domingo, 28 de diciembre de 2025

Jenofonte - La República de los Lacedemonios

La República de los lacedemonios (también conocida como Constitución de los lacedemonios) es la singular mirada de Jenofonte a la organización política, militar y moral de Esparta, escrita desde la admiración pero también con cierta intención ejemplarizante. En pocas páginas, el ateniense describe cómo las leyes atribuidas a Licurgo formaron una sociedad austera, disciplinada y orientada al bien común, capaz de convertir a ciudadanos corrientes en guerreros temidos en toda Grecia. Más que un simple retrato histórico, el texto funciona como una invitación a preguntarnos si la virtud política puede forjarse mediante instituciones que prioricen el deber, la educación cívica y el sacrificio personal por sobre la comodidad individual.

LA REPÚBLICA DE LOS LACEDEMONIOS

Jenofonte inicia la obra destacando un hecho que en su tiempo debía parecer paradójico: Esparta, siendo una ciudad poco poblada, alcanzó una reputación y poder superiores al de otras poleis griegas más numerosas. Desde la primera línea aparece el propósito del autor: revelar cuál es la causa de esta singularidad histórica. El punto de partida, entonces, no es meramente descriptivo, sino reflexivo; el narrador se pregunta «cómo tal cosa pudo suceder», y esta interrogante funciona como motivación intelectual del tratado. Con ello, Jenofonte manifiesta una admiración inicial por la experiencia espartana, pero lo realmente destacable es que atribuye el mérito directamente a las costumbres del pueblo y no a circunstancias casuales.

Jenofonte presenta a Licurgo como autor de un sistema político radicalmente diferente al de las demás ciudades, y responsable de la prosperidad colectiva. Aquí se advierte un tono casi ejemplarizante: no se trata simplemente de narrar la historia, sino de mostrar cómo un orden jurídico y educativo, fundado en criterios contrarios al resto de Grecia, produjo una comunidad fuerte, disciplinada y orientada al bien común. Se percibe la intención de elogiar la “sabiduría política”, entendida como capacidad para configurar la virtud ciudadana mediante instituciones severas pero eficaces.

El ejemplo relativo a la procreación permite a Jenofonte introducir directamente el carácter práctico de dichas leyes. Frente a otras ciudades, donde la educación femenina es moderada, sedentaria y orientada al recato doméstico, Esparta adopta un enfoque opuesto: el cuerpo de las mujeres debe fortalecerse porque su misión primordial es engendrar ciudadanos vigorosos. El legislador sostiene que de padres fuertes nacen hijos fuertes, conectando biología, educación y política. En consecuencia, la peculiaridad espartana reside en convertir a toda la comunidad —incluidas las mujeres— en participantes del proyecto militar y cívico.

Normas matrimoniales y procreación en Esparta

Jenofonte continúa mostrando hasta qué punto la legislación de Licurgo se aparta radicalmente de las costumbres griegas corrientes, incluso en aquello que suele considerarse más íntimo: la vida matrimonial. La primera norma resulta sorprendente: el legislador evita que los esposos se traten con exceso de familiaridad en los primeros tiempos del matrimonio. El encuentro conyugal debía darse casi en secreto, lo que, según Jenofonte, favorecía el deseo mutuo y, por tanto, una descendencia físicamente más vigorosa. Aquí aparece una idea central de la mentalidad espartana: incluso el vínculo afectivo se subordina a un fin político superior, la fortaleza futura de la ciudad.

Jenofonte añade otra medida igualmente atípica: la regulación de la edad para contraer matrimonio, establecida en función del “vigor físico”. Con ello se da prioridad absoluta a la procreación útil antes que al sentimiento personal o a la conveniencia social. Más llamativo aún es el caso de los matrimonios en que el esposo es anciano: Licurgo no duda en permitir que otro hombre, elegido por sus cualidades, engendre hijos con la esposa joven. Es decir, la paternidad biológica puede disociarse de la figura del marido legítimo, siempre que contribuya al fortalecimiento de la estirpe.

El legislador espartano incluso admite situaciones inversas: si un hombre no desea convivir con su esposa, pero quiere descendencia destacada, puede pedir a otro que engendre en su lugar, contando con el consentimiento del marido. Con ello, Jenofonte describe una auténtica política estatal de reproducción, donde la sexualidad es tratada casi como una cuestión pública. En el trasfondo se percibe una lógica eugenésica: la selección física y moral de los padres busca producir hijos útiles a la comunidad.

La legislación matrimonial espartana muestra que en esta polis todo se orienta al propósito supremo de formar ciudadanos excelentes, aun cuando para ello sea necesario contradecir el sentido común de toda Grecia y sacrificar concepciones tradicionales sobre la familia, el amor y la identidad paterna.

Educación como política de Estado

Mientras en la Hélade se concibe la formación como un conjunto de disciplinas destinadas a cultivar el intelecto y refinar las costumbres —letras, música, gimnasia—, en Esparta la educación deja de ser asunto privado y pasa a ser competencia directa del Estado. El paidónomo representa justamente la autoridad pública que vigila, corrige y disciplina. Desde niños, los espartanos son integrados en un sistema colectivo en el que la obediencia, la dureza y el respeto jerárquico constituyen virtudes fundamentales. La educación es, por tanto, un instrumento para formar ciudadanos obedientes, no individuos autónomos.

Otro rasgo llamativo es el entrenamiento corporal extremo. Jenofonte insiste en el abandono del calzado, la frugalidad en los vestidos y la exposición al frío y al calor. Todo apunta a la formación de cuerpos resistentes y ágiles, preparados para la guerra y para las exigencias de una vida austera. El confort es visto como un peligro que debilita el cuerpo y el espíritu. La educación integral, por tanto, descansa en el dominio del cuerpo, la resistencia al sufrimiento y la adaptación a la escasez. Esto permite comprender por qué Esparta produjo soldados temidos: desde la infancia son habituados a la dureza y a la disciplina.

Uno de los elementos más comentados es la autorización para robar alimentos, con la condición de no ser descubierto. A primera vista parece una contradicción moral; sin embargo, Jenofonte explica que el objetivo no es fomentar el hurto como vicio, sino como ejercicio práctico de astucia, vigilancia, sigilo y perseverancia. El castigo no recae sobre el hecho de robar, sino sobre hacerlo mal. Esta paradoja revela un aspecto profundo del sistema espartano: la moral está subordinada a la eficacia militar; se premia aquello que fortalece la capacidad de actuar bajo presión.

El conjunto de medidas descritas muestra que la educación espartana no busca “enseñar” conocimientos, sino forjar carácter. La polis no quiere músicos virtuosos o retóricos refinados, sino guerreros capaces de soportar privaciones y obedecer a la ley. Jenofonte parece sugerir que la verdadera excelencia ciudadana consiste en la preparación para la acción y el sacrificio, no en la búsqueda de placeres ni en el cultivo personal desligado del servicio público. En este sentido, la educación, tal como Licurgo la concibe, es el fundamento de la peculiar grandeza de Esparta y la razón última de su prestigio en Grecia.

Disciplina absoluta y control social permanente

Nos dice que destaca que la autoridad sobre los niños no depende solo de un magistrado específico: cualquier ciudadano puede reprender, instruir o castigar. De esta manera, la comunidad entera se convierte en educadora, y el niño vive en un ambiente donde la obediencia es constante. Incluso cuando el paidónomo está ausente, los jóvenes irenes asumen el mando, de modo que «jamás están sin jefe». La educación espartana era un mecanismo integral de socialización disciplinaria: el niño nunca experimenta la autonomía, sino que aprende a vivir sometido a la ley y al orden jerárquico.

Otro asunto relevante es la relación amorosa entre hombres y muchachos, tema delicado en el mundo griego. Jenofonte señala que había distintas costumbres: convivencia, cortejo mediante regalos o prohibiciones estrictas. Licurgo adopta una posición intermedia: aprueba el vínculo pedagógico y afectivo, siempre que esté basado en admiración moral, pero prohíbe cualquier inclinación erótica o sensual. La pederastia, común en otras ciudades, es regulada de forma que la relación se transforme en un medio de educación ética, no en una satisfacción personal. El legislador pretende, así, canalizar la atracción hacia la formación del carácter del joven, eliminando cualquier aspecto que pudiera desviar la finalidad cívica de la relación.

Al pasar de la infancia a la adolescencia, la comparación vuelve a ser tajante. Mientras en otras ciudades estos jóvenes reciben libertad, en Esparta se les imponen más trabajos, mayor disciplina y ausencia total de ocio. Jenofonte sugiere que Licurgo entendía la adolescencia como una etapa peligrosa por su inclinación natural a la insolencia y a los placeres. Por ello, los espartanos deben vivir ocupados, vigilados y sometidos a exigencias que impiden el desarrollo de un espíritu indisciplinado. El control llega incluso a la conducta en las calles: manos ocultas, mirada baja, silencio absoluto.

Jenofonte afirma que, gracias a estas normas, los adolescentes espartanos resultan más modestos incluso que las mujeres, lo cual en la mentalidad griega implicaba un grado extremo de recato. La intención del pasaje es mostrar que Licurgo transformó a los jóvenes en ejemplos de autocontrol y obediencia. Con ello, queda clara la lógica de la obra: la superioridad militar de Esparta se explica por la disciplina educativa instaurada desde la infancia hasta la adolescencia, moldeando individuos siempre subordinados al interés común y ajenos a la búsqueda de placer personal.

Disciplina, modestia y control del carácter en la educación espartana según Jenofonte

En este pasaje de La República de los Lacedemonios, Jenofonte presenta la figura de Licurgo como un legislador profundamente consciente de la psicología juvenil. Parte del supuesto de que la adolescencia es una etapa naturalmente dominada por el orgullo desmedido, la insolencia y el deseo de placer. Frente a ello, Licurgo no opta por la indulgencia ni por la persuasión retórica, sino por una estrategia radical: la ocupación constante mediante trabajos, obligaciones y ejercicios que eliminan cualquier espacio para el ocio. El objetivo es claro: impedir que el carácter juvenil se desborde antes de haber sido moldeado.

La educación descrita no se limita a una imposición externa de normas, sino que se apoya en un poderoso mecanismo de control social. Licurgo dispone que quien rehúya estas obligaciones quede excluido de futuros privilegios, de modo que el costo del incumplimiento no sea solo personal, sino también público. Así, la vigilancia de la conducta juvenil no recae únicamente en las autoridades, sino que involucra a la familia, a los amigos y, en definitiva, a la ciudad entera. La cobardía o la falta de disciplina se convierten en una mancha social, lo que refuerza la interiorización de la norma.

Un aspecto central del pasaje es la insistencia en la modestia corporal y gestual. Licurgo prescribe incluso la forma de caminar, de mirar y de comportarse en los espacios públicos: manos dentro del manto, silencio, mirada baja. Estos detalles no son meramente formales, sino que buscan disciplinar el cuerpo como vía para dominar el alma. El control de la voz, de la mirada y del movimiento aparece como un signo visible de autocontrol interior, haciendo del cuerpo un instrumento pedagógico permanente.

Jenofonte refuerza esta idea mediante una comparación enfática: los jóvenes espartanos son descritos como más recatados incluso que las doncellas, con voces apenas audibles y miradas casi inalcanzables. Más allá de la carga cultural y de género propia del contexto antiguo, la intención del autor es destacar el éxito del sistema espartano en la erradicación de la desmesura juvenil. La modestia no es aquí una virtud pasiva, sino una conquista activa del carácter.

Incluso allí, donde podría esperarse mayor relajación, los jóvenes mantienen el silencio y la contención. La educación espartana, tal como la presenta Jenofonte, no se interrumpe en ningún momento: abarca la calle, la mesa y la convivencia cotidiana. En conjunto, el texto muestra una concepción educativa totalizante, orientada no al desarrollo individual, sino a la formación de ciudadanos plenamente integrados en un ideal colectivo de orden, autocontrol y obediencia.

Rivalidad cívica, emulación y obediencia a la ley en la educación espartana según Jenofonte

Jenofonte desplaza el foco desde la adolescencia hacia aquellos que han alcanzado la “flor de la edad”, es decir, el momento en que el individuo ya puede convertirse en un verdadero sostén de la ciudad. La educación espartana no termina con la disciplina juvenil, sino que se intensifica precisamente cuando el ciudadano está en condiciones de aportar de modo efectivo al bien común. El supuesto de fondo es claro: si estos hombres son formados como conviene, su virtud no es privada, sino un recurso político de primer orden.

El mecanismo central que describe el texto es la emulación, entendida no como envidia destructiva, sino como rivalidad orientada a la excelencia. Jenofonte subraya que los mejores coros y los concursos gimnásticos más dignos surgen precisamente allí donde la emulación es más viva. Licurgo comprende que esta inclinación natural puede ser canalizada hacia la virtud, de modo que competir no signifique imponerse por la fuerza, sino superarse moral y cívicamente. La rivalidad, bien ordenada, se convierte así en un motor de perfeccionamiento ético.

La institución concreta que articula esta competencia es la selección realizada por los éforos, quienes eligen a tres jóvenes destacados —los hipagretas— y les confían la designación de cien hombres cada uno. Este procedimiento no solo establece jerarquías visibles, sino que exige que toda preferencia y todo rechazo sea públicamente justificado. La excelencia no queda envuelta en la arbitrariedad, sino que se somete al juicio colectivo, reforzando la idea de que el honor debe poder explicarse en términos de virtud.

Particularmente significativa es la situación de quienes no son escogidos. Lejos de quedar excluidos pasivamente, estos entran en disputa constante con quienes los rechazaron y con quienes fueron preferidos. La vigilancia mutua transforma la vida cotidiana en un examen permanente de las costumbres. Cualquier falta moral puede ser usada como prueba de indignidad, de modo que la virtud deja de ser un ideal abstracto y se convierte en una práctica sostenida bajo la mirada de los demás.

Jenofonte insiste en que esta rivalidad es “la más grata a los dioses y la más útil a la ciudad”, porque define de manera concreta qué debe hacer un hombre honorable y, al mismo tiempo, ejercita a todos en el esfuerzo continuo. El resultado es un cuerpo cívico siempre preparado para la defensa de la polis: la competencia moral se traduce directamente en disposición al sacrificio y al servicio público.

Aunque las disputas pueden llegar a las manos, cualquier ciudadano presente tiene autoridad para separarlos, y la desobediencia a esta intervención es severamente castigada por los éforos. Con ello, Licurgo —tal como lo presenta Jenofonte— deja establecido un principio decisivo: ni siquiera la emulación por la virtud justifica la desobediencia a la ley. La rivalidad espartana, por intensa que sea, nunca puede prevalecer sobre el orden jurídico que sostiene a la ciudad.

Emulación reglada, honor público y supremacía de la ley en la formación cívica espartana según Jenofonte

Los hombres que han llegado a la madurez, si son formados como corresponde, pueden convertirse en un apoyo decisivo para el bien de la ciudad. Jenofonte presenta aquí una concepción claramente política de la educación: no se trata del perfeccionamiento individual aislado, sino de la preparación de ciudadanos capaces de sostener a la polis con su virtud. La madurez no es un punto de llegada pasivo, sino una etapa de máxima responsabilidad cívica.

Licurgo —tal como lo expone Jenofonte— observa que la emulación más viva suele producir las expresiones más elevadas de excelencia, tanto en el ámbito artístico, como los coros, como en el físico, a través de los concursos gimnásticos. A partir de esta constatación, el legislador decide orientar la rivalidad natural de los jóvenes hacia la virtud. La competencia no se dirige al prestigio vacío ni a la dominación, sino a alcanzar el más alto grado de hombría de bien, es decir, de excelencia moral y cívica.

El mecanismo institucional que canaliza esta rivalidad es cuidadosamente diseñado. Los éforos eligen a tres jóvenes destacados, llamados hipagretas, y cada uno de ellos selecciona a cien hombres, exponiendo públicamente las razones de sus preferencias y rechazos. Este procedimiento introduce un doble efecto: por un lado, establece un sistema de honores visibles; por otro, obliga a que el mérito sea argumentado y no arbitrario. La virtud, en consecuencia, debe mostrarse y justificarse ante la comunidad.

Especial relevancia adquiere la situación de quienes no son elegidos. Lejos de quedar marginados sin más, estos disputan activamente con quienes los rechazaron y con quienes fueron preferidos, observándolos de cerca para detectar cualquier descuido en las buenas costumbres. Se instaura así una vigilancia mutua constante que convierte la vida cotidiana en un espacio de examen moral permanente. La virtud deja de ser una declaración abstracta y se transforma en una práctica sometida al escrutinio público.

Jenofonte califica esta disputa como la más grata a los dioses y la más útil para la ciudad, porque en ella se define con claridad qué debe hacer un hombre de honor. Al mismo tiempo, la rivalidad ejercita a todos en el esfuerzo continuo, de modo que, llegado el momento, cada uno estará dispuesto a defender la ciudad con todas sus fuerzas. La emulación moral se traduce directamente en disposición al sacrificio y al servicio colectivo.

La supremacía absoluta de la ley. La rivalidad puede derivar en enfrentamientos físicos, pero cualquier ciudadano presente tiene autoridad para separarlos, y la desobediencia a esa intervención es severamente castigada. Ni siquiera la competencia por la virtud justifica el desprecio de la norma. Con ello, Licurgo afirma —según Jenofonte— que el afán de excelencia nunca puede prevalecer sobre la obediencia a las leyes, que son el fundamento último de la cohesión y estabilidad de la ciudad.

Madurez cívica, vida común y sobriedad institucional en la Esparta de Licurgo según Jenofonte

Jenofonte subraya una diferencia decisiva entre Esparta y el resto del mundo griego en el tratamiento de quienes han superado la juventud y están en edad de aspirar a las más altas magistraturas. Mientras otras poleis liberan a estos hombres del ejercicio físico, aunque les mantienen las obligaciones militares, Licurgo adopta una lógica opuesta: considera que precisamente en esta etapa no hay ejercicio más noble que la caza, salvo cuando lo impida un interés público. La caza aparece así como una prolongación natural del entrenamiento militar, destinada a conservar el vigor corporal y la resistencia ante la fatiga, cualidades indispensables para la defensa de la ciudad.

Esta disposición revela que, para Licurgo, la preparación militar no es algo transitorio ni exclusivo de la juventud, sino una exigencia permanente del ciudadano pleno. El cuerpo debe mantenerse apto mientras el individuo esté llamado a servir a la polis, y la caza cumple una función pedagógica y práctica a la vez: disciplina el cuerpo, endurece el carácter y mantiene viva la disposición al esfuerzo. La hombría de bien no se concibe sin fortaleza física sostenida en el tiempo.

A partir de aquí, Jenofonte da un paso más amplio y pasa de las obligaciones propias de cada edad al género de vida común que Licurgo impuso a todos los espartanos. El legislador habría advertido que la vida doméstica, tal como se daba en otras ciudades griegas, favorecía la negligencia y el relajamiento de las normas. Frente a ello, instituyó las comidas públicas y en común, con el fin explícito de hacer más difícil la transgresión de las órdenes. La vida privada queda así subordinada a una forma de convivencia vigilada y compartida.

La regulación de la comida misma responde a un ideal de justa medida. Licurgo raciona los alimentos para evitar tanto la saciedad excesiva como la carencia, permitiendo, sin embargo, que la mesa se complemente con productos de la caza y con aportes ocasionales de los más ricos. El resultado es una mesa que nunca está vacía, pero tampoco es pródiga. Esta moderación busca eliminar el lujo sin caer en la miseria, reforzando la igualdad y la sobriedad como valores cívicos.

La misma lógica se aplica al consumo de vino. Licurgo pone fin a los brindis obligados, que —según el texto— arruinan cuerpos y mentes, y establece que cada uno beba únicamente cuando tenga sed. El beber deja de ser un acto social de exceso y presión colectiva para convertirse en una respuesta natural a una necesidad corporal. De este modo, el placer se somete al autocontrol y la embriaguez pierde su legitimidad cultural.

Comunidad intergeneracional, sobriedad cotidiana y vigilancia moral en la Esparta de Licurgo según Jenofonte

En este pasaje, Jenofonte profundiza en uno de los efectos centrales del sistema espartano: impedir que alguien, por glotonería o por incontinencia en la bebida, se dañe a sí mismo o perjudique su hacienda. La regulación de la vida común no apunta solo a la templanza moral, sino también a la preservación material del ciudadano. El exceso no es visto como un vicio privado, sino como una amenaza al equilibrio personal y, por extensión, al orden de la ciudad.

La comparación con las demás ciudades griegas refuerza esta idea. Allí, dice Jenofonte, los hombres de una misma edad suelen reunirse entre sí, generando espacios donde reina el menor decoro posible. Licurgo, en cambio, introduce deliberadamente la mezcla de edades en Esparta. Esta decisión tiene un claro propósito pedagógico: los jóvenes quedan expuestos de manera constante a la experiencia, la mesura y el ejemplo de los mayores. La educación ya no depende solo de normas abstractas, sino de una convivencia viva entre generaciones.

Los filitios aparecen así como verdaderas escuelas cívicas. En ellos se conversa sobre todo aquello que puede beneficiar a la ciudad, excluyendo de raíz la insolencia, la embriaguez, las acciones vergonzosas y las palabras torpes. La conversación misma se convierte en un ejercicio moral y político. Comer juntos no es un acto meramente nutricional, sino una práctica formativa donde se aprende qué decir, cómo comportarse y qué valores sostener en la vida pública.

Jenofonte subraya además beneficios prácticos muy concretos de esta institución. El hecho de que los comensales deban regresar caminando a sus casas, de noche y sin antorcha, obliga a mantener el dominio del cuerpo incluso después de beber. La embriaguez queda así doblemente desincentivada: por la vigilancia social y por la exigencia física inmediata. La noche debe ser usada “como si fuera día”, lo que refuerza la idea de que el ciudadano armado ha de estar siempre dueño de sí mismo.

El texto avanza luego hacia una observación casi fisiológica y moral a la vez. Licurgo advierte que, con una misma ración de comida, quienes trabajan con empeño presentan buen color, fuerza y buen estado corporal, mientras que los perezosos aparecen hinchados, débiles y descoloridos. Esta constatación refuerza una idea clave del sistema espartano: no es la cantidad de alimento lo que determina la salud, sino la disposición al esfuerzo y al trabajo.

A partir de ello, Licurgo no deja la cuestión al azar. Comprendiendo que el mejor estado físico surge cuando el esfuerzo nace de la propia voluntad, establece una forma de vigilancia en los gimnasios, confiando al mayor de cada uno el cuidado de que nunca falte la actividad adecuada. El control no busca humillar, sino estimular el trabajo constante y evitar la dejadez.

Comunidad de autoridad, salud corporal y disolución de la propiedad privada en la Esparta de Licurgo según Jenofonte

Jenofonte continúa reforzando la idea de que la legislación de Licurgo no yerra en nada de lo que toca a la formación integral del ciudadano. La observación inicial sobre la salud y la complexión de los espartanos no es anecdótica: subraya que el equilibrio entre alimento y ejercicio produce cuerpos excepcionalmente sanos y fuertes. El énfasis en que ejercitan por igual piernas, brazos y cuello revela una concepción armónica del cuerpo, preparado no para una destreza parcial, sino para la exigencia total de la guerra. La fortaleza física aparece como consecuencia directa de un régimen de vida sobrio y activo, no de privilegios materiales.

A partir de aquí, Jenofonte introduce un contraste radical entre Esparta y el resto de las ciudades griegas. Mientras que en ellas cada cual gobierna exclusivamente lo suyo —hijos, esclavos y hacienda—, Licurgo adopta una lógica opuesta, orientada al provecho recíproco de los ciudadanos sin causar daño a nadie. El núcleo de esta innovación es la disolución práctica de la autoridad privada exclusiva, sustituida por una autoridad compartida y comunitaria.

Esta idea se expresa con particular fuerza en la educación de los hijos. Licurgo dispone que cualquier ciudadano pueda gobernar tanto a los niños propios como a los ajenos, lo que transforma la paternidad en una función cívica antes que estrictamente familiar. El argumento es profundamente coherente: quien gobierna a los hijos de otros sabiendo que esos otros gobiernan a los suyos, necesariamente los tratará como quisiera que los propios fueran tratados. La educación deja de depender del carácter particular de cada padre y se somete a un ideal común de corrección y virtud.

El pasaje alcanza aquí uno de sus puntos más duros desde la sensibilidad moderna. Si un niño se queja ante su padre por haber sido castigado por otro ciudadano, se considera reprochable que el padre no lo castigue nuevamente. Esta práctica revela hasta qué punto la confianza mutua es absoluta: no se concibe que otro ciudadano ordene algo que no sea justo y formativo. El castigo no es visto como abuso, sino como instrumento legítimo de educación cívica, y la autoridad privada queda completamente subordinada al orden colectivo.

La misma lógica de comunidad se extiende a los bienes materiales y a los recursos. Licurgo permite que quien lo necesite pueda servirse de los criados ajenos, y establece un régimen de uso común incluso para los perros de caza. Quien los necesita invita a cazar; quien no puede ir, los presta gustosamente. No hay apropiación celosa ni exclusividad rígida, sino disponibilidad orientada al bien común y a la utilidad práctica.

El texto avanza aún más al señalar el uso compartido de los caballos. El ciudadano enfermo, apurado o necesitado de transporte puede servirse de los caballos de otro sin reproche alguno. La propiedad, aunque formalmente existente, queda funcionalmente relativizada. Lo decisivo no es la titularidad, sino la necesidad y la utilidad para la vida cívica.

Comunidad de bienes y rechazo de la riqueza privada

Licurgo extendió la lógica educativa y disciplinaria hasta el ámbito económico y cotidiano, configurando una comunidad donde la propiedad privada pierde su carácter excluyente. El ejemplo del caballo —que puede ser tomado, bien tratado y devuelto— ilustra una ética de uso antes que de posesión. No se trata de abolir la propiedad, sino de subordinarla al bien común y a la necesidad concreta. La confianza mutua y la ausencia de sospecha sustituyen al celo propietario típico de otras poleis.

La norma que permite a los necesitados tomar alimentos ya preparados, abrir los sellos y luego volver a cerrarlos, profundiza esta idea. Licurgo convierte la abundancia privada en un recurso colectivo disponible en caso de necesidad. Así, incluso quienes tienen poco “participan de todo lo que hay en el país”. Jenofonte subraya que esta práctica no genera desorden, porque se funda en la moderación y en el reconocimiento de límites: se toma sólo lo necesario. La comunidad espartana se define, así, no por la igualdad absoluta de bienes, sino por la igualdad en el acceso cuando la necesidad lo exige.

Mientras en otras ciudades cada ciudadano busca enriquecerse por medio de la agricultura, el comercio o los oficios, en Esparta los hombres libres tienen prohibido dedicarse a cualquier actividad lucrativa. Su única ocupación legítima es aquella que asegura la libertad de la ciudad. La economía queda relegada a un plano secundario y subordinado a la virtud cívica. La riqueza deja de ser un fin y pasa a ser, en el mejor de los casos, irrelevante.

Jenofonte insiste en que esta organización sólo es posible porque Licurgo impuso un mismo tenor de vida para todos. Al eliminar el lujo y la competencia por el dinero, se suprime también la molicie y la envidia. El prestigio social no proviene de la ostentación, sino de la buena forma física y del servicio a los amigos mediante el esfuerzo personal. Servir con el propio cuerpo es presentado como obra del espíritu; servir con dinero, como algo inferior. La virtud sustituye al capital como criterio de valoración social.

La moneda pesada y voluminosa, junto con la prohibición del oro y la plata, hace prácticamente imposible la acumulación secreta. La riqueza no sólo es inútil, sino peligrosa: su posesión acarrea multas, vigilancia y más molestias que placeres. Con esta medida extrema, Licurgo erradica la ganancia injusta y desincentiva cualquier deseo de enriquecimiento. Jenofonte concluye dejando clara la lógica del sistema: allí donde la riqueza trae más problemas que beneficios, deja de ser deseable.

Obediencia, poder y sacralización de la ley en Esparta

Sostiene que la obediencia absoluta a las leyes y a los magistrados —rasgo distintivo de Esparta— no fue impuesta de manera abrupta ni contra la voluntad de los ciudadanos más influyentes. Por el contrario, Licurgo habría asegurado primero el consentimiento de los más poderosos de la ciudad. La estrategia es clara: si quienes detentan prestigio y autoridad social se someten voluntariamente al poder público, el resto de la comunidad seguirá su ejemplo. Así, la obediencia no aparece como humillación, sino como un ideal cívico que comienza por la élite y se difunde al conjunto del cuerpo político.

Jenofonte subraya el contraste con otras ciudades griegas, donde los hombres influyentes evitan mostrarse sumisos a los magistrados, considerando tal actitud indigna de un hombre libre. En Esparta ocurre lo contrario: los más poderosos se enorgullecen de obedecer, acuden con premura cuando son llamados y buscan agradar a la autoridad. Este comportamiento tiene un claro sentido pedagógico y político: al obedecer primero quienes podrían resistirse, se consolida una cultura de disciplina generalizada. La obediencia se convierte así en un bien supremo, válido tanto en la ciudad como en el ejército y en la familia.

Jenofonte destaca que fueron los propios poderosos quienes contribuyeron a fortalecer esta magistratura, conscientes de que un poder efectivo es indispensable para imponer respeto a las leyes. Los éforos poseen amplias atribuciones: pueden castigar a cualquier ciudadano, actuar de inmediato, suspender a otros magistrados e incluso someterlos a juicio capital. A diferencia de otras ciudades, no toleran abusos durante el ejercicio del cargo, sino que corrigen sin demora cualquier infracción legal. El control del poder es constante y no se suspende ni siquiera frente a las autoridades más altas.

Jenofonte presenta uno de los recursos más eficaces de Licurgo para garantizar la obediencia: la sacralización de la ley. Antes de promulgarla, el legislador consulta al oráculo de Delfos junto a los más poderosos de Esparta. Una vez que el dios confirma que las leyes son las mejores para la ciudad, su cumplimiento deja de ser solo una obligación jurídica y pasa a ser un deber religioso. Desobedecer la ley no es únicamente ilegal, sino impío. De este modo, Licurgo refuerza la autoridad normativa al unir derecho, política y religión, logrando que la obediencia sea aceptada no por temor, sino por convicción profunda.

Honor, cobardía y educación del valor en Esparta

No se trata de una exaltación retórica del heroísmo, sino de una convicción social profundamente arraigada. Jenofonte dice incluso que, en la práctica, mueren menos quienes eligen el valor que quienes optan por huir, porque el coraje suele ir acompañado de disciplina, eficacia y mayores probabilidades de salvación. El valor no solo es noble, sino también útil, firme y generador de seguridad.

Jenofonte añade que el valor atrae naturalmente la buena fama y el reconocimiento social. Los valientes son buscados como aliados, amigos y compañeros, lo que refuerza el carácter deseable de la virtud. Licurgo, consciente de esta dinámica, no se limitó a elogiar el coraje, sino que estructuró la ciudad de tal modo que la felicidad estuviera asociada al valor y la infelicidad a la cobardía. La virtud deja de ser un ideal abstracto y se convierte en una condición concreta para una vida digna dentro de la polis.

El contraste con las demás ciudades griegas es decisivo. En ellas, ser cobarde acarrea apenas una mala reputación, pero no implica una exclusión efectiva de la vida social. El cobarde puede circular libremente, compartir el gimnasio y ocupar los mismos espacios que los valientes. En Esparta, en cambio, la cobardía tiene consecuencias visibles, cotidianas y humillantes. El cobarde es excluido de la mesa común, marginado en los juegos, relegado en los coros y forzado a ceder el paso incluso a los más jóvenes. La vergüenza es pública, constante y pedagógica.

La sanción alcanza incluso el ámbito familiar y doméstico. El cobarde debe mantener a sus parientas solteras, soportar su desprecio público y ver su casa privada de esposa, además de pagar multas por su situación. No puede integrarse alegremente a la vida social ni imitar a los ciudadanos intachables sin exponerse a castigos físicos. Así, la cobardía no es simplemente una falta moral, sino una condición socialmente insoportable. La vida del cobarde se convierte en una existencia marcada por la humillación permanente.

Jenofonte concluye que, dadas estas circunstancias, no resulta sorprendente que en Esparta se prefiera la muerte antes que una vida tan vergonzosa. El sistema de Licurgo logra que el honor no sea un discurso, sino una experiencia vivida, y que el valor no dependa de exhortaciones morales, sino de un entramado institucional que premia y castiga con implacable coherencia. De este modo, la educación del valor se consolida como uno de los pilares fundamentales de la estabilidad y la fama de la ciudad lacedemonia.

La virtud hasta la vejez y la práctica pública de la kalokagathía

Jenofonte afirma que Licurgo legisló con especial acierto al extender la práctica de la virtud hasta el final de la vida. Al situar la edad para aspirar a la gerusía en los años cercanos a la muerte, aseguró que la kalokagathía —la excelencia moral y cívica— no se relajara con la ancianidad. La virtud no es un ideal propio de la juventud ni una etapa transitoria, sino una exigencia permanente. Así, la vejez no queda marginada del proyecto político, sino que se convierte en su culminación.

Este diseño se refuerza al conferir a los ancianos el rol de jueces en los procesos capitales. Con ello, Licurgo invierte la jerarquía habitual que privilegia la fuerza juvenil: en Esparta, la experiencia moral y el carácter probado pesan más que la potencia física. La ancianidad se vuelve digna de honor, no por compasión, sino por autoridad ética. La ciudad aprende a valorar la virtud consolidada por encima del vigor corporal.

Jenofonte dice además que la competencia por acceder a la gerusía es la más noble de todas, superior incluso a los concursos gimnásticos. Mientras éstos evalúan el cuerpo, aquélla juzga el alma. Dado que el alma es superior al cuerpo, la disputa moral resulta más elevada y más significativa para la ciudad. La política se convierte, así, en una arena de excelencia ética, no en un simple espacio de poder.

Uno de los rasgos más admirables de Licurgo, según Jenofonte, es haber comprendido que la virtud privada no basta para engrandecer una patria. Por ello obligó a todos los ciudadanos a ejercitarse públicamente en las virtudes. Esparta supera a las demás ciudades no porque tenga individuos virtuosos excepcionales, sino porque hace de la virtud una práctica colectiva y visible. La kalokagathía deja de ser un ideal individual para convertirse en un hábito cívico institucionalizado.

En coherencia con esta visión, Licurgo castiga no sólo al que daña a otro, como ocurre en las demás ciudades, sino también al que descuida manifiestamente el ser lo mejor posible. El flojo y el cobarde no perjudican sólo a individuos concretos: traicionan a la ciudad entera. Por ello, el castigo que reciben es mayor. La falta de virtud es concebida como un daño político, no como una simple debilidad personal.

Jenofonte destaca que la pertenencia al cuerpo de los Iguales depende del compromiso activo con las leyes y las virtudes políticas. La ciudad es tierra común para todos los que obedecen y practican la excelencia, sin atender a la riqueza ni a la fuerza corporal. Pero quien, por cobardía, rehúsa cumplir las leyes, pierde su condición de igual. Aunque estas leyes son antiguísimas, siguen siendo nuevas para los demás pueblos; todos las alaban, pero ninguna ciudad se atreve a imitarlas.

Orden, previsión y superioridad táctica del ejército espartano

Jenofonte comienza este pasaje señalando que los bienes descritos hasta ahora —disciplina, obediencia, virtud— son comunes tanto en la paz como en la guerra. Sin embargo, introduce aquí un nuevo ámbito donde Licurgo habría sobresalido de manera especial: la organización militar. La clave inicial es la previsión. Los éforos no solo convocan a hoplitas y jinetes según edades, sino que también llaman a los artesanos necesarios para la campaña. De este modo, el ejército espartano no depende del azar ni de improvisaciones: todo aquello que sostiene la vida civil está previsto también para la guerra. La autosuficiencia logística es un rasgo esencial de su eficacia.

Esta previsión se refuerza con la organización del transporte y los suministros. Carros, mulos y útiles están dispuestos de antemano, de modo que si algo falta resulta inmediatamente evidente. Jenofonte da así una idea fundamental: la superioridad militar no depende solo del combate, sino del orden, la administración y la capacidad de sostener la campaña. La guerra, en Esparta, es una prolongación disciplinada de la vida cívica.

En el plano simbólico y psicológico, Licurgo presta atención incluso al atuendo. El traje rojo, el escudo de bronce y la cabellera larga en los hombres maduros no son detalles superficiales: buscan reforzar la identidad guerrera, la impresión de ferocidad y la dignidad marcial. La apariencia externa se convierte en un instrumento de cohesión y de intimidación. El soldado espartano no solo combate: encarna visualmente la guerra.

La descripción de la estructura táctica revela otro punto central del elogio de Jenofonte: la simplicidad funcional. Aunque muchos creen que la formación laconia es excesivamente compleja, el autor sostiene lo contrario. Cada unidad tiene jefes claros, funciones precisas y un orden fácilmente comprensible. La claridad del mando permite que cualquiera que observe con atención pueda entender el sistema. No hay confusión entre quién manda y quién sigue.

La verdadera excelencia aparece, sin embargo, cuando la formación se desordena. Lo que resulta incomprensible para los no educados en las leyes de Licurgo es precisamente la capacidad de recomponerse en plena acción. Los espartanos saben maniobrar, cambiar profundidad, girar, invertir frentes y adaptarse a ataques por cualquier dirección. Esta flexibilidad disciplinada no es fruto de la improvisación, sino de una educación común que ha convertido el movimiento colectivo en un hábito casi natural.

Jenofonte insiste en que los cambios de frente —ya sea ante un enemigo frontal, posterior o lateral— se realizan sin pánico y sin romper la cohesión. Incluso aquello que otros considerarían desventajoso, como llevar el jefe al ala izquierda, es reinterpretado estratégicamente. La disposición busca siempre que los más esforzados enfrenten el mayor peligro. La táctica no persigue la comodidad, sino la eficacia y el honor.

La guerra no es un ámbito excepcional, sino el escenario donde se manifiesta plenamente la formación integral del ciudadano lacedemonio. Por eso, lo que para otros ejércitos es difícil o caótico, para los espartanos resulta natural: han sido educados, desde la infancia, para obedecer, maniobrar y mantenerse firmes como un solo cuerpo.

El campamento como prolongación del orden cívico

Licurgo rechaza la disposición cuadrangular por considerarla inútil y prefiere el campamento circular, salvo cuando la geografía —montañas, murallas o ríos— ofrece una defensa natural. Esta elección revela una concepción racional del espacio militar: el campamento no es un refugio improvisado, sino una estructura pensada para la seguridad, la visibilidad y el control permanente.

La organización de las guardias refuerza esta lógica. Durante el día, los centinelas vigilan las armas dentro del campamento, no tanto por temor al enemigo como por precaución frente a los propios compañeros. La desconfianza interna —especialmente comprensible en una sociedad que convive con esclavos sometidos— se traduce en una vigilancia constante. A los enemigos, en cambio, se los observa a distancia mediante jinetes apostados en puntos elevados, capaces de detectar cualquier movimiento con antelación.

Por la noche, la guardia exterior queda a cargo de los esciritas, tropas especializadas en misiones arriesgadas y situadas habitualmente en los lugares más peligrosos. Jenofonte explica que el uso de fuerzas específicas —y más tarde incluso extranjeras— responde a la misma lógica que mantener a los esclavos alejados de las armas: la seguridad se basa en una estricta separación de funciones y en el control de quién puede portar armamento. Incluso fuera de servicio, los soldados no se separan de sus armas más que lo indispensable, lo que refuerza la cohesión y reduce cualquier riesgo interno.

El movimiento frecuente del campamento constituye otro rasgo distintivo. No se trata solo de hostigar al enemigo, sino también de beneficiar a los aliados y evitar la relajación de la tropa. La movilidad impide el estancamiento y mantiene a los soldados en un estado constante de alerta. En coherencia con esto, la ley ordena que los lacedemonios continúen ejercitándose gimnásticamente incluso en campaña, no solo para reforzar su seguridad, sino también para conservar una apariencia noble y disciplinada frente a los demás ejércitos.

La jornada militar está cuidadosamente reglamentada. Los ejercicios se realizan dentro del radio de la mora para evitar dispersiones; luego vienen la revista, el desayuno, los relevos, el descanso, los entrenamientos vespertinos y la comida común. Todo culmina con cantos a los dioses que han concedido auspicios favorables, tras lo cual los soldados descansan junto a sus armas. La guerra, así, se desarrolla bajo un ritmo ordenado que combina disciplina corporal, organización del tiempo y observancia religiosa.

El campamento espartano aparece, entonces, como una extensión exacta del orden político y educativo de la ciudad. Nada queda al azar; todo está sometido a la ley, a la previsión y a una disciplina que hace de la guerra un ejercicio continuo de virtud colectiva.

La realeza militar: sacralidad, mando y orden en campaña

Jenofonte expone en este capítulo cómo Licurgo dotó al rey de un poder y una dignidad específicos dentro del ejército, cuidadosamente delimitados y orientados al buen funcionamiento de la guerra. La ciudad se hace cargo del sustento del rey y de su estado mayor durante la campaña, y comparte con él la tienda los polemarcos y otros miembros destacados, con el fin de facilitar la deliberación constante. Nada se deja al azar: incluso tres ciudadanos de los Iguales están asignados al servicio del rey para que ninguna necesidad práctica interfiera en el cuidado de los asuntos militares. La realeza aparece así integrada en una estructura colectiva, no aislada ni arbitraria.

El relato del inicio de la expedición muestra el carácter religioso del mando real. Antes de salir del territorio, el rey sacrifica a Zeus Conductor y a los dioses tutelares de Esparta; luego, al llegar a las fronteras, renueva los sacrificios a Zeus y a Atenea. El fuego sagrado que precede a la marcha no se apaga jamás, simbolizando la continuidad de la protección divina. La guerra es presentada como una empresa que solo puede emprenderse bajo auspicios favorables, y el rey actúa como mediador entre la ciudad y los dioses.

Estas ceremonias no son privadas ni secretas. Asisten a ellas los principales jefes militares, los responsables logísticos, los aliados y cualquiera de los generales que lo desee, junto con dos éforos. Aunque éstos no intervienen directamente, su sola presencia introduce un principio de vigilancia y moderación. Incluso el rey, investido de dignidad sagrada, actúa bajo la mirada de la ley. Tras los sacrificios, el rey convoca a todos y da las órdenes, de modo que la planificación religiosa y la estrategia militar se encadenan sin ruptura.

Jenofonte destaca la excelencia organizativa del ejército lacedemonio al describir la disposición de la marcha y del combate. Cuando no hay enemigo a la vista, preceden al rey únicamente los exploradores; pero ante la expectativa de combate, el rey ocupa una posición central cuidadosamente calculada, rodeado por las moras y los polemarcos. Detrás marchan los miembros del consejo real y otros especialistas —adivinos, médicos, músicos— junto con voluntarios. Esta disposición muestra que la guerra es entendida como una tarea compleja que requiere previsión técnica, religiosa y humana.

Especial atención merece el ritual previo al combate. A la vista del enemigo, el sacrificio, el sonido de las flautas, las coronas y la limpieza de las armas crean un clima de solemnidad y orden. Incluso se permite al joven arreglar su cabellera antes de entrar en combate, para presentarse con dignidad y esplendor. Lejos de ser gestos superficiales, estos rituales refuerzan la cohesión, el autocontrol y la confianza. El combate se inicia no en el caos, sino en la armonía.

En cuanto al ejercicio del mando, Licurgo limita cuidadosamente las competencias del rey. El monarca decide la disposición del campamento y dirige las operaciones militares, pero no concentra todas las funciones del poder. Las peticiones de justicia, de dinero o de botín se derivan a magistrados específicos. Así, el rey queda reducido —en el mejor sentido— a dos funciones esenciales: sacerdote ante los dioses y general ante los hombres. Con ello, Jenofonte muestra que la grandeza del sistema espartano no reside en la arbitrariedad del poder personal, sino en la clara delimitación de funciones dentro de un orden político y militar perfectamente articulado.

La decadencia de Esparta y la ruptura del legado de Licurgo

Jenofonte ya no describe el sistema lacedemonio como modelo vigente, sino que se pregunta explícitamente si las leyes de Licurgo permanecen inmutables, y responde con franqueza que no se atrevería a afirmarlo. El contraste entre el pasado y el presente estructura todo el pasaje: frente a una Esparta austera, disciplinada y autocontenida, aparece ahora una ciudad seducida por el poder exterior y la riqueza. La virtud que antes sostenía el orden político ha comenzado a erosionarse.

Uno de los síntomas más claros de esta decadencia es el cambio de actitud frente a la riqueza. Jenofonte recuerda que antiguamente los espartanos temían incluso poseer oro, mientras que ahora algunos se jactan abiertamente de sus bienes. Este giro revela una transformación profunda de los valores: lo que antes era vergonzoso y peligroso se ha convertido en motivo de orgullo. Con ello se rompe el principio licurgueo según el cual la riqueza corrompe el carácter y debilita la cohesión de la ciudad.

A este fenómeno se suma la desaparición de prácticas defensivas fundamentales del viejo orden espartano, como la limitación del contacto con extranjeros y la restricción de los viajes al exterior. Estas medidas no respondían a xenofobia, sino al temor de que los ciudadanos adoptaran costumbres blandas y ajenas a la disciplina laconia. Jenofonte señala que hoy ocurre lo contrario: los hombres más influyentes buscan pasar el mayor tiempo posible fuera de Esparta, ejerciendo cargos de dominio en ciudades extranjeras, precisamente allí donde antes residía el mayor riesgo de corrupción moral.

El sistema de los harmostas se convierte en el eje de la crítica política. Lo que inicialmente pudo ser un instrumento militar legítimo terminó alimentando ambiciones imperialistas y personales. Jenofonte observa que antes los espartanos competían por ser dignos de la hegemonía; ahora, en cambio, se esfuerzan más por tener mando que por merecerlo. El poder deja de ser una consecuencia de la virtud y se convierte en un fin en sí mismo, lo que implica una inversión completa del ideal licurgueo.

Este cambio se refleja también en la percepción que el resto de Grecia tiene de Esparta. Donde antes las ciudades acudían voluntariamente a los lacedemonios como árbitros y defensores de la justicia, ahora se organizan para impedir que vuelvan a mandar. La hegemonía moral ha sido sustituida por un dominio impopular y temido. Jenofonte deja claro que este desprestigio no es injusto ni accidental, sino consecuencia directa del abandono de las leyes y del orden sagrado que las sostenía.

Los lacedemonios ya no obedecen ni al dios ni a las leyes de Licurgo. Con ello, Jenofonte cierra su obra no con un elogio, sino con una advertencia histórica y moral. Esparta no cayó por falta de instituciones, sino por dejar de vivir conforme a ellas. Ninguna constitución, por perfecta que sea, puede sostenerse si la virtud que la anima deja de practicarse.

La monarquía espartana: equilibrio, sacralidad y limitación del poder

Jenofonte expone los acuerdos fundamentales entre el rey y la ciudad, diciendo que la realeza es la única magistratura que permanece prácticamente intacta desde su institución originaria. A diferencia de otras formas políticas, sujetas a cambios y evoluciones, la monarquía conserva su configuración inicial. Esto no es casual: Licurgo diseñó el poder real como una pieza estable dentro del sistema, cuidadosamente delimitada para evitar tanto la tiranía como la envidia cívica.

El primer rasgo esencial de la realeza es su carácter sagrado. El rey realiza todos los sacrificios públicos en nombre de la ciudad, precisamente porque su autoridad procede del dios. Asimismo, siempre que Esparta envía un ejército, es el rey quien lo encabeza. De este modo, se unen en su persona la mediación religiosa y el mando militar, reforzando la idea de que la guerra y la vida cívica se desarrollan bajo una legitimidad divina. Sin embargo, esta sacralidad no se traduce en un poder económico excesivo.

Licurgo garantiza al rey un bienestar moderado, asignándole tierras en diversas ciudades vecinas y una participación en las ofrendas, suficientes para vivir sin penuria, pero no para sobresalir por riqueza. La intención es clara: el rey no debe depender de la fortuna privada, pero tampoco debe convertirse en un personaje distante o superior al resto por la acumulación de bienes. La igualdad relativa se mantiene incluso en la cúspide del poder.

Este mismo principio se refleja en la vida común del rey. Come en público como los demás ciudadanos, aunque recibe doble ración, no para su propio consumo, sino para honrar a quien él desee. También puede elegir a dos compañeros de mesa —los Pitios—, que cumplen funciones religiosas y oraculares, reforzando el vínculo entre la realeza y la consulta divina. Incluso los detalles prácticos, como la provisión permanente de animales para sacrificios y un estanque de agua junto a su casa, dicen que el rey está siempre preparado para cumplir sus deberes religiosos y cívicos.

El respeto institucional hacia el rey se expresa en gestos simbólicos: todos se levantan en su presencia, excepto los éforos, lo que indica claramente que la monarquía no está por encima de la ley ni de los órganos de control. Este equilibrio se formaliza mediante el juramento mensual: los éforos juran en nombre de la ciudad y el rey en nombre propio. El pacto es recíproco: el rey promete gobernar conforme a las leyes, y la ciudad se compromete a sostener firmemente la monarquía mientras el juramento sea respetado.

Jenofonte concluye subrayando la moderación de las honras concedidas al rey en vida, deliberadamente no muy superiores a las de los particulares. Licurgo evita así alimentar ambiciones tiránicas o resentimientos populares. Sin embargo, tras la muerte, el trato cambia radicalmente: las leyes muestran que los reyes son honrados no como simples hombres, sino como héroes. La realeza espartana alcanza entonces su máxima dignidad simbólica, no en el ejercicio del poder, sino en la memoria colectiva, cerrando así un modelo político donde la autoridad se equilibra por la ley, la religión y la virtud cívica.

Conclusión

En La República de los lacedemonios, Jenofonte presenta a Esparta como el ejemplo extremo de una comunidad que subordinó todos los ámbitos de la vida —familia, educación, economía, guerra, política y religión— a la formación de la virtud cívica. La grandeza laconia no surge del azar ni de la fuerza bruta, sino de un sistema coherente de leyes que hizo del honor, la obediencia y la disciplina hábitos cotidianos, practicados desde la infancia hasta la vejez. Sin embargo, el propio Jenofonte introduce una nota decisiva de advertencia: cuando Esparta abandona el espíritu de Licurgo y sustituye la virtud por la ambición, la austeridad por la riqueza y el mérito por el poder, pierde también su autoridad moral sobre Grecia. El texto se convierte así no solo en un elogio de una constitución ejemplar, sino en una lección universal: ninguna ciudad se mantiene grande por sus leyes si deja de vivir conforme a ellas.

miércoles, 24 de diciembre de 2025

Plutarco - Moralia: La inconveniencia de contraer deudas

En La inconveniencia de contraer deudas, Plutarco abandona momentáneamente los grandes temas heroicos y políticos para descender a un problema tan cotidiano como corrosivo: el endeudamiento. Con un tono incisivo y profundamente moral, el autor muestra cómo la afición al lujo y a la ostentación convierte a ciudadanos libres en esclavos de sus acreedores, socavando no solo la economía personal, sino también la dignidad, la libertad y los derechos cívicos. Este tratado, tan enraizado en la crisis social de las ciudades griegas bajo dominio romano, sigue interpelando hoy con una advertencia clara y vigente: ninguna riqueza justifica perder la libertad.

LA INCONVENIENCIA DE CONTRAER DEUDAS

La deuda como esclavitud: lujo, autosuficiencia y libertad en Plutarco

Hay que partir de una ley concreta de Platón para extraer de ella una enseñanza moral y social aplicable a la vida económica. La referencia inicial a las Leyes de Platón, donde se regula el uso del agua entre vecinos, no es accidental. Platón permite acudir al agua ajena solo después de haber agotado los propios recursos mediante el trabajo y la exploración del terreno (Platón, Leyes 844b). Plutarco interpreta esta norma no solo como una medida práctica, sino como una ley pedagógica: la ley debe remediar la necesidad, pero no fomentar la indolencia ni el abuso. Desde ahí plantea la analogía central del texto: así como no se debe recurrir al agua del vecino sin antes haber buscado la propia, tampoco debería recurrirse al dinero ajeno sin haber examinado y utilizado primero los bienes propios.

Sobre esta base, Plutarco dirige su crítica no contra la pobreza, sino contra el lujo. El endeudamiento no surge —según él— de la necesidad real, sino de la molicie, la ostentación y el deseo de mantener un nivel de vida superior a los propios medios. Por eso subraya un dato revelador: a los pobres no se les presta, sino a quienes ya poseen bienes. El crédito no es un auxilio social, sino un instrumento que captura a quienes, teniendo patrimonio, se niegan a desprenderse de él. La paradoja moral es contundente: quien tiene bienes no debería pedir prestado, y sin embargo es precisamente quien los tiene el que se endeuda, hipotecando su libertad futura para conservar un lujo presente.

En el segundo movimiento del texto, Plutarco refuerza su exhortación mediante imágenes domésticas y un juego semántico deliberado. El término griego trápeza significa a la vez “mesa” y “banco”, lo que le permite afirmar que el mejor préstamo es el que se toma de la propia mesa. Copas, platos y vajillas de plata deben ser vendidos para cubrir las necesidades, pues es preferible desprenderse de objetos suntuarios que someterse al dominio del usurero. La crítica no es estética, sino moral: la riqueza conservada mediante intereses se vuelve impura, maloliente, y convierte incluso los días sagrados —como la luna nueva o las calendas— en fechas odiadas, porque son el momento del pago. La deuda, así, contamina el tiempo, el culto y la vida cotidiana.

Plutarco introduce además una crítica directa a quienes prefieren empeñar sus bienes antes que venderlos. Empeñar es, para él, una forma de autoengaño: se conserva la apariencia de propiedad, pero se acepta pagar intereses sobre lo que ya es, en los hechos, del acreedor. Ni siquiera Zeus Ktesios, protector del hogar y de la propiedad, puede salvar a quien ha sometido voluntariamente sus bienes a la usura. La vergüenza moral se invierte: el deudor se avergüenza de vender, pero no de pagar intereses, aunque estos lo despojen lentamente de todo.

El ejemplo histórico de Pericles cumple una función decisiva. Al recordar que el estadista ateniense ordenó que el oro del ornamento de Atenea fuera desmontable para usarlo en caso de necesidad pública y luego restituirlo, Plutarco establece un modelo de conducta racional frente a la crisis. Incluso lo sagrado puede ponerse al servicio de la supervivencia colectiva si ello preserva la libertad. De igual modo, en la vida privada, vender bienes y reducir el modo de vida es comparable a resistir un asedio: aceptar un préstamo es introducir al enemigo dentro de la ciudad, permitir que un usurero se convierta en guarnición permanente del propio hogar.

La deuda no es solo una carga económica, sino una forma de esclavitud que somete bienes, tiempo y libertad. Frente a ella, Plutarco propone una ética de la autosuficiencia: eliminar lo superfluo, adaptar el modo de vida a lo necesario y confiar en que la fortuna permitirá, más adelante, recuperar lo perdido. La libertad —personal y cívica— vale más que la riqueza, y cualquier economía que la sacrifique, por cómoda o elegante que parezca, es ya una derrota moral.

La autosuficiencia como santuario de libertad: deuda, servidumbre y ruina cívica

En este extenso pasaje de La inconveniencia de contraer deudas, Plutarco radicaliza su tesis central: la deuda no es solo un problema económico, sino una forma de esclavitud moral, social y política que degrada tanto al individuo como a la ciudad. Para demostrarlo, recurre a una serie de ejemplos históricos, religiosos y míticos que funcionan como contrastes morales entre el sacrificio voluntario en favor de la libertad y la humillación autoimpuesta por el endeudamiento.

Plutarco comienza oponiendo la conducta ejemplar de las mujeres romanas y cartaginesas a la actitud de sus contemporáneos. Las primeras entregan joyas o incluso su propio cabello para la defensa de la patria, mostrando que, en situaciones extremas, lo valioso puede y debe sacrificarse sin vergüenza cuando está en juego la libertad colectiva. Frente a esto, Plutarco denuncia la vergüenza mal orientada de quienes rehúsan vender bienes superfluos y, en cambio, aceptan encadenarse mediante hipotecas y pagarés. La crítica es ética: no hay deshonra en la austeridad, pero sí en conservar el lujo a costa de la servidumbre. La autárkeia —la autosuficiencia— aparece aquí como virtud cardinal, capaz de fundar un “santuario de libertad” para la familia y la posteridad.

La metáfora religiosa refuerza esta idea. Plutarco contrapone el asilo jurídico ofrecido por el templo de Ártemis en Éfeso —limitado, circunstancial y externo— con el asilo permanente de la vida sencilla, accesible en cualquier lugar para el hombre sensato. Este santuario interior no protege solo de los acreedores, sino que garantiza ocio verdadero, dignidad y derechos cívicos. Así, la frugalidad deja de ser una renuncia y se convierte en una forma superior de seguridad.

El ejemplo del “muro de madera” otorgado por el oráculo en las guerras médicas (Heródoto, VII, 141-143) profundiza la analogía. Así como los atenienses abandonaron tierras y casas para refugiarse en las naves y salvar su libertad, del mismo modo —afirma Plutarco— la divinidad ofrece hoy una “mesa de madera” y una vajilla humilde a quien esté dispuesto a vivir libre. El mensaje es inequívoco: la libertad exige movilidad, desprendimiento y capacidad de abandonar lo accesorio. El lujo, en cambio, es lento y pesado; los intereses siempre lo alcanzan antes que el deudor pueda huir.

A partir de aquí, la figura del usurero se transforma en enemigo político. No pide “tierra y agua” como los persas —símbolo del sometimiento imperial—, pero su ataque es más profundo: apunta directamente contra la libertad y los derechos cívicos. Plutarco describe con crudeza el cerco total que el acreedor impone sobre el deudor, controlando su vida económica, judicial y social. La deuda se revela así como una forma de dominación cotidiana, más eficaz que la conquista militar.

Esta dominación explica el fracaso parcial de las reformas de Solón. Aunque el legislador prohibió la esclavitud por deudas personales, Plutarco observa que los ciudadanos han terminado siendo esclavos de los agentes de sus acreedores, muchas veces esclavos ellos mismos. La ironía es devastadora: hombres libres sometidos a esclavos insolentes, comparables a los verdugos del Hades descritos por Platón (República 615e). El ágora, centro de la vida cívica, se convierte en un lugar de impiedad y tormento para los deudores, devorados lentamente como por buitres o condenados, como Tántalo, a no disfrutar jamás de sus propios bienes.

La comparación histórica con la expedición persa enviada por Darío culmina el argumento. Así como Datis y Artafemes marchaban con cadenas para someter ciudades, los usureros recorren Grecia portando contratos y pagarés como grilletes modernos. No siembran trigo como Triptólemo, sino “raíces de deudas” que se expanden, se multiplican y asfixian a las ciudades. La imagen final de los préstamos que “paren antes de concebir” resume la lógica de la usura: el interés nace al mismo tiempo que el préstamo, y el dinero se va mientras aparentemente se entrega.

La usura como fraude y degradación moral: interés, mentira y falsa necesidad

Plutarco profundiza su ataque contra la usura desplazando el foco desde la metáfora política y cívica hacia la crítica moral y lógica del interés. Así como se decía que había “una Pilos antes de Pilos y otra además”, también en la usura hay “un interés antes del interés, y otro después”. Con ello Plutarco alude a prácticas concretas de los prestamistas —el cobro anticipado de intereses y el interés compuesto— que hacen que la deuda crezca incluso antes de que el dinero haya sido realmente disfrutado. La ironía alcanza un nivel casi filosófico: los usureros parecen burlarse de los físicos que afirman que de lo que no tiene ser no nace nada, pues ellos obtienen “hijos” (tókoι, intereses) de lo que aún no existe. El juego de palabras entre tókos como “hijo” y como “interés” subraya la monstruosidad de un engendramiento antinatural: la deuda se reproduce sin vida real que la sustente.

A partir de ahí, Plutarco introduce el eje de la mentira y el fraude. Resulta especialmente grave —y moralmente incoherente— que quienes consideran deshonroso recaudar impuestos legales no tengan reparos en cobrar intereses ilegales y engañosos. El núcleo de la estafa está en el contrato mismo: se consigna una cantidad que no se entrega íntegramente, de modo que el deudor comienza su relación con el acreedor ya engañado. Frente a la idea, atribuida a los persas, de que mentir es menos grave que contraer deudas (Heródoto, I, 138), Plutarco invierte la acusación: los deudores pueden mentir por necesidad, pero los usureros mienten por pura avaricia, una avaricia que no produce goce ni utilidad auténtica, sino solo ruina ajena.

Esta avaricia es descrita como radicalmente estéril. Los usureros no cultivan los campos que arrebatan, no habitan las casas que confiscan, no usan las mesas ni las ropas que acumulan. Su riqueza no tiene función vital ni social; sirve únicamente como cebo para atraer a nuevas víctimas. El dinero obtenido de la ruina de uno se convierte en el anzuelo con el que se captura a otro, y así la barbarie de la usura se propaga “como el fuego”, alimentándose de destrucción. La imagen es significativa: el usurero no crea, no administra, no disfruta; solo enumera, al final, los nombres de quienes ha desposeído y las casas que ha vaciado. La contabilidad sustituye a la vida.

En el capítulo siguiente, Plutarco introduce una aclaración retórica fundamental: no habla movido por resentimiento personal ni por daños sufridos —“no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos” (Ilíada I, 154)—, sino por una preocupación pedagógica. Su objetivo es mostrar a quienes se inclinan a pedir préstamos el grado de oprobio, insensatez y pérdida de libertad que ello implica. La argumentación adopta entonces una forma casi silogística y extrema en su simplicidad: si tienes bienes, no pidas prestado, porque no estás en la indigencia; si no los tienes, no pidas prestado, porque no podrás devolverlo. En ambos casos, el préstamo carece de justificación racional.

Para reforzar esta enseñanza, Plutarco recurre a un dicho atribuido a Catón el Viejo, quien reprochaba a un anciano malvado que añadiera a los males de la vejez el oprobio de la maldad (Plutarco, Catón el Viejo 9, 10). La analogía es clara: quien ya sufre la pobreza no debe añadirle el peso de la deuda, privándola incluso de su única ventaja frente a la riqueza, esto es, la despreocupación. El proverbio “No puedo llevar la cabra, echadme el buey a cuestas” ilustra la desproporción absurda de cargar con una deuda que resulta insoportable incluso para los ricos.

Ante la pregunta retórica “¿Entonces cómo voy a vivir?”, Plutarco responde enumerando oficios humildes pero dignos: maestro, preceptor, portero, marinero, navegante. Ninguno de ellos —afirma— es tan vergonzoso como oír la exigencia del acreedor: “págame”. La conclusión es coherente con todo el tratado: el trabajo, aun modesto, preserva la libertad; la deuda, aun contraída por comodidad, destruye la dignidad. Así, Plutarco no condena la pobreza ni idealiza el esfuerzo, sino que establece una jerarquía ética clara: es preferible cualquier vida sencilla y autosuficiente a una existencia encadenada por intereses, mentiras y contratos fraudulentos.

El lujo como tempestad y la deuda como naufragio: trabajo, frugalidad y libertad en Plutarco

Plutarco abre con una anécdota: Rutilio reprocha a Musonio Rufo que pida préstamos porque Zeus Salvador no los pide; Musonio responde con ironía: “tampoco es prestamista” (alusión a Rutilio). Aquí Plutarco critica la vanidad discursiva: ¿para qué invocar a Zeus si hay ejemplos obvios en la naturaleza? Golondrinas, hormigas… no piden préstamos, aun careciendo de manos o palabra. La punta moral es humillante: si hasta animales sin “recursos humanos” se arreglan, ¿por qué tú te presentas como más inútil que una corneja o menos noble que un perro? El argumento no es “romantizar” la naturaleza, sino exponer que el ser humano posee inteligencia, habilidades, redes de apoyo y oportunidades (tierra y mar) suficientes para buscar sustento sin caer en la servidumbre del crédito.

Plutarco apoya su tesis con dos modelos de estoicismo “real”, no de pose:

  • Crates cita a Mícilo cardando lana con su mujer, peleando contra el hambre (Crates, fr. 5 Diehl, según la nota).

  • Cleantes, discípulo de Zenón, trabaja en el molino para no abandonar a la filosofía; Antígono Gonatas le pregunta si aún muele trigo y él responde que sí (testimonio paralelo en Diógenes Laercio VII 169–170, según la nota).

Nosotros despreciamos esos trabajos como “de esclavos”, pero entonces pedimos préstamos para “ser libres”, y terminamos adulando a esclavos domésticos, pagándoles tributo y regalos. El contraste revela el eje moral del tratado: el trabajo humilde preserva la libertad; el lujo sostenido con deuda la destruye.

Plutarco insiste en un punto que atraviesa toda la obra: nadie presta a un pobre (remite a lo dicho antes, “supra 827F”, según la nota), así que el endeudamiento que está combatiendo no es el de la indigencia, sino el del derroche. Si bastara “lo necesario”, dice, no existiría la especie de los usureros, del mismo modo que no existen centauros o gorgonas: el lujo “engendra” usureros igual que engendra orfebres y perfumistas. La deuda aparece así como un fenómeno social producido por la ostentación, no por la supervivencia.

También carga contra las “liberalidades” públicas (gastos en espectáculos para la ciudad) hechas por rivalidad y vanidad, idea coherente con Consejos políticos 822D (citado en la nota): no endeudarse para servicios públicos si tus recursos solo cubren lo necesario.

Plutarco describe al deudor atrapado como un caballo embridadado que cambia de jinete, sin volver a los “pastos” originales (probable alusión a la fábula del caballo y el ciervo atribuida a Estesícoro en Retórica de Aristóteles II 20, 3, según la nota). La moraleja es clara: el primer “arreglo” con un acreedor abre la puerta a la servidumbre permanente.

Luego eleva el tono con una imagen cósmica: los deudores vagan como los daimones de Empédocles expulsados y arrojados de un elemento a otro: éter → mar → tierra → sol → éter (Empédocles, B 115 DK). La deuda es presentada como un torbellino que no deja reposar: hoy un prestamista de Corinto, mañana de Patras, luego de Atenas (centros económicos de la época, según la nota). El resultado es “desintegración”: no solo patrimonial, también psicológica y social.

Plutarco inserta dos comparaciones prácticas:

  • Barro: si caes, te levantas o te quedas; si te revuelcas, te hundes más.

  • Cólico / tratamiento: el que rechaza la cura y sigue acumulando lo que lo enferma empeora; aunque “vomite” (pague intereses), otro interés llega y se atraganta.

Aquí está el mensaje técnico (y sorprendentemente moderno): refinanciar y “capitalizar” intereses (sumar unos intereses a otros) agrava la carga. La “purga” real es poner fin a la deuda, no administrarla indefinidamente.

Plutarco declara explícitamente que ahora se dirige a los acomodados, los de “vida muelle” que protestan: “¿quedarme sin esclavos, sin casa?”. Responde con un símil médico: el hidrópico (hinchado por exceso de líquidos) teme “quedarse vacío”; pero precisamente eso es lo que devuelve la salud. La paradoja: “Quédate sin esclavos para no ser esclavo; sin propiedades para no ser propiedad de otro.”

La fábula de los buitres refuerza la idea: el deudor cree que “vomita sus entrañas”, pero en realidad vomita las del cadáver que comió: del mismo modo, cuando vende, ya no vende lo suyo, sino lo del acreedor, porque legalmente lo ha hecho dueño (a través de hipoteca, prenda, etc.). Y si invoca la herencia del padre, Plutarco corta: el padre también te dio libertad y derechos cívicos, más valiosos que un campo; y como aceptas amputar un miembro gangrenado, también debes aceptar cortar posesiones que te matan moralmente.

Plutarco usa la escena de Odiseo: Calipso lo viste con ropas perfumadas (Odisea V 264), pero en el naufragio esas vestiduras empapadas lo hunden; Odiseo se las quita y se salva, ceñido solo con el velo dado por Ino (Odisea V 333–375; y luego V 439). La lectura alegórica es transparente: el lujo es un “regalo” seductor, pero en la tempestad del acreedor (“págame”) se vuelve lastre mortal. Hay incluso un paralelismo explícito con el poema: Zeus amontona nubes y agita el mar (Odisea V 291, 295), y Plutarco lo reinterpreta como intereses acumulados que desatan la tormenta financiera.

Plutarco cita ejemplos de renuncia voluntaria:

  • Crates abandona una fortuna y se refugia en la filosofía (Diógenes Laercio VI 87, con variantes de cantidad, según nota).

  • Anaxágoras deja su tierra para pasto de ovejas.

  • Filóxeno deja un lote fértil en Sicilia porque allí reinaban lujo y molicie: “no me perderán a mí estos bienes; yo los perderé a ellos”.

Con esto Plutarco no predica que todos deban hacerse filósofos mendicantes, sino que muestra que la libertad interior vale más que la administración obsesiva de la riqueza, y que el lujo puede arruinar incluso un buen patrimonio.

Los endeudados se resignan a alimentar Harpías como Fineo, porque el prestamista se lleva su alimento (comparación similar en Lúculo 7, 7, según la nota). ¿Cómo? Comprando por adelantado: trigo antes de la cosecha, aceite antes de la aceituna, vino “vendido” cuando el racimo aún cuelga esperando a Arturo (constelación asociada a la vendimia). Esta práctica concreta de crédito sobre cosechas refuerza el realismo social del tratado y enlaza, según la nota, con el cierre “platónico”.

Conclusión

En La inconveniencia de contraer deudas, Plutarco desmonta la ilusión de que el crédito preserve el bienestar y revela su verdadero rostro: una forma silenciosa de esclavitud que nace del lujo y culmina en la pérdida de la libertad personal y cívica. A través de leyes, mitos, ejemplos históricos y comparaciones vivas, el autor muestra que la deuda no remedia la necesidad, sino que castiga la vanidad; no sostiene la vida, sino que la somete. Frente al naufragio de los intereses acumulados, Plutarco propone una ética del límite: vender lo superfluo, trabajar si es necesario y abrazar la autosuficiencia como santuario inviolable. La enseñanza final es tan antigua como urgente: ninguna riqueza compensa la renuncia a la libertad.