¿Qué nos dice Montaigne sobre el miedo, la muerte, la cobardía o incluso las ceremonias entre reyes? En esta nueva entrada exploraremos algunos de los capítulos más agudos y provocadores de Los Ensayos, donde el autor francés nos invita a reflexionar sin solemnidad, pero con profundidad, sobre aquello que nos define como humanos: nuestros temores, nuestras pasiones, nuestras supersticiones y hasta nuestras formas de afrontar la vida y la muerte. Desde los pronósticos hasta la firmeza, desde la obstinación inútil hasta la filosofía como preparación para morir, Montaigne nos ofrece una mirada lúcida y honesta que sigue interpelando, siglos después, a quienes se atreven a pensar por sí mismos.
ENSAYOS
LIBRO I
Capítulo XI: Sobre los pronósticos
Montaigne no tiene una mirada muy positiva sobre los pronósticos u oráculos en la historia humana. Para eso cita a Cicerón:
''¿Por qué de este modo ya no se pronuncian oráculos en Delfos, no sólo en nuestra época, sino desde hace ya mucho tiempo, de modo que nada puede ser más despreciable?''
Los romanos y griegos basaban muchas de sus decisiones, tanto públicas como privadas, en señales supuestamente reveladoras del porvenir: la disposición de las vísceras de los animales sacrificados, el vuelo de las aves, el comportamiento de las gallinas, los rayos, los sueños, e incluso el curso de los ríos. Esta forma de conocimiento, sostenida incluso por pensadores como Platón, ha sido abolida por la religión cristiana, al menos en su forma tradicional.
Sin embargo, Montaigne observa que el deseo de prever el futuro persiste, ahora transmutado en la astrología, la interpretación de sueños o en la lectura de signos en los cuerpos, como si no tuviera que lidiar aún con las presentes. Como vemos, Montaigne nos señala las mismas cosas que en los capítulos anteriores, esa necesidad humana de saber el futuro a toda costa. Decía Lucano:
¿Por qué, oh rector del Olimpo, te ha parecido bien añadir esta preocupación a los mortales afligidos,
que conozcan, por presagios funestos, las calamidades por venir?
...
Sea súbito lo que prepares; sea ciega para los hombres la mente del destino futuro;
¡permite que el que teme pueda al menos tener esperanza!
Añade el ejemplo de Francisco, marqués de Salurzzo. Francisco de era un noble italiano que había sido elevado a su dignidad y posesión del marquesado por el rey Francisco I de Francia. Este honor lo había recibido en detrimento de su propio hermano, a quien se le había despojado del título. Es decir, Francisco no solo debía su poder al monarca francés, sino que, además, había sido uno de sus más cercanos aliados y beneficiarios políticos. Durante las guerras entre Francisco I y Carlos V, Francisco de Saluzzo tenía bajo su mando tropas francesas en Italia y ocupaba una posición de confianza y responsabilidad militar relevante.
Sin embargo, Montaigne relata que, a pesar de no tener motivos políticos ni personales evidentes para desertar, Francisco se dejó llevar por la atmósfera de pesimismo que se respiraba entonces respecto al futuro de Francia. Las profecías y pronósticos —muy populares en Roma y otras partes de Italia— vaticinaban la caída inminente del poder francés y el triunfo inevitable de Carlos V. Estas creencias estaban tan arraigadas que incluso afectaban el valor de los fondos franceses en Roma. Francisco, embargado por estos vaticinios, comenzó a expresar su preocupación por el futuro del reino francés, y poco a poco su miedo se transformó en certeza. Esa seguridad lo llevó a cambiar de bando y traicionar al rey que le había otorgado sus honores.
Lo interesante es que, a pesar de tener el poder militar para causar un gran daño —pues comandaba plazas y tropas, y el enemigo estaba cerca— su traición no logró mayores efectos. Francia no perdió ni un solo soldado, y solo la ciudad de Fossano cayó, y eso después de una larga resistencia.
Así, Montaigne señala la inutilidad y falsedad que tienen todo ese tipo de predicciones.
No obstante lo anterior, a pesar de haber citado a Cicerón para probar su argumento, ahora lo rebate desde otra cita:
"Estas cosas se implican mutuamente, de modo que, si existe la adivinación, existen los dioses; y si existen los dioses, entonces existe la adivinación."
Tal cita de Cicerón, en verdad, no prueba nada dice Montaigne. A eso prefiera la cita de Pacuvio.
"Porque a esos que entienden el lenguaje de las aves,
y que saben más por el hígado ajeno que por el suyo propio,
los considero más dignos de ser oídos que de ser escuchados con atención."
Sostiene, entonces, Montaigne, su desprecio por el arte adivinatorio.
Origen del arte adivinatorio
Según la leyenda etrusca, Tages, semidios de cuerpo infantil, salió a partir de la tierra de un labrador que araba un campo, este semidios emerge de la tierra con la sabiduría de un anciano y el rostro de un niño, y dicta los fundamentos de la aruspicina (la adivinación mediante las entrañas de animales). Todos estos dictados de este personaje se fueron guardando y conservando entre los que recurrían a estas prácticas. Montaigne, con ironía, nos dice que prefiere guiarse por sus propios pensamientos a dar semejante credibilidad a estas ''patrañas'' en sus palabras.
Para él, la superstición que domina estas creencias no solo es intelectualmente sospechosa, sino incluso peligrosa cuando reemplaza el juicio racional en los asuntos del Estado. Resulta interesante que Montaigne cite a Platón como alguien que también reconoce el rol del azar, incluso en decisiones trascendentes como el matrimonio, aunque con un enfoque muy distinto: en Las Leyes, Platón incorpora el azar como instrumento divino, regulado por la razón política. Montaigne lo menciona no para validarlo, sino para mostrar cómo incluso los más grandes pensadores han cedido una parte de la vida pública y privada al capricho del destino, algo que él observa con ironía y distancia crítica.
Por lo demás, Montaigne también advierte sobre lo equivocado que están algunas personas de confiar solo en las casualidades afortunadas, y no considerar las muchas veces que los pronósticos se han equivocado. Cita con ironía el dicho latino quis est enim qui totum diem iaculans, non aliquando collineet? (“¿Quién que lance dardos todo el día no acierta alguna vez?”), para subrayar que hasta el error más constante puede, por pura casualidad, coincidir con la verdad.
Lo ejemplifica brillantemente con el caso de Diógoras el Ateo, quien en Samotracia ridiculiza los exvotos de los náufragos salvados señalando que no vemos los de quienes murieron: no porque no existan, sino porque no sobrevivieron para colocarlos. La crítica de Montaigne apunta al sesgo de confirmación: los humanos tienden a recordar los aciertos extraordinarios y olvidar la norma de los errores.
Otra cosa que agrega Montaigne es la naturaleza ambigua y oscura del lenguaje profético: jerga vaga, deliberadamente ininteligible, que permite a los intérpretes adaptar los textos a cualquier evento posterior. En tiempos de crisis, dice Montaigne, los espíritus inseguros buscan consuelo en estas ilusiones celestes, en vez de en su propio juicio. Y concluye que esta disposición del alma humana —tan proclive a hallar sentido donde no lo hay— se parece más a un juego de ociosos que a una verdadera búsqueda de la verdad.
Ahora bien, hay algo que Montaigne considera correcto: la intuición. Al hablar del demonio de Sócrates, no lo interpreta como una fuerza sobrenatural, sino como una inclinación interior, un impulso moral espontáneo que brota de una voluntad educada por la virtud. En este pasaje, elogia esa forma de intuición que, sin pasar por el razonamiento deliberado, orienta con fuerza y acierto la acción humana. Lo notable es que no se trata de un elogio del instinto bruto, sino de una confianza en los dictámenes profundos de un alma templada y bien gobernada. Montaigne reconoce haber sentido en sí mismo esos impulsos súbitos, intensos y difíciles de justificar racionalmente, pero que lo han conducido con éxito. Por eso, les otorga más valor que a la reflexión fría, viéndolos como una suerte de inspiración divina que orienta mejor que el cálculo racional.
Capítulo XII: Sobre la firmeza
Para Montaigne, la firmeza no consiste en una resignación pasiva o en una indiferencia ante los males que puedan sobrevenir, sino en la capacidad de resistir con entereza aquellos infortunios que no se pueden evitar. No se trata de una negación del temor, ni de rechazar los esfuerzos por preservar la vida o la dignidad; al contrario, la firmeza moral permite y alienta todo medio lícito que procure alejarnos del mal. Lo que distingue al hombre firme, entonces, es su actitud cuando el infortunio se vuelve inevitable: no huye de él, no se disuelve en lamentos, sino que lo enfrenta con coraje y compostura. Así, la verdadera firmeza no está en no temer nunca, sino en saber mantenerse digno cuando ya no hay remedio.
Ciertos pueblos apelaban a la fuga como una estrategia principal, tal cmo srían los turcos, según Montaigne. Pone el ejemplo del Laques de Platón. En ese texto, Sócrates cuestiona la noción simplista de Laches, quien define el coraje como permanecer firme en el puesto sin retroceder. Sócrates responde con un contraejemplo: si uno vence al enemigo dándole paso o simulando una retirada, ¿eso es cobardía o inteligencia? Esta forma de refutar —por reductio ad absurdum o por desplazamiento del caso— es típica del método socrático y le sirve a Montaigne para desarrollar su propio argumento: el valor no consiste en una rigidez inútil, sino en una eficacia prudente y estratégica.
El uso que hace Sócrates del testimonio de Homero es clave: menciona que Eneas, héroe de origen troyano y fundador mítico de Roma, es elogiado por su “ciencia de huir”. Es decir, la retirada puede ser una acción cargada de sabiduría, incluso de heroísmo, si sirve a fines superiores. Esto se vuelve aún más relevante cuando Laches reconoce que los escitas, un pueblo nómada y guerrero, practican esa táctica; y Sócrates responde entonces con el ejemplo más impactante del pasaje: los lacedemonios (espartanos), paradigma de firmeza militar, simularon una retirada en la batalla de Platea para desordenar y luego vencer a las falanges persas. Es decir, el valor no se define por la forma (estar o no estar en el lugar), sino por el resultado, por la intención razonada que subyace a la acción.
Otro ejemplo es la respuesta del rey escita Indathyrses a Darío, rey de Persia, es una defensa brillante de un modo de vida nómada y de una táctica militar que se aleja de la confrontación directa y de la defensa territorial clásica. Cuando Darío lo acusa de cobardía por evitar el combate, Indathyrses le replica que no se trata de temor, sino de una forma deliberada de guerra: su pueblo no tiene ciudades ni tierras cultivadas que proteger, por tanto, no hay nada que conquistar ni ocupar. Esta movilidad se convierte en su mayor fortaleza, porque priva al enemigo de cualquier victoria material o simbólica.
Montaigne ilustra la tensión entre el valor y la prudencia en situaciones de combate, especialmente bajo el fuego de la artillería, donde cualquier movimiento puede ser juzgado, tanto por los enemigos como por los propios compañeros. Menciona cómo, en medio de un cañoneo, moverse por miedo —por ejemplo, agacharse o levantar la mano— puede ser visto como un acto cómico o de cobardía, revelando cómo las apariencias y las expectativas sociales inciden incluso en momentos de vida o muerte.
Sin embargo, el caso del marqués de Guast introduce una matización importante. El marqués de Guast, general al servicio del emperador Carlos V, protagonizó un episodio durante la expedición a Provenza que Montaigne relata con detalle en Los Ensayos. Mientras inspeccionaba la ciudad de Arlés, Guast se aproximó utilizando como cobertura un molino de viento. Sin embargo, en un momento dejó esa protección y se expuso innecesariamente. Desde las arenas cercanas, los señores de Bonneval y el senescal de Agenois lo advirtieron del peligro, señalándole que el señor de Villiers, comisario de artillería del ejército francés, lo tenía en la mira.
Villiers disparó entonces una culebrina (una pieza de artillería larga y precisa), y aunque Guast no vio el cañón ni el disparo, tuvo un movimiento reflejo y se echó a un lado justo a tiempo, evitando ser alcanzado por el proyectil. Montaigne comenta que, gracias a ese movimiento instintivo, el marqués salvó la vida.
Lorenzo de Médicis, duque de Urbino y padre de Catalina, quien durante el sitio de Mandolfo salvó su vida al agacharse justo en el momento en que se disparaba un cañón frente a él. El proyectil pasó rozando por donde había estado su cabeza y, de no haberse movido, le habría dado en el vientre. Este acto, más que una decisión razonada, parece haber sido un movimiento instintivo. Montaigne reflexiona que no hay tiempo real para deliberar en situaciones tan súbitas como un disparo: no se trata de calcular la altura de la mira o la trayectoria de la bala, sino de una reacción inmediata, casi corporal, en la que intervienen más el miedo o el reflejo que el juicio.
Más aún, él mismo reconoce que no puede evitar estremecerse al oír el disparo repentino de un arcabuz, lo que también ha observado en hombres más valientes que él.
Para los estoicos, no es reprochable que el cuerpo reaccione instintivamente al peligro o al dolor (por ejemplo, palideciendo ante un derrumbe o sobresaltándose en una tormenta), siempre y cuando el juicio racional permanezca firme e imperturbado. Es decir, aceptan la reacción física como una respuesta automática y natural, pero insisten en que el alma sabia no debe ceder interiormente: debe mantener su paz, su "mens immota" —mente inamovible—, aunque las lágrimas rueden "en vano", sin tocar la razón.
En contraste, Montaigne señala que el hombre común, y también el filósofo peripatético (aristotélico), no logra este desapego absoluto. En ellos, la pasión no solo toca el cuerpo sino que invade la razón, altera el juicio, contamina la voluntad y determina las acciones. En este sentido, el estoico representa el ideal del alma que resiste incluso bajo tormenta emocional, mientras que el peripatético busca un equilibrio más humano: no suprimir las pasiones, sino moderarlas. Montaigne parece reconocer la nobleza del ideal estoico, pero también su dificultad extrema, y quizás con su característico escepticismo, nos sugiere que el alma humana está más cerca del peripatético que del sabio estoico.
Capítulo XIII: Ceremonia de la entrevista de reyes
Montaigne reflexiona sobre las ceremonias y etiquetas en las entrevistas entre grandes personajes —particularmente entre reyes y pontífices—, para criticar sutilmente la exageración y el formalismo vacío. Toma como punto de partida una norma de urbanidad común: que el anfitrión debe estar presente cuando se le visita, especialmente si quien llega es de igual o mayor jerarquía. A partir de ahí, critica la costumbre de salir al encuentro con tanta anticipación que se abandona el hogar, considerando que es más respetuoso esperar y recibir al visitante en su sitio.
Montaigne alude a episodios históricos concretos, como la entrevista en Marsella entre el rey Francisco I y el papa Clemente VII, y otra entre el papa y el emperador en Bolonia, para mostrar que incluso los grandes recurren a estrategias ceremoniales para afirmar jerarquías, pero también que dichas prácticas se interpretan de modo ambiguo: llegar primero al lugar del encuentro puede significar tanto superioridad como deferencia.
Tras su liberación del cautiverio imperial (1526), Francisco I buscaba reforzar su posición frente al emperador Carlos V. Clemente VII, por su parte, también necesitaba un contrapeso al creciente poder imperial en Italia. Esta entrevista fue parte de una política matrimonial: el matrimonio entre Enrique, hijo de Francisco I (el futuro Enrique II), y Catalina de Médicis, sobrina del papa. El encuentro, por lo tanto, tenía una importancia tanto dinástica como geopolítica.
Tal como relata Montaigne, Francisco I ordenó todos los preparativos necesarios para recibir al papa en Marsella, pero salió de la ciudad antes de su llegada, dejando a Clemente el honor de hacer su entrada formal con tiempo y espacio. Esto permitía que el pontífice fuese recibido con la dignidad que correspondía a su cargo y que la entrevista tuviera el carácter simbólico de una visita papal al soberano francés, sin que el rey apareciera como subordinado.
Durante los días que duró la visita, se celebraron fastuosas ceremonias, recepciones, banquetes y misas, y se cerró el acuerdo matrimonial, que era el objetivo principal del encuentro. La boda se celebró el 28 de octubre de 1533, y Clemente mismo ofició la ceremonia.
Lo que destaca Montaigne es el uso estratégico de la etiqueta: aunque en teoría el personaje de mayor rango debía llegar primero al lugar del encuentro, aquí el rey parece haber querido mostrar deferencia sin ceder autoridad. Así, se resalta cómo las formas pueden usarse para negociar jerarquías políticas sin recurrir a la violencia, y cómo los actos simbólicos —quién llega primero, quién espera, quién acoge— están cargados de significado.
Más allá de estos ejemplos, Montaigne afirma que cada grupo social —país, ciudad o profesión— desarrolla sus propias normas y fórmulas, que si bien son útiles para la convivencia y el trato social, no deben esclavizar al individuo. Para Montaigne, seguir la cortesía por educación y no por sumisión es el ideal. Él mismo se declara bien formado en las costumbres francesas, pero escoge aplicarlas con libertad, sin permitir que lo obliguen o incomoden. La cortesía, concluye, puede volverse molesta cuando se practica con exceso o se vuelve un fin en sí misma.
Capítulo XIV: Del castigo por obstinarse sin fundamento de la defensa de una plaza
Sostiene que la valentía, si bien es una virtud, se pervierte cuando traspasa los umbrales del juicio y se transforma en obstinación o locura. Así, el soldado o comandante que defiende una plaza indefendible —cuando, según los cánones del arte militar, lo sensato sería rendirse— no actúa con heroísmo, sino con irresponsabilidad.
Esta obstinación no solo pone en riesgo su propia vida, sino que compromete injustificadamente la de sus tropas y puede causar daños inútiles, tanto en pérdidas humanas como en destrucción material. Por ello, dice Montaigne, las leyes de la guerra castigan —a veces incluso con la muerte— a quienes se empecinan en resistir sin fundamento, pues dejar impune tal conducta llevaría a que hasta la fortaleza más insignificante ("bicoca") se convirtiera en un freno irracional para ejércitos enteros, generando gastos, pérdidas y retrasos inútiles.
Hay una gran diferencia entre la valentía y la falsa bravura.
Durante el sitio de Pavía, la obstinación en la defensa militar sin fundamento estratégico era castigada con extrema severidad. El condestable de Montmorency, cumpliendo órdenes para atravesar el Tesino y ocupar los barrios de San Antonio, se vio obstaculizado por una torre defendida con tenacidad. Una vez derrotada la resistencia, mandó ahorcar a todos los defensores, señal clara de que la obstinación sin salida era considerada un delito militar, no una virtud.
La misma lógica se repite en otros hechos relatados: tras la toma del castillo de Villane, solo se perdonó el pillaje pero no la resistencia inútil, y el capitán junto con el abanderado fueron ejecutados. Igualmente, en Turín, el gobernador Martín del Bellay mandó ejecutar a San Bony y a todos sus hombres por la misma razón: haber prolongado una resistencia que, según los cánones militares, era irrazonable.
Estas acciones, duras y sangrientas, no obedecen a una mera crueldad arbitraria, sino a una disciplina militar que busca evitar sacrificios inútiles y frenar el ejemplo de una resistencia que puede poner en riesgo operaciones mayores.
El valor o la cobardía de quien defiende una plaza no se basa en una medida abstracta o absoluta, sino en una relación práctica y razonable entre la capacidad defensiva y la fuerza del atacante. No se trata de resistir heroicamente sin sentido, sino de actuar con inteligencia táctica. Así como sería sensato enfrentarse a dos culebrinas, sería demencial quedarse frente a treinta cañones.
Montaigne critica el despotismo de algunos conquistadores orientales y portugueses, que, seguros de su superioridad, ejecutaban sin piedad a los vencidos, considerando la resistencia como una ofensa personal o una irracionalidad imperdonable. Este tipo de soberbia se manifestaba también en las intimidantes fórmulas de rendición que exigían, propias de una mentalidad tiránica. En contraste con una guerra justa o moderada, estas prácticas se enmarcan en lo que él llama “un despotismo bárbaro”.
El consejo final —“guardarse de caer en manos de un juez enemigo, victorioso y armado”— tiene una resonancia amarga y prudente. Más que un juicio imparcial, quien vence suele juzgar desde el poder y la venganza. La justicia del vencedor no es justicia, sino ejercicio de dominio, por eso es preferible evitar esa circunstancia a toda costa.
Capítulo XV: Castigo de la cobardía
Montaigne aborda un problema moral y jurídico de profunda importancia: ¿es justo castigar con la muerte a quien actúa movido por el miedo?. El ejemplo del soldado que entrega una plaza al enemigo por cobardía sirve como punto de partida para una distinción fundamental entre dos tipos de culpas: las que nacen de la malicia —es decir, de una voluntad deliberada de hacer el mal—, y las que provienen de la debilidad humana, como el miedo o el error.
Según Montaigne, la cobardía, al ser una flaqueza natural, no debería ser castigada con la misma severidad que la traición consciente, ya que en ella el individuo no actúa contra su conciencia, sino por incapacidad de resistir un impulso natural.
Antes, dice Montaigne, la cobardía se castigaba con vergüenza e ignominia. Se dice que fue Carondas quien impuso pena a la cobardía y que mucho antes los griegos a la cobardía ejercida en batalla. El castigo consistía en exponer al cobarde en la plaza pública por tres días, vestidos de mujer, para que así recuperaran el valor que habían perdido. Tertuliano decía:
''Más vale que el delincuente se avergüence de su culpa que derramar su sangre''
En el mundo romano también existía castigo. Si bien cita a Amiano Marcelino para mostrar que el emperador Juliano condenó a muerte a soldados por no mantenerse firmes ante los partos —aplicando leyes antiguas—, también muestra que no siempre fue así: en ocasiones, como tras la derrota de Canas o la de Cneo Fulvio, Roma optó por castigos menos severos, como la humillación y la marginación dentro del ejército, en lugar de la pena capital.
Montaigne nos relata un ejemplo severo de castigo por cobardía e ineptitud militar: el caso del señor de Franget, quien, al entregar la plaza de Fuenterrabía a los españoles, fue despojado de su nobleza y condenado, junto con sus descendientes, a la condición de plebeyos. Esta pena no solo implicaba una pérdida de estatus social, sino también la inhabilitación perpetua para portar armas, símbolo esencial del honor y del rol militar en la nobleza. Montaigne añade que castigos similares se aplicaron a los nobles que se rindieron en Guisa y a otros casos posteriores, reflejando un patrón jurídico y político claro: cuando la cobardía o la ineptitud militar alcanzaban niveles escandalosos, se entendían no solo como debilidades humanas, sino como signos de traición o malicia. De ahí que tales actos fueran castigados no solo con penas disciplinarias, sino con un castigo simbólico y social devastador.
Capítulo XVI: Un rasgo de algunos embajadores
A propósito de los embajadores —hombres que deben representar con astucia a sus soberanos en tierras extranjeras—, Montaigne valora la capacidad de discernimiento y de adaptarse a los saberes del entorno, más que la erudición libresca. Por eso introduce su costumbre de aprender conversando, escuchando a cada cual según su saber y experiencia.
El pasaje subraya su idea central: el buen juicio (y por tanto la verdadera sabiduría) se encuentra muchas veces fuera de los libros, en el conocimiento empírico de los hombres comunes. Lo hace para destacar que un buen embajador o político no debe estar solo lleno de teorías, sino de sentido común, observación y comprensión de la vida práctica.
Montaigne señala que las personas, en lugar de hablar con naturalidad y competencia sobre su propio oficio —donde realmente tienen experiencia y mérito—, tienden a buscar elogios en ámbitos ajenos, creyendo que así lograrán una gloria más novedosa o admirable.
El caso de Periandro, que deja la medicina para hacerse poeta sin talento, o de César, que —aunque sus campañas hablan por sí solas de su genio militar— desea también ser recordado como ingeniero, muestra cómo incluso los grandes hombres pueden desviarse en busca de una vanagloria innecesaria. Asimismo, Dionisio de Siracusa, pese a ser un estratega notable, pretendía ser poeta, y el abogado que ignora su biblioteca para hablar de fortificaciones militares ilustra este mismo impulso.
La cita final en latín —“Optat ephippia piger, optat arare caballus”— tomada de Horacio, se traduce como:
“El perezoso desea la silla de montar, el caballo desea arar”,
es decir, todos desean lo que no les corresponde.
Sostiene que cada cual debe ceñirse al ámbito que conoce por experiencia, formación u oficio, ya que salirse de ese terreno suele conducir al error o al ridículo. Este principio lo aplica no solo a la práctica cotidiana (como el zapatero o el arquitecto que deben limitarse a su arte), sino también a la lectura y análisis de los textos: recomienda observar con atención desde qué lugar profesional escribe un autor, para así valorar con justeza su palabra.
El literato debe ser juzgado por su estilo, el médico por su conocimiento del cuerpo, el jurista por su dominio del derecho, y así sucesivamente. Lo interesante es cómo Montaigne combina escepticismo con método: no descarta por completo lo que un autor afirma, pero sí lo relativiza según su experiencia real, y esto se convierte en una herramienta crítica para leer con discernimiento.
Transparencia y fidelidad
A Montaigne, le causa asombro —y hasta desagrado— que los embajadores del rey de Francia hayan ocultado información importante y ofensiva, pronunciada por el emperador Carlos V en pleno consistorio. Para Montaigne, el servidor tiene el deber de comunicar fielmente los hechos al soberano, sin filtros ni paternalismos. Ocultar la verdad por temor a las consecuencias no solo es impropio, sino que altera el equilibrio natural de las jerarquías: un embajador no está por sobre el juicio del monarca, ni en autoridad ni en prudencia.
Castigo
Publio Craso castiga a un ingeniero griego por haber desobedecido una orden directa, que consistía en llevar un mástil grande a Craso. Sin embargo, al llevarle el mástil, Craso lo consideró muy pequeño. Aunque con buenas intenciones, ilustra con nitidez una idea central de su pensamiento sobre la obediencia y la autoridad: en ciertos órdenes de mando, la subordinación debe prevalecer sobre la discreción personal. Montaigne observa que, si bien todos deseamos actuar según nuestro propio juicio, en las relaciones jerárquicas esto puede transformarse en una forma de insubordinación, incluso cuando se realiza con fines útiles o racionales.
Craso no castiga al ingeniero porque el resultado fuera malo —de hecho, el ingeniero consideraba que había escogido el mejor palo—, sino porque se atrevió a decidir por su cuenta, saliéndose del rol que le correspondía. Para Montaigne, esa alteración del orden es más grave que un posible error técnico. El caso sirve para subrayar que en contextos militares o políticos, donde la eficacia depende del cumplimiento ordenado de funciones, la obediencia "ingenua y sencilla" es más valiosa que la iniciativa independiente, sobre todo cuando esta última pretende sustituir el juicio del superior por el propio.
Señala Montaigne que en cargos como el de embajador, en los que las circunstancias son cambiantes y las órdenes no pueden preverlo todo, la libertad de acción y el juicio prudente son esenciales. A diferencia de una ejecución mecánica de órdenes precisas, como la del ingeniero en el caso de Craso, los embajadores y comisionados tienen una función mixta: obedecer, pero también aconsejar y decidir según las contingencias del momento.
La rigidez excesiva, como la que critica en la administración persa, no solo resulta ineficiente, sino incluso perjudicial para los intereses del Estado. Montaigne muestra que la virtud política no consiste solamente en la fidelidad a la letra de la instrucción, sino también en el uso sabio del albedrío cuando el silencio o la distancia del soberano lo requieren.
Capítulo VII: El miedo
Montaigne nos dic que el miedo es una sensación extraña. Los médicos afirman que no hay ninguna otra que pueda trastornar el juicio más que esta. Podría llegar a provocar alucinaciones en casos graves.
El miedo extremo puede doblegar incluso la voluntad más disciplinada, tanto a nivel individual como colectivo. Los ejemplos son variados pero convergen en un mismo punto: la irracionalidad del pánico.
El caso del portaestandarte en Roma resulta trágicamente irónico. En su confusión, salta fuera de la muralla para guarecerse… ¡dentro de la ciudad que justamente acaba de abandonar! Y al ver al enemigo, por instinto de supervivencia, vuelve a entrar por el mismo hueco. Aquí Montaigne señala el automatismo del terror, que desactiva el juicio y transforma al soldado en un ser puramente reactivo.
Más dramático es el destino del enseña del capitán Julle, quien, en su desesperación, se lanza fuera de la plaza y cae en manos del enemigo, que lo despedaza. En este punto, el autor sugiere que el miedo no solo causa acciones irracionales, sino que también provoca la muerte de quien huye, reafirmando implícitamente la idea estoica de que huir del peligro puede ser más peligroso que afrontarlo.
Aún más inquietante es el caso del noble que muere sin herida alguna, solo por el miedo paralizante: una muerte causada por el alma, no por el cuerpo. Esto muestra que el temor puede llegar a ser una fuerza letal por sí sola, un fenómeno psicosomático de una violencia extrema.
Finalmente, el caso de las columnas del ejército romano en Germania, que huyen la una de la otra en confusión, revela cómo el pánico colectivo puede ser tan absurdo como contagioso, convirtiendo a un ejército ordenado en una multitud desorientada.
También está el caso del emperador Teófilo, quien en una batalla contra los musulmanes (agarenos) quedó completamente inmóvil, como si estuviera encantado por el pánico: "adeo pavor etiam auxilia formidat", es decir, "el temor llega a tal punto que incluso teme la ayuda". Esto resalta una paradoja del miedo extremo: no solo paraliza, sino que llega a rechazar incluso los auxilios que podrían salvarnos. Es una imagen vívida del bloqueo psíquico absoluto ante el peligro.
Sin embargo, la escena cambia bruscamente cuando uno de sus oficiales, Manuel, actúa como un revulsivo físico y moral: lo sacude, lo amenaza, le da una orden radical: "Si no me seguís, os mataré". Es decir, apela a un miedo más grande —el del deshonor y la pérdida del imperio— para sacarlo del estupor. Esta figura del subordinado que salva al soberano a la fuerza ilustra cómo, en ciertas circunstancias, el miedo puede ser contrarrestado solo por otro temor mayor o por una voluntad externa más fuerte.
La segunda parte del texto muestra lo contrario: el miedo como fuerza de acción desesperada, ejemplificado en la batalla de Tesino, cuando un grupo de diez mil soldados romanos, arrinconados por Aníbal y sin posibilidad de huida, optan por una especie de carga suicida. No lo hacen por valor heroico deliberado, sino porque no tienen otra opción. Montaigne observa con ironía amarga que: "afrontando igual riesgo como el que tuvieran que haber desplegado para alcanzar una gloriosa victoria, huyeron.
Los amigos de Pompeyo, después de su asesinato en Egipto, no reaccionan al instante con dolor, indignación o desesperación. En lugar de eso, su terror a las naves egipcias los domina por completo. La emoción del miedo sofoca toda otra respuesta, incluso aquella tan natural como el llanto ante la muerte de un ser querido.
Solo una vez que han llegado a Tiro, lejos del peligro, pueden reencontrarse con su humanidad: lloran, se lamentan, sufren. Pero el momento de la pérdida ha pasado, y con él, también la posibilidad de una reacción inmediata, visceral, honorable.
Montaigne quiere hacer notar aquí que el miedo es más que una pasión: es una tiranía interna, un veneno del alma que puede diferir o impedir por completo el ejercicio de nuestra razón y nuestras virtudes.
Efectos del miedo
En la primera parte, Montaigne contrasta los efectos del miedo con los de otras experiencias dolorosas. La idea es clara:
el miedo deja huellas más hondas, más duraderas y más incapacitantes que las heridas físicas, la pobreza o el sufrimiento real.
Un soldado herido puede volver a combatir al día siguiente. Pero uno dominado por el miedo no podrá ni sostener la mirada del enemigo. Los pobres y esclavos, en su situación objetiva más desfavorable, pueden vivir con alegría. En cambio, los ricos que temen perderlo todo, se angustian y se vuelven presas de su propia inseguridad.
De aquí se deriva un juicio ético y psicológico muy potente:
“El miedo es peor que la muerte”.
Y esta afirmación la apoya con el hecho trágico —observado muchas veces— de que el miedo ha llevado a muchos a quitarse la vida. No por lo que han perdido, sino por lo que temen perder.
La segunda parte del texto añade un matiz fascinante: el terror pánico. Aquí Montaigne recupera la noción clásica griega de un miedo colectivo, sobrenatural, irracional y súbito, no nacido del error ni de la debilidad individual, sino impuesto desde lo alto, por un impulso divino o demoníaco. Se refiere a la figura del dios Pan, cuyo nombre da origen a la palabra “pánico”. Este tipo de miedo se manifestaba en pueblos enteros que, de pronto, caían en el caos: se mataban entre sí, huían sin rumbo, gritaban como si fueran poseídos.
El ejemplo de Cartago, sacado de fuentes antiguas, muestra una ciudad entera tomada por ese terror: sus habitantes se autodestruyen sin razón visible, hasta que el terror es finalmente apaciguado con sacrificios y súplicas a los dioses. El fenómeno describe un estado de locura colectiva inducida, que supera la psicología individual y se adentra en lo sagrado, en lo numinoso.
Capítulo XVIII: Que no debe juzgarse nuestra dicha hasta después de la muerte
Montaigne comienza con una cita:
''El hombre debe siempre esperar su fin. Nadie puede considerarse dichoso antes del último instante de su vida''
Para expresar la sustancia de la cita Montaigne nos cuenta una anécdota:
Creso, rey de Lidia, fue famoso por su riqueza y poder. En su apogeo recibió la visita del sabio ateniense Solón, a quien preguntó si lo consideraba el hombre más feliz del mundo. Solón, con su visión estoica, le respondió que no se puede juzgar la dicha de un hombre hasta ver cómo termina su vida. Creso, en su soberbia, no comprendió entonces el sentido de esta advertencia. Pero más tarde, vencido y condenado por Ciro, invoca el nombre de Solón justo antes de morir, reconociendo con amargura la verdad de su enseñanza:
“Nadie debe llamarse dichoso antes del último día”.
Este principio —uno de los más importantes del pensamiento griego clásico— lo recoge Montaigne para recordar la inconstancia radical de la suerte humana, incluso (y sobre todo) en los grandes: reyes, generales, emperadores.
La Fortuna es inconstante, caprichosa y ciega, y ni el poder, ni la gloria, ni la riqueza aseguran el desenlace feliz de una vida. Muy por el contrario: cuanto más alto se asciende, más brutal puede ser la caída.
Montaigne retoma el juicio de Solón y subraya que su autoridad es aún más poderosa al tratarse de un sabio que pertenecía a una escuela que consideraba indiferentes los bienes de la fortuna (es decir, los estoicos o los cínicos). Esto significa que ni siquiera para un filósofo que desprecia la fortuna puede darse por dichosa una vida antes de su conclusión, porque la vida entera está sujeta a la variabilidad y a la fragilidad de lo humano.
En el instante de la muerte, dice Montaigne, ya no hay disimulo posible: todo lo que no era auténtico se desvanece. La tranquilidad, la virtud, el juicio, si eran verdaderos, se mostrarán entonces como tales; si no, quedarán en evidencia. La cita final en latín, de Lucrecio, resume esta idea:
"Porque solo entonces brotan voces verdaderas desde lo más hondo del pecho; y una vez arrancado el personaje (la máscara), permanece la cosa misma."
Esto equivale a decir: en el umbral de la muerte, caen las máscaras (“persona” en latín significa tanto “personaje” como “máscara”), y queda al desnudo la esencia del ser humano.
La muerte confiere sentido, valor y medida a todo lo que se ha hecho antes. Todas las acciones, las virtudes aparentes, los discursos sabios o heroicos, serán puestos a prueba en ese momento: si fueron verdaderos, la muerte los confirmará; si fueron fingidos, la muerte los desmentirá. En este juicio final, el cuerpo, el alma y el lenguaje deben coincidir.
Montaigne confiesa que ha vivido preparando su muerte, que su filosofía será sometida a prueba no en un debate, sino en el hecho irreversible de morir. ¿Han sido sus escritos mera especulación o expresión auténtica de su alma? Ese momento lo revelará. Es una reflexión de una honestidad poco común, que pone en duda su propia autenticidad y hace de la muerte una prueba de coherencia.
Montaigne menciona a Escipión Nasica, suegro de Pompeyo, cuya buena muerte rehabilitó su mala reputación. Del mismo modo, Epaminondas, gran general tebano, responde que no se puede juzgar la dicha de un hombre sin haber visto cómo murió. Es una crítica al juicio prematuro y una lección sobre la naturaleza incierta de la fortuna: el juicio justo requiere ver la obra completa, y la muerte es su epílogo irrenunciable.
sin ocultar su escepticismo, observa que ha visto morir dulcemente a hombres perversos, como si Dios o el destino fueran indiferentes a la justicia humana. Esta experiencia lo obliga a matizar su tesis: no siempre el final refleja el mérito de la vida, y esto introduce una sombra de duda sobre la idea del juicio final inmanente.
Cita casos de muertes afortunadas o gloriosas, que ponen fin a carreras en ascenso, casi como si su destino no pudiera ser mejorado y, por tanto, se cerrara en su punto más alto. Estas muertes, lejos de truncar el proyecto vital, lo consagran. También se observa la idea de que a veces la muerte ofrece al individuo un prestigio que no había alcanzado en vida, dando un cierre armonioso o incluso heroico.
Capítulo XIX: Que filosofar es prepararse para morir
Esta es la frase atribuida a Cicerón. Para Montaigne, todos los estudios se reducen totalmente a eso: enseñar a no tener miedo a morir. Esto es, que nos guie al buen vivir y a la íntima satisfacción como así lo requiere la Sagrada Escritura. El placer es, verdaderamente, nuestro fin.
Montaigne nos dice que las sectas de filósofos se han dedicado a este tema con ahínco, pero por cualquier medio que se emplee, parece que finalmente el deleite es nuestro fin.
Hay quienes dicen que la virtud es en verdad lo último que se debe alcanzar en desfavor del deleite, pero Montaigne llama a esto también precisamente un deleite. Este tipo de deleite no solo es legítimo, sino más duradero y profundo. Montaigne no abandona la idea de virtud, pero la vincula directamente a su capacidad de producir una dicha estable y vigorosa.
Montaigne revaloriza el placer que proviene de la virtud como algo intenso, sólido y digno, incluso “viril”, en el sentido clásico de fortaleza interior. En contraste, el placer sensual o bajo, aunque disfrutable, es más transitorio, más fatigoso y más lleno de consecuencias indeseables, como el arrepentimiento, el cansancio, el vacío, y la saciedad. Es decir, el placer sensorial no es pleno ni duradero, mientras que el deleite de la virtud sí.
Montaigne rechaza la concepción según la cual el valor de la virtud proviene de su dificultad. Esta visión, muy común en la tradición estoica y cristiana, exalta la austeridad del camino hacia la virtud como una prueba de su autenticidad. Pero Montaigne cuestiona esta lógica: ¿por qué asumir que el sufrimiento ennoblece necesariamente lo valioso? El mismo filósofo dice que es indigno de la virtud verificar solo sus frutos y no el uso y sus gracias. Si la virtud fuera algo solamente laborioso y angustiante, entonces de ello podemos concluir que es algo absolutamente desagradable.
No existe, nos dice, una felicidad absoluta y descontaminada. Todos los goces humanos están tejidos de esfuerzo, de deseo, de parcialidad. Incluso el placer perfecto al que aspiran los moralistas se ve contaminado si lo postulan como un fruto de la renuncia y el dolor.
Menosprecio a la muerte
Montaigne presenta el desprecio o indiferencia hacia la muerte como una de las mayores conquistas del alma virtuosa. No se trata de un desprecio heroico o dramático, sino de una disposición que permite vivir con calma. Este menosprecio no es arrogancia, sino libertad interior, una forma de no quedar a merced del miedo, lo cual —según él— permite gozar con más plenitud de todo lo demás.
Al filósofo le parece un despropósito que las personas se atemoricen a hablar de la muerte, como si nombrandola se señalara al diablo. Los romanos tenían la costumbre de señalar a la muerte con perifrasis para ablandar de algún modo su significado: ''ha cesado de vivir''.
La muerte no tiene un plazo definido por el cual sepamos siempre cuando vamos a morir. Hay quienes creen o tienen la sensación de que podrían vivir 20 años más, pero luego de algunos meses, semanas o incluso días, la muerte viene a por ellos. Montaigne nos da algunos ejemplos:
El duque de Bretaña: Este noble muere pisoteado o asfixiado por la multitud durante una celebración por la llegada del Papa Clemente VII (nativo de Lyón, lo cual explica la algarabía).
Enrique II de Francia: quien murió en 1559 tras recibir un golpe de lanza en un torneo caballeresco. Es una muerte absurda, pues se produce durante una fiesta, no en batalla.
Noble muerto por animal: muere por el embiste de un cerdo. Este caso es deliberadamente ridículo. Muestra el contraste entre la dignidad esperada de un noble y la vulgaridad de su muerte. Una criatura común puede ser la causa de la caída de un grande.
Esquilo: La anécdota proviene de fuentes clásicas (Valerio Máximo, Plinio): Esquilo, dramaturgo griego, había sido advertido por un oráculo de que moriría por la caída de una casa. Se alejó a campo abierto, pero un águila dejó caer una tortuga sobre su cabeza, confundiéndola con una piedra.
Personaje desconocido: Aquí la muerte se da por asfixia o ahogamiento con una pasa. Es una de las muertes más humildes y ridículas mencionadas. Un alimento mínimo, asociado al placer, termina siendo fatal.
Emilio Lépido (cónsul y miembro del Segundo Triunvirato): por haber tropezado en el umbral de la puerta de su casa.
Aufidio: por haber chocado al entrar contra la puerta de la cámara del Consejo
Capitán San Martín: murió tras un golpe jugando a la pelota, sin heridas visibles.
Entonces es imposible separarse de la muerte, es imposible escapar de ella pues cada vez que puede nos atrapa por el pescuezo. Ninguna coraza nos resguarda, dirá el filósofo.
Sin embargo, hay un remedio por el cual se puede combatir a la muerte, el acostumbramiento a la misma. La habituación a la posibilidad de morir es el remedio contra la misma. Montaigne nos dice que pronunciemos siempre estas palabras, hasta en el momento cotidiano mismo porque la muerte puede aguardar en cualquier momento.
''Nada me importa que sea éste el momento de mi muerte''
De este modo, no habrá mal posible a aquel que siempre está pensando en la muerte. Aquel podrá ser libre, en palabras de Montaigne.
Al comienzo será difícil, será inevitable ponerse triste, pero a cada paso se podrá sobrepasar aquellos pensamientos y vivir en paz. Montaigne nos dice que tiene la expresión de la muerte en la mente, en los labios, en los ideas, así, ve a la muerte con mucho menos horror que antes.
Muerte y religión
Montaigne señala que uno de los pilares más firmes de la religión cristiana no es el amor a la vida, sino el desapego de ella. El martirio, la renuncia al mundo y la promesa de una vida eterna hacen que el desprecio de la vida terrena se convierta en virtud, no en tragedia. La fe cristiana —como otras religiones— ofrece consuelo en la muerte al prometer redención y continuidad.
Sócrates nos indicaba que nadie escapa de la muerte, ni los tiranos ni los jueces. Lucrecio señalaba que no sufrimos por no haber vivido antes de nacer, entonces ¿por qué sufrir por no vivir después de morir? Tú no sentiste pena ni angustia por no haber nacido en el año 500 o 1000. No estuviste triste por no haber participado en la Edad Media ni sufriste por no haber conocido a Aristóteles. Simplemente no estabas, y ese "no estar" no te dolía ni te afectaba.
¿Por qué deberíamos lamentar no estar vivos dentro de mil años? La situación es exactamente igual que la de antes de nacer: no estaremos, no sentiremos, no sufriremos. Por tanto, no tiene sentido angustiarse por ello.
Otro ejemplo proviene de Aristóteles: El ejemplo de los animalillos del río Hypanis es brillante: si un ser vive solo un día, morir por la mañana o por la tarde parece una diferencia ridícula. Montaigne traslada esa imagen a la vida humana, indicando que si la comparamos con la eternidad, incluso los hombres más longevos han vivido apenas un instante.
Capítulo XX: Sobre la imaginación
Montaigne comienza con una frase:
''Una imaginación robusta engendra por sí misma los acontecimientos''
La imaginación tiene una fuerza tal que puede provocar tantos enfermedades como la muerte a aquellos que no saben controlarla. Galo Vibio se dedico tanto al estudio de la locura que perdió el juicio, le fue imposible volver a la razón.
Nombra otros ejemplos:
Cipo, rey de Italia: Soñó tan intensamente que tenía cuernos, tras ver una corrida de toros, que al despertar… ¡los tenía!
Hijo de Creso: Se le atribuye haber comenzado a hablar, pese a ser mudo de nacimiento, por la fuerza de la emoción.
Antíoco y Stratonice: Antíoco enfermó gravemente por amor no declarado a su madrastra.
Lucio Cosicio, de hombre a mujer: Plinio cuenta que Lucio se transformó físicamente en mujer el día de su boda.
Iphis (de Ovidio): Una joven transformada en hombre por el deseo de su madre.
María-Germán de Vitry: Una persona criada como mujer, a la que al saltar le aparecieron genitales masculinos.
San Francisco y Dagoberto: Se les atribuían estigmas o heridas reales causadas por el poder de su fe e imaginación.
Encantamientos y maleficios
Montaigne relata que un hombre perfectamente sano, sin señales de debilidad ni superstición, escucha a un amigo contar una historia sobre un episodio de impotencia sexual súbita en un momento clave.
El mero horror de la narración queda grabado en la mente del oyente, quien comienza a experimentar el mismo problema, no por razones físicas, sino por el poder de la imaginación y el miedo.
El miedo, al volverse recurrente, se vuelve tiránico. El hombre comienza a vivir con la ansiedad de que esto le suceda de nuevo, lo cual refuerza el problema.
En una ocasión, cuando se sintió relajado, despreocupado y libre, pudo actuar sin trabas. No había urgencia ni obligación, y eso le permitió “sorprender el entendimiento ajeno”, es decir, actuar sin el peso de la expectativa. El resultado fue la curación total.
La solución a este tipo de cosas es anticiparse al miedo y comentarlo con alguien cercano. Esto reduce la presión psicológica y hace que el miedo finalmente desaparezca.
Montaigne menciona que este tipo de problema solo aparece cuando hay mucho deseo, combinado con respeto excesivo (es decir, presión emocional), o cuando todo resulta demasiado fácil y no hay resistencia, lo que paradójicamente inhibe.
Además, comenta otros casos de personas que encontraron soluciones extrañas pero efectivas: Uno que encontró satisfacción por otro medio, y al hacerse mayor, al tener menos potencia, tenía también menos ansiedad y menos impotencia. Otro que se curó gracias a que un amigo le convenció de que tenía un hechizo protector, una especie de “contrabatería de encantamientos” que le aseguraba su potencia.
Los casados
Montaigne recomienda a los recién casados no precipitarse en el acto sexual nupcial si no se sienten en condiciones adecuadas, pues sería mejor fallar en el inicio y esperar un momento más propicio que caer en la desesperación por un primer fracaso. Según él, lo más sensato sería realizar algunos ensayos sin presión para comprobar las propias fuerzas.
A partir de esa introducción, Montaigne aborda la conocida "rebeldía" del pene, ese órgano que muchas veces se alza cuando no se lo necesita y se niega a actuar cuando más se lo requiere. Esta impertinencia lo lleva a afirmar que es un miembro indócil, altivo, y difícilmente gobernable por la voluntad. Ironiza aún más al sugerir que quizá el resto de los órganos del cuerpo han conspirado contra él por pura envidia de la dulzura y nobleza de su función, descargando sobre él las culpas de una condición compartida por todos los demás.
Montaigne utiliza esta ocasión para reflexionar más ampliamente sobre la autonomía del cuerpo respecto de la voluntad. No sólo el órgano sexual escapa al control racional: también lo hacen el rostro, que nos traiciona revelando pensamientos ocultos; el apetito, que se excita aunque no tengamos qué comer; la lengua, que se traba en momentos de necesidad; y hasta los músculos, que tiemblan de miedo o deseo sin nuestro consentimiento. Nuestra voluntad, sugiere Montaigne, no es tan poderosa como creemos. Incluso las acciones más íntimas y aparentemente voluntarias, como orinar o evacuar, muchas veces se imponen sin que podamos decidir al respecto.
Para reforzar su punto, recurre a ejemplos llamativos y escatológicos. Cita el caso, mencionado por san Agustín y comentado por Vives, de un hombre capaz de tirar pedos a voluntad, e incluso producir sonidos armónicos con ellos. Habla también de un conocido suyo que llevaba más de cuarenta años sin poder dejar de hacerlo, víctima de un órgano totalmente indócil. Según Montaigne, si bien el emperador romano pudo otorgar a los ciudadanos la libertad de tirarse gases donde quisieran, no les pudo conceder el poder de hacerlo cuando quisieran.
No obstante, concluye con una defensa en tono más serio: aunque algunos consideren escandalosa la naturaleza de ese órgano, Montaigne señala que la sexualidad tiene una dignidad propia, pues es por medio de ella que se realiza la única obra verdaderamente inmortal entre los mortales: la generación.
Efectos fisiológicos
Hay en la imaginación una fuerza fisiológica capaz de alcanzar grandes cosas. Es tan poderosa que puede trasladar dolencias de un cuerpo a otro, y en ocasiones, simular efectos físicos tan intensos que resultan indistinguibles de los verdaderos.
Montaigne comienza con un ejemplo sorprendente: alguien con escrófulas en Francia, por el solo efecto de la imaginación, las transmite a su compañero, quien enferma al llegar a España. El comentario alude al llamado “efecto nocebo” antes de que la medicina moderna lo formulara, destacando la influencia mental en la aparición de síntomas. Montaigne señala que los médicos son conscientes de este fenómeno y lo utilizan a su favor. Por eso, preparan la fe del paciente mediante promesas y falsas seguridades, buscando que la creencia en el remedio active por sí sola su efecto, incluso si la medicina en sí es ineficaz.
Luego, relata una anécdota que conoció directamente: un boticario suizo le contó que había atendido a un comerciante de Tolosa con mal de piedra, quien recurría frecuentemente a lavativas. Sin embargo, en muchas ocasiones simulaba el tratamiento sin aplicárselo, simplemente adoptando la postura y dejando que el médico se retirara. El resultado era exactamente el mismo: el cuerpo reaccionaba como si hubiese recibido el remedio. Incluso, cuando la esposa intentó reemplazar la lavativa por agua común, el cuerpo ya no respondía igual. El engaño falló porque la imaginación del paciente no fue activada por el ritual médico.
Montaigne también refiere otros casos notables. Una mujer que creía haber tragado un alfiler sufrió dolores intensos hasta que alguien hábil introdujo de forma secreta un alfiler en su vómito: creyendo haberlo expulsado, se curó de inmediato. Otro caso más trágico es el de una dama que, tras creer que había comido pastel de gato en un banquete, enfermó gravemente y murió, aunque todo había sido una broma del anfitrión.
Este influjo imaginativo no se limita a los humanos. Montaigne observa que los animales también son presa de él: los perros mueren de pena por la pérdida de sus amos, y se inquietan en sueños; los caballos, igualmente, relinchan y se agitan dormidos. De esto concluye que el cuerpo y el alma están tan estrechamente unidos, que sus estados se comunican mutuamente. Esta interacción explica tanto las enfermedades de origen psicosomático como el fenómeno de la sugestión colectiva. La imaginación, incluso, puede traspasar los límites del propio cuerpo y afectar al ajeno, como ocurre con ciertas enfermedades contagiosas, donde la mera vista de un enfermo puede hacer enfermar al sano.
La cita latina que cierra el pasaje —Dum spectant oculi laesos, laeduntur et ipsi; multaque corporibus transitione nocent— refuerza esta idea: "Mientras los ojos contemplan a otros dañados, ellos mismos se dañan; muchas cosas perjudican a los cuerpos por transmisión".
Los animales
Montaigne observa que lo que sucede con los seres humanos también ocurre con los animales, y lo demuestra con ejemplos concretos, tanto de la Biblia como de la experiencia cotidiana o de relatos populares.
Comienza recordando el episodio bíblico de Jacob y las ovejas, en el que mediante una estratagema visual —poner ramas manchadas frente a los rebaños en celo— logra que las crías salgan con determinadas características. Luego menciona un fenómeno natural: las perdices que, según la tradición, adoptan el color blanco en las montañas nevadas, como si su aspecto se viera influido por el entorno. Ambos casos apuntan a una fuerza plástica de la imaginación o del entorno, capaz de modificar el cuerpo.
A continuación, Montaigne narra un hecho ocurrido en su propia casa: un gato fijó su mirada en un pájaro en lo alto de un árbol, y tras unos instantes, el pájaro cayó como fulminado entre las patas del felino. No sabe si fue por efecto del miedo o por una especie de poder magnético que atribuye al gato. De forma parecida, trae la anécdota de un halconero que apostaba que podía hacer caer a un milano del cielo sólo con la fuerza de su mirada, y que ganaba dicha apuesta. Aunque reconoce que no puede dar fe de todos estos hechos, no por eso los rechaza: lo importante, afirma, no es su veracidad factual, sino su verosimilitud y la enseñanza que puede extraerse de ellos.
Aquí Montaigne distingue su método: no pretende escribir historia en el sentido tradicional, es decir, relatar lo que ha sucedido, sino explorar lo que puede suceder —y en esto se asemeja más a un filósofo que a un cronista. Dice claramente que aunque usa ejemplos tomados de fuentes diversas —lecturas, conversaciones, experiencias— no los modifica ni en sus detalles más insignificantes. En lo anecdótico no quiere exagerar; en lo doctrinal sí permite conjeturas razonables. Por eso no se escandaliza de recurrir a relatos fabulosos si son útiles para ilustrar las pasiones, costumbres o capacidades humanas.
Conclusión
Montaigne, en los capítulos XI al XX del Libro I, nos invita a mirar la condición humana sin máscaras ni certezas, con humildad y con humor. Frente a la muerte, el deseo, la enfermedad o el azar, no ofrece soluciones definitivas, sino una actitud: aprender a vivir con lo incierto, sin engañarnos sobre nuestras fuerzas ni sobre nuestra fragilidad. Su filosofía no busca elevarnos por sobre lo humano, sino reconciliarnos con lo que somos. En esa aceptación lúcida —a veces irónica, a veces conmovedora— se abre un espacio para la libertad interior.