viernes, 24 de octubre de 2025

Plutarco - Moralia IX: Los animales son racionales (Grilo)

Este puede ser uno de los diálogos más interesantes de la obra de Plutarco, pues aborda un aspecto interesante de los animales: la racionalidad. Ya algo habíamos hablado en un texto anterior que se llama ''Sobre la inteligencia de los animales'', el cual parece que ya nos habla de alguna racionalidad, pero esta obra en particular contestará una pregunta muy importante ¿es preferible la vida animal a la humana? Sin dudas que, aunque es un texto breve, constituye un desarrollo fascinante. Veamos la obra de Plutarco. 

MORALIA IX: LOS ANIMALES SON RACIONALES (GRILO)

Personajes:

  • Ulises: Su propósito al hablar con los animales transformados por Circe es persuadirlos de que vuelvan a la forma humana, argumentando que el alma racional del hombre es superior al alma de las bestias.
  • Circe: cumple la función de sacerdotisa de la naturaleza, aquella que entiende que la distinción entre razón y animalidad es ilusoria. 
  • Grilo: Grilo, antiguo compañero de Ulises, es el personaje central del diálogo y el portavoz del pensamiento de Plutarco. Transformado en cerdo por Circe, rehúsa volver a ser humano, argumentando que los animales son moralmente superiores a los hombres.


Ulises y Circe

La disputa

Ulises llega a la isla de Circe, donde muchos de sus compañeros han sido transformados en animales. Al verlos, el héroe, fiel a su orgullo humano, le pide a la hechicera que le permita devolverles su forma original, convencido de que así ganará gloria entre los griegos. Para él, vivir como animal es una desgracia, una vida “lamentable y deshonrosa”.

Circe, con calma y una ironía casi maternal, le responde que su afán de gloria solo traerá ruina, pues no entiende lo que realmente ocurre. Ulises, molesto, insiste: ¿cómo puede ser una desgracia dejar de ser animal y volver a ser hombre? Ulises piensa que Circe lo quiere engañar con palabras astutas. 

Circe le recuerda que ya antes ha cometido locuras peores: rechazó vivir con ella, sin vejez ni muerte, por seguir a una mujer mortal —Penélope— solo para ganar fama y admiración entre los hombres. Pero Ulises pierde la paciencia y le pide por favor que libere a sus hombres inmediatamente. Circe le dice a Ulises que les pregunte a sus hombres si quieren volver a tener una forma humana, pero eso es imposible, le dice Ulises, pues son animales que no pueden hablar. Pero Circe le dice que puede hacerlos hablar para que se comuniquen mientras sean animales.

Entre los animales Ulises no sabe a quién hablarle. Circe le pide que elija cualquiera y al elegirlo, no sabe cómo llamarlo. Circe le dice que puede llamarlo ''Grilo'' que significa cerdo en griego antiguo. 

Cuando Ulises habla con Grilo, este último se enoja y le reprocha que es un cobarde, que tiene miedo de Circe y que no quiere volver a ser humano. Lo califica como ''la más fatigosa y desdichada de todas las criaturas''. 

Ulises, sorprendido, le dice que la transformación no solo ha minado su aspecto físico sino que también su espíritu. Sin embargo, Grilo le dice que no, y que le bastó vivir un poco como cerdo para darse cuenta que la vida como animal es mucho mejor. En consecuencia, Grilo está dispuesto a demostrarle que su punto es el correcto.


Grilo y sus argumentos

Los animales son más virtuosos que los hombres

Grilo quiere empezar señalando las virtudes que, según los humanos, son los que tienen más cercanía con ellas que los animales.

Comienza con preguntarle si no prefiere más la tierra de los cíclopes que es más fértil que Ítaca que es su propia tierra. Ulises responde que prefiere mucho más su tierra que la de los Cíclopes, pero que alaba y admira esta última.

Entonces, dice Grilo, el más inteligente de los hombres piensa que es bueno estimar y alabar unas cosas pero elegir y querer otras. Esto también se puede aplicar al alma, pues ésta es como la tierra; en efecto, hay almas que tienen dificultad para generar virtud (Ítaca), y otras que tienen mucha facilidad para generar virtud (tierra de los Cíclopes). Ulises concuerda con esto. 

Grilo le dice que, de ser así, los animales son muchos más virtuosos que los hombres, pues la virtud que ejercen ellos no es instruida por las leyes o por la enseñanza, ellos automáticamente cumplen su función, de forma natural, no necesitan ser instruidos. 

Ulises le objeta ¿de qué virtud pueden participar los animales? a lo que Grilo contesta que mucho más que cualquier hombre sabio, pues hacen lo que hacen por su naturaleza, y por lo tanto no podemos más que llamarlos virtuosos en aquellas tareas. Por lo demás, son mucho más valientes que algunos hombres que huyen de las batallas, pues los animales luchan hasta el final. No ruegan, no suplican compasión. Son los seres más valientes que existen. 

Por otro lado, ningún animal es esclavo de otro, en cambio el hombre sí puede serlo. El espíritu de resistencia está incorporado en los animales, en cambio, los hombres deben generarlo con mucho esfuerzo. 

Las hembras

Grilo sostiene que, en los animales, hay un equilibrio natural entre fuerza y virtud. La hembra no es inferior al macho, sino que participa igualmente del valor y el vigor. Pone ejemplos del reino animal —leonas, panteras, cerdas y zorros— que luchan con coraje por su supervivencia o por proteger a sus crías. Incluso recuerda figuras míticas como la cerda de Cromión, la Esfinge o la zorra de Teumeso, criaturas femeninas que superaron en fuerza o inteligencia a muchos hombres.

Con ironía, Grilo contrasta esto con la conducta humana. Dice que en los hombres el espíritu de resistencia va contra su propia naturaleza, pues su vida está llena de desigualdad, cobardía y dependencia. Critica que, mientras las hembras animales son valientes y protectoras, las mujeres humanas, confinadas al hogar, apenas reaccionan ante el peligro. Solo hace una excepción con las espartanas, conocidas por su valor, para subrayar aún más la comparación.

En consecuencia, el hombre solo tiene una valentía por necesidad legal. Grilo señala que, cuando los poetas quieren alabar el valor o la fuerza de un guerrero, lo comparan con un animal: dicen que tiene “corazón leonino”, que lucha “como un jabalí” o que posee “espíritu de lobo”. En cambio —subraya con mordacidad—, nadie dice jamás de un león que tiene “corazón humano”, ni de un jabalí que lucha “como un hombre”. Esto revela, según Grilo, que incluso el lenguaje poético reconoce la superioridad natural del valor animal sobre el humano.

La templanza

Ulises, sorprendido, le dice con tono entre irónico y admirado: “Caramba, Grilo, debiste de ser un consumado sofista”, refiriéndose a la habilidad dialéctica con que defiende a los animales. Luego agrega porqué no continuó hablando de la templanza que también es una virtud.

Con ironía, Grilo le dice que Ulises solo quiere hablar de templanza porque está casado con una mujer casta —Penélope— y cree demostrar su virtud rechazando los encantos de Circe. Pero enseguida desarma esa idea: la “continencia” humana no supera la de los animales, porque los animales no sienten deseos antinaturales. No buscan unirse con seres superiores ni inferiores, sino solo con sus iguales, por placer y por amor natural. En cambio, los humanos, dice con mordacidad, son los únicos que corrompen el deseo con ambición, exceso o transgresión.

Grilo refuerza su argumento con ejemplos mitológicos y naturales. Recuerda al chivo de Mendes, símbolo de fertilidad egipcia, que aun rodeado de mujeres hermosas no sintió deseo por ellas, y menciona también a las cornelias (cornejas), cuya fidelidad y castidad superan a la de Penélope: si muere el macho, permanecen viudas durante nueve generaciones humanas. Con esto, ridiculiza la virtud humana y muestra que la templanza verdadera es natural, no impuesta, y que los animales, al seguir su naturaleza, son más puros y equilibrados que los hombres.

Grilo comienza definiendo la templanza como “una regulación y ordenamiento de los deseos”, donde se eliminan los superfluos y se moderan los necesarios. Su definición coincide con la tradición ética socrática y estoica: la virtud no consiste en reprimir, sino en ordenar los impulsos conforme a la razón. Pero en boca de un cerdo, esta definición tiene un valor irónico y provocador: el animal, que el hombre considera esclavo del instinto, se muestra aquí como modelo de equilibrio interior.

Luego distingue los tipos de deseos. Los de comida y bebida son naturales y necesarios, porque garantizan la supervivencia. En cambio, los deseos sexuales, aunque también naturales, no son necesarios, ya que se puede vivir sin satisfacerlos. Esta distinción —tomada de Aristóteles y de los estoicos— sirve a Grilo para insinuar que los animales practican mejor la templanza: satisfacen solo lo indispensable para vivir, sin exceso ni corrupción.

Explica que, además de los deseos naturales y necesarios (como comer o beber) y los naturales pero no necesarios (como los sexuales), existen otros mucho peores: los deseos ni naturales ni necesarios, que provienen de la vanidad, el lujo y la ambición humanas. Estos deseos artificiales —por ejemplo, la búsqueda de poder, riqueza o placer excesivo— han invadido el alma del hombre “como una tropa enemiga”, desplazando sus impulsos naturales y destruyendo su armonía interior.

En cambio, los animales, dice Grilo, mantienen sus almas puras y libres de esos deseos extraños. No se dejan contaminar por pasiones ajenas a su naturaleza; viven con simplicidad, guiados solo por lo que necesitan para existir. Así, su vida es más equilibrada, más templada y, en el fondo, más racional.

Los animales, dice, viven alejados de la “vana opinión”, es decir, de las falsas necesidades creadas por la sociedad. No buscan lujos, adornos ni placeres superfluos; por eso conservan su moderación natural y un dominio espontáneo sobre sus deseos. En cambio, los hombres viven esclavizados por ambiciones que ellos mismos inventan, dominados por una multitud de pasiones “ajenas y extranjeras” que invaden el alma como un ejército enemigo.

Grilo confiesa luego que cuando era hombre también sucumbió a esa esclavitud: admiraba el oro, la plata y los objetos de lujo; creía que la riqueza era signo de felicidad y favor divino. Pero esa vida no le trajo placer, sino frustración y vacío. 

Liberación espiritual

Afirma que ahora está liberado y purificado de las vanidades humanas: ya no siente atracción por el oro, la plata ni los lujos que antes lo deslumbraban. Incluso se burla de los refinamientos humanos —“tus cobertores y alfombras”— diciendo que, una vez satisfechas sus necesidades, nada le resulta más placentero que descansar sobre el barro blando. Esta frase tiene un tono provocador, pues invierte por completo la escala de valores humanos: el cerdo encuentra en la simplicidad de la naturaleza un placer más puro que en los artificios del lujo.

Grilo explica que en los animales no hay espacio para esos “deseos extraños” que dominan a los hombres. Sus almas están gobernadas por los placeres necesarios y naturales, como comer o descansar, y aun respecto de esos placeres se comportan con moderación: no son desordenados ni insaciables.

Placeres sensoriales

Explica que el placer por los aromas naturales no solo es sencillo y gratuito, sino también útil. El olfato, dice, permite reconocer los alimentos antes de probarlos, actuando como una forma de inteligencia instintiva que protege al cuerpo. A diferencia de la lengua, que distingue sabores solo después del contacto, el olfato anticipa y discrimina lo saludable de lo dañino. Así, el sentido del olfato se convierte en una herramienta de prudencia natural, que evita el exceso y el error.

Mientras los animales disfrutan de aromas naturales que además cumplen una función útil —reconocer alimentos o detectar peligros—, los hombres han pervertido ese sentido con un “arte de tintorería y brujería llamado perfumería”. Los humanos, afirma, gastan grandes sumas en perfumes de incienso, canela, nardo y otras esencias importadas, buscando suavizar su cuerpo con una “molicie afeminada y pueril”.

Las hembras y los machos se buscan por sus propios olores, sin perfumes ni artificios, oliendo “a rocío, a pradera y a hierba fresca”. Es una imagen pastoral que simboliza la armonía entre el instinto y la naturaleza, un amor regido por el ritmo de las estaciones y no por el capricho o el exceso.

En contraste, denuncia el comportamiento humano: los hombres convierten el deseo en algo mercantil y degradado, lleno de engaños, seducciones fingidas, dinero y dominio. Mientras los animales se unen por necesidad y afecto, los humanos lo hacen por placer desmedido o por vanidad. La unión animal es libre, recíproca y pasajera; la humana está marcada por el deseo insaciable y la hipocresía social.

Deseo sexual

Grilo comienza afirmando que los animales jamás han incurrido en uniones “contra natura”: los machos se unen con hembras, y las hembras con machos, movidos por el ciclo natural del deseo. En cambio, los hombres —incluso sus “majestuosos y nobles personajes”— han caído en excesos, pasiones desviadas y amores irracionales. Menciona ejemplos de héroes míticos y admirados: Agamenón, que perseguía al joven Argino; Heracles, que se separó de su expedición por un efebo; y Aquiles, a quien se sigue recordando por su amor hacia Patroclo. Con ironía, Grilo denuncia que estas figuras, a las que los humanos veneran, violan el orden natural que los animales respetan sin esfuerzo.

El remate del argumento es una sátira punzante: cuando un gallo intenta copular con otro macho, los propios hombres lo queman vivo, considerándolo un signo ominoso. Es decir, los mismos humanos que practican esas acciones en secreto castigan en los animales lo que hacen ellos abiertamente.

Ni siquiera la ley ni la naturaleza logran contener los impulsos humanos: los hombres son arrastrados “como por un torrente” por sus deseos desmedidos, incapaces de mantenerse dentro de límites racionales. Mientras los animales siguen los ciclos y las leyes naturales del instinto, los hombres —que se consideran racionales— perturban ese orden con sus excesos sexuales.

Grilo menciona los casos más extremos: los hombres que se han unido con cabras, cerdas o yeguas, y las mujeres que han enloquecido de deseo por animales machos. De esas uniones contra natura, dice, surgieron los monstruos míticos —los Minotauros, Egipanes, Esfinges y Centauros—, símbolos del desorden moral humano y del mestizaje entre lo racional y lo bestial. Plutarco usa aquí el mito para representar la degradación del alma: los monstruos no son productos de los dioses, sino del desvarío humano.

Aunque a veces un animal hambriento puede atacar o devorar a un hombre, jamás busca unirse sexualmente con él. Los hombres, en cambio, sí han violentado y abusado de los animales, no por necesidad, sino por placer.

Hábitos alimenticios

Los deseos necesarios, como el hambre y la sed, son el terreno donde mejor se evidencia esa diferencia. Los animales buscan en la comida placer acompañado de utilidad, es decir, comen lo necesario para vivir y conservar la salud. En cambio, los hombres buscan ante todo el placer, no la necesidad, y esa búsqueda los lleva a enfermar. Plutarco pone en boca de Grilo una crítica de raíz estoica y médica: la mayoría de las enfermedades humanas provienen del exceso —del “hartazgo físico”— que llena al cuerpo de impurezas y lo vuelve esclavo del apetito.

Luego, Grilo compara los hábitos alimenticios: cada especie animal tiene su dieta natural y constante —los herbívoros comen hierba, los carnívoros carne—, y ninguno invade el alimento del otro. Incluso el león, dice, deja pastar al ciervo, y el lobo, a la oveja, mostrando una forma de respeto natural por el orden vital. El hombre, en cambio, no tiene límites: su curiosidad y gula lo impulsan a probar todo, a devorar lo que encuentra, como si aún no supiera qué es lo adecuado para él.

Los hombres usan a los animales como simple “golosina”, un lujo innecesario que adorna sus comidas. Luego lanza una pregunta implícita —el fragmento presenta una laguna textual— que parece significar: ¿por qué, si dependéis tanto de ellos, os creéis superiores? A partir de ahí, contrapone la inteligencia artificial del hombre con la sabiduría natural de los animales.

Grilo afirma que los animales no necesitan “artes vanas” ni oficios aprendidos con salario o esfuerzo. Su conocimiento es innato y espontáneo: saben curarse, cazar, defenderse y procurarse alimento sin maestros ni especialistas. Lo que en los hombres requiere enseñanza y división del trabajo —la medicina, la agricultura, la música—, en los animales surge de modo connatural, como una extensión de su naturaleza racional.

La comparación con los egipcios (“todos médicos”) resalta esta idea: mientras los hombres se especializan por necesidad y limitación, los animales poseen una sabiduría integral, suficiente para vivir en equilibrio con su entorno.

Los cerdos, que cuando enferman buscan cangrejos en los ríos para curarse; las tortugas, que comen orégano después de devorar una víbora para contrarrestar el veneno; y las cabras cretenses, que al ser heridas por flechas comen díctamo —una planta medicinal— para expulsar las puntas. Todos estos casos sirven para una misma conclusión: los animales poseen un conocimiento instintivo y eficaz de la medicina natural.

Grilo desafía a Ulises: si este conocimiento viene de la naturaleza, entonces la naturaleza es maestra y, por tanto, racional. De hecho, dice con ironía, si los hombres no quieren llamar a eso “razón” o “inteligencia”, deberían inventar un nombre “más hermoso y honorable”, porque no hay nada más admirable que esa sabiduría espontánea que guía a los animales.

Luego desarrolla la idea: el alma animal no es ignorante ni carente de instrucción; al contrario, es autodidacta y autosuficiente, dotada de una virtud natural tan completa que no necesita enseñanzas ajenas. Incluso cuando los hombres adiestran a los animales —enseñándoles a cazar, a danzar o a realizar trucos—, estos aprenden fácilmente, incluso cosas contrarias a su naturaleza física, lo que demuestra su capacidad superior de comprensión.

Inteligencia animal

Comienza mencionando ejemplos de aprendizaje animal inducido por el hombre: perros que siguen rastros o saltan por aros, potros que marchan con ritmo, cuervos que imitan el habla humana, bueyes y caballos que en los anfiteatros son capaces de realizar movimientos complejos, incluso peligrosos, solo por adiestramiento. Pero Grilo aclara que toda esa “docilidad” carece de utilidad natural; lo notable no es que el hombre los obligue a hacer cosas extrañas, sino que ellos sean capaces de comprenderlas y recordarlas, demostrando una inteligencia adaptable y duradera.

Luego introduce su argumento más poderoso: los animales también educan a sus crías. Las perdices enseñan a sus polluelos a esconderse fingiendo estar muertas; las cigüeñas adiestran a sus jóvenes en el vuelo; y los ruiseñores instruyen a sus pichones en el canto. Los que son capturados antes de aprender de sus padres, canta peor —una observación empírica que refuerza la idea de que los animales tienen una forma de transmisión cultural y una capacidad de imitación consciente.

Grilo reconoce que desde que habita en cuerpo de cerdo se ha liberado de la falsa doctrina de los sofistas, que lo habían convencido de que todos los seres fuera del hombre eran irracionales y estúpidos. Su asombro es una revelación filosófica: la razón no pertenece exclusivamente al ser humano, sino que está distribuida por toda la naturaleza, como un logos común.

Última objeción

Ulises, desconcertado por la solidez del razonamiento de Grilo, intenta resistir conceder que todos los animales poseen razón. Su reacción es la de un hombre cuya concepción antropocéntrica del mundo se tambalea: acepta que algunos animales pueden parecer inteligentes, pero se escandaliza ante la idea de que incluso una oveja o un asno tengan uso de razón.

Grilo, lejos de ofenderse, responde con una comparación demoledora. Le explica que, así como no hay árboles “más o menos inanimados” —pues todos carecen de alma—, no puede haber animales más o menos irracionales, ya que todos poseen alma y, por tanto, una forma de razón, aunque en distintos grados. Si algunos animales parecen más torpes o menos hábiles, eso no significa que carezcan de entendimiento, sino que su inteligencia varía en perfección según su naturaleza, del mismo modo que entre los hombres hay diferencias enormes entre el sabio y el necio.

Grilo refuerza su argumento con ejemplos: comparar a una oveja o a un asno con una abeja, un lobo o una zorra no demuestra irracionalidad, sino diversidad de dones naturales. Lo mismo ocurre entre los propios humanos —dice con ironía—, donde las diferencias de ingenio son mucho más grandes que entre dos animales. Así, la supuesta “superioridad racional” del hombre se diluye en una escala continua de capacidades compartidas con los otros seres vivos.

Ulises, en un intento final por salvar su orgullo, apela a un argumento religioso: “Es terrible conceder razón a seres que no pueden concebir a Dios”. Pero Grilo lo desarma con un golpe de humor mordaz: “Entonces, ¿vamos a negar que tú, tan sabio, desciendes de Sísifo?” —aludiendo a la fama de su antepasado, símbolo del engaño y la astucia sin piedad—. Con esta respuesta, Grilo sugiere que la inteligencia humana no es garantía de virtud ni de conocimiento divino: el hombre puede pensar, pero también mentir y engañar, mientras que los animales, guiados por la naturaleza, viven en una forma de inocencia racional.

Conclusión

En “De los animales son racionales”, Plutarco nos sorprende al hacer que un cerdo, Grilo, venza en sabiduría al héroe Ulises. Con ironía, el autor muestra que los animales, fieles a la naturaleza, viven con más templanza y justicia que los hombres, dominados por la vanidad, el lujo y el deseo. Pero al final, el diálogo deja abiertas preguntas inquietantes: ¿y si la razón que el hombre presume no fuera más que una ilusión? ¿Y si los verdaderamente sabios fueran los que viven sin corromper la naturaleza? ¿Qué nos diferencia, entonces, de las bestias?

Plutarco - Moralia IX: Sobre la inteligencia de los animales

Plutarco nos invita a mirar de otro modo a los animales: no como seres irracionales, sino como compañeros que comparten con nosotros una forma de inteligencia y sensibilidad. En este texto, el filósofo se enfrenta a las ideas estoicas que negaban toda razón a las bestias y, con una mezcla de observación y poesía, nos muestra que su mente no está vacía, sino velada, “como un ojo con una visión débil y perturbada”. Así, su reflexión anticipa una defensa de la vida animal que sigue siendo profundamente actual, recordándonos que la frontera entre lo humano y lo animal es mucho más tenue de lo que solemos creer.


SOBRE LA INTELIGENCIA DE LOS ANIMALES

Personajes

Autóbulo: quien en la vida real sería el padre de Plutarco

Soclaro: quien en la vida real sería el hijo de Plutarco


Autóbulo es quien comienza hablando sobre lo influyente que pueden ser algunos hombres para que los jóvenes se alisten para ir a la guerra. Es tan así que los jóvenes han considerado la caza como una actividad tan importante que las demás se hacen secundarias. Incluso, hasta el mismo Autóbulo se vio en su juventud involucrado en la actividad de la caza. 

Soclaro le dice que aquello es cierto, y no solo eso, que además es digno de ver a los jóvenes realizando tal actividad; la habilidad y la audacia se enfrentan a la fuerza bruta. 

Sin embargo, Autóbulo rechaza que esto sea cierto, es más, sucede que lso hombres se vuelven más brutos e insensibles al probar el sabor de la matanza. Se divierten degollandolos y dándoles muerte. 

Plutarco nos da una analogía para comprenderlo. Durante el gobierno de los Treinta (404–403 a.C.), un régimen oligárquico instaurado tras la derrota de Atenas frente a Esparta, los primeros ajusticiamientos parecían “justificados”: se ejecutó a los delatores o a quienes habían traicionado al pueblo. Sin embargo, como señala Plutarco, esa lógica fue degenerando poco a poco, hasta que el grupo comenzó a matar incluso a ciudadanos justos y respetables, terminando por ejecutar a los mejores hombres de la ciudad.

Del mismo modo —dice— el primer cazador que mató a un oso o un lobo parecía hacer algo útil, incluso necesario para proteger a la comunidad. Luego se amplió la justificación a otros animales, hasta que se acabó matando y comiendo por placer, sin necesidad. Así como los tiranos cruzaron una frontera ética y ya no pudieron detenerse, los hombres, habituados al derramamiento de sangre, perdieron la capacidad de sentir compasión. Plutarco comienza a señalar lo progresivo que se vuelve la muerte por placer:

El primer hombre que enfrentó a un oso y lo mató fue objeto de alabanzas, fue algo útil. Luego se comeznó a sacrificar al buey o al cerdo para alimento de la familia. Posteriormente se comenzó a matar ciervos, liebres, gacelas, ovejas, perros, caballos, gansos y palomas no por uan cuestión de necesidad sino que por puro placer de degustar algo nuevo. 

En ese tiempo, solo los pitagóricos decidieron no comer carne y en consecuencia, no perseguir ningun animal con vistas a la compasión y a la humildad. 

Lo racional y lo irracional

Ambos discuten sobre temas del dialogo anterior que seguramente era lo relativo a si los animales son racionales o irracionales. Concluían en ese diálogo que eran racionales, pero si esto era así, ¿dónde está la irracionalidad? porque debe existir como cualquier contrario. Autóbulo le dice que la irracionalidad está en todos los seres que no tienen alma. Las cosas inertes, como las piedras o los metales, son verdaderamente irracionales porque no poseen vida ni sensación. En cambio, todo lo que tiene alma —es decir, todo ser vivo— participa en algún grado de racionalidad, pues el alma misma es el principio de la vida y del entendimiento. Plutarco parte, por tanto, de una metafísica de la plenitud natural: la naturaleza no está “mutilada”, no hay vacíos ontológicos; en cada nivel de la existencia hay una correspondencia equilibrada entre las potencias y sus privaciones.

Si en los seres animados toda su esencia implica sensibilidad e imaginación, sería absurdo dividirlos en una parte sensible y otra insensible. Por analogía, también lo es dividirlos en una parte racional y otra irracional. La sensibilidad, la memoria, la atención y el juicio no son propiedades separadas, sino manifestaciones continuas de la inteligencia natural que habita en los vivientes.

Plutarco sostiene que la naturaleza, que actúa siempre “por algo y con vistas a algo”, no dotó a los animales de sentidos simplemente para que sientan pasivamente, sino para que interpreten lo que perciben y actúen en consecuencia: eviten lo dañino, busquen lo provechoso, recuerden lo aprendido. En ese proceso, el animal ejerce algo análogo al razonamiento práctico: discrimina, recuerda, prevé y decide. Por tanto, donde hay sensación, hay también inteligencia, aunque sea de un tipo distinto al raciocinio abstracto humano.

Hay un filósofo llamado Estratón que dijo que es imposible que se de la sensación sin algo de pensamiento. Cuando leemos, hay muchas letras que pasan desapercibidas, o palabras que llegan a nuestros oídos pero escapan a nuestra atención. Sin embargo, la mente sí ha retenido aquellas palabras que se escapan cuando se recuerdan. Hay un dicho de Epicarmo:

''La mente ve y la mente escucha, lo demás es ciego y sordo''


Plutarco nos dice que por un momento imaginemos que la sensación no necesita del entendimiento en el caso del animal. En el momento que el animal tenga que distinguir entre lo que es hostil y lo que es familiar debería desaparecer. 

Ironiza sobre los filósofos que, con exceso de tecnicismo, repiten fórmulas vacías y definiciones abstractas sin verdadera comprensión. Al enumerar expresiones como “impulso antes del impulso” o “acción antes de la acción”, critica la pedantería de quienes se enredan en sutilezas lógicas y terminológicas, más preocupados por definiciones que por la experiencia viva del pensamiento. En este caso se refiere a los estoicos. 

Por lo demás, cuando se quiere ''amaestrar'' a un animal, se le castiga con la intención de que no lo vuelva a hacer. Se trata de inculcarle el arrepentimiento. Ridiculiza la forma de hablar que tienen los estoicos su forma de hablar, basada en el uso constante de expresiones como “por así decir”, que intentan suavizar o negar la evidencia de que los animales sienten y actúan con intención. Con tono sarcástico, Plutarco lleva esa lógica al absurdo: si se dice que los animales “por así decir” se irritan o temen, entonces también habría que decir que “por así decir” ven, escuchan o viven.

Soclaro está de acuerdo con Autóbulo en general, pero de todas maneras le señala que cuando se compara a hombres con animales, son claros todos los defectos que tienen y aún más, no persiguen la virtud, no la pueden obtener. 

Autóbulo le dice que tiene razón, pero no es menos cierto que el hombre tampoco alcanza la virtud como él quisiera, muchas veces le es tan inaccesible como le es al animal. Cuantos vicios pudo cometer Sócrates o Platón que no serían tan distintos como el de un esclavo. Por lo tanto, tanto los hombres como los animales entran en el mismo desafío de alcanzar la virtud, y en consecuencia, participan ambos de la racionalidad. 

Así como las aves y los animales difieren en su vuelo o en su visión, también lo hacen en su participación en la razón: algunos muestran valentía, sociabilidad o ternura, mientras otros manifiestan vicios como la crueldad o la codicia. Con ejemplos concretos —las cigüeñas que alimentan a sus padres, las palomas que cuidan los huevos y los pichones, o los linces y golondrinas que enseñan limpieza—, Plutarco demuestra que la virtud no es patrimonio exclusivo del ser humano. 

Si los animales no tuvieran inteligencia alguna —dice—, no podríamos afirmar que unos son más cobardes, valientes o prudentes que otros, del mismo modo que no decimos que un árbol sea más ignorante o un vegetal más temeroso. Solo se puede comparar en grado lo que existe en común. Por tanto, las diferencias morales o de conducta entre especies —como entre el ciervo y el león, o la oveja y el perro— prueban que todos poseen, en algún nivel, una facultad racional compartida

Soclaro le señala que con todo, es admirable las grandes diferencias que el hombre tiene con el animal.

Los animales, le responde Autóbulo, no carecen de racionalidad. Todo lo contrario, la tienen, pero de forma más débil que la de los humanos. Superan, eso sí, en muchas cosas a los seres humanos, pero no por eso estos ultimos son mejores. 

Soclaro expone el argumento clásico con el que los estoicos justificaban su posición: si se aceptara que los animales poseen razón, entonces habría que reconocerles derechos morales, y en consecuencia, cualquier uso humano de ellos sería injusto. Pero si, por otro lado, se sostiene que no tienen razón, entonces no pueden participar de la justicia, ni nosotros cometer injusticia contra ellos.

Sin embargo Autobulo le responde que así como el hombre debe actuar con justicia con otro porque participan de la justicia, y como habían resuelto el animal también, entonces de igual forma se le debe tratar con moderación y respeto a los animales, utilizándolos conforme a su naturaleza. 

Diálogo con los cazadores

Soclaro le avisa a Autobulo que ahí vienen los cazadores. En primer lugar, aparecen los cazadores terrestres: Eubíoto, Aristón (primo de Autobulo), Eácides, Aristótimo (hijo de Dionisio de Delfos) y Nicandro (hijo de Eutidamo). Ellos encarnan la defensa de los animales de tierra, que consideran más nobles y virtuosos, y estarán del lado de Aristótimo. Su grupo representa la experiencia del cazador tradicional, aquel que se enfrenta directamente con la fuerza y el coraje de los animales salvajes.

Luego entran los cazadores marinos, encabezados por Fédimo, acompañado de Heracleón de Mégara y Filóstrato de Eubea. Este grupo, dedicado a la pesca y a las tareas del mar, defiende la inteligencia de los animales marinos, mostrando su ingenio, adaptabilidad y estrategias de supervivencia.

Finalmente, aparece Óptato, llamado por Autobulo “el Tídida”, quien es descrito como alguien experimentado tanto en la caza terrestre como en la marítima. Su papel es el de juez o mediador imparcial, un observador que, lejos de los extremos, está dispuesto a escuchar y evaluar los argumentos de ambos bandos con ecuanimidad.

Animales marinos y terrestres

Aristótimo es el que empieza hablando de la caza.Decía que el mismo Platón señalaba que no se apoderase de los jóvenes el deseo de la caza matírima, pues los hombres no desarrollan tant fuerza y habildiad para cazarlos, en comparación a los animales terrestres que despiertan el riesgo, el peligro y la animosidad. Resulta mucho mejor ir a comprar animales del oceano que animales terrestres. 

Si bien lo que dice Autobulo es cierto en caunto en los animales hay interligencia, protección de los mismos, agradecimientos, rencor, entre otras cosas donde se muestra raciocinio, los animales marinos no lo hacen. Esto también incluye a los animales aéreos cuyo raciocinio también es significativo, y también a lso insectos como las arañas y su tela, las hormigas con su organización. 

Nos habla luego de la nobleza y hazaña de los elefantes, de los zorros y de los perros. De estos, la justicia también debe recaer y sería de crueles no cumplirla, pero con respecto a los animales marinos esto no sería posible. 

Sentido de la divinidad

Destaca especialmente el caso de las aves, cuya inteligencia y capacidad de respuesta les permite ser vehículo de los auspicios: movimientos, cantos o formaciones en el vuelo que los antiguos interpretaban como señales favorables o adversas. Por ello, Eurípides los llama “heraldos de los dioses” y Sócrates se consideraba “compañero de esclavitud de los cisnes”, expresión que refleja el respeto del filósofo hacia la sabiduría natural de los animales.

El pasaje también recuerda ejemplos históricos: reyes como Pirro o Antíoco se identificaban con aves majestuosas (águila, halcón), símbolos de fuerza y clarividencia, mientras que a los ignorantes se los compara con peces —animales silenciosos y sin visión del futuro—, lo que en el contexto del texto subraya su falta de razón y de relación con la divinidad.

Los animales terrestres y voladores son capaces de transmitir signos divinos, mientras que los marinos, mudos y ciegos, representan una existencia alejada del intelecto y del alma racional, confinada a una “región titánica y sin dioses”. Con ello, el autor reafirma su idea central: la naturaleza está llena de señales de inteligencia y de vínculo con lo divino, pero no todas las criaturas participan de esa comunicación en igual grado.

Defensa de los animales marinos

Uno de los interlocutores que estaba escuchando era Fédimo a quien Heracleón le dice que no frunza el ceño por lo dicho hasta ahora de los animales marinos. En consecuencia, por esta declaración sabemos que Fédimo defenderá a los animales marinos. 

En primer lugar, nos dice que es evidente que los animales terrestres tienen una inteligencia, es de suyo claro, pues así podemos verlo todos. Los animales terrestres, por su convivencia con los humanos, han adquirido rasgos civilizados: imitan comportamientos, aprenden y se domestican. La interacción con el hombre actúa como una suerte de “agua dulce” que mitiga su rudeza natural y despierta su inteligencia. 

Sin embargo, con los animales marinos no lo tenemos del todo claro pues no conocemos el mar en su totalidad y en efecto, no nos es siempre accesible para observar la conducta de los animales marinos. Los animales marinos —separados por su hábitat— viven aislados del trato humano y por eso conservan costumbres “autóctonas”, no por una naturaleza inferior, sino por la imposibilidad material de participar en esa convivencia.

Nos da ejemplos concretos para ilustrar cómo incluso los animales acuáticos pueden mostrar inteligencia y afecto si entran en contacto con el hombre. Menciona las anguilas sagradas de Aretusa, los peces que responden a su nombre, y la célebre morena del general Craso, cuya muerte causó su llanto. La respuesta irónica de Craso —“¿No es cierto que tú enterraste a tres esposas y no lloraste a ninguna?”— introduce un contraste satírico: a veces el animal recibe más afecto que los propios seres humanos, mostrando la sensibilidad moral que Plutarco quiere resaltar. Los cocodrilos egipcios sirven como ejemplo de animales que, pese a su ferocidad, reconocen la voz humana y cooperan con los sacerdotes en ritos sagrados, llegando incluso a permitir el contacto físico y el aseo de sus dientes.

Fédimo recoge una anécdota tradicional sobre el rey Ptolomeo —sin precisar cuál de los reyes homónimos— y el cocodrilo sagrado de Egipto. Según el relato, el rey invocó al animal sin obtener respuesta, y los sacerdotes interpretaron esa indiferencia como un mal presagio que anunciaba su muerte, lo cual se cumplió poco después. Este ejemplo sirve a Plutarco para demostrar que incluso los animales acuáticos, tradicionalmente considerados los menos racionales, pueden ser portadores de signos divinos y participar en los misterios de la adivinación.

Por lo demás, los animales marinos son difíciles de cazar. El hombre ha tenido que implementar una serie de instrumentos ingeniosos para poder atraparlos y aún así le cuesta mucho. 

La lubina, dice Plutarco, es “más valiente que el elefante” porque, al ser atrapada por el anzuelo, no se entrega a la desesperación ni espera la muerte, sino que lucha contra el instrumento del engaño. Se arranca el anzuelo con movimientos violentos, aunque ello implique dolor y desgarro. Es decir, prefiere sufrir y herirse antes que rendirse. En este acto, Plutarco ve una forma de virtus animalis, una valentía natural que recuerda al heroísmo humano: el coraje de quien soporta el dolor para recuperar la libertad.

En cambio, la zorra de mar representa la inteligencia flexible y la astucia. A diferencia de la lubina, evita el peligro desde el principio: sospecha del anzuelo y rara vez se acerca. Pero si es capturada, no se desespera: usa su propio cuerpo como instrumento de liberación, girándolo con tal elasticidad que se invierte —las partes interiores salen al exterior— hasta desprenderse del anzuelo. Este gesto, que parece casi imposible, simboliza para Plutarco la adaptabilidad y el ingenio vital.

Los peces no son mudos para la divinidad ni ciegos ante el porvenir, sino que también pueden servir como instrumentos de revelación. El episodio de los augurios en Sura (Licia), donde se practicaba una especie de “ictiomancia” observando los movimientos de los peces —sus huidas, persecuciones o juegos—, refuerza esta idea de una continuidad universal entre lo natural y lo divino.

Posteriormente, Fédimo nos habla de los escaros y las cabrillas. Son presentados como modelos de cooperación: cuando uno de ellos cae en una trampa o muerde un anzuelo, los demás acuden en su auxilio. Los escaros cortan el sedal a mordiscos o se dejan arrastrar para liberar al compañero; las cabrillas, por su parte, usan sus espinas dorsales como sierras para desgarrar la línea del pescador.

Los peces, que se creían insensibles o torpes, muestran comportamientos sociales que los animales de tierra —osos, leones, jabalíes o leopardos— no manifiestan siquiera en los espectáculos del anfiteatro, donde huyen unos de otros en vez de socorrerse. Esta comparación tiene un tono moral: el filósofo sugiere que la solidaridad y el sentido de comunidad, que solemos asociar a la humanidad, se encuentran también en criaturas consideradas inferiores, mientras que muchos hombres y bestias terrestres, supuestamente nobles, carecen de ese espíritu cooperativo.

Fédimo menciona, además, la historia de los elefantes que ayudan a sus compañeros caídos —relatada por el rey Juba de Mauritania—, pero la relativiza al calificarla de “extravagante y peregrina”.

El caso del erizo de mar es paradigmático: cuando percibe la cercanía de una tormenta o del oleaje, se cubre de piedrecillas que usa como lastre. Este acto revela no solo una reacción instintiva, sino una forma de cálculo y previsión que busca la estabilidad y la supervivencia. Plutarco lo interpreta como una especie de sabiduría natural, una inteligencia que actúa sin deliberación discursiva, pero con eficacia racional. Es, en el fondo, una manifestación del orden cósmico —el alma del mundo— que se expresa también en los animales.

Luego compara el vuelo triangular de las grullas —citado ya por Aristóteles como ejemplo de inteligencia colectiva— con el comportamiento de los peces frente a la corriente. Ellos nadan siempre contra el oleaje, no solo para avanzar, sino también para protegerse: si el agua los empujara por detrás, podría levantar sus escamas, exponer su piel y dañarlos. Su modo de enfrentar el mar con la cabeza demuestra una comprensión empírica de las causas físicas, una “prudencia natural” que, según Fédimo, se extiende a todas las especies marinas, excepto el esturión, cuyas escamas orientadas en sentido contrario lo eximen del riesgo.

Según Fédimo, el atún es tan sensible a los ciclos del sol —al solsticio y al equinoccio— que no necesita tablas astronómicas ni instrumentos de cálculo: conoce instintivamente el momento de permanecer en una zona y el momento de reanudar su migración. Donde lo sorprende el solsticio de invierno, allí se queda hasta el equinoccio, obedeciendo al orden del cosmos como si tuviera una ciencia innata de los tiempos.

Fédimo interpreta este comportamiento como una prueba de sabiduría natural, una forma de conocimiento empírico que no proviene del razonamiento discursivo, sino de la sintonía profunda del animal con los ritmos del universo. El atún, dice Fédimo, “puede instruir al hombre”, porque actúa conforme a la medida exacta de la naturaleza, sin error ni artificio.

Más adelante, Fédimo añade que los atunes poseen incluso una especie de matemática natural. Relata que, al nadar en grupo, forman cardúmenes perfectamente cúbicos, de seis lados iguales, de modo que quien observe la superficie del banco puede calcular su profundidad, ya que su altura, anchura y longitud guardan proporción exacta. Con esta observación, Fédimo sugiere que los peces conocen de algún modo las proporciones geométricas y que su organización colectiva obedece a principios numéricos semejantes a los que el pensamiento pitagórico atribuía a la armonía del cosmos.

También comenta que los atunes poseen visión desigual en sus ojos: ven mejor con uno que con otro, y por eso, cuando entran en el Mar Negro, se mantienen cerca de la orilla derecha, y cuando salen, junto a la contraria, confiando siempre la defensa de su cuerpo al ojo más fuerte. Fédimo interpreta esta conducta como un signo de prudencia y autoconocimiento: el animal sabe cuál es su punto débil y actúa con cautela.

Amistad en los animales marinos

Fédimo introduce aquí el ejemplo del cocodrilo y el chorlito, para demostrar que incluso entre las criaturas más feroces y salvajes se dan formas de cooperación y gratitud, signos inequívocos de logos y de vínculo moral. El cocodrilo, dice Fédimo, es el animal más intratable de cuantos habitan ríos, lagunas y mares, pero muestra un comportamiento admirable con el pequeño pájaro que lo asiste.

Relata que el chorlito vive en las orillas y marismas, y se alimenta de los restos que quedan entre los dientes del cocodrilo. Cuando el reptil duerme, el ave lo vigila: si aparece la mangosta, enemiga natural del cocodrilo, el chorlito lo despierta con gritos y picotazos. El cocodrilo, lejos de atacarlo, le permite introducirse en su boca abierta, confiando en él, mientras el ave recoge con su pico los restos de carne. Y cuando el cocodrilo desea cerrar la boca, le avisa suavemente inclinando el morro hacia adelante, esperando a que el chorlito se retire antes de cerrarla.

Para Fédimo, esta escena no es simple curiosidad natural, sino una lección moral y filosófica. En ella se ve reflejada la philia —la amistad—, virtud esencial del alma racional. El cocodrilo, símbolo de ferocidad, se muestra agradecido y manso ante su diminuto aliado; el chorlito, en cambio, actúa con lealtad y valentía, protegiendo a su compañero.

Fédimo introduce un segundo ejemplo igualmente asombroso: el del pez guía (pilot fish), que acompaña a los grandes cetáceos.

Fédimo explica que este “guía” es un pececillo pequeño, semejante a un gobio, cuya piel áspera recuerda a las plumas de un ave. Vive siempre junto a un gran cetáceo y nada delante de él, cumpliendo la función de orientarlo. Su tarea consiste en dirigir la marcha del animal enorme, indicándole el rumbo y evitando que encalle en bancos de arena, estrechos o lagunas donde podría quedar atrapado.

El cetáceo, por su parte, sigue a su diminuto compañero “como una nave al timón”, confiando plenamente en su orientación y modificando su rumbo según los movimientos del guía. Fédimo subraya la fidelidad mutua que une a ambos: el gigante marino reconoce a su pequeño compañero y jamás le hace daño, aunque todo lo demás —barcas, animales o piedras— que caiga en sus fauces desaparezca sin remedio.

Fédimo afirma haber presenciado este espectáculo cerca de Anticira, y menciona que, según se cuenta, en otra ocasión un cetáceo varado cerca de Buna produjo una peste al descomponerse —una observación que aporta verosimilitud empírica al relato, combinando mito y testimonio.

A continuación, Fédimo contrasta esta amistad genuina con otras “amistades” de conveniencia o hábito animal citadas por Aristóteles, como la de la zorra y la serpiente (unidas solo por su enemistad común contra el águila) o la de las avutardas y los caballos (que se acercan por interés, para alimentarse de sus excrementos). Para Fédimo, esas no son verdaderas amistades, sino asociaciones circunstanciales, carentes de afecto y reconocimiento mutuo.

Y va más allá: incluso las abejas y hormigas, aunque trabajan colectivamente, no manifiestan entre sí consideración ni interés individual; su cooperación es mecánica, no moral. En cambio, la relación del cetáceo y su guía revela un vínculo consciente, una confianza recíproca y una solidaridad afectiva que trascienden la pura utilidad.

Pez anthias

Fédimo comienza observando que muchos peces, al acercarse el momento de desovar, remontan los ríos o buscan lagunas de aguas tranquilas. Este comportamiento no es casual: responde a una comprensión natural de las condiciones favorables para la vida. Las aguas dulces y calmadas protegen a las crías del oleaje y de los depredadores, y así los peces garantizan la supervivencia de su descendencia. Este movimiento instintivo —dice Fédimo— revela una forma de previsión racional: una prudencia natural inscrita en el alma animal, que actúa con un propósito sabio sin necesidad de deliberación.

Destaca especialmente el caso del Ponto Euxino (Mar Negro), donde muchos peces eligen reproducirse porque allí casi no existen mamíferos marinos peligrosos, salvo algunas focas o pequeños delfines, y porque los numerosos ríos que desembocan en él suavizan la salinidad, creando un ambiente propicio para el desove. Fédimo subraya que este fenómeno demuestra la inteligencia adaptativa de los animales marinos, capaces de elegir el entorno más adecuado para perpetuar la vida.

A continuación, introduce el ejemplo del anthías, un pez que Homero llama “pez sagrado”. Fédimo examina las distintas interpretaciones del adjetivo “sagrado”: unos piensan que significa “importante” o “valioso”, otros que se refiere a “consagrado” o “dedicado a los dioses”. Algunos autores —como Eratóstenes— lo identifican con la dorada, otros con el esturión, pez raro y difícil de capturar, cuya pesca se celebra con coronas y fiestas.

Pero Fédimo se inclina por la interpretación más simbólica: el verdadero “pez sagrado” es el anthías, porque su sola presencia inspira confianza y seguridad tanto a hombres como a otras criaturas. Allí donde aparece un anthías —dice— no hay fieras ni animales dañinos; los pescadores de esponjas se sumergen sin temor, y los demás peces desovan tranquilos, confiando en él como si fuera garante de su integridad.

Fédimo reconoce que es difícil explicar la causa exacta de este fenómeno. Tal vez las fieras huyen del anthías como los elefantes rehúyen al cerdo o los leones al canto del gallo; o quizá el anthías reconoce por ciertos signos que un lugar está libre de peligros y actúa en consecuencia, demostrando memoria e inteligencia.

Sociabilidad en los animales

Fédimo comienza señalando que en muchas especies los progenitores comparten el cuidado de la descendencia. A diferencia del prejuicio de que los peces devoran a sus crías, él sostiene —siguiendo a Aristóteles— que los machos, lejos de destruir la prole, asisten al parto y protegen los huevos. En algunas especies, explica, los machos acompañan a las hembras y van fecundando los huevos progresivamente, rociándolos con su esperma, porque si no lo hacen de ese modo, las crías nacerían pequeñas, imperfectas o débiles. Esta cooperación entre macho y hembra expresa una forma de previsión y colaboración racional, una armonía entre los sexos guiada por el instinto del bien común de la especie.

Luego, Fédimo menciona a los fices, peces que construyen nidos con algas y envuelven sus huevos en ellos para protegerlos del oleaje. Este gesto, análogo al del ave que fabrica su nido, es una manifestación de técnica natural (techné physeos), prueba de que la naturaleza dotó a todos los seres de ingenio para conservar la vida.

A continuación, presenta el caso de la zorra de mar cuya ternura por sus crías —dice Fédimo— “no tiene nada que envidiar a la del más doméstico de los animales”. Este animal, afirma, cría a su prole dentro de sí misma, manteniéndola en su interior hasta que crece lo suficiente. Luego las libera para que naden cerca de ella, pero si percibe peligro, las vuelve a acoger dentro de su cuerpo por la boca, ofreciéndose como refugio, alimento y morada viva. Esta descripción, aunque basada en observaciones confusas (pues los escualos son ovovivíparos), sirve a Fédimo como símbolo de amor maternal y cuidado racional: el cuerpo del animal se convierte en casa, cuna y escuela de la vida.

Finalmente, Fédimo elogia la sabiduría de la tortuga marina. Relata cómo sale del mar para poner sus huevos en la playa, elige con cuidado la arena más blanda, los entierra, y después de cubrirlos deja marcas para recordar el sitio. Aunque no puede incubarlos, regresa cuarenta días después, cuando los huevos están listos para eclosionar, y los desentierra con alegría, reconociendo sus propios huevos como un tesoro personal.

En cada uno de estos ejemplos —los peces que protegen sus huevos, la zorra de mar que guarda a sus crías, la tortuga que recuerda y vuelve al nido—, Fédimo revela la presencia de la razón natural, de la memoria y del amor consciente. No son movimientos ciegos del instinto, sino actos que implican previsión, reconocimiento y cuidado, cualidades que Plutarco considera propias de la psiqué racional.

El alción

Fédimo invoca aquí a Posidón, el dios del mar, en un gesto solemne y reverente, para celebrar al que considera el más sabio y divino de los animales marinos: el alción (el martín pescador o halcyon).

Fédimo comienza confesando, con ironía y modestia, que casi habría cometido una falta imperdonable si, después de hablar de focas y ranas, hubiese olvidado al más noble de los seres del mar. A partir de allí, desarrolla una exaltación lírica de este animal, que se convierte en símbolo de sabiduría, amor, armonía y gracia divina.

Primero, elogia sus virtudes comparándolas con las de otros animales: ningún ruiseñor iguala su canto, ninguna golondrina su ternura maternal, ninguna paloma su fidelidad conyugal, y ninguna abeja su destreza laboriosa. Es decir, en el alción confluyen todas las excelencias que en los otros seres están repartidas.

Después, Fédimo recuerda el favor de los dioses hacia este pájaro. Relata el mito según el cual, cuando el alción hembra da a luz —en pleno solsticio de invierno—, Posidón calma las aguas durante siete días y siete noches, para permitirle anidar y criar a sus polluelos sin peligro. A este período los antiguos llamaban los “días del alción”, símbolo de paz y serenidad en medio del invierno. Así, el alción se convierte en imagen de la armonía cósmica, del mar apaciguado por la divinidad para proteger la vida. Por eso, dice Fédimo, los hombres lo aman: gracias a él pueden navegar seguros incluso en la estación más tempestuosa del año.

Luego pasa a la esfera moral y afectiva. Fédimo describe al alción como modelo de amor conyugal y fidelidad perfecta: no busca al macho solo por deseo, sino que vive con él todo el año, unida por una afección estable y pura, semejante a la de una esposa fiel. Su virtud no es carnal, sino espiritual. Y cuando el macho envejece y se debilita, la hembra lo cuida, lo alimenta y lo transporta sobre sus espaldas, sin abandonarlo jamás, acompañándolo hasta la muerte.

Fédimo dice que, apenas la hembra del alción se da cuenta de que está preñada, se dedica a fabricar su nido, pero no con barro como las golondrinas, ni utilizando varias partes del cuerpo como las abejas. Ella solo usa una herramienta: su pico. Con este único instrumento es capaz de construir una estructura asombrosa —una especie de barco— hecha con las espinas del pez aguja, que entrelaza y ajusta como una tejedora que pasa la urdimbre en el telar. El resultado es un nido redondeado y oblongo, semejante a una nasa de pescador, sólido, ligero y perfectamente ensamblado.

Después, Fédimo explica que la hembra coloca el nido en la orilla donde rompen las olas. Allí el mar actúa como maestro: con su movimiento, le muestra las partes débiles que necesita reforzar. La hembra observa, corrige y consolida las uniones hasta que logra una estructura tan resistente que ni el hierro ni la piedra pueden romperla o perforarla. Además, el interior está diseñado con una precisión admirable: la cavidad solo admite al ave propietaria y queda completamente cerrada para los demás, incluso para el agua del mar.

Fédimo, maravillado, declara haber visto y tocado él mismo uno de estos nidos. Entonces, movido por la contemplación del arte natural, recuerda un célebre verso sobre el altar de cuerno de Apolo en Delos —una de las siete maravillas antiguas—, ensamblado sin pegamento, igual que el nido del alción. La comparación tiene un valor simbólico: así como el altar sagrado fue obra de sabiduría divina, también el nido del alción es una obra de arte natural, expresión de la inteligencia cósmica que habita en los animales.

Invoca a Apolo, dios músico y protector de las islas, para que reciba con benevolencia el canto que celebra a esta “sirena marina”, símbolo de armonía entre el arte, la naturaleza y lo divino. La mención final a Afrodita, que considera sagrados a los animales marinos, refuerza el sentido teológico del pasaje: el alción no solo representa el ingenio y la ternura, sino también el vínculo sagrado entre el mar, la vida y los dioses.

Recuerda ejemplos concretos de cultos y tabúes rituales: en Leptis, los sacerdotes de Posidón se abstienen completamente de comer animales marinos, lo que indica una reverencia hacia las criaturas del dios del mar. En Eleusis, los iniciados veneran al salmonete, y en Argos, la sacerdotisa de Hera se abstiene también de consumirlo. Según Fédimo, esto se debe a que el salmonete tiene la virtud de matar a la liebre de mar, un pez venenoso mortal para el ser humano; por ello, el salmonete es considerado amigo y salvador del hombre, y goza de inmunidad y respeto. Este detalle ilustra la idea de que los animales no solo son seres dotados de razón, sino también benefactores naturales que cooperan en la protección de la vida humana.

Luego Fédimo menciona los santuarios dedicados a Ártemis de las Redes y Apolo Delfinio, subrayando que los dioses mismos se han manifestado a través de los animales marinos. Refiere el mito de Apolo Delfinio, según el cual el dios no se transformó en delfín, como sostenían los mitógrafos, sino que envió un delfín como guía a los cretenses que habrían de fundar su santuario en Delfos. El delfín, símbolo de sabiduría y de guía divina, aparece aquí como mediador entre los dioses y los hombres, capaz de conducir las naves humanas hacia puerto seguro.

Fédimo añade además una anécdota helenística: los emisarios Sóteles y Dionisio, enviados por Tolomeo Soter para traer desde Sinope la estatua del dios Serapis, fueron desviados por una tormenta. Cuando ya estaban a la deriva, un delfín apareció en la proa del barco, los guió hacia aguas calmas y los condujo sanos y salvos hasta Ciná. Allí, tras realizar sacrificios, comprendieron que el signo divino les indicaba cuál de las imágenes debían llevarse y cuál dejar.

El delfín es no solo sabio, sino también el más querido por los dioses. Recuerda un verso de Píndaro, quien se comparaba con el delfín porque, igual que éste, se siente atraído por la música y responde al sonido de las flautas. De ahí que Fédimo sugiera que el dios mismo —Apolo o Posidón— se complace en la afición musical de este animal. Pero, añade, más aún que su musicalidad, lo que hace al delfín sagrado es su amor natural hacia los hombres, una forma de philia pura y desinteresada.

A diferencia de los demás animales, que solo aman a quienes los alimentan o los domestican, el delfín muestra amistad espontánea hacia el ser humano por el solo hecho de serlo. No busca provecho ni huye del peligro: actúa movido por una benevolencia natural. En este punto, Fédimo introduce la idea filosófica central del cierre: el delfín encarna aquello que los mejores filósofos buscan —una amistad desinteresada, semejante al ideal platónico o estoico del amor virtuoso.

Para ilustrar esa virtud, Fédimo recurre a varios ejemplos legendarios:

  • Arión, el músico que fue salvado por los delfines tras ser arrojado al mar, símbolo de la unión entre la música, el arte y la naturaleza benévola.

  • El episodio de Hesíodo, cuyo cadáver fue recuperado por delfines tras su asesinato, demostrando la justicia natural de los animales frente a la maldad humana.

  • La historia de Enalo de Lesbos, rescatado por un delfín cuando se arrojó al mar por amor a una doncella condenada a morir.

  • El relato del niño de Yaso, a quien un delfín amaba y acompañaba nadando; al morir el muchacho, el animal se lanzó a la orilla y murió junto a él. La ciudad erigió en su honor una moneda con la imagen del niño sobre el delfín.

  • La historia de Cérano, que liberó a unos delfines cautivos y, tiempo después, fue salvado por ellos al naufragar; estos mismos acudieron más tarde a sus funerales, como si fuesen sus amigos y deudos.

  • Finalmente, el recuerdo del escudo de Ulises, adornado con un delfín en gratitud porque unos de ellos habían salvado al pequeño Telémaco cuando cayó al mar.

Cada uno de estos episodios refuerza la misma enseñanza: los delfines actúan movidos por una racionalidad moral —no instinto ciego—, capaz de reconocer la bondad, la justicia y el amor.

Fédimo termina su discurso con humildad, confesando que, aunque prometió no contar “fábulas”, no pudo evitarlo, porque la realidad y el mito se entrelazan cuando se habla de un ser tan noble. Su despedida tiene tono de autocrítica filosófica, pero también de emoción: ha llevado la argumentación tan lejos hacia lo maravilloso que él mismo se impone silencio, “encallando” —como dice con ironía— entre los delfines, Ulises y Cérano.

Aristótimo, que ha actuado como moderador o juez simbólico en la disputa entre Autobulo y Fédimo, invita a los presentes a emitir su voto, dando por concluido el debate. Con esta fórmula judicial (“miembros del jurado, podéis emitir vuestro voto”), Plutarco subraya el carácter dialéctico de la discusión: no se trataba de una exposición dogmática, sino de un juicio razonado sobre la inteligencia animal.

A continuación, Soclaro toma la palabra para cerrar la obra con una reflexión conciliadora, citando un verso de Sófocles:

“El criterio de los que disienten ensambla bien
y de forma sólida en el punto medio los intereses de ambos.”

Esta cita expresa el espíritu de moderación que caracteriza a Plutarco. La verdad no se encuentra en la exclusión del otro, sino en la síntesis armónica de posiciones opuestas. Soclaro afirma que, si Autobulo (más prudente y escéptico) y Fédimo (entusiasta defensor de la inteligencia animal) unieran sus argumentos, podrían luchar juntos “contra los que quieren privar a los animales de razón e inteligencia”.

Con esto, Plutarco explicita el propósito último del diálogo: no tanto decidir si los animales marinos son más inteligentes que los terrestres, sino refutar la doctrina estoica que negaba a los animales toda forma de logos o racionalidad. 

Conclusión

El De sollertia animalium de Plutarco concluye mostrando que la razón no es un privilegio humano, sino una chispa divina que anima a toda criatura: desde el delfín que salva al hombre hasta el alción que teje su nido con arte perfecto, la naturaleza entera revela inteligencia, amor y armonía. Así, frente al orgullo de quienes niegan alma a los animales, Plutarco nos deja una lección luminosa: quien contempla con justicia la vida, reconoce en cada ser vivo un reflejo del logos universal, una forma silenciosa de sabiduría y de comunión con lo divino.

martes, 21 de octubre de 2025

San Isidoro de Sevilla - Etimologías (Libro V: Sobre la ley y los tiempos)

 El Libro V de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, dedicado a las leyes y los tiempos, abre una ventana fascinante al modo en que la Antigüedad tardía comprendía el orden humano y divino del mundo. En sus páginas, Isidoro entrelaza el origen del derecho con el ritmo del cosmos: las leyes nacen para regir las costumbres como los astros rigen los días, y el tiempo mismo se convierte en una medida de la justicia. Su visión, a la vez jurídica y teológica, busca mostrar que la norma humana solo encuentra sentido cuando refleja el orden providente del universo. Así, este libro es tanto un tratado sobre la ley como una meditación sobre el tiempo que la sostiene.

ETIMOLOGÍAS

Sobre la ley y los tiempos

1. Sobre autores de leyes

En su primer capítulo “Sobre los autores de leyes”, ofrece una síntesis magistral de la historia jurídica universal, vista desde una perspectiva cristiana y moralizante. Isidoro recorre, con espíritu enciclopédico, las figuras que dieron origen al derecho divino y humano, enlazando la legislación sagrada con la civil.

  1. Moisés como primer legislador: Inicia reconociendo a Moisés como el primer redactor de leyes divinas, situando el derecho en su raíz teológica. Para Isidoro, toda norma justa emana de Dios, y las leyes humanas deben reflejar ese orden superior.

  2. Legisladores paganos: Menciona a Foroneo entre los griegos y a Mercurio Trismegisto entre los egipcios, trazando así una genealogía sapiencial del derecho. A Solón y Licurgo los destaca como paradigmas de sabiduría cívica y orden político, precursores de la justicia racional.

  3. El derecho romano: Alude a Numa Pompilio y a la progresiva sistematización del derecho romano, hasta llegar a la época republicana, donde cita nombres emblemáticos —Apio Claudio, Curacio, Manlio, entre otros—, mostrando la transmisión de la ley como una herencia cultural.

  4. La caída y renovación del derecho: Isidoro lamenta la pérdida de las antiguas leyes por “su antigüedad y por el abandono”, interpretando esa decadencia como signo moral y político. Sin embargo, celebra la restauración del orden jurídico bajo el cristianismo, especialmente desde Constantino y los emperadores posteriores, cuando las leyes se recopilan y purifican conforme a la fe.

  5. El Código Teodosiano: Finalmente, Isidoro reconoce el Codex Theodosianus como el compendio que sintetiza y cristianiza la tradición jurídica romana. Al llamarlo “Teodosiano”, subraya el vínculo entre la autoridad imperial y la voluntad divina, presentando la ley como una emanación del orden providencial del imperio cristiano.


Una evolución que va del mandato divino a la codificación imperial cristiana, donde la ley, el tiempo y la autoridad convergen para mantener el equilibrio del mundo humano bajo la guía de Dios.

2. Sobre las leyes divinas y humanas

Isidoro distingue dos clases de leyes: divinas y humanas.


Las primeras derivan de la naturaleza y la voluntad de Dios, son inmutables y universales; las segundas proceden de las costumbres de los pueblos, y por tanto, varían con el tiempo y el lugar. Este contraste resalta la tensión entre el derecho eterno y el derecho positivo, y pone de relieve una idea central del pensamiento isidoriano: la justicia verdadera sólo existe cuando la ley humana refleja el orden divino.

Cuando Isidoro señala que “atravesar una posesión ajena es injusto, pero no ilegal”, está mostrando que el derecho humano puede divergir del divino; la ley escrita puede tolerar actos que, desde la moral o la naturaleza, son injustos. De este modo, introduce una reflexión sobre los límites éticos del derecho positivo, anticipando cuestiones que siglos después abordará la escolástica.

3. Qué diferencia hay entre derecho, leyes y costumbres

Aquí Isidoro realiza una distinción conceptual clave:

  • Derecho (ius): es el género, lo justo por naturaleza;

  • Ley (lex): la norma concreta y escrita que “manda o prohíbe”;

  • Costumbre (consuetudo): la práctica prolongada y aceptada por el uso común, que adquiere fuerza normativa.

Isidoro expresa una concepción racional y comunitaria del derecho: no importa si una ley está escrita o no, lo que la legitima es la razón y la justicia. De hecho, Isidoro otorga gran valor a la costumbre, entendida como “derecho no escrito” nacido del consenso y la tradición. Esta idea hunde sus raíces en el pensamiento jurídico romano (la consuetudo como fuente del derecho) pero se integra aquí en un marco cristiano, donde la costumbre sólo es válida si está de acuerdo con la religión y conduce a la salvación.

4. Qué es el derecho natural

El derecho natural es, para Isidoro, aquel que no proviene de promulgación humana, sino del instinto propio de la naturaleza. Es común a todos los pueblos y tiempos, y se manifiesta en realidades universales: la unión del hombre y la mujer, el cuidado de los hijos, la comunidad de los bienes, la libertad igual para todos y el rechazo de la violencia.
Esta visión hereda la tradición del ius naturale romano (particularmente de Ulpiano), pero en Isidoro adquiere un matiz teológico: estas leyes naturales son expresión de la voluntad divina inscrita en la creación. Lo natural es justo por sí mismo, porque deriva del orden de Dios, y su observancia lleva a la equidad y la armonía social.

5. Qué es el derecho civil

El derecho civil (ius civile) se define como el que cada pueblo establece para sí mismo, según su criterio humano. A diferencia del natural, es particular y mutable. Representa la capacidad de las comunidades de ordenar su vida conforme a sus costumbres, pero siempre subordinado al ideal superior de justicia.
Isidoro, siguiendo la tradición romana, reconoce en el derecho civil la expresión del civitas, la comunidad política organizada; sin embargo, le recuerda sus límites: no toda ley civil es justa si contradice el derecho natural.

6. Qué es el derecho de gentes

El derecho de gentes (ius gentium) ocupa un lugar intermedio entre el natural y el civil. Regula las relaciones entre los pueblos —ocupación de tierras, comercio, tratados, guerra, embajadas, matrimonios entre naciones— y tiene validez universal.
Isidoro resalta su función práctica e internacional, anticipando una idea proto-jusnaturalista del derecho internacional. Es un derecho “de todos los pueblos”, porque surge de la necesidad de convivencia y del reconocimiento mutuo entre naciones.

7. Qué es el derecho militar

El derecho militar (ius militare) regula los aspectos bélicos: declaración de guerra, alianzas, botines y disciplina. Isidoro describe su estructura y ética interna, incluyendo el reparto de honores según mérito y la justicia distributiva dentro del ejército.
Esta sección muestra la visión del derecho como orden incluso en la guerra: aun en el conflicto, deben regir normas que preserven la dignidad y la proporcionalidad, lo que refleja un intento cristiano de moralizar la práctica bélica heredada de Roma.

8. Qué es el derecho público

El derecho público (ius publicum) se refiere a las cosas sagradas, los sacerdotes y los magistrados, es decir, al ámbito de lo que pertenece al bien común. Es un derecho orientado al orden y la moral del Estado, vinculado con lo religioso.
Para Isidoro, el derecho público mantiene la unidad del cuerpo político bajo la autoridad divina y sacerdotal, integrando lo jurídico con lo sacro: el Estado cristiano no puede separarse de la moral.

9. Qué es el derecho quiritario

Finalmente, el derecho quiritario (ius quiritium) corresponde al derecho romano más antiguo, propio de los quirites (ciudadanos romanos). Es un derecho estrictamente formalista y limitado al pueblo romano, basado en los dictámenes de los príncipes y las consultas a los sabios.
Isidoro lo menciona como ejemplo de una etapa ya superada: el derecho particularista y ciudadano ha sido reemplazado por un derecho más universal y espiritual bajo el cristianismo. Representa la evolución histórica desde la ley del pueblo romano hacia la ley común de la humanidad redimida.

10. Qué es ley

Isidoro define la ley como la organización legal del pueblo sancionada por los ancianos junto con la plebe, reflejando el equilibrio entre autoridad y consenso. Esta concepción combina la tradición romana (senatus et populus Romanus) con una idea moral: la ley no es mera imposición del poder, sino el fruto del acuerdo entre experiencia (los ancianos) y comunidad (el pueblo). La legitimidad jurídica, por tanto, surge del orden y la participación.

11. Qué es un plebiscito

Los plebiscitos son disposiciones establecidas únicamente por la plebe o en respuesta a su consulta. Isidoro subraya su carácter popular y deliberativo: la ley puede nacer “desde abajo”, del cuerpo social. Este reconocimiento de la voz del pueblo, aunque heredado del derecho romano, en Isidoro adquiere un tono casi ético, pues la sabiduría del pueblo —guiada por la razón natural y la fe— también participa del orden divino.

12. Qué es un senadoconsulto

El senadoconsulto es una decisión del Senado, tomada por los senadores “en bien del pueblo”. Aquí Isidoro acentúa la idea de que el gobierno debe actuar por el bien común, no por interés propio. Esta frase resume su comprensión cristiana del poder: el Senado, como órgano deliberativo, cumple su función cuando sus dictámenes buscan la justicia y la armonía social.

13. Qué es una constitución y un edicto

La constitución o edicto es la norma que el emperador instituye o dicta. Isidoro acepta la autoridad imperial como fuente legítima del derecho, pero dentro del marco del orden providencial: el emperador actúa como vicario de la justicia divina. La ley imperial, así, no es simple acto de soberanía, sino expresión de la razón divina aplicada a la sociedad terrena.

14. Qué son las respuestas de los sabios

Isidoro menciona las respuestas de los juristas (responsa prudentium), que se transformaron en una fuente de derecho civil. Estos sabios, inspirados por la equidad, resolvían disputas y establecían precedentes jurídicos. Isidiro valora esta práctica, pues la sabiduría y la prudencia son virtudes cristianas que deben guiar toda interpretación legal. De esta forma, la jurisprudencia aparece como el vínculo entre la ley escrita y la justicia viva.

15. Sobre las leyes consulares y tribunicias

Isidoro evoca ejemplos de leyes famosas del derecho romano, como las consulares y tribunicias, entre ellas la Ley Papia Poppaea (sobre el matrimonio y la procreación), la Ley Falcidia (sobre testamentos y herencias) y la Ley Aquilia (sobre daños y reparaciones). Su inclusión no es meramente erudita: Isidoro muestra que el derecho, cuando se funda en la equidad y el bien común, es digno de conservación, aun si proviene del mundo pagano.

16. Sobre la ley satura

La lex satura es descrita por Isidoro como aquella que trata de “muchas cosas al mismo tiempo”. El término deriva de “abundancia” o “mezcla” (del latín satura, de donde proviene también “sátira”). Esta observación filológica revela el método isidoriano: conectar el lenguaje con su raíz moral y práctica. En este caso, Isidoro aprovecha el juego etimológico para ilustrar cómo las leyes pueden abarcar diversos aspectos de la vida pública y privada, anticipando la idea de compilaciones jurídicas integradas.

17. Sobre las leyes rodias

Las leyes rodias regulaban el comercio marítimo, especialmente las cuestiones de carga, naufragio y propiedad en el mar. Isidoro recuerda su origen en la isla de Rodas, célebre por su actividad naval. Al incluirlas, reconoce la importancia del comercio como fuente legítima de derecho, mostrando cómo la costumbre y la necesidad económica también generan normas jurídicas. Es una muestra de la apertura isidoriana a los distintos orígenes del derecho, incluso los puramente prácticos.

18. Sobre los privilegios

Los privilegios son definidos como leyes aplicadas a personas o casos particulares (leges privatae). Isidoro advierte que, aunque son normas, no pertenecen al derecho común, sino al ámbito privado. Este punto contiene una crítica implícita: el abuso de privilegios rompe la igualdad jurídica y amenaza el bien común. En su perspectiva cristiana, la ley debe tender a la universalidad, no a la excepción.

19. Cuál es el poder de la ley

Aquí Isidoro resume el corazón de su pensamiento jurídico: toda ley ordena, prohíbe o castiga. La ley es instrumento de justicia porque regula las conductas humanas mediante premios y sanciones. Pero no se trata solo de coerción: la ley busca enderezar la voluntad humana hacia el bien. Por ello, Isidoro interpreta el poder de la ley como un reflejo del orden moral divino en la sociedad.

20. Para qué se dicta la ley

La finalidad de la ley es reprimir la audacia de los malvados y proteger a los inocentes. Isidoro se distancia de una visión puramente punitiva y propone un sentido educativo del derecho: la ley existe para corregir y contener el mal, no solo castigarlo. Esta función preventiva y pedagógica es coherente con la tradición agustiniana: la ley humana, aunque imperfecta, ayuda a orientar al hombre hacia el bien.

21. Cómo debe ser la ley

El cierre de esta sección sobre la ley es profundamente normativo y moral. Isidoro establece que la ley debe ser:

  • Honesta (fundada en la virtud y la verdad);

  • Justa (conforme a la razón y la religión);

  • Posible (no exigir lo imposible);

  • Conveniente al lugar y al tiempo;

  • Necesaria, útil y clara;

  • Dictada por el bien común y no por interés particular.

Esta definición resume toda la doctrina cristiana del derecho medieval posterior: la ley justa no se mide por su fuerza, sino por su conformidad con la razón, la naturaleza y la moral. Isidoro establece así un criterio de justicia objetiva que anticipa las formulaciones escolásticas de Santo Tomás de Aquino.

22. Sobre las causas judiciales

Isidoro explica que en griego prágmata significa “asuntos” o “causas”, y de ahí proviene el término latino causae. Introduce también la palabra pragmaticus, aplicada a quien interviene en dichos asuntos o ejerce funciones legales. 

23. Sobre los testigos

Los testigos son definidos como quienes median en un juicio para establecer la verdad. Isidoro subraya su papel moral y social: sin testigos no hay justicia posible. Los equipara también a quienes firman testamentos, pues dan fe de la verdad del acto. 

24. Sobre los instrumentos legales

Este es uno de los apartados más extensos y ricos. Isidoro aborda los instrumentos legales —escrituras, contratos, testamentos— y su función como garantía escrita de la voluntad. Distingue entre:

  • Instrumentos voluntarios (como los testamentos válidos y los pactos);

  • Instrumentos forzosos o nulos, cuando carecen de formalidades o violan la justicia natural.

Profundiza en el testamento, al que llama “voluntad del testador declarada y firmada”, destacando su carácter solemne y moral. Clasifica diversos tipos:

  • Testamentum inofficiosum, que deshereda injustamente a los hijos;

  • Testamentum ruptum, invalidado por nacimiento de un heredero posterior;

  • Pupillare, hecho en nombre de hijos menores;

  • Raptum y irritum, según se haya redactado fuera de norma o haya perdido vigencia.

Describe también las formas de herencia, codicilos, y fideicomisos, interpretando todo el sistema sucesorio romano desde una ética cristiana: la herencia es un acto de justicia, no de capricho.

Isidoro detalla además numerosos actos y contratos:

  • Mandato (encargo o poder conferido a otro);

  • Fianza (sponsio), como compromiso verbal;

  • Donación, vista como expresión de liberalidad y afecto;

  • Permuta, compraventa, y transacción, como intercambios legítimos entre partes.

En todos, insiste en que el consentimiento y la buena fe son la base del derecho civil. La forma jurídica debe reflejar la voluntad honesta del ciudadano.

25. Sobre las cosas

San Isidoro inicia este capítulo definiendo la herencia como aquello que pasa al poder de otra persona al morir su dueño, ya sea por testamento o por derecho sucesorio. Con esta noción, introduce la reflexión sobre la posesión, que describe no solo como el hecho de tener algo, sino también como el modo en que se lo posee: justamente cuando se usa conforme a la razón y la ley, injustamente cuando se lo retiene por avaricia o abuso. A su juicio, el mal uso de los bienes constituye una forma de injusticia que se opone al orden natural y divino, lo cual confiere a la propiedad un carácter ético: poseer implica responsabilidad moral.

Luego distingue entre las cosas propias, las ajenas y las comunes, siguiendo la tradición del derecho romano pero impregnándola de sentido cristiano. Las cosas propias son las que cada uno tiene por derecho, las ajenas aquellas que pertenecen a otros y que solo se poseen de manera temporal o indebida, y las comunes aquellas que la naturaleza concede a todos, como el aire, el agua o la luz. En esta triple división se percibe la visión teológica de Isidoro: el hombre no es dueño absoluto de nada, sino administrador de los bienes creados por Dios para el bien de todos.

Aborda también la división y el usufructo. La primera implica el reparto legítimo de bienes entre herederos, mientras que el usufructo permite el uso sin traspaso de dominio. Isidoro resalta que el usufructuario debe usar el bien con moderación y justicia, pues su derecho no radica en la propiedad sino en la necesidad. Así, anticipa la idea medieval de que la propiedad debe tener siempre una función social y moral.

En cuanto a las figuras de garantía, Isidoro explica la prenda (pignus) como lo entregado en seguridad de una deuda, y la arra o arras como promesa o anticipo, sobre todo en contratos de compraventa o de matrimonio. Ambas son signos de confianza y fidelidad, fundamentos de toda relación jurídica. La ley, señala, no puede sustituir la buena fe: sin confianza no hay justicia, aunque haya formalidades.

Más adelante distingue la propiedad (dominium) del uso (usus). La primera se refiere al derecho pleno de disponer de un bien; el segundo, al derecho de aprovecharlo sin apropiarlo. Con tono moralista, Isidoro afirma que el uso sin codicia es legítimo, pero la acumulación sin necesidad es contraria al orden divino. La riqueza, dice, pierde su sentido cuando deja de beneficiar a otros.

Isidoro desarrolla además conceptos como la restitución y la integridad, entendidas como la reparación del daño y la devolución de lo injustamente adquirido. Toda acción jurídica debe tender, no solo al equilibrio entre partes, sino a la restauración del orden moral. La justicia se cumple plenamente cuando repara lo roto y devuelve la paz social.

Isidoro trata las figuras de garantía y posesión fiduciaria, los préstamos, los depósitos y la compraventa. Recalca que los contratos se fundamentan en el consentimiento y la verdad, no en el interés. Incluso los instrumentos de crédito y las transacciones deben regirse por la equidad y el respeto mutuo. Concluye afirmando que la restitución de la integridad es la máxima expresión de la justicia: devolver lo que se ha tomado, corregir lo que se ha roto, y reparar lo que la fuerza o la avaricia han corrompido.

26. Sobre los crímenes reseñados en la ley

En este capítulo, San Isidoro de Sevilla ofrece una clasificación moral y jurídica de los crímenes según su gravedad, origen y forma de comisión, retomando la tradición del derecho romano y reinterpretándola desde la ética cristiana. Define el crimen como una denominación derivada de cruentare —“manchar con sangre”—, abarcando todos los actos que privan a otro de la vida o de sus bienes, como el robo, el homicidio y la falsedad. Así, el crimen no es solo una ofensa civil, sino también una corrupción del alma, una mancha moral que altera el orden querido por Dios.

Isidoro distingue entre diversas clases de delitos. El parricidio (parricidium) se entiende como el asesinato de un pariente cercano, considerado uno de los actos más abominables. El flagrante (flagrans) o crimen cometido en el acto, se juzga con mayor severidad, porque implica plena conciencia del mal. El latrocinio designa el robo armado o violento, mientras que la fuerza pública se refiere a la expulsión o ataque colectivo que atenta contra la autoridad o el bien común. 

Aborda luego los delitos de palabra, como la calumnia, la injuria y la falsedad, mostrando que la mentira y el engaño son también formas de injusticia. La injuria, dice, consiste en dañar la reputación o el honor del prójimo, mientras que la falsedad altera la verdad necesaria para la convivencia. La sedición, por su parte, es la disensión o rebelión entre ciudadanos que rompe la unidad del orden político. En todos estos casos, el lenguaje y la intención son tan condenables como la acción misma: hablar falsamente, para Isidoro, equivale a actuar contra la verdad de Dios.

Isidoro continúa con los delitos sexuales, como el adulterio, el estupro y el rapto, vistos no solo como ofensas al cónyuge o la familia, sino como transgresiones del orden natural. El adulterio corrompe el pacto conyugal; el estupro implica unión ilícita y forzada; el rapto supone violencia y desprecio de la voluntad. De ahí que el derecho romano, comenta Isidoro, los castigara con severidad, reflejando el valor de la pureza y la fidelidad como pilares del orden social.

En cuanto al homicidio, Isidoro destaca su origen etimológico (internecio, “asesinato de un hombre”) y lo define como la supresión voluntaria de una vida humana, contraria tanto a la ley civil como a la ley divina. El hurto (furtum), derivado de furvus —“oscuro”—, es la apropiación clandestina de lo ajeno, cometida con disimulo. Le sigue la usurpación, entendida como el acto de tomar lo que pertenece a otro, y la malversación, cuando el fraude afecta al erario público o a los bienes comunes. En todos los casos, Isidoro insiste en que la intención agrava o atenúa la culpa: robar lo público es más grave que lo privado, pues atenta contra la comunidad entera.

Asimismo, se ocupa de los delitos contra la fe y la autoridad, como el sacrilegio, la traición y la perjuria. El sacrilegio profana lo sagrado; la traición viola la lealtad debida a la patria o al soberano; y el perjurio quebranta la fidelidad jurada ante Dios. En cada uno de ellos, el pecado jurídico coincide con el pecado moral, pues el daño social refleja una ruptura del vínculo divino. Isidoro menciona también el peculado, el soborno y la cohecho, delitos cometidos por quienes abusan del poder o la función pública, así como el incesto y el adulterio espiritual, en los que se confunde lo sagrado con lo profano.

Finalmente, analiza los delitos de traición y conspiración, cometidos contra la república o el príncipe. Los denomina maiestatis reos, “reos de lesa majestad”, porque atentan contra la estabilidad del poder legítimo. En todos estos crímenes, Isidoro percibe un mismo principio teológico: el mal surge del desorden, y el derecho existe para restaurar la armonía rota. La ley, en este sentido, no solo castiga, sino que purifica. Por eso, la justicia humana debe reflejar la justicia divina, en la cual toda falta exige restitución y todo crimen busca redención.

27. Sobre las penas establecidas en las leyes

En este capítulo, San Isidoro de Sevilla reflexiona sobre el sentido moral, jurídico y teológico del castigo. Comienza explicando que la palabra mal tiene un doble significado: aquello que el hombre puede hacer —el pecado— y aquello que puede sufrir —la pena—. El mal cometido exige una corrección que no solo compense el daño, sino que purifique al culpable. Así, la pena no es mero sufrimiento físico, sino instrumento de justicia y restauración moral. El castigo, dice Isidoro, contiene dolor y temor, pero su finalidad no es destruir, sino corregir y restablecer el orden perturbado.

El término pena adquiere sentido cuando se le une una determinación concreta: pena de cárcel, pena de destierro, pena de muerte. Esta concreción, observa Isidoro, es lo que transforma la pena en justicia y no en crueldad. El suplicio, en cambio, es el sufrimiento extremo y ejemplar que sigue a los crímenes más graves, y que, aunque doloroso, busca la expiación del mal. La raíz latina de poena —de donde procede “pena”— está vinculada con la idea de “purificación mediante el padecimiento”.

Isidoro describe una gran variedad de castigos, tanto físicos como simbólicos. Menciona las cadenas, los azotes, la tortura, el encarcelamiento y el destierro, pero también las sanciones morales, como la pérdida del honor o de los bienes. Cada castigo, señala, refleja una dimensión pedagógica: la sociedad aprende la justicia viendo corregido al culpable. Así, el castigo no es venganza, sino lección pública de moral. El reo se convierte en ejemplo de lo que sucede cuando el hombre se aparta del bien.

Entre los castigos corporales, Iisidoro distingue muchos tipos. Los grilletes y ligaduras inmovilizan al reo; las prisiones lo privan de libertad; los azotes representan la purificación del cuerpo a través del dolor. Las argollas (boga) y las cárceles (carceres) son espacios de confinamiento donde el reo expía su culpa separado de la comunidad. El flagelo, dice Isidoro, no solo es físico: también representa la vergüenza que acompaña al pecado. La plaga, o castigo repetido, tiene una connotación espiritual: el golpe del destino que recuerda al pecador su falta.

El autor menciona además las penas económicas y sociales, como el destierro, la confiscación de bienes o la degradación de la fama. La infamia es considerada un castigo tan severo como el físico, porque priva al hombre de su honor ante los demás. La fama es doble: una positiva, la que acompaña la virtud; y otra falsa o negativa, nacida de la mentira y la calumnia. La verdadera fama, dice, es aquella que se sustenta en la verdad y en las buenas obras. La pérdida de la reputación es, pues, una forma de muerte civil.

Isidoro analiza también el exilio (exilium), al que define como la separación del suelo natal y del afecto de los suyos. Lo considera una de las penas más tristes, pues priva al hombre de su patria y de su identidad. Distingue entre los relegados, que conservan sus bienes, y los desterrados, que los pierden. La relegación es pena temporal; el exilio, perpetuo. Ambas buscan corregir al culpable mediante la privación de pertenencia.

En los castigos de muerte, San Isidoro muestra una notable sensibilidad. Enumera las formas más crueles —ahogar al reo, quemarlo, arrojarlo a las fieras, condenarlo al hambre o a la espada—, pero las juzga según su grado de humanidad. Prefiere la espada al suplicio prolongado, porque causa una muerte rápida y menos degradante. Menciona el terrible culleum, o saco de cuero donde los parricidas eran encerrados junto a animales y arrojados al mar, como ejemplo del rigor romano. Sin embargo, su tono es más moral que jurídico: la pena de muerte, aunque necesaria para preservar el orden, debe aplicarse con prudencia, recordando que el juez humano no posee la última palabra sobre la vida y la muerte, que solo pertenece a Dios.

Por último, Isidoro señala que el castigo judicial (animadversio) no es simple represión, sino un acto de discernimiento: el juez debe “advertir” y comprender la falta antes de sentenciar. La justicia, en su sentido más alto, no nace del odio sino de la razón. Los romanos, comenta, privaban del agua y del fuego a los condenados, símbolos de vida y purificación, recordando que el criminal, al apartarse del bien, se excluye de los dones más elementales de la naturaleza.

28. Sobre el término “crónica”

San Isidoro inicia este apartado explicando el origen y significado de la palabra crónica, tomada del griego chrónika, que en latín equivale a “sucesión de tiempos”. Señala que el término procede de chrónos, “tiempo”, y que fue introducido al latín por el presbítero Jerónimo, siguiendo a Eusebio de Cesarea. Para Isidoro, la crónica no es solo una enumeración de hechos, sino una forma de organizar el devenir histórico según el orden del tiempo, mostrando así la unión entre la historia y la temporalidad. La crónica expresa el modo en que los acontecimientos humanos se inscriben en el flujo del tiempo divino, donde cada suceso tiene su momento asignado en el plan de Dios.

29. Sobre los momentos y las horas

Isidoro desarrolla su comprensión del tiempo como una estructura jerárquica y ordenada. Lo divide en momentos, horas, días, meses, años, lustros, siglos y edades, siguiendo el modelo cosmológico heredado de la antigüedad. El momento es definido como la fracción más pequeña y reducida del tiempo, relacionada con el movimiento de los astros, lo cual refleja la idea de que el ritmo del universo sirve de medida para la vida humana.

La hora, por su parte, es la subdivisión del día en intervalos breves y sucesivos, cada uno de los cuales da comienzo al siguiente, en un ciclo continuo. Isidoro destaca que la palabra hora proviene del griego y la asocia etimológicamente con ora (“orilla” o “borde”), indicando así que cada hora marca un límite, un punto de transición dentro del fluir temporal. 

30. Sobre los días

San Isidoro de Sevilla define el día como la presencia del sol sobre la tierra, en contraposición a la noche, que es el sol oculto bajo la tierra. Explica que el día completo consta de veinticuatro horas, que comprenden tanto la parte luminosa como la oscura, y que este ciclo corresponde al movimiento de rotación del cielo, desde el amanecer hasta el siguiente. De este modo, el día simboliza la unidad del tiempo natural, donde la luz y la oscuridad se complementan como expresión del orden cósmico.

Isidiri distingue entre la duración diurna y nocturna, llamando día natural al tiempo entre la salida y la puesta del sol, y día civil o completo al conjunto de las veinticuatro horas. Aclara que el día se divide en dos mitades de doce horas cada una, siguiendo una convención heredada tanto de la astronomía antigua como de las Escrituras. Menciona que los egipcios contaban los días desde el amanecer, mientras que los romanos lo hacían desde la medianoche, y que entre los antiguos judíos el cómputo comenzaba al atardecer, con el inicio del reposo sabático.

Isidoro dedica gran atención al significado religioso y cultural de los días. Observa que los antiguos dedicaron cada día de la semana a una divinidad o astro: el primero al Sol, el segundo a la Luna, el tercero a Marte, el cuarto a Mercurio, el quinto a Júpiter, el sexto a Venus y el séptimo a Saturno. Explica que, si bien estos nombres tienen un origen pagano, la Iglesia los conservó por costumbre, resignificándolos. Así, el dies dominicus o día del Señor sustituyó al de Sol, santificando el principio del ciclo semanal con el recuerdo de la Resurrección de Cristo.

Los nombres de los días, además de su valor práctico, revelan una concepción simbólica del tiempo. Cada jornada marca una dimensión espiritual de la existencia humana: el trabajo, el descanso, la meditación o la celebración. Isidoro interpreta la palabra feria —que en la tradición cristiana designa los días de la semana— como derivada del verbo latino fari (“hablar”), porque en esos días el hombre conversa con Dios y con los demás en el cumplimiento de sus deberes. Las ferias, en su sentido cristiano, se oponen a los días festivos paganos, pues no celebran a los dioses, sino la obra divina manifestada en el curso del tiempo.

Asimismo, Isidoro distingue los días festivos y los laboriosos: los primeros, dedicados al culto y al descanso del alma; los segundos, al trabajo y a la administración de la vida civil. 

Isidoro divide el día en tres grandes partes: mañana, mediodía y tarde. La mañana (mane) es la hora de la luz naciente, símbolo de renovación y pureza; el mediodía (meridies) representa la plenitud del día, momento de máxima claridad y fuerza solar; y la tarde (suprema pars diei) indica el descenso del sol, imagen del descanso y del retorno al silencio. A estas agrega el atardecer (vespera), cuando el día muere y se anuncia la noche, y el ocaso (crepusculum), límite entre la luz y la sombra.

Con gran precisión filológica, Isidoro analiza los términos que expresan las fases del día: hodie (hoy), cras (mañana), heri (ayer), pridie (el día anterior) y perendie (pasado mañana). En ellos percibe no solo la medida del tiempo, sino la conciencia del tránsito temporal: el lenguaje humano conserva la huella del paso del sol y, con ella, el recordatorio de la fugacidad de la vida.

Finalmente, Isidoro introduce una reflexión teológica: el día y la noche fueron creados por Dios para ordenar la existencia del mundo y recordar al hombre su dependencia del Creador. La alternancia entre luz y oscuridad es signo de la lucha entre el bien y el mal, entre la claridad del alma justa y las tinieblas del pecado. Así, el día no es solo una medida astronómica, sino una imagen espiritual del orden divino, en la que el tiempo se convierte en símbolo de la eternidad.

31. Sobre la noche

San Isidoro de Sevilla inicia este capítulo con una observación etimológica: la palabra noche derivaría de nocivo, porque “hace daño a los ojos”. En esa etimología simbólica se encierra una intuición teológica: la noche es el momento en que la vista humana se apaga, pero también el tiempo en que la naturaleza ofrece descanso y consuelo frente al esfuerzo del día. La luz de la luna y de las estrellas atenúa la oscuridad absoluta, brindando alivio a los que trabajan mientras el mundo duerme y protección a los seres que no soportan la intensa luminosidad del sol. Así, la noche no es un mal en sí, sino una medida del orden cósmico que equilibra la fatiga de la luz con el reposo de la sombra.

Isidoro explica que la sucesión de la noche y el día refleja la alternancia natural entre vigilia y sueño, trabajo y descanso. Esa correspondencia revela la sabiduría del Creador, que dispuso que la noche suavice el esfuerzo diurno y renueve las fuerzas del cuerpo y del espíritu. Para él, el ciclo diario es también una imagen del ciclo espiritual del hombre: el alma, como el sol, se oculta tras el cansancio y renace con la aurora del nuevo día.

En un tono más poético, Isidoro señala que la noche se produce porque el sol, “cansado de su larga carrera”, llega a su último tramo del cielo y comienza a emitir rayos más débiles, o porque, oculto bajo la tierra, continúa brillando sin la misma intensidad. De este modo, concibe el movimiento solar como una metáfora de la vida humana: tras la actividad y el esplendor viene el reposo y la introspección. Cita versos de Virgilio para ilustrar la idea de la noche envolviendo al mundo “en su sombra inmensa”, como un manto que cubre y protege la creación.

El autor distingue seis partes principales de la noche: el atardecer, el crepúsculo, la conticinio, el intempesto, el gallicinio y la madrugada. Cada una representa una fase del silencio y del tránsito hacia el amanecer. El atardecer marca el inicio de las tinieblas; el crepúsculo es el momento intermedio entre la luz y la oscuridad; el conticinio es la hora en que todo calla; el intempesto, el punto más profundo de la noche, cuando el sueño domina y cesa la actividad humana; el gallicinio, la hora de los gallos que anuncian la luz; y la madrugada, el retorno del día, cuando la aurora comienza a disolver las sombras.

Cada una de estas divisiones posee para Isidoro un sentido espiritual. El conticinio, tiempo de silencio absoluto, es símbolo de la oración contemplativa, cuando el alma se aquieta ante Dios. El intempesto representa la suspensión del tiempo y de la actividad, como una imagen de la muerte o del descanso eterno. El gallicinio, por su parte, evoca la vigilancia y la esperanza, recordando el canto del gallo que anunció la negación de Pedro y, a la vez, su arrepentimiento. Finalmente, la aurora (aurora, “la que brilla”), signo del despertar, anuncia la renovación del mundo y de la vida, reflejando la resurrección espiritual que sucede tras cada noche.

Isidoro concibe, pues, la noche no como negación del día, sino como su complemento providencial. En ella el universo guarda silencio para que el alma del hombre encuentre reposo; las estrellas iluminan discretamente el firmamento, como símbolos del conocimiento que perdura incluso en la oscuridad. En el lenguaje del santo, la noche se vuelve imagen del misterio divino: aquello que no se ve, pero que sigue brillando bajo la superficie del mundo. De este modo, la alternancia entre día y noche no solo mide el tiempo, sino que revela la armonía del cosmos y la sabiduría de su Creador.

32. Sobre la semana

En este capítulo, San Isidoro de Sevilla explica que la semana recibe su nombre del número siete, que corresponde a los siete días que la componen y cuya repetición completa los ciclos del mes, del año y del siglo. Este número, señala, no es arbitrario, sino que tiene un valor simbólico y sagrado, pues representa la totalidad del tiempo creado y la perfección del orden divino. Los griegos llamaron al siete heptá, y de ahí deriva el término hebdomás (semana), mientras que los latinos lo denominaron septimana, palabra que Isidoro interpreta como “siete luces”, aludiendo tanto a los siete días como a la luz que cada uno de ellos aporta en la sucesión temporal.

El número siete, para Isidoro, tiene un sentido cósmico y espiritual: simboliza la obra completa de la creación y el descanso divino que la corona. En seis días Dios formó el mundo, y el séptimo lo santificó, estableciendo el ritmo de trabajo y reposo que regula toda la existencia. Por eso, la semana no es solo una medida del tiempo, sino una imagen del orden universal. Cada semana renueva el ciclo de la vida, repitiendo el gesto creador de Dios que da principio y fin a todas las cosas.

El santo añade que el día octavo es, en realidad, el mismo que el primero, pues a él se vuelve al completarse el ciclo de siete. De esta manera, el número ocho simboliza la renovación y el comienzo de una nueva creación. En la tradición cristiana, este día es figura de la eternidad, del descanso definitivo después del tiempo, y se asocia con la Resurrección de Cristo, que ocurrió el “primer día después del sábado”. Así, el octavo día representa el paso del tiempo a la eternidad, el retorno del mundo a la luz divina que no conoce ocaso.

Con esta reflexión, Isidoro convierte la estructura de la semana en una lección de teología del tiempo: los siete días expresan el movimiento ordenado del cosmos, mientras que el octavo anticipa la plenitud sin fin del Reino de Dios. Cada semana, en su repetición cíclica, reproduce el ritmo de la creación y prefigura la restauración final, mostrando cómo el tiempo, para el hombre cristiano, no es solo medida de trabajo o calendario civil, sino un signo espiritual del plan divino que une el principio y el fin en una misma luz.

33. Sobre los meses

San Isidoro de Sevilla comienza explicando que la palabra mes proviene del griego mēn, que significa “luna”, y de mēne, su forma más antigua. Este origen lunar revela cómo las civilizaciones antiguas —hebreos, egipcios y romanos— medían el tiempo según los ciclos de la luna, cuyos cambios visibles servían como base para calcular el paso de los meses y el ritmo de las estaciones. Los hebreos, en particular, iniciaban cada mes con la luna nueva, haciendo del fenómeno astronómico un acontecimiento religioso y temporal.

Isidoro señala que los egipcios adoptaron un cómputo solar, pero sin abandonar del todo el lunar, y que los romanos perfeccionaron este sistema al establecer la duración de los meses mediante la observación combinada del sol y de la luna. De esta fusión de métodos nació el calendario que, con variaciones, permanece hasta hoy. El autor menciona además que los romanos consagraron cada mes a una divinidad, y procede a explicar el origen simbólico y etimológico de los nombres de los doce meses del año.

El primer mes, Enero (Ianuarius), toma su nombre de Jano, el dios de las puertas y los comienzos, representado con dos rostros, mirando al pasado y al futuro. Isidoro destaca que este mes, situado al umbral del año, simboliza la transición y la apertura, el tiempo en que se pasa de lo viejo a lo nuevo. Febrero (Februarius) deriva de februa, término latino que significa “purificación”, y estaba dedicado a los ritos de limpieza espiritual en honor de Plutón, dios de los muertos, y de las divinidades infernales. Era, por tanto, un mes de expiación y tránsito antes del renacer primaveral.

El tercer mes, Marzo (Martius), fue consagrado a Marte, dios de la guerra, y marcaba el inicio de la actividad militar y agrícola tras el invierno. Simbolizaba la energía renovada y el impulso vital. Abril (Aprilis), por su parte, está asociado a Venus (Aphrodite en griego), la diosa del amor y de la fertilidad, pues en ese tiempo florece la naturaleza y todo brota. El verbo latino aperire (“abrir”) refuerza esta relación: abril es el mes en que se abren las flores y los campos se despiertan.

Mayo (Maius) recibe su nombre de Maia, madre de Mercurio y símbolo de madurez, fertilidad y crecimiento. Representa la plenitud de la primavera, cuando la tierra se encuentra en su máxima vitalidad. Junio (Iunius) procede de Juno, esposa de Júpiter y protectora del matrimonio y de las mujeres. Era un mes consagrado a la unión y a los ritos familiares.

En cuanto a los meses siguientes, Julio (Iulius) y Agosto (Augustus) fueron dedicados a Julio César y Octavio Augusto, respectivamente, como homenaje a su grandeza política y militar. Isidoro observa en ello la tendencia romana a divinizar el poder imperial, trasladando a los gobernantes humanos el culto que antes pertenecía a los dioses. Septiembre, Octubre, Noviembre y Diciembre conservan sus nombres numéricos —séptimo, octavo, noveno y décimo—, vestigios de un calendario anterior en que el año comenzaba en marzo.

Isidoro añade que entre los antiguos romanos ciertos días del mes tenían un significado particular: las calendas (primer día del mes), las nonas (quinto o séptimo día, según el caso) y los idus (días medios, dedicados a Júpiter). Las nonas, en especial, derivan de nundinae, que eran días de mercado o de reunión pública. Estos ritmos mensuales no solo marcaban el tiempo administrativo, sino también la vida religiosa y social de Roma, donde cada fase del mes llevaba consigo un simbolismo sagrado.

34. Sobre los solsticios y los equinoccios

San Isidoro de Sevilla ofrece una explicación etimológica y cosmológica de los solsticios y los equinoccios, entendidos como los momentos fundamentales del ciclo solar y, por tanto, del ritmo del tiempo. Señala que la palabra solstitium proviene de solis statio, que significa “parada del sol”, porque en ese punto del año el astro parece detener su curso antes de invertir su movimiento: en el solsticio de verano comienza a decrecer la duración del día, y en el de invierno, a aumentar. Por su parte, el término aequinoctium deriva de aequus (igual) y nox (noche), ya que en esos días la duración del día y la noche se igualan, simbolizando el equilibrio entre la luz y la oscuridad.

Isidoro explica que existen dos solsticios: el de verano, que ocurre cerca de las calendas de julio, cuando el sol alcanza su punto más alto y comienza a descender hacia sus órbitas inferiores; y el de invierno, que se produce cerca de las calendas de enero, cuando el sol, tras su curso más bajo, inicia su ascenso hacia los cielos superiores. En ambos casos, el movimiento del sol marca el límite y la renovación del ciclo natural, y su aparente detención es símbolo de transición y renovación cósmica.

Asimismo, menciona los dos equinoccios, el de primavera y el de otoño, situados aproximadamente entre las calendas de abril y las de octubre. En esos días, la duración del día y la noche es la misma, reflejando la armonía del orden celeste. Los griegos, dice Isidoro, los llamaban isemeriai, “días iguales”. De este modo, el calendario astronómico se convierte para él en una lección sobre la regularidad del universo, donde la alternancia de luz y sombra, de ascenso y descenso solar, obedece a una ley divina que garantiza el equilibrio de la creación.

Isidoro concluye destacando que el año entero se estructura a partir de estos cuatro puntos cardinales del movimiento solar: dos solsticios y dos equinoccios, que dividen el tiempo en cuatro estaciones y regulan la vida de los hombres, las cosechas y los ciclos de la naturaleza. En su mirada cristiana, estos fenómenos no son meras observaciones astronómicas, sino manifestaciones del orden providencial de Dios, que dispuso el curso del sol como medida del tiempo y símbolo de la eternidad. Así, el movimiento solar se convierte en imagen del alma que, tras cada descenso en la oscuridad, vuelve a elevarse hacia la luz.

35. Sobre las estaciones del año

San Isidoro de Sevilla describe las cuatro estaciones del año —primavera, verano, otoño e invierno— como expresión de la armonía natural creada por Dios. Explica que se denominan tempora por la proporción equilibrada (temperamentum) que guardan entre sí, ya que se alternan de modo que la humedad, la sequía, el calor y el frío se compensan y suceden de forma ordenada. Por ello también las llama curriculos, “carreras”, porque no permanecen quietas, sino que están en continuo movimiento, siguiendo el curso del sol y los designios de la naturaleza.

Isidoro sostiene que, desde la creación del mundo, las estaciones fueron divididas en períodos de tres meses, en correspondencia con el ciclo solar. Siguiendo una clasificación simbólica, cada estación se compone de tres fases: la “nueva”, la “adulta” y la “decadente”, un esquema que refleja la idea de un ritmo vital universal, en que toda cosa nace, crece y declina. La primavera, en sus primeros meses, es joven y fecunda; el verano madura y alcanza su plenitud; el otoño decae y se agota; y el invierno, que representa el final del ciclo, prepara en su aparente muerte el renacer de la vida.

La primavera (ver), cuyo nombre proviene del verbo videre o virere (“verdear”), simboliza la renovación y el despertar de la naturaleza. Después del invierno, la tierra se reviste de hierbas y flores, y el mundo entero parece resucitar. El verano (aestas) se asocia al calor y a la sequedad, con el sol en su punto más alto, abrasando los campos y marcando el tiempo de la abundancia y el esfuerzo. El otoño (autumnus), derivado de auctus (“aumento” o “fruto maduro”), es el tiempo de la cosecha, cuando las hojas caen y los frutos alcanzan su sazón. Y el invierno (hiems), etimológicamente relacionado con hiems (“frío” y “tempestad”), representa el reposo y la contracción de la vida, cuando el sol se retira y el tiempo se vuelve inhóspito.

Isidoro añade una observación interesante sobre el término tiempo invernizo, que designa la transición entre el invierno y la primavera, cuando los días comienzan a alargarse y la tierra a despertar, aunque el frío aún perdura. Destaca también la raíz griega broma, que significa “hambre”, para explicar la palabra bruma (de donde procede “brumario”), ya que en esa época del año los hombres sienten mayor apetito por el frío y el cuerpo busca alimento.

Finalmente, el santo asocia las estaciones con las cuatro partes del mundo: la primavera al oriente, por ser el punto donde nace el sol y brota la vida; el verano al sur o mediodía, donde reina el calor y la luz son más intensos; el otoño al occidente, donde el sol declina y las cosas envejecen; y el invierno al norte, región de frío perpetuo y tinieblas. En esta correspondencia cósmica, el orden natural se revela como un reflejo del orden divino: cada estación cumple su función dentro de un ciclo de equilibrio perfecto.

36. Sobre los años

San Isidoro de Sevilla define el año como el retorno del sol al mismo punto del cielo después de haber transcurrido trescientos sesenta y cinco días, completando así su curso entre las estrellas. La palabra año (annus) proviene, según él, de anulus (“anillo”), porque el tiempo, al cerrarse sobre sí mismo, forma un círculo que retorna siempre a su inicio. Esta concepción cíclica del tiempo —heredera tanto de la tradición latina como de la cosmología antigua— subraya que el año no es solo una medida cronológica, sino también una figura del orden cósmico y del eterno movimiento de la creación. Citando a Virgilio, Isidoro recuerda: “El año retorna sobre sí mismo siguiendo sus propias huellas”, lo que expresa la idea de la continuidad del tiempo dentro del marco de la providencia divina.

Antes de la invención de la escritura, dice Isidoro, los egipcios representaban el año mediante la imagen de una serpiente que se muerde la cola, símbolo del eterno retorno y de la renovación constante. De ahí que algunos autores derivaran la palabra annus de ananeousthai, “renovarse”, pues cada año implica un reinicio del ciclo vital. En esta visión simbólica, el tiempo no se agota ni se destruye, sino que se transforma y renace perpetuamente, reflejando la sabiduría del Creador que renueva el mundo sin cesar.

Isidoro distingue tres tipos de año: el año lunar, de treinta días, que sigue los ciclos de la luna; el año solsticial, de doce meses, basado en el movimiento del sol; y el año magno, o gran año, que se cumple cuando los planetas vuelven a alinearse en sus posiciones originales después de un vasto período de tiempo. Esta última noción, heredada de la astronomía antigua, muestra el interés de Isidoro por integrar las ciencias naturales dentro de una concepción teológica del cosmos. El tiempo, en su escala mayor o menor, es siempre manifestación del orden divino que rige el universo.

Finalmente, explica el origen de la palabra “era”, entendida como el cómputo de los años a partir de un hecho histórico concreto. Según él, la era comenzó con el censo ordenado por César Augusto, cuando se estableció el tributo del orbe al Imperio romano. Llamóse así porque el mundo entero (orbis) se comprometió a pagar tributo (aes) a Roma. De este modo, la era no solo marca una referencia temporal, sino también una expresión de dominio y unidad universal, reflejo, para Isidoro, del designio providencial que quiso reunir a todos los pueblos bajo una misma autoridad temporal, preludio simbólico de la unidad espiritual bajo Cristo.

37. Sobre las olimpíadas, lustros y jubileos

San Isidoro de Sevilla une tres formas distintas de medir el tiempo —olimpíadas, lustros y jubileos— que reflejan, respectivamente, la tradición griega, romana y hebrea. Cada una encarna una manera simbólica y religiosa de concebir el paso de los años como un ciclo de purificación, descanso o renovación.

Explica primero que las olimpíadas surgieron entre los griegos en la región de Élide, donde los eleos comenzaron a celebrar certámenes deportivos cada cuatro años en honor a los dioses. Ese intervalo de tiempo, correspondiente al lapso entre dos juegos, pasó a llamarse también olimpiada. Así, el calendario griego no solo servía para medir años, sino también para marcar la memoria colectiva a través de las competiciones sagradas que simbolizaban la armonía entre cuerpo, virtud y cosmos. El juego olímpico, además de ser un evento político y religioso, era una representación del orden divino y del equilibrio que los dioses exigían del hombre.

El segundo cómputo es el lustro, palabra que deriva del griego penteretis (“quinquenio”), es decir, un período de cinco años. Isidoro menciona que los romanos lo adoptaron por imitación de las olimpíadas, estableciendo el lustro como división temporal regular. El término proviene también del verbo lustrare, que significa “purificar”, porque en Roma, tras el censo que se realizaba cada cinco años, se efectuaba una ceremonia de purificación pública de la ciudad. Por tanto, el lustro representaba no solo un lapso de tiempo, sino también un acto ritual de renovación moral y política, en el que el pueblo romano se reconciliaba simbólicamente con los dioses y con el orden civil.

Finalmente, Isidoro aborda el jubileo, término de raíz hebrea (yōbēl), que significa “año del perdón”. Este ciclo abarcaba cuarenta y nueve años —siete semanas de años—, tras los cuales sonaban las trompetas para anunciar la liberación general: se perdonaban las deudas, se devolvían las tierras a sus antiguos dueños y se restablecía la igualdad entre los hombres. El jubileo era, pues, un tiempo sagrado de misericordia y restauración del orden divino, donde la justicia social se renovaba a la luz del perdón.

Isidoro concluye relacionando este número con la fiesta cristiana de Pentecostés, que ocurre al quincuagésimo día después de la Resurrección. Así como el jubileo hebreo proclamaba la liberación de los hombres de sus cargas materiales, Pentecostés anuncia la liberación espiritual por obra del Espíritu Santo. En ambos casos, el tiempo se convierte en signo de gracia: el jubileo eterno del alma redimida, libre de toda deuda y reconciliada con Dios.

De este modo, Isidoro presenta las tres medidas —olimpíada, lustro y jubileo— como símbolos de la purificación cíclica del tiempo. En el pensamiento del santo, tanto el calendario de los pueblos paganos como las instituciones religiosas hebreas encuentran su plenitud en la visión cristiana del tiempo como historia de salvación: cada ciclo temporal no es simple repetición, sino un retorno ascendente hacia la eternidad.

38. Sobre los siglos y las edades

San Isidoro de Sevilla dedica este capítulo a explicar la relación entre los siglos (saecula) y las edades (aetates), conceptos que combinan la medida del tiempo histórico con una visión teológica del devenir humano. Define el siglo como un conjunto de generaciones que se suceden unas a otras; su nombre proviene del verbo sequi, “seguir”, pues un siglo desaparece mientras otro le sucede. Algunos lo identifican con un período de cincuenta años, siguiendo la tradición hebrea del jubileo, y otros con el tiempo completo de una generación.

Isidoro refiere una curiosa práctica hebrea: cuando un siervo, por amor a su señor o a su familia, decidía permanecer en servidumbre más allá del tiempo legal, se le perforaba una oreja como signo de fidelidad perpetua, y ese servicio duraba “un siglo”, es decir, cincuenta años. Este ejemplo introduce el sentido moral del tiempo en su pensamiento: el siglo no es solo una medida temporal, sino un marco de vida y compromiso humano, una unidad de existencia en el servicio a Dios o al prójimo.

El término edad se usa, explica Isidoro, como equivalente a un siglo o a una agrupación de varios siglos. También puede referirse a cualquier lapso prolongado —de siete, de cien años o incluso más—, pero su sentido más profundo es el de un tiempo que abarca una fase completa dentro del orden del mundo. El autor aclara que “edad” proviene de aevitas, palabra emparentada con aevum, que significa “tiempo sin límite”, semejante a la eternidad (aiōn en griego). En el lenguaje cristiano, aevum designa la duración de las cosas creadas, que no son eternas como Dios, pero tampoco sometidas al cambio inmediato, como el alma o los ángeles.

Isidoro distingue dos sentidos del término edad: puede referirse a las etapas de la vida del hombre —infancia, juventud, madurez y vejez—, o bien a las edades del mundo, que representan los grandes períodos de la historia sagrada. Según la cronología bíblica, el mundo se divide en seis edades:

  1. La primera, desde Adán hasta Noé;

  2. La segunda, de Noé hasta Abraham;

  3. La tercera, de Abraham hasta David;

  4. La cuarta, desde David hasta la cautividad de Babilonia;

  5. La quinta, desde la emigración de Babilonia hasta la venida de Cristo;

  6. Y la sexta, que comenzó con la Encarnación del Salvador y durará hasta el fin del mundo.

Este esquema expresa la convicción de que la historia humana es lineal y providencial, no cíclica como en la tradición pagana. Cada edad marca un avance hacia la redención final, donde el tiempo mismo alcanzará su plenitud.

Isidoro añade una reseña historiográfica: menciona a Julio Africano, quien fue el primero en organizar las edades del mundo y los reinos de la historia en un relato coherente bajo el reinado de Marco Aurelio Antonino. Luego alaba la obra de Eusebio de Cesarea y San Jerónimo, que compusieron amplias crónicas que ordenaban los acontecimientos por reinos y épocas. Después, otros autores —como Víctor, obispo de Tunnuna— continuaron la labor, extendiendo las crónicas hasta los tiempos del emperador Justino el Joven.

Finalmente, Isidoro afirma haber realizado su propio resumen de la historia universal, desde la creación del mundo hasta el reinado de Heraclio y Suintila, rey de los godos, colocando los hechos en orden descendente para calcular el tiempo total transcurrido desde el origen del mundo. Con ello, demuestra que la cronología no es para él mera erudición, sino una teología del tiempo: conocer la sucesión de los siglos y edades es comprender el plan de Dios en la historia, el paso de la humanidad desde el origen hasta su destino final.

39. Sobre la división de los tiempos

En el capítulo final del libro V de las Etimologías, San Isidoro de Sevilla presenta una historia universal ordenada por edades, desde la creación del mundo hasta su propio tiempo. Este texto constituye uno de los primeros intentos sistemáticos de cronología universal cristiana, donde el tiempo sagrado (el plan divino) y el tiempo histórico (los acontecimientos humanos) se integran en una misma visión providencial.

Isidoro divide el devenir del mundo en seis edades, siguiendo el modelo agustiniano, según el cual la historia de la humanidad refleja la vida del hombre: infancia, juventud, madurez y vejez. Cada edad culmina en un acto divino decisivo y prepara la venida de Cristo, que inaugura la última etapa antes del fin de los tiempos.

Primera edad

Comienza con Adán y se extiende hasta el diluvio universal. Es la edad de la creación y de los patriarcas antediluvianos. En ella, Isidoro enumera con precisión los años vividos por cada descendiente de Adán —Set, Enós, Caín, Mahalaleel, Jared, Enoc, Matusalén y Lamec—, hasta llegar a Noé y al castigo del diluvio, ocurrido, según su cómputo, en el año 2242 desde la creación del mundo. Esta edad representa la infancia de la humanidad, marcada por la inocencia primitiva, pero también por la caída y el castigo divino.

Segunda edad

Abarca desde el diluvio hasta el nacimiento de Abraham. Es la etapa de la dispersión de los pueblos y de la fundación de las primeras civilizaciones tras la construcción de la torre de Babel. En este período —que concluye en el año 3184—, Isidoro registra la genealogía de Sem y sus descendientes: Arfaxad, Salé, Héber, Fáleg, Ragau, Sarug, Nacor y Taré. Es también el tiempo en que surgen los imperios de Asiria y Babilonia, y el hombre comienza a organizar la vida social y política. Corresponde a la juventud del mundo, en que la humanidad aprende a multiplicarse y a dividirse, a dominar la tierra y a caer en la idolatría.

Tercera edad

Va desde Abraham hasta David (año 3915). En ella se establece la alianza divina con los patriarcas, se desarrolla la historia de los hebreos y se inicia el pueblo de Israel como nación escogida. Isidoro detalla los nacimientos de Isaac, Jacob, José y Moisés, la salida de Egipto y la conquista de Canaán bajo Josué. Es la edad de la ley mosaica y del gobierno de los jueces, que culmina con la instauración de la monarquía por Saúl y David. A nivel simbólico, representa la madurez de la fe, en la que el hombre, guiado por Dios, recibe la ley escrita y el modelo de obediencia.

Cuarta edad

Desde David hasta la cautividad de Babilonia (año 4609). Es la edad de los reyes de Israel y Judá, de los profetas y del esplendor del templo de Jerusalén. Isidoro menciona la sabiduría de Salomón, las divisiones del reino, la decadencia moral del pueblo y las invasiones extranjeras que culminan con el exilio. En este período florecen los grandes profetas: Isaías, Elías, Eliseo, Jeremías y Ezequías. Simbólicamente, representa la vejez activa de la humanidad, que, habiendo recibido la ley, se debate entre la fidelidad y el pecado.

Quinta edad

Desde la cautividad de Babilonia hasta el nacimiento de Cristo (año 5117). Es la era de la restauración del pueblo judío, de los profetas menores y de la aparición de la filosofía griega. Isidoro registra los reinados de Ciro, Darío, Jerjes y los sucesores persas; el auge de Atenas con Sócrates, Platón, Aristóteles y Demóstenes; y la expansión de Alejandro Magno. Luego, con los Ptolomeos y los Seléucidas, se funden Oriente y Occidente. Culmina con el dominio de Roma bajo Julio César. Esta edad es el preludio de la redención: la razón humana alcanza su mayor esplendor justo antes de la revelación divina.

Sexta edad

Comienza con Cristo y llega hasta los días del propio Isidoro, es decir, hasta el año 5857 desde la creación, en tiempos del rey visigodo Recesvinto (año 696 de la era hispánica). En ella Isidoro resume la historia del Imperio romano y de la Iglesia: desde Octavio Augusto hasta Heraclio, pasando por Tiberio, Nerón, Constantino y los emperadores cristianos. Registra los concilios de Nicea, Calcedonia y Constantinopla, las herejías, los mártires, los Padres de la Iglesia —Jerónimo, Agustín, Ambrosio— y la conversión de los pueblos bárbaros.

Esta sexta edad es la edad de la gracia, iniciada con la Encarnación y destinada a prolongarse hasta el fin del mundo. Isidoro concluye con humildad: “Cuánto tiempo resta de esta sexta edad, sólo Dios lo sabe”.


Conclusión

El Libro V de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, dedicado a las leyes y los tiempos, constituye una síntesis magistral entre el saber jurídico, natural y teológico del mundo antiguo y la visión cristiana de la historia. En él, Isidoro muestra que tanto el orden de las leyes —divinas y humanas— como el curso del tiempo —desde los días y las estaciones hasta los siglos y edades— responden a una misma armonía establecida por Dios. La ley rige la conducta del hombre, y el tiempo rige el movimiento del cosmos; ambos son reflejo del orden providencial. Así, este libro convierte el conocimiento del derecho y de la cronología en una contemplación del designio divino que gobierna la creación y conduce la historia hacia su plenitud en Cristo.