sábado, 1 de marzo de 2025

Avicebrón - La Fuente de la Vida (Fons vitae) (Tratado I y II)

Esta obra, escrita en forma de diálogo, expone una metafísica neoplatónica en la que desarrolla la teoría de la materia y la forma, postulando que toda la realidad, incluidas las sustancias espirituales, está compuesta por materia universal y forma. Su pensamiento influyó en la escolástica cristiana y en filósofos como Tomás de Aquino y Duns Escoto, aunque su identidad judía no fue reconocida en un principio. Fons Vitae es un intento de conciliar la teología con la filosofía y representa una de las síntesis más sofisticadas del neoplatonismo en la tradición medieval. 


LA FUENTE DE LA VIDA

TRATADO PRIMERO

De las cosas previas para la determinación de la materia y formas universales y para la determinación de la materia y forma en las substancias compuestas


El primer tratado comienza con una conversación entre un maestro y du discípulo tratando de iniciar un diálogo sobre el propósito del hombre en este mundo. 

Para ponerse de acuerdo, el Maestro le dice que existen dos clases de conocimiento del hombre; 

  1. Aquel conocimiento que cae dentro de su inteligencia
  2. Aquel conocimiento que no cae dentro de su inteligencia

De las primera tenemos nuevamente una división:
  1. Las que conoce necesariamente (per se nota)
  2. Las que no conoce necesariamente (no son per se nota)


Las primeras no necesitan de prueba, pero las segunda sí necesitan de prueba. Estas se deben establecer mediante el arte de la dialéctica y la investigación. 

Teniendo esto como base, el Discípulo le pregunta al maestro: ¿qué es lo que el hombre debe buscar en esta vida?

El Maestro responde que como la mejor parte del hombre es la inteligencia, entonces el hombre debe buscar la ciencia principalmente. En primer lugar debe conocerse a sí mismo para luego conocer las cosas externas, y luego debe estudiar la ciencia de la causa final para saber su propósito en este mundo. 

El Discípulo le pregunta porque la esencia del hombre tiene causa final. El Maestro le dice que eso es evidente pues todo está bajo la voluntad del mismo, es decir, toda acción u obra tiene origen en la voluntad. 

En consecuencia, la finalidad del hombre es ascender a lo más elevado para que cada cual retorne a lo que es semejante. Esto solo se puede hacer a través de la ciencia y de la obra, pues estas dos disciplinas liberan al alma de la naturaleza. 

Pero, el Discípulo se pregunta ¿Cuál es la prueba de que la ciencia y la obra son la esencia del ser humano? el Maestro le dice que la prueba se toma de su propia definición, es decir, la perfección de la potencia; hacer efectivo aquello que es posible. Pasar de la ignorancia hasta la ciencia.

Y de entre todas las ciencias, el hombre, ¿a cuál debe atenerse para alcanzar su fin? El Maestro le dice que debe se la ciencia de todas las cosas según lo que son y esta ciencia no es otra que la ciencia de la esencia primera. 

Sin embargo, esta ciencia no es posible en su totalidad, pues la parcialidad de ella sólo es posible conocerla por sus efectos y manifestaciones. 

El Discípulo pregunta ¿por qué no es posible conocer esta ciencia en su totalidad? El Maestro responde que es una ciencia infinita, que está por sobre el conocimiento del hombre, y sin embargo puede saber de ella por que esta esencia y el alma son semejantes. 

Para conocer esta esencia se debería comprender que existe una universalidad múltiple compuesto de una materia y forma universal, pues tanto en la materia y la forma encontramos todo lo que son las cosas. 

Para que esto sea posible, debe existir una sola sustancia que las contenga a todas. 

Sustancia

Las sustancias fueran distintas en su esencia, al menos una de ellas no sería sustancia. Sin embargo, la diferencia entre ellas no radica en su esencia, sino en las formas que las diversifican. Esto lleva a la conclusión de que toda la diversidad puede reducirse a dos principios fundamentales: la materia universal y la forma universal. Se sostiene que si todas las cosas provinieran de una única raíz, deberían compartir la misma esencia, lo cual no ocurre, por lo que es necesario reconocer la existencia de dos raíces: la materia, que sustenta, y la forma, que es sustentada.

A partir de esta base, se establecen tres grandes ciencias: la ciencia de la materia y la forma, que estudia la estructura fundamental de la realidad; la ciencia de la voluntad, que media entre la materia y la forma; y la ciencia de la esencia primera, que estudia la causa suprema de todas las cosas. Se argumenta que en el ser no hay más que estos tres principios: materia y forma (lo creado), esencia primera (la causa de todo) y voluntad (que actúa como mediadora). Para ilustrar estos conceptos, se presentan ejemplos como el cuerpo humano y su organización para la materia y la forma, el alma como representación de la voluntad, y la inteligencia como símbolo de la esencia primera. Aunque en la enseñanza se comienza con la materia y la forma, en realidad, la esencia primera es lo más fundamental.

Se plantea un esquema de cinco tratados para abordar el estudio de la materia y la forma. Primero, se debe analizar lo que antecede a su estudio; segundo, la materia corporal que sostiene las cualidades; tercero, la materia espiritual que sostiene la forma corporal; cuarto, la demostración de las sustancias simples; y quinto, la consideración final de la materia y la forma en sí mismas. Se enfatiza la importancia de estudiar la sustancia del alma y sus características, ya que el alma es el sujeto del conocimiento. Para conocer la materia y la forma, se proponen dos métodos: el modo universal y común, basado en la identificación de sus propiedades esenciales, y el modo especial y propio, que observa cómo todas las cosas sensibles constan de materia y forma. Se argumenta que la existencia de cualidades opuestas requiere un soporte común que las unifique, lo que justifica la existencia de la materia universal.

Se sostiene que la materia universal no es distinta de las cosas que la componen, sino que las diferencias surgen por la forma. Para ilustrarlo, se usa el ejemplo del oro en diferentes objetos: aunque las formas varían, la materia sigue siendo la misma. Se presenta la forma universal con tres propiedades esenciales: subsistir en otro, perfeccionar la esencia en la que se encuentra y otorgarle ser. Se aclara que la materia, en sí misma, solo tiene existencia en potencia hasta que recibe una forma. Luego, se analiza cómo la materia y la forma operan en distintos niveles de la realidad: la materia particular artificial (como una estatua), la materia particular natural (como los organismos vivos), la materia universal natural (los elementos) y la materia celeste (el cielo, incorruptible). A pesar de sus diferencias, todas estas materias comparten el concepto fundamental de "materia", así como todas las formas comparten el concepto de "forma".

Se concluye que en las cosas sensibles no hay más que materia y forma. Aunque son diversas, forman una unidad dentro de la estructura de la realidad. Se establece que, así como los elementos comparten la corporeidad, las formas también comparten una estructura común. Después del estudio de la materia y la forma en los cuerpos sensibles, debe investigarse la sustancia que sostiene la cantidad, lo que lleva al estudio de las sustancias inteligibles. Así, se estructura una visión filosófica que busca comprender la esencia de la realidad a través de la interrelación entre materia, forma, voluntad y esencia primera.


TRATADO SEGUNDO

De la substancia que sostiene la corporeidad del mundo

Materia corporal

De acuerdo al Maestro, la materia corporal es aquella substancia que sostiene la corporeidad del mundo. El mundo es esencia corporal y el cuerpo es la materia de las formas. 

Para comprender esto de mejor manera, el Maestro le dice que imagine aquellas cosas que sostienen y aquellas que son sostenidas. En este sentido, la materia sería sosteniente y la forma la sostenida; y luego tenemos una jerarquía en que existe una materia superior que es la forma inferior. Si se sigue examinando hasta lo más inferior podemos llegar a la materia primera. 

La corporeidad es manifiesta, perceptible, pero se sostiene de una materia oculta. Esto es lo que se ha conocido como ''Materia Universal'' o ''Hyle Universal''. 

Materia espiritual

El Discípulo queda asombrado por este concepto y le pide ejemplos de este. 

El Maestro le explica que ya la utilización de la palabra ''cuerpo'' señala que existe algo que sostiene y que es sostenido, en este sentido, la corporeidad es forma y materia. Luego, al cuerpo le atribuimos figura y color, así como añadimos términos como el declarante y el declarado, lo largo y lo ancho, en fin, cosas que se contraponen.

El Discípulo entiende que todas las dualidades pueden separarse, pero no lo largo y lo ancho. Sin embargo, el maestro le dice que bien la figura y el color se separan, pero se mantienen en el sentido que solo se modifican, pues un cuerpo no puede dejar de tener figura ni tampoco puede dejar de tener color. Por lo tanto, la figura y el color, realmente no se separan al igual que lo largo y lo ancho.

Así, no toda realidad es sensible sino que también existen realidades inteligibles, por lo tanto, no toda realidad es sensible. Hay algo común entre aquella cosa que es sensible y la otra cosa que no lo es. Para descubrir este elemento, ambos llegan a concretar ciertos supuestos:

  • El cuerpo es sensible
  • El cuerpo existe por sí mismo
  • Si el cuerpo existe por sí mismo debe haber algo que lo sustente
  • En este sentido, el cuerpo sería la forma de algo más
Por lo tanto, la corporeidad no es la forma más básica de la existencia, sino que hay algo más que subyace en ella. Esto es un giro en la tradición aristotélica, pues el estagirita sostenía que el cuerpo es materia y la forma aquello que lo define. Pero Avicebrón nos dice que el cuerpo es la forma de la materia, de esta materia prima que hemos estado hablando.

La materia no sería un principio único, sino que existen mas tipos de materia de forma jerarquizada.

Materia particular natural → Se refiere a las materias individuales en el mundo físico (por ejemplo, la madera, la piedra, el agua).

Materia universal natural → Es el principio común que subyace a todas las materias particulares (la materia prima en términos aristotélicos).

Materia universal celeste → Se refiere a la materia que compone los cuerpos celestes, como los astros y los planetas.

Materia universal corporal → Es el principio que sostiene toda la materia física, tanto terrestre como celeste.

Materia universal espiritual → Es el nivel más alto de la materia, que ya no es física, sino un principio metafísico que sustenta toda la realidad.

Esta misma jerarquía se aplicaría a la forma de acuerdo con el Maestro. 

En cuanto a los accidentes, en términos aristotélicos, son susceptibles de conocerse siempre que exista aquello por lo que existe. Por ejemplo, el color rojo (accidente) en la manzana (cuerpo).

Los accidentes comparten todos un mismo principio material. ¿Cómo es esto posible? pregunta el Discípulo. Porque nuestra mente puede separar los accidentes de la sustancia; por ejemplo, podemos pensar una mesa sin color o sin una forma específica, pero no podemos imaginar un color sin algo que lo sostenga.

Naturaleza de la inteligencia

El Maestro dice que si la inteligencia es capaz de conocerse a sí misma es porque en ella está presente la forma de la verdad. Así, el alma puede comprender la verdad, pero en ciertas ocasiones no la comprende totalmente. Por cierto, es el alma humana la que está más cerca de la verdad en contraste con el alma animal. 

De pronto, el Maestro dice algo increíble: La inteligencia conoce todas las cosas porque las tiene todas dentro de sí. Pero ¿cómo es esto posible? Para resolverlo Avicebrón lo trata paso a paso:

  1. La inteligencia conoce todas las cosas porque las recibe (de no ser así no podría conocerlas)
  2. Las formas de las cosas son distintas
  3. Si la inteligencia pudiera solamente recibir una forma, entonces no podría recepcionar muchas (como efectivamente lo hace)

Por lo tanto, la inteligencia no tiene una sola forma de recibir a las formas, sino que una múltiple. Junto con esto, la inteligencia no solo capta las formas, sino que también todas sus diferencias. 

La diferencia entre los sentidos y la inteligencia, es que la permanencia de lo percibido en la primera es de corto plazo, en cambio en la segunda es permanente. 

En consecuencia, el conocimiento consiste en separar aquellos objetos o conceptos que en la realidad aparecen juntos. No solamente eso, además, el conocimiento es capaz de darles jerarquías poniendo las más importantes en lo alto y las menos en lo bajo. 

La sustancia que sostiene los nueve predicados

El estudio de lo inferior siempre nos da pistas del estudio de lo superior. De esta forma, aquella disciplina por la que se trata de ver lo superior a través de lo inferior se llama ''ciencia de lo oculto''. 
De ahí que se establezca una diferencia entre la materia universal y la forma universal; mientras que la primera sostiene todo lo que existe, la segunda da estructura y sentido a la materia. 

El Maestro pone un ejemplo, la substancia que sostiene los nueve predicados (según Aristóteles, las categorías como cantidad, calidad, relación, etc.). La materia que sostiene esas cualidades en nuestro mundo físico sería, en esta comparación, imagen de la materia universal que sostiene todo lo que existe.

''Así como el sol está en lo alto y sus rayos llegan hasta lo más bajo de la Tierra, la forma universal (en lo alto) se refleja o manifiesta en las formas particulares que vemos aquí abajo''

Ahora bien, el Discípulo quiere saber las diferencias o semejanzas. La materia universal (la base de todo lo que existe) tiene propiedades que también vemos reflejadas en la materia sensible:

  • Ambas son una, aunque sostienen diversidad.
  • Ambas son existentes por sí.
  • Ambas son soporte para las formas.

Esto no es tan extraño, dice el Maestro, porque si todo lo inferior proviene de lo superior, es lógico que conserve su huella.

La forma de la inteligencia es lo que da existencia a las realidades espirituales superiores. La forma de la cantidad (que hace posible lo extenso, lo medible) da existencia a los cuerpos físicos.

Así como la forma de la inteligencia es una y simple, en contraste, la forma de la cantidad es compuesta, pues surge de la suma de múltiples unidades. Sin embargo, ambas ocupan un lugar privilegiado en sus respectivos niveles de realidad: la forma de la inteligencia, en el plano superior, es la más cercana a la materia elevada; mientras que la forma de la cantidad es la más próxima a la materia inferior en el mundo sensible.

Además, existe una relación inseparable entre cada forma y su materia correspondiente. La forma de la inteligencia nunca se aparta de su materia superior, del mismo modo que la forma de la cantidad está indisolublemente unida a la materia corpórea. Esta unión se expresa también en su manera de abarcar y penetrar lo que sostienen: así como la inteligencia envuelve y recorre toda la esencia de la materia más elevada, la cantidad impregna y circunda toda la materia inferior, dándole extensión y medida.

En términos funcionales, ambas formas actúan como soportes fundamentales. La forma de la inteligencia sostiene y organiza todas las formas espirituales o inteligibles; del mismo modo, la forma de la cantidad sostiene las formas corporales y todos los accidentes que hacen posible la existencia concreta de los cuerpos en el mundo físico.

Si buscamos entender los fines o límites de cada forma, encontramos otro paralelismo. La ciencia es el término y perfección de la inteligencia, así como la figura lo es de la cantidad. Y, de hecho, así como los cuerpos solo pueden unirse a través de su figura, las inteligencias solo se relacionan por medio de su ciencia. Es decir, la figura es al cuerpo lo que la ciencia es al espíritu: aquello que define, delimita y permite la comunión.

Ambas formas, al llevarse al extremo de su análisis, se resuelven en su principio más simple. La cantidad se reduce a la unidad y al punto, mientras que la inteligencia, al contemplarse a sí misma, se resuelve en la materia superior y en la unidad primera. Y si la inteligencia observa la materia de la cantidad, reconoce en ella la más noble de las formas físicas, aquella más próxima a la sustancia misma, y que contiene bajo sí a todas las formas y accidentes inferiores. De manera semejante, al contemplarse a sí misma, la forma de la inteligencia se reconoce como la más alta de todas las formas espirituales, que sostiene bajo su dominio las demás.

Pasividad y actividad de la sustancia

Para avanzar en el conocimiento de la materia y de la forma, dice el Maestro, no basta con estudiar los predicados (esos aspectos del ser como cantidad, calidad, relación, etc., que describe Aristóteles). Lo que realmente importa es conocer los géneros y especies, sus diferencias, propiedades, y cómo se relacionan entre sí. ¿Por qué? Porque todas esas categorías son, al fin y al cabo, formas que reposan sobre una misma substancia que las sostiene como su sujeto. Y es a esa substancia a la que hay que dirigir toda la atención, porque no es algo sensible que percibimos con los sentidos, sino algo inteligible, algo que solo la mente puede captar.

Ahora bien, aunque esta substancia última es inteligible, no ocupa el lugar más alto ni noble entre las realidades espirituales. Más bien está en el nivel más bajo de las substancias inteligibles. ¿Por qué? Porque, a diferencia de las sustancias superiores que son activas (es decir, generan, influyen, actúan), esta es pasiva. No tiene capacidad de actuar por sí misma; más bien, es aquello sobre lo que otros actúan.

Pero ¿cómo podemos saber que esta substancia es pasiva? Aquí el Maestro ofrece una clave fundamental: todo agente necesita un sujeto sobre el cual ejercer su acción. Pero esta substancia es el último nivel del ser; no hay nada "por debajo" de ella que pueda recibir su acción. Está al final de la escala, como un límite que no puede actuar sobre nada porque no tiene nada inferior a sí misma. Además, la cantidad (es decir, la extensión y medida que la rodea) también le impide actuar, como si fuera una prisión que la mantiene inmóvil y encerrada.

La comparación es muy gráfica: así como una llama pierde su ligereza y su brillo cuando está mezclada con humedad, o como la luz queda bloqueada por un aire cargado de nubes, así esta substancia pierde toda capacidad de moverse o actuar porque está sofocada por la cantidad que la envuelve.

Sin embargo, aunque sea pasiva y quieta, cuando está en la disposición adecuada —cuando su "complexión" es fina y sutil, preparada para recibir—, entonces puede dejarse penetrar por las sustancias superiores, por las inteligencias activas. En esos momentos excepcionales, la acción de lo espiritual puede irrumpir en el cuerpo, como la luz del sol atravesando un obstáculo y logrando iluminar incluso lo que parecía opaco.

Y por si fuera poco, su incapacidad de actuar no depende solo de esa cantidad que la aprisiona, sino también de su lejanía respecto del origen del movimiento. La fuerza del primer motor, del principio que da movimiento y vida a todo, no llega hasta ella. Está demasiado abajo en la escala del ser como para recibir esa chispa que la convierta en activa. Por eso permanece quieta, detenida, y cuando algo la mueve, lo hace desde fuera: ella no genera movimiento, sino que lo padece.

Para reconocer que la cantidad impide el movimiento de la substancia última, el Maestro nos invita a observar los cuerpos visibles. La prueba está a simple vista: cuanto más crece un cuerpo en cantidad (es decir, en extensión o tamaño), más difícil es su movimiento; aumenta su peso y gravedad. Esto revela que la cantidad no es solo un accidente neutro, sino que ejerce un efecto directo: hace más pesada a la substancia y limita su capacidad de moverse. Así, la cantidad actúa como causa eficiente del peso, siendo además un freno natural al dinamismo de aquello que sostiene.

Ahora bien, el Discípulo objeta de manera muy perspicaz: si esto fuera cierto, y la cantidad realmente impidiera todo movimiento, entonces ningún cuerpo podría moverse, ni siquiera los cuerpos celestes o los elementos que forman el mundo natural, que claramente son móviles y agentes. El Maestro responde que esto es verdad solo en parte, porque existe algo más que cuerpos y cantidad: una fuerza espiritual activa que penetra los cuerpos e impulsa el movimiento. Sin esa fuerza que viene de lo superior, nada se movería. La prueba está en que algunos cuerpos, cuando no reciben esa influencia, permanecen inmóviles.

De este modo, queda claro que esta substancia última es paciente y no agente. Es decir, no actúa por sí misma, sino que recibe la acción de otros. Y por si faltara una prueba más, el Maestro ofrece un argumento metafísico definitivo: si el primer ser (el más alto, el motor inmóvil) es puro acto que no es movido ni hecho, entonces su opuesto, en el extremo más bajo del ser, debe ser lo contrario: lo que es puro paciente, lo que es movido pero no mueve, lo que recibe pero no actúa. Así, por necesidad lógica, esta substancia última no puede ser agente ni conjunta (agente y paciente a la vez), sino solo paciente.

Luego, el Discípulo pide más claridad sobre los términos. ¿Por qué a veces el Maestro llama a esta realidad substancia y otras veces materia? La respuesta es sencilla pero fundamental. Usamos el término materia cuando nos referimos a algo dispuesto a recibir forma pero que todavía no la tiene; en cambio, usamos substancia cuando esa materia ya ha recibido una forma concreta y se ha determinado como un ser específico.

Entonces, ¿qué nombre conviene usar al hablar del sujeto que sostiene la forma del mundo? Según el Maestro, lo más preciso es llamarlo materia (o hyle, del griego ὕλη), porque en este contexto lo consideramos como algo preparado para recibir la forma del mundo, pero todavía sin haberla asumido plenamente. El ejemplo del oro es esclarecedor: antes de recibir la forma de un sello, el oro es materia dispuesta; una vez sellado, ya es substancia determinada. Sin embargo, el Maestro aclara que no debemos enredarnos demasiado con los nombres: ya sea que hablemos de materia, substancia o hyle, nos referimos siempre a lo mismo, al sujeto último que sostiene la forma de la cantidad, base de todo cuerpo.

El Discípulo pregunta con insistencia qué es esa substancia última. El Maestro responde que su papel esencial es sostener la forma de la cantidad, pero, al indagar más allá de su función y querer conocer su naturaleza y esencia, el Maestro aclara que esta proviene de una substancia superior: la substancia de la naturaleza. Es decir, la materia última no existe por sí misma, sino que es resultado y grado inferior de una cadena descendente de fuerzas y esencias superiores, lo que confirma la idea central de que lo inferior proviene de lo superior.

Para demostrar esto, el Maestro recurre a una analogía: todo lo que imprime una forma o signo en algo, primero debe contener esa forma de algún modo. Si la naturaleza imprime figuras y accidentes en la substancia, entonces esas figuras deben existir previamente en la naturaleza. Así, entre la naturaleza y la substancia hay una conveniencia (una afinidad o continuidad), lo que lleva a concluir que la esencia de la substancia deriva de la esencia de la naturaleza.

Ahora bien, si uno quisiera objetar diciendo que sólo existen la substancia última y su Creador, el Maestro responde que esa es una cuestión que se aclarará cuando se estudie la ciencia del ser de las substancias simples, dejando claro que aún queda camino por recorrer antes de discutir el vínculo directo entre el Creador y esta substancia inferior.

Cuando el Discípulo pide conocer la cualidad de esta substancia, el Maestro precisa que en sí misma no tiene cualidades, pues todas sus cualidades están contenidas en los nueve predicados que se sostienen en ella. Sin embargo, si se quisiera decir que su simplicidad y capacidad de sustentar accidentes son cualidades suyas, no sería incorrecto. Aun despojada de accidentes, la substancia no puede estar absolutamente vacía: necesita al menos alguna forma que la distinga y le dé identidad.

Respecto al "por qué" de esta substancia, el Maestro vincula la respuesta a la voluntad. Saber por qué algo es, es adentrarse en su causa última, y estas causas están regidas por la voluntad suprema, que organiza, mueve y dispone todas las formas dentro de la materia. Así, la voluntad no solo crea la materia y la forma, sino que las limita, las equilibra y mantiene su orden, como un principio ordenador que define los límites de todas las oposiciones dentro del mundo. Las divisiones entre substancias simples y compuestas, entre alma e inteligencia, entre lo vivo y lo inerte, son reflejo de la acción de esa voluntad que, como un arquitecto cósmico, dispone cada cosa en su sitio.

Cuando el Discípulo pregunta finalmente dónde "está" esa substancia, el Maestro responde que no debemos imaginarla como un cuerpo que ocupa un lugar físico. Ella misma es el lugar de la cantidad, aunque no como los lugares corpóreos que conocemos. Aquí se introduce la idea crucial de que hay dos modos de entender el lugar: uno corporal (material, visible) y otro espiritual (inteligible, sutil). La substancia no tiene superficie ni extensión como los cuerpos, pero es el soporte que hace posible que la cantidad exista y se ordene.

Para evitar confusión, el Maestro aconseja no trasladar de manera directa las características de lo inferior a lo superior, ni pensar que las formas superiores se manifiestan abajo tal como son arriba. Cada nivel adapta y refleja las formas que recibe de los superiores, pero con transformaciones propias de su grado de ser.

Así, la estructura del ser se despliega en una jerarquía de subsistencias que descienden desde lo más elevado hasta lo más bajo:

  1. En lo más alto está la subsistencia de todas las cosas en la ciencia del Creador.
  2. Luego, la subsistencia de la forma universal en la materia universal.
  3. Después, las substancias simples que existen unas en otras.
  4. Luego, los accidentes simples en las substancias simples.
  5. Luego, la cantidad en la substancia.
  6. Luego, las superficies en los cuerpos.
  7. Luego, las líneas en las superficies.
  8. Luego, los puntos en las líneas.
  9. Finalmente, los colores y figuras en las superficies, y así sucesivamente hasta los cuerpos homogéneos y compuestos.

A medida que descendemos, lo que era sutil y espiritual se va haciendo más denso y craso, mientras que al ascender, lo que parecía pesado y material se vuelve más tenue y sutil. Así, lo visible es ejemplo de lo invisible, y lo inferior refleja, aunque imperfectamente, lo superior.

Dentro o fuera de la cantidad

El Discípulo sigue buscando comprender la naturaleza de la substancia que sostiene los nueve predicados, es decir, la materia última sobre la que reposan todas las propiedades del mundo físico. Su inquietud gira en torno a si esta substancia está dentro o fuera de la cantidad (extensión), cómo se compone, y qué relación tiene con la totalidad del cosmos.

El Maestro responde que no podemos imaginar la substancia fuera de la cantidad, porque la cantidad es su forma: la manera en que existe y se expresa. Así como el color no impide que exista la cantidad sobre la que reposa, la cantidad no impide que exista la substancia que la sostiene, aunque la cantidad la recubra y la haga visible. La relación entre substancia y cantidad es análoga a la del cuerpo y su color: aunque lo visible sea el color, sin cuerpo no hay color; aunque lo sensible sea la cantidad, sin substancia no hay cantidad.

Luego, avanzan hacia la cuestión de la divisibilidad. Aunque hablemos de una "parte mínima" de la cantidad, incluso esta parte es divisible, porque la cantidad es, por definición, infinita en su posibilidad de división. Esto lleva al reconocimiento de que cada parte del cuerpo del mundo es compuesta: está formada de substancia y accidente, donde la substancia es la materia que sostiene, y el accidente, la cantidad que la configura. Ninguna parte del cuerpo, ni siquiera la mínima concebible, puede ser indivisible, porque eso rompería la lógica de continuidad del mundo físico.

A partir de aquí, el Maestro expone una doctrina clave: toda cantidad es resultado de la multiplicación de unidades. La unidad perfecta y primera es simple, divina, sin división ni mutación. Pero a medida que nos alejamos de esa primera unidad, se produce diversidad, multiplicidad y cambio, generando grados de unidad cada vez más débiles hasta desembocar en la cantidad corporal. Así, la unidad descendente se densifica, se fragmenta, y al hacerlo, da lugar a la corporeidad y al mundo físico.

En este sentido, la materia inferior es densa y oscura porque está más alejada de la unidad divina; mientras que la materia superior, como la de las substancias espirituales, es más sutil, luminosa y simple. Ejemplos como el agua que, al correr y estancarse, se vuelve turbia, o el plomo que pierde su brillo al enfriarse, ilustran cómo la degradación progresiva de la unidad produce multiplicidad y materialidad.

El Discípulo, comprendiendo esta lógica, pregunta si queda alguna parte de esta substancia simple fuera del mundo, sin cantidad. Pero el Maestro responde que no, porque fuera del mundo no hay lugar para la cantidad, y toda esta substancia del mundo está ordenada según la cantidad que la forma y la distingue.

Finalmente, llegamos a una afirmación central: no hay nada, ni siquiera en los niveles inteligibles (espirituales), que no se estructure a través de materia y forma. Así como el mundo sensible está hecho de materia y forma, también las substancias espirituales lo están. Estas son las inteligencias, las almas y la naturaleza, que median entre el Primer Creador y la materia última. Todo lo que existe, visible o invisible, corpóreo o espiritual, se compone de materia y forma, aunque adaptadas a su grado de existencia.

El Maestro concluye comparando la relación entre lo espiritual y lo corporal con la del alma y el cuerpo: la substancia espiritual sostiene y contiene al mundo físico, como el alma sostiene al cuerpo. Están unidas, pero no ligadas como partes de un mismo cuerpo. La relación entre los distintos niveles del ser es siempre análoga y proporcional: lo que vemos en lo sensible nos sirve como ejemplo de lo oculto, de lo inteligible.


Conclusión

El Segundo Tratado del Fons Vitae representa uno de los momentos más decisivos de toda la obra, porque aquí Avicebrón establece con precisión la estructura fundamental del ser, articulando la relación inseparable entre substancia y accidente, materia y forma, y demostrando que incluso aquello que parece simple y mínimo —las partes últimas del cuerpo del mundo— está compuesto de estos dos principios.

miércoles, 26 de febrero de 2025

Giordano Bruno - De la causa, principio y Uno (1584)


A través de un discurso filosófico que combina elementos neoplatónicos, herméticos y atomistas, Giordano Bruno argumenta que la causa y el principio de todas las cosas residen en un único ser infinito e inmutable, que se expresa en la multiplicidad de la naturaleza. Con ello, desafía no solo las concepciones tradicionales de la causalidad y la sustancia, sino también la noción de un universo jerárquicamente ordenado con la Tierra en el centro. Su pensamiento, influenciado por Nicolás de Cusa y Lucrecio, anticipa en cierto sentido las ideas modernas sobre la infinitud del cosmos y la relatividad de las posiciones en el espacio.

DE LA CAUSA, PRINCIPIO Y UNO

Dedicado a Miguel de Castelnau

El texto comienza con la llamada ''Epístola Proemial''.

Giordano Bruno expresa su gratitud a Miguel de Castelnau, embajador de Francia en Inglaterra, a quien presenta como su protector frente a las injusticias y persecuciones que ha sufrido por sus ideas. Lo compara con una roca firme que resiste las tempestades, simbolizando su apoyo ante la envidia, la ignorancia y la hipocresía de sus adversarios. Bruno se describe como un pensador incomprendido y perseguido, pero valorado por los sabios y los poderosos. Destaca la importancia de su filosofía, asegurando que en su obra se encuentra lo que otras doctrinas han buscado en vano. 

Luego introduce el contenido de los cinco diálogos que componen la obra: el primero defiende sus ideas previas en La Cena de Cenizas; el segundo trata sobre la causa y el principio del universo, explorando el alma cósmica; el tercero examina la materia como principio eterno y divino; el cuarto profundiza en la relación entre materia y forma, incluyendo lo incorpóreo; y el quinto desarrolla la noción del Uno, la unidad fundamental del universo donde coinciden acto y potencia, materia y forma. Concluye resaltando la importancia de estos principios como base del conocimiento verdadero y llama a su protector a promover su difusión para iluminar la comprensión de la realidad.


Primer diálogo

Personajes: Heliótropio, Filoteo (el mismo Giordano Bruno) y Hermes

Heliótropo señala que muchos, al enfrentarse a la luz de sus ideas, reaccionarán como criaturas nocturnas que huyen del sol, mientras que otros la recibirán con entusiasmo. Utiliza una metáfora de la naturaleza para describir las distintas reacciones ante el conocimiento, distinguiendo entre quienes buscan la verdad y quienes prefieren la oscuridad de la ignorancia.

Hermes otro interlocutor, interrumpe con una advertencia: la difusión de ideas filosóficas puede ser peligrosa, pues las controversias han obligado a muchos a la reclusión o al silencio. En un extenso monólogo, descarta hablar como profeta o visionario y prefiere expresarse con un lenguaje directo y comprensible, alejándose de la retórica enigmática de los oráculos y místicos. Tras una serie de digresiones humorísticas, cuestiona el propósito de la obra La Cena de le Ceneri, sugiriendo que en ella Bruno adopta distintos registros y actitudes, desde lo filosófico hasta lo burlesco.

Filoteo responde que, al igual que en una cena real donde la comida y la bebida influyen en el ánimo de los comensales, en La Cena de le Ceneri hay una mezcla de estilos y enfoques, reflejando la variedad de pensamientos y emociones humanas. 

Filoteo compara la cena filosófica con una cena literal, en la que los comensales experimentan una serie de pequeñas desgracias inevitables: un bocado demasiado caliente, un diente que duele repentinamente, una lengua mordida, una piedrecilla inesperada, un pelo en el plato, una espina en la garganta o incluso el riesgo de asfixia por un huesecillo. Esta acumulación de detalles desagradables, narrados con un tono casi cómico, convierte lo trivial en algo casi trágico, generando un efecto burlesco.

La clave del humor está en la analogía inesperada: así como una comida no está exenta de imprevistos molestos, la discusión filosófica también tiene momentos incómodos, obstáculos conceptuales y resistencias intelectuales. Además, el remate de la comparación, atribuyendo estas dificultades al pecado original de Adán, introduce una ironía sutil. La idea de que incluso los contratiempos en una discusión son consecuencia del pecado original es una forma de ridiculizar la visión teológica tradicional de que todo mal deriva de la caída del hombre.

A todo esto Hermes le pregunta a Filoteo qué opina de aquellos que le dicen ''cínico rabioso'', a lo que Filoteo contesta que si bien no es cierto del todo, si es cierto en parte. Pero Filoteo no está en desacuerdo que se le trate de esa forma, pues hasta a los dioses se les ha vituperado. Hermes le pregunta si no Filoteo no tiene inconveniente en que lo hayan llamado así, pero Filoteo señala que no, que de hecho, lo prefiere pues así lo dejarán en paz. 

Hermes le señala a Filoteo que siempre procede con demasiado rigor y Filoteo le señala que es para que no vuelvan a hacer lo mismo. De ahí que Hermes le diga:

''La ofensa es privada y la venganza es pública''

Filoteo responde que no por eso es injusta, porque muchos errores se cometen en privado y son justamente castigados en público. Sin embargo, Hermes le advierte que esto significaría un daño a su reputación frente a los demás. 

Filósofo y venganza

Hermes cuestiona a Filoteo sobre si un filósofo debe buscar venganza, a lo que este responde con una comparación ingeniosa: si sus adversarios fueran como Xantipa, la esposa de Sócrates conocida por su carácter difícil, él mismo sería como Sócrates, sugiriendo que soporta con paciencia las molestias de los demás. Esta respuesta es una forma de ironía, pues Bruno se presenta como un sabio perseguido por la ignorancia, pero con una actitud socrática.

Luego, Hermes le recuerda que la paciencia es una virtud divina, a lo que Filoteo responde con una metáfora cómica sobre el dios Vulcano, el herrero del Olimpo, quien trabaja sin descanso en su yunque para forjar los rayos de Júpiter. Aquí, Filoteo se compara indirectamente con Vulcano, sugiriendo que, al igual que él, también está "forjando" castigos para los ignorantes mediante su labor filosófica. La imagen del pobre Vulcano trabajando incluso en días festivos mientras es golpeado por martillos añade un tono burlesco a la conversación.

El humor también está presente en la respuesta de Hermes, quien le recuerda a Filoteo que no es su papel corregir a la multitud, insinuando que su esfuerzo por "iluminar" a los ignorantes es inútil o presuntuoso. 

Hermes le recuerda a Filoteo el refrán de que “no se debe ser reformador en patria ajena”, a lo que Filoteo responde con una doble afirmación ingeniosa: primero, que no se debe matar a un médico extranjero solo porque intente curar lo que los médicos locales no pueden; y segundo, que para un verdadero filósofo, cualquier tierra es su patria. Esta respuesta subvierte la idea de pertenencia nacional y refuerza la imagen del filósofo como un ciudadano del mundo, al tiempo que ridiculiza el rechazo irracional de las sociedades a las ideas nuevas.

Filósofos y la percepción sobre ellos

Pero Hermes le dice que los filósofos son los más despreciables, aún más que los capellanes. Así, tanto la filosofía como la religión son vilipendiadas por las personas de acuerdo con Filoteo, lo que insinúa como un daño injusto a las ciencias. 

Hermes  se sorprende de que Teófilo (el personaje de la Cena de las Cenizas) se tome tan en serio la defensa de la filosofía, señalando que ningún otro filósofo parece irritarse tanto por su desprecio. Heliótropo responde con una explicación exagerada: los otros filósofos no defienden la filosofía con tanta pasión porque no han encontrado la verdad como Teófilo. Lo compara con alguien que protege su oro, diamantes o, de forma sarcástica, incluso “una carroña de belleza femenina”. Esta última comparación introduce un tono burlesco, ya que equipara el apego a la verdad con la obsesión materialista o amorosa.

Pero así como hay filósofos y capellanes vilipendiados también hay muchas personas en cada nación que, siendo respetadas, también son vilipendiadas y algunas que no lo son, por el contrario, se les hacen alabanzas. 

Hermes intenta defender la dignidad de su universidad, pero termina concediendo que muchos de sus doctores y clérigos no son más que pedantes ignorantes, más preocupados por el ganado y las granjas que por la filosofía. La imagen de “caballos enjoyados y asnos con diademas” refuerza el tono burlesco, ridiculizando a quienes ostentan títulos pero carecen de verdadero conocimiento.

Filoteo se burla de la obsesión de los académicos por la retórica y la gramática en detrimento del pensamiento profundo. Señala que antes, en esa misma universidad, la especulación filosófica tenía prioridad, pero ahora los nuevos académicos desprecian el pensamiento metafísico de sus predecesores y lo tildan de sofismo. Su crítica es sarcástica: prefiere una metafísica imperfecta pero profunda antes que una elocuencia impecable pero superficial.

Por su parte, Heliótropo cuenta una historia satírica sobre un fraile que, en un sermón, exhibe su erudición listando 120 tipos de monedas romanas solo para demostrar su memoria. Al final, cuando un hombre del público le pide prestada una moneda, el fraile responde que pertenece a una orden mendicante. El chiste radica en la ironía de alguien que sabe todo sobre el dinero, pero no tiene ni una moneda para dar, evidenciando el vacío práctico de su conocimiento.

En todas partes donde hay doctores y clérigos, se pueden encontrar tanto verdaderos sabios como pedantes. Los verdaderos eruditos, aunque provengan de orígenes humildes, se ennoblecen a través del conocimiento, pues la ciencia eleva el alma humana. Sin embargo, los otros se envuelven en una falsa autoridad, intentando parecer grandiosos con discursos pomposos y vacíos.

Dejando de lado estas críticas, la conversación entre los personajes se centra en un libro que Filón lleva consigo. Hermes le pregunta si se trata de La Cena, pero Filón le aclara que es otro diálogo titulado De la causa, principio y uno, que expone sus doctrinas filosóficas. Hermes muestra curiosidad por los interlocutores de la obra, temiendo que puedan llevar a discusiones inútiles, pero Filón le asegura que, salvo uno, todos son personajes discretos y de buen juicio.

Entre los interlocutores, destaca Alejandro Dicson, amigo leal del Nolano, quien plantea el tema del diálogo. Luego está Teófilo (alter ego de Bruno), encargado de distinguir, definir y demostrar las ideas. También participa Gervasio, quien asiste como observador sin ser filósofo. Por otro lado, aparece un personaje burlón y crítico, llamado Momo, un pedante que se considera juez supremo de la filosofía y la literatura. Este personaje representa a aquellos que, con ínfulas de erudición, se dedican a criticar minuciosamente textos y palabras sin aportar verdadero conocimiento.

Momo es descrito como alguien que se cree superior a los demás por su capacidad de diseccionar frases, etiquetar estilos y corregir la gramática con extremo rigor. Se burla de escritores por no seguir los cánones establecidos, obsesionándose con reglas lingüísticas y referencias a autores clásicos. Se ve a sí mismo como un gigante de la erudición, capaz de juzgar el mundo desde su atalaya académica. En su arrogancia, se compara con filósofos como Demócrito, Heráclito, Aristóteles y Platón, y con poetas como Virgilio, creyéndose un árbitro absoluto del lenguaje y la literatura.

El diálogo siguiente

Heliótrope sostiene que la felicidad no depende de la realidad objetiva, sino de la percepción personal. Es mejor sentirse rico siendo pobre que sentirse pobre siendo rico. Del mismo modo, es preferible tener una esposa que nos parezca hermosa y nos haga felices, aunque no lo sea en realidad, en lugar de poseer a una mujer excepcional que nos cause desdicha. Así, la ignorancia puede ser una bendición si permite vivir sin preocupaciones. Cada ser encuentra placer en lo que le es propio: el asno en la hierba, el cerdo en las bellotas, y el dios Júpiter en su ambrosía. Por lo tanto, intentar "despertar" a los ignorantes podría ser inútil y contraproducente, pues tal vez su locura es su propia felicidad.

Hermes reflexiona sobre cómo cada grupo se burla del otro: los sabios ridiculizan a los pedantes, los cortesanos a los sabios, y los monjes a todos. Esta cadena de desprecio mutuo nos muestra que todos son locos desde el punto de vista de alguien más, aunque en conjunto forman parte de un mismo orden universal.

Filoteo ironiza sobre la autoridad de los eruditos pedantes, quienes imponen su criterio con severidad. Se presentan como jueces supremos del conocimiento, dictaminando sobre gramática y lenguaje con un rigor exagerado. Se dirigen a estos académicos con un tono burlón, comparándolos con dioses y sacerdotes del saber, cuando en realidad no hacen más que encadenar reglas sin comprender la esencia del conocimiento.

Filoteo critica la visión misógina de los eruditos, quienes desprecian lo femenino. Argumenta que todas las virtudes y excelencias, como la prudencia, la justicia y la belleza, han sido tradicionalmente representadas como femeninas. En contraste, los vicios y defectos suelen asociarse a lo masculino. Invita a reconsiderar esta visión e insta a los eruditos a reconocer el valor de la mujer en la sociedad y el conocimiento.

Como prueba de su argumento, Filoteo exalta a Isabel I de Inglaterra como un ejemplo supremo de inteligencia, liderazgo y virtud. La compara con figuras femeninas históricas como Semíramis o Cleopatra, pero las considera inferiores en todos los aspectos. Su gobierno exitoso y su capacidad para mantener la paz en Inglaterra la convierten en un modelo de excelencia, mientras que el resto de Europa se ve envuelta en conflictos y caos.

Hermes interrumpe a Filoteo, instándolo a dejar de lado sus largas divagaciones y a enfocarse en el contenido de los diálogos que llevan consigo. Filoteo accede y entrega el texto para su lectura, devolviendo la conversación a un punto más concreto y menos polémico.


Segundo diálogo

Personajes: Aurelio Dicson, Polimnio (maestro escolástico),  Gervasio (alumno de Polimnio) y Teófilo.

El conocimiento sustancial

Dicson es el primero que empieza la conversación preguntando a Teófilo lo siguiente:

¿todo aquello que no es en sí mismo primer principio y causa primera tiene principio y causa?

A lo que Teófilo responde afirmativamente. 

Teófilo agrega que se pueden conocer las causas y principios más cercanos, pero que es extremadamente difícil, incluso de manera indirecta, alcanzar un conocimiento real de la causa y el principio primeros.

Dicsón insiste en que, si se ignora la causa eficiente (una de las claves del verdadero conocimiento), ¿cómo es posible afirmar que las cosas pueden ser realmente comprendidas? Teófilo admite que es fácil formular teorías sobre la demostración del conocimiento, pero llevar a cabo una verdadera demostración es complicado. Organizar las causas, condiciones y métodos del saber es relativamente sencillo, pero aplicar estos principios en la práctica resulta difícil para los lógicos y analíticos, quienes a menudo encuentran obstáculos al emplear sus herramientas metodológicas.

De pronto, interviene Gervasio que compara a los lógicos y analíticos con quienes saben fabricar espadas pero no saben utilizarlas, insinuando que pueden estructurar teorías sobre el conocimiento, pero no aplicarlas eficazmente. Teófilo interviene y explica que el filósofo de la naturaleza no necesita conocer todas las causas y principios, sino solo aquellos físicos que sean relevantes. Aunque estos dependen del primer principio y la causa primera, no hay una relación necesaria que permita inferir el conocimiento de una desde la otra, por lo que no es obligatorio tratarlas dentro de la misma disciplina.

Dicsón pregunta por qué es así, a lo que Teófilo responde que, al conocer las cosas dependientes, solo se puede inferir la existencia del primer principio de manera muy indirecta, como si fuera un simple vestigio. Todo lo que existe es efecto de la voluntad y la bondad de la causa primera, de la misma manera que una estatua es el resultado de la destreza del escultor, pero no permite conocer directamente su esencia. Así, ver un retrato de Helena no es ver a Apeles, sino solo el resultado de su arte.

Dicsón concluye que conocer el universo es, en cierto sentido, no conocer la esencia del primer principio, pues solo se accede a sus efectos más lejanos. 

Así, en las distintas corrientes filosóficas y esotéricas:

Platónicos: Afirman que podemos conocer la divinidad solo a través de sus vestigios, es decir, sus huellas en el mundo sensible, una idea que recuerda a la teoría de la participación platónica, donde las cosas del mundo reflejan imperfectamente las Ideas.

Peripatéticos (Aristotélicos): Sostienen que el conocimiento de Dios se da por efecto distante, es decir, de manera indirecta, a través del estudio de la causalidad en el mundo natural. Aristóteles, en su Metafísica, llega a la idea del Primer Motor a través del análisis del movimiento y la causalidad.

Cabalistas: Hablan de conocer a Dios a través de vestiduras, un concepto que sugiere que la divinidad se oculta y se manifiesta bajo formas simbólicas, lo cual es característico de la tradición mística judía.

Talmudistas: Se refieren a conocer a Dios de espaldas o a posteriori, lo que remite al episodio bíblico donde Moisés solo puede ver la gloria de Dios desde atrás (Éxodo 33:23). Esto indica que el conocimiento divino solo se obtiene retrospectivamente o a través de sus efectos.

Apocalípticos: Describen el conocimiento de Dios por espejo, sombra y enigma, lo que recuerda a la formulación de San Pablo en 1 Corintios 13:12: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara”. Esto implica que el conocimiento presente es parcial y velado, mientras que en el futuro será pleno.

Teófilo está de acuerdo, pero aclara que no quiere decir que en Dios existan accidentes ni que pueda ser conocido a través de ellos. Dicsón comprende la distinción y señala que los efectos de la operación divina, aunque sean sustancias naturales, funcionan como accidentes muy remotos que apenas nos permiten acercarnos al conocimiento de la esencia divina.

Ahora bien, son dignos de alabanza aquellos pensadores que intentan de alguna forma desentrañar el primer principio.

El principio y sus vestigios

Antes de estudiar los vestigios de los principios, es decir, sus efectos, es necesario que se investigue si causa y principio son lo mismo. 

Teófilo explica que "Primer principio" hace referencia a Dios en cuanto fundamento absoluto del ser y del orden de las cosas, mientras que "Causa primera" enfatiza su papel en la producción de todo lo existente, distinguiéndolo de su creación, como una causa eficiente distinta de su efecto. En la naturaleza, los principios y las causas pueden diferenciarse según sus esencias, ya que no siempre son lo mismo. En la filosofía aristotélica, por ejemplo, un principio puede ser el acto puro mientras que una causa puede ser eficiente, material, formal o final.

Teófilo explica que, aunque a veces los términos "principio" y "causa" se usan indistintamente, en sentido estricto no son lo mismo. No todo principio es una causa, ya que el punto es el principio de la línea, pero no su causa; el instante es el principio de la operación, pero no su causa; el término desde el cual se parte es principio del movimiento, pero no la causa de este; y las premisas son el principio de una argumentación, pero no su causa. De esto se concluye que el término "principio" es más amplio que el de "causa", pues un principio puede marcar el comienzo de algo sin necesariamente ser responsable de su existencia.

Dicson ofrece una precisión más clara sobre ambos términos según el lenguaje filosófico más moderno. Explica que "principio" es aquello que concurre intrínsecamente a constituir la cosa y permanece en el efecto. Un ejemplo de esto son la forma y la materia, que son principios de un compuesto y permanecen en él como los elementos de los que está hecho. En cambio, la "causa" es aquello que concurre exteriormente a la producción de una cosa y tiene su ser fuera del compuesto, como sucede con la causa eficiente, que es aquello que produce algo, y la causa final, que es el propósito o fin para el cual una cosa es hecha.

Este análisis sigue la tradición aristotélica y escolástica, en la que los conceptos de principio y causa son fundamentales. Aristóteles diferencia entre principios (archai) y causas (aitiai) en sus obras, estableciendo que un principio puede ser simplemente un punto de partida sin ser necesariamente una causa. En su teoría de las cuatro causas distingue entre causa material, formal, eficiente y final. Santo Tomás de Aquino desarrolla esta distinción, enfatizando que los principios pueden ser internos o externos a las cosas, mientras que las causas explican generalmente la producción de los entes.

La distinción entre principio y causa es clave en la metafísica clásica, ya que permite entender la estructura de los seres en el mundo natural. Todo ente tiene principios internos, como la forma y la materia, pero también causas externas, como el agente que lo produce y el fin al que se orienta. En el pensamiento teológico, Dios es considerado tanto el Primer Principio como la Causa Primera, pero en el orden natural no todo principio es una causa. Esta distinción influye incluso en la ciencia moderna, donde se diferencian las condiciones iniciales (principios) de los mecanismos causales.

La Causa

Dicson plantea que, habiendo aclarado la diferencia entre causa y principio, es conveniente comenzar el análisis por las causas. Desea que primero se explique la causa eficiente, luego la causa formal, dado que está unida a la eficiente, y finalmente la causa final, que se considera motriz de la formal. Teófilo aprueba este orden y comienza por la causa eficiente, señalando que, en el plano físico universal, el intelecto universal es el agente eficiente principal. Este intelecto es la primera y principal facultad del alma del mundo, la cual, a su vez, es la forma universal de ese intelecto.

Dicson observa que la explicación de Teófilo difiere de la de Empédocles, aunque le parece más clara y profunda. Por ello, le solicita que explique con más detalle en qué consiste este intelecto universal. 

Teófilo responde que el intelecto universal es la facultad más íntima, real y propia del alma del mundo. Es uno e idéntico, ilumina el universo y determina la naturaleza para producir sus especies conforme a un orden. En este sentido, actúa en la producción de los seres naturales de manera análoga a cómo el intelecto humano produce las ideas racionales. 

Los pitagóricos lo llaman el "motor" y "agitador" del universo, como se expresa en los versos de Virgilio: totamque infusa per artus / Mens agitat molem et magno se corpore miscet

Los platónicos, por su parte, lo llaman el "forjador del mundo" y explican que este desciende del mundo superior, que es unitario, al mundo sensible, que está fragmentado en multiplicidad. Debido a esta separación, en el mundo sensible no solo reina la amistad, sino también la discordia. Este intelecto, sin moverse, todo lo produce, infundiéndose en la materia. 

Los magos lo llaman "fecundo en gérmenes" o "sembrador", ya que impregna la materia con todas sus formas y, a partir de ellas, configura y ordena el universo de un modo que no puede atribuirse al azar, sino a una inteligencia ordenadora. Orfeo lo denomina el "ojo del mundo" porque es capaz de ver tanto el interior como el exterior de todas las cosas naturales, asegurando así su proporción y armonía. Empédocles lo llama "diferenciador" porque separa constantemente las formas que, en estado potencial, se encuentran confundidas en la materia y, mediante esta diferenciación, da lugar a la producción y corrupción de los seres. 

Plotino lo llama "padre" y "progenitor" porque es quien distribuye las semillas de la naturaleza y organiza la manifestación de las formas. En términos generales, este intelecto es el "artífice interno", pues configura la materia desde dentro, de manera semejante a cómo una semilla desarrolla su tronco, ramas, hojas, flores y frutos, manteniendo un ciclo de nutrición y transformación que se extiende desde la raíz hasta la totalidad del organismo. De la misma manera, en los animales, este intelecto actúa desde el germen, estructurando los huesos, cartílagos, arterias, poros, fibras y nervios en un proceso que se desarrolla desde el interior y que responde a una organización sumamente compleja.

Teófilo enfatiza que, si es impensable que una figura tallada en madera pueda producirse sin inteligencia y orden, con mayor razón ha de atribuirse a una inteligencia superior la formación de un organismo vivo, donde las estructuras se ensamblan desde dentro de la materia germinal con un orden y precisión admirables. Este intelecto no solo actúa en una parte de la materia, sino que su acción es continua y se extiende a todo el universo. Finalmente, distingue tres tipos de intelectos: el divino, que es todo; el intelecto del universo, que lo hace todo; y los intelectos particulares, que se hacen todas las cosas. El intelecto del universo es, por tanto, el intermediario entre los extremos y la verdadera causa eficiente de todos los fenómenos naturales, tanto en su aspecto intrínseco como extrínseco.

Dicson aprovecha esta última distinción para que Teófilo explique el aspecto intrínseco y extrínseco. 

Teófilo explica que la causa eficiente es extrínseca porque, aunque actúa sobre las cosas compuestas y producidas, no es parte de ellas. Sin embargo, también es intrínseca en cuanto su operación se da en la materia y no fuera de ella, según lo señalado previamente. Por tanto, es extrínseca porque su ser es distinto de la esencia de sus efectos y no pertenece al mundo de lo engendrado y corruptible, aunque influya en él. Pero es intrínseca en cuanto a su acto de operación, pues actúa desde dentro de la materia.

Dics, satisfecho con la explicación sobre la causa eficiente, solicita una aclaración sobre la causa formal unida a la eficiente, sugiriendo que podría ser la razón ideal. Explica que todo agente intelectual obra con una intención, la cual presupone una forma preconcebida de la cosa a producir. Esto implica que el intelecto productor debe poseer previamente todas las formas de algún modo formal, de lo contrario, no podría crearlas, de la misma manera que un escultor no puede ejecutar estatuas sin haber imaginado sus formas con anterioridad. Teófilo confirma esta interpretación y aclara que hay dos tipos de formas: una que no es causa eficiente, sino el medio por el cual actúa la causa eficiente, y otra que es el principio que la causa eficiente extrae de la materia.

Dicson introduce la noción de la causa final, señalando que el fin último de la causa eficiente es la perfección del universo, lo cual se logra cuando la totalidad de las formas existe en acto dentro de la materia. El intelecto universal, movido por este fin, nunca deja de suscitar formas en la materia, idea que recuerda la concepción de Empédocles sobre la dinámica del cosmos. Teófilo coincide y añade que, así como la causa eficiente es universal en el universo y particular en sus partes, lo mismo ocurre con su forma y su fin.

Dicson sugiere que, habiendo abordado suficientemente las causas, se pase ahora a la discusión sobre los principios.

Principios

Teófilo comienza su exposición sobre los principios constitutivos de las cosas, enfocándose primero en la forma, ya que guarda una identidad con la causa eficiente. Por esta razón, el intelecto, como potencia del alma del mundo, es considerado la causa eficiente inmediata de todas las cosas naturales. Dicson cuestiona cómo algo puede ser al mismo tiempo principio y causa de las cosas naturales, y cómo puede tener carácter intrínseco y extrínseco a la vez. Teófilo responde con una analogía: el alma está en el cuerpo como el piloto en el barco. En cuanto el piloto se mueve con el barco, es parte de él, pero en cuanto lo gobierna y dirige, es una causa eficiente distinta. Del mismo modo, el alma del universo es parte intrínseca y formal de este porque lo anima e informa, pero es extrínseca en tanto lo mueve y lo gobierna. Aristóteles coincide en este punto, aunque distingue entre el alma y el cuerpo, sugiriendo que el intelecto no es meramente la forma del cuerpo, sino que, en cuanto potencia cognitiva, existe separadamente y proviene de fuera del compuesto.

Dicson aprueba esta explicación y la refuerza con una referencia a Plotino, quien argumenta que el alma del mundo gobierna el universo con mayor facilidad que el alma humana gobierna el cuerpo. A diferencia de la humana, el alma del mundo no sufre por las cosas que afecta ni se ve limitada por ellas. Su naturaleza le permite mantenerse en sí misma, otorgando vida y perfección sin perder su pureza ni su unidad. La condición del alma humana es opuesta a la del alma del mundo, pues esta última se eleva continuamente a lo celestial sin quedar atada a lo que rige. Siguiendo el principio de que las perfecciones de las cosas inferiores deben atribuirse en grado superior a las cosas superiores, Dicson concluye que la distinción entre el alma del mundo y su función como causa es justificada.

Dicson amplía la discusión señalando que esta relación no solo aplica al alma del mundo, sino también a cada astro, siguiendo la idea de que los astros poseen la capacidad de contemplar a Dios y los principios del universo. Aristóteles sostiene que estos no necesitan memoria, discurso o meditación, pues sus operaciones son eternas y perfectamente ordenadas. En este punto, Aristóteles compara la acción natural con la de un músico o un escritor consumado: estos últimos actúan sin necesidad de constante reflexión, mientras que aquellos que son menos hábiles deben prestar más atención y aun así cometen errores. Del mismo modo, la naturaleza, aunque no discurra ni piense de manera consciente, no actúa sin intelecto ni finalidad, sino con un orden seguro y preestablecido.

El alma en todas las cosas

Para Teófilo, es claro que los cuerpos celestes están animados. Sin embargo, Teófilo va más allá señalando que todas las cosas son animadas. Esto se prueba porque el mundo, como se ha visto, tiene alma, por lo tanto, todas las cosas de este mundo estarían igualmente animadas. 

Pero Dicson dice que esta cuestión es difícil de creer porque deben existir partes en el mundo en que no exista vida. Teófilo pregunta ¿qué impide que el alma del mundo, siendo el todo de las partes, no esté en la parte de las partes? Dicson dice que no hay nada que lo impida pero siempre y cuando sean partes de las partes animadas. 

En eso interviene Polimnio diciendo que, siguiendo esa lógica, entonces los cadáveres también serían cosas vivas, las sandalias ,las pantuflas, las botas, las suelas, etc. 

Para responder a Polimnio entra Gervasio a la conversación señalando que todas esas cosas, en efecto, tienen vida. Pues todas ellas tienen un objetivo que sirve al hombre. 

En ese momento, Gervasio pregunta a Teófilo si ha comprendido mejor que su maestro a lo que Polimnio se enfada y lo regaña. se autodenomina "archididascálico" que es un término de origen griego que significa "gran maestro" o "director de enseñanza". Gervasio responde con ironía o burla, usando una fórmula que imita el lenguaje eclesiástico (servus servorum Dei es un título que usan los Papas para referirse a sí mismos como "siervo de los siervos de Dios"). Aquí, Gervasio exagera su sumisión hacia Polimnio, llamándose a sí mismo incluso "escabel de tus pies" (taburete o reposapiés), lo que puede entenderse como sarcasmo o exageración servil.

Pero Polimnio le dice Maledicat te Deus in saecula saeculorum (maldito seas por los siglos de los siglos), pero Discon entra a la conversación para calmar los ánimos y que Teófilo continué con la exposición.

Teófilo desarrolla una visión de la animación universal de la materia, afirmando que, aunque objetos como una mesa, un vestido, el cuero o el vidrio no son animados en sí mismos, como cosas naturales y compuestas contienen materia y forma. Incluso la más ínfima partícula de la realidad tiene en sí una parte de sustancia espiritual. Si la materia se encuentra en la disposición adecuada, esta sustancia espiritual puede llevarla a ser una planta o un animal, organizando sus miembros y dotándolo de vida. De esta manera, se plantea que el espíritu está presente en todas las cosas y que no hay partícula alguna que carezca completamente de animación.

Sin embargo, Polimnio responde con un latinajo: ''Ergo, quidquid est, animal est'' (Entonces, todo lo que existe es un animal), haciendo ironía y sugiriendo que el argumento de Teófilo, es, en verdad, un absurdo. Teófilo le responde que no todas las cosas que tienen alma se llaman animadas.

Dicson reconoce que la exposición de Teófilo permite sostener de manera plausible la doctrina de Anaxágoras, quien afirmaba que "todo está en todo". La idea central es que, si el espíritu, el alma o la forma universal están presentes en todas las cosas, entonces cualquier cosa puede potencialmente dar origen a otra, ya que todas contienen en sí mismas el principio de vida y animación.

Teófilo rechaza que su argumento sea meramente probable o verosímil; lo considera verdadero. Según él, el espíritu está presente en todas las cosas, de modo que, aunque un objeto no sea un animal en acto, está animado en algún sentido. Incluso si no muestra una vida evidente como la de un animal, posee un principio fundamental de animalidad y vida. Prefiere no extenderse sobre ciertas propiedades de piedras y gemas, pero sugiere que, cuando se rompen y sus fragmentos se reorganizan sin orden, pueden alterar el espíritu y generar nuevas pasiones tanto en el cuerpo como en el alma. Tales efectos no pueden explicarse por propiedades puramente materiales, sino que deben referirse a un principio vital y animal subyacente.

Teófilo menciona que fenómenos similares pueden observarse en astillas y raíces secas, que, al purgar y combinar los humores, alteran los espíritus y manifiestan signos de vida. Omite profundizar en la creencia de los nigromantes, quienes piensan que los huesos de los muertos conservan, si no la vida misma, al menos ciertos aspectos de la vitalidad que pueden ser utilizados para obtener efectos extraordinarios. Deja para otra ocasión un análisis más detallado sobre la mente, el espíritu y el alma como principios de vida que penetran y mueven toda la materia. Sostiene que esta sustancia espiritual no puede ser superada por la material, sino que más bien la contiene y la trasciende.

La forma material

Si la forma es aquello que es sustancial en las cosas, y en efecto, está en todas las cosas, entonces no hay duda de que todas las cosas tienen vida. Todas las cosas tienen algo que finalmente no se destruye, y si así fuese, dice Dicson, todo el mundo ya se hubiese destruido hace mucho.

Dicson le pregunta si no hay otra forma aparte de la que siempre acompaña a la materia, a lo que Teófilo asegura que sí. A esta se la llama ''Forma Material'' y se entiende de la siguiente manera:

En primer lugar, se menciona la forma material, que es aquella que no puede existir ni concebirse sin la materia. Se caracteriza por informar al todo, extenderse en sus partes y depender del conjunto. Como consecuencia, cada parte del todo recibe el nombre y las propiedades del conjunto. Un ejemplo ilustrativo de este tipo de forma es el fuego: cada parte del fuego calienta, se llama fuego y es fuego. Esto significa que la forma material no se distingue realmente de la materia, sino que se confunde con ella en un sentido absoluto.

En segundo lugar, Teófilo introduce una forma informadora y dependiente, pero que no se extiende en las partes. Aunque esta forma perfecciona y actualiza al todo, no atribuye a las partes su misma naturaleza, aunque sí comunica su acción. Un ejemplo de este tipo de forma es el alma vegetativa y sensitiva. En este caso, si bien un animal posee alma sensitiva, ninguna de sus partes individuales es en sí misma un animal. Sin embargo, cada parte del cuerpo vive y siente, lo que indica que la forma está presente en el todo y en sus partes, pero sin conferir a cada una de ellas la identidad del conjunto.

Finalmente, la tercera forma es la intelectiva, que perfecciona el todo sin depender de él en cuanto a su operación. Aunque está presente en el conjunto y en cada una de sus partes, no se extiende ni comunica su acción a cada parte de manera indiscriminada. En este sentido, se diferencia de las otras dos formas porque no hace que cada parte del ser se identifique con el todo, ni que participe de su función esencial. Como ejemplo de esta forma se menciona el alma intelectiva humana, la cual permite conocer y pensar. Sin embargo, esto no significa que cada parte del cuerpo humano pueda ser llamada hombre ni que cada una de sus partes conozca por sí misma. La actividad intelectiva es unitaria e indivisible, lo que significa que opera en el todo sin fragmentarse en las partes.

Pero Polimnio lo critica diciendo que debe ser muy grande de tamaño si es que estamos hablando del mundo. Pero Teófilo le señala que esta alma es grande en el sentido espiritual y no en el dimensional. Es como la voz que llena una habitación que, en efecto, está presente aunque algunos no la entiendan. 


Tras unas bromas y despedidas, los interlocutores quedan de reunirse nuevamente. 


Tercer Diálogo

Gervasio es el primero en llegar y se pregunta dónde están los demás que están retrasados. En eso llega Polimnio quien es tratado con burlas por Gervasio tratándole de poner títulos a Polimnio que es el maestro. Luego de bromear un rato, Gervasio le pregunta a Polimnio para qué está en esta conversación y Polimnio le dice que no es para aprender ni para enseñar, sino para juzgar. 

Gervasio le pregunta qué le da esa autoridad de poder juzgar a los demás y Polimnio le dice que el uso de la lengua, ya que es versado en cada una de ellas. Gervasio toma esto como un signo de pedantería y arrogancia que no significa nada pues hay muchos que conocen muchas lenguas y nadie da algún crédito por ellos. 

El alma del mundo y la materia

Luego, al terminar Gervasio y Polimnio, finalmente llegan Dicson y Teófilo para conversar sobre la situación entre el alma del mundo y la materia. Dicson señala que el alma del mundo no puede estar enteramente separada de la materia y que ésta no tenga ninguna importancia. 

El primer argumento plantea que la materia no puede configurarse por sí misma, sino que requiere de una fuerza o principio activo que le otorgue forma. Se critica la postura de algunos médicos y filósofos que confunden la materia con la forma o la entienden de manera superficial. 

Algunos la miran como si fuera un arte. Así como un carpintero utiliza la madera para crear diferentes formas, la naturaleza debe contar con un substrato sobre el cual opera para generar todas las formas de la realidad. La materia de la naturaleza es distinta de la materia del arte, ya que la primera no tiene forma en sí misma, sino que es totalmente informe y susceptible de recibir cualquier configuración.

En ese momento, Gervasio pregunta si no es posible conocer la naturaleza de la materia de las artes a través de la materia de de la naturaleza. Teófilo resuelve y explica que una se ve con los ojos de la carne (la materia del arte) y con los ojos de la razón (materia de la naturaleza).

Teófilo introduce una idea fundamental sobre la transformación constante de la materia en distintas formas, ilustrándolo con ejemplos de la naturaleza: la semilla se convierte en planta, la planta en espiga, la espiga en pan, y así sucesivamente. Este proceso demuestra la existencia de una materia subyacente que permanece inmutable a pesar de las alteraciones en sus manifestaciones externas.

Por lo tanto, es fundamental que se deja una sustancia que persiste de forma eterna en todas las cosas materiales. Sin embargo, Gervasio señala que bien se podría negar esta materia que persiste todo el tiempo, pues bien se puede percibir pero no hay una existencia concreta; a eso Teófilo responde con humor que ''hay que enviarlos de paseo''. Pero Gervasio insiste en que estos pueden seguir en su postura a lo que Teófilo le dice que siempre habrán tipos como estos y que no debería ser una preocupación pues estos se creen semidioses ciegos que siempre negarán algo. El ciego, al no poseer la capacidad de la vista, nunca podrá comprender plenamente lo que son los colores o las formas visuales, sin importar cuántas explicaciones reciba.

Teófilo traslada esta idea a quienes exigen pruebas de la materia de las cosas naturales, que solo puede ser percibida a través del intelecto. Así como un ciego no puede ver los colores, una persona sin el adecuado entendimiento filosófico no puede captar ciertas verdades metafísicas.

Gervasio plantea que algunos podrían tomar esta respuesta como una afrenta o un insulto. Teófilo entonces propone una forma más diplomática de explicar la situación, señalando que hay distintos modos de conocer: algunos por los sentidos, otros por la razón. No obstante, aquellos que se consideran superiores en intelecto sin realmente poseerlo podrían responder con arrogancia, insistiendo en que son ellos los que comprenden mejor.

Dicson irrumpe en el diálogo y señala que se ha hablado mucho de la materia. Reflexiona sobre la naturaleza de la materia y su relación con las formas, basándose en las ideas de Timeo el pitagórico. Su razonamiento parte de la observación de que la materia no puede conocerse directamente, sino solo a través de sus manifestaciones y transformaciones. Se vale de la enseñanza de Timeo para ilustrar cómo los elementos cambian entre sí sin que la materia subyacente desaparezca.

Dicson explica que cuando un elemento se transforma en otro, no es que una forma adquiera a otra, sino que un tercer elemento, un substrato común, actúa como mediador. Esto se debe a que los contrarios no pueden mezclarse directamente: lo seco no puede convertirse en húmedo por sí mismo, ni lo caliente en frío. Para que un cambio ocurra, debe haber una materia que permanezca constante y reciba las nuevas cualidades sin ser en sí misma ninguna de ellas.

Siguiendo esta lógica, Dicson sostiene que nada se aniquila completamente, sino que todo se transforma. Cuando la tierra se convierte en agua, algo de su esencia continúa en la nueva forma. Del mismo modo, cuando el agua se convierte en aire debido al calor, parte de su sustancia sigue presente en el nuevo estado. Esto refuerza la idea de que la materia es eterna e indestructible, una concepción que se opone a la visión aristotélica tradicional de la corrupción y generación absoluta de las sustancias.

Teófilo sostiene que nada en la naturaleza se aniquila ni pierde su ser esencial, sino que lo único que cambia es la forma exterior accidental y material. Para él, tanto la materia como la forma sustancial de los seres naturales (el alma) son indisolubles e indestructibles. Con esta afirmación, se opone a la concepción aristotélica, defendida por los peripatéticos, según la cual las formas sustanciales son entidades que pueden corromperse o desaparecer.

A continuación, Teófilo critica la noción peripatética de las formas sustanciales. Según los seguidores de Aristóteles, cada ser tiene una forma sustancial propia, como la "humanidad" en el hombre o la "bovinidad" en el buey. Sin embargo, Teófilo considera que esta teoría es artificial y carente de base real, ya que en última instancia estas formas no son más que conceptos lógicos, no principios naturales efectivos. Para él, la materia es el verdadero principio sustancial, mientras que las formas que los aristotélicos consideran sustanciales son, en realidad, meras disposiciones accidentales.

Luego, desafía la definición aristotélica del alma. Si los peripatéticos consideran que el alma es una entelequia o perfección del cuerpo, Teófilo argumenta que esto solo la define como un accidente, no como una sustancia real. Si se dice que el alma es un principio vital, sensitivo, vegetativo o intelectual, entonces tampoco se está definiendo como sustancia, sino solo en relación con lo que produce o afecta. Según Teófilo, para que algo sea una sustancia verdadera, debe definirse en sí mismo y no por sus efectos.

Para reforzar su crítica, plantea un experimento conceptual: si se pregunta a un peripatético cuál es la forma sustancial de la madera, este dirá que es la "ligneidad" (su naturaleza leñosa). Sin embargo, si se elimina la materia común entre madera, hierro y piedra, no queda más que una serie de accidentes, lo que demuestra que la forma sustancial aristotélica no es más que una construcción lógica, no un principio real en la naturaleza.

Dicson cuestiona si Aristóteles fue consciente de las contradicciones en su teoría de las formas sustanciales. Teófilo responde que Aristóteles probablemente sí se dio cuenta, pero no pudo resolver el problema, por lo que optó por afirmar que las diferencias últimas entre los seres son "indeterminables e ignotas". Dicson interpreta esto como una confesión de ignorancia y expresa su preferencia por las doctrinas de Pitágoras, Empédocles y el Nolano (Giordano Bruno), quienes ofrecen explicaciones más completas.

Teófilo explica que el Nolano distingue tres principios fundamentales en la naturaleza:

  1. El intelecto universal, que otorga ser a todas las cosas (dador de las formas).
  2. El alma del mundo, que informa y vivifica todas las cosas (fuente de las formas).
  3. La materia, que es el sustrato sobre el que se forman todas las cosas (receptáculo de las formas).

Dicson encuentra esta doctrina muy satisfactoria, ya que reconoce no solo la permanencia de la materia, sino también la necesidad de un principio formal. Argumenta que todas las formas naturales emergen de la materia y a ella retornan, lo que sugiere que la única entidad realmente constante, eterna y sustancial es la materia misma. Las formas, en cambio, son simplemente disposiciones temporales de la materia, lo que lleva a concluir que no pueden considerarse principios fundamentales. En este sentido, critica a Aristóteles y sus seguidores, quienes insistieron en que las formas sustanciales son la esencia de las cosas, cuando en realidad parecen ser meras cualidades accidentales.

Teófilo introduce la figura del moro Avicebrón, quien en su obra Fons Vitae (Fuente de la Vida) llega a una conclusión similar: que la materia es el principio divino y eterno en todas las cosas. Sin embargo, Teófilo señala que Avicebrón comete un error al no reconocer que, además de la materia, existen formas esenciales y activas, no solo accidentales. Según él, la filosofía aristotélica tiende a reducir las formas a meras configuraciones de la materia sin entender su verdadera función dentro de la naturaleza.

Más adelante, Dicson plantea una pregunta clave: si la materia es indistinta y desnuda, ¿cómo se une al alma del mundo y a la forma universal? En otras palabras, ¿cómo se explica la relación entre la materia, el principio activo que le otorga forma y el orden del universo? Teófilo responde que nada actúa sobre sí mismo, por lo que es necesario distinguir entre la materia, el alma y el intelecto universal. Propone que en la estructura del universo existen tres niveles:

  1. El intelecto universal, que actúa como el principio supremo que da forma a todo.
  2. El alma del mundo, que anima y organiza la materia.
  3. El substrato material, que recibe todas las formas y permite la existencia de los seres.

Finalmente, Teófilo enfatiza que no hay un solo camino para entender la naturaleza, sino que diversas filosofías pueden ofrecer conocimientos valiosos. Critica la actitud dogmática de algunos pensadores que pretenden imponer una única manera de investigar la realidad. Aunque reconoce que algunos métodos filosóficos son más elevados y profundos que otros, insiste en que ninguna doctrina debe ser rechazada si logra acercarnos a la verdad. Esta postura lo aleja de Aristóteles, quien intentó desacreditar todas las filosofías que no encajaban en su sistema.

Diversos estudios de materia

Dicson pregunta a Teófilo si aprueba el estudio de diferentes filosofías. Teófilo responde que sí, pero matiza que esto depende del talento y del tiempo que cada persona tenga. Para quienes pueden hacerlo, es bueno explorar varias filosofías, pero para otros, lo mejor es dedicarse a la mejor filosofía que puedan encontrar, si tienen la suerte de reconocerla.

Dicson insiste en que no todas las filosofías deben ser igualmente válidas, sino solo las mejores. Teófilo concuerda y, para ilustrar su punto, usa la analogía de la medicina. No aprueba los métodos supersticiosos y mágicos de curación, como el uso de amuletos o conjuros, pero sí valora tanto la medicina física (farmacología tradicional) como la medicina química (protoalquimia). Sin embargo, no se atreve a decir cuál es la mejor, pues todo depende de su efectividad en cada caso. Un epiléptico que se cure por la intervención de un mago, aunque este método sea irracional, preferirá esa cura a las de médicos y alquimistas que no lograron ayudarle. De la misma forma, una filosofía es válida si cumple su propósito: alcanzar el conocimiento verdadero.

Gervasio interviene para preguntar por qué las diferentes corrientes médicas son tan hostiles entre sí. Teófilo responde que esto se debe a la envidia, la ambición y la ignorancia. Muchos médicos apenas entienden su propio método y, por ello, no pueden comprender ni aceptar otros enfoques. En lugar de esforzarse por mejorar, desprecian lo que no pueden alcanzar. Sin embargo, el mejor médico es aquel que combina conocimiento físico, químico y matemático, lo que implica una visión integral de la medicina.

Teófilo aplica esta idea a la filosofía. La mejor filosofía es aquella que eleva la razón humana, corresponde a la verdad de la naturaleza y ayuda a mejorar la vida, ya sea mediante la contemplación intelectual, la formulación de leyes y costumbres, o el perfeccionamiento del ser humano. Toda filosofía bien fundamentada tiene algún valor, aunque unas sean superiores a otras. Del mismo modo que un cirujano necesita coordinación visual y manual para operar con éxito, un filósofo que aspire a la verdad no puede ignorar ninguna forma de conocimiento.

Finalmente, Dicson elogia a Teófilo por su postura abierta y lo compara favorablemente con Aristóteles. Mientras que el estagirita intentó desacreditar otras filosofías, Teófilo adopta una actitud más inclusiva, reconociendo el valor en diversas corrientes de pensamiento y rechazando el dogmatismo.

La absoluta potencia

La materia, entonces, se puede considerar tanto como potencia y sustancia. La potencia, a su vez, se divide en activa y pasiva, siendo la activa aquella que puede operar y la pasiva aquella que es receptiva y susceptible de ser actualizada. 

Teofilo sostiene que la potencia pasiva está en correlación necesaria con la potencia activa, de modo que si siempre ha existido la capacidad de hacer, producir y crear, también ha existido necesariamente la capacidad de ser hecho, producido y creado. 

En el Primer Principio, que es el fundamento de todo, la potencia y el acto son la misma cosa, pues este principio es todo lo que puede ser, y si no pudiera ser todo, no lo sería en su plenitud. En cambio, en el universo, que es su reflejo, potencia y acto se encuentran dispersos y diferenciados, por lo que ninguna de sus partes es absolutamente todo lo que puede ser, sino que cada cosa solo es una manifestación parcial de las posibilidades del ser. Mientras que el principio supremo es una unidad indistinta en la que todo está contenido sin distinción, el universo es su imagen fragmentada, donde las formas y los seres existen de manera dispersa y diferenciada. De esta manera, Teófilo desarrolla una visión en la que la materia no es una realidad meramente pasiva y limitada a lo sensible, como en la tradición aristotélica, sino que constituye una potencia universal que, en su manifestación, abarca todas las posibilidades del ser. Así, su pensamiento se orienta hacia una concepción panteísta y dinamista del universo, en la que todo lo existente es expresión de una única realidad infinita.

Dicson pregunta si los defectos son parte también del acto del todo a lo que Teófilo contesta negativamente diciendo que esto en verdad es defecto e impotencia, buscando la perfección de forma infinita y no pudiendo encontrarla. No completan su potencia. 

El Primer Principio se describe como una magnitud infinita e indivisible, que no puede ser mayor ni menor, pues ya es todo lo que puede ser. Esta idea rompe con la noción aristotélica de la magnitud como algo mensurable y divisible, y se acerca más a la visión neoplatónica y cusana de la coincidencia de los opuestos, en la que máximo y mínimo, grande y pequeño, se funden en una única realidad absoluta.

Teófilo enfatiza que el Primer Principio es también toda la bondad, la belleza y la perfección que puede existir, lo que refuerza la idea de que en él no hay limitación alguna. Mientras que los seres particulares existen de manera fragmentada y con limitaciones espaciales y temporales, el Primer Principio es todo en todas partes. Para ilustrarlo, Teófilo emplea la analogía del Sol: un Sol particular no puede estar simultáneamente en el oriente y el occidente, pero si concebimos un Sol que es todo lo que puede ser, entonces estaría en todas partes a la vez. Esta idea, aplicada a Dios, lo define como una realidad absoluta en la que movilidad e inmovilidad, cambio y permanencia, no son términos contradictorios, sino aspectos de una misma totalidad. En este punto, Teófilo desafía las categorías tradicionales del pensamiento aristotélico, sugiriendo que en el nivel más alto del ser no hay distinciones reales entre opuestos.

Además, esta visión implica una concepción del tiempo radicalmente diferente a la común. Dios, siendo todo lo que puede ser, no está sujeto a la sucesión temporal, sino que es simultáneamente el pasado, el presente y el futuro. Por eso, las Escrituras lo llaman "El que es" y "El primero y el último". En este marco, el tiempo deja de ser un proceso lineal y se convierte en una totalidad, en la que todo está ya contenido en el Ser supremo. Así, Teófilo concibe una realidad en la que lo que para los sentidos y la razón humana aparece como diferencias y oposiciones, en el nivel más alto de la existencia es una misma cosa.

El fragmento refleja la visión panteísta de Teófilo, según la cual Dios no es un ente separado del mundo, sino el ser mismo en su totalidad. Aquí, Teófilo se aleja del teísmo tradicional y se acerca a una concepción en la que Dios y la naturaleza son inseparables. Esta idea, además, rompe con la visión aristotélica del universo como finito y jerárquicamente ordenado, y propone en su lugar una realidad infinita y dinámica, en la que el ser absoluto se manifiesta en todas las cosas. La filosofía de Teófilo, con su énfasis en la unidad del ser y la identificación de Dios con la totalidad de lo existente, prefigura algunas de las ideas que más tarde desarrollará Spinoza en su concepción del Deus sive Natura.

El uso de la analogía del Sol para describir la omnipresencia divina sugiere, además, una intuición sobre la relatividad del espacio y el tiempo. Teófilo parece concebir un modelo en el que el ser absoluto no está limitado por coordenadas espaciales ni temporales, sino que lo abarca todo simultáneamente. Esta perspectiva, que combina teología, metafísica y cosmología, representa un pensamiento profundamente innovador para su época y desafía la visión escolástica dominante. En este sentido, el pensamiento de Teófilo anticipa muchas de las preocupaciones de la filosofía moderna, especialmente en su concepción del infinito y en su crítica a las categorías rígidas de la metafísica aristotélica.

La coincidencia de este acto con la absoluta potencia ha sido expresada de manera clara por el Espíritu divino en la afirmación: Tenebrae non abscurabuntur a te. Nox sicut dies illuminabitur. Sicut tenebrae eius, ita et lumen eius ("Las tinieblas no serán oscuras para ti; la noche será iluminada como el día; así como son sus tinieblas, así también es su luz"). Esta cita bíblica resalta la unidad de los opuestos en la divinidad, reafirmando que en el Primer Principio no hay diferencia entre la luz y la oscuridad, entre lo visible y lo oculto, entre la presencia y la ausencia.

Los dialogantes se retiran con el compromiso que se presentarán al día siguiente para discutir la parte sustancial de la materia. 

Cuarto Diálogo

Principio material como sustancia

Nuevamente se reúnen los dialogantes. 

A través de la voz de Polimnio, se nos presenta la idea de que la materia, en su insaciabilidad y capacidad infinita de transformación, es comparable a la mujer, la cual es retratada como caprichosa, irracional, inconstante y corruptora. Esta identificación tiene raíces profundas en la metafísica aristotélica y en la escolástica medieval, donde la materia es el principio pasivo que solo cobra existencia a través de la forma, y la mujer es vista como el receptáculo de la vida, pero sin actividad propia.

Polimnio, en su discurso, acumula un extenso catálogo de términos que a lo largo de la historia han definido la materia: chaos, hyle, potentia, privatio, tabula rasa, indeterminatum, neque quid, neque quale, neque quantum, para concluir, finalmente, que la materia no es otra cosa que la mujer. Aquí hay un doble juego: por un lado, se refuerza la idea clásica de que la materia es algo informe, cambiante y sin determinación propia, de la misma manera en que el pensamiento tradicional ha caracterizado a la mujer como un ser voluble, incapaz de sostener una identidad estable. Por otro lado, al acumular tantas definiciones y al construir un discurso lleno de hipérboles y exclamaciones, Bruno parece estar caricaturizando esta visión misógina, llevándola a un punto de ridículo extremo.

El discurso de Polimnio sigue el patrón de la misoginia clásica, citando ejemplos históricos y míticos donde la mujer aparece como la causa de la ruina y la corrupción. Se menciona a Helena de Troya, cuyo deseo desencadenó la destrucción de la ciudad; a Dalila, que traicionó a Sansón y lo privó de su fuerza; a las mujeres que sedujeron a grandes héroes y líderes, debilitando su espíritu y desviándolos de su destino. Estos ejemplos refuerzan la imagen de la mujer como un agente de desorden y caos, tal como la materia, que en su apetito infinito por recibir nuevas formas, es vista como la raíz de la impermanencia y la caducidad del mundo. Esta visión está en línea con el pensamiento medieval y renacentista, donde la materia era concebida como el principio de toda corrupción y cambio, opuesta a la perfección inmutable de la forma.

Sin embargo, la respuesta de Gervasio introduce un matiz importante en la discusión. En primer lugar, señala que este tipo de discursos no son más que ejercicios de oratoria, propios de los humanistas que buscan demostrar su elocuencia recurriendo a la misoginia fácil. Luego, desmonta la argumentación de Polimnio mencionando ejemplos de mujeres virtuosas, como la esposa e hija del señor de Mauvissiére, quienes representan la inteligencia, la prudencia y la virtud. Con esto, Gervasio introduce la idea de que la mujer no es solo símbolo de caos y corrupción, sino también de sabiduría y equilibrio, lo que desafía la visión unilateral de Polimnio.

Más aún, Gervasio ofrece una relectura positiva de la materia, argumentando que su capacidad de transformación no es un defecto, sino su mayor virtud. Mientras Polimnio lamenta que la materia nunca se conforme con su forma presente, lo que lleva a la muerte y la corrupción, Gervasio sugiere que esta misma flexibilidad es lo que la hace digna y poderosa, porque le permite recibir todas las formas posibles. En este punto, se introduce un giro filosófico crucial: la materia ya no es solo lo pasivo y receptivo, sino una potencia en sí misma, capaz de manifestar el infinito. Esta idea se alinea con la concepción bruniana del universo, donde la materia no es un principio caótico y subordinado, sino una energía creadora infinita.

Si aplicamos este mismo razonamiento a la comparación con la mujer, el discurso de Gervasio implica que lo que Polimnio ve como defecto —la inconstancia, la capacidad de cambio— puede ser interpretado como una cualidad positiva, un reflejo de la potencia infinita del universo. En lugar de condenar la naturaleza cambiante de la mujer, podría entenderse como una manifestación de la dinámica del ser, que no es estático ni fijo, sino en permanente transformación. De este modo, lo que parecía una analogía misógina se convierte en una reivindicación implícita de la mujer y de la materia.

Además, en su respuesta final, Gervasio refuerza la visión filosófica de la materia desde una perspectiva más dinámica: en lugar de concebirla como un principio de corrupción, la define como el fundamento del cambio y la transformación. Para él, la capacidad de la materia de recibir múltiples formas es lo que la hace más digna, porque la asemeja al Ser absoluto, aquel que es "todo en todo". Esta idea resuena con el pensamiento cosmológico de Bruno, quien concibe la materia no como algo pasivo, sino como un principio activo e infinito, capaz de engendrar formas sin cesar. En otras palabras, mientras Polimnio ve la materia (y, por analogía, la mujer) como una fuente de caos y destrucción, Gervasio sugiere que es precisamente esta flexibilidad la que le otorga su grandeza.

Materia universal

En eso llega Teófilo a introducir el tema que habían dejado postergado. 

En primer lugar, se menciona que los peripatéticos y platónicos dividen la sustancia en corpórea e incorpórea, pero dado que estas diferencias se reducen a la misma potencia, es necesario que las formas sean de dos clases: unas trascendentes, que son principios universales como entidad, unidad y uno, y otras que pertenecen a géneros distintos, como la sustancialidad y la accidentalidad. Las primeras no dividen la materia en potencias distintas, sino que expresan una sustancia común tanto para lo corpóreo como para lo incorpóreo. A partir de esto, se plantea la pregunta de qué impide reconocer una potencia previa a la materia tal como la entendemos en su distinción entre corpórea e incorpórea, sugiriendo una continuidad subyacente entre ambas. Se menciona además que, en la escala del ser, todo está ordenado jerárquicamente de lo compuesto a lo simple, y de lo simple a lo absoluto, con grados intermedios que unen los extremos.

Esto implica que debe haber una participación y una unión en cada nivel del ser, lo que exige la existencia de un principio común de todas las cosas. Se introduce la idea de una esencia indiferenciada que precede a la distinción de los seres, y que esta esencia común es el sustrato de lo inteligible, del mismo modo que en lo sensible hay un sustrato que lo sostiene. Esto lleva a la necesidad de reconocer una realidad fundamental que unifica tanto lo corpóreo como lo incorpóreo, excepto en el caso de la esencia primera, que es idéntica a su existencia y en la que potencia y acto coinciden. Finalmente, se cuestiona por qué la materia, si precede al ser corpóreo según los mismos aristotélicos, no podría estar relacionada con lo incorpóreo, lo que lleva a la afirmación de que así como en lo corpóreo hay algo de divino, también en lo divino debe haber algo material, garantizando así la continuidad y dependencia entre los órdenes del ser.

Teófilo continúa desarrollando la idea de la materia desde una perspectiva neoplatónica, tomando como referencia a Plotino, quien en su doctrina plantea que incluso en el mundo inteligible debe existir algo común a todas las formas, lo que él denomina materia inteligible. Siguiendo esta idea, Teófilo explica que si en el mundo inteligible hay pluralidad de especies, debe haber algo subyacente que las sostenga en común, aparte de sus diferencias. Este elemento común funciona como materia, mientras que aquello que introduce distinción y singularidad actúa como forma. Se añade que el mundo sensible es una imitación del mundo inteligible, lo que significa que la estructura del primero refleja la del segundo, incluyendo la composición de sus entidades. Si el mundo inteligible careciera de diversidad, tampoco tendría orden, y sin orden no existiría belleza ni armonía, lo que implica que la materia es fundamental incluso en el nivel superior del ser. De esta manera, se rechaza la idea de un mundo inteligible absolutamente indivisible, postulando que, aunque en un sentido esencial sea una unidad, en otro aspecto presenta diversidad, lo cual presupone una materia en su base. Teófilo recalca que, aunque toda la multiplicidad del ser coincide en una unidad que trasciende cualquier dimensión, puede llamarse materia a aquello en que se unen tantas formas. Antes de ser concebido como diverso y múltiple, el ser es uniforme e informe, lo que refuerza la idea de una materia primordial que subyace a todas las manifestaciones de la realidad.

Dicson encuentra mucha razón a Teófilo, pero a la vez sigue con interrogantes a la existencia de la materia en el mundo superior, pero no solo para conocimiento de él, sino que de todos los presentes. 

Utilizando una analogía entre el hombre y el león, explica que, aunque sean distintos en su naturaleza específica, comparten una esencia común en tanto que animales y sustancias corpóreas. De la misma manera, la materia de las cosas corpóreas y la de las cosas incorpóreas son diferentes en cuanto a su manifestación específica, pero no en su principio fundamental.

Bruno introduce aquí una redefinición de la materia prima, alejándose de la concepción aristotélica tradicional. Para él, la materia no es únicamente el substrato de los cuerpos, sino el principio subyacente a todo lo que existe, tanto en el mundo sensible como en el inteligible. Esta materia universal es la potencia que puede ser cualquier cosa y, dependiendo de cómo se determine, se convierte en sustancia corpórea o incorpórea. Si asume dimensiones, extensión y cualidades sensibles, se manifiesta como materia corpórea. Si, en cambio, se realiza sin tales dimensiones y cualidades, se trata de una sustancia incorpórea. Esta idea rompe con la distinción clásica entre lo material y lo inmaterial, pues postula que en la base de ambas realidades hay un mismo principio subyacente.

Teófilo señala que, si hablamos de composición, debemos entenderla de dos maneras diferentes: en el caso de las sustancias eternas, la materia siempre está sujeta a un solo acto, es decir, posee simultáneamente todo lo que puede ser; en el caso de las cosas variables, la materia cambia y asume distintos estados en el tiempo. 

Cuando Dicson menciona que algunos admiten la existencia de materia en las sustancias incorpóreas, pero la conciben de manera distinta a la de las sustancias corpóreas, Teófilo responde que, aunque la diferencia entre ambas pueda parecer radical (pues la materia corpórea se asocia a la cantidad y a las dimensiones, mientras que la incorpórea no), en realidad ambas son una sola, y la diferencia entre ellas no es esencial, sino una contracción de la materia a una forma específica. Es decir, así como dentro del género "animal" hay especies diferentes (hombres, leones, etc.), dentro de la materia universal hay manifestaciones diferentes según la forma que adopta.

Teófilo concluye con un argumento que refuerza la infinitud y potencialidad absoluta de la materia: aquella materia universal no puede ser limitada por ninguna forma específica, pues, siendo el principio de todas las formas, las contiene todas en potencia sin ser ninguna en particular. 

Teófilo, argumenta que si se quisiera definir la dimensión como esencia de la materia, esta no sería incompatible con ninguna clase de materia, pues la diferencia entre la materia prima y la materia concreta radica en que la primera es libre de dimensiones, mientras que la segunda está contraída en dimensiones particulares. Cuando está separada de toda dimensión, la materia las trasciende y las contiene todas en potencia; cuando está contraída, se encuentra limitada dentro de algunas dimensiones particulares.

Dicson admite que la materia, en sí misma, no posee dimensiones específicas, pero tampoco está absolutamente privada de ellas, ya que puede asumirlas dependiendo de la forma que reciba. Así, bajo la forma humana tiene unas dimensiones, bajo la forma de un animal tiene otras, y bajo la de un árbol, otras distintas. Antes de adoptar cualquiera de estas formas, posee en potencia todas esas dimensiones, del mismo modo que puede recibir cualquier forma. En este punto, Polihimnio plantea que algunos sostienen que la materia no tiene dimensiones, a lo que Dicson responde con una paradoja: "porque no tiene ninguna, las tiene todas". Gervasio, sin embargo, objeta que no entiende por qué la materia debe contener todas las dimensiones en lugar de estar privada de ellas.

Teófilo, apoyando a Dicson, explica que la materia no recibe las dimensiones de afuera, sino que las saca de sí misma, de su propia esencia, y que esto es una idea común en la tradición peripatética. Menciona a Averroes, quien, aunque árabe y sin conocimiento del griego, entendió la doctrina aristotélica mejor que muchos griegos. Según Averroes, la materia contiene en su esencia las dimensiones indeterminadas, lo que significa que estas se concretan en formas específicas conforme cambia la realidad natural. Plotino, por su parte, diferenciaba entre la materia de las cosas superiores y la de las inferiores: la primera, al contenerlo todo, no tiene en qué transformarse, mientras que la segunda, que está sujeta al tiempo y al cambio, se manifiesta de diversas maneras según las circunstancias.

A partir de esto, Teófilo sostiene que la materia nunca es informe en un sentido absoluto: en el plano superior, es simultáneamente todo lo que puede ser; en el plano inferior, lo es sucesivamente, a lo largo del tiempo. En el mundo eterno, todo acto de la materia se da de una vez y para siempre; en el mundo sensible, en cambio, la materia manifiesta sus potencialidades de forma gradual, a través del devenir temporal. Esto implica una concepción de la materia como una realidad en sí misma activa y fecunda, no como una mera posibilidad pasiva que espera recibir forma desde afuera.

Cuando Dicson señala que, de acuerdo con esta idea, la materia no sería un "prope nihil", es decir, un "casi nada", sino algo con poder y perfección, Teófilo lo confirma. No se debe entender la privación de formas en la materia como la privación de calor en el hielo o de luz en la oscuridad, sino más bien como la gestación de un ser en el vientre de una madre: la materia no es "vacía" de forma, sino que la contiene en potencia y la saca de sí misma. Es como la Tierra en la noche, que no pierde su capacidad de recibir la luz del Sol, sino que la recupera cuando es de día.

Dicson observa que incluso en el mundo sensible, el acto y la potencia coinciden en gran medida, lo que refuerza la idea de que la materia no es solo posibilidad, sino que ya contiene en sí misma su propia actualización. 

Dicson plantea una pregunta decisiva: si esta potencia de la materia en el mundo sensible fuera la misma que en el mundo inteligible, ¿qué sucedería? Teófilo responde que, en tal caso, uno se elevaría al concepto del alma del mundo, entendida como el acto y potencia de todo, presente en todas las cosas. Esto lleva a la conclusión fundamental de Teófilo: aunque en el universo hay individuos innumerables, todo es en realidad uno solo. Conocer esta unidad fundamental es el objetivo último de la filosofía natural, mientras que la contemplación que va más allá de la naturaleza —aquella que se eleva al nivel de lo trascendente— solo puede alcanzarse por la fe, sin la cual carece de sentido o valor.

Dicson afirmando que la luz sobrenatural es necesaria para acceder a ciertos conocimientos que trascienden la razón natural. Teófilo responde que aquellos que creen que todo es cuerpo y que la divinidad se encuentra solo en las cosas materiales y dentro del mundo infinito carecen de esa luz sobrenatural. Con esta observación, Bruno critica el materialismo extremo, aunque él mismo concibe una materia infinita y divina. Dicson entonces distingue la diferencia fundamental entre el teólogo creyente y el verdadero filósofo, lo que Teófilo confirma: la diferencia radica en la perspectiva, pero la comprensión filosófica sigue un camino paralelo a la contemplación religiosa.

Luego, Dicson señala una paradoja en la definición aristotélica de materia. La filosofía más común la describe como potencia pura, soporte de las formas y sin acto propio, pero en realidad, le otorga más importancia de lo que parece, ya que, según Aristóteles, las formas emergen desde dentro de la materia y no se imponen desde fuera. Esto implica que la materia contiene ya las formas en potencia y que la causa eficiente simplemente las actualiza. Teófilo aprovecha esta contradicción para cuestionar a Aristóteles: si las formas surgen de la materia, ¿por qué decir que la materia es "nada" y no más bien "todo" en potencia? Si fuera realmente una pura carencia de acto, recibiría las formas de afuera; pero si estas emergen de ella misma, entonces la materia las contiene todas, aunque en estado implícito.

Polimnio recuerda que Aristóteles y los peripatéticos enseñaban que las formas se extraen de la materia, no que se añaden a ella desde afuera, lo que refuerza la idea bruniana de que la materia no es una mera potencia pasiva, sino un principio dinámico que engendra todas las formas en su seno. Dicson añade que el acto explícito no es el modo principal de la actualidad, sino solo su manifestación externa, del mismo modo que la madera no se define por ser un lecho o una viga, sino por su capacidad de ser muchas cosas. Esto se alinea con la idea pitagórica, anaxagórica y democriteana de que las cosas surgen por separación y diferenciación de lo que ya estaba contenido en la materia, y no por adición externa.

En este punto, Bruno introduce un argumento teológico para reforzar su punto de vista: Moisés, en la Biblia, describe la creación como un proceso en el que la tierra y las aguas "producen" los seres vivos, lo que sugiere que la materia misma es el principio generador de la vida, en lugar de ser una sustancia pasiva sobre la que actúa una causa externa. De esta forma, la visión bruniana de la materia como naturaleza creadora y generatriz se encuentra en armonía con la idea de un principio divino inmanente.

Teófilo afirma que la materia no es un vacío sin forma, sino la madre de todas las cosas, la Naturaleza misma, una realidad divina y fecunda que engendra todas las formas de manera interna. En otras palabras, Teófilo está proponiendo un panteísmo cósmico, en el que la materia es el principio fundamental del universo, sin necesidad de un creador externo.

Teófilo critica la definición de Aristóteles sobre los principios y la permanencia de la forma en la materia. Señala que Aristóteles sostiene que la materia es pura potencia, pero nunca llega a estar en acto, ya que lo que cambia y cobra actualidad es el compuesto, no la materia misma. Argumenta que la materia no puede ser considerada potencia porque es inmutable y no se transforma, sino que es el soporte en el que ocurren los cambios. Así, refuta la idea aristotélica de que la materia es potencia en espera de la forma, ya que la materia permanece siempre la misma y no participa activamente en los cambios.

Polimnio pide a Teófilo que explique la apetencia de la materia, ya que ha tenido una discusión con Gervasio sobre este tema. Gervasio menciona que su interlocutor comparó la relación entre la materia y la forma con la de la mujer y el hombre, sugiriendo que la materia no es pasiva en la recepción de la forma.

Teófilo responde que la materia no puede apetecer la forma, puesto que las formas provienen de ella misma y, por lo tanto, ya las posee. Argumenta que la forma, al ser cambiante y perecedera, no puede conferir perfección a la materia, que es eterna. Además, sostiene que la materia conserva la forma y no al revés, lo que refuta la idea de que la materia necesite la forma para mantenerse. Por el contrario, afirma que es la forma la que depende de la materia para existir, ya que cuando se separa de ella deja de ser.

Para reforzar su argumento, Teófilo señala que la materia no solo no apetece las formas, sino que incluso podría decirse que las rechaza, pues constantemente cambia unas por otras. Así, desmonta la idea de que la materia tiene una inclinación natural hacia las formas y concluye que, si se acepta que las desea, con la misma lógica se debería aceptar que las aborrece.

Gervasio celebra la refutación de los argumentos de Polimnio y otros que comparten su punto de vista. Polimnio reacciona con cautela, y Dicias sugiere que han discutido lo suficiente por el día, posponiendo la conversación para la jornada siguiente. Teófilo se despide, cerrando el debate.


Quinto Diálogo

Sobre el Uno

Teófilo afirma que el Universo es único, infinito e inmóvil. Es un todo absoluto que no tiene principio ni fin, pues no existe nada fuera de él. No puede cambiar de lugar porque no hay otro espacio donde trasladarse, ni transformarse porque ya contiene todo el ser. Al ser infinito, no puede aumentar ni disminuir, y no está compuesto de partes distintas, pues cada parte del infinito es también infinito. En consecuencia, la distinción entre lo grande y lo pequeño, el tiempo y el instante, se disuelve en la inmensidad del Universo, donde todo es uno.

Este concepto de unidad implica que todas las cosas particulares dentro del Universo no son realmente distintas, sino meras modificaciones del mismo ser. La diferencia entre los seres no radica en su esencia, sino en su modo de existir. La multiplicidad que percibimos es solo una apariencia, ya que en el infinito no hay distinción real entre las partes. Por tanto, el Universo no solo es uno e inmóvil, sino que también en cada una de sus partes contiene el todo.

Dicson profundiza en esta idea, señalando que el Universo no está en un espacio que lo contenga, sino que él mismo es su propia totalidad. Los mundos que existen en el Universo no están en él como en un lugar separado, sino como partes de una totalidad indivisible. Así, aunque los cuerpos celestes se muevan entre sí, en relación con el Universo nada se mueve fuera de él, pues todo ocurre dentro de su propia unidad.

Se establece una comparación con el alma, que está en todo el cuerpo sin dividirse en partes. De la misma manera, el Universo es una sola sustancia infinita, en la cual las diferencias que observamos en los cuerpos son solo variaciones accidentales. La diversidad de formas y cambios no afectan la unidad del ser, ya que todo lo que se genera y corrompe es en realidad un cambio de estado, no de esencia.

Dicson concluye que el ser es uno, eterno e inmortal. La idea de la muerte o la corrupción es solo una transformación, como lo entendieron Pitágoras, Heráclito y otros filósofos naturales. Toda existencia está contenida en esta unidad universal, donde el acto y la potencia no se distinguen. El conocimiento de esta verdad es el encuentro con la sabiduría, y quienes no lo han comprendido han quedado atrapados en ilusiones lógicas y sofismas, como Aristóteles, que separó artificialmente el ser en múltiples categorías sin captar su verdadera unidad.

Naturaleza

Teófilo expone que el conocimiento y la producción de la naturaleza siguen la misma escala, pero en sentidos opuestos: la naturaleza desciende desde la unidad hacia la multiplicidad, mientras que el intelecto asciende desde la multiplicidad hasta la unidad. Los peripatéticos y algunos platónicos añaden a esta estructura un acto puro en un extremo y una potencia pura en el otro, mientras que otros, rechazando esta dualidad, funden ambos principios en una única realidad absoluta que es a la vez tinieblas y luz.

Para comprender la esencia de las cosas, el intelecto debe apartarse de la imaginación y utilizar figuras matemáticas como analogías. Pitágoras consideró los números como principios de las cosas, con la unidad como su base, mientras que Platón centró su sistema en las figuras geométricas. Sin embargo, Teófilo considera que la visión pitagórica es superior, ya que la unidad es la causa de la indivisibilidad y de la forma, mientras que la geometría depende del número. Platón, según Teófilo, priorizó su fama sobre la verdad, formulando su filosofía de un modo menos riguroso para parecer un maestro original en lugar de un discípulo de Pitágoras.

El proceso de conocimiento implica reducir la multiplicidad a la simplicidad. El intelecto busca la esencia mediante la simplificación, como ocurre al contraer un texto extenso en una idea simple. Cuanto más elevada es una inteligencia, menos elementos necesita para comprender. La mente divina, por ser absoluta, entiende todo en una sola idea. Así, el conocimiento es un proceso de unificación, mientras que la generación de las cosas es un despliegue de la unidad en la diversidad. Alcanzar la comprensión última implica llegar a la indivisibilidad del ser.

Los peripatéticos y platónicos organizan la realidad en niveles de generalidad, reduciendo múltiples individuos a especies y géneros, hasta alcanzar un único ser universal. Sin embargo, Teófilo critica que algunos solo conciben esta unidad como una idea lógica vacía, sin reconocerla como el fundamento real de todo lo existente.

Finalmente, explica que la sustancia es independiente del número y la medida, lo que significa que es indivisible en todas las cosas particulares. La particularidad de los individuos proviene de accidentes que los distinguen dentro de su especie, pero la sustancia en sí misma permanece única y sin división. Así, la multiplicidad de los seres no es más que una manifestación de accidentes que afectan a la esencia única y universal.

Para apoyarse de estos argumentos, Teófilo se ayuda con un dibujo.

Se plantea la pregunta sobre qué diferencia hay entre la línea recta y la curva cuando ambas se acercan a un mínimo absoluto. Se menciona al Cusano, quien defendía que en el infinito los opuestos se unen.

A partir de la figura, se analiza cómo los radios de un círculo y las líneas curvas pueden aproximarse a la recta en su máxima magnitud. Se señala que, a medida que un círculo crece, su curvatura se reduce y tiende a parecerse a una recta. Así, en el infinito, la diferencia entre línea recta y curva se desvanece, apoyando la idea de la coincidencia de los opuestos en un punto extremo.

En segundo lugar, se introduce el triángulo como la figura geométrica más fundamental dentro del ámbito de lo finito, ya que es la forma más simple que no puede descomponerse en figuras más básicas. A diferencia del cuadrilátero, que puede dividirse en triángulos, el triángulo se presenta como el fundamento de todas las cosas limitadas y configuradas. Este enfoque recuerda a la tradición filosófica platónica y neoplatónica, en la que las formas geométricas representan principios esenciales del orden y la estructura del mundo.

A continuación, se plantea la hipótesis de un triángulo infinito, dejando claro que lo infinito no puede tener figura en un sentido real, sino solo como un concepto hipotético. El argumento principal es que, aunque el triángulo crezca indefinidamente en tamaño, sus ángulos seguirán siendo los mismos que los de cualquier triángulo finito. Esto se debe a que en geometría euclidiana la suma de los ángulos internos de un triángulo siempre es 180°, sin importar su tamaño. La implicación metafísica de esta idea es que ciertas propiedades esenciales no cambian con la magnitud y que lo infinito puede estar presente en lo finito sin alterar su estructura fundamental.

Para ilustrar esta idea, el texto hace referencia a una figura geométrica: un cuadrado dividido en triángulos por su diagonal. En esta imagen, la diagonal genera varios triángulos dentro del cuadrado mayor, y si se añaden cuadrados internos (como en la figura con los cuadrados A, B y C), siguen apareciendo triángulos con ángulos idénticos. Esta igualdad en los ángulos muestra cómo ciertas propiedades geométricas permanecen inalteradas, sin importar la cantidad o disposición de las figuras. El argumento se utiliza como una analogía para explicar cómo lo infinito puede estar presente en lo finito sin perder su naturaleza esencial.

El punto final del argumento filosófico es que la única sustancia infinita puede estar en todas las cosas, pero de manera distinta según cada una de ellas. En algunas está finitamente, en otras infinitamente, y en mayor medida en unas que en otras. Esta idea resuena con la filosofía de Nicolás de Cusa, quien sostenía que Dios, siendo infinito, está presente en todas las cosas sin ser limitado por ellas. También se relaciona con el neoplatonismo, donde lo Uno o el Principio Supremo se manifiesta en distintos niveles de realidad sin perder su esencia.

En tercer lugar, se introduce el concepto de la inclinación de una línea perpendicular que, al moverse respecto de una línea fija, genera ángulos agudos y obtusos. En su estado inicial, la línea perpendicular forma ángulos rectos indistintos, pero conforme se inclina, surge la diferencia entre el ángulo agudo y el obtuso. Sin embargo, al alcanzar cierto punto de inclinación máxima, ambos ángulos desaparecen en la unidad de una misma línea. Esta imagen geométrica sirve para ilustrar cómo de un mismo principio indivisible pueden surgir opuestos, y cómo los extremos se reconcilian en su origen.

La argumentación se extiende a las cualidades naturales, afirmando que el principio del calor es indivisible y distinto de cualquier manifestación particular de calor o frío. Se plantea que el principio no es ni caliente ni frío, sino que es el fundamento de ambos, lo que explica la relación circular entre los contrarios. A partir de esta premisa, se sugiere que los cambios naturales obedecen a una continuidad entre opuestos, de modo que el mínimo de calor y el mínimo de frío son lo mismo, y que el máximo calor marca el inicio del movimiento hacia el frío. Este razonamiento se aplica a una amplia gama de fenómenos, como la corrupción y la generación, el amor y el odio, o la salud y la enfermedad, todos los cuales se presentan como aspectos de una misma realidad en diferentes estados.

Se enfatiza la idea de que los opuestos no solo están relacionados por contraste, sino que dependen de un mismo principio y pueden transformarse el uno en el otro. La referencia a la medicina refuerza esta tesis: el veneno, que representa la máxima peligrosidad, contiene también la clave para el antídoto, lo que implica que los elementos más peligrosos pueden ser los más beneficiosos en ciertas circunstancias. De la misma manera, los contrarios residen en la misma sustancia y son percibidos por el mismo sentido, lo que sugiere que la realidad última no está fragmentada en opuestos irreconciliables, sino que estos emergen de un mismo principio.

La conversación cambia entonces hacia la unidad, abordando la relación entre el todo y la singularidad. Se afirma que la unidad suprema no está sujeta a división numérica y que su naturaleza es implicante y comprensiva. Para ilustrarlo, se menciona la aritmética: la decena, la centena y el millar son todas unidades en distintos niveles de implicación. Aplicado a un nivel más abstracto, se argumenta que el bien supremo es una unidad que lo contiene todo, del mismo modo que la armonía perfecta no consiste en una sola nota, sino en la combinación de todas. Este principio se extiende a la percepción y el deseo: nos deleitamos en la totalidad de los colores más que en uno solo, en la armonía de los sonidos más que en una única nota, y en la comprensión del todo más que en una verdad aislada.

Conclusión

Es imprescindible considerar este texto para comprender el pensamiento de Giordano Bruno. Su concepción del infinito es otro punto de ruptura con la tradición. Bruno no solo postula un universo sin límites espaciales, sino que extiende esta infinitud a la estructura misma de la realidad, donde lo divino se encuentra en todas las cosas. Esta idea, que hoy podríamos asociar con un panteísmo radical, se opone a la visión cristiana tradicional de un Dios trascendente y separado del mundo. Para Bruno, la divinidad es inmanente, lo que lo acerca a Spinoza y a una concepción moderna de la naturaleza como totalidad viva y autorregulada.