sábado, 23 de noviembre de 2024

Jean Bodin - Los Seis Libros sobre la República




¿Qué significa realmente el poder político? ¿Qué rol juega la soberanía en la construcción de un Estado fuerte? Estas son las preguntas fundamentales que Jean Bodin aborda en su obra maestra Los Seis Libros de la República (1576). Bodin, un pensador clave del Renacimiento, introduce el concepto moderno de soberanía, estableciendo las bases de la teoría política contemporánea. Su análisis no solo explora cómo se organiza el poder dentro de un Estado, sino que también reflexiona sobre la moralidad, la religión y la ley como pilares esenciales para la estabilidad política. Veamos las ideas de este gran filósofo estadista.

LOS SEIS LIBROS SOBRE LA REPUBLICA

La obra de Jean Bodin está dirigida a Monseñor De Faur, consejero del rey. Bodin establece que el bienestar de la República depende tanto de los príncipes sabios como de la obediencia de los súbditos a leyes justas, en un contexto donde las guerras civiles y las crisis han puesto en peligro la estabilidad del Estado. Comparando la República con un navío sacudido por tormentas, subraya la necesidad de cooperación colectiva para superar las adversidades.

El filósofo justifica su decisión de escribir sobre la República en lengua vulgar, con el propósito de llegar a un público más amplio, especialmente a aquellos franceses que aspiran a la prosperidad de su nación. Sostiene que, aunque todas las Repúblicas están sujetas al cambio natural, debe procurarse que estas transformaciones sean pacíficas y no violentas. Critica la superficialidad de ciertos autores políticos que, al desconocer las leyes y el derecho público, han causado daño a los Estados con sus ideas.

Bodin contrasta las ideas de Maquiavelo, a quien acusa de promover la impiedad y la injusticia como fundamentos de la República, con la visión de Polibio, quien valoraba la religión como base esencial del orden político. Para Bodin, la justicia es el pilar central de una República, entendida como la prudencia para gobernar con integridad y rectitud. Considera que enseñar la injusticia como medio para mantener el poder resulta peligroso y destructivo, ya que desestabiliza la armonía social.

Finalmente, Bodin advierte sobre dos amenazas opuestas para las Repúblicas: la tiranía basada en procedimientos injustos y la anarquía surgida de la rebelión popular contra los príncipes naturales. Ambos extremos, aunque contrarios en apariencia, contribuyen a la ruina de los Estados. Por ello, dedica su obra a esclarecer los principios fundamentales del buen gobierno, con la intención de evitar que la ignorancia sobre asuntos de Estado siga causando daño a las Repúblicas.

LIBRO PRIMERO

Capítulo I: ¿Cuál es el fin principal de la república bien ordenada?

Lo primero que vemos en esta obra es la definición de República por parte de Jean Bodin.

''República es un recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, con poder soberano''

La República es entendida como un sistema de gobierno ordenado, basado en la justicia y la soberanía, en contraposición a las bandas de ladrones y piratas, que carecen de un principio legítimo de autoridad. Bodin señala que, aunque las Repúblicas no sean necesariamente felices o prósperas, su virtud principal radica en la aplicación de un gobierno justo y recto, no en la búsqueda de una felicidad material o externa.

El autor subraya que la felicidad de la República no se refiere a su riqueza o poder, sino al orden moral y la contemplación de la verdad y la justicia. Cita a Aristóteles y Marco Varrón, quienes reconocen que la verdadera felicidad humana y republicana radica en la contemplación de lo divino, lo natural y lo humano, es decir, en las virtudes intelectivas. Bodin también reconoce que las Repúblicas deben satisfacer necesidades materiales básicas (territorio, alimentos, defensa), pero considera que estas son solo medios para alcanzar un fin más alto: la virtud y la contemplación.

Para Bodin, la sabiduría y la virtud intelectiva son la base de la verdadera felicidad, tanto para los individuos como para las Repúblicas. Así, una República será más feliz y próspera en la medida en que logre acercarse a este ideal, orientando sus acciones hacia el bien común y la contemplación de la verdad. En definitiva, la República bien ordenada se distingue por su búsqueda de la virtud y el conocimiento, más allá de los logros materiales.


Capítulo II: De la administración doméstica y de la diferencia entre la República y la familia

Jean Bodin establece una comparación entre la administración doméstica y el gobierno de una República, sugiriendo que la familia es la base de la República. La administración doméstica es el gobierno recto de varias personas bajo la autoridad de un jefe de familia, y esta estructura familiar es el modelo primario para entender el funcionamiento de una República. Bodin critica a Jenofonte y Aristóteles por separar la economía doméstica de la política, pues según él, esta división no solo es artificial, sino que desmembra el concepto integral de una comunidad política, dado que la familia constituye el núcleo de la sociedad.

Bodin argumenta que el gobierno de la familia y su estructura jerárquica (con un jefe de familia soberano sobre los demás miembros) refleja directamente la soberanía de un Estado. De este modo, una pequeña comunidad de tres familias gobernadas por un poder soberano puede ser tan perfecta como un imperio grande, ya que la soberanía es el principio que une a los individuos y familias en un solo cuerpo político. Según Bodin, una República no puede existir sin una comunidad de bienes públicos que pertenezcan al conjunto de la sociedad, como el patrimonio, las leyes, las costumbres y la justicia.

Sin embargo, Bodin rechaza las ideas de Platón sobre la comunidad absoluta de bienes, mujeres e hijos, argumentando que la mezcla total de lo común y lo privado destruiría el principio mismo de la República. La propiedad privada y la distinción entre lo público y lo particular son esenciales para que funcione tanto la familia como la República. De esta forma, la administración de los bienes, la división entre lo público y lo privado, y la protección de los derechos de los individuos son fundamentales tanto a nivel doméstico como estatal.

Finalmente, Bodin señala que la ley familiar, el ius familiare, regula los asuntos privados dentro de las casas, pero estas leyes deben estar subordinadas a las leyes públicas del soberano. En una República bien ordenada, las leyes deben ser comunes a todos, y las decisiones dentro de las familias deben respetar el marco legal general que rige la sociedad.


Capítulo III: Del poder del marido y de si es conveniente restaurar la ley de repudio

Bodin reflexiona sobre la relación entre mando y obediencia como base de las instituciones humanas, desde la familia hasta la República. Expone que el poder puede ser público (ejercido por el soberano o magistrados) o privado (ejercido en familias, corporaciones y colegios). Dentro de la familia, distingue el poder doméstico en cuatro formas: del marido sobre la mujer, del padre sobre los hijos, del señor sobre los esclavos y del amo sobre los criados.

Libertad natural

Se enfatiza que la libertad natural es la autodeterminación regida por la razón, y antes de mandar a otros, uno debe dominarse a sí mismo. Es el primer y más antiguo de los mandamientos, en palabras de Bodin. En consecuencia, debemos dominarnos primero a nosotros mismos y despoués a los demás; como dicen los judíos ''La caridad comienza con uno mismo''. 

El marido ejerce su mando por sobre la mujer en un doble sentido:

  • Literal: Este es el sentido más directo y concreto del poder del marido sobre la mujer, en el cual el marido es la figura de autoridad en el ámbito doméstico. Según Bodin, este mando es un principio organizador esencial en la familia, la cual considera el origen de toda sociedad humana. En esta visión literal, la jerarquía entre marido y mujer refleja el orden necesario para la convivencia familiar y, en última instancia, para la estabilidad política de las comunidades.
  • Moral: Bodin compara el poder del marido sobre la mujer con la relación entre el alma y el cuerpo, o entre la razón y la concupiscencia (los deseos o apetitos). Según esta perspectiva, el mando marital simboliza una lucha interna en el ser humano, donde la razón debe dominar los impulsos irracionales. Este simbolismo encuentra sustento en textos religiosos, especialmente en la Santa Escritura, donde la "mujer" es frecuentemente empleada como metáfora de la concupiscencia o los deseos desordenados que deben ser sometidos a la razón.

Bodin menciona que Salomón, en sus proverbios y textos sapienciales, utiliza esta asociación entre la mujer y la concupiscencia, lo que ha llevado a algunos a interpretar que Salomón era "enemigo jurado de las mujeres". Sin embargo, Bodin, apoyándose en la interpretación del rabino Maimónides, aclara que estas referencias no deben entenderse literalmente. Salomón no despreciaba a las mujeres, sino que utilizaba un lenguaje simbólico para representar el dominio de la razón sobre los deseos.

Matrimonio
Una vez consumado el matrimonio, la mujer queda bajo la autoridad del marido. Sin embargo, existen excepciones a esta regla: si el marido es esclavo o un hijo de familia (es decir, alguien que todavía está bajo la autoridad de su propio padre), este no puede ejercer poder alguno sobre su esposa ni sobre sus hijos. En estos casos, los hijos y, de manera indirecta, la esposa, permanecen bajo el poder del abuelo paterno, ya que la autoridad recae en la figura masculina dominante dentro de la estructura familiar.

La administración doméstica necesita de un único jefe para garantizar el orden. Según su visión, el hogar no puede tolerar la coexistencia de varios mandos, ya que esto provocaría conflictos y caos. El poder debe ser ejercido por una sola persona —el marido—, quien se convierte en el "señor" del hogar. Esta jerarquía única es presentada como esencial para la estabilidad familiar y, en consecuencia, para el buen funcionamiento de la sociedad.

Bodin critica una disposición del Derecho romano que establece que la hija casada que vive en casa del marido sigue estando bajo la potestad de su padre, salvo que este la haya emancipado. Para Bodin, esta normativa contradice la "ley de la naturaleza", que postula que cada hombre debe ser amo de su hogar. Cita a Homero para reforzar la idea de que la autoridad dentro de una casa debe residir en el marido, quien dicta las normas a su familia. Esta crítica pone de manifiesto la visión de Bodin sobre la autonomía del marido como jefe de su hogar, en contraposición a las interferencias externas, incluso de los padres de la esposa.

Costumbre

Bodin señala que, por costumbre general, la mujer casada queda exenta del poder de su padre y pasa a estar bajo la autoridad de su marido. Este cambio es considerado un principio natural, avalado tanto por las leyes divinas como humanas. La obediencia de la mujer al marido, sin embargo, está limitada a mandatos que no sean ilícitos, lo que introduce una restricción ética al ejercicio de este poder.

Para reforzar la universalidad del poder marital, Bodin menciona ejemplos históricos:

  • Olorio, rey de Tracia, impuso a los dacios la obligación de servir a sus esposas como castigo, destacando que este sometimiento a las mujeres era percibido como la mayor humillación posible.
  • En la cultura de los galos, según los Comentarios de César, los maridos tenían un poder absoluto sobre sus esposas, hijos y esclavos, incluido el derecho de vida y muerte. Este ejemplo subraya la intensidad del poder masculino en ciertas sociedades.

La ley de Dios permitía al marido repudiar a su esposa si no le agradaba, con la condición de no volver a casarse con ella, aunque podía contraer nuevas nupcias con otra mujer. Justifica esta práctica como un mecanismo para mantener el equilibrio en el matrimonio: prevenir que mujeres "orgullosas" desobedecieran y que hombres "poco tratables" quedaran sin compañera, ya que su reputación se vería afectada si repudiaban sin causa.

Bodin también advierte contra la imposición de convivencias obligadas en matrimonios sin amor ni entendimiento. Según él, forzar a los cónyuges a mantenerse unidos puede resultar más perjudicial, pues pone en riesgo el honor de ambas partes, mientras que una separación sin necesidad de justificar la causa protege este honor.

Todas las costumbres coinciden en que la mujer debe obediencia y reverencia a su marido. Este principio no solo es esencial para la familia, sino que Bodin lo considera indispensable para la estabilidad y conservación de las Repúblicas.

Capítulo IV: Del poder del padre, y si es bueno usar de él como hacían los antiguos romanos

Según Bodin, el padre tiene un poder natural otorgado por Dios para alimentar, educar y corregir a sus hijos, mientras que estos deben amar, obedecer y honrar a sus padres en retribución por la vida que les han dado. Este poder es central para la moralidad y el orden social, y su debilitamiento acarrea la decadencia de las costumbres y la virtud.

Bodin argumenta que el poder del padre incluye, por derecho natural y divino, la capacidad de vida y muerte sobre los hijos, un principio que fue crucial para la grandeza de la República romana. Ejemplifica cómo, históricamente, los padres romanos ejercieron esta autoridad incluso en contra de leyes sagradas, priorizando el orden familiar como base de la justicia y la virtud cívica. Sin embargo, señala que la progresiva limitación de este poder a partir de la decadencia del Imperio Romano contribuyó a la corrupción moral y política de la República.

El autor critica la idea moderna de permitir a los hijos rebelarse contra los padres, calificándola de impía y peligrosa para el orden social. Sostiene que incluso en casos extremos, como un padre que se convierta en enemigo de la República, justificar el parricidio sería abrir la puerta a un caos moral y político. Bodin enfatiza que la autoridad paternal debe ser restaurada y regulada bajo las leyes divinas, para preservar el honor y la virtud en la sociedad.

Bodin reconoce que existe el riesgo de abusos en el ejercicio del poder paternal, pero argumenta que los legisladores prudentes no deben descartar leyes fundamentales basándose en casos excepcionales. Asimismo, destaca la importancia del derecho de adopción como un mecanismo que refuerza el poder del padre y la cohesión familiar, lamentando que las reformas legales hayan debilitado esta práctica.

Capítulo V: Del poder del señor y si se deben tolerar esclavos en la República bien ordenada

Jean Bodin analiza el poder del amo sobre los esclavos y criados, una parte integral del gobierno doméstico. Comienza destacando que el término "familia" deriva de famulus (esclavo), subrayando que el sistema doméstico se construyó originalmente sobre la autoridad del señor sobre sus esclavos. Cita a Séneca para remarcar que, en la antigüedad, se prefería llamar "padre de familia" al jefe del hogar, lo que sugiere una relación de moderación y cuidado en lugar de tiranía. Esta cita sirve para reforzar el argumento de que la esclavitud y el servicio deben regirse por principios éticos y no por abusos.

Bodin enumera las diferentes formas en que una persona puede convertirse en esclavo: nacimiento, guerra, delito, contratos de servidumbre, apuestas o votos religiosos. Sin embargo, aclara que no todos los criados son esclavos y que estos últimos no pierden sus derechos básicos por completo; en términos legales, pueden actuar con cierta libertad en ciertos contextos. Por otro lado, los criados domésticos, aunque no son esclavos, están sujetos a la autoridad y correcciones del amo mientras trabajan para él.

El autor debate si la esclavitud es natural y beneficiosa o contraria a la naturaleza. Recoge la postura de Aristóteles, quien la considera natural, pues observa que algunos nacen para obedecer y otros para mandar. Sin embargo, contrapone la visión de los jurisconsultos, quienes defienden la libertad como un principio fundamental y buscan eliminar la esclavitud donde sea posible. Bodin concluye que la existencia prolongada de la esclavitud en muchas civilizaciones no prueba que sea natural, sino que los seres humanos a menudo legitiman lo injusto mediante costumbres y leyes.

Bodin cuestiona la utilidad de la esclavitud, argumentando que ha causado numerosos conflictos, rebeliones y abusos tanto para las Repúblicas como para los propios esclavos. Considera que es imprudente justificar la esclavitud como solución a problemas sociales, como el vagabundeo o el endeudamiento. Propone, en cambio, medidas preventivas como la enseñanza de oficios en casas públicas para niños pobres, lo que fomentaría la productividad y eliminaría la necesidad de esclavitud.

Finalmente, Bodin critica la emancipación apresurada de los esclavos, ya que, sin preparación ni medios de subsistencia, pueden caer en la miseria. Aboga por un proceso gradual de liberación, acompañado de la formación en oficios, para garantizar su integración en la sociedad. Su postura refleja un equilibrio entre la crítica a los abusos de la esclavitud y el reconocimiento de la complejidad práctica de eliminarla sin generar nuevos problemas sociales. La referencia a Séneca y otras fuentes antiguas refuerza su visión de que el poder debe ejercerse con moderación y justicia, tanto en el hogar como en la sociedad.

Capítulo VI: Del ciudadano y de la diferencia entre el súbdito, el ciudadano, el extranjero, la villa, la ciudad y la República

Señala que, aunque una familia puede existir sin una República, ninguna República puede surgir sin familias. Esta estructura jerárquica se traslada al ámbito público cuando los jefes de familia se convierten en ciudadanos, renunciando a su título de autoridad doméstica para someterse a las leyes y la soberanía común.

Bodin analiza el origen de las Repúblicas, atribuyéndolo a la fuerza y la violencia que, al someter a unos y empoderar a otros, dieron lugar a estructuras de mando y obediencia. Este proceso marcó el paso de una libertad total a una servidumbre parcial, introduciendo términos como señor, criado, príncipe y súbdito. Aunque considera que las Repúblicas nacieron de la necesidad de orden frente al caos, también critica la violencia y la injusticia inherentes al proceso.

El texto se centra en la figura del ciudadano, que Bodin define como un "súbdito libre" que debe obediencia al soberano a cambio de protección y justicia. Distingue entre ciudadanos naturales, naturalizados y libertos, explicando cómo la ciudadanía depende no solo del lugar de nacimiento, sino también del reconocimiento legal y la reciprocidad de derechos y deberes entre el individuo y la República. Sin embargo, subraya que no todos los súbditos son ciudadanos: los esclavos y extranjeros están excluidos de ciertos derechos y privilegios, aunque formen parte de la comunidad.

Bodin profundiza en la diferencia entre ciudadano y burgués. Mientras que el ciudadano tiene acceso a ciertos derechos exclusivos, como la participación en corporaciones y la disposición de sus bienes, el burgués puede ser un extranjero aceptado como habitante, con derechos más limitados. Estos matices, según Bodin, son fundamentales para evitar disputas y malentendidos en la administración de las Repúblicas.

El autor enfatiza que la igualdad absoluta entre ciudadanos es una utopía nunca alcanzada en ninguna República histórica. Siempre han existido distinciones sociales, como las de nobleza, clero y plebeyos, o entre ciudadanos con mayores y menores privilegios. Estas diferencias, argumenta, son inherentes a la estructura social y política de las Repúblicas, y no contradicen la naturaleza del gobierno común.


Capítulo VII: De quienes están bajo la protección de otro y de la diferencia entre los aliados, extranjeros y súbditos

Su análisis parte de la relación de protección entre un príncipe soberano y sus súbditos, definiéndola como la más fuerte e integral de todas las formas de protección. Según Bodin, el príncipe tiene la obligación de defender a sus súbditos, mientras que estos deben a su soberano obediencia, ayuda y fidelidad. Esto contrasta con relaciones de protección menos intensas, como las de patronos y libertos o señores y vasallos, las cuales, aunque parecidas en algunos aspectos, implican deberes y derechos más limitados.

En su estudio de la protección en tratados entre príncipes soberanos, Bodin subraya que el reconocimiento de un protector no implica sumisión ni pérdida de soberanía. Aunque puede parecer que el protegido se convierte en súbdito, en realidad conserva su autonomía como soberano. Este argumento se apoya en interpretaciones precisas del derecho romano, especialmente de las Pandectas, donde los príncipes soberanos, aunque reconozcan la superioridad honorífica del protector, no pierden su independencia jurídica.

Bodin también clasifica las alianzas entre príncipes en tres tipos principales: ofensivas y defensivas, igualitarias y desiguales, y de neutralidad. Cada tipo conlleva diferentes niveles de compromiso y cooperación, desde simples tratados de comercio hasta alianzas militares plenas. Las alianzas igualitarias, llamadas aequo foedere, destacan por no comprometer la soberanía de las partes involucradas. En contraste, las alianzas desiguales pueden incluir protección, pero sin subyugar a la parte protegida.

El autor examina además las diferencias entre los términos “aliados” y “coaliados”, argumentando que estos últimos no comparten vínculo directo con nosotros, sino a través de un aliado común. Incluso en alianzas estrechas, como las de los cantones suizos, señala que estas no eliminan la condición de extranjeros entre sus integrantes, ya que solo el poder soberano capaz de dictar leyes comunes constituye un Estado unificado.

Capítulo VIII: De la Soberanía

Jean Bodin define la soberanía como el poder absoluto y perpetuo de una República, que no está sujeto a ninguna autoridad superior salvo a la ley divina y natural. Este concepto es el núcleo de su teoría política y jurídica, y distingue claramente la soberanía de cualquier forma de poder temporal o delegado. Según Bodin, la soberanía reside en la capacidad de dictar leyes, modificarlas o derogarlas, y ejercer autoridad sin depender del consentimiento de los súbditos.

Naturaleza del poder soberano

El poder soberano es perpetuo, lo que implica que no puede ser limitado en tiempo o subordinado a otro. Aquellos que ejercen poder temporal, como magistrados, regentes o dictadores, son meros depositarios del poder, no soberanos. Bodin subraya que la soberanía es indivisible: el príncipe soberano no comparte ni delega su autoridad esencial. Así, aunque un gobernante pueda conceder poderes a terceros, estos siempre dependen de su voluntad y pueden ser revocados.

Poder absoluto

El poder absoluto del soberano permite gobernar sin estar sujeto a leyes humanas, aunque debe respetar las leyes divinas y naturales. Esto significa que el soberano puede modificar leyes civiles cuando lo considere necesario para el bienestar público, pero no puede contravenir los principios de justicia natural ni las normas divinas. La soberanía absoluta no implica arbitrariedad; está orientada a preservar el orden y la justicia en la República.

Relación con las leyes

Bodin establece que el soberano puede crear, modificar o derogar leyes sin requerir la aprobación de sus súbditos ni de cuerpos intermedios, como los parlamentos o los estados generales. No obstante, las leyes fundamentales del reino, como las que garantizan la sucesión o preservan la unidad del Estado, son inalterables. La capacidad de legislar y eximirse de sus propias leyes es una característica esencial de la soberanía.

Distinción entre leyes y contratos

El soberano no está obligado a cumplir sus propias leyes ni las de sus predecesores, salvo que se trate de contratos o promesas justas y razonables que impliquen un interés directo de los súbditos. Bodin destaca que las leyes y los contratos son entidades diferentes: mientras las primeras son expresión de la voluntad soberana, los contratos implican una relación bilateral y obligatoria entre partes. Por ello, el soberano debe cumplir sus compromisos contractuales, especialmente si benefician al bien común.

Obligaciones y límites del soberano

Aunque el soberano tiene un poder absoluto sobre las leyes civiles, está estrictamente sujeto a las leyes divinas y naturales. Además, debe respetar los derechos fundamentales de propiedad de los súbditos, salvo en casos excepcionales de necesidad pública justificada. Bodin critica las doctrinas que promueven la confiscación arbitraria de bienes como una perversión del poder soberano.

Ejemplo del poder soberano en la monarquía

Bodin utiliza ejemplos históricos y contemporáneos para ilustrar cómo los soberanos ejercen su autoridad. En el caso del rey de Francia, destaca su independencia de los estados generales, que solo actúan como órganos consultivos. Asimismo, subraya que los actos de los soberanos deben ser medidos por su conformidad con la justicia y el bien común, no por intereses personales o caprichos.

Capítulo IX: De los verdaderos atributos de la Soberanía

Jean Bodin presenta una descripción detallada de los atributos esenciales de la soberanía, considerándola como el poder supremo e indivisible, conferido por Dios a los príncipes soberanos, quienes actúan como sus representantes en la tierra. Estos atributos son exclusivos del soberano y no pueden ser compartidos sin comprometer la majestad y la integridad del poder soberano.

La soberanía como poder absoluto e indivisible

Bodin comienza afirmando que la soberanía es indivisible y no puede ser compartida con los súbditos, ya que hacerlo despojaría al soberano de su condición. Al igual que Dios no puede crear un ser igual a Él, el soberano no puede conferir su poder esencial a otro sin perder su autoridad.

Atributos exclusivos de la soberanía

  • Legislación: El primer y principal atributo del soberano es el poder de dictar leyes sin requerir el consentimiento de un superior, igual o inferior. Este poder incluye la capacidad de crear privilegios y modificar las leyes según las necesidades del Estado. Las leyes, a diferencia de las costumbres, son creadas de manera inmediata por el acto del soberano y tienen fuerza vinculante, mientras que las costumbres dependen de su homologación para adquirir carácter legal.

  • Interpretación y derogación de las leyes: Solo el soberano tiene la facultad de interpretar, enmendar o derogar leyes, especialmente cuando son contradictorias o inaplicables. Los magistrados, aunque pueden aplicar las leyes de manera restrictiva o extensiva, no pueden alterarlas ni derogarlas.

  • Declaración de guerra y negociación de la paz: Este atributo resalta la capacidad del soberano para decidir sobre cuestiones de vida o muerte para el Estado. En repúblicas populares, estas decisiones recaen en el pueblo o sus representantes, mientras que en las monarquías corresponden exclusivamente al príncipe soberano.

  • Designación y confirmación de magistrados: El soberano tiene la autoridad exclusiva para instituir los oficiales principales y confirmar los nombramientos de cargos menores. Esto asegura que todos los magistrados estén subordinados a la autoridad soberana.

  • Derecho de última instancia: El soberano ostenta el poder supremo en la justicia, siendo la autoridad final en todos los casos judiciales. Esto incluye la capacidad de conceder gracia, modificando o anulando sentencias de muerte, exilios u otras penas impuestas por los tribunales.

  • Amonedar: La emisión de moneda y la regulación de su valor son derechos inherentes al soberano. Este poder, esencial para la estabilidad económica, no puede ser compartido con particulares o entidades menores.

  • Control de medidas y pesos: La unificación de las medidas y los pesos en todo el territorio también es prerrogativa exclusiva del soberano, garantizando uniformidad en las transacciones y la administración.

  • Imposición de tributos e impuestos: Solo el soberano puede establecer contribuciones, impuestos y exenciones, en función de las necesidades del Estado. Cualquier usurpación de este derecho por parte de señores o corporaciones se considera un abuso que debe corregirse.

Límites al poder soberano

Aunque Bodin afirma la supremacía del soberano, aclara que este está sujeto a las leyes divinas y naturales. No puede dispensar de sus mandatos ni perdonar crímenes castigados por estas leyes, ya que hacerlo pondría en peligro la moral y el orden público.

La relación con los súbditos

El soberano tiene la responsabilidad de garantizar la justicia y el bienestar de sus súbditos. Aunque está por encima de las leyes humanas, debe cumplir con las promesas y contratos justos que haya hecho, dado que su poder deriva de Dios y está orientado a preservar el bien común.


LIBRO SEGUNDO

Capítulo I: De las distintas clases de República en general, y si son más de tres

Jean Bodin identifica tres formas puras de República: monarquía, aristocracia y democracia (o Estado popular), según quién ostente la soberanía en cada caso. Rechaza la idea de combinaciones entre estas formas, argumentando que la soberanía es indivisible y no puede ser compartida sin generar contradicciones y conflictos en la estructura política.

Clasificación tripartita de las Repúblicas

Bodin sostiene que solo existen tres tipos de República:

  • Monarquía: Cuando la soberanía reside en una sola persona, quien ejerce el poder sin participación del pueblo ni de un cuerpo intermedio.
  • Aristocracia: Cuando la soberanía recae en una parte menor del pueblo, organizada como corporación para dictar leyes al resto.
  • Democracia o Estado popular: Cuando la soberanía está en manos de todo el pueblo o de la mayoría, actuando en conjunto para ejercer el poder.

Esta clasificación excluye la idea de Repúblicas mixtas, ya que mezclar los elementos de las tres formas no crea una nueva categoría, sino que, según Bodin, deriva en una estructura inestable y efímera.

Crítica a la noción de Repúblicas mixtas

Bodin refuta las teorías de autores como Polibio, Platón y Aristóteles, quienes proponen combinaciones de las formas puras de gobierno:

  • Argumenta que una República que combine monarquía, aristocracia y democracia no puede existir, ya que la soberanía, por su naturaleza, es indivisible.
  • La soberanía consiste en dar leyes a los súbditos sin estar sujeto a otras voluntades. Si el poder se reparte, nadie tiene autoridad suficiente para legislar ni para garantizar el cumplimiento de las leyes.

Ejemplos históricos y su análisis

  • Roma: Bodin niega que haya sido una República mixta, como sostiene Polibio. Los cónsules, considerados símbolo del poder real, no tenían autoridad plena para legislar, hacer la guerra o administrar el tesoro, siendo su poder limitado y temporal. El senado, representativo de la aristocracia, carecía de poder coercitivo y dependía de la voluntad del pueblo y los tribunos. Por tanto, Roma fue un Estado popular, salvo en breves períodos de transición.

  • Francia: Bodin rechaza la idea de que el Reino de Francia combine elementos de las tres formas de República. Afirma que el Parlamento no representa una aristocracia ni los Estados Generales una democracia, pues ambos están subordinados al rey. La soberanía reside exclusivamente en el monarca, cuya autoridad es exaltada por la presencia de instituciones que se postran ante él.

Indivisibilidad de la soberanía

Bodin enfatiza que los atributos de la soberanía, como legislar, declarar la guerra, recaudar impuestos o conceder gracias, no pueden ser compartidos. Si estos derechos se distribuyeran entre distintos grupos o instituciones, se generaría un conflicto que solo podría resolverse mediante la centralización de la soberanía en una única entidad.

Consecuencias de dividir la soberanía

La división de la soberanía conduce a inestabilidad política y guerras civiles. Según Bodin, las Repúblicas donde la soberanía no está claramente definida terminan siendo corrompidas y expuestas a la disolución. Solo pueden existir tres formas puras de gobierno, como señalaba Herodoto: un príncipe, una minoría o el pueblo ostentando el poder de manera exclusiva.

Capítulo II: De la monarquía señorial

Jean Bodin define la monarquía como una forma de República en la que la soberanía absoluta reside en un solo príncipe. Este concepto se basa en que la soberanía implica un poder único e indivisible, incompatible con la existencia de príncipes con igual autoridad, lo cual conduciría inevitablemente al conflicto y a la destrucción mutua. Además, Bodin aclara la diferencia entre el Estado y el gobierno, indicando que el Estado puede ser monárquico, pero su administración puede adoptar formas populares o aristocráticas según cómo se distribuyan las dignidades y los beneficios.

El autor clasifica las monarquías en tres tipos según su forma de gobernar: la monarquía real o legítima, la señorial y la tiránica. La monarquía legítima se caracteriza por el respeto de las leyes naturales, permitiendo a los súbditos conservar su libertad y la propiedad de sus bienes, mientras que el monarca gobierna dentro de los límites de dichas leyes. Por otro lado, la monarquía señorial se funda en el derecho de conquista legítima, donde el príncipe se convierte en señor de los bienes y las personas de sus súbditos, gobernándolos como un padre de familia a sus esclavos, pero sin incurrir en abusos. La monarquía tiránica, en cambio, surge cuando el monarca desprecia las leyes naturales, oprime a sus súbditos como esclavos y se apropia de sus bienes injustamente.

Bodin destaca que la monarquía señorial, aunque históricamente la más antigua, no debe confundirse con la tiranía. Esta última resulta de la imposición de la fuerza injusta y violenta, mientras que la monarquía señorial respeta los principios del derecho de guerra y las leyes naturales. Esta diferenciación es crucial para evitar confusiones entre un enemigo legítimo y un bandido, o entre un príncipe justo y un tirano. No obstante, el modelo de monarquía señorial ha desaparecido en gran parte de Europa, donde solo persiste como una "sombra" en prácticas como el dominio directo de tierras y ciertos derechos señoriales.

Históricamente, Bodin observa que los europeos, con su carácter más altivo y guerrero, nunca aceptaron plenamente las monarquías señoriales al estilo asiático o africano. En Europa, los derechos señoriales evolucionaron hacia sistemas más moderados y equilibrados, reflejando una humanización progresiva de las leyes y las costumbres políticas. Sin embargo, estos atributos han perdurado más en regiones como Alemania y el Norte de Europa, aunque de forma disminuida y adaptada.

En conclusión, para Jean Bodin, la monarquía solo puede existir con un soberano único que concentre el poder, y su legitimidad depende del respeto a las leyes naturales y al derecho. Cualquier desviación hacia el abuso del poder o la tiranía no es una forma válida de monarquía, sino una corrupción de la misma. Este análisis permite no solo clasificar las monarquías, sino también reflexionar sobre la evolución de las formas de gobierno y la importancia de distinguir entre Estado y administración.

Capítulo III: Sobre la monarquía real

Jean Bodin describe al monarca real como aquel que, siendo soberano absoluto, se somete a las leyes naturales de la misma manera que espera la obediencia de sus súbditos hacia él. Este tipo de monarquía respeta la libertad natural y la propiedad de los bienes de los súbditos, diferenciándose del monarca señorial, quien, aunque puede gobernar con justicia, sigue ejerciendo un dominio directo sobre las personas y bienes de sus gobernados. Si un monarca señorial concede libertad y propiedad a sus súbditos tras una conquista legítima, transforma su régimen de señorial a real.

El atributo esencial de la monarquía real reside en la capacidad del monarca de obedecer las leyes naturales con la misma flexibilidad y prudencia con que exige la obediencia de sus súbditos. Bodin describe a este monarca ideal como temeroso de Dios, piadoso, prudente, audaz, modesto, constante, sabio, justo y compasivo, entre otras virtudes. Si estas cualidades se cumplen y los súbditos obedecen las leyes del monarca mientras este sigue las leyes naturales, la armonía y la amistad recíproca prevalecerán entre el rey y su pueblo. En este contexto, la ley se convierte en "reina" sobre todos, incluyendo al monarca, consolidando así un régimen legítimo y estable.

Bodin sostiene que la legitimidad del monarca real no depende del modo en que accede al trono, sino de cómo gobierna. El rey puede adquirir su posición por herencia, elección, conquista, donación, testamento, o incluso mediante usurpación, siempre que gobierne con justicia y equidad. Esta visión rechaza definiciones como la de Aristóteles, quien vinculaba la legitimidad del rey a la aceptación de los súbditos. Según Bodin, un monarca no puede ser simplemente un magistrado que actúa bajo la voluntad popular, ya que esto socavaría su majestad y soberanía. Un rey debe tener el poder de establecer leyes y no limitarse a recibirlas.

Asimismo, Bodin rechaza la idea de que la elección de reyes sea beneficiosa para un Estado, argumentando que nada es más peligroso para la estabilidad política que un sistema de elección real. La diferencia entre monarquías debe establecerse según su forma de gobierno: señorial, real o tiránica, y no por el método de acceso al trono. Para Bodin, el título de rey tiene un carácter augusto y único, reflejado en los símbolos y atributos reales, como la diadema y el cetro, que históricamente representaron la majestad de la soberanía, especialmente en culturas como la etrusca y la romana.

En resumen, la monarquía real es el modelo de gobierno legítimo ideal para Bodin, caracterizado por la obediencia mutua entre el rey y las leyes naturales, y entre el rey y sus súbditos. Esta armonía política y moral asegura la estabilidad del Estado y la justicia en el ejercicio del poder soberano.


Capítulo IV: La monarquía tiránica

Jean Bodin define la monarquía tiránica como aquella en la que el monarca viola las leyes naturales, abusando de la libertad de los súbditos libres como si fueran esclavos y apropiándose de sus bienes como propios. Aunque el término "tirano" tuvo un origen honroso en la antigua Grecia, refiriéndose a un gobernante que ascendía al poder sin el consentimiento de los ciudadanos, con el tiempo adquirió connotaciones negativas debido a las medidas opresivas que estos gobernantes adoptaban para protegerse, como guardias extranjeras, impuestos excesivos y la eliminación de enemigos.

La diferencia fundamental entre un rey y un tirano radica en su relación con las leyes y los súbditos. Mientras el rey actúa conforme a las leyes naturales, promoviendo la justicia, la piedad y el bienestar público, el tirano las pisotea, guiándose por su interés personal, la venganza y el placer. Bodin expone una lista detallada de contrastes: el rey enriquece a sus súbditos, mientras el tirano los empobrece; el rey fomenta la paz y la unión, mientras el tirano siembra la discordia; el rey busca el amor de su pueblo, mientras el tirano gobierna por el temor; el rey respeta las leyes, mientras el tirano las manipula para su beneficio. El tirano, además, suele recurrir a extranjeros para su seguridad, lo que refleja su desconfianza hacia sus propios súbditos, y vive constantemente atormentado por el miedo y la inseguridad.

Bodin reconoce que no todos los tiranos son igualmente crueles ni todos los príncipes son totalmente justos. Incluso un tirano puede mostrar virtudes y rasgos dignos de encomio, mientras que un buen príncipe puede tener defectos. Esta ambigüedad complica el juicio sobre ciertos gobernantes, especialmente en situaciones históricas de cambio o restauración de repúblicas, donde los actos de severidad o violencia pueden parecer tiránicos a unos y necesarios a otros. No se debe considerar tirano a un príncipe que actúe con severidad para mantener el orden o frenar los excesos de un pueblo desenfrenado, siempre que no viole las leyes divinas y naturales.

Además, Bodin distingue entre el rigor necesario de un príncipe y la crueldad injustificada de un tirano. En algunos casos, la indulgencia excesiva de un príncipe puede llevar al colapso de una república, mientras que la severidad de otro puede restaurarla. Incluso se podría argumentar que un príncipe severo pero justo es preferible a uno demasiado indulgente, siempre que su rigor no contravenga las leyes de la naturaleza y de Dios. De todos los tiranos, según Bodin, el menos detestable es aquel que persigue a los poderosos pero preserva al pueblo común.

En conclusión, la tiranía no se define únicamente por actos de severidad, sino por la violación sistemática de las leyes naturales y la opresión de los súbditos. Bodin enfatiza la importancia de evaluar el contexto y las intenciones detrás de las acciones de los príncipes, destacando que la severidad necesaria en un gobernante no debe confundirse con la crueldad tiránica.

Capítulo V: Si es lícito atentar contra el tirano y anular, después de su muerte, sus ordenanzas

Jean Bodin distingue dos tipos principales de tiranía y analiza sus implicaciones éticas y políticas. En primer lugar, describe como tirano a quien alcanza el poder soberano sin legitimidad, es decir, sin elección, derecho hereditario, justa guerra, vocación divina ni suerte. Este tipo de gobernante, según las leyes y autores antiguos, merece la muerte, ya que su usurpación viola el orden natural y político, colocándose ilegítimamente como señor de sus iguales. Bodin cita la ley Valeria romana como ejemplo, permitiendo la ejecución de tales usurpadores sin necesidad de un juicio previo, pues la espera podría causar un daño irreparable al Estado.

La cuestión se complica al considerar si es lícito matar a un príncipe soberano que, aunque legítimo en su acceso al poder (por elección, herencia, conquista o vocación divina), actúa como un tirano cruel y opresor. Bodin argumenta que la legitimidad de actuar contra este tipo de tirano depende de si el príncipe es soberano absoluto o no. Si no lo es, la soberanía reside en el pueblo o en los señores, quienes pueden proceder legalmente o mediante la fuerza para detener al tirano. Sin embargo, si el príncipe es soberano absoluto, como los monarcas de Francia, España o Inglaterra, Bodin afirma que los súbditos no tienen derecho a atentar contra su vida o su autoridad, ya que todo poder y jurisdicción emanan de él.

Bodin sostiene que es inadmisible que un súbdito juzgue o actúe contra su príncipe soberano, incluso si este ha cometido las peores crueldades. Según su visión, el soberano no está sujeto a la jurisdicción de sus súbditos ni de sus magistrados, quienes dependen completamente de su autoridad. La acción violenta contra un monarca soberano, incluso en pensamiento, es un acto de lesa majestad que merece la pena capital. Bodin rechaza categóricamente las teorías que justifican la rebelión de los súbditos contra un tirano, considerándolas una amenaza al orden político y social.

En su reflexión, Bodin argumenta que, frente a un soberano tiránico, los súbditos tienen el derecho de desobedecer órdenes contrarias a la ley de Dios o de la naturaleza, pero nunca de atentar contra su vida. Deben optar por huir, esconderse o incluso aceptar el martirio antes que rebelarse violentamente. Justifica esta postura con la pregunta retórica de cuántos gobernantes serían considerados tiranos si el pueblo tuviera el poder de juzgar arbitrariamente su conducta. La autoridad soberana quedaría en riesgo constante, incluso para los buenos príncipes, si se permitiera a los súbditos decidir cuándo un monarca debe ser depuesto o asesinado.

Por otro lado, Bodin concede que los príncipes extranjeros tienen el derecho de usar la fuerza contra un tirano para liberar a un pueblo oprimido, siempre que lo hagan por motivos justos y legítimos. Sin embargo, esta prerrogativa no corresponde a los súbditos, quienes deben limitarse a resistir pacíficamente las injusticias o buscar refugio.

En conclusión, Jean Bodin establece una distinción tajante entre el derecho de los súbditos y el de los príncipes extranjeros en el manejo de la tiranía. Mientras que los súbditos no tienen autoridad para juzgar ni atacar a un soberano tiránico, los príncipes virtuosos de otros Estados pueden intervenir legítimamente. Esta doctrina refuerza la inviolabilidad de la soberanía absoluta y la necesidad de mantener el orden político frente al peligro de la insurrección.

Capítulo VI: Del Estado aristocrático

Jean Bodin describe la aristocracia como una forma de república en la que una minoría de ciudadanos ejerce el poder soberano sobre la mayoría, diferenciándola del estado popular, donde la mayoría gobierna sobre la minoría. Aunque ambos sistemas comparten el hecho de que quienes ostentan la soberanía tienen poder sobre todos los ciudadanos, en la aristocracia el poder se ejerce de manera particular y no colectiva. Además, la aristocracia puede adoptar formas legítimas, señoriales o facciosas, siendo esta última conocida como oligarquía, un término históricamente asociado a la usurpación del poder y con connotaciones negativas frente al gobierno de hombres virtuosos que caracteriza a la aristocracia ideal.

En una aristocracia, la soberanía reside en una corporación formada por un grupo reducido de ciudadanos que gobiernan sobre la mayoría. Por ejemplo, en una comunidad de diez mil ciudadanos, si solo cien comparten la soberanía y sesenta de ellos están de acuerdo en sus decisiones, estos últimos tendrán el poder absoluto sobre los demás, incluso sobre los otros cuarenta que forman parte de la corporación. Este sistema permite que una pequeña fracción ejerza el gobierno como si tuviera el consentimiento unánime del grupo.

Un caso destacado de aristocracia, según Bodin, es el Imperio Alemán. Tras la transición de una monarquía hereditaria a una electiva después de Enrique el Pajarero, la soberanía pasó progresivamente a los siete electores, los príncipes y las ciudades imperiales. El emperador, aunque figura central, no tiene poder soberano, sino que actúa como un símbolo de unidad o capitán general del Imperio. El poder real recae en los electores y los estados imperiales, quienes legislan, declaran guerras y ejercen justicia, lo que define a Alemania como una verdadera aristocracia.

Sin embargo, Bodin señala que la aristocracia, aunque puede ser la más noble de las formas de gobierno, también es altamente peligrosa cuando se corrompe. La fragmentación interna y las alianzas de la nobleza contra el pueblo pueden derivar en múltiples tiranías. Esto, históricamente, ha llevado a divisiones en el Imperio Alemán, donde los estados individuales han asumido roles soberanos, transformándose en repúblicas independientes o monarquías particulares.

En conclusión, Bodin defiende que una aristocracia bien estructurada es un sistema virtuoso, pero destaca sus riesgos inherentes, especialmente cuando se fragmenta o se permite que los intereses particulares de los nobles prevalezcan sobre el bien común. Alemania, con su peculiar estructura política, es un ejemplo claro de los logros y peligros de este tipo de sistema.


Capítulo VII: El Estado popular

Jean Bodin define el Estado popular como una forma de república en la que la mayoría del pueblo ejerce el poder soberano, tanto de manera colectiva sobre toda la comunidad como de forma particular sobre los individuos. La característica esencial del Estado popular es que la mayoría del pueblo tiene el poder de dar leyes y ejercer la soberanía, a menudo a través de mecanismos de votación que pueden basarse en cabezas individuales, tribus, curias o comunidades. En este sistema, basta con que la mayoría de las unidades (como tribus) prevalezca, aunque en algunas pueda haber menos ciudadanos que en otras.

En Roma, por ejemplo, el pueblo se organizó inicialmente en tres tribus y más tarde en treinta curias, con un sistema diseñado por Servio Tulio que dividía la población según clases económicas. Este sistema daba mayor peso político a las clases más ricas, lo que, según Bodin, impedía que Roma fuese un Estado popular. Sin embargo, con la caída de los reyes, la plebe se rebeló y exigió igualdad en los votos, lo que llevó a una progresiva democratización. Aunque los ciudadanos ricos trataron de conservar su influencia, las reformas redistribuyeron el poder, fortaleciendo a la plebe y debilitando a la nobleza.

Bodin señala que las repúblicas populares suelen enfrentar desafíos relacionados con la representación real del pueblo. Si bien se dice que la soberanía pertenece a la mayoría, en la práctica, las decisiones a menudo son tomadas por una minoría activa, ya que no todos los ciudadanos asisten a las asambleas. Sin embargo, mientras se garantice el derecho al voto para quienes deseen participar, se considera que se respeta el principio de soberanía popular.

El autor también analiza casos concretos de democracias en los cantones suizos y las ligas de grisones, donde los ciudadanos se reúnen regularmente para elegir a sus magistrados y participar en la toma de decisiones. Estas comunidades, al ser pequeñas y de carácter montañés, han logrado preservar mejor la libertad popular, con procedimientos como la elección del amán, quien incluso debe pedir perdón por sus errores al finalizar su mandato.

Finalmente, Bodin critica la confusión de Aristóteles al definir el Estado popular como aquel donde los pobres tienen la soberanía, argumentando que este enfoque mezcla la forma de gobierno con la estructura del Estado. Para Bodin, la soberanía es indivisible y reside en una mayoría, una minoría o un solo individuo, pero el gobierno puede adoptar características populares, aristocráticas o monárquicas, según cómo se administre el poder.


LIBRO TERCERO

Capítulo I: El Senado y su potestad

Jean Bodin describe el senado como una asamblea legítima de consejeros del Estado, cuya función principal es dar consejo a quienes ostentan la soberanía en una República. Aunque la República puede existir sin un senado, Bodin considera que este órgano es esencial para garantizar decisiones prudentes y legítimas. Señala que el consejo de sabios aporta estabilidad y refuerza la autoridad de las leyes y mandatos, previniendo el desprecio hacia las normas y la rebelión de los súbditos.

El senado, según Bodin, no debe ejercer poder soberano ni emitir órdenes, pues su papel es únicamente asesorar. La soberanía sigue siendo indivisible y pertenece al príncipe, al pueblo o a una minoría, dependiendo de la forma de gobierno. En una República bien ordenada, los senadores no deben interferir en la jurisdicción de los magistrados ni tomar decisiones ejecutivas, ya que esto socavaría la autoridad soberana y convertiría al senado en un órgano de mando, algo incompatible con su naturaleza.

Bodin subraya que los senadores deben ser personas prudentes, experimentadas y desinteresadas, alejadas de influencias externas que puedan comprometer su juicio. Considera especialmente peligroso incluir en el consejo a individuos con vínculos o dependencias de otros príncipes o señores. Ejemplifica con el caso de Venecia, donde los clérigos están excluidos del senado para evitar conflictos de lealtades. Además, menciona que el conocimiento de jurisprudencia, historia y política es deseable, pero secundario frente a la necesidad de integridad y buen juicio.

El autor destaca la importancia del número y la composición del senado. En Repúblicas populares y aristocráticas, el senado tiende a ser más numeroso para incluir a diversas facciones y evitar sediciones. En contraste, en las monarquías el consejo suele ser más reducido, confiándose los asuntos más delicados a un consejo restringido, como el de Augusto, compuesto por Mecenas y Agripa. Esta diferencia se debe a que en una monarquía el poder se centraliza en el soberano, mientras que en otros sistemas se reparte entre diferentes cuerpos.

Bodin también reflexiona sobre el papel del senado en las deliberaciones. Considera que el consejo debe abordar asuntos de Estado con brevedad y claridad, priorizando cuestiones urgentes como la guerra, la paz y la religión. Enfatiza que los consejeros deben abandonar sus intereses personales y centrarse exclusivamente en el bienestar de la República. Critica la tendencia a convertir al senado en un "cajón de sastre", encargándole funciones que degradan su dignidad.

Finalmente, Bodin resalta la diversidad de consejos en las Repúblicas y monarquías de su tiempo. Aunque reconoce que algunos consejos pueden tener roles específicos, insiste en que su autoridad proviene del soberano y que no pueden actuar por sí mismos. Advierte que, si el senado adquiriera poder ejecutivo, esto representaría una amenaza directa para la soberanía, ya que los consejeros se convertirían en gobernantes, lo cual socavaría la majestad soberana y la unidad del Estado.


Capítulo II: Oficiales y comisarios

Jean Bodin distingue entre oficiales y comisarios como personas públicas que ejercen funciones en la República. El oficial tiene un cargo ordinario y permanente en virtud de un edicto, mientras que el comisario desempeña un cargo extraordinario y temporal otorgado mediante una comisión. Ambos pueden tener funciones de mando (magistrados) o de ejecución, pero no todas las personas públicas son oficiales o comisarios, como ocurre con los obispos y otros ministros eclesiásticos, dedicados a asuntos divinos en lugar de humanos.

La principal diferencia entre el oficio y la comisión radica en su carácter y duración. El oficio es una institución permanente que solo puede ser revocada mediante un nuevo edicto o ley, mientras que la comisión es temporal, revocable en cualquier momento por quien la otorga y limitada en tiempo, lugar y función. Según Bodin, el oficio se asemeja a una posesión a plazo fijo, mientras que la comisión es como un préstamo precario que puede ser retirado en cualquier momento.

El poder del comisario cesa automáticamente cuando se cumplen ciertas condiciones, como la muerte del comitente, la revocación de la comisión o la conclusión del asunto para el cual fue designado. Sin embargo, Bodin señala excepciones, como en casos de justicia o guerra, donde el comisario puede continuar su labor si interrumpirla sería perjudicial para el interés público o particular. Por otro lado, el poder del oficial no se ve afectado por la muerte del príncipe, ya que su cargo está respaldado por leyes y edictos, aunque puede quedar en suspenso hasta la confirmación por un nuevo soberano.

Bodin enfatiza que el poder de los oficiales es más amplio y autónomo que el de los comisarios. Los oficiales, como cónsules, generales o magistrados, tienen la facultad de actuar conforme a su discreción y conciencia en asuntos del Estado, interpretando las leyes según las circunstancias. Los comisarios, en cambio, están más restringidos a los términos específicos de sus comisiones, especialmente en asuntos de gran importancia para el Estado.

En el ámbito militar, esta distinción es evidente: un general instituido como oficial tiene autoridad para dirigir campañas, dar batallas y tomar decisiones estratégicas sin esperar mandatos específicos, salvo prohibiciones expresas del soberano. Un comisario militar, por su parte, opera bajo limitaciones más estrictas, dependiendo directamente de las instrucciones otorgadas en su comisión.


Capítulo III: Los Magistrados

Jean Bodin define al magistrado como un oficial con potestad de mando en la República. Aunque todo magistrado es oficial, no todos los oficiales son magistrados, ya que este título se reserva para quienes tienen poder de mando. En las primeras repúblicas, no existían magistrados como tales, sino comisarios, dado que los soberanos consideraban que la institución de cargos con mando permanente disminuía su autoridad. Con el tiempo, surgieron magistrados instituidos mediante leyes expresas, diferenciándose de los comisarios, cuya función era temporal y dependía directamente de la voluntad del soberano.

La potestad de mando distingue al magistrado de otros oficiales. Los magistrados no solo ejecutan órdenes, sino que pueden dictarlas y hacerlas cumplir. Este poder puede combinarse con jurisdicción (poder de decidir en asuntos legales), como en el caso de los cónsules y pretores romanos, o existir sin ella, como en los tribunos del pueblo, que tenían mando pero no jurisdicción. Bodin subraya que el poder de mando es el atributo esencial del magistrado, mientras que la jurisdicción es un complemento, no una característica definitoria.

Bodin detalla diversas categorías de cargos públicos y su relación con el mando. Algunos cargos tienen solo honor (como embajadores o consejeros), mientras que otros combinan honor con mando y jurisdicción, lo que los convierte en magistrados propiamente dichos. También existen cargos públicos sin honor ni mando, como los verdugos, que incluso eran relegados fuera de las ciudades debido al desprecio social hacia su función.

La institución de los magistrados varía según el tipo de gobierno. En monarquías, suelen ser designados directamente por el soberano, mientras que en repúblicas populares y aristocráticas, su nombramiento está sujeto a las leyes, criterios de riqueza, nobleza o méritos, o incluso al azar. Bodin identifica tres niveles de magistrados según su poder: los superiores, que solo responden al soberano; los intermedios, que obedecen a los superiores pero tienen mando sobre otros magistrados; y los inferiores, que solo ejercen mando sobre los ciudadanos particulares.


Capítulo IV: Obediencia del magistrado a las leyes y al príncipe soberano

Jean Bodin describe al magistrado como la figura principal en la República después del soberano, encargado de ejercer el mando y la autoridad delegados. Sin embargo, esta posición exige al magistrado obediencia total al soberano, un deber que Bodin considera esencial para la estabilidad del Estado. La relación entre soberano, magistrado y particulares es jerárquica: el soberano no tiene superior, el magistrado actúa como intermediario de poder y los particulares carecen de autoridad sobre otros.

Tipos de mandatos y obediencia del magistrado

Bodin analiza la naturaleza de los mandatos soberanos, que abarcan desde leyes perpetuas hasta comisiones temporales, pasando por privilegios, penas, recompensas y directrices administrativas. Clasifica estos actos en letras de justicia, que otorgan al magistrado discreción sobre su ejecución, y letras de mandato, que suelen imponer una ejecución directa. El magistrado debe obedecer las órdenes siempre que no contradigan las leyes naturales, incluso si afectan al derecho de gentes o a la justicia civil.

Cuando el soberano emite un mandato injusto desde el punto de vista civil, Bodin considera que el magistrado debe ejecutarlo, aunque puede intentar retrasar su cumplimiento para señalar al soberano las posibles consecuencias negativas. En casos extremos, si la injusticia es evidente y afecta a la ley natural, el magistrado tiene la responsabilidad de informar al soberano, pero no de negarse a cumplir el mandato sin su autorización.

Límites y facultades del magistrado

El magistrado debe verificar la verdad de los hechos mencionados en los mandatos cuando las letras lo permiten o lo exigen, pero no debe cuestionar la autoridad del soberano si este prohíbe expresamente dicho conocimiento. Bodin subraya que la desobediencia de los magistrados puede inspirar rebelión en los súbditos, poniendo en peligro la estabilidad del Estado. Por ello, el magistrado debe priorizar la obediencia al soberano sobre sus propias interpretaciones de justicia, salvo en casos donde se transgreda claramente la ley natural o divina.

La relación entre justicia y soberanía

Bodin destaca que, aunque el soberano debe respetar las leyes del Estado y sus compromisos, su incumplimiento no justifica la desobediencia del magistrado. La autoridad del soberano es la base de la unidad del Estado, y cualquier acto de resistencia puede generar caos. Bodin también establece distinciones entre mandatos claros y aquellos que el magistrado tiene libertad de evaluar antes de su ejecución, subrayando la importancia del criterio prudente y leal del magistrado en estas situaciones.


Capitulo V: El poder de los magistrados sobre los particulares

El magistrado, según Jean Bodin, es el oficial encargado de ejercer el poder público, lo que incluye la capacidad de mandar, prohibir, permitir y castigar. La ley, en sí misma, es muda y carece de fuerza sin la figura del magistrado, quien se convierte en su ejecutor, dando cumplimiento a los mandatos y prohibiciones que esta contiene. De este modo, toda la efectividad de las leyes recae en quienes tienen mando, ya sea el soberano o los magistrados, siendo estos últimos los encargados de garantizar la obediencia a la ley y de sancionar a quienes la desobedecen.

En su análisis, Bodin distingue entre los poderes que corresponden al magistrado y aquellos que son exclusivos del soberano. Los magistrados tienen facultades como embargar bienes y personas, condenar y absolver, pero el poder supremo de vida y muerte recae únicamente en el soberano. Este poder constituye el atributo esencial de la soberanía, que está por encima de las leyes y de los magistrados. Por su parte, los magistrados actúan bajo el mandato del soberano y no pueden ejercer su autoridad como si fueran independientes, ya que dependen completamente de la voluntad de quien les delega el poder.

El autor también establece una diferencia entre el mando soberano, que es absoluto e infinito, y el mando legal, que está subordinado al soberano y a las leyes. Los magistrados ejercen un poder limitado y condicionado, que les es otorgado temporalmente y puede ser revocado por el soberano. En este sentido, aunque tienen cierto margen de discreción en la ejecución de la ley, su autoridad siempre está supeditada a las disposiciones del poder supremo.

Otro tema relevante en el texto es la cuestión del merum imperium o poder de la espada. Bodin debate si este poder, que implica la facultad de ejecutar la justicia suprema, es exclusivo del soberano o puede ser delegado a los magistrados. Aunque algunos juristas sostienen que es privativo del soberano, Bodin concluye que, en la práctica, los magistrados pueden juzgar, condenar y absolver en ciertos casos, dependiendo de su jurisdicción y las circunstancias, lo que les otorga una autonomía relativa en el ejercicio de su función.

En cuanto a la naturaleza de la magistratura, Bodin afirma que esta pertenece a la República y no a los particulares. El poder otorgado al magistrado no se convierte en propiedad personal, sino que este actúa como un custodio del poder delegado. Incluso en casos donde el magistrado puede actuar con discreción fuera de los términos estrictos de la ley, su autoridad sigue estando regulada por el soberano y por la responsabilidad de garantizar el bien público.

Bodin también resalta la relación entre ley, equidad y poder del magistrado. Mientras que algunas decisiones se basan estrictamente en la ley, otras se fundamentan en la equidad, lo que exige al magistrado combinar ambos elementos en su actuación. No obstante, en aquellos casos donde el magistrado actúa fuera de la ley, se asemeja más a un árbitro que a un juez. Además, diferencia entre situaciones donde es posible apelar contra una declaración de culpabilidad y otras donde las penas prescritas por la ley no admiten apelación.

Respecto a la resistencia al poder del magistrado, Bodin explica que, en general, debe obedecerse al magistrado dentro de su jurisdicción, incluso si actúa de manera injusta. Sin embargo, si excede claramente su competencia, es lícito resistir, especialmente en casos de daño irreparable, como la imposición de la pena de muerte sin admitir apelación. En situaciones reparables, en cambio, no se justifica la resistencia, y los agraviados deben recurrir a medios legales para obtener justicia.


Capítulo VI: El poder que tienen los magistrados unos sobre otros

En toda República bien ordenada, los magistrados se dividen en tres niveles: 

  • Los supremos, que solo reconocen la majestad soberana; 
  • Los intermedios, que tienen autoridad sobre unos y obedecen a otros; y 
  • Los inferiores, que no tienen mando sobre otros magistrados, sino únicamente sobre los particulares bajo su jurisdicción. 

Entre los magistrados supremos, algunos tienen poder sobre todos los magistrados sin excepción, mientras que otros solo ejercen autoridad dentro de su jurisdicción. Los primeros son raros debido al peligro de que puedan usurpar la soberanía, por lo que tal poder absoluto solo se otorga en casos excepcionales, como a los dictadores en tiempos de crisis o a los regentes en ausencia del soberano.

En presencia del soberano, el poder de mando de todos los magistrados y comisarios queda suspendido. Aunque conservan sus cargos, dignidades y honores, no pueden ejercer autoridad mientras el soberano esté presente, ya que esto podría ir en contra de la voluntad del príncipe, comprometiendo la majestad soberana. Del mismo modo, los magistrados inferiores quedan subordinados a los superiores cuando estos están presentes, como ocurre en Francia, donde los magistrados de los tribunales superiores tienen autoridad sobre los magistrados de rango inferior, pudiendo reemplazarlos temporalmente en sus funciones.

La relación jerárquica entre magistrados establece que los inferiores no pueden oponerse ni corregir las decisiones de los superiores. Las apelaciones siempre se dirigen de los magistrados inferiores a los superiores dentro de sus respectivas jurisdicciones. Si un lugarteniente recibe un cargo igual al de su magistrado superior, su comisión queda automáticamente anulada. El poder de los magistrados está limitado a su territorio y jurisdicción, y fuera de estos no tienen autoridad, siendo considerados como personas particulares.

La igualdad en poder entre magistrados no implica igualdad en honores y preeminencias. Algunos magistrados pueden tener mayor prestigio y reconocimiento sin ostentar más poder, como ocurría entre los cónsules romanos o los Parlamentos franceses, donde el Parlamento de París tenía preeminencia sobre los demás. Esta distinción no afecta la autoridad que cada magistrado tiene dentro de su ámbito de competencia.

Cuando magistrados iguales o de jurisdicciones diferentes necesitan ejecutar sentencias en territorios ajenos, deben recurrir a comisiones rogatorias. Estas solicitudes, que funcionan como ruegos formales, permiten la cooperación entre magistrados de igual rango o entre inferiores y superiores, respetando siempre los límites jurisdiccionales. Las comisiones rogatorias reflejan un principio de cortesía y cooperación entre autoridades que carecen de mando fuera de sus respectivas fronteras. En caso de resistencia, el magistrado superior puede intervenir para garantizar el cumplimiento de las decisiones.


Capítulo VII: De las corporaciones, colegios, Estados y comunidades

Jean Bodin describe la familia, las corporaciones y las Repúblicas como comunidades que se diferencian por su grado de organización y propósito. La familia es una comunidad natural, mientras que las corporaciones y colegios son comunidades civiles que surgen de la necesidad de cooperación entre múltiples familias. La República, por su parte, es una comunidad gobernada con poder soberano, que puede incluir tanto familias como corporaciones y colegios. Estas estructuras, aunque distintas, se relacionan como las partes con el todo, y todas ellas contribuyen al orden social.

El origen de las corporaciones y colegios está en la familia, que históricamente se expandió a aldeas y ciudades. Inicialmente, las comunidades carecían de leyes, magistrados y soberanos, lo que generaba conflictos resueltos por la fuerza. Con el tiempo, los hombres se unieron para defenderse mutuamente, creando comunidades organizadas como cofradías y corporaciones. Estas asociaciones preservaron la amistad y solidaridad entre sus miembros, valores fundamentales para la convivencia y el desarrollo de las sociedades antes de la formación de las Repúblicas modernas.

Bodin destaca que las primeras corporaciones y colegios se instituyeron con fines religiosos o políticos. Los colegios políticos se organizaron para administrar justicia, distribuir cargos, regular el comercio, fomentar la educación e instrucción y proveer servicios esenciales para la República. Estas estructuras no solo atienden intereses internos, sino que también regulan el comportamiento de sus miembros y, en el caso de los colegios de jueces y magistrados, ejercen autoridad sobre otros colegios y sobre los ciudadanos sometidos a su jurisdicción.

El funcionamiento de las corporaciones y colegios está basado en la legitimidad otorgada por el soberano. No puede existir colegio sin el consentimiento del poder soberano, que establece las condiciones para su operación. La comunidad de un colegio requiere elementos comunes, como una asamblea, un síndico y recursos compartidos. Aunque los miembros tienen igualdad de derechos dentro del colegio, puede haber figuras designadas, como presidentes o abades, con autoridad sobre los demás. Sin embargo, estas figuras tienen un doble rol: son líderes en la práctica, pero miembros iguales en términos colegiales.

La toma de decisiones dentro de las corporaciones y colegios está sujeta al principio de mayoría. Las decisiones que afectan al conjunto requieren el consentimiento de la mayoría, aunque los estatutos pueden establecer condiciones especiales para decisiones más importantes. Las ordenanzas aprobadas por el colegio tienen fuerza vinculante, pero deben respetar los estatutos internos y las leyes de la República. Las reuniones colegiales, además, deben seguir procedimientos formales para garantizar su legitimidad.

Bodin argumenta que las corporaciones y colegios son esenciales para la estabilidad de la República. Estas instituciones fomentan la amistad y cooperación entre los ciudadanos, lo que constituye el fundamento de la sociedad. Aunque reconoce que las corporaciones mal organizadas pueden causar facciones y divisiones, insiste en que su supresión total sería más perjudicial. Incluso en casos de sectas o comunidades con intereses contrarios al Estado, su regulación es preferible a su existencia clandestina, que puede derivar en conspiraciones peligrosas.

Finalmente, Bodin concluye que las corporaciones y colegios son cruciales para mantener Estados populares y combatir las tiranías. Los tiranos buscan destruir estas instituciones porque su existencia refuerza la unión y la resistencia entre los súbditos. En cambio, los reyes justos se apoyan en los colegios y comunidades para fortalecer sus Estados. Estas instituciones permiten recaudar recursos, organizar la defensa y atender las necesidades del pueblo. Además, los Estados generales, donde los representantes de las comunidades se reúnen ante el soberano, ofrecen un espacio para quejas y peticiones que fortalecen el vínculo entre el pueblo y el príncipe. Así, las corporaciones y colegios no solo sostienen la estructura política, sino que también refuerzan la relación entre gobernantes y gobernados.


LIBRO CUARTO

Capítulo I: Del nacimiento,  florecimiento, decadencia y caída de las repúblicas

Jean Bodin aborda el origen y la evolución de las Repúblicas, señalando que estas nacen de la multiplicación de familias, de la reunión de comunidades dispersas o de la fundación de colonias por otras Repúblicas. Una vez establecidas, las Repúblicas surgen por imposición violenta de los fuertes o por el consentimiento de los gobernados, quienes ceden su libertad bajo leyes o condiciones específicas. Si están bien fundadas, las Repúblicas crecen en poder hasta alcanzar un estado floreciente, pero, debido a la inestabilidad de las cosas humanas, eventualmente enfrentan su decadencia o destrucción, ya sea por peso interno o por la acción de enemigos externos.

El cambio en las Repúblicas se define como el traslado de la soberanía de un grupo a otro, ya sea del pueblo a un príncipe, de los poderosos a la plebe o viceversa. Estos cambios pueden ser voluntarios o necesarios, siendo los voluntarios más pacíficos. Por su parte, los cambios necesarios pueden ser naturales, como la vejez de un Estado, o violentos, como las transformaciones bruscas por conflictos internos o externos. Los cambios pueden derivar del bien al mal, o viceversa, dependiendo de las circunstancias internas y externas que los impulsen.

Bodin identifica seis tipos de cambios perfectos en las formas de gobierno: de monarquía a Estado popular, de Estado popular a monarquía, de monarquía a aristocracia, y las transformaciones inversas. También describe cambios imperfectos, que implican alteraciones dentro de una misma forma de gobierno, como el paso de un Estado real a uno tiránico. Estos cambios, aunque significativos, no representan transformaciones completas del sistema político.

El autor considera el estado floreciente de una República como el momento de menor imperfección, alcanzado cuando la República muestra estabilidad y grandeza. Sin embargo, advierte que este estado no equivale a la perfección absoluta, ya que ninguna acción humana lo alcanza. Las causas comunes de los cambios en las Repúblicas incluyen la falta de sucesores en la soberanía, la desigualdad económica, la ambición, la opresión, los conflictos religiosos y la corrupción moral. Estas dinámicas internas a menudo llevan a transformaciones drásticas, como el paso de un gobierno popular a uno aristocrático o monárquico.

La historia muestra que las Repúblicas suelen surgir de circunstancias conflictivas, como las monarquías establecidas tras la caída de gobiernos populares o aristocráticos. Bodin destaca que la concentración del poder en un único magistrado o capitán, especialmente en tiempos de guerra, facilita estas transiciones hacia formas monárquicas. En contraste, las Repúblicas bien organizadas distribuyen el poder para evitar la centralización, reduciendo el riesgo de tiranías.

Las transformaciones de Estados populares a aristocracias y viceversa se explican por factores como las derrotas militares o las victorias significativas. Mientras que las pérdidas fortalecen a las aristocracias, las victorias tienden a reforzar los Estados populares. Sin embargo, el autor subraya que la inestabilidad del populacho puede ser tanto su fuerza como su debilidad, ya que su entusiasmo en tiempos de éxito se convierte en vulnerabilidad ante la adversidad.

Bodin también destaca que los cambios en las Repúblicas pequeñas son más frecuentes y violentos que en las grandes, debido a su falta de equilibrio interno. Las divisiones entre ricos y pobres, virtuosos y corruptos, y los conflictos entre grupos geográficamente separados son fuentes comunes de sedición. En las Repúblicas grandes y poderosas, las provincias y regiones pueden sostenerse mutuamente, mientras que en las pequeñas la caída de una ciudad implica el colapso del Estado.

Por último, el autor sostiene que la estabilidad de una República depende de la solidez de sus leyes y de la cohesión de sus miembros. Una República bien fundada y unida puede resistir las adversidades, mientras que aquellas mal estructuradas sucumben rápidamente. Sin embargo, todas las Repúblicas están destinadas al cambio y a la eventual desaparición, siendo los cambios lentos y graduales más tolerables que los súbitos y violentos.


Capítulo II: Los cambios de la república y de las leyes  no deben hacerse de modo súbito

Jean Bodin plantea que la conservación de las Repúblicas depende de la sabiduría y prudencia humanas, las cuales permiten prevenir su decadencia, incluso enfrentando influencias adversas como las astrológicas o las enfermedades sociales y políticas. Así como los médicos pueden modificar el curso de una enfermedad, los políticos sabios pueden identificar las causas de las crisis en las Repúblicas y aplicar remedios adecuados para preservarlas. Este proceso requiere observar los síntomas y actuar con prudencia, especialmente cuando los cambios en el Estado parecen inevitables, pero deben realizarse con cautela para evitar una ruina mayor.

Según Bodin, es fundamental conocer la naturaleza y los riesgos específicos de cada tipo de República, ya que intentar imponer leyes o estructuras propias de un sistema diferente puede conducir al desastre. Las leyes y las reformas deben adaptarse a las características de cada Estado y aplicarse gradualmente, evitando cambios súbitos que puedan generar inestabilidad. En este sentido, Bodin enfatiza que, aunque la necesidad puede exigir cambios en las leyes, estos deben implementarse con respeto por la tradición y con un ritmo que permita a la sociedad asimilarlos.

Además, Bodin destaca los peligros inherentes a los cambios radicales en el poder, especialmente en las monarquías, donde la estabilidad depende de la continuidad de las instituciones. Aconseja mantener a los servidores del régimen anterior tras la muerte de un rey, para evitar conflictos y garantizar la estabilidad. Por el contrario, en los Estados populares o aristocráticos, aunque no existe una figura soberana que muera, los riesgos persisten al reemplazar magistrados o modificar leyes impopulares. En todos los casos, Bodin aboga por proceder de manera gradual, tal como lo hace la naturaleza, que opera lentamente y sin interrupciones abruptas.

Finalmente, Bodin propone una regla general: cualquier reforma, por necesaria que sea, debe respetar el orden natural y realizarse sin forzar las estructuras existentes. Este enfoque garantiza que los cambios en las leyes o el gobierno no socaven los fundamentos mismos del Estado, asegurando así su longevidad y buen funcionamiento.


Capítulo III: Si es conveniente que los oficiales de una república sean perpetuos

Jean Bodin subraya que el objetivo principal de toda República es fomentar la virtud entre los ciudadanos, recompensándola con honores y dignidades accesibles a todos de manera equitativa. Instituir cargos públicos anuales favorece esta meta al mantener un flujo constante de oportunidades, evitando que los honores se concentren en unos pocos. La desigualdad, según Bodin, es la principal causa de las guerras civiles, mientras que la equidad fomenta la paz. Los cargos vitalicios, por el contrario, alimentan la envidia, los celos y las tensiones sociales al excluir a la mayoría de los ciudadanos de los beneficios públicos.

Bodin también destaca que la temporalidad de los cargos públicos permite una rendición de cuentas más efectiva. Magistrados anuales sienten la presión de ser evaluados por su desempeño, lo que incentiva una administración más honesta. Además, esta práctica facilita la renovación de ideas y evita que los funcionarios se aferren al poder. Sin embargo, advierte que un cambio constante también puede tener inconvenientes, como la falta de continuidad en los asuntos públicos, la inexperiencia de los nuevos funcionarios y la suspensión de proyectos en curso.

Por otro lado, Bodin reconoce las ventajas de ciertos cargos perpetuos, especialmente en monarquías, donde los súbditos no participan de la soberanía. El monarca debe regular la asignación y destitución de estos cargos, equilibrando entre nobles y plebeyos para evitar sediciones, y asegurándose de que aquellos menos capacitados sean asistidos por personas competentes. Asimismo, Bodin defiende la atribución de la justicia a corporaciones permanentes, pues su experiencia y estabilidad garantizan un mejor servicio y limitan el abuso de poder.

Finalmente, Bodin concluye que las reglas de administración deben adaptarse al tipo de República. Los Estados populares prosperan con una rotación constante de magistrados, preservando la igualdad y la participación ciudadana, mientras que las monarquías requieren estabilidad y continuidad en los cargos. En todos los casos, se debe buscar un término medio, evitando tanto la inamovilidad total como el cambio excesivo, y siempre privilegiando el bien común y la justicia como pilares del Estado.

Capítulo IV: si es conveniente que reine la concordia entre los oficiales

Jean Bodin enfatiza que la salud de la República depende de la unión entre los súbditos y su relación armoniosa con la autoridad central. La discordia entre los magistrados, quienes deben ser ejemplos de cohesión, puede provocar divisiones entre los ciudadanos, paralizando la administración pública y fomentando disensiones que derivan en guerras civiles. Las facciones en el poder no solo debilitan la actividad estatal, sino que también alimentan la ambición personal de los magistrados en detrimento del bienestar común. Un ejército con capitanes divididos no puede ser victorioso, al igual que un sistema judicial fragmentado no puede ofrecer justicia.

Sin embargo, Bodin también reconoce que un cierto grado de oposición entre los magistrados puede ser beneficioso. La rivalidad honesta motiva a los hombres a superarse, y en algunos casos, la resistencia de los magistrados virtuosos contra los deshonestos es necesaria para preservar el bien público. Así como el equilibrio del universo depende de las oposiciones naturales, las diferencias entre magistrados, cuando están controladas, pueden contribuir a la estabilidad de la República.

Para evitar que las disensiones se conviertan en conflictos perjudiciales, Bodin propone que los magistrados supremos sean en número impar, de modo que las decisiones puedan tomarse por mayoría, sin paralizar los asuntos públicos. En las monarquías, donde el príncipe actúa como árbitro supremo, estas querellas son menos preocupantes, ya que el soberano debe regular las discordias como un director que armoniza voces discordantes en una melodía placentera. En este equilibrio controlado de oposiciones, la República puede encontrar su fortaleza y prosperar.


Capítulo V: Si es conveniente que el príncipe juzgue a los súbditos y se mantenga en comunicación con ellos

Jean Bodin reflexiona sobre el papel del príncipe en la administración de justicia y su relación con los súbditos, destacando los efectos de su implicación directa o indirecta en el gobierno. Por un lado, señala que la participación activa del príncipe en la administración de justicia fortalece el vínculo entre soberano y súbditos, ya que estos se sienten valorados al ser vistos, oídos y juzgados directamente. Este contacto refuerza la confianza y el respeto hacia la figura del príncipe, ofreciendo un modelo virtuoso de liderazgo y autoridad. Sin embargo, Bodin advierte que el carácter humano del príncipe puede ser tanto una fortaleza como una debilidad. Sus virtudes, si son ejemplares, inspiran a la sociedad, pero sus vicios o defectos, incluso los más pequeños, pueden amplificarse a través de los cortesanos y corromper a la población.

Además, Bodin subraya que la excesiva familiaridad entre el príncipe y sus súbditos puede socavar su autoridad. La majestuosidad y el respeto necesarios para mantener la estabilidad del Estado dependen de una cierta distancia y gravedad en el trato del soberano. Aunque el amor de los súbditos hacia su príncipe es crucial para la cohesión del Estado, este amor debe ir acompañado de un temor reverencial, un equilibrio que evita tanto el desprecio como el odio.

El autor también advierte sobre los riesgos de que el príncipe asuma personalmente todas las tareas judiciales, pues ello no solo es incompatible con la majestad real, sino que puede resultar ineficaz. Bodin propone que la justicia sea administrada por magistrados capacitados, reservando el príncipe su intervención para casos excepcionales y de gran relevancia. Este enfoque asegura que el príncipe concentre sus esfuerzos en otorgar recompensas y gracias, fortaleciendo así el afecto de sus súbditos. Las condenas y castigos, que suelen ser odiosos, deben delegarse en los oficiales, preservando la imagen positiva del soberano.

En última instancia, Bodin aboga por una prudente separación de poderes y responsabilidades, donde el príncipe actúe como un modelo virtuoso y se involucre únicamente en asuntos de alta trascendencia. Esto no solo protege su reputación y autoridad, sino que también garantiza un gobierno eficaz y respetado. La clave para mantener la estabilidad de una monarquía, concluye, reside en la capacidad del príncipe para ser amado y evitar ser odiado, delegando sabiamente las tareas judiciales y administrativas mientras concentra su energía en la promoción del bien común.


Capítulo VI: Si en las facciones civiles el príncipe debe unirse a una de las partes y si el súbdito debe ser obligado a seguir una u otra, son los medios de remediar las sediciones

Jean Bodin analiza la problemática de las facciones y sediciones dentro de los Estados, destacando los peligros que representan para la estabilidad de cualquier tipo de régimen político, especialmente las monarquías y los Estados populares. Para prevenir estas divisiones, propone actuar con sabiduría y prudencia, buscando resolver las disputas antes de que escalen a conflictos mayores. Aunque reconoce que algunas sediciones pueden conducir a reformas positivas, subraya que sus efectos son mayormente perniciosos y dañinos para la unidad del Estado.

En cuanto al papel del soberano, Bodin argumenta que este debe mantenerse como un juez neutral y no involucrarse en los conflictos internos de sus súbditos, a menos que las facciones lo ataquen directamente o amenacen al Estado. En esos casos, el príncipe está obligado a actuar con firmeza, castigando a los líderes de las revueltas para evitar que estas se propaguen. Sin embargo, advierte que el uso excesivo de la fuerza puede generar resentimiento y provocar más rebeliones, por lo que recomienda un enfoque equilibrado, combinando autoridad y moderación.

Cuando las divisiones surgen por razones ajenas al soberano, como conflictos entre provincias o ciudades, Bodin aboga por la diplomacia y el diálogo para apaciguar los ánimos. Sugiere que las concesiones estratégicas y los gestos de buena voluntad pueden desactivar tensiones antes de que se conviertan en guerras civiles. Sin embargo, también advierte que no se debe ceder demasiado ante las pasiones irracionales del pueblo, ya que esto podría debilitar la autoridad del soberano y fomentar el desorden.

En el contexto de las guerras de religión, Bodin defiende la tolerancia como un medio para evitar la división y la violencia. Resalta ejemplos históricos, como el del emperador Teodosio y el rey de los turcos, quienes permitieron la coexistencia de diferentes credos sin recurrir a la fuerza. En su opinión, la imposición violenta de una religión solo alimenta el rechazo y el ateísmo, lo que a largo plazo socava la cohesión del Estado. Sostiene que el príncipe debe fomentar la verdadera religión a través del ejemplo y la educación, no mediante la coerción.

Finalmente, Bodin identifica varias causas de sedición, como la injusticia, la desigualdad económica y la impunidad de los delitos, y enfatiza la importancia de abordarlas para garantizar la paz social. También critica el abuso de la elocuencia por parte de oradores y predicadores que incitan a la rebelión, señalando que su influencia puede desatar conflictos devastadores. En suma, Bodin aboga por un liderazgo prudente y equilibrado, capaz de prevenir y resolver divisiones internas mientras protege la estabilidad y la unidad del Estado.

LIBRO V

Capítulo I: Procedimiento para adaptarla forma de la República a la diversidad de los hombres y el modo de conocer el natural de los pueblos

Jean Bodin explora la diversidad de características entre los pueblos y su impacto en la configuración y el gobierno de las Repúblicas. Argumenta que los Estados deben adaptarse a las particularidades de sus ciudadanos y el entorno natural, ya que ignorar estas diferencias puede llevar a la inestabilidad y destrucción. Según Bodin, las condiciones geográficas, climáticas y culturales influyen en las costumbres, temperamentos y habilidades de los pueblos, lo que determina sus fortalezas y debilidades en el ámbito político y social.

Bodin divide a los pueblos en tres grandes regiones climáticas: septentrional, central y meridional. Los pueblos del norte destacan por su fuerza física y vigor, aunque tienden a ser menos sofisticados en su pensamiento. En contraste, los pueblos del sur son ingeniosos y dados a la contemplación de las ciencias, pero también más susceptibles a los vicios y enfermedades. Los pueblos del centro, según Bodin, combinan fuerza y astucia, lo que los hace especialmente aptos para el gobierno, la creación de leyes y la construcción de imperios. A lo largo de la historia, las regiones centrales han sido cuna de grandes imperios y avances en leyes y ciencias políticas, mientras que los del norte han proporcionado ejércitos poderosos y los del sur, conocimientos filosóficos y científicos.

Las características naturales, como el clima, la altitud, la fertilidad del suelo y la cercanía al mar, también influyen en el carácter de los pueblos. Por ejemplo, los habitantes de montañas suelen ser fuertes y amantes de la libertad, mientras que los de valles fértiles tienden a ser más indulgentes y menos propensos al esfuerzo. Asimismo, los pueblos marítimos desarrollan mayor astucia debido a su participación en el comercio, y los habitantes de tierras estériles suelen ser más laboriosos y disciplinados por necesidad.

Bodin enfatiza que estas inclinaciones naturales no son absolutas ni determinantes, pero tienen un papel importante en la formación de las Repúblicas, sus leyes y costumbres. Además, señala que las leyes, la educación y las costumbres pueden transformar estas inclinaciones naturales, como lo demuestra el progreso de pueblos como los alemanes, quienes en tiempos de Tácito carecían de organización política pero posteriormente alcanzaron un alto nivel de desarrollo.

Por último, Bodin subraya que las diferencias entre los pueblos no son solo una cuestión de latitud, sino también de orientación geográfica, altitud y otros factores específicos del entorno. Estas variaciones explican, por ejemplo, por qué pueblos cercanos como atenienses y tebanos tenían temperamentos y costumbres tan diferentes. Concluye que, aunque las inclinaciones naturales de los pueblos no son inmutables, comprenderlas y adaptarse a ellas es fundamental para establecer y mantener un gobierno estable y próspero.


Capítulo II: Los medios de prevenir los cambios de las Repúblicas que provienen de la excesiva riqueza de unos y la pobreza extrema de otros

Jean Bodin identifica la desigualdad económica como una de las principales causas de sedición en las repúblicas. Argumenta que la acumulación de riqueza en manos de unos pocos y la pobreza extrema de la mayoría generan conflictos sociales que terminan en levantamientos. En la antigüedad, esta situación se veía agravada por la presencia de numerosos esclavos, quienes, tras comprar su libertad con ahorros o deudas, se encontraban en una pobreza extrema. Esto los llevaba a endeudarse más para sobrevivir, lo que finalmente desembocaba en revueltas contra los ricos, a quienes despojaban de sus propiedades y expulsaban de las ciudades para vivir a su manera.

Bodin retoma el pensamiento de Platón, quien consideraba la riqueza y la pobreza como "pestes" constantes para las repúblicas. Por ello, algunos legisladores antiguos intentaron promover la igualdad económica como medio para garantizar la paz y la amistad entre los ciudadanos. Bodin menciona la propuesta de Tomás Moro, quien en su obra Utopía abogaba por la abolición de la propiedad privada y la comunidad de bienes como única forma de alcanzar el bienestar colectivo. También señala el caso de Solón, quien eliminó las deudas y promulgó reformas para aliviar la pobreza, aunque sin lograr una igualdad completa.

Sin embargo, Bodin cuestiona la viabilidad de la igualdad absoluta, señalando que puede ser más perjudicial que beneficiosa. Argumenta que la confianza, base de la justicia y de las relaciones sociales, depende del cumplimiento de las promesas y contratos. Cuando se abolen deudas y se redistribuyen bienes de manera forzada, se genera desconfianza, lo que puede llevar a la desintegración del Estado. Asimismo, considera que repartir de manera igualitaria las tierras y propiedades heredadas es problemático, ya que fomenta envidia y conflictos entre iguales, lo cual puede derivar en desórdenes y guerras civiles.

En su análisis, Bodin defiende la existencia de ciertas desigualdades como fundamento de la estabilidad en las repúblicas. A su juicio, en contextos específicos, como la fundación de nuevas repúblicas, puede justificarse la división de bienes, pero siguiendo principios como los de la ley de Dios. Este modelo distribuía bienes de forma desigual pero equitativa, otorgando privilegios a los primogénitos y reservando derechos a ciertas familias, lo cual aseguraba el mantenimiento de estructuras sociales sólidas. Este sistema de prerrogativas y desigualdades mantenía la estabilidad de las familias y, con ello, la del Estado.

Finalmente, Bodin señala la acumulación de riquezas por parte de la Iglesia como un ejemplo de desigualdad que genera tensiones. Critica que, siendo una minoría en las repúblicas, la Iglesia poseyera enormes riquezas en forma de tierras, propiedades y rentas, sin estar sujeta a impuestos ni gravámenes. Esta concentración de recursos fue una de las causas de los conflictos sociales y políticos en Europa, aunque estos se justificaran bajo pretextos religiosos. La acumulación excesiva de bienes en manos de unos pocos, incluso en instituciones como la Iglesia, demuestra, según Bodin, los riesgos de una desigualdad desproporcionada que puede desestabilizar al Estado y generar sediciones.

Capítulo III: Recompensas y penas

Jean Bodin reflexiona sobre la importancia de las recompensas y las penas en la organización de las repúblicas, señalando que el descuido en su administración puede causar desórdenes, sediciones y guerras civiles. Según él, la raíz de estos problemas radica en el menosprecio de los buenos ciudadanos y la protección de los malos. Si bien las penas han sido extensamente tratadas en las leyes debido a la abundancia de vicios, las recompensas, esenciales para fomentar la virtud, han recibido menos atención. Los príncipes prudentes, advierte Bodin, suelen delegar la aplicación de penas a los magistrados, mientras se reservan la concesión de premios, pues esta estrategia les asegura el afecto de sus súbditos y evita el odio hacia su persona.

La forma de distribuir las recompensas varía según el tipo de república. En los estados populares, las recompensas suelen ser más honoríficas, ya que el pueblo, al preocuparse más por el provecho material, concede fácilmente los honores. En las monarquías, en cambio, los premios tienden a ser más provechosos que honoríficos, pues los príncipes prefieren limitar el prestigio de sus súbditos para evitar que aspiren a mayor poder. En las tiranías, este temor es extremo, y a menudo los gobernantes eliminan a los ciudadanos más ilustres por miedo a que representen una amenaza. Por otro lado, en los estados populares bien ordenados, el honor como recompensa motiva a los ciudadanos a actuar con virtud, especialmente en el ámbito militar, lo que explica por qué en estas repúblicas suele haber un mayor número de personas virtuosas.

Bodin subraya que el honor debe ser el resultado de la virtud, no su antecedente. Esta relación quedó simbolizada en la antigua Roma con el templo dedicado al honor y la virtud, cuya arquitectura exigía que se atravesara primero el espacio consagrado a la virtud antes de alcanzar el del honor. A través de ejemplos como los de Agripa, Fabricio y Cincinato, Bodin destaca que los romanos valoraban la virtud y el honor por encima de la riqueza, recompensando a los ciudadanos ejemplares con prestigio y reconocimiento, incluso cuando vivían en la pobreza.

El autor advierte del peligro de otorgar honores indiscriminadamente o de venderlos a cambio de dinero, ya que ello desvirtúa el valor del honor y abre la puerta a la corrupción. Quienes compran dignidades pierden el respeto hacia ellas, y el resultado es una república corroída por vicios e injusticias. Este problema, según Bodin, ha sido una de las mayores plagas de las repúblicas, y aunque algunos estados han intentado limitarlo mediante leyes, en muchos casos estas han sido anuladas, especialmente en monarquías donde la pobreza del soberano lo lleva a poner en venta los cargos públicos. Este comercio de dignidades degrada la justicia y la virtud, afectando gravemente al funcionamiento del Estado.

Bodin también expone que el príncipe debe ser cuidadoso en la concesión de recompensas. Es preferible recompensar a quienes lo merecen aunque no lo pidan, en lugar de ceder a los importunos. Las personas honorables valoran más un gesto sincero, como un reconocimiento o un trato amable, que una recompensa material. Sin embargo, también critica la idea de ser generoso sin discernimiento, ya que una liberalidad excesiva puede llevar al príncipe a la ruina y convertirlo en un tirano al tratar de recuperar lo que ha gastado.

Finalmente, Bodin propone que la distribución de recompensas y dignidades se realice con base en la justicia armónica, asignando responsabilidades según las capacidades y virtudes de cada individuo. El dinero debe destinarse a los más leales, las armas a los más valientes, y las posiciones de gobierno a los más sabios. Este sistema asegura que las recompensas refuercen los méritos y contribuyan al bienestar general de la república, evitando así que la corrupción y la desigualdad socaven su estabilidad.

Capítulo IV: Si es conveniente amar y aguerrir a los súbditos, fortificar las ciudades y mantener a al República en pie de guerra

Jean Bodin aborda el dilema sobre si es conveniente aguerrir a los súbditos y preferir la guerra a la paz, destacando los argumentos a favor y en contra. En primer lugar, Bodin presenta los beneficios de la paz como el estado ideal para una república bien ordenada. En este modelo, el rey obedece las leyes divinas y naturales, los súbditos están unidos en amistad y las virtudes florecen en un ambiente de tranquilidad. La guerra, en contraste, destruye este orden y propicia actos abominables como saqueos, asesinatos y violaciones, que son placenteros para los soldados pero detestables para las personas virtuosas. Por ello, concluye que debe evitarse aguerrir a los súbditos y buscar la guerra, salvo en casos de necesidad extrema, como la defensa frente a una agresión injusta.

Sin embargo, Bodin también expone argumentos que justifican la preparación para la guerra. Sostiene que las ciudades sin defensas, como murallas, son vulnerables a invasores, y que las comunidades se fundaron precisamente para proteger a sus miembros. Así, la fortificación y el entrenamiento militar son esenciales para garantizar la seguridad de los bienes y las vidas de los ciudadanos. Además, argumenta que el aguerrir a los súbditos fomenta el respeto por la ley y los magistrados, ya que un enemigo externo común puede unir a los ciudadanos y prevenir conflictos internos, como lo demuestra la historia de Roma. Según Bodin, un enemigo aguerrido refuerza la virtud en los súbditos, pues el temor al adversario actúa como un freno moral.

En cuanto al papel de la guerra en la política, Bodin señala que los líderes prudentes no deben desarmarse completamente, ya que la paz se sostiene mejor desde una posición de fuerza. Cita ejemplos históricos, como el de los romanos, quienes nunca pidieron la paz salvo en situaciones extremas, y concluye que el éxito en la guerra depende tanto de la virtud como de la preparación. Aconseja que los príncipes no deben esperar a que el enemigo ataque su territorio, sino que deben anticiparse a los peligros, siempre evaluando cuidadosamente los riesgos y beneficios de cada enfrentamiento. Esto requiere una estrategia que combine prudencia militar con recursos bien administrados.

Bodin advierte también sobre la separación de las funciones militares de otras actividades civiles, siguiendo el ejemplo de los romanos y griegos. Los soldados, al estar especializados en el arte de la guerra, deben permanecer apartados de la política y la justicia para evitar conflictos de interés y garantizar una obediencia ordenada dentro de la república. Además, considera que la fuerza militar debe estar compuesta por ciudadanos locales, evitando en lo posible la dependencia de tropas extranjeras, ya que estas últimas pueden convertirse en una amenaza para la soberanía del Estado.

En conclusión, Bodin propone que una república bien ordenada debe fortalecer sus fronteras, mantener un ejército entrenado y destinar recursos adecuados para el sustento y la recompensa de los soldados. Aboga por un sistema de entrenamiento continuo basado en modelos históricos como el de los romanos, y recomienda recompensar a los soldados distinguidos con privilegios y exenciones para fomentar la lealtad. Aunque reconoce los peligros de la guerra, subraya que la preparación para ella es esencial para la defensa y estabilidad de cualquier república, especialmente si está rodeada de vecinos ambiciosos. Este equilibrio entre la búsqueda de la paz y la preparación militar constituye, para Bodin, la clave de una república sólida y duradera.

Capítulo V: De la seguridad de las alianzas y tratados entre los príncipes

Jean Bodin reflexiona sobre los tratados entre príncipes, soberanos y súbditos, destacando su importancia en los asuntos de Estado y los diversos métodos para garantizar su cumplimiento. Sostiene que la clave para asegurar la estabilidad de un tratado radica en que las condiciones sean convenientes para ambas partes. Dependiendo de las circunstancias, las garantías pueden incluir la ratificación mediante matrimonios, rehenes, fortalezas o la desmovilización de los vencidos. Sin embargo, los tratados de protección presentan riesgos particulares, ya que a menudo derivan en una relación de dominio. Por ello, recomienda limitarlos en el tiempo y evitar que el protector ocupe posiciones estratégicas en el territorio del protegido.

En cuanto a las alianzas, Bodin señala que estas suelen beneficiar principalmente al aliado más fuerte, mientras que las pérdidas se reparten entre todos. Por esta razón, argumenta que la neutralidad puede ser más ventajosa, ya que permite al príncipe mantenerse alejado de conflictos ajenos, conservar la amistad de todos y, en algunos casos, incluso beneficiarse de las disputas entre otros. Sin embargo, también advierte que la neutralidad no siempre es efectiva. Un príncipe neutral, si carece de fuerza, puede quedar a merced de los vencedores, mientras que una neutralidad activa, como la de los príncipes poderosos que actúan como árbitros, puede otorgarles prestigio y seguridad.

Bodin también enfatiza la importancia de mantener un equilibrio de poder entre los Estados, ya que el crecimiento desmesurado de un príncipe podría amenazar la estabilidad general. Los neutrales deben vigilar para evitar que uno de los contendientes obtenga una ventaja desproporcionada. Aunque esta postura puede implicar fomentar conflictos entre vecinos, Bodin advierte que esta estrategia debe manejarse con cuidado, ya que, si se descubre, puede provocar alianzas en contra del neutral, como ocurrió con los venecianos.

En materia de lealtad a los tratados, Bodin condena el perjurio y la falta de fe, considerándolos equivalentes a la impiedad. La justicia, fundamento de las repúblicas, depende de la inviolabilidad de los acuerdos. Sin embargo, admite excepciones cuando el cumplimiento de un tratado es imposible o implica injusticias flagrantes, ya que un juramento no puede obligar a realizar actos contrarios al derecho natural. En cualquier caso, la fe entre príncipes debe mantenerse sagrada, pues ellos son los modelos de conducta para sus súbditos.

Para garantizar el cumplimiento de los tratados, Bodin propone mecanismos como la designación de árbitros imparciales o la limitación temporal de las alianzas. Esta última medida es particularmente relevante en Estados populares y aristocráticos, ya que estos no mueren y pueden renegociar los términos según las circunstancias. Aunque las alianzas perpetuas eran comunes en la antigüedad, Bodin advierte que su carácter ilimitado suele provocar incumplimientos, ya que las cargas perpetuas tienden a generar resentimiento. Limitar las alianzas a un periodo definido permite renovarlas según el interés mutuo y reduce las posibilidades de conflicto.

Finalmente, Bodin examina las complejidades de los tratados en casos específicos, como las alianzas con súbditos rebeldes o los pactos entre príncipes aliados enfrentados entre sí. Insiste en la necesidad de establecer términos claros, incluyendo la designación de jueces o árbitros y la estipulación de plazos para la ratificación, a fin de evitar ambigüedades que puedan dar lugar a deslealtades. En última instancia, Bodin subraya que la prudencia y la flexibilidad son esenciales para garantizar la estabilidad y el éxito de los tratados, salvaguardando así la seguridad y la grandeza de los Estados.


LIBRO VI: 

Capítulo I: La censura y si es conveniente saber el número de súbditos y obligarlos a que declaren los bienes que poseen

Jean Bodin reflexiona sobre la administración de lo común en la República, destacando la importancia de la censura como un instrumento esencial para garantizar el orden y la justicia. Considera que la censura, entendida como la evaluación y regulación tanto de las personas como de sus bienes, es indispensable para una buena administración de los recursos y para preservar la moralidad pública. Los censores, en su opinión, deben ocupar un lugar central en la estructura de la República, ya que su labor no solo permite un conocimiento detallado del estado de los habitantes y sus propiedades, sino que también contribuye a la disciplina y al orden social.

Bodin subraya las múltiples ventajas del censo. Por un lado, permite conocer el número, edad, condición y ocupación de los ciudadanos, datos cruciales para atender necesidades como la defensa, la producción y la distribución de recursos. Por otro lado, el censo de bienes facilita una distribución más equitativa de los impuestos y permite detectar fraudes y abusos por parte de recaudadores y otros funcionarios. A través de esta herramienta, las penas pecuniarias podrían ajustarse según la capacidad económica de los infractores, evitando excesos que superen la gravedad del delito. Aunque reconoce que la censura puede generar envidia entre ricos y pobres, argumenta que también elimina prejuicios y malentendidos sobre la verdadera situación económica de las personas.

En cuanto a la moralidad pública, Bodin considera que los censores son fundamentales para erradicar vicios como la vagancia, el perjurio, el juego, la embriaguez y otras prácticas perjudiciales que las leyes tradicionales no pueden controlar. La censura no solo corrige conductas nocivas, sino que también actúa como un medio preventivo contra la corrupción y la decadencia de la República. La falta de esta institución, afirma Bodin, conduce al deterioro de las leyes, la virtud y la religión, y permite que proliferen sectores dañinos para la sociedad, como los ateos, quienes desprestigian las normas divinas y humanas.

Otro aspecto crucial abordado por Bodin es la educación de la juventud, que considera una de las responsabilidades más importantes de la República. Critica que esta tarea esté relegada al ámbito privado y no se trate como un asunto de interés público. Además, denuncia los peligros del teatro y las comedias, que describe como focos de inmoralidad y corrupción, sugiriendo que los censores deben regular estas actividades para preservar la virtud y fomentar actividades físicas y culturales que contribuyan al bienestar del cuerpo y la mente.

En términos de autoridad, Bodin sostiene que los censores no deben tener jurisdicción propia ni verse involucrados en procesos legales, ya que su poder debe basarse en el respeto y la influencia moral más que en la coerción. Este modelo, inspirado en los antiguos censores romanos, destaca la eficacia de una autoridad basada en la palabra y la reputación. Sin embargo, también señala que en ausencia de censores, prelados, obispos e inquisidores han asumido estas funciones en varias sociedades, y considera que es preferible mantener la censura religiosa y temporal bajo una misma autoridad, en lugar de eliminarla por completo.

Finalmente, Bodin advierte que el abandono de la censura lleva inevitablemente al desprecio por las leyes, la virtud y la religión. Ilustra esta decadencia con el ejemplo de Roma, donde la pérdida de esta institución marcó el inicio de su declive moral y político. Concluye que la censura es una herramienta insustituible para preservar el buen orden y el progreso de cualquier República bien organizada, ya que actúa como garante del equilibrio entre la justicia, la moralidad y la administración efectiva de los recursos comunes.


Capítulo II: La hacienda pública

Jean Bodin aborda la gestión de la hacienda en las repúblicas como un tema fundamental para su estabilidad, organizando su análisis en tres aspectos principales: los medios honestos para obtener fondos, el uso adecuado de estos en beneficio de la república y la necesidad de reservar parte de los recursos para emergencias. Subraya que el manejo de la hacienda debe basarse en procedimientos que no solo sean efectivos, sino también morales, evitando las prácticas abusivas o deshonestas que, aunque comunes, minan la confianza pública.

En cuanto a los medios para obtener ingresos, Bodin identifica siete fuentes principales. La primera y más importante es el patrimonio de la república, que considera el método más seguro y honorable. Este patrimonio, compuesto por bienes públicos destinados a generar rentas, debe mantenerse inviolable y administrarse con prudencia, ya que pertenece a la república y no a los príncipes. Aunque reconoce la posibilidad de vender bienes públicos en circunstancias excepcionales, advierte que esto debe hacerse con gran cautela. El segundo medio son las conquistas, que permiten recuperar los gastos de guerra mediante el botín y la anexión de territorios, aunque siempre con moderación y buscando integrar a los vencidos en la comunidad. El tercer método son los presentes y donaciones de amigos o súbditos, que Bodin considera inestables y secundarios.

El cuarto procedimiento se refiere a las pensiones o tributos pagados por aliados, acordados mediante tratados para garantizar la protección mutua. Estas contribuciones son importantes, pero deben basarse en la equidad y el beneficio recíproco. El quinto medio es el comercio, aunque Bodin critica las prácticas abusivas de algunos príncipes que imponen condiciones desventajosas a sus súbditos. Recomienda, en cambio, promover un comercio justo que fortalezca la economía interna y beneficie a todos. El sexto recurso son los derechos sobre exportaciones e importaciones, que deben ajustarse para equilibrar las necesidades de la república y evitar la dependencia de bienes extranjeros. Por último, los impuestos sobre los súbditos son necesarios en situaciones críticas, pero deben imponerse con justicia, cargando más sobre los artículos de lujo y evitando gravar excesivamente las necesidades básicas.

En cuanto al uso de los fondos públicos, Bodin subraya la importancia de emplearlos de manera que beneficien a la comunidad y promuevan el bienestar general. Los recursos deben destinarse prioritariamente a la limosna, como enseñan las tradiciones hebreas, para garantizar la subsistencia de los pobres y mantener la paz social. También deben cubrirse los gastos de la casa real, el mantenimiento de las fortalezas y caminos, la construcción de edificios públicos y la fundación de instituciones educativas. Estas inversiones, además de mejorar la infraestructura y la seguridad, fomentan las artes y oficios, alivian la pobreza y refuerzan el vínculo entre el príncipe y sus súbditos, ya que demuestran que los impuestos se utilizan en beneficio colectivo.

Finalmente, Bodin destaca la necesidad de ahorrar una parte de los recursos como reserva para casos de emergencia, especialmente en tiempos de guerra o calamidad. Este principio de previsión es esencial para garantizar la estabilidad a largo plazo y evitar crisis financieras. Además, señala que una administración prudente de los fondos públicos contribuye a eliminar dos grandes males que amenazan a cualquier república: la ociosidad y la pobreza. Concluye que una gestión responsable y equitativa de la hacienda fortalece el orden social, la unión entre los ciudadanos y la legitimidad del gobierno.


Capítulo III: Procedimiento para impedir que las monedas sean alteradas de precio o falsificadas

Tanto los ricos como los pobres se ven perjudicados gravemente con estas falsificaciones. 

Si la moneda es inestable, los contratos, lo gravámenes, tasas, pensiones y rentas. Muchos negocios públicos y privados quedarían en suspenso, esto, sobre todo, no puede ser realizado por aquellos que tienen responsabilidad públicas como lo sería un príncipe. El príncipe no puede alterar el valor de la moneda contra su súbditos ni tampoco contra las naciones extranjeras, porque ahí está el derecho de gentes. De hacer esto, el príncipe se podría enfrentar a la reputación de falso monedero como lo fue Felipe, el Hermoso. 

Para evitar este tipo de cosas, Bodin nos dice que es preciso que las monedas sean siempre de metales simples, siguiendo el ejemplo del Emperador del Imperio Romano llamado Tácito, por el cual promulgó un edicto por el que se prohíba, bajo pena de prisión y confiscación de los bienes, mezclar el oro con la plata, o la plata con el cobre, o el cobre con el estaño o con el plomo.

La refinación de metales preciosos, como el oro y la plata, presenta desafíos significativos, ya que, según los refinadores, es imposible obtener oro de veinticuatro quilates o plata de doce dineros sin mezclar con otros metales. Por ello, se propone que el oro acuñado sea de veintitrés quilates y la plata de once dineros y doce granos. Esta medida garantizaría una mayor solidez y durabilidad en las monedas, además de mantener la proporción adecuada entre ambos metales, que es de aproximadamente doce a uno en Europa. Para lograr esto, es esencial acuñar las monedas de oro y plata con pesos iguales, evitando la creación de monedas más pesadas o livianas.

Al acuñar piezas de oro y plata con el mismo peso y aleación, se eliminarían las fluctuaciones de precios que actualmente dependen del capricho del pueblo o de los poderosos. Esto evitaría situaciones en las que se manipulan los precios para obtener ganancias desmedidas. Además, al implementar estas medidas, se reducirían las falsificaciones de moneda, permitiendo que cualquier persona, independientemente de su conocimiento, pueda identificar fácilmente la calidad del dinero.

Históricamente, la debilidad de la moneda de plata comenzó cuando se introdujo una mezcla con cobre para facilitar la importación por parte de los mercaderes. Sin embargo, esta medida resultó innecesaria dado que Francia cuenta con abundantes riquezas. La situación empeoró bajo el reinado de Felipe el Hermoso, quien redujo drásticamente el valor de la moneda de plata, perjudicando especialmente a los más desfavorecidos durante los cambios monetarios.

Las prohibiciones sobre la exportación de oro y plata son difíciles de hacer cumplir, lo que ha llevado a un comercio ilegal significativo. A pesar de las restricciones, los súbditos continúan alterando y fundiendo monedas debido a autorizaciones otorgadas a ciertos orfebres o por desobediencia a las leyes. Esto les permite evadir las regulaciones sobre el precio del marco de oro y plata y encarecer sus productos a su antojo.

Los problemas derivados del uso combinado de oro, plata y cobre son evidentes; eliminar esta mezcla facilitaría la detección de fraudes tanto por parte de súbditos como extranjeros. Así como el vellón no tenía curso en el reino debido a su falta de acuñación, se sugiere proscribirlo completamente para erradicar su uso. La solución definitiva también incluye la eliminación de oficiales monetarios innecesarios, dejando solo uno en cada ciudad para asegurar un control centralizado sobre la acuñación.

Finalmente, se propone seguir el ejemplo romano al acuñar monedas en forma de medallas esculpidas. Esta práctica no solo reduciría costos y facilitaría el proceso, sino que también garantizaría una mayor durabilidad y resistencia a la manipulación. De esta manera, se limitaría la capacidad de los falsificadores para mezclar metales y se fortalecería la integridad del sistema monetario.

Capítulo IV: Comparación de las tres Repúblicas legítimas, a saber, el Estado popular, aristocrático y real, y cómo la potestad real es la mejor

Sobre la República Popular
Bodin destaca que el Estado popular tiene como virtud fundamental la búsqueda de la igualdad entre los ciudadanos en términos de bienes, honores y justicia, siguiendo las leyes naturales. Esta forma de gobierno favorece la participación ciudadana y ha permitido, históricamente, el surgimiento de grandes figuras en diversos campos. Sin embargo, critica que la igualdad absoluta es imposible de alcanzar y contraria a la ley natural, pues las personas tienen capacidades y roles distintos. También señala que el Estado popular tiende a una administración deficiente del bien público, con frecuentes conflictos internos, impunidad y corrupción. En última instancia, Bodin concluye que esta forma de gobierno degenera en desorden y enmascara una tiranía de los más ambiciosos.

Sobre la República Aristocrática
Para Bodin, la aristocracia representa un término medio entre la igualdad absoluta de la democracia y el poder absoluto de la monarquía. Argumenta que los más nobles, ricos y virtuosos son los más adecuados para gobernar, dado su interés en la estabilidad del Estado. Sin embargo, advierte que las disputas entre los aristócratas, el descontento del pueblo y la posible ambición desmedida de algunos señores constituyen peligros inherentes a esta forma de gobierno. Reconoce que una aristocracia bien organizada y basada en la virtud puede ser eficaz, pero subraya que su sostenibilidad depende de una concordia poco común entre los gobernantes.

Sobre la Monarquía
Bodin considera la monarquía como la forma más excelsa de gobierno, ya que concentra la soberanía en una sola persona, lo que garantiza mayor estabilidad y rapidez en la toma de decisiones. A pesar de los peligros asociados a los cambios de monarca, guerras de sucesión y tiranías, sostiene que estos riesgos son menores en comparación con los conflictos internos y divisiones características de las democracias y aristocracias. La monarquía, según Bodin, se alinea con las leyes naturales, como la unidad de dirección que se observa en una familia o en el cuerpo humano. Además, destaca que los grandes pensadores de la antigüedad también defendieron esta forma de gobierno como la más adecuada para asegurar la paz y el bienestar de los súbditos.


Bodin concluye que, aunque las circunstancias pueden forzar a aceptar formas menos ideales de gobierno, la monarquía legítima es la más sólida y natural de las tres formas legítimas de República. Las democracias y aristocracias son intrínsecamente inestables y requieren un control constante para evitar su decadencia. Por ello, la monarquía se presenta como la mejor opción para garantizar la seguridad y felicidad de los ciudadanos.

Capítulo V: La monarquía bien ordenada y real no se transmite por elección, ni por suerte, sino por recta sucesión al varón más próximo del linaje paterno, sin participación y con exclusión de las hembras

Bodin defiende que la monarquía hereditaria, transmitida al varón más próximo del linaje paterno sin partición, es la forma más segura y estable de gobierno. Considera que las monarquías electivas son inherentemente problemáticas, ya que generan anarquía tras la muerte del monarca, dividen al Estado en facciones y permiten que los bienes públicos se conviertan en propiedades privadas. Además, si se elige a un príncipe extranjero, este puede abandonar el reino o convertirlo en una colonia explotada. Las monarquías electivas, según Bodin, fomentan la rivalidad, la corrupción y el asesinato, como demuestra la historia de Alemania, donde numerosos emperadores electos fueron envenenados o asesinados.

Bodin señala que el derecho hereditario debe seguir estrictamente el linaje paterno y favorecer al primogénito, ya que esta es una regla natural que garantiza el orden y la estabilidad. Cuando se ha intentado violar esta norma, se han producido guerras civiles y desórdenes. Advierte también que dividir una monarquía entre varios herederos la transforma en una poliarquía, con el consecuente riesgo de conflictos internos, como ocurrió en los reinos merovingios. Los sucesores de Hugo Capeto, según Bodin, aseguraron la grandeza de la monarquía francesa al excluir a los bastardos, limitar el poder de los nobles y evitar compartir la soberanía entre miembros de la familia real.

Bodin argumenta que la ginecocracia (gobierno de mujeres) es contraria a la ley natural y divina, que otorga al hombre la fuerza, la prudencia y el mando. Sostiene que las mujeres no deben ejercer soberanía ni cargos públicos, ya que su gobierno expone al Estado a peligros internos y externos. En el caso de una reina casada, la soberanía puede quedar comprometida en favor de su esposo, mientras que una reina soltera debilita al Estado, especialmente en naciones de carácter fuerte. Para Bodin, estas circunstancias justifican la exclusión de las mujeres de la sucesión al trono.

Bodin considera que la monarquía hereditaria masculina, indivisible y basada en el linaje paterno, es la forma más adecuada de gobierno. Las monarquías electivas y aquellas que permiten la sucesión femenina son inestables y contrarias al orden natural, lo que las hace menos efectivas para garantizar la seguridad y la unidad del Estado.


Capítulo VI: de la justicia distributiva, conmutativa y armónica y de su proporción en el Estado real, aristocrático y popular

Bodin argumenta que la monarquía real, templada por elementos aristocráticos y populares, constituye la forma más excelente de gobierno, ya que combina los principios de justicia distributiva (geométrica) y justicia conmutativa (aritmética) en lo que él denomina justicia armónica. Esta proporción armónica, derivada de los principios matemáticos y jurídicos, permite unir los extremos de la sociedad, promoviendo tanto la equidad como la estabilidad. En este esquema, la monarquía mantiene su singularidad como forma simple, mientras el gobierno se compone equilibradamente, sin confundir las tres formas clásicas de República. Según Bodin, un reino es más perfecto cuanto más se acerca a esta armonía.

La justicia armónica, en palabras de Bodin, supera a las justicias geométrica y aritmética al combinar sus virtudes y evitar sus defectos. Mientras que la justicia geométrica distribuye recompensas y castigos según el mérito y la calidad de las personas, y la aritmética busca una igualdad estricta e inmutable, la armónica introduce un término medio que ajusta proporcionalmente las relaciones entre nobles y plebeyos, ricos y pobres, adaptándose a las circunstancias concretas. Este enfoque, ejemplificado en la proporción matemática, equilibra la rigidez de la regla aritmética con la flexibilidad de la geométrica, ofreciendo un modelo de justicia más completo y duradero.

El gobierno armónico, según Bodin, también debe manifestarse en la organización social y política. Los cargos y beneficios deben distribuirse teniendo en cuenta tanto los méritos individuales como las circunstancias sociales, combinando a nobles con plebeyos y a ricos con pobres en instituciones colegiadas. Este equilibrio previene la envidia entre iguales, fomenta la cooperación entre clases sociales y refuerza la estabilidad del Estado. Además, Bodin subraya que los méritos no deben ser exclusivamente virtudes personales, ya que los virtuosos son pocos y fácilmente desplazables; en cambio, propone integrar la virtud con la nobleza o la riqueza para garantizar un sistema político viable.

La monarquía armónica, en su visión, requiere que el príncipe actúe con sabiduría, conciliando los intereses de los diferentes estamentos sociales y gobernando con justicia. El príncipe debe ser el eje central que unifica al Estado, de la misma manera que la unidad matemática subyace a todos los números. Según Bodin, el gobierno del rey debe inspirarse en el orden del universo y en las virtudes cardinales de prudencia, fuerza y templanza, que guían a los tres Estados —eclesiástico, militar y popular— hacia una armonía con el soberano. Esta estructura asegura la concordia social y la estabilidad política, haciendo del Estado real armónico el más excelso y perfecto de todos.

Finalmente, Bodin compara esta armonía política con la del cosmos y la música, donde elementos opuestos se combinan para formar una unidad superior. En su visión, el gobierno ideal refleja la armonía divina, donde los contrastes de virtudes y vicios, fuerzas y debilidades, se integran en una República bien ordenada. Así, el monarca sabio no solo debe regir según las leyes y la equidad, sino también inspirarse en el equilibrio universal para lograr la paz y la estabilidad, que son los fines últimos del gobierno y de la justicia.


Conclusión

En términos generales, "Los seis libros de la República" trasciende su tiempo al ofrecer una visión sistemática y racional del Estado, marcando una transición del pensamiento político medieval al moderno. Su obra combina elementos de la filosofía clásica, la jurisprudencia y la experiencia política, convirtiéndose en un punto de referencia para debates sobre soberanía, justicia y gobernanza. Aunque algunas de sus ideas son discutibles desde una perspectiva actual, su énfasis en la necesidad de una autoridad central fuerte y su preocupación por el equilibrio entre poder, justicia y equidad siguen siendo relevantes en la discusión política contemporánea.