria para completar el bautismo. Argumenta que esto es una grave perversión del bautismo, que es completo en sí mismo. Según Calvino, el bautismo une al creyente con Cristo en su muerte y resurrección, proporcionándole la fuerza para luchar contra el pecado.
9. Añaden además estos engrasadores, que todos los fieles deben recibir por la imposición de las manos el Espíritu Santo
Calvino concluye que la doctrina romana de la confirmación es contraria a la enseñanza bíblica. Acusa a los defensores de la confirmación de transferir las promesas del bautismo a este rito no bíblico, apartando así a los fieles de la verdadera gracia de Dios conferida en el bautismo.
En resumen, Calvino argumenta que los cinco sacramentos adicionales reconocidos por la Iglesia católica romana no son verdaderos sacramentos, ya que carecen del fundamento bíblico y de una promesa divina.
Capítulo XX: La Potestad Civil
1. Introducción y Utilidad del Tratado
Este capítulo aborda la segunda forma de gobierno en el ser humano, relacionada con el orden civil, la justicia, y la conducta externa, en contraste con la primera que se refiere a la vida eterna y el alma. Aunque algunos consideran que esta materia no es relevante para la teología o la fe, es crucial abordarla. Hoy en día, existen quienes buscan destruir el orden que Dios ha establecido, mientras que otros exaltan a los príncipes por encima de sus límites, casi colocándolos al nivel de Dios. Ambas posturas, si no se corrigen, comprometen la pureza de la fe.
Es necesario recordar que el reino espiritual de Cristo y el poder civil son cosas distintas. Aunque Cristo promete una libertad que no reconoce ninguna autoridad humana, esta libertad es espiritual y se refiere al alma. El poder civil, por otro lado, regula la justicia social y el comportamiento externo, y no se opone al reino espiritual de Cristo. Más bien, coexisten para asegurar una convivencia justa y pacífica en este mundo mientras se aspira al reino eterno de Dios.
2. Refutación de las Objeciones Anabaptistas
Algunos grupos, como los anabaptistas, sostienen que los cristianos no deberían involucrarse en asuntos mundanos, como las leyes o los tribunales. Argumentan que los cristianos, al haber muerto en Cristo, deben apartarse de los asuntos del mundo. Sin embargo, el gobierno civil, aunque diferente del espiritual, es necesario para mantener el orden en la sociedad y garantizar la justicia. La perfección completa en la Iglesia no puede reemplazar el papel del gobierno civil, ya que las leyes son necesarias para contener la maldad de los hombres.
3. Utilidad del Orden Civil
El orden civil es tan necesario como el pan, el agua o el aire, y su dignidad es aún mayor. Este no solo regula la convivencia entre los hombres, sino que también garantiza que la idolatría y la blasfemia no se cometan públicamente. El Estado debe velar por el mantenimiento del culto a Dios y la justicia en la sociedad, para que los hombres puedan vivir en paz y armonía.
4. El Estado de los Magistrados
El oficio de magistrado es una vocación legítima y aprobada por Dios. Los que ocupan este cargo son llamados "dioses" en las Escrituras, ya que representan la autoridad de Dios en la tierra. Cristo mismo interpretó que quienes reciben la Palabra de Dios y ejercen autoridad lo hacen en Su nombre. Por tanto, los magistrados deben ser vistos como ministros de la justicia divina y deben actuar con integridad, prudencia y justicia.
5. Autoridad Sometida a Dios y a Cristo
Aunque algunos creen que el Evangelio de Cristo introduce una anarquía en la que no deben existir reyes o gobernantes, las Escrituras muestran que los magistrados deben someterse a la autoridad de Cristo. Isaías predice que los reyes serán protectores de la Iglesia, y Pablo exhorta a orar por los gobernantes para que podamos vivir en paz. Los magistrados no deben actuar en su propio nombre, sino como servidores de la justicia de Dios.
6. Magistrados como Servidores de la Justicia Divina
Los magistrados deben recordar que son servidores de Dios y deben ejercer su oficio con diligencia y rectitud. No deben permitir que la injusticia o la corrupción entren en los tribunales, ya que su deber es ofrecer una imagen de la justicia y la providencia divina. El oficio de magistrado no es profano, sino sagrado, y deben ejercerlo con un sentido de responsabilidad ante Dios.
7. El Ministerio del Magistrado y la Religión Cristiana
Aquellos que rechazan la vocación del magistrado como contraria a la religión cristiana se oponen directamente a Dios. Aunque Jesús dijo a sus discípulos que no se enseñorearan como los reyes de las naciones, esto no significa que los cristianos deban rechazar la autoridad civil. Pablo enseña que toda autoridad viene de Dios, y Pedro manda honrar al rey. La autoridad civil es, por tanto, legítima y debe ser respetada.
8. Formas de Gobierno
Existen tres formas de gobierno: la monarquía, la aristocracia y la democracia. Ninguna es perfecta en sí misma, pero la aristocracia es la más aceptable, ya que permite que varios gobernantes se controlen mutuamente. No obstante, la Escritura muestra que las diversas formas de gobierno son permitidas por Dios, y cada nación debe someterse a la autoridad bajo la cual vive.
9. Deberes de los Gobernantes
El oficio de los gobernantes se extiende a las dos tablas de la Ley. Deben velar por el culto a Dios y por la justicia entre los hombres. Los gobernantes cristianos deben tener una responsabilidad especial en asegurar que la verdadera religión florezca. Las leyes humanas deben basarse en la equidad y el bien común, y no pueden contradecir la Ley de Dios.
10. Legitimidad de la Pena de Muerte
La pena de muerte es legítima cuando se ejerce bajo la autoridad de Dios. Aunque la Ley prohíbe matar, Dios ha dado la espada a los gobernantes para castigar a los malhechores. El castigo de los homicidas no es una obra de maldad, sino una ejecución de la justicia divina.
11. Legitimidad de las Guerras Justas
Los gobernantes tienen la obligación de defender a sus súbditos, incluso por medio de la guerra. Las guerras justas son aquellas que se libran para mantener la paz y la justicia. La Escritura reconoce que algunas guerras son necesarias para corregir la injusticia y defender la ley.
12. Uso Justo de los Impuestos
Los tributos e impuestos son legítimos cuando se usan para el bien común y la majestad del Estado. Los príncipes deben administrar estos recursos con moderación y evitar la avaricia, ya que los impuestos representan el trabajo y el sustento del pueblo.
13. Las Leyes y Su Utilidad
Las leyes son fundamentales para el gobierno civil, pero deben basarse en la equidad y el bien común. La diversidad de leyes en las naciones es aceptable siempre que no se aparten de los principios de justicia y humanidad. Las leyes mosaicas no son aplicables a todas las naciones, pero los principios de justicia y equidad que contienen deben ser la guía para todas las legislaciones.
14. La Equidad en las Leyes
La equidad, que es la justicia natural, debe ser el fundamento de todas las leyes. Aunque las leyes pueden variar según las circunstancias de cada nación, todas deben tener como objetivo el bien común y la justicia. Las leyes que promueven la virtud y castigan el mal son las que se ajustan a los principios divinos.
15. Obediencia a los Gobernantes
Los súbditos deben obedecer a los gobernantes y respetar su autoridad como un don de Dios. Esta obediencia no debe ser fingida, sino sincera, basada en el reconocimiento de que los gobernantes son ministros de Dios para el bien de la sociedad.
16. Resistencia a la Tiranía
Aunque se debe obedecer a los gobernantes, hay límites a esta obediencia. Si un gobernante exige algo que va en contra de la Ley de Dios, los cristianos deben desobedecer. No se debe obedecer a los hombres en contra de los mandamientos de Dios.
17. Conclusión
El poder civil es una institución ordenada por Dios para garantizar la justicia y la paz en la sociedad. Los gobernantes deben ejercer su autoridad con integridad y justicia, y los súbditos deben obedecerlos en todo lo que no contradiga la Ley de Dios. La justicia, la equidad y el bien común son los principios fundamentales que deben guiar tanto a gobernantes como a gobernados.
Conclusión
En resumen, el Libro IV de las Instituciones refleja el compromiso de Calvino con una visión reformada de la Iglesia y la sociedad. Para él, la Iglesia debe ser una comunidad visible y bien organizada, que se adhiera a las enseñanzas bíblicas y administre los sacramentos correctamente. El poder civil, por su parte, es esencial para mantener el orden y la justicia, pero está sujeto a la soberanía de Dios. Calvino aboga por un equilibrio entre el compromiso cristiano con la comunidad eclesial y la sumisión a la autoridad civil, siempre bajo la primacía de la ley divina.