La visión de Juan Calvino sobre el pecado se basa en la creencia de que el ser humano es inherentemente pecador en todas las dimensiones de su ser. Según Calvino, la corrupción humana es radical y abarca todos los aspectos del alma. El hombre, desde su concepción, está inclinado al mal y es incapaz de hacer el bien por sus propios medios, lo que lo lleva a transgredir los mandamientos de Dios de manera continua.
INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA
LIBRO II:
DEL CONOCIMIENTO DE DIOS COMO REDENTOR EN CRISTO, CONOCIMIENTO
QUE PRIMERAMENTE FUE MANIFESTADO A LOS PATRIARCAS
BAJO LA LEY Y DESPUÉS A NOSOTROS EN EL EVANGELIO
Capítulo Primero: Todo el género humano está sujeto a la maldición por la caída y culpa de Adán, y ha degenerado de su origen. Sobre el pecado original
El conocimiento de uno mismo es esencial para vivir con sabiduría y humildad. No sin razón el antiguo proverbio nos exhorta a conocernos a nosotros mismos, pues es más vergonzoso ignorarnos a nosotros mismos que ignorar las cuestiones externas de la vida. Sin embargo, este conocimiento no debe enfocarse solo en nuestras virtudes, como proponían algunos filósofos, quienes alientan una visión parcial y glorificadora del ser humano. En realidad, el verdadero autoconocimiento nos lleva a considerar tanto lo que Dios nos otorgó en la creación como la miseria a la que hemos caído tras el pecado de Adán. Reconocer que todo lo que poseemos proviene de Dios y que, a causa de nuestra caída, hemos perdido gran parte de esa dignidad inicial, debe humillarnos profundamente y llevarnos a buscar a Dios, quien es la fuente de todo bien.
Para poder alcanzar el verdadero fin de nuestra existencia, debemos despojarnos de todo orgullo y vanagloria. Aunque al hombre le resulta más agradable que lo halaguen por sus virtudes, es imprescindible recordar nuestra miseria y pobreza ante Dios. Sin esta conciencia de nuestra indigencia, caeremos fácilmente en una falsa confianza en nuestras propias capacidades, lo que nos llevará a la ruina espiritual. Es necesario, por tanto, que nuestra confianza se base en Dios y no en nuestras propias fuerzas, pues todo lo que emprendemos por nosotros mismos está destinado al fracaso si no contamos con la guía divina.
El conocimiento de nuestro deber y de nuestra indigencia va de la mano. Al recordar la excelencia de nuestra creación y el propósito de nuestra existencia, debemos sentirnos impulsados a practicar la justicia y la bondad. No obstante, cuanto más profundizamos en el examen de nuestra naturaleza, más nos damos cuenta de nuestra incapacidad para cumplir con esos deberes por nosotros mismos. Este doble conocimiento —de nuestro deber y de nuestra insuficiencia— nos debe conducir a la dependencia total de Dios.
El pecado de Adán no fue simplemente un acto de gula o desobediencia leve, sino una falta grave de fe en la palabra de Dios. Dios, al prohibirle tocar el árbol del conocimiento, estaba probando la fidelidad y obediencia del hombre. Al desobedecer, Adán no solo violó un mandamiento, sino que también sucumbió a la soberbia y a la ingratitud, deseando ser igual a Dios. Esta falta no solo afectó a Adán, sino que tuvo graves consecuencias para toda su posteridad.
Las consecuencias de la caída de Adán afectaron no solo a él, sino a toda la creación y a toda su descendencia. Con su alejamiento de Dios, se introdujo el desorden en el mundo, y toda la humanidad heredó su corrupción. Esta depravación de la naturaleza humana, que conocemos como pecado original, ha sido transmitida a todos los hombres, afectando todas las dimensiones de nuestro ser.
El pecado original no es simplemente el resultado de la imitación de malos ejemplos, como argumentaban los pelagianos. Es una corrupción hereditaria que se transmite de generación en generación. Adán, como raíz de toda la humanidad, al pecar, transmitió esa depravación a todos sus descendientes. No es solo por seguir su ejemplo que pecamos, sino porque la naturaleza humana misma ha sido corrompida desde su origen.
Aunque los hijos de padres fieles no están exentos del pecado original, esto no se debe a la falta de regeneración espiritual en los padres, sino a que la regeneración es un don divino individual. La corrupción original se transmite por la generación carnal, no por la regeneración espiritual, lo que implica que todos nacemos bajo esta mancha, independientemente de la fe de nuestros padres.
El pecado original puede definirse como una corrupción hereditaria de nuestra naturaleza, que afecta todas las partes del alma. Esta corrupción nos hace culpables ante Dios y es la fuente de las "obras de la carne", como los pecados mencionados en las Escrituras. Es una herencia que recibimos desde el vientre materno y que nos inclina hacia el mal desde el momento de nuestro nacimiento.
La corrupción afecta todas las partes del alma, no solo los apetitos sensuales. La caída de Adán ha afectado incluso al entendimiento y al corazón humano. La regeneración que ofrece Dios a través de su gracia no solo corrige los deseos inferiores, sino que también transforma por completo todas las partes del ser humano, incluido el entendimiento, que está cegado por el pecado.
La causa del pecado no está en Dios, sino en el hombre. Aunque el pecado original afecta a toda la humanidad, no es correcto culpar a Dios de esta corrupción. Dios creó al hombre en un estado de perfección y rectitud, y la caída de Adán es producto de su propia desobediencia. Nuestra corrupción proviene de haber degenerado del estado en que fuimos creados, no de un fallo en la creación divina.
Finalmente, hay que distinguir entre una perversidad de naturaleza y una perversidad natural. La corrupción del hombre no es parte de su naturaleza original, sino que es una condición adquirida debido al pecado de Adán. Aunque esta corrupción nos afecta desde el nacimiento, no es una propiedad esencial de la naturaleza humana creada por Dios, sino una cualidad adventicia que se ha transmitido a través de las generaciones.
Capítulo II: El hombre se encuentra ahora despojado de su arbitrio, y miserablemente sometido a todo mal
Peligros del orgullo y la indolencia
Hemos visto cómo el pecado, al apoderarse del primer hombre, Adán, extendió su dominio sobre toda la humanidad. No solo logró esto, sino que también penetró profundamente en el alma de cada ser humano. Ahora debemos preguntarnos si, una vez caído en esta esclavitud, el ser humano ha perdido toda su libertad o si queda algún vestigio de ella. Para resolver este dilema, es útil enfocarnos en los peligros que acechan desde ambos extremos. Si decimos que el ser humano carece completamente de bondad y está rodeado por la miseria, esto podría llevarlo a la inactividad y el descuido. Al contrario, si le concedemos algún mérito, este podría inflar su vanidad y hacerle olvidar que todo el bien viene de Dios. El desafío es mantener una actitud de humildad y responsabilidad, de modo que, al reconocer su miseria, el ser humano no deje de aspirar a la bondad perdida y a la libertad arrebatada. Es necesario un balance: reconocer la indigencia, pero seguir esforzándose por recuperar lo perdido.
El objetivo final de este conocimiento es glorificar a Dios a través de la humildad. Esto es vital porque, si el hombre no podía gloriarse de sí mismo incluso cuando estaba adornado con los dones divinos más sublimes, ¿cuánto más debe ahora humillarse al perder su excelencia original? En lugar de gloriarse en su propia justicia, debe reconocer su indigencia y atribuir toda la bondad a Dios. Si no lo hace, se arruina a sí mismo, pues atribuirse más de lo que le corresponde no solo es una usurpación del honor divino, sino también un camino hacia la destrucción. Por tanto, san Agustín, al criticar la defensa del libre albedrío, afirma que quienes lo defienden lo destruyen, privando así al ser humano de su dependencia de la gracia divina.
La opinión de los filósofos
Los filósofos enseñan que la razón reside en el entendimiento, y que esta es la guía que debe alumbrar nuestras decisiones y dirigir nuestras voluntades. Creen que la razón tiene suficiente luz divina para aconsejar y ordenar lo que es correcto. Al contrario, consideran que la parte sensual del ser humano está llena de ignorancia y corrupción, y solo puede ser controlada por la razón. Según ellos, la voluntad humana, que actúa como intermediaria entre la razón y la sensualidad, tiene la libertad de obedecer a la razón o sucumbir a la sensualidad. En resumen, los filósofos afirman que las virtudes y los vicios dependen de la voluntad humana, y que esta es libre para elegir entre el bien y el mal.
La perplejidad de los filósofos
Aunque los filósofos reconocen la dificultad de mantener la razón como reina sobre la voluntad, también admiten que, una vez que la sensualidad ha tomado el control, es extremadamente difícil revertir esa situación. Comparan la mente humana a un caballo desbocado que ha arrojado a su jinete. Aun así, creen que la voluntad es libre y que, por tanto, el hombre es responsable de sus acciones. Esto les lleva a la idea de que, aunque Dios puede haber otorgado la vida, la vida virtuosa es mérito exclusivo del ser humano.
Los Padres antiguos siguieron excesivamente a los filósofos
Algunos de los antiguos Padres de la Iglesia adoptaron las ideas de los filósofos más de lo deseable. Al hacerlo, buscaban evitar las burlas de los paganos y evitar que el hombre se hundiera en la indolencia, pensando que no tenía control sobre su destino. Por ejemplo, san Crisóstomo afirmaba que, aunque Dios ayuda al ser humano a hacer el bien, este también debe poner de su parte para obtener la gracia. Esta tendencia a mezclar la doctrina cristiana con las ideas filosóficas llevó a una confusión y oscuridad en la enseñanza sobre la libertad humana.
5. Definiciones antiguas del libre albedrío
Las definiciones del libre albedrío propuestas por los Padres antiguos variaban considerablemente. San Agustín, por ejemplo, definía el libre albedrío como la facultad de la voluntad que, con la gracia de Dios, podía escoger el bien, y sin ella, el mal. Otros autores, como san Anselmo, añadieron que el libre albedrío era una facultad para guardar la rectitud. Sin embargo, los escolásticos tomaron estas ideas y las desarrollaron más allá, tratando de establecer una definición más clara, aunque en su esfuerzo por explicar el concepto terminaron complicándolo aún más.
La gracia cooperante de los escolásticos
Los escolásticos desarrollaron la idea de que el hombre necesita dos tipos de gracia para hacer el bien: una que obra en el ser humano para que quiera el bien y otra que le ayuda a realizarlo. Sin embargo, algunos interpretaron esto como una sugerencia de que el hombre, por sí solo, puede desear el bien, aunque no logre alcanzarlo sin la ayuda divina. Esta ambigüedad dio lugar a ideas erróneas sobre la capacidad humana de cooperar con la gracia de Dios.
La expresión "libre albedrío" es desafortunada y peligrosa
Calvino critica la expresión "libre albedrío" por su arrogancia y porque induce a error, haciendo creer que el ser humano tiene un control que realmente no posee. Si el hombre es esclavo del pecado, llamar a su voluntad "libre" es una contradicción. Según Calvino, esta expresión debería abandonarse por completo, ya que no refleja adecuadamente la realidad de la servidumbre humana al pecado.
La correcta opinión de san Agustín
San Agustín afirmaba que el libre albedrío del ser humano quedó esclavizado al pecado después de la caída. El ser humano, por lo tanto, no tiene libertad real hasta que es liberado por la gracia de Dios. San Agustín se burlaba de la idea de un libre albedrío que, en realidad, es esclavo del pecado, y afirmaba que solo la gracia podía liberar al ser humano y darle la capacidad de obrar el bien.
Renunciemos al uso de un término tan enojoso
Calvino sugiere que sería beneficioso para la Iglesia abandonar la expresión "libre albedrío", ya que ha causado mucha confusión. Aunque algunos Padres de la Iglesia usaron este término, la enseñanza clara de las Escrituras es que el ser humano, sin la gracia divina, está completamente esclavizado por el pecado y no tiene capacidad para obrar el bien por sí mismo. La verdadera libertad se encuentra únicamente en la regeneración a través del Espíritu de Dios.
Capítulo III: El hombre natural es corrompido y carnal según la Escritura
La Escritura describe al hombre natural como carne, destacando que todo lo que nace de la carne no puede ser otra cosa más que carne, y por tanto, está en enemistad con Dios. Pablo refuerza esta idea afirmando que la mente carnal no se sujeta ni puede sujetarse a la Ley de Dios. Cristo enseña que es necesario nacer de nuevo para dejar de ser carne, lo cual implica una renovación total, no parcial, del ser humano.
Capítulo IV: Cómo obra Dios en el corazón de los hombres
Capítulo V: Se refutan las objeciones en favor del libre albedrío
Aunque por necesidad, pecamos voluntariamente
Se argumenta que si el pecado es necesario, ya no es pecado, y si es voluntario, se puede evitar. Esta objeción, utilizada por Pelagio contra San Agustín, no es válida. El pecado sigue siendo imputado porque la necesidad proviene de la corrupción de la naturaleza humana, no de su creación. Aunque el pecado es necesario, no deja de ser voluntario.
Refutación de la eliminación del mérito si no existe el libre albedrío
Algunos temen que sin libre albedrío no habría mérito. Sin embargo, San Pablo deja claro que los méritos no dependen de nuestras acciones, sino de la misericordia de Dios. Dios remunera las gracias que nos otorga, como si fueran méritos propios.
La elección de Dios hace que ciertos hombres sean buenos
Se objeta que si el libre albedrío no existiera, todos serían buenos o malos por igual. Sin embargo, es la elección de Dios la que distingue a los hombres, salvando a algunos y dejando a otros en su maldad. La perseverancia es un don de Dios que no todos reciben.
Las exhortaciones a vivir bien son necesarias
Se argumenta que las exhortaciones serían inútiles si el hombre no tuviera poder para obedecer. San Agustín responde que las exhortaciones nos muestran lo que debemos hacer, nos hacen conscientes de nuestra culpa y nos conducen a invocar a Dios, quien nos da la gracia para cumplir lo mandado.
Las exhortaciones hacen inexcusables a los obstinados
Las exhortaciones de Dios, aunque ignoradas por los impíos, sirven para acusarlos y hacerlos más inexcusables ante el juicio de Dios. Para los creyentes, estas exhortaciones son instrumentos que preparan sus corazones para obedecer a Dios.
La Ley y los mandamientos
Los adversarios argumentan que los mandamientos están proporcionados a nuestras fuerzas. Sin embargo, la Ley nos muestra nuestra incapacidad y nos conduce a depender de la gracia de Dios. La Ley no es una regla que podamos cumplir por nuestras propias fuerzas, sino que nos señala nuestra debilidad.
La Ley contiene también promesas de gracia
Además de los mandamientos, la Ley incluye promesas que nos recuerdan que solo podemos obedecer mediante la gracia de Dios. No es nuestra fuerza, sino su bondad la que nos capacita para cumplir lo que nos manda.
Dios nos manda convertirnos y nos convierte
Dios manda la conversión, pero también es Él quien circuncida los corazones y los renueva. San Agustín enseña que lo que Dios manda no lo hacemos por nuestro libre albedrío, sino por su gracia.
Zacarías 1:3 no prueba el libre albedrío
El versículo "volveos a mí, y yo me volveré a vosotros" no implica que el hombre tenga el poder de convertirse por sí mismo. La conversión de Dios se refiere a su favor y su gracia, no a un acto humano independiente.
Las promesas de la Escritura están dadas a propósito
Las promesas de Dios no son crueles ni injustas, aunque los hombres no puedan cumplirlas por sí mismos. Ellas están destinadas a despertar en los fieles el deseo de la gracia y a mostrar a los impíos su necesidad de conversión.
Los reproches de la Escritura no son vanos
Los reproches de Dios a su pueblo no son injustos. Aunque el hombre esté sometido al pecado, sigue siendo responsable de su maldad. Los pecadores, por su obstinación, son merecidamente castigados por Dios.
Explicación de Deuteronomio 30:11-14
El pasaje de Deuteronomio que dice que los mandamientos no son difíciles de cumplir se refiere al pacto de misericordia, no a la Ley en sí. Moisés no habla solo de los mandamientos, sino también de las promesas de gracia que hacen posible la obediencia.
Para humillarnos y para que nos arrepintamos con su gracia, Dios a veces nos retira temporalmente sus favores
Dios a veces retira su gracia para que el hombre se humille y busque su rostro. Sin embargo, esta retirada no implica que el hombre tenga la capacidad de volver por sí mismo, sino que muestra la necesidad de la gracia divina.
Por su liberalidad, Dios hace nuestro lo que nos da por su gracia
Aunque se dice que hacemos buenas obras, esto no significa que tengamos una capacidad natural para hacer el bien. Todo lo que hacemos proviene de la gracia de Dios, quien, en su liberalidad, nos concede las obras buenas como si fueran nuestras.
Por la gracia hacemos las obras que el Espíritu de Dios hace en nosotros
La regeneración es obra del Espíritu Santo, que corrige y mueve la voluntad del hombre hacia el bien. Aunque el hombre actúa, todo lo que realiza proviene de la gracia de Dios, quien le capacita para hacer el bien.
Génesis 4:7
El versículo "a ti será su deseo y tú te enseñorearás de él" se refiere a Abel, no al pecado. Dios no promete a Caín victoria sobre el pecado, sino que le advierte de su deber de dominar su envidia. Este pasaje no prueba el libre albedrío.
Romanos 9:16
El pasaje de Romanos "no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia" demuestra que la salvación no depende de nuestros esfuerzos, sino de la misericordia de Dios.
Eclesiástico 15:14-17
Aunque se argumente que el hombre fue creado con libre albedrío, esto no se aplica a su naturaleza corrompida por el pecado. El hombre perdió esa libertad y ahora necesita la gracia de Dios para hacer el bien.
Lucas 10:30
La parábola del buen samaritano no prueba que el hombre conserve parte de su vida espiritual tras la caída. La Escritura enseña que el hombre está completamente muerto en sus pecados y necesita la gracia para ser vivificado.
Capítulo VI
El hombre, habiéndose perdido a sí mismo, ha de buscar
su redención en cristo
Desde la caída de Adán, toda la humanidad quedó corrompida, y la nobleza humana, que en principio teníamos, se perdió completamente. Este conocimiento de Dios como Creador sería inútil si no tuviéramos a Cristo como Redentor. Desde entonces, no podemos acercarnos a Dios sin Cristo como nuestro Mediador, ya que, como Jesucristo lo dijo: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”. Es incorrecto pensar que el conocimiento de Dios como Creador basta para salvarnos sin la gracia de Cristo. Jesús mismo enseñó que sólo a través de Él, como Mediador, podemos encontrar salvación.
Los intentos de adorar a Dios sin la mediación de Cristo están condenados al fracaso. Jesús dijo a la samaritana: "Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos, porque la salvación viene de los judíos", lo que implica que todas las religiones de los gentiles, sin el Redentor prometido, estaban alejadas de la verdadera adoración de Dios. San Pablo también explica que los gentiles estuvieron "sin Dios y sin esperanza" antes de Cristo. Además, San Juan enseña que la vida estuvo desde el principio en Cristo, y sin Él no podemos tener acceso al Padre. Por lo tanto, la salvación solo es posible a través de Cristo, ya que Él es la vida y la puerta hacia la vida eterna.
Dios nunca ha sido propicio a los hombres sin Cristo como Mediador. Incluso en el Antiguo Testamento, los sacrificios apuntaban hacia la obra de expiación que Jesucristo realizaría. Las bendiciones que Dios prometió a su pueblo siempre estuvieron fundamentadas en Cristo. Aunque Dios incluyó a todos los descendientes de Abraham en su pacto, San Pablo aclara que la verdadera descendencia de Abraham se refiere a Cristo. No todos los descendientes carnales de Abraham son considerados parte de su simiente; sólo aquellos que están en Cristo participan en las bendiciones del pacto.
Es evidente que desde los tiempos del Antiguo Testamento, la elección y la adopción del pueblo de Dios dependían de Cristo como Mediador. Por ejemplo, Ana, madre de Samuel, en su cántico menciona la exaltación del "ungido" de Dios, refiriéndose a Cristo. De igual forma, David y su linaje fueron una prefiguración del reino eterno de Cristo. A pesar de las divisiones y la caída del reino de David, Dios mantuvo su promesa de perpetuar este linaje por amor a David, promesa que se cumplió plenamente en Jesucristo.
La salvación de la Iglesia siempre ha dependido de Cristo. Los fieles del Antiguo Testamento confiaban en que Dios cumpliría su promesa de enviar un Redentor, y esta esperanza se reflejaba en las palabras de los profetas. A pesar de las tribulaciones que sufría el pueblo de Dios, como la dispersión y la cautividad, los profetas reiteraban la promesa del establecimiento del reino de David, que hallaría su plenitud en Cristo. Jeremías, por ejemplo, al hablar de la restauración de Israel, se refiere a un "Renuevo justo" de la casa de David, mientras que Ezequiel menciona la instauración de un pastor único sobre el pueblo, una clara referencia a Cristo. Estos pasajes muestran cómo la esperanza del pueblo de Dios siempre estuvo centrada en Cristo.
Los profetas dirigían continuamente a los judíos hacia la esperanza en Cristo, recordándoles que su liberación dependería de la llegada del Mesías. Incluso después de haber caído en profundas tribulaciones, los judíos no podían olvidar que Dios, según su promesa a David, enviaría un Redentor que los salvaría. Esta expectativa estaba tan arraigada en el pueblo que cuando Cristo entró en Jerusalén antes de su crucifixión, los niños cantaban "Hosanna al hijo de David", lo que reflejaba la fe común en que la liberación vendría a través de Cristo.
Dios no puede ser conocido plenamente sin Cristo. Por eso, Cristo enseñó a sus discípulos que creyeran en Él para poder creer perfectamente en Dios. La majestad de Dios está demasiado alta para que los hombres mortales, limitados por su naturaleza, puedan alcanzarla por sí mismos. Cristo es llamado “la imagen del Dios invisible” porque solo a través de Él podemos conocer verdaderamente a Dios. Aunque los escribas de los judíos distorsionaron las enseñanzas de los profetas, Cristo siempre fue presentado como el único camino para la salvación, tanto en la Ley como en los Profetas. Por eso San Pablo afirma que "el fin de la Ley es Cristo".
El primer grado de la piedad consiste en conocer que Dios es nuestro Padre, y esto solo es posible mediante Cristo. Es imposible llegar al conocimiento verdadero de Dios sin Él. Desde el principio del mundo, Cristo fue presentado a los elegidos para que pusieran su confianza en Él. Sin Cristo, cualquier intento de conocer a Dios está destinado al fracaso, como se ve en ejemplos de pueblos que, aunque afirmaban adorar al Creador, cayeron en supersticiones debido a su rechazo de Cristo. Por tanto, es necesario reconocer que solo en Cristo podemos conocer a Dios como Padre y obtener la salvación.
Capítulo VII:
El hombre, habiéndose
perdido a sí mismo, ha de buscar su redención en cristo
Al Dios creador no se le
conoce más que en Cristo redentor
Desde la caída de Adán,
toda la humanidad quedó corrompida, y la nobleza humana, que en principio
teníamos, se perdió completamente. Este conocimiento de Dios como Creador sería
inútil si no tuviéramos a Cristo como Redentor. Desde entonces, no podemos acercarnos
a Dios sin Cristo como nuestro Mediador, ya que, como Jesucristo lo dijo: “Esta
es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a
Jesucristo, a quien has enviado”. Es incorrecto pensar que el conocimiento de
Dios como Creador basta para salvarnos sin la gracia de Cristo. Jesús mismo
enseñó que sólo a través de Él, como Mediador, podemos encontrar salvación.
Los intentos de adorar a
Dios sin la mediación de Cristo están condenados al fracaso. Jesús dijo a la
samaritana: "Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que
sabemos, porque la salvación viene de los judíos", lo que implica que
todas las religiones de los gentiles, sin el Redentor prometido, estaban
alejadas de la verdadera adoración de Dios. San Pablo también explica que los
gentiles estuvieron "sin Dios y sin esperanza" antes de Cristo.
Además, San Juan enseña que la vida estuvo desde el principio en Cristo, y sin
Él no podemos tener acceso al Padre. Por lo tanto, la salvación solo es posible
a través de Cristo, ya que Él es la vida y la puerta hacia la vida eterna.
Dios no ha sido propicio
al antiguo Israel más que en Cristo, el Mediador
Dios nunca ha sido
propicio a los hombres sin Cristo como Mediador. Incluso en el Antiguo
Testamento, los sacrificios apuntaban hacia la obra de expiación que Jesucristo
realizaría. Las bendiciones que Dios prometió a su pueblo siempre estuvieron
fundamentadas en Cristo. Aunque Dios incluyó a todos los descendientes de
Abraham en su pacto, San Pablo aclara que la verdadera descendencia de Abraham
se refiere a Cristo. No todos los descendientes carnales de Abraham son
considerados parte de su simiente; sólo aquellos que están en Cristo participan
en las bendiciones del pacto.
Es evidente que desde los tiempos del Antiguo Testamento, la elección y la adopción del pueblo de Dios dependían de Cristo como Mediador. Por ejemplo, Ana, madre de Samuel, en su cántico menciona la exaltación del "ungido" de Dios, refiriéndose a Cristo. De igual forma, David y su linaje fueron una prefiguración del reino eterno de Cristo. A pesar de las divisiones y la caída del reino de David, Dios mantuvo su promesa de perpetuar este linaje por amor a David, promesa que se cumplió plenamente en Jesucristo.
Cristo, fundamento del
pacto, consuelo prometido a los afligidos
La salvación de la
Iglesia siempre ha dependido de Cristo. Los fieles del Antiguo Testamento
confiaban en que Dios cumpliría su promesa de enviar un Redentor, y esta
esperanza se reflejaba en las palabras de los profetas. A pesar de las
tribulaciones que sufría el pueblo de Dios, como la dispersión y la cautividad,
los profetas reiteraban la promesa del establecimiento del reino de David, que
hallaría su plenitud en Cristo. Jeremías, por ejemplo, al hablar de la
restauración de Israel, se refiere a un "Renuevo justo" de la casa de
David, mientras que Ezequiel menciona la instauración de un pastor único sobre
el pueblo, una clara referencia a Cristo. Estos pasajes muestran cómo la
esperanza del pueblo de Dios siempre estuvo centrada en Cristo.
Los profetas dirigían continuamente a los judíos hacia la esperanza en Cristo, recordándoles que su liberación dependería de la llegada del Mesías. Incluso después de haber caído en profundas tribulaciones, los judíos no podían olvidar que Dios, según su promesa a David, enviaría un Redentor que los salvaría. Esta expectativa estaba tan arraigada en el pueblo que cuando Cristo entró en Jerusalén antes de su crucifixión, los niños cantaban "Hosanna al hijo de David", lo que reflejaba la fe común en que la liberación vendría a través de Cristo.
Dios enseña a los judíos
desde siempre a esperar en Cristo
Dios no puede ser
conocido plenamente sin Cristo. Por eso, Cristo enseñó a sus discípulos que
creyeran en Él para poder creer perfectamente en Dios. La majestad de Dios está
demasiado alta para que los hombres mortales, limitados por su naturaleza,
puedan alcanzarla por sí mismos. Cristo es llamado “la imagen del Dios
invisible” porque solo a través de Él podemos conocer verdaderamente a Dios.
Aunque los escribas de los judíos distorsionaron las enseñanzas de los
profetas, Cristo siempre fue presentado como el único camino para la salvación,
tanto en la Ley como en los Profetas. Por eso San Pablo afirma que "el fin
de la Ley es Cristo".
El primer grado de la
piedad consiste en conocer que Dios es nuestro Padre, y esto solo es posible
mediante Cristo. Es imposible llegar al conocimiento verdadero de Dios sin Él.
Desde el principio del mundo, Cristo fue presentado a los elegidos para que pusieran
su confianza en Él. Sin Cristo, cualquier intento de conocer a Dios está
destinado al fracaso, como se ve en ejemplos de pueblos que, aunque afirmaban
adorar al Creador, cayeron en supersticiones debido a su rechazo de Cristo.
Capítulo VII
La ley fue dada, no para
retener en sí misma al pueblo antiguo, sino para alimentar la esperanza de la
salvación que debía tener en jesucristo, hasta que viniera
La religión mosaica,
fundada sobre el pacto de la gracia, apuntaba hacia Jesucristo
La Ley, dada siglos
después de la muerte de Abraham, no fue entregada para apartar a los elegidos
de Cristo, sino para mantenerlos en esperanza hasta su venida. El propósito de
la Ley incluía no solo los diez mandamientos, sino todo el sistema ceremonial
de la religión. Aunque Moisés no anuló el pacto hecho con Abraham,
constantemente les recordaba la promesa gratuita hecha a sus antepasados,
preparando a los judíos para el cumplimiento en Cristo. Las ceremonias,
aparentemente vanas si se consideraran solo como actos rituales, tenían un
significado espiritual profundo que señalaba a Cristo. Las profecías de Esteban
y las cartas a los Hebreos destacan que todo el sistema ceremonial debía seguir
el modelo espiritual dado por Dios.
Los sacrificios, las aspersiones y el tabernáculo no eran en sí mismos el fin de la adoración, sino medios para dirigir a los creyentes hacia realidades espirituales más elevadas. Este sistema no estaba vacío de Cristo, pues apuntaba a la reconciliación que solo Él podía realizar. Por tanto, aunque los sacrificios y ritos parecieran simples actos externos, su significado profundo revelaba la gracia y la futura obra redentora de Cristo.
La Ley moral y ritual era
un pedagogo que conducía a Cristo
El reino de David y el
sacerdocio levítico, ambos establecidos por la Ley, también apuntaban a Cristo.
Los judíos, al estar sometidos a la Ley, estaban bajo la disciplina de un
maestro que los guiaba hacia el futuro cumplimiento de las promesas en Cristo.
Aunque los sacrificios diarios continuaban, los profetas como Isaías y Daniel
anunciaban que el verdadero sacrificio vendría con el Mesías.
San Pablo explica que la Ley era un maestro que guiaba al pueblo hacia la llegada de Cristo, la "semilla" prometida. Aunque los judíos no podían cumplir perfectamente la Ley, esta tenía un propósito redentor al exponer sus pecados y su necesidad de un Salvador. La Ley, con sus mandamientos y ceremonias, fue establecida para guiar a los creyentes hacia Cristo, quien es el cumplimiento perfecto de la Ley.
La Ley moral hace surgir
la maldición
La Ley moral, por sí
sola, es incapaz de justificar a los hombres, ya que nadie puede cumplirla
perfectamente. Moisés proclamó que la obediencia perfecta a la Ley traería vida
eterna, pero también que la desobediencia llevaría a la maldición. Sin embargo,
como la naturaleza humana es incapaz de cumplir la Ley en su totalidad, los
hombres quedan condenados por la misma Ley que promete la vida.
Esta debilidad de la Ley resalta la necesidad de la gracia y la fe en Cristo. Aunque la Ley expone la justicia de Dios, también revela la incapacidad humana de alcanzarla sin la ayuda de Cristo, quien nos libera de la maldición de la Ley y nos concede la salvación.
Sin embargo, las promesas
de la Ley no son inútiles.
Las promesas de la Ley,
aunque condicionales, no son inútiles. Ellas señalan la necesidad de la gracia
divina y llevan a los hombres a buscar el perdón y la redención en Cristo.
Aunque los hombres no pueden cumplir perfectamente los mandamientos, Dios, en
su bondad, acepta la obediencia imperfecta de los fieles por medio de la fe.
Así, las promesas de la Ley siguen siendo eficaces, ya que apuntan a la misericordia de Dios en Cristo, quien cumple por nosotros lo que no podemos cumplir por nuestras propias fuerzas.
Nadie puede cumplir la
Ley
Es imposible para los
hombres cumplir completamente la Ley, ya que el amor perfecto a Dios, que
requiere toda la Ley, no se puede alcanzar en esta vida. La concupiscencia
humana impide que los hombres logren la perfección moral que la Ley demanda.
Esto lo confirma la experiencia, la Escritura y la enseñanza de la Iglesia.
Salomón, David, Job, y San Pablo testifican que nadie puede vivir sin pecado y
que la Ley revela nuestra incapacidad para alcanzarla.
La Ley, entonces, sirve para mostrar a los hombres su pecado y la necesidad de un Salvador. Cristo, al asumir nuestra naturaleza y cumplir la Ley, nos libera de la maldición de la misma, y nos otorga la salvación.
Los tres usos de la Ley
moral
La Ley moral tiene tres
funciones principales:
Primero, revela la
justicia de Dios y nuestra injusticia, haciéndonos conscientes de nuestra
propia miseria y necesidad de la gracia. Segundo, actúa como un freno para los
malvados, limitando el pecado y promoviendo el orden en la sociedad. Tercero,
instruye a los creyentes en la voluntad de Dios, ayudándoles a conformarse a su
ley.
Este triple uso de la Ley
es esencial para la vida cristiana, ya que nos guía, corrige y fortalece en
nuestro camino hacia Dios.
La Ley hace abundar para
todos el pecado, la condenación y la muerte
La Ley, como un espejo, refleja nuestras debilidades y pecados, mostrándonos que no podemos cumplirla por nuestras propias fuerzas. A través de la Ley, conocemos nuestra condenación, ya que todos estamos bajo su maldición. San Pablo enseña que la Ley es un ministerio de muerte, ya que muestra nuestra iniquidad sin ofrecer el remedio final, que solo se encuentra en Cristo.
La Ley nos lleva de esa
manera a recurrir a la gracia
La Ley nos empuja hacia la gracia, ya que revela nuestra incapacidad para salvarnos a nosotros mismos. Al ser conscientes de nuestra condenación bajo la Ley, nos vemos obligados a recurrir a la misericordia de Dios en Cristo. Este es el verdadero propósito de la Ley: llevarnos a la gracia que se nos ofrece en el Evangelio.
La Ley moral retiene a
los que no se dejan vencer por las promesas
Para aquellos que no han sido regenerados por el Espíritu, la Ley actúa como un freno, limitando el pecado a través del temor a las consecuencias. Aunque este temor no transforma el corazón, sirve para mantener el orden y evitar el caos. Sin embargo, para los hijos de Dios, la Ley actúa como una guía hacia la verdadera piedad, preparando sus corazones para la obediencia.
La Ley moral revela la
voluntad de Dios a los creyentes
Para los creyentes, la Ley es una guía continua hacia el conocimiento de la voluntad de Dios. Aunque el Espíritu Santo les guía, la Ley escrita sigue siendo útil para que crezcan en la obediencia y el conocimiento de Dios. La Ley también les exhorta a la santidad, recordándoles constantemente su deber de vivir conforme a la voluntad de Dios.
Error de los antinomistas
Algunos rechazan la Ley
por completo, alegando que es innecesaria para los cristianos. Sin embargo,
esto es un error, ya que la Ley sigue siendo una guía para la vida piadosa,
incluso después de la venida de Cristo. La Ley no ha sido abolida en cuanto a su
función de instruirnos en la justicia, sino que sigue siendo válida para todos
los tiempos y épocas.
En Cristo queda abolida
la maldición de la Ley, pero la obediencia permanece
Cristo ha abolido la
maldición de la Ley, pero no su exigencia de obediencia. Los creyentes están
liberados de la condenación de la Ley, pero siguen llamados a obedecerla, no
para ganar su salvación, sino como respuesta a la gracia de Dios. La Ley, entonces,
sigue siendo útil para exhortar a los fieles a la santidad y a conformarse a la
voluntad de Dios.
Capítulo VIII: Exposición
de la Ley Moral o los Mandamientos
El Capítulo VIII presenta una exposición detallada de los Diez Mandamientos, fundamentada en la importancia de la Ley Moral y su continuidad a lo largo del tiempo, incluso después de la venida de Cristo. Este texto resalta que la Ley no solo fue entregada a los judíos, sino que continúa siendo relevante para los creyentes de todas las épocas, pues refleja la justicia perfecta de Dios y su voluntad para la humanidad.
En la primera parte del capítulo, se expone la razón de la Ley: Dios la entregó para que los hombres puedan comprender la magnitud de su justicia y la incapacidad humana de cumplirla plenamente por sus propios medios. Este reconocimiento lleva a los hombres a buscar un Mediador que los libere de la condena, al tiempo que la Ley revela la necesidad de una mayor reverencia hacia Dios y humildad ante su santidad. Aquí, el autor subraya la imposibilidad de que el ser humano viva conforme a la justicia de Dios sin su intervención y gracia, lo que genera un sentimiento de dependencia de la misericordia divina.
La estructura de la Ley se divide en dos tablas: la primera trata de los mandamientos que rigen nuestra relación con Dios, y la segunda los que regulan las relaciones entre los hombres. En este sentido, se enfatiza que la justicia y la religión están íntimamente relacionadas, ya que no es posible ser justo sin tener una relación correcta con Dios. La Ley, por tanto, no es solo un conjunto de reglas morales, sino una expresión de la justicia divina que abarca tanto lo exterior (las acciones) como lo interior (los pensamientos y deseos). Aquí, el autor señala que los pensamientos también son actos ante Dios, ya que su Ley es espiritual y demanda pureza tanto externa como interna.
El análisis de los Diez Mandamientos profundiza en cada uno de ellos, mostrando no solo lo que prohíben, sino también lo que exigen positivamente. En el primer mandamiento, la exclusividad de Dios como objeto de adoración se presenta como fundamental para una relación correcta con Él. En el segundo mandamiento, se condena toda forma de idolatría y se establece que Dios no debe ser representado materialmente, ya que esto disminuye su gloria. El tercer mandamiento trata sobre el respeto que debe tenerse al nombre de Dios, prohibiendo su uso vano, como el perjurio o cualquier juramento innecesario.
El cuarto mandamiento subraya la importancia del descanso sabático como un momento para la adoración y el descanso espiritual. Aunque el sábado ceremonial ha sido cumplido en Cristo, el principio de un día de reposo sigue siendo relevante, ya que los seres humanos necesitan un tiempo dedicado a Dios. El quinto mandamiento, por su parte, refuerza la importancia de la obediencia y el respeto hacia los padres, extendiendo este respeto a todas las autoridades legítimas, mientras que el sexto mandamiento va más allá de prohibir el asesinato físico, incluyendo cualquier forma de odio o daño contra el prójimo.
El sexto mandamiento, "No matarás", según la interpretación del autor, tiene como fin la preservación de la vida humana y la promoción del bienestar de los demás. Dios, al haber creado a la humanidad como una unidad, demanda que cada persona se preocupe por la vida y la integridad de su prójimo. Este mandamiento no solo prohíbe la violencia física, sino también todo acto que pueda causar daño al cuerpo del prójimo. El principio detrás del mandamiento es el de ayudar y proteger al prójimo en todas las formas posibles, tanto en su vida física como espiritual.
En cuanto al sentido espiritual del mandamiento, se aclara que no basta con evitar el homicidio físico, sino que también se prohíbe el odio y la ira, pues estos son homicidios de corazón. El corazón es el lugar donde se concibe el mal, y por tanto, es necesario erradicar el odio y cualquier deseo de dañar al prójimo, ya que el odio es visto como un equivalente al homicidio. El autor cita a Jesús en el Evangelio de Mateo, señalando que incluso insultar o menospreciar a alguien es visto como una forma de homicidio moral, exponiendo al culpable a la condena.
Además, el autor introduce una reflexión sobre la dignidad del ser humano al sostener que el hombre es creado a imagen de Dios y que, por lo tanto, atacar o dañar al prójimo es una ofensa contra la imagen divina. Además, el prójimo es parte de la "carne" común de la humanidad, lo que implica que cuidarlo es una obligación que nos concierne a todos. El autor también sugiere que la falta de acción en la protección del prójimo, tanto física como espiritualmente, es una forma de violar este mandamiento.
Por último, se resalta la importancia de la rectitud interna, ya que el mandamiento no solo aborda el acto físico del homicidio, sino también el deseo de dañar. La caridad y el amor hacia el prójimo deben prevalecer, no solo para asegurar su bienestar físico, sino también para promover su bien espiritual, algo que es de gran valor ante los ojos de Dios.
Este pasaje sobre el Séptimo Mandamiento aborda varios aspectos sobre la conducta humana y las relaciones. En primer lugar, se destaca la importancia de mantener una vida moralmente pura, libre de deseos desordenados o comportamientos que denigren el cuerpo. Se señala que no solo las acciones externas como el adulterio son condenadas, sino también los pensamientos y deseos lujuriosos. La pureza no es solo una cuestión física, sino también interna, lo que exige un control sobre las inclinaciones del corazón y la mente.
Octavo Mandamiento: "No hurtarás"
El análisis del Octavo Mandamiento enfatiza que este mandamiento busca garantizar que cada persona reciba lo que le corresponde. No se trata solo de abstenerse de robar físicamente, sino también de evitar cualquier tipo de fraude, engaño o comportamiento que pueda perjudicar a otro en sus bienes. El mandamiento también llama a la justicia en las transacciones económicas, señalando que tanto la violencia como la astucia y el engaño son formas de hurto. Se insta a actuar con rectitud y caridad cristiana, y a no utilizar medios fraudulentos para obtener lo que pertenece a otros.
Además, se menciona que este mandamiento no se limita solo a los bienes materiales, sino también a las responsabilidades que tenemos hacia los demás. Por ejemplo, un trabajador que no cumple con sus obligaciones está, en cierto modo, "robando" a su empleador. La verdadera observancia de este mandamiento implica estar satisfechos con lo que se tiene y no buscar enriquecerse a expensas de otros.
Nono Mandamiento: "No hablarás contra tu prójimo falso testimonio"
Este mandamiento tiene como propósito proteger la verdad y la justicia en las relaciones humanas. Se condena la mentira y el engaño, y se insta a no difamar ni calumniar a los demás. El mandamiento no solo prohíbe el falso testimonio en un tribunal, sino también cualquier tipo de conversación que pueda dañar la reputación de alguien.
El texto señala que la maledicencia y la calumnia son vicios muy comunes en la vida cotidiana, y que el simple hecho de escuchar o propagar rumores o mentiras sobre alguien ya es una forma de transgresión. Se destaca la importancia de actuar siempre con caridad, tanto en lo que se dice como en lo que se escucha, y de no participar en la propagación de chismes o difamaciones.
Décimo Mandamiento: "No codiciarás"
Este mandamiento prohíbe no solo los actos externos de codicia, sino también los deseos internos de apropiarse de lo que pertenece a otros. Se trata de un mandato que busca regular los pensamientos y deseos del corazón, para que no se vean influenciados por la envidia o la ambición desmedida. Dios pide que todas nuestras facultades y pensamientos estén orientados al amor y la caridad hacia los demás, y que no se permita que los malos deseos tomen control del corazón.
Se hace una distinción entre el "intento" y la "concupiscencia": el intento se refiere a un propósito deliberado de cometer un mal, mientras que la concupiscencia es el deseo de hacer algo indebido, incluso si no se llega a materializar. Ambos son condenados, ya que el deseo por sí solo ya es una violación del mandamiento. El texto concluye que el mandamiento llama a una integridad interna, donde incluso los pensamientos deben estar alineados con el amor hacia los demás y alejados de cualquier tipo de codicia.