El De magia de Giordano Bruno es un breve pero decisivo tratado en el que redefine la magia como ciencia natural y arte de conocer las fuerzas ocultas del universo. Lejos de la superstición, Bruno la entiende como el estudio de los vínculos y correspondencias que enlazan al ser humano con el cosmos infinito, un saber que permite obrar en armonía con las potencias de la naturaleza y abrir el camino a una comprensión más libre y profunda de lo divino.
Referencias:
(1) Es muy probable que se esté refiriendo a Cristo.
SOBRE LA MAGIA
Bruno comienza con una clasificación detallada de los diversos sentidos que puede tener la palabra “magia”. Explica que en la historia se llamó magos a los sabios de distintas tradiciones —los trimagistos egipcios, los druidas, los cabalistas, los sofistas griegos, entre otros—, mostrando que la magia se entendía como un saber profundo.
Magia como sabiduría
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Mago = sabio en distintas tradiciones (egipcios, druidas, hebreos, griegos, romanos, etc.).
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Magia natural
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Prodigios por aplicación de principios activos y pasivos (como en medicina o química).
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Magia de prestigios
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Ilusiones que parecen obras de la naturaleza o de una inteligencia superior.
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Magia de simpatía y antipatía
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Uso de afinidades o repulsiones entre sustancias (hierbas, piedras, animales).
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Magia matemática o filosofía oculta
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Uso de números, palabras, símbolos, figuras y caracteres.
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Magia teúrgica o extra-natural
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Invocación de inteligencias, potencias exteriores, dioses, demonios o héroes.
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Magia necromántica
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Contacto con los muertos, oráculos, evocación de almas y espíritus.
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Magia maléfica o benéfica
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Maléfica: busca dañar, debilitar o matar.
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Benéfica: busca sanar, liberar o proteger.
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Magia adivinatoria
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Conjunto de artes para conocer lo oculto o predecir el futuro (piromancia, hidromancia, geomancia, astrología, etc.).
Magia infamante o supersticiosa
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Surge cuando se entiende la magia bajo una acepción degradada.
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El mago es visto como un loco o perverso que, mediante pacto con el diablo, adquiere facultades de dañar o ayudar.
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Es la concepción difundida por la tradición inquisitorial y demonológica (ejemplo: el Malleus Maleficarum o Martillo de las hechiceras).
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Representa la corrupción del nombre de “mago” por parte de sacerdotes ignorantes y autores supersticiosos.
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Tras recorrer estos diez modos, Bruno propone que el término mago debe usarse con rigor filosófico, siguiendo a Aristóteles en los Tópicos: el mago es el hombre que une el saber con el poder de obrar. En este marco, establece una clasificación más elevada y definitiva de la magia, en tres grandes categorías. La primera es la magia divina, la más excelsa, orientada a la unión con lo divino y la contemplación de las realidades superiores. La segunda es la magia natural, entendida como ciencia de los principios ocultos de la naturaleza y de sus fuerzas. La tercera es la magia matemática, que actúa a través de números, proporciones, figuras, música, óptica y astronomía, funcionando como disciplina intermedia que participa tanto de la divina como de la natural.
Todo mago debe conservar presente un principio fundamental: Dios influye sobre los dioses, los dioses sobre los cuerpos celestes, los astros sobre los demonios, los demonios sobre los elementos, los elementos sobre los cuerpos compuestos, los cuerpos sobre los sentidos, los sentidos sobre el animus, y el animus sobre el ser entero. Este orden muestra cómo la realidad se encadena, descendiendo desde lo divino hasta lo material. Pero al mismo tiempo, el movimiento puede invertirse: el ser puede ascender desde el alma hacia los sentidos, de los sentidos hacia los cuerpos, de allí a los elementos, de los elementos a los astros, de los astros a los dioses y finalmente a la contemplación del Uno.
Esta imagen de la escalera revela un universo jerárquico en el que todo se comunica, y en el que lo inferior participa de lo superior, aunque en grados distintos. Bruno enfatiza que en la cima está Dios como luz pura, potencia activa y fuente de todo ser, mientras que en la base se encuentra la potencia pasiva, raíz de la multiplicidad y de las cosas inferiores. Entre ambos extremos hay peldaños intermedios que permiten la comunicación y el tránsito del ser.
De aquí surge también la contraposición entre la luz y las tinieblas. Todo lo que es inferior recibe fuerza cuando alcanza lo superior, y de igual manera, las tinieblas de lo alto se reflejan con mayor intensidad en lo bajo. Sin embargo, Bruno advierte que la eficacia de ambos no es la misma: la luz se difunde hasta lo más profundo de las tinieblas, mientras que las tinieblas no pueden penetrar en la luz. La luz contiene y supera a la oscuridad, la vence en su infinitud, mientras que la oscuridad no puede comprender ni igualar a la luz.
Existen diversos grados de la magia, correspondientes a distintos niveles de la realidad. Así como antes habló de la “escalera” que desciende desde Dios hasta la materia y asciende desde la criatura hasta lo divino, aquí explica que en cada nivel se manifiestan pares de contrarios que reflejan la tensión entre luz y tinieblas, armonía y discordia.
En el ámbito físico, por ejemplo, aparecen el fuego y el agua; en el matemático, lo finito y lo infinito; en el lógico, lo verdadero y lo falso. Cada par de contrarios muestra cómo la naturaleza produce sus efectos a través de oposiciones, y cómo lo inferior refleja lo superior. Bruno aclara que muchos de estos principios, cuando se los aplica supersticiosamente, caen en prácticas de “magia vulgar” o engañosa. Pero subraya que los principios verdaderos son aquellos que conducen a la contemplación de lo Uno, a la perfección y a la sabiduría.
Bruno profundiza en la cuestión de las fuerzas eficientes y de cómo obran en el mundo.
Comienza distinguiendo dos géneros de fuerza: la naturaleza y la voluntad. La voluntad, a su vez, es triple: puede ser humana, demoníaca o divina, mientras que la naturaleza se divide en intrínseca y extrínseca. La naturaleza intrínseca está compuesta por la materia o sujeto y por la forma con su virtud natural. La naturaleza extrínseca, en cambio, se manifiesta en dos modos: como una huella o imagen que permanece en el sujeto (por ejemplo, la luz y el calor que el sol dejan en los cuerpos), o como una fuerza que se desprende del sujeto y se transmite a otro (como la luz que se refleja, o el calor que se expande).
Estas distinciones permiten a Bruno explicar cómo, a partir de una causa primera universal e inmutable, se derivan múltiples efectos en los niveles inferiores de la realidad. Un mismo principio, actuando en contextos diversos, produce efectos distintos e incluso contrarios: así, de una única luz surgen el invierno y el verano, la humedad y la sequía, el frío y el calor. Con este razonamiento, Bruno se opone a la idea de la transmutación de los elementos defendida por algunos filósofos antiguos y sostiene que lo que se observa son variaciones de la materia bajo la acción de un principio constante.
Enseguida, amplía la reflexión a las virtudes o formas que los cuerpos transmiten: unas son manifiestas, como calentar, enfriar, secar, ablandar o endurecer; otras son más sutiles, como alegrar, inspirar tristeza, suscitar amor o audacia. También reconoce impresiones más profundas que actúan directamente sobre el ánimo y que pueden provocar reacciones instintivas: el miedo que experimenta un niño ante un lobo, o la atracción de los seres vivos por conservarse a sí mismos y huir de lo que les amenaza.
Bruno observa cómo incluso en la naturaleza vegetal hay ejemplos de esta fuerza vital que impulsa a conservarse. El trigo, por ejemplo, protege su grano con envolturas que parecen alejarse de su propio centro como si intentaran escapar del fuego o de la destrucción. Este impulso vital se convierte así en la manifestación visible de cómo la naturaleza imprime en todo ser un movimiento de conservación y defensa, expresión de la potencia intrínseca y extrínseca que gobierna la vida.
El Universo
En el orden del universo hay un espíritu único que se extiende por todas partes, animando y penetrando las cosas, pero que en los individuos se manifiesta de manera diferenciada. Así, aunque el alma vital está presente en todo el cuerpo, cada órgano tiene una función particular: el ojo ve, el oído oye, la lengua gusta. Si los órganos de los sentidos estuvieran repartidos indistintamente por el cuerpo entero, todos sentirían lo mismo, pero no habría coordinación ni orden. Por eso, aunque la vida está en todo el cuerpo, la operación se concentra y administra en órganos específicos, lo que revela un principio de organización necesario para que el individuo pueda sostenerse y actuar.
A partir de ahí, Bruno explica que la naturaleza trabaja según un principio universal pero aplicado de modo particular en cada especie. Por eso, aunque todos los seres estén penetrados de la misma alma del mundo, la configuración que adopta cada uno depende de su especie. El ejemplo del bronce y el oro ilustra esto: aunque ambos son metales, es más fácil que el bronce se acerque al bronce y el oro al oro, antes que cambiar su esencia. De modo semejante, todas las semillas tienden a producir seres de su misma especie, y lo mismo ocurre con los animales: de perro nace perro, de hombre nace hombre.
En el ámbito de la creación humana, esto se ve en cómo el artesano modela un objeto siguiendo un modelo concebido en su mente: la vestimenta, una vez confeccionada, refleja la idea previa. En la creación natural ocurre algo análogo: las especies existen según modelos naturales, y la materia se organiza siguiendo esos principios para formar individuos. Así, Bruno subraya que la diferenciación de las especies es inseparable de la idea general que las contiene, y que dentro de cada especie el individuo se determina según un principio específico, que incluye tanto su forma común como su particularidad numérica e individual.
El alma
El alma no se encuentra en una sola parte del cuerpo (ni en el ojo, ni en la boca, ni en los oídos de manera exclusiva), sino que está presente en todo el organismo, produciendo la vida en todas sus partes al mismo tiempo. El alma es lo que da unidad y cohesión: está en los huesos, las venas, la sangre y el corazón, pero sin confundirse con ellas.
Los órganos (ojos, oídos, boca) solo cumplen funciones concretas, pero la vida que los anima no depende de una sola localización. El alma se distribuye en todas partes, como un principio invisible que atraviesa la materia. Por eso puede actuar en cualquier punto del cuerpo, aunque se exprese de modos diferentes según la función de cada órgano.
El alma es la raíz de las operaciones naturales y el principio que ordena los cuerpos. Sin ella, todo sería frágil, imperfecto o despreciable. Así, el alma no es solo un principio vital, sino también el fundamento de la belleza y el orden del mundo natural.
En cuanto a la materia, si la ceniza de bronce es más parecida al oro que al plomo, es más fácil que se convierta en oro. Esto significa que la materia conserva “semejanzas” o “afinidades” que permiten la transformación de unas especies en otras. Así, por ejemplo, el esperma humano está más cerca de producir un hombre que el esperma de un animal, porque hay una correspondencia natural que acerca unas formas más que otras.
De ahí concluye que en la creación hay jerarquías de afinidad: las especies semejantes están más próximas a engendrarse entre sí. La naturaleza trabaja con modelos comunes, de donde deriva la semejanza en la forma, pero también con principios específicos (como el de cada especie), principios numéricos (que ordenan la cantidad), y finalmente con un principio individual (que da identidad única a cada ser).
Cuando se observan ciertos efectos en la materia —como fenómenos extraordinarios— estos no se explican sin admitir la participación del espíritu universal. El alma está incluida en ese espíritu y se expande por toda la inmensidad, de modo que su presencia no se limita a un punto del cuerpo, sino que se comunica con todo el universo.
Cuando miramos objetos muy lejanos, el ojo parece lanzarse hacia las estrellas. Eso muestra que la visión no es algo estrictamente material y limitado, sino que implica una conexión con la sustancia universal que penetra todo.
El anima (alma individual) está presente en cada cuerpo, pero también en continuidad con el alma del mundo. Por ello, aunque los cuerpos materiales sean opacos y no puedan penetrarse unos a otros, las sustancias espirituales no sufren esa limitación: se mezclan, coexisten y se comunican.
Si la voz —que procede del cuerpo— puede difundirse fuera de él y escucharse en múltiples lugares, con mayor razón el alma, que es sustancia divina, no está limitada a un punto. Así, el alma, como la voz, se expande y se encuentra en múltiples sitios al mismo tiempo. Las voces humanas no son meros sonidos, sino vehículos de sentido. De manera particular, los cantos poéticos, como los himnos trágicos griegos, tienen la fuerza de elevar las almas hacia lo divino.
Los signos
De la misma forma, las escrituras sagradas no son solo letras, sino caracteres simbólicos que, a través de signos y representaciones, manifiestan realidades ocultas. Estos signos pueden revelar sentimientos como amor, odio, amistad, discordia, fidelidad o traición, y tienen poder para unir o desunir a los hombres.
Los caracteres no solo informan, sino que actúan: al estar “dictados por el destino y por la virtud vital” poseen eficacia real. Funcionan como imágenes con fuerza oculta, capaces de poner en movimiento energías invisibles. Por eso, al inscribirse o representarse con intención ritual, entran en relación con los dioses y producen efectos maravillosos.
Se menciona la tradición egipcia, atribuida a Theuth (Thot), dios de la escritura. Los signos sagrados inventados por él no eran meras letras fonéticas, sino símbolos cargados de poder espiritual. A diferencia de las letras comunes que cambian y se transforman con el tiempo, estos caracteres permanecían inmutables, como si reprodujeran la permanencia de la naturaleza misma. los dioses se comunican a través de visiones, sueños y signos, no mediante palabras vulgares. Los humanos, por ignorancia o debilidad, confundimos esas manifestaciones con meras ilusiones. En realidad, son vehículos de una sabiduría superior, accesible solo a quienes conocen y practican estas artes.
Sobre la comunidad de las cosas
Incluso las que parecen lejanas, se explican por la comunidad del espíritu universal que está presente en todo el cosmos. Así como varias luces pueden brillar juntas en un mismo espacio sin confundirse, también las almas y fuerzas espirituales actúan asociadas en el universo sin estorbarse entre sí.
En el plano material, los cuerpos no pueden actuar unos sobre otros sin un contacto físico, porque cada uno está limitado por su materia y sus formas. En cambio, el alma sí puede actuar sobre otra alma, aunque esté distante, porque pertenece a una misma sustancia espiritual.
Si un cuerpo abandona un espacio, inmediatamente otro lo reemplaza, pues todo está en continuidad con el “cuerpo universal”. El alma, por ejemplo, no puede ser arrancada de la materia universal a la que pertenece, sino que permanece ligada a ella. Por ello, no hay un espacio verdaderamente vacío, sino siempre ocupado por cuerpos perceptibles o imperceptibles.
Se distingue entre los cuerpos sensibles (materiales) y los cuerpos imperceptibles y espirituales. Estos últimos, aunque no se vean ni se toquen, son reales y poseen una actividad mayor que los cuerpos groseros. El ejemplo es el espíritu aéreo o etéreo: aunque invisible, muestra su eficacia en los vientos, mareas y tempestades, que pueden devastar tierras y mares. Su fuerza es prueba de la existencia de esta sustancia espiritual.
Lo visible y lo invisible forman parte de un mismo continuo: lo sensible es limitado y grosero, pero lo imperceptible (espiritual, etéreo) es más sutil, poderoso y universal. El alma humana, al estar ligada a este principio universal, participa de esta misma comunidad, y su acción no se limita a un cuerpo o espacio particular, sino que abarca la totalidad.
El espíritu
El fuego verdadero no es simplemente el fuego material de los carbones que arden, sino un espíritu interior que permanece contenido y como dormido en la materia, hasta que se manifiesta en forma de llama. Este fuego espiritual está lleno de vida y movimiento, y se convierte en un principio vital que, aunque invisible, habita en todo cuerpo en combustión. Así, el fuego no es solo un fenómeno físico, sino una fuerza que participa de la naturaleza del alma.
Aunque no todos los cuerpos compuestos son vivientes, todos comparten este principio espiritual. La diferencia está en cómo la materia y las formas permiten o impiden que se manifieste como vida. Esa diversidad de disposiciones es la causa de las atracciones, repulsas, deseos y rechazos que se observan en la naturaleza: todo depende de cómo las formas se unen o se oponen.
También afirma que todas las cosas tienden a conservarse en su propio ser, incluso cuando son arrancadas de su lugar natural. El fuego, por ejemplo, tiende a elevarse hacia el aire; el agua se transforma en vapor, el vapor en aire y el aire en un cuerpo etéreo más sutil. Estos cambios no destruyen la sustancia, sino que la convierten en algo más fino y penetrante.
Se comparan, además, distintas doctrinas. Moisés, según la interpretación literal, no distingue entre alma y espíritu, mientras que los egipcios y filósofos como Diógenes de Apolonio sí diferencian claramente el spiritus de la materia bruta. Esta última está formada por átomos divisibles y corruptibles, mientras que el espíritu es indivisible, no hecho de átomos y nunca convertible en materia grosera.
Del doble movimiento de las cosas, y de la atracción
El movimiento natural proviene de un principio intrínseco, es decir, algo que pertenece a la esencia y constitución de las cosas (como la generación y la organización interna). En cambio, el movimiento extra-natural proviene de un principio extrínseco, algo que actúa desde fuera y que no corresponde a la naturaleza propia del objeto. Dentro de este último, se distingue el movimiento violento (cuando se opone a la naturaleza) y el movimiento ordenado o coordinable (cuando no choca con ella).
El texto explica que, al observar el movimiento natural, se pueden reconocer dos modos: el circular y el rectilíneo. El movimiento circular es el más perfecto, pues no tiene principio ni fin, y se vincula a los cuerpos celestes que giran en torno a un centro. Por otro lado, el movimiento rectilíneo corresponde a los cuerpos que no se mueven naturalmente por sí mismos, sino en función de un agente exterior: el aire que se desplaza para llenar el vacío, la piedra que cae en línea recta, el fuego y el humo que ascienden hacia arriba, etc. Este tipo de movimiento se observa tanto en lo que cae hacia lo semejante (como la piedra a la tierra), como en lo que huye hacia lo contrario (como el humo que se eleva).
Un tercer tipo de movimiento, más profundo, es el movimiento esférico, que se describe como una proyección infinita desde un centro hacia todas las direcciones. Aquí, no se trata de una línea recta ni de un círculo, sino de una expansión total en que todas las partes del cuerpo emiten su acción hacia fuera, como sucede con la luz que ilumina en todas direcciones, con el calor que envuelve todo lo circundante, con la voz que se difunde homogéneamente en el aire o con los olores que se propagan por el ambiente. Este movimiento esférico expresa cómo ciertas cualidades —como el calor, la luz, la voz o el perfume— se difunden en un radio indefinido y muestran su poder en todas partes a la vez.
Como el imán atrae al hierro, y otros casos
La atracción puede entenderse de dos formas: por simpatía (cuando lo semejante tiende hacia lo semejante) y por contrariedad (cuando algo es vencido y arrastrado por lo que le es contrario, como ocurre con la humedad destruida por el fuego).
Se mencionan fenómenos visibles que ilustran estas fuerzas de atracción: la evaporación del agua por efecto del calor, los torbellinos y tifones que elevan objetos pesados en el mar, o el movimiento del agua en canales y conductos que asciende y se desplaza por presión y vacío. En cada caso, se trata de mostrar cómo la naturaleza manifiesta principios de atracción y repulsión que parecen guiar el comportamiento de los elementos.
El imán, en particular, sirve como ejemplo central: atrae partículas de hierro como si existiera una afinidad secreta entre ambos. El texto aclara que esta atracción no debe entenderse solo como un efecto mecánico o pasivo, sino como una operación activa que implica la emisión de partículas o “átomos” desde los cuerpos. Así, cuando se frotan sustancias como el ámbar o el imán, se produce una fuerza que atrae elementos ligeros (como la paja) o partículas metálicas, lo que se atribuye a la influencia de esas emisiones invisibles.
Tanto en el cuerpo humano como en la naturaleza, la atracción responde a estas interacciones invisibles de partículas, a través de poros o conductos, que producen fenómenos de afinidad, adhesión o repulsión. El autor busca, en suma, mostrar que la atracción del imán y de otros fenómenos semejantes es un ejemplo visible de las leyes universales de la naturaleza, donde lo semejante busca lo semejante y las fuerzas invisibles gobiernan los movimientos de los cuerpos.
La piedra imán atrae al hierro por su propia naturaleza, pero también que existen atracciones que ocurren por contrariedad, como cuando el agua es arrastrada por el fuego o cuando la humedad se consume en presencia del calor. Esta observación se aplica a remolinos, tifones y fenómenos naturales en los que la materia se desplaza violentamente, siempre bajo principios de atracción y absorción del vacío. El movimiento se explica por tres razones: primero, por semejanza sensible de las partes; segundo, por la necesidad de llenar el espacio vacío; y tercero, por la fuerza que ejercen las partículas mismas en su impulso de reunirse o de alejarse.
Se ofrece una analogía con las lámparas encendidas, en las que una llama inferior tiende a subir para alcanzar a la superior, o las partículas de hierro que se precipitan hacia el imán, arrastradas por una cualidad invisible. La atracción no es entonces un acto mágico arbitrario, sino un fenómeno natural que se repite constantemente. Del mismo modo, la bilis o el calor del cuerpo humano se entiende como resultado del movimiento de partículas que buscan unirse o escapar de otras, mostrando que la atracción no se limita a los minerales, sino que se extiende a los seres vivos. En todos los casos, lo que observamos es la acción de una sustancia espiritual o sutil que, al emanar de un cuerpo, genera vínculos de simpatía con otro.
El autor critica la idea de que la atracción del imán deba explicarse únicamente por cualidades elementales, como el calor o el frío, pues estas se desvanecen y desaparecen con el tiempo, mientras que la virtud magnética permanece constante. En su lugar, propone que se trata de una emanación de partículas sutiles que penetran hasta el interior del hierro, generando una afinidad espiritual difícil de negar. De igual manera, se menciona el diamante, que según las creencias populares podía disminuir la fuerza de atracción del imán, debilitando o reforzando su virtud dependiendo de las sustancias que lo acompañaban. Aquí se conecta el tema con la relación entre cualidades ocultas y disposiciones materiales, abriendo espacio a la discusión entre lo empírico y lo especulativo.
Más adelante, se aborda el tema del polo magnético y las supuestas montañas de imán situadas en ciertas regiones del globo, que algunos relatos medievales describían como capaces de atraer barcos enteros debido a la fuerza magnética. El texto muestra un escepticismo frente a tales relatos, señalando que, si fueran ciertos, el hierro de los barcos debería ser atraído desde cualquier distancia y no solo en lugares específicos. Se apela a la geometría y a la física de la Tierra, indicando que la curvatura terrestre interfiere en esa atracción, y que la explicación más razonable se encuentra en el modo en que las partículas actúan en proximidad, no a escala desmesurada.
Epílogo sobre los movimientos
Bruno explica que las sustancias pueden desplazarse por varias razones: la primera es la persistencia del alma y del espíritu, que asegura que todo se conserve en su propio lugar mediante un movimiento circular; la segunda es por huida de lo contrario, buscando alejarse de aquello que las daña; la tercera es por la búsqueda de lo que les es propio y conveniente; la cuarta, por exclusión o expulsión de lo opuesto; la quinta, por la atracción hacia lo semejante; la sexta, por la elección libre de aquello que conviene más a la potencia natural; y finalmente, por una fuerza violenta que, externa a la naturaleza, obliga a una sustancia a moverse de un modo que no le es propio. Aquí se ve cómo Bruno distingue entre movimientos intrínsecos, que obedecen a la naturaleza y la esencia de cada cosa, y movimientos extrínsecos, que provienen de fuerzas externas, como cuando un río retrocede en su curso por la presión de las mareas.
A partir de esta explicación, el texto pasa a hablar de los espíritus, diferenciando entre aquellos que habitan en cuerpos compuestos, sensibles e inteligentes, y los que ocupan cuerpos simples o incluso imperceptibles. Bruno señala que ciertas operaciones de los demonios son más rápidas y penetrantes porque actúan directamente en el alma, sin necesidad de los órganos externos. Así, un demonio puede introducir pensamientos o impresiones internas sin requerir el oído ni la voz, lo que explica por qué ciertas tentaciones o inspiraciones parecen surgir de manera espontánea en el alma. Estas influencias pueden aparecer tanto en sueños como en la vigilia, mostrando la capacidad de los espíritus para operar sobre la mente humana a través de imágenes, voces o impulsos.
Menciona una especie espiritual que Marcos 16:25 describe como “sorda y muda”: desprovista de razón, incapaz de obedecer órdenes o comprender súplicas, y que solo puede ser dominada mediante el ayuno, la abstinencia, la oración o la elevación del alma hacia Dios. Aquí Bruno vincula lo demoníaco con lo médico, aludiendo a los humores densos y melancólicos como alimento propicio para estos espíritus. De ahí que la medicina pueda prescribir dietas o remedios específicos para debilitar la influencia de estos entes.
Unos son crédulos, tímidos y confusos, semejantes a los hombres visionarios o de imaginación trastornada, y suelen huir ante la amenaza o los ritos. Otros, más prudentes y aéreos, no se conmueven con ceremonias ni ruegos, sino que se dedican a sembrar confusión en el espíritu humano, presentándose como sabios o doctos pero sin sustancia real. Aquí se refuerza la idea de que los demonios, aunque tengan grados de sutileza, pueden engañar a los hombres con ficciones, sembrando miedo o falsas creencias.
Se pasa luego a los demonios vinculados a los elementos: los del agua y la tierra son vistos como hostiles y dañinos, menos razonables y más inclinados a infundir temor. Los del fuego, en cambio, reciben un estatus más elevado, comparados con ángeles y héroes, y asociados por la tradición cabalística y cristiana con ministros de Dios, espíritus que actúan a través de las llamas como instrumentos divinos. De esta forma, se introduce una jerarquía espiritual que reproduce modelos políticos y sociales, donde los más sabios y fuertes dominan a los ignorantes, en un reflejo de la relación entre lo humano y lo divino.
El texto explica también que algunos espíritus habitan en cuerpos humanos, otros en plantas, piedras o minerales, mostrando que nada en la naturaleza está privado de espíritu o inteligencia. Se concibe la muerte no como desaparición absoluta, sino como mutación, donde los espíritus migran de un cuerpo a otro, cambiando de naturaleza y composición. Este flujo continuo asegura que la materia y el alma permanezcan siempre vinculadas, aunque en nuevas combinaciones.
Finalmente, se señala que las amistades, odios y vínculos entre espíritus surgen de la diversidad de sus naturalezas y actualizaciones. Así como los cuerpos se atraen o repelen según sus cualidades, los espíritus también se entrelazan en vínculos que los obligan a mantenerse en contacto, formando una analogía entre el orden espiritual y el material. El trasfondo es claro: la naturaleza espiritual es inseparable de la física, y ambas se explican por la misma dinámica de atracción, repulsión y mutación.
Analogía de los espíritus
Bruno distingue entre los movimientos naturales y extra-naturales. El natural es el que procede de un principio intrínseco y se desarrolla de acuerdo con la naturaleza y la constitución de las cosas; el extra-natural proviene de un principio externo y puede ser violento si va contra la naturaleza, o coordinado si no la contradice. Dentro de los naturales, se distinguen formas rectilíneas, circulares y esféricas: el aire o la piedra se mueven en línea recta según su peso o ligereza; el fuego y el vapor ascienden en línea recta; y en un tercer tipo de movimiento, las cosas emiten influencias múltiples en todas direcciones, lo que se llama movimiento esférico, propio de la emanación universal. Esta doctrina subraya que los movimientos de los cuerpos sensibles, los sonidos, los olores y las influencias magnéticas obedecen a la propagación de partículas y a la acción de principios comunes que los atraviesan y los comunican.
A partir de estas premisas, el texto pasa al tema de la atracción. Ejemplos como el imán que atrae al hierro o la coral que se vincula con la sangre ilustran que ciertos cuerpos se inclinan hacia otros por simpatía, es decir, por afinidad natural, mientras que otros son arrastrados por sus contrarios. El agua, atraída por el calor, se evapora; la llama inferior de una lámpara se enciende gracias a la superior; el hierro se precipita hacia el imán por una virtud invisible. De aquí se desprende que hay fuerzas ocultas de atracción que operan en todos los seres, y que la simpatía y la antipatía son principios universales que explican tanto la cohesión como el rechazo entre sustancias.
El análisis continúa con un epílogo sobre los movimientos que afectan a las sustancias: se mueven localmente para conservar su ser, para huir de lo contrario, para buscar lo conveniente, por expulsión de lo incompatible o por atracción violenta que suplanta la fuerza natural. Todo ello refleja que las cosas tienden a mantener su estado de existencia y buscan lo que las fortalece, mientras huyen de lo que las corrompe o debilita. Esta explicación se enlaza con la acción de los espíritus, cuya fuerza invisible puede penetrar los sentidos internos del hombre y actuar sin necesidad de mediaciones físicas, como ocurre con los demonios que, según se dice, inspiran voces, sueños y pensamientos.
Se pasa luego a clasificar los espíritus y demonios. Algunos son timoratos y crédulos, otros prudentes y aéreos, otros ligados al agua, a la tierra o al fuego. Los espíritus del fuego son considerados ministros divinos por su pureza y rapidez, mientras que los del agua y la tierra se vinculan con pasiones más bajas. Cada categoría de espíritus tiene jerarquías semejantes a las humanas —príncipes, gobernadores, generales— y dominan con facilidad a los cuerpos expuestos a las pasiones. Su relación con los hombres es ambivalente: pueden ayudar o dañar, suscitar visiones, provocar enfermedades o, por el contrario, curarlas. Todo depende de la naturaleza del espíritu y de su analogía con la materia que habita.
Según Porfirio, Plotino y otros platónicos, los espíritus más puros participan de la sustancia más simple y divina, mientras que los más materiales se mezclan con elementos más densos. De aquí que los espíritus puedan habitar en cuerpos humanos, animales, plantas o minerales, porque nada está privado de alma o de inteligencia. La muerte no es más que la disolución de combinaciones y la reconfiguración de nuevas uniones, pues ningún espíritu ni cuerpo desaparece. Todo se transforma, y de esa diversidad nacen amistades, odios y vínculos que atan tanto a los cuerpos como a las almas. La analogía muestra, entonces, que los espíritus participan de los elementos como los cuerpos lo hacen de la materia, y que de esa participación se derivan las simpatías, antipatías y movimientos que rigen la naturaleza.
En este punto, Bruno nos habla de su doctrina de los vínculos, es decir, las fuerzas y correspondencias que ligan a los espíritus, las almas y los cuerpos en el universo. La idea central es que todo está interconectado a través de múltiples lazos —naturales, espirituales, divinos o rituales— que permiten la acción mágica y la influencia oculta.
Bruno clasifica y ordena los vínculos según diferentes niveles: los que corresponden a la naturaleza universal (alma del mundo, espíritus de los astros, elementos), los que provienen de lo divino (nombres sagrados, dioses, invocaciones), y los que derivan de la práctica ritual (ritos, consagraciones, observancias religiosas). Con ello se construye una jerarquía de correspondencias que combina filosofía neoplatónica, elementos herméticos y tradiciones cristianas y cabalísticas.
Los vínculos enumerados:
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Primer vínculo: unión general de todos los espíritus en virtud del alma universal, con fundamento físico, matemático y metafísico.
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Segundo vínculo: triple unión en la persona que opera: fe, creencia y amor aplicados a los principios activos.
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Tercer vínculo: el número de los principios, vinculados a los cuatro puntos cardinales y a la estructura del cosmos.
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Cuarto vínculo: el alma del mundo y el espíritu universal que conecta todas las cosas.
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Quinto vínculo: las almas de los astros y los dioses de los lugares, vientos y elementos.
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Sexto vínculo: las almas de los demonios que presiden estaciones, días y estados celestes.
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Séptimo vínculo: las almas de los tiranos, príncipes y hombres distinguidos por su poder y renombre.
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Octavo vínculo: los nombres divinos y de los órdenes celestiales.
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Noveno vínculo: los caracteres y marcas (símbolos mágicos).
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Décimo vínculo: las invocaciones y conjuros, mediante los cuales los poderes superiores dominan a los inferiores.
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Undécimo vínculo: la virtud del mundo tripartito: elemental, celeste e intelectual.
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Duodécimo vínculo: la disposición ética del operador: castidad, honestidad, purificación y abstinencia.
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Decimotercer vínculo: los ritos y objetos naturales en analogía con los espíritus.
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Decimocuarto vínculo: modalidades de los ritos según sus particularidades.
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Decimoquinto vínculo: la fuerza de las consagraciones, plegarias y rituales.
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Decimosexto vínculo: conocimiento de fiestas, días y horas propicias o nefastas.
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Decimoséptimo vínculo: observancias religiosas: abluciones, imposiciones de manos, hábitos, fumigaciones, sacrificios.
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Decimoctavo vínculo: aplicación de principios activos y pasivos a piedras, metales, plantas y animales.
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Decimonoveno vínculo: los anillos, como objetos mágicos portadores de poder.
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Vigésimo vínculo: las artes de fascinación, es decir, técnicas de encantamiento y persuasión mágica.
En conclusión, la doctrina de los vínculos establece un sistema integral de correspondencias universales: une lo natural, lo espiritual y lo divino en una red de lazos operativos, que son la base de la magia como ciencia de conexión y transformación.
Doctrina de los vínculos de los espíritus, que describe las fuerzas y relaciones que permiten que el espíritu, el alma y la naturaleza interactúen con el mundo.
Se parte de la idea de que todo está animado por el alma del mundo y por un principio espiritual universal. Los vínculos son, en este contexto, las formas concretas de conexión entre las cosas: principios, invocaciones, correspondencias cósmicas, ritos y símbolos que permiten acceder a los efectos sobrenaturales o espirituales.
Bruno establece que para que algo se produzca se requieren tres factores: un agente (principio activo), una materia o sujeto (principio pasivo) y la aplicación (las circunstancias adecuadas). Desde esta base, los vínculos son múltiples maneras de generar interacción entre lo humano, lo natural y lo divino. Cada vínculo tiene su propio nivel de poder, y juntos conforman una especie de sistema jerárquico de correspondencias.
Ejemplos
Bruno menciona el fenómeno del rayo, capaz de quemar cabellos o destruir maderas, pero a la vez dejar indemnes otras partes, como la vaina de una espada. Incluso se cuenta la anécdota de una joven en Nápoles a la que un rayo solo le quemó los vellos del pubis sin causarle daño mayor. Este tipo de relatos buscaban mostrar que la descarga eléctrica no se comporta de manera uniforme, sino que actúa según la disposición y resistencia de las materias. Se llega a decir que ciertos objetos, como el laurel o el águila, símbolos de Apolo y Júpiter, jamás son alcanzados por el rayo, lo que introduce la idea de que hay especies “protegidas” por afinidad divina. Esto refleja la visión de que no todo está sometido al azar, sino a correspondencias secretas entre los cuerpos y los astros.
Otro ejemplo es el de las disposiciones particulares de algunos individuos para influir en los fenómenos naturales, como impedir la lluvia o desviar meteoros. La idea es que así como no todos los hombres tienen el mismo temperamento, tampoco todos pueden recibir ni transmitir las mismas cualidades del espíritu. Esto conecta con la tradición mágica de atribuir a ciertas personas un “don” o predisposición, no por aprendizaje, sino por naturaleza. Aquí la magia y la filosofía natural se unen: la primera busca aprovechar estas disposiciones; la segunda, explicarlas en términos de composición y temperamento.
Menciona otros ejemplos ligados a la toxicidad o a las virtudes ocultas de sustancias. La cicuta es nombrada como veneno casi universal para el hombre, en contraste con otras plantas y minerales que son nutritivos o benéficos. Se muestra que no basta con decir que algo es alimento o veneno: depende de la especie y de la forma en que interactúa con los cuerpos. Lo mismo ocurre con minerales y metales: el aguafuerte actúa sobre sustancias duras como el hierro, la plata o el bronce, mientras que casi no afecta al oro o al plomo. El mercurio, en cambio, penetra y absorbe con facilidad, mientras otras materias lo rechazan. Estos ejemplos buscaban demostrar que cada sustancia tiene una “especificidad oculta” que no se puede deducir solo por su aspecto externo, sino por la experiencia de sus efectos.
Se mencionan hierbas y granos, como el de verbena, que se decía capaz de disolver cálculos en la vejiga, lo que muestra la preocupación por vincular las propiedades de lo natural con la medicina práctica. Estos ejemplos medicinales y alquímicos muestran cómo lo oculto y lo empírico convivían en la explicación de la naturaleza: de un lado, la magia natural veía correspondencias secretas; de otro, la medicina y la química incipiente trataban de aprovechar esas virtudes específicas.
Segundo vínculo sobre la voz y el canto
Bruno desarrolla el segundo vínculo, que procede de la voz, el canto y la musicalidad, resaltando su capacidad de actuar directamente sobre el espíritu y no solo sobre el oído. La idea central es que el ritmo, la medida y la proporción poseen un poder enorme para atraer, dominar o incluso subyugar, en tanto que la armonía o la disonancia generan efectos inmediatos en el alma.
Un primer ejemplo es la reacción de distintas personas frente a los géneros musicales: algunos se conmueven con la tragedia, otros con la comedia, otros con cualquier forma de armonía, y algunos con ninguna. Bruno narra incluso la anécdota de un emperador bárbaro que, tras escuchar música refinada, declaró que prefería el relincho de su caballo, mostrando su incapacidad de elevarse hacia una sensibilidad humana más digna. Esto refuerza la idea de que la eficacia del canto no es universal, sino que depende de la disposición espiritual de cada oyente.
Bruno amplía la noción de canto a un sentido general: no solo armonía musical, sino también fórmulas mágicas, conjuros y encantamientos. Señala que existen cantos armónicos y disonantes, y que el alma puede ser vencida por sonidos según su propia naturaleza. De ahí surge el adagio asinus ad lyram (el asno frente a la lira), que ilustra que no todos los encantamientos funcionan sobre todos los seres: el poder de la voz depende tanto de la disposición del receptor como de la calidad del canto.
Los ejemplos se vuelven más concretos con los animales: se menciona que la voz de Marsus podía dominar a las serpientes o que ciertos tambores hechos con piel de cordero pierden su eficacia cuando se enfrentan al sonido de un tambor forrado con piel de lobo o de asno, porque el espíritu de un animal domina al del otro. Incluso la materia de los instrumentos (tripas de lobo o de cordero) influye en la armonía y en la capacidad de producir resonancia. Se trata de casos donde la afinidad o la antipatía entre naturalezas determina la eficacia del sonido.
En el plano humano, Bruno asocia este vínculo con la persuasión retórica, la oración y la súplica. Da ejemplos históricos, como el de ciertos bufones que, gracias a una palabra ingeniosa, podían conmover más que un largo discurso, o el caso de suplicantes rechazados por el Papa Julio III, mientras otros obtenían favores con un gesto o una palabra oportuna. Esto demuestra que, al igual que en la música, la eficacia del vínculo depende de la forma, la medida y la consonancia entre lo dicho y el alma del receptor.
La voz, el canto y los ritmos actúan como llaves que abren o cierran el espíritu. Un canto puede dominar a los animales, un tambor puede perder fuerza según la materia que lo compone, y una súplica puede ser rechazada o aceptada según la medida y el tono en que se exprese. Para Bruno, la voz y el canto son vehículos de una potencia espiritual que actúa directamente sobre la interioridad del alma y del cuerpo.
Tercera categoría de vínculos: la vista
La tercera categoría de vínculos, que procede de la vista. La mirada es entendida como un canal por el cual el espíritu se liga, transmitiendo pasiones activas o pasivas. Bruno recuerda que los ojos pueden fascinar, encantar o inflamar, y cita un verso latino que resume este poder: “no sé qué de sus ojos fascina a mis corderitos”. La vista, entonces, puede despertar el amor, pero también el odio y la repulsión. Lo bello y lo armónico tienden a suscitar atracción, mientras que lo desagradable provoca rechazo. Los ojos no solo comunican estas emociones al alma, sino que también afectan al cuerpo, que es movido y turbado por las pasiones reflejadas en la mirada.
Bruno señala que la tristeza también se transmite por la vista: un rostro abatido nos inspira compasión, como si naturalmente imitáramos o participáramos de la emoción ajena. La vista, entonces, no se limita a transmitir belleza, sino que comunica todo un abanico de emociones que penetran en el espíritu y el cuerpo. Esto incluye influencias negativas que actúan en secreto: una mirada puede afectar nuestra vitalidad y turbarnos sin que lo percibamos conscientemente, como si en el ojo se depositara una suerte de espíritu capaz de herir.
El filósofo critica la postura de los pitagóricos y platónicos que reducían la visión a una simple colección de especies sensibles. Para él, la vista no es un mero reflejo, sino una acción viva que puede incluso dañar o sanar, como una herida invisible. La sensación de ser heridos por lo que vemos es real, y de hecho, Bruno lo ilustra con ejemplos extremos: la visión de sangre o de cadáveres puede causar desmayos, lágrimas o incluso la muerte. De ahí la importancia de la vista como vínculo espiritual, pues no solo transmite impresiones externas, sino que afecta profundamente la vida del alma.
Cuarto vínculo: imaginación
La imaginación recibe imágenes aportadas desde lo sentidos. Las retiene, las combina por elección de aquel que las imagina. La imaginación no solo surge de lo que el individuo elige, sino también de lo que recibe del mundo exterior, que tiene un impacto profundo en su alma. Esto conecta con su visión de cómo el espíritu humano se vincula con el cosmos y cómo puede ser influido por él.
Cuando alguien escucha o ve algo, especialmente cuando se trata de voces o imágenes, esa información se traduce en un impacto directo en el alma, como si la imaginación fuera un canal que recibe y procesa esas influencias. Además, se menciona cómo algunas personas pueden ser "poseídas" o influenciadas por entidades externas, como espíritus o demonios, lo que resalta la relación entre lo físico (los sentidos) y lo espiritual (la imaginación).
Por esto, lo que llega a sus sentidos modifica su razonamiento y creen en aquello que han sentido con tan insistencia que se niegan a tomar un camino más racional.
Del equilibrio de los seres en cuanto al cerebro, el corazón y el espíritu, nacen el espíritu del bien y el espíritu del mal. Así, uno influye en el otro.
Quinto vínculo: intelecto
El vínculo de la imaginación es leve si no es reforzado por el del intelecto. Cuando los crédulos, los sonsos y los supersticiosos son objeto de burlas por aquellos intelectos más firmes. Sin embargo, los médicos, profetas, magos entre otros no son nada si no tienen lo que Bruno llama la ''fe universal''.
Esta fe es obtenida por disposiciones previas, por la elocuencia en las palabras que estimula la imaginación que es la única puerta de todos los afectos internos, Bruno la llama: ''el vínculo de los vínculos''.
Entendido esto, Bruno nos da un ejemplo curioso. Nos habla de un ''fulano'' que podría realizar todo por sí solo, de quien todos creen y aceptan. De ahí que, poniendo a este fulano en primer lugar, la imaginación se estimula y se empieza a creer que efectivamente, este fulano puede todo por sí solo.
Y continúa diciendo que puede sanar a todos, excepto a los que no creen en él (1). Sus cercanos lo tomaron como humilde y mediocre en instrucción, por eso el verso ''Nadie es profeta en su propia tierra''. En consecuencia, el vínculo es más fácil de ligar a aquellos que son poco conocidos. A partir de ahí, el mago-vinculador podrá desplegar todos los vínculos que desee: amor, temor, compasión, resistencia, alegría, ira, todos aquellos que se irán transportando desde al alma hasta el cuerpo. Ahora bien, las potencias más elevadas del alma como son la memoria, la experiencia, el entendimiento y el pensamiento no son influyentes en este proceso.
Así es que funciona la magia que penetra tanto en las almas como en los cuerpos, pero hace falta destacar que existen muchos que se han opuesto a estas influencias, pues no todo penetra, no todo se mezcla. Cuenta una anécdota de Plotino a quien un encantador egipcio trató de vincularlo con maleficios, pero nunca pudo.
Conclusión
La magia, según Giordano Bruno, no se limita a simples supersticiones ni a prácticas oscuras, sino que abarca una visión más profunda y filosófica del conocimiento y las fuerzas espirituales que conectan el universo. A través de una serie de vínculos y correspondencias, Bruno establece una jerarquía que une lo natural, lo divino y lo humano, donde cada acción y movimiento en la naturaleza está influenciado por fuerzas superiores y reflejadas en las inferiores. La magia se convierte así en una ciencia que no solo busca manipular estos vínculos, sino comprender la interacción entre el espíritu, la naturaleza y la humanidad, revelando un orden cósmico donde todo está interconectado por energías invisibles.