viernes, 30 de mayo de 2025

Michel de Montaigne - Vida y obra (1533 - 1592)

La muerte de Montaigne (jorge edwards)

En pleno Renacimiento, mientras Europa debatía sobre el alma, el poder y la ciencia, Michel de Montaigne decidió mirar hacia dentro. Noble francés, lector incansable y pensador libre, dio origen a una nueva forma de escribir: el ensayo. Sus textos no pretendían enseñar, sino explorar, dudar y comprender.

Montaigne escribió sobre la muerte, la amistad, el miedo, los libros… pero sobre todo, escribió sobre sí mismo. No por vanidad, sino porque creyó que conociéndose podía entender algo de lo humano.

En este blog recorreremos su vida, sus ideas y su tiempo. Si te interesan la filosofía, la literatura o simplemente quieres leer a alguien que pensó con libertad y sinceridad, te invito a seguir explorando. Montaigne sigue hablando, y vale la pena escucharlo.


MICHEL DE MONTAIGNE

VIDA Y OBRA

Infancia

Abuelo de Michel de Montaigne

El abuelo de Michel de Montaigne fue Ramon Eyquem (o Raymond Eyquem), y aunque se sabe relativamente poco sobre su vida, su figura es importante para comprender el proceso de ascenso social de la familia Montaigne, que pasó de tener un origen mercantil a ocupar cargos nobles y judiciales en el suroeste de Francia.

Ramon Eyquem era un burgués enriquecido de la ciudad de Burdeos, dedicado principalmente al comercio del vino, que era una de las principales actividades económicas de la región. No era noble de cuna, pero acumuló fortuna y con ella pudo iniciar el proceso de ennoblecimiento de la familia.´

Compró el señorío de Montaigne, una pequeña propiedad rural con castillo en la región del Périgord, en la primera mitad del siglo XVI. Este fue un paso decisivo, ya que poseer una tierra con título seigneurial permitía aspirar a un reconocimiento como miembro de la pequeña nobleza provincial (noblesse de robe o noblesse récente).

Su hijo, Pierre Eyquem (padre de Michel), continuaría este proceso de consolidación social al desempeñar cargos públicos relevantes (como alcalde de Burdeos) y al dar a su hijo una educación humanista de elite.

Padres de Michel de Montaigne

El padre de Montaigne, Pierre Eyquem, fue un noble local, comerciante de vino y alcalde de Burdeos. Era un hombre culto para su tiempo, con ideas pedagógicas progresistas que reflejan el espíritu del Renacimiento humanista. Fue él quien decidió que Michel recibiría una educación especial, basada en los principios del humanismo erasmista.

Pierre Eyquem deseaba que su hijo no creciera encerrado en la comodidad del privilegio, sino que aprendiera a mirar el dolor ajeno con comprensión y sin arrogancia. Montaigne describiría este hecho

“Recuerdo haber sido llevado de niño, por orden de mi padre, a visitar a los pobres, a los enfermos y a los moribundos, para familiarizarme con la imagen de la condición humana.”

Este acto tenía un propósito profundamente formativo y filosófico: no se trataba de una acción piadosa superficial, sino de una pedagogía del mundo real, que enseñara al joven Michel la vulnerabilidad humana, la compasión, y el límite del orgullo social.

Pierre tenía una visión clara: quería que su hijo creciera con un conocimiento profundo del mundo clásico y con una mente libre. Para lograr esto mandó que su hijo aprendiera latín antes que francés, por lo que Michel fue criado por un preceptor alemán que solo le hablaba en latín. Incluso los criados de la casa recibieron instrucciones para dirigirse a él en esa lengua. Se aseguró de que la educación de su hijo fuera suave, placentera y natural, sin castigos ni métodos autoritarios, buscando cultivar en él el gusto por el saber más que la obediencia ciega. Lo expuso desde pequeño a los valores cívicos, a la lectura de autores clásicos, y al contacto con la naturaleza y la meditación, lo que se ve reflejado más tarde en los Ensayos.

Pierre Eyquem también fue militar y participó en las guerras de Italia. Más adelante, fue elegido como uno de los principales magistrados de Burdeos, mostrando un equilibrio entre las armas, la política y las letras, algo que también influirá en su hijo.

La madre de Montaigne, Antoinette de Louppes, provenía de una familia de comerciantes de origen judío converso (probablemente sefardíes de origen español o portugués), asentados en Toulouse y luego en Burdeos. Aunque menos mencionada por Michel, su herencia materna también es significativa. Representaba el mundo mercantil y pragmático, en contraste con el idealismo humanista del padre. Su ascendencia ha sido objeto de estudios modernos, pues algunos sostienen que la herencia judeoconversa influyó indirectamente en la apertura intelectual y el escepticismo de Montaigne.

Aunque Montaigne se refiere poco a su madre en los Ensayos, siempre expresó una profunda gratitud y admiración por su padre, a quien dedicó varias reflexiones. Pierre Eyquem fue para él un modelo de virtud cívica, libertad interior y sensibilidad filosófica.

Infancia

Michel de Montaigne nació el 28 de febrero de 1533 en el castillo familiar de Montaigne, ubicado en la región de Périgord, en el suroeste de Francia (actual departamento de la Dordoña). Su nombre completo era Michel Eyquem de Montaigne.

La infancia de Montaigne fue profundamente marcada por los ideales humanistas del Renacimiento, especialmente por las ideas pedagógicas de su padre, que buscó darle una educación singular y erudita desde la cuna. Esta educación fue concebida según los principios de pensadores como Erasmo de Róterdam y otros reformadores del saber.

Desde su nacimiento, su padre hizo que todos los que lo rodeaban —incluso los sirvientes del castillo— le hablasen en latín, de modo que Montaigne lo aprendió como lengua materna. Su primer preceptor fue un alemán que no hablaba francés, lo que reforzó aún más esta inmersión. Como resultado, Montaigne llegó a dominar el latín a un nivel altísimo desde muy pequeño, y por mucho tiempo tuvo dificultades para hablar correctamente el francés.

Su padre creía que el conocimiento debía adquirirse con alegría y libertad, no con coacción. Montaigne fue educado sin violencia ni presión, de forma que el aprendizaje fuese una actividad placentera.

Se le despertaba cada día con música suave y se le animaba a caminar por los jardines del castillo, a reflexionar y a observar su entorno. Estas prácticas contribuyeron a desarrollar su sensibilidad contemplativa y su capacidad de introspección, tan características de su pensamiento posterior.

Los historiadores coinciden en que Montaigne tuvo al menos cinco hermanos y hermanas, aunque algunos murieron jóvenes. En general, Michel fue el único que alcanzó relevancia histórica, lo que explica por qué la información sobre sus hermanos es escasa.

Entre los hermanos sobrevivientes, se sabe que:

  • Uno de sus hermanos menores heredó el nombre de su padre, Pierre Eyquem, y continuó con algunos negocios de la familia.

  • También tuvo al menos una hermana, aunque su nombre no es citado con certeza en las fuentes principales.

  • Algunos documentos notariales y de herencia hacen referencia a "los hermanos de Montaigne" cuando tratan de temas patrimoniales, lo que confirma la existencia de varios, aunque ninguno tuvo una vida pública destacada.

Montaigne rara vez menciona a sus hermanos en los Ensayos.

Hacia los seis años, fue enviado al Collège de Guyenne en Burdeos, una de las instituciones más prestigiosas de la época, dirigida por humanistas. Allí estudió gramática, retórica, lógica, literatura clásica y filosofía.

A los doce años, Michel de Montaigne completó su formación inicial en el Collège de Guyenne y estaba preparado para ingresar a la universidad, algo bastante precoz pero no inusual para un joven de su nivel y extracción social durante el Renacimiento.

Carrera profesional

Carrera judicial

Desde los 14 a los 22 años, la vida de Montaigne es desconocida. Se supone que entre los 14 y 16 años Montaigne continuó sus estudios en la Facultad de Artes, donde pudo haber seguido cursos de filosofía bajo la dirección del humanista Marc Antoine Muret, uno de los grandes latinistas de su tiempo. Posteriormente, se estima que comenzó estudios de Derecho hacia los 16 o 17 años, muy probablemente en Toulouse —una de las universidades jurídicas más importantes de Francia—, aunque algunos sostienen que también pudo haber pasado por París. Sin embargo, no hay registros oficiales que permitan afirmarlo con certeza.

En 1556, con aproximadamente 23 años, Montaigne fue nombrado consejero en el tribunal de socorros (aide) de Périgueux, lo que indica que su formación jurídica había concluido y que comenzaba su carrera pública. Este cargo lo heredó de su padre, Pierre Eyquem, quien en esos años (1554–1556) había ocupado el cargo de alcalde de Burdeos. Posteriormente, en 1557, Montaigne fue nombrado consejero del Parlamento de Burdeos, uno de los tribunales superiores de justicia del reino.

A los 24 años, Montaigne era un joven magistrado culto, reservado y ya reflexivo, aunque aún no había comenzado a escribir los Ensayos. Sin embargo, su paso por el tribunal y su contacto con la diversidad de costumbres humanas, conflictos y argumentos jurídicos marcarían profundamente su pensamiento posterior.

En esta época entabló amistad con Étienne de La Boétie, otro magistrado del Parlamento y autor del famoso Discurso de la servidumbre voluntaria. La relación con La Boétie fue una de las más influyentes y queridas en su vida, y aunque probablemente se conocieron un poco antes, fue en estos años que su amistad se consolidó.

Montaigne lo describe así:

«Nuestra amistad fue tal que me parece inconcebible que jamás haya existido otra igual. [...] Porque era él, porque era yo.»

Esta frase, recogida en el famoso capítulo “De la amistad” de los Ensayos, expresa la radical singularidad y la pureza de su vínculo.

La Boétie influyó en Montaigne en varios nivelesIntelectualmente, le ofreció un modelo de integridad moral y reflexión política. El Discurso de la servidumbre voluntaria, aunque no fue publicado por Montaigne, sí fue conservado y difundido con gran interés, y su contenido —una crítica de la obediencia ciega al poder— influyó en la actitud escéptica y crítica del Montaigne posterior. Humanamente, su amistad despertó en Montaigne una capacidad emocional intensa y elevada, que él mismo reconoce como única e irrepetible. Tras su muerte, Montaigne afirma que nunca buscó reemplazo, ni volvió a abrirse a otro vínculo con igual plenitud. Estilísticamente, se ha señalado que el tono íntimo, conversacional y reflexivo de los Ensayos se debe en parte a la pérdida de La Boétie, como si Montaigne escribiera para mantener viva esa conversación que la muerte interrumpió.

Las Guerras de Religión

En 1562, se produjo un acontecimiento decisivo: la Masacre de Wassy (1 de marzo), en la que las tropas del duque de Guisa asesinaron a decenas de hugonotes durante un culto protestante. Este evento desencadenó la Primera Guerra de Religión, iniciando un ciclo de guerra civil que marcaría profundamente a la generación de Montaigne.

En este clima de violencia creciente, el Edicto de enero de 1562, firmado por la regente Catalina de Médici, había intentado establecer una tolerancia limitada para los protestantes, pero fue ignorado o resistido en gran parte del reino.

Como magistrado, Montaigne tuvo que enfrentar de manera directa esta realidad: juicios por motivos religiosos, tensiones entre facciones, disputas familiares y territoriales ligadas a la fe. Esta vivencia alimentó su profunda desconfianza hacia los fanatismos, la imposición de creencias y la violencia en nombre de la verdad.

Michel de Montaigne fue católico, nacido y criado en una familia de tradición católica en la región de Burdeos, en el suroeste de Francia. Sin embargo, su actitud hacia la religión fue notablemente moderada, tolerante y escéptica, lo que lo distinguió de la mayoría de sus contemporáneos, especialmente en un período tan violento como el de las Guerras de Religión en Francia.

Aunque no renegó nunca del catolicismo y fue practicante en los aspectos formales (asistía a misa, respetaba las festividades, etc.), Montaigne no fue un católico dogmático ni militante.

Nunca justificó la persecución de los hugonotes. Por el contrario, lamentaba que la religión —que debería unir y consolar— fuera usada como causa de odio, guerra y muerte.

“Encontramos que nada causa tantas guerras y disturbios como la religión, que debía ser la fuente de paz y concordia.”

No se pronuncia a favor del calvinismo, pero sí denuncia que los católicos (su propio grupo) fueran a menudo los más violentos en nombre de la ortodoxia.

Montaigne consideraba que el alma humana no debía forzarse ni con castigos ni con leyes. Si bien pensaba que la fe era un asunto importante, sostenía que debía respetarse la conciencia individual.

“Es poner mucho precio a nuestras opiniones el querer, por su causa, quemar a un hombre vivo.”

Esta frase, claramente dirigida contra la quema de herejes (como los hugonotes), muestra su rechazo a la violencia religiosa de ambos bandos.

Muerte de Étienne de La Boétie

La muerte del amigo de Michel de Montaigne, Étienne de La Boétie, ocurrida en 1563, fue uno de los acontecimientos más decisivos y dolorosos de su vida. Marcó un quiebre emocional profundo y dejó una huella permanente en su obra, en especial en el célebre capítulo de los Ensayos titulado "De la amistad" (De l’amitié), donde Montaigne le rinde homenaje.

Tenía apenas 32 años cuando falleció, probablemente a causa de disentería u otra enfermedad intestinal, dejando a Montaigne con un profundo vacío emocional. Años después, Montaigne evocaría su pérdida en el capítulo “De la amistad” de los Ensayos, donde escribió la célebre frase: 

“Si me preguntan por qué lo amaba, siento que no se puede expresar sino diciendo: porque era él, porque era yo”

Para Montaigne, la muerte de La Boétie no fue solo la pérdida de un ser querido, sino la desaparición de una relación perfecta y única, imposible de reemplazar. Este duelo marcó un punto de inflexión en su vida: lo alejó progresivamente de la vida pública, reforzó su tendencia introspectiva y sembró la semilla de su retiro intelectual. A partir de entonces, Montaigne empezó a cultivar un pensamiento más íntimo y escéptico, buscando en la escritura una forma de comprensión y consuelo frente al dolor de la pérdida. Así, la amistad truncada por la muerte dio origen a una de las obras más originales y humanas de la filosofía moderna.

Desde el día en que lo perdí… solo hago arrastrarme lánguidamente por la vida.

Más que elogiar sus virtudes individuales, Montaigne muestra cómo esa relación fue una unión de almas, un reconocimiento mutuo de afinidad espiritual y filosófica. La muerte de su amigo le dejó un vacío irreparable, que ninguna otra relación pudo llenar.

Matrimonio con Françoise de la Chassaigne

En 1565, a los 32 años, Michel de Montaigne continuaba ejerciendo como consejero del Parlamento de Burdeos, pero su vida comenzó a cambiar no solo por el luto prolongado por la muerte de su amigo Étienne de La Boétie, sino también por una transformación en su vida personal: ese año contrajo matrimonio con Françoise de la Chassaignehija de Joseph de La Chassaigne, un hombre culto, coleccionista de antigüedades galorromanas y presidente del Parlamento de Burdeos. Françoise, doce años menor que Montaigne, pertenecía a una familia influyente de la nobleza de toga.

Este matrimonio, según él mismo relata en los Ensayos, no fue fruto del amor apasionado, sino más bien una unión práctica, propia de su clase y época. Montaigne describe el matrimonio con moderación y cierta distancia, señalando que, a diferencia de la amistad perfecta e irrepetible que tuvo con La Boétie, el vínculo conyugal era más funcional que afectivo. No obstante, cumplió con sus deberes familiares: tuvo con Françoise seis hijas, de las cuales solo una sobrevivió a la infancia, Leonor.

En este período, Montaigne seguía siendo un hombre público activo, aunque cada vez más inclinado a la reflexión personal, la lectura y el cultivo del juicio interior. El matrimonio y las responsabilidades familiares no interrumpieron su proceso de retiro interior, sino que lo acompañaron silenciosamente mientras su pensamiento se orientaba, cada vez más, hacia la vida contemplativa. En suma, 1565 fue un año de consolidación familiar y continuidad profesional, pero también de maduración de ese proyecto íntimo que, años más tarde, cristalizaría en su retiro voluntario y en la escritura de los Ensayos.

En lo personal, Montaigne seguía afectado por la muerte de su amigo Étienne de La Boétie, una pérdida que no dejó de influir en su tono introspectivo y melancólico. Aun en el cumplimiento de sus deberes públicos, Montaigne comenzaba a retirarse espiritualmente del bullicio político y judicial, centrando su atención en la lectura, la reflexión y la organización de sus pensamientos.

Muerte del padre

En 1568, Michel de Montaigne tenía 35 años, y este es otro de los años que fue decisivo en su vida personal y patrimonial: murió su padre, Pierre Eyquem, figura central en su formación, inspiración y afecto. Con la muerte de Pierre, Montaigne heredó oficialmente el señorío del castillo de Montaigne, en el Périgord, y con ello, la responsabilidad de administrar las tierras y bienes familiares, así como el peso simbólico de continuar con el legado humanista y noble de su linaje.

Pierre Eyquem fue mucho más que un padre en el sentido tradicional: fue el arquitecto de la educación singular y humanista de su hijo, quien había sido criado en latín, rodeado de libros y de ideas progresistas. Montaigne siempre habló de él con respeto y gratitud, y la herencia paterna no fue solo material, sino intelectual y moral. En este año, por tanto, Montaigne asumió un nuevo rol como señor de Montaigne, pero también comenzó a retirarse lentamente de la vida judicial activa, aunque no lo haría oficialmente hasta 1570.

En el plano político, Francia vivía la Tercera Guerra de Religión (1568–1570), lo que acentuó la violencia entre católicos y hugonotes. Montaigne, desde su ya consolidada postura de católico moderado y partidario de la tolerancia, observaba con creciente distancia el desgarramiento del reino. Esta experiencia reforzó su escepticismo político y jurídico, y su creencia en la fragilidad de las instituciones humanas frente a las pasiones y el fanatismo.

En términos filosóficos, 1568 marca también el comienzo de un proceso de interiorización más intenso: con la muerte de su padre y la creciente insatisfacción con la vida pública, Montaigne empezaba a preparar lo que sería su retiro voluntario, que concretaría tres años más tarde. Ese año, su biblioteca personal, que ya era considerable, se convirtió en el verdadero núcleo de su vida: un espacio de contemplación, lectura y comienzo de escritura filosófica.

Fin a la magistratura

En marzo de 1569 en el contexto de la Tercera Guerra de Religión murió el líder protestante Luis I de Borbón, príncipe de Condé. También en esta guerra, Joseph de La Chassaigne, suegro de Montaigne y presidente del Parlamento de Burdeos, mantenía aún influencia, y su red de relaciones jurídicas conectaba a Montaigne con el núcleo del poder judicial de Guyena. Aunque él no participaba directamente en el conflicto armado, como magistrado vivía en contacto constante con las consecuencias del enfrentamiento: juicios, persecuciones, desórdenes públicos y tensiones religiosas.

En 1570, Michel de Montaigne tomó una de las decisiones más significativas de su vida: renunció oficialmente a su cargo como consejero del Parlamento de Burdeos, poniendo fin a más de una década de ejercicio en la magistratura. Esta renuncia marcó el inicio explícito de su retiro de la vida pública, aunque ya desde años antes venía distanciándose intelectualmente del poder, la política y el ejercicio judicial, profundamente desencantado por la violencia de las Guerras de Religión, el fanatismo y la inutilidad de las leyes frente a las pasiones humanas.

Este año representa una bisagra existencial en la vida de Montaigne. Con la muerte de su padre en 1568, y con su herencia asumida, Montaigne se convirtió en señor pleno del castillo de Montaigne. A partir de ahora, eligió dedicarse a sí mismo, a la lectura, la contemplación y, finalmente, a la escritura. Como testimonio simbólico de este cambio de vida, mandó grabar en la biblioteca de su torre una inscripción en latín que dice:

“En libertad total, Michel de Montaigne se consagra a la tranquilidad.”
(In libertate summa, Michaël Montanus se quieti dedit.)

Este acto no implicaba una fuga del mundo en el sentido religioso o ascético, sino una retirada laica y filosófica, en línea con el modelo estoico y ciceroniano del sabio que se aparta para observar mejor. Montaigne no buscaba la soledad absoluta, sino un espacio para el juicio, la reflexión y el autoconocimiento. Era una vida retirada, pero no indiferente al mundo.

En el plano familiar, vivía con su esposa, Françoise de La Chassaigne, y su hija Léonore, nacida en 1571. Aunque su relación con Françoise parece haber sido distante en lo emocional, le confiaba la administración de la casa y de las tierras, mientras él comenzaba a concentrarse en su proyecto intelectual.

Retiro de la vida pública

Se retiró formalmente a su torre en el castillo de Montaigne, en el Périgord, y comenzó a dedicarse por completo a la lectura, la reflexión y la escritura. Este año marca el inicio concreto de su obra más célebre, los Ensayos (Essais), aunque aún no los publicaría hasta casi una década más tarde.

En su biblioteca personal —instalada en lo alto de una torre del castillo, rodeada de frases latinas inscritas en las vigas del techo—, Montaigne empezó a escribir en profundidad sobre sí mismo como vía de conocimiento del ser humano universal, con un estilo libre, lleno de digresiones, citas clásicas y observaciones personales. El retiro de 1571 no fue una huida del mundo, sino una forma de mirarlo desde otra perspectiva, con más distancia, juicio y libertad. Fue, como él mismo diría, una forma de "vivir para mí mismo".

Este mismo año, como gesto simbólico, hizo grabar una inscripción latina en su biblioteca, que resumía su nuevo proyecto vital:

«En el año de Cristo 1571, a la edad de 38 años, el día de su cumpleaños, Michel de Montaigne, cansado hace tiempo ya del servicio de la corte y de las cargas públicas, aún en la flor de la vida, se retiró al seno de las musas, con la resolución firme de pasar el resto de sus días en la tranquilidad del campo y en el estudio.»

Este acto de retiro no implicaba desprecio por la política ni por la acción pública, sino una elección filosófica: frente a la inestabilidad de las guerras civiles, el colapso de la justicia y la incertidumbre del mundo, Montaigne optó por cultivar el juicio propio, la observación del alma humana y la búsqueda de sabiduría interior.

En 1572, a los 39 años, Michel de Montaigne vivía retirado en su castillo, dedicado por completo al estudio, la reflexión y la escritura. Este año fue particularmente significativo, no solo por su proyecto intelectual, sino por el contexto histórico profundamente trágico que lo rodeaba: fue el año de la masacre de San Bartolomé (noche del 23 al 24 de agosto), uno de los episodios más sangrientos de las Guerras de Religión en Francia, en el que miles de protestantes hugonotes fueron asesinados en París y en otras ciudades del reino con la complicidad del poder real. A esto se le llamó la Cuarta Guerra de Religión.

Aunque Montaigne estaba retirado de la vida pública desde 1571, el horror de la masacre lo alcanzó moral y filosóficamente. No existen testimonios directos de su reacción inmediata, pero en los Ensayos —especialmente en los capítulos dedicados a la costumbre, la crueldad y el juicio— se percibe una profunda repulsión hacia la violencia ideológica y religiosa, que sin duda se vio reafirmada por esos acontecimientos. Como católico moderado, Montaigne nunca justificó la persecución y se mantuvo firme en su defensa de la tolerancia, la prudencia y la humanidad frente al fanatismo.

Mientras Francia se desangraba en luchas fratricidas, Montaigne trabajaba silenciosamente en sus primeros Ensayos, meditando sobre la condición humana, la fragilidad del juicio, la costumbre, el cuerpo, la muerte y la amistad. Fue en este contexto que su estilo libre, personal y escéptico empezó a tomar forma definitiva: no buscaba imponer doctrina alguna, sino comprender al ser humano en su complejidad y contradicción, comenzando por sí mismo.

En lo familiar, vivía con su esposa Françoise de La Chassaigne y su hija Léonore, nacida en 1571. Su esposa se encargaba de la administración de las tierras, permitiéndole a Montaigne concentrarse en su labor intelectual. Su hogar, alejado del caos político, funcionaba como un refugio de estudio y contemplación, aunque nunca completamente aislado del mundo.

Montaigne, fue también honrado por el rey Carlos IX con el título de caballero de la Orden de San Miguel (chevalier de l'ordre de Saint-Michel), una de las más altas distinciones del reino francés en ese tiempo. Este reconocimiento no era simplemente ceremonial: reflejaba el reconocimiento real por su trayectoria como magistrado, así como su valor político como figura de moderación y prestigio en una región crucial como la Guyena.

La Orden de San Miguel, fundada en 1469 por Luis XI, era una condecoración reservada originalmente a la alta nobleza y a personas con méritos civiles o militares. Para Montaigne —noble de toga y señor local, más intelectual que cortesano—, este título le otorgaba una legitimidad aristocrática añadida, que se reflejaría incluso en su escudo de armas, donde hizo grabar el collar de la orden como signo distintivo.

En 1573, dos años más tarde, Montaigne fue además inscrito como “gentilhombre ordinario de la cámara del rey” (gentilhomme ordinaire de la chambre du roi), un cargo honorífico y simbólico, sin funciones concretas, pero de alto prestigio cortesano. Esta designación indicaba que Montaigne seguía siendo valorado en la corte real, incluso después de su retiro, y que la monarquía no descartaba recurrir a él como intermediario o figura conciliadora en momentos de tensión política.

Este tipo de distinciones también puede interpretarse como una estrategia política de la corona, en un contexto de tensiones religiosas, para conservar la fidelidad de personajes influyentes y moderados en regiones como Guyena y Gascuña, donde los conflictos entre católicos y protestantes eran intensos. No es casual que Enrique de Navarra (futuro Enrique IV de Francia), líder del partido protestante y figura clave de la reconciliación nacional, hiciera lo mismo en 1577, concediéndole también el collar de su confianza: ambos lados buscaban asegurar el favor de Montaigne, por su reputación de equilibrio, sensatez y diplomacia.

Francia seguía sumida en el caos de las Guerras de Religión, y en mayo de 1574 murió el rey Carlos IX, sucediéndolo su hermano Enrique III, quien regresaba desde Polonia para ocupar el trono. Este cambio de monarca no trajo estabilidad inmediata, y el reino continuó fragmentado por el conflicto entre católicos y protestantes. Montaigne, aunque retirado de la vida pública, no era indiferente a los asuntos del reino: su pensamiento y escritura respondían precisamente a la brutalidad del mundo exterior, oponiéndole una filosofía de la moderación, la introspección y la tolerancia.

Durante este tiempo, Montaigne revisaba y corregía constantemente sus textos, con una atención cuidadosa al estilo, a la autenticidad de sus juicios y a la inclusión de citas que sirvieran de contrapunto a sus experiencias. Su torre, con sus estantes repletos de libros y sus techos adornados con sentencias morales en latín y griego, se había convertido en su refugio físico y simbólico. 

En el año 1576 se firmó la Paz de Beaulieu, también conocida como el “Edicto de Tolerancia” (mayo de 1576), impulsada por el rey Enrique III con el fin de poner fin a la cuarta Guerra de Religión. Este edicto otorgaba a los protestantes una libertad de culto sin precedentes, lo que provocó gran malestar entre los católicos más radicales y llevó a la formación de la Santa Liga Católica

Al año siguiente, Enrique de Navarra (el futuro Enrique IV de Francia), líder del partido protestante y figura clave de la reconciliación nacional, hizo otorgar a Montaigne el collar de su confianza, en un gesto que reflejaba respeto y cálculo político. Este acto, semejante al que Carlos IX había realizado en 1571 al nombrarlo caballero de la Orden de San Miguel, confirma que ambos bandos valoraban a Montaigne como una figura moderada, confiable y conciliadora.

Quinta Guerra de Religión

a Santa Liga Católica, formada en respuesta al Edicto de Beaulieu (1576), presionaba al rey Enrique III para que revocara las concesiones hechas a los protestantes, lo que provocó una nueva escalada del conflicto. El rey, debilitado políticamente, se vio obligado a ceder: en 1577 firmó el Edicto de Poitiers, que restringía nuevamente los derechos de los hugonotes y anulaba parcialmente la paz anterior. Así, la quinta Guerra de Religión estaba en curso.

Montaigne, aunque alejado de los cargos oficiales, no era un testigo indiferente. Vivía en una región directamente afectada por las guerras, y su posición como noble local moderado lo ponía en el centro de una sociedad profundamente fracturada. En este contexto, su prestigio como hombre de juicio sereno y filosófico se consolidaba aún más. El hecho de que tanto los católicos (Carlos IX) como los protestantes (Enrique de Navarra) lo hayan distinguido públicamente demuestra que era percibido como una figura de equilibrio, cuyo pensamiento podía contribuir —al menos simbólicamente— a la pacificación.

Su más grande obra

Accidente en caballo

En 1578, durante un paseo a caballo, Montaigne fue derribado violentamente por un sirviente que venía galopando detrás de él. El golpe fue tan fuerte que perdió el conocimiento y, según su propio relato, estuvo a punto de morir. Durante varias horas no pudo hablar ni moverse, y su familia creyó que no sobreviviría.

Este episodio tuvo una importancia filosófica y literaria central en su pensamiento. En los Ensayos, Montaigne relata cómo, en ese estado de semiinconsciencia, experimentó la cercanía de la muerte sin angustia, sin sufrimiento ni temor, y eso lo llevó a reflexionar profundamente sobre la fragilidad del cuerpo, la imprevisibilidad de la vida y la naturalidad de la muerte.

“Parecía que mi alma jugaba a su aire, como si se preparara para abandonarme”, escribe, con serenidad.

 

Y más adelante:

 

“La muerte me pareció tan fácil, tan insensible y tan natural, que no me dio miedo.”

Este pasaje se convirtió en uno de los más célebres y citados de los Ensayos, y encarna perfectamente la actitud montaigniana ante la existencia: el cuerpo es frágil, la vida incierta, el juicio limitado, y por eso debemos vivir con moderación, atención y libertad interior.

Ensayos

En 1580, a los 47 años, Michel de Montaigne publicó por primera vez su obra maestra: los Ensayos (Essais), una de las contribuciones más originales, personales y duraderas de la literatura y la filosofía occidentales. Esta primera edición, impresa en Burdeos, contenía los Libros I y II, compuestos por una serie de capítulos que abordan temas tan variados como la muerte, la amistad, la costumbre, la educación, el juicio, el cuerpo, la política, la religión y la ignorancia, todos desde una perspectiva que une la sabiduría clásica con la experiencia vivida.

La edición de 1580 fue dedicada a la libertad del lector y del autor. En la carta “Al lector” (Au lecteur), con que se abre el libro, Montaigne declara célebremente:

“Yo mismo soy la materia de mi libro. No hay en él propósito alguno que no sea doméstico y privado. [...] Si hubiera vivido entre aquellas naciones que, dicen, aún viven bajo la dulce libertad de las leyes primitivas de la naturaleza, te aseguro que con gusto me hubiera pintado entero y desnudo.”

Con esta afirmación, Montaigne fundó un nuevo género: el ensayo como forma de exploración del yo, del juicio, de la experiencia, sin aspirar a una verdad absoluta, pero sí a una mirada honesta y crítica sobre lo humano. La escritura se convierte en un ejercicio de sí mismo, en el que se pone a prueba la vida a través de la palabra.

Ese mismo año, poco después de la publicación, Montaigne emprendió un largo viaje por Alemania, Suiza e Italia, con la intención de cuidar su salud (buscaba alivio para sus problemas renales en aguas termales) y también por curiosidad y descanso. Este viaje lo llevó finalmente a Roma, donde fue recibido con honores por el papa Gregorio XIII, y se le concedió un privilegio eclesiástico para la impresión de los Ensayos, algo poco común para un autor laico y moderadamente escéptico.

Durante su estancia en Roma, Montaigne relata que oyó hablar de una ceremonia ocurrida años antes en la basílica de San Giovanni a Porta Latina, en la que varios hombres se habrían casado entre sí utilizando las ceremonias tradicionales del matrimonio católico, como si se tratara de una unión entre hombre y mujer. La ceremonia fue celebrada con ritos eclesiásticos tradicionales, incluyendo el uso de anillos, velas, oraciones y la misa nupcialEl acto fue descubierto por las autoridades eclesiásticas, y los participantes fueron condenados por sodomía y posteriormente quemados en la hoguera por orden del Vaticano.

Algunos historiadores han propuesto que se trató en realidad de una ceremonia de "adelfopoiesis", un rito antiguo de “hermanamiento espiritual” practicado en el cristianismo oriental (y en algunos casos en Occidente), que no implicaba una unión sexual, sino una forma de fraternidad ritual. Sin embargo, esta práctica no se realizaba con los elementos sacramentales del matrimonio y es improbable que se realizara en Roma de esa forma en el siglo XVI.

Durante este viaje, Montaigne mantuvo un diario, que fue redactado en parte por su secretario y en parte por él mismo. El Diario del viaje a Italia (Journal de voyage en Italie) es un documento valioso que nos muestra su visión del mundo, sus impresiones sobre ciudades, costumbres, hospitales, universidades, y sobre sí mismo, en un tono más inmediato y práctico que el de los Ensayos.

Diario del viaje a Italia

El diario ofrece una visión vívida de Europa en el siglo XVI, con descripciones de ciudades, caminos, costumbres, baños termales, hospitales, universidades, obras de arte y encuentros con personajes notables. También se incluyen observaciones médicas detalladas, ya que el viaje tenía como fin principal mejorar la salud de Montaigne, aquejado de cálculos renales.

Pero lo más valioso del diario es cuando el propio Montaigne interviene en primera persona. En esos pasajes, reaparece su voz característica: reflexiva, escéptica, curiosa, con observaciones personales sobre la vida, la cultura, la religión, la política, y también sobre sí mismo. Si bien el tono general es más práctico y descriptivo que en los Ensayos, el diario conserva su mirada filosófica: es un ejercicio de observación del mundo externo desde la conciencia del yo.

Una parte destacada del diario es la estancia de Montaigne en Roma, donde fue recibido con respeto por las autoridades eclesiásticas. A pesar de su fama de escéptico y libre pensador, fue admitido como "gentilhombre romano" y obtuvo un privilegio para la impresión de sus Ensayos por parte del papa Gregorio XIII. Este episodio es importante porque muestra cómo Montaigne, sin atacar directamente a la Iglesia, supo mantener una posición de independencia intelectual dentro de los márgenes de lo aceptable en su época.

Más allá de lo anecdótico, el Diario del viaje a Italia es valioso porque muestra a Montaigne fuera de su torre, enfrentado al mundo, al cansancio, a los viajes difíciles, a las enfermedades, a las costumbres extranjeras. Es una extensión del espíritu de los Ensayos, pero proyectado sobre el paisaje europeo. El mundo es aquí su espejo, y a través de él Montaigne sigue buscando conocerse a sí mismo.

En una de sus notas más íntimas, escribe:
“He visto tantas costumbres diferentes que ya no sé cuál es la mía.”


Fue uno de sus viajes más increíbles.

Elección como alcalde

Montaigne fue elegido por el Consejo de los Ciento de Burdeos el 1 de agosto de 1581, mientras se encontraba en Lucca, en plena Toscana. La designación no fue menor: ser alcalde de una de las ciudades más importantes del suroeste francés implicaba prestigio político, responsabilidades administrativas y un papel delicado de equilibrio en un territorio afectado por tensiones religiosas y sociales.

La corona, y en particular el rey Enrique III, había aprobado su candidatura, lo que refleja la confianza que tanto los católicos moderados como algunos sectores protestantes depositaban en él. Era visto como una figura ecuánime, prudente, ajena al fanatismo, cualidades muy valiosas en una época marcada por la sexta guerra de religión que comenzaba ese mismo año.

Ante su elección, Montaigne aceleró el regreso a Francia, que culminó en noviembre de 1581. Durante ese retorno llevó consigo una versión anotada de sus Ensayos, que había revisado durante su viaje. Más adelante, esas anotaciones serían integradas en la edición de 1588.

Durante 1583, Montaigne se mantuvo activo en la vida municipal de Burdeos. Aunque no era un político profesional ni un administrador ambicioso, supo aplicar su sentido común, su experiencia jurídica y sobre todo su temple filosófico al gobierno de la ciudad. En sus funciones, procuró evitar decisiones precipitadas, buscó resolver disputas entre facciones, y cuidó de mantener el orden sin represión ni parcialidades. A pesar de su talante contemplativo, fue un alcalde eficaz, aunque reacio, y su gestión fue valorada por su mesura.

A Montaigne no le interesaba el poder en sí mismo, sino la tranquilidad, tanto la de los otros como la suya propia. No obstante, entendía que su posición de noble rural ilustrado y sin afiliación religiosa radical podía servir a la causa de la paz. En este sentido, su figura simbolizaba una tercera vía entre el fanatismo católico y el radicalismo protestante.

Su regreso no solo marca el final de su aventura italiana, que había tenido como propósito cuidar su salud, sino también el regreso a la vida pública, aunque con cierto desgano. Él mismo describe más tarde que la política y la administración no eran su vocación, pero que aceptaba el cargo por deber hacia su comunidad, y para contribuir con un gobierno moderado en tiempos turbulentos.

Crisis sucesoria

Un hecho político muy relevante ocurrió en 1584, la muerte de Francisco de Alençon (hermano menor del rey Enrique III), quien era el último heredero legítimo al trono dentro del linaje católico de los Valois. Su fallecimiento abrió una grave crisis sucesoria, pues el siguiente en la línea era Enrique de Navarra, líder del partido hugonote (protestante) y futuro Enrique IV.

Este evento desató un nuevo ciclo de tensiones religiosas y políticas, porque muchos católicos se negaban a aceptar a un protestante como futuro rey. La Santa Liga Católica, liderada por Enrique de Guisa, ganó fuerza y presionó al rey Enrique III para excluir a los protestantes de la sucesión. Comenzaba así el camino hacia la octava y última guerra de religión.

Montaigne, que conocía personalmente a Enrique de Navarra y valoraba su carácter, se encontraba en una posición extremadamente delicada: como católico moderado, noble leal al rey y funcionario local, veía con preocupación cómo el fanatismo se apoderaba nuevamente del reino.

Durante este año, Montaigne seguía en su cargo de alcalde, pero su interés por la política se debilitaba. Su salud era frágil, y cada vez deseaba con más intensidad volver a su torre-biblioteca en el castillo de Montaigne. Los deberes públicos lo agotaban, y la inestabilidad del reino —conspiraciones, amenazas y rumores de guerra civil— acentuaban su desencanto con la acción política.

En 1585 a los 52 años, concluyó su segundo mandato como alcalde de Burdeos, retirándose definitivamente de la vida pública activa. Fue un año marcado por su regreso al aislamiento reflexivo y por el agravamiento del conflicto nacional: la guerra civil y religiosa volvía a estallar con violencia en Francia.

Ese año comenzó la octava y última guerra de religión en Francia, provocada por la decisión del rey Enrique III de reconocer a Enrique de Navarra (hugonote) como su sucesor legítimo, lo que desató la furia de la Liga Católica, liderada por el duque de Guisa. La guerra se extendió rápidamente por el país.

Una vez dejado el cargo de alcalde, Montaigne regresó a su castillo, donde reinició con intensidad la relectura y corrección de los Ensayos. Su torre-biblioteca volvió a ser su refugio. En esta etapa, el trabajo sobre la edición de 1588 avanzaba con fuerza: los capítulos se alargan, se diversifican y se profundizan. Muchos de los temas que aparecen con más fuerza en esa edición —la guerra, el cuerpo, la costumbre, el miedo, la enfermedad, la política— brotan de su experiencia inmediata y de su observación desencantada del reino.

Su ejemplar personal de los Ensayos, la llamada “copia de Burdeos”, conserva innumerables anotaciones hechas en esta etapa. Allí, el Montaigne maduro —liberado de deberes públicos— se entrega plenamente al ejercicio del pensamiento libre, sin sistema, sin dogma, pero con una voz cada vez más honda, lúcida y compasiva.

Ensayos

En 1588, Michel de Montaigne, a los 55 años, publicó la edición más importante y completa de sus Ensayos: la que apareció en París con el impresor Abel L’Angelier. Esta edición, la tercera en su vida, marcó un punto culminante de su obra y pensamiento: no solo triplicó el volumen de la primera edición de 1580, sino que reflejó su evolución interior, su maduración filosófica y su profunda respuesta a los tiempos convulsos en que vivía.

Esta edición contenía los libros I, II y, por primera vez, el Libro III, con un total de 107 capítulos. A diferencia de las versiones anteriores, esta nueva edición fue más rica, más íntima y más libre. El estilo se volvió más digresivo, la estructura más suelta y la voz de Montaigne más confesional.

Los temas también se profundizaron: el cuerpo, la enfermedad, el tiempo, el juicio, el yo, la costumbre, la muerte, el miedo, la guerra, la educación, la amistad y la religión son tratados con una mirada más crítica y madura. El famoso ensayo “De la vanidad” es un buen ejemplo de este tono más sombrío, introspectivo y complejo.

Ese mismo año, Montaigne viajó a París para supervisar la impresión de su obra y allí conoció personalmente a Enrique de Navarra, el futuro Enrique IV de Francia. Fue una entrevista cordial, y Montaigne quedó impresionado por la lucidez, la naturalidad y el sentido práctico del líder hugonote, a quien ya admiraba desde hacía años como posible pacificador de Francia.

Este encuentro reforzó su posición de católico moderado y humanista, partidario de la tolerancia y de la reconciliación nacional. Montaigne veía en Enrique de Navarra una figura capaz de reunir el reino, y no dudó en expresarlo, a pesar del riesgo político de apoyar a un protestante.

Poco después, en mayo de 1588, estallaron en París los disturbios conocidos como la “Jornada de las Barricadas”, cuando el pueblo, instigado por la Liga Católica, se levantó contra el rey Enrique III, quien se vio forzado a huir de la capital. La Liga se apoderó de la ciudad, y el reino cayó en una situación de anarquía política y religiosa.

Montaigne presenció estos hechos con temor y desencanto. En sus Ensayos, aunque no trata directamente los eventos, su rechazo al fanatismo, su defensa del juicio propio y su aversión por la violencia son constantes. Frente a la brutalidad de su época, él ofrecía una ética del equilibrio interior, de la duda y de la comprensión del otro.

El 14 de marzo de 1590, el rey Enrique IV obtuvo una gran victoria en la batalla de Ivry contra las fuerzas de la Liga Católica, comandadas por el duque de Mayenne. De esta forma, su victoria fortaleció su posición como legítimo monarca, aunque aún enfrentaba la ocupación de París por parte de la Liga, el rechazo de gran parte del clero católico, y el veto papal a su coronación como rey.

Desde su retiro en Guyena, Montaigne seguía con atención estos acontecimientos. Su correspondencia sugiere que apoyaba discretamente a Enrique IV, a quien había conocido en 1588 y considerado como un hombre razonable, pragmático y más interesado en gobernar que en imponer creencias. Para Montaigne, la paz y la unidad de Francia estaban por encima de las confesiones religiosas.

Marie de Gournay

En esta época, Marie de Gournay, una joven lectora entusiasta de los Ensayos, entró en contacto con Montaigne y estableció con él una relación epistolar que se convertiría en una amistad intelectual intensa. Aunque no se vieron en 1590, él la llamaba “mi hija adoptiva” y la consideraba la persona más cercana a su espíritu filosófico. Ella jugaría un rol clave tras su muerte, editando y publicando la edición póstuma de los Ensayos en 1595.

Marie de Gournay conoció personalmente a Michel de Montaigne en 1588, después de leer con pasión sus Ensayos. Ese encuentro marcó el inicio de una relación profundamente intelectual y afectiva, en la que ambos compartieron reflexiones filosóficas en la residencia familiar de Gournay. Montaigne se mostró sorprendido por el interés y la capacidad de análisis de una mujer joven —algo inusual para los prejuicios de la época—, y la adoptó simbólicamente como su “hija de alianza”.

Durante meses, mantuvieron un diálogo intenso que no solo impactó a Gournay, sino que también influyó en el pensamiento de Montaigne, sobre todo en lo relativo a las relaciones entre los sexos, según se percibe en los añadidos de los Ensayos posteriores al encuentro. La relación fue tan estrecha que Montaigne le legó su biblioteca personal y la responsabilidad de editar sus Ensayos póstumos, lo cual hizo con dedicación en 1595, redactando un prólogo dirigido a un lector masculino y hostil, consciente del rechazo que su autoría femenina podía provocar.

Gournay defendió la idea de que las mujeres debían participar en el debate intelectual con rigor, respeto y claridad, sin recurrir a la agresividad ni aceptar las ofensas misóginas como algo natural. Su obra plantea una crítica radical al orden patriarcal, pero desde una plataforma humanista y dialogante, no combativa en lo personal, sino profunda en lo filosófico.

A pesar de que ya no podía viajar, Montaigne mantuvo contacto epistolar con Marie de Gournay, a quien seguía considerando su “hija espiritual” y heredera intelectual. En estas cartas queda patente su confianza en ella como guardiana de sus ideas y como futura editora de los Ensayos. Ella, por su parte, le enviaba reflexiones, traducciones y textos literarios que Montaigne leía con aprecio y respeto.

n lo político, Francia seguía envuelta en guerra civil, con Enrique IV aún no reconocido plenamente como rey por los sectores católicos más radicales. Montaigne, como en años anteriores, apoyaba la causa de Enrique, en parte por su talante conciliador y en parte por su pragmatismo. Desde su castillo, observaba cómo la intolerancia y el fanatismo seguían destruyendo el reino, reforzando su convicción de que la moderación, la duda y el juicio propio eran las únicas armas legítimas del espíritu.

Muerte

En 1592, Michel de Montaigne murió a los 59 años de edad, el 13 de septiembre, en su castillo del Périgord. Fue el fin de una vida consagrada a la reflexión, al juicio propio y al arte de vivir, en medio de una Francia dividida por la guerra religiosa y el fanatismo.

Montaigne falleció probablemente debido a una infección derivada de los cálculos renales, que durante años habían deteriorado su salud. Según el testimonio de quienes lo rodearon, murió lúcido, tranquilo y sin temor, como había deseado siempre en sus escritos. Su actitud ante la muerte fue coherente con su filosofía: no la evitó, no la negó, sino que la meditó, la escribió y la aceptó como parte esencial de la condición humana.

Fue enterrado en el convento de los Feuillants de Burdeos, aunque su tumba sería posteriormente trasladada al Museo de Aquitania.

Antes de morir, Montaigne había dejado dispuesto que Marie de Gournay —su "hija de alianza", amiga y discípula intelectual— se encargara de editar la edición póstuma de los Ensayos. Le entregó su ejemplar anotado de Burdeos, repleto de correcciones marginales, añadidos y glosas, y le encomendó el cuidado de su pensamiento.

En 1595, Gournay publicaría la edición completa y corregida de los Ensayos, con un prólogo propio, donde defendía la integridad de la obra y la figura de Montaigne ante un público a menudo misógino y escéptico hacia su papel como editora.

Personalidad

La personalidad de Michel de Montaigne se revela con singular claridad en sus Ensayos, donde se expone no como maestro dogmático ni como predicador, sino como hombre que piensa en voz alta sobre sí mismo y el mundo.

No era un hombre de extremos. A diferencia de los fanáticos religiosos o políticos de su época, Montaigne cultivó una moderación filosófica, una especie de estoicismo escéptico, que buscaba el equilibrio y la calma interior. Prefería la duda a la certeza, la paz al conflicto, y desconfiaba tanto de las pasiones desbordadas como de los sistemas cerrados.

Vivió en tiempos de guerra civil y religiosa, pero nunca justificó la violencia. Su defensa de la tolerancia, la libertad de conciencia y la dignidad de todas las culturas humanas (incluidos los llamados "salvajes" del Nuevo Mundo) lo convierte en uno de los grandes precursores del humanismo moderno. Veía en el otro no un enemigo, sino un espejo.

Montaigne era un noble rural culto, refinado pero sencillo. Escribía con ironía amable, sin solemnidad, con un tono conversacional que revela una inteligencia juguetona, libre de vanidad. Su escepticismo no lo llevó al cinismo, sino a la compasión y a una sabia reserva ante los juicios tajantes.

Montaigne mostró una gran capacidad para sentir y para comprender el sufrimiento humano, tanto propio como ajeno. Esto se evidencia especialmente en su vínculo con Étienne de La Boétie, cuya muerte lo marcó profundamente. El ensayo “De la amistad” es uno de los testimonios más conmovedores de aflicción y ternura masculina del Renacimiento.

Su sensibilidad no era solo afectiva, sino también moral e intelectual: le dolía el fanatismo, el sufrimiento de los inocentes en las guerras religiosas, la injusticia disfrazada de ley. Sus Ensayos son fruto de esa sensibilidad que no se satisface con respuestas rápidas, sino que necesita explorar, comprender, ponerse en el lugar del otro y asumir la fragilidad de la condición humana. 

Pensamiento

Montaigne funda su pensamiento sobre el principio de que conocerse a uno mismo es el mejor modo de conocer al ser humano en general. En lugar de construir un sistema abstracto, se propone observar su propia vida:

“Yo soy la materia de mi libro.”

Esta introspección no es narcisismo, sino filosofía vivida: todo lo que siente, piensa o experimenta se convierte en objeto de reflexión. De allí surge una filosofía personal, abierta y profundamente humana.

Escepticismo 

El escepticismo de Michel de Montaigne es una de las piedras angulares de su pensamiento y se desarrolla como una posición filosófica práctica y moderada, no como un sistema rígido. Es un escepticismo heredero del pirronismo antiguo, transmitido en parte por autores como Sexto Empírico, que Montaigne leyó en latín gracias a la traducción de su amigo Henri Estienne. Su lema más célebre, que aparece grabado en las vigas de su biblioteca, es el latín “Que sçay-je?” (“¿Qué sé yo?”), expresión de una duda esencial y constante.

Montaigne se sitúa en una línea escéptica que combina tres influencias principales:

  1. El pirronismo antiguo, que proponía suspender el juicio (epoché) frente a cualquier afirmación dogmática.

  2. El estoicismo, especialmente Séneca, que influyó en su actitud moral de equilibrio y aceptación de lo que no se puede controlar.

  3. El epicureísmo, que lo orientó a buscar una vida serena, placentera y libre de temores irracionales (como el miedo a la muerte).

Montaigne los recoge todos, pero sin adherir a ninguno por completo. Esto ya es una forma de escepticismo: no comprometerse con doctrinas, sino tomar de cada una lo que sirve para vivir mejor.

Tolerancia

La tolerancia es una virtud central en el pensamiento de Michel de Montaigne, estrechamente ligada a su escepticismo, a su crítica del fanatismo religioso y político, y a su humanismo. No la presenta como una doctrina abstracta, sino como una actitud práctica y necesaria para convivir en un mundo plural, incierto y en conflicto.

Vivió en un contexto de guerra civil religiosa, con Francia desgarrada entre católicos y hugonotes (protestantes calvinistas), donde las matanzas, persecuciones y odios eran parte de la vida cotidiana. Frente a esta violencia, Montaigne ofrece una reflexión profundamente personal y ética sobre la necesidad de comprender al otro, incluso si pensamos distinto.

Montaigne cree que la falta de certeza es una razón poderosa para no imponer nuestras ideas a los demás. Si no estamos seguros de poseer la verdad absoluta, ¿con qué derecho condenamos o castigamos a quienes piensan distinto?

“Es poner la conciencia fuera de su trono pretender regularla por la de otro.”
(Ensayo “De la costumbre”)

Para él, todas las opiniones humanas son limitadas, incluso las propias. Por tanto, se debe permitir que otros mantengan las suyas, mientras no hagan daño directo a otros. Este razonamiento lo convierte en uno de los primeros defensores modernos de la libertad de conciencia.

¿Falacia de Montaigne?

Hay quienes señalan que existe una falacia que se extrae de los escritos de Montaigne. A esta falacia se le llama la Falacia de Montaigne o el Dogma de Montaigne. 

Una de esas personas es Ludwig von Mises quien menciona a Michel de Montaigne en sus obras, y lo hace precisamente a propósito de esa idea errónea sobre el comercio que Montaigne formula en sus Ensayos. Es un punto clave dentro de la crítica misesiana a lo que él llama los “errores económicos del intervencionismo” y del pensamiento precientífico sobre el mercado.

En La acción humana (1949), su obra fundamental, Mises critica con claridad la siguiente frase de Montaigne:

“El beneficio de uno es el perjuicio de otro.”
(Le profit de l’un est dommage de l’autreEssais, I, 21)

Para Mises, esta afirmación es un ejemplo típico de pensamiento precientífico y mercantilista, basado en una visión de suma cero de la economía, donde lo que gana una parte es necesariamente a expensas de otra.

Mises escribe:

“Montaigne y sus sucesores creyeron que el comercio beneficiaba a una nación solamente si en él obtenía un saldo positivo; que la ganancia de un individuo o de un país sólo podía lograrse a costa de otro. Tal interpretación ignora completamente que el comercio es una operación voluntaria en la que ambas partes esperan beneficiarse, pues de otro modo no la realizarían.”


Para Mises, la “falacia de Montaigne” es la raíz de una larga tradición de pensamiento antieconómico que ve el mercado como una competencia destructiva y no como una cooperación productiva. Esta falacia tiene tres rasgos:

  1. Supone que la economía es un juego de suma cero, como si la ganancia solo pudiera surgir del despojo.

  2. Justifica políticas proteccionistas, confiscatorias o intervencionistas, pues considera que el éxito ajeno implica necesariamente perjuicio propio.

  3. Es emocionalmente popular pero racionalmente falsa, ya que va contra el principio básico de la economía: la cooperación voluntaria genera valor para todos los involucrados.

Mises, como parte de la escuela austríaca, sostiene que:

  • Todo intercambio voluntario beneficia a ambas partes (principio de doble utilidad).

  • El comercio no redistribuye una riqueza fija, sino que genera valor nuevo mediante la especialización y la cooperación.

  • La riqueza no es estática ni un bien escaso que deba quitarse a otro, sino que puede expandirse mediante el emprendimiento, el conocimiento y el mercado.

Por tanto, la frase de Montaigne es, para Mises, una de las más influyentes y perjudiciales falacias de la historia del pensamiento económico occidental.

Ahora bien, Montaigne no era economista ni buscaba formular una teoría del valor o del intercambio

Lo que Montaigne quiere subrayar no es una teoría económica del comercio, sino algo más amplio:

Que en muchas relaciones sociales —económicas, políticas, afectivas— el ascenso de uno suele coincidir con la caída de otro. Por ejemplo, cuando alguien asciende en la corte, otro queda desplazado. Cuando uno hereda, otro ha muerto. Esta es una observación ética y existencial, no una regla económica universal.

Además, Montaigne es un escéptico, moralista y humanista: desconfía del egoísmo, del afán de lucro desmedido, y de los valores que priorizan la ganancia material sobre la vida tranquila, la virtud o la libertad interior. En ese marco, su afirmación expresa más bien una crítica al deseo desordenado de poseer y al orgullo de la riqueza.

Von Mises tiene razón al identificar esa frase como una concepción errónea si se la interpreta como una ley económica. Desde la lógica del mercado libre, es una falacia: los beneficios no son necesariamente daños para otros, y el comercio no es una guerra.

Pero Montaigne no estaba escribiendo economía, sino filosofía moral. Su frase es una observación escéptica sobre los conflictos humanos, y no puede leerse estrictamente con criterios económicos modernos sin riesgo de descontextualizarla.

Esclavitud en el Nuevo Mundo

Michel de Montaigne se manifestó claramente en contra de la esclavitud, especialmente en el contexto del colonialismo europeo en América. Su postura crítica aparece con claridad en el ensayo titulado “De los caníbales” (Des cannibales), publicado por primera vez en 1580 dentro de Los Ensayos.

Para Montaigne, el hecho de que los europeos esclavicen, torturen y asesinen en nombre de la religión, el comercio o la civilización, revela una barbarie aún más grave que la que se atribuye a los llamados “salvajes”. Su postura no es la de un abolicionista en el sentido moderno del término, pero sí expresa una defensa explícita de la dignidad humana, y un rechazo claro a la dominación violenta e injustificada. Su reflexión forma parte de una visión más amplia, escéptica y humanista, en la que relativiza la superioridad moral de Europa y cuestiona sus pretensiones de civilizar a otros pueblos. Así, Montaigne se convierte en uno de los primeros pensadores modernos en denunciar la esclavitud colonial desde una perspectiva filosófica y ética, abriendo camino a las críticas ilustradas y anticoloniales que vendrían siglos después.

Conclusión

La vida y obra de Michel de Montaigne encarnan el espíritu del Renacimiento tardío: un noble escéptico que, retirado en su torre, hizo de la introspección una forma de conocimiento. A través de Los Ensayos, inauguró un género literario nuevo, donde el yo se convierte en objeto de reflexión y medida de lo humano. Su pensamiento, marcado por la tolerancia, la duda metódica y la moderación, ofrece una crítica lúcida de los fanatismos de su tiempo y una defensa serena de la libertad interior. Montaigne no pretendió enseñar, sino comprenderse a sí mismo, y en ese gesto nos enseñó a leer el mundo desde la experiencia vivida.