martes, 1 de julio de 2025

Ibn Arabi - El Viaje al Señor del Poder

En El viaje al Señor del Poder, Ibn ʿArabī nos introduce en un relato donde lo divino se manifiesta a través de hechos extraordinarios, enseñanzas místicas y un profundo amor por la Unidad (tawḥīd). En este tratado, sus milagros —como la pintura que habló en el templo y la sanación del adversario— no solo cautivan, sino que revelan su compasión y grandeza espiritual. A pesar de la incomprensión, el rechazo o incluso el odio, Ibn ʿArabī permanece firme en su misión: iluminar el camino interior hacia Dios y mostrar un modelo de sabiduría, humildad y poder transformador.

El Viaje al Señor del Poder

Ibn ʿArabī responde a un compañero sobre el viaje espiritual hacia Dios, la llegada a Su presencia y el posterior retorno al mundo desde Él. Afirma que no hay nada fuera de Dios: todo es Él, de Él, por Él y para Él. La existencia entera depende absolutamente de Su voluntad y cuidado; si Dios dejara de prestarle atención, el mundo desaparecería de inmediato. Además, su luz divina es tan inmensamente presente e intensa que, paradójicamente, escapa a nuestra percepción, por lo que Su manifestación se nos presenta como un misterio.

Inicio del viaje

Arabi comienza con lo que debemos considerar primero en el viaje.

Aunque existen muchos caminos, la Vía de la Verdad (ṭarīq al-ḥaqq) es una sola. Sin embargo, pocos la buscan sinceramente, y aunque esa Vía es única, se manifiesta de diversas formas según el estado interior de cada buscador. Esta diversidad depende de factores como el equilibrio o desequilibrio interior, la fuerza o debilidad del espíritu, la constancia o el desvío en la aspiración, y la calidad de la relación del buscador con su meta. Algunos poseen todas las condiciones favorables; otros solo algunas. Incluso alguien de noble sacrificio espiritual puede encontrar obstáculos en su constitución física o anímica. Este principio se aplica en todos los casos del camino espiritual.

La importancia radica en conocer los Reinos (mawāṭin), es decir, las distintas etapas o estaciones de la existencia donde se manifiesta la experiencia espiritual y donde Dios exige algo específico del ser humano.

Comprender lo que Dios espera en cada uno de estos Reinos permite al buscador prepararse adecuadamente, sin confusión ni resistencia.

Aunque los Reinos son muchos, Ibn ʿArabī los reduce a seis fundamentales: (1) la preexistencia, en la que se nos formuló la pregunta divina “¿No soy yo tu Señor?”; (2) el mundo presente, donde vivimos ahora; (3) el Barzaj o Intervalo, que se transita tras la muerte del cuerpo y del alma; (4) la Resurrección, cuando se despierta la tierra y todo vuelve a su origen; (5) el Jardín y el Fuego, como destinos finales; y (6) la Duna de Arena, un ámbito fuera del Jardín que permanece como un misterio. Dentro de cada Reino existen otros sub-reinos que escapan al conocimiento humano.

Los seres humanos son esencialmente viajeros espirituales, sin reposo definitivo salvo en su destino final: el Jardín o el Fuego, que corresponden a la naturaleza de quienes los habitan. El viaje humano —la vida misma— está marcado por el esfuerzo, las dificultades, las dudas, los peligros y los miedos. No puede haber verdadera comodidad, estabilidad ni gozo duradero en este trayecto, pues todo cambia constantemente: las circunstancias, los lugares, las personas. El viajero debe aprender de cada etapa sin aferrarse a ninguna, ya que todas son transitorias.

El mensaje de Arabi no está destinado a los que se ocupan de lo trivial y mundano, a los que viven por y para la acumulación de placeres y posesiones, sino a quienes aspiran a una transformación espiritual profunda.

Su consejo se dirige al que desea prepararse para la contemplación —es decir, la visión interior de lo divino— en un Reino más elevado que el que le ha sido dado por condición natural. Este proceso implica alcanzar el estado de fanā’, la aniquilación del yo, que es una disolución del ego individual en lo Real (al-Ḥaqq).

Arabī advierte contra una desviación común entre quienes buscan lo espiritual: confundir el Reino del mundo —que él llama “la prisión del Rey”— con la verdadera morada divina. Critica a quienes intentan alcanzar al Rey (Dios) sin haberse liberado completamente de esa prisión, pues esto revela una falta de adab (buena conducta espiritual) y los priva de un conocimiento más elevado. Según él, el mundo no es la casa del Rey, sino su prisión, y buscar a Dios sin trascender este ámbito es una contradicción fundamental.

Explica que el estado de fanā’ (aniquilación del yo) marca el momento de verdadera trascendencia hacia un nivel superior del ser. En este proceso, la revelación divina se ajusta a la medida y forma del conocimiento adquirido por el aspirante. La contemplación, entonces, no trae un conocimiento nuevo en sí, sino que transforma el conocimiento adquirido en visión directa (de ʿilm a ʿayn), permitiendo ver lo que ya se sabía, pero con una certeza existencial.

No obstante, Ibn ʿArabī señala que esta contemplación solo alcanza su plenitud si se acompaña de un equilibrio entre el trabajo exterior y la receptividad interior al conocimiento que proviene directamente de Dios. 

El camino hacia Dios es continuo y exigente hasta el último aliento. Solo al morir —cuando el alma se separa del mundo de las obligaciones y del crecimiento espiritual progresivo— se cosechan plenamente los frutos sembrados durante la vida.

Señala que si el buscador desea alcanzar la presencia de la Verdad (al-Ḥaqq) y recibir directamente de Dios sin intermediarios, debe purificar completamente su corazón de toda sumisión a algo que no sea Dios. Uno pertenece a aquello que ejerce autoridad sobre él, y si hay en el corazón un reconocimiento hacia otro “señor”, la intimidad con Dios queda impedida.

Por eso, recomienda el retiro espiritual (khalwa), ya que cuanto más se aleja uno de la creación —en lo externo y lo interno— más se acerca a Dios. La separación del mundo no es solo física, sino también simbólica: una renuncia a toda dependencia interior hacia lo creado.

El primer paso en esta senda es aprender lo necesario para cumplir con las obligaciones religiosas básicas: abluciones, oración, ayuno, devoción. Esta sabiduría práctica constituye la primera puerta del viaje. Allí se inicia un camino de trabajo interior, moralidad, ascetismo y fe. Una vez atravesada esta puerta, aparecen cuatro milagros como signos evidentes del primer grado auténtico de fe: estos milagros tienen un carácter cósmico, pues se manifiestan en los elementos —tierra, agua, aire y el conjunto del universo— revelando una armonía entre el alma y la creación.

Arabi dice que por el amor de Dios que no se entre en el retiro espiritual diciendo que no debe emprenderse a la ligera ni con un corazón no preparado. Suplica, por el amor de Dios, que nadie entre en retiro sin antes haber examinado su estado interior, especialmente su relación con la imaginación. Si esta domina al aspirante, el retiro puede convertirse en una trampa peligrosa. Solo bajo la guía de un shaykh sabio, que sepa distinguir entre visiones verdaderas y engañosas, puede emprenderse el camino en ese caso.

El retiro requiere antes una disciplina espiritual (riyāḍa), entendida como la purificación del carácter, la liberación del alma de la desconfianza y la indignidad. Sin esta preparación, advierte, no se alcanza verdadera humanidad espiritual, salvo en casos excepcionales por gracia divina.

La separación de la sociedad debe ser tanto externa como interna: no se trata solo de alejarse físicamente de la gente, sino de proteger el corazón y el oído de las palabras superfluas y de los ruidos del mundo. Permitir visitantes o buscar reconocimiento durante el retiro es, en verdad, un autoengaño disfrazado de espiritualidad. Quien actúa así, afirma Ibn ʿArabī con firmeza, no busca a Dios sino prestigio, y la ruina espiritual está más cerca de él que su propia ropa.

Por eso insiste, de nuevo, por el amor de Dios, en protegerse del engaño del ego, que es el mayor peligro en esta etapa del camino y causa de la caída de muchos. Para esto, es necesario recordar el dhikr, ''Alá, Alá, y nada más que Alá''.

Hay que protegerse de las imaginaciones corrompidas y de los engaños mentales que pueden desviar al buscador del recuerdo constante de Dios (dhikr). Para ello, aconseja vigilar cuidadosamente la dieta: debe ser equilibrada, nutritiva y moderada, evitando tanto el exceso como el ayuno extremo, ya que un cuerpo debilitado puede volverse vulnerable a alucinaciones o percepciones distorsionadas.

Ibn ʿArabī distingue entre influencias espirituales: las angélicas, que dejan al alma en paz, aumentan el conocimiento y no producen malestar; y las demoníacas, que generan desorden, nerviosismo, dolor y deformaciones del carácter, llegando incluso al delirio. Frente a estas últimas, el dhikr constante es la protección más eficaz, hasta que la presencia demoníaca sea disipada.

Además, indica que antes de entrar en retiro, el aspirante debe tener certeza absoluta de que no hay nada como Dios (lā ilāha illā Allāh) y estar preparado para rechazar cualquier forma que se le aparezca diciendo “Yo soy Dios”. A todas ellas debe responder con humildad y discernimiento: “¡Sea Dios exaltado por encima de todo! Tú eres, gracias a Dios”. No debe prestar atención a estas manifestaciones ni a sus significados ocultos, sino persistir en el recuerdo divino.

Otro principio esencial es que el retiro debe tener como único objetivo a Dios mismo, no a Sus dones ni manifestaciones. Incluso si se le conceden visiones o poderes extraordinarios, el buscador debe agradecerlos, pero no aferrarse a ellos, ya que son pruebas divinas para verificar su sinceridad. Si se queda con los dones y se detiene ahí, perderá a Dios; pero si busca solo a Dios, todo lo demás le será concedido sin que se le escape nada.

Un ejemplo concreto de estas pruebas es la revelación sensorial de lo oculto: la capacidad de ver lo que sucede tras las paredes o en la intimidad de otros. Si recibe este don, el buscador debe guardar absoluto silencio y actuar bajo el Nombre Divino al-Sattār (El que vela), cubriendo las faltas ajenas y, si acaso, amonestando en privado, con compasión y sin divulgar nada.

Desvelamiento

Describe un proceso de desvelamiento gradual de los mundos, que comienza con la vigilancia y purificación del cuerpo y la mente, y culmina en la contemplación directa del Rememorado (Dios).

Primero, Ibn ʿArabī advierte que en el retiro pueden aparecer formas sensoriales que expresan significados abstractos, pero cuyo sentido sólo comprenden los profetas y ciertos justos. Ante esas visiones, el buscador no debe inquietarse ni tratar de interpretarlas por sí solo. Usa símbolos de bebidas para orientar al discípulo: si se te ofrece agua, bébela; si leche, también; si ambas, mézclalas; y si es miel, bébela también. Sin embargo, si se ofrece vino, solo debe tomarse si está mezclado con agua de lluvia (símbolo de pureza celestial), y nunca con agua común, pues este discernimiento indica la necesidad de separar las inspiraciones divinas de las ilusorias o peligrosas.

El objetivo es alcanzar un estado en que el mundo de la imaginación desaparezca y se revele el mundo de los significados puros, libres de materia. Esta meta se logra mediante el dhikr constante, hasta que se manifieste el Rememorado mismo y el acto de recordar desaparezca, porque ha sido reemplazado por la presencia directa. Ibn ʿArabī diferencia esta experiencia de la del sueño: la verdadera contemplación deja huella espiritual y alegría; el sueño, en cambio, deja vacío, remordimiento y deseo de perdón.

A medida que el retiro avanza, Dios pone a prueba al aspirante revelándole distintos mundos:

  1. El mundo mineral, donde el buscador debe descubrir los secretos de las piedras. Si se apega a este conocimiento, queda atrapado y alejado de Dios. Si persevera en el dhikr, pasará al siguiente nivel.

  2. El mundo vegetal, donde cada planta revela sus propiedades. Aquí también debe mantenerse desapegado, nutriéndose solo de lo que equilibre su estado corporal.

  3. El mundo animal, en el que los animales enseñan sus cualidades morales y su dhikr, que el buscador puede percibir como sonidos espirituales. Ibn ʿArabī aclara que en este punto todo lo que el viajero ve es una manifestación de su propio estado interior, pero al escuchar el dhikr de los seres, su percepción se vuelve más real, más profunda y más reveladora.

Después de esto, el buscador penetra en el mundo de la fuerza vital, donde comprende cómo esta energía se implanta en cada criatura según su disposición, y cómo actúa a través de ellas.

Más adelante, si no se detiene, le serán revelados los “signos superficiales”, y comenzarán a aparecer terrores y transformaciones intensas. Verá cómo lo denso se vuelve sutil y viceversa, en un proceso alquímico espiritual. Luego podrá experimentar la aparición de una luz de centellas múltiples, que le forzará a protegerse, no por temor, sino por el poder de esa intensidad.

Pero a pesar de la magnitud de estas experiencias, Ibn ʿArabī exhorta a no temer: persevera en el dhikr, no ocurrirá ninguna desgracia. Lo esencial no está en detenerse a contemplar los fenómenos, sino en mantenerse orientado a Dios, el Rememorado, más allá de toda imagen, símbolo o prueba.

Posteriormente, se le revela la luz de las estrellas ascendentes y la forma del orden universal, en cuyo marco aparece la ciencia del adab, la conducta espiritual adecuada para entrar, permanecer y salir de la Presencia Divina. Este conocimiento no es puramente moral, sino una sabiduría cósmica: cómo comportarse ante la Manifestación y la Ocultación de Dios, es decir, ante la dualidad aparente de Su presencia en el mundo. Ibn ʿArabī señala que todo lo que no se percibe como Manifestado, se revela como Oculto, reafirmando que la esencia es una, aunque sus formas se diversifiquen.

Luego, el viajero accede al conocimiento de los medios de recepción del saber divino, aprendiendo cómo preparar el corazón para recibirlo, cómo alternar entre los estados de contracción y expansión, y cómo proteger el corazón del "fuego" de la pasión o el ego. Todos estos procesos son circulares, no lineales, lo que indica que el camino espiritual es recurrente, en espirales de ascenso, no en trayectorias rectas.

Más adelante, se le abren los grados de las ciencias especulativas, donde se le revela la diferencia entre suposición e intuición verdadera, y el vínculo entre el mundo espiritual y el mundo material. Aparece aquí la infusión del Misterio Divino en el universo, y el motivo por el cual algunos abandonan el mundo exterior para dedicarse a este trabajo interior.

Si aún no se detiene, Dios le muestra el mundo de la belleza y la armonía, donde se manifiestan las formas santas, la delicadeza del aliento vital, y la ternura y piedad que irradian del orden divino. Este es el lugar de inspiración de los poetas, cuya visión procede del esplendor de la forma, mientras que los predicadores se alimentan del nivel anterior, más racional.

Luego viene la revelación del mundo del qutb —el polo espiritual—. Aquí todo lo visto antes pertenece al lado izquierdo del universo espiritual (el de la recepción pasiva o la sabiduría potencial), mientras que este nuevo desvelamiento corresponde al lado derecho, el del corazón y la emanación activa. El alma contempla los reflejos infinitos de la creación, la eternidad de las eternidades y el origen del ser. Se le otorgan la sabiduría divina, la autoridad sobre lo oculto y lo revelado, y la visión simbólica totalizante.

Pero incluso esto puede ser trascendido: si el buscador no se detiene, se le revela el mundo de la fiebre, la ira y el conflicto, donde se comprenden las raíces espirituales de la diferencia, la discordia y la diversidad formal del mundo. Y si sigue adelante, accede al mundo de la envidia y la verdad, donde se contempla el Rostro más perfecto de Dios, se accede a las tradiciones reveladas y a las verdaderas escuelas espirituales, ahora no como doctrinas separadas, sino como ornamentos divinos de una sola sabiduría, todos amándose entre sí en su esencia.

Mundo de la serenidad

El mundo de la serenidad, la dignidad y la firmeza, donde se manifiestan los ardides divinos, los enigmas y los secretos escondidos. A esto le sigue el mundo de la barbarie, el desamparo y la tribulación, que paradójicamente Ibn ʿArabī llama el cielo más elevado, porque en él desaparece toda pretensión, toda autosuficiencia, y el alma queda totalmente a merced de Dios.

Luego vienen las visiones del Jardín y del Infierno, no como lugares fijos sino como estructuras dinámicas: grados ascendentes de placer que se entrelazan y grados descendentes de castigo que se funden entre sí. El alma contempla la justicia divina manifestada en los actos que conducen a cada morada.

A esto le sigue la revelación de un santuario de espíritus absortos en la Visión de Dios, sumidos en el éxtasis y la embriaguez espiritual. El buscador siente la atracción de ese estado, pero si no se detiene, es llevado aún más lejos: una luz le muestra su propio ser, y nace un profundo arrebato amoroso, una felicidad con Dios jamás antes conocida, ante la cual todo lo anterior palidece.

Después, el alma contempla la forma original de los hijos de Adán, libres de todo velo. Reconoce su propia forma entre ellos, y escucha una plegaria especial que le revela el tiempo espiritual exacto en el que se encuentra. 

Aún más allá, se le muestra el Trono de la Piedad (sarīr al-raḥmāniyya), que abarca todo lo conocido y lo aún no conocido. En él, el alma ve su lugar, su rango, el Nombre Divino que la rige, y su parte en el conocimiento y la santidad. Todo lo que ha vivido se encuentra contenido allí.

Posteriormente, se le revela la Escritura Primordial, el Primer Intelecto, y la figura del ángel al-Nuni, el que porta los trazos del conocimiento divino. Luego, contempla al que mueve la Pluma, identificado con la mano derecha de la Verdad, que registra y da forma al decreto eterno. 

Si el alma no se detiene ni siquiera ante esto, experimenta la aniquilación total: es erradicada, retirada, destruida, aplastada, extinguida. Este es el fanāʾ último: la disolución completa de la individualidad en la Realidad divina.

Retorno desde la aniquilación

Tras haber recorrido todos los mundos y alcanzado el punto más alto de disolución en Dios, el viajero regresa. Este retorno no es un retroceso, sino una forma superior de sabiduría activa: el retorno hacia la creación con conocimiento, compasión y guía. Es el tránsito del fanāʾ al baqāʾ (subsistencia en Dios).

Ibn ʿArabī señala que este regreso depende del camino recorrido, y que cada buscador hereda una Palabra —es decir, una forma de manifestación divina— y con ella una conexión espiritual con un profeta: Moisés, Abraham, Jesús, Noé, Ismael, Isaac, Aarón, Sem, y especialmente Muhammad. Quien hereda una Palabra, hereda también la función espiritual de ese profeta, y se convierte en un heredero del conocimiento.

Aquellos que han completado el viaje y regresan son llamados waqif (el que se detiene o se mantiene en estación). Estos pueden dividirse entre los que permanecen absorbidos (mustahlikūn) en la contemplación sin retorno, y los mardūdūn, los que vuelven a la creación con una misión. Estos últimos son considerados superiores —cuando se hallan en el mismo nivel— porque además de haber alcanzado la unión, retornan al mundo con conocimiento operativo y sabiduría activa.

Entre los que regresan hay dos tipos:

  1. El ‘ārif (gnóstico), que regresa por sí mismo, no por mandato, y continúa perfeccionándose por otra vía distinta a la que ya recorrió.

  2. El ‘ālim (sabio), que es reenviado a la creación con un mensaje para los demás. Él es un heredero profético, un guía que no habla por sí mismo, sino por la Palabra que se le ha confiado.

Ibn ʿArabī señala que no todos los que buscan a Dios ni todos los herederos se hallan en el mismo grado. Aunque todos se reúnen bajo la llamada divina, hay jerarquías espirituales, como se indica en el Corán (2:253): "Hemos hecho que algunos de nuestros mensajeros superen a otros."

Entre los herederos, Ibn ʿArabī distingue a los sufíes, que son adeptos de diferentes grados según la Palabra que han heredado, y a los Malamiyya, considerados la élite espiritual, herederos directos del legado del Profeta Muhammad. Los Malamiyya se caracterizan por su permanencia (baqāʾ) en Dios y por vivir las realidades espirituales sin manifestarlas externamente, en humildad absoluta. No todos los herederos ni todos los buscadores están en el mismo nivel; Dios eleva a unos por encima de otros, tal como lo expresa el Corán (2:253).

Respecto a los modos de dirigirse a Dios, Ibn ʿArabī describe varias “puertas” desde las cuales los herederos y gnósticos pueden llamar a la Divinidad. La primera es la puerta del fanāʾ en la realidad de la servidumbre (ʿubūdiyya), donde el buscador se aniquila totalmente como esclavo ante su Señor. Luego está la puerta de la atención a la servidumbre, marcada por la humildad, la necesidad y la dependencia total. Una tercera vía es la puerta de la atención a la naturaleza Piadosa de Dios (al-Raḥmāniyya), desde donde se llama con ternura y compasión. La cuarta y más elevada es la puerta de la atención a la naturaleza Divina (al-Ilāhiyya), donde el llamado se hace desde la manifestación absoluta del Ser, más allá de atributos, representando la estación más sublime de la cercanía divina. 

El santo y el profeta

Ibn ʿArabī insiste en que el objetivo del santo no es el mismo que el del profeta. Aunque ambos comparten la base de la realización divina, el profeta posee su luz propia por designio divino, mientras que el santo la recibe por don y asistencia. La superioridad, por tanto, no reside en el grado espiritual sino en el "aspecto", es decir, en la función y forma particular con que esa realización se expresa. Esta diferencia de "aspecto" se repite en todas las estaciones del camino espiritual: aniquilación (fanāʾ), subsistencia (baqāʾ), unión, separación, armonía o discordancia.

Además, todo santo, según Ibn ʿArabī, recibe su saber a través del espíritu del profeta cuyo camino sigue, ya sea que lo sepa conscientemente o no. Cuando un santo dice “Dios me dijo”, en realidad habla desde la naturaleza espiritual del profeta cuya Palabra ha heredado. Esta enseñanza señala la mediación profética permanente, incluso cuando el receptor no la reconozca como tal. Es un misterio sutil que no puede desarrollarse en su totalidad en un tratado breve como el presente, afirma el autor.

Dentro de la comunidad del Profeta Muhammad, existen santos que heredan doctrinas espirituales de otros profetas —como Moisés o Jesús—, pero lo hacen a través de la Luz de Muhammad, no de forma directa desde aquellos. Es decir, toda verdad profética está contenida en el sello de la profecía, y toda santidad posterior está subordinada a esa luz muhammadiana. Por ello, si un santo muere invocando a Moisés o a Jesús, no debe interpretarse como apostasía, sino como una manifestación de su conexión espiritual profunda con esos profetas, canalizada siempre a través de Muhammad.

El qutb pertenece directamente al corazón de Muhammad, y existen santos que se relacionan con el corazón de otros profetas, como Jesús, Moisés o Abraham. Esta información, advierte Ibn ʿArabī, debe permanecer reservada a los iniciados, ya que revela una cartografía secreta del mundo espiritual.

Muhammad, aun antes de su nacimiento físico, otorgó a todos los profetas sus posiciones en el Mundo de los Espíritus. Así, todos los enviados y santos beben de su luz espiritual, incluso los anteriores a él en el tiempo. Por eso, los santos de su comunidad comparten con los profetas un canal directo de transmisión divina, lo que se confirma en el hadiz que dice: “Los sabios de esta comunidad son como los profetas de los Hijos de Israel”. También se afirma en el Corán (22:78) que esta comunidad ha sido hecha testigo de la humanidad, y (16:89) que en cada comunidad hay un testigo interno. De allí que Ibn ʿArabī concluya exhortando al buscador a dirigir su himma —su intención y esfuerzo espiritual— exclusivamente hacia el legado total de Muhammad, como fuente suprema de conocimiento, realización y guía.

El verdadero sabio

La naturaleza del verdadero sabio y del momento espiritual, consiste en tratar cada situación conforme a lo que requiere, sin confundir los niveles del ser ni los tiempos del alma. Este es el estado del Profeta Muhammad, quien —a pesar de su cercanía máxima a Dios ("a dos arcos o menos")— pudo caminar entre su gente sin que su experiencia mística lo apartara de su humanidad ni lo hiciera ostentoso. A diferencia de Moisés, cuya experiencia profética iba acompañada de señales visibles, Muhammad no fue marcado externamente, y por eso muchos no creyeron en su ascensión.

Todo buscador espiritual, sostiene Ibn ʿArabī, atraviesa necesariamente por estados de fusión entre mundos y la experiencia de lo extraordinario. Sin embargo, el paso del impacto místico al discernimiento sabio y estable en la vida ordinaria es un secreto que debe ser alcanzado personalmente. Esta sabiduría se manifiesta cuando el buscador, aún en lo cotidiano, se relaciona con acontecimientos extraordinarios sin aferrarse a ellos. Así, su plegaria constante será: “Señor, dame más conocimiento”, y cada aliento se volverá receptáculo del influjo divino.

El Momento —al-waqt— es una categoría central aquí. Es el tiempo espiritual real, cargado de presencia divina, que puede durar desde una hora hasta toda la vida, dependiendo del estado del alma. Hay quienes no tienen “Momento” porque están dominados por su naturaleza animal y, por tanto, no tienen acceso al conocimiento espiritual ni al mundo invisible. Solo quien está “pendiente del aliento” —vigilante, recogido y receptivo— tiene dominio sobre el tiempo y puede vivir en profundidad cada instante como revelación. En cambio, quien se orienta solo por el calendario (las horas, los días, los años) pierde la profundidad del aliento, que es donde se da la verdadera vida del espíritu.

Además, Ibn ʿArabī recuerda que la revelación de los secretos divinos no ocurre si el corazón está apegado a lo mundano, ya sea en lo visible o incluso en lo invisible. La puerta del conocimiento de Dios no se abre mientras el alma esté aferrada a sus propios deseos o perturbaciones.

Arabi también establece una clara distinción entre el devoto y el aspirante sin preparación: quien cumple la Ley Sagrada (Sharía) con la única intención de alcanzar el Paraíso es un servidor obediente. Pero quien, sin preparación ni disciplina, pretende ir más allá de la devoción buscando realidades espirituales superiores, fracasa. Su himma (intención y energía interior) es débil, como la de un enfermo sin fuerzas, y su aspiración resulta baldía. Para alcanzar la perfección, dice Ibn ʿArabī, se requiere himma verdadera, preparación rigurosa, y algo más: la gracia y el discernimiento, sin los cuales el viaje interior se vuelve ilusorio.

Esencia de la realidad

Ibn ʿArabī concluye su tratado diciendo que la experiencia más alta del camino espiritual: cuando el buscador alcanza la esencia de la Realidad (ḥaqīqa) y se disuelve toda intención personal (himma), ya no queda voluntad ni búsqueda, porque todo deseo ha sido absorbido por la presencia de la Verdad. En este estado, el alma ya no busca por necesidad, sino que se halla en un estado continuo de arrobo y contemplación, pues los velos han caído y la Verdad se manifiesta directamente, de forma inmediata y sin mediaciones.

Este grado último no tiene límite: quien lo alcanza comprende que “no puede ser de otra forma”, porque todo lo que existe está sostenido por Dios, y todo lo que aparece, en el fondo, es Él mismo, en sus múltiples rostros. Aunque Dios es Uno en esencia, se revela infinitamente en sus aspectos, y cada una de estas manifestaciones —que Ibn ʿArabī llama “vestigios en nosotros”— es una huella de lo Real inscrita en la multiplicidad del mundo.

Y sin embargo, incluso quien ha llegado a este estado permanece sediento, nunca satisfecho del todo, pues el conocimiento de Dios es eterno e inagotable. El conocedor siempre teme y desea a la vez, anhelando avanzar más profundamente en Él sin fin. Este movimiento perpetuo es lo que sostiene la verdadera vida espiritual: el deseo de conocer más allá de lo conocido, y la humildad de no poseer nunca la totalidad de lo divino.

Así cierra Ibn ʿArabī su obra, con una llamada a que, según esta visión, trabajen los que buscan, discutan los que debaten, y vivan los que han sido llamados. Termina con una súplica de bendiciones sobre el Profeta Muhammad —el maestro supremo y sello de la profecía— y sobre su familia y compañeros, y alaba a Dios, Señor de todos los mundos, reconociendo que todo conocimiento, todo sendero y toda realización, en último término, conduce a Él.

Conclusión

Ibn ʿArabī nos revela que el verdadero viaje no es hacia un lugar, sino hacia la disolución del yo en la inmensidad de lo Real. Cada estado, cada visión, cada conocimiento no es más que un reflejo de la Unidad infinita que se oculta tras la multiplicidad. Al final, no se trata de alcanzar algo, sino de ser alcanzado, de dejar de buscar para ser absorbido por aquello que siempre estuvo presente: una Verdad que no puede poseerse, pero que transforma al que se entrega con humildad, silencio y amor.

lunes, 23 de junio de 2025

Jesús en el Islam



 Jesús en el Islam

Cuando se piensa en Jesús, es común asociarlo de inmediato con el cristianismo. Sin embargo, pocas figuras bíblicas han recibido tanta atención y reverencia en el islam como ʿĪsā ibn Maryam (Jesús, hijo de María). Mencionado en numerosas aleyas del Corán, nacido de una virgen, hacedor de milagros y llamado “Espíritu de Dios” y “Palabra suya”, Jesús ocupa un lugar singular en la tradición islámica. No es Dios ni hijo de Dios, pero tampoco es un profeta más: es un signo (āyah) del poder divino y un símbolo profundo del alma iluminada. En esta entrada exploraremos cómo el islam presenta a Jesús, qué dice el Corán sobre su vida y misión, cómo lo interpretan los filósofos y místicos musulmanes, y qué lugar ocupa en la escatología islámica. Una figura que, lejos de dividir, puede tender puentes entre las grandes religiones abrahámicas.

Su nombre

La forma ʿĪsā (عيسى) en árabe ha sido objeto de mucho estudio e interpretación. No es una simple transliteración del griego Iēsous o del hebreo Yeshua, por lo que la pregunta de por qué se llama así en el islam es muy interesante.

El nombre de Jesús tiene un origen hebreo, y su forma original más aceptada es Yēshūaʿ (יֵשׁוּעַ), una variante abreviada de Yehōshūaʿ (יְהוֹשֻׁעַ), que significa “Yahveh salva” o “salvación de Yahveh”. Es el mismo nombre, por ejemplo, que lleva Josué (el sucesor de Moisés) en la Biblia hebrea.

Esta forma hebrea, Yēshūaʿ, fue común entre los judíos de la época del Segundo Templo, y era usada tanto en la vida cotidiana como en inscripciones. En arameo, la lengua hablada por Jesús, la pronunciación sería muy similar: ʿĪshūʿ.

Cuando este nombre fue traducido al griego, idioma en que se escribieron los Evangelios del Nuevo Testamento, se convirtió en Iēsous (Ἰησοῦς), debido a las reglas fonéticas del griego (que no tiene letra para el sonido "sh" y requiere una terminación masculina como "-s"). Desde allí, pasó al latín como Iesus, y luego a las lenguas modernas como Jesús, Jesus, Jésus, etc.

La forma ʿĪsā no coincide fonéticamente con las formas semíticas originales (Yēshūaʿ, Īshūʿ), ni con la forma árabe cristiana clásica Yasūʿ (يسوع). Algunos autores sostienen que ʿĪsā es una inversión de las letras y sonidos de Yasūʿ (forma árabe cristiana), adaptada a la morfología árabe preislámica o coránica. Otra teoría indica que ʿĪsā deriva de una forma siriaca antigua con modificaciones fonéticas para adecuarse al sistema del árabe clásico. Algunos estudiosos sugieren que el árabe coránico no tomó la forma cristiana directa Yasūʿ para evitar confusión doctrinal, y prefirió una forma arcaica.

Más allá de lo lingüístico, es probable que la forma ʿĪsā también tenga un propósito teológico y simbólico: marcar que el Jesús del Corán no es el mismo que el de las narraciones cristianas, diferenciando su figura y doctrina en el marco de la revelación islámica. El nombre ʿĪsā (عيسى) no tiene un significado en árabe por sí mismo, a diferencia de nombres como Muḥammad (“el elogiado”) o Aḥmad. Su sentido está totalmente ligado a la identidad coránica y profética de Jesús, no a un significado léxico interno.

En el Corán

Jesús (ʿĪsā) es mencionado por nombre propio 25 veces en el Corán. Además, si se consideran otras formas de referencia —como “el Mesías”, “el hijo de María” o “el mensajero de Dios”— el número total de alusiones directas e indirectas supera las 90.

1) Sura 2:87

La primera mención de Jesús (ʿĪsā) en el Corán aparece en la Sura 2, aleya 87 (Al-Baqara), uno de los pasajes más tempranos del texto en términos de organización coránica (aunque no necesariamente cronológica). Allí se lo menciona como parte de la cadena profética enviada por Dios:

''Ciertamente dimos a Moisés la Escritura e hicimos que le siguiera una serie de Mensajeros, y luego enviamos a Jesús, hijo de María, con las Pruebas Claras y le apoyamos con el espíritu de santidad''

2) Sura 2:136

La segunda mención de Jesús (ʿĪsā) en el Corán se encuentra en la Sura 2, aleya 136 (Al-Baqara), y aparece en un contexto de unidad profética e integridad de la fe islámica en relación con los profetas anteriores:

“Decid: Creemos en Dios, en lo que se nos ha revelado a nosotros, en lo que se reveló a Abraham, Ismael, Isaac, Jacob y las tribus; y en lo que fue dado a Moisés, a Jesús y a los profetas de su Señor. No hacemos distinción entre ninguno de ellos, y a Él nos sometemos.”

Jesús es reconocido como profeta auténtico: está incluido entre los que han recibido revelación de Dios (waḥy), al igual que Moisés y Abraham. 

3) Sura 2:253

La tercera mención de Jesús (ʿĪsā) en el Corán aparece en la Sura 2, aleya 253 (Al-Baqara), en un pasaje que reflexiona sobre la jerarquía espiritual entre los profetas:

"Así son los Mensajeros: favorecimos a unos más que a otros. A algunos Allah les habló directamente, y a otros los elevó en rango. A Isa, hijo de Maryam, le dimos pruebas claras y lo fortalecimos con el Espíritu Santo (Rūḥ al-Qudus). Si Allah hubiera querido, quienes vinieron después de ellos no se habrían combatido entre sí después de haber recibido las pruebas. Pero discreparon: algunos creyeron y otros no. Si Allah hubiera querido, no habrían luchado entre ellos. Pero Allah hace lo que quiere."

Aquí se lo destaca específicamente por haber recibido "pruebas claras" (muʿŷizāt, es decir, milagros como sanar enfermos, crear un ave de barro, resucitar muertos con permiso de Dios) y por ser reforzado con el Espíritu Santo (Rūḥ al-Qudus), que la mayoría de los exégetas identifica con el ángel Gabriel (Ŷibrīl)

4) Sura 3:45

Este versículo narra la escena en que los ángeles anuncian a María (Maryam) que dará a luz a un hijo milagroso. Es un paralelo a la anunciación del Evangelio según Lucas (1:26–38), pero con características coránicas particulares.

"Cuando los ángeles dijeron: '¡Oh María! Allah te anuncia una palabra procedente de Él: su nombre será el Mesías, Jesús, hijo de María, distinguido en esta vida y en la otra, y uno de los allegados [a Allah]'."

El Corán llama a Jesús “Palabra de Dios” (Kalimatullāh), no porque sea parte de la divinidad, sino porque su creación fue sin intervención de varón, por el solo mandato divino (“¡Sé!” y fue), como Adán (cf. 3:59). Esta expresión también fue interpretada por algunos místicos como un signo de que en Jesús se manifiesta directamente la voluntad creativa de Dios. 

5) Sura 3:52

La quinta mención de Jesús (ʿĪsā) en el Corán aparece en la sura 3, aleya 52, donde se relata el llamado que él hace a sus seguidores y la respuesta de los ḥawāriyyūn (discípulos).

"Y cuando Jesús percibió la incredulidad de ellos, dijo: ‘¿Quiénes serán mis auxiliadores en la causa de Allah?’ Dijeron los discípulos: ‘Nosotros seremos los auxiliadores de Allah; creemos en Allah y da testimonio de que somos musulmanes’."

El versículo muestra que Jesús se dio cuenta de que muchos entre su pueblo no aceptarían su mensaje

Al ver esta incredulidad, Jesús convoca a quienes deseen apoyarlo, pero lo hace en términos claros: no busca seguidores personales, sino "auxiliadores de Allah" (anṣār Allāh). Esta expresión indica que su llamado no es hacia él como persona, sino hacia la causa divina. 

6) Sura 3:55

La sexta mención directa de Jesús (ʿĪsā) en el Corán aparece en la sura 3, aleya 55.

"Cuando Allah dijo: ‘¡Oh Jesús! Yo te tomaré, te elevaré a Mí, te purificaré de los que no creen y pondré a quienes te sigan por encima de los que no creen hasta el Día de la Resurrección. Luego a Mí volverán todos, y Yo juzgaré entre vosotros sobre aquello en lo que discrepabais’."

Algunos exegetas clásicos (como al-Ṭabarī o al-Qurṭubī) señalan que no se refiere a una muerte física, sino a una toma espiritual o suspensión de la vida, en preparación para su elevación al cielo sin haber muerto

Otros lo entienden como una muerte literal que será revertida por una resurrección y elevación, pero la mayoría de la tradición sunní sostiene que Jesús no murió, sino que fue elevado con vida y regresará al final de los tiempos.

7) Sura 3:59

“Ciertamente, para Dios, el ejemplo de Jesús es como el de Adán: lo creó de polvo, luego le dijo ‘¡Sé!’ y fue.”
(Corán 3:59)

El nacimiento milagroso de Jesús, sin padre humano, no implica divinidad. Se lo compara con Adán, quien tampoco tuvo padre ni madre, pero fue creado directamente por la voluntad de Dios. La intención es reforzar el monoteísmo y rechazar cualquier interpretación trinitaria.

8) Sura 3:84

“Decid: Creemos en Dios y en lo que se nos ha revelado… y en lo que se dio a Moisés, a Jesús y a los profetas de su Señor. No hacemos distinción entre ninguno de ellos…”

(Corán 3:84)


Aquí Jesús vuelve a figurar en una profesión de fe común a todos los profetas. La idea es afirmar que el islam acepta toda la revelación previa, incluyendo la de Jesús, sin elevar a ninguno por encima del resto, excepto en virtud de su función profética.

9) Sura 4:157

“Y por haber dicho: ‘Hemos matado al Mesías, Jesús, hijo de María, el mensajero de Dios’. Pero no lo mataron ni lo crucificaron, sino que les pareció así…”
(Corán 4:157)

Se niega la crucifixión de Jesús, uno de los elementos más importantes que diferencia la doctrina islámica de la cristiana. Se afirma que no murió en la cruz, sino que fue elevado por Dios y que su aparente ejecución fue una ilusión o confusión para sus enemigos.

10) Sura 4:171

“El Mesías, Jesús hijo de María, es solo el mensajero de Dios, Su Palabra que Él lanzó a María, y un Espíritu procedente de Él…”
(Corán 4:171)

Jesús es llamado Palabra y Espíritu de Dios, pero al mismo tiempo se niega categóricamente que sea divino. Es un profeta exaltado, no una parte de la divinidad. La aleya también rechaza la doctrina de la Trinidad.

11) Sura 4:172

“El Mesías no se desdeña de ser siervo de Dios, ni los ángeles cercanos [a Él]…”
(Corán 4:172)


Aquí se insiste en la humanidad y servidumbre de Jesús. A pesar de su título de Mesías y su cercanía espiritual, Jesús es ʿabd Allāh (siervo de Dios), como todo profeta. 

12) Sura 5:46

“Y enviamos tras ellos a Jesús, hijo de María, confirmando lo que había antes de él de la Torá. Y le dimos el Evangelio, en el que hay guía y luz…”
(Corán 5:46)


Esta aleya reafirma que Jesús fue enviado por Dios como eslabón legítimo en la cadena profética, confirmando la Torá revelada previamente. El Evangelio (Injīl) que recibió contenía guía y luz, lo que indica su origen divino, aunque el islam sostiene que posteriormente fue alterado o interpretado erróneamente por algunos seguidores.

13) Sura 5:78

“Malditos fueron los que rechazaron de entre los Hijos de Israel por la lengua de David y de Jesús, hijo de María. Eso por su rebeldía y transgresión.”
(Corán 5:78)

Aquí Jesús es citado como profeta que amonestó a los Hijos de Israel, en la misma línea que David. El versículo refleja la continuidad del mensaje profético y la crítica a quienes desobedecieron a los enviados de Dios. Muestra a Jesús como voz de denuncia moral, no sólo como figura espiritual.

14) Sura 5:110

“Oh Jesús, hijo de María, recuerda Mi favor contigo… cuando hablaste a la gente en la cuna y de adulto; cuando te enseñé el Libro, la sabiduría, la Torá y el Evangelio…”
(Corán 5:110, fragmento)


Dios le habla directamente a Jesús, recordando los milagros y dones excepcionales que le fueron otorgados: hablar desde la cuna, curar enfermedades, dar vida a las aves de barro, resucitar muertos, todo “con el permiso de Dios”. Su grandeza sin comprometer el monoteísmo: Jesús actúa, pero no por poder propio, sino como instrumento de la voluntad divina.

15) Sura 5:112–113

“Cuando dijeron los apóstoles: ‘Oh Jesús, hijo de María, ¿puede tu Señor hacer descender sobre nosotros una mesa servida desde el cielo?’...”
(Corán 5:112–113)


Los discípulos (ḥawāriyyūn) de Jesús piden un milagro como signo tangible de fe. Jesús responde con prudencia, mostrando su rol como intercesor ante Dios, no como fuente autónoma de poder. 

16) Sura 5:114–115

“Jesús, hijo de María, dijo: ‘Oh Dios, Señor nuestro, haz que descienda sobre nosotros una mesa servida… y sé nuestro sustento, pues Tú eres el mejor de los sustentadores.’”
(Corán 5:114–115)


Jesús invoca a Dios directamente, subrayando nuevamente su papel subordinado como siervo y profeta. Dios accede al pedido, pero con una advertencia: quienes desobedezcan después de presenciar ese milagro serán castigados. 

17) Sura 5:116

“Y cuando Dios dijo: ‘Oh Jesús, hijo de María, ¿acaso tú dijiste a la gente: Tomadme a mí y a mi madre como dioses además de Dios?’...”
(Corán 5:116)

Niega haber predicado su propia divinidad. Es una refutación explícita de la adoración cristiana hacia Jesús y María como figuras divinas. Jesús se presenta como testigo leal del monoteísmo, rechazando toda atribución que no haya venido de Dios.

18) Sura 6:85

“Y Zacarías, Juan, Jesús y Elías: todos ellos eran de los justos.”
(Corán 6:85)


Aquí Jesús es incluido en una lista de profetas justos, destacando su pertenencia a la misma tradición que los profetas bíblicos. No se resalta su carácter milagroso, sino su virtud moral y espiritual, reafirmando su estatus dentro de la cadena profética.

19) Sura 19:34

“Éste es Jesús, hijo de María: palabra de verdad, sobre quien dudan.”
(Corán 19:34)


Lo presenta como una “palabra de verdad” (qaul al-ḥaqq), reafirmando su nacimiento milagroso, su mensaje verdadero y su papel como signo de Dios, en contraposición a quienes dudan o exageran su naturaleza.

20) Sura 33:7

“Y [recuerda] cuando tomamos de los profetas su pacto: de ti, de Noé, de Abraham, de Moisés y de Jesús, hijo de María. Tomamos de ellos un pacto firme.”
(Corán 33:7)


Jesús es nombrado entre los profetas con los que Dios hizo un pacto especial. Esto muestra su papel destacado dentro de la misión profética. En la teología islámica, este “pacto” es una promesa de transmitir fielmente el mensaje divino, que culmina con el profeta Muḥammad.

21) Sura 42:13

“Él os ha prescrito en religión lo que ordenó a Noé, y lo que revelamos a ti, y lo que ordenamos a Abraham, Moisés y Jesús: que establezcáis la religión y no os dividáis en ella...”
(Corán 42:13)


Jesús es mencionado como uno de los cinco grandes mensajeros legisladores. Se destaca la unidad esencial de todos los mensajes divinos: una misma religión revelada en distintas formas, cuyo núcleo es la sumisión a Dios (islām) y la unidad doctrinal, no la división.

22) Sura 43:63

“Y cuando Jesús vino con las pruebas claras, dijo: ‘He venido a vosotros con la sabiduría, y para aclararos parte de aquello en que discrepáis. Temed, pues, a Dios y obedecedme.’”
(Corán 43:63)


Jesús se presenta aquí como portador de sabiduría (ḥikma) y como reformador espiritual. Su rol es clarificar la revelación previa y resolver las discrepancias religiosas, uniendo a su pueblo en la obediencia a Dios. Se reafirma su condición de guía, no de objeto de adoración.

23) Sura 43:64

“Ciertamente, Dios es mi Señor y vuestro Señor. Adoradlo, pues. Este es el camino recto.”
(Corán 43:64)


Jesús reafirma el tawḥīd (unicidad de Dios) en términos absolutamente claros. No reclama divinidad, sino que invita a la adoración exclusiva de Dios como único Señor. Esta fórmula aparece también en otros pasajes coránicos, y es central para distinguir la figura coránica de Jesús respecto a la cristiana.

24) Sura 57:27

“Luego, enviamos tras ellos a nuestros mensajeros; y enviamos tras ellos a Jesús, hijo de María, y le dimos el Evangelio. Y pusimos en los corazones de quienes lo siguieron compasión y misericordia…”
(Corán 57:27, fragmento)


Aquí se subraya la dimensión espiritual del seguimiento de Jesús, asociada a la compasión y la misericordia. También se menciona que algunos de sus seguidores cayeron en formas de monacato que Dios no había prescrito, lo cual refleja una crítica a desviaciones posteriores. Aun así, el seguimiento sincero de Jesús es valorado positivamente.

25) Sura 61:6

“Y cuando Jesús, hijo de María, dijo: ‘Oh hijos de Israel, en verdad soy el mensajero de Dios hacia vosotros, confirmando lo que había antes de mí de la Torá, y dando la buena nueva de un Mensajero que vendrá después de mí, cuyo nombre será Aḥmad’…”
(Corán 61:6)


Jesús anuncia la venida de un profeta posterior, identificado como Aḥmad, uno de los nombres del profeta Muḥammad. Esto sitúa a Jesús no sólo como eslabón profético, sino como precursor del islam. A su vez, se mantiene la idea de continuidad entre todas las revelaciones.

Conclusión

Jesús representa un puente espiritual entre el Islam y el Cristianismo, pero también una frontera teológica profunda. Para los cristianos, es Dios hecho hombre, redentor del mundo; para los musulmanes, un profeta puro y poderoso, signo de la misericordia divina, pero no divino en sí mismo. Esta diferencia no niega su grandeza, sino que invita a contemplar cómo distintas tradiciones reconocen en él un llamado a la fe, la justicia y la cercanía con Dios. Tal vez, en su figura compartida, haya también una semilla de entendimiento entre credos que, aunque distintos, lo pronuncian con respeto.

miércoles, 18 de junio de 2025

Wujud (existencia, ser)

Wujud

Hablar de wujūd en el pensamiento islámico es hablar de una palabra que, aunque se traduzca como "existencia", encierra un universo conceptual mucho más profundo. Derivada de la raíz w-j-d, que también significa “encontrar”, wujūd no alude simplemente al hecho de que algo “es”, sino a la experiencia viva y reveladora de lo que es hallado. En este sentido, el wujūd no es sólo un dato ontológico, sino un descubrimiento espiritual. 

Para muchos filósofos y místicos musulmanes, como Ibn Sīnā, Suhrawardī o Ibn ʿArabī, esta palabra se convierte en la clave de todo: del ser de Dios, del mundo y del alma. Así, en la tradición islámica, wujūd no es una abstracción impersonal, sino el signo más alto de la unicidad divina (tawḥīd). Explorar el wujūd es, por tanto, una invitación a meditar sobre cómo el Ser absoluto se revela, se vela y se encuentra. En esa búsqueda, la palabra misma se transforma en una vía de acceso al misterio.

En es sentido, wujud más que ser existencia, es ser encontrado.

Etimología

Etimológicamente, wujūd proviene de la raíz w-j-d, que significa tanto “existir” como “encontrar” o “ser encontrado”. De esta raíz también provienen wajd (وَجْد): que puede significar éxtasis, pasión espiritual o arrobamiento, mawjūd (مَوْجُود): lo encontrado, o sea, lo existente.

"Wujūd" no significa en su raíz originaria "existencia" de forma abstracta, como en la tradición filosófica griega o latina, sino “el acto de ser encontrado o manifestarse”. Por eso, para muchos sufíes, wujūd no es solo "ser", sino el ser-encontrado por Dios o incluso el acto de Dios encontrándose a Sí mismo en la creación.

El maestro Abū ʿAlī al-Daqqāq indicaba que el camino hacia la realización espiritual no era simplemente una acumulación de conocimiento teológico, sino un proceso de transformación ontológica del alma que pasa por el amor, el éxtasis y finalmente el vaciamiento del yo en la presencia de Dios. Decía: "El tawḥīd implica la contención del siervo (ʿabd); el wajd, su inmersión; y el wujūd, su aniquilación (fanāʾ)".

Luego surgirá el concepto de Wahdat-al-wujud (unidad del ser) que veremos más adelante. Simplemente es la unión de Wahhada que significa unidad y wujud que es ser. Sin embargo, su significado, como acabamos de decir, lo veremos en lo posterior. 

Filosofía islámica

Al-Farabi

Al-Fārābī (872–950), uno de los fundadores de la filosofía islámica y figura central en la transmisión del pensamiento griego al mundo musulmán, elaboró una metafísica que, si bien no sistematiza explícitamente el concepto de wujūd (existencia) como lo hará Ibn Sīnā, sí contiene ideas esenciales que preparan ese camino. En su obra, el wujūd aparece como una propiedad fundamental del ser, cuya máxima expresión se encuentra en Dios, el Ser Primero (al-mawjūd al-awwal). 

La existencia, en su pensamiento, se organiza según una jerarquía ontológica. En la cúspide está el Ser Primero, seguido por los intelectos separados, las almas celestes, las esferas, y finalmente los seres sublunares como los humanos, animales y objetos materiales. Esta jerarquía implica una gradación del wujūd, en la que los seres más cercanos a Dios poseen un grado más puro de existencia, y los más alejados, una existencia más débil y mezclada con potencialidad y corrupción. Así, la plenitud del wujūd decrece conforme los seres se alejan de su fuente.

Al-Fārābī presenta una visión del wujūd como algo gradualmente participable, donde Dios es el único ser cuya existencia es necesaria, y todo lo demás emana de Él por necesidad lógica y ontológica.

Al-Ghazali

Cuando al-Ghazālī afirma que “no hay nada en la existencia que subsista por sí mismo, salvo el Viviente Subsistente por Sí mismo (al-Ḥayy al-Qayyūm)”estableciendo una distinción radical entre el ser contingente (todo lo creado) y el ser necesario (Dios). El wujūd de todas las criaturas es derivado, dependiente, transitorio; sólo Dios tiene el ser en sentido absoluto, porque subsiste en virtud de su propia esencia.

Aquí ya podemos ver las primeras nociones de lo que se va a conocer como Wahdat al Wujud (o unidad del ser), en la cual, la única existencia auténtica es la de Dios. 

Aunque al-Ghazālī no afirma explícitamente una waḥdat al-wujūd como lo haría Ibn ʿArabī después, su formulación aquí prefigura esa intuición metafísica: que solo hay un verdadero ser, y todo lo demás existe en, por y a través de Él. La diferencia clave es que al-Ghazālī mantiene más firmemente la separación ontológica entre Creador y criatura, incluso cuando subraya la dependencia absoluta de las segundas respecto del primero. Esta afirmación es, sin embargo, un punto de encuentro entre la teología ašʿarī y ciertas doctrinas sufíes.

Avicena

Avicena establece que la existencia no forma parte de la esencia de las cosas creadas. Es decir, las cosas tienen una "qué-es" (quidditas o mahiyya), pero que una cosa exista o no es algo añadido, no necesario a su esencia. Esta distinción le permite afirmar que la existencia es un accidente de la esencia en los seres contingentes: puede o no serles conferida. Solo en Dios —el wājib al-wujūd (el necesariamente existente)— esencia y existencia coinciden plenamente, porque su ser no depende de otro. Por tanto, solo Dios tiene existencia necesaria por sí mismo, mientras que todo lo demás tiene existencia contingente y recibida.

Suhrawardi

Para Shihāb al-Dīn al-Suhrawardī (m. 1191), fundador de la escuela iluminacionista (ḥikmat al-ishrāq), el concepto de wujūd (existencia) adquiere una dimensión radicalmente distinta a la formulación aviceniana o aristotélica. A diferencia de Avicena, para quien el wujūd es un principio real que se adiciona a la māhiyya (esencia) en los seres contingentes, Suhrawardī sostiene que la existencia no es el principio fundamental de la realidad, sino que este lugar le corresponde a la luz (nūr), entendida como un principio ontológico primero, autosuficiente, inmaterial e inefable.

En su sistema, el wujūd es rechazado como concepto metafísico fundamental porque, según él, es demasiado abstracto, oscuro y sin claridad intuitiva directa. Suhrawardī sostiene que el verdadero fundamento de lo real no es la existencia como tal, sino la luz, en grados de intensidad y claridad, cuya fuente suprema es el “Luz de las luces” (Nūr al-anwār), equivalente a Dios. Esta Luz suprema no puede ser conocida por demostración ni definida por abstracción, sino únicamente presenciada (mushāhada) o intuida directamente, en una forma de conocimiento iluminativo (ʿilm ḥuḍūrī).

Así, el ser ya no se concibe como "acto" (como en Aristóteles y Averroes), ni como "adquisición" de existencia (como en Avicena), sino como grados de luz y tinieblas. Todo cuanto existe se ordena jerárquicamente desde la Luz absoluta hasta los niveles más bajos de oscuridad —el mundo material—. Esta jerarquía no es una mera cadena causal, sino una estructura ontológica de dependencia y presencia.

En Suhrawardī, entonces, el wujūd queda subordinado a la luz: no es el ser lo que se despliega en la creación, sino la luz en distintos niveles de intensidad y claridad. Esta perspectiva permite preservar la unicidad divina (tawḥīd) en términos no racionales sino ontológico-intuitivos: Dios no es simplemente el "Ser necesario", sino la Luz purísima que se da a conocer a sí misma y que todo lo ilumina por su presencia. El mundo no tiene realidad propia ni existencia por propia: todo lo que "es" es únicamente porque participa de la luz divina, no porque tenga existencia en sentido aviceniano.

Ibn Arabi

Ibn ʿArabī habla sobre la "luz del wujūd como la estrella de la visión directa (ḥiyān)" representa una expresión profundamente simbólica y experiencial del concepto de wujūd dentro de su metafísica unitaria. Aquí, el wujūd es abordado no como un dato ontológico abstracto, sino como una realidad revelada directamente a través de la visión espiritual, más allá de los medios racionales o tradicionales.

La clave de esta visión es la distinción entre la existencia aparente o relativa del ser humano, y la existencia real y absoluta de Dios. Cuando Ibn ʿArabī se describe a sí mismo como “una no-existencia aparente”, está afirmando que su ser no tiene sustancia independiente, sino que es como una sombra respecto al árbol, o como la luz respecto al sol, retomando imágenes tradicionales también empleadas por al-Ghazālī. Pero esta no-existencia no es la nada absoluta, sino un “lugar” donde la existencia divina puede manifestarse. De ahí que Dios le responda que si realmente no fuera nada, no podría siquiera conocer su no-ser: una afirmación paradójica que subraya el principio fundamental de Ibn ʿArabī según el cual todo conocimiento y ser deriva únicamente del Uno.

Esta experiencia, entonces, relaciona íntimamente el tawḥīd con el wujūd. No se trata solo de proclamar “la unidad de Dios”, sino de vivenciar esa unidad como la única existencia verdadera, ante la cual toda distinción —entre creador y criatura, sujeto y objeto, visión y visto— se desvanece. La estrella de la visión directa representa ese momento de lucidez absoluta donde la Realidad se revela a sí misma a través del espejo purificado del corazón humano. La experiencia mística supera la dualidad entre conocedor y conocido: el que ve y lo visto son uno, porque sólo Allāh es.

Esta visión también implica una crítica sutil tanto a la imitación ciega (taqlīd) como a la mera racionalidad filosófica (naẓar). Ibn ʿArabī se sitúa más allá de ambos: en el plano de la intuición espiritual pura, donde el wujūd se hace presente como un acto de Dios en el interior del corazón purificado. No es el yo quien conoce, sino Dios quien se conoce a Sí mismo en ese espejo.

Por ello, las paradojas que se presentan —ver a Dios al perderlo, perderlo al hallarlo, ser Dios al aniquilarse— no son juegos literarios, sino síntesis de una metafísica experiencial, donde el wujūd es al mismo tiempo acto, conocimiento y presencia. Lo que se ve, lo que se comprende, lo que se dice y lo que se oculta son todos rostros del mismo Ser que “se encuentra a Sí mismo en el corazón del que ya no se encuentra a sí”.

Conclusión

Hablar del wujūd es hablar de mucho más que la existencia: es hablar del misterio por el cual todo lo que es, es, y por el cual el ser se deja encontrar. En la tradición islámica, este concepto no se agota en la filosofía ni en la teología, sino que se abre hacia lo espiritual, hacia lo vivido. Así como el tawḥīd proclama la unicidad de Dios, el wujūd revela que esa unicidad es también el fondo de todo lo real. Aquello que parece múltiple se disuelve, y lo único que queda es la huella del Uno, brillando en todo. El wujūd no es simplemente que algo exista, sino que Dios se ha manifestado. Quien lo comprende no se limita a pensar: presencia. Y en esa presencia, se revela que no hay dos, sino solo Uno.