viernes, 12 de diciembre de 2025

Plutarco - Los deberes del matrimonio

Los deberes del matrimonio es un breve pero profundo tratado en el que Plutarco reúne 48 consejos destinados a dos de sus antiguos discípulos, Poliano y Eurídice, recién unidos en matrimonio. A través de pequeñas historias, aforismos y ejemplos morales, el autor condensa las enseñanzas filosóficas que ambos escucharon en su juventud, ofreciéndoles una guía práctica para construir una vida en común basada en la armonía, la templanza y el respeto mutuo. Lejos de limitarse al simple deber cívico de la procreación, Plutarco concibe el matrimonio como una symbíosis espiritual, una comunidad de vida y de alma donde la educación, la virtud y la amistad conyugal juegan un rol central. Su visión, influida por la tradición estoica pero también innovadora, dignifica la figura de la esposa, fomenta la participación intelectual de ambos cónyuges y sitúa al amor como fundamento de la concordia matrimonial.

LOS DEBERES DEL MATRIMONIO

Plutarco abre Deberes del matrimonio adoptando un tono íntimo y ceremonial: se dirige directamente a Poliano y Eurídice, sus antiguos discípulos, y vincula su carta con los ritos tradicionales del matrimonio griego. La alusión inicial a la sacerdotisa de Deméter, que unía a los esposos en privado, ofrece un marco simbólico: el matrimonio no es solo un hecho social, sino un pacto sagrado que requiere guía y sabiduría. De ahí que Plutarco justifique enviarles este “regalo” filosófico, comparando su obra con los himnos nupciales y con la música que armoniza las cuerdas de la vida conyugal; la filosofía, dice, es la afinadora de esa armonía, pues ayuda a que los esposos se vuelvan afables, atentos y afectuosos.

Plutarco insiste en que lo que ofrece no son tratados abstractos, sino un compendio práctico de enseñanzas que ambos escucharon en su juventud, ahora expresadas en comparaciones breves y memorables para facilitar su recuerdo. La imagen de las Musas acompañando a Afrodita remarca la idea central del tratado: el amor físico necesita el complemento de la razón, del discurso y de la educación para convertirse en una relación duradera. Por eso los antiguos —explica— colocaban estatuas de Hermes, de la Persuasión y de las Gracias junto a Afrodita, pues el matrimonio requiere inteligencia, suavidad y cooperación mutua para prosperar. Incluso Solón, con su curioso precepto del membrillo antes del acto matrimonial, simboliza para Plutarco la necesidad de que el primer gesto sea dulce, armonioso y verbal antes que puramente físico.

A partir de ahí, Plutarco introduce una serie de imágenes moralizantes que revelan su enfoque pedagógico. La corona de espárragos en Beocia simboliza que, aunque el comienzo puede ser áspero —como las espinas del tallo—, el fruto del matrimonio será dulce si ambos esposos soportan con paciencia los primeros roces y dificultades. Quienes abandonan a la esposa por sus primeros recatos se asemejan a quienes renuncian a una vid por probar una uva verde, o a quienes dejan un panal porque la abeja los picó: son impulsivos, incapaces de ver el valor que crecerá con el tiempo.

Plutarco continua con una advertencia importante: el amor apasionado de los recién casados es como la llama que prende en paja o en mechas, rápida y brillante pero también fácil de extinguir si no se alimenta con virtud, razonabilidad y constancia. El enamoramiento corporal debe anclarse en la moral y la razón para convertirse en un afecto estable. Lo mismo ocurre con la crítica a los “filtros y hechizos”, símbolo de todas las manipulaciones afectivas. Las mujeres que conquistan a los hombres por medios turbios —dice Plutarco con un ejemplo tomado de Circe— terminan rodeándose de maridos “corrompidos”, que no pueden ser compañeros reales. Solo una relación basada en la sensatez permite que el amor sea profundo y duradero.

En otra comparación llamativa, Plutarco denuncia a las mujeres que prefieren dominar a maridos necios antes que convivir con esposos sensatos: actúan como quien elige guiar a un ciego en vez de caminar junto a alguien que ve el camino. La crítica también apunta a los hombres: quienes, por inseguridad o debilidad, se humillan para controlar mejor a sus esposas nobles o ricas no mejoran como personas, sino que rebajan la relación misma. 

Rol de la mujer

Plutarco muestra cómo debe comportarse una mujer sensata dentro del matrimonio. La primera imagen —la de la luna, que se ve más brillante lejos del sol— sirve para invertir la metáfora: mientras la luna se eclipsa cuando se acerca al sol, la mujer virtuosa debe ser más visible y resplandeciente cuando está junto a su esposo, y más reservada cuando él no está presente. Con ello, Plutarco subraya la idea antigua de la aidos (pudor) femenino, pero inmediatamente la matiza: el pudor no es ausencia de presencia, sino disposición moral. Por eso rebate a Heródoto, afirmando que la mujer no pierde su pudor al quitarse el vestido; al contrario, una esposa prudente lo conserva y lo expresa mediante el respeto mutuo que ella y su esposo se profesan. El matrimonio, para Plutarco, descansa sobre esa combinación de afecto y decoro.

A continuación, introduce una imagen musical: cuando dos voces cantan juntas, la grave domina y da unidad al conjunto. Así debe funcionar el matrimonio: ambas voluntades deben estar de acuerdo, pero la mujer reconoce en la prudencia del marido la guía de la casa. La lógica de Plutarco no apunta a la sumisión irreflexiva, sino a la armonía de roles. Lo demuestra con una fábula conocida: el viento del norte no logra quitarle el manto al viajero, pero el calor del sol sí. Con esta analogía enseña que muchas mujeres reaccionan con enojo cuando se les intenta imponer austeridad por la fuerza, pero aceptan con gusto la moderación cuando se las convence con razones. La persuasión, no la violencia, es el método adecuado para lograr virtud en la vida doméstica.

Luego trata la cuestión del pudor público. Cita a Catón, quien expulsó del senado a un hombre por besar a su esposa frente a su hija, para señalar que, si las muestras de afecto deben ser discretas, con mayor razón lo deben ser las discusiones y los reproches. Así como las caricias pertenecen al espacio privado, también las correcciones deben hacerse en intimidad, sin humillar públicamente al otro. La comparación con un espejo resulta clara: un espejo de oro es inútil si no refleja bien; del mismo modo, una mujer rica o noble no aporta nada si no armoniza su carácter con el de su marido. La falta de sintonía emocional —reír cuando él está serio o mostrarse apagada cuando él quiere ternura— es vista como desdén o antipatía, nociones que Plutarco considera destructivas para la vida matrimonial.

Plutarco continúa con otra analogía tomada de la geometría: así como las líneas y superficies solo se mueven si se mueven los cuerpos a los que pertenecen, así también la mujer debe participar de los placeres y preocupaciones del marido, sin buscar placeres separados ni mundos paralelos. Las parejas que no comparten comidas, risas y actividades terminan aprendiendo a disfrutar separados. De ahí la crítica a los hombres que excluyen a sus esposas: al hacerlo, fomentan que ellas creen intereses independientes. La referencia a los reyes persas sirve para matizar esta idea: aunque excluían a sus esposas de los banquetes licenciosos, Plutarco interpreta este gesto como respeto hacia ellas; de manera análoga, recomienda a las mujeres no enfadarse si el marido comete alguna falta con una sirvienta, pues —según la lógica antigua— lo hace por no mancillar la dignidad de la esposa. Aunque esta visión es propia del contexto histórico, sirve a Plutarco para insistir en que las costumbres del esposo moldean a la esposa: un hombre entregado a la virtud hace virtuosa a su mujer; uno entregado al placer, la vuelve licenciosa.

La obra continúa con una anécdota espartana que muestra el equilibrio esperado en la intimidad: la esposa no debe iniciar el acercamiento sexual, pero tampoco rechazarlo cuando el marido lo muestra; para Plutarco, la iniciativa excesiva es impropia de una mujer honesta, y el rechazo constante es arrogancia o falta de afecto. En cuestiones sociales, Plutarco añade que la mujer no debe tener amistades exclusivas fuera del círculo del marido ni participar en cultos privados o supersticiones extranjeras, práctica común en el mundo romano. La unidad religiosa refuerza la unidad doméstica.

Plutarco retoma una idea platónica: en una comunidad ideal no se habla de “lo mío” o “lo tuyo”. En el matrimonio, esta fusión es aún más profunda, porque la naturaleza misma —a través del cuerpo y la generación de los hijos— mezcla a los esposos de tal modo que sus bienes deberían ser igualmente comunes. Hasta las propiedades que la esposa aporta deben considerarse parte del hogar, sin dividirlo en esferas separadas. El contraste final entre los matrimonios de Helena y Paris, frente al de Odiseo y Penélope, resume la enseñanza moral: la unión fundada en el placer y la vanidad destruye ciudades; la basada en prudencia, sagacidad y virtud es estable y digna. La anécdota del romano que repudia a su esposa “como un zapato que parece perfecto, pero aprieta donde nadie ve” advierte que la dote, la belleza o el linaje no sostienen un matrimonio: solo el carácter, la conversación amable y la disposición afectuosa pueden mantenerlo sano. Y son precisamente los pequeños disgustos diarios, invisibles para la mayoría, los que más corroen la vida conyugal si no se atienden.

Esencia conyugal

La verdadera “magia” conyugal no está en hechizos ni filtros, sino en el carácter. La anécdota de la concubina tésala acusada de emplear hechizos con Filipo sirve para invertir la sospecha: cuando Olimpias la ve hermosa y de conversación elegante, concluye que esos son sus verdaderos “encantos”. Plutarco remata: una esposa legítima es invencible si reúne en sí todo —dote, linaje, atractivo, el “cinturón de Afrodita”— pero lo pone al servicio de la moral y de la virtud. No basta con ser guapa o bien nacida; lo decisivo es el modo de ser, que hace que el marido la ame por lo que ella es, no solo por lo que trae.

Luego aparece otra escena con Olimpias que refuerza el mismo punto: al ver que un joven músico se casa con una mujer hermosa pero de mala fama, comenta que “no debe ser inteligente, porque se ha casado con los ojos”. Plutarco critica así dos criterios errados: casarse “por los ojos” (solo por la belleza) o “por los dedos” (contando la dote). El acento está en la convivencia: el criterio central no es cuánto aporta la esposa en dinero o apariencia, sino cómo va a vivir con el marido, qué tipo de compañera será. El matrimonio, por tanto, es una elección ética, no estética ni económica.

La referencia a Sócrates y al espejo introduce otro eje: la relación entre apariencia y virtud. Los jóvenes feos —dice— deberían corregirse con la virtud, y los hermosos no arruinar su belleza con el vicio. Aplicado a la mujer casada, Plutarco imagina un pequeño diálogo interior frente al espejo: si es fea, puede consolarse pensando “¿y cómo sería si además no fuera prudente?”; si es hermosa, puede exigirse: “¿en qué me convertiré si también soy prudente?”. La idea es que la fealdad compensada por un buen carácter se vuelve motivo de orgullo, porque el afecto del marido recae más en las costumbres que en el cuerpo.

La historia de Lisandro y los regalos rechazados para sus hijas enlaza con la crítica a los adornos externos. El espartano se niega a aceptar vestidos y joyas lujosas porque “las avergonzarían más que embellecerlas”. Sófocles y Crates refuerzan el mismo criterio: el verdadero adorno es aquello que realmente embellece, y eso no es el oro ni la púrpura, sino la dignidad, la moderación y el recato. Plutarco propone así una estética moral: la mujer se “vista” ante todo de virtud, y solo en segundo plano de cosas materiales.

El pasaje sobre el sacrificio a Hera introduce el tema de la ira en el matrimonio. Al arrancar la hiel antes de ofrecer el animal, el rito simboliza que la cólera y el rencor no deben entrar en la vida conyugal. La severidad de la señora de la casa —dice Plutarco— debe ser como la de un buen vino: fuerte pero agradable, no amarga como el aloe o como un remedio áspero. Es decir, la mujer puede y debe tener firmeza, pero una firmeza suavizada por la mansedumbre y el buen trato.

La anécdota de Jenócrates y las Gracias sirve para añadir un matiz: no basta con ser moralmente recto, también hacen falta “gracias”, encantos de carácter. Plutarco sostiene que una esposa prudente debe procurar que su marido viva con ella “agradablemente y sin estar airado precisamente porque es prudente”. La moderación sin amabilidad se vuelve odiosa, como la suciedad arruina la sencillez. Critica a las mujeres que, por temor a parecer atrevidas, nunca bromean ni se ríen con sus maridos: confunden decoro con frialdad. El ideal es un equilibrio: huir de lo vulgar y ostentoso, pero al mismo tiempo cultivar la simpatía, el humor y la delicadeza cotidiana.

Donde la naturaleza de la mujer es más difícil —antipática, violenta, áspera—, Plutarco pone el acento en la paciencia del marido. Recurre a Foción, que se negaba a ser a la vez amigo y adulador: el esposo, con una mujer prudente pero poco afectuosa, no podrá tenerla como amante cariñosa, pero sí como compañera honesta. Es un reconocimiento realista de límites de carácter: a veces la virtud viene con aristas, y la tarea del marido es tolerarlas sin intentar convertir a la esposa en algo que no es.

Las referencias a las mujeres egipcias sin calzado y a las mujeres que solo se quedan en casa si se les quitan los adornos luxuosos apuntan a una crítica al lujo femenino, típico del tono moralizante antiguo. Plutarco sugiere que, reducidas las vanidades externas, muchas mujeres se verían “obligadas” a permanecer en la esfera doméstica. Hoy puede sonar duro, pero en su contexto expresa el ideal de una vida femenina centrada en el hogar y no en el exhibicionismo público.

La anécdota de Téano introduce el pudor en el habla. Al mostrar su brazo y recibir el elogio de que es “hermoso”, responde: “pero no público”. Plutarco transfiere esta idea a la palabra: no solo el cuerpo, también el discurso de la mujer no debe ser “público” sin cuidado. La palabra descubre el interior —sentimientos, carácter, disposiciones—, de modo que la mujer prudente debe cuidar ante quién y cómo habla. La estatua de Afrodita con un pie sobre una tortuga, obra de Fidias, refuerza este simbolismo: la tortuga indica casa y silencio; la mujer, idealmente, debe cuidar el hogar y hablar sobre todo con su marido o por medio de él en asuntos externos. Nuevamente aparece la jerarquía de género clásica: la voz pública es del hombre, la voz de la mujer es mediada.

Plutarco cierra esta sección con una reflexión sobre autoridad y unión. Compara al marido con el alma y a la mujer con el cuerpo: el hombre debe gobernar, pero no como un amo sobre sus bienes, sino como un principio que comparte sentimientos y cuida. Del mismo modo que hay que gobernar el cuerpo sin esclavizarse a sus placeres, debes mandar sobre la mujer halagándola y agradándola, no oprimiéndola. Retoma, además, una distinción filosófica entre cuerpos “agregados” (como una flota), “ensamblados” (como una casa) y “unificados” (como un ser vivo). El matrimonio ideal es de este último tipo: una sola naturaleza, donde cuerpos, bienes, amigos y parientes se mezclan. Los matrimonios por dote o solo por hijos son como estructuras ensambladas; los basados solo en el placer, meros contactos sin verdadera vida en común.

La alusión a la ley romana que prohíbe regalos entre cónyuges no busca separar, sino subrayar que todo debe ser tan común que no tenga sentido “darse” algo el uno al otro. Desde ahí, la costumbre de Leptis —la olla denegada por la suegra— aparece como advertencia: las tensiones con la suegra son casi inevitables, pero la esposa debe evitar usar esos pretextos para alimentar conflictos. La “medicina” que propone Plutarco es fina: ganar el afecto del marido sin enfrentarlo con su madre, reforzar el vínculo sin romper el otro.

Es agradable, dice, que la esposa muestre más respeto por los padres del marido que por los propios, que confíe en ellos incluso cuando está afligida. La lógica es sencilla: la confianza genera confianza, el amor despierta amor. La mujer, al inclinarse hacia la familia del marido, fortalece la cohesión del nuevo núcleo familiar. 

Así como los generales de Ciro aconsejaban a los soldados responder con silencio al grito enemigo y con gritos al silencio del adversario, la esposa sensata debe “contragolpear” la ira del marido con calma. Si él alza la voz, ella guarda silencio; cuando él se calma, entonces habla para apaciguarlo. La idea es clara: el matrimonio no es simetría de impulsos, sino arte de compensar. La verdadera prudencia consiste en no encender más el conflicto, sino en saber en qué momento la palabra reconcilia y en qué momento solo echa más leña al fuego.

Con la crítica a usar la lira en los banquetes, Plutarco introduce otro principio: la música (y, por extensión, el amor) es más necesaria en el dolor que en el placer. Por eso denuncia a las parejas que, por gusto, comparten cama, pero cuando se enfadan se castigan durmiendo separados. A su juicio, Afrodita es “la mejor médica” de esos males: la intimidad sexual, lejos de ser solo un entretenimiento, tiene fuerza reconciliadora. La cita de Hera que promete “anular rencillas llevando al lecho” apunta a lo mismo: la cama puede sanar lo que la cama ha herido, pero solo si los esposos no convierten el dormitorio en campo de batalla. De ahí la anécdota de la mujer con dolores de parto: si la cama ha sido origen de resentimiento, luego es muy difícil que otro lugar repare ese daño.

Luego Plutarco se detiene en un foco clásico de conflicto: los celos alimentados por terceras personas. Hermíone se queja de que “las visitas de malas mujeres” la han matado; Plutarco aclara que no es la simple visita, sino el oído abierto a la murmuración lo que destruye el matrimonio. La mujer sensata debe “cerrar sus oídos” a las amigas chismosas que le inflaman contra su marido. La anécdota de Filipo es magistral: si los griegos hablan mal de él aun tratándolos bien, ¿qué pasaría si los maltratara? La esposa debe contestar igual a las amigas que le dicen “te hace sufrir pese a que eres honrada”: “¿y cómo sería si yo lo odiara y lo tratara mal?”. Es una invitación a mirarse a sí misma y a no dejar que el círculo de amigas se convierta en coro de resentimiento.

Plutarco ilustra la lógica “enemiga” de la rival amorosa con el ejemplo del esclavo fugitivo refugiado en un molino: el amo dice “no podría encontrar mejor sitio para verte que este”, pues el castigo habitual del esclavo era precisamente el molino. De igual modo, si la mujer abandona su casa y su lecho por celos, se instala en el lugar donde más se alegra su rival. El mejor “golpe” a la amante no es la fuga, sino conservar el hogar y el vínculo. A continuación introduce la metáfora de la “siembra matrimonial”: así como Atenas celebra fiestas agrícolas en distintos lugares (Esciro, Raria, Busigio), la unión sexual legítima es la siembra sagrada destinada a los hijos. Por eso exige pureza: no derramar una semilla de la que no se quiere fruto y de la que luego habría vergüenza. La sexualidad matrimonial debe estar libre de relaciones ilícitas, tanto por respeto a la esposa como por respeto a los posibles hijos.

El caso de Gorgias, incapaz de mantener concordia entre sí mismo, su mujer y su criada, sirve para ridiculizar a quien predica armonía en público pero vive en guerra en casa. Si ama a la criada y su esposa está celosa, es su hogar el que desmiente sus palabras. Plutarco insiste: quien quiera unir una ciudad o un grupo debe empezar por su propia casa. Enseguida vuelve sobre la fidelidad masculina con imágenes muy plásticas: así como sería cruel que un hombre siguiera perfumándose si supiera que el olor vuelve loca a su mujer, es injusto que, por un pequeño placer con otras mujeres, perturbe y haga sufrir a la esposa. La referencia a las abejas que se irritan con hombres que han estado con otras mujeres es una superstición que le sirve para un argumento moral: el marido debe acercarse a su esposa “puro y limpio” de otras compañías.

Plutarco también pide a las mujeres que consideren los límites y manías de sus maridos: si algunos se enfurecen con ciertos colores o ruidos (púrpura, címbalos, tambores), la esposa prudente evita irritarlos con esos estímulos, igual que uno evitaría agitar a toros o tigresas con rojo o tamborazos. No se trata de sumisión ciega, sino de convivir “tranquila y agradablemente”. La anécdota de la mujer que responde a Filipo “cuando se apaga la lámpara todas las mujeres son iguales” es una bofetada al adúltero, pero Plutarco la usa al revés: precisamente cuando se apaga la luz la esposa debe no ser igual que las otras, sino distinguirse por su virtud, fidelidad y entrega. La oscuridad es prueba de consciencia: aunque nadie la vea, su cuerpo pertenece solo al marido.

Después gira hacia el rol del marido como modelo. Plutarco recuerda la exhortación de Platón a los ancianos: su pudor enseña pudor a los jóvenes. De lo mismo depende el matrimonio: el marido debe respetar, sobre todo, a su esposa, porque el lecho conyugal es escuela de modestia o de desenfreno. Si él disfruta en secreto de los mismos placeres que prohíbe a su mujer, se vuelve incoherente e hipócrita. También corrige a Poliano: si quiere que Eurídice renuncie a lujos superfluos, no puede, al mismo tiempo, embriagarse de oro, pinturas y ornamentos en la casa y en los animales. No se puede expulsar el lujo del dormitorio mientras reina en la sala del amo.

En el tramo final, Plutarco vuelve a su tema predilecto: la filosofía como verdadero adorno matrimonial. Le dice a Poliano que, en lugar de obsesionarse por el aspecto externo de su esposa, adorne su propio carácter con discursos filosóficos, y luego comparta esas ideas con ella. Que sea para Eurídice a la vez padre, madre, hermano y maestro. El ideal es precioso: que la esposa pueda decir “tú eres para mí guía, filósofo y maestro de las cosas más bellas y divinas”. Una mujer que estudia geometría —dice— se avergonzará de bailar indecorosamente; la que lee a Platón y Jenofonte se reirá de las magias y filtros amorosos. Sus “embarazos” interiores serán de ideas nobles, no de caprichos y pasiones monstruosas, como las “molas” que se forman sin verdadera generación.

Por último, Plutarco se dirige a Eurídice: le pide que se adorne con las máximas de sabios y con la educación filosófica recibida junto a él. Esos adornos son gratuitos y duraderos, a diferencia de perlas y sedas. Pone como modelos a mujeres célebres por su virtud y sabiduría (Teano, Cleobulina, Gorgo, Timoclea, Claudia, Cornelia) y cita a Safo, orgullosa de “las rosas de Pieria”. La esposa culta y virtuosa lleva esas rosas en el alma: su verdadero lujo son los frutos de las Musas, es decir, la cultura y la filosofía compartidas con su marido. Así cierra Plutarco: el matrimonio feliz no lo construyen ni la belleza ni la dote, sino una alianza entre amor, virtud y educación compartida.

Conclusión

En suma, Plutarco concluye que un matrimonio florece no por el azar ni por la mera convivencia, sino por la armonía que nace cuando ambos cultivan la virtud y se convierten en compañeros en la vida y en el pensamiento. La calma frente al enojo, la fidelidad sin doblez, la resistencia a los chismes, el dominio de los celos y la educación compartida son, para él, los verdaderos adornos del hogar. Allí donde la filosofía orienta el carácter y el amor guía las acciones, la cama deja de ser campo de batalla y se convierte en un espacio de concordia: el lugar donde se siembra, se cuida y crece la felicidad conyugal.

Plutarco - Sobre la fortuna

En Sobre la fortuna, Plutarco entra de lleno en una vieja disputa filosófica: ¿gobierna nuestra vida una fuerza ciega e imprevisible, o son la inteligencia, la prudencia y la sensatez las verdaderas arquitectas del destino humano? Tomando como punto de partida un verso atribuido a Queremón —celebrado por los peripatéticos y criticado por otras escuelas—, Plutarco construye un alegato vibrante en favor de las capacidades racionales del ser humano frente al aparente poder de la fortuna. Con ejemplos históricos, estilo polémico y un trasfondo que dialoga con el pensamiento estoico, el tratado sostiene que la suerte puede otorgar fuerza, belleza o nacimiento favorable, pero solo la inteligencia convierte esos dones en verdadera excelencia. Así, Plutarco propone una visión activa y responsable de la vida: no somos juguetes del azar, sino seres capaces de transformar nuestras circunstancias mediante la previsión, el juicio y el carácter.

SOBRE LA FORTUNA

Plutarco comienza este tratado cuestionando de manera frontal el verso de Queremón que afirma que la fortuna y no la discreción rige los designios humanos. Su estrategia es poner inmediatamente ejemplos históricos que muestran lo contrario: si la fortuna fuese la única fuerza que gobierna nuestras acciones, entonces la pobreza voluntaria de Arístides, la continencia de Escipión tras la victoria en Cartago o la integridad de Alejandro respecto de las cautivas serían simples accidentes del azar. Plutarco demuestra que esa interpretación es absurda: estos actos no se explican por suerte, sino por virtudes deliberadas —justicia, moderación, templanza— que solo pueden brotar de un carácter guiado por la razón. Del mismo modo, si los comportamientos viciosos de Filócrates, Lástenes o Eutícrates fueran “culpa de la fortuna”, no habría diferencia moral entre un traidor humano y un animal impulsado por instintos. Con esta ironía, Plutarco evidencia que atribuirlo todo al azar vacía de sentido la responsabilidad moral.

Después profundiza en la dimensión filosófica del problema. Si existen virtudes como la justicia, la sensatez y el valor, debe existir necesariamente la inteligencia (phrónesis), raíz de todas ellas. Estas virtudes adoptan distintos nombres según la situación: sensatez en los placeres, valentía en los peligros, justicia en la vida social. Pero todas son expresiones de una misma potencia racional que permite al ser humano gobernarse a sí mismo. Si llamamos “obra de la fortuna” a estos actos racionales, entonces —dice Plutarco con sarcasmo— también deberíamos atribuir a la fortuna robar bolsas, vivir licenciosamente o actuar sin freno. Eso implicaría renunciar al pensamiento, a la deliberación y al juicio, dejando nuestra vida en manos de una fuerza ciega; es decir, convertirnos en polvo arrastrado por el viento. Frente a esta reducción, Plutarco cita versos de Sófocles que exaltan la búsqueda, el aprendizaje y la súplica a los dioses como acciones humanas gobernadas por la voluntad y la razón, no por el capricho de la fortuna.

Plutarco expone las consecuencias destructivas de creer que la fortuna lo gobierna todo. Si no existe discreción, tampoco existe reflexión, investigación, aprendizaje, tribunales, consejos ni instituciones políticas. Ninguna organización humana puede sostenerse si las acciones no se basan en juicios deliberados, sino en golpes de azar. La metáfora del “conductor ciego” resume la advertencia: quien renuncia a la razón y se abandona a la fortuna renuncia a su humanidad, a su responsabilidad y a su capacidad de orientar su propia vida. 

Plutarco continúa su refutación mostrando que resulta absurdo atribuir a la fortuna aquello que tiene causas claras en la naturaleza y en la inteligencia humana. Comienza con una comparación decisiva: nadie diría que ver es obra del azar; ver es fruto de los ojos, de la luz y de la facultad que permite interpretar lo que se percibe. Tampoco diríamos que oír depende de la suerte, sino de un mecanismo fisiológico y racional que capta vibraciones y las traduce en significado. Con esto, Plutarco apunta a un principio general: los sentidos, y las facultades que los acompañan, son instrumentos de la razón, creados por la naturaleza para servir a la inteligencia, no para actuar como juguetes de una fuerza ciega llamada fortuna. Así como sin el sol viviríamos en una noche eterna, sin la razón el hombre viviría en la misma oscuridad que los animales, incapaz de elevarse por encima de sus impulsos.

A partir de esta idea, Plutarco introduce la figura de Prometeo como símbolo de la racionalidad humana. En contraste con los animales, dotados por la naturaleza de defensas, fuerza, velocidad, cuernos, garras o pieles protectoras, el ser humano nace indefenso: desnudo, sin armas ni abrigo. Pero esta aparente desventaja queda compensada por el don de la inteligencia, que multiplica el poder humano más allá de cualquier ventaja física. La razón permite domesticar caballos y asnos, dominar especies marinas y terrestres, convertir al feroz elefante en un ser capaz de bailar y arrodillarse ante el hombre. Así muestra Plutarco que la superioridad humana no proviene de la fortuna ni de ventajas naturales, sino de la previsión, la técnica y la capacidad de transformar el entorno mediante el pensamiento.

El argumento se refuerza con la observación de Anaxágoras: aunque el hombre sea físicamente débil, su experiencia, memoria, habilidad y sabiduría compensan cualquier carencia. La humanidad obtiene miel de las abejas, cría ganado, pesca, caza y utiliza a los animales para transporte y alimentación. Nada de esto se debe a golpes de suerte, sino a una acción planificada que expresa la inteligencia. Con esta lógica, Plutarco pasa a mostrar que las obras humanas —las de carpinteros, herreros, arquitectos y escultores— no son productos fortuitos; requieren conocimientos, métodos, medidas y reglas precisas que excluyen la intervención del azar. La anécdota del pintor que logra un efecto perfecto lanzando una esponja al lienzo es presentada como la única excepción notable: un accidente que produjo un buen resultado, pero cuya rareza confirma la regla general de que las artes dependen del dominio racional, no de la fortuna.

Plutarco interpreta las artes como fragmentos o “virutas” de la inteligencia repartidas por la vida humana. Tal como el fuego prometéico se distribuyó por el mundo, la inteligencia se divide en múltiples técnicas que revelan la capacidad creadora del hombre. Si dependiéramos de la fortuna, no existirían cánones, pesos, medidas ni proporciones; toda obra sería improvisación o accidente. Pero la vida humana está llena de orden, cálculo y diseño. La fortuna puede intervenir ocasionalmente, pero no rige la existencia humana: el motor verdadero del progreso, la cultura y la vida civilizada es la inteligencia, que permite al hombre elevarse sobre la naturaleza y construir deliberadamente su propio destino.

Resulta inconcebible que las artes menores —la música, la cocina, el tejido, incluso el simple acto de enseñar a un niño a vestirse o tomar el pan correctamente— requieran disciplina, técnica y atención, mientras que el arte supremo de todos, el de vivir bien y alcanzar la verdadera felicidad, se dejase por completo al dominio caprichoso de la fortuna. Nadie, observa Plutarco, confía en el azar para que el agua y la tierra produzcan por sí solas ladrillos, ni para que la lana se transforme espontáneamente en ropa. Pero el mismo hombre que reconoce que todo proceso necesita trabajo, método y conocimiento, piensa sin embargo que basta acumular oro, casas, esclavos o muebles lujosos para que, mágicamente, produzcan felicidad. La ironía es evidente: en todas las tareas prácticas confiamos en la inteligencia; solo en la más importante —la vida buena— muchos pretenden excluirla.

Este razonamiento se vuelve aún más claro con el ejemplo de Ifícrates. Preguntado por su identidad —si era hoplita, arquero o peltasta— respondió que era el que manda y usa a todos ellos. Plutarco lo cita para mostrar que la inteligencia tiene una función análoga: no es un bien material ni un atributo físico, pero es aquello que permite emplear correctamente todos los demás bienes. Sin inteligencia, la riqueza puede volverse destructiva; la gloria, peligrosa; la fuerza, tiránica; la belleza, motivo de corrupción. La inteligencia es así el principio que convierte los recursos externos en instrumentos de virtud o en fuentes de desgracia. Por eso, Plutarco compara los dones de la fortuna con la flauta que no debe tocar quien no es músico, o con el caballo que no debe montar quien no sabe cabalgar: los bienes externos sin la guía de la razón pueden llevar al desastre.

La cita de Hesíodo refuerza esta advertencia: Prometeo aconseja a Epimeteo no aceptar regalos de Zeus, es decir, no confiar ciegamente en los obsequios del destino. Lo mismo ocurre con la idea de Demóstenes: el éxito inmerecido produce malas ideas, y la buena fortuna inmerecida, malas acciones. Para Plutarco, los bienes que llegan sin preparación moral no elevan al hombre, sino que lo deforman, porque la fortuna sola no puede dar sabiduría ni templanza. Así, el tratado concluye subrayando que la felicidad no depende de lo que poseemos, sino del uso que hacemos de ello; y que ese uso siempre es obra de la inteligencia, no del azar. La verdadera fortuna, entonces, es ser capaz de gobernar la propia vida mediante la razón.

Conclusión

En definitiva, Plutarco demuestra que es absurdo dejar en manos de la fortuna lo que más importa en la vida: así como ninguna obra humana se realiza sola —ni un tejido, ni un caballo domado, ni una casa construida— tampoco la felicidad surge por accidente. La inteligencia es el arte supremo, la fuerza que convierte los bienes en bendición o en ruina, y sin ella la riqueza, el poder o la belleza no son más que trampas. Por eso, concluye Plutarco, la verdadera buena suerte no es recibir dones del azar, sino poseer la razón que permite usarlos bien.

jueves, 11 de diciembre de 2025

Plutarco - Charlas de sobremesa (Libro I: Filosofía en la mesa)

Las Charlas de sobremesa de Plutarco nos abren la puerta a un mundo donde la filosofía no se encierra en los tratados, sino que respira en la conversación cotidiana, entre copas de vino, preguntas súbitas y disputas amistosas. En estos banquetes intelectuales, Plutarco muestra cómo las ideas nacen del diálogo vivo, inesperado, a veces humorístico y siempre profundamente humano. Leer estas charlas es entrar en la intimidad del pensamiento antiguo: observar cómo se discute sobre ética, ciencia, religión o costumbres mientras la mesa sigue servida. Allí, la filosofía deja de ser teoría distante y se convierte en arte del convivir, una forma de pensar juntos para entender mejor el mundo y a nosotros mismos.

CHARLAS DE SOBREMESA

Plutarco comienza citando a Sosio Seneción para introducir un proverbio curioso: “odio al bebedor de buena memoria”. Algunos interpretaban este dicho como una referencia a los posaderos —especialmente entre los dorios de Sicilia—, quienes, por recordar demasiado bien lo que cada cliente debía o hacía, resultaban molestos e insistentes al momento de cobrar o controlar el consumo. Esta interpretación entiende la “buena memoria” como un rasgo incómodo en un ambiente donde la gente busca relajarse y olvidar obligaciones.

Otros consideraban que el proverbio no se refería a los posaderos, sino que aconsejaba directamente olvidar lo que ocurre durante la bebida: las palabras pronunciadas bajo los efectos del vino, los excesos, las bromas y las imprudencias. Según esta lectura, el vino pertenece al ámbito de Dioniso, dios estrechamente vinculado al olvido ritual. De hecho, Plutarco recuerda que las tradiciones griegas unían simbólicamente dos elementos: el olvido (lḗthē) y la cañaheja o férula (nárthex), planta asociada a Dioniso. Esta última, según Diodoro, se usaba como báculo para evitar que quienes bebían demasiado se hirieran con bastones de madera; así, el dios ayudaba a que el vino siguiera en la mesa, pero mitigando sus riesgos. El olvido, entonces, actuaba como una protección simbólica: lo que se hace bajo el influjo del vino requiere indulgencia, no castigo severo.

Plutarco añade que incluso Eurípides alaba al “Olvido de los males”, destacándolo como un remedio sabio y prudente para las acciones torpes que pueden surgir en un banquete. Sin embargo, el autor matiza: olvidar todo lo que ocurre durante la bebida sería ir demasiado lejos. Esto, afirma, iría en contra del conocido dicho de que “la mesa hace amigos”, pues la memoria de las conversaciones compartidas es parte esencial del vínculo social que se genera en un banquete. Además —y aquí Plutarco eleva el tono filosófico—, borrar completamente la memoria de lo hablado contradice el ejemplo de numerosos filósofos prestigiosos como Platón, Jenofonte, Aristóteles, Espeusipo, Epicuro, Prítanis, Jerónimo o Dión. Todos ellos consideraron valioso conservar por escrito o recordar lo conversado durante las comidas, porque las charlas de sobremesa eran también espacios legítimos de reflexión filosófica.

Finalmente, Plutarco explica por qué decidió escribir sus Charlas de sobremesa: porque su interlocutor —Sosio Seneción— pensaba que valía la pena registrar los temas tratados informalmente en reuniones tanto en Roma como en Grecia. A petición suya, Plutarco comenzó a recopilar estas discusiones y ya le había enviado tres libros, cada uno con diez cuestiones, prometiendo continuar si consideraba que ese material conservaba algo del encanto propio de las Musas y de Dioniso. 

Capítulo I: si se debe filosofar durante la bebida

  • Plutarco, quien actúa como narrador, moderador y participante. Ordena el debate, aporta ejemplos, aclara conceptos y justifica por qué la filosofía tiene un lugar en el banquete.
  • Aristón, personaje del círculo de Plutarco, quien interviene primero con un tono de sorpresa cuando oye que hay quienes excluyen la filosofía de los banquetes. Representa la defensa más inmediata e instintiva de la filosofía en la mesa.
  • Cratón, yerno de Plutarco, quien aparece en un tono más vehemente y crítico. Aplaude a Isócrates por no hablar en los banquetes y abre la puerta a la distinción entre el rétor y el filósofo.
  • Sosio Seneción, amigo íntimo de Plutarco y destinatario de la obra. Aunque en este pasaje habla menos, su presencia es crucial: es él quien solicita a Plutarco recopilar por escrito estas discusiones y ordenarlas. Plutarco responde a sus preguntas y dirige la explicación hacia él.

Plutarco recuerda una discusión que surgió en un banquete en Atenas: algunos sostenían que, durante la bebida, debía evitarse la conversación filosófica. Ante esta postura, Aristón —uno de los presentes— reacciona con sorpresa, pues considera absurdo excluir a la filosofía de un espacio tan natural para el diálogo. Plutarco señala que, efectivamente, existían quienes opinaban lo contrario: creían que la filosofía, como la “ama de casa” que no participa en la fiesta, no debía oírse en medio del vino. Según estos críticos, en los banquetes es más adecuado recurrir a la música, la comedia y los entretenimientos ligeros, y no a discusiones serias. Incluso citan a Isócrates, quien se excusaba de hablar en estas circunstancias por no considerarlo el “momento oportuno”.

Cratón interviene celebrando la prudencia de Isócrates, cuya oratoria requirió siempre períodos formales y solemnes, inapropiados para el ambiente relajado del banquete. Pero Plutarco replica que no es correcto equiparar al rétor con el filósofo. La filosofía —afirma— es un arte que trata sobre la vida y, por ende, puede participar en todo lo que la vida trae consigo, incluidos los placeres moderados del banquete. La filosofía no está allí para arruinar la diversión, sino para darle mesura: para poner un límite sensato, sin excluir la alegría ni la conversación libre. Quitar la filosofía del banquete sería equivalente a renunciar a la templanza y a la rectitud en ese contexto.

Plutarco agrega que la libertad que da Dioniso en el banquete —libertad de palabra, relajación de preocupaciones— no debería interpretarse como licencia para excluir lo noble y formativo. De hecho, si se prohibiera hablar, como ocurrió en el relato de la hospitalidad silenciosa ofrecida a Orestes, el banquete sería un ejercicio de ignorancia, no de convivencia. El vino libera, sí, pero también exige orientación.

Cratón cree que discutir estos detalles es inútil, pero Plutarco insiste: es necesario establecer un criterio para definir qué tipo de filosofía conviene al banquete. Lo primero —dice— es evaluar el carácter de los asistentes. Si predominan personas de talante intelectual, amantes de la dialéctica, entonces la filosofía fluye con naturalidad, como en el Banquete de Platón o en el banquete de Calias. En esos ambientes, mezclar a Dioniso (el vino) con las Musas (la conversación filosófica) es verdaderamente apropiado.

Sin embargo, si el grupo está compuesto por personas que no toleran el discurso filosófico y prefieren cantos, ruidos o incluso instrumentos antes que escuchar razonamientos, entonces el filósofo debe adaptarse, como Pisístrato con sus hijos: evitar imponer sus temas y seguir, sin perder el decoro, la corriente general del banquete. Para Plutarco, filosofar no siempre significa hablar solemnemente: a veces se filosofa entre bromas, silencios ingeniosos o incluso soportando o lanzando chanzas. La sabiduría, por tanto, puede presentarse de modo informal.

Plutarco propone un tipo de filosofía adecuada al ambiente: aquella que surge de historias, ejemplos y anécdotas que inspiren acciones nobles o reflexiones sobre la piedad, la valentía y la virtud. Este tipo de relato puede instruir sin incomodar; se integra bien en el clima del banquete y elimina los excesos de la embriaguez, sin que los asistentes lo sientan como una imposición moral.

Para reforzar esta idea, Plutarco recuerda episodios míticos como el de Helena, quien añadía drogas al vino para influir en el ánimo de los presentes. De forma semejante, los relatos filosóficos pueden actuar como “brebajes” que suavizan las pasiones y orientan la conversación hacia lo provechoso. Incluso Platón, en su Banquete, no utiliza demostraciones lógicas duras, sino mitos y narraciones agradables.

Plutarco insiste en que la filosofía del banquete no debe ser pesada, técnica ni exclusiva. Las preguntas deben ser accesibles, las explicaciones breves y comprensibles. Obligar a los asistentes a seguir sutilezas dialécticas sería tan inoportuno como pedirles que practiquen ejercicios atléticos después de beber. La filosofía debe adaptar su forma a la situación: ligera, estimulante, como una danza intelectual.

Si se abusa de cuestiones abstrusas, los demás se aburren, se refugian en chismes o canciones triviales y el banquete pierde su carácter formativo. Plutarco ilustra esta desconexión con la fábula de la zorra y la grulla: un alimento servido en un recipiente inadecuado hace que uno coma y el otro no. Así ocurre cuando el filósofo presenta temas demasiado difíciles: solo él “come”, y los demás quedan excluidos.

Plutarco menciona finalmente la costumbre antigua del escolio: un canto improvisado y razonablemente accesible, que los comensales entonaban por turno. Era una forma de participación común, en contraste con la complejidad que algunos filósofos introducen en el banquete moderno. Así como el canto debía fluir de mano en mano, la conversación filosófica debía circular entre todos, sin convertirse en una demostración rígida o en una muestra de erudición excluyente.

Cuestión II: De si el que agasaja debe recostar personalmente a los invitados o depende de ellos mismos el hacerlo

  • El padre de Plutarco – un personaje sensato, práctico, amante del orden y de la buena disposición de las cosas; aquí defiende la idea de organizar los lechos del banquete según cierto criterio de jerarquía y armonía.
  • Plutarco – participa como narrador y luego como árbitro intermedio entre su padre y su hermano.
  • Lamprias – es el hermano de Plutarco, aunque el texto que copias menciona primero a Timón, el otro hermano; ambos forman parte del círculo familiar. En esta cuestión específica habla el hermano de Plutarco (Timón) defendiendo una postura distinta a la del padre.
  • Otros invitados – que no intervienen con discurso largo, pero reaccionan (se ríen, reclaman sentencia, etc.).

La narración empieza con un banquete ofrecido por Timón, hermano de Plutarco. Como había invitado a gente muy diversa —forasteros, conciudadanos, amigos, parientes, etc.—, decidió que cada asistente entrara y se recostara donde quisiera, sin un orden previamente fijado de lechos o puestos.

Cuando ya había muchos invitados reclinados, llega un forastero presumido, “emperejilado de comedia”: un personaje cargado de adornos, vestido de forma ostentosa y rodeado de esclavos. Mira a los que ya están recostados, ve el lugar que queda libre, y decide no entrar: se da vuelta y se marcha, alegando que el sitio disponible no está a la altura de su supuesta dignidad. Los demás, ya algo pasados de vino, se lo toman a risa y piden que lo despidan con un verso cómico: “que le despidieran de la casa con saludos y palabras de buen agüero” (una cita de Eurípides).

Este episodio sirve de detonante para la discusión: ¿es correcto dejar que cada uno se siente donde quiera, o debería haber un orden en la disposición de los lechos?

Cuando la cena está terminando, el padre de Plutarco se dirige a su hijo: le dice que él y Timón lo han nombrado árbitro de su discusión, porque lleva rato reprochándole a Timón que no organizara los lechos desde el principio. Según él, si se hubieran dispuesto los lugares de forma ordenada, no habrían tenido que soportar la impertinencia del forastero soberbio.

Para reforzar su punto, el padre recurre a una serie de ejemplos:

  • Recuerda a Paulo Emilio, general romano, que tras vencer a Perseo de Macedonia celebraba banquetes con una disposición admirable. Paulo Emilio decía que correspondía a un mismo hombre saber disponer el ejército de forma temible y el banquete de forma agradable: ambas cosas son cuestión de orden.

  • Alude al lenguaje de Homero, que llama a ciertos reyes “ordenadores de pueblos”, destacando que la grandeza política está ligada al arte de ordenar.

  • Apela a una idea cosmológica: así como Dios transformó el caos en cosmos solo “colocando cada cosa en su lugar”, también los asuntos humanos se embellecen cuando están bien dispuestos.

  • Lleva esta lógica a la mesa: incluso un banquete caro y fastuoso pierde su encanto si no hay orden en la organización. Es absurdo que cocineros y sirvientes se preocupen tanto del orden de los platos, del perfume, las coronas, la citarista, y que, en cambio, nadie se preocupe de cómo se distribuyen los lechos y los invitados.

El argumento del padre es claro: la disposición de los lugares no es un detalle menor, forma parte de la armonía del banquete, y debería reflejar la edad, el cargo, la dignidad o la relación con el anfitrión.

En respuesta, Timón, el hermano de Plutarco, toma la palabra y se defiende. Dice que no es más sabio que Bias, uno de los Siete Sabios de Grecia, que rehusó arbitrar entre dos amigos para no meterse en conflictos delicados. De forma similar, él no quiere convertirse en juez de tantos familiares y amigos, pero ahora en materia de primacías y “quién va primero”.

Su crítica tiene varios puntos:

  • Los invitados no han ido a un concurso ni a una competencia, sino a una cena. No se sometieron a juicio de quién es mejor o peor.

  • Ordenar los lechos según jerarquía obliga al anfitrión a evaluar quién tiene más edad, más poder, más amistad, más parentesco, etc. Es una tarea dificilísima y arriesgada, que puede generar resentimientos.

  • Acaba siendo una forma de arrastrar al banquete la “vana reputación” del ágora y el teatro, reintroduciendo orgullo, rivalidad y humos que el banquete debería más bien suavizar.

  • Además, si a esa distribución jerárquica se le suman brindis preferenciales, atenciones especiales, interpelaciones demasiado marcadas, el banquete se vuelve una escena de “sátrapas” (es decir, de señores orientales llenos de pompa y servilismo) más que una reunión de amigos.

El hermano defiende, en el fondo, un ideal de igualdad y simplicidad: que los invitados se recuesten sin afectación, que el banquete sea “democrático”, sin un lugar elevado como una acrópolis al que se suba el rico para vanagloriarse ante los humildes.

Cuando ambos argumentos han sido expuestos, los presentes reclaman el fallo. Plutarco, nombrado árbitro, declara que no será juez rígido, sino que tomará la vía media.

Su posición es matizada:

  • Si el banquete es entre jóvenes, conciudadanos y amigos, lo más sano es que se acostumbren a asignarse ellos mismos los lugares con naturalidad, sin afectación, siguiendo el ideal del buen humor como buen “viático de la amistad”. En ese contexto más íntimo y horizontal, la postura del hermano (igualitaria) es la adecuada.

  • Pero si en la reunión participan forasteros, magistrados o ancianos, entonces ignorar completamente cualquier criterio de dignidad puede resultar grosero. Parecería que se está introduciendo los humos por la puerta lateral al negar formalmente cualquier distinción. Aquí se insinúa que cierto orden, respetuoso de rango, edad y cargo, no es simple servilismo, sino cortesía y reconocimiento.

Plutarco sugiere que, en estos casos, se debe dar su parte tanto a la costumbre como a la norma. Es decir: respetar las prácticas compartidas de la ciudad (por ejemplo, dar cierto lugar a magistrados o ancianos) sin caer en teatralidad ni ostentación excesiva.

No es correcto sentar al primero que llega “indiscriminadamente”, sino siguiendo la tradición ritual que establece precedencias: “cor asientos, carnes y más copas”. Esta regla proviene, dice, del comportamiento de los reyes y héroes, como Alcínoo en la Odisea, quien distingue al extranjero dándole un lugar de honor. Homero lo expresa así: “levantando a su hijo, colocó al forastero Laomedonte cerca de él y a quien especialmente llamaba”. El acto muestra humanidad, cortesía y respeto por el visitante, y Plutarco lo cita como evidencia de que la buena organización del banquete tiene un fundamento profundo: no es capricho, sino una forma de virtud social.

Incluso los dioses mantienen un orden semejante. Plutarco recuerda que Poseidón, aunque llegó el último a la asamblea divina, tomó asiento “como es natural, en el medio”, aceptando el puesto que le correspondía según su dignidad. Atenea, por su parte, ocupa siempre un lugar preeminente junto a Zeus. Píndaro confirma esta imagen al decir: “Del rayo que respira fuego, ella muy cerca se sienta”. Para Plutarco, estos testimonios míticos y poéticos legitiman el principio que su padre defiende: el orden no humilla; al contrario, honra a quien lo recibe y ennoblece a quien lo concede.

Anticipando la objeción igualitaria de Timón, Plutarco admite que alguien podría decir que asignar un lugar de honor a uno “quita” el honor a los demás. Sin embargo, aclara que esto es un error: el objetivo no es despojar, sino reconocer lo que corresponde a cada uno según su mérito, edad o posición. Mientras algunos buscan evitar molestias excesivas a los invitados, otros —dice Plutarco— cometen el error contrario: por miedo a parecer serviles, privan a los dignos del honor que deben recibir, lo que genera tensiones innecesarias. Él responde con firmeza: “por mi parte, no creo que sea demasiado difícil localizar a la selección propia”, es decir, que en la mayoría de los casos es posible discernir quién debe ser honrado sin provocar conflictos.

Plutarco añade que, en situaciones donde muchos comparten méritos parecidos, lo razonable es evitar rivalidades directas. La ausencia total de orden no elimina el conflicto, sino que lo agudiza, porque “no es fácil que concurran muchos rivales en méritos en una invitación” sin suscitar comparaciones. Se refiere también a las thésis heroicas de Homero, donde los lugares privilegiados se asignaban conforme a normas claras; y recuerda el ejemplo de Aquiles, Menelao y Antíloco, quienes discutieron por el lugar de la carrera, mostrando que la precedencia es un asunto serio incluso entre héroes. Para Plutarco, el banquete refleja esos mismos principios: la cortesía se armoniza con la jerarquía, y el anfitrión prudente debe reconocer diferencias sin caer en excesos.

El desorden no es más igualitario, sino más peligroso para la convivencia. Privar a un anciano, magistrado o invitado ilustre de un lugar adecuado puede causar molestia innecesaria; del mismo modo, asignar el mejor puesto a quien no lo merece trastorna la armonía. El orden, en cambio, sostiene la amistad y evita que el banquete se convierta en un escenario de humos, pretensiones o susceptibilidades.

Cuando Plutarco expone su postura conciliadora, Lamprias —sentado en un lecho suplementario— pide permiso para “amonestar al juez que desbarraba”, lo que provoca risa entre los presentes. Con esta entrada cómica, inicia una crítica ingeniosa: reprocha a Plutarco que quiera asignar los asientos del banquete como si repartiera proedrías, es decir, los lugares de honor típicos de las asambleas o de los decretos anfictiónicos. Según él, es absurdo que, incluso allí donde deberían extinguirse los “humos”, alguien reintroduzca desigualdades propias de la vida pública.

Lamprias sostiene que los puestos no deben distribuirse en función del rango, la riqueza o la dignidad, sino conforme a la armonía del conjunto. Utiliza una serie de metáforas técnicas para explicar su punto: así como el arquitecto no elige la piedra más noble, ni el pintor el color más caro, ni el constructor de barcos la madera más prestigiosa, sino aquella que mejor se ajusta a la estructura general, también el anfitrión debe buscar la combinación adecuada de personas para generar cohesión. Incluso la divinidad —dice citando a Píndaro— es “el mejor artesano”, capaz de colocar la tierra arriba o abajo, no por su naturaleza, sino por el bien del todo. Y recurre a un verso de Empédocles sobre cómo ciertas criaturas marinas llevan la tierra en el exterior de su piel, demostrando que el orden correcto no siempre coincide con el orden natural, sino con el que sirve a la obra común.

Cuando los presentes celebran este razonamiento, Lamprias da un paso más y propone algo radical: reorganizar él mismo todo el banquete “como Epaminondas reorganizó la falange”. Entonces describe, con ironía y sutileza, un nuevo criterio de distribución: no agrupar por semejanza (ricos con ricos, jóvenes con jóvenes, magistrados con magistrados), pues eso impide la mezcla, la amistad y el crecimiento mutuo. Quiere, por el contrario, alinear al “amante junto al amado”, recordando —como Pamenes criticaba a Homero— que una formación eficaz se basa en vínculos vivos, no en divisiones rígidas. A partir de este principio, dicta una serie de emparejamientos ejemplares: el sabio junto al instruido, el afable junto al quisquilloso, el joven amante de escuchar junto al anciano parlanchín, el burlón junto al presuntuoso, el reservado junto al irascible. Incluso propone que un rico generoso sea colocado junto a un pobre honrado, para que “como de una copa llena a una vacía, se produzca un trasvase”, evocando el célebre pasaje del Banquete de Platón sobre el flujo del amor y de los bienes.


La comicidad aumenta cuando advierte que ningún sofista debe recostarse junto a otro sofista, ni poeta junto a poeta, porque “el pobre aborrece al pobre y el aedo al aedo”, recordando un verso de Hesíodo. Y señala que si dos personajes como Sosicles y Modesto se sientan juntos, el choque de palabras puede encender una llama peligrosa, como dos piedras frotadas. También separa a los coléricos y zahirientes, disponiendo entre ellos a alguien amable que actúe “como cojín” entre golpes. En cambio, reúne a quienes comparten intereses no peligrosos —como la lucha, la caza o la agricultura— y a los amantes del vino y del amor, pues el mismo fuego pasional los hace más receptivos entre sí, salvo cuando compiten por la misma persona.

Cuestión III: De por qué de los sitios el llamado consular obtuvo honor

En esta nueva cuestión —donde conversan los mismos interlocutores de la Cuestión II— el debate gira en torno al problema de los sitios de honor en el banquete, cuya valoración cambia de un pueblo a otro. Para los persas, el lugar más prestigioso es el central, donde se recuesta el rey; para los griegos, el primer puesto del primer lecho; para los romanos, en cambio, el honor recaía en el último puesto del lecho central, el llamado consular. Incluso algunos griegos del Ponto invertían este orden. Aunque sabían por qué ciertos lugares eran estimados (el primero, el central), la razón del prestigio del consular no estaba ya clara en la época de Plutarco, y por eso despertaba mayor interés.

Plutarco señala que solo tres explicaciones parecen dignas de consideración. La primera es de carácter histórico-político: cuando los romanos derrocaron a sus reyes y establecieron un régimen más democrático, los cónsules —herederos del poder ejecutivo— habrían renunciado al lugar central, que evocaba la antigua monarquía, para ocupar un puesto inferior como gesto de modestia y de igualdad. Al ceder el espacio regio, evitaban que su autoridad resultara molesta o arrogante para los demás invitados. De este modo, el origen del lugar “consular” sería un acto simbólico de moderación republicana.

La segunda explicación se relaciona con la función del anfitrión. En el banquete romano, de los tres lechos disponibles, dos se reservaban para los invitados; el tercero pertenecía al que daba la cena. El consular era el primer puesto de este tercer lecho, desde donde el anfitrión podía actuar como “auriga o timonel”, supervisando el servicio, conversando con sus invitados y mostrando su hospitalidad. Según esta disposición, el lugar inmediatamente inferior a él correspondía a su esposa o hijos, y el inmediatamente superior al invitado más honorable, para que estuviera próximo al que invita, un rasgo esencial de cortesía griega y romana.

La tercera razón subraya el carácter práctico del puesto. Plutarco compara al cónsul con un estratego: como Arquias, polemarco de los tebanos, debía estar alerta incluso durante la cena. Si le llegaba una carta urgente o un mensaje militar mientras bebía, no podía ignorarlo alegando “los problemas para mañana”. Y así como —dice Esquilo— “dolores para la noche al timonel prudente”, también un comandante debe cuidar incluso en el banquete la seguridad del ejército. El lugar consular ofrecía un diseño ideal: el ángulo formado por el segundo y tercer lecho producían un hueco donde podían acercarse discretamente el escriba, el mensajero, el guardia o cualquier servidor sin interrumpir el banquete. Desde allí, el cónsul podía escuchar, dar órdenes y responder por escrito sin ser molestado ni molestar a los demás.

Cuestión IV: De cómo debe ser el simposiarco

Nuevo personaje: Teón, amigo cercano de Plutarco y uno de los personajes más constantes del ciclo. Es filósofo, probablemente del entorno académico, de carácter más serio y reflexivo que Cratón. Teón es quien acostumbra a profundizar en los temas y dar el giro más conceptual o moral a las discusiones.

Conversan Plutarco, Cratón y Teón acerca de la figura del simposiarca, es decir, quien preside el banquete y regula la bebida, la conversación y el orden general del convivio. La discusión comienza cuando, tras unos excesos provocados por el vino, los asistentes piden que Plutarco retome la antigua costumbre de elegir un simposiarca. Él acepta y se nombra a sí mismo para dirigir la sesión, pero exige que Cratón y Teón —quienes impulsaron el tema— expongan cuáles deben ser las cualidades de un buen simposiarca. Ambos se hacen rogar, pero la presión del grupo los obliga a hablar.

Cratón comienza afirmando que “el jefe de los guardianes debe ser el mejor guardián”, citando a Platón (Rep. 412c), y que, del mismo modo, el simposiarca debe ser el mejor entre los comensales. Eso significa que no debe ser ni demasiado propenso a embriagarse ni completamente abstemio: quien se excede, dice, “es insolente e incorrecto”, pero quien no bebe nada resulta “desagradable y más propio de un pedagogo que de un simposiarca”. Cratón recuerda la carta de Ciro, quien decía ser más apto para reinar que su hermano porque “soportaba bien mucho vino puro”, mostrando que el dominio de sí es parte del arte de gobernar. El simposiarca, por tanto, debe ser una mezcla de seriedad y diversión, “como un vino selecto” que tiende hacia la gravedad, pero cuya naturaleza se suaviza con la bebida.

Además, Cratón sostiene que el simposiarca debe conocer bien las naturalezas de quienes beben, pues no todos reaccionan igual al vino. Unos se excitan más, otros se vuelven melancólicos, algunos se embriagan rápido (los viejos, los meditabundos), otros resisten más. No existe —dice— una mezcla universal del vino adecuada para todos, como tampoco los escanciadores reales sirven la misma proporción de agua y vino a cada persona: el simposiarca debe actuar “como un músico”, tensando o aflojando, ajustando la medida según la naturaleza de cada comensal. También debe ser amable, ecuánime y cercano a todos: “ni será soportable cuando dé órdenes, ni irreprochable cuando gaste bromas” si no se comporta como amigo de todos.

Luego habla Teón, quien acepta la definición anterior pero añade que un buen simposiarca debe impedir que el banquete se convierta “ahora en una asamblea democrática, ahora en la escuela de un sofista, luego en una timba, después en un escenario”. Da ejemplos de Alcibíades y Teocloro, que transformaron un banquete en una parodia de ritos sagrados, y explica que esto es justamente lo que el simposiarca debe evitar. Su tarea es preservar la finalidad del banquete, que consiste en generar amistad a través del placer moderado. El vino, si está bien mezclado con la conversación y la broma, produce ese efecto; si se mezcla con insolencia o excesos, destruye la armonía. Por eso, dice Teón, el simposiarca debe alternar la seriedad con la broma, “como quien navega junto a la costa”, donde un cambio de distancia puede aliviar el mareo. La mezcla adecuada de tonos evita que los serios se tornen pesados y que los bromistas caigan en grosería.

Teón da ejemplos de bromas que no deben permitirse, aquellas que humillan al otro, comparándolas con “echar beleño en el vino”. Relata el episodio de Agamestor, el académico cojo que fue obligado por sus compañeros a beber de pie sobre el pie derecho. Él respondió con astucia: metió su pierna lisiada en un recipiente vacío y ordenó a todos beber del mismo modo, lo que resultó imposible para los demás, que debieron pagar la multa. Teón elogia esta venganza ingeniosa y afirma que ese tipo de humor, “benévolo y jocoso”, es el que debe promoverse. El simposiarca, entonces, debe ordenar a cada uno aquello en lo que destaca: al cantante cantar, al retórico hablar, al filósofo resolver una dificultad, al poeta improvisar versos, de modo que todos brillen “donde él resulte superior a sí mismo”.

Teón concluye que el simposiarca, como un “rey del banquete”, debe incluso ofrecer premios a quien introduzca una broma ingeniosa y no ofensiva, del mismo modo que “el rey de los asirios anunció un premio para quien descubriera un nuevo placer”. Pues la mayoría de los banquetes fracasan —dice— porque no tienen un buen maestro que los guíe. Y así termina con una observación moral: así como en la vida pública los hombres deben evitar la enemistad nacida de la ambición, en el banquete deben evitar la que nace de la burla. El simposiarca es, en definitiva, el encargado de mantener la concordia, la alegría moderada y la amistad.

CUESTIÓN V: De por qué se dice lo de 

«Eros hace a uno poeta»

En casa de Sosio Seneción, tras escuchar unos versos sáficos donde Filóxeno afirmaba que incluso el Cíclope “curaba su amor con musas melodiosas”, surge la pregunta de por qué se dice que Eros enseña a ser poeta incluso a quien antes carecía de musa. Varios asistentes sostienen que el amor impulsa la audacia, la innovación y el ingenio, y recuerdan que Platón llama al amor “danzado” y “atrevido en todo” (cf. Banquete, 196a). Se observa que el enamoramiento transforma radicalmente el carácter: vuelve locuaz al silencioso, valiente al tímido, laborioso al negligente. Incluso el avaro, cuando ama, se ablanda “como hierro templado al fuego”, lo que confirma el dicho humorístico de que “la bolsa de los enamorados está atada con hoja de puerro”, aludiendo a que se abre con facilidad. El grupo concluye también que el amor se asemeja a la embriaguez: ambos estados avivan el ánimo, relajan las inhibiciones y predisponen al ritmo y al canto. Se citan ejemplos como aquel que atribuía a Esquilo la costumbre de componer tragedias mientras bebía, y se recuerda que Lamprias, abuelo de Plutarco, se volvía ingenioso “como incienso que se eleva con el calor”. La naturaleza expresiva del enamorado se refuerza con su deseo de elogiar: así como contempla con placer al amado, también lo celebra con gusto, pues quiere convencer a todos de su belleza y excelencia. De ahí actos como el de Candaules, que llevó a un sirviente a ver a su esposa, buscando testigos de su amor. Por eso los enamorados adornan con canto y poesía los elogios, como si embellecieran estatuas con oro, y procuran que cualquier regalo a su amado sea bello y memorable, lo que explica la relación entre amor, ornamento y lenguaje poético.

Sosio Seneción interviene para dar una explicación más sistemática. Retoma las ideas de Teofrasto en Sobre la música, obra hoy perdida, según la cual existen tres motivaciones fundamentales para el canto: el dolor, el placer y la exaltación. Cada uno de estos sentimientos altera la voz de su tono habitual: el dolor la hace lastimera, propensa al canto; por eso los actores acercan su voz al lamento musical en las escenas trágicas. Las alegrías intensas, por su parte, excitan el cuerpo y lo impulsan al ritmo: saltos, aplausos, movimientos danzados. La exaltación, finalmente, arrebata tanto cuerpo como voz, razón por la cual los delirios báquicos recurren al ritmo, los inspirados profieren oráculos en verso, y muchos poseídos hablan de modo rimado sin proponérselo. Según Sosio, si se examina el amor “desdoblándolo bajo los rayos del sol”, se descubre que concentra en sí los tres impulsos musicales: produce dolores punzantes, alegrías intensísimas y éxtasis semejantes al delirio. Por eso cita a Sófocles: el alma del enamorado está llena de “incienso, peones y gemidos”, esto es, de perfumes rituales, cantos métricos y lamentos, mezcla completa de lo que mueve la música. Así, concluye Sosio, no sorprende que el amor sea especialmente “locuaz y ruidoso” y, más que ningún otro sentimiento, propicio para generar canto, poesía y composición rítmica.

CUESTIÓN VI: Sobre los abusos de Alejandro en la bebida

Nuevo personaje: Filino, amigo cercano de Plutarco, vegetariano, estudioso y dedicado a cuestiones teológicas y filosóficas. Conocido por intervenir con rigor textual, suele citar fuentes precisas. Aquí aparece como voz crítica y documentada, pues apela a las Memorias Reales para corregir afirmaciones ingenuas sobre Alejandro.

La conversación se inicia con un tema frecuente en la tradición histórica: la relación de Alejandro Magno con la bebida. Algunos sostenían que el rey no bebía en exceso, sino que simplemente pasaba mucho tiempo bebiendo mientras conversaba con sus amigos. Filino interviene para desmentir esta versión “basándose en las Memorias Reales”, donde aparece repetidamente la expresión “está durmiendo este día a consecuencia de la bebida” e incluso “también el siguiente”, lo que demuestra que la embriaguez era frecuente. Filino agrega que el hábito de beber lo hacía perezoso para el sexo —algo que requiere sangre fría— pero extremadamente ardiente y apasionado, rasgos propios del “calor corporal” provocado por el alcohol. Este calor, dice el texto, explicaría incluso el famoso aroma agradable que emanaba de la piel del rey, capaz de perfumar sus túnicas, fenómeno que Teofrasto relaciona con la “cocción” de la humedad interna por el calor.

A propósito de esta naturaleza cálida, se menciona la tensión famosa entre Alejandro y Calístenes. Éste había rechazado beber de la “gran copa llamada de Alejandro”, afirmando que no quería, “por beber de Alejandro, precisar de Asclepio”, lo cual equivalía a acusar indirectamente al rey de provocar enfermedad con su modo de beber. Este gesto, señala el diálogo, contribuyó a la enemistad que finalmente le costó la vida.

El grupo pasa luego a comentar otros casos célebres de bebedores, destacando a Mitrídates VI del Ponto, quien en sus certámenes ofrecía premios al que comiera y bebiera más, y que siempre ganaba él mismo. Su enorme capacidad le valió el apodo de “Dioniso”, aunque algunos interpretaban erróneamente este sobrenombre como derivado de ciertos prodigios con rayos en su infancia y juventud. Plutarco aclara que tales historias deben tomarse con cautela: el apodo se debía al estilo de vida, no a señales divinas.

A continuación se recuerda a Heraclides, un púgil contemporáneo de la generación de los padres de Plutarco. Era tan resistente al alcohol que ningún compañero le aguantaba el ritmo. Para suplir esta falta, invitaba a distintos grupos en distintos momentos del día: unos al aperitivo, otros al almuerzo, otros a la cena y otros a una bacanal final. Cuando un grupo se retiraba, llegaba el siguiente, y él continuaba sin interrupciones. Su fama en Alejandría era tal que lo llamaban con cariño “Heraclidita”.

El diálogo se desplaza luego a casos de trucos para resistir más bebida. Se cuenta la historia de un médico que, viviendo en casa de Druso, hijo de Tiberio, era capaz de doblar a todos en la bebida porque antes de cada ocasión consumía “cinco o seis almendras amargas”. Descubierto y privado de ellas, “no aguantaba ni lo más mínimo”. Algunos creían que las almendras actuaban irritando y “purificando la carne”, abriendo los poros y eliminando humedad; otros, como Plutarco y sus acompañantes, entendían que su efecto dependía de su amargor, cuya naturaleza es “desecante y disipadora de los líquidos”.

Plutarco afirma que este poder desecante explica por qué el sabor amargo es desagradable y por qué las heridas cicatrizan con fármacos amargos, como indica el verso: “Y encima puso una raíz amarga, analgésica… la herida se secaba y cesó la hemorragia”. Las cremas amargas usadas por las mujeres, que “resecan gracias a su aspereza”, serían otra prueba.

Si las almendras amargas resecan las partes internas e impiden la dilatación de las venas —condición que, según se creía, causa la embriaguez—, entonces su efecto protector contra el vino tiene sentido. Su argumento culmina con un ejemplo zoológico: las zorras que comen almendras amargas “mueren si no beben”, porque el amargor les extrae completamente los líquidos. Esta observación sirve como test empírico del poder desecante que explicaría por qué algunos usaban almendras para “defenderse” del vino puro.

Cuestión VII: De por qué a los ancianos les gusta más el vino puro

El grupo discute por qué los ancianos suelen preferir el vino en estado más puro, es decir, con menos mezcla de agua. Al comienzo se menciona una explicación común: que los viejos, por tener una “naturaleza reseca y difícil de avivar”, se adaptan mejor a la dureza del vino puro. Plutarco descarta esta idea como una opinión “común y manida” —“ni suficiente ni verdadera”—, pues la cuestión no se reduce a una simple condición de sequedad corporal.

La clave, dice Plutarco, es que los ancianos necesitan estímulos más intensos para sentir placer, ya que todas sus facultades sensoriales se han vuelto lentas. En la vejez, la naturaleza “se afloja y debilita”, y por eso requiere impresiones fuertes. Esta explicación fisiológica se ilustra con varios ejemplos: en el gusto, toleran mejor lo picante; en el olfato, disfrutan más de los olores potentes; en el tacto, muchas veces “reciben golpes sin sufrir mucho”, porque la sensibilidad ha disminuido; y en el oído, los músicos ancianos componen en tonos más agudos y duros para “despertar su sensibilidad” mediante sonidos más penetrantes.

Plutarco emplea una comparación muy gráfica: del mismo modo que el temple endurece el filo del hierro, “el aliento” —es decir, la vitalidad interna— es lo que mantiene despierta la sensibilidad del cuerpo. Cuando esta fuerza declina, como ocurre en la vejez, la sensibilidad se vuelve “indolente y terrosa”, y necesita que algo la golpee con mayor intensidad. Por eso el vino puro, más fuerte y más vivo que el mezclado, produce un impacto sensorial capaz de estimular lo que ya no responde a estímulos suaves.

Cuestión VIII: De por qué las personas de edad leen mejor de lejos que de cerca

Esta dificultad se contraponía a lo visto en la discusión anterior: los viejos, en otros sentidos, solo responden a estímulos más fuertes y directos. ¿Por qué, entonces, la vista parece funcionar al revés? Plutarco cita dos versos trágicos —uno de Esquilo y otro de Sófocles— que mencionan precisamente esta característica: el anciano “ve de lejos, pero de cerca es ciego”, lo que confirma que el fenómeno era conocido desde antiguo.

La primera explicación propuesta por algunos asistentes sostiene que los ancianos alejan el libro para reunir más luz y llenar de aire luminoso el espacio entre los ojos y lo escrito. Al ampliar la distancia, captarían más claridad y lograrían una percepción más nítida.

Una segunda postura, más geométrica, recurre a la teoría de los conos visuales: de cada ojo sale un cono cuyo vértice es el ojo y cuya base cubre lo percibido. Cuando el objeto está muy cerca, los conos de ambos ojos no llegan a unirse; cada ojo percibe por separado, y la imagen resulta débil. Pero cuando el objeto se aleja, ambos conos convergen y se funden en una única percepción más fuerte. De lejos, entonces, los ancianos ven mejor porque su vista necesita la colaboración de ambos conos para producir una impresión suficientemente intensa.

En ese momento interviene Lamprias, ofreciendo una explicación ingeniosa y diferente. Según él, vemos por medio de imágenes que provienen de los objetos; estas imágenes, al surgir, son “grandes y compactas”, lo que resulta molesto para los ancianos cuando el objeto está demasiado cerca, ya que sus ojos son “lentos y rígidos”. Pero cuando las imágenes recorren más distancia, se purifican: las partes más pesadas “caen” y las más finas llegan suavemente a los ojos. Esto es similar —dice— al modo en que los perfumes se perciben mejor a cierta distancia: de cerca traen consigo olores turbios y terrosos, pero desde lejos solo llega lo más puro y ligero del aroma. Para Lamprias, entonces, la distancia permite que la imagen visual se refine, haciendo más soportable la percepción para una vista debilitada por la edad.

Plutarco expone la explicación platónica, que considera la visión como una mezcla entre un rayo de luz que procede del ojo y la luz exterior. Para que la visión sea nítida, ambos flujos de luz deben mezclarse en proporción y armonía. Pero en los ancianos, ese rayo interno es débil: al mirar de cerca, la intensa luz exterior “destruye” el rayo ocular antes de que pueda unirse con ella. Al alejar el texto, en cambio, la luminosidad se atenúa mediante la distancia y el aire, de modo que el rayo ocular, aunque débil, alcanza a mezclarse con la luz y a generar una percepción clara. Plutarco refuerza esta idea comparándola con los animales nocturnos, cuya visión se arruina bajo la luz fuerte del día, pero funciona bien con luces pequeñas, como las estrellas: cuanto más débil la luz externa, más capaz es su rayo visual de unirse con ella.

CUESTIÓN IX: De por qué se lavan los vestidos con agua potable mejor que con la del mar

Nuevo personaje: Temístocles, filósofo estoico y compañero de estudios de Plutarco en la escuela de Amonio. Defiende con frecuencia las posiciones de su escuela y gusta de desmontar preguntas que considera mal enfocadas o triviales, redirigiendo la discusión hacia ejemplos literarios más interesantes o más propios del banquete.

La conversación se desarrolla en casa de Mestrio Floro, anfitrión romano prestigioso, donde Teón expone su extrañeza: no entiende por qué Crisipo, el gran estoico, menciona en sus escritos afirmaciones aparentemente absurdas —como que un pescado salado se vuelve dulce si se humedece con salmuera, que la lana obedece más a quien la desenreda con suavidad que a quien la fuerza, o que se come con menos apetito estando en ayunas que después de haber comido— sin ofrecer ninguna explicación de tales paradojas. Temístocles responde con ironía: Crisipo no pretende explicar esos fenómenos, sino mostrar cuán fácilmente el ser humano acepta lo verosímil y rechaza lo que parece irracional. Y añade una provocación dirigida a Teón: si realmente quiere investigar causas, no pierda tiempo con rarezas domésticas, sino que explique por qué Homero describe a Nausícaa lavando ropa en el río y no en el mar, cuando este último era más cálido y aparentemente mejor para limpiar.

Teón recoge el desafío y responde apelando a Aristóteles, quien explicaba que el agua de mar está mezclada con elementos terrosos y espesos que la hacen salobre; en cambio, el agua dulce es pura, ligera y sin mezcla. Esa pureza —dice Aristóteles— permite que se infiltre mejor en los tejidos y arrastre la suciedad, mientras que la densidad del mar, aunque sostenga mejor a los nadadores, es menos adecuada para lavar. Según Teón, Homero habría actuado con precisión al situar en el río la escena de la colada.

Plutarco interviene para matizar: aunque Aristóteles suene convincente, su explicación no es completamente verdadera. Observa que, cuando falta agua dulce, la gente espesa el agua añadiendo ceniza, carbonato sódico u otros polvos, pues las sustancias terrosas y ásperas limpian mejor al abrir los poros y arrastrar la grasa. La densidad del mar —sigue Plutarco— no impediría su uso para lavar, pero el problema real del agua marina es que es grasosa, tal como el propio Aristóteles reconoce: las sales producen grasa y hacen arder mejor las lámparas; la llama se aviva con agua de mar; y, por lo mismo, el mar es más cálido. Lo que dificulta el lavado no es la densidad, sino la cualidad grasa y salina que se adhiere al cuerpo.

Plutarco ofrece una segunda explicación: el lavado busca enfriar y secar; lo que se seca rápido parece estar más limpio. El agua dulce, por su ligereza, es absorbida rápidamente por el sol y se evapora con facilidad; la salada, en cambio, queda retenida en los poros y tarda más en secarse. Según esta lógica, el mar lava peor no porque sea terroso, sino porque su humedad no desaparece con rapidez.

Teón objeta citando de nuevo a Aristóteles, quien afirmaba que quienes se lavan en el mar se secan antes si luego se colocan al sol. Pero Plutarco responde que Homero presenta lo contrario. En la Odisea, tras naufragar, Odiseo aparece “horroroso, afeado por el salitre”, y él mismo pide a las doncellas que se alejen mientras se lava “el salitre de los hombros” en el río, no en el mar. Y el poeta describe cómo el héroe limpia de su cabeza la espuma marina. Para Plutarco, Homero en realidad acierta: al salir del mar, el sol evapora solo la parte más ligera del agua, mientras que la costra salada queda adherida al cuerpo, lo que dificulta la limpieza hasta que se usa agua dulce.

Cuestión X: De por qué al coro de la tribu Eántide, de Atenas nunca lo elegían el último

Nuevos personajes:

MARCOS
Gramático, antiguo compañero de estudios de Plutarco. Especialista en tradición literaria y mitográfica; suele plantear cuestiones etimológicas o históricas que dan pie a discusiones más amplias.

MILÓN
Amigo de Plutarco, aparece ocasionalmente en las Quaestiones convivales. Representa el sentido común crítico: duda, objeta y exige pruebas cuando una afirmación parece apócrifa o inverosímil.

FILOPAPO
Príncipe sirio y figura histórica destacada en Atenas y Roma. Fue cónsul, benefactor y organizador de certámenes públicos. En el diálogo actúa como anfitrión ilustre: escucha, participa y aporta ejemplos de erudición. Plutarco le dedica su tratado Cómo distinguir al adulador del amigo.

LAUCIAS
Interlocutor secundario pero recurrente, meticuloso y culto. Aporta datos históricos o literarios en los momentos oportunos.

El diálogo se sitúa durante la celebración de unos epinicios compuestos por Sarapión, en los que la tribu Leontide había obtenido la victoria. Los comensales presentes —entre ellos Plutarco, Marcos, Milón, Filopapo y otros— habían sido invitados precisamente por su pertenencia o adscripción a dicha tribu. El ambiente es festivo, cercano al de un certamen coral, pues Filopapo había ejercido como corego de todas las tribus y había organizado el concurso con magnificencia. El rey, sentado entre los convidados, alternaba recuerdos históricos con intervenciones corteses, mostrando un sincero deseo de aprender.

En este contexto, Marcos plantea una cuestión curiosa. Cita a Neantes, autor ciciceno, quien transmitía una leyenda según la cual la tribu Eantide poseía un don peculiar: nunca resultaba elegida en último lugar en los concursos de coros. Marcos admite que Neantes es un narrador poco fiable, pero invita igualmente a investigar la causa de un prodigio tan singular. Milón duda inmediatamente: ¿qué sentido tiene investigar algo probablemente falso? Plutarco, sin embargo, no responde, porque interviene Filopapo, defendiendo que incluso los mitos falsos pueden servir para ejercitar la inteligencia.

Para ilustrarlo, Filopapo cuenta la anécdota de Demócrito: mientras comía un pepino que sabía a miel, preguntó dónde lo habían comprado. La sirvienta le confesó que había caído por accidente en un tarro de miel. Contrariado, Demócrito exclamó que preferiría ignorar ese detalle, pues había querido investigar la causa natural de la dulzura como si perteneciera propiamente al pepino. Filopapo concluye que el afán de explicación no debe depender de la verdad del hecho, pues el ejercicio intelectual es valioso por sí mismo. Con ello anima a continuar la indagación, incluso si la leyenda de Neantes es dudosa.

La conversación se anima y los participantes comienzan a encomiar la tribu Eantide, citando hechos gloriosos asociados a ella. Se recuerda que Maratón, demo perteneciente a esa tribu, era el centro de grandes gestas; que Harmodio, uno de los tiranicidas, procedía de un demo eantidio; y que Glaucias, el orador, añadía que en la batalla de Maratón los Eantides ocuparon el ala derecha, según las elegías atribuidas a Esquilo, quien combatió allí. También se menciona al polemarco Calímaco, otro eantidio, cuya valentía fue decisiva en la victoria, pues su voto apoyó la estrategia de Milcíades. Plutarco incrementa este elogio recordando que el decreto que autorizó a los atenienses a salir a combatir se emitió cuando la tribu Eantide ejercía la pritanía, y que en Platea volvió a destacarse, hasta el punto de encargarse —por orden de la Pitia— de llevar el sacrificio victorioso de las ninfas Esfragítidas al monte Citerón.

Pero entonces Plutarco introduce un giro. Reconoce la gloria de Eantide, pero invita a reflexionar sobre otra posibilidad. Propone que esta creencia de que su coro nunca es colocado en último lugar no es un hecho histórico, sino una tradición destinada a suavizar el carácter de su epónimo, es decir, del héroe que da nombre a la tribu: Áyax Telamonio. Plutarco recuerda que Áyax era orgulloso, irascible y poco dado a aceptar humillaciones. Para evitar que su temperamento recayera simbólicamente sobre la tribu, o que el héroe se considerara deshonrado, se habría instaurado la costumbre de no postergar jamás a los Eantides en los concursos. De este modo, la práctica no sería un prodigio, sino un acto ritual de apaciguamiento, una forma de honrar a un héroe susceptible y acostumbrado a la preeminencia.

Conclusión

En este animado diálogo de sobremesa, Plutarco y sus compañeros revelan cómo incluso las leyendas más improbables pueden iluminar el espíritu de una comunidad: la supuesta invencibilidad coral de la tribu Eantide no es un prodigio, sino un gesto ritual que honra y aplaca el temperamento orgulloso de su héroe epónimo, Áyax. Así, entre bromas, erudición y competencia festiva, el banquete muestra su verdadera fuerza: transformar el mito en cohesión cívica y convertir la conversación en un arte capaz de revelar el sentido profundo de las tradiciones.