¿Qué impulsa a un brillante jurista y filósofo político, autor de tratados visionarios sobre soberanía y leyes naturales, a sumergirse en la oscura maraña de la caza de brujas? Jean Bodin, figura central del pensamiento renacentista, dejó su marca no solo en el ámbito de la teoría política, sino también en el terreno del misticismo y la demonología. Su obra "De la démonomanie des sorciers" no solo refleja el pánico moral de una época en transformación, sino que también evidencia cómo el miedo y la racionalidad pueden coexistir en la mente de un intelectual.
En este blog, exploraremos cómo Bodin, con su pluma incisiva y su profundo conocimiento jurídico, articuló una de las defensas más influyentes de la persecución de las brujas. Analizaremos cómo su perspectiva une religión, política y justicia en un argumento que justifica métodos extremos en nombre de la protección del orden divino y social. Pero, más allá de su contexto histórico, nos preguntaremos: ¿qué nos dice la demonología de Bodin sobre los límites del poder, la fragilidad de la razón y el legado de un pensamiento que todavía resuena en nuestra percepción del otro y del mal?
LA DEMONOLOGÍA DE LAS BRUJAS
Prefacio
(caso Harvillier y Darée)
Jean Bodin relata un caso
particular que lo impulsó a escribir sobre el tema de las brujas. Describe el
juicio contra Jeanne Harvillier, una mujer acusada de causar muertes humanas y
animales mediante hechicería. Harvillier confesó, aunque al principio se mostró
evasiva, y afirmó haber sido ofrecida al diablo por su madre desde temprana
edad. Además, detalló sus encuentros con el diablo, quien se presentaba como un
hombre vestido de negro, y admitió haber mantenido relaciones carnales con él
durante décadas. A pesar de las súplicas de los campesinos por ejecutarla
rápidamente debido al temor de que escapara, se realizaron investigaciones en
los lugares donde había vivido, descubriéndose antecedentes similares y
vínculos familiares con la brujería.
Durante su juicio,
Harvillier confesó haber causado la muerte de un hombre mediante un polvo
proporcionado por el diablo y haber intentado curar a una de sus víctimas,
aunque sin éxito. Se determinó que sus actos eran detestables y que merecía la
muerte. Si bien hubo quienes abogaron por una ejecución más compasiva mediante
la horca, finalmente se decidió que fuera quemada viva, una práctica común en
la época para crímenes asociados con la brujería. Su confesión posterior
incluyó detalles sobre reuniones de brujas y acusaciones contra otras personas,
consolidando aún más las sospechas en su contra.
Bodin menciona cómo las
brujas, bajo influencia del diablo, participaban en reuniones clandestinas,
donde se les prometía protección y felicidad. Este fenómeno no solo causaba
alarma, sino que también dividía a la opinión pública, ya que algunos intelectuales,
como Pietro d’Abano, intentaron refutar la existencia de brujas y espíritus
malignos, lo que, según Bodin, contribuyó a la proliferación de la brujería al
debilitar la persecución judicial. Sin embargo, él considera estas posturas
como una forma de colaboración con Satanás.
El autor cita numerosos
ejemplos históricos y bíblicos que respaldan la existencia de la brujería,
refiriéndose a autores como Orfeo, Homero y Plutarco, y a leyes antiguas como
las de las Doce Tablas romanas que condenaban las prácticas mágicas. También menciona
relatos de brujas transportadas mágicamente a grandes distancias por espíritus
malignos, un fenómeno que era reconocido universalmente, según las confesiones
de acusados y testigos en diferentes países europeos.
Otro caso emblemático de
brujería es el de Catalina Darée, quien confesó haber asesinado a dos niñas,
incluida su propia hija, tras ser incitada por el diablo, quien se le apareció
como un hombre alto y negro. Esta confesión, ocurrida en 1578, evidencia el
patrón común en las historias de brujas, caracterizadas por sus confesiones de
actos incitados por Satanás. Catalina fue juzgada y condenada a muerte,
consolidando el rigor con que se perseguía la brujería en esa época.
El autor destaca la
similitud entre los relatos de brujería a lo largo de distintas épocas y
culturas, subrayando que negar estos fenómenos sería ir en contra de la verdad.
Cita a Platón, quien ya en su época reconocía la existencia de prácticas
mágicas, como el uso de figuras de cera para causar daño. Bodin refuerza estas
afirmaciones con ejemplos históricos, como el caso de las brujas de Alençon,
conocidas por usar estas figuras para asesinar a sus enemigos, o la acusación
contra Enguerrand de Marigny por intentar envenenar al rey mediante magia.
Aunque Platón no entendía completamente las causas de estos actos, los
consideraba reales y castigables, distinguiendo claramente la magia de los
crímenes ordinarios.
El autor critica la
incredulidad de algunos, especialmente de los ateos y aquellos que imitan
prácticas mágicas, quienes, según él, niegan lo que ven porque no comprenden
las causas. Bodin sostiene que aquellos que renuncian a Dios para experimentar
con la magia son como animales entrando en una trampa mortal. Por el contrario,
los creyentes que han leído la ley divina y las historias sagradas entienden
que los poderes sobrenaturales y las acciones de los espíritus están más allá
de la comprensión humana, pero son reales.
Bodin argumenta que los
secretos de las brujas han sido revelados durante milenios, y que tanto la ley
de Dios como las leyes humanas han condenado estas prácticas como
abominaciones, castigándolas con la muerte. San Agustín afirmaba que todas las
culturas y religiones han emitido castigos contra la brujería, y Bodin recalca
que las confesiones y testimonios de las brujas ejecutadas en países como
Italia, Francia y Alemania coinciden de manera sorprendente en todos sus
detalles. Este consenso universal, según Bodin, es prueba suficiente de la
veracidad de sus actos.
El autor condena a
quienes intentan negar la existencia de las brujas basándose en argumentos
físicos o naturales para explicar fenómenos sobrenaturales, lo que considera un
grave error. Bodin afirma que cada ciencia tiene sus propios principios y que
cuestionar la posibilidad de la brujería es tan impío como dudar de la
existencia de Dios. Critica el escepticismo de ciertos intelectuales que, según
él, prefieren ignorar la evidencia clara y universal de estos fenómenos.
Para clarificar un tema
tan complejo, Bodin divide su obra en cuatro partes. En el primer libro trata
la naturaleza de los espíritus y su interacción con los humanos. El segundo
libro aborda las artes ilícitas de las brujas, proporcionando advertencias sobre
sus trampas. El tercer libro examina los métodos legales e ilícitos para
prevenir o contrarrestar los hechizos. Finalmente, en el cuarto libro, analiza
los procedimientos judiciales contra las brujas y las pruebas necesarias para
aplicar las penas correspondientes. Esta estructura busca servir como guía
tanto para jueces como para estudiosos interesados en entender y combatir la
brujería.
Capítulo I: Definición de una bruja
Jean Bodin define a la
bruja como una persona que intencionalmente busca lograr algo mediante medios
diabólicos. Esta definición es crucial, no solo para entender el tratado, sino
también para emitir juicios en su contra. En este contexto, Bodin diferencia
entre el error y la acción deliberada, señalando que alguien que usa prácticas
consideradas diabólicas por ignorancia no puede ser catalogado como una bruja.
Por ejemplo, si una persona enferma utiliza una fórmula diabólica sin saber que
proviene de un brujo, no sería culpable, a menos que haya una intención
consciente y conocimiento de los hechos.
El concepto de
"medios diabólicos" está intrínsecamente ligado a la noción de
maldad. Según Bodin, estos medios incluyen prácticas atribuidas a Satanás, cuya
intención es corromper y destruir el orden divino. Esta conexión se relaciona
directamente con el pecado original y la creencia en la existencia de demonios
y espíritus malignos, una idea ampliamente aceptada tanto en la tradición
filosófica como en la teológica. Diversos pensadores, como Aristóteles y
Platón, junto con las doctrinas cristianas, respaldan la existencia de estas
entidades espirituales que actúan en oposición al bien.
El origen de los demonios
es otro tema central en el tratado de Bodin. Él retoma la idea de que estos
seres fueron originalmente ángeles creados en gracia, pero que cayeron debido a
su rebelión contra Dios. También critica las doctrinas maniqueas que dividen el
universo en dos principios opuestos, el bien y el mal, argumentando que tal
visión es herética y contradice la idea de un Dios omnipotente. Para Bodin,
todo lo creado proviene de Dios y, aunque pueda parecer malvado, cumple un
propósito dentro de los designios divinos.
Desde esta perspectiva,
Bodin explora el papel del mal en el diseño divino, señalando que incluso las
acciones más perversas sirven, en última instancia, para un bien mayor. Esta
noción se apoya en las ideas de San Agustín, quien argumenta que Dios permite
la existencia del mal como un medio para alcanzar fines que contribuyen a su
gloria. Así, las acciones consideradas malignas no son vistas como fuera del
control divino, sino como parte de un plan mayor que trasciende la comprensión
humana.
Finalmente, Bodin aborda la responsabilidad moral de las brujas y su relación con el mal. Según él, las brujas son agentes de Satanás que trabajan para propagar la corrupción y desafiar el orden establecido por Dios. Entre las prácticas que se les atribuyen, menciona actos horribles como el sacrificio de niños, lo cual intensifica la condena moral y teológica hacia ellas. En este sentido, las brujas representan no solo una amenaza social, sino también una espiritual, ya que su existencia refuerza la lucha entre el bien y el mal que Bodin describe a lo largo de su tratado.
Capítulo II: Sobre la asociación de los espíritus con
los hombres
Jean Bodin reflexiona
sobre la asociación de los espíritus con los hombres, destacando cómo las
alianzas solo son posibles entre cosas que comparten similitudes o armonías.
Utiliza ejemplos de la naturaleza, como las abejas o las hormigas, que
prosperan en comunidad por sus afinidades, frente a los lobos y las ovejas,
cuya enemistad es irreconciliable. En este marco, plantea que el alma humana
ocupa una posición intermedia entre los ángeles y los demonios, siendo capaz de
inclinarse hacia el bien o el mal dependiendo de sus elecciones. Este lugar
intermedio del alma es crucial, ya que permite que el ser humano actúe como un
puente entre lo celestial y lo terrenal, enlazando el mundo inteligible con el
material.
El autor también destaca
la importancia del libre albedrío, un regalo divino que permite a cada
individuo decidir entre el bien y el mal. Este principio, sustentado por
comentarios de teólogos como Maimónides, refuerza la responsabilidad moral de
las personas, cuyas elecciones no solo determinan su destino espiritual, sino
que también los alinean con los ángeles o los demonios. Según Bodin, aquellos
que se inclinan hacia el bien elevan su alma y reciben guía divina, mientras
que quienes optan por el mal terminan vinculados a espíritus demoníacos. Esta
conexión no es solamente resultado de acciones externas, sino también de
disposiciones internas y pensamientos repetitivos que moldean la orientación
espiritual.
El texto recurre a
ejemplos históricos y filosóficos para ilustrar estas asociaciones. Entre
ellos, menciona a Sócrates, quien afirmaba tener un espíritu guía que le
proporcionaba dirección y lo protegía del peligro. Estas experiencias, según
Bodin, demuestran que la conexión entre los hombres y los espíritus es real y
puede manifestarse en forma de inspiración, advertencias o revelaciones en
momentos cruciales. Relatos como estos refuerzan la idea de que, al elevarse
espiritualmente, los humanos pueden acceder a una relación más cercana con lo
divino.
Bodin describe también
cómo los espíritus pueden influir en la vida cotidiana, a través de señales,
sueños o intuiciones que guían a las personas hacia el bien o las alejan del
peligro. Los ejemplos que narra incluyen experiencias de personas que recibieron
advertencias sobrenaturales en momentos de dificultad o crisis, logrando así
tomar decisiones acertadas. Esto resalta que la comunión con los espíritus
depende del estado del alma, el cual puede purificarse mediante la virtud y la
oración, acercándose de este modo a la gracia divina.
Finalmente, el autor concluye que la asociación con ángeles y espíritus buenos no debe considerarse extraña, sino como una posibilidad para aquellos que se dedican a cultivar la virtud y la justicia. Al abrirse al bien y purificar su alma, los seres humanos pueden recibir guía, protección y una conexión más tangible con lo divino. De este modo, Jean Bodin presenta una reflexión que entrelaza la espiritualidad, la moral y el libre albedrío, subrayando el poder transformador que tiene la búsqueda de la virtud en la vida humana.
Capítulo III: Diferencia entre buenos y malos espíritus
Bodin aborda la definición de la brujería y el engaño que el Diablo emplea para alejar a las personas de la verdad. Según Bodin, una bruja es alguien que intenta alcanzar sus objetivos mediante medios diabólicos, a menudo escondiéndose tras una máscara de piedad y religión. Los antiguos griegos y romanos reconocían la existencia de espíritus buenos y malos, aunque las personas ignorantes o incrédulas se niegan a aceptarlo. Las brujas, por su parte, adoptan una apariencia de bondad para evitar sospechas, aunque realmente entienden bien la naturaleza de su obra.
El autor analiza cómo el Diablo imita las obras de Dios para engañar a los hombres, tanto a través de pactos formales como mediante subterfugios religiosos. Esto incluye el uso de oráculos y profecías falsas para desviar a las personas de la adoración del verdadero Dios. Se citan ejemplos históricos, como las prácticas en las islas occidentales antes de la llegada de los españoles, donde los sacerdotes realizaban rituales y oraciones que finalmente eran usurpados por espíritus malignos.
Bodin explora las prácticas idolátricas de sacrificios humanos entre los amorreos y otras culturas antiguas, que adoraban al Sol bajo la guía del Diablo. Estas prácticas, que mezclaban la religión con la magia, se perpetuaron porque el Diablo se presentaba como maestro de conocimientos avanzados o "ciencias finas", atrayendo a las personas hacia la idolatría y el mal.
También examina fenómenos como el trance y el éxtasis espiritual, en los cuales las almas son transportadas por poderes divinos o diabólicos, dejando el cuerpo insensible. Bodin conecta esto con prácticas brujeriles que han sido verificadas en numerosos juicios, pero critica cómo, a menudo, los espíritus malos son confundidos con buenos, perpetuando el engaño.
Se argumenta que incluso las personas más piadosas o inteligentes pueden ser engañadas por rituales que aparentan santidad pero que están impregnados de intenciones diabólicas. Estos rituales combinan elementos religiosos, como oraciones o ayunos, con fines maliciosos, lo que muestra el peligro de confundir lo sagrado con lo profano. Esto se evidencia en relatos de prácticas que pretendían curar enfermedades o descubrir tesoros, pero que en realidad involucraban pactos con el Diablo.
Bodin señala la dificultad de distinguir entre espíritus buenos y malos, subrayando que la intención detrás de las obras determina su naturaleza. Actos aparentemente virtuosos, como la oración, la meditación o la caridad, pueden ser diabólicos si están destinados a honrar a Satanás o a aprender de oráculos. Esto ilustra cómo el Diablo manipula incluso lo que parece ser bueno para sus propios fines.
El autor analiza también cómo ciertas filosofías, como la de los neoacadémicos, intentaban unir los poderes celestiales y terrenales mediante rituales y simbolismos. Según Bodin, estas prácticas contribuyen a la confusión entre espíritus buenos y malos, lo que facilita el engaño del Diablo y perpetúa la ignorancia de las personas.
Además, Bodin critica la publicación y promoción de libros que detallan rituales mágicos e invocaciones demoníacas relacionadas con planetas y símbolos específicos. Estas prácticas, a menudo respaldadas por figuras reconocidas como Agripa, son vistas por Bodin como una grave amenaza, ya que difunden la brujería bajo la apariencia de conocimiento legítimo.
Finalmente, Bodin advierte sobre la impiedad inherente a la magia y al conocimiento prohibido. Bodin condena los intentos de unir lo celestial y lo terrenal mediante medios como sacrificios, símbolos o invocaciones, ya que estas prácticas son contrarias a las leyes divinas. Concluye afirmando que quienes usan deliberadamente estas herramientas para lograr sus objetivos caen en la categoría de brujos, porque han elegido actuar en contra del orden establecido por Dios.
Capítulo V: Sobre los medios naturales para aprender cosas ocultas
Jean Bodin inicia explicando la adivinación natural como una capacidad de anticipar eventos futuros, pasados o presentes mediante el conocimiento de las causas que están conectadas y dependen entre sí, tal como fueron establecidas por Dios en la creación del mundo. Esta definición sirve para distinguir entre las prácticas de adivinación lícitas e ilícitas, siendo estas últimas consideradas diabolicales o propias de brujas. Según Bodin, todos los filósofos y teólogos coinciden en que Dios es la causa eterna y primera de todas las cosas, de quien todo depende.
En cuanto a los principios del mundo, menciona que Platón identificó tres: Dios, la materia y la forma. Sin embargo, en obras como el Timeo y el Teeteto, Platón coloca a Dios por encima de todas las causas, fuera de la cadena y secuencia causal. Aristóteles también afirmó la necesidad de un Dios como causa primera, sobre la que descansan todas las demás. Este planteamiento refuta las creencias de los maniqueos, quienes sostenían la existencia de dos principios: uno bueno y otro malo, siendo el primero el creador del mundo celestial y el segundo, del mundo elemental. Bodin rechaza estas ideas como heréticas.
Además, menciona a Marción, quien propuso tres principios, y a Basílides, quien planteó cuatro, ambos igualmente condenados como visiones despreciables. Proclo, por su parte, señala que el politeísmo, lejos de ser una multiplicidad de causas autónomas, se reduce en última instancia a la subordinación de las mismas a una causa primera.
Marción, un teólogo cristiano del siglo II considerado herético por la iglesia ortodoxa, propuso una cosmovisión basada en tres principios fundamentales:
El Dios Supremo y Desconocido:
- Este es un Dios completamente espiritual, trascendente y amoroso, que está por encima del mundo material y del mal.
- Según Marción, este Dios no tiene ninguna conexión con el mundo físico y es el verdadero Dios revelado por Jesucristo.
El Demiurgo (Creador del mundo material):
- Marción identificaba al Dios del Antiguo Testamento como un ser inferior, conocido como el Demiurgo, quien creó el mundo material.
- Este Demiurgo era justo pero severo y, según Marción, responsable del sufrimiento y la imperfección del mundo.
Jesucristo como enviado del Dios Supremo:
- Marción consideraba a Jesucristo como el representante del Dios Supremo que vino a liberar a los humanos de las leyes del Demiurgo y a revelar el amor del Dios verdadero.
Marción desarrolló una teología dualista, separando al Dios del Antiguo Testamento del Dios del Nuevo Testamento, lo que llevó a su condena como hereje.
2. Los cuatro principios de Basílides
Basílides, un maestro gnóstico del siglo II, desarrolló un sistema cosmológico complejo con cuatro principios fundamentales que explicaban el origen y la estructura del universo:
El Dios Supremo y Desconocido:
- Similar al concepto de Marción, Basílides sostenía la existencia de un Dios Supremo, infinito e incognoscible, que es el origen de todo lo existente.
La Mente (Nous):
- Del Dios Supremo emanó la Mente o Intelecto divino, que es el primer principio activo del universo y el intermediario entre el Dios Supremo y las otras realidades.
El Logos:
- La Mente generó al Logos (la Palabra o Razón), quien desempeña un papel en la organización y estructuración del cosmos.
El Cosmos (el mundo material):
- Finalmente, del Logos emanaron el cosmos y las entidades espirituales inferiores, que participan en la creación del mundo físico.
El sistema de Basílides también era dualista, distinguiendo entre el mundo material corrupto y las realidades espirituales superiores. Además, integraba elementos de emanación y jerarquía espiritual.
Critica las doctrinas que introducen múltiples principios o causas, considerándolas inconsistentes con la idea de un Dios único y todopoderoso. Según Bodin, el politeísmo, aunque aparentemente postula múltiples dioses, en realidad se reduce a una jerarquía de seres subordinados a una única causa primera.
Bodin también analiza las opiniones de los filósofos antiguos sobre la creación. Los académicos y los peripatéticos sostienen que Dios es la causa eficiente de la primera inteligencia, la cual es el origen de las demás causas. Este enfoque refuerza la idea de un Dios que no solo es eterno, sino también el iniciador de toda la cadena causal. Esta perspectiva se alinea con la tradición judeocristiana que coloca a Dios como el creador de todo lo visible e invisible.
El autor menciona además cómo filósofos como Proclo defendieron la idea de que las jerarquías divinas y espirituales no niegan el monoteísmo, sino que lo refuerzan al mostrar cómo todo se deriva de una causa suprema. Al criticar las posturas dualistas de los maniqueos y otras escuelas, Bodin argumenta que la división del bien y el mal entre dos principios separados es incompatible con la omnipotencia de un Dios único.
Bodin menciona cómo las escrituras hebreas y cristianas refuerzan la idea de un Dios que creó "los cielos y la tierra" desde el principio, incluyendo tanto la materia como la forma. Critica las interpretaciones que intentan separar el acto de creación en diferentes momentos o entidades, reafirmando la unidad de Dios como el único creador.
El papel de Dios
Jean Bodin reflexiona sobre el papel de Dios como creador no solo del universo físico, sino también del mundo espiritual y sus jerarquías. Menciona cómo, según la tradición filosófica y teológica, las almas y los ángeles también forman parte de la creación divina, y critica cualquier intento de atribuir su origen a algo distinto de Dios.
Según la tradición filosófica y teológica que él defiende, las almas y los ángeles no solo forman parte de la creación de Dios, sino que representan un orden intermedio entre lo celestial y lo terrenal. Estas entidades son concebidas como criaturas subordinadas que reciben su existencia, propósito y capacidad de actuar únicamente de Dios, quien es la causa primera y última de todo lo que existe.
Bodin recalca que las almas y los ángeles no tienen un origen independiente o separado de Dios. En este sentido, critica cualquier doctrina que intente atribuir su existencia a una fuente distinta de la voluntad divina. Por ejemplo, rechaza explícitamente las posturas dualistas de los maniqueos y las interpretaciones gnósticas que sugieren que ciertos seres espirituales pudieron haber surgido de principios ajenos a Dios. Estas posturas, según Bodin, no solo son teológicamente erróneas, sino que socavan la unidad y omnipotencia del Creador.
Para reforzar su argumento, Bodin recurre tanto a textos bíblicos como a interpretaciones filosóficas tradicionales. La Biblia menciona repetidamente a los ángeles como agentes que cumplen los mandatos de Dios, sirviendo como intermediarios entre lo divino y lo humano. Sin embargo, estos ángeles, a pesar de su poder y función, no poseen independencia ontológica; su ser y sus acciones dependen enteramente de la voluntad de Dios. De manera similar, las almas humanas son descritas como inmortales y trascendentes, pero siempre creadas por Dios y subordinadas a Su designio.
Bodin también rechaza la idea de que los ángeles y las almas puedan ser considerados como co-creadores o fuerzas autónomas en el universo. Esta crítica está dirigida particularmente a las doctrinas que los presentan como entidades divinas menores o que les atribuyen poderes creativos o sustanciales. Para él, estas interpretaciones caen en el error del politeísmo, al otorgar a los ángeles y las almas un estatus que únicamente corresponde a Dios.
Bodin se detiene en la interpretación de textos bíblicos que refuerzan la idea de un Dios omnipotente, capaz de crear todo lo visible e invisible. En particular, menciona el papel de los ángeles como agentes del orden divino, recordando que en muchas tradiciones religiosas son vistos como intermediarios que transmiten la voluntad de Dios. Sin embargo, subraya que estos agentes no tienen poder independiente, sino que operan bajo la autoridad directa del Creador.
Al abordar cuestiones cosmológicas, Bodin reafirma la idea de que la materia y la forma no pueden existir por sí mismas sin una causa eficiente que las haya originado. Critica duramente las interpretaciones erróneas que suponen que la materia era preexistente antes del acto creativo de Dios. Según Bodin, tal postura contradice tanto la lógica como las escrituras religiosas, que claramente enseñan que Dios creó el universo "ex nihilo" (de la nada).
Además, Bodin discute la influencia de ciertas corrientes filosóficas griegas, como la de Aristóteles, y su contribución al pensamiento cristiano. Aunque reconoce el valor del pensamiento aristotélico en la identificación de Dios como causa primera, Bodin se distancia de cualquier interpretación que limite la omnipotencia de Dios o que intente subordinarlo a principios materiales o eternos.
Otros modos
LIBRO II
Capítulo I: Sobre la magia en general; y sus tipos
Jean Bodin comienza definiendo la palabra "magia" como de origen persa, refiriéndose a la "ciencia de las cosas divinas y naturales". Originalmente, el término "mago" designaba a filósofos o sabios, pero con el tiempo, tanto la magia como la filosofía fueron corrompidas. La magia, que en su esencia estaba vinculada a la sabiduría y al don divino, fue desviada hacia prácticas demoníacas y supersticiosas. Bodin critica a Zoroastro como uno de los primeros en introducir estas formas de magia idolátrica bajo un velo de piedad, un acto que, según él, encubre la obra del diablo.
En su análisis, Bodin señala cómo figuras como Iámblico, Proclo, Plotino y otros filósofos neoplatónicos definieron la magia de manera ambigua. La dividieron entre una magia "buena", asociada con la invocación de demonios benevolentes, y una magia "mala" o "goecia", vinculada a espíritus malignos. Esta última, advierte Bodin, se practicaba en rituales nocturnos, como desenterrar cadáveres para invocar espíritus, lo que consideraba una práctica profundamente impía. Una anécdota notable es el caso de una bruja ciega ejecutada en París en 1574, quien, antes de su muerte, denunció a más de ciento cincuenta brujas.
Bodin también menciona cómo diversas culturas denominan a los demonios bajo términos aparentemente inofensivos. Por ejemplo, "demonios familiares" en inglés, "sibilas" en Grecia y "hadas" en Francia. Bodin critica la superficialidad con la que se aceptan estos términos y advierte contra los riesgos de tales creencias, señalando que todos los cuerpos celestes tienen una "inteligencia" o "ángel" que los mueve, aunque esta visión, basada en tradiciones filosóficas, podría malinterpretarse para justificar prácticas mágicas.
El autor reserva sus críticas más duras para los practicantes de la magia ceremonial, quienes alegan canalizar las virtudes de los astros y demonios para alcanzar la divinidad. Tales doctrinas, como las propuestas por Iámblico y Proclo, atrajeron a multitudes bajo la promesa de obtener poder sobre las fuerzas celestiales. Bodin destaca que estas prácticas son una forma de idolatría y condena la forma en que buscan unir elementos materiales y demoníacos para dominar el mundo físico. Incluso recuerda cómo la Sorbona, en 1398, rechazó cualquier intento de legitimar estas influencias celestiales en la teología cristiana.
Uno de los ejemplos más impactantes que menciona Bodin es el de un objeto mágico creado según rituales prescritos, que simbolizaba el uso de la magia "blanca". Según él, esta práctica era igualmente impía porque, aunque se disfrazara de beneficiosa, no dejaba de ser una forma de idolatría y un rechazo a la verdadera fe en Dios. Cita casos históricos, como el de Agripa, y condena cómo estas prácticas se perpetúan bajo la apariencia de ciencia y conocimiento.
Finalmente, Bodin enfatiza que estas formas de magia, incluso las que parecen benignas, son contrarias a las leyes divinas. Cita la prohibición bíblica de hacer imágenes talladas o grabadas y lamenta cómo los filósofos paganos, creyendo servir a Dios, en realidad promovían la idolatría. Concluye con una reflexión sobre la necesidad de advertir contra estas prácticas, no para propagarlas, sino para exponer su falsedad y el daño que causan. Así, Jean Bodin presenta una crítica exhaustiva de la magia desde perspectivas teológicas, filosóficas y legales, subrayando su incompatibilidad con la verdadera religión y la moral.
Capítulo III: Invocaciones formales de los malos espíritus
Jean Bodin aborda la cuestión de la idolatría y la brujería, mostrando cómo la adoración de espíritus malignos, bajo la apariencia de dioses, ha pervertido la relación del hombre con el verdadero Dios. Critica severamente a quienes recurren a prácticas supersticiosas, como invocar espíritus o consultar a brujos y hechiceros, considerándolos como formas de idolatría. En su comparación, equipara a quienes adoraban el Sol, la Luna y otros elementos naturales con los antiguos paganos, señalando que estos, aunque creían actuar correctamente, caían en graves errores que los apartaban de la verdadera fe.
Bodin describe cómo Satanás ha logrado desviar a los hombres hacia la adoración de cuerpos celestes y elementos naturales. Los egipcios, por ejemplo, adoraron al buey “Apis” como símbolo de fertilidad y divinidad, lo que llevó a supersticiones generalizadas y sacrificios impíos. Incluso los israelitas, influenciados por estas prácticas paganas, crearon el becerro de oro en el desierto, olvidando su relación con el Dios verdadero. Bodin critica esta tendencia del ser humano a idolatrar imágenes y representaciones materiales, desviando su devoción.
El autor detalla también cómo, tras la adoración de elementos naturales, surgieron otras formas de superstición aún más peligrosas, como el necromancia o invocación de los muertos. Estas prácticas, según Bodin, son condenables porque intentan manipular lo sagrado y consultar a espíritus con fines egoístas, ignorando las enseñanzas divinas. En la Biblia, se menciona el ejemplo de Saúl, quien consultó a la bruja de Endor para convocar el espíritu de Samuel, un acto que Bodin considera como una transgresión del orden divino y una prueba de la perversión humana cuando se aleja de la fe.
Bodin no solo expone ejemplos históricos y bíblicos, sino que también relata casos contemporáneos de posesiones y manifestaciones demoníacas. Cuenta historias de personas supuestamente poseídas por espíritus malignos, como el caso de niñas o mujeres que caían en estados frenéticos y actuaban de forma inexplicable. En algunos relatos, menciona cómo los médicos y teólogos se enfrentaron a situaciones donde no hallaron explicación natural, interpretándolas como obra del demonio. También narra casos de magia negra, donde hombres buscaban someter a espíritus mediante pactos diabólicos, con consecuencias trágicas para sus vidas.
El texto concluye con una firme condena de la brujería y las prácticas supersticiosas, afirmando que estas son instrumentos de Satanás para subyugar a los hombres. Bodin argumenta que la única guía válida para el ser humano es la palabra de Dios y advierte contra cualquier forma de adivinación, profecía o magia que no provenga de fuentes divinas. Critica también a aquellos que justifican estas prácticas como algo inocente, señalando que detrás de ellas siempre hay intenciones malignas.
En su reflexión final, Jean Bodin enfatiza que la adoración al verdadero Dios y la obediencia a sus mandamientos son el único camino para evitar caer en la influencia del mal. Las prácticas supersticiosas y la brujería no solo corrompen al individuo, sino que también amenazan el orden moral y espiritual de la sociedad.
Capítulo IV: Sobre aquellos que renuncian a Dios y su religión por acuerdo expreso, y si ellos son transportados corporalmente por los demonios
Jean Bodin, en este capítulo de su obra, reflexiona sobre la naturaleza de la brujería y el pacto explícito con el demonio, centrándose en aquellos que renuncian voluntariamente a Dios. Según Bodin, las brujas más condenables son las que rechazan a Dios y establecen un pacto formal con el demonio. Este acto, que representa la mayor abominación, puede realizarse verbalmente o a través de un juramento escrito, a menudo firmado con sangre para sellar la relación. Este tipo de brujería no solo implica una ruptura espiritual, sino también un rechazo a las leyes naturales y sociales, como la obediencia a los padres y las autoridades.
El autor describe cómo Satanás busca erradicar el miedo al pecado de los corazones humanos, tentando a las personas con promesas y beneficios específicos. Para formalizar los pactos, el demonio exige obligaciones claras, a menudo detalladas en documentos. Estas obligaciones pueden incluir pedir favores como la cura de enfermedades o poderes extraordinarios a cambio de obediencia absoluta, sacrificios abominables, o la renuncia total a la fe cristiana.
Bodin también menciona casos históricos para ilustrar sus argumentos. Uno de ellos es el de un abogado parisino de 1571, quien habría confesado haber firmado un pacto con el demonio usando su propia sangre. Este acto lo habría condenado a una relación perpetua con Satanás, renunciando a Dios para siempre. Además, Bodin señala que estos pactos pueden tener una duración limitada, como un año o varios, aunque algunos compromisos son perpetuos, lo que evita que el individuo pueda redimirse.
Jean Bodin, en el capítulo 4 de su obra, reflexiona sobre las características de las brujas que renuncian explícitamente a Dios para pactar con el demonio. Según el autor, estas son las brujas más condenables, ya que rechazan no solo a Dios y su servicio, sino también las leyes naturales y sociales, como la obediencia a padres y autoridades, y la obligación de evitar el daño a otros. Este rechazo implica un pacto explícito con el demonio, que puede realizarse verbalmente o mediante un contrato escrito y firmado, en ocasiones con sangre, como símbolo de una entrega total al mal. Bodin sostiene que Satanás busca eliminar el miedo al pecado y corromper a los humanos para alejarlos de la fe.
Una de las evidencias que, según Bodin, confirma el pacto con el demonio son las llamadas "marcas diabólicas", marcas físicas que el demonio deja en sus seguidores como señal de pertenencia. Estas marcas suelen encontrarse en lugares ocultos del cuerpo, como debajo de los párpados, en los labios, el hombro o las partes íntimas. Durante los juicios por brujería, estas marcas eran utilizadas como pruebas de culpabilidad, aunque existen relatos donde desaparecían misteriosamente, lo que aumentaba la intriga y el temor hacia estas prácticas.
El texto incluye numerosos casos históricos que ilustran las afirmaciones de Bodin. Entre ellos, se menciona el de un abogado parisino que, en 1571, confesó haber firmado un pacto con el demonio usando su propia sangre. También se relatan juicios en Poitiers y Lyon, donde varias personas fueron acusadas de asistir a aquelarres, renunciar a Dios y cometer actos abominables, como sacrificios y pactos perpetuos con Satanás. Bodin detalla cómo muchas de estas confesiones se obtenían bajo tortura, lo que, en su tiempo, se consideraba una práctica legítima para descubrir la verdad.
Otro tema central del capítulo es el transporte sobrenatural de las brujas al aquelarre. Bodin describe cómo estas mujeres afirmaban ser llevadas por el demonio a reuniones secretas mediante ungüentos mágicos o vuelos sobre animales y palos. Narra casos en los que individuos desaparecían por la noche y eran encontrados desnudos y confundidos en lugares remotos. Estos relatos fortalecían la creencia popular en la intervención demoníaca y en la capacidad del diablo para manipular el espacio y el tiempo.
Los aquelarres, según Bodin, incluían ritos escandalosos como danzas, orgías y burlas de los sacramentos cristianos. En estas reuniones, las brujas adoraban al demonio, realizaban actos sexuales con él y participaban en rituales que simbolizaban una completa devoción a las fuerzas del mal. Bodin enfatiza que estas prácticas tenían consecuencias devastadoras, como abortos inducidos y asesinatos, que desestabilizaban el orden moral y social.
Finalmente, Bodin recurre al contexto teológico para justificar sus afirmaciones. Argumenta que los relatos sobre transportes y pactos diabólicos deben ser creídos, ya que incluso las Escrituras mencionan casos similares, como el transporte de Cristo por Satanás en los evangelios. Para Bodin, esto demuestra que el demonio tiene el poder de manipular tanto el cuerpo como el alma, y que los relatos sobre brujería son consistentes con la tradición cristiana y la teología de su época.
Capítulo V: Sobre la licantropía y si los espíritus pueden cambiar de hombres a bestias
Quizás, estas son aquellas cosas que son más difíciles de creer: que el hombre cambie todo su cuerpo al de una criatura distinta. Sin embargo Jean Bodin nos dice que existen pruebas irrefutables tanto en los juicios a brujas como en las historias que cuentan las personas.
A continuación, Bodin explica algunos casos:
Staufer: Un hombre de Berna que era perseguido por enemigos y considerado inatrapable excepto mientras dormía. Se dice que estaba relacionado con grandes brujas de Alemania, quienes supuestamente desataban tormentas violentas.
Gilles Garnier de Lyon: Un caso juzgado en el Parlamento de Dôle en 1573. Garnier fue acusado de actos atroces mientras estaba en forma de "hombre lobo". Según el relato, atacó y mató a varios niños, comiéndose partes de sus cuerpos. Fue detenido, confesó sin coerción, y fue condenado a morir quemado vivo.
Pierre Burgot y Michel Verdun: Fueron acusados de haber renunciado a Dios y jurado lealtad al Diablo. Según el relato, usaron un ungüento y velas de cera verde que emitían una llama oscura, tras lo cual supuestamente se transformaron en lobos. Mientras estaban en esta forma, corrían con rapidez extraordinaria y realizaban actos salvajes. Burgot admitió haber matado a un niño de siete años con sus "garras y dientes de lobo", aunque no pudo comérselo porque los campesinos lo descubrieron. Verdun confesó haber matado a una niña que estaba recogiendo peras. Ambos admitieron haber comido a otras niñas y llevado a cabo actos terribles bajo órdenes del "Seigneur de la Cuvée". También mencionaron que usaban un polvo para matar personas.
Hombre lobo: Trata sobre un supuesto hombre lobo que fue herido en el muslo por una flecha. Posteriormente, fue encontrado en su cama, habiendo regresado a su forma humana, con la flecha aún incrustada en su cuerpo. La flecha fue reconocida por la persona que la disparó, y los detalles sobre el tiempo y el lugar del incidente fueron confirmados por la confesión del acusado.
Caso en Padua: Job Fincel narra un caso en el que un hombre lobo fue capturado y se le cortaron las patas de lobo, lo que simultáneamente resultó en la amputación de sus brazos y piernas humanas. Esto se relaciona con otros juicios de licantropía en Europa.
Brujas y "gatos demoníacos": En otro relato, cinco hombres pasan la noche en un castillo donde son atacados por una multitud de gatos. Al defenderse, hieren a las "brujas" disfrazadas de gatos, quienes más tarde aparecen en forma humana con heridas consistentes. Este caso fue investigado por inquisidores.
Licantropía en Constantinopla: las regiones de Grecia y Asia estaban "más infectadas" por la plaga de la licantropía que las áreas occidentales. Esto se atribuía a reportes de comerciantes que afirmaban que las personas transformadas en lobos eran confinadas e incluso encarceladas.
En 1542, se reportó una cantidad significativa de hombres lobo en la ciudad de Constantinopla. Según el relato, el sultán Solimán y su guardia personal se armaron para enfrentarlos y capturaron a 150 hombres lobo, quienes "desaparecieron" de la ciudad tras ser reunidos.
A pesar de ello, algunos doctores consideraron la licantropía como una enfermedad mental, en la que las personas creían ser lobos sin experimentar cambios físicos reales. Esta perspectiva, aunque válida en ciertos círculos, fue menos popular frente a las explicaciones sobrenaturales predominantes. El texto menciona que incluso los médicos de la época debatían si estas transformaciones afectaban realmente el cuerpo o eran meras ilusiones causadas por estados mentales alterados.
Relatos específicos complementan esta discusión, como el caso de Livonia, donde cada diciembre las brujas eran obligadas por el Diablo a transformarse en lobos, atacar personas y animales, y regresar a su forma humana tras doce días. Este y otros relatos, incluidos testimonios de autores antiguos como Heródoto y Ovidio, refuerzan la idea de que las creencias en la licantropía tienen raíces profundas en la historia humana, siendo interpretadas como una mezcla de folklore, realidad y superstición.
Giovanni Francesco Pico, conocido por ser un ferviente crítico de las prácticas demoníacas y un defensor del cristianismo renacentista, recoge en sus escritos testimonios inquietantes de personas que aseguraban haber tenido relaciones sexuales con demonios. Uno de los casos más impactantes relatados por Pico es el de un sacerdote llamado Benoît Bern, quien afirmó haber mantenido una relación íntima con un demonio disfrazado de mujer durante más de 40 años. Este demonio, al que él llamó "Hermione", lo acompañaba en sus actividades diarias sin que nadie más lo notara. Según la confesión de Bern, esta relación lo condujo a una vida de actos "perversos" y "contrarios a la naturaleza", que incluían el consumo de sangre y la participación en actos que él mismo describía como abominables.
Pico también detalla cómo este sacerdote, ya en sus últimos años de vida, se arrepintió de sus acciones, confesando que el demonio lo había manipulado psicológica y espiritualmente durante décadas. Bern admitió que el demonio disfrazado de mujer no solo lo sedujo, sino que lo convenció de participar en prácticas que desafiaban los valores cristianos. La relación se presentó como un símbolo de la corrupción moral que los demonios infligían en sus víctimas, según las creencias demonológicas de la época.
El caso de Bern no fue aislado, ya que Pico menciona a otros hombres que también afirmaron haber sido engañados por demonios en forma de mujeres. Estos demonios, según los relatos, se acercaban a sus víctimas bajo la apariencia de seres humanos, aprovechándose de su vulnerabilidad emocional o espiritual para establecer relaciones que finalmente llevaban a la perdición moral y espiritual de las víctimas. Pico describe estos encuentros como una "inversión de la naturaleza", subrayando que los demonios actuaban no solo como agentes del pecado, sino también como catalizadores de la degeneración de la sociedad.
De acuerdo a Jean Bodin, los íncubos y súcubos son mencionados como entidades demoníacas que interactúan físicamente con humanos, específicamente en el contexto de las confesiones de brujas y en debates teológicos sobre la naturaleza de su existencia y sus capacidades.
Relata que los íncubos (demonios masculinos) y los súcubos (demonios femeninos) participaban en actos de copulación con humanos con diversos propósitos. Bodin menciona que, según algunos testimonios, estas entidades se involucraban con sus víctimas de forma persistente, como parte de una relación íntima recurrente. Estas relaciones eran descritas como actos perturbadores que subvertían la moral y el orden natural.
En las confesiones recopiladas, las víctimas describen los encuentros con íncubos y súcubos como experiencias traumáticas. Algunos relatos especifican que los demonios podían hacerse pasar por seres humanos para engañar a sus víctimas y seducirlas. Una característica recurrente era que el semen de los íncubos era "frío", una descripción que reforzaba la idea de su naturaleza antinatural.
Además, Bodin señala que, en ocasiones, los encuentros ocurrían sin el conocimiento del esposo o de otras personas cercanas a la víctima, lo que sugería que estas entidades actuaban en secreto y con gran astucia. Esto se usaba como evidencia en los juicios por brujería, ya que demostraba la supuesta alianza de las víctimas con el Diablo.
Bodin menciona que en Alemania, donde se consideraba que las brujas tenían una relación más cercana con los demonios, los relatos de íncubos y súcubos eran más frecuentes y detallados. En esos casos, se decía que los demonios incluso podían generar niños "cambiantes" que eran muy diferentes de los nacidos de uniones humanas naturales.
Por ejemplo, Bodin menciona cómo algunas víctimas afirmaban que estos niños nacidos de relaciones con demonios eran incapaces de crecer normalmente, o que las nodrizas que los cuidaban envejecían prematuramente debido a su contacto con estas criaturas. Esto reforzaba la creencia de que los demonios tenían un efecto corruptor tanto en sus víctimas como en las generaciones posteriores.
Capítulo VIII: Si las brujas pueden enviar enfermedades, esterilidades, granizos, y matar hombres y bestias
Jean Bodin sostiene que los demonios poseen distintos grados de poder, aunque todos están subordinados a la voluntad divina y no pueden actuar sin el permiso de Dios. Las brujas, vinculadas a estos demonios, son descritas como seres malignos que buscan perjudicar a la humanidad a través de pactos con Satanás, quien les promete venganza, riquezas y placeres. Aunque aparentemente poderosas, su influencia está limitada por las decisiones divinas. Según Bodin, Dios tiene innumerables maneras de castigar a la humanidad, y muchas calamidades atribuidas a las brujas, como tormentas, plagas o enfermedades, son en realidad manifestaciones de la voluntad divina. Las confesiones de las brujas suelen incluir descripciones de rituales específicos, como recitar palabras o realizar gestos simbólicos, que se cree que invocan desastres.
El capítulo está repleto de relatos históricos que ilustran estas creencias. Por ejemplo, se narra el caso de dos mujeres en el distrito de Constanza que confesaron haber causado una tormenta devastadora al realizar rituales en un campo, lo que llevó a su ejecución. Otro caso relata cómo una bruja arruinó una celebración al provocar una tormenta de granizo. Estos ejemplos buscan demostrar la capacidad destructiva de las brujas, aunque siempre dentro de los límites impuestos por Dios. Además, Bodin describe cómo las brujas suelen emplear objetos, polvos y palabras malditas para causar daño, particularmente al ganado y las cosechas, lo que refuerza su vínculo con Satanás y su propósito de sembrar el caos.
Entre las acusaciones más graves, Bodin señala los asesinatos rituales de niños, considerados el peor de los crímenes. Según las confesiones citadas, estas prácticas implican un completo rechazo a Dios y una entrega total al Diablo. Bodin también analiza cómo Satanás manipula la ignorancia y superstición humanas para desviar a las personas del camino divino. Las brujas, como instrumentos del Diablo, fomentan la idolatría y el temor, representando así una amenaza tanto espiritual como social. El autor distingue entre causas naturales y fenómenos atribuidos a hechizos, sugiriendo que las brujas no solo provocan desastres, sino que también manipulan las percepciones de las personas para magnificar su poder.
Jean Bodin hace una distinción clara entre las enfermedades de origen natural y las atribuidas a hechizos realizados por brujas. Según él, muchas de las enfermedades naturales, como el debilitamiento del cuerpo, dolores inexplicables o estados de languidez, pueden ser confundidas con efectos de brujería, pero tienen causas orgánicas o físicas. Sin embargo, también menciona que, en ocasiones, estas dolencias son manipuladas por las brujas para parecer causadas directamente por sus poderes malignos, cuando en realidad no poseen tal alcance.
En los casos de enfermedades atribuidas a hechizos, Bodin afirma que las brujas recurren a rituales específicos para generar dolencias en las personas. Estos rituales incluyen el uso de objetos malditos, polvos mágicos o palabras pronunciadas con intención maligna. Un ejemplo señalado es cuando las brujas colocan ciertos polvos en puertas, umbrales o lugares frecuentados por sus víctimas, con la intención de enfermarlas. También menciona cómo estos rituales pueden afectar no solo a humanos, sino también a animales, contribuyendo a la muerte del ganado o la infertilidad de la tierra.
Sin embargo, Bodin subraya que estos efectos solo pueden ocurrir si Dios lo permite. Para él, las brujas no tienen poder absoluto sobre la naturaleza o el cuerpo humano, ya que todo se encuentra bajo el dominio de la voluntad divina. Incluso cuando una enfermedad parece producto de un hechizo, es una prueba de la permisividad de Dios, quien utiliza estos actos para castigar o poner a prueba a los seres humanos. Esta visión teológica refuerza la idea de que los actos de las brujas, aunque destructivos, están siempre subordinados al orden divino.
Bodin reflexiona sobre la justicia divina, afirmando que el mal que las brujas y Satanás intentan infligir no puede dañar a Dios, sino que se vuelve contra los propios perpetradores. Para Bodin, esto refuerza la idea de que la justicia divina siempre prevalece, incluso frente a las acciones más atroces. El texto, cargado de teología, superstición y relatos históricos, refleja las creencias de la época sobre la brujería y la lucha contra el mal.
LIBRO III
Capítulo I: Medio lícitos para prevenir la brujería
Jean Bodin, en este capítulo, reflexiona sobre las prácticas de brujería y las medidas legales para prevenirlas, situando el fenómeno dentro de un marco histórico, religioso y moral. Desde el comienzo, enfatiza que los hechizos y encantamientos no son una novedad, sino que ya estaban presentes en las civilizaciones antiguas como Caldea, Egipto y Palestina. Estos actos, considerados abominables por su conexión con el mal y su desafío a la ley de Dios, han sido condenados con rigor en distintas épocas, desde la Biblia hasta la legislación de filósofos y políticos como Platón.
Bodin subraya la severidad de la ley divina en la erradicación de la brujería, vista no solo como un crimen contra los hombres, sino como una blasfemia directa contra Dios. La historia, según el autor, está llena de ejemplos de castigos aplicados a brujas y hechiceros, cuya maldad ha sido vinculada a plagas, hambrunas y guerras. Además, menciona casos específicos, como el de la transformación de Circe y las prácticas necrománticas en Tesalia, para ilustrar la omnipresencia y peligrosidad de estas actividades.
El autor también observa cómo las comunidades que permanecen alejadas de la fe cristiana, especialmente en regiones remotas como Escandinavia y partes de América del Sur, continúan siendo presa de espíritus malignos y sacrificios humanos. En contraste, aboga por la expansión de la verdadera fe y el temor de Dios como el medio más eficaz para combatir estas prácticas. Recalca la importancia de predicar constantemente, inculcar el respeto a la ley divina y fomentar hábitos de piedad en las familias, como la oración diaria y la lectura de las Escrituras.
Por otro lado, Bodin aborda los peligros de ignorar o minimizar la gravedad de la brujería, criticando a quienes la ven como una superstición o ilusión. Según él, la brujería representa no solo un peligro físico para las comunidades, sino también un ataque directo al orden moral y espiritual. Describe con detalle los métodos usados por brujas para causar daño, desde hechizos hasta pactos con el Diablo, y advierte sobre la necesidad de mantenerse alerta ante estas amenazas.
Jean Bodin menciona las palabras hebreas para resaltar su conexión con las leyes divinas y su importancia en el contexto espiritual, especialmente al analizar las prácticas relacionadas con la brujería y las creencias religiosas. En particular, se refiere a términos como "Sabbath" (sábado) y lo vincula con la ley de Dios y el descanso sagrado.
En su texto, explica que la palabra "Sabbath" en hebreo significa "descanso" y está profundamente asociada con el mandamiento divino de abstenerse de trabajar en ese día, que es considerado santo. Bodin relaciona esta idea con la observancia de los días consagrados y cómo el respeto a ellos se opone directamente a las prácticas de los hechiceros, quienes, según él, realizaban reuniones nocturnas y rituales específicamente en momentos profanos, como entre el lunes y el martes, burlándose de las leyes divinas.
Menciona Logny en Poez (Longny-en-Perche, Francia) como un ejemplo concreto de actividades relacionadas con brujería, específicamente una reunión de brujas. En este caso, relata cómo las brujas confesaron que se reunían durante las noches para realizar rituales y danzas, y, en un acto de burla hacia las enseñanzas religiosas, invocaban frases como "Har, Har, Sabbath, Sabbath" mientras elevaban sus escobas y realizaban sus prácticas demoníacas.
Concluye que el método más seguro para prevenir la brujería es confiar plenamente en Dios, seguir estrictamente las enseñanzas de la Biblia y evitar cualquier contacto con lo que pueda inducir al mal. Rechaza la tolerancia hacia los hechiceros y aboga por medidas severas, justificando incluso las penas más extremas, como la ejecución, para proteger la comunidad y la fe cristiana. En este sentido, Bodin combina su fe en la justicia divina con un llamado a la acción humana para erradicar lo que él percibe como una amenaza existencial para la sociedad.
Capítulo II: Si las brujas pueden asegurar las salud de hombres vigorosos y proveer una cura para la enfermedad
Jean Bodin reflexiona sobre las brujas y su supuesta capacidad de asegurar la salud de los hombres vigorosos y curar a los enfermos, vinculándolas al poder del Diablo. Comienza destacando que muchas personas caen en las promesas de Satanás, quien ofrece riqueza, poder y satisfacción a cambio de su devoción. Sin embargo, Bodin señala que estas promesas son engañosas, ya que las brujas suelen ser pobres, deshonradas y carecen de poder real. Pese a ello, hay quienes, movidos por la desesperación o la curiosidad, terminan atrapados en estas artimañas, especialmente en casos de enfermedades y sufrimiento físico.
Bodin narra ejemplos históricos, como el caso de un abogado en París que, desesperado por su salud, firmó un pacto con el Diablo en 1571. Sin embargo, no todos caen en pactos formales; algunos simplemente recurren a las brujas para ser curados, ignorando que, según San Juan Crisóstomo, deben evitarse a toda costa. También menciona a los "saludadores", personas en España y otros lugares que practicaban curaciones atribuidas a poderes sobrenaturales, muchas veces usando elementos naturales como venenos de animales o hierbas, mezclados con invocaciones demoníacas.
Otro ejemplo citado por Bodin es el de Jeanne Harvillier, una mujer acusada de brujería y ejecutada en la hoguera. Confesó haber lanzado un hechizo mortal y luego intentó revertirlo, pidiendo ayuda al Diablo, quien se negó a cooperar. Este caso refuerza la idea de Bodin de que el poder de las brujas no es absoluto, ya que no pueden curar siempre a aquellos que han embrujado, lo que subraya su dependencia del Diablo y su naturaleza inestable.
Además, Bodin señala que las brujas, para revertir un hechizo, deben transferirlo a otro ser humano o animal, perpetuando así el daño. Relata el caso de un hombre que recurrió a una bruja para curar a su caballo embrujado. La bruja lo logró, pero transfirió el mal a otro caballo de mayor valor. En este patrón, el Diablo siempre busca obtener algo a cambio, mostrando que sus "curaciones" son un engaño que perpetúa el sufrimiento.
En conclusión, Bodin sostiene que incluso cuando el Diablo permite una "curación" física a través de las brujas, siempre hay un precio espiritual que pagar. En palabras de Bodin, "si el Diablo cura el cuerpo, trae muerte al alma", dejando claro que el poder demoníaco no ofrece salvación verdadera, sino solo destrucción y engaño.
Capítulo III: Si las brujas pueden obtener a través de sus manualidades el favor de la gente, la belleza, placeres, honores, riquezas y aprendizajes, y dar fertilidad
Jean Bodin examina las creencias populares sobre los beneficios que las brujas supuestamente obtienen mediante su pacto con el diablo, como belleza, placer, honores, riquezas, conocimiento y fertilidad, desmontando estas ideas desde una perspectiva moral y teológica. Argumenta que estas promesas de Satanás son ilusorias, y que en lugar de obtener privilegios, las brujas acaban en un estado de miseria, degradación y condenación espiritual.
Bodin enfatiza que la belleza, según él, es un don divino, y las brujas no pueden alterar su apariencia para volverse más atractivas. Al contrario, las describe como feas, malolientes y repulsivas, atributos que, según Bodin, derivan de su cercanía al diablo. Para respaldar esta afirmación, menciona a Cardano, quien aseguró no haber conocido a ninguna bruja que no fuera fea, y cita que los espíritus malignos son inherentemente repulsivos, a menudo asociados con olores desagradables.
En cuanto a los placeres, Bodin describe las confesiones de varias brujas que admitieron haberse entregado sexualmente a Satanás, experimentando, según ellas, sensaciones extrañas e incómodas, como semen frío, y siendo atormentadas tanto física como espiritualmente. Además, argumenta que las brujas no logran obtener el favor de las personas; por el contrario, suelen ser odiadas y evitadas, lo que ejemplifica con el caso de Trois-es-chelles, quien impresionó a un rey con un acto de brujería, pero posteriormente fue rechazado, juzgado y condenado como brujo.
Sobre los honores y riquezas, Bodin afirma que las brujas son las personas más despreciadas y aborrecidas, lejos de ser favorecidas o admiradas. Refuerza esta idea con pasajes bíblicos que destacan que Dios honra a quienes le son fieles y desprecia a quienes lo deshonran. Asimismo, niega que Satanás pueda otorgar riquezas reales o duraderas. Señala que los brujos que buscan enriquecerse a través de pactos diabólicos suelen acabar en la pobreza, mientras que los pobres que recurren a la brujería permanecen en la miseria.
Finalmente, Bodin concluye que cualquier poder o privilegio otorgado por Satanás es falso y pasajero. Las brujas no logran más que su propia degradación, al ser obligadas a adorar al diablo bajo formas grotescas, como un chivo apestoso, y a someterse a rituales humillantes. Insiste en que la verdadera felicidad, honor y dignidad solo pueden provenir de Dios, mientras que Satanás solo ofrece sufrimiento y condenación eterna. Según Bodin, no hay desgracia mayor que hacerse esclavo del diablo por recompensas tan insignificantes en esta vida, solo para enfrentar la ruina espiritual en la próxima.
Capítulo IV: Sobre los medios ilícitos que son usados para prevenir conjuros demoníacos y disipar la enfermedad y los encantamientos
Jean Bodin aborda la difícil cuestión de los medios ilícitos empleados para combatir maleficios, enfermedades y encantamientos, subrayando las divisiones entre teólogos y expertos en derecho. Mientras algunos justifican el uso de métodos supersticiosos, la mayoría sensata de los teólogos considera que recurrir a demonios o brujas constituye una idolatría y una grave apostasía, incluso si el propósito es evitar el mal. Esta postura, basada en la ley divina, defiende que es preferible sufrir la muerte antes que cometer tal impiedad. Bodin ilustra este punto con el caso de Barbe Doré, una bruja ejecutada en 1577, quien confesó que sus rituales, aunque aparentemente piadosos, fueron enseñados por Satanás. Para Bodin, cualquier remedio derivado del demonio, incluso si parece beneficioso, debe ser rechazado, ya que daña el alma mientras cura el cuerpo.
Bodin critica las prácticas supersticiosas, como la identificación de brujas mediante métodos mágicos, ejemplificados por el uso de un cedazo que revelaba al culpable. Aunque algunos podrían argumentar que estos métodos son útiles para castigar a los criminales, Bodin sostiene, citando a San Pablo, que nunca se debe hacer el mal para lograr un bien. Resalta además una resolución de la Facultad de la Sorbona de 1398 que condena el uso de maleficios para combatir otros maleficios, ya que, aunque el cuerpo pueda curarse, el alma queda profundamente dañada. Según Bodin, es mucho mejor aceptar la muerte que someterse a remedios que dependen del poder satánico.
El autor advierte que los hechizos y encantamientos responden a pactos explícitos entre brujas y Satanás, quien busca destruir tanto el cuerpo como el alma de la humanidad. Bodin relata un caso en Poitou en 1571, donde un muchacho confesó haber usado polvos malditos para causar la muerte de dos caballeros. Relata también cómo Trois-Eschelles, un maestro hechicero perdonado por el rey Carlos IX, reveló detalles sobre los rituales y maleficios de las brujas, incluyendo asesinatos y destrucción de cosechas. Para Bodin, esta indulgencia fue un error que probablemente atrajo la ira divina sobre el rey, quien debería haber ejecutado a los culpables siguiendo la ley de Dios, que exige el castigo de los malhechores.
Bodin concluye que, aunque algunos maleficios pueden ser incurables o imposibles de revertir, cualquier intento de combatirlos con medios ilícitos, ya sea a través de pactos demoníacos o métodos supersticiosos, es inadmisible. Estas prácticas, más que resolver el problema, fortalecen el poder de Satanás sobre las personas, causando un daño espiritual mucho mayor que cualquier mal físico que puedan aliviar. Para Bodin, la única solución verdadera reside en rechazar estas impiedades y confiar únicamente en la gracia divina.
Capítulo V: Sobre aquellos que son asediados y perseguidos por malos espíritus, y si hay algún medio para alejarlos
Jean Bodin aborda en este capítulo el tema de la posesión demoníaca, diferenciando a quienes hacen pactos deliberados con espíritus malignos de aquellos que son asediados involuntariamente. Afirma que la existencia de personas perseguidas por demonios está respaldada tanto por textos sagrados como por relatos históricos. A través de ejemplos concretos, como el de un niño en Laon y una mujer en Vervins, describe fenómenos atribuidos a la posesión, como hablar en lenguas desconocidas o mostrar comportamientos sobrenaturales, estableciendo una diferencia clara entre estas manifestaciones y enfermedades naturales como la epilepsia.
En cuanto a Laon, este es el caso de un niño de doce años, llamado Samuel, originario del pueblo de Uvantelet, cerca de Laon. Este niño, hijo de un caballero llamado el señor de las Landas, comenzó a ser atormentado por un espíritu maligno aproximadamente un mes después de la muerte de su madre. Según Bodin, el espíritu lo golpeaba físicamente, llegando incluso a entrar en su cuerpo y atormentarlo. Si alguien intentaba sacar al niño de donde estaba, el espíritu lo hacía regresar por la fuerza.
Bodin destaca que el padre del niño, debido a su religión (probablemente protestante), se negó a permitir que lo exorcizaran, ya que en esa época los protestantes rechazaban los exorcismos y consideraban que la oración era el único medio adecuado para enfrentarse a la posesión demoníaca. Bodin admite que desconoce si el niño fue liberado del espíritu maligno posteriormente.
Otro caso es el de una mujer de Vervins que fue poseída por un espíritu maligno, un suceso que se volvió ampliamente conocido y discutido. Según relata, esta mujer fue exorcizada en la ciudad de Laon hace aproximadamente doce o trece años desde el momento en que él escribe. Durante el exorcismo, se evidenció que el espíritu maligno hablaba a través de ella, incluso en lenguas que ella no había aprendido.
El autor analiza los métodos tradicionales para expulsar demonios, destacando el uso de agua bendita y conjuros instituidos por la Iglesia Católica. Sin embargo, señala que estos rituales a menudo fracasan, especialmente cuando no están acompañados por una fe verdadera. También critica las prácticas supersticiosas, argumentando que la negociación con los demonios fortalece su influencia y perpetúa la idolatría. Algunos casos, como el de brujas que aparentemente expulsan demonios, son interpretados por Bodin como un acuerdo entre estas personas y los espíritus malignos.
Además de los métodos tradicionales, Bodin subraya el poder de la música y la oración como herramientas efectivas para calmar a los poseídos. Relata cómo David, al tocar el arpa, alivió el tormento de Saúl, y menciona que en la Iglesia primitiva, las oraciones comunitarias lograban expulsar a los demonios sin necesidad de exorcismos formales. Este enfoque destaca la importancia de la armonía espiritual y la fe sobre los rituales externos.
El texto incluye numerosos relatos que ilustran el engaño y la manipulación demoníaca, como casos en los que Satanás se presenta bajo disfraces benignos para inducir al error. Ejemplos como el de Nicole Aubery o una joven en París muestran cómo los demonios buscan confundir a las personas, fomentando la superstición y el sufrimiento físico. Bodin reflexiona sobre la naturaleza del mal y cómo este utiliza los miedos y deseos humanos para consolidar su influencia.
Finalmente, el autor concluye que la verdadera liberación de los espíritus malignos no depende de rituales, sino de la fe genuina en Dios. Bodin enfatiza que la presencia de personas santas y la oración sincera tienen más poder que los métodos de exorcismo formales, y que la salvación solo es posible a través de una conexión auténtica con lo divino.
El caso atrajo tanta atención que se publicaron varios libros sobre él, y Bodin opta por no extenderse en los detalles debido a la abundante documentación ya existente. Sin embargo, utiliza este ejemplo como evidencia de las manifestaciones sobrenaturales asociadas a la posesión demoníaca y la eficacia que los exorcismos realizados bajo la autoridad de la Iglesia Católica tenían en ese contexto histórico.
LIBRO IV
Capítulo I: Investigación sobre las brujas
Jean Bodin, en este capítulo, aborda detalladamente el proceso de investigación y castigo de la brujería, argumentando que esta práctica es una de las más graves y peligrosas para la sociedad. Comienza destacando que las medidas suaves, como la instrucción en la ley de Dios, son importantes, pero insuficientes para contener el mal causado por las brujas. Por ello, sostiene que es necesario recurrir a castigos severos, como la pena de muerte, para detener la propagación de sus maldades y calmar la ira divina, protegiendo así a la comunidad.
Bodin describe a las brujas como esclavas de Satanás, a quienes este obliga a cometer actos inmundos y degradantes. Según el autor, estas mujeres no obtienen riqueza, honor ni conocimiento de sus prácticas, sino que se condenan a sí mismas al sufrimiento eterno. Además, afirma que la brujería es el peor de los pecados, ya que afecta tanto al alma como al cuerpo, y considera que los castigos, aunque crueles, son justificados en comparación con los tormentos que las brujas ya padecen bajo el dominio de Satanás.
El autor destaca la dificultad de investigar y probar los crímenes de brujería debido a su naturaleza secreta y oculta. Propone diversos métodos para detectar y procesar a las brujas, desde denuncias anónimas en cajas especiales, como se hacía en Escocia, hasta la tortura como medio para obtener confesiones. También sugiere emplear espías que finjan ser cómplices de las brujas para ganar su confianza y obtener información. Bodin defiende que estas prácticas son necesarias y legítimas bajo las leyes divinas y humanas para revelar la verdad sobre estos crímenes ocultos.
Bodin enfatiza la importancia de los magistrados en la lucha contra la brujería, sugiriendo la creación de jueces especiales dedicados exclusivamente a estos casos. Critica la negligencia de algunos fiscales y aboga por un enfoque más activo, en el que se permita a cualquier ciudadano presentar acusaciones contra sospechosos de brujería. También menciona la necesidad de investigar a las familias de las acusadas, ya que, según él, las madres a menudo educan a sus hijas en estas prácticas desde la infancia.
Finalmente, Bodin advierte que Satanás ayuda a las brujas a resistir la tortura mediante hechizos y drogas, por lo que recomienda técnicas intimidatorias previas al interrogatorio, como mostrar instrumentos de tortura o simular el sufrimiento de otros presos. También sugiere utilizar argumentos persuasivos para hacer que las acusadas confiesen, como asegurarles que no son culpables, sino que el diablo las obligó a actuar. Para Bodin, el objetivo final es garantizar la protección de la sociedad y la erradicación de un mal que considera profundamente arraigado y peligroso.
Capítulo II: Sobre la evidencia requerida para probar el delito de brujería
Jean Bodin sostiene que, para condenar a una persona acusada de brujería, es indispensable basarse en tres tipos de pruebas consideradas necesarias e irrefutables. En primer lugar, se requiere la evidencia de un hecho concreto y verificable, como objetos relacionados con prácticas mágicas o actos observados directamente. En segundo lugar, la confesión voluntaria del acusado se considera esencial, especialmente si coincide con las otras pruebas. Finalmente, el testimonio de testigos sólidos y coherentes también es indispensable, siempre y cuando sus declaraciones se relacionen directamente con los hechos investigados. Aunque otras pruebas, como la fama pública, confesiones forzadas o presunciones legales, pueden reforzar el caso, no son consideradas suficientes por sí mismas.
Bodin enfatiza la superioridad de los hechos concretos frente a cualquier otra prueba, incluso por encima de confesiones voluntarias o testimonios de múltiples testigos. Estos hechos deben ser percibidos directamente por el juez a través de los sentidos: algo que puede ver, tocar, oír o percibir de manera inmediata. Ejemplos típicos incluyen el hallazgo de objetos de brujería en posesión de la acusada, la observación de actos mágicos realizados ante testigos o incluso el descubrimiento de venenos asociados con el delito. En estos casos, el hecho concreto es considerado la prueba más clara y fuerte, suficiente para fundamentar una condena, incluso en ausencia de una confesión.
En cuanto a los testimonios de testigos, Bodin establece que deben ser sólidos, coherentes y provenientes de al menos dos personas creíbles. En delitos como la brujería, que suelen realizarse en secreto o bajo la protección de la noche, no se exige un gran número de testigos. Sin embargo, su testimonio debe converger en elementos comunes, como el tiempo, el lugar o las circunstancias de los actos. Si los testigos relatan diferentes hechos relacionados con el patrón del delito, como el uso de hechizos o amenazas seguidas de muerte súbita, estas declaraciones pueden complementarse y reforzar la acusación.
La confesión, por su parte, es una prueba decisiva, especialmente si está respaldada por hechos concretos y testimonios. Bodin subraya que, en casos excepcionales como la brujería, es permisible obtener confesiones mediante tortura si no hay otra forma de acceder a la verdad. No obstante, considera que la condena puede proceder sin confesión si las pruebas tangibles y los testimonios son lo suficientemente sólidos.
El autor señala que la persecución del delito de brujería requiere un enfoque extraordinario, distinto al de otros crímenes. Por ejemplo, es aceptable admitir testimonios de personas con dudosa reputación, siempre que estos sean corroborados por otras pruebas. También se permite que familiares testifiquen unos contra otros, como hijos contra padres, en virtud de la gravedad del delito, que se percibe como una traición a Dios y a la humanidad. Esta flexibilidad también incluye aceptar declaraciones de cómplices, ya que solo ellos podrían confirmar su participación en actos nocturnos y reuniones ocultas.
Finalmente, Bodin distingue la brujería de otros delitos al justificar estándares probatorios más flexibles. Argumenta que la singularidad y peligrosidad de este crimen exigen que los jueces adopten medidas excepcionales, priorizando la condena de culpables por encima de las reglas estrictas del derecho civil y canónico. Así, incluso las pruebas imperfectas o las presunciones pueden ser suficientes si refuerzan el caso y permiten castigar una maldad que, de otro modo, podría quedar impune.
Capítulo III: Sobre las confesiones forzadas y voluntarias de las brujas
Capítulo IV: Sobre el castigo que las brujeras merecen
Jean Bodin sostiene que los estados se mantienen mediante dos pilares fundamentales: el premio para los buenos y el castigo para los malos. Si la distribución de estas dos herramientas falla, se desencadena la ruina inevitable de la sociedad. No es necesario castigar todos los delitos, ya que no habría recursos humanos suficientes para hacerlo. Sin embargo, Bodin enfatiza que los crímenes más graves, especialmente aquellos que atentan contra la majestad de Dios, deben ser castigados con extremo rigor. Este castigo no solo cumple con la justicia terrenal, sino que también busca apaciguar la ira divina, garantizando así la protección y la bendición de Dios sobre la comunidad.
El castigo de las brujas, según Bodin, tiene numerosos beneficios. En primer lugar, apacigua la ira de Dios, asegurando su favor y su protección para el país. En segundo lugar, sirve para disuadir a otros de cometer crímenes similares, infundiendo miedo y respeto hacia las leyes. Además, el castigo actúa como una medida de protección, preservando a los buenos de ser dañados por los malvados, tal como las enfermedades contagiosas deben ser contenidas para evitar que afecten a los sanos. Finalmente, reduce el número de personas malvadas, asegurando que los ciudadanos de bien puedan vivir en seguridad.
Bodin también establece una distinción crucial entre la herejía y la brujería. Mientras que la herejía implica la negación de Dios o el abandono de la fe, la brujería conlleva un pacto formal con Satanás. Este pacto incluye actos específicos como blasfemias, sacrificios humanos y la consagración de sus acciones al Diablo. Estas prácticas no solo ofenden a Dios, sino que también buscan subvertir el orden natural y espiritual. La ley divina, según Bodin, prescribe castigos severos para estos crímenes, como la lapidación o la quema en la hoguera, considerados los métodos más efectivos para purgar a los culpables.
El autor detalla los crímenes específicos de las brujas, catalogándolos como los más atroces imaginables. Estos incluyen la blasfemia contra Dios, la adoración al Diablo mediante sacrificios y rituales, el asesinato de niños, el uso de venenos y hechizos para dañar a otros, el sabotaje de cosechas y la destrucción de ganado. Además, denuncia prácticas como el canibalismo y el sacrificio ritual de niños, señalándolas como pruebas claras de su pacto con el Diablo. Estos actos, según Bodin, son crímenes abominables que amenazan tanto la seguridad física como espiritual de la sociedad.
Bodin resalta que las pruebas de la brujería suelen ser difíciles de obtener, ya que los actos de las brujas suelen llevarse a cabo en secreto y con la ayuda de Satanás. Sin embargo, argumenta que las fuertes presunciones pueden ser suficientes para imponer castigos, especialmente en casos de crímenes tan graves. Estas presunciones pueden incluir pruebas circunstanciales, como posesión de objetos relacionados con la brujería, o el testimonio de múltiples acusadores. A pesar de ello, Bodin reconoce la importancia de proceder con cautela para evitar condenar a inocentes, aunque defiende que es preferible castigar con severidad en lugar de dejar que los culpables escapen.
Finalmente, Bodin argumenta que los jueces y los príncipes tienen la responsabilidad de castigar a las brujas con el máximo rigor, sin conceder indulgencias que puedan ser vistas como traición a la justicia divina. Permitir que las brujas actúen impunemente o no imponer las penas adecuadas atraería la ira de Dios, trayendo plagas, guerras y hambrunas sobre la tierra. Por el contrario, aquellos que persiguen y castigan a las brujas serán recompensados con la protección y la bendición divina, restaurando el orden y la paz en la sociedad.
Conclusión
La conclusión de La Demonomanía de las Brujas de Jean Bodin refleja su objetivo principal: justificar y defender la persecución y el castigo extremo contra las brujas como un deber divino, moral y político. Bodin sostiene que la brujería no solo representa un delito contra las leyes humanas, sino, sobre todo, un crimen directo contra la majestad de Dios. Por lo tanto, considera que ninguna sociedad puede tolerar la existencia de brujas sin exponerse al castigo divino y a la ruina social.
Bodin subraya la conexión entre la brujería y el pacto con el Diablo, describiéndola como el acto más abominable que una persona puede cometer. Para él, las brujas no solo niegan a Dios, sino que también buscan activamente subvertir el orden divino y natural. Este pacto implica no solo adoración al Diablo, sino también actos horribles como sacrificios humanos, la propagación de enfermedades, la destrucción de cosechas y la corrupción moral y espiritual de la sociedad. La brujería, por tanto, no es un simple delito individual, sino una amenaza existencial para la comunidad y el orden divino.