viernes, 3 de octubre de 2025

Giordano Bruno - Sobre la magia (1588)

El De magia de Giordano Bruno es un breve pero decisivo tratado en el que redefine la magia como ciencia natural y arte de conocer las fuerzas ocultas del universo. Lejos de la superstición, Bruno la entiende como el estudio de los vínculos y correspondencias que enlazan al ser humano con el cosmos infinito, un saber que permite obrar en armonía con las potencias de la naturaleza y abrir el camino a una comprensión más libre y profunda de lo divino.

Referencias:

(1) Es muy probable que se esté refiriendo a Cristo.

SOBRE LA MAGIA

Bruno comienza con una clasificación detallada de los diversos sentidos que puede tener la palabra “magia”. Explica que en la historia se llamó magos a los sabios de distintas tradiciones —los trimagistos egipcios, los druidas, los cabalistas, los sofistas griegos, entre otros—, mostrando que la magia se entendía como un saber profundo.

  1. Magia como sabiduría

    • Mago = sabio en distintas tradiciones (egipcios, druidas, hebreos, griegos, romanos, etc.).

  2. Magia natural

    • Prodigios por aplicación de principios activos y pasivos (como en medicina o química).

  3. Magia de prestigios

    • Ilusiones que parecen obras de la naturaleza o de una inteligencia superior.

  4. Magia de simpatía y antipatía

    • Uso de afinidades o repulsiones entre sustancias (hierbas, piedras, animales).

  5. Magia matemática o filosofía oculta

    • Uso de números, palabras, símbolos, figuras y caracteres.

  6. Magia teúrgica o extra-natural

    • Invocación de inteligencias, potencias exteriores, dioses, demonios o héroes.

  7. Magia necromántica

    • Contacto con los muertos, oráculos, evocación de almas y espíritus.

  8. Magia maléfica o benéfica

    • Maléfica: busca dañar, debilitar o matar.

    • Benéfica: busca sanar, liberar o proteger.

  9. Magia adivinatoria

    • Conjunto de artes para conocer lo oculto o predecir el futuro (piromancia, hidromancia, geomancia, astrología, etc.).

  10. Magia infamante o supersticiosa

    • Surge cuando se entiende la magia bajo una acepción degradada.

    • El mago es visto como un loco o perverso que, mediante pacto con el diablo, adquiere facultades de dañar o ayudar.

    • Es la concepción difundida por la tradición inquisitorial y demonológica (ejemplo: el Malleus Maleficarum o Martillo de las hechiceras).

    • Representa la corrupción del nombre de “mago” por parte de sacerdotes ignorantes y autores supersticiosos.


Tras recorrer estos diez modos, Bruno propone que el término mago debe usarse con rigor filosófico, siguiendo a Aristóteles en los Tópicos: el mago es el hombre que une el saber con el poder de obrar. En este marco, establece una clasificación más elevada y definitiva de la magia, en tres grandes categorías. La primera es la magia divina, la más excelsa, orientada a la unión con lo divino y la contemplación de las realidades superiores. La segunda es la magia natural, entendida como ciencia de los principios ocultos de la naturaleza y de sus fuerzas. La tercera es la magia matemática, que actúa a través de números, proporciones, figuras, música, óptica y astronomía, funcionando como disciplina intermedia que participa tanto de la divina como de la natural.

Todo mago debe conservar presente un principio fundamental: Dios influye sobre los dioses, los dioses sobre los cuerpos celestes, los astros sobre los demonios, los demonios sobre los elementos, los elementos sobre los cuerpos compuestos, los cuerpos sobre los sentidos, los sentidos sobre el animus, y el animus sobre el ser entero. Este orden muestra cómo la realidad se encadena, descendiendo desde lo divino hasta lo material. Pero al mismo tiempo, el movimiento puede invertirse: el ser puede ascender desde el alma hacia los sentidos, de los sentidos hacia los cuerpos, de allí a los elementos, de los elementos a los astros, de los astros a los dioses y finalmente a la contemplación del Uno.

Esta imagen de la escalera revela un universo jerárquico en el que todo se comunica, y en el que lo inferior participa de lo superior, aunque en grados distintos. Bruno enfatiza que en la cima está Dios como luz pura, potencia activa y fuente de todo ser, mientras que en la base se encuentra la potencia pasiva, raíz de la multiplicidad y de las cosas inferiores. Entre ambos extremos hay peldaños intermedios que permiten la comunicación y el tránsito del ser.

De aquí surge también la contraposición entre la luz y las tinieblas. Todo lo que es inferior recibe fuerza cuando alcanza lo superior, y de igual manera, las tinieblas de lo alto se reflejan con mayor intensidad en lo bajo. Sin embargo, Bruno advierte que la eficacia de ambos no es la misma: la luz se difunde hasta lo más profundo de las tinieblas, mientras que las tinieblas no pueden penetrar en la luz. La luz contiene y supera a la oscuridad, la vence en su infinitud, mientras que la oscuridad no puede comprender ni igualar a la luz.

Existen diversos grados de la magia, correspondientes a distintos niveles de la realidad. Así como antes habló de la “escalera” que desciende desde Dios hasta la materia y asciende desde la criatura hasta lo divino, aquí explica que en cada nivel se manifiestan pares de contrarios que reflejan la tensión entre luz y tinieblas, armonía y discordia.

En el ámbito físico, por ejemplo, aparecen el fuego y el agua; en el matemático, lo finito y lo infinito; en el lógico, lo verdadero y lo falso. Cada par de contrarios muestra cómo la naturaleza produce sus efectos a través de oposiciones, y cómo lo inferior refleja lo superior. Bruno aclara que muchos de estos principios, cuando se los aplica supersticiosamente, caen en prácticas de “magia vulgar” o engañosa. Pero subraya que los principios verdaderos son aquellos que conducen a la contemplación de lo Uno, a la perfección y a la sabiduría.

Bruno profundiza en la cuestión de las fuerzas eficientes y de cómo obran en el mundo.

Comienza distinguiendo dos géneros de fuerza: la naturaleza y la voluntad. La voluntad, a su vez, es triple: puede ser humana, demoníaca o divina, mientras que la naturaleza se divide en intrínseca y extrínseca. La naturaleza intrínseca está compuesta por la materia o sujeto y por la forma con su virtud natural. La naturaleza extrínseca, en cambio, se manifiesta en dos modos: como una huella o imagen que permanece en el sujeto (por ejemplo, la luz y el calor que el sol dejan en los cuerpos), o como una fuerza que se desprende del sujeto y se transmite a otro (como la luz que se refleja, o el calor que se expande).

Estas distinciones permiten a Bruno explicar cómo, a partir de una causa primera universal e inmutable, se derivan múltiples efectos en los niveles inferiores de la realidad. Un mismo principio, actuando en contextos diversos, produce efectos distintos e incluso contrarios: así, de una única luz surgen el invierno y el verano, la humedad y la sequía, el frío y el calor. Con este razonamiento, Bruno se opone a la idea de la transmutación de los elementos defendida por algunos filósofos antiguos y sostiene que lo que se observa son variaciones de la materia bajo la acción de un principio constante.

Enseguida, amplía la reflexión a las virtudes o formas que los cuerpos transmiten: unas son manifiestas, como calentar, enfriar, secar, ablandar o endurecer; otras son más sutiles, como alegrar, inspirar tristeza, suscitar amor o audacia. También reconoce impresiones más profundas que actúan directamente sobre el ánimo y que pueden provocar reacciones instintivas: el miedo que experimenta un niño ante un lobo, o la atracción de los seres vivos por conservarse a sí mismos y huir de lo que les amenaza.

Bruno observa cómo incluso en la naturaleza vegetal hay ejemplos de esta fuerza vital que impulsa a conservarse. El trigo, por ejemplo, protege su grano con envolturas que parecen alejarse de su propio centro como si intentaran escapar del fuego o de la destrucción. Este impulso vital se convierte así en la manifestación visible de cómo la naturaleza imprime en todo ser un movimiento de conservación y defensa, expresión de la potencia intrínseca y extrínseca que gobierna la vida.

El Universo

En el orden del universo hay un espíritu único que se extiende por todas partes, animando y penetrando las cosas, pero que en los individuos se manifiesta de manera diferenciada. Así, aunque el alma vital está presente en todo el cuerpo, cada órgano tiene una función particular: el ojo ve, el oído oye, la lengua gusta. Si los órganos de los sentidos estuvieran repartidos indistintamente por el cuerpo entero, todos sentirían lo mismo, pero no habría coordinación ni orden. Por eso, aunque la vida está en todo el cuerpo, la operación se concentra y administra en órganos específicos, lo que revela un principio de organización necesario para que el individuo pueda sostenerse y actuar.

A partir de ahí, Bruno explica que la naturaleza trabaja según un principio universal pero aplicado de modo particular en cada especie. Por eso, aunque todos los seres estén penetrados de la misma alma del mundo, la configuración que adopta cada uno depende de su especie. El ejemplo del bronce y el oro ilustra esto: aunque ambos son metales, es más fácil que el bronce se acerque al bronce y el oro al oro, antes que cambiar su esencia. De modo semejante, todas las semillas tienden a producir seres de su misma especie, y lo mismo ocurre con los animales: de perro nace perro, de hombre nace hombre.

En el ámbito de la creación humana, esto se ve en cómo el artesano modela un objeto siguiendo un modelo concebido en su mente: la vestimenta, una vez confeccionada, refleja la idea previa. En la creación natural ocurre algo análogo: las especies existen según modelos naturales, y la materia se organiza siguiendo esos principios para formar individuos. Así, Bruno subraya que la diferenciación de las especies es inseparable de la idea general que las contiene, y que dentro de cada especie el individuo se determina según un principio específico, que incluye tanto su forma común como su particularidad numérica e individual.

El alma

El alma no se encuentra en una sola parte del cuerpo (ni en el ojo, ni en la boca, ni en los oídos de manera exclusiva), sino que está presente en todo el organismo, produciendo la vida en todas sus partes al mismo tiempo. El alma es lo que da unidad y cohesión: está en los huesos, las venas, la sangre y el corazón, pero sin confundirse con ellas.

Los órganos (ojos, oídos, boca) solo cumplen funciones concretas, pero la vida que los anima no depende de una sola localización. El alma se distribuye en todas partes, como un principio invisible que atraviesa la materia. Por eso puede actuar en cualquier punto del cuerpo, aunque se exprese de modos diferentes según la función de cada órgano.

El alma es la raíz de las operaciones naturales y el principio que ordena los cuerpos. Sin ella, todo sería frágil, imperfecto o despreciable. Así, el alma no es solo un principio vital, sino también el fundamento de la belleza y el orden del mundo natural.

En cuanto a la materia, si la ceniza de bronce es más parecida al oro que al plomo, es más fácil que se convierta en oro. Esto significa que la materia conserva “semejanzas” o “afinidades” que permiten la transformación de unas especies en otras. Así, por ejemplo, el esperma humano está más cerca de producir un hombre que el esperma de un animal, porque hay una correspondencia natural que acerca unas formas más que otras.

De ahí concluye que en la creación hay jerarquías de afinidad: las especies semejantes están más próximas a engendrarse entre sí. La naturaleza trabaja con modelos comunes, de donde deriva la semejanza en la forma, pero también con principios específicos (como el de cada especie), principios numéricos (que ordenan la cantidad), y finalmente con un principio individual (que da identidad única a cada ser).

Cuando se observan ciertos efectos en la materia —como fenómenos extraordinarios— estos no se explican sin admitir la participación del espíritu universal. El alma está incluida en ese espíritu y se expande por toda la inmensidad, de modo que su presencia no se limita a un punto del cuerpo, sino que se comunica con todo el universo.

Cuando miramos objetos muy lejanos, el ojo parece lanzarse hacia las estrellas. Eso muestra que la visión no es algo estrictamente material y limitado, sino que implica una conexión con la sustancia universal que penetra todo.

El anima (alma individual) está presente en cada cuerpo, pero también en continuidad con el alma del mundo. Por ello, aunque los cuerpos materiales sean opacos y no puedan penetrarse unos a otros, las sustancias espirituales no sufren esa limitación: se mezclan, coexisten y se comunican.

Si la voz —que procede del cuerpo— puede difundirse fuera de él y escucharse en múltiples lugares, con mayor razón el alma, que es sustancia divina, no está limitada a un punto. Así, el alma, como la voz, se expande y se encuentra en múltiples sitios al mismo tiempo. Las voces humanas no son meros sonidos, sino vehículos de sentido. De manera particular, los cantos poéticos, como los himnos trágicos griegos, tienen la fuerza de elevar las almas hacia lo divino. 

Los signos

De la misma forma, las escrituras sagradas no son solo letras, sino caracteres simbólicos que, a través de signos y representaciones, manifiestan realidades ocultas. Estos signos pueden revelar sentimientos como amor, odio, amistad, discordia, fidelidad o traición, y tienen poder para unir o desunir a los hombres.

Los caracteres no solo informan, sino que actúan: al estar “dictados por el destino y por la virtud vital” poseen eficacia real. Funcionan como imágenes con fuerza oculta, capaces de poner en movimiento energías invisibles. Por eso, al inscribirse o representarse con intención ritual, entran en relación con los dioses y producen efectos maravillosos.

Se menciona la tradición egipcia, atribuida a Theuth (Thot), dios de la escritura. Los signos sagrados inventados por él no eran meras letras fonéticas, sino símbolos cargados de poder espiritual. A diferencia de las letras comunes que cambian y se transforman con el tiempo, estos caracteres permanecían inmutables, como si reprodujeran la permanencia de la naturaleza misma. los dioses se comunican a través de visiones, sueños y signos, no mediante palabras vulgares. Los humanos, por ignorancia o debilidad, confundimos esas manifestaciones con meras ilusiones. En realidad, son vehículos de una sabiduría superior, accesible solo a quienes conocen y practican estas artes.

Sobre la comunidad de las cosas

Incluso las que parecen lejanas, se explican por la comunidad del espíritu universal que está presente en todo el cosmos. Así como varias luces pueden brillar juntas en un mismo espacio sin confundirse, también las almas y fuerzas espirituales actúan asociadas en el universo sin estorbarse entre sí.

En el plano material, los cuerpos no pueden actuar unos sobre otros sin un contacto físico, porque cada uno está limitado por su materia y sus formas. En cambio, el alma sí puede actuar sobre otra alma, aunque esté distante, porque pertenece a una misma sustancia espiritual. 

Si un cuerpo abandona un espacio, inmediatamente otro lo reemplaza, pues todo está en continuidad con el “cuerpo universal”. El alma, por ejemplo, no puede ser arrancada de la materia universal a la que pertenece, sino que permanece ligada a ella. Por ello, no hay un espacio verdaderamente vacío, sino siempre ocupado por cuerpos perceptibles o imperceptibles.

Se distingue entre los cuerpos sensibles (materiales) y los cuerpos imperceptibles y espirituales. Estos últimos, aunque no se vean ni se toquen, son reales y poseen una actividad mayor que los cuerpos groseros. El ejemplo es el espíritu aéreo o etéreo: aunque invisible, muestra su eficacia en los vientos, mareas y tempestades, que pueden devastar tierras y mares. Su fuerza es prueba de la existencia de esta sustancia espiritual.

Lo visible y lo invisible forman parte de un mismo continuo: lo sensible es limitado y grosero, pero lo imperceptible (espiritual, etéreo) es más sutil, poderoso y universal. El alma humana, al estar ligada a este principio universal, participa de esta misma comunidad, y su acción no se limita a un cuerpo o espacio particular, sino que abarca la totalidad.

El espíritu 

El fuego verdadero no es simplemente el fuego material de los carbones que arden, sino un espíritu interior que permanece contenido y como dormido en la materia, hasta que se manifiesta en forma de llama. Este fuego espiritual está lleno de vida y movimiento, y se convierte en un principio vital que, aunque invisible, habita en todo cuerpo en combustión. Así, el fuego no es solo un fenómeno físico, sino una fuerza que participa de la naturaleza del alma.

Aunque no todos los cuerpos compuestos son vivientes, todos comparten este principio espiritual. La diferencia está en cómo la materia y las formas permiten o impiden que se manifieste como vida. Esa diversidad de disposiciones es la causa de las atracciones, repulsas, deseos y rechazos que se observan en la naturaleza: todo depende de cómo las formas se unen o se oponen.

También afirma que todas las cosas tienden a conservarse en su propio ser, incluso cuando son arrancadas de su lugar natural. El fuego, por ejemplo, tiende a elevarse hacia el aire; el agua se transforma en vapor, el vapor en aire y el aire en un cuerpo etéreo más sutil. Estos cambios no destruyen la sustancia, sino que la convierten en algo más fino y penetrante.

Se comparan, además, distintas doctrinas. Moisés, según la interpretación literal, no distingue entre alma y espíritu, mientras que los egipcios y filósofos como Diógenes de Apolonio sí diferencian claramente el spiritus de la materia bruta. Esta última está formada por átomos divisibles y corruptibles, mientras que el espíritu es indivisible, no hecho de átomos y nunca convertible en materia grosera.

Del doble movimiento de las cosas, y de la atracción

El movimiento natural proviene de un principio intrínseco, es decir, algo que pertenece a la esencia y constitución de las cosas (como la generación y la organización interna). En cambio, el movimiento extra-natural proviene de un principio extrínseco, algo que actúa desde fuera y que no corresponde a la naturaleza propia del objeto. Dentro de este último, se distingue el movimiento violento (cuando se opone a la naturaleza) y el movimiento ordenado o coordinable (cuando no choca con ella).

El texto explica que, al observar el movimiento natural, se pueden reconocer dos modos: el circular y el rectilíneo. El movimiento circular es el más perfecto, pues no tiene principio ni fin, y se vincula a los cuerpos celestes que giran en torno a un centro. Por otro lado, el movimiento rectilíneo corresponde a los cuerpos que no se mueven naturalmente por sí mismos, sino en función de un agente exterior: el aire que se desplaza para llenar el vacío, la piedra que cae en línea recta, el fuego y el humo que ascienden hacia arriba, etc. Este tipo de movimiento se observa tanto en lo que cae hacia lo semejante (como la piedra a la tierra), como en lo que huye hacia lo contrario (como el humo que se eleva).

Un tercer tipo de movimiento, más profundo, es el movimiento esférico, que se describe como una proyección infinita desde un centro hacia todas las direcciones. Aquí, no se trata de una línea recta ni de un círculo, sino de una expansión total en que todas las partes del cuerpo emiten su acción hacia fuera, como sucede con la luz que ilumina en todas direcciones, con el calor que envuelve todo lo circundante, con la voz que se difunde homogéneamente en el aire o con los olores que se propagan por el ambiente. Este movimiento esférico expresa cómo ciertas cualidades —como el calor, la luz, la voz o el perfume— se difunden en un radio indefinido y muestran su poder en todas partes a la vez.

Como el imán atrae al hierro,  y otros casos

La atracción puede entenderse de dos formas: por simpatía (cuando lo semejante tiende hacia lo semejante) y por contrariedad (cuando algo es vencido y arrastrado por lo que le es contrario, como ocurre con la humedad destruida por el fuego).

Se mencionan fenómenos visibles que ilustran estas fuerzas de atracción: la evaporación del agua por efecto del calor, los torbellinos y tifones que elevan objetos pesados en el mar, o el movimiento del agua en canales y conductos que asciende y se desplaza por presión y vacío. En cada caso, se trata de mostrar cómo la naturaleza manifiesta principios de atracción y repulsión que parecen guiar el comportamiento de los elementos.

El imán, en particular, sirve como ejemplo central: atrae partículas de hierro como si existiera una afinidad secreta entre ambos. El texto aclara que esta atracción no debe entenderse solo como un efecto mecánico o pasivo, sino como una operación activa que implica la emisión de partículas o “átomos” desde los cuerpos. Así, cuando se frotan sustancias como el ámbar o el imán, se produce una fuerza que atrae elementos ligeros (como la paja) o partículas metálicas, lo que se atribuye a la influencia de esas emisiones invisibles.

Tanto en el cuerpo humano como en la naturaleza, la atracción responde a estas interacciones invisibles de partículas, a través de poros o conductos, que producen fenómenos de afinidad, adhesión o repulsión. El autor busca, en suma, mostrar que la atracción del imán y de otros fenómenos semejantes es un ejemplo visible de las leyes universales de la naturaleza, donde lo semejante busca lo semejante y las fuerzas invisibles gobiernan los movimientos de los cuerpos.

La piedra imán atrae al hierro por su propia naturaleza, pero también que existen atracciones que ocurren por contrariedad, como cuando el agua es arrastrada por el fuego o cuando la humedad se consume en presencia del calor. Esta observación se aplica a remolinos, tifones y fenómenos naturales en los que la materia se desplaza violentamente, siempre bajo principios de atracción y absorción del vacío. El movimiento se explica por tres razones: primero, por semejanza sensible de las partes; segundo, por la necesidad de llenar el espacio vacío; y tercero, por la fuerza que ejercen las partículas mismas en su impulso de reunirse o de alejarse.

Se ofrece una analogía con las lámparas encendidas, en las que una llama inferior tiende a subir para alcanzar a la superior, o las partículas de hierro que se precipitan hacia el imán, arrastradas por una cualidad invisible. La atracción no es entonces un acto mágico arbitrario, sino un fenómeno natural que se repite constantemente. Del mismo modo, la bilis o el calor del cuerpo humano se entiende como resultado del movimiento de partículas que buscan unirse o escapar de otras, mostrando que la atracción no se limita a los minerales, sino que se extiende a los seres vivos. En todos los casos, lo que observamos es la acción de una sustancia espiritual o sutil que, al emanar de un cuerpo, genera vínculos de simpatía con otro.

El autor critica la idea de que la atracción del imán deba explicarse únicamente por cualidades elementales, como el calor o el frío, pues estas se desvanecen y desaparecen con el tiempo, mientras que la virtud magnética permanece constante. En su lugar, propone que se trata de una emanación de partículas sutiles que penetran hasta el interior del hierro, generando una afinidad espiritual difícil de negar. De igual manera, se menciona el diamante, que según las creencias populares podía disminuir la fuerza de atracción del imán, debilitando o reforzando su virtud dependiendo de las sustancias que lo acompañaban. Aquí se conecta el tema con la relación entre cualidades ocultas y disposiciones materiales, abriendo espacio a la discusión entre lo empírico y lo especulativo.

Más adelante, se aborda el tema del polo magnético y las supuestas montañas de imán situadas en ciertas regiones del globo, que algunos relatos medievales describían como capaces de atraer barcos enteros debido a la fuerza magnética. El texto muestra un escepticismo frente a tales relatos, señalando que, si fueran ciertos, el hierro de los barcos debería ser atraído desde cualquier distancia y no solo en lugares específicos. Se apela a la geometría y a la física de la Tierra, indicando que la curvatura terrestre interfiere en esa atracción, y que la explicación más razonable se encuentra en el modo en que las partículas actúan en proximidad, no a escala desmesurada.

Epílogo sobre los movimientos

Bruno explica que las sustancias pueden desplazarse por varias razones: la primera es la persistencia del alma y del espíritu, que asegura que todo se conserve en su propio lugar mediante un movimiento circular; la segunda es por huida de lo contrario, buscando alejarse de aquello que las daña; la tercera es por la búsqueda de lo que les es propio y conveniente; la cuarta, por exclusión o expulsión de lo opuesto; la quinta, por la atracción hacia lo semejante; la sexta, por la elección libre de aquello que conviene más a la potencia natural; y finalmente, por una fuerza violenta que, externa a la naturaleza, obliga a una sustancia a moverse de un modo que no le es propio. Aquí se ve cómo Bruno distingue entre movimientos intrínsecos, que obedecen a la naturaleza y la esencia de cada cosa, y movimientos extrínsecos, que provienen de fuerzas externas, como cuando un río retrocede en su curso por la presión de las mareas.

A partir de esta explicación, el texto pasa a hablar de los espíritus, diferenciando entre aquellos que habitan en cuerpos compuestos, sensibles e inteligentes, y los que ocupan cuerpos simples o incluso imperceptibles. Bruno señala que ciertas operaciones de los demonios son más rápidas y penetrantes porque actúan directamente en el alma, sin necesidad de los órganos externos. Así, un demonio puede introducir pensamientos o impresiones internas sin requerir el oído ni la voz, lo que explica por qué ciertas tentaciones o inspiraciones parecen surgir de manera espontánea en el alma. Estas influencias pueden aparecer tanto en sueños como en la vigilia, mostrando la capacidad de los espíritus para operar sobre la mente humana a través de imágenes, voces o impulsos.

Menciona una especie espiritual que Marcos 16:25 describe como “sorda y muda”: desprovista de razón, incapaz de obedecer órdenes o comprender súplicas, y que solo puede ser dominada mediante el ayuno, la abstinencia, la oración o la elevación del alma hacia Dios. Aquí Bruno vincula lo demoníaco con lo médico, aludiendo a los humores densos y melancólicos como alimento propicio para estos espíritus. De ahí que la medicina pueda prescribir dietas o remedios específicos para debilitar la influencia de estos entes.

Unos son crédulos, tímidos y confusos, semejantes a los hombres visionarios o de imaginación trastornada, y suelen huir ante la amenaza o los ritos. Otros, más prudentes y aéreos, no se conmueven con ceremonias ni ruegos, sino que se dedican a sembrar confusión en el espíritu humano, presentándose como sabios o doctos pero sin sustancia real. Aquí se refuerza la idea de que los demonios, aunque tengan grados de sutileza, pueden engañar a los hombres con ficciones, sembrando miedo o falsas creencias.

Se pasa luego a los demonios vinculados a los elementos: los del agua y la tierra son vistos como hostiles y dañinos, menos razonables y más inclinados a infundir temor. Los del fuego, en cambio, reciben un estatus más elevado, comparados con ángeles y héroes, y asociados por la tradición cabalística y cristiana con ministros de Dios, espíritus que actúan a través de las llamas como instrumentos divinos. De esta forma, se introduce una jerarquía espiritual que reproduce modelos políticos y sociales, donde los más sabios y fuertes dominan a los ignorantes, en un reflejo de la relación entre lo humano y lo divino.

El texto explica también que algunos espíritus habitan en cuerpos humanos, otros en plantas, piedras o minerales, mostrando que nada en la naturaleza está privado de espíritu o inteligencia. Se concibe la muerte no como desaparición absoluta, sino como mutación, donde los espíritus migran de un cuerpo a otro, cambiando de naturaleza y composición. Este flujo continuo asegura que la materia y el alma permanezcan siempre vinculadas, aunque en nuevas combinaciones.

Finalmente, se señala que las amistades, odios y vínculos entre espíritus surgen de la diversidad de sus naturalezas y actualizaciones. Así como los cuerpos se atraen o repelen según sus cualidades, los espíritus también se entrelazan en vínculos que los obligan a mantenerse en contacto, formando una analogía entre el orden espiritual y el material. El trasfondo es claro: la naturaleza espiritual es inseparable de la física, y ambas se explican por la misma dinámica de atracción, repulsión y mutación.

Analogía de los espíritus

Bruno distingue entre los movimientos naturales y extra-naturales. El natural es el que procede de un principio intrínseco y se desarrolla de acuerdo con la naturaleza y la constitución de las cosas; el extra-natural proviene de un principio externo y puede ser violento si va contra la naturaleza, o coordinado si no la contradice. Dentro de los naturales, se distinguen formas rectilíneas, circulares y esféricas: el aire o la piedra se mueven en línea recta según su peso o ligereza; el fuego y el vapor ascienden en línea recta; y en un tercer tipo de movimiento, las cosas emiten influencias múltiples en todas direcciones, lo que se llama movimiento esférico, propio de la emanación universal. Esta doctrina subraya que los movimientos de los cuerpos sensibles, los sonidos, los olores y las influencias magnéticas obedecen a la propagación de partículas y a la acción de principios comunes que los atraviesan y los comunican.

A partir de estas premisas, el texto pasa al tema de la atracción. Ejemplos como el imán que atrae al hierro o la coral que se vincula con la sangre ilustran que ciertos cuerpos se inclinan hacia otros por simpatía, es decir, por afinidad natural, mientras que otros son arrastrados por sus contrarios. El agua, atraída por el calor, se evapora; la llama inferior de una lámpara se enciende gracias a la superior; el hierro se precipita hacia el imán por una virtud invisible. De aquí se desprende que hay fuerzas ocultas de atracción que operan en todos los seres, y que la simpatía y la antipatía son principios universales que explican tanto la cohesión como el rechazo entre sustancias.

El análisis continúa con un epílogo sobre los movimientos que afectan a las sustancias: se mueven localmente para conservar su ser, para huir de lo contrario, para buscar lo conveniente, por expulsión de lo incompatible o por atracción violenta que suplanta la fuerza natural. Todo ello refleja que las cosas tienden a mantener su estado de existencia y buscan lo que las fortalece, mientras huyen de lo que las corrompe o debilita. Esta explicación se enlaza con la acción de los espíritus, cuya fuerza invisible puede penetrar los sentidos internos del hombre y actuar sin necesidad de mediaciones físicas, como ocurre con los demonios que, según se dice, inspiran voces, sueños y pensamientos.

Se pasa luego a clasificar los espíritus y demonios. Algunos son timoratos y crédulos, otros prudentes y aéreos, otros ligados al agua, a la tierra o al fuego. Los espíritus del fuego son considerados ministros divinos por su pureza y rapidez, mientras que los del agua y la tierra se vinculan con pasiones más bajas. Cada categoría de espíritus tiene jerarquías semejantes a las humanas —príncipes, gobernadores, generales— y dominan con facilidad a los cuerpos expuestos a las pasiones. Su relación con los hombres es ambivalente: pueden ayudar o dañar, suscitar visiones, provocar enfermedades o, por el contrario, curarlas. Todo depende de la naturaleza del espíritu y de su analogía con la materia que habita.

Según Porfirio, Plotino y otros platónicos, los espíritus más puros participan de la sustancia más simple y divina, mientras que los más materiales se mezclan con elementos más densos. De aquí que los espíritus puedan habitar en cuerpos humanos, animales, plantas o minerales, porque nada está privado de alma o de inteligencia. La muerte no es más que la disolución de combinaciones y la reconfiguración de nuevas uniones, pues ningún espíritu ni cuerpo desaparece. Todo se transforma, y de esa diversidad nacen amistades, odios y vínculos que atan tanto a los cuerpos como a las almas. La analogía muestra, entonces, que los espíritus participan de los elementos como los cuerpos lo hacen de la materia, y que de esa participación se derivan las simpatías, antipatías y movimientos que rigen la naturaleza.

En este punto, Bruno nos habla de su doctrina de los vínculos, es decir, las fuerzas y correspondencias que ligan a los espíritus, las almas y los cuerpos en el universo. La idea central es que todo está interconectado a través de múltiples lazos —naturales, espirituales, divinos o rituales— que permiten la acción mágica y la influencia oculta.

Bruno clasifica y ordena los vínculos según diferentes niveles: los que corresponden a la naturaleza universal (alma del mundo, espíritus de los astros, elementos), los que provienen de lo divino (nombres sagrados, dioses, invocaciones), y los que derivan de la práctica ritual (ritos, consagraciones, observancias religiosas). Con ello se construye una jerarquía de correspondencias que combina filosofía neoplatónica, elementos herméticos y tradiciones cristianas y cabalísticas.

Los vínculos enumerados:

  1. Primer vínculo: unión general de todos los espíritus en virtud del alma universal, con fundamento físico, matemático y metafísico.

  2. Segundo vínculo: triple unión en la persona que opera: fe, creencia y amor aplicados a los principios activos.

  3. Tercer vínculo: el número de los principios, vinculados a los cuatro puntos cardinales y a la estructura del cosmos.

  4. Cuarto vínculo: el alma del mundo y el espíritu universal que conecta todas las cosas.

  5. Quinto vínculo: las almas de los astros y los dioses de los lugares, vientos y elementos.

  6. Sexto vínculo: las almas de los demonios que presiden estaciones, días y estados celestes.

  7. Séptimo vínculo: las almas de los tiranos, príncipes y hombres distinguidos por su poder y renombre.

  8. Octavo vínculo: los nombres divinos y de los órdenes celestiales.

  9. Noveno vínculo: los caracteres y marcas (símbolos mágicos).

  10. Décimo vínculo: las invocaciones y conjuros, mediante los cuales los poderes superiores dominan a los inferiores.

  11. Undécimo vínculo: la virtud del mundo tripartito: elemental, celeste e intelectual.

  12. Duodécimo vínculo: la disposición ética del operador: castidad, honestidad, purificación y abstinencia.

  13. Decimotercer vínculo: los ritos y objetos naturales en analogía con los espíritus.

  14. Decimocuarto vínculo: modalidades de los ritos según sus particularidades.

  15. Decimoquinto vínculo: la fuerza de las consagraciones, plegarias y rituales.

  16. Decimosexto vínculo: conocimiento de fiestas, días y horas propicias o nefastas.

  17. Decimoséptimo vínculo: observancias religiosas: abluciones, imposiciones de manos, hábitos, fumigaciones, sacrificios.

  18. Decimoctavo vínculo: aplicación de principios activos y pasivos a piedras, metales, plantas y animales.

  19. Decimonoveno vínculo: los anillos, como objetos mágicos portadores de poder.

  20. Vigésimo vínculo: las artes de fascinación, es decir, técnicas de encantamiento y persuasión mágica.

En conclusión, la doctrina de los vínculos establece un sistema integral de correspondencias universales: une lo natural, lo espiritual y lo divino en una red de lazos operativos, que son la base de la magia como ciencia de conexión y transformación.

Doctrina de los vínculos de los espíritus, que describe las fuerzas y relaciones que permiten que el espíritu, el alma y la naturaleza interactúen con el mundo.

Se parte de la idea de que todo está animado por el alma del mundo y por un principio espiritual universal. Los vínculos son, en este contexto, las formas concretas de conexión entre las cosas: principios, invocaciones, correspondencias cósmicas, ritos y símbolos que permiten acceder a los efectos sobrenaturales o espirituales.

Bruno establece que para que algo se produzca se requieren tres factores: un agente (principio activo), una materia o sujeto (principio pasivo) y la aplicación (las circunstancias adecuadas). Desde esta base, los vínculos son múltiples maneras de generar interacción entre lo humano, lo natural y lo divino. Cada vínculo tiene su propio nivel de poder, y juntos conforman una especie de sistema jerárquico de correspondencias.

Ejemplos

Bruno menciona el fenómeno del rayo, capaz de quemar cabellos o destruir maderas, pero a la vez dejar indemnes otras partes, como la vaina de una espada. Incluso se cuenta la anécdota de una joven en Nápoles a la que un rayo solo le quemó los vellos del pubis sin causarle daño mayor. Este tipo de relatos buscaban mostrar que la descarga eléctrica no se comporta de manera uniforme, sino que actúa según la disposición y resistencia de las materias. Se llega a decir que ciertos objetos, como el laurel o el águila, símbolos de Apolo y Júpiter, jamás son alcanzados por el rayo, lo que introduce la idea de que hay especies “protegidas” por afinidad divina. Esto refleja la visión de que no todo está sometido al azar, sino a correspondencias secretas entre los cuerpos y los astros.

Otro ejemplo es el de las disposiciones particulares de algunos individuos para influir en los fenómenos naturales, como impedir la lluvia o desviar meteoros. La idea es que así como no todos los hombres tienen el mismo temperamento, tampoco todos pueden recibir ni transmitir las mismas cualidades del espíritu. Esto conecta con la tradición mágica de atribuir a ciertas personas un “don” o predisposición, no por aprendizaje, sino por naturaleza. Aquí la magia y la filosofía natural se unen: la primera busca aprovechar estas disposiciones; la segunda, explicarlas en términos de composición y temperamento.

Menciona otros ejemplos ligados a la toxicidad o a las virtudes ocultas de sustancias. La cicuta es nombrada como veneno casi universal para el hombre, en contraste con otras plantas y minerales que son nutritivos o benéficos. Se muestra que no basta con decir que algo es alimento o veneno: depende de la especie y de la forma en que interactúa con los cuerpos. Lo mismo ocurre con minerales y metales: el aguafuerte actúa sobre sustancias duras como el hierro, la plata o el bronce, mientras que casi no afecta al oro o al plomo. El mercurio, en cambio, penetra y absorbe con facilidad, mientras otras materias lo rechazan. Estos ejemplos buscaban demostrar que cada sustancia tiene una “especificidad oculta” que no se puede deducir solo por su aspecto externo, sino por la experiencia de sus efectos.

Se mencionan hierbas y granos, como el de verbena, que se decía capaz de disolver cálculos en la vejiga, lo que muestra la preocupación por vincular las propiedades de lo natural con la medicina práctica. Estos ejemplos medicinales y alquímicos muestran cómo lo oculto y lo empírico convivían en la explicación de la naturaleza: de un lado, la magia natural veía correspondencias secretas; de otro, la medicina y la química incipiente trataban de aprovechar esas virtudes específicas.

Segundo vínculo sobre la voz y el canto

Bruno desarrolla el segundo vínculo, que procede de la voz, el canto y la musicalidad, resaltando su capacidad de actuar directamente sobre el espíritu y no solo sobre el oído. La idea central es que el ritmo, la medida y la proporción poseen un poder enorme para atraer, dominar o incluso subyugar, en tanto que la armonía o la disonancia generan efectos inmediatos en el alma.

Un primer ejemplo es la reacción de distintas personas frente a los géneros musicales: algunos se conmueven con la tragedia, otros con la comedia, otros con cualquier forma de armonía, y algunos con ninguna. Bruno narra incluso la anécdota de un emperador bárbaro que, tras escuchar música refinada, declaró que prefería el relincho de su caballo, mostrando su incapacidad de elevarse hacia una sensibilidad humana más digna. Esto refuerza la idea de que la eficacia del canto no es universal, sino que depende de la disposición espiritual de cada oyente.

Bruno amplía la noción de canto a un sentido general: no solo armonía musical, sino también fórmulas mágicas, conjuros y encantamientos. Señala que existen cantos armónicos y disonantes, y que el alma puede ser vencida por sonidos según su propia naturaleza. De ahí surge el adagio asinus ad lyram (el asno frente a la lira), que ilustra que no todos los encantamientos funcionan sobre todos los seres: el poder de la voz depende tanto de la disposición del receptor como de la calidad del canto.

Los ejemplos se vuelven más concretos con los animales: se menciona que la voz de Marsus podía dominar a las serpientes o que ciertos tambores hechos con piel de cordero pierden su eficacia cuando se enfrentan al sonido de un tambor forrado con piel de lobo o de asno, porque el espíritu de un animal domina al del otro. Incluso la materia de los instrumentos (tripas de lobo o de cordero) influye en la armonía y en la capacidad de producir resonancia. Se trata de casos donde la afinidad o la antipatía entre naturalezas determina la eficacia del sonido.

En el plano humano, Bruno asocia este vínculo con la persuasión retórica, la oración y la súplica. Da ejemplos históricos, como el de ciertos bufones que, gracias a una palabra ingeniosa, podían conmover más que un largo discurso, o el caso de suplicantes rechazados por el Papa Julio III, mientras otros obtenían favores con un gesto o una palabra oportuna. Esto demuestra que, al igual que en la música, la eficacia del vínculo depende de la forma, la medida y la consonancia entre lo dicho y el alma del receptor.

La voz, el canto y los ritmos actúan como llaves que abren o cierran el espíritu. Un canto puede dominar a los animales, un tambor puede perder fuerza según la materia que lo compone, y una súplica puede ser rechazada o aceptada según la medida y el tono en que se exprese. Para Bruno, la voz y el canto son vehículos de una potencia espiritual que actúa directamente sobre la interioridad del alma y del cuerpo.

Tercera categoría de vínculos: la vista

La tercera categoría de vínculos, que procede de la vista. La mirada es entendida como un canal por el cual el espíritu se liga, transmitiendo pasiones activas o pasivas. Bruno recuerda que los ojos pueden fascinar, encantar o inflamar, y cita un verso latino que resume este poder: “no sé qué de sus ojos fascina a mis corderitos”. La vista, entonces, puede despertar el amor, pero también el odio y la repulsión. Lo bello y lo armónico tienden a suscitar atracción, mientras que lo desagradable provoca rechazo. Los ojos no solo comunican estas emociones al alma, sino que también afectan al cuerpo, que es movido y turbado por las pasiones reflejadas en la mirada.

Bruno señala que la tristeza también se transmite por la vista: un rostro abatido nos inspira compasión, como si naturalmente imitáramos o participáramos de la emoción ajena. La vista, entonces, no se limita a transmitir belleza, sino que comunica todo un abanico de emociones que penetran en el espíritu y el cuerpo. Esto incluye influencias negativas que actúan en secreto: una mirada puede afectar nuestra vitalidad y turbarnos sin que lo percibamos conscientemente, como si en el ojo se depositara una suerte de espíritu capaz de herir.

El filósofo critica la postura de los pitagóricos y platónicos que reducían la visión a una simple colección de especies sensibles. Para él, la vista no es un mero reflejo, sino una acción viva que puede incluso dañar o sanar, como una herida invisible. La sensación de ser heridos por lo que vemos es real, y de hecho, Bruno lo ilustra con ejemplos extremos: la visión de sangre o de cadáveres puede causar desmayos, lágrimas o incluso la muerte. De ahí la importancia de la vista como vínculo espiritual, pues no solo transmite impresiones externas, sino que afecta profundamente la vida del alma.

Cuarto vínculo: imaginación

La imaginación recibe imágenes aportadas desde lo sentidos. Las retiene, las combina por elección de aquel que las imagina. La imaginación no solo surge de lo que el individuo elige, sino también de lo que recibe del mundo exterior, que tiene un impacto profundo en su alma. Esto conecta con su visión de cómo el espíritu humano se vincula con el cosmos y cómo puede ser influido por él.

Cuando alguien escucha o ve algo, especialmente cuando se trata de voces o imágenes, esa información se traduce en un impacto directo en el alma, como si la imaginación fuera un canal que recibe y procesa esas influencias. Además, se menciona cómo algunas personas pueden ser "poseídas" o influenciadas por entidades externas, como espíritus o demonios, lo que resalta la relación entre lo físico (los sentidos) y lo espiritual (la imaginación).

Por esto, lo que llega a sus sentidos modifica su razonamiento y creen en aquello que han sentido con tan insistencia que se niegan a tomar un camino más racional. 

Del equilibrio de los seres en cuanto al cerebro, el corazón y el espíritu, nacen el espíritu del bien y el espíritu del mal. Así, uno influye en el otro. 

Quinto vínculo: intelecto

El vínculo de la imaginación es leve si no es reforzado por el del intelecto. Cuando los crédulos, los sonsos y los supersticiosos son objeto de burlas por aquellos intelectos más firmes. Sin embargo, los médicos, profetas, magos entre otros no son nada si no tienen lo que Bruno llama la ''fe universal''. 

Esta fe es obtenida por disposiciones previas, por la elocuencia en las palabras que estimula la imaginación que es la única puerta de todos los afectos internos, Bruno la llama: ''el vínculo de los vínculos''. 

Entendido esto, Bruno nos da un ejemplo curioso. Nos habla de un ''fulano'' que podría realizar todo por sí solo, de quien todos creen y aceptan. De ahí que, poniendo a este fulano en primer lugar, la imaginación se estimula y se empieza a creer que efectivamente, este fulano puede todo por sí solo. 

Y continúa diciendo que puede sanar a todos, excepto a los que no creen en él (1). Sus cercanos lo tomaron como humilde y mediocre en instrucción, por eso el verso ''Nadie es profeta en su propia tierra''. En consecuencia, el vínculo es más fácil de ligar a aquellos que son poco conocidos. A partir de ahí, el mago-vinculador podrá desplegar todos los vínculos que desee: amor, temor, compasión, resistencia, alegría, ira, todos aquellos que se irán transportando desde al alma hasta el cuerpo. Ahora bien, las potencias más elevadas del alma como son la memoria, la experiencia, el entendimiento y el pensamiento no son influyentes en este proceso. 

Así es que funciona la magia que penetra tanto en las almas como en los cuerpos, pero hace falta destacar que existen muchos que se han opuesto a estas influencias, pues no todo penetra, no todo se mezcla. Cuenta una anécdota de Plotino a quien un encantador egipcio trató de vincularlo con maleficios, pero nunca pudo. 

Conclusión

La magia, según Giordano Bruno, no se limita a simples supersticiones ni a prácticas oscuras, sino que abarca una visión más profunda y filosófica del conocimiento y las fuerzas espirituales que conectan el universo. A través de una serie de vínculos y correspondencias, Bruno establece una jerarquía que une lo natural, lo divino y lo humano, donde cada acción y movimiento en la naturaleza está influenciado por fuerzas superiores y reflejadas en las inferiores. La magia se convierte así en una ciencia que no solo busca manipular estos vínculos, sino comprender la interacción entre el espíritu, la naturaleza y la humanidad, revelando un orden cósmico donde todo está interconectado por energías invisibles.

Marie de Gournay - Apología de la que escribe (1626)

La Apología de la que escribe de Marie de Gournay es mucho más que un alegato personal: es una radiografía lúcida y valiente de la fragilidad humana frente a la calumnia, la fortuna y la traición. Con un estilo que mezcla la erudición clásica, la experiencia íntima y la denuncia social, Gournay convierte su defensa en un espejo donde se reflejan los vicios y flaquezas de su tiempo: el culto a la apariencia, la inconstancia de los amigos, la frivolidad de la corte y la injusticia hacia quienes no tienen más riqueza que la virtud. Leer este texto es asistir a la voz de una mujer que, acosada por rumores y abandonos, no se resigna a callar y eleva su palabra como un acto de justicia y de memoria. Es una obra que interpela, porque nos obliga a preguntarnos: ¿qué valor damos hoy a la amistad, a la verdad y a la dignidad cuando la adversidad desnuda los corazones?

Apología de la que escribe

Primera parte


Reputación

Por un lado, la autora reconoce que el celo por la reputación es un don natural, útil como guía y como correctivo de la conducta, ya que orienta al ser humano hacia la prudencia, la honestidad y la virtud. Pero, al mismo tiempo, denuncia que ese mismo celo abre la puerta a la vulnerabilidad frente a las “lenguas”: la murmuración, la calumnia, la crítica injusta y el rumor. Es decir, el ser humano se vuelve esclavo no solo de su semejante, sino de la parte más baja y destructiva de él, aquella que actúa con ligereza, frivolidad y malicia.

Calumnia

El maldiciente no reconoce al próximo ni la excelencia ni la relevancia ni dejar de criticar lo que desconoce. Nunca se atribuye a sí mismo nada malo. 

Pide Marie de Gournay que se levanten aquellos juicios que tenían sobre ella. No ha querido ella insultarlos al estilo de Sócrates quien no discutía con necios o como Demetrio que no se altera por un necio más que se alteraría por sus pedos (Nos dice que se siente obligada a hablar en sus propios términos). 

Defensa contra la calumnia

Reconoce que solo una firmeza de espíritu extraordinaria, como la de Sócrates, podría mantenerse siempre imperturbable frente a las críticas y acusaciones. La mayoría de las personas, incluso las virtuosas, no logran desentenderse de ellas, pues la virtud misma se paga “a alto precio” y, cuanto más se valora, más duele ver cómo se mancilla por rumores o acusaciones injustas.

Para reforzar su argumento, cita dos autoridades: Salomón, que en Proverbios compara la calumnia con un mal que “seca los huesos” y debilita la sabiduría; y Aristóteles, quien calificaba la vergüenza como el peor de los males externos. Estas referencias le permiten situar su experiencia personal en el marco de una tradición que reconoce el poder devastador de la difamación sobre la integridad moral.

Recurre a una imagen natural: el armiño, animal que prefiere morir antes que manchar su blanco pelaje, y que incluso teme más el juicio de sus pares que la propia muerte. Con esta metáfora, Gournay ilustra la dimensión universal de la vergüenza: no es solo un sentimiento humano, sino un instinto tan profundo que hasta los animales parecen reconocerlo. La calumnia, entonces, no es un mal menor, sino un monstruo que hiere la dignidad en lo más esencial.

Primero recuerda que Platón aconsejaba a los ciudadanos no despreciar la fama, es decir, no considerarla algo indiferente, sino un bien digno de cuidado. Luego introduce la figura ejemplar de Eleazar, el anciano sacerdote judío narrado en el Segundo Libro de los Macabeos, quien prefirió aceptar la tortura y la muerte antes que exponerse siquiera a la sospecha de haber quebrantado la Ley mosaica comiendo carne de cerdo.

Lo notable es que, según el relato, sus propios amigos le ofrecieron un subterfugio: reemplazar la carne prohibida por otra semejante, de modo que públicamente pareciera que obedecía al tirano, pero sin violar en verdad su conciencia. Eleazar rechazó esa salida porque lo que estaba en juego no era solo la pureza de su práctica religiosa, sino también la murmuración y el juicio público. La sola apariencia de haber cedido habría bastado para manchar su ejemplo y escandalizar a otros.

La fortuna —o más bien, la falta de ella— condiciona la reputación y el trato social. La autora sostiene que quienes padecen desgracia, enfermedad o vejez rara vez son estimados. En un mundo donde se valora la apariencia del éxito, la mala fortuna se convierte en una mancha que eclipsa cualquier mérito verdadero.

Gournay ilustra esta dinámica con su propia experiencia: cuando las cosas parecían marchar mejor en su vida, tuvo amigos y reconocimiento; pero apenas desapareció esa ilusión de prosperidad, muchos de esos mismos conocidos se alejaron. Peor aún, para justificar su abandono, se vieron en la necesidad de desacreditarla, reduciendo a “patraña o nada” las virtudes que en otro tiempo le reconocieron. Así, el descrédito se alimenta de falsos amigos y de la complicidad de un entorno que prefiere la murmuración antes que la justicia.

La grandeza verdadera se manifiesta en el amigo que permanece en la desgracia. Si alguien se mantiene sereno, sin reclamar apoyos, su virtud resplandece con más fuerza que la debilidad del “desertor”. Al usar esta palabra, “desertor”, Gournay marca el carácter traidor de quienes abandonan al otro por conveniencia, mostrando que la verdadera medida de la amistad y la virtud no se da en la prosperidad, sino en la adversidad.

Sociedad

Gournay se pregunta que tipo de sociedad y época es esta en que se pasa de lo particular a lo general, se tiene en estima lo material y se desprecia a la persona. Quien mide a los demás solo por la fortuna revela que no posee verdadera virtud propia. En efecto, si la estima que se otorga a alguien depende exclusivamente de sus bienes, posición o éxito, entonces el que otorga esa estima también se muestra como dependiente de la Fortuna. Es un “pobre hombre”, porque carece de criterios más altos —como la virtud, la sabiduría o la constancia— y se limita a reflejar el vaivén de la suerte externa.

Quienes hoy la han abandonado fueron antes los mismos que la colmaron de elogios y frecuentaron su casa mientras pudieron creerla próspera. Incluso recibieron beneficios y favores de su parte, por lo que ahora no pueden justificar su alejamiento alegando que “la conocieron mejor” y se decepcionaron. Esa excusa, dice, no es más que un disfraz piadoso de su propia deslealtad.

Al citar la sentencia: “Quien desee abandonar a un amigo buscará la ocasión para hacerlo: será reprobado para siempre”, Gournay da un paso más: convierte su experiencia particular en una lección universal sobre la traición. Quien abandona a un amigo no lo hace por descubrir un defecto, sino porque necesita un pretexto, y ese acto lo marca para siempre con la reprobación.

Con ironía concede al amor, por costumbre, el privilegio de justificarse con la divisa “tanto más, en todo lugar”. Pero cuando se trata de relaciones de amistad, virtud u obligación, la traición no puede excusarse ni en el amor ni en la costumbre: solo en la necedad y la cobardía. Así, el alegato termina reafirmando su dignidad frente al abandono, y denunciando a los desertores como saqueadores de amistades y enemigos de la virtud.

Señala que muchos, al alejarse de alguien en desgracia, intentan revestir su deserción con excusas que aparentan solidez y sinceridad. Otros, incluso, exhiben su apariencia de seriedad —la barba, los gestos, la pose externa— para hacerse pasar por personas perspicaces y juiciosas ante el mundo. Pero detrás de esta máscara, denuncia Gournay, se oculta una verdad amarga: muy pocos están dispuestos a reconocer que el deber y la buena fe nos obligan especialmente hacia los desafortunados.

La autora va más allá: afirma que la mayoría de la gente —tres cuartas partes del género humano, o al menos de los franceses de su tiempo— tiene un sentido del deber tan ridículo que la ingratitud y la perfidia no se consideran vicios castigables, sino incluso virtudes sociales. En este ambiente, el ingrato y el falso son reputados como hombres “galantes”, es decir, refinados y aceptados en los círculos mundanos. De este modo, quien sufre la ofensa queda doblemente desarmado: no solo padece el abandono, sino que además ve que el traidor recibe aprobación en lugar de censura.

A la víctima solo le queda “lanzar sus quejas al viento”, un desahogo impotente que no cambia su situación. El deber y la justicia, que deberían ser un escudo, se reducen apenas a la estrategia de esquivar golpes. 

Con respecto a aquellso que se consideran como locos o temerarios, Marie no les presta atención, pues hablan sin conocimientos ni reflexión. Es decir, pueden confundir “una marta con un zorro”, es decir, no tienen criterio ni instrucción, y su odio los ciega.

Pero frente a quienes sí la han frecuentado, Gournay afirma con fuerza que no podrían, ni aun deseándole mal, tacharla de falsa, superficial, negligente en sus deberes, imprudente en sus compañías o deshonesta en su conducta. Deja claro que su vida ha sido marcada por la inocencia, la decencia y la rectitud. Su defensa no es solo un alegato personal, sino también un intento de fijar para la posteridad la verdad de su carácter.

Ella admite, sin embargo, tres rasgos: ser sensible, firme y vehemente. Reconoce que estas cualidades pueden parecer espinosas para algunos, pero reivindica su valor: en un alma iluminada por la razón, estas no son defectos, sino semillas de virtudes que benefician a la sociedad. Por otro lado, reconoce ser buena amiga, nadie podría tener una mala relación con ella, ni siquiera aquellos quienes los acusan. Si tales verdades fueron tales antes, con mayor razón lo serán ahora. Esto porque las personas que no suelen guiarse por la razón se empeñan por sus propias fuerzas en los mismo propósitos, comienzan a envejecer y con ellos su juicio. En cambio, las personas que se dedican al ejercicio de la razón, todos sus defectos físicos y mentales se enmiendan. 

Hay un reproche que Marie identifica y es aquel que hizo al tratar de retenerlos para estar con ellos. La autora señala que la verdadera amistad no se sostiene con el interés, porque si bien un amigo solo tiene interés, solo lo ligara un vínculo de deber, no de amistad verdadera. Un amigo por interés, no es otra cosa que un esclavo, un adulador a sueldo que no quiere la compañía. Estos siempre aparentan erudición. 

Sin embargo, no la tienen. Marie nos dice que la prueba para verificarlo sería encerrarlos en un cuarto con un libro de Tácito y que redacten cierto texto de acuerdo con el filósofo. No podrían porque necesitarían de más libros para redactar su propio pensamiento. No son originales, no tienen la autenticidad de los autores que escriben. 

El mito de la amistad

Relata que en los tiempos antiguos la amistad irradiaba felicidad por el mundo, pero la adulación, imitándola falsamente, intentó ocupar su lugar incluso en la mesa de Júpiter. Para evitar esa confusión, los dioses dispusieron que la verdadera amistad siempre viniera acompañada de la adversidad, ya que la adulación no puede soportarla. La idea es clara: la amistad auténtica se reconoce porque permanece en la desgracia, mientras que la adulación huye cuando desaparece la prosperidad.

En lo personal, Gournay confiesa no arrepentirse de haber intentado retener a algunos falsos amigos, porque aunque no mostraron virtud verdadera, los veía en camino hacia ella. Le duele que su inteligencia haya sido usada más para disimular defectos que para corregirlos, pero aún así reconoce su potencial. La distinción entre saber y vivir conforme al saber refuerza su crítica: el conocimiento sin práctica no tiene valor.

Nadie puede considerarse verdaderamente virtuoso si no desea esa misma virtud en los demás —amigos, vecinos o incluso extraños—. La auténtica virtud no es egoísta: su primera cualidad es querer que reine en el mundo entero. Por eso, quien solo la practica en sí mismo y no la ama en el prójimo, en realidad no es virtuoso, sino ambicioso.

Con apoyo en las palabras de Cristo (“los que hacen la voluntad de Dios son mi madre y mis hermanos”), Gournay refuerza la idea de que la verdadera hermandad se funda en la virtud compartida. De allí que su mayor “venganza” contra los desertores no sea la ira, sino la certeza de que cuando intentó retenerlos, lo hizo porque supo reconocer sus méritos más que ellos los suyos. Al declararse capaz de no haberles imputado descrédito en una situación inversa, reafirma su rectitud moral y su superioridad ética sobre quienes la abandonaron.

Quelonis, esposa e hija de reyes espartanos, que en una guerra civil se unió a su padre Leónidas vencido, pero cuando la Fortuna lo liberó y cambió el rumbo, retornó con más fuerza al lado de su esposo Cleómbroto. Este relato ilustra que la fidelidad y el afecto verdadero no desaparecen, sino que se manifiestan con mayor vigor tras la adversidad. Así, Gournay deja una última enseñanza: la verdadera amistad y la verdadera virtud se prueban en las pruebas, en la desgracia, y renacen más puras cuando cambia la Fortuna.

Cita a Flaminio, quien se apartó de los demás para socorrer a quienes lo necesitaban, y recuerda la gran peste de Atenas, donde murieron sobre todo personas honorables, pues sentían vergüenza de abandonar a sus amigos en la desgracia. Con ello subraya una idea central: solo la virtud heroica resiste la tentación de huir cuando la adversidad golpea a un amigo.

Gournay reconoce que todos somos tentados a escapar de la aflicción ajena, pero quienes permanecen fieles en esos momentos son los verdaderos virtuosos. Al contraponer esta fidelidad con los “fraudulentos y falsos benevolentes” que la dejaron sola, convierte su queja en un juicio moral: los que desertan muestran su miseria, mientras que los pocos que permanecen junto a ella —a quienes alaba expresamente— encarnan el candor, la religión y la verdadera benevolencia.

Adversidad

La adversidad revela la verdad del ser humano. Mientras la prosperidad enmascara los corazones y obliga a los demás a representar una farsa de cortesías, respeto y apariencias, la desgracia desnuda la naturaleza de las personas. El afortunado nunca llega a ver con claridad a sus semejantes, porque siempre encuentra a su alrededor interés, halagos y disimulos. El desafortunado, en cambio, se convierte en un testigo privilegiado: al no inspirar esperanza ni temor, descubre el verdadero rostro del género humano.

De ahí que Gournay reivindique el valor de la adversidad. Aunque dolorosa, permite conocer quiénes son los amigos de verdad y quiénes solo eran cómplices de la Fortuna. La prudencia que nace de esta experiencia enseña que la fidelidad, la benevolencia y la rectitud solo se aprecian plenamente en la desgracia. El infortunio, entonces, se convierte en un revelador moral: desnuda los corazones y expone la farsa social que protege al poderoso.

Afirma que el afortunado apenas percibe una fracción de la perfidia y la malicia del mundo, porque la prosperidad actúa como un velo que suaviza la mirada. El infortunado, en cambio, queda expuesto a toda su crudeza: la cobardía, la ingratitud y la ligereza de las gentes, que no solo lo abandonan sino que lo culpan por quejarse.

Su crítica es fuerte: en su tiempo —dice— se cree que quien no sabe vengar una injuria merece todas las que recibe, y que incluso la queja justa es un vicio. De este modo, la sociedad convierte la debilidad en culpa, negando a los desfavorecidos el derecho a la generosidad y al coraje, virtudes reservadas, según la opinión común, solo a los poderosos. En este marco, la queja del débil es tachada de nimiedad, su indignación de ridícula, y su resentimiento de enfermedad del ánimo.

Gournay denuncia que estas actitudes no provienen de una prudencia verdadera, sino de espíritus “groseros y de baja ley”, incapaces de distinguir entre lo justo y lo injusto. Al despreciar el coraje del débil, aumentan la ignominia del injusto y convierten la virtud en un objeto de burla. Lo hacen, además, movidos por interés: quienes se mofan del sufrimiento ajeno son los mismos que aprovechan los favores y recursos de los demás como si fueran “vacas lecheras”.

Lo pernicioso del género humano

Una de las cosas que abrió los ojos a Narie con respecto a la adversidad, es el carácter pernicioso del ser humano. un juez, al ser advertido de que el anciano condenado a pagar el impuesto de los plebeyos era en realidad un gentilhombre, responde con frialdad: «Bien lo sé, pero él es pobre».

Cita al autor del Guzmán de Alfarache, obra picaresca escrita por Mateo Alemán, a quien describe como un hombre docto, sagaz conocedor de la vida humana y suficientemente honesto como para haber experimentado en carne propia la miseria.

El pasaje que recoge es estremecedor: el pobre virtuoso es presentado como una moneda que no circula, un desecho social, objeto de burla y sospecha constante. Nada de lo que hace se interpreta con benevolencia: si aconseja, lo murmuran; si obra con virtud, lo acusan de engaño; si comete una falta leve, lo llaman blasfemo. Vive marginado, despojado de sus derechos, sin ayuda ni consuelo, y reducido a esperar una recompensa en la otra vida por las afrentas de esta. La metáfora final —el pobre virtuoso como carne muerta comida por perros— muestra crudamente cómo la sociedad convierte al desdichado en presa de los necios.

Gournay subraya además otra enseñanza de Alemán: la corrupción llega hasta el mismo hogar, donde los pobres y virtuosos deben servir a criados malos, mientras los ricos y viciosos son servidos por buenos criados. La balanza social está tan invertida que nunca se da el “milagro” de que un rico sea tonto o un pobre sea sabio a ojos del mundo.

Las mujeres eruditas eran tachadas de “descerebradas”, sobre todo en ambientes cortesanos. Frente a ello, confiesa con ironía que decidió relegar su “leve ciencia” para intentar, al menos, ganar reputación de sentido común. Pero inmediatamente muestra que ni siquiera esa estrategia podía salvarla, porque lo que de verdad pesó contra su nombre no fue su saber, sino la revelación de su pobreza: mientras su fortuna se mantuvo oculta, el “viento popular” le era favorable; cuando salió a la luz su escasez de recursos, vinieron el desprecio y el abandono.

Aquí introduce un paralelismo histórico: al declive del Imperio romano lo acompañó la pérdida de su dignidad, porque el amor desmedido por la riqueza corrompió sus cimientos. La dignidad dejó de medirse por las virtudes y se empezó a medir por el monedero, exactamente lo que, según ella, ocurre en su propio tiempo. La cita final de los versos lo resume: la gloria y el reconocimiento ciudadano ya no dependen de la virtud, sino de la riqueza.

Ciencias

En cuanto a las ciencias y las letras, o intenta justificar aquí el valor de las letras y las ciencias, sino que se pregunta por qué, si no se le concede el lugar de sabia, tampoco se le deja disfrutar tranquilamente del “pasaporte de la ignorancia”. Su queja es clara: tanto su supuesta erudición como su supuesta ignorancia sirven por igual de motivo de burla.

Con un tono entre irónico y resignado, recuerda que aprendió latín de manera autodidacta, cotejando traducciones con los textos originales, sin maestros, sin manuscritos, sin acceso a los saberes “oficiales” que daban prestigio. Y aunque logró algo tan notable, se reprocha a sí misma no dominar la gramática con precisión, no hablar con seguridad, no tener griego ni hebreo, ni conocimientos de lógica, física, metafísica o matemáticas, ni siquiera coleccionar medallas antiguas, objeto de moda entre los eruditos de su tiempo. Es decir, frente a los doctos de academia, se presenta como una “sabia incompleta”, vulnerable a la mofa.

El clímax llega con su súplica: que se le permita, al menos, descansar en un lugar definido, sea entre doctos, ignorantes, humanos o bestias, en vez de estar siempre en medio, objeto de crítica por ambas partes. Y remata con un giro cómico-filosófico al evocar a Aristipo, quien, frente a una dificultad lógica, respondió: “¿Por qué voy a desatar esta dificultad, si atada me estorba?”. Así, se compara a sí misma con quien no necesita resolver lo insoluble: su falta de lógica formal se vuelve aquí un argumento de ingenio.

Reconoce que, además de ser mujer estudiosa —ya un motivo de burla en su tiempo—, se la señalaba por practicar una disciplina considerada “locura”. Sin embargo, su defensa no es ingenua, sino bien construida.

Primero, relativiza el juicio de locura: recuerda que emperadores, reyes y grandes sabios se han interesado en la alquimia, lo que basta para demostrar que no es una práctica marginal ni absurda. Luego señala un punto más profundo: es un error juzgar como insensato aquello cuyos secretos permanecen ocultos. La alquimia, aunque no entregue resultados visibles a todos, contiene un valor en sí misma como investigación cuidadosa de la naturaleza.

Valor de la alquimia

Gournay muestra tolerancia a la alquimia. Nos dice que siempre es valedera siempre que se cumplan dos condiciones:

  1. Quien la cultive evite los grandes dispendios, es decir, no arruinar sus bienes ni comprometer la seguridad presente en nombre de una promesa incierta del futuro
  2. Que no piense que ganará millones y millones como dicen que ese arte promete

El valor de la alquimia no reside en ganar dinero, sino más bien un valor con respecto a comprender el mundo la naturaleza. Si fuera por dinero, la piedra filosofal ya se habría encontrado y habría llenado de oro y plata el mundo. Con todo, Gournay nos dice que prefiere aprender del arte que rechazarlo.

Reconoce que la práctica de este arte fue vista con recelo y que su coincidencia temporal con la merma de sus recursos dio pie a que la “cháchara mundana” la señalara como culpable. Pero Gournay insiste: la alquimia fue accesoria, no la causa real de su infortunio.

Su defensa se articula en tres niveles:

  1. La verdad como principio moral: afirma que no puede callar ni falsear, aunque le perjudique. Reivindica que nunca ha mentido, salvo para evitar disputas, y presenta sus confesiones como prueba de su sinceridad.

  2. El desglose de gastos: ofrece una explicación detallada, casi contable, de lo invertido en la alquimia. Reconoce un gasto mayor el primer año —porque era inexperta y porque la instalación era más costosa—, seguido de siete años en que cada operación suponía entre 100 y 120 escudos. Después, los costos se redujeron drásticamente a dos o tres escudos anuales gracias a un horno prestado.

  3. El equilibrio con la austeridad personal: explica que, para compensar esos desembolsos, restringió otros gastos propios de su condición social, de modo que lo invertido en la alquimia fue absorbido por ahorros en otros ámbitos. Concluye que, en términos reales, la alquimia no le costó nada, pues el sacrificio fue voluntario y equilibrado.

Todo esto lo puede corroborar su compañera de 50 años de vida, Nicole Jamin, su dama de compañía.

Calumnias en cuanto a personas

Señala que se la acusó de tener un paje, de poseer muebles ricos, de mantener una mesa opulenta o incluso de tener varias damas de compañía. Frente a estas habladurías, responde con detalle: solo tuvo una dama de compañía por necesidad y, en una ocasión, contrató a una joven que tocaba el laúd, no por lujo, sino para aprender algunas canciones y aliviar su tristeza. Estuvo con ella apenas ocho meses antes de devolverla con su madre. Si en ocasiones se la vio acompañada de alguna dama, fue por deber o piedad, sin que mediara sueldo ni ostentación.

Con honestidad también admite que, a veces, tuvo dos lacayos, lo que reconoce como exceso motivado por la vanidad juvenil. Pero incluso allí introduce una justificación: tenía múltiples asuntos y, por tanto, la presencia de ambos estaba bien empleada. Esta confesión es clave, porque en vez de presentarse como irreprochable, se muestra humana y transparente, lo que refuerza la autenticidad de toda su defensa.

Se defiende de la acusación de llevar una vida ostentosa, respondiendo con minuciosidad casi doméstica. Afirma que, lejos de tener una “mesa opulenta”, rara vez invitaba a una o dos personas, y siempre de manera sobria. Su estilo de vida fue marcado por la frugalidad: un lecho de lana en cualquier estación, tapicería liviana y mobiliario simple, con la única excepción de unos quinientos escudos que admite haber gastado con excesiva generosidad en ocasiones puntuales.

Se detiene también en justificar el uso de un carruaje, explicando que no era un lujo, sino una necesidad en la París de su tiempo, tanto por las distancias como por la suciedad de las calles. Además, recuerda que la presión social hacía del carruaje un requisito casi obligatorio para las mujeres de cierto rango: no tenerlo era motivo de vergüenza. De este modo, lo que podía parecer boato era, en realidad, una imposición del contexto social.

La autora no solo denuncia la calumnia, sino que señala su origen: otras mujeres, bellas en su juventud y acostumbradas a buscar el favor de los poderosos, difundieron esos rumores para desacreditarla. Con tono firme, Gournay subraya que, a diferencia de ellas, rechazó riquezas ofrecidas incluso de manera digna, reservándolas para quienes realmente las necesitaban.

Ser acusado de mal gobierno doméstico no es una mancha menor, sino una deshonra total. La prudencia en la administración del patrimonio es, para ella, una prueba básica de humanidad. Quien no sabe preservarlo, afirma, no merece ni el título de ser humano. Así, la calumnia sobre su supuesta ostentación no es solo una injusticia contra su persona, sino un atentado contra su dignidad moral más profunda.

No solo denuncia que las calumnias dañan su honor, sino que muestran un efecto mucho más amplio: la privan de su sustento y, con ello, también impiden que ella pueda hacer el bien a otros gracias a su natural inclinación a la piedad. En otras palabras, la maledicencia no solo la hiere personalmente, sino que perjudica a terceros que podrían beneficiarse de su generosidad si su fortuna no hubiese sido quebrantada por esos rumores.

Reconoce, además, su desengaño: ya casi ha perdido la esperanza de recibir ayuda real, pues los charlatanes le han arrebatado la estima de “las gentes de honor” que podrían interceder ante los reyes. Esta es una confesión importante, porque revela que su defensa pública no es simple vanidad, sino una lucha por sobrevivir con dignidad en un contexto donde la reputación decide la protección y el sustento.

Con lucidez, Gournay añade que, en principio, querría despreciar las habladurías y no dignarse responderlas, pues nadie que destaque está libre de chismes vulgares. Pero también admite que cuando esas habladurías pueden arruinar a alguien —como en su caso— dejan de ser simples palabras y se convierten en un instrumento de destrucción social. De ahí su amarga ironía: vivir con más reputación que el vecino no significa tener más valor, sino agradar a más locos y a menos sabios, salvo que un accidente fortuito haga al pueblo “más dichoso que prudente” en la distribución de la fama.

De algún modo, se consuela al pensar que quienes la critican al menos la consideran lo bastante sólida y con aspiraciones de gloria como para creer que prefiere sufrir sus chismes antes que imitar sus malos ejemplos. Podría, dice, extinguir en parte esas calumnias si decidiera amoldarse a los gustos del vulgo, pero para ella ese “precio” sería una pérdida moral. Aunque confiesa que ciertas circunstancias patrimoniales la han obligado a adaptarse en parte a lo mundano, sostiene que no renuncia a sus principios.

Cita a Ronsard para reforzar su punto: quienes solo poseen cuerpo aceptan con gusto las tareas mundanas, mientras que quienes tienen espíritu las rechazan. En su época, se rechazan la solvencia y la fortaleza de carácter, y en el caso de las mujeres, este rechazo llega al ultraje, salvo que estén protegidas por linaje o riqueza. Denuncia así el modelo degradado que se impone al sexo femenino, inferiorizado incluso respecto al masculino, que a su vez está ya en franca decadencia, especialmente en la corte.

La sentencia final es lapidaria: “La censura perdona a los cuervos y sacude a las palomas”. Es decir, los poderosos y corruptos son tolerados, mientras los débiles y justos son golpeados. Aun así, Gournay reconoce que no todo ha sido abandono: menciona a Carlos I de Gonzaga-Clèves, duque de Nevers, como su primer defensor en la corte, un príncipe cuya gloria natural no dependía de su linaje ni de su ducado, sino de su virtud personal.

Marie de Gournay sostiene que el valor de una persona se revela tanto en los amigos que elige como en los enemigos que suscita. Los reproches de los “bufones” que la atacan, lejos de ser una mancha, se convierten en prueba de su mérito, porque los malos siempre se sienten molestos ante la presencia de un alma buena.

Para reforzar esta idea, recurre a ejemplos clásicos y bíblicos: Diógenes, que prefería jugar con niños antes que gobernar con compañeros indignos; Homero, que mostró la bajeza de Tersites señalando que era odiado por Aquiles y Ulises; los santos de la Iglesia primitiva, que consideraban un elogio ser odiados por Nerón; y Aristóteles, que dedicó un altar a Platón con la inscripción de que “las almas impuras no pueden alabarlo sin ofender”. Todas estas referencias subrayan que la enemistad de los indignos es en sí misma un sello de honor.

De este modo, Gournay convierte la maledicencia en inversión de gloria: las calumnias que recibe, en vez de hundirla, desenmascaran la vileza de quienes las pronuncian y refuerzan su propia dignidad. La elección de amigos y enemigos se revela como una piedra de toque moral, y en ella, afirma implícitamente, su vida ha dado mejores pruebas que la de sus detractores.

 utiliza la imagen del templo de Palas Atenea, con sus misterios reservados a los iniciados y otros abiertos al pueblo común, para establecer una analogía: también en la vida hay personas cuya valía solo puede ser reconocida por almas iluminadas, mientras que otras solo son admiradas por la multitud.

El ejemplo de Foción, el estadista ateniense, es revelador: se sintió perturbado y avergonzado al recibir un elogio del pueblo, hasta el punto de temer haber cometido un error. Ese gesto ilustra que las alabanzas del vulgo, lejos de ser un honor, pueden ser una señal de corrupción moral. De ahí la cita de san Jerónimo a Paulino: “los que más gustan al mundo desagradan a Jesucristo”, recordando que la aprobación masiva suele estar en contradicción con la verdadera virtud.

Gournay enlaza esta idea con su propio tratado sobre la incompatibilidad entre los espíritus elevados y los más bajos: la muchedumbre estima lo superficial, mientras que los espíritus verdaderamente grandes se reconocen a sí mismos sin necesitar el clamor público. Critica a los “personajillos ávidos de gloria” que viven esclavizados por la necesidad de ser comentados, incapaces de valorarse sin la aprobación del pueblo. Los llama “locas criaturas” que no aspiran a mérito alguno si no es refrendado por la voz ajena.

En contraposición, los verdaderamente orgullosos —y aquí se sitúa ella misma— saben que su grandeza se custodia en otro lugar, independiente de la aclamación o del escarnio. Estos no ocultan sus reveses ni adornan sus desgracias, porque saben que la muchedumbre está muy por debajo de ellos. En consecuencia, todo gesto artificioso de sofisticación, los “melindres, muecas y jerga” de los vanidosos, resulta repulsivo a las almas rectas.

Segunda parte

Causa de la pobreza

Su padre dejó la casa libre de deudas, pero su madre, durante las guerras de la Liga y la minoría de edad de los hijos, contrajo préstamos significativos, en parte por su afición a la construcción y en parte para sostener al hermano mayor en Italia y luego en la armada real. La madre esperaba razonablemente recuperar esos fondos mediante pagos atrasados y retenciones del Rey sobre rentas generales, de la sal y del clero. Sin embargo, al morir en 1591, las deudas pasivas tuvieron que ser saldadas y ello consumió los activos de ocho años completos.

Así, lo poco que quedaba —dos casas en París y algunos muebles— fue absorbido en el pago de esas deudas, quedando para Marie y sus dos hermanos menores apenas una renta anual de unas 2400 libras cada uno. La situación se agrava con el caso de otra hermana, que renunció a la herencia para recibir su dote matrimonial (ocho mil escudos, de los cuales solo mil estaban adelantados). Este hecho, dice Gournay, es prueba tanto de la precariedad familiar como de la injusticia de culparla a ella de un “gran quebranto”: si una hija renuncia a la herencia es porque entiende que gana con ello, y en efecto, su hermana obtuvo casi la mitad del patrimonio gracias a esa dote.

Si lo llevamos a cifras actuales, podríamos compararlo con un ingreso anual de unos 25.000 a 30.000 dólares (20 a 25 millones de pesos chilenos), es decir, un ingreso medio-bajo que permite subsistir pero que deja a la persona en clara vulnerabilidad frente a cualquier gasto extraordinario.

El contraste con la dote de su hermana es aún más significativo. Esta recibió unos 8.000 escudos, de los cuales solo 1.000 se adelantaron al momento del matrimonio. Esa dote equivalía a varios años de salario de un trabajador cualificado, y en términos actuales podría compararse con una suma cercana a los 200.000 a 250.000 dólares (180 a 220 millones de pesos chilenos). Es decir, mientras la hermana se aseguró un capital sólido y tangible al renunciar a la herencia, Gournay quedó con rentas reducidas y con la carga de sostener su vida intelectual en condiciones precarias.

Los gastos en alquimia, que fueron objeto de burla y calumnia, tampoco representan una ruina en términos reales. Ella misma reconoce que en su primer año gastó una suma considerable —unos 100 a 120 escudos por operación—, lo que equivalía a varios meses de salario de un obrero. En valores de hoy, serían alrededor de 6.000 a 10.000 dólares (5 a 9 millones de pesos chilenos). Sin embargo, Gournay subraya que esos gastos se redujeron drásticamente después, llegando a apenas dos o tres escudos al año, una cantidad mínima que en la práctica no afectaba su sustento.

Una vez liquidadas las deudas —especialmente la dote matrimonial de su hermana y las demás obligaciones heredadas— no solo desaparecieron las dos casas que formaban parte del patrimonio, sino que cada heredero debió aportar además cien escudos de su renta. Eso dejó a cada uno con apenas unas dos mil cien libras anuales de ingresos, una cantidad aún más reducida que la ya precaria de antes.

El problema se agravó porque parte de esas rentas futuras tuvo que ser vendida anticipadamente para pagar hipotecas, lo que significó una disminución todavía mayor del patrimonio disponible. Ella explica que, en su caso, la pérdida fue más dura que para sus dos hermanos menores. Durante los años de guerra, desde la muerte de la madre, había vivido de su propio bolsillo, sin gozar de los bienes familiares, mientras que sus hermanos lo hicieron “honorablemente de bolsillos ajenos”, es decir, con ayuda externa.

Patrimonio precario

Gournay afirma que sus hermanos pudieron sostenerse gracias a su intercesión y a su reputación. Ella, que asumió un rol casi maternal, cuidó de ellos y les brindó apoyo durante su juventud. En consecuencia, no solo soportó una mayor carga económica, sino también afectiva y social.

Nos dice que s muy difícil sostener la economía del hogar en tiempos de guerra, y más aún si tiene que hacerse pidiendo préstamos, pues los acreedores ya no creen en sus deudores. La suerte que tuvo de sus coherederos fue algo mejor que la suya, incluyendo el casamiento de la hermana más joven que se casó con el Señor de la Salle, de Cambrai, quien no cambió su suerte porque así se acordó en el contrato. 

Gournay recuerda un momento doloroso: la muerte de su madre. Ella cuenta que, estando en Cambrai, Dios “quiso llamar” a su madre (es decir, que falleció). Entonces relata cómo tanto ella como sus hermanos fueron acogidos por familias nobles. Su hermano fue recibido en la corte del mariscal de Balagny, mientras que su hermana fue acogida por la esposa de este, Renée d’Amboise.

Pese a que el mariscal de Balagny y su esposa Renée d’Amboise tenían un entorno cortesano lleno de pajes (en el caso del mariscal) y de damas de compañía (en el caso de su esposa), lo que les daba excusas legítimas para no hacerse cargo de más personas, no solo recibieron a su hermana, sino también a ella misma. Esto para Gournay es un gesto extraordinario de generosidad, y por eso lo consigna con gratitud “al sepulcro” de la dama.

Gournay recuerda el proceso judicial en el Parlamento contra los herederos del señor de Chasteaupoissy, quienes intentaron deshacerse de una de las casas que habían comprado de la herencia de su familia. Ese litigio, dice, basta como prueba pública de las deudas y problemas económicos que arrastraba. Además, confiesa que por un mal negocio con sus coherederos —esperando recuperar parte de las rentas de los “ocho años de guerra”— terminó cargando sobre sí más pérdidas de las que le correspondían.

Por cierto, en el Antiguo Régimen francés, el Parlamento era ante todo un tribunal de justicia, no un órgano político en el sentido moderno. Para que un caso llegara hasta allí debía existir previamente una causa concreta: un juicio, un litigio o una demanda que se hubiera iniciado en instancias inferiores.

Los procesos comenzaban en tribunales menores —como los bailliages o sénéchaussées—, y si alguna de las partes no quedaba conforme con la sentencia, podía interponer apelación. Esa apelación era la que conocía el Parlamento, que actuaba como corte de segunda o última instancia. En otros casos, asuntos de gran envergadura, como herencias importantes o pleitos entre nobles, podían llegar directamente al Parlamento.

Afortunadamente, una buena amiga suya el ayudó a salir de esa crisis económica en la que se encontraba 

También, gracias a los 1.200 escudos provenientes de la venta de la cuarta parte de la herencia de su hermano menor, el señor de Neufvy pudo sostenerse económicamente. Pero enseguida introduce la nota amarga: ese dinero solo existió porque él había muerto. 

Luego menciona al hermano mayor, quien también falleció sin dejar hijos. Los pocos bienes que quedaron, una vez canceladas sus deudas privadas, se consumieron en un segundo viaje a Italia y Palestina. Aquí la autora marca una distinción: esas deudas eran personales, pero las deudas comunes de la familia tuvieron que ser asumidas por los hermanos menores, entre los que ella estaba incluida.

A continuación recuerda cómo se realizaron los repartos sucesorios, el pago de las deudas maternas y la renuncia de la herencia por parte de su hermana, la primera en casarse. Todo esto quedó registrado en una notaría (la de La Morlière) hacia 1596. Ese detalle le da un aire de precisión jurídica y documental a su relato, como si dijera: “lo que cuento no es invención, está escrito y puede comprobarse”.

Viajó a Guyena. Allí, su viuda y su hija la invitaron a acompañarlas en el duelo y compartir la herencia mutua que él había dispuesto. Sin embargo, ese vínculo también se quebró pronto, pues el padrastro murió tres años después de su primer encuentro con ellas. Y con ironía amarga, Gournay concluye que parece como si Fortuna se hubiera ensañado con ella, impidiendo que disfrutara por mucho tiempo de un bien tan valioso.

Nos dice que cualquiera que la hubiese tratado en esa época podría haber dudado de que su situación económica fuera tan mala como ahora la presenta. Esto porque, hasta entonces, aparentaba estar más tranquila, sostenida en la esperanza de recuperar ocho años de atrasos en las rentas que se debían a la herencia familiar. Esos atrasos eran, como lo dice expresamente, su única fuente de ingresos, pero finalmente se perdieron.

Además, agrega otra dificultad: su hermana, casada con una dote de ocho mil escudos pactada por la madre, debía haberse reconocido como heredera y no como acreedora de la sucesión. Sin embargo, en el reparto de bienes se la declaró acreedora, lo que implicaba que sus derechos se ejercieran en contra de la propia herencia, agravando las cargas de Marie.

Gournay califica de “burda calumnia” las acusaciones de que se había apropiado indebidamente de grandes sumas, como los “cincuenta mil escudos” que se le reprochaban. Y responde con ironía: ¿cómo podría haber malgastado tal fortuna si incluso su propia hermana, “hija de mi padre y de mi madre”, prefirió quedarse con sus ocho mil escudos de dote a costa mía? Es decir, hasta en su familia se hicieron arreglos que le resultaron en perjuicio.

Al mismo tiempo, aclara que nada de esto debe confundirse con otra hermana, a la que describe como “muy buena y virtuosa” y que era religiosa en Chantelou. Su condición de monja la excluía de la herencia y la mantenía al margen de estas disputas patrimoniales.

Publicación de las criticas

Hace una pausa reflexiva y se dirige directamente al lector para anticipar las críticas que su escrito puede suscitar. Ella sabe que los “lenguaraces” —es decir, los habladores, los maliciosos de su tiempo— no dejarán de comentar sus confesiones sobre herencias, deudas y dificultades. Reconoce que su narración se aparta de las “convenciones al uso”, es decir, de lo que era habitual que una mujer (y menos una escritora) dijera públicamente en esa época.

Ante ello, apela a la paciencia y pide comprensión. Dice que los sabios aprobarán su franqueza y lamentarán la necesidad que la obliga a publicar este alegato. Justifica su escritura no como un acto de vanidad ni de ostentación, sino como un intento de aliviar el corazón con la verdad. Mientras otros se defienden con astucia o arrogancia, ella lo hace con sencillez y honestidad.

Gournay nunca habría querido publicar todo esto, pero las calumnias se hicieron tantas que se vio en la necesidad de acallarlas. Por lo demás no tiene nada que perder con los charlatanes

Para reforzar su punto, introduce imágenes históricas y ejemplares. Recuerda al hijo de Creso, que aun siendo mudo gritó al ver a su padre en peligro: así ella, aunque de naturaleza y educación modesta, se ve obligada a alzar la voz. Luego evoca al anciano rey que, reducido y sin salida, sacrificó a su propio hijo para aplacar al cielo y conmover al enemigo: del mismo modo, dice, ella sacrifica su virtud más querida —la modestia— para defenderse de las habladurías.

Con esto, Gournay se presenta como alguien que, aunque preferiría callar, está forzada por la necesidad y por la justicia a hablar. No lo hace por orgullo, sino porque las calumnias le roban lo que más valora: la aprobación de las personas de honor y el reconocimiento de los sabios.

Dice que de las actitudes afectadas, de las muecas sociales y de los cumplidos mundanos debe hablarse igual que aquel griego que describía las leyes como telas de araña: capaces de atrapar a los insectos pequeños, pero incapaces de retener a los grandes, que las rompen con facilidad. Con esta imagen denuncia la hipocresía de las convenciones sociales: afectan sobre todo a los más débiles, mientras que los poderosos se escapan de ellas o las manipulan.

Luego matiza: no todos los ricos o poderosos son iguales. Los menos sabios son quienes incumplen descaradamente la ley y las normas, mientras que los sabios —sean pobres o poderosos— procuran rechazar esos gestos vacíos y cumplidos superficiales siempre que no les acarreé un daño mayor. Así, distingue entre la arrogancia del que abusa de su posición y la prudencia del que sabe mantenerse al margen de las apariencias.

Para reforzar su crítica, recuerda el ejemplo del sabio Dandamis, filósofo de la India, quien reprochó incluso a Sócrates por someterse en exceso a las leyes de su patria. Si un sabio podía cuestionar al propio Sócrates por esa obediencia, ¿qué pensaría de nosotros, que nos sometemos a los formalismos sociales, a los cumplidos artificiales y a los gestos extravagantes? Según Gournay, incurrimos en ello de manera todavía peor.

Declara que le debe esta Apología a su interlocutor y a los pocos amigos que aún le quedan, en agradecimiento por haberla defendido de los calumniadores. Con su escrito quiere justificar a esos defensores: mostrar que ellos la apoyaron no por parcialidad ni por mentiras, sino porque había justicia en su causa. Así, busca que los reproches se vuelvan contra sus agresores y no contra quienes, con razón, le brindaron apoyo.

Plantea que, en esas condiciones, no le quedaba otra salida que vender parte de sus bienes, aunque fuese en condiciones muy desfavorables. Con una expresión irónica (“para decirlo en buen francés”), admite que tuvo que dar lo suyo “a cambio de unas migajas”. El motivo es claro: la necesidad actúa como una tiranía, obligando al necesitado a desprenderse de su patrimonio en términos ruinosos.

A esto se suma un segundo factor: cuando alguien compra bienes que provienen de una herencia endeudada, sin subasta legal, el precio baja mucho más. ¿Por qué? Porque el comprador teme que existan deudas ocultas o cargas asociadas a la propiedad, lo que lo lleva a pagar menos. En su caso, además, la herencia era especialmente insegura y “azarosa”, lo que aumentaba la desconfianza.

Marie explica también que celebrar un contrato de venta legal resultaba prácticamente imposible, porque requería un aval que garantizara la ausencia de deudas sobre los bienes vendidos. En su familia, dadas las múltiples deudas, esa garantía era inalcanzable.

Por eso, al vender, solo pudo ofrecer su buena fe como respaldo. Reconoce que quienes le compraban lo hacían con temor, pero insiste en que ninguno tuvo jamás motivos para arrepentirse de haber confiado en ella. Aquí se refuerza su defensa moral: aunque vendiera en condiciones precarias, siempre actuó con honestidad y rectitud.

Reconocimiento de sí mismo

Ahora bien recuerda que Aristóteles consideraba cobardía valorarse por debajo de lo que uno realmente vale. También alude a Sócrates, Escauro, Rutilio y al propio rey David, todos ellos citados como ejemplos de sabios y virtuosos que se permitieron hablar bien de sí mismos sin ser acusados de jactancia. Con esto busca demostrar que la autodefensa y el elogio de las propias cualidades no es arrogancia, sino una práctica legítima cuando se hace con necesidad y rectitud.

En segundo lugar, introduce un argumento social y de género: en Francia, dice, la única manera de hacerse visible es gastar; así los hombres, especialmente los hermanos menores con pocas rentas, se lanzan a aparentar mediante gastos desmesurados y todos lo disculpan. Pero, en el caso de las mujeres, no existe otro camino para ser reconocidas más que hablar y escribir sobre sí mismas, puesto que sus actividades no tienen el mismo reconocimiento público que las de los varones. Aquí Gournay transforma su autobiografía en una denuncia: las mujeres carecen de espacio de validación social, y la escritura es su único medio para lograrlo.

A continuación, pasa de la teoría a su propia experiencia, mostrando que no habla en vano: recuerda el reconocimiento que recibió de escritores extranjeros en Flandes, Holanda e Italia, como Cesare Capaccio y Carlo Pinto. Añade la hospitalidad que se le brindó en Bruselas y Amberes, donde incluso se guardaban retratos suyos. Evoca también la acogida de autoridades y consejeros y, sobre todo, el honor de haber recibido palabras elogiosas del Rey Jacobo de Gran Bretaña, quien la consideró digna de los más altos favores.

La gloria de los príncipes los obliga a amar la virtud y a reconocerla en aquellos que saben representarla dignamente. No se trata solo de un deber moral, sino también de una conveniencia política: al recompensar a alguien que encarna la virtud, el soberano no solo gratifica a esa persona en el presente, sino que estimula a otros a seguir ese ejemplo en el futuro. En otras palabras, la virtud, cuando es reconocida públicamente, se convierte en semilla de progreso.

Para reforzar su idea, cita a Julio César, quien habría dicho que es más ilustre ampliar los límites de los intelectos de la patria que los de su imperio. Gournay subraya que un príncipe merece aún mayor gloria si sabe ensanchar no solo las fronteras territoriales, sino las fronteras espirituales e intelectuales de su pueblo. Y esto no solo respecto de un individuo excepcional como Cicerón, sino también con muchos otros, gracias a la bondad y apertura hacia los espíritus extraordinarios.

Luego, conecta esta reflexión con su propia época: señala que el joven rey de Francia (probablemente Luis XIII en sus primeros años) muestra esa disposición generosa y loable, a la que ella aludirá con mayor detalle más adelante. Aquí prepara el terreno para hablar de su relación con la corte y de los favores que pudo recibir.

Aclara que su propósito no es la ostentación ni la vanagloria. Dice que si no estuviera obligada por la gratitud hacia quienes la han honrado con favores, nunca se habría visto llevada a exponer públicamente los beneficios que el destino le concedió. Es decir, presenta sus agradecimientos y elogios no como autoelogio, sino como justa retribución moral hacia quienes la apoyaron.

Empresas azarosas como la suya —tener que administrar una herencia que excedía sus fuerzas y su condición— no deben juzgarse con dureza si fracasan, pues quienes las emprenden lo hacen con buena intención. Afirma que “quien contra un mal seguro ofrece un mal incierto, no lo pierde todo”: es decir, intentar salir de la pobreza mediante estrategias inciertas es preferible a resignarse a la ruina segura.

Los verdaderos sabios, incluso si carecen de dinero, no son pobres de verdad, porque poseen virtudes, talentos, lealtad, capacidad de consejo y compañía. Estas cualidades son tan valiosas que constituyen, dice, una especie de “hipoteca moral” sobre la riqueza de los poderosos: los ricos, aunque tengan bienes, dependen de la sabiduría y la virtud de los sabios para dar sentido a su vida. Es una inversión del valor: lo que carecen los sabios en bienes materiales lo compensan con virtudes invaluables, de las que los ricos suelen estar privados.

Para ilustrar este argumento, recuerda un episodio célebre: al rey Alejandro Magno se le propuso competir en una carrera, pero la rechazó porque sus rivales no eran reyes; en cambio, al presentársele la filosofía, se lanzó con entusiasmo a los filósofos sin preguntar por su origen. Con esto, Alejandro mostraba que la verdadera realeza no estaba en la sangre, sino en la cercanía con la sabiduría. En su compañía, los filósofos eran “reyes” en dignidad, y a su vez, ellos lo coronaban simbólicamente como “rey de reyes”, dándole aquello que ninguna corona podía darle: el alimento espiritual y la grandeza de carácter.

Marie de Gournay critica la superficialidad de quienes eligen a sus amigos o invitados únicamente en función de su riqueza o títulos nobiliarios. Para ella, esa actitud demuestra que tales personas no saben cumplir con lo que implica realmente la amistad, pues se relacionan desde el interés material y no desde la humanidad compartida. Lo formula con claridad: quien sea “más ser humano que señor” buscará en el otro un ser humano, sin importar su fortuna o condición.

Denuncia también el carácter vacío de esas amistades basadas en el “relumbrón” social. La describe como una relación que puede resumirse en colgar un retrato del amigo rodeado de signos de magnificencia, como si bastara con exhibir la imagen para recordarse a sí mismo que fue honrado con una amistad de alto rango. 

Sin embargo, existen personas que valen la pena, como son los sabios, que lamentablemente nunca son tan destacados como aquellas personas que sin serlo, siempre son más alabadas. Con todo los sabios nunca se involucran con ellos, ellos suelen ser ricos, con mucho poder, pero sin tener la sabiduría que tienen los primeros. Un sabio puede convertirse en rico, si se lo propone, pero un rico, o más bien casi ningun rico es realmente sabio. 

El mismo Catón dijo que le gustaría debatir la virtud con los virtuosos que debatir la riqueza con los ricos. 

La fortuna

Nuestros esfuerzos son apenas una “esclusa de junco” frente al torrente arrollador de la Fortuna. Es decir, la idea de que la voluntad y la prudencia humanas tienen una resistencia frágil frente a la violencia del azar. De inmediato cita un proverbio antiguo que dice que la Fortuna “llena las dos páginas de la vida”, es decir, que todo lo que nos ocurre —tanto lo bueno como lo malo— queda escrito bajo su poder.

Gournay introduce después un ejemplo tomado de un mercader griego, quien afirmaba que había logrado con gran trabajo solo los bienes modestos, mientras que las grandes riquezas le habían llegado fácilmente, como regalo de la Fortuna. Esta observación subraya que los golpes más espectaculares de prosperidad suelen depender de la suerte más que del esfuerzo.

A continuación, recurre a una serie de autoridades clásicas e históricas para reforzar la idea. Cita a Josefo, que sostenía que la diosa Fortuna supera toda prudencia humana; a Salustio, que suscribía lo mismo; a Plinio, quien en lugar de alabarla solo encontraba motivo para injuriarla. También recuerda a su “segundo padre”, que llamaba a la suerte y a la mala suerte “soberanas deidades del mundo”. Incluso menciona cómo algunos autores atacaron la memoria de un flamenco honorable por haber atribuido demasiado poder al destino.

Cita a Teofrasto, para quien “la fortuna rige la vida, no la sabiduría”, y recuerda que incluso Platón atribuía todas las cosas al destino. A su juicio, los estoicos y epicúreos tampoco se alejaban mucho de esa conclusión: aunque partían de sistemas distintos, también acababan reconociendo que gran parte de lo que nos sucede se debe al destino o al azar.

no es feliz quien sirve a la felicidad, ni es desgraciado quien busca la desgracia. Lo ilustra con el famoso ejemplo del tirano Polícrates de Samos, quien, temiendo que su suerte constante le atrajera la envidia de los dioses, arrojó al mar su anillo más preciado para provocar una pérdida que equilibrara tanta prosperidad. Pero la Fortuna le frustró el gesto: el diamante volvió a sus manos dentro de un pez, recordándole que sus designios no podían doblegarse a la voluntad humana.

Luego evoca dos ejemplos de su tiempo: Poltrot de Méré y Jacques Clément, asesinos de figuras importantes de Francia en las guerras de religión. Ambos, a pesar de ser indiscretos y confesar sus intenciones con ligereza, nunca fueron descubiertos antes de consumar sus crímenes. Para Gournay, esto muestra la ironía de la Fortuna, que permite que actos trascendentes y escandalosos se oculten, mientras castiga con rigor a los inocentes o a los virtuosos.

Introduce enseguida una imagen alegórica tomada de una comedia: un árbol gigantesco, plantado en el centro del universo, cuyas ramas sostienen toda clase de bienes y males. Fortuna, sentada en la copa, golpea las ramas con una vara de oro, dejando caer al azar riquezas, miserias, cetros, harapos, dignidades o locuras sobre los hombres, sin orden ni propósito. Esta imagen subraya la arbitrariedad absoluta de la suerte.

Pero Gournay no se queda ahí: recuerda que Aristóteles condenaba esa visión y sostenía que la Fortuna parece conceder honores deliberadamente a los menos prudentes, lo que es aún más desconcertante. También cita al Eclesiástico, donde Salomón observa al valiente sin victoria y al sabio sin pan. A su vez, trae a la memoria a un cortesano romano que dijo: “el genio tiene por hermana a la miseria”, resumiendo la ironía de que el talento rara vez va acompañado de prosperidad.

Alude al gimnosofista Tespesión, quien, observando ejemplos como Palamedes, Sócrates, Aristides o Foción —todos hombres justos que sufrieron injusticias— concluía que los dioses habían decretado que la justicia nunca fuera feliz en este mundo. Con ello, Gournay enfatiza una visión amarga: la virtud, lejos de ser premiada, suele ir unida a la desgracia, mientras que la fortuna reparte honores y bienes al azar o incluso a los menos dignos.

Recuerda que el profeta Ezequiel enseña que Dios “azota a los hijos que reconoce como propios”. Con esta imagen subraya que el sufrimiento no siempre es signo de abandono divino, sino muchas veces de elección y corrección, como un padre que disciplina al hijo que ama.

Luego trae a colación a Cristo mismo, recordando las palabras del Evangelio: “El Hijo del hombre no encontró dónde reposar su cabeza”. Si incluso Jesús vivió sin reposo, en despojo y en persecución, ¿cómo podrían los hombres esperar que su destino fuera más venturoso que el de aquel que es modelo de justicia y perfección?

Finalmente, Mari de Gournay termina su apología señalando al señor de que la defienda ante las habladurías una vez expuestas todas sus razones en contra de aquellos que las profieren. 


Conclusión

La Apología de la que escribe concluye como un testimonio de resistencia moral frente a la injusticia y el desprecio. Marie de Gournay no busca conmiseración, sino restablecer la verdad: su vida, marcada por la pobreza, la calumnia y la traición de los falsos amigos, se sostiene en la fuerza de la virtud, la franqueza y la dignidad. Al convertir su defensa en un alegato universal, nos recuerda que la verdadera amistad se prueba en la adversidad, que la fortuna es voluble y que solo la integridad permanece. Su voz, a la vez íntima y pública, se erige como ejemplo de coraje intelectual en una época que negaba a las mujeres la autoridad de la palabra. Su apología, entonces, no es solo un descargo personal: es una lección ética y humana que trasciende su tiempo.