Jean Bodin describe la familia, las corporaciones y las Repúblicas como comunidades que se diferencian por su grado de organización y propósito. La familia es una comunidad natural, mientras que las corporaciones y colegios son comunidades civiles que surgen de la necesidad de cooperación entre múltiples familias. La República, por su parte, es una comunidad gobernada con poder soberano, que puede incluir tanto familias como corporaciones y colegios. Estas estructuras, aunque distintas, se relacionan como las partes con el todo, y todas ellas contribuyen al orden social.
El origen de las corporaciones y colegios está en la familia, que históricamente se expandió a aldeas y ciudades. Inicialmente, las comunidades carecían de leyes, magistrados y soberanos, lo que generaba conflictos resueltos por la fuerza. Con el tiempo, los hombres se unieron para defenderse mutuamente, creando comunidades organizadas como cofradías y corporaciones. Estas asociaciones preservaron la amistad y solidaridad entre sus miembros, valores fundamentales para la convivencia y el desarrollo de las sociedades antes de la formación de las Repúblicas modernas.
Bodin destaca que las primeras corporaciones y colegios se instituyeron con fines religiosos o políticos. Los colegios políticos se organizaron para administrar justicia, distribuir cargos, regular el comercio, fomentar la educación e instrucción y proveer servicios esenciales para la República. Estas estructuras no solo atienden intereses internos, sino que también regulan el comportamiento de sus miembros y, en el caso de los colegios de jueces y magistrados, ejercen autoridad sobre otros colegios y sobre los ciudadanos sometidos a su jurisdicción.
El funcionamiento de las corporaciones y colegios está basado en la legitimidad otorgada por el soberano. No puede existir colegio sin el consentimiento del poder soberano, que establece las condiciones para su operación. La comunidad de un colegio requiere elementos comunes, como una asamblea, un síndico y recursos compartidos. Aunque los miembros tienen igualdad de derechos dentro del colegio, puede haber figuras designadas, como presidentes o abades, con autoridad sobre los demás. Sin embargo, estas figuras tienen un doble rol: son líderes en la práctica, pero miembros iguales en términos colegiales.
La toma de decisiones dentro de las corporaciones y colegios está sujeta al principio de mayoría. Las decisiones que afectan al conjunto requieren el consentimiento de la mayoría, aunque los estatutos pueden establecer condiciones especiales para decisiones más importantes. Las ordenanzas aprobadas por el colegio tienen fuerza vinculante, pero deben respetar los estatutos internos y las leyes de la República. Las reuniones colegiales, además, deben seguir procedimientos formales para garantizar su legitimidad.
Bodin argumenta que las corporaciones y colegios son esenciales para la estabilidad de la República. Estas instituciones fomentan la amistad y cooperación entre los ciudadanos, lo que constituye el fundamento de la sociedad. Aunque reconoce que las corporaciones mal organizadas pueden causar facciones y divisiones, insiste en que su supresión total sería más perjudicial. Incluso en casos de sectas o comunidades con intereses contrarios al Estado, su regulación es preferible a su existencia clandestina, que puede derivar en conspiraciones peligrosas.
Finalmente, Bodin concluye que las corporaciones y colegios son cruciales para mantener Estados populares y combatir las tiranías. Los tiranos buscan destruir estas instituciones porque su existencia refuerza la unión y la resistencia entre los súbditos. En cambio, los reyes justos se apoyan en los colegios y comunidades para fortalecer sus Estados. Estas instituciones permiten recaudar recursos, organizar la defensa y atender las necesidades del pueblo. Además, los Estados generales, donde los representantes de las comunidades se reúnen ante el soberano, ofrecen un espacio para quejas y peticiones que fortalecen el vínculo entre el pueblo y el príncipe. Así, las corporaciones y colegios no solo sostienen la estructura política, sino que también refuerzan la relación entre gobernantes y gobernados.
LIBRO CUARTO
Capítulo I: Del nacimiento, florecimiento, decadencia y caída de las repúblicas
Jean Bodin aborda el origen y la evolución de las Repúblicas, señalando que estas nacen de la multiplicación de familias, de la reunión de comunidades dispersas o de la fundación de colonias por otras Repúblicas. Una vez establecidas, las Repúblicas surgen por imposición violenta de los fuertes o por el consentimiento de los gobernados, quienes ceden su libertad bajo leyes o condiciones específicas. Si están bien fundadas, las Repúblicas crecen en poder hasta alcanzar un estado floreciente, pero, debido a la inestabilidad de las cosas humanas, eventualmente enfrentan su decadencia o destrucción, ya sea por peso interno o por la acción de enemigos externos.
El cambio en las Repúblicas se define como el traslado de la soberanía de un grupo a otro, ya sea del pueblo a un príncipe, de los poderosos a la plebe o viceversa. Estos cambios pueden ser voluntarios o necesarios, siendo los voluntarios más pacíficos. Por su parte, los cambios necesarios pueden ser naturales, como la vejez de un Estado, o violentos, como las transformaciones bruscas por conflictos internos o externos. Los cambios pueden derivar del bien al mal, o viceversa, dependiendo de las circunstancias internas y externas que los impulsen.
Bodin identifica seis tipos de cambios perfectos en las formas de gobierno: de monarquía a Estado popular, de Estado popular a monarquía, de monarquía a aristocracia, y las transformaciones inversas. También describe cambios imperfectos, que implican alteraciones dentro de una misma forma de gobierno, como el paso de un Estado real a uno tiránico. Estos cambios, aunque significativos, no representan transformaciones completas del sistema político.
El autor considera el estado floreciente de una República como el momento de menor imperfección, alcanzado cuando la República muestra estabilidad y grandeza. Sin embargo, advierte que este estado no equivale a la perfección absoluta, ya que ninguna acción humana lo alcanza. Las causas comunes de los cambios en las Repúblicas incluyen la falta de sucesores en la soberanía, la desigualdad económica, la ambición, la opresión, los conflictos religiosos y la corrupción moral. Estas dinámicas internas a menudo llevan a transformaciones drásticas, como el paso de un gobierno popular a uno aristocrático o monárquico.
La historia muestra que las Repúblicas suelen surgir de circunstancias conflictivas, como las monarquías establecidas tras la caída de gobiernos populares o aristocráticos. Bodin destaca que la concentración del poder en un único magistrado o capitán, especialmente en tiempos de guerra, facilita estas transiciones hacia formas monárquicas. En contraste, las Repúblicas bien organizadas distribuyen el poder para evitar la centralización, reduciendo el riesgo de tiranías.
Las transformaciones de Estados populares a aristocracias y viceversa se explican por factores como las derrotas militares o las victorias significativas. Mientras que las pérdidas fortalecen a las aristocracias, las victorias tienden a reforzar los Estados populares. Sin embargo, el autor subraya que la inestabilidad del populacho puede ser tanto su fuerza como su debilidad, ya que su entusiasmo en tiempos de éxito se convierte en vulnerabilidad ante la adversidad.
Bodin también destaca que los cambios en las Repúblicas pequeñas son más frecuentes y violentos que en las grandes, debido a su falta de equilibrio interno. Las divisiones entre ricos y pobres, virtuosos y corruptos, y los conflictos entre grupos geográficamente separados son fuentes comunes de sedición. En las Repúblicas grandes y poderosas, las provincias y regiones pueden sostenerse mutuamente, mientras que en las pequeñas la caída de una ciudad implica el colapso del Estado.
Por último, el autor sostiene que la estabilidad de una República depende de la solidez de sus leyes y de la cohesión de sus miembros. Una República bien fundada y unida puede resistir las adversidades, mientras que aquellas mal estructuradas sucumben rápidamente. Sin embargo, todas las Repúblicas están destinadas al cambio y a la eventual desaparición, siendo los cambios lentos y graduales más tolerables que los súbitos y violentos.
Capítulo II: Los cambios de la república y de las leyes no deben hacerse de modo súbito
Jean Bodin plantea que la conservación de las Repúblicas depende de la sabiduría y prudencia humanas, las cuales permiten prevenir su decadencia, incluso enfrentando influencias adversas como las astrológicas o las enfermedades sociales y políticas. Así como los médicos pueden modificar el curso de una enfermedad, los políticos sabios pueden identificar las causas de las crisis en las Repúblicas y aplicar remedios adecuados para preservarlas. Este proceso requiere observar los síntomas y actuar con prudencia, especialmente cuando los cambios en el Estado parecen inevitables, pero deben realizarse con cautela para evitar una ruina mayor.
Según Bodin, es fundamental conocer la naturaleza y los riesgos específicos de cada tipo de República, ya que intentar imponer leyes o estructuras propias de un sistema diferente puede conducir al desastre. Las leyes y las reformas deben adaptarse a las características de cada Estado y aplicarse gradualmente, evitando cambios súbitos que puedan generar inestabilidad. En este sentido, Bodin enfatiza que, aunque la necesidad puede exigir cambios en las leyes, estos deben implementarse con respeto por la tradición y con un ritmo que permita a la sociedad asimilarlos.
Además, Bodin destaca los peligros inherentes a los cambios radicales en el poder, especialmente en las monarquías, donde la estabilidad depende de la continuidad de las instituciones. Aconseja mantener a los servidores del régimen anterior tras la muerte de un rey, para evitar conflictos y garantizar la estabilidad. Por el contrario, en los Estados populares o aristocráticos, aunque no existe una figura soberana que muera, los riesgos persisten al reemplazar magistrados o modificar leyes impopulares. En todos los casos, Bodin aboga por proceder de manera gradual, tal como lo hace la naturaleza, que opera lentamente y sin interrupciones abruptas.
Finalmente, Bodin propone una regla general: cualquier reforma, por necesaria que sea, debe respetar el orden natural y realizarse sin forzar las estructuras existentes. Este enfoque garantiza que los cambios en las leyes o el gobierno no socaven los fundamentos mismos del Estado, asegurando así su longevidad y buen funcionamiento.
Capítulo III: Si es conveniente que los oficiales de una república sean perpetuos
Jean Bodin subraya que el objetivo principal de toda República es fomentar la virtud entre los ciudadanos, recompensándola con honores y dignidades accesibles a todos de manera equitativa. Instituir cargos públicos anuales favorece esta meta al mantener un flujo constante de oportunidades, evitando que los honores se concentren en unos pocos. La desigualdad, según Bodin, es la principal causa de las guerras civiles, mientras que la equidad fomenta la paz. Los cargos vitalicios, por el contrario, alimentan la envidia, los celos y las tensiones sociales al excluir a la mayoría de los ciudadanos de los beneficios públicos.
Bodin también destaca que la temporalidad de los cargos públicos permite una rendición de cuentas más efectiva. Magistrados anuales sienten la presión de ser evaluados por su desempeño, lo que incentiva una administración más honesta. Además, esta práctica facilita la renovación de ideas y evita que los funcionarios se aferren al poder. Sin embargo, advierte que un cambio constante también puede tener inconvenientes, como la falta de continuidad en los asuntos públicos, la inexperiencia de los nuevos funcionarios y la suspensión de proyectos en curso.
Por otro lado, Bodin reconoce las ventajas de ciertos cargos perpetuos, especialmente en monarquías, donde los súbditos no participan de la soberanía. El monarca debe regular la asignación y destitución de estos cargos, equilibrando entre nobles y plebeyos para evitar sediciones, y asegurándose de que aquellos menos capacitados sean asistidos por personas competentes. Asimismo, Bodin defiende la atribución de la justicia a corporaciones permanentes, pues su experiencia y estabilidad garantizan un mejor servicio y limitan el abuso de poder.
Finalmente, Bodin concluye que las reglas de administración deben adaptarse al tipo de República. Los Estados populares prosperan con una rotación constante de magistrados, preservando la igualdad y la participación ciudadana, mientras que las monarquías requieren estabilidad y continuidad en los cargos. En todos los casos, se debe buscar un término medio, evitando tanto la inamovilidad total como el cambio excesivo, y siempre privilegiando el bien común y la justicia como pilares del Estado.
Capítulo IV: si es conveniente que reine la concordia entre los oficiales
Jean Bodin enfatiza que la salud de la República depende de la unión entre los súbditos y su relación armoniosa con la autoridad central. La discordia entre los magistrados, quienes deben ser ejemplos de cohesión, puede provocar divisiones entre los ciudadanos, paralizando la administración pública y fomentando disensiones que derivan en guerras civiles. Las facciones en el poder no solo debilitan la actividad estatal, sino que también alimentan la ambición personal de los magistrados en detrimento del bienestar común. Un ejército con capitanes divididos no puede ser victorioso, al igual que un sistema judicial fragmentado no puede ofrecer justicia.
Sin embargo, Bodin también reconoce que un cierto grado de oposición entre los magistrados puede ser beneficioso. La rivalidad honesta motiva a los hombres a superarse, y en algunos casos, la resistencia de los magistrados virtuosos contra los deshonestos es necesaria para preservar el bien público. Así como el equilibrio del universo depende de las oposiciones naturales, las diferencias entre magistrados, cuando están controladas, pueden contribuir a la estabilidad de la República.
Para evitar que las disensiones se conviertan en conflictos perjudiciales, Bodin propone que los magistrados supremos sean en número impar, de modo que las decisiones puedan tomarse por mayoría, sin paralizar los asuntos públicos. En las monarquías, donde el príncipe actúa como árbitro supremo, estas querellas son menos preocupantes, ya que el soberano debe regular las discordias como un director que armoniza voces discordantes en una melodía placentera. En este equilibrio controlado de oposiciones, la República puede encontrar su fortaleza y prosperar.
Capítulo V: Si es conveniente que el príncipe juzgue a los súbditos y se mantenga en comunicación con ellos
Jean Bodin reflexiona sobre el papel del príncipe en la administración de justicia y su relación con los súbditos, destacando los efectos de su implicación directa o indirecta en el gobierno. Por un lado, señala que la participación activa del príncipe en la administración de justicia fortalece el vínculo entre soberano y súbditos, ya que estos se sienten valorados al ser vistos, oídos y juzgados directamente. Este contacto refuerza la confianza y el respeto hacia la figura del príncipe, ofreciendo un modelo virtuoso de liderazgo y autoridad. Sin embargo, Bodin advierte que el carácter humano del príncipe puede ser tanto una fortaleza como una debilidad. Sus virtudes, si son ejemplares, inspiran a la sociedad, pero sus vicios o defectos, incluso los más pequeños, pueden amplificarse a través de los cortesanos y corromper a la población.
Además, Bodin subraya que la excesiva familiaridad entre el príncipe y sus súbditos puede socavar su autoridad. La majestuosidad y el respeto necesarios para mantener la estabilidad del Estado dependen de una cierta distancia y gravedad en el trato del soberano. Aunque el amor de los súbditos hacia su príncipe es crucial para la cohesión del Estado, este amor debe ir acompañado de un temor reverencial, un equilibrio que evita tanto el desprecio como el odio.
El autor también advierte sobre los riesgos de que el príncipe asuma personalmente todas las tareas judiciales, pues ello no solo es incompatible con la majestad real, sino que puede resultar ineficaz. Bodin propone que la justicia sea administrada por magistrados capacitados, reservando el príncipe su intervención para casos excepcionales y de gran relevancia. Este enfoque asegura que el príncipe concentre sus esfuerzos en otorgar recompensas y gracias, fortaleciendo así el afecto de sus súbditos. Las condenas y castigos, que suelen ser odiosos, deben delegarse en los oficiales, preservando la imagen positiva del soberano.
En última instancia, Bodin aboga por una prudente separación de poderes y responsabilidades, donde el príncipe actúe como un modelo virtuoso y se involucre únicamente en asuntos de alta trascendencia. Esto no solo protege su reputación y autoridad, sino que también garantiza un gobierno eficaz y respetado. La clave para mantener la estabilidad de una monarquía, concluye, reside en la capacidad del príncipe para ser amado y evitar ser odiado, delegando sabiamente las tareas judiciales y administrativas mientras concentra su energía en la promoción del bien común.
Capítulo VI: Si en las facciones civiles el príncipe debe unirse a una de las partes y si el súbdito debe ser obligado a seguir una u otra, son los medios de remediar las sediciones
Jean Bodin analiza la problemática de las facciones y sediciones dentro de los Estados, destacando los peligros que representan para la estabilidad de cualquier tipo de régimen político, especialmente las monarquías y los Estados populares. Para prevenir estas divisiones, propone actuar con sabiduría y prudencia, buscando resolver las disputas antes de que escalen a conflictos mayores. Aunque reconoce que algunas sediciones pueden conducir a reformas positivas, subraya que sus efectos son mayormente perniciosos y dañinos para la unidad del Estado.
En cuanto al papel del soberano, Bodin argumenta que este debe mantenerse como un juez neutral y no involucrarse en los conflictos internos de sus súbditos, a menos que las facciones lo ataquen directamente o amenacen al Estado. En esos casos, el príncipe está obligado a actuar con firmeza, castigando a los líderes de las revueltas para evitar que estas se propaguen. Sin embargo, advierte que el uso excesivo de la fuerza puede generar resentimiento y provocar más rebeliones, por lo que recomienda un enfoque equilibrado, combinando autoridad y moderación.
Cuando las divisiones surgen por razones ajenas al soberano, como conflictos entre provincias o ciudades, Bodin aboga por la diplomacia y el diálogo para apaciguar los ánimos. Sugiere que las concesiones estratégicas y los gestos de buena voluntad pueden desactivar tensiones antes de que se conviertan en guerras civiles. Sin embargo, también advierte que no se debe ceder demasiado ante las pasiones irracionales del pueblo, ya que esto podría debilitar la autoridad del soberano y fomentar el desorden.
En el contexto de las guerras de religión, Bodin defiende la tolerancia como un medio para evitar la división y la violencia. Resalta ejemplos históricos, como el del emperador Teodosio y el rey de los turcos, quienes permitieron la coexistencia de diferentes credos sin recurrir a la fuerza. En su opinión, la imposición violenta de una religión solo alimenta el rechazo y el ateísmo, lo que a largo plazo socava la cohesión del Estado. Sostiene que el príncipe debe fomentar la verdadera religión a través del ejemplo y la educación, no mediante la coerción.
Finalmente, Bodin identifica varias causas de sedición, como la injusticia, la desigualdad económica y la impunidad de los delitos, y enfatiza la importancia de abordarlas para garantizar la paz social. También critica el abuso de la elocuencia por parte de oradores y predicadores que incitan a la rebelión, señalando que su influencia puede desatar conflictos devastadores. En suma, Bodin aboga por un liderazgo prudente y equilibrado, capaz de prevenir y resolver divisiones internas mientras protege la estabilidad y la unidad del Estado.
LIBRO V
Capítulo I: Procedimiento para adaptarla forma de la República a la diversidad de los hombres y el modo de conocer el natural de los pueblos
Jean Bodin explora la diversidad de características entre los pueblos y su impacto en la configuración y el gobierno de las Repúblicas. Argumenta que los Estados deben adaptarse a las particularidades de sus ciudadanos y el entorno natural, ya que ignorar estas diferencias puede llevar a la inestabilidad y destrucción. Según Bodin, las condiciones geográficas, climáticas y culturales influyen en las costumbres, temperamentos y habilidades de los pueblos, lo que determina sus fortalezas y debilidades en el ámbito político y social.
Bodin divide a los pueblos en tres grandes regiones climáticas: septentrional, central y meridional. Los pueblos del norte destacan por su fuerza física y vigor, aunque tienden a ser menos sofisticados en su pensamiento. En contraste, los pueblos del sur son ingeniosos y dados a la contemplación de las ciencias, pero también más susceptibles a los vicios y enfermedades. Los pueblos del centro, según Bodin, combinan fuerza y astucia, lo que los hace especialmente aptos para el gobierno, la creación de leyes y la construcción de imperios. A lo largo de la historia, las regiones centrales han sido cuna de grandes imperios y avances en leyes y ciencias políticas, mientras que los del norte han proporcionado ejércitos poderosos y los del sur, conocimientos filosóficos y científicos.
Las características naturales, como el clima, la altitud, la fertilidad del suelo y la cercanía al mar, también influyen en el carácter de los pueblos. Por ejemplo, los habitantes de montañas suelen ser fuertes y amantes de la libertad, mientras que los de valles fértiles tienden a ser más indulgentes y menos propensos al esfuerzo. Asimismo, los pueblos marítimos desarrollan mayor astucia debido a su participación en el comercio, y los habitantes de tierras estériles suelen ser más laboriosos y disciplinados por necesidad.
Bodin enfatiza que estas inclinaciones naturales no son absolutas ni determinantes, pero tienen un papel importante en la formación de las Repúblicas, sus leyes y costumbres. Además, señala que las leyes, la educación y las costumbres pueden transformar estas inclinaciones naturales, como lo demuestra el progreso de pueblos como los alemanes, quienes en tiempos de Tácito carecían de organización política pero posteriormente alcanzaron un alto nivel de desarrollo.
Por último, Bodin subraya que las diferencias entre los pueblos no son solo una cuestión de latitud, sino también de orientación geográfica, altitud y otros factores específicos del entorno. Estas variaciones explican, por ejemplo, por qué pueblos cercanos como atenienses y tebanos tenían temperamentos y costumbres tan diferentes. Concluye que, aunque las inclinaciones naturales de los pueblos no son inmutables, comprenderlas y adaptarse a ellas es fundamental para establecer y mantener un gobierno estable y próspero.
Capítulo II: Los medios de prevenir los cambios de las Repúblicas que provienen de la excesiva riqueza de unos y la pobreza extrema de otros
Jean Bodin identifica la desigualdad económica como una de las principales causas de sedición en las repúblicas. Argumenta que la acumulación de riqueza en manos de unos pocos y la pobreza extrema de la mayoría generan conflictos sociales que terminan en levantamientos. En la antigüedad, esta situación se veía agravada por la presencia de numerosos esclavos, quienes, tras comprar su libertad con ahorros o deudas, se encontraban en una pobreza extrema. Esto los llevaba a endeudarse más para sobrevivir, lo que finalmente desembocaba en revueltas contra los ricos, a quienes despojaban de sus propiedades y expulsaban de las ciudades para vivir a su manera.
Bodin retoma el pensamiento de Platón, quien consideraba la riqueza y la pobreza como "pestes" constantes para las repúblicas. Por ello, algunos legisladores antiguos intentaron promover la igualdad económica como medio para garantizar la paz y la amistad entre los ciudadanos. Bodin menciona la propuesta de Tomás Moro, quien en su obra Utopía abogaba por la abolición de la propiedad privada y la comunidad de bienes como única forma de alcanzar el bienestar colectivo. También señala el caso de Solón, quien eliminó las deudas y promulgó reformas para aliviar la pobreza, aunque sin lograr una igualdad completa.
Sin embargo, Bodin cuestiona la viabilidad de la igualdad absoluta, señalando que puede ser más perjudicial que beneficiosa. Argumenta que la confianza, base de la justicia y de las relaciones sociales, depende del cumplimiento de las promesas y contratos. Cuando se abolen deudas y se redistribuyen bienes de manera forzada, se genera desconfianza, lo que puede llevar a la desintegración del Estado. Asimismo, considera que repartir de manera igualitaria las tierras y propiedades heredadas es problemático, ya que fomenta envidia y conflictos entre iguales, lo cual puede derivar en desórdenes y guerras civiles.
En su análisis, Bodin defiende la existencia de ciertas desigualdades como fundamento de la estabilidad en las repúblicas. A su juicio, en contextos específicos, como la fundación de nuevas repúblicas, puede justificarse la división de bienes, pero siguiendo principios como los de la ley de Dios. Este modelo distribuía bienes de forma desigual pero equitativa, otorgando privilegios a los primogénitos y reservando derechos a ciertas familias, lo cual aseguraba el mantenimiento de estructuras sociales sólidas. Este sistema de prerrogativas y desigualdades mantenía la estabilidad de las familias y, con ello, la del Estado.
Finalmente, Bodin señala la acumulación de riquezas por parte de la Iglesia como un ejemplo de desigualdad que genera tensiones. Critica que, siendo una minoría en las repúblicas, la Iglesia poseyera enormes riquezas en forma de tierras, propiedades y rentas, sin estar sujeta a impuestos ni gravámenes. Esta concentración de recursos fue una de las causas de los conflictos sociales y políticos en Europa, aunque estos se justificaran bajo pretextos religiosos. La acumulación excesiva de bienes en manos de unos pocos, incluso en instituciones como la Iglesia, demuestra, según Bodin, los riesgos de una desigualdad desproporcionada que puede desestabilizar al Estado y generar sediciones.
Capítulo III: Recompensas y penas
Jean Bodin reflexiona sobre la importancia de las recompensas y las penas en la organización de las repúblicas, señalando que el descuido en su administración puede causar desórdenes, sediciones y guerras civiles. Según él, la raíz de estos problemas radica en el menosprecio de los buenos ciudadanos y la protección de los malos. Si bien las penas han sido extensamente tratadas en las leyes debido a la abundancia de vicios, las recompensas, esenciales para fomentar la virtud, han recibido menos atención. Los príncipes prudentes, advierte Bodin, suelen delegar la aplicación de penas a los magistrados, mientras se reservan la concesión de premios, pues esta estrategia les asegura el afecto de sus súbditos y evita el odio hacia su persona.
La forma de distribuir las recompensas varía según el tipo de república. En los estados populares, las recompensas suelen ser más honoríficas, ya que el pueblo, al preocuparse más por el provecho material, concede fácilmente los honores. En las monarquías, en cambio, los premios tienden a ser más provechosos que honoríficos, pues los príncipes prefieren limitar el prestigio de sus súbditos para evitar que aspiren a mayor poder. En las tiranías, este temor es extremo, y a menudo los gobernantes eliminan a los ciudadanos más ilustres por miedo a que representen una amenaza. Por otro lado, en los estados populares bien ordenados, el honor como recompensa motiva a los ciudadanos a actuar con virtud, especialmente en el ámbito militar, lo que explica por qué en estas repúblicas suele haber un mayor número de personas virtuosas.
Bodin subraya que el honor debe ser el resultado de la virtud, no su antecedente. Esta relación quedó simbolizada en la antigua Roma con el templo dedicado al honor y la virtud, cuya arquitectura exigía que se atravesara primero el espacio consagrado a la virtud antes de alcanzar el del honor. A través de ejemplos como los de Agripa, Fabricio y Cincinato, Bodin destaca que los romanos valoraban la virtud y el honor por encima de la riqueza, recompensando a los ciudadanos ejemplares con prestigio y reconocimiento, incluso cuando vivían en la pobreza.
El autor advierte del peligro de otorgar honores indiscriminadamente o de venderlos a cambio de dinero, ya que ello desvirtúa el valor del honor y abre la puerta a la corrupción. Quienes compran dignidades pierden el respeto hacia ellas, y el resultado es una república corroída por vicios e injusticias. Este problema, según Bodin, ha sido una de las mayores plagas de las repúblicas, y aunque algunos estados han intentado limitarlo mediante leyes, en muchos casos estas han sido anuladas, especialmente en monarquías donde la pobreza del soberano lo lleva a poner en venta los cargos públicos. Este comercio de dignidades degrada la justicia y la virtud, afectando gravemente al funcionamiento del Estado.
Bodin también expone que el príncipe debe ser cuidadoso en la concesión de recompensas. Es preferible recompensar a quienes lo merecen aunque no lo pidan, en lugar de ceder a los importunos. Las personas honorables valoran más un gesto sincero, como un reconocimiento o un trato amable, que una recompensa material. Sin embargo, también critica la idea de ser generoso sin discernimiento, ya que una liberalidad excesiva puede llevar al príncipe a la ruina y convertirlo en un tirano al tratar de recuperar lo que ha gastado.
Finalmente, Bodin propone que la distribución de recompensas y dignidades se realice con base en la justicia armónica, asignando responsabilidades según las capacidades y virtudes de cada individuo. El dinero debe destinarse a los más leales, las armas a los más valientes, y las posiciones de gobierno a los más sabios. Este sistema asegura que las recompensas refuercen los méritos y contribuyan al bienestar general de la república, evitando así que la corrupción y la desigualdad socaven su estabilidad.
Capítulo IV: Si es conveniente amar y aguerrir a los súbditos, fortificar las ciudades y mantener a al República en pie de guerra
Jean Bodin aborda el dilema sobre si es conveniente aguerrir a los súbditos y preferir la guerra a la paz, destacando los argumentos a favor y en contra. En primer lugar, Bodin presenta los beneficios de la paz como el estado ideal para una república bien ordenada. En este modelo, el rey obedece las leyes divinas y naturales, los súbditos están unidos en amistad y las virtudes florecen en un ambiente de tranquilidad. La guerra, en contraste, destruye este orden y propicia actos abominables como saqueos, asesinatos y violaciones, que son placenteros para los soldados pero detestables para las personas virtuosas. Por ello, concluye que debe evitarse aguerrir a los súbditos y buscar la guerra, salvo en casos de necesidad extrema, como la defensa frente a una agresión injusta.
Sin embargo, Bodin también expone argumentos que justifican la preparación para la guerra. Sostiene que las ciudades sin defensas, como murallas, son vulnerables a invasores, y que las comunidades se fundaron precisamente para proteger a sus miembros. Así, la fortificación y el entrenamiento militar son esenciales para garantizar la seguridad de los bienes y las vidas de los ciudadanos. Además, argumenta que el aguerrir a los súbditos fomenta el respeto por la ley y los magistrados, ya que un enemigo externo común puede unir a los ciudadanos y prevenir conflictos internos, como lo demuestra la historia de Roma. Según Bodin, un enemigo aguerrido refuerza la virtud en los súbditos, pues el temor al adversario actúa como un freno moral.
En cuanto al papel de la guerra en la política, Bodin señala que los líderes prudentes no deben desarmarse completamente, ya que la paz se sostiene mejor desde una posición de fuerza. Cita ejemplos históricos, como el de los romanos, quienes nunca pidieron la paz salvo en situaciones extremas, y concluye que el éxito en la guerra depende tanto de la virtud como de la preparación. Aconseja que los príncipes no deben esperar a que el enemigo ataque su territorio, sino que deben anticiparse a los peligros, siempre evaluando cuidadosamente los riesgos y beneficios de cada enfrentamiento. Esto requiere una estrategia que combine prudencia militar con recursos bien administrados.
Bodin advierte también sobre la separación de las funciones militares de otras actividades civiles, siguiendo el ejemplo de los romanos y griegos. Los soldados, al estar especializados en el arte de la guerra, deben permanecer apartados de la política y la justicia para evitar conflictos de interés y garantizar una obediencia ordenada dentro de la república. Además, considera que la fuerza militar debe estar compuesta por ciudadanos locales, evitando en lo posible la dependencia de tropas extranjeras, ya que estas últimas pueden convertirse en una amenaza para la soberanía del Estado.
En conclusión, Bodin propone que una república bien ordenada debe fortalecer sus fronteras, mantener un ejército entrenado y destinar recursos adecuados para el sustento y la recompensa de los soldados. Aboga por un sistema de entrenamiento continuo basado en modelos históricos como el de los romanos, y recomienda recompensar a los soldados distinguidos con privilegios y exenciones para fomentar la lealtad. Aunque reconoce los peligros de la guerra, subraya que la preparación para ella es esencial para la defensa y estabilidad de cualquier república, especialmente si está rodeada de vecinos ambiciosos. Este equilibrio entre la búsqueda de la paz y la preparación militar constituye, para Bodin, la clave de una república sólida y duradera.
Capítulo V: De la seguridad de las alianzas y tratados entre los príncipes