LA CONTEMPLACIÓN DE LOS MISTERIOS
Contemplación de la luz de la existencia (wujud) como la estrella de la visión directa (iyan) que se eleva
Ibn ʿArabī comienza describiendo una experiencia contemplativa en la que el "Real" (al-Ḥaqq, es decir, Dios) le muestra la luz de la existencia en forma de una estrella de visión directa (ḥiyān). Esta imagen representa la revelación intuitiva directa, sin intermediarios racionales ni sensoriales.
Contemplación de la luz del Tomar (akhdh) mientras se eleva la estrella de la Afirmación (iqrār)
La contemplación comienza cuando el "Real" le revela al visionario la luz de akhdh (el tomar), mientras emerge la estrella de la afirmación (iqrār), signo de reconocimiento y asentimiento interior. En este escenario simbólico, Dios dice que tomar es lo mismo que dejar ir, pero que no todo lo que se suelta ha sido verdaderamente tomado. Con esta paradoja, Ibn ʿArabī introduce la idea de que el conocimiento místico y el acceso a lo divino no se logran por apropiación, sino por abandono de sí. El tomar no es un acto de conquista, sino de desaparición, y Allāh no puede ser poseído por el místico, aunque puede tomarse al místico sin hallarlo.
Ibn ʿArabī describe cómo el tomar se manifiesta “desde atrás” —es decir, de manera imprevista, sin que el alma lo anticipe— y cómo en este tomar Dios se manifiesta, mientras que en el dejar ir, se oculta. La estructura trinitaria del tomar alude a las formas limitadas mediante las cuales el Absoluto se presenta en la existencia. Pero finalmente, declara: “Yo me tomé a Mí mismo”, lo cual elimina cualquier idea de dualidad: no hay otro que pueda tomar, ni otro que sea tomado. Sólo Dios toma a Dios.
A continuación, el texto entra en una imaginería profundamente simbólica. Se le insta a observar a los seres inanimados, cuya glorificación silenciosa es el eco del “sí, ciertamente” pronunciado en el plano preexistente del alma. En este estado de extinción, si el tomar divino se prolongara sin retorno (subsistencia), el místico quedaría atrapado en un gozo eterno que, paradójicamente, sería un dolor perpetuo: el dolor de no regresar. Aquí se reitera que solo aquello que ha sido pronunciado por el “¡Sé!” divino existe verdaderamente, y ese acto creador implica dominio, confinamiento y novedad sobre una base de no-existencia.
El texto describe una dinámica cíclica: lo disperso es unido, luego disuelto, y vuelto a reunir. Pero este proceso se trasciende cuando ya no hay ni unión ni separación. Entonces, Ibn ʿArabī contempla una mano, símbolo directo de la actividad divina. Entre él y esa Mano se derrama un Mar Verde, símbolo místico de conocimiento infinito y secreto. Sumergido en ese mar, ve una tabla sobre la cual se salva: evocación del lauḥ al-maḥfūẓ (la tabla preservada), la matriz divina del conocimiento. Luego, la mano se vuelve orilla del mar, hacia donde arriban barcos llenos de perlas y joyas que, al tocar tierra, se convierten en piedras vulgares. El mensaje es claro: fuera del mar divino (la inmersión espiritual), incluso las gemas del conocimiento se trivializan.
Cuando el visionario pregunta cómo conservar su preciosidad, la respuesta es que debe llevar consigo agua del mar. Esta agua, símbolo del conocimiento espiritual viviente, mantiene viva la percepción de lo sagrado. En cuanto se seca —es decir, cuando se pierde el contacto con lo divino—, todo se degrada en lo banal. Esto tiene una correspondencia coránica en la Sura de los Profetas, donde lo oculto se vuelve visible a quien ha sido purificado.
El peregrino entra a un jardín en medio del desierto, que es la manifestación de lo divino en lo más árido. Pero al intentar apropiarse del fruto, el agua se seca y todo se transforma en piedras. Al desechar ese fruto, las gemas se restauran. Se le pide luego que cruce el desierto, donde es atacado por animales peligrosos. El agua lo cura de cada herida, subrayando que sólo el conocimiento divino permite superar los males del camino.
Al final del desierto, nuevas huertas se abren, pero al entrar en ellas, el agua se seca de nuevo. Después entra en una oscuridad y se le ordena despojarse de todo: ropa, agua, piedras. Solo entonces permanece “tal como es”. Entonces Allāh le declara: “Ahora tú eres tú”, es decir, ya no hay máscaras ni atributos ajenos. Se le revela que esta oscuridad es la fuente de la luz, el origen de los secretos y de la materia primordial. Y que, aunque se le ha dado forma y existencia desde esa oscuridad, a ella debe retornar sin salir jamás de su esencia. Esta oscuridad luminosa es la paradoja suprema: desde ella nacen todas las luces, pero es tan brillante que ciega.
Cuando se le permite ver una apertura, como el ojo de una aguja, aparece una luz deslumbrante, tan intensa que genera una nueva oscuridad luminosa. Estira su mano y no la ve: esa luz es sólo para Dios. Ningún otro que Él puede reflejarse en ella. Por ello, se le ordena volver a su oscuridad, pues allí está su origen y su singularidad. Él es el único creado desde la oscuridad, a diferencia del resto de la creación, que procede de la luz. Finalmente, Allāh declara: “Si Yo estuviera en la luz, Me valorarían como es debido”, recordando así que el verdadero conocimiento divino no reside en las manifestaciones evidentes, sino en lo oculto y en lo incomprensible. El alma mística, al final de esta travesía, ha de levantar los velos del rostro divino, no con la vista ni con el pensamiento, sino con la aniquilación total de sí.
Contemplación del luz de los velos (nūr al-sutur) mientras se eleva la estrella del respaldo firme (najm al-taʾyīd)
Dios comienza preguntando al contemplador cuántos velos lo separan de Él. Son setenta, dice, y aunque se levanten, no puede verse a Dios, y aunque no se levanten, tampoco. Pero a la vez, lo verá si los levanta, y también si no. Esta paradoja inicial revela que los velos no son obstáculos externos sino dimensiones internas del alma y de la comprensión: no son meras capas que impiden ver, sino modos de ver. Dios le dice: “Eres Mi rostro”, e invita al místico a velarse y revelarse en nombre de lo Divino. Aquí, el rostro de Dios no es otro que el del que contempla, y sin embargo, el rostro del místico es también un velo.
Se le da permiso para quitar todos los velos. Cada velo revela una dimensión del ser, tanto metafísica como existencial: no-existencia, existencia, los pactos primordiales, la muerte parcial y total, la purificación, el amor, la subsistencia, la disolución del yo, hasta llegar a la desaparición de la esencia individual. En este ascenso progresivo a través de los velos —que también puede leerse como un descenso hacia la profundidad del ser— Ibn ʿArabī articula una ontología espiritual en la que cada estado es tanto un peldaño como una revelación. Cuando al fin ha levantado todos los velos, Dios le dice: “Lo que he ocultado de ti es aún más magnífico que lo que te he mostrado”. Luego, le revela que en realidad no le ha mostrado nada ni ocultado nada, deshaciendo toda distinción entre lo revelado y lo velado.
En una escena profundamente simbólica, los velos que quedaban tras él son quemados y se le muestra el Trono. Dios le ordena arrojarlo al mar, y cuando éste reaparece, se le pide extraer de él la Piedra de la Semejanza (ḥajar al-tashbīh), un símbolo central del sufismo que alude al misterio de que lo Absoluto puede reflejarse en lo relativo. Esta piedra pesa más que el Trono y todo lo que contiene, lo cual indica que el misterio de la semejanza —de que Dios se manifieste en lo creado— es más profundo que la majestad celestial misma. Esa piedra lleva escrito en todas las cosas la letra alif, la primera del alfabeto árabe, signo de la Unidad primordial. Después, se le cubre con cincuenta velos nuevos, y se le retiran cuatrocientos más, tan sutiles que ni los sentía: una nueva paradoja que sugiere que el verdadero velamiento es invisible y está más allá de la percepción ordinaria.
Entonces se le dice que lo que ha visto en todas las cosas debe sumarse a los velos: el resultado es el nombre de la Piedra. Este nombre, misteriosamente, ha sido escrito desde la eternidad. A continuación, se le entrega una carta de la Primera Existencia a la Segunda. En ella se afirma que la no-existencia precedió a la existencia ya existente. Se recuerda el pacto primordial en la Presencia de la Unidad, cuando el alma testificó: “Yo soy Dios y no hay divinidad fuera de Mí”. Luego fue arrojada al mar, dispersada en las tinieblas, enviada como mensajera, unida a una parte lícita de sí misma, y posteriormente encarcelada, aunque bendecida.
La narración prosigue con una recapitulación cosmogónica: Dios forma las letras, entrega el calamo (la pluma) al místico, lo hace escribir en la Tabla Guardada, le otorga vida, lo dispersa en diferentes lenguas y pueblos, lo fortalece con impecabilidad, lo sienta en su trono. Un elegido, purificado de todo defecto, recibe el derecho de interceder. Viaja de noche, es sumergido en el mar, asciende al Domo de Hierro (qubbat Arīn), y recibe la vida total. Allí se le dice: “Al salir de la limitación, te amaré”, y se le encomienda revelar el corazón de los veraces, portar el secreto de la vida, blandir la espada de la venganza simbólica, y contemplar a Dios en los atributos pero no en la esencia, ya que ésta no puede ser contenida.
El mensaje final es que aunque se escuche, se entienda, se aluda o se transmita algo de lo Divino, no se lo puede abarcar. Solo la intuición (shuʿūr) permite a los gentes de la visión percibir las cosas como son. El texto entero se construye como un círculo entre el velamiento y el descubrimiento, entre lo visible y lo oculto, entre el Uno y la multiplicidad, entre el yo y el No-Yo. La contemplación de los velos no es la superación de lo creado para alcanzar lo increado, sino la percepción profunda de que todo lo creado refleja al Uno sin contenerlo jamás.
Contemplación de la luz de la intuición (shuʿūr) mientras se eleva la estrella de la trascendencia (tanzīh)
En esta visión, lo Divino se revela en el cruce entre claridad absoluta y ocultamiento sutil, guiando al contemplador por un camino intermedio entre la literalidad y el símbolo, entre la razón discursiva y el conocimiento directo, entre lo evidente y lo velado.
Dios comienza afirmando que Él se oculta tanto en la evidencia como en la intuición, pero sólo para aquellos que están aún cubiertos por los velos: estos velos no son físicos, sino interiores, creados por el apego a interpretaciones superficiales, a dogmas sin profundidad o a prácticas sin penetración espiritual. Acto seguido, se afirma que la poesía es una prisión —en el sentido de estar limitada— pero al mismo tiempo es el lugar de símbolos y enigmas, es decir, el lugar de la revelación indirecta. La paradoja aquí es que el enigma reside en la máxima claridad: cuando se revela el símbolo, no se oscurece el significado sino que se intensifica su presencia. Así, las ayas del Corán, en su luminosidad, no son sólo reglas o hechos, sino destellos de verdades que, sin su forma poética, quedarían inaccesibles.
Dios le ordena al místico: “Búscame en el sol” (símbolo de la luz directa e incandescente), “búscame en la luna” (la luz reflejada, más suave, intuitiva), “pero evítame en las estrellas”, es decir, en lo múltiple, lo disperso, lo que orienta pero no revela la fuente. Las estrellas, aunque bellas y guías en la noche, no permiten la visión del Uno, sino que multiplican lo visible. Aparece entonces una advertencia extraña: “No seas como el pájaro de Jesús”, una alusión posiblemente a la creación milagrosa de un ave por parte de ʿĪsā (Jesús) en el Corán, un símbolo de conocimiento que es soplado pero no nacido de plenitud ontológica: el mensaje parece ser no apegarse a las formas del conocimiento milagroso si no van acompañadas de profundidad interior.
Dios invita al contemplador a buscarlo en el vicegerente (jalīfa) y en los guardianes de la noche, figuras que evocan a quienes tienen responsabilidad espiritual y velan por los secretos ocultos del mundo. Al místico se le ofrece una visión alegórica: ve caballos, burros y vacas sumergidos hasta el cuello en el agua, y se le aconseja montar una mula y buscar la orilla apoyándose en los muros. Los animales sumergidos representan los distintos grados del alma atrapada en el mundo; la mula —animal híbrido, ni noble como el caballo ni torpe como el burro— simboliza el camino intermedio, la intuición, la vía no exaltada ni degradada. Solo quien monta la mula cruzará el río sin ahogarse. Esto es una alegoría del paso seguro a través del conocimiento intuitivo, frente al orgullo del intelecto o la simpleza de la literalidad.
Se le dice entonces: “Si permaneces en la intuición, serás el grado medio”, una posición espiritual que no está ni arriba ni abajo, sino en el centro: es el lugar del equilibrio, el eje alrededor del cual gira la experiencia del ser. El instante (waqt) puede hallarse ahí, en ese grado medio, lo que implica que la verdadera espiritualidad no es un ascenso continuo, sino una forma de estar plenamente presente. Por eso se le indica viajar “en primavera”, símbolo del florecimiento y el equilibrio de todas las fuerzas naturales.
Se desarrolla otra idea clave: tanto la luz como la oscuridad son velos. El conocimiento (luz) y la ignorancia (oscuridad) ocultan a Dios si no se trascienden. Solo en la línea que las separa —un sutil umbral ontológico— puede encontrarse lo más beneficioso. Esa línea representa el equilibrio, el punto donde el exceso de claridad se disuelve y la sombra aún no domina: una forma pura de conciencia.
La desaparición de esa línea en la oración del ocaso (maghrib) señala que el verdadero conocimiento espiritual debe integrarse en el ritmo del día y de la noche, del tiempo profano y el sagrado. Dormir después de la oración impar (witr) y antes del alba es una recomendación para volver al no-ser, al descanso, en el cual la legalidad se suspende y el alma vuelve a su pura identidad: “serás tú, más allá de tales atribuciones”.
Finalmente, una advertencia esencial: “Si el Mandato desciende, no desistas, porque perecerás”. El Mandato divino, el decreto espiritual, exige entrega incondicional. Al que monta la mula se le prohíbe mirar a los lados: debe permanecer en silencio, atento, sin dispersión. Así se mantiene la integridad del viaje. Esta enseñanza pone en primer plano el carácter paradójico y profundamente simbólico del shuʿūr, la intuición mística, como camino del conocimiento de Dios, no mediante lo visible ni lo oculto, sino a través de lo que está entre ambos: el punto donde el yo desaparece y el Uno se manifiesta como totalidad sin forma.
Contemplación de la luz del silencio (ßamt) como la estrella de la negación (salb) se eleva
En esta contemplación mística, Ibn ʿArabī medita sobre la luz del silencio al tiempo que asciende la estrella de la negación. El silencio no es ausencia de palabra, sino presencia total de la Realidad en su forma más pura y esencial. En este estado, el místico es silenciado por lo Real, pero paradójicamente, su palabra está inscrita en toda la creación: no hay letra ni escritura que no emane de su propia sustancia. La paradoja es total: ha sido reducido al silencio, pero su palabra llena el universo.
Dios le revela que el silencio es su verdadera realidad ontológica. No es algo añadido a él, sino su propia esencia, aunque no le pertenece como posesión. Aquí se establece una distinción clave: si el místico adorara “al silencioso” como entidad, caería en la idolatría, igual que los que adoraron al becerro o los astros —símbolos de formas limitadas y mudas—, pero si su silencio no se convierte en objeto de adoración, entonces permanece unido al Uno, no a lo creado.
El discurso revela que el habla es creada como expresión de ese silencio esencial. El místico habla, pero sigue siendo silencio. Y es a través de él que Dios actúa: ve, da, contrae, expande, existe, se manifiesta. De forma recíproca, todo lo que el místico hace —hablar, dar, ver, conocer— es Dios mismo actuando en él. Esto anula toda autonomía del sujeto: el místico es pura transparencia por la cual Dios se da a conocer.
Una enseñanza crucial es que el místico es el lugar de la visión divina y debe hablar solo cuando Dios le mira, aunque Él lo haga constantemente. Aquí se introduce un nuevo matiz del silencio: hablar sin hablar, comunicar sin romper el silencio esencial. Dios declara que si Él hubiese guardado silencio absoluto, el místico no existiría; pero si el místico no hablara, Dios no sería conocido. Por lo tanto, debe hablar para que la Realidad sea revelada, pero sin romper el fondo de silencio que lo constituye.
La figura del alif se convierte en símbolo de este silencio absoluto. El alif es la letra silenciosa, sin articulación, pero es el principio de todas las letras: está presente en ellas sin ser pronunciado. Las letras —símbolo de lo manifestado, del lenguaje articulado— son como Moisés, el kalīm Allāh, “el que habla con Dios”; el alif, en cambio, es como el bastón de Moisés: aparentemente mudo, pero portador del milagro. Esto significa que la fuente verdadera del lenguaje —y por ende del ser— es el silencio primordial, no lo articulado.
Finalmente, se resuelve la paradoja: hablar es estar en el no-ser, y ser es guardar silencio. Quien permanece en silencio no lo está, y quien habla, en realidad, sí lo está. Aun si hablara eternamente, el místico permanecería en el silencio de su ser esencial. Si habla, el mundo se desvía por su mediación; si guarda silencio, todo encuentra su guía. Por eso, se le exhorta a elevarse más allá, a superar incluso el dilema entre palabra y silencio, porque el conocimiento verdadero se encuentra más allá de ambas dimensiones.
Contemplación de la Luz de la Elevación (maṭlaʿ) al surgir la Estrella del Desvelamiento (kashf)
El texto se abre con una visión otorgada por "el Real" (al-Ḥaqq), una de las designaciones de Dios en el sufismo, que presenta el ascenso desde un límite sin separarse de él. Esta paradoja inicial —ascender sin separación— remite a la noción de que toda elevación espiritual es inseparable de los fundamentos de la existencia, representados por los límites. El exterior revela al interior, y el límite posibilita la contemplación del punto elevado. La elevación no se produce por negación del mundo, sino enraizada en él; la luz brilla porque hay oscuridad, como la luna se ve por la luz del sol. Esta imagen sugiere que la realidad divina se manifiesta dialécticamente a través de lo finito.
El Watchtower (la atalaya) se vuelve símbolo de percepción mística y de vigilancia espiritual. Es un umbral entre la trascendencia y la inmanencia. El que no respeta su límite cae; el que lo reconoce permanece. Aquí Ibn ʿArabī ilustra un principio esencial de la mística: el conocimiento de los propios límites ontológicos permite la experiencia de lo ilimitado sin pretensión. Subir es mantener la humildad en el ascenso, no creerse dueño del conocimiento, sino ser huésped de lo que se revela.
A continuación, una serie de pares afirmativos se enumeran en forma de epifanía poética. Cada "ascenso" está acompañado de un testimonio que lo verifica. La gloria se eleva con la cercanía divina y es atestiguada por la magnificencia del mundo; el instante místico trasciende el tiempo, testificado por el mar de la compasión; la muerte es elevada por el poder del destino. Ibn ʿArabī conecta realidades espirituales (la cercanía, el instante, la compasión, el perdón, la indigencia) con manifestaciones metafísicas o existenciales (tiempo, forma, nombres, atributos). Esta serie crea una cartografía del ascenso interior, donde todo lo que sube tiene su espejo que lo confirma, mostrando la reciprocidad entre lo divino y lo creado.
Luego, cuando el contemplador pregunta si este proceso tiene fin, la respuesta es clara: "No mientras dure la eternidad". Con ello se introduce la infinitud de la experiencia divina, donde cada estación espiritual es transitoria y deja huella sin repetirse, revelando una cosmología dinámica del alma, siempre en ascenso, siempre en tránsito, sin retorno posible, aunque las estaciones permanezcan en la interioridad del gnóstico.
El texto cambia de tono y se hace más íntimo. El Real revela que si se le mostrara siquiera un fragmento de los secretos de la Unidad Esencial, el gnóstico se consumiría en el fuego. La grandeza divina no puede ser contenida ni siquiera por los más elevados; por eso, el límite entre lo que se puede soportar y lo que no es impuesto por la Misericordia. Así, el conocimiento de sí mismo es todo lo que se puede alcanzar; más allá de eso está el abismo de lo Inabarcable.
Este autoconocimiento —“sólo conoces lo que Yo te he permitido conocer”— se vuelve la medida. Ibn ʿArabī reitera que el corazón del gnóstico recibe cada día setenta mil secretos del señorío, imposibles de retener o repetir, señalando que el conocimiento verdadero es por su naturaleza efímero, dado por gracia, no acumulable.
El yo del gnóstico es revelado como el espejo de los Nombres Divinos. No hay esencia, límite, interior o exterior más allá de él; todo está en él porque él es la huella del Ser. No como afirmación ególatra, sino como desaparición del ego en la identidad ontológica con el Real. El gnóstico habla sin hablar, se mueve sin moverse; su poder no es suyo, sino manifestación del poder divino. Este es el estado de servidumbre suprema, donde el siervo es la Casa, el Tesoro Oculto y el reflejo del Conocimiento divino.
La advertencia final es clara y tajante: quien niega la revelación, la palabra, la resurrección, el castigo y la recompensa, niega también al Real. No porque estos símbolos tengan forma literal, sino porque negar su raíz es negar que el Real pueda revelar, castigar, amar o mostrarse. Ibn ʿArabī no habla aquí de simbolismo como negación de la realidad espiritual, sino como lenguaje para acceder a ella.
Finalmente, el Real recuerda que el corazón del gnóstico puede estar velado por el cuerpo, los actos y la materia, y que incluso los elevados son como niños ante el secreto absoluto. El conocimiento verdadero es un abismo de deslumbramiento. Frente a este misterio, lo que queda es la humildad: la negación de toda atribución propia, la conciencia de que la realidad del siervo no es más que una metáfora oculta en el Ser de Dios.
Contemplación de la Luz de la Pierna (sāq) cuando asciende la Estrella de la Convocatoria
Esta contemplación se abre con una visión del “Leg” (la Pierna), un símbolo coránico de manifestación majestuosa de lo divino en el Juicio Final (cf. Q. 68:42). Ibn ʿArabī es convocado a contemplar su luz mientras aparece la “estrella de la invocación”. La “pierna” aquí es entendida como una expresión del poder irrevocable de Dios, una orden que se manifiesta desde Su Majestad. Se advierte al místico que tenga cuidado cuando esta se manifieste, porque está vinculada a la disolución del orden cósmico y a la aniquilación de todo lo muerto, dejando solo lo vivo.
Se introduce una distinción espiritual entre distintos tipos de siervos de Dios: unos ocupados en el conocimiento del corazón, otros en los secretos, otros en el misterio más escondido, y algunos que vagan libremente. Ibn ʿArabī recibe permiso para elegir libremente a qué clase pertenecer. A la vez, se le recuerda que él está por encima del “Watchtower” (la atalaya o punto de vigilancia elevado), un símbolo de ascenso espiritual. La pierna, en cambio, depende de él, y es también el soporte del “hombre de la roca”.
Contemplación de la Luz de la Roca (ṣakhra) cuando asciende la Estrella del Mar
Esta contemplación introduce el símbolo de la Roca, un punto de refugio que representa el cuerpo humano como sede de saberes ocultos. Se presenta una conversación alegórica en la que se pregunta qué fue comido sobre la roca: la mitad de un pez, evocando el relato de Moisés y el joven (posiblemente al-Khiḍr) en Q. 18:63. El pez partido simboliza el conocimiento exterior (la parte muerta y visible) y el conocimiento interior (la parte viva y desaparecida en el mar).
La Roca relata cómo fue cubierta por el Mar Verde, símbolo del conocimiento esencial, y cómo fue liberada al aparecer el sol (símbolo del conocimiento divino directo). La luna aparece como un agente de conocimiento reflejado, a quien se le dan órdenes misteriosas: sumergirse en el Mar Verde, no mostrarse más, e incluso evitar al Oriente (símbolo del saber exotérico). El mar debe recibirla con calma, pues su agitación indica que se han revelado secretos inadecuadamente. El mandato de emitir doce manantiales y sumergirse en cada uno corresponde a la necesidad de purificación interior a través de los signos zodiacales y la integración de los tres mundos: el alma, el espíritu y el cuerpo.
Contemplación de los Ríos (al-anhār) cuando asciende la Estrella de los Grados
Aquí Ibn ʿArabī contempla cuatro ríos que fluyen hacia distintos mares: el Mar de los Espíritus (Jesús), el Mar del Habla (Moisés), el Mar de la Flauta y la Embriaguez (David) y el Mar del Amor (Muḥammad). Los ríos, que representan los saberes de los santos herederos, brotan del océano del conocimiento divino, vuelven a él, y de ellos surgen corrientes menores que alimentan las siembras espirituales de los viajeros (sālikūn).
El texto presenta cuatro tipos de contemplación: la del veraz (que ve el océano antes que todo), la del testigo (que ve todo a la vez), la del racional (que sigue los pasos río → océano → mar), y la del imperfecto (que invierte el orden pero aún así se salva). Dios ha construido un barco para quien está bajo Su cuidado, con el cual navegar por los ríos, luego los mares y finalmente alcanzar el océano del Conocimiento, más allá del cual hay un desierto de Perplejidad en el que los sabios vagan eternamente.
A continuación se le muestran tres moradas: la primera, con tesoros abiertos asaltados por multitudes (atribuciones erróneas de los actos); la segunda, con tesoros cerrados pero con llaves disponibles (atributos divinos a los que pocos acceden); y la tercera, con tesoros sin llave (esencia divina). Ibn ʿArabī es instruido a sumergirse en el mar, recuperar las llaves y entrar a los tesoros, donde solo encuentra el Vacío. Ese vacío es el lugar de los conocedores del secreto, el punto de la trascendencia pura donde toda descripción cesa.
Contemplación de la Luz de la Unicidad (aḥadiyya) cuando se eleva la Estrella de la Servidumbre (ʿubūdiyya)
Esta contemplación comienza con una paradoja existencial radical. El místico recibe órdenes de parte del Real (al-Ḥaqq): “vuelve”, “acércate”, “detente”, “no te retires”, pero cada mandato carece de dirección concreta. No hay un “dónde” al que volver, ni un lugar hacia el cual acercarse o detenerse. Este desconcierto total es el inicio de la perplejidad (ḥayra), que no es simplemente una confusión mental, sino una disolución de los parámetros ordinarios del conocimiento, del espacio y del yo. Es la experiencia directa del ser como sin punto de referencia. Esta perplejidad no es falta de comprensión, sino su culminación.
Luego, el Real despliega una serie de afirmaciones aparentemente contradictorias sobre la relación entre el yo del místico y lo divino. “Tú eres tú y yo soy yo”; “Tú eres yo y yo soy tú”; “Tú no eres yo y yo no soy tú”. Estas fórmulas desarticulan cualquier lógica binaria: la identidad se deshace en la multiplicidad de sus posibilidades. La última fórmula —“Tú no eres tú y no eres otro que tú”— niega incluso la identidad propia. Esta secuencia es un desmantelamiento del ego y de toda afirmación dogmática. La "yoidad" (aniyya) se contrapone a la "élidad" (huwiyya): la primera es singular e inmediata, la segunda implica distancia y multiplicidad. El místico está sumido en lo oculto, mientras que Dios se manifiesta a través de él.
La perplejidad no es un obstáculo, sino una forma de conocimiento. Es la “realidad de la realidad”, porque en ella desaparece toda ilusión de certeza y aparece la paradoja como la única vía auténtica hacia lo divino. Solo quien permanece en la perplejidad puede conocer a Dios, y paradójicamente, quien conoce a Dios, ya no conoce lo que es la perplejidad, pues ha sido absorbido por ella. Se deshace así el dualismo entre conocimiento e ignorancia: todo saber verdadero implica rendirse a la imposibilidad de saber.
Dios enumera los diversos estados espirituales en relación con esta perplejidad: los que se detienen en su camino se pierden; los herederos (aquellos que reciben el saber espiritual) se realizan en ella; los seguidores la buscan; los siervos la habitan; los veraces hablan desde ella. La perplejidad es tanto origen como fin: es desde donde son enviados los profetas y hacia donde ascienden sus aspiraciones. Es decir, es el espacio donde la revelación es posible, precisamente porque el yo ha sido suspendido.
La perplejidad lleva a la felicidad, porque es la condición del verdadero conocimiento de la Unidad. Quien está en perplejidad, unifica; quien unifica, existe; quien existe, se extingue; y quien se extingue, permanece. Esta cadena es una alquimia del ser: pasar de la existencia individual a la permanencia divina, que es objeto de adoración. Finalmente, el que adora y el adorado se funden en el acto de recompensa. La recompensa suprema es la “yoidad” divina, que no es propiedad del yo humano, sino su abolición. Y en esta “yoidad”, la perplejidad es su forma más alta.
Luego el Real revela que la perplejidad no es más que Su “celos hacia ti”: una forma de protección. Es una manera divina de velarse para no ser poseído ni compartido. El místico debe también guardar y velar a Dios, como si se tratara de un secreto precioso, inaccesible a quienes no han pasado por la perplejidad. Debe guiar a los demás hacia Dios, pero sin revelar Su lugar; hablar de Él, pero no mostrarlo. Porque el lugar de Dios —que puede entenderse como la interioridad del místico— es la clave de la presencia divina. Quien llega a ese lugar, encontrará a Dios; pero si ve algo, no ha encontrado nada. Solo si no ve nada, quizás entonces vea verdaderamente a Dios.
Finalmente, se presenta el símbolo del “vestido de Dios”, que representa Sus atributos y nombres. Llevar ese vestido es manifestar los rasgos divinos en uno mismo; pero ese acto puede volverse presuntuoso. Por eso se le ordena al místico arrojar el vestido al fuego. Si arde, es un disfraz contaminado por el ego; si no arde, es verdadero. Y de nuevo, una paradoja: quien lo lleva no pertenece a Dios, y quien lo deja, sí lo hace. Porque lo divino no puede poseerse. Lo más alto no es vestirse de Dios, sino dejar de pretenderlo.
La contemplación culmina con una proclamación: “La no-existencia da testimonio de la perplejidad: ‘Yo soy Dios, no hay más dios que Yo’”. Este testimonio —el de la zarza ardiente a Moisés— es pronunciado por la no-existencia (ʿadam). Es decir, solo en el vacío total de sí mismo, cuando el yo ha sido disuelto y consumido en perplejidad, se puede oír la voz de Dios. La aniquilación es la condición para la afirmación suprema. La perplejidad no es un estado transitorio, sino la morada misma del Absoluto.
Contemplación de la Luz de la Divinidad cuando se eleva la Estrella de Lām–Alif
Esta contemplación representa una experiencia límite, en la que la conciencia mística es llevada al umbral de lo inefable. Ibn ʿArabī comienza señalando que toda forma de lenguaje, explicación o símbolo resulta insuficiente para lo que se ha revelado: el núcleo de la ulūhiyya, la Divinidad en su realidad más pura. Incluso las expresiones que suponen una relación —como “Él dijo”, “yo dije”, “tú”, “ven”, “aléjate”, “levántate”, “siéntate”— desaparecen. En este estado ya no hay lugar para el diálogo, el movimiento o la dualidad. La distinción entre sujeto y objeto se desintegra. Todo concepto que presupone alteridad o relación es abandonado. La contemplación se convierte en pura presencia sin forma.
En medio de esta suspensión total de los signos y las formas, el místico declara: “cada cosa se me hizo clara, pero no vi nada”. Esta es la visión directa de lo real más allá de las apariencias. Todo está iluminado, pero nada permanece como objeto de visión. Lo que es “visto” no tiene forma, ni contorno, ni entidad separada. Es una epifanía sin figura.
Lo que sigue es un breve pero abismal poema metafísico: el discurso cesa, las causas se disuelven, el velo cae. Solo queda “el permanecer”. Pero este permanecer no es el del ser finito, sino el de aquello que subsiste por sí mismo, sin soporte, sin necesidad: el Ser en su forma absoluta. Y a continuación, una de las fórmulas más estremecedoras de Ibn ʿArabī: “la aniquilación aniquilada de la aniquilación, por el ‘yo’”. Es decir, incluso el estado de fanāʾ (la extinción del yo en Dios) es superado, trascendido, y lo único que queda es el “yo” puro, el pronombre divino, el anā que no pertenece al ser creado. Aquí, el místico no desaparece: lo que desaparece es su desaparición, y lo único que subsiste es el pronombre de Dios hablándose a sí mismo desde el abismo de su unicidad.
Esta contemplación está íntimamente ligada al símbolo del lām–alif, dos letras escritas como una sola en caligrafía, pero pronunciadas como dos. Esta figura representa visualmente la unidad indivisible de lo divino (como línea única), al tiempo que sugiere en la pronunciación su dualidad relacional: Dios y el siervo, el Uno y el que lo adora. Pero también forma la palabra lā (“no”), la negación por excelencia del monoteísmo islámico: lā ilāha illā Allāh, “no hay divinidad sino Dios”. En este gesto caligráfico y fonético se contiene todo el misterio de la divinidad: una esencia absoluta que, cuando se manifiesta, lo hace mediante la negación radical de todo otro, incluyendo incluso el yo del místico.
Contemplación de la Luz de la Unicidad (aḥadiyya) cuando se eleva la Estrella de la Servidumbre (ʿubūdiyya)
En esta contemplación, Ibn ʿArabī establece una profunda relación entre la unicidad divina —la aḥadiyya, que denota la unidad absoluta e indivisible de Dios— y el estado de servidumbre —la ʿubūdiyya, la condición espiritual del siervo perfecto. Ambas se enlazan simbólicamente a través de las letras lām–alif, que unidas forman una sola figura caligráfica aunque están compuestas por dos trazos. Este vínculo alude a que el acceso humano al misterio de la unicidad divina no es directo, sino mediado por la servidumbre: solo quien es plenamente siervo puede rozar el velo de la unicidad.
Dios se presenta al místico alternando el rol de raíz y rama con él. En la existencia, Dios es la raíz y el ser humano su derivación; sin embargo, en el conocimiento, es el siervo el que se convierte en la raíz: conocer a Dios implica haberse conocido a uno mismo. Aquí se produce una inversión de papeles que refleja la relación dinámica entre la divinidad y su manifestación: no puede haber conocimiento de Dios sin sujeto cognoscente, pero el sujeto cognoscente es, en última instancia, un reflejo de Dios.
A continuación, se declara que el místico es "el uno" (al-wāḥid) y Dios "el Único" (al-aḥad), reforzando la idea de una manifestación de la unidad en la criatura. Esta unidad es continua e indivisible, no admite particiones sin perder su esencia. La presencia de la aḥadiyya se manifiesta como sucesión ininterrumpida, como el despliegue del Uno en la multiplicidad. El Uno se hace presente en todo sin dejar de ser Uno.
Los dichos sobre la oración impar (el witr) tienen un valor simbólico: el número impar está asociado a Dios, mientras que lo par a la creación. Así, las recomendaciones sobre orar el witr después del maghrib (la oración del ocaso) tienen la función de mantener en el siervo una conciencia de su paridad como criatura, sin pretender igualarse a la imparidad divina. Esta práctica refuerza la diferencia esencial entre el Creador y lo creado, recordando al siervo que, si bien está llamado a reflejar los atributos divinos, no debe confundirse con la Divinidad misma.
Aparece luego una declaración provocadora: no se debe profesar la unidad, creer, someterse ni asociar, porque todos estos caminos están contaminados por formas de idolatría o duplicidad. Esto se entiende como una crítica a cualquier afirmación conceptual o doctrinal que pretenda encerrar el misterio divino. El verdadero conocimiento de la Unicidad no se expresa en fórmulas, sino en experiencia directa: lo que se dice sobre Dios está condenado a errar, y la verdadera visión no dice nada.
La metáfora del árbol remite a la estructura del cosmos y del ser. Toda existencia se construye en una cadena de dependencias: el fruto depende de la rama, la rama del tronco, el tronco de la tierra, la tierra del agua, y así sucesivamente hasta llegar al mandato divino, el amr, que surge de la Presencia Señoril (ḥaḍrat al-rubūbiyya). Es un mapa metafísico de la creación: todo depende de otro, excepto el Principio mismo, que da el orden sin depender de nada. La instrucción de “mirar y gozar sin hablar” sugiere que al alcanzar el grado de contemplación verdadera, el silencio es la única actitud adecuada.
Se nos exhorta a “preservar los intermediarios”, es decir, a respetar el orden simbólico y jerárquico del universo. En la constelación de la Osa Menor, Ibn ʿArabī sitúa las letras místicas Ṭā–Hā, asociadas al Profeta y a su función cósmica. El quṭb (el polo espiritual) es doble, pero está unido en uno solo, como la forma de lām–alif: dos polos, pero una única dirección. Esto es una forma de expresar cómo la unidad divina se manifiesta a través de una aparente dualidad sin que ello afecte su naturaleza esencial.
Finalmente, se afirma que no se debe mirar la existencia de los Polos, sino lo que está oculto en la negación. El lām–alif —que también forma el lā de “lā ilāha illā Allāh” (“no hay divinidad sino Dios”)— esconde un secreto no dicho, depositado en el versículo coránico que dice: “Dios es quien elevó los cielos sin columnas visibles”. En esta declaración, lo más elevado es lo que no se ve, lo que sustenta sin apoyo, como la unicidad divina que sostiene el universo sin necesidad de apoyarse en nada. En el corazón de esta contemplación está el misterio de cómo lo absoluto se refleja en lo relativo, y cómo la servidumbre no es una disminución, sino el punto exacto en el que el Uno se manifiesta.
Contemplación de la Luz del Sostén (ʿAmd) cuando se eleva la Estrella de la Singularidad (Fardāniyya)
En esta contemplación, Ibn ʿArabī es llevado a meditar sobre el “Sostén” o “Columna” que mantiene la estructura de la existencia, mientras emerge la estrella de la fardāniyya, la singularidad. Se trata de una figura simbólica del Insān al-Kāmil, el Hombre Perfecto, oculto en la aniquilación (fanāʾ) y revelado en la subsistencia (baqāʾ). Esta paradoja —escondido en lo manifiesto y revelado en lo oculto— expone la estructura metafísica del ser: la realidad última no puede ser percibida por los sentidos ordinarios, ya que su ocultamiento y su manifestación se entrelazan constantemente.
Dios declara haber velado al místico con la unicidad misma, impidiendo que las miradas lo perciban directamente. Se construye entonces una gran cúpula, símbolo del mundo, cuyos componentes (la cúpula, los clavos, los utensilios y las cuerdas) representan todo aquello a lo que se aferra el ser humano: belleza, estabilidad, medios, bienes. A pesar de que se permite a todos entrar en esta estructura cósmica, casi todos se distraen con sus aspectos periféricos, sin advertir el pilar central que sostiene todo: el Sostén. Sólo un grupo minoritario, guiado por su intelecto o intuición, concluye que una cúpula sin apoyo es inconcebible. Así, buscan y encuentran el Sostén, lo arrancan de su lugar —quizás sin saber las consecuencias— y, al hacerlo, destruyen el equilibrio, haciendo colapsar la cúpula sobre los demás.
Este derrumbe simboliza el caos ontológico cuando se toca lo absoluto desde la ignorancia o la ambición. Los que permanecieron bajo la cúpula caen en confusión, chocan entre sí como peces atrapados en una red. La imagen es violenta y expresiva: son consumidos por el fuego divino, el fuego del conocimiento verdadero que destruye las falsas seguridades. Tras ello, son devueltos a la vida, sólo para descubrir que aquello a lo que se aferraban —las formas, las construcciones, las seguridades— era polvo disperso. La revelación no deja nada salvo la verdad: todo lo demás es ilusión.
Luego, Dios ordena al místico estar con los compañeros del Sostén, es decir, con los que han reconocido esta realidad central. Sin embargo, se introduce una paradoja: si está con ellos, perece; y si no está con ellos, también perece. Esto expresa que la verdad no está en los nombres ni en las compañías, sino en la conciencia de lo que esas compañías representan. Lo que se debe buscar no es a los compañeros del Sostén, sino al Uno en cuya presencia ellos se encuentran.
En una afirmación final cargada de advertencia, se declara que quien ve el Sostén ha sido velado. El acto de ver implica una objetivación, y todo lo que se objetiviza ha dejado de ser la Realidad Última. Por ello, incluso la visión del Sostén puede convertirse en un obstáculo. La contemplación concluye con una advertencia contra la disputa intelectual: argumentar sobre estos misterios puede llevar a la perdición, pues lo divino no se capta en la lógica discursiva sino en la experiencia directa, silenciosa y vacía del yo.
Contemplación de la Luz del Argumento (ḥijāj) cuando se eleva la Estrella de la Justicia (ʿAdl)
En esta contemplación, Ibn ʿArabī es conducido por la Realidad (al-Ḥaqq) a una visión sobre la justicia divina revelada a través del juicio a los que sostienen posturas racionalistas, sectarias o desviadas del camino profético. La tierra aparece nivelada y vacía, señal de la resurrección, y de que todo ha sido dispuesto para el juicio. La voz divina lo llama a observar lo que ocurre con aquellos que disputan y se aferran a pasiones e innovaciones: el argumento, en esta escena, no es sabiduría, sino un medio de perdición.
Un pabellón es alzado, sostenido por una columna de fuego y rodeado de cuerdas de alquitrán. Este lugar es donde se desarrollará el juicio. Dios pregunta retóricamente si Él puede ser objeto de disputa, si alguien puede hablar de Él salvo Él mismo, y rechaza con vehemencia las proyecciones humanas sobre lo divino. Aquí se denuncia la pretensión del intelecto de definir a Dios sin revelación: una crítica a los filósofos que confían únicamente en la razón.
El juicio comienza con los racionalistas y filósofos, quienes afirman haber usado su intelecto para complacer a Dios. Pero Dios los confronta: ¿cómo sabían lo que le agrada si no fue por revelación? Al apoyarse exclusivamente en su intelecto, han caído en idolatría del yo. Por ello, su castigo no viene de otro, sino de su propio intelecto, que los consume como fuego: lo que adoraron se convierte en su verdugo.
Luego aparecen los naturalistas, adoradores de las fuerzas de la naturaleza, quienes son entregados a cuatro ángeles que los destruyen por haberles atribuido acciones divinas. Son arrojados al fuego, como lo serán los materialistas (dahriyya), quienes negaron toda trascendencia y atribuyeron la muerte simplemente al paso del tiempo. A ellos se les recuerda que los profetas les advirtieron, pero negaron las señales, y por eso no tienen excusa.
Los muʿtazilíes, conocidos por su teología racionalista que afirmaba la libertad absoluta del ser humano, también son condenados. Se les acusa de arrogarse la soberanía que pertenece sólo a Dios: “hacemos lo que queremos”. Su desviación de la vía profética los lleva al mismo destino.
Más adelante, el juicio alcanza a los espiritualistas. Son los más detestables, porque se complacen en la caída de otros. Solo un pequeño grupo de entre ellos se ha refugiado bajo la protección de los profetas, en un pabellón de seguridad. Ibn ʿArabī recibe la instrucción de unirse a este grupo si desea salvarse, pero con una advertencia: que no se una a ellos mientras permanezca la mīm (la letra final de maʿa-hum, “con ellos”), porque la verdadera salvación está en estar con Él (maʿa-hu). El desplazamiento de esa letra revela la verdadera compañía espiritual: con Dios, no con los grupos.
El místico entra al Paraíso con el octavo grupo. Elimina la mīm, símbolo de la separación, y permanece en la “con-comitancia” (maʿiyya). Esta presencia lo guía a través de setenta mil velos hasta que desaparecen todos, incluso el sentido de la maʿiyya, y queda solo Dios. La revelación final le muestra a cada alma la forma de su conocimiento de Dios, según su disposición: cada visión es única y refleja lo que cada uno ha comprendido de su Señor.
Finalmente, Ibn ʿArabī recibe instrucciones profundas. Se le dice que entre en el pabellón y que el fuego se convertirá en luz, que las llamas se volverán paraíso. Solo puede entrar en los lugares a través de Dios, y solo puede buscar a Dios. Cuando se pregunta quién es salvado, se responde: quien no tuvo argumento. Porque el argumento se revela como un velo, una prisión de la razón. Solo quien se rinde al argumento divino —no al propio— encuentra la salvación.
El pasaje concluye con una serie de órdenes paradójicas: hacer lo que se ha mandado lleva a la perdición, y no hacerlo también. Es un llamado al desapego absoluto, a actuar sin apropiarse de los actos, y a no apartarse jamás del Orden. La contemplación enseña que la justicia última no se basa en el juicio humano, sino en la sumisión radical al conocimiento divino revelado.
Conclusión
Desde la mirada sufí, estas contemplaciones nos enseñan que el verdadero conocimiento no se alcanza por medio de la razón, el dogma o el esfuerzo propio, sino por la aniquilación del yo en la luz del Uno; sólo el corazón purificado, silenciado y desprendido puede ser morada del Misterio, porque en la perplejidad, el vacío, el silencio y la intuición se disuelven todas las formas, y es entonces —cuando ya no queda ni siquiera la pretensión de conocer— que la Realidad se contempla a Sí misma a través del siervo que ha dejado de ser.