martes, 31 de diciembre de 2024

Domingo de Soto - Sobre la Justicia y el Derecho (De iustitia et iure) (Libro I) (1553)

 


La obra "La justicia y el derecho" de Domingo de Soto establece el marco teórico para una discusión profunda sobre la justicia como virtud esencial y cómo el derecho debe reflejar este concepto en la práctica. La obra es un testimonio de la preocupación de Soto por la moralidad y la justicia en el ámbito legal, y su influencia perdura en la teoría jurídica moderna. En este contexto, analiza el papel del derecho natural, la ley eterna y la ley humana, subrayando la importancia de que estas leyes sean el camino para comprender y guiar al hombre a la rectitud.


SOBRE LA JUSTICIA Y EL DERECHO


Dedicatoria

Domingo de Soto comienza con una dedicatoria a Don Carlos, primogénito del príncipe Felipe II. Desde el principio, el autor expresa sus altas expectativas respecto a Don Carlos, destacando su nobleza de sangre y su relación directa con los reyes y emperadores, señalando que su linaje lo obliga a una vida de grandes virtudes y responsabilidades. Se enfatiza la idea de que Don Carlos está destinado a brillar con luz propia, amparado por la protección divina y las esperanzas que su padre y toda España han puesto en él.

Tema de la justicia y el derecho:
De Soto menciona que decidió escribir este tratado sobre "la justicia y el derecho" específicamente para Don Carlos, con el objetivo de guiarlo en su futuro como gobernante. Fray Domingo Soto resalta la importancia de estos valores, no solo como conceptos legales o políticos, sino como principios morales fundamentales que deben guiar a cualquier buen gobernante. Al hacerlo, trae a colación a los antiguos filósofos, como Cicerón y Aristóteles, y a grandes emperadores como Alejandro Magno y Nerón, sugiriendo que Don Carlos debe aprender de los sabios y filósofos para aplicar la justicia con sabiduría y moderación.

El ideal del príncipe justo vs. el tirano:
Se establece una comparación entre el príncipe ideal y el tirano. El príncipe justo gobierna de acuerdo con la razón, asegurando el bien común y honrando las leyes naturales, mientras que el tirano gobierna con capricho, imponiendo su voluntad a través de la fuerza y el miedo. Fray Domingo Soto anima a Don Carlos a seguir el camino del buen gobierno, destacando que las leyes, los magistrados y los tributos deben ser administrados con equidad y justicia, garantizando la paz y el bienestar de los súbditos.

El rol de la religión y la moral cristiana:
En varias partes del texto, el autor subraya el papel central que la religión cristiana debe desempeñar en la vida de un gobernante. La justicia que debe practicar Don Carlos está profundamente vinculada con la moral cristiana. Se le exhorta a proteger la Iglesia y a garantizar la seguridad tanto de la fe como del Estado. La religión es vista como un medio para reforzar su poder, pero siempre desde la perspectiva de un servicio divino, es decir, que el poder terrenal se subordina a la voluntad de Dios.

Advertencias sobre el uso del poder:
Fray Domingo Soto también advierte sobre los peligros de abusar del poder. El gobernante debe ser prudente y no caer en los excesos de la autoridad tiránica. Se menciona que un buen príncipe no debe usar la fuerza para imponerse, sino más bien emplear la sabiduría y la justicia para inspirar obediencia en sus súbditos. Se pide a Don Carlos que se rodee de sabios consejeros, que aprenda de la historia y que practique la virtud del autocontrol para evitar caer en la crueldad o la injusticia.

Reflexión sobre la virtud y la enseñanza:
A lo largo del texto, se insiste en que Don Carlos debe enriquecerse espiritualmente, cultivando su alma con virtudes. Estas virtudes no solo deben ser adquiridas para su propio bienestar, sino también para el beneficio de todos aquellos que dependerán de su gobierno. Se le exhorta a aprender de los errores de otros príncipes y a no dejarse deslumbrar por el poder o los bienes terrenales.

Prólogo

Domingo de Soto comienza el prólogo elogiando la virtud de la justicia, describiéndola como la más noble de todas las virtudes y compañera de la fe y la esperanza. Para Soto, la justicia es la base sobre la que se construye una sociedad ordenada, capaz de mantener la paz y adornar al hombre con virtudes. Destaca que la justicia, en su relación con el derecho, tiene como fin último guiar al hombre hacia la felicidad eterna, con la ayuda divina.

En el prólogo, el autor también explica que su obra es un estudio detallado sobre la justicia y el derecho, dos pilares fundamentales para cualquier sociedad. Soto plantea que esta obra busca enriquecer el entendimiento sobre estos conceptos y la importancia de aplicar la justicia siguiendo las leyes naturales y divinas.

División del contenido:

Domingo de Soto organiza su tratado en diez libros, que abordan distintos aspectos del derecho y la justicia. Cada uno de estos libros tiene como tema principal alguna área de la justicia, desde su esencia hasta su aplicación en la vida diaria. Los temas tratados incluyen:

  1. El Derecho y las Leyes: El fundamento de la justicia, centrándose en las leyes como normas que guían la justicia.
  2. Derecho como objeto de la justicia: La esencia de la justicia y sus tipos, como la justicia distributiva y conmutativa.
  3. Injusticia y delitos: Trata de la injusticia que surge de actos violentos o perjudiciales, como el homicidio y otros delitos.
  4. Contratos, usura y cambios: Reflexiona sobre las transacciones económicas, como los contratos y la usura.
  5. Votos, juramentos y simonía: Discute la importancia de los compromisos morales y la relación entre el poder eclesiástico y la justicia.
  6. El estado y la residencia de los prelados: Analiza el papel de la justicia en el gobierno y en la administración de la Iglesia.

Metodología:

Soto se compromete a seguir el método escolástico, dividiendo cada tema en cuestiones y artículos, con el fin de hacer su exposición lo más clara y ordenada posible, basado en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. También destaca la importancia de la Teología como base del derecho canónico, pero señala que el derecho no solo se deriva de la religión, sino también de los principios de la filosofía, mencionando a autores como Cicerón y otros juristas antiguos.


CUESTION PRIMERA: DE LA LEY EN GENERAL

En este texto se analiza la naturaleza de la ley y si alguna de las definiciones dadas por los Doctores es legítima. Se examinan varias definiciones ofrecidas por autores clásicos, entre ellos Cicerón, Aristóteles y San Isidoro. Santo Tomás de Aquino es destacado por su definición, que entiende la ley como una "ordenación de la razón" dirigida al bien común y promulgada por la autoridad. La ley no es solo un mandato arbitrario, sino una regulación racional que guía las acciones hacia lo justo y lo correcto. Esta definición abarca cuatro elementos fundamentales: género, fin, causa y forma.

Artículo 1º: ¿Hay alguna, entre las definiciones que los Doctores dan de la ley, que sea legítima?

En esta parte se mencionan las distintas definiciones de la ley ofrecidas a lo largo de la historia. Por ejemplo, Cicerón define la ley como una "cosa eterna que rige el universo", mientras que Aristóteles la describe como el "consentimiento general de la ciudad". Santo Tomás adopta una visión más universal, definiendo la ley como un mandato de la razón orientado hacia el bien común. Se estructura la ley en cuatro partes: el género, que hace referencia a la naturaleza de la ley como acto del entendimiento; el fin, que se orienta al bien; la causa, que la justifica; y la forma, que la hace aplicable.

Primero: El entendimiento y la ley
El primer argumento se centra en la naturaleza de la ley como un acto del entendimiento y no de la voluntad. Se discute que, a diferencia de los hábitos o actos mecánicos, la ley requiere de un juicio racional. Sin embargo, algunos autores sostienen que la ley tiende a mover a los súbditos, lo que implicaría una acción de la voluntad, ya que el movimiento en los seres vivos se asocia con el deseo.

Segundo: La ley tiende a mover a los súbditos
El segundo argumento plantea que la ley tiene como objetivo mover a los súbditos, es decir, influir en sus acciones. Se argumenta que mover es propio de la voluntad, ya que el ser vivo actúa movido por aquello que apetece o desea bajo la percepción de un bien. Aristóteles es citado al señalar que el bien es el objeto de la voluntad, lo cual parece indicar que la ley tendría más relación con la voluntad que con el entendimiento. Además, se menciona la opinión de algunos autores que definen la ley como "la voluntad recta de aquel que lleva la representación del pueblo". Incluso, San Agustín y algunos jurisconsultos afirman que antiguamente la voluntad de los príncipes se consideraba ley, subrayando así la idea de que la ley implica una expresión de la voluntad del gobernante.

Cuarto: La ley en los miembros y la mente
San Pablo es citado al referirse a la "otra ley" que actúa en los miembros del cuerpo y que se opone a la ley de la mente. Esta ley, que carece de razón, no reside en el entendimiento. En cambio, la verdadera ley, que corresponde a la prudencia, es un mandato que dirige las acciones racionales, siendo una función propia del entendimiento.

Respóndase a esta cuestión con dos conclusiones
En este texto se presentan dos conclusiones clave sobre la ley. La primera conclusión sostiene que la ley radica en el entendimiento como una obra propia de este. Se discute la etimología del término "ley" y se mencionan varias interpretaciones. San Isidoro deriva el término de "leer", ya que la ley se escribe para ser leída, pero esta es una característica accidental. Santo Tomás y otros teólogos sugieren que la ley proviene de "obligar" o "atar", debido a su poder de obligar. Cicerón, por su parte, la relaciona con "elegir", argumentando que la ley es una regla que enseña a elegir. A pesar de las diferentes etimologías, lo importante es que la ley tiene el carácter de regla y mandato, que son cualidades propias del entendimiento, y no de la voluntad. La ley dirige y manda, no solo muestra el camino, sino que obliga a seguirlo.

Primer concepto: La ley como regla de la razón
El primer argumento sostiene que la ley es una regla de la equidad y de la iniquidad, la medida de nuestras acciones. Se cita a la ley como la medida que dirige nuestras acciones hacia el fin, lo cual es un oficio de la razón. La razón actúa como guía de la voluntad, que por sí sola es ciega. Así como en las ciencias naturales lo primero es la medida de las demás cosas, en las acciones humanas la razón es la medida que orienta hacia el bien.

Segundo concepto: El mandato de la ley
El segundo argumento plantea que el oficio de la ley es mandar y prohibir, como lo indica el "Digest" en el que se menciona la virtud de la ley como la capacidad de mandar a los súbditos. Santo Tomás explica que el acto de mandar es propio del entendimiento, ya que es la prudencia la que guía las decisiones sobre lo que debe hacerse. Esto refuerza la idea de que la ley es obra de la razón, que a través de la prudencia manda y dirige. Aristóteles distingue entre las virtudes del entendimiento práctico, como la "embolia" (la capacidad de consultar correctamente los medios), la "sinesis" (la sagacidad para juzgar rectamente) y el "mandato", que es el acto final de la prudencia. Este mandato es lo que convierte a la ley en algo más que una simple sugerencia, obligando a seguirla.

El entendimiento manda, no la voluntad
Se refuerza la idea de que el mandar es un acto del entendimiento, no de la voluntad. Así como los conceptos del entendimiento se expresan en palabras, el mandar es una forma de hablar. Cuando Dios manda, lo hace a través del entendimiento, no de la voluntad. De igual manera, en los seres humanos, cuando una potencia interna manda a otra, esto es siempre obra del entendimiento. Esto se confirma cuando rogamos a Dios en oración, ya que estas peticiones son dirigidas por el entendimiento, no por la voluntad.

Tercero: La ley es obra del entendimiento
Finalmente, se argumenta que la ley es obra del entendimiento, no de la voluntad. Aunque la voluntad quiera algo, no existe mandato hasta que el entendimiento lo expresa. La ley no se basa en el mero deseo o el impulso, sino en el juicio racional. Esto se aplica tanto a la vida interna del ser humano como a la sociedad, donde los gobernantes no actúan solo por voluntad, sino guiados por el entendimiento y la prudencia. Por eso, tanto la ley divina como la ley humana son obras del entendimiento, que manda y dirige, y no de la voluntad ciega. La prudencia es la virtud que garantiza que las leyes sean justas, y es ella la que ilumina el camino que la voluntad debe seguir.


Artículo 2º: ¿La ley ordena al bien común?

En primer lugar, se cita a San Isidoro, quien argumenta que si la ley se apoya en la razón, necesariamente debe orientarse hacia el bien común. Es decir, cuando la razón apoya lo que es justo y beneficioso para todos, las leyes que emanan de esta razón deben tener como objetivo el bienestar general de la sociedad. Además, señala que los preceptos de la ley, como las normas que mandan o prohíben ciertas acciones, ya están fundamentados en costumbres que históricamente benefician a la comunidad, por lo que, de manera natural, deben seguir ordenándose hacia el bien común.

Se introduce luego el pensamiento de Aristóteles y Platón para reforzar esta postura. Aristóteles, en su obra "Ética a Nicómaco", defiende que las leyes civiles, concebidas como manifestaciones de la justicia legal, deben tener como fin la preservación de la felicidad y la paz dentro de la sociedad. Platón, en su "Diálogo", sostiene que el legislador debe crear leyes que conduzcan al bienestar y la paz pública, argumentando que estas leyes están orientadas hacia el bien común de toda la ciudad, lo cual incluye la felicidad de sus ciudadanos como parte integral de la comunidad.

A partir de estas reflexiones, se concluye que el propósito último de la ley debe ser el bien común. Cicerón también es mencionado en este contexto, resaltando que las leyes están hechas para garantizar la seguridad y la tranquilidad de los ciudadanos, promoviendo un estado de paz y bienestar general. La ley, al derivar de la razón y de principios universales, no puede estar dirigida únicamente a intereses particulares o individuales, sino que debe siempre orientarse al bien común de la sociedad en su conjunto.

A continuación, se plantea que las leyes también tienen un origen divino, ya que provienen de una ley eterna que rige el orden del universo. Es Dios quien ordena todas las cosas a sí mismo, y las leyes humanas deben ser un reflejo de este orden divino. Así, la ley humana se convierte en una aplicación particular de principios universales que se encuentran en la ley divina.

Por tanto, aunque las leyes a veces parezcan estar dirigidas a asuntos particulares, siempre conservan su naturaleza universal, ya que el objetivo final es el bien común. La función del legislador es, entonces, crear leyes que sigan estos principios y que se apliquen a todos por igual, promoviendo la justicia y el bienestar social.

Hay quienes señalan que las leyes solo se refieren a cosas particulares. En primer lugar, se afirma que los preceptos sobre asuntos particulares, como la propiedad, no pueden ser leyes en sí mismas, sino que son aplicaciones de la ley universal a casos específicos. Un ejemplo claro de esto son las leyes naturales, que se consideran universales y atemporales. Entre estas leyes se menciona el mandamiento de “Adorarás a un solo Dios”, que es una ley que no cambia con el tiempo ni con las personas. Aunque se pueda aplicar de manera particular en situaciones concretas, como cuando un obispo manda a su comunidad a asistir a misa o participar en una rogativa, el principio subyacente sigue siendo universal.

De Soto también menciona otro ejemplo de ley natural: “Honrar a los padres”, que es un mandato universal. Sin embargo, puede aplicarse de manera particular en situaciones donde, por ejemplo, un juez ordena a un hijo cuidar de su padre en una situación de necesidad. Esta ley sigue siendo universal, aunque sus aplicaciones varíen en función de las circunstancias.

En el siguiente párrafo, se aclara que las leyes, aunque a veces se formulen de manera detallada o específica, no pierden su carácter universal. Por ejemplo, la ley que manda abstenerse de trabajar en días sagrados, como el día del Señor o los días de los Apóstoles, es una especificación de un mandamiento más general: “Santificarás el sábado”. Esto muestra que las leyes particulares son derivaciones o aplicaciones de leyes universales que buscan ordenar las acciones humanas de acuerdo con un bien mayor, el bien común.


Artículo 3º: Si la razón de cualquiera puede hacer la ley

Según la ley natural, cualquier persona tiene la capacidad de hacer leyes, ya que todos los seres humanos, guiados por la razón natural, pueden distinguir entre lo bueno y lo malo. Este argumento inicial es respaldado por citas bíblicas, en particular, de la epístola de San Pablo a los Romanos, donde se dice que incluso los gentiles, quienes no tienen la ley, hacen naturalmente lo que la ley manda.

La intención del legislador es guiar a los ciudadanos hacia la virtud. Aquí se introduce una distinción clave: aunque cualquier persona puede, en principio, hacer leyes para otros en un sentido moral, no todos tienen la autoridad legítima para hacerlo en un contexto político o social. La autoridad para hacer leyes es prerrogativa de quienes tienen una responsabilidad pública, como el príncipe en su reino o el padre en su familia, siguiendo la visión de Aristóteles.

La postura de San Isidoro, quien sostiene que la ley es "la constitución del pueblo", lo que implica que la capacidad de legislar no pertenece a cualquiera, sino a aquellos que representan y cuidan de la república. El derecho a legislar es, por tanto, una prerrogativa del bien común, que debe ser dirigida hacia el bienestar general de la república.

Este argumento refuerza la idea de que la autoridad para legislar está vinculada al bienestar colectivo, lo que se relaciona con la doctrina aristotélica que señala que el fin de la ley es lograr el bien común. La ley no es un fin en sí misma, sino un medio para dirigir a los ciudadanos hacia ese fin colectivo.

Aristóteles y Papiniano coinciden en que la ley debe tener la capacidad de imponer sanciones o castigos para ser efectiva. Esta capacidad coercitiva es lo que distingue a una simple norma moral de una ley en sentido estricto, ya que la ley, para tener fuerza, debe estar respaldada por la autoridad del Estado o del príncipe. En este sentido, se afirma que la ley "solo existe en la república o en el príncipe", dado que son estas figuras las que tienen la facultad de imponer castigos en caso de incumplimiento.

También destaca que no todas las personas están capacitadas para investigar y proponer leyes. Los juristas y legisladores deben apoyarse en la filosofía y en la deliberación prudente para dictar leyes que sean justas y efectivas. Se subraya la importancia de que el príncipe se rodee de consejeros sabios, capaces de guiar sus decisiones legislativas. Sin este consejo, incluso el príncipe puede errar en la creación de leyes.

Finalmente, se introduce un argumento teológico sobre la fuente de la autoridad. Se afirma que los reyes y príncipes gobiernan no solo en virtud de la elección del pueblo, sino como representantes de Dios. Esta visión está profundamente arraigada en la tradición cristiana, donde se considera que la autoridad política y religiosa proviene de la voluntad divina. Los reyes son considerados "ungidos" por Dios, y su derecho a gobernar está basado en esta legitimidad divina, lo cual refuerza su autoridad para crear y aplicar leyes. Sin embargo, también se menciona que, aunque los reyes y prelados tienen un poder conferido por Dios, este poder debe ser ejercido de manera justa y en beneficio del bien común.

Las primeras leyes fueron dictadas por líderes religiosos y figuras históricas que, según las antiguas tradiciones, recibieron su poder directamente de la divinidad, como es el caso de Moisés o Ceres en la mitología romana. Este vínculo entre la ley y lo divino refuerza la idea de que la autoridad para legislar no es una mera cuestión humana, sino que tiene una dimensión trascendental.


Artículo 4º: Si la promulgación es esencial a la ley

Domingo de Soto sostiene que la promulgación de una ley es esencial para que esta tenga fuerza obligatoria. A pesar de que una ley pueda existir antes de ser promulgada, no puede obligar a los súbditos hasta que sea publicada formalmente y conocida por ellos. Esta idea se basa en el principio de que una ley, al ser una regla de conducta, debe ser conocida para que pueda guiar las acciones de los individuos; de lo contrario, carece de eficacia. Por lo tanto, la promulgación asegura que la norma sea aplicada de manera justa, al garantizar que los súbditos tengan conocimiento de ella.

En cuanto a la ley divina, Soto explica que no siempre ha sido promulgada de manera solemne, como ocurrió con la ley mosaica. No obstante, una vez revelada, adquiere una obligatoriedad universal. Por ejemplo, la ley de Cristo fue predicada a todo el mundo tras su resurrección y comenzó a obligar a la humanidad con la venida del Espíritu Santo. De esta forma, la promulgación de la ley divina sigue un proceso distinto al de la ley civil, pero igualmente necesario para que los seres humanos sean conscientes de sus obligaciones morales y espirituales.

Soto también aborda la cuestión de la ignorancia como excusa para el incumplimiento de la ley. Si alguien no tiene conocimiento de una ley debido a que esta no ha sido promulgada correctamente o no ha llegado a su territorio, dicha persona no está obligada a cumplirla. Sin embargo, si la ley ha sido promulgada y una persona no la conoce por negligencia o ignorancia culpable, esta puede ser considerada responsable de su incumplimiento. Aquí se establece una distinción entre la ignorancia excusable, que absuelve de culpa, y la ignorancia culpable, que no exime de responsabilidad.

Otro aspecto importante que Soto discute es la extensión geográfica de la promulgación. Se plantea la cuestión de si una ley promulgada en un solo lugar puede obligar a todos los súbditos de un reino o imperio. Soto argumenta que para que una ley sea obligatoria debe ser conocida en todas las regiones afectadas. Una ley promulgada en una región no puede obligar automáticamente a las personas que se encuentran en áreas lejanas hasta que sea publicada también allí. Por lo tanto, la promulgación debe ser efectiva en todos los territorios que abarca la ley.

Con respecto a la ley natural, Soto explica que esta está inscrita en la mente de los seres humanos, por lo que no requiere una promulgación externa. Sin embargo, debido a la corrupción causada por el pecado original, la ley natural se oscureció, lo que hizo necesario que fuese revelada a través de la ley escrita, como el Decálogo. En cuanto a la ley divina, Soto sostiene que su obligatoriedad no depende de la promulgación para aquellos a quienes Dios se las ha revelado directamente, como sucedió con Abraham y la circuncisión.

Finalmente, Soto menciona que no es suficiente que un príncipe o legislador imponga una ley en una región para que esta sea obligatoria en todo su dominio. Para que una ley sea efectiva, debe ser promulgada universalmente y conocida por todos. Sin una correcta promulgación, los súbditos no pueden ser castigados o culpados por su incumplimiento. La promulgación solemne de la ley es, por tanto, un requisito indispensable para que una norma tenga fuerza de mandato y pueda exigir la obediencia de los súbditos.



CUESTIÓN SEGUNDA: DE LOS EFECTOS DE LA LEY

Artículo 1º: Si es efecto de la ley hacer a los hombres buenos mandando y prohibiendo

La ley tiene como finalidad el bien común, en el cual reside la felicidad. Uno de los efectos de la ley es la bondad y honestidad, y su acto consiste en mandar y prohibir. Sin embargo, se argumenta que la ley no hace buenos a los hombres. La virtud, según se menciona en el texto (basado en el "Filósofo", es decir, Aristóteles), es algo inherente a quien la posee, y este bien proviene de Dios, como lo define San Agustín. Además, se plantea que el efecto de la ley es forzar la obediencia, pero no necesariamente generar virtud o bondad genuina.

Se presentan varios puntos que buscan reforzar la idea de que la ley no hace buenos a los hombres. Primero, se menciona que la ley solo es obedecida por aquellos que la aceptan voluntariamente, por lo tanto, su efecto sobre el bien no puede imponerse sobre quienes no la obedecen. Segundo, se afirma que la ley por sí misma no crea virtud, sino que la presupone. Finalmente, se argumenta que aunque la ley parece ordenar acciones buenas, también permite el mal en las cosas que la ley civil no regula.

La objeción se centra en que la intención del legislador es hacer buenos a los ciudadanos, pero se debate si este propósito realmente se cumple. A continuación, se ofrecen dos respuestas a esta cuestión.

La primera establece que la ley debe guiar a los ciudadanos hacia la virtud por medio de la justicia y la rectitud. Sin embargo, esto no siempre garantiza que los hombres se vuelvan virtuosos, solo que actúen de acuerdo a lo que es correcto. La segunda conclusión señala que solo la ley universal, que comprende tanto la ley natural como la divina, puede hacer a los hombres buenos en sentido absoluto. Por tanto, la verdadera virtud no puede provenir únicamente de la ley humana.

De Soto también menciona que si la intención del legislador es inducir a la verdadera virtud, la ley debe estar correctamente orientada hacia el bien. Sin embargo, si la ley es injusta o mal orientada, hará que los ciudadanos obedezcan sin ser realmente virtuosos.

Santo Tomás de Aquino argumenta que el verdadero objetivo de la ley es hacer que los ciudadanos sean buenos en su obediencia. Sin embargo, se hace una distinción entre la obediencia externa a las leyes y la verdadera bondad interna, que solo puede ser lograda a través de la virtud. Según Santo Tomás, la obediencia a la ley humana no garantiza que una persona sea verdaderamente buena, sino que regula su comportamiento externo.

Se profundiza en el papel del legislador y de los príncipes, argumentando que aunque su deber es guiar a los ciudadanos hacia la virtud, la virtud verdadera solo puede provenir de las leyes naturales y divinas. Además, el texto argumenta que los filósofos como Aristóteles consideraban que la sociedad civil se funda con el fin de garantizar la vida y facilitar el bien común. Así, las leyes civiles se encargan de regular la convivencia, pero no necesariamente inculcan virtudes internas.

Se refuerza la idea de que las leyes justas son un medio para lograr la felicidad de la sociedad, pero esto no siempre conlleva a la virtud individual. Las leyes civiles, aunque necesarias, no son suficientes para hacer que los hombres sean buenos en un sentido pleno. La intervención divina y el alineamiento con las leyes espirituales son fundamentales para que los ciudadanos desarrollen verdaderas virtudes.

se concluye que el deber del príncipe y de los legisladores es promover el bien común y la virtud entre los ciudadanos, pero la verdadera felicidad y virtud solo pueden alcanzarse a través de la orientación hacia lo espiritual. Se cita a Aristóteles y San Pablo para respaldar la idea de que la razón debe dirigir todas las acciones hacia el bien final, que es la felicidad en Dios.

De Soto se pregunta si el príncipe necesita poseer una mayor virtud que el ciudadano común para gobernar adecuadamente. Se argumenta que, al igual que los ciudadanos deben obedecer las leyes para ser buenos, los príncipes deben ser virtuosos para gobernar correctamente. Se señala que la prudencia y la capacidad de juzgar correctamente son esenciales para el buen gobierno.

Finalmente, se concluye que aunque las leyes civiles son necesarias para regular la vida social y evitar el mal, solo el ejercicio de la virtud completa y verdadera, que proviene tanto de la ley natural como de la divina, puede hacer a los hombres realmente buenos. La ley civil solo puede forzar el cumplimiento externo de los preceptos, pero la virtud interna debe ser inculcada por otros medios.


Artículo 2º: Si están convenientemente señalados los actos de la ley

Domingo de Soto plantea que los actos de la ley se dividen en mandar, prohibir, permitir y castigar, y sostiene que mandar e imperar son equivalentes. Expone que la ley busca dirigir a los súbditos hacia el bien y que, para ello, no solo utiliza el castigo, sino también el consejo y el premio, los cuales considera tan importantes como las sanciones. Así, tanto el aconsejar como el premiar son también funciones esenciales de la ley.

Luego aborda la relación entre la ley y la moral. Sostiene que la ley no solo ordena acciones que son intrínsecamente buenas, sino que también regula aquellas que son moralmente indiferentes, pero que pueden volverse obligatorias o prohibidas a través de su mandato. Distingue entre lo que es malo en sí mismo y lo que es malo solo por la prohibición legal, lo que revela cómo algunas acciones antes indiferentes, como trabajar ciertos días, pueden transformarse en vicios o virtudes dependiendo de la normativa.

Asimismo, reflexiona sobre si la ley debe mandar únicamente lo que es bueno por naturaleza o si también puede incluir aquello que, en un contexto determinado, se considera bueno. Soto argumenta que la ley debe ser razonable y adaptarse a las circunstancias del tiempo y del lugar, de modo que lo que manda o prohíbe sea siempre justificado por la razón.

Además, examina cómo la ley puede permitir acciones indiferentes, es decir, aquellas que no son ni buenas ni malas, sin que esto genere injusticias. Aclara que la función de permitir sin intervenir, como sucede con algunas omisiones, no es un acto propio del príncipe o de la ley cuando este podría intervenir para corregir.

Finalmente, Soto explora el rol del castigo en la corrección moral. Aunque reconoce que el miedo al castigo no es en sí mismo una virtud, lo considera una herramienta útil para encaminar a quienes han desviado su comportamiento hacia la corrección. De este modo, el castigo y el premio son vistos como instrumentos poderosos del gobernante para influir en los súbditos, motivándolos hacia el bien y apartándolos del mal mediante la amenaza del sufrimiento o la promesa de recompensas.


CUESTIÓN TERCERA: DE LA LEY ETERNA

Artículo 1º: Si la ley es eterna se distingue de la ley natural, de la humana y de la divina

Para Soto, la ley se equipara al concepto de derecho, aunque reconoce que el derecho en sí puede dividirse en natural y positivo. En este sentido, el derecho positivo incluye el derecho de gentes (o derecho internacional) y el derecho civil, diferenciando los aspectos universales de las normas con los específicos de cada sociedad.

Dentro de las categorías de ley, Soto menciona cuatro tipos principales: la ley eterna, la ley natural, la ley humana y la ley divina. La ley eterna representa la sabiduría de Dios, una ordenación universal y eterna de la realidad, que los seres humanos solo pueden entender parcialmente a través de la razón. La ley natural, por otro lado, es aquella que se encuentra inscrita en la naturaleza humana, permitiendo a las personas, incluso sin conocimiento explícito de la ley divina, actuar de acuerdo con el bien y el orden moral. Esta ley es una manifestación de la voluntad divina en la creación misma y es accesible a través de la razón.

La ley humana, según Soto, es aquella establecida por los seres humanos para regular la convivencia en sociedad, adaptándose a las circunstancias y necesidades específicas de cada tiempo y lugar. Esta ley debe alinearse con la ley natural y la ley divina para ser justa y válida. Finalmente, la ley divina es aquella que Dios ha revelado directamente, tal como se refleja en las Sagradas Escrituras, y sirve para guiar a la humanidad en su relación con lo trascendental y lo moralmente absoluto.

Soto también aborda el concepto de la "ley de los miembros", que menciona San Pablo, refiriéndose a la tendencia humana hacia los deseos sensoriales y materiales, que en ocasiones entra en conflicto con la ley racional o espiritual. Esta tensión entre lo sensible y lo racional es una constante en la vida moral, donde el ser humano se ve impulsado a buscar un equilibrio entre sus inclinaciones naturales y las exigencias de la razón y la fe.

En conclusión, Domingo de Soto formula una visión integrada de la ley que busca armonizar la razón, la naturaleza y la revelación divina. Para él, la justicia emana de la ley natural y se expresa a través de la ley humana en la sociedad, pero siempre debe estar en consonancia con los principios divinos eternos. Esta visión subraya la importancia de la ley como un reflejo de un orden universal y racional que abarca tanto la dimensión terrenal como la trascendental del ser humano.

Artículo 2º: Si la ley es la razón suprema existente en Dios

Domingo de Soto expone la naturaleza y la supremacía de la ley eterna, que define como la razón suprema existente en Dios. Esta ley no solo es fundamental, sino que se concibe como el principio de toda creación y orden en el universo. Soto responde a diversas objeciones en torno a la existencia de una ley eterna en Dios, defendiendo que esta ley es la guía y modelo a partir del cual Dios organiza y dirige todas las cosas. Para Soto, y siguiendo a Santo Tomás de Aquino, esta ley eterna es esencial porque refleja la sabiduría divina que establece el orden universal.

Soto distingue entre la ley eterna y otras formas de ley, enfatizando que la ley eterna es inmutable y preexiste a toda ley humana. En este sentido, la ley eterna es como un tipo o arquetipo que contiene en sí misma la norma para todas las cosas creadas. Esta ley es racional y responde al conocimiento que Dios tiene sobre el bien, guiando incluso el actuar de los gobernantes al inspirar la ley humana en conformidad con los fines divinos.

El texto se adentra en la relación entre la ley eterna y la revelación, afirmando que la ley eterna es reconocible en la razón humana, que actúa como una irradiación de la sabiduría divina. Soto menciona a San Pablo y a San Agustín para sustentar que esta ley eterna, aunque percibida parcialmente por los seres humanos, es accesible solo en la medida en que Dios lo permite. La sabiduría divina, entonces, actúa como la luz que ilumina las conciencias humanas y establece el orden moral.

Soto también aborda la idea de que la ley eterna dirige los actos humanos hacia un fin último, el cual es el bien ordenado por Dios. Esta ley no está limitada a una formulación explícita o escrita, sino que existe en la mente divina y se manifiesta en el orden natural. En conclusión, Domingo de Soto ofrece una visión de la ley eterna como un principio rector que da sentido y dirección a todas las leyes particulares, destacando su carácter inmutable y su papel como la base de todo orden y justicia en el universo.

Artículo 3º: Si todas las leyes se derivan de la eterna

En esta parte, Domingo de Soto explora la fuente de las leyes, enfocándose en la ley eterna como el origen de todas las leyes justas. Soto menciona la ley de los fomes, la cual se refiere a una inclinación desordenada en los seres humanos hacia los placeres sensoriales y los deseos bajos, que San Pablo menciona como la tendencia de los "miembros" a pecar. Soto señala que esta inclinación no proviene de la ley divina o de la razón, sino de la naturaleza caída del ser humano y la pérdida de la justicia original tras el pecado original.

Para Soto, la ley eterna es la única que puede dar origen a lo verdaderamente justo y bueno; sin embargo, reconoce que las leyes humanas, aunque a veces permitan actos moralmente reprobables (como la prostitución), siguen derivándose de la ley eterna en tanto buscan el bien común y el orden social, aunque imperfectamente. Esto se debe a la limitación de la ley humana, que no puede eliminar todos los males, pero debe regularlos en la medida de lo posible para mantener la paz y la justicia en la sociedad.

Además, Soto aclara que las leyes humanas no pueden igualar a la ley eterna debido a su naturaleza limitada y su dependencia de la razón humana. Sin embargo, argumenta que incluso cuando las leyes permiten ciertos males por incapacidad de suprimirlos totalmente, siguen participando de la ley eterna en tanto buscan un orden prudente y racional.

En conclusión, Domingo de Soto establece que, aunque las leyes humanas a veces permitan el mal para evitar un mal mayor, su intención última debe alinearse con los principios de la ley eterna. De esta forma, resalta la importancia de una prudencia política que busca el bien dentro de las limitaciones de la condición humana, en una aspiración hacia un orden que refleje la justicia divina, aunque de forma imperfecta en el ámbito terrenal.


Artículo 4º: Si caen bajo la ley eterna todas las cosas, tanto las necesarias como las posibles

Domingo de Soto argumenta que todas las criaturas, tanto racionales como irracionales, están sujetas a la ley eterna. Fundamenta esta afirmación en la idea de que Dios, como creador y gobernador supremo, ejerce su providencia sobre toda la creación, desde lo más alto hasta lo más bajo. Cita la Biblia y filósofos clásicos para sostener que este gobierno divino no excluye ninguna cosa de la ley eterna, puesto que todas las criaturas obedecen de alguna forma al orden instaurado por Dios.

Soto analiza las distintas categorías de cosas (necesarias, contingentes y humanas) y responde a objeciones que podrían sugerir que ciertas realidades (como los actos humanos o fenómenos naturales) no están regidas por la ley eterna. Su refutación se basa en que todas las cosas, incluso aquellas que parecen autónomas o casuales, responden al plan y gobierno de Dios, aunque lo hagan de forma indirecta. Soto explica que la ley eterna imprime su orden tanto en los actos libres del ser humano como en los movimientos de los astros y los fenómenos de la naturaleza.

El filósofo también aborda el tema de las acciones justas e injustas de los seres humanos y argumenta que, aunque los malvados se aparten de la ley eterna mediante sus actos, siguen estando sujetos a ella en tanto que sus consecuencias están regidas por la justicia divina. En este sentido, para Soto, los justos se alinean voluntariamente con la ley eterna, mientras que los injustos enfrentan sus consecuencias por apartarse de ella, reflejando un orden moral en el que la ley eterna asegura la paz y el bien último.

Finalmente, Domingo de Soto concluye que la providencia divina abarca la totalidad del universo y que incluso aquellos elementos que no poseen racionalidad o voluntad participan de la ley eterna al ser guiados hacia sus fines propios. La ley eterna, por tanto, es el principio supremo que unifica y ordena todas las cosas según el propósito de Dios, estableciendo un sistema en el que lo justo y lo ordenado prevalecen conforme a la sabiduría divina.

CUESTIÓN CUARTA: DE LA LEY NATURAL

Artículo 1º: Si la ley natural es un hábito que existe entre nosotros

De Soto comienza abordando la definición de la ley natural, describiéndola como una participación de la ley eterna, inscrita en la naturaleza humana como un hábito inherente. Esta ley natural dirige al ser humano hacia el bien y lo aparta del mal, funcionando como una guía interna que opera a través de la razón. Se diferencia de la conducta de los animales, quienes actúan solo por instinto y no poseen la capacidad de discernimiento moral que caracteriza al ser humano.

A lo largo del capítulo, se plantean objeciones a la idea de que la ley natural funcione como un hábito en el sentido estricto. Se argumenta que, a diferencia de los hábitos que requieren repetición y aprendizaje, la ley natural es una inclinación innata que no depende de la experiencia ni de la educación. Esta ley permite a las personas discernir entre lo bueno y lo malo de manera intuitiva, sin necesidad de procesos de aprendizaje específicos.

Además, se establece una distinción entre la ley natural y la sinéresis. La sinéresis es entendida como la capacidad del entendimiento humano para reconocer ciertos principios morales básicos, mientras que la ley natural es el conjunto de esos principios que orientan el comportamiento hacia el bien. La sinéresis funciona como una especie de “voz interior” que impulsa al ser humano a actuar de acuerdo con esos principios.

El texto también enfatiza la influencia de la ley eterna, destacando que, aunque el ser humano está regido por esta ley divina, la ley natural actúa como un reflejo o participación de la misma en el alma humana. Esto proporciona al individuo una guía moral basada en la razón y en los hábitos morales, que permite una adhesión innata a los principios correctos.

Finalmente, se concluye que la ley natural no es producto de la reflexión o el razonamiento consciente, sino una intuición implantada en la naturaleza humana que se manifiesta en juicios y acciones morales. Gracias a esta ley inscrita en el corazón, las personas pueden actuar correctamente sin depender exclusivamente de las leyes externas o la educación formal, lo cual subraya la universalidad y permanencia de la ley natural en la conducta humana.

Artículo 2º: Si la ley natural contiene muchos preceptos

Domingo de Soto reflexiona sobre la ley natural y examina su naturaleza, contenido y la forma en que se relaciona con el ser humano, abordando cuestiones clave desde la perspectiva de la filosofía escolástica, en línea con la tradición de Santo Tomás de Aquino. Su discusión se centra en cómo la ley natural es reconocida y seguida por los seres humanos, y responde a diversas objeciones que se plantean sobre la naturaleza de esta ley y sus preceptos.

¿Contiene la Ley Natural Múltiples Preceptos?

De Soto comienza planteando una pregunta fundamental: si la ley natural se compone de múltiples preceptos o si es única y sencilla. Para aquellos que leen superficialmente, esta pregunta puede parecer innecesaria o incluso trivial, ya que la ley natural parece derivarse de una misma fuente: la razón humana orientada al bien. Sin embargo, De Soto argumenta que es una cuestión importante porque algunos preceptos de la ley natural son tan evidentes que no requieren una reflexión adicional, mientras que otros requieren del uso de la razón y una comprensión más profunda de la naturaleza humana y del orden universal.

Primera Objeción: La Multiplicidad de Preceptos en la Ley Natural

El autor presenta una primera objeción a la idea de que la ley natural contenga múltiples preceptos. Esta objeción se basa en la idea de que la naturaleza humana es única, y por lo tanto, debería tener un solo precepto natural. Si cada inclinación humana tuviera un precepto distinto, habría una gran multiplicidad de leyes en la naturaleza humana. De Soto responde a esta objeción afirmando que la ley natural puede contener varios preceptos derivados de una única razón fundamental: el bien humano. La unidad de la ley no excluye la diversidad de aplicaciones, ya que el ser humano actúa en diferentes esferas y enfrenta distintas situaciones en su vida diaria, lo cual requiere una guía variada pero coherente con la búsqueda del bien.

Segunda Objeción: Los Deseos y las Inclinaciones Sensuales

La segunda objeción que se plantea es si toda inclinación humana puede ser considerada parte de la ley natural, incluyendo los deseos e inclinaciones sensuales. De Soto aclara que no todas las inclinaciones son equivalentes; las inclinaciones racionales, que obedecen a la razón y buscan el bien común, son las que se consideran parte de la ley natural. Las inclinaciones puramente sensuales, aunque forman parte de la naturaleza humana, no son preceptos de la ley natural en el mismo sentido, ya que no se subordinan a la razón. Aquí, De Soto hace una distinción crucial: las inclinaciones sensuales son simplemente tendencias naturales, pero la ley natural se manifiesta a través de los preceptos que guían a la razón hacia el bien verdadero y el rechazo del mal.

Tercera Objeción: La Ley Natural No Obliga de la Misma Forma que las Leyes Humanas

Otra objeción que De Soto considera es que la ley natural, al ser inherente a la naturaleza humana, no impone una obligación de la misma manera que una ley humana dictada por una autoridad superior. Según esta objeción, solo una autoridad, como un rey o Dios, puede obligar al ser humano, mientras que la ley natural no tiene un "legislador" externo. De Soto responde a esta objeción señalando que la ley natural es una expresión de la ley eterna de Dios y, por lo tanto, obliga de forma verdadera. Esta ley no necesita una imposición externa, ya que está inscrita en la naturaleza humana misma y se revela a través de la razón. Su transgresión no es solo una infracción contra una norma, sino una desviación de la naturaleza racional y ordenada que Dios ha establecido.

Diferenciación de los Preceptos de la Ley Natural: Principios Claros y Universales

De Soto explica que los preceptos de la ley natural no son todos del mismo nivel de claridad o universalidad. Algunos son principios claros y evidentes para todos, como el bien supremo que todos los seres humanos buscan y la obligación de no dañar a los demás. Estos principios están tan profundamente arraigados en la naturaleza humana que cualquier persona puede comprenderlos sin una gran reflexión. Sin embargo, también existen otros preceptos que, aunque forman parte de la ley natural, requieren un mayor ejercicio de la razón para ser comprendidos y aplicados correctamente. Así, De Soto sostiene que la ley natural abarca tanto principios claros y directos como otros que son más específicos y complejos.

La Ley Natural y el Bien Común

En su explicación, De Soto conecta la ley natural con el concepto de bien común. Según él, la ley natural orienta al ser humano no solo hacia su propio bien, sino también hacia el bien de la comunidad y la virtud. Esto incluye no solo buscar el bien personal, sino también promover la justicia, la honestidad y la convivencia social. La ley natural, al conducir al ser humano hacia el bien, fomenta una sociedad ordenada y en armonía. Por ejemplo, el principio de "haz a los otros lo que quieras para ti" se deriva de esta inclinación hacia el bien común y la justicia, y De Soto lo presenta como un ejemplo del contenido moral de la ley natural.

La Ley Natural como Derivación de la Ley Eterna

De Soto concluye que la ley natural no es autónoma, sino una derivación de la ley eterna de Dios. Esto significa que la ley natural no solo orienta al ser humano hacia el bien, sino que también le impone una obligación moral. La transgresión de la ley natural, entonces, no es solo un acto malo en términos naturales, sino una verdadera culpa moral, ya que se opone a la voluntad divina. Según De Soto, esta conexión con la ley eterna es lo que convierte a la ley natural en una verdadera norma moral obligatoria, no simplemente una guía racional o un conjunto de consejos para una vida virtuosa.

Respuestas Finales de De Soto a las Objeciones

Para finalizar, De Soto responde de manera específica a las objeciones presentadas. Frente a la idea de que las malas costumbres puedan erosionar el contenido de la ley natural, él argumenta que, aunque las costumbres pueden influir en la percepción humana, la razón natural sigue siendo capaz de distinguir el bien y el mal de forma objetiva. Además, defiende que, dado que la ley natural es una derivación de la ley eterna, posee una dimensión inmutable y universal que trasciende las costumbres y las inclinaciones individuales. La transgresión de la ley natural no es solo un acto contrario a la razón, sino también una ofensa contra la ley divina, convirtiendo esa acción en una culpa real.

Conclusión

En conjunto, Domingo de Soto presenta una visión de la ley natural como un conjunto de preceptos que guía al ser humano hacia el bien y la justicia, tanto en su vida personal como en su relación con la comunidad. La ley natural es una extensión de la ley eterna de Dios y, por lo tanto, tiene un carácter moral obligatorio. Aunque algunos de sus principios son claros y comprensibles para todos, otros requieren de un mayor discernimiento racional. La transgresión de esta ley no solo es un acto contra la naturaleza humana racional, sino también una verdadera culpa moral, ya que se opone a la voluntad de Dios.


Artículo 3º: Si todos los actos de virtud son de ley natural

Comienza planteando que la ley eterna es el origen de todas las leyes, incluida la ley natural, y que ésta gobierna ciertas virtudes. Sin embargo, aclara que no todas las virtudes son reguladas únicamente por la ley natural; algunas están también subordinadas a la ley divina o eterna, lo que introduce un elemento trascendental en el concepto de virtud.

Soto argumenta que, si todas las virtudes se derivaran de la naturaleza, deberían ser aplicables a todos los seres humanos de forma universal. Pero, en su segundo argumento, observa que ciertas virtudes, como la templanza, no tienen la misma relevancia para cada individuo ni se ordenan de manera uniforme al bien común. Esto sugiere que no todas las virtudes se originan exclusivamente en la naturaleza, ya que la naturaleza no dispone igualitariamente las virtudes en todas las personas.

Otro punto importante en la argumentación de Soto es la diferencia entre las leyes humanas y las virtudes que obedecen a la ley natural. Señala que las leyes civiles y las costumbres varían entre sociedades, por lo que algunas virtudes son relativas a estas leyes locales y no están directamente vinculadas a la ley natural. Esta distinción resalta que hay virtudes que se ordenan hacia el bien común de una comunidad, mientras que otras están más orientadas hacia la relación con Dios y el orden eterno.

Soto también diferencia entre la ley natural y la ley divina, observando que ciertas virtudes derivan de mandatos divinos y no de principios puramente naturales. La ley divina proporciona un estándar moral superior, y algunas virtudes sólo pueden entenderse plenamente en el contexto de esta ley trascendental, lo cual da a las virtudes una dimensión que trasciende la mera inclinación natural del ser humano.

En cuanto a los vicios, Soto argumenta que, si todas las virtudes se derivaran de la ley natural, los vicios serían necesariamente antinaturales. Sin embargo, reconoce que algunos vicios pueden surgir de desviaciones de inclinaciones naturales, lo cual hace que la cuestión de la moralidad no sea tan clara. Esto sugiere que los vicios no siempre son contrarios a la naturaleza en su raíz, sino que pueden ser manifestaciones desordenadas de tendencias naturales.

Soto concluye que la virtud toma su forma general de la razón, pero que se debe distinguir según su objeto específico. Algunas virtudes surgen de la inclinación natural hacia el bien, mientras que otras se deben a la participación en la ley eterna. Esta conclusión permite un marco moral que integra tanto la razón natural como la autoridad divina, y reconoce que la virtud debe adaptarse a las circunstancias y a la condición humana, sin perder de vista el mandato de la ley eterna.

Artículo 4º: Si hay una sola ley natural para todos los mortales

Domingo de Soto aborda en este texto la naturaleza y fundamentos del derecho natural, discutiendo su alcance, sus principios y su relación con la razón y la justicia. Expone que el derecho natural no es homogéneo en todos los casos, ya que varía en función de las inclinaciones y las necesidades particulares de los seres humanos. Este derecho, según de Soto, se manifiesta en los principios fundamentales que son claros por naturaleza, aunque las conclusiones prácticas puedan estar sujetas a errores debido a la ignorancia o falta de doctrina.

En su análisis, Domingo de Soto distingue entre los principios generales del derecho natural, que son evidentes e inmutables, y las conclusiones que derivan de ellos, que pueden ser contingentes y variar según las circunstancias. Por ejemplo, menciona principios como "hacer el bien y evitar el mal" o "haz a otros lo que quieres para ti", que son universales y claros para todos. Sin embargo, las aplicaciones específicas de estos principios, como las leyes sobre la restitución o las normas de convivencia, pueden ser malinterpretadas o aplicadas incorrectamente debido a la falta de conocimiento o contexto.

De Soto también reflexiona sobre las limitaciones humanas en la comprensión del derecho natural. Aunque los principios básicos son claros y accesibles a la razón, algunas personas, debido a la ignorancia o la corrupción moral, pueden desviarse de ellos. Esto explica, según él, por qué ciertos pueblos o culturas han caído en prácticas contrarias al derecho natural, como los sacrificios humanos o los robos institucionalizados, acciones que deforman los principios fundamentales.

Un aspecto central de su argumentación es la relación entre el derecho natural y la ley divina. De Soto señala que aunque el derecho natural está profundamente arraigado en la razón humana, también se encuentra reflejado en la ley divina, especialmente en los mandatos del Evangelio y del Decálogo. Argumenta que estos textos no contradicen el derecho natural, sino que lo complementan y lo perfeccionan, ofreciendo una guía para superar las limitaciones de la razón humana.

En conclusión, Domingo de Soto presenta el derecho natural como una ley universal e inherente a la naturaleza humana, fundamentada en la razón y reforzada por la ley divina. Aunque sus principios son claros e inmutables, las conclusiones prácticas pueden variar y estar sujetas a errores debido a la ignorancia o a las condiciones culturales específicas. Su análisis destaca la importancia de la educación y la doctrina para comprender y aplicar correctamente este derecho en la sociedad.

Artículo 5º: Si la ley natural puede ser mudada o abolida

Domingo de Soto examina la cuestión de si la ley natural es mutable o puede ser arrancada de la mente humana. Argumenta que, aunque la ley natural parece inmutable en sus principios fundamentales, puede ser alterada o suprimida en sus aplicaciones prácticas debido a las imperfecciones humanas. Cita ejemplos de sociedades que, a través de malas costumbres, han adoptado leyes contrarias a la naturaleza.

La ley natural, según Soto, fue complementada y corregida por la ley divina (tanto la antigua como la nueva), lo que permitió superar las sombras y errores de la razón humana. Esto, señala, evidencia que la ley natural en su forma pura siempre está presente, aunque su expresión en leyes concretas pueda variar.

Soto distingue entre los principios primeros de la ley natural, que son inmutables, y los preceptos secundarios, que pueden cambiar dependiendo de las circunstancias o las limitaciones de la mente humana. Por ejemplo, algunos cambios en las leyes pueden ser necesarios para el bien común o debido a la debilidad moral de las personas.

Concluye que la ley natural no puede ser completamente arrancada de la mente humana, ya que está inscrita en los corazones de los hombres. Sin embargo, señala que el pecado y la ignorancia pueden oscurecerla, llevando a sociedades a dictar leyes que contradicen su esencia.

Finalmente, Soto resalta que la gracia divina puede restaurar y perfeccionar la comprensión de la ley natural, mostrando su conexión con la justicia y la moralidad. A través de ejemplos bíblicos y la autoridad de filósofos y teólogos, defiende que la ley natural permanece como un fundamento ético universal, aunque sus manifestaciones prácticas puedan ser distorsionadas.



CUESTION QUINTA. SOBRE LA LEY HUMANA EN GENERAL

Artículo 1º: Si, a más de la ley natural, nos son necesarias las humanas

Domingo de Soto comienza destacando la importancia de las leyes humanas como complemento necesario a la ley natural. Aunque la ley natural proporciona los principios universales de justicia, las leyes humanas son indispensables para regular los casos específicos que surgen en las circunstancias cambiantes de la vida social. Esto se debe a que la razón humana, aunque capaz de discernir los principios generales, no siempre puede determinar con claridad las soluciones adecuadas a situaciones concretas.

El autor argumenta que la ley humana es producto del razonamiento humano y está basada en los principios de la ley natural, pero adaptada a las necesidades particulares de una comunidad en un tiempo y lugar específicos. En este sentido, la ley humana no es contraria a la ley natural, sino que la desarrolla y la aplica en contextos concretos. De Soto subraya que estas leyes son necesarias debido a la imperfección de la naturaleza humana, que tiende a desviarse del bien común si no se le corrige mediante normas coercitivas.

De Soto también aborda las limitaciones de las leyes humanas. Estas no pueden abarcar todas las acciones humanas ni regular la interioridad de las personas, ya que se enfocan principalmente en los actos externos que afectan a la comunidad. Por ello, insiste en que las leyes humanas deben ser justas y razonables, reflejando los principios de la ley natural y promoviendo el bien común. Cuando una ley humana contradice la ley natural, pierde su legitimidad y no está obligada a ser obedecida.

El texto también reflexiona sobre la relación entre la ley y la moralidad. De Soto resalta que la ley no solo tiene un carácter punitivo, sino también pedagógico, ya que busca guiar a las personas hacia la virtud. Sin embargo, reconoce que la disciplina legal por sí sola no es suficiente para transformar a las personas, pues se requiere también educación y formación moral.

Finalmente, De Soto concluye que las leyes humanas son necesarias para la convivencia y el orden social, pero siempre deben estar subordinadas a la ley natural y divina. Esta subordinación garantiza que las leyes humanas cumplan su propósito de promover la justicia, la paz y el bienestar de la comunidad.

Artículo 2º: Si toda la ley humana se deriva de la ley natural

En primer lugar, argumenta que no todas las leyes humanas provienen directamente de la ley natural, ya que el derecho positivo puede surgir como una adaptación práctica de las generalidades de la ley natural a contextos específicos. Se ejemplifica con la división entre derecho natural y derecho civil, mostrando cómo las leyes humanas adquieren características propias y varían entre diferentes naciones.

De Soto subraya que, aunque la ley natural constituye la base para discernir entre lo justo y lo injusto, no todas las leyes humanas son una prolongación directa de esta. Algunas derivan de la deliberación humana, como en el caso de las penas establecidas para castigar delitos específicos. Esto implica que la humanidad, mediante la razón, adapta los principios generales de la ley natural a situaciones concretas, guiándose por las exigencias del bien común.

La argumentación también aborda la relación entre las leyes de la naturaleza y las sanciones religiosas. De Soto afirma que las leyes humanas encuentran su fundamento en la justicia y la rectitud, derivando en última instancia de la ley natural, pero su implementación puede ser influenciada por la deliberación, la experiencia y la prudencia de los legisladores. Además, señala que ciertos preceptos, como los relacionados con la templanza y la vida moral, se originan en principios naturales, pero su concreción en leyes humanas responde a circunstancias particulares.

Finalmente, De Soto reflexiona sobre la función de la ley natural como medida universal de justicia y cómo las leyes humanas deben reflejarla en su esencia, aunque puedan diferir en forma y aplicación práctica. Esta distinción entre lo universal y lo particular es esencial para comprender el desarrollo del derecho positivo y su papel en la convivencia humana, siempre orientado hacia el mantenimiento del orden y la justicia en la sociedad.

Artículo 3º: si están bien enumeradas por San Isidoro las cualidades de la ley humana

Domingo de Soto aborda las cualidades necesarias para que una ley humana sea considerada buena y justa, según las enseñanzas de San Isidoro. De Soto analiza estas cualidades bajo tres aspectos principales: la conformidad de la ley con la razón y la naturaleza, su utilidad para el bien común, y su claridad para garantizar su aplicación justa.

De Soto enumera las características que debe poseer una ley para ser buena: debe ser honesta, justa, posible, conforme a la naturaleza, adaptada al tiempo y al lugar, necesaria, útil, clara y no ambigua. Estas características se basan en el ideal de que la ley debe fomentar el bien común y evitar cualquier forma de arbitrariedad o injusticia.

De Soto destaca que la ley humana debe estar alineada con los principios de la ley natural y la ley divina, ya que estas son intrínsecamente justas y rectas. Esto implica que las leyes deben respetar la dignidad humana, promover la virtud y estar en armonía con los principios religiosos. Una ley que no respete estos fundamentos, aunque formalmente sea una "ley", pierde su legitimidad moral.

La ley debe ser útil, es decir, debe procurar el bienestar de los ciudadanos y alejarles del mal. Además, su claridad es crucial para evitar interpretaciones erróneas o malintencionadas. De Soto señala que las leyes oscuras o ambiguas son ineficaces y pueden convertirse en instrumentos de opresión. De Soto enfatiza que la ley debe ser disciplinaria y adaptarse a las circunstancias y costumbres de los pueblos, respetando sus particularidades culturales y necesidades. Sin embargo, critica las leyes que, bajo el pretexto de respetar costumbres corruptas, perpetúan vicios en lugar de corregirlos.

Retomando a San Isidoro, De Soto concluye que una ley es buena cuando busca el bien común y no sirve a intereses privados o injustos. Las leyes perniciosas y tiránicas no son verdaderas leyes, ya que carecen de justicia y violan los principios de la ley natural.


Artículo 4º: Si San Isidoro y quienes le siguen dividen convenientemente las leyes civiles y el derecho humano

Domingo de Soto analiza las divisiones tradicionales del derecho humano, cuestionando si estas están correctamente formuladas. Menciona que, según San Isidoro y las leyes civiles, el derecho humano se divide en derecho de gentes y derecho civil, lo que refleja una correspondencia con el derecho natural. El derecho de gentes se basa en principios comunes a todas las naciones, mientras que el derecho civil varía según las disposiciones particulares de cada comunidad.

Soto expone tres argumentos para refutar o matizar esta división:

  • Primero, señala que el derecho de gentes deriva más directamente del derecho natural que el derecho civil, ya que sus principios son compartidos universalmente por todas las naciones, como la prohibición de ciertos crímenes o la protección de la propiedad.
  • Segundo, argumenta que el derecho civil incluye subcategorías que podrían expandirse infinitamente, como las leyes específicas aplicables a grupos o situaciones concretas (por ejemplo, sacerdotes o militares).
  • Tercero, menciona que el derecho civil también se subdivide en decretos del Senado, plebiscitos y otros cuerpos legales. Estas divisiones, basadas en los aspectos formales y materiales del derecho, no alteran su naturaleza como derecho humano.

Soto plantea que el derecho humano, artificialmente, se divide en cuatro partes, basadas en su relación con los principios naturales y su aplicación en la sociedad:

  • El derecho humano se deriva del derecho divino (que tiene dos ramas: por consecuencia natural o por revelación arbitraria) y del derecho de gentes, que abarca normas universales deducidas de principios naturales comunes.
  • Estas normas, adaptadas a las necesidades particulares de las comunidades, se convierten en derecho civil, que regula relaciones específicas dentro de una sociedad.

Soto ilustra cómo las normas del derecho civil, derivadas de principios naturales, son adaptadas a los contextos sociales y políticos:

  • Por ejemplo, los principios de convivencia y propiedad dieron origen a la ley de servidumbre y a las normas sobre contratos y comercio.
  • También analiza las leyes penales, que determinan las penas según los crímenes cometidos, diferenciando entre el derecho de gentes y el derecho civil.

Soto reflexiona sobre la conexión entre el derecho natural y el derecho de gentes, señalando que muchas normas del derecho de gentes tienen su raíz en el derecho natural. Sin embargo, las adaptaciones prácticas en el derecho civil responden a las particularidades de cada sociedad. Por ejemplo, mientras el Decálogo pertenece al derecho natural por su esencia, algunas de sus disposiciones fueron adaptadas como derecho de gentes o civil dependiendo del contexto.

Soto rechaza divisiones excesivas e innecesarias del derecho humano, señalando que esto puede llevar a confusión. Propone que el derecho humano se entienda dentro de sus categorías principales y específicas, evitando subdivisiones arbitrarias que diluyan su propósito.

Domingo de Soto concluye que las divisiones tradicionales del derecho humano (en derecho de gentes y derecho civil) son válidas, siempre que se entiendan en su relación con los principios naturales. Estas divisiones reflejan el orden y la adaptación del derecho a las necesidades humanas, pero deben evitar complicaciones innecesarias que confundan su naturaleza esencial. De este modo, las dificultades sobre las clasificaciones del derecho quedan solventadas, reafirmando que la base del derecho humano es la justicia y el orden social.

CUESTION SÉPTIMA: DE LAS MUDANZAS DE LA LEY HUMANA

Artículo 1º: Si la ley humana debe cambiarse de cualquier manera

Domingo de Soto analiza en profundidad si la ley humana debe cambiarse, considerando tanto su fundamento en la ley natural como las condiciones de la experiencia y el progreso humano. Por un lado, argumenta que la ley humana tiene una dimensión de permanencia porque deriva de la ley natural, que es inmutable, y por tanto debería aspirar a ser constante y estable. Esta perspectiva se refuerza con la tradición filosófica, que destaca que la ley debe ser sólida y duradera para mantener su autoridad y legitimidad, como lo sostienen pensadores como Aristóteles. Soto enfatiza que cambiar las leyes indiscriminadamente podría debilitar su función normativa y desorientar a la comunidad, especialmente porque las leyes se arraigan en la costumbre y en la práctica social.

Sin embargo, también reconoce que las leyes humanas, al ser productos de la razón práctica y no de la razón divina, deben ajustarse a las circunstancias cambiantes del tiempo y el lugar. La experiencia y el progreso del conocimiento humano permiten discernir cuándo una ley antigua se ha vuelto obsoleta o inadecuada frente a nuevas condiciones sociales. Así, Soto afirma que cambiar la ley es legítimo y hasta necesario cuando existe una utilidad manifiesta, es decir, cuando el cambio introduce una mejora sustancial o elimina un mal evidente. Este criterio de utilidad se fundamenta en la idea de que las leyes deben servir al bien común y responder a las necesidades concretas de la sociedad.

Soto detalla las razones que justifican el cambio de la ley. Por un lado, menciona la necesidad de adecuarse a las costumbres modernas, que pueden requerir leyes menos rígidas y más ajustadas a las sensibilidades del presente. Por otro lado, señala que la experiencia histórica demuestra que las leyes, como cualquier otra invención humana, se perfeccionan con el tiempo y, por tanto, deben evolucionar. Este proceso de mejora, sin embargo, debe realizarse con cautela, ya que el cambio constante puede debilitar la costumbre, que es uno de los pilares de la fuerza normativa de la ley. Las leyes, además, deben equilibrar los beneficios del cambio con los posibles daños que pueda ocasionar el abandono de las normas antiguas.

Soto también aborda el papel de la ley en el ámbito eclesiástico, donde la tradición y la costumbre tienen un peso especial. Advierte que no se deben introducir cambios innecesarios en cuestiones sagradas o litúrgicas, ya que esto puede causar escándalo o confusión entre los fieles. No obstante, admite que, incluso en la Iglesia, hay casos en los que el cambio es necesario, como en la reforma de prácticas que han perdido su utilidad o que son manifiestamente perjudiciales.

En conclusión, Domingo de Soto adopta una postura equilibrada y moderada: por un lado, subraya la importancia de la estabilidad de la ley y su fundamento en la costumbre y la tradición; por otro, reconoce la necesidad de adaptar las leyes humanas cuando el progreso del conocimiento y las exigencias del bien común así lo requieren. Este enfoque refleja su compromiso con una visión dinámica de la ley, que combina la búsqueda de justicia y utilidad con la prudencia necesaria para evitar la inestabilidad social.

Artículo 2º: Si la costumbre puede tener fuerza de ley

La costumbre como fuente de ley

Domingo de Soto plantea si la costumbre puede adquirir fuerza de ley y si tiene el poder de modificar leyes establecidas. Argumentos en contra afirman que las leyes humanas derivan de la ley eterna a través de la natural, y ninguna costumbre puede contradecir estas leyes superiores. Además, se sostiene que el poder de legislar es exclusivo del gobernante, lo que invalida la posibilidad de que la costumbre, surgida del pueblo, adquiera el mismo estatus.

Sin embargo, se contraponen argumentos a favor, destacando que San Agustín reconocía el peso de las costumbres como una fuerza legitimadora cuando estas son establecidas y aceptadas ampliamente. La costumbre, según este enfoque, actúa como intérprete de leyes previas y puede adquirir autoridad comparable a las leyes escritas.

Elementos que legitiman la costumbre

El autor detalla que para que una costumbre adquiera fuerza de ley, debe ser prolongada y aceptada por la comunidad, reflejando una práctica constante y generalizada. Cita a Isidoro de Sevilla, quien define la costumbre como un uso prolongado que se consolida con el tiempo y se convierte en norma. Soto enfatiza que la costumbre no tiene por sí misma fuerza de ley, sino que requiere del consentimiento del príncipe o autoridad soberana para adquirir este estatus.

Relación entre costumbre y autoridad

La aprobación del gobernante es esencial para que una costumbre se transforme en ley. Soto argumenta que, aunque la costumbre puede ser señal de una necesidad social o de una disposición no escrita, su legitimidad final depende de la aceptación y ratificación explícita o implícita de la autoridad. La costumbre sirve como indicio de una promulgación anterior o como herramienta para interpretar o actualizar las leyes existentes.

Duración y legitimidad

No hay un consenso claro sobre cuánto tiempo debe durar una costumbre para adquirir fuerza legal. Algunos opinan que bastan unos pocos actos, mientras que otros defienden la necesidad de una práctica prolongada. Soto destaca que la costumbre no debe contradecir la razón ni la justicia, pues su finalidad es fortalecer el bien común, no promover actos ilícitos o perjudiciales.

Costumbre vs. Ley escrita

El autor aborda si una costumbre puede derogar una ley escrita. Afirma que esto solo es posible cuando la costumbre refleja el consentimiento tácito del gobernante y se considera una interpretación de su voluntad. Sin embargo, Soto subraya que las leyes divinas y naturales no pueden ser reemplazadas por costumbres humanas, y cualquier práctica que las contradiga será considerada ilegítima.

Consideraciones éticas y límites

Domingo de Soto reflexiona sobre los peligros de permitir que costumbres nocivas adquieran fuerza de ley. Advierte que la negligencia de los gobernantes puede fomentar prácticas contrarias al bien común. También analiza la diferencia entre costumbres originadas por actos lícitos e ilícitos, concluyendo que solo aquellas basadas en justicia y equidad pueden legitimarse.

Conclusión

Para Soto, la costumbre tiene el potencial de convertirse en ley, pero esto depende de su adecuación a la razón, su utilidad social y la aprobación de la autoridad. La costumbre es una herramienta flexible que puede complementar el sistema legal, pero debe estar subordinada a la justicia y la prudencia para evitar abusos o contradicciones con los principios fundamentales de la ley.


Artículo 3º: Si los directores de la multitud pueden dispensar de las leyes

Domingo de Soto discute sobre la licitud de dispensar de las leyes y examina si los gobernantes tienen la facultad de conceder dispensas en casos específicos. Primero, argumenta que las leyes están establecidas para el bien común y, por tanto, no deben interrumpirse por intereses particulares, ya que esto contradiría el principio según el cual el bien del pueblo es más elevado que el de un individuo. Recurre al Deuteronomio para reforzar esta idea, donde se ordena a los gobernantes no hacer acepción de personas, lo cual sería inevitable al dispensar la ley para casos individuales. Soto concluye que la dispensación debe regirse por un criterio que asegure la igualdad de todos ante la ley.

Para comprender la naturaleza de la dispensación, Soto recurre a Santo Tomás, quien la define como la aplicación de algo común a casos particulares. En este sentido, un gobernador que ejerce esta facultad debe actuar con prudencia y considerar siempre el bien común. Soto distingue la dispensación de la anulación de una ley, aclarando que dispensar no significa invalidar la norma, sino permitir una excepción temporal y específica sin afectar la vigencia de la ley para el resto de la comunidad.

El autor también aborda la diferencia entre dispensar y otras prácticas como la interpretación de la ley o la derogación, subrayando que la dispensación no busca contradecir la ley, sino adaptarla a situaciones excepcionales. Cita ejemplos del Evangelio, como el mayordomo fiel mencionado por Jesús, para ilustrar la prudencia necesaria en quienes tienen autoridad para dispensar. La dispensación, concluye Soto, debe ser siempre razonable y justificada por el bien público, evitando causar perjuicio a la comunidad.

En cuanto a los sujetos que pueden otorgar dispensas, Soto señala que esta potestad corresponde al príncipe o legislador, ya que dispensar una ley implica un acto legislativo. Sin embargo, también reconoce que los gobernantes inferiores pueden dispensar en materias menores bajo la autoridad del legislador. Finalmente, Soto advierte que conceder dispensas sin causa legítima constituye un abuso de poder, perjudica a la república y compromete la confianza en las leyes.

Soto examina las circunstancias en las que puede justificarse una dispensa, como el bien público o la necesidad individual urgente. En casos extremos, como la necesidad de cumplir un voto o proteger a la Iglesia, la dispensa puede otorgarse siempre que no contradiga el derecho natural o divino. Sin embargo, insiste en que las dispensas deben manejarse con moderación, evitando que su uso frecuente erosione la autoridad de las leyes y genere desorden social.


LIBRO II: JUSTICIA Y DERECHO

CUESTIÓN PRIMERA: DE LA LEY ANTIGUA

Artículo 1º: Si, además de la ley natural y humana, que se derivan de la eterna, fue necesaria a los hombres la divina

De Soto la necesidad de una ley divina sobrenatural para los hombres, argumentando en principio desde una perspectiva negativa. Se expone que la ley natural, al ser una participación de la ley eterna, ya es divina y suficiente para guiar a la humanidad, por lo que no parecería necesaria otra ley divina adicional.

Sin embargo, se plantea que la razón humana, aunque elevada, no es suficiente para guiar al hombre hacia su fin último. El texto utiliza argumentos bíblicos, como el del Eclesiástico, que describe cómo Dios dejó al hombre bajo su propio consejo, refiriéndose a la razón. Aunque esto parece suficiente para las criaturas racionales, el hombre, por su naturaleza superior, requiere una guía más sublime.

Se enfatiza la necesidad de la ley divina para iluminar el entendimiento humano. Esto se justifica en cuatro puntos principales:

  1. La incapacidad de la naturaleza humana para alcanzar el conocimiento especulativo sobre Dios y los bienes últimos sin ayuda externa.
  2. La necesidad de corregir los errores de juicio en los casos prácticos, ya que las leyes humanas varían según las naciones y no siempre reflejan la justicia divina.
  3. La insuficiencia de las leyes humanas para garantizar la salvación completa del hombre, pues no penetran en las intenciones del corazón.
  4. La incapacidad de las leyes humanas para reprimir todos los vicios y promover los bienes necesarios sin provocar mayores injusticias.

Domingo de Soto argumenta, siguiendo a San Agustín y Santo Tomás, que la ley divina tiene un doble propósito: guiar al hombre hacia su salvación mediante el conocimiento de Dios y regular sus actos de manera más elevada que la ley natural. Se resalta que esta ley, al estar inscrita en los corazones por la gracia divina, complementa las leyes escritas y humanas.

Finalmente, se concluye que la sabiduría divina dispuso esta ley no solo para la humanidad en general, sino también para preparar al hombre para recibir la ley perfecta en Cristo. Las diferencias entre la ley antigua y la ley del Evangelio se explican en términos de su capacidad para regular no solo los actos externos, sino también los deseos internos, destacando el papel del amor y la gracia en el Nuevo Testamento.

Artículo 2° Si la ley antigua fue buena

Domingo de Soto, en este texto, aborda la crítica maniquea hacia la Ley Antigua, que algunos consideran mala y establecida por un Dios maligno. Desde esta perspectiva, los maniqueos argumentan que la Ley Antigua contradice la Nueva Ley, citando pasajes que parecen irreconciliables, como el relato de la creación en el Génesis y las palabras de San Juan en el Evangelio, donde se establece la preeminencia de Cristo como Verbo divino.

Soto discute los preceptos contenidos en la Ley Antigua, algunos de los cuales, según los críticos, parecen injustos o imperfectos. Alega que para considerar buena una ley, esta debe cumplir con dos principios fundamentales: buscar la salvación de las almas y ser adecuada a la condición humana. Sin embargo, señala que, según San Pablo, la Ley Antigua permitió que abundara el pecado, siendo incapaz de justificar plenamente al ser humano. Asimismo, cita a San Pedro, quien menciona que los mandamientos de esta ley eran una carga que ni los antepasados pudieron llevar.

La defensa de Soto se centra en demostrar que la Ley Antigua fue un medio temporal e imperfecto ordenado por Dios para preparar la llegada de Cristo. Según él, el Decálogo no solo reprendía la maldad, sino que también promovía el amor a Dios y la fraternidad entre los hombres. Aunque la ley no era perfecta, desempeñó un papel fundamental en la moralidad, revelando los pecados y orientando a la humanidad hacia la redención futura en Cristo.

El autor subraya que, a pesar de sus limitaciones, la Ley Antigua no debe ser vista como obra del diablo, sino como un instrumento de Dios para guiar a su pueblo. Soto argumenta que la Ley Antigua, junto con la Nueva, tienen un origen divino, y ambas trabajan en armonía dentro del plan de salvación. Esta última perfecciona lo que la primera no pudo completar, al ofrecer la gracia y la verdad reveladas en Jesucristo.

De Soto defendiendo la Ley Antigua, aunque imperfecta en comparación con la Ley Nueva, y que esta tiene un origen divino y una función pedagógica en la historia de la salvación. Los detractores señalan que la Ley Antigua contiene preceptos que parecen incompatibles con la caridad, como "ojo por ojo, diente por diente", que Cristo rechaza en el Evangelio, o la tolerancia de la usura contra extranjeros. Soto argumenta que estas disposiciones no son malos preceptos en sí mismos, sino concesiones temporales adaptadas a las limitaciones del pueblo de Israel.

El autor responde también a la acusación de que la Ley Antigua fomenta sentimientos de odio hacia los enemigos. Cita ejemplos como los Salmos, donde se pide el mal para los enemigos, pero explica que estas frases deben interpretarse como expresiones de justicia divina o profecías del futuro. Por otro lado, se contraponen pasajes de la misma Escritura que promueven el amor al enemigo, como "Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer", mostrando así que el mensaje de caridad ya estaba presente en la Ley Antigua.

Soto argumenta que la Ley Antigua no otorgaba gracia por sí misma, sino que señalaba la necesidad de la fe y la gracia de Dios para la salvación. Este rol preparatorio de la Ley Antigua es reafirmado al considerarla como una guía que conducía a Cristo y al mensaje del Evangelio. Aunque limitada, tenía un propósito específico en el plan divino: hacer visibles los pecados y orientar hacia la redención.

Finalmente, refuta la idea de que la Ley Antigua fuera establecida por los ángeles en lugar de Dios. Soto defiende que, aunque los ángeles pudieron actuar como mediadores, la Ley fue dada directamente por Dios. Este punto es reforzado al citar tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, destacando que la Ley Antigua era una preparación para la llegada de Cristo, quien perfeccionó lo que la Ley no podía completar por sí misma.

 Artículo 3º: Si aquella ley debió darse únicamente al pueblo de Israel, y obligarle a él solo

Domingo de Soto reflexiona sobre si la Ley Antigua debía ser exclusiva del pueblo de Israel o aplicarse a toda la humanidad. Argumenta que, aunque la Ley Antigua fue dada solo a Israel, tenía un propósito preparatorio para la Ley Evangélica, que beneficiaría tanto a judíos como a gentiles. Esta visión está respaldada por las Escrituras, como en Isaías, donde se profetiza que el Mesías sería luz para todas las naciones, no únicamente para los israelitas.

La razón de esta exclusividad inicial de la Ley Antigua se debe a la infinita sabiduría divina, que decide progresivamente cómo revelar sus misterios a la humanidad. Dios, en su plan, escogió a los hebreos como un medio para preparar la venida de Cristo y la extensión de la salvación a todos los pueblos. Además, argumenta que era conveniente que la Ley se diera a un pueblo concreto debido a las limitaciones humanas para comprender los misterios divinos de manera inmediata.

Soto destaca que la elección de Israel no se basa en mérito, sino en la misericordia de Dios, quien quiso empezar con un grupo particular antes de expandir su mensaje al resto del mundo. Asimismo, argumenta que esta selección tenía una función pedagógica: preparar un modelo para que el resto de la humanidad pudiera seguirlo y alcanzar la salvación.

Domingo de Soto conecta la Ley Antigua con el advenimiento de Cristo, quien cumple las promesas hechas a Abraham y a su descendencia. En este sentido, la Ley Antigua no debe entenderse como un fin en sí mismo, sino como un medio para conducir a toda la humanidad hacia la Ley de gracia y redención que Cristo trae consigo. De este modo, Soto concilia la exclusividad inicial con la universalidad del mensaje cristiano.

De Soto argumenta que no fue conveniente que la Ley Antigua, como figura de la Ley Evangélica, tuviera una aplicación universal desde el principio. Más bien, era apropiado que se impusiera exclusivamente al pueblo judío, ya que de ellos nacería Cristo. Como se señala en las Escrituras, los judíos tienen una relación especial con Dios, siendo los receptores de su alianza, la adopción como hijos y la legislación divina. Soto enfatiza que Dios no hace acepción de personas, pero actúa conforme a su voluntad y misericordia.

También aborda la cuestión de si los gentiles podían aceptar ciertas partes de la Ley sin adoptarla completamente. Soto responde que, aunque era posible que los gentiles tomaran elementos ceremoniales, como la circuncisión, esto no les otorgaba salvación. Después de la promulgación de la Ley Evangélica, el bautismo reemplazó a la circuncisión como signo de pertenencia al pacto con Dios. Citando a San Pablo, Soto concluye que aquellos que adoptan prácticas de la Ley Antigua deben observarla en su totalidad, algo que no es necesario bajo la Ley de Cristo.


Artículo 4º: Si fue conveniente que la ley antigua se diera en tiempos de Moisés

Domingo de Soto reflexiona sobre la oportunidad y conveniencia del momento en que Dios promulgó la ley a Moisés, explorando razones teológicas para defender su providencia. En primer lugar, aborda el argumento de que, si la ley fue concebida como una preparación para la redención ofrecida por Cristo, entonces debía haberse dado inmediatamente después de la caída del hombre, pues este necesitaba desde el inicio un remedio para su salud espiritual. En segundo lugar, la ley también se considera como un medio de santificación para aquellos que engendrarían a Cristo, comenzando con Abraham, quien fue elegido y considerado justo por su fe antes de que existiera la ley mosaica. Sin embargo, Abraham recibió la circuncisión, marcando así una preparación progresiva para la llegada de la ley.

Soto señala además que la elección de David, descendiente de Abraham, como origen de la genealogía de Cristo también evidencia una línea histórica y espiritual que culminaría en la llegada de la ley en un momento determinado. A través de referencias bíblicas, como las cartas de San Pablo, se subraya que incluso antes de Moisés existían promesas divinas que anticipaban el advenimiento de Cristo, lo que refuerza la idea de que la ley fue dada en el tiempo justo.

El texto también profundiza en la soberbia humana como la causa fundamental de la separación entre los hombres y Dios. Soto argumenta que la ley fue dada para enfrentar esta soberbia y establecer principios morales que los hombres habían perdido debido a su ignorancia y su propensión al mal. La ley se convierte así en un maestro que no solo enseña lo bueno y lo malo, sino que además actúa como una guía para vencer el pecado. Citando a San Pablo, enfatiza que "la ley es el conocimiento del pecado".

Por último, Soto analiza cómo Dios, en su sabiduría, esperó un tiempo prudente para dar la ley, permitiendo que la humanidad pasara por períodos de prueba y experiencia. A través de su misericordia, Dios intervino en momentos específicos, como en la época de Abraham y Moisés, para restaurar el orden y preparar el camino hacia la redención en Cristo. También contempla la idea de que, si Dios hubiese elegido otro pueblo o momento para la entrega de la ley, podría haberse logrado una obediencia más inmediata, pero esto no habría sido compatible con los designios generales de la redención.

En conclusión, Domingo de Soto defiende que la promulgación de la ley en tiempos de Moisés no solo fue providencial, sino que se alinea perfectamente con el plan divino de salvación. La ley fue un paso esencial para preparar a la humanidad hacia la plenitud de Cristo, guiando a los hombres en su lucha contra el pecado y su camino hacia la justicia.

CUESTIÓN SEGUNDA: DE LOS PRECEPTOS DE LA LEY ANTIGUA EN GENERAL


Artículo 1º Si la ley antigua  contenía un solo precepto

Domingo de Soto analiza la naturaleza de los preceptos de la ley antigua, iniciando con la afirmación de que toda la ley se podría reducir a un solo precepto: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo", como lo expresan San Pablo en Romanos y San Mateo en sus evangelios. Este precepto, según la tradición, sintetiza el contenido de la ley y los profetas, abarcando tanto el amor a Dios como el amor al prójimo. Sin embargo, Soto contrasta esta posición con las palabras del Apóstol en Efesios, quien describe los mandamientos como múltiples y que Cristo anuló con los preceptos evangélicos, estableciendo una nueva ley.

El autor señala que, aunque los preceptos parecen numerosos, todos tienen un fin común: orientar a los seres humanos hacia el bien y la salvación. Estos se agrupan en dos grandes categorías: los preceptos morales, que regulan las costumbres humanas, y los preceptos ceremoniales, que anunciaban la llegada de Cristo y que dejaron de ser necesarios tras su venida. Por tanto, estos mandamientos específicos son medios para alcanzar un fin último, no objetivos en sí mismos.

Soto argumenta que todos los preceptos se fundamentan en el amor, siendo este el principio rector de la ley. Actos como matar, robar o cometer adulterio violan este amor, que incluye tanto a Dios como al prójimo. Así, el amor a Dios es inseparable del amor al prójimo, ya que este último implica reconocer a todos los hombres como hijos de Dios, y por ende, cualquier acción hacia ellos también refleja la relación con Él.

El autor también resalta que Cristo sintetizó y superó los preceptos de la ley antigua, trasladándolos a una nueva dimensión bajo la ley evangélica. En esta nueva ley, el amor se convierte en el eje central y absoluto de todos los mandamientos. Según Soto, esta transición no solo simplifica la comprensión de los preceptos, sino que también los orienta de forma más directa hacia la unión con Dios y la vida eterna.

Finalmente, Soto concluye que, aunque la ley antigua contenía múltiples preceptos, todos estos se orientaban hacia un único fin, el amor. Este principio general no solo da sentido a los mandamientos, sino que también permite comprender cómo la nueva ley, anunciada por Cristo, se asienta sobre una base más perfecta y definitiva, donde la caridad es el cumplimiento pleno de la ley.

Artículo 2º: Si los preceptos de la ley antigua se distinguen en tres clases a saber: morales, ceremoniales y judiciales

Domingo de Soto divide los preceptos de la ley antigua en tres grandes categorías: morales, ceremoniales y judiciales. Esta clasificación responde a la diversidad de propósitos que tiene la ley divina, la cual busca ordenar tanto la vida individual como la colectiva del ser humano en su relación con Dios, con los demás y con la comunidad.

Los preceptos morales son universales y se derivan directamente de la ley natural. Estos preceptos, como los contenidos en el Decálogo (por ejemplo, "No matarás" o "Honrarás a tu padre y a tu madre"), rigen el comportamiento ético del ser humano y tienen validez para todos los tiempos y culturas. Según Soto, no son necesarios los preceptos ceremoniales o judiciales para establecer estas normas, ya que la razón natural basta para comprenderlos.

Por otro lado, los preceptos ceremoniales están relacionados con el culto divino y las formas específicas de adoración. Incluyen los rituales, sacrificios y prácticas religiosas prescritas para el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento. Estos preceptos tenían un carácter temporal, ya que estaban orientados a preparar al pueblo para la llegada de Cristo y, según Soto, su utilidad pedagógica se cumplió con la instauración del Nuevo Testamento.

Los preceptos judiciales, en cambio, se enfocan en la regulación de las relaciones sociales y civiles dentro del contexto histórico del pueblo judío. Estas leyes se aplicaban a la convivencia entre las personas y a la administración de justicia, adaptándose a las necesidades específicas de aquella comunidad.

Domingo de Soto justifica esta división al señalar que cada tipo de precepto responde a una dimensión distinta del ser humano. Los morales atañen a la virtud personal, los ceremoniales a la relación con Dios y los judiciales a la armonía social. Además, los morales son permanentes por ser inherentes a la ley natural, mientras que los ceremoniales y judiciales son temporales y específicos al contexto del Antiguo Testamento.

De Soto subraya que esta tripartición de los preceptos no solo es una herramienta útil para comprender la ley antigua, sino también una forma de destacar la perfección de la ley divina. A través de estos preceptos, Dios no solo regula la conducta humana, sino que la dirige hacia un fin último: la comunión con Él y la construcción de una sociedad ordenada según su voluntad.

Domingo de Soto continúa desarrollando su argumento respecto a los tres tipos de preceptos, enfrentando objeciones y aclarando su propósito. Responde primero a quienes argumentan que los preceptos morales no necesitan ser explicitados por la ley divina, ya que la razón natural los dicta. Soto reconoce que la razón puede guiar a los humanos hacia estos principios, pero enfatiza que debido a la oscuridad que a veces afecta la razón, fue conveniente que Dios los revelara, no solo en lo sobrenatural, sino también en cuestiones prácticas relacionadas con la convivencia y la justicia. De este modo, los preceptos morales reciben el refuerzo de la ley divina para iluminar aquello que la razón podría no ver claramente.

Asimismo, Soto aborda el papel de los preceptos ceremoniales, señalando que aunque no derivan de la ley natural, son establecidos por apreciación y disposición divina para guiar el culto y señalar la llegada de Cristo. Las ceremonias no son meros actos simbólicos, sino formas de manifestar la relación entre lo espiritual y lo visible, ayudando al pueblo a confesar su fe en el Cristo venidero.

En cuanto a los preceptos judiciales, Soto explica que, aunque están relacionados con la justicia, derivan de los morales en tanto tocan la razón y se aplican a contextos específicos. Algunos actos judiciales incluso coinciden con los morales o ceremoniales, como puede observarse en ejemplos bíblicos que combinan estos preceptos para regular la vida comunitaria.

Finalmente, se aclara que, aunque todos los preceptos parten de principios universales, cada categoría tiene su función específica. Los morales se dirigen al individuo y su ética personal, los ceremoniales a la relación con Dios, y los judiciales al orden social. Soto subraya que la ley divina organiza todos estos aspectos para preservar la salvación y la paz entre los hombres.


Artículo 3°: Si debió la ley antigua obligar a sus súbditos a cumplirla por medio de promesas y amenazas de cosas personales

Domingo de Soto analiza si la ley antigua debía exigir el cumplimiento mediante promesas y amenazas relacionadas con bienes y castigos temporales. Se plantea que la finalidad de la ley divina es someter a los hombres a Dios a través del amor y el temor reverencial. Sin embargo, el deseo por bienes temporales puede alejar las almas de Dios, como sostiene San Agustín al describir la ambición como un veneno para la caridad.

En la ley antigua, los bienes y castigos temporales servían como incentivos pedagógicos para guiar al pueblo hacia la observancia de los mandatos divinos. Esto se consideraba necesario debido al estado espiritual inmaduro de ese tiempo. Las recompensas terrenales, como la tierra prometida, cumplían la función de fortalecer la confianza en Dios y preparar al pueblo para aceptar las promesas eternas.

Cristo, en el Evangelio, introduce un cambio al poner énfasis en bienes espirituales y eternos, dejando atrás la dependencia de los bienes temporales. Mientras que en la ley antigua se ofrecían recompensas visibles para motivar la obediencia, el mensaje del Evangelio se centra en la herencia celestial y en la vida eterna, marcando una evolución en el propósito pedagógico de la ley divina.

Domingo de Soto señala que hay diferentes grados de relación con los bienes temporales. Por un lado, están los perfectos, que no se apegan a ellos y tienen su mirada fija en Dios. Por otro, los malos, que persiguen estos bienes con avidez, y los imperfectos, que aún valoran los bienes temporales pero son conducidos hacia Dios a través de ellos. Este último grupo encuentra en las promesas temporales un medio para acercarse al amor divino.

En conclusión, la ley divina, tanto antigua como nueva, muestra su excelencia al dirigir a los hombres hacia bienes más altos. Aunque los bienes y castigos temporales eran necesarios en la ley antigua, estos tenían un propósito transitorio: preparar al pueblo para recibir las verdades espirituales y apartarlo del apego desordenado a lo material, tal como lo exige la plenitud del Evangelio.


CUESTION TERCERA: SOBRE LOS PRECEPTOS MORALES

Artículo 1º: Si todos los preceptos morales pertenecen a la ley natural

Domingo de Soto explora en este artículo la relación entre los preceptos morales y la ley natural, comenzando con la cuestión de si todos estos preceptos pueden atribuirse únicamente a esta última. Argumenta que, aunque la ley natural ofrece un fundamento esencial para la moralidad, no todos los preceptos morales derivan directamente de ella, ya que algunos requieren la intervención de la ley divina, que amplía y complementa las enseñanzas de la razón natural.

El autor destaca que la razón natural, aunque fundamental, no es suficiente para comprender ciertos preceptos morales, especialmente aquellos que exigen una perspectiva más profunda, iluminada por la fe. Citando a San Pablo, señala que algunos actos, como la caridad, tienen un origen que combina tanto la razón natural como la fe divina, lo que demuestra la necesidad de un vínculo entre lo natural y lo sobrenatural en la moralidad.

De Soto clasifica los preceptos morales en grados según su relación con los principios universales de la naturaleza. Los más evidentes, como los del Decálogo, pertenecen al primer grado y son reconocidos universalmente, mientras que otros, que requieren un razonamiento más elaborado o el apoyo de la fe, ocupan grados superiores. Esta clasificación refleja cómo la comprensión de los preceptos morales varía según su complejidad y accesibilidad.

Además, analiza el papel de las costumbres humanas en la moralidad, afirmando que estas deben juzgarse en función de su conformidad con la razón natural. Las costumbres consideradas buenas son aquellas que se ajustan a la regla racional, mientras que las que se desvían de ella son calificadas como malas. Este enfoque subraya la importancia de la razón como criterio para discernir lo moral.

Los preceptos del Decálogo son presentados como principios generales que se dividen en grados según su proximidad a la ley natural. Algunos, como no matar o no robar, son evidentes y forman parte del primer grado, mientras que otros, como honrar a los ancianos, requieren una reflexión más profunda y, en algunos casos, la guía de la fe para ser comprendidos plenamente.

Domingo de Soto resalta que, aunque la ley natural proporciona una base sólida, algunos preceptos morales necesitan la iluminación sobrenatural de la fe para alcanzar su comprensión completa. Este elemento trascendente muestra que la moralidad no se limita al ámbito de la razón, sino que abarca también aspectos más elevados que trascienden la lógica humana.

Finalmente, concluye que los preceptos ceremoniales y judiciales, aunque tienen raíces en la ley natural, no derivan de ella de manera directa ni universal. Su aplicación específica depende de la voluntad legislativa divina o humana, lo que los hace variables según las circunstancias históricas y culturales. Esto refuerza la idea de que la moralidad, aunque fundamentada en principios universales, debe ser interpretada y adaptada según el contexto.

Artículo 2º: Si los preceptos morales de la ley comprenden los actos todos de las virtudes

Domingo de Soto explora la relación entre las leyes humanas y divinas, argumentando que ambas están intrínsecamente ligadas a la virtud de la justicia, aunque con objetivos y alcances diferentes. La justicia, como virtud central, es fundamental para entender la naturaleza de ambas leyes, pero mientras la ley humana regula principalmente actos relacionados con la justicia distributiva y conmutativa en el contexto social, la ley divina abarca todas las virtudes y guía al ser humano hacia un bien superior.

La diferencia clave entre ambas radica en su propósito. La ley humana tiene un enfoque temporal y práctico: busca la paz social, el bienestar de los ciudadanos y la resolución de conflictos dentro de la comunidad. Por otro lado, la ley divina tiene un carácter trascendental. No solo regula las relaciones entre los hombres, sino que también ordena sus actos hacia Dios, fomentando la amistad divina y la perfección espiritual. Así, la ley divina incluye preceptos que abarcan todas las virtudes, como la fortaleza, la templanza, la prudencia y, especialmente, la caridad.

Soto destaca que la ley divina, al orientarse hacia la salvación y la moralidad interior, prescribe una perfección más elevada que la ley humana. Esto queda especialmente claro en los mandatos evangélicos, donde Cristo profundiza y transforma los preceptos de la ley antigua. Por ejemplo, mientras la ley antigua condena el acto de matar, Cristo va más allá al condenar incluso la ira y el odio en el corazón, mostrando que la verdadera justicia incluye tanto los actos exteriores como las disposiciones interiores.

Finalmente, Soto concluye que, aunque ambas leyes buscan el bien común, lo hacen de maneras distintas. La ley humana se limita al ámbito de la convivencia y el orden social, mientras que la ley divina, al abarcar todas las virtudes, guía al ser humano hacia la perfección moral y su unión con Dios. En este sentido, la obediencia a la ley divina tiene una primacía absoluta, pues responde no solo a las necesidades sociales, sino también a la finalidad última del ser humano: su salvación y su amistad con el creador.


Artículo 3º: Si todos los preceptos morales de la ley antigua se reducen a los diez del decálogo

Domingo de Soto examina si todos los preceptos morales de la ley antigua pueden reducirse a los diez mandamientos del Decálogo. Afirma que la ley antigua incluye preceptos relacionados con todas las virtudes, mientras que el Decálogo parece limitarse a cuestiones de justicia. En primer lugar, se plantea la objeción de que los preceptos principales, como "Amarás a Dios" y "Amarás al prójimo" (Mateo 22), no se encuentran expresamente en el Decálogo, lo que sugiere que este no contiene toda la ley moral.

En segundo lugar, se analiza el tercer mandamiento, "Santificarás el sábado", considerándolo ceremonial en lugar de moral, lo que implica que no todos los mandamientos se reducen al Decálogo. También argumenta que los preceptos morales no se limitan a actos de justicia, sino que abarcan virtudes como la templanza y la fortaleza, que no están explícitas en los diez mandamientos. Por lo tanto, concluye que la ley moral no puede reducirse completamente al Decálogo.

Soto distingue entre los preceptos directamente dictados por Dios y los que fueron entregados a Moisés. Los mandamientos del Decálogo fueron grabados en tablas como principios universales que reflejan la ley natural, mientras que los otros preceptos fueron enseñados por Moisés y otros sabios. Señala que los principios generales, como "No matarás" y "No robarás", están implícitos en los mandamientos y son conclusiones necesarias de estos principios básicos.

Además, subraya que preceptos como "No hagas a los demás lo que no quieras para ti" y ciertas regulaciones del Levítico, como "Honrarás a tu padre y a tu madre", son extensiones del Decálogo. Sin embargo, estos no añaden nuevos principios, sino que desarrollan las conclusiones de los mandamientos principales.

En conclusión, Soto considera que, aunque el Decálogo contiene los principios fundamentales de la ley moral, no incluye todos los preceptos relacionados con las virtudes. Los preceptos del Decálogo son principios básicos que encierran en sus conclusiones otros mandamientos derivados. Por ejemplo, el amor a Dios y al prójimo está implícito en los mandamientos, y las virtudes como la justicia se encuentran explícitas, mientras que otras virtudes, como la fortaleza y la templanza, se derivan de estos principios. Por lo tanto, aunque el Decálogo es esencial, no agota la totalidad de la ley moral.

Artículo 4º: Si están convenientemente distribuidos los preceptos del decálogo

Domingo de Soto comienza analizando si los preceptos del Decálogo están correctamente distribuidos, dividiendo las dos tablas en preceptos dedicados a Dios y al prójimo. Afirma que en la primera tabla se tratan cuestiones relacionadas con el amor y el culto a Dios, mientras que en la segunda tabla se abordan las obligaciones hacia el prójimo. En este sentido, plantea la distinción entre los preceptos de la fe y los de la adoración, señalando que el primero de ellos, “Yo soy el Señor tu Dios”, es afirmativo, mientras que el segundo, “No tendrás dioses ajenos delante de mí”, es negativo, estableciendo así una dualidad entre proclamación y prohibición.

A partir de esta base, analiza la cuestión del tercer precepto, “Acuérdate de santificar el día del sábado”. Algunas opiniones, como la de Esiquio, no lo cuentan entre los diez preceptos, interpretándolo de manera espiritual y excluyéndolo del número total del Decálogo. Sin embargo, San Agustín sostiene que debe incluirse y distingue con precisión entre tres preceptos en la primera tabla y siete en la segunda. Domingo de Soto presenta estas posiciones opuestas y evalúa sus argumentos, mostrando la complejidad que implica establecer un consenso definitivo sobre la distribución de los preceptos.

En el desarrollo de su análisis, Soto expone también las opiniones de otros Padres de la Iglesia, como Orígenes y Esiquio. Orígenes sostiene una interpretación alternativa en la que el precepto del sábado ocupa un lugar diferente, reorganizando así el número total de los preceptos en la primera tabla. Soto resalta que estas divergencias reflejan la dificultad de determinar de manera inequívoca la estructura del Decálogo, aunque respalda la postura tradicional defendida por San Agustín.

Al llegar a las conclusiones de San Agustín, Soto señala que la división entre las dos tablas del Decálogo responde a una distinción clara entre el amor a Dios, que ocupa los tres primeros preceptos, y el amor al prójimo, que se desarrolla en los siete restantes. Esta interpretación, según Soto, es más coherente y mantiene el orden original con el que Moisés recibió las tablas en el monte Sinaí, tal como se describe en el Éxodo.

En cuanto a la naturaleza del primer precepto, Domingo de Soto argumenta que pertenece a la latría, es decir, a la adoración exclusiva de Dios. Aunque se trata de un precepto afirmativo, subraya que presupone la fe como principio fundamental y, por lo tanto, no requiere ser promulgado nuevamente. En su análisis, Soto destaca cómo este precepto, junto con los demás de la primera tabla, establece las bases de la relación entre Dios y el hombre, reafirmando su carácter moral y universal.

Por último, Soto aborda los últimos preceptos del Decálogo, particularmente aquellos relacionados con la prohibición de la concupiscencia. Argumenta que estos preceptos deben distinguirse según los actos y los objetos a los que se refieren, como ocurre con la diferencia entre el deseo de la mujer ajena y el deseo de bienes materiales. Esta distinción le permite reafirmar la distribución tradicional del Decálogo, explicando cómo los actos y las intenciones morales se reflejan en su estructura.

Domingo de Soto concluye que los preceptos del Decálogo están correctamente distribuidos y que su división responde a una estructura armónica basada en el amor a Dios y al prójimo. Sostiene que la interpretación de San Agustín es la más acertada, defendiendo la validez y universalidad de los diez preceptos tal como se han entendido tradicionalmente.


Artículo 5º: Si es conveniente el número de mandamientos del decálogo

Domingo de Soto analiza en este artículo la conveniencia del número de los mandamientos del Decálogo. Comienza abordando la distinción de los pecados según San Ambrosio y San Agustín, dividiéndolos en pecados contra Dios, contra el prójimo y contra uno mismo. Soto observa que, aunque en el Decálogo no se incluyan preceptos explícitos sobre los pecados que el hombre comete contra sí mismo, esto no significa que esté incompleto. Tales pecados se entienden implícitos en el orden del amor a Dios y al prójimo, ya que un hombre que ama correctamente a Dios regula todas sus acciones, incluidas las que se refieren a sí mismo.

También se discute la aparente falta de mandamientos sobre prácticas religiosas concretas, como las solemnidades del sábado o las ofrendas a Dios. Soto explica que tales omisiones no afectan la perfección del Decálogo, ya que su propósito principal es prevenir las ofensas a Dios y las blasfemias, así como evitar doctrinas falsas. La caridad, que es el fin de todos los mandamientos, abarca también el amor natural que el hombre debe a sí mismo y a sus semejantes. Este amor se expresa en la segunda tabla del Decálogo, que ordena las relaciones humanas.

Otro aspecto fundamental es que todo pecado externo tiene su origen en el corazón. Soto menciona las palabras de Cristo sobre cómo del corazón nacen los malos pensamientos, adulterios y demás pecados, justificando así los mandamientos que prohíben no solo las acciones externas, como el hurto o el adulterio, sino también los deseos internos, como se expresa en los últimos preceptos: “No codiciarás los bienes de tu prójimo” y “No codiciarás la mujer de tu prójimo”. De este modo, el Decálogo regula tanto las acciones visibles como los movimientos interiores del alma.

La estructura del Decálogo, según Soto, es perfectamente razonable y conveniente. Los diez mandamientos se dividen en dos tablas: los tres primeros se centran en las obligaciones del hombre con Dios, mientras que los siete restantes se refieren a las obligaciones con el prójimo. Esta división refleja la justicia divina y el orden natural, donde las leyes morales fundamentales son claras para todos los hombres. En primer lugar, se prohíben los pecados contra Dios, como el politeísmo, la irreverencia hacia su nombre y el incumplimiento del descanso sabático. Posteriormente, se ordenan las relaciones humanas, comenzando por el respeto a los padres, seguido de la prohibición de crímenes y pecados contra la vida, la propiedad y la honra del prójimo. Finalmente, se regulan los deseos internos, cuyo desorden es la raíz de los pecados externos.

Domingo de Soto concluye que el número de los diez mandamientos es perfecto, ya que abarcan las principales normas de la ley natural y garantizan la justicia en las relaciones del hombre con Dios y con los demás. El Decálogo no necesita incluir normas específicas sobre los pecados contra uno mismo, porque estos se resuelven naturalmente cuando se guarda el amor a Dios y al prójimo. En su perfección, los mandamientos expresan las verdades morales fundamentales que la razón natural conoce y que son necesarias para la vida ordenada de la humanidad.


Artículo 6º: Si los preceptos del decálogo están colocados en su debido orden

Domingo de Soto aborda la distinción y el orden de los preceptos en el Decálogo, estableciendo una reflexión sobre los fundamentos de su organización. La argumentación comienza con la idea de que, al partir del conocimiento por el sentido, el amor al prójimo, más cercano a lo sensorial, podría tener prioridad sobre el amor a Dios. Sin embargo, se concluye que el orden establecido en el Decálogo responde a razones más profundas, relacionadas con la dignidad y la naturaleza de los mandatos.

En primer lugar, Soto distingue entre los preceptos negativos, que prohíben los males, y los afirmativos, que mandan los bienes. Argumenta que, según la naturaleza, es necesario primero extirpar los vicios antes de imprimir las virtudes. Esto se fundamenta en pasajes como el Salmo 36 y en la máxima de que “la primera virtud es huir del vicio”. Además, se subraya que el orden del Decálogo está determinado por la relación del hombre con Dios, ya que el fin último de las acciones humanas es cumplir con los preceptos dirigidos hacia él.

A continuación, se presentan cuatro conclusiones principales. La primera establece que el Decálogo prioriza los mandatos relativos a Dios sobre los relativos a los hombres, ya que estos se conocen también por la luz natural. La segunda concluye que, dentro de los preceptos sobre Dios, el primero debe ser el que mira a la idolatría, ya que representa una falta grave al culto debido al único Dios. La tercera conclusión aborda los preceptos entre los hombres, indicando que el primero de estos es honrar a los padres, por la evidente deuda y razón de justicia que esto implica. Finalmente, la cuarta conclusión señala que, entre los preceptos negativos, los relacionados con las obras externas son más graves que los de pensamiento, aunque estos también poseen gran importancia.

En síntesis, Domingo de Soto defiende que el orden del Decálogo responde a un criterio de dignidad y gravedad, priorizando los mandatos que se relacionan con el fin último del hombre: Dios. Este orden refleja la necesidad de corregir primero los vicios y luego fomentar las virtudes, así como de dar preeminencia a los preceptos de mayor excelencia en su materia.


Artículo 7°: Si los preceptos del decálogo están redactados en forma consiente

Domingo de Soto reflexiona sobre los preceptos contenidos en el Decálogo, explorando su claridad, disposición y significado desde una perspectiva teológica y racional. El autor comienza explicando que los preceptos son claros y propios en su redacción, distinguiendo entre los afirmativos, que invitan a las virtudes, y los negativos, que prohíben los vicios. Sostiene que esta distinción es esencial para la práctica moral y que, debido a la naturaleza de los vicios, resulta necesario incluir preceptos afirmativos y negativos.

En un segundo análisis, de Soto argumenta que los preceptos no se fundamentan únicamente en la razón natural, sino que son parte de una revelación divina destinada a ser enseñada por los sabios. Esto incluye mandamientos relacionados con la obediencia a Dios y la justicia hacia los demás, como no tomar el nombre de Dios en vano o honrar a los padres. También resalta que, debido a la propensión humana al pecado, fue necesario formular preceptos claros, incluyendo negaciones explícitas que guiaran a las personas hacia la virtud.

El autor examina además la falta de motivos explícitos en algunos preceptos, señalando que en ocasiones la razón es evidente en el contexto moral, pero en otros casos se añaden motivos específicos, como ocurre con el descanso del sábado, justificado en la creación divina. Por otro lado, analiza por qué no todos los preceptos tienen recompensas explícitas. Domingo de Soto argumenta que las recompensas son evidentes para quien observa la ley, aunque señala que en algunos casos, como honrar a los padres, Dios añadió una promesa explícita para subrayar su importancia.

Finalmente, de Soto considera que los preceptos negativos tienen una función clara y definida para evitar el mal, mientras que los afirmativos fomentan el bien. Sin embargo, explica que, en algunos casos, los preceptos negativos fueron destacados por su relevancia para combatir tendencias comunes, como la idolatría o el falso testimonio. De esta manera, el texto refleja un esfuerzo por mostrar la coherencia y la sabiduría divina detrás de la formulación del Decálogo, conectando las enseñanzas morales con la necesidad de una guía clara y accesible para los creyentes.


Artículo 8°: Si se puede dispensar de los preceptos del Decálogo

Domingo de Soto examina la posibilidad de dispensar los preceptos del Decálogo, dividiendo su análisis en diferentes perspectivas teológicas y jurídicas. En primer lugar, sostiene que los mandamientos del Decálogo son parte del derecho natural, por lo que no deberían ser alterables. Sin embargo, señala que hay excepciones en las que tanto Dios como las autoridades humanas, bajo ciertas circunstancias, pueden dispensar algunos de estos preceptos. Por ejemplo, menciona casos del Antiguo Testamento, como la dispensa a Abraham para sacrificar a su hijo o a los israelitas para tomar bienes de los egipcios, indicando que estas dispensas son específicas y no generales.

El texto aborda casos concretos como el matrimonio entre hermanos, que está prohibido por derecho natural, pero que fue permitido en circunstancias excepcionales, como entre los hijos de Adán y Eva. Asimismo, menciona la observancia del sábado, que fue dispensada en ocasiones especiales, como durante los conflictos de los macabeos. Estas excepciones, argumenta, refuerzan la idea de que los preceptos no son siempre inmutables, pero su dispensación depende exclusivamente de la autoridad divina.

Soto también explora las opiniones de diversos teólogos sobre si Dios puede dispensar los preceptos del Decálogo. Presenta tres posturas principales: una sostiene que todos los preceptos pueden ser dispensados, otra que ninguno lo es, y una posición intermedia que distingue entre los preceptos de la "primera tabla" (los relacionados con Dios) y los de la "segunda tabla" (los relacionados con los hombres). Según esta última postura, los preceptos hacia Dios son absolutamente indispensables, mientras que los de la segunda tabla pueden ser dispensados en situaciones excepcionales.

El autor reflexiona sobre la naturaleza de la justicia divina, argumentando que Dios no puede contradecirse ni actuar contra su propia esencia, lo que implica que no puede dispensar leyes que vayan en contra del bien común o de la justicia intrínseca. No obstante, puede permitir excepciones cuando estas contribuyen al bien mayor o a la salvación de la humanidad, como en los ejemplos bíblicos. Concluye que, aunque algunas dispensas pueden parecer contradictorias, siempre se fundamentan en la sabiduría y voluntad divina.

Soto analiza cómo las dispensas deben interpretarse en relación con la intención del legislador, destacando que cualquier excepción debe respetar la esencia de la ley y su propósito final, que es el bien común. Esto refuerza su visión de que las leyes del Decálogo están profundamente enraizadas en la justicia y no pueden ser alteradas arbitrariamente, sino únicamente bajo la autoridad soberana de Dios o por razones que no contraríen el bien supremo.

Ahora, Domingo de Soto aborda en detalle la cuestión de si los preceptos del Decálogo son dispensables, con un enfoque particular en los argumentos de Escoto y Santo Tomás. Soto rebate a Escoto, quien afirma que los preceptos de la segunda tabla del Decálogo (relativos a las relaciones humanas, como "no hurtarás" o "honrarás a tus padres") son dispensables por parte de Dios. Escoto argumenta que, si no fueran dispensables, significaría que Dios no tiene la libertad para querer lo contrario. Soto responde que Dios puede desear la existencia de algo sin necesidad de querer lo contrario de manera activa, lo que preserva su libertad sin contradecir los principios de justicia y bondad intrínsecos.

Soto distingue entre preceptos necesarios (que son indispensables por su naturaleza, como los que prohíben el asesinato o el adulterio) y aquellos que pueden ser objeto de dispensa por su relación con circunstancias específicas. Por ejemplo, menciona que ciertos preceptos del derecho positivo, como la observancia del sábado o el ayuno, pueden ser dispensados, ya que no afectan directamente la justicia intrínseca.

El texto también analiza casos concretos en la Biblia, como la orden de Dios a Abraham de sacrificar a su hijo o el permiso dado a los israelitas para despojar a los egipcios. Soto argumenta que estos actos no constituyen dispensas en el sentido estricto, ya que no violan la justicia intrínseca. En el caso de Abraham, Soto explica que la vida de Isaac pertenecía a Dios como creador, y por lo tanto, Dios tenía el derecho de disponer de ella sin que esto contradijera el principio de "no matarás".

Además, Soto profundiza en la diferencia entre el poder legislativo de Dios y el de los hombres. Argumenta que Dios, como legislador supremo, tiene la capacidad de establecer excepciones a sus propias leyes cuando estas excepciones se alinean con su voluntad divina y no contradicen su esencia. Sin embargo, enfatiza que estas dispensas siempre tienen un propósito superior y están subordinadas al bien común.

Finalmente, Soto concluye que los preceptos de la primera tabla del Decálogo (referentes a las obligaciones hacia Dios, como "no tomarás el nombre de Dios en vano") son absolutamente indispensables, mientras que algunos preceptos de la segunda tabla pueden ser dispensados bajo circunstancias excepcionales, pero solo si no contradicen la justicia natural. Así, refuerza la idea de que las leyes divinas son inmutables en esencia, aunque su aplicación pueda variar según la voluntad soberana de Dios.


Artículo 9º: Si el modo de la virtud cae en el precepto

Domingo de Soto aborda una cuestión fundamental en la teología moral y el derecho natural: si el "modo de la virtud" cae bajo el precepto de la ley, ya sea divina o humana. Es decir, se pregunta si las disposiciones internas del alma, como la rectitud, la alegría o la voluntariedad, necesarias para actuar virtuosamente, pueden ser obligadas por una norma legal. Desde el principio, Soto distingue entre los actos externos, que son visibles y regulables por las leyes humanas, y los hábitos internos de la virtud, que dependen de la intención, la elección voluntaria y, muchas veces, de la gracia divina.

En primer lugar, Soto señala que las leyes humanas tienen como objetivo fundamental la promoción del bien común y la orientación de las personas hacia actos virtuosos. Sin embargo, aclara que la ley humana no tiene el poder de transformar directamente el interior del ser humano ni de imponer hábitos virtuosos, ya que estos se adquieren por repetición, educación y gracia. Aunque la ley puede estimular ciertas acciones que fomenten el desarrollo del hábito, el acto de virtud perfecto implica algo más que obedecer una norma: requiere una disposición interior que se manifieste en la elección libre, con alegría y amor.

Por otro lado, Soto enfatiza el papel de la ley divina, que sí se dirige al corazón humano y busca no solo los actos externos, sino también la rectitud interior y la pureza de intención. La ley divina, según Soto, se orienta al fin último del ser humano, que es Dios, y abarca tanto los actos como el "modo" de ejecutarlos, es decir, con amor, espontaneidad y alegría. Así, una persona que cumple un precepto divino pero lo hace con tristeza o resentimiento no está actuando de manera virtuosa, ya que le falta la plenitud del hábito interior que hace que el acto sea verdaderamente bueno.

Un aspecto clave del texto es la relación entre la virtud y el hábito. Soto, siguiendo a Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, sostiene que la virtud no se reduce a la simple ejecución de un acto bueno, sino que implica la formación de un hábito estable. Este hábito se adquiere mediante la repetición de actos buenos, pero solo alcanza su perfección cuando se realiza con prontitud, alegría y seguridad. Este modo virtuoso de actuar, según Soto, no puede ser impuesto por las leyes humanas, aunque estas pueden castigar los actos externos contrarios a la virtud.

Además, Soto distingue entre los diferentes tipos de ignorancia y cómo estos afectan el cumplimiento del precepto. Argumenta que la ignorancia involuntaria puede excusar del cumplimiento de ciertos preceptos, pero no así la negligencia o el rechazo deliberado de la ley. También reflexiona sobre el poder de la ley humana para imponer penas y cómo estas pueden fomentar la obediencia externa sin necesariamente transformar el interior de las personas. La ley humana, al no poder juzgar las intenciones ni el estado del alma, solo puede garantizar que los actos externos se ajusten al orden social.

Soto concluye que el modo de la virtud no cae bajo el precepto de la ley en sentido estricto. La ley puede dirigir y guiar los actos, pero el "modo virtuoso" que incluye la alegría, el amor y la voluntariedad pertenece al ámbito de la libertad personal y, en última instancia, a la acción de la gracia divina. Este argumento subraya la importancia de la dimensión interior de la virtud y de cómo la moral cristiana trasciende la simple obediencia legal, enfocándose en la transformación integral del ser humano hacia el bien.


Artículo 10°: Si el modo de la caridad cae bajo el precepto de la ley divina

Domingo de Soto, en este texto, examina si el modo de la caridad —entendido como el amor perfecto a Dios y al prójimo— cae bajo el precepto de la ley divina. Inicia considerando las palabras de Cristo: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos", lo que parece sugerir que la obediencia externa a los mandamientos es suficiente para alcanzar la vida eterna. No obstante, Domingo de Soto reflexiona sobre si el modo específico de la caridad está incluido como una obligación en la ley divina.

En defensa de esta idea, Soto señala que los actos virtuosos realizados sin caridad carecen de valor espiritual para la salvación. Basándose en Santo Tomás y las Escrituras, cita pasajes como "Si distribuyera todos mis bienes a los pobres, pero no tengo caridad, de nada me aprovecha". Esto subraya que no basta con cumplir externamente los preceptos; el amor a Dios y al prójimo es esencial para dar sentido pleno a las obras.

No obstante, hay quienes objetan que imponer la caridad como condición para cumplir los preceptos resulta problemático. Según estos críticos, exigir el modo de la caridad sería desproporcionado, ya que no todos poseen esta virtud. Esto llevaría a que muchos, por su naturaleza caída, no pudieran cumplir con los mandamientos, generando así contradicciones en la práctica de la ley divina.

Para resolver esta tensión, Domingo de Soto sigue a Santo Tomás al distinguir entre dos formas de cumplimiento de los mandamientos: en sustancia y en modo. Cumplir en sustancia implica evitar el pecado mortal y obedecer externamente los preceptos. Cumplir en modo, sin embargo, significa hacerlo con caridad, que es la perfección de todas las virtudes. Soto concluye que, aunque no siempre se exige explícitamente este modo, es necesario para el cumplimiento pleno de la ley divina.

Soto también refuta errores heréticos, como el de los luteranos, quienes sostenían que las obras realizadas sin gracia no eran pecaminosas. Siguiendo a Santo Tomás, defiende que las obras sin caridad pueden ser defectuosas y carecen de mérito para la salvación. Cumplir la ley divina sin amor puede ser incluso moralmente problemático, pues no alcanza el verdadero objetivo de los preceptos: unir al ser humano con Dios.

Domingo de Soto concluye que la caridad no solo es un precepto especial, sino el fundamento de todos los mandamientos. La caridad es el modo que perfecciona todas las virtudes y dirige las acciones humanas hacia Dios. Aunque una persona puede cumplir externamente los mandamientos, este cumplimiento es imperfecto sin el amor que da sentido a la obediencia. En última instancia, para Soto y Santo Tomás, el amor es el fin último y la clave para cumplir la ley divina en toda su plenitud.

Domingo de Soto reflexiona sobre la relación entre el cumplimiento de los preceptos y el modo de la caridad, entendida como el amor perfecto a Dios y al prójimo. Señala que, aunque los seres humanos no siempre pueden cumplir por sí mismos el precepto del amor y su modo perfecto, Dios, en su misericordia, está dispuesto a ayudarles a alcanzar ese cumplimiento. Esto implica que el esfuerzo humano, por sí solo, es insuficiente y debe estar acompañado por la gracia divina.

Un punto clave en el texto es la distinción entre la sustancia y el modo del cumplimiento de los mandamientos. Soto explica que no honrar a los padres por amor a Dios no necesariamente quebranta el precepto en su sustancia, aunque sí podría violar el ejercicio del amor. Esto subraya la importancia de la intención y el contexto en el cumplimiento de los mandamientos, mostrando que el modo de la caridad perfecciona la acción pero no siempre es parte estricta del precepto.

Por otro lado, Soto profundiza en la incapacidad del hombre, en estado de pecado, de cumplir plenamente los mandamientos, especialmente el precepto del amor, sin la ayuda de la gracia divina. Cumplir los preceptos en su sustancia, como evitar el pecado mortal, es posible incluso sin caridad, pero alcanzar su pleno sentido y perfección requiere estar en estado de gracia. Esto muestra la necesidad de la cooperación entre la acción divina y humana.

Además, Domingo de Soto aborda cómo el pecado afecta tanto la sustancia como el modo del cumplimiento de los preceptos. Si alguien peca al faltar al amor en su cumplimiento, no solo infringe el mandato en su forma básica, sino que también niega la perfección que la caridad añade a las virtudes. Esto refuerza la importancia de la caridad no solo como un complemento, sino como un elemento esencial para la perfección moral y espiritual.

Finalmente, Soto concluye que la caridad es necesaria para que las acciones humanas estén ordenadas a Dios como su fin último. Sin caridad, las obras quedan incompletas desde la perspectiva teológica y no pueden alcanzar su finalidad plena. Esta conclusión está alineada con la enseñanza de Santo Tomás de Aquino, quien considera que la caridad es el principio que da vida y sentido a todas las virtudes.


Artículo 11º: Si los otros preceptos morales, que se hallan fuera del Decálogo, se distinguen convenientemente, o bien se reducen al mismo Decálogo

En este artículo, Domingo de Soto aborda la suficiencia del Decálogo como resumen de los preceptos morales y su relación con otros preceptos presentes en la ley divina. Afirma que toda la Ley y los Profetas se basan en los principios del amor a Dios y al prójimo, los cuales se encuentran explícitamente en las dos tablas del Decálogo. Por ende, concluye que no es necesario añadir preceptos adicionales, ya que estos, si existen, están implícitos en los mandamientos principales.

El autor distingue entre tres tipos de preceptos: los universales, conocidos por la razón natural; los que requieren publicación debido a la corrupción de las costumbres humanas, que están en el Decálogo; y aquellos que dependen de la enseñanza de los sabios, pues no son evidentes a la razón común. Estos últimos, aunque no están en el Decálogo, son aplicaciones particulares de sus principios, como las leyes ceremoniales y judiciales.

Domingo de Soto también expone cómo varios mandamientos del Decálogo implican otros preceptos específicos. Por ejemplo, la prohibición del culto a dioses ajenos incluye la condena de prácticas idolátricas, como se menciona en Deuteronomio; el mandato contra el perjurio abarca la blasfemia; y el mandamiento sobre honrar a los padres se extiende a respetar a los ancianos y maestros. De manera similar, prohíbe actos como el adulterio, la usura, el fraude y el falso testimonio, detallados en otros textos bíblicos.

Por último, explica que las prohibiciones del Decálogo se centran en acciones que representan injusticias claras hacia Dios o el prójimo, dejando fuera preceptos más sutiles relacionados con virtudes como la templanza o la fortaleza, cuya enseñanza se delega a autoridades como líderes militares o padres de familia. En conclusión, aunque el Decálogo es suficiente como núcleo moral, otros preceptos sirven como aclaraciones o aplicaciones específicas de sus principios universales.


Artículo 12°: Si justificaban los preceptos morales de la ley antigua

Domingo de Soto aborda si los preceptos morales de la ley antigua justificaban, es decir, si hacían a las personas justas ante Dios. Recurre a la autoridad de San Pablo y al Levítico, donde se afirma que los hacedores de la ley serán justificados y que quien cumpla los mandamientos vivirá espiritualmente. Soto también plantea que, dado que la ley antigua provenía de Dios, debía ser superior a las leyes humanas, que buscan hacer virtuosos a los ciudadanos. Sin embargo, cita a San Pablo, quien dice que "la letra mata", lo que parece negar que los preceptos de la ley antigua justificaran plenamente. San Agustín interpreta esto como refiriéndose a los aspectos externos de la ley que, sin la gracia, no otorgan vida espiritual.

Soto distingue entre dos tipos de justicia: la infusa, que proviene de Dios y justifica completamente, y la adquirida, que corresponde a la rectitud moral observable entre los hombres. La justicia infusa transforma al hombre interiormente y lo ordena a Dios, mientras que la adquirida se manifiesta en las buenas obras externas. La primera es un don sobrenatural que depende de la gracia divina, mientras que la segunda se puede alcanzar mediante las disposiciones naturales y las obras.

Soto explica que la justificación como transformación interior (gracia infusa) requiere la intervención divina y no puede ser causada por las obras humanas. Sin embargo, estas obras, especialmente en la ley antigua, podían ser disposiciones para recibir la gracia. En este contexto, las ceremonias y preceptos judiciales actuaban como preparaciones o testimonios, aunque no conferían la gracia por sí mismas. Las obras de la ley, sin la gracia, eran moralmente buenas y apreciadas por los hombres, pero solo con la gracia podían ser verdaderos méritos dignos de la salvación. Así, Soto afirma que la primera justificación consiste en recibir la justicia por la gracia, y la segunda, en ejercerla a través de las virtudes.

En la ley antigua, los preceptos ceremoniales y judiciales, aunque buenos, no conferían la gracia como lo hacen los sacramentos de la ley nueva. Las ceremonias, como el sacrificio de animales, eran meritorias solo en cuanto estaban establecidas por la voluntad divina. En cambio, los preceptos morales contenían justicia intrínseca, como el amor a Dios y al prójimo, que Aristóteles define como la justicia general.

Finalmente, Soto establece cinco conclusiones. Los preceptos de la ley antigua justificaban de manera impropia al preparar al hombre para la gracia de Cristo y al simbolizar su futura misericordia. Ninguna obra humana, ni en la ley antigua ni en la nueva, puede justificar plenamente ante Dios sin la gracia. Las obras de la ley eran moralmente buenas y justificaban humanamente, pero no alcanzaban la verdadera justificación divina. Los sacramentos de la ley antigua no conferían la gracia, sino que eran signos y testimonios. Las obras justas, realizadas con la gracia, se convertían en méritos ante Dios, uniendo a las personas en amistad con Él. Domingo de Soto, en línea con la tradición escolástica y siguiendo a Santo Tomás, afirma que la salvación y la justicia verdadera provienen exclusivamente de la fe en Cristo y de la gracia divina, superando los límites de las obras humanas.

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