Las Vidas paralelas de Plutarco son una meditación moral y filosófica sobre la naturaleza del poder y la virtud a través del espejo de la historia. En la vida de Alejandro Magno, el autor traza la figura del conquistador que, guiado por un impulso casi divino, busca no solo dominar territorios, sino expandir los límites del espíritu humano, mezclando culturas y visiones del mundo bajo su imperio universal. En cambio, en la vida de Julio César, Plutarco muestra al político y estratega romano que encarna la astucia, la ambición y el talento oratorio puestos al servicio de una Roma que se debate entre la república y el absolutismo. Al confrontar sus destinos, el escritor griego no solo compara dos estilos de liderazgo, sino dos concepciones del alma heroica: la de Alejandro, movida por el ideal de lo infinito, y la de César, guiada por el cálculo y la voluntad política. Así, ambas biografías revelan que la grandeza, en su forma más pura, siempre se acompaña del riesgo de la ruina moral.
VIDAS PARALELAS
Alejandro y César
Alejandro
Antes de empezar, Plutarco nos advierte que lo excusen aquellos lectores que pensaban encontrar en esta obra los aspectos históricos más precisos y agudos que en ninguna otra parte pudieran encontrar, pues lo que va a hacer a continuación no es precisamente aquello, sino describir la vida de estos dos hombres.
''Porque no escribimos historias, sino vidas''
Nos dice Plutarco que m{as que las virtudes y los vicios que tengan estos personajes, los momentos claves de sus vidas nos contarán mucho más. Así como el pintor concentra su arte en los rasgos del rostro que expresan la verdadera personalidad del retratado, Plutarco se propone descubrir los gestos, palabras y decisiones que revelan la virtud o el vicio en su estado más puro.
Origen de Alejandro
Plutarco introduce el origen mítico y noble de Alejandro Magno, subrayando el linaje heroico que lo une tanto al mundo griego como al legendario. Por parte de su padre, Filipo II de Macedonia, Alejandro desciende de Heracles, símbolo de la fuerza, la virtud heroica y la voluntad de superar los límites humanos. Por parte de su madre, Olimpia de Epiro, se dice que proviene de Neoptólemo, hijo de Aquiles, lo que lo emparenta con la estirpe de los héroes aqueos y, en particular, con la figura del guerrero que busca la gloria eterna. Plutarco presenta así un origen doble: uno asociado al poder y la acción (Heracles), y otro a la pasión y el destino trágico (Aquiles).
Plutarco cuenta que Filipo de Macedonia, padre de Alejandro, conoció a Olimpia cuando ambos fueron iniciados en los misterios religiosos de Samotracia, un santuario sagrado famoso por sus ritos de purificación y unión espiritual. En aquel tiempo, Filipo era aún joven, y Olimpia, una muchacha huérfana de noble linaje del reino de Epiro. Durante esta iniciación conjunta —un ritual que simbolizaba el contacto con lo divino y el renacimiento espiritual—, Filipo se enamoró de ella, y poco después acordó su matrimonio con el hermano de Olimpia, Arimbas.
Antes de dar a luz, Olimpia tiene una visión en la que un rayo cae sobre su vientre y se convierte en fuego, es una metáfora de la divina concepción de su hijo. El fuego que se enciende, se divide y se disipa representa la energía celestial que penetra en el mundo humano para engendrar a un ser fuera de lo común. El rayo —símbolo de Zeus, dios supremo— sugiere que el niño que nacerá será de naturaleza casi divina, un elegido destinado a irradiar su poder sobre toda la tierra.
Por su parte, Filipo sueña que sella el vientre de su esposa con la imagen de un león, y aunque algunos intérpretes ven en ello una advertencia moral (la necesidad de cuidar o controlar a su mujer), el adivino Aristandro de Telmeso ofrece una lectura profética: el sello no puede colocarse sobre lo vacío, por lo que Olimpia está encinta, y el león simboliza la fuerza, el coraje y la nobleza del futuro hijo. Este augurio, en el pensamiento antiguo, equivale a un anuncio de realeza.
Mientras Olimpia dormía, se vio a un dragón —o gran serpiente— enroscándose en su cuerpo, una imagen cargada de simbolismo religioso. En la mentalidad antigua, la serpiente representaba tanto la sabiduría y la fuerza vital como la presencia de los dioses. En muchos mitos griegos, los héroes nacen de un encuentro entre una mujer mortal y una divinidad que adopta forma de serpiente —como ocurre con el propio Zeus en el mito de Olimpia y Alejandro—.
La reacción de Filipo es de recelo y temor. Según Plutarco, su amor hacia Olimpia se enfrió porque sospechaba que ella practicaba encantamientos o artes mágicas, o bien porque creía que había sido tocada por una entidad superior. Este detalle refleja no solo la tensión conyugal, sino también la frontera difusa entre lo humano y lo divino en la mentalidad macedonia: el rey se siente desplazado por el favor de los dioses.
Luego, Plutarco añade un contexto cultural importante: en Epiro y Macedonia las mujeres estaban iniciadas en los misterios órficos y dionisíacos, y eran llamadas Clodones y Mimalones. Estos cultos, dedicados a Dionisio (Baco), se caracterizaban por sus ritos extáticos y orgiásticos, donde las participantes entraban en trance mediante la música, la danza y el vino, creyendo unirse al dios. Olimpia, dice Plutarco, era más fervorosa que todas las demás y domesticaba grandes serpientes que utilizaba en sus ceremonias. Estas serpientes salían de las coronas de hiedra o se enroscaban en los tirsos —bastones rituales—, provocando terror y fascinación entre los presentes.
Nacimiento
Filipo, aún perturbado por sus sueños y visiones, decidió consultar el oráculo de Delfos enviando a Querón el Megalopolitano. El mensaje que recibió del dios fue claro: debía ofrecer sacrificios y venerar especialmente a Amón, la deidad solar egipcia que los griegos identificaban con Zeus. Este detalle es sumamente significativo, porque anticipa el sincretismo cultural que Alejandro promoverá durante su imperio: la fusión de Grecia y Egipto bajo una idea de realeza divina. De hecho, cuando años más tarde Alejandro visite el oasis de Siwa, el oráculo de Amón lo proclamará “hijo del dios”, confirmando lo que, según Plutarco, ya estaba predicho antes de su nacimiento.
El rey, movido por la curiosidad o por los celos, miró a través de una rendija y vio a su esposa Olimpia unida carnalmente con el dios Amón en forma de dragón. Como castigo, Filipo pierde un ojo, pero no como castigo físico arbitrario, sino como símbolo de la ceguera humana ante lo divino. La mirada de Filipo intenta penetrar un misterio reservado a los dioses, y al hacerlo, paga con su visión.
Según Eratóstenes de Cirene, el famoso sabio y bibliotecario de Alejandría, Olimpia, madre de Alejandro, reveló a su hijo el secreto de su origen divino en el momento en que él se preparaba para salir al ejército. Olimpia le confiesa a Alejandro que no era hijo de Filipo, el rey de Macedonia, sino de un dios, concretamente Amón-Zeus, quien —según la leyenda— había tomado la forma de un dragón para unirse con ella. Es decir, le “descubre el arcano (el misterio) de su nacimiento”. Al hacerlo, lo exhorta a vivir de un modo digno de ese origen; es decir, a comportarse como un ser nacido de lo divino: valeroso, noble, justo y consciente de una misión superior.
No obstante, Plutarco añade una versión opuesta, más humana y racionalista, donde Olimpia rechaza con ironía tales rumores diciendo: “¿Será posible que Alejandro no deje de calumniarme ante Hera?”.
Como quiera que fuese, el nacimiento de Alejandro ocurrió el sexto día del mes Hecatombeón (Loo entre los macedonios), coincidiendo con el incendio del templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo. Plutarco menciona el comentario del escritor Hegesias de Magnesia, quien bromeó diciendo que no era de extrañar el incendio, pues Artemisa estaba ocupada asistiendo al parto de Alejandro. Aunque el comentario tiene tono humorístico, encierra una poderosa lectura simbólica: el fuego que destruye el templo es el mismo fuego divino que entra en el mundo con el nacimiento del conquistador. En la lógica mítica, el cosmos se reordena para recibir a un nuevo ser de naturaleza excepcional; un santuario de la diosa debe arder para dar paso al nacimiento de un hombre que será, él mismo, como un templo viviente del poder solar. En otras palabras, ese día el mundo perdió un templo, pero ganó a un hombre que sería, en cierto modo, un nuevo foco de energía sagrada.
Al nacimiento de Alejandro, Filipo acababa de lograr tres victorias simultáneas:
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La toma de Potidea, una ciudad estratégica situada en la península Calcídica, lo que consolidaba el dominio macedonio sobre Grecia del norte.
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Una gran victoria sobre los ilirios, conseguida por su general Parmenión, uno de los más fieles y brillantes colaboradores de su reinado y, posteriormente, de Alejandro.
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El triunfo de su caballo en los Juegos Olímpicos, un honor que en la Grecia antigua equivalía a una consagración pública de nobleza, prestigio y favor divino.
Estas tres victorias —militar, política y simbólica— ocurren simultáneamente con el nacimiento de Alejandro, y Plutarco las interpreta, a través de la voz de los adivinos, como una triple señal de destino: el niño nacido en medio de tres victorias sería él mismo invencible (anikétos, ἀνίκητος, en griego).
Las estatuas de Alejandro
Las estatuas de Lisipo son las que mejor representan a Alejandro. Este escultor fue, según la tradición, el único al que el propio Alejandro autorizó para retratarlo, y ello no por vanidad, sino por fidelidad estética y psicológica. Lisipo captó en su obra dos rasgos que se convirtieron en emblemáticos: la ligera inclinación del cuello hacia la izquierda y la mirada viva y brillante, rasgos que, según Plutarco, expresaban la energía interior y la tensión espiritual del conquistador. Esos gestos —el cuello inclinado, los ojos en movimiento— no son simples detalles físicos: revelan al hombre en perpetua acción, dominado por un impulso interior que lo proyecta hacia lo ilimitado.
Luego, Plutarco menciona a Apeles, el gran pintor, quien lo retrató sosteniendo un rayo en la mano, aludiendo a su filiación con Zeus-Amón. Sin embargo, dice que el pintor erró en el color: lo representó demasiado moreno, cuando Alejandro, según los testimonios, era de tez clara y sonrosada, especialmente en el rostro y el pecho. Este detalle, aparentemente trivial, tiene un sentido simbólico: la blancura en la cultura griega estaba asociada a la nobleza, la pureza y la belleza divina, atributos propios de un ser nacido bajo el signo del fuego celeste.
Plutarco añade que su piel desprendía fragancia, y que su carne y su ropa exhalaban un olor agradable. Cita para ello a Aristóxeno, filósofo y músico discípulo de Aristóteles, quien lo afirma en sus Comentarios. Luego recurre a la explicación científica de Teofrasto, otro discípulo de Aristóteles, que sostenía que el buen olor corporal proviene de la cocción natural de los humores mediante el calor del cuerpo. Así, Plutarco interpreta la fragancia de Alejandro como signo de su temperamento ardiente y seco, vinculado al fuego y al sol: una naturaleza cálida, vital, activa, creadora. En la medicina antigua, un cuerpo “ardiente” era el de los hombres de genio, en los que la energía interior transformaba los fluidos del cuerpo en fuerza, luz y magnetismo.
Esa “ardiente complexión” —dice Plutarco— hacía de Alejandro un hombre de grandes alientos, impulsivo y vital, pero no esclavo de los placeres. Aquí introduce una observación moral crucial: a pesar de su fogosidad natural, Alejandro era sobrio y dueño de sí mismo. Su pasión se dirigía hacia la gloria y el conocimiento, no hacia los placeres sensuales. Desde joven mostró continencia y templanza, virtudes que, en el pensamiento griego, eran signos de un alma regida por la razón. Plutarco subraya que, siendo atrevido y vehemente en todo, era moderado en los placeres corporales: una tensión entre fuego y dominio que definirá toda su vida.
En contraste con su padre Filipo, que gustaba de exhibir sus triunfos atléticos y su elocuencia como un sofista, Alejandro despreciaba la gloria superficial. Cuando sus familiares le sugirieron competir en el estadio, dada su rapidez y agilidad, respondió con orgullo que lo haría solo si sus rivales eran reyes. Esta respuesta condensa su carácter: su ambición no era pequeña, pero sí selectiva. No deseaba cualquier victoria, sino aquella que representara la superación de los más grandes.
Plutarco señala que Alejandro no sentía interés por los combates puramente físicos, como el pugilato o el pancracio, que asociaba con la brutalidad del cuerpo. En cambio, patrocinaba y organizaba concursos de arte y espíritu: certámenes de tragedia, música, recitación y poesía homérica, así como cacerías y juegos de armas que combinaban destreza, nobleza y belleza.
Madurez
Plutarco cuenta un episodio que demuestra la precocidad y madurez intelectual de Alejandro. Durante una ausencia de Filipo, le correspondió recibir y agasajar a embajadores persas. Estos enviados, acostumbrados a tratar con monarcas experimentados, quedaron sorprendidos al encontrarse con un joven que no les hacía preguntas triviales o pueriles, sino que se interesaba por cuestiones geográficas, estratégicas y políticas: la distancia entre las regiones, las rutas de viaje, la organización del ejército persa y el carácter de su rey. Aquellas preguntas revelaban no la curiosidad de un muchacho, sino la mente de un futuro conquistador que ya pensaba en el mapa del mundo y en la naturaleza de su enemigo. Los embajadores, dice Plutarco, quedaron tan impresionados que consideraron más aguda la inteligencia del hijo que la famosa sagacidad del padre.
Después, Plutarco muestra otro rasgo decisivo del carácter de Alejandro: su ambición heroica, muy distinta del deseo de placer o riqueza. Cada vez que llegaban noticias de una victoria de Filipo —una ciudad conquistada o una batalla ganada—, Alejandro no se alegraba, sino que se entristecía, temiendo que su padre “lo conquistara todo” y no le dejara nada glorioso que hacer. Su preocupación no era heredar un reino rico o pacífico, sino un reino lleno de desafíos. Su pasión no era la comodidad, sino la gloria (kleos, en griego). En sus palabras, se reconoce el espíritu de los héroes homéricos, especialmente Aquiles, su modelo ideal: preferir una vida breve pero ilustre antes que una larga y oscura.
Esta actitud, que podría parecer orgullo juvenil, Plutarco la presenta como una forma temprana de virtud heroica, un impulso hacia lo grande y lo difícil. Alejandro ve en cada victoria de su padre una disminución de su propio horizonte, porque entiende la existencia como una lucha por la excelencia (areté). En su mentalidad, la herencia no tiene valor si no puede ser superada mediante el esfuerzo.
A continuación, Plutarco describe el entorno educativo de Alejandro. Menciona que su formación estaba rodeada de muchos asistentes, “nutricios, ayos y maestros”, todos bajo la autoridad de Leónidas, pariente de Olimpia, hombre severo y moralmente rígido, que representaba la disciplina espartana en la corte macedonia. Leónidas vigilaba los hábitos de Alejandro y mantenía su carácter austero, intentando templar el fuego de su temperamento con rigor y sobriedad.
Junto a él aparece Lisímaco de Acarnania, un maestro más amable y hábil en el arte de educar por medio de la imaginación. Se ganaba el afecto de Alejandro llamándose a sí mismo Fénix, al joven Aquiles, y a Filipo Peleo, reproduciendo el triángulo pedagógico del mito homérico: el maestro que guía al héroe hacia la gloria. Aunque Plutarco dice que Lisímaco tenía algo de “simple”, en realidad esa simplicidad refleja un método sutil: conectar la educación de Alejandro con el modelo heroico de La Ilíada. Al identificarse con Aquiles, el joven príncipe interiorizaba una ética del honor y del riesgo que marcaría toda su vida.
Bucéfalo
El relato comienza con la llegada de un tesalio llamado Filonico, que ofrece al rey Filipo II un caballo magnífico, pero indómito, a cambio de trece talentos, una suma muy alta. Durante la prueba, el animal —Bucéfalo, nombre que significa “cabeza de toro”— se muestra feroz: no acepta montura ni voz humana, y lanza a todos los jinetes que intentan dominarlo. Filipo, desilusionado, ordena que se lo lleven. Entonces interviene el joven Alejandro, que se da cuenta de lo que los demás no ven: el caballo no es malo, sino mal entendido. Exclama: “¡Qué caballo pierden, solo por no tener conocimiento ni resolución para manejarlo!”
Estas palabras contienen ya los dos rasgos esenciales de su espíritu: la confianza audaz y la comprensión racional de la naturaleza. Filipo lo reprende por su atrevimiento, pero Alejandro insiste, hasta el punto de ofrecer pagar él mismo el precio del caballo si fracasa. Este gesto revela tanto su orgullo juvenil como su sentido del honor: está dispuesto a arriesgar su fortuna por demostrar su juicio.
Lo que sigue es una escena de extraordinaria sutileza psicológica. Alejandro observa que Bucéfalo se asusta de su propia sombra, que se mueve frente a él en el suelo. Entonces lo toma suavemente por las riendas y lo orienta hacia el sol, eliminando el motivo de su miedo. Después, lo acaricia, lo calma, lo acostumbra a su presencia. Solo cuando percibe que el animal confía, sube de un salto sobre él sin violencia ni castigo. Al principio lo mantiene quieto con un toque ligero del freno; luego, cuando siente que el caballo está preparado, lo impulsa con voz firme y los talones, logrando que galope en círculo, dócil y poderoso.
Plutarco narra que Filipo y sus acompañantes miran en silencio, temiendo que el muchacho sea derribado. Pero al verlo dominar al caballo con gracia y sin dureza, prorrumpen en gritos de admiración. Filipo, emocionado, llora de alegría y pronuncia una frase que se volvió legendaria:
“Busca, hijo mío, un reino igual a ti, porque en Macedonia no cabes.”
Esa declaración tiene un valor simbólico inmenso. Filipo reconoce en su hijo una grandeza que excede los límites del reino: la mente y el espíritu de Alejandro son demasiado vastos para confinarlos a una sola tierra. Es, en cierto modo, una profecía: el joven que ha sabido dominar al caballo que nadie podía controlar será también el hombre capaz de dominar al mundo.
Más allá del relato heroico, Plutarco ofrece aquí una lectura filosófica. Bucéfalo representa la fuerza bruta de la naturaleza: poderosa, bella, pero temerosa e irracional. Alejandro, en cambio, encarna la razón iluminada, que no destruye lo natural, sino que lo comprende y lo armoniza. Al girar el caballo hacia el sol, no solo elimina una sombra literal, sino que realiza una metáfora luminosa: el alma del sabio vence el miedo enfrentando la luz.
Aristóteles
Filipo, observando el carácter de su hijo, comprendió que Alejandro no podía ser conducido por la fuerza, pero sí por la razón. Tenía un espíritu indómito —como Bucéfalo—, pero dócil ante el argumento justo. Esta observación es esencial: Filipo entiende que el alma de Alejandro debía ser guiada no por la imposición, sino por la persuasión y el discurso racional, las herramientas propias de la filosofía.
Por eso decide buscarle un maestro que no fuera un simple instructor técnico —de música o de ejercicios físicos—, sino alguien capaz de formar su inteligencia moral y política. Plutarco cita una expresión de Sófocles, quien decía que educar un alma fuerte es “obra de mucho freno y mucha maña”, es decir, requiere tanto control como sabiduría. Ese “freno” (sophrosýne) representa el dominio de sí mismo, y la “maña” (téchne) la habilidad pedagógica: ambas cosas que Filipo encuentra en Aristóteles.
El rey lo llama desde su retiro en la ciudad de Estagira, que él mismo había destruido años antes. En un gesto de reconocimiento y gratitud, reedifica la ciudad y devuelve la libertad a sus habitantes, fugitivos o esclavos, como parte del pago a Aristóteles por aceptar educar a su hijo. Este acto político y moral es también simbólico: la restauración de Estagira representa el renacimiento del saber bajo el mecenazgo del poder.
Aristóteles se instala con Alejandro y sus compañeros en Mieza, un paraje natural consagrado a las Ninfas, donde aún —dice Plutarco— podían verse en su tiempo los asientos de piedra y los paseos cubiertos donde maestro y discípulo dialogaban. Allí, Alejandro recibe una educación que abarca la ética, la política y las ciencias naturales, pero también los conocimientos reservados, las doctrinas secretas de la filosofía peripatética. Plutarco las llama acroamáticas (del griego akroáomai, “escuchar”) y epópticas (“de contemplación”), que eran enseñanzas no escritas o reservadas a los iniciados, sobre los primeros principios del ser, el alma y la divinidad.
El episodio de la carta de Alejandro a Aristóteles es extraordinario, pues revela el orgullo intelectual del joven rey. Al enterarse de que su maestro había publicado parte de esas doctrinas reservadas (probablemente las que luego se conocerían como Metafísica), le escribe con reproche afectuoso:
“No has hecho bien en publicar las doctrinas acroamáticas; porque ¿en qué nos diferenciamos de los demás, si las ciencias en que nos has instruido han de ser comunes a todos? Yo prefiero sobresalir en los conocimientos útiles y honestos que en el poder.”
Esta frase es de enorme valor filosófico y psicológico. Alejandro, ya dueño del mundo, confiesa que prefiere la excelencia del saber a la del dominio. Pero también deja entrever un deseo de exclusividad espiritual: no quiere que los conocimientos que él considera fuente de su grandeza interior se difundan entre los demás. En cierto modo, teme que el secreto del alma regia se vulgarice.
Aristóteles responde con serenidad: no debía inquietarse, pues aunque los textos habían sido publicados, no eran accesibles para todos. Había escrito sus tratados “como recordatorio para los ya instruidos”, no como manuales para principiantes. Es decir, el conocimiento profundo sigue siendo reservado a quienes han sido iniciados en la disciplina filosófica.
Existió una afición de Alejandro a la medicina, un rasgo poco conocido pero documentado en sus cartas y en los testimonios de sus contemporáneos. Plutarco afirma que fue Aristóteles quien le inculcó ese interés, no solo teórico, sino también práctico: Alejandro no dudaba en atender personalmente a sus amigos enfermos, diagnosticarlos y recetarles remedios o dietas. Esta faceta muestra su inclinación hacia la observación racional y empírica, que proviene directamente de la formación aristotélica: la medicina, como la política, es el arte de equilibrar los elementos para restaurar la armonía del cuerpo o del Estado.
A continuación, Plutarco subraya su pasión por las letras y la lectura. Alejandro, a diferencia de muchos reyes guerreros, amaba el estudio y buscaba el saber como parte esencial de su identidad. Su libro predilecto era la Ilíada de Homero, a la que llamaba “su guía de doctrina militar”. Esta obra, que Aristóteles le corrigió y preparó especialmente, era conocida como “La Ilíada de la caja”, porque Alejandro la guardaba en un cofre junto a su espada, y dormía con ambos objetos bajo la almohada. Esta imagen es de un simbolismo enorme: el héroe que lleva consigo, inseparables, la fuerza del acero y la sabiduría de la poesía. La espada representa el poder físico; la Ilíada, la inspiración moral e intelectual. Para Alejandro, los versos de Homero no eran solo literatura, sino un manual de virtud heroica, un espejo en que veía reflejado su destino, como Aquiles en busca de gloria inmortal.
Plutarco añade que, en Macedonia, los libros eran escasos, por lo que Alejandro ordenó a su amigo Hárpalo —quien administraba los recursos del rey durante sus campañas— que le enviara obras literarias desde Grecia. Entre ellas, menciona las historias de Filisto de Siracusa, las tragedias de Eurípides, Sófocles y Esquilo, y los ditirambos de Telestes y Filóxeno, poetas de himnos y cantos báquicos. Esto revela su gusto amplio: no solo la épica heroica, sino también la tragedia —donde se explora el destino y la culpa— y la poesía lírica, que exalta el entusiasmo y la unión con lo divino. Es un testimonio de su espíritu cultivado y curioso, que buscaba en la literatura una forma de autoconocimiento.
En cuanto a su relación con Aristóteles, Plutarco señala que al principio lo veneraba como a un segundo padre. El propio Alejandro decía que debía a Filipo el vivir, pero a Aristóteles el “vivir bien”. Esta distinción es clave en el pensamiento griego: zen (vivir) se debe al cuerpo, pero eu zen (vivir bien) pertenece al alma educada en la virtud. Sin embargo, con el tiempo la relación entre ambos se enfrió. No por enemistad directa, sino por un distanciamiento político y espiritual: Alejandro, ya convertido en soberano universal, empezó a desconfiar de la postura más griega y limitada de Aristóteles, que veía a los bárbaros como inferiores. El rey, en cambio, aspiraba a unir pueblos y culturas, a fundar una civilización universal. Esta tensión —entre el filósofo que piensa en la polis y el rey que sueña con el cosmos— explica por qué sus vínculos se debilitaron.
Aun así, Plutarco subraya que la semilla filosófica nunca se extinguió en el alma de Alejandro. Lo demuestra su trato generoso con los sabios que conoció durante sus conquistas: Anaxarco, discípulo de Demócrito, a quien honró como consejero; Jenócrates, filósofo platónico, a quien envió cincuenta talentos como muestra de respeto; y los sabios indios Dandamis y Calano, representantes de la sabiduría oriental, a quienes acogió con reverencia. Esta actitud confirma que Alejandro no veía la filosofía como un lujo griego, sino como una lengua universal de la verdad, capaz de unir a Oriente y Occidente.
Guerras y batallas
Cuando Filipo partió a guerrear contra los bizantinos, Alejandro tenía apenas dieciséis años, pero ya dejó entrever su genio de mando. En ausencia del rey, le confió el gobierno de Macedonia y el sello real, signo de autoridad suprema. Durante este período, se produjo la rebelión de los medos (tribus tracias o macedonias del norte), y el joven regente no solo sofocó la insurrección, sino que tomó la capital rebelde y fundó en ella una nueva ciudad, a la que llamó Alejandrópolis. Este acto tiene un valor simbólico: antes incluso de conquistar Asia, Alejandro ya había comenzado a fundar ciudades con su nombre, gesto que en la Antigüedad expresaba dominio, civilización y deseo de perpetuidad.
Posteriormente, participó en la batalla de Queronea (338 a.C.), en la que Macedonia derrotó a las fuerzas aliadas de las polis griegas. Plutarco afirma que Alejandro fue el primero en atacar a la célebre cohorte sagrada de Tebas, una unidad formada por parejas de amantes que combatían con fervor heroico. Aun siendo un adolescente, Alejandro encabezó el ataque decisivo que deshizo la resistencia tebana. En el lugar, junto al río Céfiso, los antiguos mostraban todavía —dice Plutarco— una encina llamada “de Alejandro”, junto a la cual había tenido su tienda, y cerca de ella, el cementerio de los macedonios caídos.
Tras estas victorias, Filipo sintió hacia su hijo un orgullo inmenso: se alegraba incluso de que los macedonios comenzaran a llamar “rey” a Alejandro y “general” a Filipo, una inversión simbólica que mostraba cómo el hijo eclipsaba ya al padre. Sin embargo, esa armonía pronto se quebró por conflictos familiares, especialmente por las nuevas bodas de Filipo.
El rey, enamorado en su madurez de una joven llamada Cleopatra (no la famosa reina egipcia, sino una macedonia), se casó con ella, provocando los celos de Olimpia, la madre de Alejandro. Durante el banquete nupcial, Átalo, tío de la novia y uno de los generales de Filipo, ebrio y arrogante, brindó pidiendo a los dioses un heredero “legítimo” del nuevo matrimonio. Aquella frase implicaba que Alejandro —hijo de Olimpia, de origen epirota— no era un sucesor legítimo.
Alejandro, furioso, le arrojó una copa a Átalo gritando:
“¿Te parece, mala cabeza, que yo soy bastardo?”
Filipo, también ebrio, desenvainó la espada contra su hijo, pero al intentar avanzar tropezó y cayó al suelo. Alejandro, dominado por el sarcasmo, se volvió hacia los invitados y exclamó:
“¡He aquí al hombre que se preparaba para pasar de Europa a Asia, y no puede pasar de un escaño a otro sin caer!”
Esta escena es uno de los retratos más vivos de la familia real macedonia: una mezcla de grandeza, orgullo, violencia y humillación. El gesto de Alejandro, lleno de ironía, es al mismo tiempo una crítica al poder borracho de su padre y una afirmación de su propia lucidez juvenil.
Tras el incidente, Alejandro abandonó Macedonia llevando consigo a Olimpia, a quien instaló en el Epiro, y él mismo se refugió en Iliria, país vecino. Esta huida refleja la ruptura emocional y política con su padre: la ambición de Alejandro chocaba con la autoridad de Filipo, y la madre alimentaba el resentimiento con su carácter colérico y suspicaz.
Plutarco añade un episodio final que marca la reconciliación. Un amigo de la casa, Demarato de Corinto, hombre franco, visitó a Filipo y, tras los saludos, le preguntó:
“¿Cómo puedes preocuparte por la concordia de toda Grecia, si tu propia casa está llena de discordias y males?”
La observación lo hizo reflexionar. Filipo recapacitó, envió a llamar a Alejandro, y gracias a las persuasiones de Demarato, padre e hijo se reconciliaron.
Relación con Filipo II
Todo comienza con la iniciativa de Pexodoro, sátrapa de Caria, un poderoso gobernador del Imperio Persa. Deseando fortalecer su posición mediante una alianza con Macedonia, Pexodoro ofrece a su hija en matrimonio a Arrideo, hijo natural de Filipo y medio hermano de Alejandro. Para ello envía a Aristócrito como embajador. Este proyecto político, aparentemente menor, despierta sospechas en la corte macedonia: los allegados de Alejandro y su madre, Olimpia, lo interpretan como una señal de que Filipo planea favorecer a Arrideo como sucesor, desplazando al legítimo heredero.
Alejandro, irritado por la sospecha de ser marginado, actúa con precipitación. Envía a Tésalo, un célebre actor trágico amigo suyo, a Caria con un mensaje secreto para Pexodoro: que, en vez de ofrecer su hija a Arrideo, la proponga para él mismo, el verdadero heredero de Macedonia. El sátrapa acepta encantado: la alianza con Alejandro es más prestigiosa que con un hijo bastardo y de entendimiento débil.
Pero cuando Filipo se entera, estalla en furia. Entra en la habitación de Alejandro acompañado de Filotas, hijo del general Parmenión, y delante de él recrimina a su hijo con dureza, acusándolo de actuar indignamente, de deshonrarse al pretender un matrimonio con la hija de un “esclavo”, es decir, de un funcionario subordinado al rey de Persia. La reprensión es tanto moral como política: Filipo ve en ello una humillación para la casa real, una señal de impaciencia y de desobediencia.
Filipo ordena además medidas severas: manda arrestar a Tésalo, escribiendo a los corintios para que lo envíen encadenado, y destierra de Macedonia a varios amigos de Alejandro —Hárpalo, Nearco, Frigio y Ptolomeo—, hombres que más tarde se convertirán en los más fieles generales y compañeros del futuro conquistador. Cuando Alejandro suba al trono, los restituirá y les concederá gran honor, lo que muestra que su lealtad y memoria eran tan firmes como su orgullo.
El episodio final es el más dramático: el asesinato de Filipo II. La historia se vincula con Pausanias, un joven noble de la guardia personal del rey que había sido humillado públicamente por Átalo (el mismo tío de Cleopatra) y no había obtenido justicia. Encolerizado, Pausanias mata a Filipo durante la ceremonia de su boda o en los festejos de su entrada triunfal a Egina, y aunque es ejecutado de inmediato, la sospecha de complicidad cae sobre Olimpia y, en parte, sobre Alejandro.
Plutarco recuerda que Pausanias, tras sufrir la ofensa, se habría encontrado con Alejandro y, en tono enigmático, le recitó un verso de la Medea de Eurípides:
“Al que la dio, al esposo y a la esposa.”Es decir, al que concedió la ofensa (Filipo), a su esposa (Cleopatra) y a quien la causó (Átalo). Esta alusión sugiere —sin afirmarlo— que Alejandro pudo comprender, o al menos tolerar, el resentimiento de Pausanias.
Tras la muerte de su padre, Alejandro castigó con rigor a todos los implicados en el crimen, como para despejar toda sospecha. Sin embargo, se indignó con su madre Olimpia, que durante su ausencia se había vengado cruelmente de Cleopatra, la nueva esposa de Filipo, llegando —según las fuentes— a asesinarla y a hacer matar a su hijo recién nacido. Plutarco destaca que Alejandro condenó esos actos con repugnancia y dolor, prueba de que, aunque su ambición lo acercó al trono, no aprobó los excesos de la venganza materna.
Alejandro soberano
Plutarco muestra al joven rey de veinte años enfrentado a un mundo convulsionado, donde todo lo heredado de su padre —el poder militar, las conquistas, la hegemonía sobre Grecia— está a punto de desmoronarse. Lo que destaca aquí no es solo la acción política, sino la energía interior y el temple del espíritu con que Alejandro enfrenta la crisis.
A la muerte de Filipo, Alejandro heredó un reino rodeado de enemigos y lleno de incertidumbre. En el norte, las tribus bárbaras —tracios, ilirios y tribalos— soñaban con recuperar su independencia. En el sur, Grecia entera, apenas sometida por Filipo, hervía de resentimiento: las polis veían en la muerte del rey una oportunidad para romper la hegemonía macedónica. Incluso dentro de Macedonia, los nobles dudaban de que aquel joven pudiera sostener el poder que su padre había consolidado a lo largo de décadas.
Los consejeros del reino recomendaban prudencia y conciliación: dejar en paz a los griegos, calmar a los bárbaros con promesas, y ganar tiempo hasta asegurar la estabilidad interna. Pero Alejandro, siguiendo su instinto audaz y su lógica de la grandeza, pensó exactamente lo contrario. Plutarco señala que comprendió una verdad psicológica:
“Si se viese que decaía de ánimo en lo más mínimo, todos vendrían a cargar sobre él.”Es decir, entendió que un nuevo rey no puede comenzar cediendo o vacilando. Su autoridad debía afirmarse mediante el valor, no la indulgencia. Por eso decide “adquirir la seguridad y la salud con la osadía”, transformando la debilidad del momento en una demostración de fuerza.
Su primera campaña fue contra los Tribalos y los pueblos del norte. En una expedición fulminante llegó hasta el río Istro (el Danubio) y derrotó al rey Sirmo, imponiendo de nuevo el dominio macedonio. Así sofocó las rebeliones bárbaras en cuestión de semanas, mostrando a los pueblos vecinos que el hijo de Filipo no era un joven inexperto, sino un caudillo de energía temible.
Apenas concluida esa campaña, llegó la noticia de que Tebas se había sublevado, con el apoyo tácito de Atenas, animada por el orador Demóstenes, enemigo jurado de Macedonia. Plutarco, con ironía literaria, recuerda la burla de Demóstenes, quien había llamado a Alejandro “niño” cuando combatía a los ilirios, y “muchacho” cuando pacificaba Tesalia. Alejandro, decidido a probar su madurez política y militar, cruzó las Termópilas y avanzó hacia Beocia, declarando:
“Haré ver a Demóstenes ante los muros de Atenas que ya soy hombre.”
Ante Tebas, adoptó primero una actitud conciliadora. Dio tiempo a los ciudadanos para arrepentirse y envió emisarios (Fénix y Prótites) con una propuesta de paz. Incluso ofreció amnistía a quienes se retractaran de la rebelión. Pero los tebanos, obstinados, respondieron con altivez: exigieron que él entregara a sus generales Filotas y Antípatro, y lanzaron un pregón convocando a todos los griegos que desearan “la libertad de Grecia” a unirse a ellos contra el yugo macedonio.
Ante esa provocación, Alejandro decidió atacar. Plutarco destaca el valor desesperado de los tebanos, que lucharon con heroísmo aunque estaban en gran inferioridad. Sin embargo, el desenlace fue fatal: las tropas macedonias que guarnecían la Cadmea (la fortaleza tebana) salieron por sorpresa y los atacaron por la retaguardia. Atrapados entre dos frentes, los tebanos fueron masacrados. La ciudad cayó, fue saqueada y arrasada, y su destrucción sirvió como advertencia ejemplar para el resto de Grecia.
Plutarco indica dos motivos en esta devastación:
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Político: Alejandro quiso que la catástrofe de Tebas atemorizara a las demás polis para asegurar la paz sin nuevas rebeliones.
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Personal y moral: también quiso dar satisfacción a los macedonios, que consideraban la revuelta de Tebas una ofensa contra la memoria de Filipo.
La caída de Tebas, terrible en su magnitud, tuvo el efecto que Alejandro buscaba: toda Grecia quedó paralizada. Atenas, temiendo ser la siguiente, envió embajadores de paz. Las ciudades del Peloponeso se sometieron. En cuestión de meses, el joven rey transformó una situación de caos en un dominio total, reafirmando la hegemonía macedónica sobre el mundo helénico.
Alejandro, enfrentado a la fragilidad de su trono, opta por la acción decidida, que en su caso no es simple violencia, sino una política del ejemplo: una dureza estratégica que impone orden allí donde la prudencia habría alimentado el desorden. Es la primera muestra de su genio político: entender que en los comienzos del poder, la firmeza vale más que la clemencia, porque la autoridad que se pierde al inicio nunca se recupera.
Tras la destrucción de Tebas, entre los horrores del saqueo y la violencia, un grupo de soldados tracios irrumpe en la casa de Timoclea, una mujer noble, de familia ilustre y conducta intachable. Mientras los hombres saquean sus bienes, el jefe del grupo comete el crimen más vil: viola a Timoclea y luego, movido por la codicia, le exige revelar dónde ha escondido su oro y su plata. Ella, fingiendo sumisión, le dice que lo ha arrojado a un pozo del jardín y lo conduce hasta allí. Cuando el bárbaro se asoma para comprobarlo, Timoclea lo empuja dentro y lo mata arrojándole piedras, vengando así su ultraje con un acto de valentía y justicia.
Capturada por los tracios, es llevada ante Alejandro, que en ese momento preside los juicios y castigos posteriores al saqueo. Plutarco subraya el contraste entre la violencia del contexto y la serenidad moral de la mujer: Timoclea camina sin miedo, con el porte digno de una matrona griega consciente de su honor. Cuando el rey le pregunta quién es, ella responde con firmeza:
“Soy hermana de Teágenes, el que luchó contra Filipo por la libertad de los griegos y murió como general en Queronea.”
Esta respuesta encierra un doble valor. Primero, una declaración de identidad y orgullo: no se presenta como víctima, sino como descendiente de quienes lucharon por la libertad helénica. Segundo, una reivindicación moral ante el vencedor: está frente al hijo del hombre que derrotó a su hermano, y aun así habla sin temor, con la conciencia intacta.
Alejandro, conmovido por su nobleza, admira tanto su valor como su compostura. No la ve como enemiga, sino como un espíritu semejante al suyo: valiente, racional y dueño de sí mismo en medio de la desgracia. En un acto de justicia y respeto, le devuelve la libertad a ella y a sus hijos.
Plutarco inserta este relato no solo para ilustrar la magnanimidad de Alejandro, sino también para ofrecer un contrapunto ético a la brutalidad de la guerra. La escena de Timoclea encarna la idea de que incluso en la ruina de una ciudad, la virtud puede brillar con una fuerza más pura que la de la espada.
Además, esta historia tiene un valor simbólico: en medio de la violencia del conquistador, surge una mujer que, sin armas, afirma su autonomía moral. Alejandro, al reconocerla, se convierte no solo en rey, sino en juez de humanidad. De este modo, Plutarco muestra que el dominio verdadero no consiste en destruir, sino en reconocer la virtud incluso en el enemigo.
Actitud moral
Después del acto más duro de su carrera en Grecia, Plutarco muestra cómo el joven rey, todavía en los inicios de su reinado, empieza a reflexionar sobre el poder, la clemencia y la justicia.
Tras arrasar Tebas, Alejandro recibe en su campamento a los embajadores de Atenas. Pese a que los atenienses habían simpatizado con los tebanos y les habían prestado ayuda durante el desastre —suspendiendo incluso las solemnes fiestas de los Misterios de Eleusis en señal de duelo—, el rey no los castiga. Plutarco ofrece dos posibles razones: o bien Alejandro ya había saciado su cólera, como un león que se calma tras la furia, o bien quiso compensar la crueldad de Tebas con un acto de magnanimidad ejemplar.
Así, en un gesto político y humano, los perdona completamente, no exige tributos ni castigos, y además los exhorta a conservar el orden interno de la ciudad, diciéndoles —según relata Plutarco— que si alguna vez le ocurría una desgracia, Atenas debía asumir el liderazgo de Grecia. Con esta frase, Alejandro reconoce en los atenienses una superioridad cultural y moral que él mismo respetaba.
Este acto de clemencia marca una transición profunda en su carácter: el conquistador que destruye Tebas se convierte ahora en el hombre que comprende el peso de su propia violencia. Plutarco señala que, desde entonces, Alejandro sintió verdadero remordimiento por la ruina tebana, y procuró compensarla con gestos de bondad hacia los demás pueblos griegos. Es un momento de autoconciencia en su vida: la comprensión de que la grandeza no consiste solo en vencer, sino también en contener la fuerza y gobernarse a sí mismo.
El texto menciona un detalle simbólico muy interesante: Alejandro atribuía algunos de sus futuros excesos —como el asesinato de Clito durante un banquete y la cobardía de sus tropas en la India— a la ira del dios Baco. Plutarco introduce así un matiz religioso: el exceso de vino, la embriaguez del poder y la violencia desenfrenada son castigos del dios de la locura y la pasión. Es como si el rey reconociera que los actos de desmesura (la destrucción de Tebas, la muerte de Clito) eran pecados de hybris, de descontrol, y que los dioses se vengaban haciéndole sentir su propia furia.
De todos los tebanos que sobrevivieron, ninguno que se le acercara fue mal recibido ni despedido sin ayuda o favor. Alejandro se mostró generoso con los vencidos, devolviendo libertad o bienes a quienes se lo pedían.
Encuentro con Diógenes
Tras la destrucción de Tebas y la sumisión de Atenas, los griegos se reúnen en el Istmo de Corinto y proclaman a Alejandro “general supremo” de la expedición contra Persia, repitiendo así el título que habían concedido antes a su padre Filipo. En ese momento, toda Grecia reconoce en él al continuador de una empresa que ya no es solo macedonia, sino panhelénica: vengar las invasiones persas y liberar a los griegos de Asia.
Durante su estancia en Corinto, Alejandro recibe a filósofos, políticos y embajadores que vienen a felicitarlo. Entre ellos espera ver a Diógenes de Sinope, el más célebre de los cínicos, que vivía pobremente en el barrio de Cráneo. Pero Diógenes, fiel a su desprecio por la riqueza y el poder, no se mueve para verlo. Entonces, Alejandro decide ir él mismo a visitarlo. Lo encuentra tumbado al sol, tranquilo, indiferente a la pompa real. El rey lo saluda y le pregunta si desea algo. Diógenes, sin alterarse, le responde:
“Sí: que te apartes un poco, que me tapas el sol.”
Esta frase, tan simple como fulminante, expresa el ideal cínico: la autosuficiencia del sabio que no necesita nada del poder, ni teme su autoridad. Plutarco cuenta que Alejandro, lejos de ofenderse, quedó maravillado por la grandeza de ánimo del filósofo, y cuando sus acompañantes rieron del episodio, replicó con una de las frases más nobles que se le atribuyen:
“Si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes.”
En esa respuesta se revela una tensión profunda: el conquistador que lo posee todo admira al hombre que no necesita nada. Alejandro representa la ambición activa; Diógenes, la libertad interior. Ambos encarnan dos caminos de grandeza: la del dominio del mundo y la del dominio de uno mismo. En ese instante, el joven rey reconoce que el poder sin sabiduría es incompleto, y que hay una forma más alta de realeza: la del espíritu que vive conforme a la verdad y la naturaleza.
Poco después, Alejandro busca consultar al oráculo de Delfos para asegurarse de que su expedición contra Persia cuenta con la aprobación de los dioses. Pero al llegar, lo hace en días nefastos, cuando las leyes prohibían dar respuestas oraculares. La pitonisa se niega a recibirlo; sin embargo, Alejandro, impaciente, la arrastra con suavidad pero con firmeza hasta el templo, exigiendo su vaticinio. Ella, vencida por su determinación, exclama:
“¡Eres invencible, oh joven!”
El rey sonríe y responde que ya no necesita más oráculo, porque las palabras que acaba de escuchar son justamente el anuncio que deseaba. Esta escena condensa su fe en el destino heroico: no espera el permiso de los dioses, sino que actúa hasta que la divinidad misma se ve obligada a reconocer su fuerza.
Por último, Plutarco relata un prodigio simbólico: la estatua de Orfeo, tallada en ciprés, comenzó a sudar copiosamente en los días previos a la expedición. Muchos lo interpretan como un mal presagio, pero el adivino Aristandro le da una lectura optimista:
“Significa que Alejandro hará hazañas tan grandes que los poetas y músicos tendrán que sudar mucho para cantarlas.”
Así, el signo de temor se convierte en símbolo de gloria, y el arte (representado por Orfeo) se asocia al esfuerzo por alcanzar con la palabra la magnitud del héroe.
Conquista de Asia
Plutarco comienza describiendo el tamaño y composición del ejército macedonio. Según las fuentes más moderadas, contaba con 30.000 infantes y 5.000 jinetes; otros elevan la cifra a 34.000 y 4.000. En cualquier caso, era un contingente relativamente pequeño si se compara con la magnitud del imperio persa al que se enfrentaría. Lo notable no es el número, sino los escasos recursos con que partió: Aristóbulo dice que tenía solo 70 talentos (una suma mínima para una expedición de esa escala); Duris afirma que apenas poseía víveres para treinta días; y Onesícrito añade que había tomado 200 talentos a crédito. Todo esto subraya la paradoja central: el conquistador del mundo comenzó sin riquezas, confiando únicamente en su fe y su fortuna.
Antes de embarcarse, Alejandro realiza un gesto revelador de su carácter. Distribuye casi todas sus propiedades entre sus amigos y compañeros, otorgando a uno un campo, a otro un puerto, a otro la renta de un distrito. Su general Pérdicas, sorprendido, le pregunta:
“¿Y para ti, oh rey, qué es lo que dejas?”Alejandro responde:“Las esperanzas.”A lo que Pérdicas replica con nobleza:“Entonces participaremos también de ellas, los que te acompañamos en la guerra.”
Esa breve conversación, que Plutarco transcribe con su habitual sentido moral, resume la naturaleza del liderazgo alejandrino: el rey no acumula para sí, sino que inspira a los demás a compartir su destino. La confianza que despierta en sus compañeros es tan poderosa que varios de ellos renuncian voluntariamente a sus bienes para acompañarlo, no por oro, sino por gloria. Alejandro convierte así la pobreza en virtud y la escasez en fuerza moral: su capital es la fe en sí mismo.
Una vez preparado todo, cruza el Helesponto, la frontera mítica entre Europa y Asia. Este paso tiene un valor simbólico enorme: es el punto en que el mundo griego entra en el corazón del Oriente, y en que Alejandro deja de ser un rey local para convertirse en un conquistador universal.
A su llegada, desembarca en Ilión (la antigua Troya) y realiza un ritual profundamente significativo. Ofrece sacrificios a Atenea y libaciones a los héroes de la guerra troyana. Luego se dirige al túmulo de Aquiles, su héroe predilecto. Allí unge la columna funeraria, corre desnudo con sus amigos alrededor del monumento —siguiendo la costumbre de los atletas en honor a los muertos heroicos— y la corona de flores. Al hacerlo, pronuncia una frase memorable:
“Bienaventurado tú, Aquiles, que en vida tuviste un amigo fiel y, después de la muerte, un gran poeta.”
Esta exclamación une la filosofía, la poesía y la emoción humana. Alejandro reconoce en Aquiles su modelo de valor, amistad y gloria inmortal, pero también su propia aspiración: tener un Patroclo (como fue Hefestión) y un Homero que cante sus hazañas. Con esta frase, Plutarco sugiere que el rey busca no solo conquistar el mundo, sino también trascenderlo en la memoria de los hombres.
Finalmente, mientras recorre Ilión, alguien le ofrece mostrarle la lira de Paris, el príncipe troyano. Alejandro responde con desdén:
“No me interesa la de Paris; busco la de Aquiles, con la que cantaba los hechos de los héroes.”
Esta réplica revela su visión moral y estética: desprecia la frivolidad del amante y celebra la voz del guerrero-poeta. No le interesa el símbolo del deseo, sino el instrumento del canto heroico.
Batalla del río Gránico
Plutarco narra la batalla del río Gránico (334 a.C.), el primer gran enfrentamiento entre el joven rey macedonio y los sátrapas del Imperio Persa. Es el momento en que Alejandro se juega la entrada en Asia, y Plutarco lo presenta como una prueba de valor casi irracional, donde el arrojo del héroe vence a la prudencia de los estrategas.
Al comenzar el relato, los generales persas han reunido un ejército poderoso y se disponen a impedir el paso del Gránico, un río profundo y de orillas empinadas. Para cruzarlo, Alejandro debía combatir cuesta arriba contra un enemigo atrincherado, lo que hacía la maniobra extremadamente peligrosa. Además, algunos macedonios estaban inquietos por una superstición: en el mes Desio los reyes de Macedonia acostumbraban a no iniciar campañas. Alejandro “remedia” la superstición con ingenio simbólico: ordena volver a contar el tiempo como si aún fuera Artemisio, es decir, altera el calendario para abolir el mal presagio.
Su general Parmenión, más experimentado y prudente, le aconseja esperar hasta la mañana siguiente, pues ya caía la tarde. Pero Alejandro, impetuoso, responde con una frase digna de epopeya:
“Se avergonzaría el Helesponto si, habiéndolo pasado, temiéramos ahora al Gránico.”
Con esas palabras, decide el destino. Al frente de trece escuadrones de caballería, se lanza al río. La escena, que Plutarco describe con vivacidad cinematográfica, muestra a Alejandro cubierto por el agua, bajo una lluvia de dardos, subiendo con dificultad por el barro y combatiendo cuerpo a cuerpo. Su avance, dice el autor, parecía más “arrebato de furor” que táctica militar.
Al alcanzar tierra firme, los combates se vuelven caóticos. Caballos contra caballos, lanzas que se quiebran, espadas que sustituyen las astas. Alejandro, reconocible por su penacho blanco con dos grandes alas, se convierte en el blanco de los ataques enemigos. Un dardo le hiere el borde de la coraza, sin alcanzarlo. Luego, los generales persas Resaces y Espitridates cargan directamente contra él. Alejandro hiere de muerte a Resaces, pero Espitridates, acercándose por el flanco, levanta su lanza para asestar un golpe fatal: le corta una de las alas del penacho y logra que la punta roce su cabello. Antes de que repita el ataque, Clito el Negro, uno de los más fieles compañeros de Alejandro, atraviesa a Espitridates con su lanza, salvando así la vida del rey.
Tras este momento de máximo peligro, las falanges macedonias cruzan el río y el combate se generaliza. Los persas resisten poco tiempo; su infantería se dispersa y huye. Solo los mercenarios griegos al servicio de Persia resisten hasta el final, pidiendo la clemencia de Alejandro. Pero, llevado por la ira, el rey los ataca personalmente —“más movido por la cólera que por la razón”— y en la refriega pierde su caballo (no Bucéfalo, sino otro). La matanza es terrible: 20.000 infantes y 2.000 jinetes enemigos mueren, mientras que las bajas macedonias, según Aristóbulo, no pasan de 34 soldados.
Alejandro honra a los caídos con estatuas de bronce, encargadas al escultor Lisipo, y envía a Grecia la noticia de su victoria. A los atenienses les manda trescientos escudos tomados al enemigo con esta inscripción, altiva y significativa:
“Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos (excepto los lacedemonios), de los bárbaros que habitan en Asia.”
Con esa fórmula, Plutarco subraya el carácter colectivo y panhelénico de la campaña: Grecia entera, representada por Alejandro, se presenta como vengadora de las invasiones persas.
Por último, en un gesto de piedad filial, el rey envía a su madre Olimpia los objetos preciosos, vestiduras de púrpura y vasos de oro tomados como botín, reservando para sí solo una mínima parte. Así, la victoria que abre las puertas de Asia se cierra con un acto de humildad doméstica, como si Alejandro quisiera recordar que su gloria debía compartirla con quien le dio la vida.
Tras la derrota de los persas, la caída de Sardes marca un punto decisivo. Esta ciudad, antigua capital del reino de Creso y una de las más ricas de Asia, se entrega voluntariamente a Alejandro, junto con su tesoro y fortaleza. En ese acto simbólico, Plutarco ve el traspaso del “imperio marítimo de los bárbaros”, es decir, el dominio de las ciudades costeras del Egeo y el Mediterráneo oriental, que comienzan una tras otra a someterse.
Solo Mileto y Halicarnaso resisten, ambas plazas de importancia estratégica y con fuertes guarniciones persas. Alejandro las toma por asalto, en combates sangrientos, consolidando su control sobre toda la costa del Asia Menor. Pero tras estas conquistas, el rey se detiene a reflexionar: ¿debía continuar avanzando tierra adentro para buscar a Darío, el Gran Rey, y decidirlo todo en una gran batalla, o era más prudente asegurar primero el dominio marítimo antes de enfrentarse al corazón del imperio? Plutarco retrata aquí a un Alejandro que, por primera vez, duda y calcula. No es ya el joven temerario del Gránico, sino el gobernante que mide la magnitud de su empresa.
En medio de esa incertidumbre, aparece un prodigio. En Licia, cerca de Janto, una fuente cambia de curso y arroja desde su fondo una plancha de bronce grabada con caracteres antiguos que anuncian:
“El imperio de los Persas cesará, destruido por los Griegos.”Alejandro interpreta el signo como una confirmación divina y recobra la audacia. Siente que su misión está sellada por los dioses y acelera su avance por toda la costa de Fenicia y Cilicia, sometiendo sin resistencia a la mayoría de las ciudades.
Durante su paso por la Panfilia, ocurre otro episodio famoso que los cronistas antiguos convirtieron en leyenda: se decía que el mar se había retirado milagrosamente para dejarle paso por un estrecho litoral entre los acantilados del monte Clímax y las olas del Mediterráneo, zona que normalmente quedaba cubierta por la marea. Según estos relatos, el mar se allanó ante Alejandro, reconociendo su destino, y los poetas lo exaltaron como un prodigio cósmico. Plutarco cita incluso a Menandro, quien bromeaba en tono cómico:
“Esto va a lo Alejandro: dicho y hecho. Si busca a alguien, aparece al instante; si debe pasar por el mar, el mar se allana y le abre camino.”
Sin embargo, el propio Alejandro —dice Plutarco— desmintió esas versiones fantásticas en sus cartas. En ellas relata con sobriedad que cruzó a pie la montaña Clímax, partiendo de la ciudad de Faselis, y que durante su estancia allí rindió homenaje al poeta Teodectes, natural del lugar y discípulo de Aristóteles. En una escena curiosa y humana, cuenta que, después de cenar y algo bebido, visitó la estatua del poeta, la coronó de flores y la bañó en vino, como en una fiesta amistosa, recordando con afecto sus antiguos lazos filosóficos.
Nudo gordiano
Tras someter a los pisidios y ocupar Frigia, Alejandro llega a Gordio, antigua capital del legendario rey Midas. En la ciudad se conserva un carro sagrado atado con una correa de corteza de serbal, cuya leyenda decía que quien lograra desatar el nudo dominaría el mundo. Plutarco describe dos versiones del suceso: la popular, según la cual Alejandro, impaciente al no hallar los cabos, lo corta con su espada, revelando los nudos interiores; y la más racional, transmitida por Aristóbulo, que dice que simplemente quitó la clavija que unía el yugo al timón, desatando así el nudo sin romperlo. En ambas versiones, el sentido simbólico es el mismo: el joven rey resuelve con acción y claridad un enigma que otros habían tratado con duda y veneración. Frente al problema del destino, no busca el permiso de los dioses, sino que actúa con decisión: el gesto de cortar o resolver el nudo es su forma de afirmar que el dominio de la tierra no se obtiene por espera, sino por inteligencia y voluntad.
Después del episodio, Alejandro continúa su avance hacia el este, sometiendo a los paflagonios y capadocios, hasta recibir una noticia crucial: la muerte de Memnón de Rodas, el más capaz de los generales griegos al servicio de Persia, que había hostigado duramente a las tropas macedonias desde el mar. Con su desaparición, el rey se siente liberado del mayor peligro estratégico y se anima a penetrar en el corazón del Imperio Persa.
En ese mismo tiempo, Darío abandona Susa con un ejército gigantesco de seiscientos mil hombres, según Plutarco. El monarca persa confía ciegamente en los augurios favorables y en un sueño mal interpretado por sus magos: ve en su sueño una gran luz que brilla sobre la falange macedónica, Alejandro vestido con la túnica que él usaba cuando era astanda (administrador) del rey anterior, y finalmente al joven entrando en el bosque del templo de Belos, donde desaparece. Los intérpretes, deseosos de agradar, le anuncian que aquello presagia su triunfo y el fin del invasor. Pero Plutarco explica el sentido verdadero del sueño: el resplandor simboliza el esplendor de las armas macedonias, la túnica indica que Alejandro reinará en Asia como Darío reinó antes, y su desaparición en el bosque anuncia la brevedad de su gloria y de su vida.
Confianza, amistad y poder
Plutarco detiene el relato de las conquistas para mostrar la relación entre la confianza, la amistad y el poder. Frente a la grandiosidad de las batallas, aquí el peligro es interior: el rey se debate entre la enfermedad y la sospecha, y su grandeza se revela no en la victoria militar, sino en la nobleza del carácter.
Alejandro se halla detenido en Cilicia, y los persas interpretan su demora como miedo. El propio Darío, informa Plutarco, se anima creyendo que su enemigo se ha acobardado. Pero la verdad es otra: Alejandro está gravemente enfermo. Unos dicen que a causa del agotamiento por las campañas, otros que por haberse bañado en las aguas heladas del río Cidno, cuya corriente gélida le habría producido una fiebre súbita.
La enfermedad pone a prueba el temple del ejército y la lealtad de sus allegados. Ninguno de los médicos se atreve a tratarlo, temerosos de ser culpados si el rey muere. Solo Filipo de Acarnania, su médico y amigo, decide arriesgarse. Muestra la virtud que Plutarco exalta en los grandes hombres: el desprecio del peligro por fidelidad al deber y a la amistad. Movido por afecto y honor, prepara una medicina fuerte y promete a Alejandro que, si la toma con paciencia, recuperará la salud.
En ese mismo momento llega una carta de Parmenión, escrita desde el frente, advirtiendo que Filipo ha sido sobornado por Darío con oro y la promesa de casar a su hija, para envenenar al rey. Plutarco detalla la reacción de Alejandro con elegancia moral: no se lo dice a nadie, no muestra turbación y coloca la carta bajo la almohada. Cuando Filipo entra con la copa de medicina, el rey le entrega la carta y bebe la pócima sin vacilar.
La escena que sigue es una de las más teatrales y simbólicas de toda la biografía:
“Era un espectáculo verdaderamente teatral —dice Plutarco— ver a uno leer y al otro beber.”
Ambos se miran: Alejandro, con serenidad y confianza; Filipo, con angustia y espanto, comprendiendo la acusación. Levanta los brazos al cielo, invoca a los dioses, se inclina sobre el lecho, y jura su inocencia mientras el remedio comienza a hacer efecto. Por un instante parece que el veneno ha vencido: Alejandro pierde el habla y los sentidos, su cuerpo se enfría, y los soldados fuera de la tienda entran en pánico, convencidos de que su rey ha muerto. Pero Filipo persevera y logra revivirlo, devolviéndole el pulso y la voz.
Apenas recuperado, Alejandro se muestra ante los macedonios, para disipar su miedo y reafirmar su autoridad. El gesto es tanto político como humano: la visión del rey restablecido cura también el ánimo del ejército.
En este episodio, Plutarco combina todos los tonos de la tragedia clásica: la sospecha, la fidelidad, el peligro y la catarsis. Pero el núcleo moral es claro: la confianza de Alejandro vence a la sospecha. Frente a la carta que sembraba el miedo, el rey elige creer en su amigo, y su fe se convierte en una victoria moral superior a cualquier batalla.
Así, mientras Darío confía en sueños falsos y magos aduladores, Alejandro confía en la lealtad de un hombre justo. Esa diferencia —la confianza verdadera frente a la superstición interesada— anuncia el contraste que definirá toda la guerra: la sabiduría libre y racional de los griegos contra la sumisión supersticiosa de los persas.
Batalla de Iso
Darío, mal aconsejado y movido por una mezcla de confianza y ansiedad, comete un error fatal: en lugar de esperar a Alejandro en el llano, donde sus 600.000 hombres podían desplegarse y aprovechar su número, decide internarse en los estrechos pasos de Cilicia, un terreno montañoso y cortado por el río Pínaro, totalmente desfavorable para su caballería. Un fugitivo macedonio llamado Amintas, conocedor del carácter de Alejandro, intenta advertirle: le dice que el rey macedonio no huirá, que incluso podría estar viniendo ya hacia él. Pero Darío, desconfiando de sus consejos, se encierra en aquel espacio limitado —una trampa perfecta para su propio ejército.
Por azar, las dos fuerzas se cruzan de noche sin encontrarse, cada una creyendo que la otra se aleja. Al amanecer, Darío intenta recuperar su antiguo campamento, y Alejandro, comprendiendo la situación, aprovecha el terreno estrecho como una ventaja, impidiendo que el enemigo despliegue su inmensa superioridad numérica. La fortuna, dice Plutarco, “le preparó el lugar”, pero el mérito del triunfo fue suyo, pues “ayudó a la fortuna con su prudencia”.
Alejandro organiza su ejército con una inteligencia asombrosa: extiende su ala derecha para envolver a la izquierda persa, forma un semicírculo envolvente y dirige personalmente el ataque. Lucha en primera línea, donde recibe una herida en el muslo, según Cares producida por el mismo Darío; aunque en sus cartas a Antípatro, el propio Alejandro omite ese detalle, minimizando la herida. El resultado es una victoria aplastante: más de 110.000 persas muertos, frente a un número muy reducido de macedonios.
Darío huye precipitadamente, dejando atrás su carro, su arco y su campamento regio. Alejandro lo persigue, pero no logra alcanzarlo. Al regresar, encuentra a sus soldados cargados de botín, maravillados ante la riqueza oriental. El pabellón real de Darío queda reservado para él: un verdadero palacio de campaña, lleno de oro, plata, perfumes, sirvientes, tapices, mesas y objetos de lujo.
El contraste entre el joven macedonio y el esplendor persa alcanza aquí un tono moral característico de Plutarco. Alejandro, exhausto pero victorioso, se despoja de las armas y, con humor y calma, dice a sus compañeros:
“Vamos a lavarnos el sudor de la batalla en el baño de Darío.”
A lo que uno de sus amigos responde con ingenio:
“No, por Zeus, en el baño de Alejandro, porque las cosas del vencido pertenecen al vencedor.”
Plutarco cierra el episodio con una observación memorable: cuando Alejandro ve el lujo desbordante de la tienda de Darío —sus jarras doradas, los perfumes, las alfombras—, exclama con una mezcla de ironía y asombro:
“En esto consistía, según parece, el reinar.”
La frase tiene un doble sentido: por un lado, expresa admiración ante el esplendor del poder oriental; por otro, implica desprecio hacia la molicie y el exceso de lujo, que contrastan con la austeridad macedonia. El rey joven, criado en la disciplina de Aristóteles y en la sobriedad militar, descubre que el trono de Asia se ha convertido en símbolo de riqueza más que de virtud.
Tras la derrota de Darío, Alejandro se entera de que entre los cautivos se encuentran la madre, la esposa y las hijas del rey persa. En lugar de comportarse como un vencedor brutal, actúa con compasión: las tranquiliza asegurándoles que Darío sigue con vida y que nada les faltará. Luego confirma con hechos esa promesa: permite que entierren a sus muertos, mantiene su rango y les otorga más privilegios que antes.
Cuando su general Filóxeno le ofrece jóvenes de gran belleza para su placer, Alejandro reacciona con indignación ejemplar: se siente ofendido no solo por la propuesta, sino por la sola idea de que alguien pudiera creerlo capaz de tales excesos. Manda expulsar al vendedor y reprende duramente a su oficial, dejando claro que la dignidad del mando exige pureza interior. El mismo rigor aplica a los suyos: ordena la ejecución de dos macedonios que habían violentado a mujeres, llamándolos “fieras corruptoras de los hombres”.
Su autocontrol alcanza incluso lo íntimo: declara que en solo dos cosas reconoce su naturaleza mortal —el sueño y el deseo sexual—, y considera que ambos provienen de la debilidad humana. La templanza de Alejandro se extiende también al comer: rehúsa los manjares y cocineros exquisitos enviados por Ada de Caria, diciendo que sus verdaderos cocineros eran el ejercicio y el hambre, enseñados por su ayo Leónidas, quien lo educó en la disciplina y la austeridad.
La bebida
Plutarco matiza la imagen popular de Alejandro Magno como un bebedor excesivo, mostrando que su relación con el vino no era de descontrol, sino de sociabilidad y reflexión. Dice que no bebía mucho, sino que tardaba mucho en beber, porque con cada copa sostenía largas conversaciones. Su aparente exceso provenía más del diálogo que de la bebida.
Cuando tenía asuntos importantes, Alejandro mostraba una disciplina férrea: ni el vino, ni el sueño, ni los placeres lo apartaban del deber. Su rutina diaria revela a un hombre activo y racional: después de ofrecer sacrificios a los dioses, leía, cazaba, administraba justicia o se ejercitaba; incluso de viaje practicaba el arco o entrenaba sobre carros en movimiento. Era, como dice Plutarco, un rey filósofo-soldado, que combinaba el cuerpo, la mente y la acción.
Durante las cenas, se preocupaba de que todos fueran servidos con equidad, pero las reuniones se volvían largas por su gusto por la conversación. En esos momentos su carácter cambiaba: de amable y brillante pasaba a ser militarmente jactancioso, dejándose llevar por los aduladores, a quienes no era fácil resistir sin parecer descortés o imprudente.
En la comida era moderado y generoso: repartía entre sus amigos los manjares raros que le enviaban y rara vez guardaba algo para sí. Su mesa era abundante, pero sin ostentación; incluso fijó un límite para el gasto —diez mil dracmas—, lo que muestra su sentido de la medida y del orden.
Ascedio de Tiro
Tras la batalla de Iso, Alejandro envía tropas a Damasco, donde su ejército obtiene un enorme botín. Sin embargo, Plutarco observa un cambio moral inquietante: los macedonios, antes austeros y disciplinados, empiezan a corromperse con el lujo oriental, “como perros que siguen el rastro del oro y las mujeres”. En contraste, Alejandro conserva su temple: mientras sus soldados se dejan seducir por la riqueza, él concentra su atención en dominar la costa fenicia, sabiendo que el control marítimo era clave para asegurar su imperio.
Durante el asedio de Tiro, que duró siete meses, Plutarco introduce una serie de sueños y presagios que revelan el carácter heroico y casi divino de Alejandro. En uno, Heracles le tiende la mano desde los muros —símbolo de victoria y parentesco mítico—; en otro, un sátiro (que los adivinos interpretan como “Tiro será tuya”) anuncia el éxito del asedio. Estos sueños muestran a un Alejandro guiado por los dioses, pero también consciente de su destino: un conquistador que no avanza solo con armas, sino con fe en su misión.
En una noche fría y peligrosa, mientras protege a su viejo ayo Lisímaco, Alejandro se adelanta solo hacia las hogueras enemigas, mata a dos bárbaros y trae de vuelta un tizón para encender una fogata que da ánimo y seguridad a sus hombres. Este gesto —narrado por Cares— resume la esencia de su liderazgo: valor, presencia de ánimo y cuidado por los suyos.
Durante el sitio de Tiro, Alejandro, agotado por los combates, mantiene a sus hombres en reposo parcial y confía en los sacrificios del adivino Aristandro, quien predice que la ciudad caerá “ese mismo mes”. Cuando los soldados se burlan —pues ya era el último día—, Alejandro transforma la burla en acto de decisión y fe: declara que ese día será “el tercero del mes” y lanza el asalto. La profecía se cumple. Así, Plutarco muestra a un Alejandro que no espera el cumplimiento del destino, sino que lo provoca, convirtiendo la superstición en impulso heroico.
Luego, durante el sitio de Gaza, una serie de signos anuncian su herida y la futura victoria: un ave deja caer un yesón (piedra) sobre su hombro y queda atrapada en una máquina de asedio. El simbolismo es claro: la herida del rey será el precio de la conquista, y así sucede.
Alejandro envía un incienso y mirra a su ayo Leónidas, aporta un tono humano y moral. El regalo recuerda una anécdota de su infancia, cuando el joven Alejandro, al ofrecer demasiados perfumes en un sacrificio, fue reprendido por su maestro, que le dijo que solo podría hacerlo sin medida cuando conquistara las tierras de donde provenían esos aromas. Ya convertido en dueño de Asia, Alejandro cumple la promesa con humor y gratitud, escribiéndole: “Te envío incienso y mirra en abundancia, para que no andes escaso con los dioses”.
Tras capturar los tesoros de Darío, se le ofrece una cajita preciosa, considerada la más valiosa entre las joyas persas. Ante la pregunta de qué debía guardar en ella, Alejandro responde que colocará la Ilíada, lo que revela su veneración por Homero, su modelo de héroe y maestro de virtud. En este gesto, Plutarco resume toda la educación moral del macedonio: la guerra de Troya se convierte en su guía espiritual, y Alejandro se ve a sí mismo como un nuevo Aquiles.
La segunda parte del relato mezcla historia y mito. Según la tradición alejandrina, inspirado por un sueño en el que un anciano venerable (posiblemente el propio Homero) le recita los versos sobre la isla de Faro, Alejandro decide fundar allí una ciudad griega, destinada a llevar su nombre: Alejandría. El episodio del trazado con harina, devorada luego por aves, encierra un poderoso presagio: el lugar será fuente de abundancia y sustento para muchos pueblos, signo de una ciudad universal que unirá oriente y occidente bajo un mismo espíritu.
Plutarco muestra al Alejandro incansable e indomable, que se lanza al peligroso viaje al templo de Amón, cruzando el desierto libio a pesar de los temores de sus hombres. En él destaca una voluntad casi sobrehumana: su determinación roza lo divino, pues su ánimo no conoce el desaliento ni ante el hambre, ni ante la arena, ni ante la distancia.
Viaje al oráculo de Amon
Durante la travesía, el rey y sus hombres enfrentan el peligro del calor, la sed y la desorientación, pero el texto subraya una serie de signos providenciales: lluvias inesperadas que humedecen la arena y purifican el aire, y cuervos que, según Calístenes, los guían en el camino, adelantándose o deteniéndose según el paso del ejército, e incluso graznando para reunir a los que se extraviaban en la noche. Estos prodigios preparan el tono sagrado del encuentro con el dios.
Al llegar al templo, el profeta de Amón saluda a Alejandro como “hijo del dios”, lo que el joven interpreta como una confirmación de su origen divino. Cuando pregunta si ha vengado a los asesinos de su padre, el sacerdote corrige: “No hables así, porque no tienes un padre mortal.” Este diálogo —mitad teológico, mitad político— encierra el nacimiento de la imagen de Alejandro como hijo de Zeus-Amón, idea que cimentará su autoridad universal.
Plutarco sugiere que el propio Alejandro creyó sinceramente en esta filiación, pero la presenta sin ironía: el héroe no enloquece de orgullo, sino que se reconcilia con un destino superior, comprendiendo que su poder proviene de un principio divino. Incluso recoge una anécdota curiosa: el sacerdote, queriendo llamarlo hijo mío (paidi mou), habría errado una letra, pronunciando Zeus en lugar de pais —una confusión feliz que reforzó la creencia en su origen sagrado.
Plutarco muestra a un Alejandro que, pese a estos honores, piensa filosóficamente. Inspirado por el sabio Psamón, aprende que todos los hombres son regidos por Dios porque en cada uno habita una chispa divina, y concluye que Dios es padre común de todos, pero adopta por hijos a los justos.
Con los orientales
Con los pueblos orientales —a los que llama “bárbaros”—, Alejandro se comportaba con cierta arrogancia sagrada, como si realmente descendiera de los dioses; pero con los griegos, más cultos y escépticos, mantenía una actitud prudente, usando su supuesta divinidad solo como instrumento político. Cuando escribe a los atenienses, por ejemplo, menciona a Filipo como su padre, evitando declararse hijo de Zeus.
Plutarco incluye escenas que revelan la lucidez y el humor de Alejandro frente a su propio mito. Herido por una flecha, dice a sus hombres: “Esto que corre es sangre, no licor divino”; y ante un trueno que asusta a todos, responde en broma a Anaxarco: “No quiero infundir terror a mis amigos”. Estas respuestas demuestran que, aunque usaba el lenguaje divino para impresionar a otros, no creía en él literalmente.
Tras regresar de Egipto a Fenicia, Alejandro celebra sacrificios, procesiones y certámenes teatrales, mostrando su deseo de unir la conquista con la cultura helénica. Los reyes de Chipre, que ofician como coregos (patrocinadores de los espectáculos), rivalizan en magnificencia, y Alejandro disfruta de los certámenes como un griego amante del arte. Su simpatía por el actor Tésalo, que representaba bajo su patrocinio, revela un rasgo personal: aunque intenta mantenerse imparcial, no oculta su emoción cuando su favorito pierde. Con elegancia, dice admirar la justicia del jurado, pero confiesa que “hubiera dado parte de su reino por no ver derrotado a Tésalo”, una frase que muestra tanto su pasión estética como su capacidad de autocontrol.
Otros episodios refuerzan su carácter generoso y prudente: no interviene ante los atenienses para librar a Atenodoro de una multa, respetando la autonomía de la polis, pero paga la sanción de su propio bolsillo. Asimismo, cuando el comediante Licón improvisa en escena una súplica por “diez talentos”, Alejandro, divertido, se los concede con una sonrisa.
La escena final introduce un contraste moral decisivo: el ofrecimiento de Darío, que le propone paz, territorio y una alianza matrimonial. Su general Parmenión le aconseja aceptar, pero Alejandro responde con la célebre frase:
“Yo también lo haría, si fuera Parmenión.”
Con esta respuesta, Plutarco muestra su grandeza política y su confianza en el destino: Alejandro no negocia desde la conveniencia, sino desde la ambición de dominar el mundo.
La muerte de Estatira
Cuando muere de parto Estatira, esposa de Darío, Alejandro muestra un sincero pesar: no por afecto personal, sino por lamentar no poder demostrar su benevolencia hacia ella. Ordena que se le dé una sepultura regia, con todos los honores y el esplendor que merecía su rango. Su actitud es la de un vencedor que entiende la victoria no como humillación, sino como ejercicio de humanidad.
El episodio se vuelve aún más dramático cuando el eunuco Tireo lleva la noticia a Darío. Este, desesperado, sospecha que Alejandro ha ultrajado a su esposa, y solo la apasionada defensa de Tireo —que jura por los dioses la pureza y respeto del macedonio— logra convencerlo. El eunuco declara que Alejandro ha sido más moderado con las mujeres persas que valiente con los hombres que las defendieron, una frase que condensa el elogio moral más alto del conquistador.
Entonces, Darío, conmovido, alza las manos al cielo y pronuncia una plegaria que Plutarco registra con solemnidad:
“Si está destinado que Persia caiga, que ningún otro que Alejandro se siente en el trono de Ciro.”
Con estas palabras, el rey persa reconoce en su enemigo no solo al conquistador invencible, sino al hombre justo y digno del poder.
Batalla de Gaugamela
Alejandro ya ha dominado todo el territorio occidental del Éufrates, y marcha ahora hacia la confrontación final. Darío desciende desde las tierras altas con un ejército colosal de más de un millón de hombres —una cifra que, más allá de su exactitud, subraya el desequilibrio entre las fuerzas—. Antes de la batalla, Plutarco introduce una anécdota de tono casi cómico: en el campamento macedonio, los sirvientes y bagajeros, por juego, dividense en dos bandos, representando a Alejandro y a Darío. Lo que comienza como una broma —una guerra de terrones— degenera en una pelea con palos y piedras, hasta el punto de que deben ser separados. Alejandro, lejos de censurarlos, convierte el juego en un presagio: ordena que los “generales” de ambos bandos combatan entre sí, él mismo armando al que lleva su nombre, mientras Filotas hace lo propio con el “Darío” ficticio. En la pelea, el “Alejandro” vence, y el rey le concede por premio doce aldeas y el derecho de vestir la estola persa. Plutarco, citando a Eratóstenes, recoge el episodio como un presagio irónico del resultado que se avecina: la victoria del macedonio sobre el persa en la vida real.
Plutarco corrige una confusión histórica común: la batalla, dice, no fue en Arbela, como sostienen muchos, sino en Gaugamela —nombre que en persa significa “la casa del camello”—, un lugar al que un antiguo rey había dado ese nombre tras refugiarse allí de sus enemigos. Este detalle, aparentemente anecdótico, introduce el simbolismo del refugio y la huida, anticipando el destino del propio Darío, que acabará fugitivo tras su derrota.
La narración se vuelve más solemne y augural cuando Plutarco menciona el eclipse lunar ocurrido al inicio de los misterios de Atenas, y que se repitió once noches antes de la batalla. Este fenómeno astral, que los antiguos interpretaban como presagio, tiñe el ambiente de un tono trágico y religioso. En esa misma noche, mientras el ejército persa permanece en vela, iluminando el horizonte con miles de antorchas, el macedonio duerme. Pero Alejandro no descansa en la inconsciencia: pasa la noche sacrificando al dios Miedo junto al adivino Aristandro, en un ritual que revela la conciencia del peligro y la voluntad de dominar incluso sus temores. Esta acción, profundamente simbólica, muestra a un hombre que no pretende ser invulnerable, sino dueño de su ánimo: vence al miedo antes de vencer al enemigo.
La descripción del campamento enemigo es grandiosa: los macedonios contemplan la llanura encendida por el resplandor de miles de hogueras y escuchan el rumor inmenso de voces, tambores y movimiento. Muchos oficiales —entre ellos el prudente Parmenión—, temerosos ante la magnitud del ejército enemigo, le aconsejan atacar de noche, para que la oscuridad oculte la inferioridad numérica y dé ventaja a la sorpresa. Pero Alejandro rechaza el consejo con una frase que se volvió legendaria:
“Yo no hurto la victoria.”
Esta respuesta, que Plutarco conserva como una sentencia proverbial, divide las opiniones. Algunos la juzgan arrogante o pueril, como si el rey despreciara un peligro real. Otros —y el propio Plutarco parece contar entre ellos— la consideran una muestra de confianza heroica y de visión política. Si Alejandro vencía en la oscuridad, Darío podría atribuir la derrota al azar, al terreno o a las sombras; pero si era vencido a la luz del día, “a la vista de todo el mundo, de poder a poder”, entonces quedaría claro que su derrota era total y definitiva, y con ella se derrumbaría el ánimo del Imperio Persa.
Plutarco nos da una anécdota: Alejandro duerme profundamente la noche anterior a la batalla, un sueño tan tranquilo que sorprende a sus generales. Mientras los demás velan en ansiedad, el rey —a punto de enfrentarse a un ejército persa diez veces mayor— descansa como un hombre que no teme el futuro. Los jefes, al acudir de madrugada a su tienda, deben incluso tomar por sí mismos las primeras disposiciones, ordenando que los soldados desayunen. Finalmente entra Parmenión, su veterano lugarteniente, y tras llamarlo varias veces, logra despertarlo. Entonces le pregunta, asombrado, cómo puede dormir con tanta calma, “como si ya hubiese vencido”, cuando está a punto de librar el combate más decisivo de su vida.
Alejandro responde sonriendo con una frase llena de sabiduría práctica y filosófica:
“¿Te parece que no hemos vencido ya, libres de tener que andar errantes en persecución de Darío, que nos hacía la guerra huyendo por un país extenso y agotado?”
Con esta respuesta, Plutarco muestra la mente estratégica del rey: Alejandro no ve la batalla como un riesgo, sino como una liberación. Sabe que la mayor fatiga era perseguir a un enemigo esquivo, y que ahora, al fin, podrá enfrentarlo cara a cara. Pero también hay aquí una visión moral más profunda: el verdadero descanso del espíritu proviene de la certeza interior, no de las circunstancias externas. Alejandro duerme bien porque está en paz consigo mismo, porque ha preparado todo lo que dependía de él. Su sueño es el símbolo de la virtud estoica en su máxima expresión: el sabio duerme tranquilo incluso en la víspera del peligro.
Plutarco continúa con la descripción del combate, destacando la sangre fría del rey en medio de la confusión. El ala izquierda, al mando de Parmenión, sufre el ataque violento de la caballería bactriana, mientras el persa Maceo lanza otra división contra el campamento y los bagajes. Parmenión, inquieto, envía mensajeros pidiendo refuerzos. Alejandro, que justo se disponía a dar la señal de ataque, no se deja perturbar y responde con otra sentencia célebre, llena de desprecio por el cálculo mezquino:
“Parmenión está fuera de sí. Si vencemos, seremos dueños del botín enemigo; y si somos vencidos, no tendremos ya que pensar en caudales ni esclavos, sino en morir peleando valerosamente.”
La respuesta no es solo una ironía: expresa el ideal heroico griego llevado a su punto culminante. Alejandro, al igual que Aquiles, pone la areté (virtud y coraje) por encima de la vida y de los bienes. Su mente no está en la seguridad, sino en la gloria; no en conservar, sino en vencer.
Plutarco aprovecha este momento para ofrecer un retrato físico y simbólico de Alejandro armado para la batalla. La descripción de su equipo tiene un tono casi ritual, como si asistiera a una investidura sagrada:
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Viste una túnica siciliana ceñida y, sobre ella, una sobrevesta de lino doble tomada de los despojos de Iso.
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Su casco, hecho por Teófilo, es de acero bruñido, reluciente como la plata.
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Lleva un collar de acero adornado con piedras preciosas y una espada ligera y templada, regalo del rey de los Citienses, que prefiere usar siempre en batalla.
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El broche de la coraza, obra de Helicón de Rodas, es el detalle más fino, símbolo del equilibrio entre la fuerza y el arte.
Cada elemento refleja la fusión entre valor guerrero y refinamiento cultural, entre el héroe homérico y el príncipe helenístico.
Por último, Plutarco narra un detalle significativo: Alejandro, mientras organiza el ejército, no monta aún a Bucéfalo, su célebre caballo, porque ya está viejo. Usa otro caballo para las órdenes y reconocimientos, reservando a Bucéfalo para el momento decisivo, cuando “ya se iba a entrar en la acción”. Esa imagen —el joven rey montando a su viejo compañero justo al iniciarse la batalla— resume toda la epopeya: la alianza del héroe con su destino, el vínculo simbólico entre la juventud y la gloria.
Al comenzar el combate, Alejandro se dirige a los griegos aliados —tesalios y otros contingentes helenos—, animándolos con un discurso breve pero vigoroso. Las tropas le responden con entusiasmo, pidiéndole que los conduzca de inmediato contra los “bárbaros”. Entonces el rey realiza un gesto simbólico: pasa la lanza a la mano izquierda y extiende la derecha al cielo, invocando a los dioses. Según Calístenes, pide que, si realmente es hijo de Zeus, los dioses defiendan y protejan a los griegos. Este gesto, más que una simple plegaria, representa el momento en que Alejandro afirma su filiación divina: no solo lucha como hombre, sino como instrumento de una voluntad superior. La guerra se transforma así en una especie de acto sagrado.
En ese instante, el adivino Aristandro —que cabalga junto al rey vestido de blanco y coronado de oro— anuncia un presagio extraordinario: sobre la cabeza de Alejandro aparece un águila que avanza volando en línea recta hacia los persas. El águila, símbolo de Zeus, confirma el favor divino, y su visión enciende el ánimo de los soldados, que ven en ella una señal de victoria inevitable. La falange acelera el paso, apretando filas, mientras la caballería avanza en carrera para romper las líneas enemigas. La tensión del relato alcanza aquí su punto más alto: el ejército macedonio, inferior en número pero guiado por un impulso sagrado, se precipita contra el inmenso mar persa.
Antes de que se produzca el choque directo, los primeros persas comienzan a ceder y retroceder, incapaces de resistir la fuerza y el orden de los macedonios. Alejandro aprovecha este movimiento y dirige la persecución hacia el centro, donde se encuentra Darío. Plutarco lo describe con un trazo majestuoso: el rey persa, de bella presencia y alta estatura, está en su carro real, rodeado de caballería resplandeciente y dispuesto a recibir el ataque. Pero cuando Alejandro avanza, empujando a los fugitivos hacia el corazón de las filas enemigas, el terror se propaga como un incendio: los persas comienzan a caer unos sobre otros, los caballos se enredan, los carros se atascan entre cadáveres y las tropas reales se desmoronan.
En medio de ese caos, Darío —que ve la muerte acercarse— intenta maniobrar su carro, pero las ruedas están bloqueadas por los cuerpos, y los caballos, cubiertos de sangre y restos, se agitan furiosamente. Incapaz de escapar, abandona las armas, salta del carro y, según la tradición, monta una yegua recién parida, el único animal capaz de correr con furia ciega, instintiva. Huyendo, desaparece del campo de batalla. Plutarco comenta con sobria ironía que probablemente no habría escapado si Alejandro no hubiese sido distraído en ese momento por un mensaje urgente.
El mensajero venía de Parmenión, que pedía ayuda porque su sector —el ala izquierda— aún resistía el ataque de las fuerzas persas. Alejandro, al recibir la noticia, se irrita: siente que le interrumpen el golpe decisivo, la posibilidad de capturar a Darío vivo y de sellar la guerra con una sola acción. Sin embargo, no deja ver su enojo: contiene su cólera, disimula ante los soldados y ordena la retirada con la excusa de que la noche se aproxima y que desea evitar más derramamiento de sangre. Mientras marcha hacia el lugar donde supuestamente se libraba el combate, recibe en el camino la noticia de que los enemigos ya habían sido completamente derrotados y huían desbandados.
Plutarco no omite una nota crítica sobre Parmenión: muchos lo acusan de haber mostrado lentitud e indecisión, ya por la edad o por la envidia hacia el ascenso glorioso de Alejandro. La insinuación no es menor: el historiador sugiere que el viejo general no soportaba ver al joven rey superarlo en audacia y genio militar.
Plutarco, sin detenerse en la descripción militar, centra su atención en el modo en que Alejandro asume su nueva condición: ya no solo como general triunfante, sino como rey del Asia, es decir, como heredero y superador del Imperio Persa. El tono del relato mezcla admiración moral con matices simbólicos, mostrando cómo la grandeza política se une aquí a la virtud cívica y al recuerdo agradecido de la historia griega.
Luego del triunfo, el imperio persa aparece virtualmente destruido. Darío ha huido, los pueblos se someten, y Alejandro es proclamado rey sin resistencia. Su primera acción es ofrecer sacrificios espléndidos a los dioses, cumpliendo el deber religioso del vencedor: el éxito no le inspira soberbia inmediata, sino gratitud. Plutarco resalta este gesto como signo de su respeto por el orden divino, en contraste con la hybris (desmesura) que en otros gobernantes suele seguir a la victoria.
Después, Alejandro reparte los frutos de su triunfo entre sus amigos: les concede haciendas, casas y cargos de gobierno. El gesto es doblemente significativo: por una parte, consolida su autoridad, creando un círculo de fidelidad entre sus compañeros; pero por otra, revela su desprecio por la riqueza personal. Lo que para otros sería botín, para él es instrumento de reconocimiento y cohesión. No se queda con nada: distribuye como un dios que da sin disminuirse.
El siguiente episodio subraya el carácter helénico y civilizador de su política. Alejandro escribe a las ciudades griegas con tono ambicioso, pero no despótico: les ordena abolir las tiranías y restablecer los gobiernos conforme a las leyes propias de cada pueblo. Este acto, más que una medida práctica, tiene un profundo sentido simbólico: el nuevo “rey del Asia” se presenta como libertador de Grecia, protector de la autonomía política y enemigo del despotismo. Así, Plutarco muestra cómo Alejandro se imagina a sí mismo como un mediador entre el oriente monárquico y el ideal cívico de la polis griega.
Particularmente significativo es el gesto hacia los plateenses, a quienes ordena reconstruir su ciudad destruida. Plutarco recuerda que los antepasados de los plateenses habían ofrecido su territorio a los griegos para luchar por la libertad común frente a los persas, durante las Guerras Médicas. Este recuerdo no es casual: el nuevo conquistador honra a quienes lucharon por la libertad helénica en el mismo conflicto que ahora él ha vengado y completado. Con este acto, Alejandro conecta su empresa asiática con la epopeya colectiva de Grecia, presentándose no como opresor, sino como continuador de la resistencia heroica contra el barbarismo oriental.
El episodio más bello del capítulo es, quizá, el envío de parte del botín a Crotona, en Italia, para honrar la memoria del atleta Falio. Este hombre, durante las guerras médicas, había zarpado voluntariamente hacia Salamina para auxiliar a los griegos, cuando todos los demás italianos consideraban perdida la causa. Falio simboliza el ideal del ciudadano que actúa movido por el deber moral y el amor a la patria, incluso en la soledad y el peligro. Al reconocer su virtud muchos años después, Alejandro demuestra que su memoria no se limita a los hechos de su tiempo: ve en las acciones nobles del pasado una fuente viva de inspiración.
Plutarco cierra con una frase que resume el carácter moral del rey:
“¡Tan inclinado era a toda virtud, y hasta tal punto conservaba la memoria de las acciones loables, mirándolas como hechas en su bien!”
Esto significa que Alejandro consideraba los actos virtuosos del pasado como parte de su propia historia, como si cada ejemplo de valor o generosidad fuese una herencia moral que lo acompañaba. Su grandeza no reside solo en conquistar territorios, sino en honrar la virtud dondequiera que se encuentre, transformando la memoria de los héroes en parte de su propio destino.
El fuego
Plutarco sitúa la escena en Ecbátana, donde Alejandro contempla maravillado un fenómeno natural: una sima o grieta que expele fuego perpetuo, junto a un manantial de nafta, una sustancia oleosa, similar al betún, que se enciende incluso sin contacto directo con la llama. Este pasaje revela tanto la curiosidad intelectual de Alejandro —su deseo de observar lo insólito— como el carácter cosmopolita de su empresa: el conquistador griego que ahora explora las maravillas del Oriente, como si buscara dominar no solo hombres, sino también los elementos.
Los habitantes de la región, deseosos de impresionar al rey, deciden mostrarle la fuerza extraordinaria de la nafta: rocían pequeñas gotas a lo largo de un corredor, y desde lejos acercan las antorchas. En un instante, el fuego se propaga tan velozmente como el pensamiento, incendiando todo el pasillo. Plutarco, con su prosa rica y visual, hace sentir el asombro del momento: no se trata de magia, sino de una física del prodigio.
En este contexto aparece un episodio tan macabro como aleccionador. Uno de los sirvientes griegos, Atenófanes, que acompañaba a Alejandro en sus baños y entretenimientos, propone hacer un “experimento” con un muchacho llamado Estéfano, un bufón deforme pero simpático. El joven, inconsciente del peligro, acepta que lo unten con la sustancia para ver “si de verdad arde con solo tocarla”. Apenas la luz alcanza su piel, todo su cuerpo se enciende, y se desata el horror: Alejandro, aterrorizado, corre a socorrerlo y manda traer agua a toda prisa. Logran apagar las llamas, pero el muchacho queda gravemente herido, y Plutarco comenta que apenas pudo salvarse.
El pasaje, más allá de lo anecdótico, tiene un profundo simbolismo moral y científico. Alejandro, que ha conquistado el fuego bélico —la guerra, la destrucción, la gloria—, se enfrenta aquí al fuego físico, al elemento que escapa al dominio humano. La escena se convierte en una alegoría del poder desbordado: el hombre que quiso dominar el mundo aprende que incluso una chispa puede burlar su control. El fuego que devora a Estéfano anticipa, en cierto modo, la trágica imagen del fuego que consumirá al propio Alejandro, tanto en su cuerpo (su futura fiebre fatal) como en su espíritu, devorado por su ambición.
Plutarco añade una nota erudita y filosófica al episodio, comparando la nafta con la corona y la túnica incendiaria de Medea de la mitología trágica. Sugiere que los antiguos poetas no habían inventado un fuego mágico, sino que, conociendo la existencia de sustancias inflamables como ésta, habían transformado un fenómeno natural en mito. En términos modernos, Plutarco ofrece aquí una interpretación proto-científica: distingue entre la luz y el calor que emiten los cuerpos y la capacidad de ciertas materias —“grasientas y espirituosas”— de atraer y concentrar el fuego hasta inflamarse espontáneamente.
La digresión culmina con una reflexión sobre la naturaleza ardiente de la tierra babilónica. Plutarco describe cómo el suelo, cargado de calor, “salta” y “hace levantar las pajas”, como si la tierra tuviera “pulsos”. Este detalle, a medio camino entre la observación empírica y la metáfora vitalista, muestra la visión orgánica del mundo antiguo: la tierra misma parece un cuerpo vivo, capaz de respirar y arder.
Hárpalo, administrador de Babilonia, intenta “helenizar” el paisaje, plantando árboles y flores griegas. Todo prospera, excepto la hiedra, que se seca por el exceso de calor. Este detalle botánico, que Plutarco incluye con afectuosa minuciosidad, se convierte en una imagen poética de los límites del poder humano: ni siquiera el conquistador del mundo puede hacer que la hiedra, símbolo dionisíaco de Grecia, viva bajo el sol abrasador de Oriente.
Plutarco pide indulgencia al lector por esta digresión “científica”, asegurando que tales excursiones no deben ser censuradas cuando guardan cierta medida. Pero la “medida” es, precisamente, lo que da sentido a todo el episodio: la mesura frente al fuego, el equilibrio entre curiosidad y exceso, entre razón y temeridad.
Imperio Persa
Alejandro marca el culmen del poder material del conquistador: su entrada en Susa, una de las capitales del Imperio Persa, donde el esplendor oriental alcanza su máxima expresión. Plutarco convierte esta escena en un contrapunto moral al fuego del capítulo anterior: tras la visión del elemento indomable, aparece ahora la seducción del lujo, el brillo inmóvil de las riquezas acumuladas durante siglos, y con ello, el peligro espiritual de la abundancia.
Alejandro, ya dueño de Asia, ocupa el palacio real de Susa y se encuentra con un tesoro inconcebible. Solo en moneda acuñada halla cuarenta mil talentos, una suma astronómica, y junto a ello, una cantidad igualmente prodigiosa de joyas, metales preciosos, tejidos y objetos suntuosos. Plutarco no se detiene en los números, sino que busca transmitir el asombro que provoca la acumulación de siglos de poder y lujo en un solo lugar.
Entre los objetos que más impresionan al macedonio está una reserva de púrpura de Hermíona, valorada en cinco mil talentos. La púrpura, símbolo de la realeza y de la divinidad, era el color reservado a los reyes de Persia y a los más altos sacerdotes. Lo extraordinario no es solo su cantidad, sino su estado: había permanecido guardada durante ciento noventa años, y aun así se conservaba fresca y brillante, como recién teñida. Plutarco recoge la explicación técnica de la época: el color purpúreo se fijaba con miel, mientras que los tonos blancos se conservaban con aceite blanco. Es un detalle aparentemente químico, pero en realidad profundamente simbólico: la miel, símbolo de incorruptibilidad y dulzura divina, preserva el esplendor de la púrpura real, como si el poder persa hubiese querido inmortalizar su gloria a través de la materia.
El autor añade que otros paños antiguos mantenían aún la viveza del color, como si el tiempo mismo respetara los emblemas del poder. Esta observación, a medio camino entre la ciencia y la filosofía moral, sugiere una reflexión implícita: la apariencia de eternidad del lujo es una ilusión, una forma de retener artificialmente lo perecedero. Así, la púrpura intacta se convierte en metáfora de la vanidad imperial: un esplendor mantenido por artificio, sin vida interior.
El cierre del capítulo introduce una nota aún más significativa, citando al historiador Dinón. Éste refiere que los antiguos reyes persas mandaban traer agua del Nilo y del Istro —es decir, del Egipto y de la Europa septentrional— para guardarla en el tesoro junto con las demás riquezas. Era una demostración simbólica del dominio universal: tener en el palacio las aguas de los grandes ríos del mundo equivalía a poseer la tierra misma. El tesoro no era, pues, solo una acumulación de objetos, sino una representación material del cosmos sometido.
Plutarco, sin necesidad de emitir juicio directo, deja entrever la crítica moral: ese deseo de abarcarlo todo, incluso el agua de los ríos lejanos, revela la hybris de los monarcas orientales, su ansia de eternizar lo efímero y de transformar la naturaleza en propiedad. Frente a ello, la figura de Alejandro —que contempla, mide y aprende— parece la del hombre que hereda el mundo para comprenderlo, no solo para poseerlo. Pero el riesgo es claro: el conquistador que contempla estas riquezas podría caer también en la fascinación del poder que antes había derrotado.
el acceso a Persia era difícil y peligroso. Las montañas eran abruptas y estaban defendidas por los guerreros más valientes y fieles del país, pues Darío, tras su derrota en Gaugamela, había buscado refugio allí. Alejandro, decidido a alcanzar la capital, busca un guía, y la elección de éste tiene un matiz profético: el hombre era hijo de padre licio y madre persa, y se recordaba que el oráculo délfico había predicho en la infancia del rey que un licio lo guiaría en su expedición contra Persia. Así, Plutarco introduce la idea de que el destino —predicho por la Pitia— sigue acompañando al conquistador, incluso en los detalles más prácticos de su campaña.
La toma de la región es brutal: Plutarco menciona una gran mortandad entre los cautivos, y cita al propio Alejandro, quien escribe en sus cartas que había ordenado dar muerte a los enemigos creyendo que ello aseguraría una ventaja estratégica. La frialdad con que el propio rey lo relata muestra cómo la guerra, para entonces, se ha convertido en una máquina implacable: la victoria exige la eliminación del adversario, incluso cuando ya no hay batalla. Al mismo tiempo, el autor nos muestra el contraste entre la inteligencia racional del estratega y la crudeza de su poder militar.
Los botines encontrados son inmensos: tanto oro como en Susa, transportado por diez mil yuntas de mulas y cinco mil camellos, una imagen hiperbólica que evoca tanto la abundancia oriental como la magnitud del dominio macedonio. El conquistador ya no acumula riqueza: la arrastra, como si la tierra misma se rindiera ante él.
En medio de esta magnificencia, Plutarco introduce una escena profundamente filosófica y simbólica: Alejandro se encuentra con una estatua colosal de Jerjes, derribada por la multitud al irrumpir en el palacio. El gesto del rey es inesperado: se detiene ante ella, la saluda como si estuviera viva, y le dirige una pregunta que encierra toda la ambivalencia de la historia y de la condición humana:
“¿Qué debo hacer contigo? ¿Dejarte en el suelo, por tu expedición contra los griegos, o levantarte por tu grandeza de ánimo y tus virtudes?”
Esta duda moral —entre el castigo y la admiración— es profundamente plutarquea. Alejandro no se comporta como un vengador, sino como un juez del pasado. Reconoce en Jerjes tanto el enemigo de su pueblo como al monarca audaz que, a su modo, intentó lo mismo que él: someter el mundo. Tras meditar un momento, pasa de largo sin decir más, como si comprendiera que la justicia entre los grandes hombres no pertenece a los vivos, sino al tiempo. El gesto tiene resonancias trágicas: Alejandro ve en Jerjes una imagen de sí mismo y, por primera vez, el conquistador se enfrenta al espejo de su propio destino.
La narración se suaviza luego con un episodio más íntimo y humano. Durante el invierno, Alejandro se detiene cuatro meses en Persia para dar reposo al ejército. Es entonces cuando se produce una escena de gran carga emocional: el rey se sienta por primera vez en el trono de Darío, bajo un dosel de oro. El gesto marca el cumplimiento simbólico de toda la historia griega desde las guerras médicas: el nieto espiritual de los héroes de Salamina ocupa el asiento del antiguo invasor.
Entre los presentes está Demarato de Corinto, un viejo amigo de Filipo y fiel aliado de Alejandro. Al ver al joven macedonio sentado en el trono persa, rompe a llorar, y exclama con emoción:
“¡De qué placer tan grande se han privado aquellos griegos que murieron antes de ver a Alejandro sentado en el trono de Darío!”
El incendio del palacio de Jerjes
La escena se sitúa durante un banquete fastuoso, en el que Alejandro, “condescendiendo con sus amigos”, se entrega a la bebida y al desenfreno. Este detalle inicial —“francachela”, dirá Plutarco con ironía— prepara al lector para un contraste: el conquistador que antes dominaba ejércitos y reinos ahora se deja dominar por la embriaguez. En el banquete aparecen también mujeres de placer, símbolo de la relajación moral del ejército victorioso. Entre ellas destaca Tais, una cortesana ateniense célebre, amante de Tolomeo (el futuro rey de Egipto). Su papel es fundamental, porque en sus palabras Plutarco condensa la mezcla de patriotismo griego, ironía femenina y barbarie festiva que dará origen al desastre.
Tais, exaltada por el vino, comienza alabando las hazañas de Alejandro y burlándose de los persas derrotados. Pero luego, llevada por el entusiasmo, pronuncia una frase que condensa toda la tensión moral de la escena: expresa su deseo de quemar el palacio de Jerjes, el mismo que había mandado incendiar Atenas durante las Guerras Médicas, y añade que su mayor gloria sería ser ella misma quien encendiera la antorcha “en presencia del rey”, para que la fama proclamara que unas mujeres griegas habían tomado mayor venganza de los persas que todos los ejércitos y generales juntos.
Estas palabras, dichas con tono de burla, se transforman en un acto de provocación simbólica. El banquete se convierte en una especie de orgía patriótica, donde el recuerdo de las antiguas guerras griegas se mezcla con la embriaguez y la vanidad del triunfo. Los comensales aplauden y vitorean a Tais, y la exaltación colectiva enciende a Alejandro, quien, inflamado por el vino y por la retórica vengadora, toma una antorcha y se pone a la cabeza del cortejo. Le siguen sus amigos, coronados de flores, entre risas y gritos, mientras los soldados macedonios acuden al tumulto, creyendo ver en el incendio un signo de regreso a Grecia, un gesto que demostraba que el rey no pensaba quedarse a vivir entre los “bárbaros”.
Plutarco describe con sobriedad el resultado: el palacio de Persépolis arde por todos lados, presa de las llamas. El contraste es brutal: el mismo hombre que había honrado la estatua de Jerjes en el capítulo anterior, reconociendo su grandeza, ahora destruye su herencia material movido por la pasión y la embriaguez. El incendio no solo consume los muros, sino también la imagen de moderación y justicia que Alejandro había intentado cultivar tras sus victorias.
Plutarco observa que algunos autores afirmaban que el acto fue deliberado, un gesto político de venganza griega; otros, que fue un arrebato momentáneo. Pero todos coinciden en que Alejandro se arrepintió muy pronto y mandó apagar el fuego. Esa retractación, aunque tardía, devuelve al rey su dimensión humana: el héroe es capaz de reconocer su error, aunque ya el daño esté hecho.
Generosidad
La liberalidad de Alejandro crecía al mismo ritmo que su poder, y que su generosidad no era seca o altiva, sino acompañada de afabilidad y benevolencia, las únicas que inspiran gratitud verdadera. La caridad del rey no es fría ni institucional: es una virtud viva, cargada de empatía. Plutarco recoge anécdotas concretas que ilustran esa virtud en acción.
El primer ejemplo es el de Aristón, un general peonio que, tras mostrarle la cabeza de un enemigo muerto, le dice con orgullo que entre los suyos ese presente se recompensa con “un vaso de oro”. Alejandro, en un gesto ingenioso y lleno de humanidad, le responde: “Vacío, ¿no? Pues yo te lo doy lleno de vino, bebiendo antes a tu salud”. La broma amable revela el arte del rey para convertir el premio en una comunión: más que oro, da reconocimiento, alegría compartida y afecto.
Otro episodio muestra su espontaneidad ante un soldado que, viendo agotada su acémila, cargaba él mismo sobre sus hombros el oro destinado al rey. Alejandro, al descubrirlo, no lo reprende, sino que le dice: “No la sueltes; llévala hasta tu tienda, porque desde ahora es tuya”. Es una escena luminosa: el héroe que transforma el esfuerzo en mérito y el mérito en donación.
Sin embargo, Plutarco añade un matiz que revela algo más profundo: Alejandro se irritaba más con los que rehusaban sus beneficios que con los que los pedían. La generosidad, elevada a principio de gobierno, se convierte aquí también en una necesidad de afirmación. El ejemplo de Foción, el austero ateniense que rechazaba los favores reales, lo muestra claramente. En una carta, Alejandro le advierte que dejará de considerarlo amigo si sigue rechazando sus dones. En este detalle hay una tensión moral: el benefactor, en su deseo de dar, exige a cambio la aceptación —y con ella, la sumisión simbólica.
Sigue luego el episodio del juego de pelota con Serapión, uno de los pajes. Cuando el joven rehúsa pasarle la pelota, y el rey le pregunta por qué, éste le responde: “Porque no la pides”. Alejandro ríe y le hace un gran regalo. Aquí la enseñanza parece invertirse: el monarca, acostumbrado a conceder sin medida, se ve interpelado por una lección de reciprocidad y humildad.
Otra escena, con el bufón Proteas, introduce el humor en la política de dones. Al parecer, Proteas había caído en desgracia, y cuando logra reconciliarse, el rey le concede cinco talentos, cumpliendo así con su costumbre de convertir incluso la reconciliación en premio. En todas estas anécdotas Plutarco construye una imagen del rey magnánimo, generoso no solo por deber, sino por placer; alguien que encuentra gozo en recompensar, porque el acto de dar refuerza su vínculo con los hombres.
El pasaje culmina con una carta de Olimpíade, su madre, que introduce una nota crítica y lúcida. Ella le reprocha con ironía que su exceso de generosidad no demuestra virtud, sino imprudencia:
“Si hicieras bien a tus amigos, te portaras con esplendor; pero al convertirlos en reyes, los haces tener amigos, y tú te quedas solo.”
Plutarco subraya que Alejandro guardaba las cartas de su madre, y que, pese a sus reproches, nunca se irritó contra ella. Incluso cuando su lugarteniente Antípatro intentó enemistarlo con Olimpíade, el rey respondió con una frase memorable:
“Antípatro no sabe que una sola lágrima de mi madre borra mil cartas.”
Con esta línea final, Plutarco restituye la dimensión filial de Alejandro: el conquistador del mundo sigue siendo el hijo que no olvida el amor materno, ni siquiera cuando ejerce poder absoluto.
Plutarco describe con ironía el nivel de lujo desmedido al que habían llegado los compañeros del rey. Hagnón, por ejemplo, llevaba clavos de plata en los zapatos, un símbolo claro de vanidad inútil. Leonato hacía traer desde Egipto cargas de polvo para los gimnasios, como si su cuerpo necesitara una arena especial para el ejercicio; Filotas, por su parte, mandaba construir toldos de cien estadios para la caza, más propios de un monarca oriental que de un soldado macedonio. Otros se bañaban con mirra en vez de aceite, y algunos, llevados al extremo del refinamiento, tenían criados cuya única tarea era rascarles el cuerpo o ayudarles a dormir.
Ante esta decadencia, Alejandro no reacciona con ira, sino con filosofía. Los reprende con un tono que mezcla la razón moral con la pedagogía política. Les recuerda que quienes han combatido en duras batallas no deberían olvidar que el verdadero placer está en el trabajo, no en el ocio:
“Duermen con más gusto los que trabajan que los que están ociosos.”
Este enunciado, de sencillez socrática, encierra una enseñanza moral: el esfuerzo y la acción son los pilares de la libertad; el descanso y la molicie, los signos de servidumbre. Alejandro no se limita a censurar el lujo como algo frívolo, sino que lo interpreta como un síntoma de degeneración política: el lujo es lo que hace que los vencedores comiencen a parecerse a los vencidos.
Con agudeza, el rey les plantea una pregunta retórica decisiva:
“¿No sabéis que el fin de vencer es no hacer lo que hacen los vencidos?”
La frase tiene un profundo sentido ético y político. Para Plutarco, Alejandro expresa aquí la esencia del espíritu helénico: vencer no es dominar, sino permanecer libre de la corrupción. La victoria no se mide solo por las conquistas, sino por la capacidad de conservar la virtud frente a la tentación del poder.
El mismo Alejandro predica con el ejemplo. Decide entonces redoblar su disciplina militar y su austeridad personal, entregándose con pasión a la caza y al ejercicio físico. La caza, que en el mundo antiguo simbolizaba la virtud del gobernante y la educación del ánimo, se convierte en una metáfora de su dominio sobre sí mismo.
Plutarco narra que un embajador de Esparta, al verlo derribar un león con sus propias manos, le dijo con admiración:
“Muy bien, Alejandro: luchas con un león por el reino.”
La frase del lacedemonio tiene una doble lectura. Por un lado, celebra la valentía física del rey; pero también alude al combate simbólico que libra Alejandro contra su propio entorno, contra la decadencia que amenaza con devorar el espíritu de la conquista. Ese león que vence en la caza representa, en cierto modo, el lujo y la blandura oriental que empiezan a rodearlo: un enemigo interno más peligroso que los ejércitos de Darío.
Plutarco menciona que Crátero dedicó esta cacería en Delfos, haciendo esculpir en bronce al rey, al león, a los perros y a sí mismo. El detalle es significativo: lo que en apariencia es una anécdota de caza se transforma en un acto de consagración moral, una ofrenda a los dioses que celebra la virtud activa frente al exceso. Las esculturas, obra de Lisipo y Leócares, perpetúan la imagen de Alejandro no como conquistador fastuoso, sino como modelo de moderación heroica, un monarca que enseña que el verdadero poder no consiste en poseer riquezas, sino en dominarse a sí mismo.
Disciplina
Plutarco destaca que Alejandro se ejercitaba y excitaba a los demás a la virtud, pero que sus compañeros, ya abrumados por la larga campaña y seducidos por las riquezas del Asia, empezaban a murmurar contra él. La reacción del rey es notable: lejos de encolerizarse, lo soportaba con serenidad y hasta con humor filosófico, diciendo que “es muy propio de los reyes ser criticados cuando hacen el bien”. Esta frase revela la conciencia moral del monarca: sabe que el poder implica ingratitud y que la murmuración es el precio de la excelencia.
A continuación, Plutarco multiplica los ejemplos epistolares que prueban la sensibilidad personal de Alejandro. A diferencia de los déspotas orientales, su autoridad no es fría ni distante: se expresa a través de cartas afectuosas, de preocupación auténtica por la salud, el ánimo o incluso los accidentes de sus amigos.
Así, cuando Peucestas resulta herido por un oso y no le escribe, Alejandro le envía una carta en tono amistosamente reprochador:
“Me quejo de que, maltratado por un oso, hayas escrito a otros y no a mí.”
Y añade con un toque de ironía paternal:
“Dime cómo te hallas, y si algunos de los que te acompañaban en la caza te abandonaron, para que lleven su merecido.”
El gesto no es trivial: muestra que Alejandro no solo gobierna por medio de órdenes, sino también por medio del afecto. Sus cartas funcionan como un lazo emocional y moral que mantiene unida la comunidad militar.
De igual modo, le escribe a Hefestión, su amigo más cercano, mientras este se encuentra ausente, contándole con tono cotidiano que Crátero “había caído sobre la lanza de Pérdicas y se había lastimado los muslos”. En este detalle doméstico se percibe la humanidad del rey: su interés por los asuntos pequeños, su gusto por compartir noticias, su capacidad de comunicarse en un plano casi familiar.
También muestra gratitud y piedad. Cuando Peucestas se recupera de una enfermedad, Alejandro agradece personalmente al médico Alexipo; cuando Crátero enferma, realiza sacrificios por él y le escribe para que él mismo haga lo mismo. Incluso interviene directamente en las decisiones médicas, escribiendo al doctor Pausanias para darle instrucciones sobre el uso del eléboro, una planta purgante y peligrosa. Esta intervención revela no una intromisión despótica, sino la convicción de que el rey debe velar por sus hombres en todo —cuerpo y alma—.
En cambio, cuando dos hombres, Efialtes y Ciso, le informan sobre la supuesta deserción de Hárpalo, Alejandro los manda encarcelar por levantar calumnias. Aquí aparece su sentido de la justicia: prefiere sospechar de los acusadores antes que condenar sin pruebas a un amigo. La lealtad, para él, es un principio más alto que la conveniencia política.
Liderazgo
Su justicia, su templanza y su capacidad ejemplar de liderazgo. Aquí, Alejandro aparece no solo como conquistador, sino como un gobernante que domina sus pasiones, equilibra el rigor con la piedad y encarna el ideal del rey-filósofo.
Admira su capacidad para atender personalmente los asuntos administrativos: incluso en medio de campañas y batallas, encontraba tiempo para escribir cartas sobre asuntos menores —un esclavo fugado, un amigo herido, un conflicto local—. En cada detalle se refleja su sentido de responsabilidad: no hay asunto demasiado pequeño cuando afecta al orden del reino. En un ejemplo, al enterarse de que un esclavo de Megabizo se había refugiado en un templo, ordena que no se lo toque dentro del recinto sagrado, pero que se intente persuadirlo a salir. Esa indicación muestra un respeto genuino por lo divino y por los límites de lo sagrado: Alejandro no viola los templos, aun cuando tiene el poder para hacerlo.
Luego Plutarco menciona una anécdota muy significativa sobre su modo de impartir justicia: cuando escuchaba las causas capitales, Alejandro tapaba uno de sus oídos mientras hablaba el acusador, con el propósito simbólico de reservar el otro para el acusado, “puro y libre de toda prevención”. Este gesto expresa una metáfora viva de la imparcialidad, una actitud casi socrática ante el juicio: el rey se impone una disciplina interior para no contaminar la verdad con prejuicios.
Sin embargo, Plutarco añade que, con el tiempo, las “muchas calumnias envueltas con verdades” lo volvieron más desconfiado y severo. La virtud de la justicia, asediada por la mentira, se endurece en rigor. Aquí asoma un Alejandro humano, vulnerable ante su amor por la gloria: “prefería la gloria a la vida y al reino”. Esa frase es crucial, porque revela su punto débil: la ambición del reconocimiento absoluto. Para Plutarco, la gloria puede ser un estímulo moral, pero también una tentación que corrompe el juicio.
El episodio culminante del capítulo es el célebre pasaje del agua y el casco, una de las escenas morales más poderosas de toda la biografía. Durante una penosa marcha por el desierto, tras once días de cabalgata y más de tres mil estadios recorridos, los soldados, agotados y sedientos, se encuentran con unos macedonios que llevan agua en odres. Estos, al ver a su rey desfalleciente, llenan su casco y se lo ofrecen. Al preguntarle Alejandro para quiénes era el agua, ellos responden:
“Para nuestros hijos; pero viviendo tú, otros tendremos si perdemos estos.”
El rey toma el casco, pero al mirar a su alrededor y ver los ojos de sus soldados fijos en el agua, comprende que beber solo sería traicionar su autoridad moral. Entonces, sin probar una gota, devuelve el casco y dice:
“Si yo solo bebo, éstos desfallecerán todavía más.”
El gesto es puro, heroico y pedagógico. En un solo acto, Alejandro transforma la sed física en virtud moral: renuncia al alivio personal para sostener el ánimo colectivo. Su ejemplo resucita a los soldados, que gritan llenos de fervor que lo sigan “con toda confianza, pues mientras tuvieran un rey como él, no recordarían que eran mortales”.
Plutarco transforma un hecho bélico en una escena de profunda grandeza moral y compasión, donde el vencedor honra al vencido con gestos que lo elevan por encima de la mera conquista militar.
La narración comienza destacando la determinación extrema de los soldados macedonios, que, aunque extenuados por la persecución, mantienen el impulso heroico de alcanzar a Darío. Solo unos sesenta logran llegar al campamento enemigo, y Plutarco resalta que no se detienen ante el oro ni la plata, ni ante los carros llenos de mujeres y niños, porque su único objetivo es el rey persa. Este detalle no es accidental: muestra la diferencia moral entre un ejército movido por la ambición y uno guiado por la fidelidad a su líder.
Darío aparece moribundo, atravesado por dardos, abandonado en un carro. En sus últimas palabras —que Plutarco reproduce con notable carga ética—, agradece el trato que Alejandro ha tenido con su familia y expresa una gratitud sin amargura ni odio. Dice a Polístrato, el soldado que le da de beber:
“Éste es, amigo, el último término de mi desgracia: recibir beneficios y no poder pagarlos; pero Alejandro te lo premiará, y los dioses a Alejandro el trato lleno de bondad que mi madre, mi mujer y mis hijos recibieron de él.”
Esta frase confiere a Darío una dignidad regia incluso en la derrota, y al mismo tiempo enaltece a Alejandro, reconocido por su enemigo como un conquistador justo y misericordioso. Es la consagración simbólica de la virtus helénica: la victoria no está completa si no se acompaña de magnanimidad.
Cuando Alejandro llega al lugar, se muestra profundamente conmovido. Plutarco subraya el gesto de humanidad con que cubre el cuerpo de Darío con su propio manto, envolviéndolo con respeto. Este acto, sencillo pero cargado de sentido, convierte la escena en una especie de rito funerario heroico, donde el vencedor asume el papel de protector del vencido. La gloria se une aquí a la piedad: el dominio político se transforma en reconocimiento del destino común de los hombres.
Sin embargo, Plutarco contrasta inmediatamente esta clemencia con un episodio de justicia implacable: el castigo de Beso, el sátrapa que traicionó y asesinó a Darío. Alejandro ordena una ejecución particularmente cruel, atando sus piernas a dos árboles que, al soltarse, lo desgarran en dos. Este contraste no es casual: en Plutarco, Alejandro alterna entre la compasión y la severidad, porque su justicia no es debilidad, sino equilibrio. Perdona al rey legítimo, pero castiga al traidor que profanó la majestad real.
Luego, Alejandro envía el cuerpo de Darío a su madre, con los honores reales, y recibe a su hermano Oxatres entre sus amigos. El ciclo se cierra con un gesto de reconciliación: el heredero moral del imperio persa se integra en el círculo del conquistador macedonio.
A su llegada a la Hircania, región situada junto al mar Caspio, Alejandro se asombra al ver un enorme golfo que —según la creencia común de su tiempo— se confundía con el Ponto Euxino (Mar Negro). Plutarco destaca que, aunque el rey intenta averiguar la verdad sobre este mar, “nada pudo averiguar de cierto”, y solo conjetura que se trataba de una filtración de la laguna Meótide. Esta observación sirve a Plutarco para introducir un contraste entre el espíritu práctico de Alejandro y el saber teórico de los “ejercitados en las investigaciones físicas”, es decir, los antiguos filósofos de la naturaleza, quienes ya habían descrito correctamente el Mar Caspio como un golfo cerrado. De este modo, Alejandro aparece no solo como conquistador, sino también como un hombre movido por la curiosidad intelectual, deseoso de conocer el mundo que domina, aunque no siempre con los instrumentos del filósofo.
El episodio siguiente introduce una anécdota moral: unos bárbaros roban al rey su caballo Bucéfalo, el más querido y simbólico de sus animales. La reacción inicial de Alejandro es furiosa: amenaza con exterminar a todo el pueblo, incluyendo mujeres y niños, si no se lo devuelven. Este estallido refleja su temperamento ardiente y su sentido casi sagrado de la lealtad: Bucéfalo no es solo un caballo, sino un compañero de batalla, un símbolo de su destino. Sin embargo, cuando los bárbaros restituyen el animal, incluso entregando sus ciudades por temor, Alejandro sorprende con una reacción opuesta: los trata con clemencia, los perdona y, en un gesto de magnanimidad, les paga el rescate del propio caballo robado.
Plutarco utiliza esta anécdota para mostrar cómo el rey domina sus pasiones mediante la razón. La ira inicial —“los pasará a cuchillo”— se convierte en acto de generosidad; el castigo se transforma en recompensa. El héroe se sobrepone al impulso bárbaro y reafirma su naturaleza de gobernante civilizado. En este contraste entre cólera y humanidad, el autor insinúa que la grandeza de Alejandro no reside solo en vencer ejércitos, sino en vencerse a sí mismo.
Con otras costumbres
Plutarco describe que, al entrar en la región de Partia, Alejandro adopta parte del atuendo persa o medo, la “estola”, aunque con moderación: no usa los calzones largos ni la tiara real, sino una versión intermedia, mezcla de elegancia oriental y sobriedad helénica. Este gesto no es un simple capricho estético, sino una decisión política calculada. Plutarco sugiere dos motivos posibles:
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Que Alejandro buscaba ganar el afecto de los pueblos conquistados, imitando sus usos para mostrarse no como dominador extranjero, sino como monarca legítimo de Asia.
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Que deseaba acostumbrar poco a poco a los macedonios a una forma de realeza universal, donde el rey no pertenecía ya a un solo pueblo, sino que se situaba por encima de todos.
En ambos casos, la escena tiene una clara intención simbólica: Alejandro está dejando de ser el “rey de Macedonia” para transformarse en señor del mundo. Su cuerpo mismo —vestido con la fusión de Oriente y Occidente— encarna la unión de dos civilizaciones.
Sin embargo, esta transformación exterior genera rechazo. Los macedonios ven en ella una traición a la identidad griega, pues el traje persa se asocia con la tiranía y la molicie. Plutarco subraya que el espectáculo era “muy desagradable” para ellos, aunque la admiración por sus hazañas hacía que toleraran su nueva apariencia. El pasaje refleja una tensión fundamental: la que existe entre el espíritu helénico de libertad y la monarquía asiática de carácter divino.
A la par de esta transformación política, Plutarco recuerda los sufrimientos físicos de Alejandro —una herida en la pierna, un golpe en el cuello, pérdida momentánea de la vista, y aun una diarrea persistente— para contrastar su fortaleza corporal y anímica con su aparente afeminamiento exterior. Aunque se vista como un rey oriental, sigue comportándose como un héroe homérico: herido, enfermo, pero incansable, persigue a los escitas cien estadios después de cruzar el río Orexartes.
La Amazona
Según los cronistas más fantasiosos —Clitarco, Polícrito, Onesícrito, Antígenes e Istro—, una Amazona habría acudido a entrevistarse con el conquistador, deseando engendrar con él una descendencia heroica. Pero otros autores más serios y cercanos a los hechos, como Aristóbulo, Tolomeo, Cares o Duris de Samos, niegan categóricamente el suceso y lo califican de pura invención. Plutarco menciona incluso que el propio Alejandro, quien acostumbraba escribir con precisión a su lugarteniente Antípatro para informarle de todo, nunca hizo alusión alguna a tal encuentro; apenas menciona, en cambio, que un jefe escita le ofreció a su hija en matrimonio.
El historiador griego introduce entonces una anécdota humorística atribuida a Lisímaco, uno de los compañeros de Alejandro, que años después, al oír leer a Onesícrito su relato sobre la Amazona, se echó a reír y preguntó: “¿Y dónde estaba yo entonces?” —una frase irónica que desacredita el mito con la autoridad de un testigo directo.
El propósito de Plutarco no es solo aclarar un punto histórico, sino mostrar cómo la leyenda tiende a envolver a los grandes hombres. La figura de Alejandro, como antes la de Aquiles o Heracles, atrae relatos heroicos que lo sitúan en el plano de lo divino. El mito de la Amazona simboliza precisamente esa elevación: la unión del conquistador del mundo con la guerrera mítica de Oriente, encarnación de la fuerza femenina y de la naturaleza indómita.
Sin embargo, Plutarco se mantiene fiel a su criterio moral e histórico: subraya que creer o no creer en la historia de la Amazona no altera la admiración por Alejandro, porque su grandeza no necesita adornos legendarios. Su virtud, dice implícitamente, no proviene del mito, sino de los hechos.
Estrategia
Reduce el grueso del ejército por precaución, pero mantiene la élite —20.000 infantes y 3.000 jinetes— y con un discurso directo les prueba el coraje: quien quiera quedarse, que lo haga; quien no, que se retire. La respuesta unánime (que lo sigan donde quiera) confirma la adhesión personal que inspira.
A partir de entonces Alejandro avanza con más confianza y mezcla deliberadamente costumbres persas y macedonias: adopta prácticas locales para ganar la lealtad de los pueblos conquistados, pero sin renunciar del todo a las formas helenas. Para consolidar esa fusión institucionaliza la formación de jóvenes bárbaros (30.000) en letras griegas y armas macedónicas —una política de integración cultural y militar—.
Su matrimonio con Roxana surge por amor, pero resulta políticamente útil: crea un lazo familiar con los pueblos locales y ayuda a legitimar su proyecto de monarquía universal.
Plutarco también muestra la tensión interna del círculo de Alejandro: Hefestión adopta y celebra las novedades del rey, Crátero permanece fiel a las costumbres macedonias; la rivalidad entre ambos llega incluso a las manos en la India. Alejandro interviene con severidad —los llama ante sí, les exige reconciliación y jura que, si vuelven las disputas, castigará a ambos—; la reconciliación restablece la paz y disciplina del grupo.
La caída de Filotas
Filotas, hasta entonces uno de los más estimados generales macedonios, gozaba de gran poder e influencia, tanto por sus propios méritos como por la gloria de su padre. Era valiente, generoso y amigo leal de sus compañeros, pero su orgullo y ostentación comenzaron a despertar recelos. Su porte, más regio que el de un súbdito, su riqueza excesiva y su trato altivo lo hicieron parecer un segundo monarca dentro del ejército. Plutarco señala que incluso su padre, Parmenión —un hombre prudente y experimentado—, llegó a decirle: “Dame, hijo, el gusto de valer menos”, reprochándole la arrogancia que empezaba a ser peligrosa en un ambiente donde solo podía haber un soberano.
El punto decisivo llega cuando Filotas se enreda en una conversación indiscreta con una joven cautiva llamada Antígona, natural de Pidna. En medio del vino y la intimidad, Filotas se jacta ante ella de que los grandes triunfos de Alejandro eran obra suya y de su padre, y que el rey debía su trono a ellos. La mujer, confiada a un amigo, transmite esas palabras hasta que llegan a oídos de Crátero, quien la presenta en secreto ante Alejandro. El rey, sin precipitarse, le ordena a Antígona que continúe fingiendo amistad con Filotas y que le comunique todo lo que este vuelva a decir.
Plutarco deja entrever aquí la descomposición moral de la corte macedónica: la confianza entre el rey y sus generales comienza a erosionarse, el espionaje se infiltra en las relaciones personales y las pasiones privadas se convierten en instrumentos políticos. Alejandro, que antes había mostrado clemencia incluso con sus enemigos persas, ahora aparece vigilante, desconfiado y calculador, víctima de su propio poder.
Filotas, inconsciente del peligro que lo rodea, mantiene su relación con Antígona y continuando —con arrogancia o despecho— las conversaciones donde deslizaba burlas y críticas contra el rey. Alejandro, aunque había recibido denuncias, las ignoraba; quizás por respeto al antiguo afecto que le unía a Parmenión o por miedo a la reacción del ejército, donde ambos gozaban de gran autoridad. Esa prudencia aparente pronto se rompe por un hecho fortuito: la conspiración de un tal Dimno, un macedonio de Calestra, que trama asesinar al rey.
Dimno intenta implicar en su plan a un joven amante suyo, Nicómaco, quien se niega y revela el secreto a su hermano Balino. Ambos buscan denunciar la conjura a Alejandro, pero acuden primero a Filotas, como intermediario, rogándole que los presente ante el rey. Filotas los rechaza dos veces con la excusa de que Alejandro está ocupado. Este detalle, que podría ser fruto de la casualidad o de su desdén, será interpretado como complicidad o encubrimiento. Finalmente, los hermanos logran llegar al rey por otro camino y denuncian el intento de asesinato.
El propio Dimno muere en el enfrentamiento con quienes van a arrestarlo —quizás para evitar confesar—, lo que deja el caso sin pruebas claras. Sin embargo, los enemigos de Filotas aprovechan la ocasión: insinúan que un simple soldado no habría podido tramar tal atentado sin el respaldo de alguien poderoso. La sospecha se concentra entonces en Filotas, el general más influyente y el que, según rumores, había criticado al rey.
Alejandro, ya predispuesto, lo manda arrestar y torturar. Plutarco subraya el horror del proceso: el rey escucha desde detrás de una cortina mientras los amigos del acusado presencian los tormentos. Cuando Filotas, agotado, pide piedad, Hefestión —el más cercano a Alejandro— le lanza una frase cruel: “¿Por qué emprendías hechos tan arriesgados si eras tan débil?” Finalmente, el prisionero muere bajo tortura o ejecución.
El golpe final es la orden que sigue inmediatamente: Alejandro envía mensajeros a la Media para que den muerte a Parmenión, padre de Filotas, sin juicio alguno. Parmenión era uno de los generales más antiguos y leales, compañero de Filipo II en casi todas sus campañas y uno de los primeros en haber impulsado a Alejandro a cruzar a Asia. Había perdido ya a dos de sus tres hijos en el ejército, y ahora es ejecutado por los propios hombres a quienes sirvió durante décadas.
Alejandro, hasta entonces admirado por su clemencia y nobleza, se vuelve “terrible para muchos de sus amigos”, entre ellos Antípatro, quien comienza a temer por su propia vida y busca alianzas secretas con los etolios.
Asesinato de Clito
El asesinato de Clito el Negro por el propio Alejandro. Plutarco lo presenta no como un acto de pura crueldad, sino como una mezcla fatal de destino, embriaguez y furor, donde el héroe pierde el dominio de sí mismo.
Clito era uno de los más antiguos y fieles compañeros del rey, el mismo que, en la batalla del Gránico, había salvado la vida de Alejandro al abatir de un golpe al persa Espitridates, que ya levantaba su espada sobre él. Ese mismo hombre será ahora su víctima.
El episodio se inicia con una sucesión de presagios funestos. Alejandro había recibido frutas frescas desde Grecia —un símbolo del mundo civilizado que dejaba atrás— y quiso compartirlas con Clito, quien estaba realizando un sacrificio. Tres de las reses consagradas lo siguieron espontáneamente hacia el banquete, lo cual fue interpretado como un mal augurio. Además, el propio Alejandro había soñado días antes con Clito vestido de negro, sentado entre los hijos muertos de Parmenión. Los adivinos, Aristandro y Cleomantis, confirmaron que era un presagio de desgracia, pero nadie supo prevenirla a tiempo.
Durante el festín —celebrado en honor a los Dioscuros, protectores de los hermanos unidos—, el vino desató la fatalidad. Se cantaban versos burlescos compuestos por Pránico o Pierión, que ridiculizaban a los generales macedonios vencidos por los bárbaros. Alejandro, entre risas, los celebraba; pero los más viejos, que habían combatido toda su vida, se indignaron por el desprecio hacia sus compañeros. Clito, exaltado por la bebida y su temperamento franco, se levantó y protestó con furia: reprochó al rey permitir burlas contra los hombres que lo habían seguido en las batallas más duras, y al decirlo se mostró defensor de la dignidad macedónica frente a la soberbia real.
Clito era un veterano macedonio, hijo de Dropides, y había sido compañero de infancia de Alejandro. Durante la batalla del Gránico, había salvado al rey cuando éste, cercado por enemigos, estuvo a punto de morir atravesado por la espada de Espitrídates. Aquella deuda de vida marcaba su vínculo, pero también, como muestra Plutarco, el destino trágico de su relación: el salvador sería luego víctima del salvado.
El episodio comienza con un presagio ominoso. Tres reses, consagradas por Clito en sacrificio, lo siguen espontáneamente cuando se dirige al banquete de Alejandro. Los adivinos interpretan el hecho como una señal de desgracia. Además, el rey mismo había soñado días antes que veía a Clito, vestido de negro, sentado entre los hijos muertos de Parmenión. Alejandro ordena sacrificios para conjurar el mal augurio, pero el destino ya está en marcha.
En el banquete, celebrado en honor de los Dioscuros (Cástor y Pólux), se bebe en exceso. Se canta una composición que ridiculiza a algunos generales macedonios derrotados por bárbaros, y mientras el rey se ríe y celebra el canto, los oficiales mayores —más prudentes— lo encuentran ofensivo. Clito, que ya está embriagado y de carácter fogoso, se levanta indignado: denuncia la burla como una falta de respeto hacia los macedonios que habían dado gloria al ejército y habían combatido fielmente.
Alejandro replica con arrogancia, afirmando que Clito defiende la “cobardía” como si fuera una desgracia. Entonces Clito, fuera de sí, le lanza una de las frases más punzantes de toda la Vida:
“Esa cobardía, como tú la llamas, fue la que te salvó a ti, hijo de los dioses, cuando tenías encima la espada de Espitrídates; y a la sangre de los macedonios, y a estas heridas, debes el haberte elevado a tal altura que ahora renuncias a ser hijo de Filipo y te haces llamar hijo de Amón.”
En esas palabras se condensa la tensión entre el antiguo Alejandro, el rey macedonio compañero de soldados, y el nuevo Alejandro, el monarca divinizado de Asia. Clito, con el orgullo rudo de los veteranos, se atreve a recordarle que su grandeza depende del sacrificio de su propio pueblo.
Alejandro, inflamado por la ira y el vino, deja de ser el estratega racional para convertirse en víctima de su hybris. Lo que sigue —como se verá en el capítulo siguiente— será una escena de furia, asesinato y remordimiento, en la que el rey muestra su lado más humano y más culpable.
Clito, ebrio pero lúcido, expresa la voz de los macedonios veteranos, que se sienten humillados por la orientalización de Alejandro. Con palabras valientes y amargas, denuncia el sometimiento de los soldados libres de Macedonia a las costumbres de los persas. Su grito —“¡tenemos por dichosos a los que murieron antes de ver que los macedonios somos azotados con las varas de los medos!”— revela el resentimiento colectivo ante la transformación del rey en monarca absoluto y divinizado.
Alejandro, inflamado de cólera, no soporta que alguien —y menos Clito— le hable con tal franqueza. Cuando el macedonio lo acusa de haber reemplazado la camaradería por la adoración servil, el rey pierde todo control. La violencia se precipita: lanza una manzana, intenta sacar la espada, grita órdenes, golpea al trompeta por no obedecer, y llama a los macedonios de armas en su propio idioma —un gesto que, como advierte Plutarco, habría podido desencadenar una revuelta total del campamento si no se hubiera contenido a tiempo.
Los amigos consiguen sacar a Clito del comedor, pero el destino —en su forma más irónica y cruel— lo hace volver. Entra por otra puerta, recitando unos versos de Eurípides que expresan su desprecio por la injusticia y la ingratitud de Grecia. Al oírlos, Alejandro arrebata un dardo de manos de un guardia y atraviesa el cuerpo de Clito, que cae muerto al instante, con un gemido breve y resignado.
En ese momento, Plutarco nos muestra la inversión total del héroe en víctima de sí mismo. Apenas cae Clito, la ira de Alejandro se apaga y da paso a la conciencia del horror. El rey, en un impulso desesperado, intenta clavarse el dardo en el cuello, buscando morir junto a su amigo, pero los guardias se lo impiden y lo arrastran fuera del lugar. La escena termina con un silencio absoluto: los presentes están mudos, paralizados por la tragedia que acaban de presenciar.
Crisis emocional
Tras la catástrofe del asesinato de Clito. Plutarco transforma la escena en una meditación sobre la culpa, el destino y la corrupción moral del poder cuando este deja de reconocer límites.Alejandro pasa la noche entera llorando, gritando y lamentándose. Al amanecer, agotado por el llanto, ya no habla, solo suspira. El silencio del rey aterra a sus amigos, quienes temen que intente quitarse la vida, como había intentado hacerlo inmediatamente después del crimen. En ese estado de desesperación y culpa, los más cercanos intentan consolarlo.
El adivino Aristandro le recuerda los presagios —la visión onírica y las reses que siguieron a Clito— para convencerlo de que todo fue obra del destino, no un acto voluntario. La idea de que el asesinato fue inevitable, decretado por el hado, logra calmar parcialmente a Alejandro. Pero esa consuelo “fatalista” abre el camino a un error más profundo: lo libra de la culpa moral, pero lo aleja de la responsabilidad ética.
Por eso entran dos filósofos con posturas muy distintas: Calístenes de Olinto, discípulo y pariente de Aristóteles, y Anaxarco de Abdera, representante de una filosofía más cínica y pragmática, cercana al hedonismo y a la idea del gobernante divinizado.
Calístenes adopta una actitud prudente y humana: intenta suavemente racionalizar la tragedia, reconociendo el dolor del rey, pero procurando aliviarlo con razonamientos moderados. En cambio, Anaxarco aparece como la antítesis del sabio moral: entra con arrogancia, y en lugar de consolar, reprende a Alejandro por su remordimiento, tratándolo casi con desprecio.
Sus palabras —“¿Este es el Alejandro en quien el mundo tiene puesta la vista, que se lamenta como un esclavo miserable?”— revelan una filosofía peligrosa: la del monarca divino que no debe rendir cuentas a los hombres ni someterse a sus propias leyes. Anaxarco le dice que Zeus mismo tiene por consejeras a la Justicia y a Temis, y que, por tanto, todo lo que hace el soberano es justo por el solo hecho de hacerlo. Es una idea absolutista y sacrílega desde la ética clásica, pero tremendamente halagadora para un conquistador en busca de legitimación divina.
El efecto es devastador: Plutarco comenta con lucidez que Anaxarco aligera el dolor del rey, pero corrompe su moral. Lo que antes era remordimiento y autoconciencia se transforma en arrogancia. El rey que había llorado por un amigo ahora empieza a convencerse de que su voluntad es ley. Desde este momento, Alejandro se volverá más violento y más seguro de su propio carácter “divino”.
Durante una cena, los dos filósofos discuten sobre el clima de Asia. Calístenes, con ironía, demuestra que Anaxarco se contradice, y lo humilla con ingenio: “Si dices que aquí no hace más frío que en Grecia, confiesa entonces que eres tú quien tiene más frío, pues allá pasabas el invierno con una capa y aquí duermes cubierto con tres”. La frase, que hace reír a los presentes, hiere el orgullo de Anaxarco y anticipa la enemistad entre el filósofo moderado y los aduladores del rey.
Calístenes de Olinto
Plutarco profundiza en el destino de Calístenes de Olinto, el filósofo aristotélico que había intentado consolar a Alejandro tras la muerte de Clito. Plutarco muestra aquí cómo la virtud austera del sabio se vuelve peligrosa en una corte dominada por la adulación y el poder absoluto.
Calístenes se había convertido en una figura incómoda. Su vida sobria, prudente y ordenada —que le daba autoridad moral entre los jóvenes y respeto entre los ancianos— contrastaba con la vida de lujo y halago que predominaba en torno al rey. Esto despertó la envidia y hostilidad de los sofistas cortesanos, quienes lo veían como un rival, no solo en el terreno intelectual, sino también en la influencia que ejercía sobre los demás.
Plutarco señala que su carácter reservado y su negativa a participar en banquetes o a prodigar alabanzas fáciles fue interpretado como arrogancia y desprecio. La corte, habituada al servilismo, no toleraba la independencia de espíritu. Incluso Alejandro, influido por los aduladores, recitó un verso burlón para denigrarlo: “No debe hacerse caso del sofista que aun en provecho propio nada sabe”, una alusión directa a su actitud crítica.
El episodio más revelador ocurre en un banquete. Alejandro le pide a Calístenes que pronuncie un discurso elogiando a los macedonios. El filósofo accede y habla con tanta elocuencia que los comensales, entusiasmados, lo coronan con flores. Pero Alejandro, queriendo ponerlo a prueba, le pide que ahora haga la palinodia, es decir, el discurso contrario: que critique a los macedonios y señale sus defectos.
Calístenes lo hace con brillantez y sinceridad. Denuncia la división entre los griegos como causa del ascenso de Filipo y de la monarquía macedónica, concluyendo con una sentencia lapidaria:
“En las revueltas de los pueblos, suele el más ruin alzarse con el mando.”
La frase, aunque filosóficamente cierta, fue percibida como un ataque directo a la dignidad de los macedonios y del propio Alejandro. Desde ese momento, según Plutarco, el odio de los soldados contra Calístenes se volvió profundo e irreversible. El rey, envenenado por la adulación, dijo que el filósofo no había mostrado su talento, sino su enemistad.
Plutarco, siguiendo a Hermipo, muestra cómo el discípulo de Aristóteles, tras haber ganado la antipatía del rey, se condena a sí mismo con su franqueza y orgullo.
Estrebo, lector de Calístenes, contó a Aristóteles —según refiere Hermipo— que el filósofo, al advertir la enemistad de Alejandro, pronunció en voz alta una frase cargada de ironía y desafío:
“Murió también joven Patroclo, que en virtud valía más que tú.”
La comparación era peligrosa. Aludía al amigo de Aquiles, símbolo de lealtad y pureza heroica, contraponiéndolo implícitamente al propio Alejandro, cuyo furor homicida había roto toda medida. Aristóteles, al oír la historia, comentó con dureza que Calístenes era un gran orador, pero sin juicio: sabía hablar, pero no medir el poder de sus palabras frente a un monarca divinizado.
Aun así, Plutarco reconoce su valor filosófico: fue el único que se opuso abiertamente a la “adoración” (proskynesis), el acto de postrarse ante el rey según la costumbre persa. Ese gesto, humillante para los griegos libres, equivalía a reconocer a Alejandro como un dios viviente. Todos los demás macedonios lo criticaban en secreto, pero solo Calístenes se atrevió a resistir públicamente, evitando que Alejandro impusiera la práctica entre los helenos. Así —dice Plutarco— “redimió a los griegos de una gran vergüenza y a Alejandro de una mayor”, pues lo contuvo en su intento de divinización.
Sin embargo, esa victoria moral le costó la vida. “Hizo fuerza a Alejandro, pero no lo persuadió”, comenta Plutarco: lo obligó a desistir, pero no cambió su mente, y con ello selló su destino.
Cares de Mitilene narra el episodio decisivo: durante un banquete, Alejandro, según la etiqueta persa, bebía de una copa y la pasaba a sus amigos. Cada uno debía beber, postrarse ante el rey y besarlo como signo de adoración. Todos lo hicieron, uno tras otro. Pero cuando llegó el turno de Calístenes, este bebió la copa sin postrarse, aprovechando un momento en que el rey conversaba con Hefestión. Luego se acercó para besarlo, pero Demetrio, llamado Fidón, intervino: “¡Oh rey, no le beses, porque este solo no ha adorado!” Entonces Alejandro retiró el rostro, rehusando el beso.
Calístenes, sin perder la compostura, replicó con calma y orgullo:
“Bien; me iré con un beso menos.”
Esa frase, aparentemente ligera, fue el golpe final. Con ella, el filósofo reafirmó su independencia moral y humilló al rey ante toda la corte. Pero también firmó su sentencia de muerte. Desde ese momento, Alejandro lo consideró enemigo.
Ya predispuesto contra él, Alejandro acepta sin resistencia las acusaciones de Hefestión, quien afirma que Calístenes había prometido adorar al rey y luego se negó, violando su palabra. A esto se suman otros cortesanos, Lisímaco y Hagnón, que lo acusan de incitar a los jóvenes y vanagloriarse de ser el único hombre libre entre esclavos. Este retrato de independencia, admirable para los griegos, se convierte aquí en crimen de soberbia ante un rey que exigía obediencia total.
Cuando estalla la conjuración de Hermolao, el discípulo rebelde que intentó asesinar a Alejandro, la suerte de Calístenes queda sellada. Se dice que uno de los conjurados declaró que el filósofo le había aconsejado “hacerse célebre matando al más célebre”, e incluso que lo había animado diciéndole que no temiera al “lecho de oro”, aludiendo al lecho real. Pero —como subraya Plutarco— ninguno de los jóvenes, ni siquiera bajo tormento, pronunció palabra contra él.
En sus primeras cartas, el propio Alejandro reconoce que Calístenes no participó en la conjura, escribiendo a Crátero, Átalo y Alcetas que los jóvenes confesaron ser los únicos culpables. Sin embargo, en una carta posterior a Antípatro cambia su tono, acusando directamente al sofista y añadiendo una velada amenaza a Aristóteles, su maestro y pariente de Calístenes:
“Los jóvenes han sido apedreados por los macedonios, pero al sofista yo lo castigaré, y a los que acá le enviaron y a los que dan acogida en las ciudades a los traidores contra mí.”
La referencia a “los que lo enviaron” alude claramente a Aristóteles, insinuando que el pensamiento filosófico griego había engendrado un enemigo del rey.
Sobre su muerte, las versiones difieren: unos dicen que Alejandro mandó ahorcarlo, otros que murió de enfermedad en prisión. Cares de Mitilene ofrece el relato más terrible: que pasó siete meses encadenado, esperando un juicio en presencia de Aristóteles, y que finalmente murió devorado por piojos, consumido por la miseria y la repulsión física, justo cuando Alejandro resultaba herido en la India.
Demarato de Corinto
Demarato de Corinto era un griego anciano que representa la fidelidad helénica y el ideal de quien contempla en Alejandro la culminación de la gloria de Grecia.
Demarato había acompañado a Filipo y mantenido amistad con su casa. Ya muy viejo, deseaba ver con sus propios ojos al joven rey convertido en señor de Asia. Cuando por fin lo consigue, pronuncia una frase cargada de emoción y sentido histórico:
“Se han privado del mayor placer aquellos griegos que murieron antes de ver a Alejandro sentado en el trono de Darío.”
Con estas palabras, Demarato condensa el orgullo panhelénico que veía en Alejandro no solo al conquistador macedonio, sino al vengador de las guerras médicas y al realizador del sueño de unidad griega bajo un solo mando. La escena tiene un tono de reconciliación: después de tantos episodios de crueldad y desmesura, Plutarco muestra un momento de admiración sincera y reconocimiento moral hacia el rey.
Pero el episodio también tiene un matiz melancólico: Demarato, apenas cumplido su anhelo, muere poco después. Alejandro, fiel a su memoria, le rinde exequias solemnes: el ejército levanta un túmulo imponente, de gran longitud y ochenta codos de altura (unos 36 metros), y sus restos son conducidos hasta el mar en un carro magníficamente adornado con cuatro caballos.
El gesto de Alejandro tiene una clara dimensión simbólica. Con el funeral de Demarato, rinde homenaje a la generación griega anterior —la que preparó, mediante las guerras contra Persia, el camino que él culminó—. Al mismo tiempo, este acto fúnebre marca el ocaso de la herencia helénica dentro de su imperio: los últimos griegos que le rodean son ahora símbolos del pasado, y el mundo que Alejandro ha creado es ya oriental, imperial y despótico.
Invasión de la India
Ante el peso excesivo del botín que su ejército arrastraba —riquezas acumuladas de tantas conquistas—, Alejandro percibe que la abundancia había comenzado a debilitar el espíritu guerrero. En un gesto radical, al amanecer ordena quemar los carros con los despojos, comenzando por los suyos y los de sus amigos, y luego los de todos los macedonios. El acto, que parece brutal, se transforma en un rito de purificación: los soldados, lejos de lamentarse, lo celebran con júbilo, despojándose voluntariamente de la carga material. Esta escena recuerda las prácticas espartanas o incluso ascéticas: destruir los bienes para recuperar la libertad interior. Alejandro renueva así el antiguo ideal heroico de los que conquistan sin poseer, purificando la ambición mediante el sacrificio.
A la vez, Plutarco muestra la otra cara del rey: su implacable severidad. Alejandro, que había aprendido a dominar los excesos del cuerpo, ahora domina también con violencia los del poder. Manda ejecutar a Menandro por rehusar un encargo, y personalmente atraviesa con una flecha a Orsodates por rebelarse. En estos gestos se revela su convicción de que el orden del imperio depende de la obediencia absoluta, incluso cuando sus actos son desmesurados.
El relato se adentra luego en el terreno de los presagios, elemento que siempre acompaña la psicología de Alejandro. El nacimiento de un cordero con una tiara en la cabeza —símbolo regio, pero deformado— provoca inquietud: el rey teme no por sí, sino por su sucesión, “no fuera que un mal genio trasladara el poder a un hombre cobarde y oscuro”. Este presagio negativo expresa su conciencia de la fragilidad del poder y de la inestabilidad del destino.
Sin embargo, una señal favorable viene a equilibrar el mal agüero: al preparar el terreno para su tienda junto al río Oxo, un macedonio llamado Próxeno descubre una fuente de aceite puro que brota del suelo, en un país donde no se produce aceite. Este hallazgo maravilla a todos: el aceite, símbolo de unión, fuerza y sacralidad, era signo divino de bendición y de fatiga recompensada. Los adivinos lo interpretan como anuncio de una campaña gloriosa pero ardua, porque el aceite —decían— fue dado por los dioses “para alivio de las fatigas humanas”.
Alejandro, profundamente supersticioso y místico en esta etapa, se regocija con el presagio y escribe a Antípatro relatándolo como uno de los mayores favores que los dioses le habían concedido. La escena cierra con una imagen de equilibrio entre los extremos de su naturaleza: el guerrero que destruye sus riquezas para renacer y el místico que busca en los signos del mundo la confirmación divina de su destino.
Contra la naturaleza
Plutarco lo presenta enfrentando los peligros físicos de la India y Asia Central —regiones hostiles, de clima extremo y escasez de recursos— con una energía que se convierte en símbolo de su lucha contra los límites humanos.
Aquí Alejandro encarna su máxima convicción: que nada es inaccesible para el osado, ni seguro para el cobarde. Cuando sus tropas desconfían ante el castillo de Sisimitres, edificado sobre una roca inaccesible, el rey no mide la dificultad en términos de estrategia sino en términos morales. Pregunta si el enemigo es valiente, y al saber que su jefe es “el más tímido de los mortales”, deduce que el sitio caerá —pues, para él, el ánimo del líder decide la suerte de la fortaleza. Y en efecto, la toma sin lucha: no por fuerza, sino por miedo.
El episodio siguiente, cuando envía a un joven llamado también Alejandro a atacar otra fortaleza y éste muere heroicamente, revela su lado trágico y humano: el rey que comparte su nombre con el soldado siente dolor por su muerte, como si hubiese muerto una extensión de sí mismo, un reflejo de su juventud.
El tercer episodio, en la fortaleza de Misa, condensa el temple de Alejandro. Ante el obstáculo de un río profundo, se lanza a cruzarlo exclamando:
“¿No he aprendido yo a nadar?”
Esa frase resume su carácter: un rey que no pide a los otros lo que él mismo no hace, y que convierte cada peligro en una afirmación de su poder.
Cuando los embajadores del lugar llegan a parlamentar, lo encuentran solo y armado, sentado con naturalidad, mandando al anciano Acufis que se siente en el cojín real. El gesto, sencillo pero cargado de dignidad, deja perplejos a los bárbaros: Alejandro los vence con cortesía tanto como con valor. Y la conversación final entre ambos tiene el tono de una sabiduría irónica oriental. Alejandro pide que le envíen “los mejores hombres” como rehenes; Acufis responde, riendo, que es mejor enviarle “los peores”. La réplica, inteligente y aguda, sorprende al rey, que reconoce en ella una nobleza de espíritu no inferior a la suya.
Alejandro y Taxiles
Este episodio muestra a Plutarco resaltando el contraste entre la racionalidad pacífica de Oriente y la virtud activa de Occidente, encarnada por Alejandro.
Taxiles, descrito como un hombre “de gran seso”, recibe a Alejandro con un discurso lleno de sabiduría práctica: le pregunta por qué deberían combatir si ninguno busca arrebatar al otro lo esencial —agua o alimento—, es decir, los bienes naturales que justifican la guerra. En cambio, todo lo demás —la riqueza, el oro, los honores— son bienes que pueden compartirse o intercambiarse sin violencia. Este razonamiento, profundamente filosófico y casi socrático, plantea la inutilidad de la guerra por ambición y prefigura la ética de la paz como cooperación.
Alejandro, encantado con esta lógica, le responde con ironía generosa:
“Contenderé contigo a fuerza de beneficios, para que no parezcas mejor que yo.”
Esta frase revela su carácter competitivo incluso en la virtud: si no puede superar a Taxiles en prudencia, busca superarlo en liberalidad. La anécdota muestra la tensión central de su personalidad: la emulación del bien, el deseo de ser superior no sólo en el poder, sino en la nobleza. Por eso, tras intercambiar regalos, Alejandro termina por darle mil talentos —una suma inmensa—, lo que provoca el descontento de sus compañeros macedonios, acostumbrados a ver los tesoros como botín militar.
No obstante, Plutarco subraya que esta generosidad tuvo un efecto político profundo: la admiración y sumisión voluntaria de muchos pueblos indios, que dejaron de verlo como invasor y empezaron a reconocerlo como un rey justo.
El capítulo, sin embargo, concluye con una nota amarga. Alejandro, en otro episodio, embosca y extermina a un grupo de guerreros indios con los que había pactado una tregua, cometiendo lo que Plutarco llama “la única mancha” de sus campañas, un acto que rompe su ideal de justicia. A ello añade otro conflicto moral: el enfrentamiento con los filósofos indios, a quienes considera agitadores porque incitan a la rebelión de los pueblos libres, por lo que muchos son ejecutados.
Batalla de Hidaspes
Plutarco relata uno de los episodios más memorables y simbólicos de toda la Vida de Alejandro: la batalla del Hidaspes (326 a.C.), el enfrentamiento entre Alejandro y Poro, rey del Punyab. Plutarco, siguiendo las propias cartas del conquistador, ofrece una narración donde se mezclan la táctica militar, la resistencia física y la grandeza moral, tanto del vencedor como del vencido.
Alejandro se enfrenta aquí no sólo a un enemigo formidable, sino también a la naturaleza misma. El relato comienza con la descripción del río Hidaspes crecido, las lluvias torrenciales, los rayos que caen sobre el ejército y las aguas que llegan hasta el pecho. En ese contexto, Alejandro pronuncia —según Onesícrito— una frase que revela su conciencia de héroe y de posteridad:
“Ahora creeríais, oh Atenienses, cuántos trabajos aguanto por ser celebrado entre vosotros.”
Esta exclamación, aunque quizá apócrifa, muestra la dimensión trágica y consciente de su gloria: Alejandro sabe que su esfuerzo es parte de un mito en construcción, que su sufrimiento alimenta la memoria universal que busca dejar.
El desarrollo de la batalla muestra su genio estratégico. Finge confusión y ruido en su campamento para acostumbrar a los indios a su presencia; luego, en una noche sin luna, realiza una maniobra audaz, cruzando con caballería y tropa selecta hacia una isla en medio del río, y de allí hacia la ribera enemiga. La maniobra, ejecutada bajo una tormenta, logra sorprender a Poro, que moviliza parte de sus tropas sin prever el ataque principal. Alejandro vence con una táctica oblicua, envolviendo al enemigo desde los flancos, y consigue dividir y aislar a los elefantes, que en la confusión terminan siendo obstáculo para su propio ejército.
La figura de Poro es tratada con notable respeto. Su descripción —“sobrepujaba la estatura ordinaria en cuatro codos y un palmo”— y la del elefante que lo acompañaba, que “se inclinó suavemente al suelo para no dejarle caer y le sacó los dardos con la trompa”— aportan un tono casi épico y patético. Poro no es presentado como un enemigo bárbaro, sino como un igual en grandeza y nobleza, lo que subraya la universalidad del heroísmo en la visión de Plutarco.
El diálogo final entre ambos es uno de los más célebres de toda la literatura biográfica antigua:
—“¿Cómo quieres que te trate?”, preguntó Alejandro.
—“Regiamente”, respondió Poro.
—“¿Nada más?”, insistió el rey.
—“Con decir regiamente, está todo dicho.”
En esas palabras se condensa la dignidad estoica del vencido y la magnanimidad del vencedor. Alejandro lo reconoce como igual y lo restituye en su trono, ampliándole incluso su territorio. Plutarco ve en este gesto la culminación del ideal de Alejandro como rey universal, que ya no conquista para destruir, sino para unir.
Muerte de bucéfalo
Bucéfalo —el caballo que lo acompañó desde su juventud— muere poco después de la batalla del Hidaspes, ya sea a causa de sus heridas o, como refiere Onesícrito, simplemente por la vejez, pues tenía treinta años. La cifra no es menor: significa que Bucéfalo había estado con Alejandro desde antes de su reinado, desde su adolescencia, cuando lo domó ante Filipo, mostrando por primera vez el temple de su espíritu. Su muerte, por tanto, marca simbólicamente el fin de una era: la del joven héroe domador de fuerzas naturales, que ahora debe enfrentar la soledad de la gloria.
Plutarco subraya que Alejandro “creyó haber perdido no menos que un amigo y un doméstico”. En esa frase se transparenta un rasgo esencial de su carácter: su capacidad de afecto sincero, que no distinguía entre hombres y animales cuando se trataba de lealtad. La fundación de una ciudad llamada Bucefalia en honor al caballo perpetúa ese vínculo, convirtiendo el recuerdo íntimo en monumento público: el afecto se transforma en memoria política, como si el rey necesitara grabar en el mapa del mundo su propia historia emocional.
El detalle final —la mención de Peritas, el perro que también recibe el honor de una ciudad— completa esta imagen. Al recordarlo, Plutarco cita a Soción, quien lo oyó de Potamón de Lesbos, lo que sugiere que el gesto no es un mito, sino una tradición viva entre los discípulos del rey.
Detención del Ganges
Plutarco presenta este episodio como una crisis de desmesura (hybris): después de vencer a Poro, Alejandro desea internarse más allá, hacia el corazón de la India, movido por el mismo espíritu que había empujado a Aquiles a la inmortalidad. Pero ahora sus soldados están exhaustos: han visto elefantes, selvas impenetrables, lluvias incesantes y pueblos infinitos, y su ánimo está quebrado. La descripción del ejército enemigo que los espera —ochenta mil caballos, doscientos mil infantes, ocho mil carros y seis mil elefantes—, aunque pueda parecer hiperbólica, tiene la función de subrayar la magnitud del obstáculo: no ya un enemigo concreto, sino la inmensidad del mundo que todavía queda por conquistar.
El Ganges, con sus treinta y dos estadios de anchura y sus cien brazas de profundidad, se convierte en símbolo de la frontera del deseo humano: más allá de él se extiende lo inalcanzable. Alejandro, encerrado en su tienda y negándose a salir, expresa la frustración del héroe que ha tocado el límite de la tierra, pero no el de su ambición. Dice Plutarco que consideraba esa retirada “una confesión de inferioridad y vencimiento”, lo que revela su lucha interior entre la prudencia y el orgullo.
Finalmente, sus amigos y soldados lo rodean con ruegos y lamentos, y él cede ante la realidad, mostrando que incluso el conquistador del mundo debe someterse a la naturaleza y a la voluntad de los hombres. Pero su rendición no es completa: para sostener su gloria frente a sí mismo, recurre a lo que Plutarco llama “invenciones extrañas”. Manda fabricar armas, frenos y pesebres de tamaño gigantesco, y los deja esparcidos por el camino, como si los futuros pueblos creyeran que su ejército estaba formado por hombres de proporciones sobrehumanas. Este gesto es casi teatral, una forma de inmortalizar su fama mediante la ilusión, de sustituir la conquista real por una conquista simbólica.
Antes de retirarse, erige también altares a los dioses —testimonio tangible de su paso—, que los reyes de la región seguirán venerando siglos después. Así, Alejandro transforma su derrota en rito, su límite en monumento.
Plutarco menciona a Androcoto (Chandragupta Maurya), quien más tarde dominará toda la India y entregará quinientos elefantes a Seleuco. Siendo joven, había visto a Alejandro y comprendido —según la tradición— que nada había impedido su dominio del país, salvo el desprecio que inspiraba el rey indio reinante por su origen vil y su injusticia.
Fin de la campaña de la India
Alejandro, después de su decisión de navegar hacia el mar exterior, parecía avanzar con serenidad por el río; sin embargo, su espíritu conquistador no podía descansar. Cada desembarco era ocasión de combate, cada ciudad un nuevo desafío. El incidente con los malios transforma ese viaje en una escena de épica extrema.
Alejandro, impaciente ante la lentitud de sus tropas, sube el primero por la escala, como en los tiempos juveniles de su audacia temeraria. Pero la escala se rompe, y queda aislado, con sólo unos pocos hombres junto a él. Desde abajo, los enemigos lo hieren con saetas, y aun así el rey, en un acto casi sobrehumano, se lanza solo al interior de la ciudad amurallada, cayendo entre los enemigos y, milagrosamente, de pie. Ese gesto lo convierte en un espectáculo luminoso: Plutarco dice que los bárbaros creyeron ver “un resplandor extraordinario” en torno a su figura, una imagen casi teofánica que recuerda la aura heroica de los semidioses homéricos.
La lucha que sigue es feroz. Alejandro combate rodeado, con sólo dos escuderos, Peucestas y Limneo, quienes intentan protegerlo. Limneo muere, Peucestas resiste, y el propio Alejandro recibe una saeta que atraviesa su coraza y se le clava junto al pecho, una herida espantosa que lo hace tambalear. Aun así, logra matar a su agresor antes de desvanecerse. Sus soldados, al rescatarlo, creen que está muerto. El detalle de la extracción de la flecha —con su punta de tres dedos de ancho y cuatro de largo—, las desmayos que sufre, y el desvelo de sus hombres, da a la escena un dramatismo casi trágico: el héroe invencible reducido al límite de su fragilidad.
Cuando finalmente se recupera, aún débil, los macedonios se agolpan fuera de su tienda exigiendo verlo. Entonces, sale ante ellos con una túnica ligera, mostrando su herida, y ofrece sacrificios a los dioses. Este gesto tiene un valor simbólico enorme: el héroe que ha descendido a la muerte reaparece, renacido, mostrando a su ejército que sigue siendo el mismo. El sacrificio y la navegación posterior sellan su retorno a la vida activa, a la empresa divina.
Los gimnosofistas
Estos filósofos habían instigado una rebelión contra Alejandro, por lo que fueron capturados. Pero el rey, en lugar de castigarlos de inmediato, decide ponerlos a prueba mediante un juego de preguntas y respuestas, mezclando el juicio político con el examen intelectual. El tono de Plutarco es irónico: Alejandro quiere medir su sabiduría, pero termina midiendo su propia capacidad de comprensión.
Las preguntas, de tipo enigmático, revelan temas universales: la vida y la muerte, la naturaleza, el poder, la justicia y la sabiduría. Cada respuesta condensa una paradoja que pone a prueba no sólo la lógica sino la visión moral del rey.
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El primero afirma que hay más vivos que muertos, porque los muertos ya no son —una respuesta que subraya la realidad del presente sobre la sombra del pasado.
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El segundo dice que la tierra cría más animales que el mar, porque el mar forma parte de ella: una metáfora de la unidad del cosmos.
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El tercero declara que el animal más astuto es el que el hombre aún no conoce, aludiendo a los límites del conocimiento humano.
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El cuarto justifica la rebelión de Sabas diciendo que deseaba que viviera bien o muriera mal, una respuesta moral: el bien debe buscarse incluso con riesgo.
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El quinto, preguntado sobre qué fue primero, si el día o la noche, responde que el día por un día, ironizando sobre la necesidad de equilibrio entre claridad y oscuridad.
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El sexto enseña que el más amado será quien, siendo poderoso, no inspire temor, lo que encierra una lección política que Plutarco seguramente subraya para su lector romano.
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Otro responde que el hombre se hace dios si realiza lo imposible para los hombres, anticipando una idea heroica del mérito divino.
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El siguiente dice que la vida es más poderosa que la muerte, porque puede soportar sus males, afirmación de un estoicismo natural.
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El último sentencia que es bueno vivir hasta que la muerte parezca preferible a la vida, una máxima ética que combina sabiduría y medida.
El momento final, cuando Alejandro pide al más anciano que juzgue cuál respondió peor, es magistral: el sabio, sabiendo que cualquier elección lo condenará, contesta que todos respondieron igual de mal. Al amenazarlo Alejandro con matarlo por su fallo, el gimnosofista replica con lógica impecable: “No hay tal, a menos que te contradigas, pues dijiste que moriría el primero el que peor respondiera”. Esta respuesta invierte el poder del rey: el sabio, con la sola fuerza de la razón, desarma su amenaza y lo obliga a respetar su propia palabra.
Después de las pruebas anteriores, el rey deja libres a los sabios, incluso colmándolos de regalos —signo de respeto hacia su ingenio— y envía al filósofo Onesícrito, discípulo de Diógenes el Cínico, para conversar con los que vivían retirados en soledad. La elección de Onesícrito no es casual: Plutarco sugiere una analogía entre los gimnosofistas y los cínicos griegos. Ambos desprecian las riquezas, viven desnudos o semidesnudos, y predican la autosuficiencia del sabio. Alejandro, que había admirado a Diógenes, busca en estos ascetas una confirmación de su propio ideal de grandeza espiritual.
El relato muestra el contraste de temperamentos: Calano, altivo y desdeñoso, ordena a Onesícrito que se desnude si desea escucharlo, pues sólo quien renuncia a todo puede recibir sabiduría. La frase “aunque viniera de parte de Zeus” revela el extremo orgullo filosófico de los sabios indios: la verdad no se doblega ni siquiera ante la autoridad divina o real. Por el contrario, Dandamis se muestra más amable y razonable; escucha, dialoga y, al oír los nombres de Sócrates, Pitágoras y Diógenes, responde con respeto, aunque añade que ellos —a diferencia de los gimnosofistas— “vivieron con demasiada sumisión a las leyes”. Con esta observación, Dandamis expresa la diferencia esencial entre la filosofía griega y la india: los griegos buscaban la sabiduría dentro del orden de la polis y la ley; los sabios indios, fuera de toda estructura civil, en comunión directa con la naturaleza.
Plutarco, con su tono característico, alterna el asombro con la crítica: presenta a estos sabios como hombres extraordinarios, pero también como enigmas morales. Para Alejandro, su radical desapego resulta tan admirable como desconcertante.
El pasaje culmina con el episodio simbólico de la piel de buey, una de las más bellas alegorías de toda la Vida de Alejandro. Calano (llamado así por su saludo “Calé”) presenta al rey una piel seca y endurecida. Al pisar un extremo, se levanta por los otros; sólo cuando la presiona en el centro, logra que toda quede llana. Es un emblema político: le advierte que un imperio sólo se mantiene estable si se gobierna desde el centro, no desde los extremos. En términos prácticos, significa que Alejandro, extendiendo su dominio hasta los límites de la India, está tensionando su poder más allá de lo que puede sostener. Pero también hay una lectura filosófica: el “centro” representa la medida, el equilibrio interior, la virtud del justo medio —virtus media—, que Aristóteles había proclamado como la esencia de la sabiduría.
Así, Calano ofrece a Alejandro una lección de política y de filosofía: quien abandona el centro —la prudencia, la moderación, el autogobierno— pierde el dominio incluso sobre lo que ya posee.
Regreso a Occidente
Plutarco señala que la descenso por los ríos hasta el océano —el Indo y sus afluentes— le tomó siete meses. El hecho de que Alejandro llegara al Océano, el límite del mundo conocido, tiene un sentido profundamente filosófico y religioso: era el punto donde terminaba la tierra de los hombres y comenzaba el dominio de los dioses. Al desembarcar en una isla (llamada Escilustis o Psiltucis), el rey realiza sacrificios solemnes y pronuncia una plegaria notable: pide a los dioses que ningún hombre sobrepase los límites de su expedición.
Este detalle es decisivo. Alejandro, que había desafiado todos los confines del mundo, reconoce ahora los límites naturales y sagrados de la condición humana. En esta oración se vislumbra el principio de su declinación: el conquistador que quiso igualarse a los dioses comienza a admitir la existencia de una frontera infranqueable. Es una escena que, en tono y simbolismo, recuerda al gesto de Ulises en el canto XI de la Odisea, cuando los muertos le advierten que el deseo de ir más allá puede ser su perdición.
A su regreso, organiza la expedición naval dirigida por Nearco y Onesícrito, quienes navegarían bordeando la costa india, mientras él mismo decide regresar por tierra, cruzando regiones inhóspitas como la de los Oritas. Allí sufre la peor de todas sus campañas. Plutarco no escatima el dramatismo: de más de ciento treinta mil hombres, apenas regresa una cuarta parte viva. No hay gloria, sólo miseria. La descripción del hambre y las enfermedades —hombres alimentados de carne de ovejas marinas y peces de olor fétido, marchando bajo un sol abrasador— transforma esta travesía en una especie de catábasis, una bajada al infierno.
El paso de la India fértil a la Gedrosia abundante, después del desierto mortal, parece tener valor moral. Plutarco sugiere que la abundancia sólo llega después de la purificación del sufrimiento. La Gedrosia —correspondiente a la actual región de Baluchistán— se convierte así en símbolo del alivio tras la prueba. Los sátrapas y reyes locales, que le abastecen con todo, contrastan con el vacío anterior: donde antes todo era resistencia y muerte, ahora hay obediencia y abundancia.
Decadencia
Alejandro atraviesa ahora la Carmania, región de abundancia y placer, tras haber sobrevivido al desierto y a la muerte de casi todo su ejército. Pero en vez de renovar su ánimo o dar gracias con templanza, convierte la marcha en una especie de procesión báquica, un delirio triunfal inspirado en el dios Dioniso. Plutarco, con su estilo característico, pinta la escena con gran viveza: el rey y sus generales, sobre un estrado alto tirado por ocho caballos, beben sin cesar, rodeados de música, flautas y danzas, mientras los soldados los imitan, marchando en una orgía ambulante.
No hay armas ni disciplina: “ni adarga, ni casco, ni azcona”. El ejército que antes simbolizaba la fuerza macedónica se ha transformado en un cortejo festivo donde todos beben, cantan y se cubren con guirnaldas. Plutarco lo describe como si la columna entera fuese un inmenso teatro en movimiento: una caravana dionisíaca que mezcla el triunfo y la embriaguez, la victoria y el desorden. Es un desfile de ebriedad, una imagen de poder convertido en espectáculo.
La comparación con Dioniso es central. Plutarco sugiere que Alejandro, tras llegar al fin del mundo, se identifica con el dios del vino y del éxtasis, aquel que también había conquistado la India en los mitos griegos. Pero mientras Dioniso representa la expansión espiritual del goce y de la naturaleza, Alejandro encarna su caricatura: un Dioniso terrestre, arrastrado por la ebriedad del poder. La escena es, al mismo tiempo, apoteosis y parodia.
Cuando llegan al palacio, los festines continúan. Y el episodio final —el certamen de coros y la victoria de Bagoas, su favorito— añade una nota de ambigüedad moral y emocional. Bagoas, eunuco persa y símbolo de la sensualidad oriental, aparece coronado en el teatro y se sienta junto al rey. Los soldados, enardecidos, gritan que Alejandro lo bese. Él, ebrio y complaciente, lo hace, y el gesto es recibido con aplausos. Plutarco no lo condena explícitamente, pero el subtexto es claro: el héroe que fue dueño de Asia se ha dejado dominar por el lujo, el vino y la adulación.
Plutarco muestra un breve destello de alegría: la llegada de Nearco, comandante de la expedición naval que había costeado la India hasta el Golfo Pérsico. Alejandro, al oír su relato, se llena de entusiasmo y concibe un nuevo sueño grandioso: navegar desde el Éufrates hasta África, circunnavegar Arabia y llegar al Mediterráneo por las Columnas de Heracles (el actual Estrecho de Gibraltar). Esta idea es más que un proyecto geográfico: es el símbolo del deseo ilimitado del héroe, que ahora busca unir todos los mares y cerrar el círculo del mundo. Es, en cierto modo, un intento de alcanzar la eternidad mediante la acción.
Pero esta vez, la realidad humana se impone. Plutarco señala que el ejército, exhausto tras las campañas de la India y las pérdidas terribles sufridas, ya no tiene la misma fe. Circulan rumores, aumenta la desconfianza, y el entusiasmo que antes unía a los soldados en torno al rey se convierte en miedo y resentimiento. Los generales y sátrapas, imitando los vicios del monarca —la codicia, la insolencia, la arbitrariedad—, comienzan a cometer abusos. El orden del imperio se resquebraja.
Plutarco observa que el espíritu de rebelión y novedad (νεωτερισμός) se difunde por todas partes. Incluso en Macedonia se produce un quiebre simbólico: Olimpíade y Cleopatra, madre y hermana de Alejandro, se sublevan y dividen el reino entre Epiro y Macedonia. Al enterarse, Alejandro comenta con amarga ironía que su madre ha elegido mejor, pues los macedonios “no sufrirían ser gobernados por una mujer”. Esta frase, cargada de ironía política, refleja tanto su desdén hacia el poder femenino como su lucidez: comprende que su autoridad personal es la única que sostiene el imperio, y que sin él, todo se disgrega.
Ante el desorden, Alejandro reacciona con violencia. Envía de nuevo a Nearco al mar —como si aún quisiera salvar la parte visionaria de su proyecto—, pero él mismo se dedica a castigar a los culpables y restablecer el orden por la fuerza. El episodio de Abulites es especialmente significativo: cuando este sátrapa, en lugar de enviar provisiones, le presenta tres mil talentos en plata, Alejandro, indignado, arroja el dinero a los caballos diciéndole que lo coman, para mostrar que el oro no alimenta a los hombres ni sostiene los ejércitos. Después, lo hace encarcelar y ordena la muerte de su hijo Oxiartes con su propia mano.
Este gesto de furia tiene un profundo sentido moral en Plutarco: el rey que había sabido contenerse en su juventud y mostrar clemencia, ahora mata con sus propias manos, símbolo de que ya no gobierna por la razón sino por el impulso. El oro, antes instrumento de poder, se convierte en signo de corrupción; la autoridad, antes racional, se vuelve autocrática.
La muerte de Cino y de Calano
Plutarco pues contrapone dos muertes: la del rey Ciro, fundador del imperio persa, y la del filósofo indio Calano. Ambas escenas, tan distintas, sirven a Plutarco para mostrar a Alejandro enfrentado al tema que domina el final de su Vida: la conciencia de la mortalidad.
Lo primero que hace Alejandro al llegar a Persia es cumplir con una antigua costumbre real: ofrecer a cada mujer una moneda de oro. Este gesto, tradicional entre los monarcas aqueménidas, simboliza la restauración del orden persa bajo su autoridad. Con ello Plutarco recuerda que Alejandro, tras haber conquistado el mundo, ya no se presenta como un simple caudillo macedonio, sino como rey legítimo de Asia.
Pero de inmediato la escena se oscurece. Alejandro descubre el sepulcro violado de Ciro el Grande, aquel que había fundado el imperio que él mismo acababa de destruir. Ordena ejecutar al culpable y manda traducir al griego la inscripción funeraria, breve y magistral:
“Hombre, quienquiera que seas y de dondequiera que vengas, porque de que has de venir estoy cierto, yo soy Ciro, que adquirí a los persas el imperio. No codicies, pues, esta poca tierra que cubre mi cuerpo.”
Estas palabras conmueven profundamente a Alejandro. Plutarco subraya su melancolía reflexiva: ante la tumba del primer conquistador universal, el nuevo conquistador se ve a sí mismo en el futuro. El epitafio de Ciro es una advertencia contra la vanidad del poder, un recordatorio de que todo dominio acaba reducido a “esta poca tierra que cubre mi cuerpo”. En esa breve meditación, Plutarco condensa su mensaje moral: la grandeza humana está siempre limitada por la muerte, y ni el más glorioso de los reyes puede escapar al destino común.
A continuación, el episodio de Calano —el gimnosofista indio que se inmola en una pira— introduce un contraste de tono y de cultura. Mientras Ciro representa la muerte política, el fin del poder, Calano representa la muerte filosófica, la liberación del alma. Enfermo, pide que se le levante una hoguera, se despide de los macedonios y les exhorta a festejar ese día con alegría, anunciando que pronto volverá a ver al rey en Babilonia (una profecía de la muerte inminente de Alejandro). Luego se tiende en la pira y muere sin un solo movimiento, “ofreciéndose a sí mismo en víctima”.
Plutarco resalta aquí la serenidad estoica y el dominio de sí del sabio oriental, que acepta la muerte como tránsito natural. Calano es presentado como el último maestro de Alejandro: su sacrificio enseña al rey lo que ni las conquistas ni la filosofía griega le habían enseñado del todo —la necesidad de aceptar los límites de la vida.
Alejandro, tras asistir al sacrificio voluntario de Calano, el filósofo que se entrega serenamente al fuego, organiza de inmediato un banquete de embriaguez y muerte. Es como si el rey, habiendo presenciado el dominio de sí, respondiera con la pérdida del control. El contraste es deliberado: el sabio se consume en la calma, el rey en la intemperancia.
El certamen que propone —una competencia para ver quién puede beber más vino— es una parodia de los antiguos juegos heroicos. Donde antes los atletas competían en fuerza y virtud, ahora se premia la resistencia al exceso. El vencedor, Prómaco, muere tres días después, y cuarenta y un hombres más perecen de inmediato, víctimas del frío que sigue a la embriaguez. Plutarco narra el hecho con sobriedad, dejando que el número hable por sí mismo: cuarenta y dos muertos en honor a la intemperancia del rey. Es la imagen moral del imperio decadente, un ejército que ya no conquista mundos sino copas.
A continuación, el tono cambia y se vuelve ceremonial: Alejandro celebra en Susa las bodas masivas entre macedonios y persas, símbolo de la fusión entre los pueblos conquistadores y conquistados. Él mismo se casa con Estatira, hija de Darío, mientras sus generales toman esposas persas. Se trata de un gesto político grandioso, de integración imperial, pero también de teatralidad monárquica: el matrimonio como espectáculo. Según Plutarco, nueve mil invitados reciben copas de oro y todo se realiza con esplendor “maravilloso”. Sin embargo, el esplendor ya no impresiona: el lector percibe que tras la magnificencia se esconde el vértigo del exceso.
El acto siguiente muestra a Alejandro como rey generoso pero también arbitrario: paga de su propio tesoro las deudas de todos los macedonios —diez mil talentos menos ciento treinta—, una suma colosal. Es un gesto magnánimo que recuerda su juventud, cuando buscaba ganarse la lealtad de sus soldados mediante la generosidad. Pero el caso de Antígenes, el militar tuerto, introduce una nota moral: este héroe antiguo, que en el sitio de Perinto había combatido con una saeta clavada en el ojo, intenta ahora inscribirse falsamente entre los deudores. Descubierta la mentira, Alejandro lo castiga con severidad, lo expulsa y le quita su rango.
Plutarco utiliza esta anécdota para mostrar que el poder absoluto de Alejandro ya no distingue entre justicia y capricho. El rey pasa de la indulgencia a la cólera y de la cólera al arrepentimiento. Teme que Antígenes se suicide —y, movido por el remordimiento, lo perdona y hasta le permite conservar el dinero. La escena, en apariencia menor, encierra una profunda lección moral: Alejandro, que ha conquistado el mundo exterior, ya no puede gobernar sus pasiones interiores.
Su ejército
Tras largos años de conquistas, fatigas y gloria, el vínculo entre el rey y sus veteranos —que había sido el fundamento de todo su poder— aparece erosionado por la desconfianza, los celos y el cambio cultural.
Alejandro contempla con orgullo a los treinta mil jóvenes orientales educados militarmente a la macedonia. Son fuertes, disciplinados, bellos, y su habilidad obedece al diseño de un monarca que ya no concibe su imperio como helénico, sino cosmopolita y universal. Para él, estos jóvenes son una prueba de que puede crear nuevos macedonios en cualquier lugar del mundo, sustituyendo a los antiguos si es necesario. Pero, para los macedonios veteranos, esto es una amenaza: interpretan la presencia de estos “jóvenes bailarines” —como los llaman con desprecio— como señal de que el rey desea reemplazarlos y prescindir de ellos.
Cuando Alejandro ordena licenciar a los viejos, enfermos y mutilados —a quienes debería honrar como héroes— estos lo sienten como humillación y expulsión. La respuesta de los veteranos es amarga: lo desafían verbalmente, cuestionan su gratitud y lo acusan de haberlos usado y abandonado. Es el resentimiento del soldado que ha dado todo y teme ser olvidado. Alejandro, encolerizado, los despide de su presencia y entrega su guardia personal a persas, gesto cargado de simbolismo: la herida política se vuelve emocional, y la emocional, política.
Entonces ocurre una escena profundamente humana: los macedonios, desarmados y vestidos solo con túnicas simples, se presentan a la puerta del palacio, claman, lloran, piden perdón; se humillan durante dos días y dos noches, rogando ser perdonados por el hombre que hicieron rey. En este contraste —la furia imperial y la súplica de los veteranos— aparece la dimensión trágica: son hombres exhaustos, orgullosos, quebrados por su propia grandeza y la del rey.
Alejandro finalmente sale, y llora junto a ellos. Este llanto no es solo piedad: es nostalgia y reconocimiento de que el vínculo que lo sostuvo —la comunidad guerrera macedónica— está herido y quizá ya no pueda repararse plenamente. Les habla con mansedumbre, premia a los que se retiran y asegura honores para su vejez; ordena que se sienten en lugares preferentes en los teatros de Grecia, corona sobre la cabeza, como héroes. Es un intento de restaurar el pacto moral entre rey y ejército.
La tragedia de Hefestión
Apenas llega a Ecbatana, Alejandro vuelve a los espectáculos y fiestas. Disfruta de la vida refinada del imperio, rodeado por artistas griegos. Pero la tragedia irrumpe: Hefestión cae enfermo. Por su carácter militar indisciplinado, desprecia la dieta y se comporta como si la enfermedad fuese una molestia menor. Comes un pollo asado, bebe vino frío, y su fiebre empeora. Muere poco después.
Alejandro queda devastado, sin consuelo ni mesura en el dolor. El luto es total, casi ritual cósmico:
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Ordena cortar las crines de todos los caballos.
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Quita almenas a ciudades —símbolo de luto y deshonor urbano.
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Crucifica al médico —una reacción cruel y desesperada.
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Suspende música y celebraciones en el ejército.
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Solo se calma cuando llega un oráculo de Amón autorizando honrar a Hefestión como héroe, no como dios —un límite religioso que Alejandro parece dispuesto a forzar.
Buscando desahogo, convierte la guerra en funeral armado: ataca a los Coseos, extermina a todos —hombres, mujeres y niños— y llama a esa masacre “exequias de Hefestión”. Es el duelo transformado en violencia sagrada.
Quiere erigir a Hefestión un monumento monumental, con 10.000 talentos —una suma gigantesca. Busca a artistas de vanguardia, especialmente a Estasícrates, famoso por proyectos colosales. Este escultor había propuesto convertir el monte Athos en una estatua humana monumental, sosteniendo una ciudad y derramando un río en el mar. Alejandro rechazó esa idea… pero ahora, en la desolación, concibe proyectos aún mayores y más insensatos.
Muerte
Antes de entrar a Babilonia, Nearco le advierte a Alejandro que los caldeos —astrólogos y sacerdotes — habían dicho que no debía entrar en la ciudad. Alejandro, acostumbrado a desafiar todo límite, ignora la advertencia. Pero poco después ve un presagio inquietante: cuervos luchando y cayendo muertos a sus pies. En culturas antiguas, los cuervos son mensajeros del destino, y su violencia presagiaba muerte real o caída política.
Se acusa al gobernador Apolodoro de haber consultado sacrificios sobre el destino del rey. Se llama al adivino Pitágoras, quien confiesa haber examinado vísceras: el hígado carecía de un lóbulo, indicio total de muerte o ruina según la adivinación antigua. Alejandro, esta vez, sí se asusta —la superstición vence a la valentía.
No castiga al adivino. Al contrario, culpa a sí mismo por no haber escuchado a Nearco. Y en un hecho insólito para su carácter, evita entrar a Babilonia, acampando fuera, navegando, dudando. La voluntad de hierro del conquistador empieza a quebrarse.
Pero los malos presagios siguen:
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Un león que él mismo criaba —símbolo de realeza y del propio Alejandro—
es asesinado por la coz de un asno (animal vulgar).Interpretación simbólica: el gran rey caerá por algo indigno o inferior, no por otro gran guerrero.
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Mientras Alejandro se unge para jugar, un hombre desconocido aparece sentado en el trono con la diadema y las vestiduras reales, en silencio. Un sacrilegio absoluto.
Lo interrogan: entre torturas finalmente dice llamarse Dionisio, que estaba preso por un juicio pendiente, y que el dios Serapis lo liberó, le dio el trono y lo mandó callar.
En la mentalidad antigua, esto es espeluznante: alguien sentado en el trono del rey = presagio de su muerte.
El dios ha “colocado” un sustituto, una sombra del rey, como señal de que la muerte está cerca.
Plutarco nos muestra a un hombre que ha alcanzado lo inalcanzable y, sin embargo, se encuentra espiritualmente devastado. La presencia de prodigios y presagios funestos —la agonía del león muerto por un asno, el extraño intruso sentado en el trono, los agoreros, las visiones y el temple supersticioso— refleja no sólo la inquietud del entorno, sino la fractura interior del rey. Alejandro, que alguna vez interpretó los signos divinos con confianza y ardor heroico, ahora los percibe como amenazas. El conquistador invencible aparece minado por la sospecha, atrapado entre dioses ambiguos y hombres que ya no sabe si son aliados o traidores.
Esta atmósfera de tensión desemboca en su relación con los hijos de Antípatro, especialmente Casandro. El joven, formado en el espíritu griego, ve la ceremonia oriental de adoración y ríe. Lo que para él es ridículo —la proskynesis persa— para Alejandro es una afirmación de su dignidad imperial. La reacción del rey es brutal: lo toma del cabello y golpea su cabeza contra la pared. No es sólo un arrebato de ira; es la afirmación violenta del monarca que ha dejado de ser un líder entre iguales para convertirse en un señor absoluto. La Grecia que lo formó ya no cabe en su corazón. La libertad helénica, la ironía, la filosofía, el contraste dialógico, todo aquello que encarnó Aristóteles, ya no tiene lugar frente a una autoridad que desea obediencia indiscutida. Aquí, Alejandro deja de ser el héroe que ascendía y comienza a ser el hombre que cae.
Plutarco añade un segundo episodio que refuerza esta progresiva alienación: cuando Casandro intenta defender a su padre de acusaciones, Alejandro vuelve a humillarlo, reprochándole un razonamiento “aristotélico”, es decir, dialéctico, argumentativo, propio de la paideia griega. Por un instante, el rey reconoce ese estilo, y con sarcasmo recuerda su propia formación filosófica. Pero ya no lo respeta. Lo que antes fue rasgo de grandeza intelectual, ahora es signo de molestia e irritación. Alejandro, rodeado de presagios y ritos orientales, intoxicado de poder y de prestigio divino, ya no quiere oír razones. Se ha desprendido del logos para abrazar el absoluto de su voluntad.
El efecto psicológico de esta metamorfosis no solo hiere a Casandro en el momento, sino que lo marca para siempre. Décadas después, ya convertido él mismo en rey y dominador de Grecia, al encontrarse frente a una estatua de Alejandro en Delfos, tiembla sin poder controlarse. Ese temblor es la herencia más oscura del macedonio: no una gloria inmortal, sino un terror perpetuo que perdura incluso más allá de su muerte. Alejandro se ha convertido en un espectro, no por su divinización, sino por el miedo que infunde incluso ausente. Plutarco sugiere que la verdadera inmortalidad de los déspotas no reside en sus conquistas territoriales, sino en el trauma que dejan grabado en los corazones de sus contemporáneos.
Tras haber cedido finalmente al terror por los presagios, el ánimo de Alejandro queda roto: ya no es el estratega sereno, ni el gobernante magnánimo, ni el hombre que aspiraba a la divinidad con la seguridad del héroe trágico. Ahora teme todo —cada gesto, cada coincidencia, cada sombra— y su palacio se llena de sacerdotes, magos, purificadores y agoreros. Plutarco subraya así una enseñanza moral: si el desprecio por los dioses es censurable, no lo es menos la excesiva veneración temerosa que anula el juicio. La superstición, dice, no eleva al alma, sino que la arrastra hacia lo bajo, llenándola de angustia y vacío. Y Alejandro, que alguna vez fue dueño de sí y del mundo, ahora ya no se domina ni a sí mismo.
Pero esta rendición espiritual no dura mucho. En cuanto recibe oráculos que le aseguran que el culto a Hefestión ha satisfecho a los dioses, Alejandro parece recuperar momentáneamente su ánimo y reanuda banquetes y sacrificios. El alivio es, no obstante, ilusorio. El episodio final se desarrolla no con gloria, sino con exceso y debilidad. Después de celebrar un gran banquete con Nearco y, más tarde, otro en la casa de Medios, cae enfermo. Las versiones legendarias adornarían después este final, inventando dolores súbitos como lanzazos, o la muerte tras beber la copa de Heracles, como si el destino quisiera cerrar su historia con un símbolo perfecto de exceso y heroísmo trágico. Pero Plutarco, citando a Aristóbulo, corta la teatralidad: no hubo escena épica, sino fiebre, delirio, sed, vino para intentar calmar una garganta abrasada y, finalmente, la muerte.
Nada de rayos celestes ni dioses descendiendo, nada de muerte en el campo de batalla. Alejandro muere como un hombre común, víctima de una fiebre ardiente. La grandeza cede ante la fragilidad del cuerpo. Este contraste —entre el mito que muchos quisieron inventar y la sobriedad del relato— es deliberado. Plutarco desmonta la tentación de convertirlo en tragedia divina: el drama ya ocurrió antes, cuando Alejandro abandonó la razón y la medida. El fallecimiento no es sino la consumación de una ruina interior. Aquello que comenzó como ansia de gloria y de divinización termina en superstición, embriaguez, delirio y silencio.
En los primeros días, pese a encontrarse ya enfermo, Alejandro intenta mantener la rutina de un rey y de un general. Se baña, conversa, juega a las tablas con Medios, escucha los relatos de Nearco acerca del Océano, sacrifica a los dioses y cena como de costumbre. Sin embargo, cada día la fiebre se intensifica, y cada esfuerzo por continuar con normalidad revela más bien un espíritu que se resiste a aceptar su fragilidad. El rey que atravesó desiertos, escaló murallas y desafió imperios, ahora lucha contra el debilitamiento progresivo de su cuerpo en el silencio de su cámara. No hay batalla gloriosa, sino el desgaste diario de una vida que se apaga.
Cuando la enfermedad se agrava, Alejandro es trasladado, primero al cuarto del baño, luego al gran salón del nadadero, como si el movimiento físico pudiera devolverle el dominio que pierde. Aún entonces, intenta ejercer su autoridad: consulta sobre mandos militares vacantes, da instrucciones, organiza a sus generales. Pero la fiebre lo silencia. El 24, aunque debilitado, aún realiza sacrificios, llevado hasta el altar. Luego, en una imagen conmovedora y casi ritual, ordena que los principales generales permanezcan dentro y los demás capitanes acampen afuera, como si quisiera que su muerte tuviera testigos dignos, como si supiera que el orden del mundo que creó dependía aún de su presencia y su voz. Después, cae en silencio y en mutismo.
Su silencio da pie al rumor terrible: “Alejandro ha muerto”. El ejército, acostumbrado a seguirlo en todo, no soporta la incertidumbre. Los soldados macedonios irrumpen y exigen verlo. Rompen protocolos, amenazan a los favoritos del rey, fuerzan las puertas. Y cuando finalmente entran, lo encuentran aún vivo, pero ya incapaz de hablar. Uno a uno pasan ante su lecho, en ropilla, desarmados, como súbditos que rinden homenaje no a la fuerza, sino a la fragilidad. La escena es íntimamente trágica: los hombres que conquistaron el mundo bajo su mando lo miran morir sin poder detener el destino. Ningún oráculo, ninguna espada, ningún imperio puede ya salvar a su rey.
En los días finales, los generales envían a consultar al dios Serapis, deseando saber si debían trasladar a Alejandro al santuario. La respuesta divina indica que no lo muevan. Ya no hay remedio. La muerte llega el día 28 del mes Desio, silenciosa, sin gloria externa, sin estallido épico. Alejandro, que quiso trascender la condición humana y aspiró a lo divino, muere en su lecho, presa de fiebre y agotamiento, rodeado no de dioses, sino de hombres aterrados. No hay combate final ni palabras legendarias; solo el fin inevitable del cuerpo que ninguna voluntad pudo sostener.
JULIO CÉSAR
César contra Sila
Al inicio de su carrera, Julio César se vio enfrentado a la autoridad más temida de Roma: Lucio Cornelio Sila. Cuando Sila tomó el poder absoluto, intentó obligar a César a divorciarse de Cornelia, hija de Cinna —uno de los líderes populares y enemigo acérrimo de Sila—. La negativa de César a repudiar a su esposa fue un acto político audaz y peligroso: significaba mantenerse leal al bando marianista, pues César era pariente de Mario por matrimonio (Julia, tía de César, era esposa de Cayo Mario). Sila, irritado, confiscó el dote de Cornelia y puso a César en su lista de hombres a destruir.
En un principio, Sila lo había pasado por alto debido al gran número de enemigos que debía eliminar en su sangrienta proscripción. Pero César no se ocultó ni se doblegó: llegó incluso a presentarse ante el pueblo para competir por un sacerdocio, intentando abrirse camino político en plena dictadura. Sila lo impidió, maniobrando para que se le rechazara, y comenzó a considerar seriamente su muerte. Cuando algunos le aconsejaron que no se excediera en matar a un joven sin poder, Sila pronunció su célebre frase: “En ese muchacho hay muchos Marios”, anticipando el potencial peligro de César. Aquella advertencia, que llegó a oídos del propio César, fue suficiente para que huyera.
Escondido durante largo tiempo en las montañas de los Sabinos, César vivió como fugitivo, cambiando de casa en casa debido a una enfermedad y al riesgo constante de captura. Finalmente cayó en manos de tropas silanas durante una patrulla nocturna. Sólo se salvó porque el oficial a cargo, Cornelio, aceptó soborno: dos talentos para dejarlo escapar. Inmediatamente César huyó hacia el mar y partió a Bitinia, donde buscó amparo bajo el rey Nicomedes. Permaneció allí largo tiempo, lo que después daría lugar a rumores maliciosos difundidos por sus enemigos.
Al volver, su destino aún no estaba libre de peligros: fue capturado por piratas en las cercanías de la isla Farmacusa. Estos piratas dominaban amplias zonas del mar, con flotas enormes que hacían temblar a comerciantes y autoridades. César, sin ejército ni poder, caía así —irónicamente— en manos de enemigos ilegales, después de huir del enemigo legal más poderoso de Roma. Pero incluso en cautiverio, comenzaría a manifestar la audacia y el carácter que después lo harían grande. Lo tuvieron ''guardado'' 38 días.
Cuando le exigieron veinte talentos como rescate, César se rió abiertamente: consideraba ridícula la suma, como si aquellos bandidos ignorasen el valor del hombre que tenían entre sus manos. Les prometió voluntariamente cincuenta. Luego envió a sus acompañantes en diversas direcciones para reunir el dinero, quedándose entre los piratas únicamente con un amigo y dos sirvientes. A pesar de hallarse prisionero, se comportó con una altivez sorprendente: ordenaba silencio cuando quería dormir y exigía respeto como si fuera su anfitrión y no un cautivo.
Durante los treinta y ocho días que estuvo retenido, vivió más como un huésped vigilado que como un preso. Dedicó su tiempo a escribir discursos y poemas, que obligaba a los piratas a escuchar. Si no los aplaudían, los acusaba de ignorantes y bárbaros. Frecuentemente —mezclando tono de broma y seriedad— les advertía que, una vez libre, los crucificaría. Ellos reían, creyendo que se trataba de fanfarronería juvenil.
En cuanto recibió el rescate desde Mileto, fue liberado. Pero actuó sin demora: reunió barcos en el puerto milesio, zarpó de inmediato tras los piratas, los sorprendió aún fondeados y capturó a la mayoría. Declaró botín legítimo el dinero que les confiscó y envió a los prisioneros a Pérgamo. Luego acudió a Junio, el gobernador romano de Asia, pues la jurisdicción sobre ellos le correspondía. Sin embargo, Junio no mostró interés en castigarlos, ocupado como estaba en asegurarse la riqueza incautada. César, al ver que el magistrado actuaba movido por la codicia y que los piratas quedarían impunes, regresó a Pérgamo y cumplió lo que había prometido en tono burlón: mandó crucificarlos a todos. Fue un acto duro, pero ejecutado con frialdad romana y marcado por la justicia personal que César había anunciado desde su cautiverio.
Tras debilitarse el poder de Sila, los parientes de César le pidieron que regresara a Roma. Sin embargo, antes decidió viajar a Rodas para estudiar retórica con Apolonio Molón, maestro que también había instruido a Cicerón. Apolonio gozaba de gran prestigio por su rectitud y su capacidad para enseñar en público, y Rodas era por entonces uno de los principales centros de formación oratoria del mundo helénico.
Se decía que César poseía un talento natural sobresaliente para la elocuencia y que además se aplicaba con esfuerzo constante. Su habilidad oratoria era indiscutible, ocupando el segundo puesto entre los grandes de su época, sólo superado por quienes se dedicaban enteramente a la retórica. Si no alcanzó la perfección absoluta en el arte de hablar —afirma la tradición— fue porque decidió concentrar su energía principalmente en la carrera militar y en el ejercicio del poder político, ámbitos en los que aspiraba al dominio supremo y donde, efectivamente, obtuvo el Imperio.
Más tarde, ya en su apogeo, César respondía a Cicerón —en su discurso contra Catón— que no era justo comparar la elegancia literaria y pulida de un orador profesional con la de un general. Cicerón, decía César, podía escribir con extremo cuidado y refinamiento; él, en cambio, debía hablar y escribir en medio de campañas, decisiones urgentes y responsabilidades de mando. No obstante, incluso así, su estilo conservó claridad, fuerza y autoridad, características que se convertirían en sello de su figura política y militar.
Regreso a Roma
Al regresar a Roma, César comenzó a destacar como orador y abogado. Llevó a juicio a Dolabela, acusándolo de abusar de su autoridad en una provincia y de cometer injusticias contra varias ciudades griegas. Aunque las ciudades testificaron contra Dolabela, éste fue absuelto. Para mostrar gratitud hacia los griegos que lo habían apoyado en esa causa, César pasó a defenderlos en otro juicio: el proceso contra Publio Antonio, acusado de soborno. Su actuación fue tan contundente que Antonio, incapaz de responderle, apeló a los tribunos, argumentando que en Grecia no se le juzgaba de manera justa por no ser griego.
El desempeño de César como abogado le ganó enorme popularidad en Roma. Su elocuencia, su trato amable y su cercanía con la gente lo hicieron especialmente querido por el pueblo. Se mostraba afable, accesible y complaciente, algo inusual para su juventud, lo que aumentaba su atractivo político. A esto se sumaba que organizaba banquetes y vivía con cierto lujo, lo que impresionaba y atraía seguidores, consolidando su imagen de hombre destinado a grandes cosas.
Sin embargo, ese ascenso también despertó recelo entre algunos romanos. Al principio, lo miraban con desdén, convencidos de que su creciente influencia desaparecería cuando se agotaran sus recursos económicos; pensaban que su política de generosidad y gastos ostentosos era insostenible. Pero al dejarlo fortalecerse sin frenarlo a tiempo, comprendieron —demasiado tarde— que había acumulado poder real y que ya no sería fácil detenerlo. Plutarco subraya una lección política: los grandes peligros nacen a veces de comienzos pequeños que se subestiman.
Cicerón fue uno de los primeros en advertir el peligro. Aunque admiraba su talento, desconfiaba de sus ambiciones. Veía en la serenidad y encanto superficial de César —comparables a un mar aparentemente tranquilo— una amenaza latente para la República. Sin embargo, con ironía decía que, cuando lo veía tan pulcro, con el cabello tan bien arreglado y rascándose la cabeza delicadamente con un dedo, le parecía imposible que alguien tan refinado pudiera albergar un proyecto tiránico. Plutarco aclara que este comentario es posterior y refleja la tensión entre la apariencia amable de César y sus verdaderas ambiciones políticas.
Popularidad
César comenzó a ganarse el cariño y apoyo del pueblo romano a través de actos políticos y simbólicos. La primera señal de ese favor popular fue su victoria en la elección para el tribunado militar, en la que superó a Gayo Popilio. Este cargo, aunque no el más alto, mostraba ya que el pueblo lo prefería y confiaba en él.
El apoyo popular creció aún más cuando murió Julia, tía de César y esposa del general Mario. César pronunció un discurso público en su honor y, lo más audaz, hizo desfilar las imágenes de Mario durante el funeral. Esto era un desafío directo al recuerdo de Sila, quien había proscrito a Mario y prohibido toda mención pública de su figura. Aunque algunos senadores criticaron el gesto, el pueblo lo celebró con entusiasmo, viendo en César a alguien capaz de restaurar la memoria de los antiguos líderes populares y desafiar el legado represivo de Sila.
Además, César innovó en un aspecto social: en Roma era tradición elogiar públicamente a mujeres ancianas al morir, pero no a mujeres jóvenes. César rompió esa costumbre al hacer un elogio fúnebre en honor a su esposa fallecida, lo que conmovió al pueblo y reforzó su imagen de hombre compasivo y fiel a los suyos. Tras estas ceremonias, asumió el cargo de cuestor en Hispania, donde mostró respeto y lealtad hacia su superior Vetio, incluso ayudando a su familia más adelante cuando él mismo fue general.
De regreso a Roma, César se volvió a casar, esta vez con Pompeya. Para ese momento ya tenía una hija con Cornelia, a quien después casaría con Pompeyo, sellando una alianza política importante. Su estilo de vida era lujoso y gastaba enormes cantidades de dinero en espectáculos públicos, hasta el punto de endeudarse profundamente. Sin embargo, estos gastos no eran vanos: eran parte de una estrategia para ganarse al pueblo. Como edil, organizó grandiosos juegos y exhibiciones —incluyendo más de 300 parejas de gladiadores— lo que superó cualquier celebración anterior. Esta generosidad deslumbrante lo volvió extraordinariamente popular y el pueblo comenzó a imaginar para él nuevos cargos y honores, alimentando así su ascenso político.
César aprovecha su prestigio como edil —cargo en el cual había encantado al pueblo con espectáculos fastuosos— para introducir una maniobra simbólica de enorme audacia: manda fabricar en secreto estatuas e imágenes de Mario, su tío político, y de las victorias obtenidas por este contra los cimbrios, y las coloca de noche en el Capitolio.
A la mañana siguiente, la ciudad despierta con sorpresa y temor: ver reinstalados los símbolos de Mario, proscritos por Sila, era un desafío directo al régimen vigente y a las leyes que habían prohibido su memoria. Las obras estaban hechas con lujo y destreza, con inscripciones que exaltaban sus triunfos. La República, todavía marcada por las guerras civiles, ve en esto un intento de resucitar una facción vencida y peligrosa.
Las reacciones se dividen: los partidarios de Sila acusan a César de buscar la tiranía, interpretando el acto como un ensayo para medir el ánimo del pueblo y preparar el camino hacia un poder personal. En cambio, los antiguos marianistas, que hasta entonces permanecían silenciosos y ocultos, reaparecen con entusiasmo; prorrumpen en lágrimas, aplausos y gritos de júbilo, celebrando a César como el único digno heredero de Mario y agradeciendo que devuelva a la luz pública aquellos honores borrados por la violencia política.
El Senado se reúne de inmediato. Cátulo, uno de los más respetados senadores, critica con dureza a César, acuñando la célebre frase de que ya no socavaba la República mediante minas secretas, sino con máquinas de asalto abiertas —es decir, que su ambición era ahora abierta y manifiesta. Sin embargo, César, defendiendo su acción con habilidad, logra disipar parte del temor senatorial. Y lejos de frenarlo, el enorme apoyo popular lo estimula aún más: sus admiradores lo exhortan a seguir adelante, convencidos de que, teniendo al pueblo de su lado, nada podría detenerlo.
Ascenso
Muere el pontífice máximo Metelo, cargo religioso supremo en Roma, codiciado tanto por su prestigio espiritual como por su enorme influencia política. Los candidatos naturales eran Isáurico y, sobre todo, Cátulo, hombres de gran autoridad y arraigo en el Senado. Sin embargo, César, que formalmente estaba muy por debajo de ellos en jerarquía, decide presentarse igualmente a la elección.
Muchos consideraron su candidatura imprudente, pero él la abrazó con audacia calculada. El episodio con su madre es revelador: cuando ella lo acompaña llorando hasta la puerta de casa, César declara que ese día volverá siendo pontífice máximo o desterrado. La frase resume su carácter: prefería arriesgar su futuro entero antes que renunciar a avanzar. También rechazó una cuantiosa oferta de dinero para retirarse de la competencia, diciendo que, de ser necesario, pediría más préstamos: no pensaba retroceder, ni vender su ambición por oro.
El resultado fue una victoria rotunda. El pueblo lo eligió frente a los pesos pesados de la aristocracia senatorial. Para los patricios y optimates, esto fue un golpe alarmante: entendieron que César tenía ya a la plebe de su parte y que podía usar esa fuerza para cualquier desafío futuro. La elección confirmó que su influencia no era un destello pasajero, sino la base de un proyecto mayor que empezaba a tomar forma.
A raíz de esto, algunos senadores, como Pisón y Cátulo, reprocharon a Cicerón el no haber tomado medidas contra César durante la conjuración de Catilina. Sospechaban que César había simpatizado secretamente con los conspiradores, aunque no había pruebas concluyentes. Cuando Cicerón expuso el caso en el Senado y pidió las opiniones respecto a la pena para los cómplices capturados, todos apoyaron la condena a muerte… excepto César. Su postura fue estratégica: argumentó que ejecutar a ciudadanos romanos sin un juicio adecuado iba contra las tradiciones y las leyes, y propuso en cambio encarcelarlos en ciudades italianas hasta una decisión definitiva.
Este discurso buscaba presentarlo como defensor de la legalidad republicana y de la clemencia, al mismo tiempo que debilitaba la posición del cónsul. Más que compasión por los acusados, su intervención mostró cálculo político y una visión clara: cultivaba el favor popular y proyectaba una imagen de estadista, mientras resguardaba su margen frente a hombres poderosos que ya comenzaban a temerle.
Tras el debate sobre la pena a los conspiradores de Catilina, la propuesta de César —encarcelar y no ejecutar sin juicio previo— había parecido tan moderada y civil, y además fue presentada con tanta energía oratoria, que muchos senadores comenzaron a cambiar su voto para favorecer su postura.
Sin embargo, Catón y Cátulo —dos pilares del orden senatorial y enemigos declarados de cualquier sombra de tiranía— reaccionaron con fuerza. Catón, en particular, convirtió el debate en una acusación frontal contra César, dando forma a la sospecha de que él mismo había simpatizado con los conjurados. Su intervención logró detener el cambio de opinión en el Senado y llevar finalmente a los reos al suplicio.
Cuando César salió del Senado, su popularidad fue tan visible y poderosa que jóvenes armados, partidarios de Cicerón, intentaron atacarlo. Se cuenta que Curión lo cubrió con la toga para protegerlo, y que el propio Cicerón, al ver que los jóvenes se volvían hacia él esperando su aprobación, los contuvo con un gesto. No está claro si esto fue por temor al pueblo —que apoyaba a César con fervor— o porque Cicerón realmente consideró injusto matarlo. Lo significativo es que Plutarco deja entrever que Cicerón tuvo, en ese instante, la oportunidad histórica de eliminar a César, pero no la tomó.
La tensión no terminó ahí: pocos días después, cuando César acudió a otra sesión del Senado para defenderse de las sospechas, el pueblo se agolpó afuera, exigiendo que se le permitiera salir, demostrando que su poder no residía aún en cargos formales, sino en la adhesión popular. Esta presión casi desata un motín.
Fue entonces cuando Catón, comprendiendo que la muchedumbre podía volverse un instrumento peligroso al servicio de César, propuso una medida económica decisiva: repartir trigo mensual gratuito al pueblo. Esto aumentó enormemente los gastos del erario, pero tuvo un efecto inmediato: calmó al pueblo, redujo la tensión y debilitó, al menos temporalmente, la influencia directa de César sobre las masas. Era un acto típicamente catoniano: duro, realista y sacrificado, porque sabía que la república no sobreviviría si la calle se inclinaba totalmente hacia un solo hombre.
Publio Clodio y Pompeya
Publio Clodio era joven, noble (patricio) y talentoso en el discurso, pero también famoso por su desenfreno, insolencia y conducta escandalosa. Estaba enamorado de Pompeya, esposa de César, y al parecer ella no era del todo indiferente. Sin embargo, la casa de Pompeya estaba estrictamente vigilada —sobre todo por Aurelia, la madre de César, mujer austera, con autoridad y muy celosa de la reputación familiar— lo que dificultaba cualquier intento de acercamiento ilícito.
En ese contexto surge el festival religioso de la Bona Dea —la “Diosa Buena”—, rito completamente femenino, en el cual ningún hombre podía participar ni encontrarse siquiera dentro de la casa. Era una ceremonia con secretos rituales semejantes a los misterios órficos, celebrada de noche, con música y procesiones, siempre en casa de un magistrado romano importante (en ese año, la casa de César).
Clodio, decidido a ver a Pompeya, aprovechó el festival. Se disfrazó de mujer y logró entrar en la casa durante el rito sagrado. Este acto era considerado un sacrilegio gravísimo, porque:
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profanaba una ceremonia religiosa secreta para mujeres,
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violaba la pureza ritual exigida en honor a la diosa,
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y exponía al ridículo a la casa del magistrado máximo de Roma.
Pero fue descubierto —según narra Plutarco— porque su voz lo delató mientras intentaba mezclarse entre las esclavas.
El escándalo fue enorme. El suceso fue interpretado no solo como adulterio, sino como impiedad religiosa. Aurelia expulsó a Clodio y detuvo el ritual; la noticia corrió de inmediato. César, que en apariencia no mostró emociones, tomó una decisión clave: repudió a Pompeya.
Más adelante, cuando le preguntaron por qué divorciaba a su esposa si decía no tener prueba alguna de que hubiese pecado, César respondió con su famosa frase:
"La esposa de César no solo debe ser honesta, sino parecerlo.”
Es decir, incluso la sospecha era intolerable para la dignidad de su casa y su figura pública. César podía ser indulgente y estratégico, pero cuando se trataba del honor político y de su público romano, era implacable.
Durante el rito secreto de la Bona Dea, en el que ningún hombre podía estar presente, Clodio intentó ingresar disfrazado de mujer —específicamente, como una cantora joven, confiando en su rostro imberbe para pasar desapercibido. Una esclava que estaba al tanto del plan lo ayudó a entrar para que llegara a Pompeya. Sin embargo, mientras esperaba, Clodio comenzó a moverse por la casa, grande y a oscuras, tratando de no llamar la atención.
Una criada de Aurelia, madre de César, lo encontró. Primero creyó que era una muchacha y le hizo bromas; pero como él evitaba responder y su voz lo delató, la esclava sospechó, encendió luces y alertó a las demás mujeres. Se suspendió inmediatamente la ceremonia, se cerraron las puertas y Aurelia —una matrona severa— recorrió toda la casa con lámparas hasta hallar a Clodio escondido en el cuarto de una sirvienta. Lo expulsaron de inmediato.
Las mujeres asistentes corrieron esa misma noche a contar lo sucedido a sus familias, y a la mañana siguiente la ciudad entera sabía del sacrilegio. La acción era gravísima: no se trataba solo de adulterio, sino de violar un espacio sagrado. Se acusó a Clodio de impiedad. Además, sus enemigos del Senado aprovecharon para recordar otros rumores inmorales sobre él, incluyendo incesto con su hermana (acusación también antigua).
Sin embargo, el pueblo apoyó a Clodio, y los jueces se vieron intimidados por las presiones populares. Aunque muchos jueces votaron con vergüenza —temiendo tanto al pueblo como a los senadores— finalmente fue absuelto.
Por su parte, César repudió inmediatamente a Pompeya. Sin embargo, cuando fue citado a declarar en el proceso, dijo no saber nada del hecho. Cuando el acusador, confundido, le preguntó por qué la había divorciado entonces, César pronunció su célebre frase:
“Porque quiero que de mi mujer ni siquiera exista sospecha.”
Con esa frase —explicaba Plutarco—, César buscaba o proyectar una moral estricta o, según otros, ganar el favor del pueblo que defendía a Clodio. En cualquier caso, cerró el tema con frialdad política, distanciándose de Pompeya pero evitando condenar directamente a Clodio.
César en Hispania
Plutarco nos muestra a César partiendo finalmente hacia su provincia en Hispania después de la pretura, aunque solo pudo hacerlo gracias al apoyo económico de Craso, quien intervino para contener a sus acreedores y avaló una enorme suma para permitirle marchar. Este episodio refleja tanto la situación financiera desesperada de César como su habilidad política, pues supo ganar el favor del hombre más rico de Roma, un gesto que anticipa la alianza que más tarde formaría con Craso y Pompeyo.
Durante el trayecto, mientras atravesaban los Alpes, César y sus acompañantes pasaron por una pequeña aldea pobre, miserable y sin señales de grandeza. Algunos de sus amigos, con ironía, comentaron si en un lugar tan insignificante también existirían ambiciones políticas, rivalidades y luchas de poder como en Roma. César respondió con firmeza que preferiría ser el primero en aquella aldea que el segundo en Roma. Esta respuesta revela su carácter profundamente ambicioso, incapaz de aceptar un lugar subordinado y determinado a ocupar siempre el lugar preeminente, aunque fuese en el más humilde escenario. Incluso en un pueblo insignificante, prefería el mando absoluto a la gloria compartida en la capital del mundo.
Plutarco añade otra escena significativa: mientras César se encontraba en Hispania, leyó una obra sobre Alejandro Magno. Tras leerla, quedó sumido en una profunda reflexión hasta el punto de derramar lágrimas. Cuando sus amigos le preguntaron la razón de su tristeza, respondió que le era doloroso ver que Alejandro, a esa misma edad, ya había conquistado el mundo, mientras que él aún no había realizado nada memorable. Esta reacción ilustra nuevamente su sentido de destino, su comparación constante con los grandes modelos heroicos y su rechazo a la mediocridad. Más que envidia, es un sentimiento trágico: la conciencia de una grandeza interior aún no consumada, la urgencia de dejar una huella imborrable.
En poco tiempo aumenta su fuerza militar, sumando diez cohortes a las veinte que ya poseía, y emprende campaña contra pueblos aún no sometidos totalmente, como los galaicos y los lusitanos. Su acción no fue meramente defensiva: avanzó hasta el mar exterior, ampliando de facto la presencia romana en regiones donde aún subsistían focos de resistencia. La rapidez y eficacia de sus operaciones reflejan un mando decidido, ambicioso y consciente de que el éxito militar era el camino más seguro hacia el prestigio político en Roma.
Concluidas victoriosamente las campañas, César demuestra también su capacidad administrativa. No solo impone orden militar, sino que procura restablecer la concordia civil, particularmente en el espinoso ámbito de las deudas. Su medida —permitir que los acreedores percibieran dos tercios de las rentas de los deudores hasta saldar el préstamo, dejando el tercio restante al deudor— revela una sensibilidad pragmática para equilibrar intereses y evitar tensiones sociales. No abole las deudas ni favorece a una parte en perjuicio de la otra: busca una fórmula equitativa que preserve tanto el crédito como la subsistencia del deudor. Esta solución, aunque paternalista desde la perspectiva moderna, muestra una temprana intuición estatal: el orden económico depende de la estabilidad social, y la justicia pasa por armonizar intereses opuestos.
César, tras dejar la provincia, no solo había alcanzado gloria militar —al punto de ser saludado como imperator por sus tropas—, sino también había fortalecido su posición personal, acumulando riqueza y ganándose el afecto y lealtad de sus soldados al mejorar su condición material. Así, Plutarco dibuja a un César completo: comandante eficaz, administrador prudente y político hábil, reforzando la idea de que su ascenso no fue fruto de un único talento sino de una combinación excepcional de virtudes públicas y astucia personal.
Vuelta de Hispania
Tras volver de Hispania, César se ve ante un dilema: quienes buscaban el triunfo debían permanecer fuera de Roma, pero para postularse al consulado debía estar dentro. Buscando una excepción que concilie ambas aspiraciones, envía una solicitud al Senado para presentar su candidatura en ausencia. La jugada es audaz, pero Catón —defensor férreo de la legalidad republicana— se opone, primero en el mérito y luego dilatando el debate hasta agotar el día entero, demostrando cómo el filibusterismo oratorio podía ser arma política en la República.
Ante el bloqueo, César elige renunciar al triunfo militar y priorizar el consulado, comprendiendo que el poder político duradero vale más que el honor ceremonial momentáneo. Entra en la ciudad y pone en práctica una maniobra que Plutarco describe como magistral y peligrosa: logra reconciliar a Pompeyo y Craso, rivales poderosos que se detestaban pero cuyas fuerzas unidas nadie podía igualar. Esta alianza —que la historia conoce como el Primer Triunvirato— fue vista entonces como una pacificación prudente, pero en realidad fue, según Plutarco, el inicio del derrumbe republicano. La República cayó no por la rivalidad posterior entre César y Pompeyo, sino porque su unión previa destruyó el equilibrio institucional, aplastó al Senado y concentró el poder en tres hombres.
Catón, que había advertido repetidamente el peligro, fue tachado de obstinado y pesimista; luego, cuando los hechos confirmaron sus temores, quedó reivindicado, aunque tarde. Aquí Plutarco subraya una lección política persistente: los Estados pueden sucumbir tanto por conflictos entre poderosos como por alianzas demasiado eficaces entre ellos; a veces el verdadero riesgo no es la guerra abierta, sino la concordia que elimina contrapesos y permite que el poder absoluto nazca bajo apariencia de armonía.
El Consulado
Plutarco describe un punto de quiebre en la vida política de César: su consulado junto a Bíbulo, donde abandona toda apariencia de moderación republicana y, apoyado en Pompeyo y Craso, inicia un gobierno abiertamente populista y autoritario. Desde el comienzo, en vez de actuar como cónsul defensor de la res publica, impulsa leyes propias de un tribuno de la plebe radical, particularmente la distribución de tierras, buscando ganarse al pueblo y, a la vez, provocar al Senado para justificar su alianza con la facción popular. Cuando los senadores intentan resistir, César acude al pueblo, se victimiza y, en una escena teatral, presenta a Pompeyo y Craso a su lado para avalar sus medidas. La frase de Pompeyo —que acudiría “con espada y escudo” contra quienes se opusieran— escandaliza a los optimates y confirma que la autoridad senatorial empieza a ceder ante el poder armado y el respaldo popular.
Para consolidar aún más esta alianza, César recurre a matrimonios estratégicos: entrega a su hija Julia a Pompeyo y toma por esposa a Calpurnia, hija de Pisón, a quien asegura el consulado del año siguiente. Catón denuncia con furia esta política matrimonial como una corrupción del Estado, donde el poder se intercambia mediante vínculos familiares y no por virtud o ley. El otro cónsul, Bíbulo, incapaz de resistir, se retira a su casa, lo que da lugar al dicho irónico de que ese año “no gobernaron César y Bíbulo, sino Julio César”, síntoma del vaciamiento institucional.
César obtiene entonces un mando extraordinario: cinco años al frente de la Galia Cisalpina, Transalpina y el Ilírico, con cuatro legiones, una plataforma militar y política sin precedentes en la República. Cuando Catón intenta oponerse, César ordena arrestarlo, pero, ante la reacción moral del pueblo —que respeta la integridad de Catón— debe retroceder. Este contraste ilumina el drama republicano: el pueblo, seducido por los beneficios inmediatos y el carisma del líder, aún conserva instintos cívicos, pero ya insuficientes para detener la deriva autoritaria.
Lo que Plutarco llama la acción más abominable del consulado: hacer elegir tribuno a Clodio, símbolo de la demagogia y la corrupción, con el objetivo claro de destruir a Cicerón. César no parte a su gran mando en las Galias hasta haber neutralizado al orador más prestigioso de Roma, forzando su exilio mediante la persecución de Clodio.
Tiempos de guerras
Plutarco marca un antes y un después en la vida de César: todo lo anterior era apenas un prólogo comparado con lo que vendría en la conquista de las Galias. Afirma que, al iniciar esa campaña, César parece comenzar una nueva vida, dedicada a la guerra y a la construcción de una gloria sin precedentes. Su genio militar emerge con fuerza tal que, aún frente a los más grandes nombres de la tradición romana —Fabios, Escipiones, Metelos, Sila, Mario, los Luculos e incluso Pompeyo—, Plutarco sostiene que César no solo se iguala a ellos, sino que los supera en distintos aspectos.
Plutarco compara sus méritos: la dureza y lo inhóspito de los lugares en que combatió, la extensión del territorio conquistado, la cantidad y la valentía de los enemigos derrotados, la ferocidad de los pueblos que logró domar y civilizar, su clemencia con los vencidos, su generosidad con los soldados y, sobre todo, la magnitud de sus victorias. César se distingue por haber librado más batallas, enfrentado más pueblos y destruido más ejércitos que cualquiera antes que él.
El balance que Plutarco ofrece es monumental: en menos de diez años de campaña, César toma más de ochocientas ciudades, somete trescientas tribus o naciones, combate contra fuerzas que sumaban hasta tres millones de enemigos, mata a un millón y captura otro tanto. Estas cifras, aunque probablemente exageradas según estándares modernos, muestran la imagen que la tradición antigua quería subrayar: la guerra de las Galias es la obra maestra de César, la fuente de su autoridad, su fortuna y su poder personal, y el pedestal desde el cual desafiaría al propio Senado y a Pompeyo.
Sus soldados
Plutarco describe en este capítulo el extraordinario amor y lealtad que los soldados sentían por César, una devoción tan profunda que los volvía casi sobrehumanos en combate. No eran soldados comunes: bajo el mando de César, quienes antes pasaban desapercibidos se transformaban en guerreros invencibles, impulsados por el deseo de honrar a su general y compartir su gloria. El texto presenta ejemplos concretos, verdaderos retratos de heroísmo individual al servicio de un liderazgo extraordinario.
Uno de esos ejemplos es Acilio, que en la batalla naval de Marsella, al asaltar un barco enemigo, perdió la mano derecha de un sablazo. Sin embargo, no soltó el escudo que sostenía con la otra mano; al contrario, siguió peleando con él, golpeando a los enemigos en la cara hasta ahuyentarlos y tomar la embarcación. Esta escena casi épica muestra cómo los soldados de César no se rendían ni mutilados, transformando tragedias en victorias.
El segundo caso es el de Casio Esceva, en Dirraquio. Fue herido de modo terrible: perdió un ojo, recibió una lanza en un hombro y otra en el muslo, además de ciento treinta saetas en su escudo. En vez de rendirse, fingió hacerlo para atraer a dos enemigos. Entonces, atacó: partió el hombro de uno con su espada y rechazó al otro hiriéndolo en el rostro. Logró salvarse protegiéndolo sus compañeros. Plutarco recoge aquí el espíritu casi mítico del soldado romano cuando estaba bajo un líder que lo inspiraba.
Plutarco añade un gesto de disciplina y ethos militar. En Britania, un centurión se lanzó al combate para rescatar a compañeros atrapados en un terreno pantanoso. Realizó hechos notables y salió vivo del fango, sin su escudo. César se acercó admirado para felicitarlo, pero el soldado, lejos de alegrarse por su hazaña, lloraba avergonzado y pedía perdón por haber perdido el escudo. El honor, para los soldados de César, valía más que la vida.
En África, el cuestor Granio Petronio, capturado por Escipión, fue perdonado. Pero él rechazó ser liberado por gracia del enemigo, afirmando que los soldados de César estaban acostumbrados a dar la salvación, no a recibirla. Dicho esto, se suicidó atravesándose con la espada. Un acto extremo, pero que ilustra la férrea dignitas y el compromiso absoluto con César.
Plutarco señala que este espíritu heroico de los soldados de César no surgió por azar: fue el propio César quien lo encendió. Primero, nunca puso límites a las recompensas ni a los honores. Dejaba claro que no acumulaba riquezas para su lujo personal, sino que veía el botín como un fondo común destinado a premiar el valor militar. Su riqueza —decía Plutarco— consistía en poder recompensar a los suyos. Así cultivó una lealtad que iba más allá del deber, basada en la idea de que el éxito del general era inseparable del bienestar de sus hombres.
Además, César no exigía sacrificios desde la comodidad: se exponía él mismo a los peligros y soportaba las mismas —o mayores— fatigas que sus soldados. Lo notable, subraya Plutarco, es que era físicamente débil: de piel delicada, flaco, nervioso, sujeto a fuertes dolores de cabeza y a ataques epilépticos (el primero —según se decía— en Córdoba). Sin embargo, en vez de usar su fragilidad como excusa, convirtió la guerra en una cura. Viajaba continuamente, dormía donde fuera, comía cualquier cosa y utilizaba la actividad constante como medicina contra la enfermedad y como disciplina moral.
Su modo de vida era una lección de energía y disciplina. Dormía en litera o carruaje para no perder tiempo —descansar era también avanzar—, y viajaba sin pausa inspeccionando fortalezas y campamentos. Apenas acompañado, dictaba cartas incluso a caballo, a veces a dos escribas al mismo tiempo (y según algunos, a varios más). Para Plutarco, esta capacidad casi sobrehumana de trabajo lo distinguía más que su valor personal: César era energía en movimiento.
También se cuenta su austeridad en lo cotidiano. En Milán, su anfitrión le sirvió espárragos condimentados por error con ungüento perfumado en lugar de aceite. Mientras sus amigos los rechazaron indignados, César los comió sin reproche y luego les dijo que basta con no comer lo que no gusta; corregir en público lo rústico —añadió— es lo verdaderamente rústico. Era refinado, sí, pero no esclavo del refinamiento.
Plutarco incluye un rasgo moral: su sentido práctico y su capacidad para ceder con modestia. Una vez, sorprendido por una tormenta en una choza humilde con apenas un cuarto disponible, dijo que en cuestiones de honor debía preferirse al más digno, pero en las de necesidad al más enfermo. Ordenó que Opio —delicado de salud— ocupara el cuarto y él durmió afuera con los demás. Estos gestos cotidianos cimentaban la autoridad moral que lo hacía irresistible para sus soldados.
Primera campaña
La primera gran campaña de César en la Galia fue contra los helvecios y los tigurinos, pueblos célticos que, impulsados por presiones internas y apetito de conquista, decidieron abandonar sus tierras. Quemaron deliberadamente sus doce ciudades y unas cuatrocientas aldeas para no tener posibilidad de regresar, y comenzaron a marchar hacia el territorio romano. Su migración masiva, con unos trescientos mil individuos —de los cuales ciento noventa mil eran combatientes— recordaba a la amenaza que en el pasado habían representado los cimbrios y teutones, que casi destruyeron a Roma si no fuera por Mario. César los presenta aquí como un peligro existencial para la República, y esa fue la justificación que él mismo invocó para intervenir.
Los tigurinos avanzaban por el río Áraris (Saona). César envió a su fiel lugarteniente Labieno para interceptarlos y, en un ataque rápido, los derrotó decisivamente. Esa victoria fue importante no solo militarmente, sino también simbólicamente: los tigurinos habían derrotado en tiempos pasados a un ejército romano y matado a un cónsul; ahora, la suerte se invertía bajo el mando de César. La acción mostró desde el inicio la eficacia del tándem César–Labieno y la agilidad estratégica del mando romano.
En cuanto al grueso de los helvecios, César marchó personalmente para hacerles frente. Al verlo, los bárbaros intentaron sorprenderlo en movimiento, pero él reaccionó con rapidez y tomó una posición elevada, obligándolos a enfrentar a un ejército organizado. Cuando le trajeron su caballo para iniciar la batalla, César lo rechazó diciendo que solo lo montaría para perseguir a los enemigos tras la victoria. Con ese gesto, buscaba elevar la moral de las tropas y mostrar que estaba dispuesto a pelear a pie junto a ellos.
La batalla fue dura: los helvecios no solo resistieron en campo abierto, sino que se replegaron hacia sus carros y su campamento y allí volvieron a pelear con ferocidad. Sus mujeres y sus hijos también combatieron hasta la muerte, lo que prolongó la lucha hasta casi la medianoche. La imagen que ofrece Plutarco es de una resistencia desesperada y trágica, propia de pueblos que se jugaban su destino entero en una sola jornada.
La victoria romana fue total, pero su verdadera grandeza —sugiere Plutarco— estuvo en lo que vino después. César no exterminó ni dispersó a los supervivientes; los obligó a regresar a su patria y reconstruir las ciudades que ellos mismos habían destruido. Más de cien mil volvieron. Esta decisión, que puede parecer humanitaria, tuvo en realidad una motivación estratégica clara: evitar que el territorio helvecio vacío atrajera a los germanos, que ya estaban mirando hacia la Galia. César aseguraba así un “colchón” de pueblos aliados entre Roma y las tribus bárbaras del Rin, consolidando su posición en la región.
Segunda guerra
La segunda gran guerra que César emprendió en la Galia fue contra los germanos. Resulta notable —como señala Plutarco— que César había reconocido poco antes a su líder Ariovisto como “aliado y amigo del pueblo romano”. Es decir, César atacó a alguien a quien Roma había oficialmente honrado. Pero su justificación fue estratégica: los germanos, asentados en la frontera, inquietaban a los pueblos galos aliados de Roma y existía el temor de que, si se presentaba la ocasión, cruzaran masivamente el Rin e invadieran la Galia. César, al prever esto, decide actuar preventivamente, mostrando ese estilo suyo: cortar de raíz un peligro antes de que explote.
Cuando reunió a los jefes galos que lo acompañaban, notó que muchos estaban llenos de miedo, especialmente los jóvenes nobles que lo seguían más por ambición que por espíritu militar. César, viendo su falta de valor, los ridiculizó públicamente. Les dijo que regresaran a sus casas y no se expusieran, pues eran hombres delicados y amantes del lujo. Declaró que él, solo con la legión décima, iría a combatir a los germanos, porque no eran mejores que los cimbrios que Mario había derrotado, y él no se consideraba inferior a Mario como general. Esta fue una jugada política y psicológica maestra: avergonzó a los galos y encendió el orgullo de sus propias tropas. La legión décima, emocionada por el honor, le envió emisarios para agradecer su confianza; las demás legiones, no queriendo quedar atrás ni ser tachadas de cobardes, lo siguieron con entusiasmo.
El movimiento audaz de avanzar rápidamente varios días hacia el enemigo tuvo un efecto colosal. Ariovisto y sus guerreros germanos creían que los romanos evitarían enfrentarlos y que ellos decidirían cuándo atacar. Ver a César marchar directo hacia ellos les quebró la confianza. Además, Plutarco menciona un detalle cultural decisivo: las mujeres germanas, consideradas profetisas, observaban los arroyos y los remolinos de agua para predecir el futuro y afirmaban que no debían pelear hasta la luna nueva. Ese tipo de superstición, que paralizó al ejército, fue perfectamente aprovechado por César.
Comprendiendo que los germanos estaban quietos esperando un “momento favorable” dictado por sus augurios, César hizo lo opuesto: atacó antes. Avanzó contra sus fortificaciones, los provocó y los obligó a pelear fuera de su posición ventajosa, encolerizándolos para que bajaran de las alturas sin orden. El resultado fue un triunfo aplastante. Los germanos, desconcertados y sin cohesión, fueron derrotados, y los romanos los persiguieron hasta el Rin, causando una masacre. Ariovisto logró escapar cruzando el río con unos pocos hombres; según se decía, ochenta mil germanos murieron.
El Rubicón
Tras sus victorias contra helvecios y germanos, César repartió sus tropas para que pasaran el invierno en tierras de los sécuanos. Luego bajó a la Galia Cisalpina, es decir, la parte de la Galia al sur de los Alpes, la cual formaba parte legal de su provincia y no violaba la ley al entrar en ella. Plutarco recuerda el dato fundamental: el río Rubicón era el límite que separaba esa provincia del resto de Italia. Desde esa base cercana a Roma, César mantenía contacto con políticos, clientes y solicitantes: concedía favores, distribuía dinero y cargos, y al que no podía darle algo en el momento, le dejaba grandes esperanzas. Así, mientras ganaba guerras fuera, dentro de Roma ganaba voluntades. Pompeyo, dice Plutarco, ni siquiera se daba cuenta de que César estaba construyendo un poder colosal que más tarde rivalizaría con el suyo.
Mientras manejaba hábilmente la política y la amistad del pueblo romano, César supo que los belgas —considerados los más fuertes de los pueblos celtas y ocupando un tercio de la Galia— se habían levantado en armas. Sin demora, emprendió una marcha veloz hacia ellos. Los tomó por sorpresa, devastó tierras aliadas que habían caído bajo la influencia enemiga y aplastó sus fuerzas, describiendo Plutarco una carnicería tan enorme que los ríos y lagos podían cruzarse “sobre montones de cadáveres”. Esa imagen refleja la brutalidad de la guerra en la Galia y el método de terror disuasivo que César sabía emplear cuando lo consideraba necesario.
Tras someter a los pueblos cercanos al océano, solo los nervios —uno de los pueblos más fieros de toda la Galia— mantuvieron resistencia. Vivían entre bosques densos, ocultando a mujeres, niños y bienes en las profundidades del bosque antes de marchar a la guerra. Reunieron 60.000 guerreros y atacaron de manera súbita cuando César estaba instalando el campamento, pillando a los romanos desprevenidos. La caballería romana fue puesta en fuga, y dos legiones, la duodécima y la séptima, quedaron envueltas. Murieron casi todos sus oficiales. La batalla estuvo al borde del desastre absoluto para Roma.
Entonces ocurrió uno de los momentos heroicos más celebrados de César. Él mismo tomó un escudo, se lanzó al frente y entró en el combate cuerpo a cuerpo, animando a los suyos y organizando la defensa. La legión décima, su favorita y más leal, al ver el peligro, descendió de las colinas y cargó con fuerza. Gracias a ese movimiento y a la presencia directa de César en primera línea, la suerte cambió. Aun así, la victoria fue casi suicida: los romanos enfrentaron una lucha feroz “muy superior a sus fuerzas”. Al final, los nervios fueron prácticamente aniquilados: de 60.000, sobrevivieron apenas 500, y de sus 400 senadores, solo tres quedaron con vida. El relato subraya la ferocidad y el orgullo galo… y la determinación implacable de César.
El Primer Triunvirato
Al conocerse en Roma la noticia de la victoria de César contra los nervios —victoria que prácticamente exterminó a esa nación gala—, el Senado se vio obligado a honrarlo de manera extraordinaria. Decretó quince días de acción de gracias y celebraciones públicas, el período festivo más largo otorgado jamás por una victoria militar hasta esa fecha. Esto muestra la magnitud del peligro que se había evitado: la Galia entera parecía a punto de levantarse contra Roma, y la batalla se había interpretado como una defensa directa del territorio romano frente a un posible desbordamiento bárbaro.
Pero esta gloria pública también fortalecía enormemente a César en la opinión popular. El entusiasmo del pueblo hacia él creció todavía más, pues no solo había vencido, sino que lo había hecho personalmente, exponiéndose y apareciendo como el salvador de Roma. Aun así, Plutarco señala que César no se quedaba solo con el mérito militar: su genio político seguía operando en paralelo. Tras asegurar la situación en la Galia, César se dirigió a invernar nuevamente a la región del Po (Galia Cisalpina), desde donde podía influir sobre la política romana sin aún cruzar el Rubicón ni violar la ley.
Allí continuó su estrategia: financiaba campañas electorales y enviaba dinero desde la Galia para ganar aliados dentro de Roma. Los aspirantes a magistraturas acudían a él y lo hacían partícipe de sus proyectos, pues César financiaba sus ambiciones y recibía de vuelta lealtad política. Su influencia era ya tan grande que incluso hombres de la más alta clase —senadores, gobernadores y políticos destacados— viajaron a reunirse con él a la ciudad de Luca (Lucca). Entre ellos se encontraban Pompeyo, Craso, Apio Claudio y Metelo Nepote, todos personajes de peso.
El encuentro de Luca fue una demostración de poder: acudieron alrededor de 120 lictores y más de 200 senadores. Era prácticamente un Senado paralelo en suelo provincial, lo que simbolizaba que Roma misma, aunque formalmente libre, ya orbitaba alrededor de César. En este consejo se decidió renovar el pacto político entre los tres hombres más poderosos de la República —el Primer Triunvirato: César, Pompeyo y Craso—. Acordaron que Pompeyo y Craso serían elegidos cónsules nuevamente, y que a César se le otorgaría la prórroga de su mando militar en la Galia por otros cinco años, además de fondos adicionales.
Esto último —dar cinco años más de poder extraordinario a César— causó conmoción entre los observadores políticos. Para los que veían el peligro, aquello significaba que la República ya estaba en un punto de no retorno. El equilibrio romano se inclinaba hacia un poder personal creciente, mientras los mecanismos constitucionales quedaban reducidos a meras formalidades.
Tras asegurar sus acuerdos políticos en Luca, César regresó a su ejército en las Galias. Al llegar, se encontró con una nueva amenaza: dos enormes pueblos germánicos —los Usípetes y los Tencteros— habían cruzado el río Rin en busca de tierras para asentarse. Eran multitudes enteras, no solo ejércitos, incluyendo familias y pertenencias, lo que hacía prever una invasión de gran escala y un asentamiento permanente en territorio galo.
César relata en sus Comentarios que estos pueblos enviaron embajadores para negociar, pidiendo paz y buenas relaciones. Sin embargo, según su versión, mientras hablaban de acuerdos, emboscaron y destruyeron su caballería —unos cinco mil jinetes romanos, sorprendidos y desprevenidos. Después, los germanos habrían intentado engañarlo de nuevo enviando otra embajada. César, considerándolo una traición intolerable, detuvo a los enviados y decidió atacar con todas sus fuerzas, argumentando que sería ingenuo respetar pactos con enemigos que violaban la palabra dada.
El resultado fue devastador: según las cifras transmitidas por Plutarco, unos cuatrocientos mil germánicos fueron aniquilados durante la acción militar. Muy pocos sobrevivientes lograron regresar, refugiándose entre los Sicambros, otro pueblo germano. Este episodio generó enorme controversia incluso en Roma. El filósofo y senador Catón el Joven afirmó que César había violado las leyes de la guerra ejecutando a pueblos que habían acudido bajo bandera de negociación, y pidió que fuera entregado a los bárbaros como expiación del crimen, para que Roma no cargara con esa culpa. Naturalmente, esta propuesta no prosperó; pero muestra que incluso dentro de la aristocracia romana había preocupación real por la dureza y ambición de César.
El intento de los sobrevivientes de refugiarse entre los Sicambros dio a César un nuevo pretexto para continuar con operaciones militares en Germania. Además, lo movía un fuerte incentivo personal: ser el primero general romano en cruzar el Rin con un ejército. Para lograrlo, ordenó construir un puente sobre el río —hazaña colosal, pues el Rin era ancho, caudaloso y arrastraba troncos y árboles que amenazaban cualquier estructura. César mandó hincar enormes maderos como defensas para romper la corriente y proteger los soportes. En apenas diez días, el puente estuvo terminado. Fue una demostración monumental de ingeniería militar y de poder simbólico: no solo cruzó, sino que reafirmó su imagen de comandante capaz de lo imposible.
César pasó sus tropas al otro lado del Rin sin hallar resistencia; incluso los Suevos, considerados los más fieros guerreros de Germania, evitaron enfrentarlo retirándose hacia bosques profundos, destruyendo a su paso las tierras enemigas para impedir que los romanos las aprovecharan. Tras asegurar a los aliados fieles de Roma y sembrar desasosiego entre los pueblos germanos, regresó a la Galia, habiendo durado tan sólo dieciocho días toda su expedición en Germania. Aquella incursión, rápida pero audaz, dejó claro que ningún territorio, por remoto que fuera, estaba fuera del alcance romano cuando César lo decidía.
Sin embargo, fue su expedición a Bretaña la que más fama dio a su espíritu osado. Hasta entonces, nadie había atravesado con ejército el Océano Atlántico para hacer la guerra, y muchos dudaban incluso de la existencia real de la isla, considerándola mito o invención literaria. César no sólo comprobó su existencia, sino que la atacó dos veces desde la costa de la Galia. Libró varios combates, causando graves daños a los britanos, aunque sin obtener beneficios duraderos para Roma, pues se trataba de pueblos pobres y sin riquezas dignas de conquista. Aun así, logró imponer tributos y tomar rehenes, contentándose con haber llevado el poder romano más allá del mundo conocido.
Cuando regresó de Bretaña, recibió en la Galia cartas de Roma con una noticia devastadora: la muerte de su hija Julia, esposa de Pompeyo, fallecida en el parto. El golpe fue profundo tanto para César como para Pompeyo, pues Julia había servido de lazo político y afectivo entre ambos, sosteniendo la frágil paz de la República. La desgracia se agravó porque el recién nacido sobrevivió sólo unos días, dejando rota la unión familiar que había moderado la rivalidad entre los dos hombres más poderosos de Roma. El pueblo, conmovido, tomó el cadáver de Julia —a pesar de la oposición de los tribunos de la plebe— y lo condujo al Campo de Marte, donde recibió honores y fue sepultada. Su muerte marcó simbólicamente el comienzo del deterioro de la alianza entre César y Pompeyo.
César, obligado por las circunstancias, repartió sus numerosas tropas en diversos cuarteles de invierno y se dirigió, como solía, a Italia. Su ausencia reavivó inmediatamente el espíritu rebelde de los galos, que, aprovechando el momento, reunieron grandes ejércitos y atacaron los campamentos romanos con la intención de tomarlos por asalto. La ofensiva más peligrosa fue la comandada por Ambíorix, quien logró sorprender y destruir completamente a las fuerzas de Cota y Titurio dentro de su propio campamento. Otra legión, bajo el mando de Cicerón, fue cercada por sesenta mil guerreros galos, y estuvo a punto de sucumbir, pues todos los soldados habían sido heridos y la defensa parecía insostenible; sin embargo, resistieron heroicamente, más allá de lo humanamente posible.
La noticia llegó a César cuando ya se encontraba lejos, pero reaccionó con la velocidad que lo caracterizaba. Reunió con rapidez cerca de siete mil hombres y marchó sin detenerse con el propósito de socorrer a Cicerón. Los sitiadores, informados del pequeño número de romanos que lo acompañaban, avanzaron confiados para interceptarlo, seguros de poder aplastarlo con facilidad. Pero César, demostrando una vez más su genio militar, evitaba constantemente el combate directo, escogiendo posiciones favorables para quien lucha con inferioridad numérica. Ordenó fortificar su campamento y prohibió a sus tropas combatir, aparentando temor y reforzando trincheras y puertas como si careciera de confianza, con el propósito deliberado de disminuir la vigilancia enemiga. Cuando los galos, ya confiados y desordenados, bajaron la guardia, César salió de improviso, los atacó con ímpetu sorpresivo y consiguió una victoria decisiva, causando gran mortandad entre ellos y salvando a la legión cercada.
César, al finalizar la campaña, se vio obligado a distribuir sus numerosas tropas en distintos cuarteles de invierno dentro de la Galia, y él mismo marchó hacia Italia como acostumbraba hacer cada año para atender asuntos políticos. Sin embargo, su ausencia encendió nuevamente el espíritu rebelde de los galos. Diversos pueblos se levantaron coordinadamente y lanzaron ataques masivos contra los campamentos romanos. La rebelión más peligrosa fue la liderada por Ambíorix, quien, aprovechando la dispersión de las tropas romanas, cayó de manera sorpresiva sobre el campamento de los comandantes Cota y Titurio y los destruyó completamente, causando una gran matanza.
Otra legión, comandada por Cicerón (quien todavía no era el célebre orador, sino su hermano), fue rodeada por un ejército galo de sesenta mil hombres. Los romanos resistieron heroicamente, a pesar de que todos los soldados habían sido heridos y estaban al borde del colapso. La situación era tan desesperada que la caída del campamento parecía inminente; sin embargo, el valor y la disciplina romana permitieron mantener la posición contra fuerzas aplastantemente superiores.
Cuando César se enteró de estos sucesos —estando ya lejos— reaccionó de inmediato. Reunió apresuradamente solo siete mil soldados y marchó a toda velocidad para socorrer a la legión sitiada. Los galos, confiados en su superioridad numérica, salieron al encuentro de César creyendo que podrían destruirlo fácilmente.
Pero César, maestro de la astucia militar, evitó el choque directo. Fingió debilidad y miedo: construyó fortificaciones defensivas, ordenó cavar trincheras y reforzar puertas, e impidió a sus tropas entrar en combate. Todo era una maniobra calculada: pretendía que los enemigos lo despreciaran y lo consideraran incapaz de sostener una batalla abierta. Una vez los galos, confiados y desorganizados por la falsa sensación de seguridad, bajaron la guardia, César lanzó un ataque súbito y devastador. Aprovechando el caos y la falta de formación enemiga, los derrotó completamente, infligiendo grandes bajas y rompiendo el cerco sobre Cicerón.
Esto sofocó muchas de las rebeliones de los galos en esa región, y contribuyó también el hecho de que el propio César recorriera el territorio y se presentara en todas partes en pleno invierno, manteniéndose alerta ante cualquier novedad. Desde Italia le llegaron en reemplazo de las tropas perdidas tres legiones: dos enviadas por Pompeyo de las que estaban bajo su mando, y una más que César había reclutado en la Galia Cisalpina. Sin embargo, lejos de allí ya comenzaban a germinar las semillas de la más obstinada y peligrosa guerra que se libró en aquellas tierras; semillas que habían sido sembradas con anticipación y fortalecidas en secreto por hombres poderosos entre los pueblos más guerreros, quienes prepararon numerosa juventud, reunieron armas por todas partes, acumularon abundantes recursos, fortificaron ciudades y aseguraron posiciones casi inexpugnables. Todo esto sucedía en pleno invierno, cuando los ríos estaban congelados, los bosques cubiertos de nieve, las llanuras anegadas por torrentes, los caminos confundidos bajo la nieve profunda y el paso incierto por lagos y corrientes desbordadas; y todo parecía conspirar para poner a los rebeldes fuera del alcance de César. Muchos pueblos se habían sublevado, pero los que llevaban la iniciativa eran los arvernos y los carnutes; y la jefatura suprema de la guerra había sido conferida por elección a Vercingétorix, cuyo padre había sido ejecutado por los galos por sospechar que aspiraba a la tiranía.
Vercingétorix, distribuyendo sus fuerzas en numerosas divisiones bajo distintos caudillos, intentaba someter a su plan todo el territorio hasta el río Araris. Esperaba además que en Roma surgiera un partido contrario a César que le permitiera arrastrar a toda la Galia a la guerra. Si esto hubiera ocurrido más tarde, cuando César ya estaba envuelto en la guerra civil, Italia habría experimentado temores tan grandes como los provocados por los cimbrios.
Pero César, cuya mayor virtud era anticiparse a los acontecimientos y aprovechar toda oportunidad militar, no dio tiempo al enemigo. Apenas recibió noticia de la rebelión, levantó su campamento y marchó de inmediato, regresando por el mismo camino a gran velocidad. A pesar de los obstáculos del invierno, su avance fue tan rápido y decidido que dejó a los bárbaros atónitos: cuando creían imposible que siquiera un mensajero romano llegase pronto, lo vieron aparecer en persona con todo su ejército.
César devastó campos, tomó posiciones estratégicas, destruyó ciudades e hizo volver a la alianza romana a quienes habían vacilado. Sin embargo, la defección de los eduos —hasta entonces aliados llamados “hermanos del pueblo romano”— fue un duro golpe para la moral de sus tropas.
Ante esto, César decidió retirarse hacia los dominios de los lingones para enlazarse con los sécuanos, fieles a Roma y situados entre Italia y la Galia. Los enemigos lo siguieron con un gran ejército, y aunque lograron enfrentarlo en diversas ocasiones, César terminó dominándolos gracias al tiempo, la disciplina y el terror que inspiraba. Parece, no obstante, que al inicio sufrió un tropiezo, pues los arvernos mostraban en un templo una espada que decían haberle arrebatado. César la vio tiempo después y se echó a reír; y aunque sus amigos le sugirieron retirarla, se negó, considerándola objeto sagrado.
Sin embargo, la mayoría de los que lograron huir se refugiaron con su rey en la ciudad fortificada de Alesia. César la puso bajo sitio, y aunque parecía imposible tomarla debido a la altura de sus murallas y a la gran cantidad de defensores, surgió aún un peligro mayor: desde toda la Galia, las tribus más poderosas reunieron un ejército de trescientos mil hombres para socorrer la plaza, mientras dentro había no menos de ciento setenta mil combatientes.
César quedó así en el centro, sitiado y sitiador al mismo tiempo, obligado a construir dos líneas de fortificación: una para contener a los que estaban dentro de Alesia, y otra hacia afuera, frente a la inmensa fuerza que se acercaba. Si ambas llegaban a juntarse, todo estaría perdido.
Fue esta la razón por la cual la batalla de Alesia fue celebrada como una de las más admirables, pues allí se demostraron actos extraordinarios tanto de valentía como de pericia táctica. Lo más sorprendente fue que César consiguió que dentro de la ciudad no se supiera que él combatía al enemigo exterior, y, a su vez, que los soldados romanos que defendían la línea contra la fuerza auxiliar no supieran nada del combate interior. Solo conocieron la victoria cuando oyeron los lamentos de los hombres y el llanto de las mujeres dentro de Alesia, al ver escudos adornados con plata y oro, corazas teñidas de sangre y utensilios de los galos siendo llevados al campamento romano. Tan súbitamente se disipó aquel poderío inmenso, como si hubiera sido un sueño.
Finalmente, tras sufrir hambre y enormes penalidades, los defensores de Alesia se rindieron. Entonces Vercingétorix, su caudillo, se atavió con sus mejores armas, engalanó su caballo y salió por las puertas. Dio una vuelta solemne en torno a César, que estaba sentado, desmontó, arrojó sus armas al suelo y se sentó en silencio a los pies del vencedor, hasta que se le ordenó que fuera llevado bajo custodia para el triunfo.
César y Pompeyo
César llevaba ya largo tiempo deliberando sobre cómo acabar con Pompeyo; y Pompeyo, a su vez, sin duda pensaba hacer lo mismo con César. Tras la muerte de Craso a manos de los partos —el único capaz de equilibrar a ambos—, quedó claro que uno de los dos debía eliminar al otro para ocupar la supremacía. El que aspiraba a ser el primero debía quitar del camino a quien ya lo era; y el otro, para no caer en una situación semejante, debía adelantarse.
Pompeyo recién entonces empezó a temer seriamente a César, a quien antes había despreciado, creyendo fácil abatir a aquel que él mismo había elevado. Pero César, desde el comienzo, había previsto este desenlace. Como un atleta, se mantuvo fuera de la arena mientras no era el momento, ejercitándose en las guerras de la Galia y acumulando gloria militar para igualar los triunfos de Pompeyo. Esperó astutamente un pretexto, y las circunstancias no tardaron en brindárselo: unas veces por obra de Pompeyo, otras por el estado del país, y otras por las pasiones políticas.
Roma estaba corrompida a tal punto que los candidatos colocaban mesas en la plaza para comprar descaradamente los votos; y la plebe, pagada por distintos bandos, decidía las elecciones no solo con sus tablillas, sino con arcos, espadas y hondas. Varias votaciones terminaron con sangre y cadáveres, la tribuna profanada y la ciudad en completa anarquía, como una nave sin timón.
En medio de tal caos, los hombres sensatos consideraban casi una fortuna que, en vez de hundirse en males mayores, la república terminara en manos de un solo gobernante. Algunos incluso decían abiertamente que sin el mando de uno solo era imposible sostener aquel régimen, y que para suavizar el remedio debía elegirse al más benigno de entre los posibles “médicos”, dando a entender que ese debía ser Pompeyo.
Este, mientras fingía rehusar el poder absoluto, no dejaba de actuar para obtenerlo. Viendo esto, Catón persuadió al Senado de que, para evitar que Pompeyo tomara la dictadura por la fuerza, lo designaran cónsul único; así tendría un poder extraordinario, pero con apariencia legal. El Senado lo aprobó y además prorrogó su mando sobre sus provincias: dos Españas y toda el África, que administraba mediante legados, manteniendo ejércitos y recibiendo mil talentos anuales del erario para sostenerlos.
En este tiempo, César solicitó, por medio de enviados, que se le concediera el consulado y que se prorrogara también el plazo de su mando provincial. Pompeyo, al principio, no se opuso. Sin embargo, Marcelo y Léntulo —enemigos declarados de César— no solo resistieron su petición, sino que añadieron afrentas gratuitas.
Poco antes, César había fundado una colonia en Novocomo, en la Galia; pero Marcelo despojó a sus habitantes del derecho de ciudadanía romana. Y, estando en el consulado, cuando uno de los decuriones de esa colonia llegó a Roma, Marcelo lo mandó azotar con las varas, declarándole públicamente no ciudadano y ordenándole que fuera a informar de ello a César.
Mientras tanto, César continuaba distribuyendo con liberalidad las riquezas obtenidas en la Galia: pagó las deudas de Curión, tribuno de la plebe, y donó a Paulo, entonces cónsul, mil quinientos talentos, con los que éste compró y embelleció la gran basílica del foro en lugar de la antigua Basílica de Fulvio.
Pompeyo, temiendo ya una sublevación y comprendiendo el creciente poder de César, comenzó abiertamente a trabajar para que se le designara sucesor en el mando de sus provincias. Envió a pedir las tropas que antes había prestado a César para la guerra de la Galia. César las devolvió, obsequiando a cada soldado con doscientas cincuenta dracmas.
Pero los oficiales que condujeron esas tropas a Pompeyo difundieron rumores injuriosos contra César, y halagaron a Pompeyo con falsas esperanzas, asegurándole que el ejército de César le deseaba y que, si encontraba oposición en Roma, bastaría con que pusiese un pie en Italia para que las legiones se pasaran de inmediato a su bando. Decían que los soldados aborrecían a César y desconfiaban de sus ambiciones tiránicas.
Pompeyo, inflado por tales discursos, desdeñó la disciplina militar, como quien nada teme, y en sus palabras y opiniones se declaró abiertamente contra César, resuelto a derribarlo. Pero César apenas se inquietó, y se cuenta que, estando un jefe de cohorte suyo a la puerta del Senado y oyendo que se negaba la prórroga de su mando, tocó la empuñadura de su espada y dijo: “Pues esta se la prorrogará”.
Con todo, la pretensión de César tenía una apariencia muy sólida de justicia. Su propuesta era que él depusiera las armas si Pompeyo hacía lo mismo, dejando así que ambos pusieran su fortuna política en manos del pueblo romano. De no ser así —decía— quitarle las provincias y el mando a uno, mientras se confirmaba y aseguraba el poder del otro, no era más que abatir a un ciudadano y abrir el camino a la tiranía del rival.
Curión, tribuno de la plebe, presentó esta propuesta al pueblo en nombre de César y recibió gran aplauso; incluso algunos arrojaron coronas sobre él, como si celebraran a un atleta victorioso. Otro tribuno, Marco Antonio, leyó ante la multitud una carta enviada por César con el mismo planteamiento, pese a la oposición de los cónsules.
En el Senado, sin embargo, la situación fue distinta. Escipión, suegro de Pompeyo, propuso que, si para un día determinado César no depusiera las armas, se lo declarara enemigo público. Los cónsules consultaron: ¿debía Pompeyo entregar su mando al mismo tiempo que César? Pocos votaron afirmativamente por Pompeyo —es decir, por la renuncia mutua— mientras que casi todos votaron que solo César debía entregar sus tropas. Cuando Marco Antonio insistió en que ambos depusieran el mando, la mayoría apoyó esta opinión, pero Escipión volvió a presionar, y el cónsul Léntulo gritó que contra un ladrón no se necesitaban votos sino armas. Con esa provocación, el Senado se disolvió, y los senadores, dolidos por la ruptura, cambiaron de vestiduras como en señal de duelo público.
Llegaron entonces cartas de César, en las cuales aparecía como moderado: pedía que, dejando a un lado el resto de sus antiguas provincias, se le concediera únicamente la Galia Cisalpina y el Ilírico con dos legiones, hasta que pudiera postular nuevamente al consulado.
Cicerón, que había regresado ya de Cilicia y actuaba como mediador, logró suavizar a Pompeyo. Lo persuadió hasta tal punto, que éste consintió en todo lo demás, salvo en lo relativo al número de tropas. Por su parte, los partidarios de César cedieron también y aceptaron que él se conformase con las provincias mencionadas y con solo seis mil soldados. Aun así, Pompeyo accedió a reducir más todavía.
Pero en ese momento intervino el cónsul Léntulo. Haciendo valer la autoridad de su magistratura, frustró cualquier acuerdo: insultó abiertamente a Marco Antonio y a Casio, y los expulsó ignominiosamente del Senado. Con ello, le proporcionó a César el pretexto más favorable que podía desear. César lo aprovechó para encender los ánimos de sus tropas, señalándoles que varones de tanto rango y autoridad habían tenido que huir de Roma en carros alquilados y disfrazados de esclavos, tal como había ocurrido en realidad, movidos por el miedo.
El rubicón
Las fuerzas con que contaba César eran reducidas: apenas trescientos jinetes y cinco mil infantes. El resto de su ejército había quedado más allá de los Alpes y marchaba hacia él bajo mando de los oficiales que había enviado. Sin embargo, al ponderar el inicio de la empresa inmensa que concebía, comprendió que el éxito de su primer movimiento dependía más del temor que despierta la audacia y de la rapidez para aprovechar la ocasión, que del número mismo de tropas. Decidió que le era más ventajoso deslumbrar y sorprender, que intimidar por el peso de un gran ejército.
Ordenó, pues, a sus oficiales que, llevando sólo espada —sin escudo ni armadura— ocuparan Arímino, ciudad importante de la Galia Cisalpina, de la manera más silenciosa y con el menor derramamiento de sangre posible. A Hortensio le confió las fuerzas necesarias para la operación.
Por su parte, César pasó el día sin levantar sospecha, presenciando en público el entrenamiento de gladiadores. Al caer la tarde, se bañó, se ungió, y regresó a sus aposentos, conversando brevemente con los invitados a su cena. Se levantó poco después de la mesa, ya entrada la noche, y trató amablemente a todos, dando a entender que regresaría; pero a un pequeño grupo de amigos les había ordenado seguirle con discreción, cada uno por distinto camino.
Montó entonces en un carruaje de alquiler y, tomando primero un rumbo falso para despistar, se dirigió luego hacia Arímino. Al llegar al límite entre la Galia Cisalpina e Italia, el río Rubicón, se detuvo bruscamente. La magnitud del acto que se proponía realizar —cruzar ese río sagrado para las leyes romanas— se le presentó con inusitada claridad y estremecimiento. Contempló en silencio los peligros, meditó en los cambios que aquella decisión traería no solo a su vida sino a Roma entera. Dudó, vaciló, alternó pensamientos, y su ánimo oscilaba entre avanzar y retroceder.
Sus amigos, entre ellos Asinio Polión, percibieron su turbación y compartieron con él pensamientos graves sobre los males que podían desencadenarse y la memoria eterna que aquel paso dejaría en la historia. Finalmente, con gesto airado, como si rechazara toda deliberación y se entregase al destino, pronunció las palabras célebres con que los que arriesgan todo sellan su resolución: “El dado está echado”. Acto seguido, cruzó el Rubicón.
Acelerando entonces la marcha, llegó a Arímino antes del amanecer y tomó posesión de la ciudad. Cuentan que la noche anterior a tal acontecimiento soñó algo terrible: que se unía carnalmente con su propia madre, visión que muchos interpretaron más tarde como símbolo de que iba a “poseer” a su patria, pues Roma era llamada metafóricamente “madre” de los ciudadanos.
Tomada Arímino, pareció como si las puertas de la guerra se hubieran abierto no solo contra Italia, sino contra toda la tierra y el mar; como si las leyes mismas de la república se hubiesen estremecido al ser violados los límites sagrados de una provincia. No se veía ya —como en otras contiendas— a individuos aislados de uno u otro sexo moviéndose por el país, sino ciudades enteras agitadas y huyendo de unas a otras, envueltas en pánico. Roma misma, inundada por oleadas sucesivas de fugitivos que llegaban desde los alrededores, no obedecía ya con facilidad a los magistrados ni escuchaba consejo alguno; parecía hallarse al borde de la autodestrucción.
Todo el cuerpo social hervía en pasiones enfrentadas y tumultos. Incluso aquellos que se suponía estarían contentos se hallaban inquietos, pues al encontrarse en una ciudad tan vasta con otros dominados por el miedo o la desesperanza, estallaban disputas constantes entre quienes se lamentaban del presente y quienes ya se jactaban de lo que vendría. El ambiente era de caos absoluto.
Pompeyo, naturalmente inclinado a la preocupación, recibía ataques desde todas partes: unos lo acusaban de haber criado y armado a César contra sí mismo y contra la república, sufriendo así justamente lo que había sembrado; otros, de haber permitido que Léntulo ultrajara a César, incluso cuando éste se mostraba dispuesto a aceptar condiciones moderadas. Favonio, con amarga ironía, le instaba a “golpear el suelo”, recordándole su altiva jactancia en el Senado: que bastaría que él golpeara la tierra con el pie para llenar Italia de tropas, y que no había necesidad de preparativos.
Aun así, las fuerzas de Pompeyo eran superiores a las de César, pero nadie le permitía actuar según su propio juicio. Las noticias alarmantes, los rumores exagerados y los temores crecían sin cesar; y decíase ya que César estaba a las puertas y lo sometía todo. Arrastrado por el clamor general y la presión del momento, Pompeyo fue vencido por la prisa y el miedo.
Declaró entonces que Roma se hallaba en estado de sedición, y abandonó la ciudad, mandando que el Senado le siguiera y exhortando a que nadie permaneciera en ella si prefería la libertad y la patria antes que someterse a la tiranía.
Los cónsules abandonaron la ciudad precipitadamente, sin cumplir siquiera con los sacrificios que la ley ordenaba antes de su partida; y lo mismo hicieron la mayor parte de los senadores, apropiándose de bienes propios como si se tratase de botín ajeno, llevados por el pánico y el desorden. Algunos, que hasta hacía poco habían sido firmes partidarios de César, se apartaron de él en medio de la confusión, arrastrados sin reflexión por la violencia de aquel torbellino político. Roma ofrecía entonces un espectáculo digno de compasión: parecía una nave que los pilotos, desesperando ya de salvarla, entregan a los caprichos de la fortuna en medio de la tempestad.
En esa huida desesperada, los ciudadanos creían ver la patria misma marchar junto a Pompeyo en aquella turba fugitiva, mientras que Roma, desprovista de su gobierno legítimo, no parecía sino el campamento de César. La fuga se hizo más dolorosa aún cuando Labieno, uno de los amigos más fieles de César, que había sido su legado y compañero en todas las campañas de la Galia, decidió separarse de él y unirse a Pompeyo. César, lejos de mostrar resentimiento, ordenó que se le entregaran todas sus pertenencias y su equipaje; gesto que revelaba tanto magnanimidad como confianza en su propia causa.
El primer movimiento de César fue marchar contra Domicio, que defendía Corfinio con treinta cohortes. Cercada la ciudad, Domicio se consideró perdido y ordenó a su médico —un esclavo suyo— que le administrara veneno; tomó la dosis y se retiró preparado para morir. Pero al poco tiempo, al enterarse de la clemencia con que César trataba a los rendidos, se lamentó de su decisión y del apresuramiento con que se había condenado. Entonces su médico le confesó que la bebida era un narcótico inofensivo, no un veneno mortal. Domicio, lleno de alegría, se levantó y fue a presentarse ante César, quien le recibió tendiéndole la mano; aun así, Domicio volvió a pasarse luego al bando de Pompeyo, ingrato a la generosidad y perdón que había recibido.
La noticia de estos sucesos llegó pronto a Roma y muchos de los que habían huido comenzaron a recobrar el ánimo, hasta el punto de que algunos decidieron volver a la ciudad.
La toma de Italia
César reunió las fuerzas de Domicio y, anticipándose, fue incorporando a su causa por las ciudades todas las tropas que se habían levantado contra él; así hecho ya fuerte y poderoso, marchó en dirección de Pompeyo. Mas éste, para evitar el choque directo, no esperó su llegada: huyó a Brindis y despachó por delante a los cónsules con el ejército hacia Dirraquio, embarcándose él poco después cuando César se aproximaba —según exponemos con mayor detalle en la Vida de aquel—. César quiso seguirle de inmediato, pero carecía de naves; retrocedió entonces a Roma, y en el transcurso de sesenta días se hizo dueño de toda Italia sin que se derramara una sola gota de sangre. Hallando la ciudad más sosegada de lo que esperaba y viendo que muchos senadores permanecían en ella, les habló con afabilidad y sentido popular, exhortándoles a que enviaran a Pompeyo emisarios capaces de concertar una transacción decorosa; mas nadie quiso prestarse a ello, quizá por temor a Pompeyo —a quien habían abandonado— o por desconfiar de la sinceridad de César y pensar que sus palabras respondían sólo a la ocasión.
Le salió al paso, por su parte, el tribuno de la plebe Metelo, oponiéndose a que se tomasen fondos del tesoro público; y alegando César ciertas leyes en su defensa, respondió con firmeza: “Un tiempo es el de las armas y otro el de las leyes; si ahora me detienes, quítate de delante, porque la guerra no puede tolerar vanas dilaciones. Cuando yo haya depuesto las armas por un convenio, entonces podrás hacer tus declamaciones; y aun esto lo digo cediendo de mi derecho, porque mío eres tú y todos los que se han sublevado contra mí y de quienes ahora me apodero.” Dichas estas palabras, se encaminó hacia las puertas del erario; al no hallarse las llaves llamó a cerrajeros y mandó que las abriesen. Metelo, que volvió a resistir con algunos partidarios, recibió de César una amenaza pública de privación de la vida si persistía en su tumulto —“sabes bien, joven —añadió—, que me cuesta más decirlo que hacerlo” —; aterrado, Metelo se retiró, y quedó expedito para César allegar y disponer cuanto era necesario para proseguir la guerra.