martes, 30 de diciembre de 2025

Plutarco - Moralia: Cómo se debe escuchar

En Cómo se debe escuchar, Plutarco nos recuerda que la educación no comienza hablando, sino aprendiendo a oír bien. Heredero de una paideía profundamente oral, este breve tratado convierte la escucha en una auténtica virtud moral: saber callar, atender sin envidia, discernir el valor del contenido más allá del brillo del estilo y examinarse a uno mismo tras cada discurso. No se trata solo de recibir palabras, sino de dejar que ellas formen el carácter, despierten el juicio crítico y estimulen la propia inventiva. En un mundo saturado de voces, Plutarco nos invita —con una sorprendente actualidad— a reaprender el arte de escuchar para crecer en virtud y sabiduría.

CÓMO SE DEBE ESCUCHAR

Plutarco sitúa el problema pedagógico en un momento crucial de la vida del joven: el tránsito desde la tutela infantil hacia la llamada “libertad” adulta, simbolizada por la “vestidura varonil”. Plutarco advierte que este paso suele confundirse con una emancipación absoluta de toda autoridad, lo que él califica de anarquía, no como ideal político, sino como desorden interior. En un pasaje clave afirma que esta falsa libertad “impone a las pasiones, como recién liberadas de sus cadenas, unos amos más terribles que aquellos maestros y pedagogos de la niñez”, estableciendo así la tesis central: quien se libera de la disciplina racional no se vuelve libre, sino esclavo de sus impulsos. La comparación con las mujeres de Heródoto (“se despojan del pudor al mismo tiempo que del vestido”) refuerza el carácter simbólico del gesto exterior que revela una pérdida interior de moderación y respeto.

Desde esta crítica, Plutarco redefine la auténtica libertad como obediencia a la razón, identificándola con el seguimiento de la divinidad: “seguir a la divinidad y obedecer a la razón son una misma cosa”. El paso a la adultez no implica ausencia de autoridad, sino cambio de autoridad: del pedagogo externo a la razón interior. Solo quien ha aprendido a desear lo que debe puede decir que vive como quiere; en cambio, las acciones irracionales y desenfrenadas contienen algo innoble y conducen al arrepentimiento. Aquí Plutarco articula una concepción profundamente ética de la libertad, coherente con su moral: la autodeterminación auténtica no es espontaneidad, sino formación del carácter.

Así como los extranjeros se rebelan contra leyes que no conocen, mientras que quienes han sido educados en ellas las aceptan con naturalidad, del mismo modo el joven debe llegar a la filosofía familiarizado con ella. La filosofía no es un adorno tardío, sino el verdadero “adorno varonil” que procede de la razón. Este punto es decisivo: escuchar bien no es una técnica aislada, sino una disposición del alma formada desde la infancia mediante discursos guiados por el razonamiento filosófico.

A diferencia de la vista o el tacto, el oído es la puerta directa al alma: los ruidos, discursos y palabras producen conmociones, perturbaciones y emociones profundas. De ahí la afirmación central del tratado: “para la virtud la única entrada posible son los oídos de los jóvenes”, siempre que estos se mantengan puros, no corrompidos por la adulación ni por discursos vacíos. Escuchar es, por tanto, un acto moralmente riesgoso y decisivo.

Explica la célebre recomendación de Jenócrates de “poner fundas a las orejas de los niños”, no para privarlos de oír, sino para protegerlos de los malos discursos hasta que la filosofía ocupe ese espacio sensible. El paralelismo con los atletas —que deforman sus orejas por los golpes— subraya que los discursos deforman el carácter con mayor profundidad que cualquier daño físico. La educación del oído es así una profilaxis moral, una defensa anticipada del alma frente a la persuasión nociva.

El hablar y el escuchar pueden producir los mayores bienes o los mayores males. Plutarco la utiliza para reforzar su idea de que el oído es el lugar donde se juega el destino moral del joven. Incluso los gestos cotidianos —como el juego infantil de tomarse de las orejas— son leídos simbólicamente: amar lo que nos beneficia “por las orejas” significa amar la palabra que educa y corrige.

El joven que rehúye toda audición y desprecia los discursos permanece estéril para la virtud y fértil para el vicio. El alma, como una tierra inculta, produce maleza si no es trabajada. Los impulsos hacia el placer y la aversión al esfuerzo no provienen de fuera, sino que brotan de la naturaleza misma; solo los buenos discursos, escuchados con disposición correcta, pueden arrancarlos o transformarlos. Sin esta labor racional, el hombre —afirma con crudeza— resulta menos manso que cualquier animal. Así, escuchar no es una actividad pasiva, sino el acto fundacional de toda vida moral y racional.

El doble carácter de escuchar

El doble carácter del escuchar es una fuente de gran provecho para los jóvenes, pero también un espacio de riesgo si se practica mal. Por ello, sostiene que es necesario reflexionar continuamente —“dialogar con uno mismo y con otro”— sobre el acto de oír. Plutarco identifica un error pedagógico recurrente: muchos se ejercitan prematuramente en hablar, convencidos de que la palabra requiere aprendizaje y práctica, mientras que el escuchar se considera una actividad pasiva, útil incluso cuando se ejerce sin disciplina. Contra esta idea, el autor afirma con claridad que aprender a recibir la palabra es anterior a aprender a emitirla, estableciendo una jerarquía formativa que invierte las prioridades habituales de los jóvenes.

Para explicar esta prioridad, Plutarco recurre a comparaciones naturales y técnicas de gran fuerza didáctica. Así como en el juego de la pelota es necesario aprender tanto a lanzar como a recibir, en el uso de la palabra el recibir correctamente es anterior al lanzar. La analogía biológica es aún más elocuente: recibir y conservar el germen de la vida es previo al nacimiento. Cuando esta recepción falla, el resultado es un discurso vacío, comparable a los “huevos vacíos” de los que habla Aristóteles en la Historia de los animales. El joven que no sabe escuchar engendra palabras sin vida, discursos huecos que “se esparcen bajo las nubes sin gloria y sin ser vistos”, verso que Plutarco atribuye probablemente a Empédocles. La palabra sin escucha previa carece de peso ético y de eficacia moral.

Los jóvenes son como vasijas defectuosas; en lugar de inclinarse para recoger cuidadosamente el líquido que se vierte en ellas, dejan escapar todo lo útil. El resultado es una inversión grotesca de valores: escuchan con atención relatos triviales —banquetes, fiestas, sueños, agravios— pero rechazan con impaciencia los discursos que intentan enseñar, corregir, aconsejar o apaciguar. Frente a la palabra útil, reaccionan con discusión arrogante o con huida hacia conversaciones vacías, llenando sus oídos “como vasijas rotas” de todo tipo de banalidades. Aquí Plutarco ofrece una crítica penetrante del carácter juvenil dominado por la vanidad y la resistencia a la corrección moral.

Así como los buenos criadores hacen obedientes a los caballos al freno, del mismo modo los niños deben ser hechos sumisos a las palabras, no enseñándoles primero a hablar, sino a escuchar. En este contexto, se cita el elogio que Espíntaro hacía de Epaminondas: un hombre que “conocía muchas cosas y hablaba poco”. La sabiduría auténtica se manifiesta aquí en la sobriedad verbal, no en la abundancia de palabras. Esta idea se corona con una observación de carácter casi naturalista: la naturaleza nos dio dos orejas y una sola lengua, señal inequívoca de que debemos escuchar más de lo que hablamos.

En el apartado siguiente, Plutarco define el silencio como un adorno seguro del joven, especialmente cuando escucha discursos que no le resultan agradables. El silencio no es pasividad, sino dominio de sí: consiste en soportar el discurso ajeno sin alterarse, esperar a que el interlocutor termine y no precipitarse en la réplica. Citando a Esquines, Plutarco aconseja dejar pasar un tiempo antes de responder, por si el orador desea añadir, corregir o matizar algo. Quien interrumpe o se opone de inmediato —afirma— no escucha ni es escuchado, pues su intervención rompe el orden racional del diálogo.

Envidia

A diferencia de otras pasiones torcidas, la envidia aplicada al escuchar no solo no produce ningún bien, sino que convierte lo útil en molesto y lo verdadero en difícil de aceptar. Plutarco distingue con fineza entre la envidia común —que se duele de la riqueza, fama o belleza ajena— y una forma más grave y paradójica: la envidia ante un discurso bien dicho. En este caso, el oyente no se duele del bien ajeno, sino del propio, porque la palabra, como la luz para quien ve, es un bien para quien escucha si sabe recibirla. Rechazarla por envidia es, por tanto, dañarse a sí mismo.

Plutarco describe con notable agudeza psicológica el estado interior del oyente dominado por la ambición de honra. Este no logra atender al contenido del discurso porque su mente está dispersa: se compara con el orador, vigila la reacción del público, se inquieta ante los elogios ajenos y se enfurece si los presentes muestran admiración. El discurso ya pronunciado le causa pena; el que aún falta le provoca temor; desea que el orador termine cuanto antes cuando habla bien. Una vez concluida la intervención, no examina la verdad de lo dicho, sino que se dedica a contar apoyos y rechazos, huyendo de quienes elogian y refugiándose entre los censores. Si no encuentra defectos reales, recurre a comparaciones forzadas con otros oradores para degradar artificialmente el mérito del discurso, hasta vaciarlo de sentido. Con ello, Plutarco muestra cómo la envidia destruye no solo el discurso ajeno, sino también la capacidad de aprender del oyente.

Escuchar debe hacerse con actitud favorable, como quien asiste a un banquete sagrado o a las primicias de un sacrificio. Esta metáfora no es ornamental: indica que el discurso digno merece respeto, gratitud y recogimiento. El buen oyente elogia lo que encuentra sólido, comparte el esfuerzo del orador y reconoce que lo bien dicho no surge por azar, sino por dedicación, ejercicio y aprendizaje. De ahí que la escucha correcta conduzca naturalmente a la emulación, no a la rivalidad: admirar lo bueno impulsa a imitarlo y a intentar hacerlo propio.

Plutarco no idealiza al orador ni al discurso: también los errores ajenos son una fuente legítima de provecho. Citando a Jenofonte, recuerda que, así como el buen administrador obtiene utilidad tanto de amigos como de enemigos, el oyente atento aprende tanto de los aciertos como de los fallos del que habla. La pobreza expresiva, la simplicidad de pensamiento, la vulgaridad del estilo o el mal gusto se perciben con mayor claridad en otros que en uno mismo. Por eso, el verdadero ejercicio moral consiste en trasladar el examen del orador hacia uno mismo, vigilando si incurrimos sin advertirlo en los mismos defectos que censuramos. La crítica ajena solo es legítima cuando conduce a la autocorrección.

En este punto, Plutarco introduce una máxima atribuida a Platón: “¿Seré yo acaso igual que ellos?”. Esta pregunta transforma la escucha en un espejo moral. Así como en los ojos del prójimo vemos reflejarse los nuestros, también en los discursos ajenos deben reflejarse los propios. De este modo se rompe la presunción y se modera el desprecio temerario, despertando una atención más cuidadosa hacia la propia palabra. La escucha deja de ser juicio externo para convertirse en autoconocimiento.

Tras la audición, en soledad, tomar una parte del discurso que pareció mal expresada e intentar rehacerla, corregirla o decirla de otro modo. Este trabajo interior —que atribuye también a Platón en su reelaboración del discurso de Lisias— muestra que objetar es fácil, pero superar lo dicho con algo mejor es arduo. La anécdota del lacedemonio que, al oír que Filipo II había destruido Olinto, respondió que no habría sido capaz de construir una ciudad semejante, ilustra esta verdad: destruir es más sencillo que crear. Aplicada al discurso, esta lección disuelve la arrogancia y enseña respeto por el esfuerzo intelectual ajeno.

Admirar

Admirar, en efecto, es más noble que despreciar y propio de un carácter pacífico; sin embargo, Plutarco advierte que requiere incluso mayor precaución que la actitud crítica, porque los oyentes excesivamente entusiastas y crédulos sufren más daño que los audaces o displicentes. En este contexto cita a Heráclito: “un hombre necio suele asustarse por cualquier palabra”, señalando que la falta de juicio convierte la admiración en una forma de vulnerabilidad intelectual. El oyente debe, por tanto, aprender a elogiar sin entregarse acríticamente, manteniendo una distancia racional frente a lo escuchado.

Es legítimo conceder elogio al orador y mostrarse sencillo y favorable ante su expresión y presentación, pero al mismo tiempo se exige un examen agudo de la utilidad y verdad de lo dicho. Esta doble actitud protege tanto al oyente —que no se deja arrastrar por opiniones falsas o dañinas— como al orador, cuyas palabras no generan rechazo ni perjuicio. La advertencia es clara: por confianza excesiva en quien habla, se admiten sin advertirlo doctrinas perniciosas. Para ilustrarlo, Plutarco recuerda una práctica política de los lacedemonios: cuando una propuesta justa provenía de un hombre de vida deshonesta, hacían que otro ciudadano de buena reputación la expusiera, educando así al pueblo a guiarse más por el carácter que por la mera elocuencia. El ejemplo muestra que la autoridad moral del hablante no puede sustituir al examen racional del contenido.

De ahí se sigue otra exigencia decisiva: separar el discurso de la fama del orador. Plutarco compara la audición con la guerra: en ambos ámbitos hay mucho de apariencia vacía. Las canas, el gesto severo, la fanfarronería, los gritos, el aplauso colectivo y la agitación del público pueden arrastrar al oyente joven como una corriente impetuosa, idea que recuerda las observaciones de Platón sobre el comportamiento de las multitudes en asambleas y teatros. A ello se suma el poder engañoso del estilo brillante, que, cuando se aplica con dignidad y abundancia verbal, deslumbra y oculta el verdadero valor de lo expuesto.

Plutarco recurre entonces a una serie de analogías artísticas y musicales para mostrar cómo la forma puede encubrir el fondo. Así como los errores de los cantores pasan inadvertidos cuando la flauta los acompaña con dulzura, del mismo modo una expresión impetuosa y elegante puede ocultar deficiencias graves del pensamiento. La anécdota atribuida a Melantio, quien no pudo juzgar una tragedia “oscurecida por los nombres”, refuerza esta idea: las palabras, cuando se vuelven exceso ornamental, impiden ver la sustancia. En la misma línea, Plutarco critica a los sofistas que endulzan la voz, modulan el tono y excitan a los oyentes para proporcionar un placer vacío, recibiendo a cambio una fama igualmente vana. La historia de Dionisio I y el citarista resume la esterilidad de este intercambio: el placer momentáneo se paga con expectativas frustradas, y el tiempo de ambos se consume sin fruto.

Frente a esta audición estéril, Plutarco propone un ideal positivo mediante la célebre metáfora de las abejas. El buen oyente no debe comportarse como quien trenza coronas con flores vistosas —agradables pero efímeras—, sino como las abejas que, tras revolotear por prados floridos, se posan en el tomillo áspero para extraer la miel. Citando a Simónides, Plutarco subraya que el provecho exige esfuerzo y selección. Así, el oyente sincero y amante del trabajo debe considerar lo teatral, lo florido y lo puramente elogioso como pasto de zánganos —imagen que recuerda la crítica platónica a la sofística—, y concentrarse en arrancar del discurso aquello que es útil para la vida.

Plutarco insiste en que el oyente no ha ido a un teatro ni a un concierto, sino a una escuela; por tanto, debe juzgar el discurso por sus efectos morales en sí mismo. Tras escuchar, es preciso preguntarse si alguna pasión se ha suavizado, si algún pesar se ha aligerado, si el criterio se ha fortalecido y si ha nacido un mayor entusiasmo por la virtud y el bien. La comparación con el espejo de la barbería es elocuente: así como uno revisa su aspecto tras el corte, con mayor razón debe examinar su alma tras una lección. La audición verdadera se reconoce porque deja el ánimo más ligero y ordenado.

Placer y provecho

El joven puede —y aun debe— experimentar satisfacción cuando obtiene beneficio de los discursos, pero ese placer no puede convertirse en el fin de la escucha. Plutarco rechaza la actitud de quien sale de la escuela del filósofo “dando brincos y radiante”, imagen tomada de Platón, porque confunde la educación del alma con el entretenimiento. La metáfora médica es central: no se deben buscar perfumes cuando lo que se necesita es ungüento o cataplasma. El discurso filosófico auténtico puede ser punzante, incómodo, incluso doloroso, como el humo que se introduce en la colmena para limpiarla; pero precisamente por eso resulta saludable, pues disipa la oscuridad y la necedad del pensamiento.

Plutarco concede que al orador le conviene no descuidar del todo el placer y la persuasión en su expresión, pero insiste en que el joven debe preocuparse lo menos posible por ese aspecto, al menos en la primera etapa de su formación. Solo cuando el alma está ya “llena de doctrinas” y ha apagado su sed intelectual, se le permite examinar con calma la expresión, del mismo modo que quien, tras beber, observa los grabados de la copa. Invertir este orden —atender primero a la forma y no a los hechos— es, para Plutarco, un grave error pedagógico y moral.

Este error se ilustra con ironía mediante ejemplos de refinamiento absurdo: quien no quiere beber un remedio si el vaso no es de arcilla ática, o no quiere cubrirse en invierno si la lana no es del Ática, representa al joven que exige una dicción ática pura y elegante antes de aceptar la verdad. La alusión a la “lengua de Lisias” apunta a un ideal estilístico convertido en obstáculo ético: la fascinación por la forma conduce a la inacción y a la esterilidad moral. De este vicio —señala Plutarco— nace una paradoja peligrosa: gran sutileza verbal y palabrería en las escuelas, unida a una profunda carencia de inteligencia práctica y buen juicio, porque los jóvenes elogian palabras sin examinar si lo dicho es útil, necesario o vacío.

A partir de aquí, Plutarco desarrolla una doctrina sobre el preguntar, complementaria del arte de escuchar. Así como en una comida es impropio pedir platos distintos de los que están servidos o criticarlos, del mismo modo, en un “banquete de discursos”, el oyente debe atender al tema propuesto y no desviar la exposición con interrupciones caprichosas. Las preguntas fuera de lugar no solo privan de provecho al oyente, sino que perturban al orador y destruyen la unidad del discurso. Cuando se invita a preguntar, las cuestiones deben ser claras, útiles y esenciales, no ejercicios de ostentación dialéctica.

La referencia a Odiseo, ridiculizado por pedir mendrugos y no espadas ni calderos, sirve para subrayar que la grandeza de ánimo se muestra tanto en dar como en pedir cosas grandes. Por analogía, resulta aún más ridículo el oyente que desvía al orador hacia cuestiones pequeñas e insignificantes, como ciertos problemas técnicos y abstrusos que algunos jóvenes plantean para exhibir su agudeza matemática o dialéctica, sin relación con la formación moral que necesitan.

La anécdota del médico Filótimo refuerza esta idea con crudeza clínica. Ante un enfermo grave que pide un remedio para un simple panadizo, el médico responde: “tu mal no está en el panadizo”. Del mismo modo —dice Plutarco—, no es momento para que el joven se pierda en sutilezas especulativas, sino para que se libere de su engreimiento, vanidad, charlatanería y desorden vital. La escucha filosófica debe orientarse a sanar lo esencial del alma, no a alimentar la ostentación intelectual.

El oyente prudente debe plantear cuestiones acordes con la experiencia, naturaleza y capacidad de quien habla: no exigir física y matemáticas al moralista, ni arrastrar al físico a disputas lógicas artificiales. La comparación con quien intenta cortar leña con una llave o abrir una puerta con un hacha es elocuente: no se daña tanto el instrumento como a uno mismo, que se priva de su utilidad. Así, quien pide al orador lo que no puede ni ha aprendido a dar, no solo no obtiene provecho, sino que se gana fama de mal carácter y enemistad.

Comienza advirtiendo contra una forma sutil de vanidad: la ostentación mediante preguntas frecuentes y abundantes. Preguntar sin medida no nace del deseo de aprender, sino del afán de exhibición. Frente a ello, el hombre verdaderamente filólogo y sociable sabe escuchar con buen temple, permitiendo que el discurso se desarrolle sin interrupciones, salvo cuando una necesidad vital lo exige: una emoción que requiere moderación, una desgracia que pide consuelo o un conflicto interior que reclama orientación. Aquí Plutarco introduce una corrección decisiva a una sentencia de Heráclito: no es mejor ocultar la ignorancia, sino hacerla visible para curarla. La escucha filosófica no debe ser evasión del reproche, sino confrontación directa con aquello que perturba el alma.

Plutarco enumera con claridad esos desórdenes interiores —ira, superstición, conflictos familiares, pasiones amorosas descontroladas— que “mueven las cuerdas inmóviles del entendimiento”, y sostiene que no deben ser evitados mediante discursos ajenos o abstractos, sino enfrentados escuchando precisamente enseñanzas que los traten. Más aún, después de la audición pública, el oyente debe acercarse en privado al filósofo y preguntar sobre esos asuntos personales. Se critica así una actitud muy extendida: admirar al filósofo cuando habla de temas generales, pero molestarse y considerarlo indiscreto cuando aplica su enseñanza directamente a la vida concreta del oyente. Plutarco denuncia que muchos quieren oír a los filósofos solo en las escuelas, como se oyen tragedias en los teatros, creyendo que fuera de ese espacio el filósofo no tiene nada que decirles. Esta actitud puede ser comprensible frente a los sofistas —inútiles en la vida real—, pero resulta profundamente injusta frente a los filósofos auténticos, cuya conversación privada, gestos, humor y trato cotidiano producen un fruto moral duradero.

A continuación, Plutarco aborda con gran finura el elogio del orador, mostrando que también aquí se requiere medida. Tanto la ausencia total de elogio como el exceso ruidoso son vicios contrarios a la libertad interior. El oyente hierático, silencioso y presuntuoso, que cree que elogiar empobrece su propia dignidad, interpreta mal un dicho de Pitágoras: cuando el filósofo afirmaba no admirarse de nada, se refería a la superación del estupor ignorante, no a la negación del reconocimiento justo. La filosofía elimina la admiración ciega, pero no destruye la benevolencia, la grandeza de ánimo ni el interés por lo humano. Por el contrario, Plutarco afirma con claridad que la mayor honra de los hombres buenos es honrar a quien lo merece, y que quienes son mezquinos en el elogio suelen estar hambrientos de elogios para sí mismos.

El extremo opuesto —el oyente exaltado, ruidoso y desmedido en el aplauso— resulta igualmente perjudicial. Este tipo de oyente no solo molesta a los demás, sino que no obtiene ningún provecho, pues la confusión y la agitación le impiden asimilar lo escuchado. Sale de la audición dejando tras de sí una impresión negativa: adulador, pícaro o ignorante. Frente a ambos extremos, Plutarco propone una analogía judicial: así como el juez no debe inclinarse por enemistad ni por favor, el oyente debe recibir al orador con disposición favorable, pero sin perder el juicio. No existe ley ni juramento que prohíba escuchar con benevolencia; por el contrario, el discurso mismo necesita de lo agradable y lo amistoso, razón por la cual los antiguos colocaron a Hermes junto a las Gracias.

Plutarco desarrolla entonces una idea de gran amplitud humanista: no existe discurso tan pobre que no contenga algo digno de elogio. Incluso entre plantas ásperas nacen violetas suaves; incluso discursos defectuosos ofrecen algún enfoque, expresión o estructura rescatable. Cita ejemplos literarios para mostrar que toda obra puede ser criticada desde algún ángulo —Arquíloco, Parménides, Focílides, Eurípides, Sófocles—, pero que cada autor posee una virtud propia que merece reconocimiento. El oyente benévolo siempre encontrará una ocasión justa para elogiar, incluso sin palabras, mediante la expresión del rostro, la serenidad de la mirada y una actitud atenta y limpia de soberbia.

De este modo, Plutarco extiende la ética de la escucha al lenguaje del cuerpo. La postura, la mirada, la inmovilidad respetuosa y la ausencia de gestos de desprecio o distracción forman parte esencial de la audición correcta. Bostezos, sonrisas irónicas, movimientos nerviosos, chismes al oído y actitudes forzadas no son detalles triviales, sino signos visibles de un desorden interior. Así como la belleza surge de la armonía proporcionada de muchos elementos, lo feo puede nacer de un solo exceso o defecto; lo mismo ocurre en la escucha, donde una sola actitud inapropiada basta para arruinar el acto entero.

Muchos creen que solo el orador debe esforzarse, mientras el oyente se limita a disfrutar, como un convidado ocioso en un banquete. Esta concepción es falsa. El oyente participa activamente del discurso y colabora con el que habla; no puede juzgar con severidad los errores ajenos mientras él mismo escucha de manera torpe e irresponsable. Retomando la imagen del juego de la pelota, así como quien recibe debe adaptar su movimiento al que lanza, también en el discurso existe una armonía entre el que habla y el que escucha, siempre que cada uno cumpla con el deber que le corresponde. Con ello, el tratado se cierra afirmando que la verdadera educación no se consuma en el decir, sino en el saber escuchar con inteligencia, carácter y virtud.

Alabanza

No toda alabanza es adecuada: los términos excesivos, grandilocuentes o importados sin medida degradan tanto al que elogia como al elogiado. Plutarco critica la inflación retórica de su tiempo —expresiones como “divino”, “inspirado por los dioses”, “inalcanzable”— frente a la sobriedad clásica de elogios como “bellamente”, “sabiamente” o “verdaderamente”, propios de la tradición de Platón, Isócrates y Hipérides. El exceso no honra: sugiere que el orador necesita adornos ajenos para sostenerse. Aún más impropio es elogiar con juramentos, como en los tribunales, o emplear calificativos frívolos y desubicados —“¡qué gallardo!”, “¡qué florido!”— para discursos que exigen gravedad intelectual. Tales elogios son como coronar a un atleta con flores delicadas en vez de laurel u olivo: decoran, pero no consagran.

Plutarco refuerza esta corrección con una escena paradigmática de Eurípides: reírse de una ejecución musical por ignorancia del modo empleado revela incultura, no agudeza. De igual modo, el filósofo o el político debería reprender al oyente insolente que murmura, danza con las palabras o confunde la enseñanza sobre los dioses, el Estado o el gobierno con un espectáculo musical. El ruido y el clamor indiscriminados borran la frontera entre filosofía y entretenimiento, de modo que desde fuera no se distingue si se aplaude a un flautista, a un citarista o a un pensador.

A continuación, Plutarco aborda la recepción del reproche. No se debe escuchar ni con insolencia ni con cobardía. Reír y elogiar al que reprende, como hacen los parásitos, es desvergüenza; pero huir de la filosofía ante la primera censura, buscando el consuelo de aduladores y sofistas, es igualmente ruin. La corrección filosófica duele, como una cirugía: aceptar el dolor sin perseverar en la curación es inútil. Con una imagen poderosa tomada de Eurípides —la herida de Télefo curada por la misma lanza que la causó— Plutarco afirma que la palabra que hiere es también la que sana. El joven de talento debe soportar la herida sin desaliento, como en los misterios: tras las purificaciones iniciales y la confusión, llega lo dulce y luminoso. Incluso si el reproche parece injusto, conviene aguantarlo con firmeza y responder después con mesura, pidiendo que esa franqueza se reserve para errores reales.

Como ocurre con el aprendizaje de la lectura, la música o la gimnasia, los comienzos de la filosofía son arduos y desconcertantes; abandonarla por temor inicial es cobardía. Con el progreso llega la familiaridad, y con ella el placer por lo bello y el deseo de virtud. Sin ese deseo, apartarse de la filosofía es propio de quien cede por arrogancia o por miedo. Plutarco diagnostica aquí dos errores opuestos en los principiantes: la vergüenza muda, que asiente sin comprender y luego persigue al maestro con preguntas tardías; y la ambición precipitada, que presume entender antes de hacerlo y termina por no entender nada. Ambos extravíos nacen del mismo vicio: anteponer la imagen al aprendizaje.

De ahí el elogio de modelos de constancia como Cleantes y Jenócrates, quienes, pese a parecer más lentos, perseveraron sin desfallecer, incluso bromeando sobre sí mismos como vasos de boca estrecha que reciben con dificultad, pero conservan con firmeza. La lección es clara: conviene aceptar la burla ocasional y combatir la ignorancia hasta el final. No obstante, Plutarco advierte también contra el extremo contrario: la pesadez dependiente, que formula una y otra vez las mismas preguntas sin trabajar por sí misma, y la curiosidad impertinente, que agota al orador con dificultades no esenciales. Con una imagen incisiva —los perrillos curiosos que muerden pieles pero no enfrentan a los animales— denuncia a quienes rozan los problemas sin adentrarse en lo fundamental, alargando innecesariamente el camino, como recuerda Sófocles.

El oyente debe tomar el discurso ajeno como raíz y principio, desarrollarlo por sí mismo con memoria e inventiva. Quien se limita a calentarse en el fuego del otro, sin encender su propia luz, obtiene solo el brillo superficial de la opinión, no el calor que disipa la oscuridad interior del alma. Por eso, el consejo final resume todo el tratado: practicar la inventiva junto con el aprendizaje, para alcanzar una formación no sofística ni meramente histórica, sino profundamente adquirida y filosófica. Escuchar bien culmina cuando el oyente transforma lo recibido en vida intelectual propia, orientada a la verdad y a la virtud.

Conclusión

En Sobre cómo se debe escuchar, Plutarco enseña que escuchar no es un gesto pasivo, sino una virtud activa del alma: exige silencio fecundo, dominio de la envidia, rechazo del halago vacío, paciencia ante el reproche y trabajo interior constante. El buen oyente no busca el placer del aplauso ni el brillo del estilo, sino el provecho moral; no huye de la palabra que hiere, porque sabe que también cura; no se limita a recibir, sino que transforma lo oído en juicio propio y vida recta. Escuchar bien es, para Plutarco, aprender a obedecer a la razón, encender la propia inteligencia y avanzar hacia la libertad verdadera, que nace cuando la palabra ajena se convierte en virtud propia.

domingo, 28 de diciembre de 2025

Derecho Romano - Aforismos

El Derecho romano no es una reliquia del pasado, sino el esqueleto vivo de nuestro razonamiento jurídico moderno. Muchos de los principios que hoy aplican jueces y abogados —en contratos, procesos, responsabilidad y justicia— nacieron como aforismos breves y precisos, capaces de condensar siglos de experiencia jurídica en una sola frase. En esta entrada recorreremos de la A a la Z los brocardos del Derecho romano, explicados con ejemplos prácticos, para mostrar cómo estas máximas siguen operando silenciosamente en el Derecho actual y por qué comprenderlas no es un lujo erudito, sino una herramienta esencial para pensar jurídicamente.

DERECHO ROMANO

(Aforismos)

1. Acta non verba

(Los hechos, no las palabras)

Explicación:
En Derecho, lo decisivo no son las declaraciones o intenciones manifestadas verbalmente, sino los actos jurídicos efectivamente realizados y debidamente acreditados. Este aforismo refuerza la primacía de la prueba y del comportamiento objetivo por sobre las meras afirmaciones.

Ejemplo jurídico:
Un deudor afirma haber pagado una obligación, pero no presenta recibos, transferencias ni otro medio de prueba. El tribunal desestima la alegación, porque los hechos probados prevalecen sobre las palabras.

2. Actor sequitur forum rei

(El demandante sigue el fuero del demandado)

Explicación:
El que acciona debe hacerlo ante el tribunal competente del domicilio del demandado, salvo que la ley establezca un fuero especial. El aforismo protege el derecho a defensa y evita que el actor elija arbitrariamente el tribunal.

Ejemplo jurídico:
Si una persona domiciliada en Concepción es demandada por incumplimiento contractual, la acción debe interponerse ante los tribunales de esa ciudad, salvo excepción legal expresa.

3. Ad impossibilia nemo tenetur

(Nadie está obligado a lo imposible)

Explicación:
El Derecho no exige el cumplimiento de obligaciones cuando su ejecución se ha vuelto objetiva y absolutamente imposible, sin culpa del deudor. Este principio fundamenta la extinción de obligaciones por caso fortuito o fuerza mayor.

Ejemplo jurídico:
Un arrendatario se obliga a restituir un inmueble que posteriormente es destruido por un terremoto. No puede exigírsele la restitución material, pues el cumplimiento se volvió imposible.

4. Audi alteram partem

(Escucha a la otra parte)

Explicación:
Nadie puede ser condenado o afectado por una decisión judicial sin haber sido previamente oído. Este aforismo es la base del debido proceso, la bilateralidad de la audiencia y el derecho a defensa.

Ejemplo jurídico:
Una sentencia dictada sin que el demandado haya sido notificado legalmente de la demanda es nula, por vulnerar el derecho a ser oído.


5. Aequitas sequitur legem

(La equidad sigue a la ley)

Explicación:
La equidad no sustituye a la ley, sino que la complementa e interpreta cuando esta lo permite. El juez no puede fallar solo por equidad contra texto legal expreso.

Ejemplo jurídico:
Aunque una solución parezca más justa desde el punto de vista moral, el juez debe aplicar la norma legal vigente, recurriendo a la equidad solo dentro de los márgenes que la ley autoriza.

6. Alterum non laedere

(No dañar a otro)

Explicación:
Este principio constituye uno de los fundamentos clásicos de la responsabilidad civil: toda persona debe abstenerse de causar daño injustificado a otra.

Ejemplo jurídico:
Quien por negligencia causa un accidente de tránsito debe indemnizar los daños producidos, aun cuando no haya existido intención de dañar.

7. Accessorium sequitur principale

(Lo accesorio sigue la suerte de lo principal)

Explicación:
Las obligaciones accesorias dependen de la existencia de la obligación principal. Extinguida esta, las accesorias también se extinguen.

Ejemplo jurídico:
Si se paga completamente una deuda, la prenda o hipoteca que la garantizaba queda sin efecto.

8. Actori incumbit probatio

(La prueba incumbe al demandante)

Explicación:
Quien afirma un hecho en juicio debe probarlo. Este aforismo está estrechamente vinculado a la carga de la prueba y a la seguridad jurídica.

Ejemplo jurídico:
El demandante que alega incumplimiento contractual debe acreditar la existencia del contrato y el incumplimiento, no bastando su sola afirmación.

9. Ad quo (dies a quo) ad quem (dies ad quem)

(Desde el cual) (Hasta el cual)

Explicación jurídica

En Derecho, ad quo se usa para indicar el momento inicial desde el cual comienza a contarse un plazo legal, contractual o procesal. Normalmente aparece como dies a quo (“día desde el cual”).

Ad quem señala el momento final hasta el cual se extiende un plazo. Indica el límite temporal para ejercer un derecho, cumplir una obligación o realizar un acto procesal.

Ejemplo jurídico

En un juicio civil, el plazo para interponer un recurso comienza a contarse desde la notificación válida de la resolución. Ese día constituye el dies a quo del plazo.

Si un tribunal concede 5 días hábiles para presentar un escrito, contados desde el 10 de agosto, y el último día es el 16 de agosto, ese día es el dies ad quem.

También esto se ocupa con los tribunales. El tribunal ad quo es el tribunal que dicta la resolución recurrida, es decir, aquel desde el cual se eleva el recurso. Es el órgano jurisdiccional de origen del proceso o de la decisión impugnada.

Continuando el ejemplo anterior:

  • La sentencia del Juzgado de Letras es apelada.

  • El recurso es conocido por la Corte de Apelaciones de Santiago.

La Corte de Apelaciones es el tribunal ad quem, porque es el tribunal ante el cual se conoce el recurso.

10. Animus non facit nisi sequatur effectus

(La intención no produce efecto si no va acompañada del acto)

Explicación:
La mera intención interna no genera consecuencias jurídicas si no se exterioriza mediante un acto jurídicamente relevante.

Ejemplo jurídico:
Una persona que tenía la intención de donar un bien, pero nunca otorgó escritura ni realizó entrega alguna, no genera obligación alguna para sus herederos.

11. Alieni iuris
(De derecho ajeno)

Explicación: 
En el Derecho romano, una persona alieni iuris es aquella que no es jurídicamente independiente, porque se encuentra sujeta a la potestad de otra persona, normalmente el pater familias.

Ejemplo jurídico:
El menor de edad no emancipado es considerado, en términos funcionales, una persona alieni iuris, pues actúa jurídicamente bajo la representación de sus padres o tutores.

12. Affectio societatis
(intención de asociarse)

Explicación:
La affectio societatis es el elemento subjetivo esencial del contrato de sociedad. Consiste en la voluntad real y recíproca de los socios de colaborar, en un plano de igualdad jurídica, para la consecución de un fin común, compartiendo beneficios y riesgos.

Ejemplo jurídico:
En el Derecho de sociedades (con raíz en el Derecho romano y desarrollo doctrinal posterior), la affectio societatis permite distinguir la verdadera sociedad de otras figuras afines

13. Affirmanti incumbit probatio
(La prueba incumbe a quien afirma)

Explicación:
Este aforismo expresa uno de los principios fundamentales del proceso: quien introduce un hecho afirmativo en el debate judicial debe acreditarlo mediante prueba. El juez no presume la veracidad de lo alegado; exige demostración.

Ejemplo jurídico:

Una persona demanda el cumplimiento de un contrato, alegando que el contrato existe, la otra parte incumplió.


14. Actori incumbit onus probandi

(La carga de la prueba incumbe al actor)

Explicación jurídica

Este aforismo expresa una regla fundamental del proceso civil:
el actor (quien demanda) debe probar los hechos constitutivos de su acción.

Ejemplo en juicio civil

Una persona demanda el cobro de una suma de dinero, alegando la existencia de un contrato de mutuo.


Conclusión

Estos aforismos muestran que el Derecho no se construye sobre intuiciones ni sobre la mera retórica, sino sobre reglas racionales de imputación, prueba y responsabilidad: quien afirma debe probar, quien acciona asume la carga probatoria, la inexistencia no se demuestra en abstracto sino que se infiere desde hechos reales, y la verdad procesal se edifica a partir de lo que puede acreditarse objetivamente. Lejos de ser fórmulas arcaicas, estos principios siguen ordenando hoy la labor de jueces y litigantes, recordándonos que en el proceso no basta tener razón en lo sustantivo si no se puede demostrar en lo probatorio, y que el Derecho, antes que un discurso moral, es un sistema de decisiones fundadas en hechos comprobables.

Jenofonte - La República de los Lacedemonios

La República de los lacedemonios (también conocida como Constitución de los lacedemonios) es la singular mirada de Jenofonte a la organización política, militar y moral de Esparta, escrita desde la admiración pero también con cierta intención ejemplarizante. En pocas páginas, el ateniense describe cómo las leyes atribuidas a Licurgo formaron una sociedad austera, disciplinada y orientada al bien común, capaz de convertir a ciudadanos corrientes en guerreros temidos en toda Grecia. Más que un simple retrato histórico, el texto funciona como una invitación a preguntarnos si la virtud política puede forjarse mediante instituciones que prioricen el deber, la educación cívica y el sacrificio personal por sobre la comodidad individual.

LA REPÚBLICA DE LOS LACEDEMONIOS

Jenofonte inicia la obra destacando un hecho que en su tiempo debía parecer paradójico: Esparta, siendo una ciudad poco poblada, alcanzó una reputación y poder superiores al de otras poleis griegas más numerosas. Cómo tal cosa pudo suceder», y esta interrogante funciona como motivación intelectual del tratado. Con ello, Jenofonte manifiesta una admiración inicial por la experiencia espartana, pero lo realmente destacable es que atribuye el mérito directamente a las costumbres del pueblo y no a circunstancias casuales.

Jenofonte presenta a Licurgo como autor de un sistema político radicalmente diferente al de las demás ciudades, y responsable de la prosperidad colectiva. No se trata simplemente de narrar la historia, sino de mostrar cómo un orden jurídico y educativo, fundado en criterios contrarios al resto de Grecia, produjo una comunidad fuerte, disciplinada y orientada al bien común. 

Frente a otras ciudades, donde la educación femenina es moderada, sedentaria y orientada al recato doméstico, Esparta adopta un enfoque opuesto: el cuerpo de las mujeres debe fortalecerse porque su misión primordial es engendrar ciudadanos vigorosos. El legislador sostiene que de padres fuertes nacen hijos fuertes, conectando biología, educación y política. En consecuencia, la peculiaridad espartana reside en convertir a toda la comunidad —incluidas las mujeres— en participantes del proyecto militar y cívico.

Normas matrimoniales y procreación en Esparta

Jenofonte continúa mostrando hasta qué punto la legislación de Licurgo se aparta radicalmente de las costumbres griegas corrientes, incluso en aquello que suele considerarse más íntimo: la vida matrimonial. La primera norma resulta sorprendente: el legislador evita que los esposos se traten con exceso de familiaridad en los primeros tiempos del matrimonio. El encuentro conyugal debía darse casi en secreto, lo que, según Jenofonte, favorecía el deseo mutuo y, por tanto, una descendencia físicamente más vigorosa. Incluso el vínculo afectivo se subordina a un fin político superior, la fortaleza futura de la ciudad.

Jenofonte añade otra medida igualmente atípica: la regulación de la edad para contraer matrimonio, establecida en función del “vigor físico”. Con ello se da prioridad absoluta a la procreación útil antes que al sentimiento personal o a la conveniencia social. Más llamativo aún es el caso de los matrimonios en que el esposo es anciano: Licurgo no duda en permitir que otro hombre, elegido por sus cualidades, engendre hijos con la esposa joven. Es decir, la paternidad biológica puede disociarse de la figura del marido legítimo, siempre que contribuya al fortalecimiento de la estirpe.

El legislador espartano incluso admite situaciones inversas: si un hombre no desea convivir con su esposa, pero quiere descendencia destacada, puede pedir a otro que engendre en su lugar, contando con el consentimiento del marido. Con ello, Jenofonte describe una auténtica política estatal de reproducción, donde la sexualidad es tratada casi como una cuestión pública. 

La legislación matrimonial espartana muestra que en esta polis todo se orienta al propósito supremo de formar ciudadanos excelentes, aun cuando para ello sea necesario contradecir el sentido común de toda Grecia y sacrificar concepciones tradicionales sobre la familia, el amor y la identidad paterna.

Educación como política de Estado

Mientras en la Hélade se concibe la formación como un conjunto de disciplinas destinadas a cultivar el intelecto y refinar las costumbres —letras, música, gimnasia—, en Esparta la educación deja de ser asunto privado y pasa a ser competencia directa del Estado. El paidónomo representa justamente la autoridad pública que vigila, corrige y disciplina. Desde niños, los espartanos son integrados en un sistema colectivo en el que la obediencia, la dureza y el respeto jerárquico constituyen virtudes fundamentales. La educación es, por tanto, un instrumento para formar ciudadanos obedientes, no individuos autónomos.

Otro rasgo llamativo es el entrenamiento corporal extremo. Jenofonte insiste en el abandono del calzado, la frugalidad en los vestidos y la exposición al frío y al calor. Todo apunta a la formación de cuerpos resistentes y ágiles, preparados para la guerra y para las exigencias de una vida austera. El confort es visto como un peligro que debilita el cuerpo y el espíritu. La educación integral, por tanto, descansa en el dominio del cuerpo, la resistencia al sufrimiento y la adaptación a la escasez. Esto permite comprender por qué Esparta produjo soldados temidos: desde la infancia son habituados a la dureza y a la disciplina.

Uno de los elementos más comentados es la autorización para robar alimentos, con la condición de no ser descubierto. A primera vista parece una contradicción moral; sin embargo, Jenofonte explica que el objetivo no es fomentar el hurto como vicio, sino como ejercicio práctico de astucia, vigilancia, sigilo y perseverancia. El castigo no recae sobre el hecho de robar, sino sobre hacerlo mal. Esta paradoja revela un aspecto profundo del sistema espartano: la moral está subordinada a la eficacia militar; se premia aquello que fortalece la capacidad de actuar bajo presión.

El conjunto de medidas descritas muestra que la educación espartana no busca “enseñar” conocimientos, sino forjar carácter. La polis no quiere músicos virtuosos o retóricos refinados, sino guerreros capaces de soportar privaciones y obedecer a la ley. Jenofonte parece sugerir que la verdadera excelencia ciudadana consiste en la preparación para la acción y el sacrificio, no en la búsqueda de placeres ni en el cultivo personal desligado del servicio público. En este sentido, la educación, tal como Licurgo la concibe, es el fundamento de la peculiar grandeza de Esparta y la razón última de su prestigio en Grecia.

Disciplina absoluta y control social permanente

Nos dice que destaca que la autoridad sobre los niños no depende solo de un magistrado específico: cualquier ciudadano puede reprender, instruir o castigar. De esta manera, la comunidad entera se convierte en educadora, y el niño vive en un ambiente donde la obediencia es constante. Incluso cuando el paidónomo está ausente, los jóvenes irenes asumen el mando, de modo que «jamás están sin jefe». La educación espartana era un mecanismo integral de socialización disciplinaria: el niño nunca experimenta la autonomía, sino que aprende a vivir sometido a la ley y al orden jerárquico.

Otro asunto relevante es la relación amorosa entre hombres y muchachos, tema delicado en el mundo griego. Jenofonte señala que había distintas costumbres: convivencia, cortejo mediante regalos o prohibiciones estrictas. Licurgo adopta una posición intermedia: aprueba el vínculo pedagógico y afectivo, siempre que esté basado en admiración moral, pero prohíbe cualquier inclinación erótica o sensual. La pederastia, común en otras ciudades, es regulada de forma que la relación se transforme en un medio de educación ética, no en una satisfacción personal. El legislador pretende, así, canalizar la atracción hacia la formación del carácter del joven, eliminando cualquier aspecto que pudiera desviar la finalidad cívica de la relación.

Al pasar de la infancia a la adolescencia, la comparación vuelve a ser tajante. Mientras en otras ciudades estos jóvenes reciben libertad, en Esparta se les imponen más trabajos, mayor disciplina y ausencia total de ocio. Jenofonte sugiere que Licurgo entendía la adolescencia como una etapa peligrosa por su inclinación natural a la insolencia y a los placeres. Por ello, los espartanos deben vivir ocupados, vigilados y sometidos a exigencias que impiden el desarrollo de un espíritu indisciplinado. El control llega incluso a la conducta en las calles: manos ocultas, mirada baja, silencio absoluto.

Jenofonte afirma que, gracias a estas normas, los adolescentes espartanos resultan más modestos incluso que las mujeres, lo cual en la mentalidad griega implicaba un grado extremo de recato. 

Disciplina, modestia y control del carácter en la educación espartana según Jenofonte

Parte del supuesto de que la adolescencia es una etapa naturalmente dominada por el orgullo desmedido, la insolencia y el deseo de placer. Frente a ello, Licurgo no opta por la indulgencia ni por la persuasión retórica, sino por una estrategia radical: la ocupación constante mediante trabajos, obligaciones y ejercicios que eliminan cualquier espacio para el ocio. 

La educación descrita no se limita a una imposición externa de normas, sino que se apoya en un poderoso mecanismo de control social. Licurgo dispone que quien rehúya estas obligaciones quede excluido de futuros privilegios, de modo que el costo del incumplimiento no sea solo personal, sino también público. Así, la vigilancia de la conducta juvenil no recae únicamente en las autoridades, sino que involucra a la familia, a los amigos y, en definitiva, a la ciudad entera. La cobardía o la falta de disciplina se convierten en una mancha social, lo que refuerza la interiorización de la norma.

Licurgo prescribe incluso la forma de caminar, de mirar y de comportarse en los espacios públicos: manos dentro del manto, silencio, mirada baja. Estos detalles no son meramente formales, sino que buscan disciplinar el cuerpo como vía para dominar el alma. El control de la voz, de la mirada y del movimiento aparece como un signo visible de autocontrol interior, haciendo del cuerpo un instrumento pedagógico permanente.

Los jóvenes espartanos son descritos como más recatados incluso que las doncellas, con voces apenas audibles y miradas casi inalcanzables. Más allá de la carga cultural y de género propia del contexto antiguo, la intención de Jenofonte es destacar el éxito del sistema espartano en la erradicación de la desmesura juvenil. La modestia no es aquí una virtud pasiva, sino una conquista activa del carácter.

Incluso allí, donde podría esperarse mayor relajación, los jóvenes mantienen el silencio y la contención. La educación espartana, tal como la presenta Jenofonte, no se interrumpe en ningún momento: abarca la calle, la mesa y la convivencia cotidiana. 

Rivalidad cívica, emulación y obediencia a la ley en la educación espartana según Jenofonte

Jenofonte desplaza el foco desde la adolescencia hacia aquellos que han alcanzado la “flor de la edad”, es decir, el momento en que el individuo ya puede convertirse en un verdadero sostén de la ciudad. La educación espartana no termina con la disciplina juvenil, sino que se intensifica precisamente cuando el ciudadano está en condiciones de aportar de modo efectivo al bien común. El supuesto de fondo es claro: si estos hombres son formados como conviene, su virtud no es privada, sino un recurso político de primer orden.

Jenofonte indica que los mejores coros y los concursos gimnásticos más dignos surgen precisamente allí donde la emulación es más viva. Licurgo comprende que esta inclinación natural puede ser canalizada hacia la virtud, de modo que competir no signifique imponerse por la fuerza, sino superarse moral y cívicamente. La rivalidad, bien ordenada, se convierte así en un motor de perfeccionamiento ético.

La institución concreta que articula esta competencia es la selección realizada por los éforos, quienes eligen a tres jóvenes destacados —los hipagretas— y les confían la designación de cien hombres cada uno. Este procedimiento no solo establece jerarquías visibles, sino que exige que toda preferencia y todo rechazo sea públicamente justificado. La excelencia no queda envuelta en la arbitrariedad, sino que se somete al juicio colectivo, reforzando la idea de que el honor debe poder explicarse en términos de virtud.

Particularmente significativa es la situación de quienes no son escogidos. Lejos de quedar excluidos pasivamente, estos entran en disputa constante con quienes los rechazaron y con quienes fueron preferidos. La vigilancia mutua transforma la vida cotidiana en un examen permanente de las costumbres. Cualquier falta moral puede ser usada como prueba de indignidad, de modo que la virtud deja de ser un ideal abstracto y se convierte en una práctica sostenida bajo la mirada de los demás.

Jenofonte insiste en que esta rivalidad es “la más grata a los dioses y la más útil a la ciudad”, porque define de manera concreta qué debe hacer un hombre honorable y, al mismo tiempo, ejercita a todos en el esfuerzo continuo. El resultado es un cuerpo cívico siempre preparado para la defensa de la polis: la competencia moral se traduce directamente en disposición al sacrificio y al servicio público.

Aunque las disputas pueden llegar a las manos, cualquier ciudadano presente tiene autoridad para separarlos, y la desobediencia a esta intervención es severamente castigada por los éforos. Con ello, Licurgo —tal como lo presenta Jenofonte— deja establecido un principio decisivo: ni siquiera la emulación por la virtud justifica la desobediencia a la ley. La rivalidad espartana, por intensa que sea, nunca puede prevalecer sobre el orden jurídico que sostiene a la ciudad.

Madurez cívica, vida común y sobriedad institucional en la Esparta de Licurgo según Jenofonte

Jenofonte indica una diferencia decisiva entre Esparta y el resto del mundo griego en el tratamiento de quienes han superado la juventud y están en edad de aspirar a las más altas magistraturas. Mientras otras poleis liberan a estos hombres del ejercicio físico, aunque les mantienen las obligaciones militares, Licurgo adopta una lógica opuesta: considera que precisamente en esta etapa no hay ejercicio más noble que la caza, salvo cuando lo impida un interés público. La caza aparece así como una prolongación natural del entrenamiento militar, destinada a conservar el vigor corporal y la resistencia ante la fatiga, cualidades indispensables para la defensa de la ciudad.

Esta disposición revela que, para Licurgo, la preparación militar no es algo transitorio ni exclusivo de la juventud, sino una exigencia permanente del ciudadano pleno. El cuerpo debe mantenerse apto mientras el individuo esté llamado a servir a la polis, y la caza cumple una función pedagógica y práctica a la vez: disciplina el cuerpo, endurece el carácter y mantiene viva la disposición al esfuerzo. La hombría de bien no se concibe sin fortaleza física sostenida en el tiempo.

A partir de aquí, Jenofonte da un paso más amplio y pasa de las obligaciones propias de cada edad al género de vida común que Licurgo impuso a todos los espartanos. El legislador habría advertido que la vida doméstica, tal como se daba en otras ciudades griegas, favorecía la negligencia y el relajamiento de las normas. Frente a ello, instituyó las comidas públicas y en común, con el fin explícito de hacer más difícil la transgresión de las órdenes. La vida privada queda así subordinada a una forma de convivencia vigilada y compartida.

La regulación de la comida misma responde a un ideal de justa medida. Licurgo raciona los alimentos para evitar tanto la saciedad excesiva como la carencia, permitiendo, sin embargo, que la mesa se complemente con productos de la caza y con aportes ocasionales de los más ricos. El resultado es una mesa que nunca está vacía, pero tampoco es pródiga. Esta moderación busca eliminar el lujo sin caer en la miseria, reforzando la igualdad y la sobriedad como valores cívicos.

La misma lógica se aplica al consumo de vino. Licurgo pone fin a los brindis obligados, que —según Jenofonte— arruinan cuerpos y mentes, y establece que cada uno beba únicamente cuando tenga sed. El beber deja de ser un acto social de exceso y presión colectiva para convertirse en una respuesta natural a una necesidad corporal. De este modo, el placer se somete al autocontrol y la embriaguez pierde su legitimidad cultural.

Comunidad intergeneracional, sobriedad cotidiana y vigilancia moral en la Esparta de Licurgo según Jenofonte

Jenofonte profundiza en uno de los efectos centrales del sistema espartano: impedir que alguien, por glotonería o por incontinencia en la bebida, se dañe a sí mismo o perjudique su hacienda. La regulación de la vida común no apunta solo a la templanza moral, sino también a la preservación material del ciudadano. El exceso no es visto como un vicio privado, sino como una amenaza al equilibrio personal y, por extensión, al orden de la ciudad.

La comparación con las demás ciudades griegas refuerza esta idea. Allí, dice Jenofonte, los hombres de una misma edad suelen reunirse entre sí, generando espacios donde reina el menor decoro posible. Licurgo, en cambio, introduce deliberadamente la mezcla de edades en Esparta. Esta decisión tiene un claro propósito pedagógico: los jóvenes quedan expuestos de manera constante a la experiencia, la mesura y el ejemplo de los mayores. La educación ya no depende solo de normas abstractas, sino de una convivencia viva entre generaciones.

Los filitios aparecen así como verdaderas escuelas cívicas. En ellos se conversa sobre todo aquello que puede beneficiar a la ciudad, excluyendo de raíz la insolencia, la embriaguez, las acciones vergonzosas y las palabras torpes. La conversación misma se convierte en un ejercicio moral y político. Comer juntos no es un acto meramente nutricional, sino una práctica formativa donde se aprende qué decir, cómo comportarse y qué valores sostener en la vida pública.

Jenofonte subraya además beneficios prácticos muy concretos de esta institución. El hecho de que los comensales deban regresar caminando a sus casas, de noche y sin antorcha, obliga a mantener el dominio del cuerpo incluso después de beber. La embriaguez queda así doblemente desincentivada: por la vigilancia social y por la exigencia física inmediata. La noche debe ser usada “como si fuera día”, lo que refuerza la idea de que el ciudadano armado ha de estar siempre dueño de sí mismo.

El texto avanza luego hacia una observación casi fisiológica y moral a la vez. Licurgo advierte que, con una misma ración de comida, quienes trabajan con empeño presentan buen color, fuerza y buen estado corporal, mientras que los perezosos aparecen hinchados, débiles y descoloridos. Esta constatación refuerza una idea clave del sistema espartano: no es la cantidad de alimento lo que determina la salud, sino la disposición al esfuerzo y al trabajo.

A partir de ello, Licurgo no deja la cuestión al azar. Comprendiendo que el mejor estado físico surge cuando el esfuerzo nace de la propia voluntad, establece una forma de vigilancia en los gimnasios, confiando al mayor de cada uno el cuidado de que nunca falte la actividad adecuada. El control no busca humillar, sino estimular el trabajo constante y evitar la dejadez.

Comunidad de autoridad, salud corporal y disolución de la propiedad privada en la Esparta de Licurgo según Jenofonte

Jenofonte continúa reforzando la idea de que la legislación de Licurgo no yerra en nada de lo que toca a la formación integral del ciudadano. La observación inicial sobre la salud y la complexión de los espartanos no es anecdótica: subraya que el equilibrio entre alimento y ejercicio produce cuerpos excepcionalmente sanos y fuertes. El énfasis en que ejercitan por igual piernas, brazos y cuello revela una concepción armónica del cuerpo, preparado no para una destreza parcial, sino para la exigencia total de la guerra. La fortaleza física aparece como consecuencia directa de un régimen de vida sobrio y activo, no de privilegios materiales.

Mientras que en ellas cada cual gobierna exclusivamente lo suyo —hijos, esclavos y hacienda—, Licurgo adopta una lógica opuesta, orientada al provecho recíproco de los ciudadanos sin causar daño a nadie. El núcleo de esta innovación es la disolución práctica de la autoridad privada exclusiva, sustituida por una autoridad compartida y comunitaria.

Esta idea se expresa con particular fuerza en la educación de los hijos. Licurgo dispone que cualquier ciudadano pueda gobernar tanto a los niños propios como a los ajenos, lo que transforma la paternidad en una función cívica antes que estrictamente familiar. El argumento es profundamente coherente: quien gobierna a los hijos de otros sabiendo que esos otros gobiernan a los suyos, necesariamente los tratará como quisiera que los propios fueran tratados. La educación deja de depender del carácter particular de cada padre y se somete a un ideal común de corrección y virtud.

El pasaje alcanza aquí uno de sus puntos más duros desde la sensibilidad moderna. Si un niño se queja ante su padre por haber sido castigado por otro ciudadano, se considera reprochable que el padre no lo castigue nuevamente. Esta práctica revela hasta qué punto la confianza mutua es absoluta: no se concibe que otro ciudadano ordene algo que no sea justo y formativo. El castigo no es visto como abuso, sino como instrumento legítimo de educación cívica, y la autoridad privada queda completamente subordinada al orden colectivo.

La misma lógica de comunidad se extiende a los bienes materiales y a los recursos. Licurgo permite que quien lo necesite pueda servirse de los criados ajenos, y establece un régimen de uso común incluso para los perros de caza. Quien los necesita invita a cazar; quien no puede ir, los presta gustosamente. No hay apropiación celosa ni exclusividad rígida, sino disponibilidad orientada al bien común y a la utilidad práctica.

El texto avanza aún más al señalar el uso compartido de los caballos. El ciudadano enfermo, apurado o necesitado de transporte puede servirse de los caballos de otro sin reproche alguno. La propiedad, aunque formalmente existente, queda funcionalmente relativizada. Lo decisivo no es la titularidad, sino la necesidad y la utilidad para la vida cívica.

Comunidad de bienes y rechazo de la riqueza privada

Licurgo extendió la lógica educativa y disciplinaria hasta el ámbito económico y cotidiano, configurando una comunidad donde la propiedad privada pierde su carácter excluyente. El ejemplo del caballo —que puede ser tomado, bien tratado y devuelto— ilustra una ética de uso antes que de posesión. No se trata de abolir la propiedad, sino de subordinarla al bien común y a la necesidad concreta. La confianza mutua y la ausencia de sospecha sustituyen al celo propietario típico de otras poleis.

La norma que permite a los necesitados tomar alimentos ya preparados, abrir los sellos y luego volver a cerrarlos, profundiza esta idea. Licurgo convierte la abundancia privada en un recurso colectivo disponible en caso de necesidad. Así, incluso quienes tienen poco “participan de todo lo que hay en el país”. Jenofonte subraya que esta práctica no genera desorden, porque se funda en la moderación y en el reconocimiento de límites: se toma sólo lo necesario. La comunidad espartana se define, así, no por la igualdad absoluta de bienes, sino por la igualdad en el acceso cuando la necesidad lo exige.

Mientras en otras ciudades cada ciudadano busca enriquecerse por medio de la agricultura, el comercio o los oficios, en Esparta los hombres libres tienen prohibido dedicarse a cualquier actividad lucrativa. Su única ocupación legítima es aquella que asegura la libertad de la ciudad. La economía queda relegada a un plano secundario y subordinado a la virtud cívica. La riqueza deja de ser un fin y pasa a ser, en el mejor de los casos, irrelevante.

Jenofonte insiste en que esta organización sólo es posible porque Licurgo impuso un mismo tenor de vida para todos. Al eliminar el lujo y la competencia por el dinero, se suprime también la molicie y la envidia. El prestigio social no proviene de la ostentación, sino de la buena forma física y del servicio a los amigos mediante el esfuerzo personal. Servir con el propio cuerpo es presentado como obra del espíritu; servir con dinero, como algo inferior. La virtud sustituye al capital como criterio de valoración social.

La moneda pesada y voluminosa, junto con la prohibición del oro y la plata, hace prácticamente imposible la acumulación secreta. La riqueza no sólo es inútil, sino peligrosa: su posesión acarrea multas, vigilancia y más molestias que placeres. Con esta medida extrema, Licurgo erradica la ganancia injusta y desincentiva cualquier deseo de enriquecimiento. Jenofonte concluye dejando clara la lógica del sistema: allí donde la riqueza trae más problemas que beneficios, deja de ser deseable.

Obediencia, poder y sacralización de la ley en Esparta

Sostiene que la obediencia absoluta a las leyes y a los magistrados —rasgo distintivo de Esparta— no fue impuesta de manera abrupta ni contra la voluntad de los ciudadanos más influyentes. Por el contrario, Licurgo habría asegurado primero el consentimiento de los más poderosos de la ciudad. La estrategia es clara: si quienes detentan prestigio y autoridad social se someten voluntariamente al poder público, el resto de la comunidad seguirá su ejemplo. Así, la obediencia no aparece como humillación, sino como un ideal cívico que comienza por la élite y se difunde al conjunto del cuerpo político.

Jenofonte subraya el contraste con otras ciudades griegas, donde los hombres influyentes evitan mostrarse sumisos a los magistrados, considerando tal actitud indigna de un hombre libre. En Esparta ocurre lo contrario: los más poderosos se enorgullecen de obedecer, acuden con premura cuando son llamados y buscan agradar a la autoridad. Este comportamiento tiene un claro sentido pedagógico y político: al obedecer primero quienes podrían resistirse, se consolida una cultura de disciplina generalizada. La obediencia se convierte así en un bien supremo, válido tanto en la ciudad como en el ejército y en la familia.

Jenofonte destaca que fueron los propios poderosos quienes contribuyeron a fortalecer esta magistratura, conscientes de que un poder efectivo es indispensable para imponer respeto a las leyes. Los éforos poseen amplias atribuciones: pueden castigar a cualquier ciudadano, actuar de inmediato, suspender a otros magistrados e incluso someterlos a juicio capital. A diferencia de otras ciudades, no toleran abusos durante el ejercicio del cargo, sino que corrigen sin demora cualquier infracción legal. El control del poder es constante y no se suspende ni siquiera frente a las autoridades más altas.

Jenofonte presenta uno de los recursos más eficaces de Licurgo para garantizar la obediencia: la sacralización de la ley. Antes de promulgarla, el legislador consulta al oráculo de Delfos junto a los más poderosos de Esparta. Una vez que el dios confirma que las leyes son las mejores para la ciudad, su cumplimiento deja de ser solo una obligación jurídica y pasa a ser un deber religioso. Desobedecer la ley no es únicamente ilegal, sino impío. De este modo, Licurgo refuerza la autoridad normativa al unir derecho, política y religión, logrando que la obediencia sea aceptada no por temor, sino por convicción profunda.

Honor, cobardía y educación del valor en Esparta

No se trata de una exaltación retórica del heroísmo, sino de una convicción social profundamente arraigada. Jenofonte dice incluso que, en la práctica, mueren menos quienes eligen el valor que quienes optan por huir, porque el coraje suele ir acompañado de disciplina, eficacia y mayores probabilidades de salvación. El valor no solo es noble, sino también útil, firme y generador de seguridad.

Jenofonte añade que el valor atrae naturalmente la buena fama y el reconocimiento social. Los valientes son buscados como aliados, amigos y compañeros, lo que refuerza el carácter deseable de la virtud. Licurgo, consciente de esta dinámica, no se limitó a elogiar el coraje, sino que estructuró la ciudad de tal modo que la felicidad estuviera asociada al valor y la infelicidad a la cobardía. La virtud deja de ser un ideal abstracto y se convierte en una condición concreta para una vida digna dentro de la polis.

El contraste con las demás ciudades griegas es decisivo. En ellas, ser cobarde acarrea apenas una mala reputación, pero no implica una exclusión efectiva de la vida social. El cobarde puede circular libremente, compartir el gimnasio y ocupar los mismos espacios que los valientes. En Esparta, en cambio, la cobardía tiene consecuencias visibles, cotidianas y humillantes. El cobarde es excluido de la mesa común, marginado en los juegos, relegado en los coros y forzado a ceder el paso incluso a los más jóvenes. La vergüenza es pública, constante y pedagógica.

La sanción alcanza incluso el ámbito familiar y doméstico. El cobarde debe mantener a sus parientas solteras, soportar su desprecio público y ver su casa privada de esposa, además de pagar multas por su situación. No puede integrarse alegremente a la vida social ni imitar a los ciudadanos intachables sin exponerse a castigos físicos. Así, la cobardía no es simplemente una falta moral, sino una condición socialmente insoportable. La vida del cobarde se convierte en una existencia marcada por la humillación permanente.

Jenofonte concluye que, dadas estas circunstancias, no resulta sorprendente que en Esparta se prefiera la muerte antes que una vida tan vergonzosa. El sistema de Licurgo logra que el honor no sea un discurso, sino una experiencia vivida, y que el valor no dependa de exhortaciones morales, sino de un entramado institucional que premia y castiga con implacable coherencia. De este modo, la educación del valor se consolida como uno de los pilares fundamentales de la estabilidad y la fama de la ciudad lacedemonia.

La virtud hasta la vejez y la práctica pública de la kalokagathía

Jenofonte afirma que Licurgo legisló con especial acierto al extender la práctica de la virtud hasta el final de la vida. Al situar la edad para aspirar a la gerusía en los años cercanos a la muerte, aseguró que la kalokagathía —la excelencia moral y cívica— no se relajara con la ancianidad. La virtud no es un ideal propio de la juventud ni una etapa transitoria, sino una exigencia permanente. Así, la vejez no queda marginada del proyecto político, sino que se convierte en su culminación.

Este diseño se refuerza al conferir a los ancianos el rol de jueces en los procesos capitales. Con ello, Licurgo invierte la jerarquía habitual que privilegia la fuerza juvenil: en Esparta, la experiencia moral y el carácter probado pesan más que la potencia física. La ancianidad se vuelve digna de honor, no por compasión, sino por autoridad ética. La ciudad aprende a valorar la virtud consolidada por encima del vigor corporal.

Jenofonte dice además que la competencia por acceder a la gerusía es la más noble de todas, superior incluso a los concursos gimnásticos. Mientras éstos evalúan el cuerpo, aquélla juzga el alma. Dado que el alma es superior al cuerpo, la disputa moral resulta más elevada y más significativa para la ciudad. La política se convierte, así, en una arena de excelencia ética, no en un simple espacio de poder.

Uno de los rasgos más admirables de Licurgo, según Jenofonte, es haber comprendido que la virtud privada no basta para engrandecer una patria. Por ello obligó a todos los ciudadanos a ejercitarse públicamente en las virtudes. Esparta supera a las demás ciudades no porque tenga individuos virtuosos excepcionales, sino porque hace de la virtud una práctica colectiva y visible. La kalokagathía deja de ser un ideal individual para convertirse en un hábito cívico institucionalizado.

En coherencia con esta visión, Licurgo castiga no sólo al que daña a otro, como ocurre en las demás ciudades, sino también al que descuida manifiestamente el ser lo mejor posible. El flojo y el cobarde no perjudican sólo a individuos concretos: traicionan a la ciudad entera. Por ello, el castigo que reciben es mayor. La falta de virtud es concebida como un daño político, no como una simple debilidad personal.

Jenofonte destaca que la pertenencia al cuerpo de los Iguales depende del compromiso activo con las leyes y las virtudes políticas. La ciudad es tierra común para todos los que obedecen y practican la excelencia, sin atender a la riqueza ni a la fuerza corporal. Pero quien, por cobardía, rehúsa cumplir las leyes, pierde su condición de igual. Aunque estas leyes son antiguísimas, siguen siendo nuevas para los demás pueblos; todos las alaban, pero ninguna ciudad se atreve a imitarlas.

Orden, previsión y superioridad táctica del ejército espartano

Jenofonte comienza este pasaje señalando que los bienes descritos hasta ahora —disciplina, obediencia, virtud— son comunes tanto en la paz como en la guerra. Sin embargo, introduce aquí un nuevo ámbito donde Licurgo habría sobresalido de manera especial: la organización militar. La clave inicial es la previsión. Los éforos no solo convocan a hoplitas y jinetes según edades, sino que también llaman a los artesanos necesarios para la campaña. De este modo, el ejército espartano no depende del azar ni de improvisaciones: todo aquello que sostiene la vida civil está previsto también para la guerra. La autosuficiencia logística es un rasgo esencial de su eficacia.

Esta previsión se refuerza con la organización del transporte y los suministros. Carros, mulos y útiles están dispuestos de antemano, de modo que si algo falta resulta inmediatamente evidente. Jenofonte da así una idea fundamental: la superioridad militar no depende solo del combate, sino del orden, la administración y la capacidad de sostener la campaña. La guerra, en Esparta, es una prolongación disciplinada de la vida cívica.

En el plano simbólico y psicológico, Licurgo presta atención incluso al atuendo. El traje rojo, el escudo de bronce y la cabellera larga en los hombres maduros no son detalles superficiales: buscan reforzar la identidad guerrera, la impresión de ferocidad y la dignidad marcial. La apariencia externa se convierte en un instrumento de cohesión y de intimidación. El soldado espartano no solo combate: encarna visualmente la guerra.

La descripción de la estructura táctica revela otro punto central del elogio de Jenofonte: la simplicidad funcional. Aunque muchos creen que la formación laconia es excesivamente compleja, el autor sostiene lo contrario. Cada unidad tiene jefes claros, funciones precisas y un orden fácilmente comprensible. La claridad del mando permite que cualquiera que observe con atención pueda entender el sistema. No hay confusión entre quién manda y quién sigue.

La verdadera excelencia aparece, sin embargo, cuando la formación se desordena. Lo que resulta incomprensible para los no educados en las leyes de Licurgo es precisamente la capacidad de recomponerse en plena acción. Los espartanos saben maniobrar, cambiar profundidad, girar, invertir frentes y adaptarse a ataques por cualquier dirección. Esta flexibilidad disciplinada no es fruto de la improvisación, sino de una educación común que ha convertido el movimiento colectivo en un hábito casi natural.

Jenofonte insiste en que los cambios de frente —ya sea ante un enemigo frontal, posterior o lateral— se realizan sin pánico y sin romper la cohesión. Incluso aquello que otros considerarían desventajoso, como llevar el jefe al ala izquierda, es reinterpretado estratégicamente. La disposición busca siempre que los más esforzados enfrenten el mayor peligro. La táctica no persigue la comodidad, sino la eficacia y el honor.

La guerra no es un ámbito excepcional, sino el escenario donde se manifiesta plenamente la formación integral del ciudadano lacedemonio. Por eso, lo que para otros ejércitos es difícil o caótico, para los espartanos resulta natural: han sido educados, desde la infancia, para obedecer, maniobrar y mantenerse firmes como un solo cuerpo.

El campamento como prolongación del orden cívico

Licurgo rechaza la disposición cuadrangular por considerarla inútil y prefiere el campamento circular, salvo cuando la geografía —montañas, murallas o ríos— ofrece una defensa natural. Esta elección revela una concepción racional del espacio militar: el campamento no es un refugio improvisado, sino una estructura pensada para la seguridad, la visibilidad y el control permanente.

La organización de las guardias refuerza esta lógica. Durante el día, los centinelas vigilan las armas dentro del campamento, no tanto por temor al enemigo como por precaución frente a los propios compañeros. La desconfianza interna —especialmente comprensible en una sociedad que convive con esclavos sometidos— se traduce en una vigilancia constante. A los enemigos, en cambio, se los observa a distancia mediante jinetes apostados en puntos elevados, capaces de detectar cualquier movimiento con antelación.

Por la noche, la guardia exterior queda a cargo de los esciritas, tropas especializadas en misiones arriesgadas y situadas habitualmente en los lugares más peligrosos. Jenofonte explica que el uso de fuerzas específicas —y más tarde incluso extranjeras— responde a la misma lógica que mantener a los esclavos alejados de las armas: la seguridad se basa en una estricta separación de funciones y en el control de quién puede portar armamento. Incluso fuera de servicio, los soldados no se separan de sus armas más que lo indispensable, lo que refuerza la cohesión y reduce cualquier riesgo interno.

El movimiento frecuente del campamento constituye otro rasgo distintivo. No se trata solo de hostigar al enemigo, sino también de beneficiar a los aliados y evitar la relajación de la tropa. La movilidad impide el estancamiento y mantiene a los soldados en un estado constante de alerta. En coherencia con esto, la ley ordena que los lacedemonios continúen ejercitándose gimnásticamente incluso en campaña, no solo para reforzar su seguridad, sino también para conservar una apariencia noble y disciplinada frente a los demás ejércitos.

La jornada militar está cuidadosamente reglamentada. Los ejercicios se realizan dentro del radio de la mora para evitar dispersiones; luego vienen la revista, el desayuno, los relevos, el descanso, los entrenamientos vespertinos y la comida común. Todo culmina con cantos a los dioses que han concedido auspicios favorables, tras lo cual los soldados descansan junto a sus armas. La guerra, así, se desarrolla bajo un ritmo ordenado que combina disciplina corporal, organización del tiempo y observancia religiosa.

El campamento espartano aparece, entonces, como una extensión exacta del orden político y educativo de la ciudad. Nada queda al azar; todo está sometido a la ley, a la previsión y a una disciplina que hace de la guerra un ejercicio continuo de virtud colectiva.

La realeza militar: sacralidad, mando y orden en campaña

Jenofonte expone en este capítulo cómo Licurgo dotó al rey de un poder y una dignidad específicos dentro del ejército, cuidadosamente delimitados y orientados al buen funcionamiento de la guerra. La ciudad se hace cargo del sustento del rey y de su estado mayor durante la campaña, y comparte con él la tienda los polemarcos y otros miembros destacados, con el fin de facilitar la deliberación constante. Nada se deja al azar: incluso tres ciudadanos de los Iguales están asignados al servicio del rey para que ninguna necesidad práctica interfiera en el cuidado de los asuntos militares. La realeza aparece así integrada en una estructura colectiva, no aislada ni arbitraria.

El relato del inicio de la expedición muestra el carácter religioso del mando real. Antes de salir del territorio, el rey sacrifica a Zeus Conductor y a los dioses tutelares de Esparta; luego, al llegar a las fronteras, renueva los sacrificios a Zeus y a Atenea. El fuego sagrado que precede a la marcha no se apaga jamás, simbolizando la continuidad de la protección divina. La guerra es presentada como una empresa que solo puede emprenderse bajo auspicios favorables, y el rey actúa como mediador entre la ciudad y los dioses.

Estas ceremonias no son privadas ni secretas. Asisten a ellas los principales jefes militares, los responsables logísticos, los aliados y cualquiera de los generales que lo desee, junto con dos éforos. Aunque éstos no intervienen directamente, su sola presencia introduce un principio de vigilancia y moderación. Incluso el rey, investido de dignidad sagrada, actúa bajo la mirada de la ley. Tras los sacrificios, el rey convoca a todos y da las órdenes, de modo que la planificación religiosa y la estrategia militar se encadenan sin ruptura.

Jenofonte destaca la excelencia organizativa del ejército lacedemonio al describir la disposición de la marcha y del combate. Cuando no hay enemigo a la vista, preceden al rey únicamente los exploradores; pero ante la expectativa de combate, el rey ocupa una posición central cuidadosamente calculada, rodeado por las moras y los polemarcos. Detrás marchan los miembros del consejo real y otros especialistas —adivinos, médicos, músicos— junto con voluntarios. Esta disposición muestra que la guerra es entendida como una tarea compleja que requiere previsión técnica, religiosa y humana.

Especial atención merece el ritual previo al combate. A la vista del enemigo, el sacrificio, el sonido de las flautas, las coronas y la limpieza de las armas crean un clima de solemnidad y orden. Incluso se permite al joven arreglar su cabellera antes de entrar en combate, para presentarse con dignidad y esplendor. Lejos de ser gestos superficiales, estos rituales refuerzan la cohesión, el autocontrol y la confianza. El combate se inicia no en el caos, sino en la armonía.

En cuanto al ejercicio del mando, Licurgo limita cuidadosamente las competencias del rey. El monarca decide la disposición del campamento y dirige las operaciones militares, pero no concentra todas las funciones del poder. Las peticiones de justicia, de dinero o de botín se derivan a magistrados específicos. Así, el rey queda reducido —en el mejor sentido— a dos funciones esenciales: sacerdote ante los dioses y general ante los hombres. Con ello, Jenofonte muestra que la grandeza del sistema espartano no reside en la arbitrariedad del poder personal, sino en la clara delimitación de funciones dentro de un orden político y militar perfectamente articulado.

La decadencia de Esparta y la ruptura del legado de Licurgo

Jenofonte ya no describe el sistema lacedemonio como modelo vigente, sino que se pregunta explícitamente si las leyes de Licurgo permanecen inmutables, y responde con franqueza que no se atrevería a afirmarlo. El contraste entre el pasado y el presente estructura todo el pasaje: frente a una Esparta austera, disciplinada y autocontenida, aparece ahora una ciudad seducida por el poder exterior y la riqueza. La virtud que antes sostenía el orden político ha comenzado a erosionarse.

Uno de los síntomas más claros de esta decadencia es el cambio de actitud frente a la riqueza. Jenofonte recuerda que antiguamente los espartanos temían incluso poseer oro, mientras que ahora algunos se jactan abiertamente de sus bienes. Este giro revela una transformación profunda de los valores: lo que antes era vergonzoso y peligroso se ha convertido en motivo de orgullo. Con ello se rompe el principio licurgueo según el cual la riqueza corrompe el carácter y debilita la cohesión de la ciudad.

A este fenómeno se suma la desaparición de prácticas defensivas fundamentales del viejo orden espartano, como la limitación del contacto con extranjeros y la restricción de los viajes al exterior. Estas medidas no respondían a xenofobia, sino al temor de que los ciudadanos adoptaran costumbres blandas y ajenas a la disciplina laconia. Jenofonte señala que hoy ocurre lo contrario: los hombres más influyentes buscan pasar el mayor tiempo posible fuera de Esparta, ejerciendo cargos de dominio en ciudades extranjeras, precisamente allí donde antes residía el mayor riesgo de corrupción moral.

El sistema de los harmostas se convierte en el eje de la crítica política. Lo que inicialmente pudo ser un instrumento militar legítimo terminó alimentando ambiciones imperialistas y personales. Jenofonte observa que antes los espartanos competían por ser dignos de la hegemonía; ahora, en cambio, se esfuerzan más por tener mando que por merecerlo. El poder deja de ser una consecuencia de la virtud y se convierte en un fin en sí mismo, lo que implica una inversión completa del ideal licurgueo.

Este cambio se refleja también en la percepción que el resto de Grecia tiene de Esparta. Donde antes las ciudades acudían voluntariamente a los lacedemonios como árbitros y defensores de la justicia, ahora se organizan para impedir que vuelvan a mandar. La hegemonía moral ha sido sustituida por un dominio impopular y temido. Jenofonte deja claro que este desprestigio no es injusto ni accidental, sino consecuencia directa del abandono de las leyes y del orden sagrado que las sostenía.

Los lacedemonios ya no obedecen ni al dios ni a las leyes de Licurgo. Con ello, Jenofonte cierra su obra no con un elogio, sino con una advertencia histórica y moral. Esparta no cayó por falta de instituciones, sino por dejar de vivir conforme a ellas. Ninguna constitución, por perfecta que sea, puede sostenerse si la virtud que la anima deja de practicarse.

La monarquía espartana: equilibrio, sacralidad y limitación del poder

Jenofonte expone los acuerdos fundamentales entre el rey y la ciudad, diciendo que la realeza es la única magistratura que permanece prácticamente intacta desde su institución originaria. A diferencia de otras formas políticas, sujetas a cambios y evoluciones, la monarquía conserva su configuración inicial. Esto no es casual: Licurgo diseñó el poder real como una pieza estable dentro del sistema, cuidadosamente delimitada para evitar tanto la tiranía como la envidia cívica.

El primer rasgo esencial de la realeza es su carácter sagrado. El rey realiza todos los sacrificios públicos en nombre de la ciudad, precisamente porque su autoridad procede del dios. Asimismo, siempre que Esparta envía un ejército, es el rey quien lo encabeza. De este modo, se unen en su persona la mediación religiosa y el mando militar, reforzando la idea de que la guerra y la vida cívica se desarrollan bajo una legitimidad divina. Sin embargo, esta sacralidad no se traduce en un poder económico excesivo.

Licurgo garantiza al rey un bienestar moderado, asignándole tierras en diversas ciudades vecinas y una participación en las ofrendas, suficientes para vivir sin penuria, pero no para sobresalir por riqueza. La intención es clara: el rey no debe depender de la fortuna privada, pero tampoco debe convertirse en un personaje distante o superior al resto por la acumulación de bienes. La igualdad relativa se mantiene incluso en la cúspide del poder.

Este mismo principio se refleja en la vida común del rey. Come en público como los demás ciudadanos, aunque recibe doble ración, no para su propio consumo, sino para honrar a quien él desee. También puede elegir a dos compañeros de mesa —los Pitios—, que cumplen funciones religiosas y oraculares, reforzando el vínculo entre la realeza y la consulta divina. Incluso los detalles prácticos, como la provisión permanente de animales para sacrificios y un estanque de agua junto a su casa, dicen que el rey está siempre preparado para cumplir sus deberes religiosos y cívicos.

El respeto institucional hacia el rey se expresa en gestos simbólicos: todos se levantan en su presencia, excepto los éforos, lo que indica claramente que la monarquía no está por encima de la ley ni de los órganos de control. Este equilibrio se formaliza mediante el juramento mensual: los éforos juran en nombre de la ciudad y el rey en nombre propio. El pacto es recíproco: el rey promete gobernar conforme a las leyes, y la ciudad se compromete a sostener firmemente la monarquía mientras el juramento sea respetado.

Jenofonte concluye subrayando la moderación de las honras concedidas al rey en vida, deliberadamente no muy superiores a las de los particulares. Licurgo evita así alimentar ambiciones tiránicas o resentimientos populares. Sin embargo, tras la muerte, el trato cambia radicalmente: las leyes muestran que los reyes son honrados no como simples hombres, sino como héroes. La realeza espartana alcanza entonces su máxima dignidad simbólica, no en el ejercicio del poder, sino en la memoria colectiva, cerrando así un modelo político donde la autoridad se equilibra por la ley, la religión y la virtud cívica.

Conclusión

En La República de los lacedemonios, Jenofonte presenta a Esparta como el ejemplo extremo de una comunidad que subordinó todos los ámbitos de la vida —familia, educación, economía, guerra, política y religión— a la formación de la virtud cívica. La grandeza laconia no surge del azar ni de la fuerza bruta, sino de un sistema coherente de leyes que hizo del honor, la obediencia y la disciplina hábitos cotidianos, practicados desde la infancia hasta la vejez. Sin embargo, el propio Jenofonte introduce una nota decisiva de advertencia: cuando Esparta abandona el espíritu de Licurgo y sustituye la virtud por la ambición, la austeridad por la riqueza y el mérito por el poder, pierde también su autoridad moral sobre Grecia. El texto se convierte así no solo en un elogio de una constitución ejemplar, sino en una lección universal: ninguna ciudad se mantiene grande por sus leyes si deja de vivir conforme a ellas.