sábado, 18 de octubre de 2025

Sexto Empírico - Vida y obra (160 - 210)

Sexto Empírico fue un filósofo y médico griego del siglo II d. C., considerado el último gran representante del escepticismo antiguo. Perteneciente a la corriente pirrónica, su obra busca suspender el juicio sobre toda afirmación dogmática para alcanzar la ataraxia o tranquilidad del alma. En sus escritos principales, Esbozos pirrónicos y Contra los matemáticos, Sexto examina críticamente las pretensiones de verdad de las distintas escuelas filosóficas y de las ciencias de su tiempo, mostrando que para cada argumento existe otro igualmente convincente en sentido contrario. Su pensamiento influyó profundamente en el escepticismo moderno, especialmente en Montaigne y Descartes, al situar la duda como un camino hacia el conocimiento y la libertad intelectual.


SEXTO EMPÍRICO

Vida y obra

Orígenes

No se conserva información fiable sobre la ascendencia ni la familia de Sexto Empírico. De hecho, los datos biográficos sobre él son muy escasos.

Ahora bien, algo podemos saber por su nombre. “Sextus” era un nombre común en el mundo romano, usado frecuentemente como prenombre por ciudadanos o residentes del Imperio, sin indicar necesariamente un linaje noble. Sin embargo, el elemento “Empiricus” no corresponde a un apellido o cognomen familiar, sino que designa su adscripción a la escuela médica empírica (Ἐμπειρικοί). Por lo tanto, más que un nombre completo en sentido civil, “Sextus Empiricus” debe entenderse como una descripción funcional: “Sexto, el médico empírico”. Esta práctica era habitual en la Antigüedad, cuando los filósofos y médicos eran designados según la escuela o doctrina a la que pertenecían —como ocurre con Diógenes el Cínico o Aristóteles el Peripatético—.

En cuanto a su origen geográfico y cultural, las fuentes antiguas no son explícitas, pero su formación y lenguaje indican un ambiente griego helenístico, probablemente oriental. Algunos eruditos lo sitúan en Alejandría, dado su dominio de la tradición médica y filosófica, y la importancia de esa ciudad como centro intelectual del mundo grecorromano en el siglo II d.C. Otros sostienen que habría ejercido en Roma, donde la medicina empírica tenía gran prestigio entre los médicos griegos que atendían a la élite romana. También se ha propuesto Asia Menor —especialmente Esmirna o Pérgamo— como cuna probable, debido a la presencia de escuelas médicas afines y al uso del griego en sus textos.

Sexto Empírico habría nacido, según la mayoría de los estudios modernos, hacia mediados del siglo II d.C., en pleno Imperio Romano, en un momento de intensa actividad intelectual y científica en el Mediterráneo helenístico. No existen testimonios directos sobre su lugar de nacimiento, pero el contexto cultural permite ubicarlo dentro de la tradición griega de las ciudades orientales del Imperio, como Alejandría, Esmirna o Pérgamo, donde florecían tanto la medicina como la filosofía escéptica. Estas ciudades eran auténticos centros de saber, donde convivían médicos, astrónomos, gramáticos y filósofos, y donde las bibliotecas y academias mantenían viva la herencia de Aristóteles, Hipócrates y los escépticos pirrónicos.

Contexto

El siglo II d.C. fue una época marcada por la pax romana, es decir, un largo período de estabilidad política y prosperidad bajo emperadores como Antonino Pío y Marco Aurelio. Esta paz permitió la expansión de la cultura griega dentro del Imperio, en lo que se conoce como la Segunda Sofística, un movimiento de renovación del arte retórico y filosófico. En ese marco, la medicina se había convertido en una profesión prestigiosa, especialmente entre los griegos que trabajaban en Roma o en las provincias orientales, donde las escuelas médicas —dogmática, metódica y empírica— competían entre sí por la autoridad intelectual y práctica.

El escepticismo pirrónico, al cual perteneció Sexto, también vivía un renacimiento durante esta época. Tras siglos de predominio del estoicismo, la filosofía escéptica reapareció como una forma de resistencia intelectual frente a los sistemas dogmáticos. En este ambiente de debate, Sexto Empírico desarrolló su pensamiento, combinando su práctica médica con una profunda reflexión filosófica sobre los límites del conocimiento. Su figura pertenece, por tanto, a una etapa en que la filosofía se mezclaba con la ciencia y la experiencia, y en la que los sabios griegos servían como puentes entre la tradición helénica y el racionalismo romano.

Estudios

Como dijimos, Sexto fue un médico formado en la escuela empírica (ἐμπειρικοί), una de las tres grandes corrientes médicas de la Antigüedad junto con la dogmática y la metódica. La escuela empírica sostenía que la medicina debía fundarse exclusivamente en la observación de los hechos, en la experiencia acumulada y en la analogía con casos anteriores, rechazando toda especulación teórica sobre las causas ocultas de las enfermedades. 

En segundo lugar, fue un filósofo pirrónico, es decir, seguidor del escepticismo de Pirrón de Elis. Su formación filosófica debió incluir el estudio de los tres grandes sistemas helenísticos —estoicismo, epicureísmo y escepticismo—, ya que sus escritos muestran un conocimiento profundo de sus argumentos y doctrinas. Sexto se formó en la dialéctica, la lógica y la teoría del conocimiento, no para construir un sistema propio, sino para mostrar las contradicciones internas de los dogmatismos filosóficos. En sus obras, como Esbozos pirrónicos y Contra los profesores (Adversus mathematicos), demuestra un manejo erudito de la literatura filosófica y científica de su tiempo, lo que revela una educación muy completa en las artes liberales, propias de un intelectual del siglo II d.C.

Su formación, en suma, lo convirtió en un hombre de ciencia y de razón crítica. Como médico, confiaba en la experiencia empírica; como filósofo, desconfiaba de las certezas absolutas. Esta doble vertiente educativa —la observación médica y la duda filosófica— le permitió desarrollar un pensamiento que combina la precisión del clínico con la cautela del escéptico. Su educación, más que una lista de disciplinas, fue un camino de búsqueda constante, guiado por la idea de que el verdadero saber consiste en saber que no se sabe.

Muerte

No se conoce con certeza cuándo ni dónde murió Sexto Empírico, y las fuentes antiguas son completamente silenciosas sobre este punto. Los estudios modernos sólo pueden ofrecer hipótesis basadas en deducciones indirectas. Se sabe que vivió probablemente entre fines del siglo II y comienzos del siglo III d.C., época en la que ejercía como médico y filósofo escéptico, tal vez en Alejandría o Roma, los dos principales centros culturales donde se formaban y enseñaban los médicos griegos del Imperio Romano. Sin embargo, ninguna fuente menciona las circunstancias de su muerte, ni edad, ni discípulos directos que hayan dejado testimonio. Esta ausencia de datos se explica por el carácter discreto de su vida: Sexto no fue un político ni un maestro de escuela pública, sino un pensador que escribió tratados técnicos de medicina y filosofía, sin dejar rastro personal fuera de sus textos. De ahí que su figura haya llegado a nosotros envuelta en un cierto silencio biográfico: un escéptico cuya existencia se conoce solo por sus obras, y cuya muerte, como su pensamiento, quedó suspendida en la incertidumbre.

Pensamiento

El pensamiento de Sexto Empírico es la exposición más completa del escepticismo pirrónico que conservamos. No propone una doctrina positiva sobre cómo son las cosas, sino un método de investigación que busca mostrar que, ante cualquier pretensión de verdad definitiva, pueden oponerse razones de igual fuerza (isostenia). Cuando los argumentos se equilibran, el sabio suspende el juicio (epoché) y, como efecto colateral, alcanza ataraxia (tranquilidad de ánimo). No es indiferentismo: es una práctica rigurosa de crítica que evita afirmar cómo son las cosas “en sí”.

Sexto distingue entre dogmáticos (estoicos, epicúreos, aristotélicos), que creen haber encontrado la verdad; académicos, que afirman que la verdad es inalcanzable; y escépticos pirrónicos, que no afirman ni niegan de modo definitivo, sino que siguen investigando. Su lema práctico es el ou mallon (“no más esto que aquello”): ante tesis contrapuestas, no hay motivo concluyente para preferir una sobre la otra. Esta “terapia” del dogmatismo no destruye la vida práctica, sino que la libera de angustias metafísicas.

Para mostrar la fragilidad de nuestras pretensiones de verdad, Sexto recurre a los modos escépticos. Retoma los diez modos atribuidos a Enesidemo (diversidad de animales y humanos, de sentidos, de estados, de costumbres, de lugares, de mezclas, de cantidades y relaciones, de frecuencia/rareza, etc.) para evidenciar que lo que aparece depende de condiciones variables; y recoge los cinco modos de Agripa (discrepancia, regreso al infinito, relatividad, hipótesis gratuita, circularidad) para atacar la justificación de cualquier criterio. Con ellos socava tanto los datos de los sentidos como los fundamentos lógicos que pretenden garantizarlos.

Una parte central de su crítica es contra el “criterio de verdad”. Si el criterio se justifica con razones, éstas piden a su vez un criterio, y caemos en regreso al infinito o en petición de principio. Si se lo adopta sin prueba, es hipótesis gratuita. Sexto también cuestiona la noción de causa y la teoría de los signos: rechaza los “signos indicativos” que pretenden revelar entidades ocultas (p. ej., causas internas), y sólo admite, en la práctica, signos conmemorativos (correlaciones observadas) útiles para orientarnos sin comprometer una metafísica.

Lejos de promover paralización vital, Sexto explica cómo el escéptico vive sin dogmas siguiendo cuatro guías: las apariencias (lo que se da de hecho: hambre, frío), los impulsos naturales (búsqueda espontánea de placer, huida del dolor), las leyes y costumbres de la comunidad (convención lingüística y jurídica), y las técnicas (téchnai) como la medicina. Así armoniza su práctica médica empírica con el escepticismo: el médico actúa por experiencia y analogía sin postular causas ocultas.

En obras como los Esbozos pirrónicos y Contra los profesores (Adversus mathematicos), Sexto extiende la crítica a varias disciplinas: gramática, retórica, geometría, aritmética, astronomía/astrología y música, mostrando que ninguna ofrece fundamentos incontrovertibles. No niega su utilidad práctica; niega que sus principios estén justificados de modo infalible. Su meta no es destruir el saber, sino curarnos del afán de certeza absoluta que produce conflicto y perturbación.

Educación

Para Sexto el aprendizaje no consiste en la transmisión dogmática de verdades, sino en el ejercicio constante de la investigación (zētēsis). Educar, en su perspectiva, no es inculcar certezas, sino formar el juicio crítico mediante la exposición a diferentes argumentos de fuerza equivalente. El educando debe aprender a suspender el juicio (epoché) cuando los razonamientos se equilibran, evitando caer en la precipitación de afirmar lo incierto. Esta actitud no genera pasividad, sino prudencia intelectual, que conduce a la serenidad (ataraxia).

En segundo lugar, su pensamiento implica que la educación debe fundarse en la experiencia directa (empeiría), no en teorías abstractas. Así como el médico empírico aprende observando casos, el discípulo filosófico aprende a través de la práctica del razonamiento y la confrontación de opiniones. Por eso, su método es dialógico y comparativo: se aprende contrastando perspectivas, más que siguiendo una autoridad. En este sentido, la enseñanza escéptica es una formación en la libertad del pensamiento, porque enseña a vivir sin depender del dogma ni de la opinión dominante.

Finalmente, la educación según Sexto Empírico debe tener un fin ético y terapéutico: liberar al alma de la perturbación que causan las falsas creencias. Así como la medicina cura el cuerpo, la filosofía escéptica cura el espíritu de la arrogancia intelectual y de la angustia ante lo desconocido. El maestro no transmite doctrina, sino que guía hacia la tranquilidad a través de la duda metódica. En este sentido, la educación es un camino hacia la sabiduría práctica, no hacia el conocimiento absoluto.

Contra estoicos

La crítica de Sexto Empírico a los estoicos es una de las más profundas y sistemáticas de toda la filosofía antigua. En sus obras, especialmente en Adversus Mathematicos y Esbozos pirrónicos, Sexto dedica extensos pasajes a refutar los fundamentos del estoicismo, al que considera la expresión más clara del dogmatismo filosófico: la pretensión de conocer la verdad con certeza. Su ataque no es personal ni moral, sino metodológico: busca mostrar que las afirmaciones estoicas, pese a su rigor lógico, no pueden sostenerse racionalmente sin caer en contradicción o en presupuestos indemostrables.

En primer lugar, Sexto critica la teoría del conocimiento estoica. Los estoicos sostenían que el alma recibe “representaciones comprensivas” (kataleptiké phantasía), percepciones tan claras y distintas que aseguran la verdad del objeto percibido. Sexto responde que ninguna impresión sensorial garantiza su veracidad, porque los sentidos engañan y las apariencias varían según las circunstancias. Dos percepciones contrarias —por ejemplo, la de quien sueña y la de quien vela— pueden parecer igualmente convincentes, de modo que no existe un criterio seguro para distinguir lo verdadero de lo falso. Por tanto, la supuesta “representación comprensiva” no es más que una creencia subjetiva, no una evidencia objetiva.

En segundo lugar, critica su concepto de razón universal (logos). Los estoicos afirmaban que el cosmos está ordenado racionalmente y que la virtud consiste en vivir conforme a la naturaleza. Sexto, fiel a su escepticismo, responde que esta idea es una suposición indemostrable: no hay modo de probar que el universo obedece a un plan racional, ni que lo que llamamos “naturaleza” tenga una finalidad moral. La idea de logos cósmico no es una verdad empírica, sino una hipótesis metafísica, incompatible con el método escéptico que se basa en la observación y la suspensión del juicio.

Otro punto esencial de su crítica es el ataque a la ética estoica. Los estoicos enseñaban que el sabio debía alcanzar la apatheia, o ausencia total de pasiones, mediante la razón. Sexto considera este ideal psicológicamente imposible y filosóficamente confuso: suprimir las pasiones equivale a negar la naturaleza humana, y pretender vivir guiado solo por la razón es tan dogmático como creer en una verdad absoluta. Frente a la apatheia, el escéptico aspira a la ataraxia, la tranquilidad que surge no de dominar las pasiones, sino de no perturbarse por las disputas dogmáticas.

Por último, Sexto refuta el determinismo estoico, que afirmaba que todo ocurre según el destino (heimarméne). Si todo está determinado, dice Sexto, no hay lugar para la responsabilidad moral ni para la deliberación racional; si no lo está, entonces la noción de destino carece de sentido. Además, el propio intento de probar el destino parte de premisas que no pueden verificarse empíricamente.

Contra epicúreos

Aunque Sexto reconoce que el epicureísmo es una doctrina práctica orientada a la felicidad, considera que sus fundamentos teóricos —especialmente su física atomista, su teoría del conocimiento y su ética del placer— carecen de justificación racional suficiente y se apoyan en simples conjeturas.

En primer lugar, Sexto rechaza la teoría del conocimiento de Epicuro. Los epicúreos afirmaban que todo conocimiento deriva de las sensaciones y que éstas son siempre verdaderas, puesto que proceden directamente de los “átomos” que emanan de los cuerpos. Según Sexto, esta tesis es contradictoria, porque las sensaciones se contradicen entre sí: un mismo objeto puede parecer dulce a una persona y amargo a otra, grande a quien está cerca y pequeño a quien está lejos. Si todas las sensaciones son verdaderas, se sigue que lo verdadero puede ser contradictorio, lo cual destruye toda posibilidad de conocimiento fiable. El escéptico, por tanto, suspende el juicio, pues no puede determinar cuál de las apariencias es más verdadera.

En segundo lugar, Sexto dirige su crítica contra la física atomista. Epicuro enseñaba que el universo está compuesto de átomos y vacío, moviéndose eternamente en el espacio. Para Sexto, esta teoría no es producto de la observación, sino una hipótesis arbitraria: nadie ha visto jamás los átomos ni el vacío, por lo que afirmar su existencia es un acto de fe filosófica. Además, la idea del “desvío” o clinamen —el leve desvío de los átomos para permitir el libre albedrío— es, para el escéptico, un intento de salvar el sistema mediante una suposición indemostrable, y por tanto, un ejemplo típico de dogmatismo.

En el plano ético, Sexto también discrepa de los epicúreos. Estos sostenían que el placer es el fin natural de la vida y que la felicidad consiste en la ausencia de dolor (aponía) y de perturbación (ataraxía). Sexto acepta que la serenidad es un bien, pero objeta que no puede derivarse de una teoría que afirma conocer la naturaleza última del bien y del mal. Para el escéptico, toda afirmación de que algo es “por naturaleza” bueno o malo presupone un conocimiento que el ser humano no posee. Así, mientras el epicureísmo busca la tranquilidad a través del placer racionalmente ordenado, el escepticismo la alcanza mediante la suspensión del juicio, es decir, renunciando a definir qué es el placer en términos absolutos.

Finalmente, Sexto critica la teología epicúrea. Aunque Epicuro reconocía la existencia de dioses, los consideraba seres indiferentes al mundo humano, lo que hacía innecesario el temor religioso. Sexto observa que esta postura es incoherente: si los dioses son indiferentes y no perceptibles, no hay motivo para afirmar su existencia, y si se afirma, ello constituye otra forma de dogmatismo metafísico.

Obras

Las obras de Sexto Empírico constituyen la fuente principal del escepticismo pirrónico antiguo y uno de los testimonios filosóficos más importantes del pensamiento helenístico. Aunque no se conserva todo lo que escribió, lo que ha llegado hasta nosotros permite reconstruir su sistema con gran detalle.

La obra más conocida es Esbozos pirrónicos (Πυρρώνειοι ὑποτυπώσεις, Pyrrhōneioi hypotypōseis), dividida en tres libros. En ella Sexto presenta de manera ordenada los principios del escepticismo pirrónico: la distinción entre dogmáticos, académicos y escépticos; el método de oposición entre los razonamientos; la suspensión del juicio (epoché); y la tranquilidad del ánimo (ataraxía) como consecuencia natural de dicha suspensión. También expone los diez modos de Enesidemo y los cinco modos de Agripa, que sirven para mostrar la imposibilidad de alcanzar una verdad firme. Esta obra es una especie de manual filosófico destinado a quienes desean comprender o practicar la actitud escéptica.

La segunda gran serie de textos se agrupa bajo el título Adversus Mathematicos (“Contra los matemáticos”), aunque el término mathematicos debe entenderse en su sentido antiguo de “sabio” o “erudito”. Consta de once libros, de los cuales los seis primeros son una refutación de las disciplinas liberales —gramática, retórica, geometría, aritmética, astronomía y música—, mientras que los cinco últimos, también conocidos como Adversus Dogmaticos (“Contra los dogmáticos”), se dirigen contra las escuelas filosóficas de su tiempo: lógicos, físicos y éticos, especialmente estoicos, epicúreos y peripatéticos. En ellos, Sexto aplica su método escéptico para mostrar que ninguna de esas disciplinas puede ofrecer conocimiento cierto ni criterio de verdad seguro.

Es posible que haya existido otra obra hoy perdida, mencionada en fuentes antiguas, titulada Sobre el alma (Περὶ ψυχῆς), así como otros escritos médicos o comentarios a los dogmáticos, pero no han llegado hasta nosotros.

Conclusión

La vida de Sexto Empírico permanece envuelta en el misterio, pero su legado filosófico lo sitúa como una de las figuras más decisivas del escepticismo antiguo. Médico y pensador del siglo II o III d.C., probablemente formado en el ambiente helenístico de Alejandría o Roma, encarnó la unión entre la práctica empírica y la reflexión filosófica. Aunque nada se sepa de su origen, familia o muerte, sus obras —especialmente los Esbozos pirrónicos— lo inmortalizaron como el último gran representante del espíritu griego que duda para liberar. Su vida, desconocida en los hechos, brilla en su enseñanza: que la verdadera sabiduría consiste en buscar sin afirmar y hallar serenidad en la suspensión del juicio.

viernes, 17 de octubre de 2025

Plutarco - Vidas Paralelas (Teseo y Rómulo)

En Vidas paralelas, Plutarco nos invita a un fascinante encuentro entre los grandes fundadores del mundo antiguo. Su propósito no es solo narrar hazañas, sino descubrir qué hace verdaderamente grande a un ser humano. En la comparación entre Teseo y Rómulo —el creador de Atenas y el fundador de Roma—, el lector asiste a un espejo doble donde la virtud, el poder y la ambición se reflejan con luces distintas. Ambos héroes marcan el paso del mito a la historia, del caos al orden, y encarnan los ideales que darán forma a dos civilizaciones inmortales.


VIDAS PARALELAS

Teseo y Rómulo

Teseo

Plutarco explica que se adentra en un terreno donde la historia se mezcla con el mito. Reconoce que muchas de las hazañas atribuidas al héroe pertenecen más a la poesía que a la certeza histórica, pero aun así intenta rescatar lo verosímil para presentarlo con forma de historia. Desde el comienzo, establece un paralelo entre Teseo y Rómulo, pues ambos comparten orígenes misteriosos, fama de hijos de dioses, valentía, prudencia y el destino de fundar o gobernar grandes ciudades: Atenas y Roma.

Teseo aparece como descendiente de reyes y sabios, hijo de Egeo y de Etra, nieto del sabio Piteo. Su nacimiento está envuelto en profecías y secretos, y su infancia transcurre bajo la tutela del abuelo en Trecene. Cuando alcanza la fuerza suficiente para levantar la piedra bajo la cual su padre había dejado unas señales —una espada y unos coturnos—, emprende su viaje a Atenas para reclamar su linaje.

El camino hacia Atenas se convierte en una prueba heroica: Teseo elige ir por tierra, enfrentando peligros y combatiendo a los malhechores que infestaban Grecia. Inspirado por la figura de Heracles, decide purgar el camino de criminales, imponiendo justicia con sus propias manos. Así vence a Perifetes, el del garrote; a Sinis, que despedazaba a los viajeros con los pinos; a la cerda de Cromión, o quizás una bandida cruel apodada de ese modo; y finalmente a Escirón, quien arrojaba a los caminantes al mar tras obligarlos a lavarle los pies.

Además. Teseo era  un verdadero héroe civilizador, completando su ciclo de pruebas y alcanzando la madurez moral y política que lo llevará a ser el gran reformador de Atenas. Su viaje continúa con nuevas hazañas, en las que enfrenta a malhechores como Cerción y Procrustes, castigándolos con el mismo tipo de violencia que ellos ejercían contra los viajeros. Con estos actos, Teseo no solo imita a Heracles, sino que demuestra que la justicia puede ser proporcional y simbólica: cada villano perece bajo su propio método de crueldad.

Ya en camino a Atenas, es purificado por los Fitálidas antes de su llegada, un gesto que lo presenta como un héroe no solo fuerte, sino también piadoso. Sin embargo, al arribar, se encuentra con una ciudad dominada por el caos y por la hechicera Medea, quien intenta envenenarlo para proteger su posición junto a Egeo. Solo el gesto del joven al desenvainar la espada —la señal dejada por su padre bajo la piedra— revela su verdadera identidad y evita la tragedia. Reunido con su padre, es reconocido públicamente y aceptado como heredero legítimo, provocando la furia de los Palántidas, a quienes derrota con astucia y fuerza.

En su deseo de ganar el favor del pueblo, Teseo emprende nuevas hazañas, como la captura del toro de Maratón, símbolo del dominio sobre las fuerzas salvajes. Durante esta empresa, recibe la hospitalidad de la anciana Hécale, quien muere antes de su regreso, y a quien él honra con sacrificios y memoria, mostrando su sentido de gratitud y humanidad.

Cuando llega el momento de pagar nuevamente el tributo a Creta, Teseo decide ofrecerse voluntariamente, compartiendo el destino de los jóvenes atenienses enviados como víctimas al Minotauro. Su gesto despierta admiración, pues actúa no como un príncipe distante, sino como un ciudadano solidario. Antes de partir, promete a su padre que, si regresa con vida, enarbolará una vela blanca en señal de victoria.

En Creta, con la ayuda de Ariadna, hija de Minos, logra entrar en el Laberinto, matar al Minotauro y liberar a sus compañeros. Esta parte del relato combina lo heroico con lo amoroso: Ariadna, enamorada, le entrega el famoso hilo para guiar su salida del laberinto, y juntos huyen hacia el mar. Sin embargo, su historia termina con versiones divergentes: algunos dicen que Teseo la abandona dormida en la isla de Naxos; otros que muere en Chipre o que se une al dios Baco.

Plutarco muestra a Teseo en la plenitud y en el ocaso de su vida, como héroe, legislador y finalmente como víctima de la ingratitud y del destino.

Después de derrotar al Minotauro, Teseo vuelve a Grecia, pero olvida cambiar la vela negra por la blanca, lo que provoca que su padre Egeo, creyéndolo muerto, se arroje al mar que desde entonces lleva su nombre. El héroe asume el gobierno de Atenas, y con visión política reúne a los pueblos del Ática en una sola ciudad, instaurando una forma de gobierno más igualitaria, donde la monarquía da paso a la participación popular. De este modo, Plutarco lo presenta no solo como un guerrero, sino como un verdadero fundador civil.

Su gloria, sin embargo, se oscurece con el paso del tiempo. Participa en guerras y alianzas, entre ellas la célebre lucha contra las Amazonas, cuyo ataque a Atenas simboliza la invasión del orden por la fuerza del caos femenino. Su vida amorosa también se torna trágica: la muerte de Antíope, el drama con Fedra e Hipólito, y sus amores turbulentos con Ariadna y Helena revelan la fragilidad de quien ha querido igualar a los dioses.

El final de Teseo es amargo. Exiliado, traicionado y olvidado por su pueblo, muere en la isla de Esciro, víctima del engaño del rey Licomedes. Pero su memoria resurge siglos después, cuando los atenienses creen verlo luchar al lado de ellos en la batalla de Maratón. Así, Plutarco cierra el retrato del héroe con una lección moral: la verdadera grandeza de Teseo no está solo en sus hazañas, sino en su destino de héroe humano, glorioso y trágico a la vez.

Siglos después de su muerte, el oráculo de Delfos ordena a los atenienses traer de regreso sus restos para honrarlos, cumpliendo así un acto de justicia hacia quien había sido su gran fundador. El encargo recae en Cimón, quien conquista la isla de Esciro —donde Teseo había muerto traicionado— y, guiado por un signo divino, halla una tumba con un cuerpo de proporciones extraordinarias junto a una lanza y una espada de bronce.

Cimón lleva estos restos a Atenas, donde son recibidos con procesiones solemnes y sacrificios. Plutarco describe cómo el pueblo lo acoge con alegría, como si el propio Teseo regresara vivo a su patria. Su tumba es erigida en el corazón de la ciudad, cerca del gimnasio, y se convierte en un asilo para los perseguidos y los pobres, símbolo de la misericordia y justicia que el héroe había practicado en vida.

Los atenienses instituyen en su honor una fiesta anual el 8 del mes Puanepsión, día de su regreso de Creta, y extienden su culto a todos los días ocho de cada mes, número considerado sagrado por su relación con Poseidón, supuesto padre de Teseo. Este número, explica Plutarco, representa estabilidad y perfección, reflejo del carácter del dios del mar y, por extensión, del héroe que fue su hijo.

Rómulo

Los orígenes de Roma

Plutarco se detiene en los orígenes legendarios de Roma, mostrando la diversidad de versiones sobre el nombre y fundación de la ciudad. Algunas tradiciones lo atribuyen a los Pelasgos, conquistadores antiguos; otras a una mujer llamada Roma, que, tras quemar las naves de los troyanos errantes, los obligó a asentarse en el Lacio; y otras, a descendientes de Eneas, lo que enlaza la historia romana con la épica troyana.

El relato se centra luego en el mito más célebre: el nacimiento de Rómulo y Remo, gemelos descendientes de Eneas, engendrados —según una versión piadosa— por el dios Marte y Rea Silvia, una vestal obligada al voto de castidad. Plutarco combina versiones racionalistas y míticas: unos sostienen que fue un acto de violencia cometido por Amulio, otros que la intervención de Marte fue real.

Los gemelos son condenados a muerte, pero el esclavo encargado de eliminarlos los abandona en el Tíber, donde la corriente los deposita junto a una higuera sagrada, la Ruminal, nombre asociado a la palabra latina ruma (mama). Allí son amamantados por una loba, imagen que Plutarco interpreta en dos niveles: literalmente, como símbolo divino; y alegóricamente, como una confusión entre el animal y una mujer de mala reputación llamada Larencia, esposa del pastor Fáustulo, quien en realidad los cría.

Plutarco inserta también una tradición curiosa sobre otra Larencia, vinculada a Heracles, que se convierte en símbolo de prosperidad y generosidad, destacando cómo los romanos la veneraban en diversas fiestas religiosas.

Los gemelos crecen bajo la tutela de Fáustulo y, posiblemente, con el apoyo secreto de su abuelo Numitor, el rey depuesto. Desde jóvenes se muestran fuertes, valientes y defensores de los oprimidos, rasgos que anticipan su destino. Rómulo se distingue por su prudencia y espíritu de mando, mientras que Remo representa la audacia y la fuerza bruta. El episodio culmina cuando Remo, capturado tras un enfrentamiento con los pastores de Numitor, es reconocido por su abuelo, quien, movido por el parecido y la nobleza del joven, comienza a sospechar su verdadera ascendencia.

Rómulo y Remo, tras descubrir su origen real con la ayuda de Fáustulo, reúnen seguidores y derrocan a Amulio, restituyendo el trono a su abuelo Numitor. Sin embargo, conscientes de que su destino no era reinar en Alba, deciden fundar una nueva ciudad en el lugar donde fueron amamantados por la loba, símbolo del vínculo sagrado entre lo humano y lo divino. Aquí comienza la tensión fraterna: Rómulo elige el Palatino y Remo el Aventino, y el conflicto se resuelve mediante un presagio de buitres. Rómulo ve doce, Remo seis; el primero reclama la victoria, pero Remo, burlándose, salta el nuevo muro y muere atravesado, víctima —según la versión más célebre— del propio Rómulo. De ese acto violento nace Roma: el fratricidio como origen del poder.

Plutarco detalla luego los ritos de la fundación: el sulcus primigenius, el surco trazado con un arado de bronce, el sacrificio de primicias y la ceremonia del “mundo”, símbolo del vínculo entre el cielo y la tierra. Roma es fundada el 21 de abril del 753 a.C. (según la tradición varroniana), fecha que Plutarco atribuye a cálculos astrológicos y augurales. Rómulo organiza el Estado: crea las legiones, el Senado de cien “padres” y el sistema de patronato y clientela, instaurando una relación recíproca de protección y respeto entre nobles y plebeyos, que él interpreta como el fundamento moral del civismo romano.

Luego narra el célebre rapto de las sabinas, acción que Plutarco matiza: no fue un acto de lujuria, sino una estrategia política para asegurar la permanencia de la nueva comunidad. Las mujeres raptadas son tratadas con respeto y acaban convirtiéndose en el lazo que unirá a romanos y sabinos. De hecho, cuando estalla la guerra entre ambos pueblos, son ellas quienes, en una escena profundamente humana, irrumpen entre los ejércitos, con sus hijos en brazos, suplicando la paz. Su intervención logra la reconciliación: Roma y los sabinos se unen bajo un gobierno conjunto de Rómulo y Tito Tacio, y el pueblo adopta el nombre común de Quirites.

Plutarco subraya aquí la visión civilizadora de Rómulo: tras la violencia fundacional, crea instituciones, leyes y festividades que consolidan la convivencia —como las Matronalia, en honor de las mujeres mediadoras de la paz—, y ritos como las Lupercales, ligados a la purificación y a la memoria mítica de la loba.

Rómulo aparece como legislador religioso y moral, fundador de las Vírgenes Vestales y guardián del fuego sagrado, aunque algunos atribuyen esta institución a Numa. Su religiosidad se muestra en el uso del lituo, el bastón augural que simboliza la comunión entre el poder político y la voluntad divina. También promulga leyes que revelan su sentido riguroso de la disciplina social: prohíbe a la mujer repudiar al marido y solo permite el divorcio por motivos graves como adulterio o intento de envenenamiento. Al mismo tiempo, amplía el concepto de parricidio a todo homicidio, afirmando que matar a un padre es impensable, lo que muestra la fe de Roma en la sacralidad del vínculo familiar.

Luego, Plutarco narra el episodio de la muerte de Tito Tacio, co-rey sabino. Rómulo, aunque justo, no se esfuerza en vengarlo, y algunos interpretan esto como un acto de conveniencia política. Tras su muerte, Rómulo gobierna solo, expande Roma con victorias sobre los Fidenates, Camerios y Veyanos, y fortalece el poder de la ciudad. Sin embargo, con el tiempo su carácter cambia: el héroe popular se transforma en monarca altivo, vestido de púrpura, reclinado bajo dosel y rodeado de guardias, los céleres. El rey que nació entre pastores y dioses se aleja de su pueblo.

La tensión culmina con su misteriosa desaparición. Reunido en el Campo de Marte, durante una tormenta violenta, Rómulo se desvanece ante los ojos de la multitud. Algunos creen que fue asesinado por los senadores, que despedazaron su cuerpo; otros, que fue arrebatado al cielo y convertido en el dios Quirino, protector de Roma.

Plutarco cierra la Vida de Rómulo con una mezcla de mito, filosofía y crítica histórica. Tras la misteriosa desaparición del fundador de Roma, el autor introduce el testimonio de Julio Proclo, un noble patricio que afirma haber visto al rey transfigurado en una figura divina. Rómulo, resplandeciente y armado, le habría revelado que los dioses lo habían llamado de regreso al cielo, pues había cumplido su misión de fundar una ciudad destinada a la grandeza. Bajo el nombre de Quirino, dice, sería para siempre el genio protector de Roma, alentando a los ciudadanos a practicar la templanza y la fortaleza para alcanzar el poder supremo entre los hombres.

Este relato, acogido con fervor por el pueblo, permite a Plutarco reflexionar sobre la tendencia humana a divinizar a los héroes. Compara el caso de Rómulo con leyendas griegas, como las de Aristeas de Proconeso, cuyo cuerpo desaparece misteriosamente, o Cleomedes de Astipalea, un loco violento que también es deificado tras su muerte. Plutarco, siempre moralista y racional, rechaza estas fábulas, subrayando que lo divino pertenece solo a las almas puras y virtuosas, no a los cuerpos mortales. En un pasaje de tono casi filosófico, afirma —siguiendo a Heráclito y Píndaro— que el alma, cuando se libera de la materia, asciende al orden divino: los hombres virtuosos se transforman primero en héroes, luego en genios y finalmente en dioses, no por decreto de la ciudad, sino por una justicia cósmica.

En el capítulo XXIX, Plutarco explica el origen del nombre Quirino, interpretándolo como título marcial (de quiris, “lanza”) o vinculado a los Quirites, los ciudadanos romanos. Refiere también los ritos conmemorativos celebrados el día de su desaparición, llamados Nonae Caprotinae o “huida del pueblo”, donde el pueblo simula la confusión de aquel día con gritos y llamados. Sin embargo, menciona otra tradición que asocia esta fiesta a una esclava astuta, Filotis o Tutola, quien con una estratagema salvó a Roma de un ataque latino tras la invasión gala, alzando una antorcha desde una higuera (caprifico) como señal de victoria.

Plutarco concluye diciendo que Rómulo desapareció a los 54 años de edad y a los 38 de reinado, dejando tras de sí una Roma consolidada, un pueblo unido y un mito que mezcló violencia, fe y destino. Su figura, transfigurada en la de Quirino, resume la paradoja de la fundación romana: el héroe que nace de la tierra y asciende al cielo, el rey que funda una ciudad con sangre y la entrega a los dioses como una promesa de eternidad.

Comparación entre los dos

Primero, subraya que Teseo actúa por elección, mientras que Rómulo lo hace por necesidad: el ateniense abandona voluntariamente un reinado seguro para buscar hazañas, mientras el romano se ve obligado por las circunstancias —el miedo y la opresión— a grandes empresas. Teseo combate tiranos extranjeros y purifica Grecia antes incluso de ser reconocido; Rómulo, en cambio, se limita a destruir al usurpador de su familia. Así, el primero es héroe por virtud y decisión moral, el segundo por supervivencia y fortuna.

Ambos poseen talento político, pero caen en extremos opuestos: Teseo tiende hacia la democracia, renunciando al poder en favor del pueblo; Rómulo, hacia la tiranía, volviéndose orgulloso y autoritario. Plutarco observa que en ambos casos se pierde la justa medida del mando: el uno por exceso de igualdad, el otro por exceso de dominio.

En los infortunios personales, los dos se ven dominados por la ira: Rómulo, al matar a su hermano Remo; Teseo, al maldecir a su hijo Hipólito. Pero el motivo de Teseo —los celos y las calumnias— resulta más humano y disculpable, mientras que el de Rómulo nace de una disputa política. No obstante, Rómulo termina redimiéndose al salvar a su madre y restaurar a su abuelo Numitor, mientras Teseo, por olvido o descuido, causa la muerte de su padre Egeo.

En cuanto al trato hacia las mujeres, la diferencia es moral y simbólica: Rómulo, aunque violento en el rapto de las sabinas, transforma esa acción en una unión civilizadora que funda familias, alianzas y leyes duraderas. Teseo, en cambio, comete raptos impulsivos —Ariadna, Antíope, Helena— que solo traen guerras, pérdidas y desgracia. La obra de Rómulo produce estabilidad; la de Teseo, desorden y ruina.

Finalmente, Plutarco concluye con una comparación religiosa: los dioses se muestran benevolentes con Rómulo, quien es elevado al cielo y convertido en el dios Quirino; mientras que el nacimiento de Teseo, según el oráculo de Egeo, parece contrario a la voluntad divina.

Así, el paralelo se cierra con un juicio claro: Rómulo representa la eficacia política y la creación del orden civil, mientras que Teseo encarna la nobleza individual y el impulso heroico, aunque más cercano al error humano. El romano funda un imperio; el griego, una leyenda.

Conclusión

Teseo y Rómulo representan dos formas opuestas del héroe fundador: el primero, movido por la virtud y el ideal del bien común, busca liberar y unir; el segundo, impulsado por la necesidad y el poder, crea y domina. Teseo simboliza el espíritu libre y trágico de la Grecia heroica, mientras Rómulo encarna la fuerza ordenadora y política de Roma. En ambos, el valor se mezcla con la falta, la grandeza con la caída; pero si el uno muere como hombre entre sombras, el otro asciende como dios entre los suyos, dejando a Roma el legado de la autoridad y a Atenas el de la libertad.

Plutarco - Vidas Paralelas (Solón y Publícola)

En las Vidas paralelas, Plutarco enfrenta a Solón y Publícola como dos rostros de la virtud política: el sabio que sueña la libertad y el ciudadano que la hace posible. Solón, con su palabra y su ley, ordena Atenas buscando el equilibrio entre ricos y pobres; Publícola, con sus actos y su ejemplo, levanta la República romana sobre la humildad y la justicia. En uno brilla la inteligencia del legislador; en el otro, la fuerza moral del héroe cívico. Juntos encarnan la idea de que la verdadera grandeza no está en mandar, sino en servir al bien común.

VIDAS PARALELAS

Solón y Publícola

Solón

Padre

Lo primero que nos dice Plutarco es que en algunas fuentes, se diuce que el padre de Solón habría sido Euforión, aunque otros dicen que fue Execéstidas y en verdad ésta ha sido la tesis mayoritaria. No era rico ni influyente en poder, pero sí pertenecía a una familia de linaje real, descendiente de Codro, el último rey mítico de Atenas.

Madre

Plutarco cita aquí a Heráclides del Ponto, un filósofo y discípulo de Platón y Aristóteles, autor de biografías y relatos históricos. Según él, la madre de Solón y la madre de Pisístrato eran primas, lo que significa que ambos estaban emparentados por vía materna

Entre Solón y Pisístrato hubo, en un comienzo, una fuerte amistad, cimentada no solo en la sangre, sino también en la admiración mutua. Ambos eran hombres carismáticos, inteligentes y atractivos. Plutarco insinúa que su relación no fue únicamente política, sino también afectiva, basada en el reconocimiento de virtudes personales. 

Amistad con Pisístrato

Plutarco menciona, con cautela (“según la relación de algunos”), que Solón estuvo enamorado de Pisístrato. No debemos entenderlo en un sentido moderno de amor romántico, sino dentro del contexto cultural griego, donde el eros podía expresar admiración intelectual, vínculo pedagógico o afecto moral entre hombres virtuosos.

Señala que, cuando surgieron desacuerdos sobre los asuntos del Estado, es decir, cuando Pisístrato aspiró al poder y Solón defendió las leyes de la república, el conflicto fue inevitable. Ahora bien la oposición entre ambos no nace del odio, sino de una diferencia de principios. Solón representa la legalidad y la moderación; Pisístrato, la ambición del mando. Pero Plutarco evita presentar esta ruptura como un enfrentamiento violento: su propósito es mostrar cómo la virtud puede coexistir con la diferencia políticaLa antigua simpatía, la amistad e incluso el amor entre ambos permanecieron, aunque transformados.

''la cual mantuvo la memoria y cariño antiguo, como llama todavía viva de un gran fuego''

Carácter

Plutarco comienza señalando que Solón no era un hombre totalmente ajeno a las pasiones. Su carácter, dice, no se dominaba por completo frente al amor, aunque tampoco se rendía a él sin resistencia. Esto se deduce tanto de sus poemas como de su comportamiento público. En ellos, Solón expresa sentimientos amorosos con sinceridad y equilibrio, lo que muestra que no consideraba el deseo una falta moral, sino una parte natural de la vida humana. Plutarco usa la comparación con el atleta para subrayar que Solón no luchaba contra el amor con violencia o represión, sino que intentaba mantenerlo dentro de los límites de la razón y la virtud.

Solón dictó, prohibiendo a los esclavos el uso de ungüentos y la práctica de galantear a los jóvenes. Esta disposición no se dirige contra el amor mismo, sino contra su degradación. En la sociedad ateniense, el amor entre hombres, cuando era guiado por la admiración y el respeto, se consideraba una forma de educación moral. Solón, al excluir de ello a los esclavos, buscaba preservar ese ideal, evitando que se confundiera con el placer vulgar o la corrupción. Su propósito era moral y cívico: el amor debía ser expresión de virtud, no de deseo desordenado.

Plutarco interpreta esta ley como una señal de que Solón veía el amor dentro del ámbito de las inclinaciones honestas. No lo prohíbe, sino que lo ennoblece, al reservarlo para quienes podían vivirlo con decoro. En esa distinción entre lo digno y lo indigno se refleja su ideal ético de equilibrio: el sabio no renuncia al placer, pero lo regula conforme a la razón. Así, su legislación moral no nace del puritanismo, sino de una visión armónica de la vida ciudadana.

Trabajo

Plutarco señala que el padre de Solón había arruinado su fortuna en obras de beneficencia, lo que sitúa a Solón en una posición económica modesta pese a su noble origen. A partir de esta situación, Plutarco subraya una cualidad moral: la vergüenza noble (aidós) de Solón, quien se rehúsa a vivir del auxilio ajeno. Para él, sería indigno depender de otros cuando su familia había sido, en el pasado, la que ayudaba a los necesitados.

Por esa razón, el joven Solón se dedica al comercio, una actividad respetable en su tiempo. Plutarco, sin embargo, introduce un matiz: algunos autores sostienen que el propósito de sus viajes comerciales no era el lucro, sino la instrucción y el conocimiento de la historia. De este modo, el comercio se convierte en un medio de aprendizaje, no solo de ganancia. Plutarco transforma la actividad económica en una forma de educación práctica: viajar, observar, conversar con hombres de distintas culturas y adquirir experiencia. 

Destaca la moderación de Solón respecto a la riqueza. Cita versos suyos donde expresa que tanto quien tiene grandes posesiones como quien vive con lo necesario pueden considerarse igualmente ricos, siempre que su sustento sea honesto y suficiente. La verdadera prosperidad no depende de la abundancia, sino de la mesura y la justicia en la adquisición de los bienes. Otro poema confirma esta idea: Solón desea ser rico, pero no a través de medios injustos, porque toda ganancia inmoral termina trayendo castigo. Esta concepción ética del dinero —ni desprecio ascético ni codicia desmedida— es coherente con el ideal del justo medio que atraviesa toda su vida y pensamiento.

Plutarco recuerda que en los tiempos antiguos —siguiendo la enseñanza de Hesíodo— ninguna ocupación era deshonrosa, y que incluso el comercio gozaba de prestigio. A través de él, los hombres civilizaban regiones bárbaras, establecían lazos de hospitalidad con reyes extranjeros y adquirían experiencia en los asuntos humanos. Este pasaje tiene un tono casi educativo: muestra que el trabajo y los viajes no son indignos del sabio, sino una fuente de virtud y conocimiento. Plutarco incluso menciona ejemplos de otros filósofos y sabios, como Tales, Hipócrates y Platón, quienes también practicaron el comercio, reforzando así la idea de que la sabiduría no está reñida con la actividad práctica.

Tipo de vida

Plutarco reconoce que Solón llevaba una vida cómoda y gustaba de los placeres, algo que algunos consideraban impropio de un sabio. Sin embargo, explica esta actitud como una consecuencia natural de su vida en el comercio, actividad llena de riesgos que hacía comprensible el deseo de disfrutar de los bienes ganados. A pesar de su gusto por el bienestar, Solón se identificaba más con los pobres que con los ricos, y en sus versos valoraba la virtud por encima de la fortuna, considerando la riqueza algo inestable. Su poesía, que empezó como entretenimiento, se transformó en un medio para enseñar y justificar sus leyes, transmitiendo ideas morales y políticas. En filosofía, Plutarco señala que Solón se interesó más por los asuntos humanos que por la naturaleza, siguiendo la tradición de los sabios antiguos, cuya fama provenía de su prudencia y servicio público más que de sus especulaciones teóricas.

Nos cuenta una anécdota:

Menciona que los sabios se reunieron en Delfos y luego en Corinto, bajo la hospitalidad del tirano Periandro. La fama de esos encuentros dio origen al relato del trípode de oro, un objeto que, según la leyenda, fue hallado por unos pescadores en la isla de Cos, tras haber sido arrojado al mar por Helena de Troya.

El trípode, como objeto simbólico, representa la sabiduría divina y el reconocimiento del saber humano. La disputa entre los pescadores y los forasteros sobre su posesión se transformó pronto en un conflicto entre ciudades, hasta que el oráculo de Delfos intervino ordenando que se entregara “al más sabio”. Así comenzó su recorrido: primero fue enviado a Tales de Mileto, quien, en un gesto de humildad, declaró que Bías de Priene era más sabio que él. Bías, a su vez, lo cedió a otro, y así sucesivamente, hasta que el trípode completó un círculo y volvió a Tales. Finalmente, este decidió enviarlo al templo de Apolo en Tebas, consagrándolo al dios de la sabiduría y las artes.

Plutarco menciona versiones alternativas: Teofrasto decía que el trípode primero fue entregado a Bías, mientras otros hablaban de una copa enviada por el rey Creso o de un vaso dejado por Baticles. Pero más allá de las variantes, el sentido moral es el mismo: el trípode pasó de mano en mano porque ninguno de los sabios quiso quedarse con el título de “el más sabio”. Todos reconocieron en el otro una parte de la verdad y prefirieron ofrecer el honor al dios Apolo, fuente última del conocimiento.

Solón y Anacarsis

El relato comienza con la llegada de Anacarsis a Atenas, quien acude a casa de Solón y, con ironía, logra ser recibido. Cuando Solón le dice que “las amistades se contraen mejor en casa”, Anacarsis replica que, entonces, el propio Solón debería hacer amistad con él en la suya. Este intercambio inicial muestra el ingenio práctico del extranjero y la disposición hospitalaria de Solón, rasgos que reflejan la cortesía filosófica de la época: la amistad como vínculo entre sabios más allá de la patria o las costumbres.

Durante su estancia, Anacarsis observa cómo Solón se entrega a la tarea de redactar leyes para Atenas. Admirado y a la vez escéptico, se burla de su empeño, diciendo que las leyes son como telas de araña: detienen a los débiles, pero los poderosos las rompen fácilmente. Su crítica apunta a una visión realista —incluso cínica— del poder y la justicia: las normas no bastan para contener la corrupción cuando la desigualdad es grande. Anacarsis, extranjero en la polis griega, encarna la mirada del observador que ve desde fuera las contradicciones de la vida política.

Solón responde con serenidad y confianza en su obra. Asegura haber elaborado sus leyes de modo que los ciudadanos las respeten no por temor, sino por conveniencia: las ha unido a sus propios intereses, de modo que les resulte más provechoso obrar con justicia que violarla. Es una defensa racional de la ley como pacto social, un antecedente del pensamiento contractualista. Sin embargo, Plutarco advierte con ironía que el resultado histórico dio la razón a Anacarsis más que a Solón, insinuando que las leyes no pudieron frenar las ambiciones ni las injusticias de los atenienses.

Se recuerda otra observación de Anacarsis, que resume su visión crítica del mundo griego: se maravillaba de que “entre los griegos, hablar sea cosa de sabios y juzgar de necios”. Con esta sentencia, Plutarco cierra el episodio subrayando la distancia entre el ideal de la razón y la realidad política.

Solón y Tales

En el encuentro entre Solón y Tales, Plutarco presenta un diálogo sobre la vida familiar y el temor a la pérdida. Solón se sorprende de que Tales nunca se haya casado, y este, para responderle, finge la noticia de la muerte de un hijo de Solón. Cuando ve al ateniense desesperado, le revela la broma y concluye que ese dolor imaginario explica por qué ha evitado tener descendencia. La historia, más que una burla, plantea un problema filosófico: si es preferible renunciar a los afectos por miedo a sufrir. Plutarco responde críticamente a Tales: considera necio privarse de los bienes más nobles —la familia, la amistad, el amor— solo por temor a perderlos. La sabiduría, dice, consiste en disfrutar con juicio lo presente, sin que el miedo al futuro paralice la vida. El dolor ante la pérdida no proviene del amor, sino de la debilidad del alma que no ha sido preparada por la razón para afrontar la fortuna.

Solón en Salamina

En el episodio de Salamina, Plutarco muestra a Solón como estratega y patriota. Atenas, cansada de la larga guerra con Mégara, había prohibido incluso mencionar la recuperación de la isla bajo pena de muerte. Indignado por esta humillación, Solón finge locura y compone un poema elegíaco que declama en la plaza, inspirando al pueblo y logrando que se derogue la ley. Su astucia le permite reavivar el espíritu cívico y asumir el mando de la expedición. La reconquista se narra en dos versiones: una, ingeniosa y teatral, en que los jóvenes disfrazados de mujeres sorprenden a los megarenses; otra, más militar y religiosa, donde Solón actúa conforme a un oráculo délfico, ofrece sacrificios a los héroes locales y logra la victoria mediante una táctica naval.

Ambas versiones coinciden en el sentido moral del relato: la inteligencia y el valor de Solón restauran el honor ateniense, y su prudencia combina el respeto a lo sagrado con la eficacia práctica. Al final, erige un templo a Ares en el lugar de la victoria, consagrando la hazaña no solo como triunfo político, sino como símbolo del renacer de la ciudad.

Solón defendió ante los lacedemonios el derecho de Atenas sobre Salamina. Algunos creyeron que reforzó su argumento interpolando un verso en la Ilíada de Homero, haciendo que Áyax apareciera como aliado ateniense. Sin embargo, los propios atenienses consideraban más sólida la defensa jurídica: Solón demostró que los hijos de Áyax habían recibido ciudadanía ateniense y que las costumbres funerarias en la isla coincidían con las de Atenas, no con las de Mégara. Este episodio refleja su inteligencia argumentativa y su uso equilibrado de la historia, la religión y la ley en defensa de la patria.

Plutarco recuerda su intervención en la llamada Guerra Sagrada. Solón aconsejó a los griegos castigar a los habitantes de Cirra por su impiedad contra el santuario de Delfos, lo que llevó a los Anfictiones a iniciar la guerra en nombre del dios Apolo. Aunque algunos le atribuyeron el mando militar, Plutarco aclara que su papel fue de inspiración política y moral: la autoridad de su consejo bastó para movilizar a las ciudades griegas.

 aborda el caso de los Cilonianos, un antiguo crimen religioso que seguía dividiendo a Atenas. Solón intervino como mediador, promoviendo un juicio público que terminó con el destierro de los culpables y la purificación de la ciudad. En ese contexto llegó Epiménides de Creta, quien realizó ritos de expiación y estableció normas religiosas más moderadas, templando las costumbres y reforzando el respeto a la ley. La amistad entre ambos representa la unión entre la sabiduría práctica de Solón y la inspiración espiritual de Epiménides.

Describe la profunda crisis social de Atenas: la población campesina estaba endeudada y sometida a los ricos, muchos convertidos en siervos o vendidos al extranjero. El conflicto entre las clases amenazaba con una guerra civil.

Arconte y legislador

Plutarco narra la elección de Solón como arconte y legislador, en quien ambas facciones depositaron su confianza. Los pobres esperaban un reparto de tierras; los ricos, la preservación de sus bienes. Solón, prudente, asumió el poder sin ambición y rechazó la tiranía, pese a las presiones para que la aceptara. Su respuesta —“la tiranía es una buena posesión, pero sin salida”— revela su ideal republicano: prefería la justicia compartida a la dominación individual. Así, Plutarco lo presenta como el hombre que, gracias a su sabiduría, logró reconciliar el orden político con la libertad y el honor.

Solón llevó a cabo su gobierno con firmeza y equilibrio, evitando tanto la tiranía como la complacencia hacia los poderosos. Su primera medida fue la seisachtheia, o alivio de las cargas, que liberó a los deudores y prohibió los préstamos sobre las personas. Esto le granjeó críticas de ricos y pobres: unos lo acusaron de injusticia y otros de tibieza por no repartir tierras, pero con el tiempo su prudencia fue reconocida. Reformó las leyes de Dracón, demasiado severas, y reorganizó la estructura social según la riqueza, permitiendo la participación política progresiva del pueblo. Estableció también el Consejo del Areópago y el de los Cuatrocientos para equilibrar autoridad y deliberación. Sus leyes buscaron inculcar virtud cívica y sentido de comunidad, incluso sancionando al que permaneciera neutral en tiempos de conflicto. Con su obra, Solón fundó la armonía entre justicia, libertad y orden, convirtiéndose en modelo de legislador sabio.

Solón completó su obra legislativa con un conjunto de leyes que reflejan su visión moral, social y política de la justicia. Prohibió difamar a los muertos y limitó las injurias públicas, buscando la moderación incluso en la palabra. Dio libertad de testar a quienes no tenían hijos, pero con cautelas para evitar engaños o manipulaciones, y reguló el comportamiento femenino, los duelos y los matrimonios para mantener la dignidad y el orden. Fomentó el trabajo artesanal, considerando que el ocio era fuente de corrupción, y eximió a los hijos del deber de sostener a padres que no los hubiesen educado en un oficio. También impuso normas sobre el uso del agua, los cultivos y la exportación de productos, evidenciando una temprana preocupación por la economía y el equilibrio de recursos. Tras promulgar sus leyes, válidas por cien años, se retiró de Atenas para evitar presiones y permitir que la ciudad se habituara a su nuevo orden. Su célebre encuentro con Creso resume su pensamiento: la verdadera felicidad no está en la riqueza ni en el poder, sino en una vida virtuosa y en una muerte honrosa, libre de infortunios y arrogancia.

Solón y Creso

Su célebre encuentro con Creso encarna la esencia de su pensamiento: cuando el rey lidio, rodeado de riquezas, le pregunta quién es el hombre más feliz, Solón responde que sólo se puede juzgar la dicha al final de la vida, pues la fortuna es inestable y ningún poder asegura la verdadera felicidad. La enseñanza se cumple trágicamente cuando Creso, derrotado y a punto de morir, invoca el nombre del ateniense, recordando que la sabiduría vale más que la prosperidad efímera.

De regreso en Atenas, Solón halla la ciudad dividida entre las facciones de Licurgo, Megacles y Pisístrato. Aunque anciano, intenta mediar y percibe con lucidez el peligro de la ambición del último. Pisístrato, fingiendo haber sido herido, logra conmover al pueblo y obtiene una guardia armada con la que instaura la tiranía. Solón intenta advertir al pueblo mediante versos que denuncian su ceguera, pero, al ver que nadie lo sigue, deja sus armas ante la puerta de su casa como símbolo de haber cumplido con su deber cívico. Su último gesto político es de dignidad y renuncia, prefiriendo el ejemplo moral a la violencia.

Pisístrato, sin embargo, conserva respeto por él: mantiene sus leyes, lo consulta, y gobierna con cierta moderación. Solón, ya anciano, continúa escribiendo poesía, reflexionando sobre el aprendizaje continuo y sobre los placeres moderados de la música, el vino y las Musas. La mención final a su proyecto inconcluso sobre la Atlántida —que más tarde retomará Platón— simboliza la continuidad del pensamiento griego, donde la sabiduría de los antiguos sirve de cimiento a los filósofos venideros. Así muere Solón, no como un héroe guerrero, sino como un legislador que supo dar forma moral a la libertad, y cuya vida entera fue una lección sobre la fragilidad de la fortuna y la necesidad de la virtud.

Publícola

Plutarco presenta a Publícola (cuyo nombre verdadero es Publio Valerio) como un hombre virtuoso, comparable a Solón, pero encarnación del espíritu romano. Desde el inicio se destaca su nobleza de carácter y su disposición al servicio público: descendiente de una familia antigua y respetada, fue generoso con los pobres y justo con los necesitados. Cuando el pueblo romano se sublevó contra Tarquino el Soberbio, Publícola apoyó de inmediato a Bruto en la expulsión del rey, contribuyendo al nacimiento de la República. Aunque no fue elegido primer cónsul, su actitud fue prudente y patriótica: no buscó el poder por ambición, sino por mérito, y se ganó la confianza del pueblo.

Su virtud se mostró también en su firmeza. Cuando Tarquino, desde el exilio, intentó recuperar el trono enviando emisarios y promesas, Publícola se opuso a toda negociación, comprendiendo que aceptar diálogo con un tirano era poner en riesgo la naciente libertad. Más adelante, cuando se descubrió una conspiración interna que incluía a los hijos de Bruto, Publícola desempeñó un papel decisivo al proteger al esclavo Vindicio, quien había revelado el complot. Su lealtad a la justicia se unió entonces a la severidad de Bruto, que ejecutó a sus propios hijos, marcando así el tono moral de la nueva República: la libertad debía sostenerse incluso a costa del dolor personal.

Publícola, elegido luego cónsul, recibió el reconocimiento del pueblo por su patriotismo. Honró al esclavo que había salvado a Roma concediéndole la ciudadanía, gesto que simbolizó el valor republicano de la virtud sobre el nacimiento. Tras la derrota de los Tarquinos y la batalla en la selva Arsia, su triunfo fue celebrado, pero no con arrogancia sino con nobleza. Incluso su pompa, lejos de ser vanidosa, fue vista como digna y solemne. Finalmente, su elogio fúnebre a Bruto estableció una tradición duradera en Roma: honrar con palabras a los grandes hombres que mueren por la patria. En Publícola, Plutarco muestra la continuidad del ideal cívico entre el sabio griego que legisló (Solón) y el romano que, con igual virtud, dio forma a la libertad política.

Cuando fue acusado de ambición y de querer parecerse a los antiguos reyes por vivir con ostentación y presentarse solo con los símbolos del mando, Publícola demostró su virtud política y su capacidad de escuchar al pueblo: sin enojo ni orgullo, derribó en una sola noche su casa situada en la Velia, que dominaba la plaza y daba la impresión de soberbia. Con este gesto público mostró que el gobernante debe ser transparente ante los ciudadanos y no inspirar miedo. En compensación, construyó luego una casa más modesta, en un terreno otorgado por el pueblo, donde después se levantó el templo de Vica Pota.

Además, Publícola redujo el poder consular para hacerlo más respetuoso de la libertad. Quitó las segures de las fasces (el hacha que simbolizaba el poder de dar muerte) y ordenó que los cónsules inclinaran las fasces ante el pueblo en los comicios, reconociendo así la soberanía popular. A partir de esos actos, el pueblo le dio el nombre de Publícola, que significa “amigo” o “respetador del pueblo”, título que eclipsó su nombre original y se convirtió en su verdadera identidad política.

Durante su consulado, promulgó leyes que fortalecieron la participación ciudadana y la justicia: estableció el derecho de apelación al pueblo contra las sentencias de los magistrados, castigó con la muerte a quien usurpara el poder sin mandato popular, eximió de tributos a los más pobres y organizó la administración del erario público en el templo de Saturno. También dispuso la elección de dos cuestores para custodiar los fondos, medida que reforzó la transparencia del gobierno.

Publícola continuó siendo un ejemplo de virtud cívica y serenidad. Incluso cuando se le negó la dedicación del templo de Júpiter Capitolino —acto que simbolizaba la supremacía política en Roma—, se comportó con dignidad y respeto por las formas republicanas.

Tras la destrucción del primer templo de Júpiter Capitolino —construido por Tarquino el Soberbio y dedicado por Horacio—, el relato se detiene brevemente en las reconstrucciones posteriores hechas por Sila, Vespasiano y Domiciano, para contrastar la antigua religiosidad republicana con la ostentación imperial. El texto subraya la diferencia entre la piedad cívica de Publícola y el lujo desmedido de Domiciano, cuya obsesión constructiva revela, según Plutarco, no grandeza espiritual, sino una enfermedad del alma semejante a la codicia de Midas.

Cuando Tarquino pide ayuda al rey etrusco Porsena, Publícola vuelve a ser elegido cónsul y demuestra su audacia fundando la ciudad de Sigluria, aun con el enemigo cerca, como símbolo de confianza en el destino de Roma. La invasión de Porsena pone a la ciudad al borde del desastre, y es en ese momento que surge la figura legendaria de Horacio Cocles, quien defiende solo el puente contra los enemigos hasta que sus compañeros logran destruirlo. Herido, se lanza al río armado, salvando Roma con su sacrificio. Publícola lo honra generosamente con tierra, alimento y una estatua en el templo de Vulcano, perpetuando el vínculo entre virtud y gratitud pública.

Más adelante, durante el asedio, la ciudad sufre hambre, pero Publícola vence en otra batalla a los tirrenos, mientras se desarrolla la hazaña de Mucio Escévola, quien intenta asesinar a Porsena, mata por error a otro, y, para mostrar su valor, quema su propia mano en el fuego sin expresar dolor. Este acto, más que por temor, conmueve al rey etrusco por su nobleza y fortaleza, inclinándolo hacia la paz.

Su trayectoria militar

Plutarco muestra la culminación de una trayectoria ejemplar en la fundación de la República romana. Tras los conflictos con Tarquino el Soberbio y el rey etrusco Porsena, Publícola supo transformar la enemistad en alianza. Confiando en la justicia de su causa, acudió a Porsena para demostrar que la expulsión de Tarquino no había sido fruto de la rebelión, sino de la necesidad moral de liberar Roma de la tiranía. Porsena, convencido de la nobleza romana y ayudado por la mediación de su hijo Arrunte, pactó la paz, recibiendo rehenes romanos, entre los cuales estaba Valeria, hija de Publícola.

De ese episodio nace la historia de Clelia, la joven romana que, junto a otras doncellas, cruzó el Tíber a nado para escapar del cautiverio. Aunque Publícola no celebró su osadía, temiendo que Porsena creyera rota la fe de los tratados, la prudencia del cónsul y la magnanimidad del rey evitaron un nuevo conflicto. Porsena honró a Clelia regalándole un caballo adornado, gesto que simbolizó el reconocimiento de la virtud romana incluso entre los enemigos. Así, el antiguo adversario se convirtió en benefactor de Roma, entregando a los romanos sus propios víveres y dejando su campamento como ofrenda de paz, prueba de respeto hacia Publícola y su ciudad.

En los años siguientes, Publícola volvió a demostrar su genio político y militar. Durante las guerras con los sabinos, Roma obtuvo grandes victorias bajo su dirección. Su hermano Marco Valerio, también cónsul, venció dos veces con su consejo y experiencia, y recibió como honor público una casa con las puertas abiertas hacia la calle, signo de confianza y de espíritu ciudadano. Posteriormente, en su cuarto consulado, Publícola debió enfrentar tanto las supersticiones que inquietaban a Roma —por los nacimientos monstruosos y temores religiosos— como las amenazas externas de sabinos y latinos. Su prudencia lo llevó a ofrecer sacrificios según los libros sibilinos y a reorganizar las ceremonias religiosas para calmar al pueblo, combinando piedad y razón política.

En esa misma época, el noble sabino Apio Clauso, perseguido por envidia, aceptó la invitación de Publícola y emigró a Roma con miles de familias, que fueron acogidas con hospitalidad y convertidas en ciudadanos. De este gesto nació la poderosa gens Claudia, una de las más ilustres de la historia romana. La última hazaña de Publícola fue la victoria final contra los sabinos, conseguida gracias a una hábil estrategia que combinó sorpresa, coordinación y disciplina.

Tras el triunfo, Publícola murió poco después, habiendo gozado de una vida colmada de honores y reconocimientos. El pueblo, en señal de gratitud, decretó su entierro a expensas públicas y que cada ciudadano contribuyera simbólicamente con un cuartillo. Las matronas romanas guardaron luto por él durante un año entero, y fue sepultado dentro de la ciudad, en la Velia, privilegio reservado solo a los más grandes bienhechores de Roma.

Comparación entre ambos hombres

En esta comparación entre Solón y Publícola, Plutarco busca no solo contrastar a dos legisladores, sino también mostrar cómo el modelo griego de virtud política influyó directamente en Roma. En este caso, se da algo único: Publícola fue, en cierto modo, discípulo de Solón, pues encarnó en su conducta los principios que el sabio ateniense había formulado en teoría.

Plutarco comienza destacando que la noción de felicidad que Solón explicó al rey Creso se ajusta más a Publícola que al ateniense Tello, a quien el filósofo había señalado como modelo de vida dichosa. Publícola reúne todos los elementos que Solón consideraba signo de verdadera felicidad: virtud, gloria cívica, una muerte honrosa y el amor del pueblo. Mientras Tello murió con valor, pero sin dejar una huella perdurable, Publícola murió venerado por toda Roma, llorado por las matronas y recordado por siglos. Además, encarnó el ideal moral de la riqueza justa: obtuvo bienes sin corrupción y los usó en beneficio de los necesitados, cumpliendo así la máxima de Solón —“quiero riquezas, pero no injustas”— con plenitud práctica. Si Solón fue el más sabio, Publícola, dice Plutarco, fue el más afortunado, porque alcanzó todo lo que el primero solo pudo desear.

En el plano político, ambos compartieron un espíritu democrático, aunque en distintos contextos. Solón liberó a Atenas del dominio oligárquico mediante leyes que equilibraban la justicia y la libertad; Publícola humanizó la autoridad romana después de la expulsión de los reyes, suprimiendo los símbolos del despotismo y dando voz al pueblo. Plutarco los equipara en prudencia y en amor por la libertad, pero concede cierta ventaja a Publícola: mientras Solón estableció leyes y se retiró, dejando que otros las ejecutaran, Publícola permaneció al frente del gobierno, las aplicó y las sostuvo con su ejemplo. El griego instituyó el derecho de apelación ante los tribunales populares; el romano lo amplió, permitiendo al ciudadano apelar directamente al pueblo y otorgándole poder sobre los magistrados. Además, la creación de los cuestores, para limitar el manejo del dinero público, se inspira en la desconfianza legal que Solón sembró hacia el abuso del poder.

Respecto al odio a la tiranía, Plutarco resalta que Publícola fue más extremo: Solón castigaba al usurpador solo tras juicio, mientras Publícola autorizaba matarlo sin proceso, priorizando la defensa inmediata de la libertad. En ambos, la grandeza radica en renunciar al poder absoluto cuando podrían haberlo ejercido: Solón, teniendo autoridad para dominar Atenas, la devolvió al pueblo; Publícola, con un mando casi despótico tras la caída de Tarquino, lo transformó en un gobierno popular y participativo.

En cuanto a sus resultados, Solón fue precursor, pero Publícola fue consolidación. El primero sembró las bases de la libertad, aunque su obra fue debilitada por la posterior tiranía de Pisístrato. El segundo aseguró la estabilidad republicana durante generaciones. La fortuna fue, por tanto, más favorable al romano, porque donde Solón solo alcanzó reformas, Publícola edificó una constitución duradera.

En lo militar, el contraste es aún más evidente: Solón fue esencialmente un legislador, y su intervención en la recuperación de Salamina tiene un carácter simbólico; Publícola, en cambio, fue un líder de guerra efectivo, vencedor en numerosas batallas, salvador de Roma frente a Tarquino y Porsena, y artífice de su alianza posterior. La valentía del ateniense fue prudente y cívica; la del romano, práctica y heroica.

Plutarco concluye que ambos compartieron la virtud política esencial: saber combinar justicia, prudencia y oportunidad. Solón restauró el orden en una Atenas desgarrada por las deudas; Publícola convirtió una Roma monárquica en república sin derramar sangre inútil. El primero dio leyes que equilibraban la razón; el segundo, ejemplos que inspiraban obediencia voluntaria. Por eso, aunque ambos fueron fundadores de la libertad, Publícola aparece en esta comparación como su encarnación más completa: el sabio de Solón hecho acción en la historia.

Conclusión

Plutarco concluye que tanto Solón como Publícola fueron fundadores de la libertad en sus respectivas ciudades, pero mientras el primero encarnó la sabiduría del legislador que establece las bases de la justicia, el segundo realizó en la práctica el ideal político que Solón había concebido. Solón fue el autor de las leyes que liberaron a Atenas de la desigualdad, y Publícola, el estadista que transformó Roma en una república estable y respetuosa del pueblo. Así, la virtud reflexiva del ateniense encontró en el romano su realización activa, uniendo sabiduría y acción en la historia.