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martes, 14 de octubre de 2025

San Isidoro de Sevilla - Etimologías (Libro II: Sobre la retórica y la dialéctica)

En su monumental obra Etimologías, especialmente en el Libro II, dedicado a la retórica y la dialéctica, Isidoro sistematiza los conocimientos heredados del mundo clásico para ponerlos al servicio de la educación cristiana. Allí explica los fundamentos del arte de hablar y razonar correctamente, destacando la importancia del discurso persuasivo y del razonamiento lógico para la búsqueda de la verdad. Con este libro, Isidoro no solo preserva la herencia intelectual grecolatina, sino que la adapta a una visión cristiana del saber, convirtiéndose en una fuente esencial para toda la Edad Media.

ETIMOLOGÍAS

1. Sobre la retórica y su nombre

La retórica es el arte de hablar bien en los asuntos civiles, usando la elocuencia para persuadir sobre lo justo y lo bueno. Su nombre proviene del griego rhetoriké, derivado de rhetor, es decir, “orador”. Está estrechamente relacionada con la gramática, porque así como ésta enseña a hablar correctamente, la retórica enseña a exponer con elegancia y propiedad los conocimientos adquiridos.

2. Sobre los inventores del arte retórico

Los primeros maestros de la retórica fueron Gorgias, Aristóteles y Hermágoras. Luego pasó a Roma con Cicerón, Marco Antonio, Quintiliano y Tito Livio, quienes perfeccionaron el arte. Su finalidad es producir admiración y deleite en el oyente, dejando una impresión duradera en la memoria. De allí su importancia como instrumento del saber y de la formación del carácter.

3. Sobre el orador y las partes de la retórica

El orador es un hombre recto y experto en el arte de hablar. La retórica consta de cinco partes fundamentales:

  1. Invención – descubrimiento de los argumentos.

  2. Disposición – organización del discurso.

  3. Elocución – elección de las palabras y estilo.

  4. Memoria – retención del discurso.

  5. Pronunciación – modo de decirlo ante el público.

El objetivo del orador es persuadir. Su perfección depende de tres condiciones:

  • Naturaleza (cualidades innatas),

  • Doctrina (ciencia y conocimiento),

  • Práctica (ejercicio constante).

Solo quien une estas tres puede alcanzar la excelencia oratoria.

4. Sobre los tres tipos de procesos

San Isidoro distingue tres tipos de procesos retóricos:

  1. Deliberativo,

  2. Demostrativo,

  3. Judicial.

El deliberativo trata sobre lo útil o lo conveniente para el futuro: aconseja si algo debe hacerse o evitarse.

El demostrativo (o epidíctico) se centra en la alabanza o censura de una persona, destacando sus virtudes o defectos.

El judicial examina hechos pasados para condenar o absolver a alguien, juzgando si ha actuado con justicia o no.

El orador deliberativo busca persuadir sobre lo que es bueno o útil, motivado por la esperanza o el temor.

El demostrativo alaba o censura, mostrando lo que debe ser imitado o evitado.

El judicial aplica una sentencia de castigo o recompensa, refiriéndose siempre a un hecho ya realizado.

Además, San Isidoro aclara que el proceso deliberativo puede dividirse según el tema: lo honesto, lo útil o lo posible, y que la persuasión se dirige siempre a otro, no a uno mismo.

Por último, añade que el juicio oratorio debe considerar el delito no como algo individual, sino como un hecho que afecta a la comunidad entera, revelando así el carácter público y moral de la retórica judicial.

5. Sobre el doble estado de las causas

San Isidoro llama “estado” al núcleo o punto jurídico de una cuestión, es decir, al asunto que se debate en un proceso. Los griegos lo llamaban stasis, y los latinos, status o constitutio. Cada parte en una controversia adopta una posición, y de esa oposición surgen los estados de causa, que son principalmente racionales y legales.

Los estados racionales se originan en la conjetura, la definición, la traslación y la cualidad:

  • En la conjetural, se discute si un hecho ocurrió o no.

  • En la definitoria, se debate la naturaleza del hecho (qué clase de acción fue).

  • En la traslación, se cuestiona la competencia o jurisdicción del juez.

  • En la de cualidad, se analiza si el acto fue justo o injusto, es decir, si merece castigo o absolución.

Por su parte, los estados legales tratan sobre la letra y el espíritu de la ley, las leyes contrarias, la ambigüedad, la deducción o interpretación, y la precisión legal.

  • Letra y espíritu: cuando el texto de la ley parece decir algo distinto a la intención del legislador.

  • Leyes contrarias: cuando dos leyes se contradicen entre sí.

  • Ambigüedad: cuando la redacción permite más de una interpretación.

  • Deducción o interpretación: cuando se infiere un sentido no expresado literalmente.

  • Precisión legal: cuando se busca el sentido más estricto y literal.

Finalmente, Isidoro explica que los estados de causa suman dieciocho según la mayoría de los autores, aunque Cicerón llegó a enumerar diecinueve, incluyendo la traslación entre los estados racionales, aunque después la ubicó entre los legales.

6. Sobre la controversia tripartita

San Isidoro, siguiendo a Cicerón, explica que la controversia tripartita puede ser simple o compuesta:

  • Es simple cuando el planteamiento se reduce a una sola cuestión, como: “¿Declaramos la guerra a los corintios o no?”.

  • Es compuesta cuando incluye varias preguntas o comparaciones. Por ejemplo: “¿Qué hacer con Cartago: arrasarla, devolverla a los cartagineses o fundar una colonia?”.

En las comparaciones, la deliberación busca determinar qué opción es mejor o más útil, como cuando se debate si enviar tropas a Macedonia o mantenerlas en Italia para resistir a Aníbal.

7. Sobre las cuatro partes del discurso

La retórica se estructura en cuatro partes fundamentales:

  1. Exordio: capta la atención del oyente y busca predisponerlo con benevolencia.

  2. Narración: presenta los hechos de manera clara y concisa.

  3. Argumentación: demuestra la propia postura con pruebas y razonamientos, refutando la del adversario.

  4. Conclusión: resume el discurso y procura mover el ánimo del oyente hacia la aceptación de lo dicho.

San Isidoro resalta que el orador debe inspirar benevolencia, docilidad y atención en su audiencia; así, la retórica no es solo técnica, sino también arte de disposición moral y psicológica del oyente.

8. Sobre los cinco tipos de causas

San Isidoro distingue cinco tipos de causas retóricas:

  1. Honesta: aquella en la que el público se muestra favorable desde el inicio, sin necesidad de persuasión.

  2. Admirable: aquella que supera la comprensión común por su profundidad o grandeza, despertando asombro.

  3. Humilde: aquella que no logra captar la atención de los oyentes por ser demasiado simple o poco atractiva.

  4. Ambigua: cuando la cuestión en litigio es dudosa o fluctúa entre lo justo y lo injusto, generando vacilación entre simpatía y rechazo.

  5. Oscura: cuando el tema es tan complejo que el auditorio tarda en entenderlo o se confunde por su dificultad.


9. Sobre los silogismos

San Isidoro explica que el término “silogismo” proviene del griego syllogismós, que en latín se traduce como argumentatio, es decir, un razonamiento en el que se sigue una conclusión probable a partir de unas premisas. Un silogismo consta de tres partes:

  1. Una proposición mayor (principio general),

  2. Una premisa menor (caso particular),

  3. Y una conclusión (resultado lógico).

Ejemplo:

  • Premisa mayor: “Lo que es bueno no puede tener un uso torpe.”

  • Premisa menor: “El dinero tiene un uso torpe.”

  • Conclusión: “Luego el dinero no es bueno.”

El silogismo es la base del razonamiento dialéctico y retórico, y fue empleado tanto por filósofos como por teólogos, incluido San Pablo en sus epístolas.

San Isidoro distingue dos tipos principales de silogismos:

  • Inducción, que parte de casos particulares para llegar a una conclusión general.

  • Raciocinio o deducción, que parte de principios generales hacia conclusiones particulares.

Dentro de la inducción, identifica tres momentos: la proposición, la asunción (comparación o ejemplo) y la conclusión. Cuando se establece la semejanza entre los casos se habla de ilación inductiva.

También describe diversas formas retóricas del razonamiento:

  • Antífrasis, cuando se refuta o contrapone un argumento.

  • Enthymema o silogismo abreviado, en el que falta una de las premisas, típico del lenguaje persuasivo.

  • Sententia, que condensa en una máxima moral el resultado del razonamiento.

  • Ejemplum, que utiliza hechos o personajes históricos como argumento.

  • Comiunctio, que reúne varios razonamientos en una sola frase.

Finalmente, distingue tres tipos generales de razonamientos:

  1. Simple o completo, con sus tres miembros (premisa mayor, menor y conclusión).

  2. Imperfecto, cuando omite una parte (como el enthymema).

  3. Compuesto o tripartito, que agrupa varias conclusiones o comparaciones dentro de un mismo discurso.

10. Sobre la ley

San Isidoro define la ley como la organización del pueblo sancionada por los ancianos junto con la plebe, o bien como los edictos dictados por el emperador. Distingue entre ley y costumbre:

  • La ley es escrita y tiene carácter formal.

  • La costumbre es una práctica prolongada y no escrita, pero válida por su antigüedad y aceptación social.

Ambas, sin embargo, tienen valor jurídico: la costumbre adquiere fuerza de ley cuando se adopta por práctica constante y razonable. En cualquier caso, la razón es lo que da valor a la ley.

La verdadera ley debe fundarse en la razón, estar de acuerdo con la religión, fomentar la disciplina y buscar siempre el bien común. Por eso, la costumbre válida es aquella que concuerda con la ley y sirve a la comunidad.

Toda ley tiene tres posibles efectos:

  1. Permite (por ejemplo, “el hombre esforzado reciba recompensa”),

  2. Prohíbe (“no es lícito casarse con vírgenes consagradas”), o

  3. Castiga (“el asesino sufra pena de muerte”).

El objetivo de la ley es proteger la inocencia, reprimir la maldad y frenar la audacia delictiva mediante el temor a la sanción. Así, el miedo al castigo mantiene el orden social.

Finalmente, San Isidoro establece que la ley debe ser:

  • Honesta, justa y posible de cumplir,

  • Conforme con la naturaleza y las costumbres del pueblo,

  • Necesaria y útil al bien común,

  • Clara, para no inducir a error,

  • Y desinteresada, buscando el bien público antes que el beneficio privado.

11. Sobre la sentencia

San Isidoro define la sentencia como un aforismo impersonal, es decir, una expresión breve que encierra una verdad moral o práctica sin atribuirla a ninguna persona. Por ejemplo, cita a Terencio:

“Dos regalos engendran amigos; la verdad, en cambio, odios.”

Cuando a esta expresión se le añade el nombre de quien la pronuncia, deja de ser una sentencia y pasa a llamarse chria (chreia, en griego). Por ejemplo:

“Aquiles ofendió a Agamenón al decirle la verdad; Metrófanes ganó la amistad de Mitrídates gracias a sus favores.”

La diferencia entre ambos conceptos es clara:

  • La sentencia es general y sin sujeto personal.

  • La chria siempre incluye una persona concreta que realiza o dice la acción.

Así, si a una sentencia se le agrega un nombre, se convierte en chria; y si se elimina la referencia personal, vuelve a ser una sentencia.

12. Sobre la catasceva y la anasceva

San Isidoro distingue dos figuras retóricas opuestas:

  • Catasceva: la confirmación o defensa de algo que se afirma como verdadero.

  • Anasceva: la refutación o negación de lo afirmado, es decir, el intento de demostrar que algo no existió o no ocurrió.

Por ejemplo, afirmar la existencia de la Quimera sería una catasceva; mientras que negar su existencia sería una anasceva.

Ambas se diferencian de la tesis, ya que esta última no busca confirmar o refutar hechos pasados, sino deliberar o exhortar sobre cuestiones inciertas o morales.

San Isidoro explica que la anasceva se divide en dos grandes tipos:

  1. Inconveniente, que trata lo indecoroso (contrario a la dignidad) o lo inútil (sin provecho).

    • En palabras: cuando se atribuye a alguien algo indigno de su carácter, como acusar a Catón el Censor de incitar a la juventud al vicio.

    • En hechos: cuando se imputa una acción incompatible con la virtud, como el adulterio de Marte y Venus.

  2. Falsedad, que puede ser de tres tipos:

    • Increíble, por narrar algo fuera de toda probabilidad (como ver desde Sicilia una flota en África).

    • Imposible, cuando los hechos se contradicen lógicamente (como decir que Clodio murió tendiendo una trampa a Milón).

San Isidoro resume estas oposiciones en una gradación de lo verosímil y lo conveniente:

decoroso / indecoroso, útil / inútil, verosímil / inverosímil, posible / imposible, conveniente / inconveniente.

Finalmente, aconseja usar la anasceva cuando las fábulas o relatos míticos resultan moral o racionalmente inaceptables, a menos que se entienda que esconden un significado alegórico; por ejemplo, que Escila no fue un monstruo marino, sino una mujer cruel e inhospitalaria que vivía cerca del mar.

13. Sobre la prosopopeya

San Isidoro define la prosopopeya como una figura retórica que consiste en atribuir palabra y personalidad a seres inanimados o irracionales. Es un recurso mediante el cual se da voz a lo que, por naturaleza, no puede hablar.

Cita como ejemplo a Cicerón, cuando imagina que la patria se dirige a él para reprocharle o exhortarlo, transformándola así en un sujeto con voz y sentimientos.

Del mismo modo, en la retórica se hace hablar a montes, ríos o árboles, con el fin de intensificar el dramatismo y la fuerza expresiva del discurso. Este recurso, explica San Isidoro, es común en las tragedias y aún más frecuente en los discursos oratorios, donde sirve para conmover, persuadir o dar vida a conceptos abstractos mediante la imaginación poética.

14. Sobre la etopeya

La etopeya es la figura retórica mediante la cual se representan los sentimientos y actitudes de una persona según su edad, condición, carácter o estado emocional.
Consiste en imaginar a alguien hablando de acuerdo con su naturaleza y circunstancias.

Por ejemplo, un pirata debe expresarse con audacia y fiereza; una mujer, con suavidad y recato; un joven, con entusiasmo; un anciano, con gravedad. Del mismo modo, el tono de un soldado no será igual al de un filósofo.

San Isidoro insiste en que el orador debe considerar siempre quién habla, ante quién, sobre qué tema, en qué lugar y con qué intención, pues solo así podrá mantener la coherencia del discurso y lograr credibilidad.

15. Sobre los tipos de cuestiones

Existen dos tipos de cuestiones retóricas:

  1. Definida (hypothesis en griego, causa en latín): aquella que involucra personas y circunstancias concretas, como lugar, tiempo y motivo.

  2. Indefinida (thesis en griego, propositum en latín): aquella que no se refiere a sujetos ni situaciones particulares, sino que trata temas generales o universales.

En resumen, la tesis reflexiona sobre lo general (por ejemplo, “¿Debe castigarse la ingratitud?”), mientras que la causa aplica esa reflexión a un caso específico (por ejemplo, “¿Debe castigarse a este hombre por ingrato?”). La tesis, por tanto, se considera una parte de la causa.

16. Sobre la elocución

La elocución o modo de expresión debe adaptarse al tema, al lugar, al momento y al público. San Isidoro advierte que el orador no debe mezclar registros incompatibles:

  • Lo profano con lo religioso,

  • Lo ligero con lo grave,

  • Lo ridículo con lo trágico.

La buena elocución exige pureza lingüística y claridad: emplear palabras correctas, genuinas y acordes con el estilo propio del tiempo.
El buen orador no solo debe decir bien las cosas, sino también actuar conforme a lo que enseña, pues la palabra, para ser eficaz, debe ir acompañada del ejemplo.

17. Sobre los tres tipos de elocuencia

San Isidoro distingue tres estilos de elocuencia según la importancia del tema tratado:

  1. Humilde o sencillo, para asuntos de poca trascendencia.

  2. Moderado o medio, para temas de relevancia intermedia.

  3. Grandilocuente o sublime, para cuestiones elevadas y solemnes.

El principio rector es la adecuación del estilo al asunto:

  • Las cosas pequeñas se expresan con lenguaje simple y natural.

  • Las medianas, con tono equilibrado y noble.

  • Las grandes, con majestad y magnificencia.

Así, el orador no debe usar términos grandiosos para causas triviales, ni expresarse con ligereza cuando trata temas divinos o morales.
Incluso dentro de los asuntos importantes, el estilo debe variar según la intención:

  • Sencillo para enseñar,

  • Moderado para alabar o censurar,

  • Grandilocuente para conmover y convertir a los oyentes.

Cada tipo de elocuencia tiene su vocabulario propio:

  • Palabras adecuadas para el estilo simple,

  • Nobles para el medio,

  • Y elevadas para el sublime.

18. Sobre el cómma, el colón y el período

San Isidoro analiza la estructura de la oración en tres niveles rítmicos del discurso:

  1. Cómmata (commata): son pequeñas partes de la oración, breves unidades de sentido o pausa mínima.

  2. Cola (cola): son miembros completos, formados por la unión de varios cómmata, que ya expresan una idea con sentido.

  3. Período (periodus): es la frase completa, compuesta por varios cola, que culmina con una idea total y cerrada.

Ejemplo tomado de Cicerón (Pro Milone):

  • “Aunque temo, jueces” → un comma.

  • “Que resulte vergonzoso empezar la defensa de un hombre tan valiente” → otro comma.

  • Ambos forman un colón.

  • Finalmente, el período se completa con la frase: “Así los ojos van buscando la antigua costumbre de los juicios.”

San Isidoro añade que el período no debe ser demasiado largo, sino respirable en una sola aspiración, es decir, comprensible y rítmico en su conjunto.


19. Sobre los vicios que hay que evitar en las letras, palabras y sentencias

San Isidoro enseña que la expresión del orador debe ser pura y libre de defectos, tanto en el uso de las letras como en el de las palabras y frases.

  • En cuanto a las letras, debe cuidarse la combinación sonora, evitando choques entre vocales consecutivas, como en feminae Aegyptiae, que resulta desagradable al oído. La dicción mejora si se intercalan consonantes entre vocales.

  • Advierte también sobre la colisión de ciertas consonantes ásperas —la r, la s y la x—, que producen un sonido disonante cuando se juntan (ars studiorum, rex Xerxes, error Romuli).

  • Asimismo, recomienda evitar que la letra m aparezca entre dos vocales (verum enim), pues suena confusa y poco elegante.

En suma, la corrección formal del discurso comienza desde el nivel fonético, donde el ritmo y la armonía son tan importantes como el sentido.

20. Sobre las uniones de las palabras

El orador también debe evitar los vicios en la elección y combinación de las palabras, buscando siempre la propiedad y claridad.

  • El uso de palabras impropias se llama acyrología, y debe evitarse mediante el empleo de términos adecuados, aunque a veces se puedan usar metáforas o eufemismos, siempre que sean naturales y cercanos al significado real.

  • Los hipérbatos excesivos —alteraciones del orden lógico de la oración— pueden causar confusión; por tanto, deben moderarse.

  • También debe evitarse la ambigüedad o perissología, es decir, el exceso de palabras o circunloquios innecesarios que enturbian la claridad del discurso.

  • El vicio opuesto es la brevedad defectuosa, que elimina palabras necesarias y deja la expresión incompleta.

San Isidoro enumera los principales vicios retóricos que deben evitarse:

cacemphaton (disonancia de sonidos),
tautología (repetición inútil),
elipsis (omisión indebida),
acyrología (impropiedad),
macrología (exceso de palabras),
perissología (circunloquio innecesario),
pleonasmo (redundancia).

En contraste, la energía y el énfasis embellecen el discurso, elevando su tono mediante la forma expresiva, no por la cantidad de palabras. Cita como ejemplo la expresión:

“Encumbróse a la gloria de Escipión”,
o el verso de Virgilio:
“Se deslizaron por el cable echado desde arriba”,
donde el verbo “se deslizaron” sugiere movimiento y altura, mostrando la fuerza de la palabra justa.

San Isidoro concluye advirtiendo contra el error contrario: empequeñecer con palabras simples aquello que es grande por naturaleza, pues el lenguaje debe estar siempre a la altura de la idea que expresa.

21. Sobre las figuras, palabras y frases

Isidoro parte de una idea clave: la variedad del estilo evita la monotonía. Un discurso sin figuras resulta pesado y tedioso. Las figuras de palabras y de frases, en cambio, “elevan y embellecen la conversación”, porque estimulan la atención del oyente y alivian el esfuerzo del orador. De ahí que el arte de hablar bien requiera alternar estructuras y ritmos.

Estas figuras afectan directamente a la forma verbal del discurso:

  • Anadiplosis: repetición de la última palabra de una oración al comienzo de la siguiente. Ej.: “Vive. ¿Vive? Más aún: se atreve a venir al senado”.

  • Clímax o catena: gradación ascendente (“De la inocencia nace la dignidad; de la dignidad, el honor…”).

  • Antítesis: contraposición de ideas opuestas, que da relieve y equilibrio (“Aquí la honestidad, allá el estupro…”).

  • Sinonimia: repetición de una idea con diferentes palabras (“Nada realizas, nada emprendes, nada maquinas”).

  • Antanaclasis: uso de una misma palabra en sentidos distintos o contrarios (“No lo espero; te suplico que esperes”).

  • Antimetabolé: inversión de palabras que cambia el sentido (“No vivo para comer, sino como para vivir”).

  • Paradiástole: redefinir términos que parecen virtuosos, pero esconden vicios (“Sabio en vez de astuto”).

Estas figuras, además de ornamentales, sirven a la precisión semántica y al énfasis moral o argumentativo.

Afectan no solo a las palabras, sino al sentido de la oración completa o al modo de relacionarse con el público. Aquí Isidoro amplía enormemente la lista, mostrando su deuda con la Rhetorica ad Herennium y con Cicerón:

  • Sentencia: aforismo general (“Los regalos engendran amigos; la verdad, odios”).

  • Chria: sentencia atribuida a una persona (“Aquiles ofendió a Agamenón al decirle la verdad”).

  • Procatalepsis: anticipación de una objeción (“Si alguno de vosotros se admirara de que…”).

  • Aporía: fingida duda o vacilación (“No sé cómo decirlo…”).

  • Parresía: libertad valiente de expresión (“Maté, pero no a Espurio Melio…”).

  • Etopeya: poner en boca de otro un discurso o pensamiento (Cicerón hace hablar a Apio).

  • Prosopopeya: dar voz a seres inanimados o abstractos (“Si mi patria me hablara…”).

  • Ironía: decir lo contrario de lo que se quiere significar (“Catilina, amante de la república”).

  • Epimone: insistencia repetida de una idea (“¿A quién perdonó alguna vez? ¿A qué amistad fue fiel?”).

  • Peusis: soliloquio, cuando el orador dialoga consigo mismo.

  • Aposiopesis: interrupción súbita del discurso (“A éstos yo... pero ahora importa más apaciguar el oleaje”).

Isidoro también incluye figuras que muestran movimiento del pensamiento, como la energía (vivacidad descriptiva), la metátesis (traslado de la atención al pasado o futuro), o la anámnesis (recuerdo de algo fingido como olvidado).

22. Sobre la dialéctica

San Isidoro define la dialéctica como la disciplina que expone los fundamentos de las cosas, es decir, el arte que permite descubrir y exponer las razones de lo verdadero.
La llama también “lógica”, identificándola con la ars rationis, la facultad racional que enseña a definir correctamente, investigar con método y exponer con orden.
Por ello, dice Isidoro, la dialéctica sirve para distinguir lo verdadero de lo falso mediante la discusión, es decir, mediante el uso del razonamiento argumentativo.

Isidoro reconoce que los primeros filósofos —refiriéndose probablemente a los presocráticos y a Sócrates— usaron la dialéctica en su enseñanza, aunque de modo informal o empírico.
Fue Aristóteles quien, según él, le dio una forma científica y sistemática, estableciendo sus reglas y principios.

El término dialéctica proviene, según Isidoro, del griego διάλεκτος (dialektiké), relacionado con léktos, que significa “lo dicho” o “lo que puede ser expresado”.
Por eso, explica que la dialéctica trata de los enunciados del pensamiento, es decir, de las proposiciones mediante las cuales la razón se manifiesta.

Añade además una idea de orden didáctico:
la dialéctica sigue naturalmente a la retórica, porque ambas pertenecen al trivium (gramática, retórica y dialéctica) y comparten el estudio del lenguaje como instrumento del pensamiento.
Sin embargo, mientras la retórica se ocupa del uso del lenguaje para la persuasión, la dialéctica se orienta al uso del lenguaje para la verdad.

23. Sobre la diferencia entre la dialéctica y la retórica

Isidoro cita al erudito romano Marco Terencio Varrón, quien en su obra De disciplinis había comparado las dos artes con las dos formas de la mano humana:

“La dialéctica y la retórica son lo que en la mano del hombre el puño cerrado y la mano abierta:
la primera concentra las palabras; la segunda, las amplifica.”

Este símil es sumamente expresivo:

  • La dialéctica, como el puño cerrado, condensa el pensamiento y lo reduce a su núcleo esencial. Es el arte de razonar con precisión, definiendo y distinguiendo.

  • La retórica, como la mano abierta, expande el discurso, desplegando las ideas con elegancia y amplitud. Es el arte de comunicar y persuadir.


Isidoro desarrolla la distinción con un criterio doble: funcional y social.

  • Dialéctica: es más sutil, apta para la discusión intelectual y la búsqueda rigurosa de la verdad. Por eso pertenece al ámbito de las escuelas filosóficas, donde se entrena la razón mediante el debate racional.
    → Su meta es el conocimiento.
    → Su virtud es la claridad en el pensamiento.

  • Retórica: es más elocuente, orientada a la enseñanza pública, al discurso en la plaza o en el foro. Por eso su dominio es el ámbito civil y político, donde la palabra persuade a las multitudes o al tribunal.
    → Su meta es la persuasión.
    → Su virtud es el encanto del lenguaje.

Isidoro añade un matiz sociológico interesante:

“La dialéctica encuentra pocos seguidores; la retórica, en cambio, tiene incluso al pueblo bajo por oyente.”
Esto refleja la universalidad práctica de la retórica —más accesible y visible— frente a la exigencia intelectual de la dialéctica, reservada a los sabios y filósofos.

En el último párrafo, Isidoro alude al método habitual de los filósofos antiguos y cristianos:

“Antes de comenzar la exposición de la isagoge (prólogo o introducción), acostumbran los filósofos a formular la definición de la filosofía.”

Esto se refiere a la práctica, derivada de Porfirio y Boecio, de iniciar los tratados filosóficos con una definición general del saber que sirva de fundamento.

Así, antes de tratar la dialéctica y la retórica en detalle, Isidoro recuerda que toda enseñanza filosófica debe comenzar por definir su objeto, para después desarrollar con orden las materias que dependen de él. 

24. Sobre la filosofía

San Isidoro define la filosofía como el conocimiento de las cosas humanas y divinas acompañado del deseo de vivir una vida irreprochable. Con ello une, desde el comienzo, el saber con la moral: no basta con conocer, hay que vivir conforme a la verdad. La filosofía, dice, se compone de ciencia y de opinión. Hay ciencia cuando se conoce algo en su auténtico fundamento; hay opinión cuando la mente no puede llegar a una explicación definitiva. Ejemplos como el tamaño del sol, la forma de la luna o la posición de las estrellas muestran los límites del saber humano y la humildad que el filósofo debe conservar ante el misterio del mundo.

El propio nombre de la disciplina lo explica: en griego, philos significa amor y sophía sabiduría, de modo que la filosofía es el amor a la sabiduría. Es un camino, no una posesión. Este amor se concreta en tres ámbitos: la física o filosofía natural, que estudia la naturaleza; la ética o moral, que trata de las costumbres; y la lógica o racional, que busca la verdad en los principios y en los modos de razonar. Cada una corresponde a una dimensión del alma: el conocimiento de las cosas, la rectitud de la vida y el orden del pensamiento.

Isidoro ofrece además una breve historia de la filosofía. Tales de Mileto, uno de los siete sabios, fue el primero en dedicarse al estudio de la naturaleza, investigando los fundamentos del cielo y las propiedades de las cosas. Platón dividió esa física en las cuatro ciencias matemáticas —aritmética, geometría, música y astronomía—, mientras que Sócrates centró su atención en la ética, buscando la corrección de las costumbres y la vida honesta. A él se deben las virtudes del alma: prudencia, que distingue lo bueno de lo malo; fortaleza, que soporta las adversidades; templanza, que refrena los impulsos; y justicia, que da a cada uno lo suyo. Platón, por su parte, añadió la lógica, ciencia de la razón y del discurso, mediante la cual se profundiza racionalmente en los fundamentos del ser y de la acción.

Isidoro sostiene que las tres partes de la filosofía encuentran también su reflejo en la Sagrada Escritura. La física está en el Génesis y el Eclesiastés, que tratan de la naturaleza del mundo; la ética, en los Proverbios y otros libros sapienciales que enseñan el modo de vida; y la lógica, en el Cantar de los Cantares y los Evangelios, donde se busca y se expresa la verdad. De este modo, la filosofía no se opone a la fe, sino que la sirve y la ilumina.

Otros doctores, recuerda Isidoro, definieron la filosofía como el conocimiento probable de las cosas humanas y divinas en cuanto es posible al hombre; como el arte de las artes y la ciencia de las ciencias; o como la meditación sobre la muerte, definición que él considera la más propia del cristiano, pues el sabio, despreciando las vanidades del mundo, se prepara para la patria celestial. Esta última idea transforma el ideal antiguo de la filosofía como ejercicio intelectual en una preparación moral y espiritual para la eternidad.

Finalmente, Isidoro distingue dos grandes partes de la filosofía: la especulativa y la práctica. La especulativa se divide en tres ramas: la natural, que examina la naturaleza de las cosas creadas; la doctrinal, que estudia la cantidad abstracta mediante las ciencias del número, la forma y el movimiento (aritmética, geometría, música y astronomía); y la divina, que contempla la naturaleza de Dios y las criaturas espirituales. La práctica también se divide en tres: la moral, que regula la vida individual; la económica, que ordena la vida doméstica; y la civil, que rige la vida social y política. Así, el saber filosófico abarca todo: el cielo, la tierra y la conducta humana.

25. Sobre la Isagoge de Porfirio

San Isidoro introduce la Isagoge (Introducción) de Porfirio, texto fundamental en la enseñanza de la filosofía antigua y medieval, especialmente como prólogo al Organon de Aristóteles. La Isagoge servía como puerta de entrada al estudio lógico y ontológico, donde se explicaban las categorías y los principios básicos para definir las cosas. Isidoro la presenta como el primer ejercicio de todo aquel que se inicia en la filosofía, porque enseña el método por el cual se distingue y comprende la esencia de los seres.

El término griego isagoge significa precisamente “introducción”. Su finalidad, dice Isidoro, es exponer los fundamentos primeros de cualquier cosa mediante definiciones claras y sustanciales. El procedimiento consiste en partir de lo más general —el género— e ir descendiendo hacia lo más particular —la especie y lo propio—, separando cuidadosamente lo común de lo exclusivo. El ejemplo que da es el clásico: “El hombre es un animal racional, mortal, terreno, bípedo y capaz de reír”. Así, se va delimitando progresivamente la esencia humana: primero se lo incluye en el género animal, después se especifica que es terreno, no aéreo ni acuático; se añade la diferencia bípedo, que lo distingue de otros animales; se precisa que es racional, frente a los irracionales, y mortal, a diferencia de los ángeles. Finalmente, se incorpora lo propio del ser humano: su capacidad de reír, atributo que, según la tradición aristotélica, solo pertenece al hombre.

De este modo, Isidoro muestra cómo una definición perfecta debe reunir las notas esenciales que distinguen la naturaleza de una cosa. Aristóteles y Cicerón (Tulio) habían enseñado que toda definición científica debía formarse a partir del género y de la diferencia específica, porque solo así se llega a la comprensión de la esencia. Pero, con el tiempo, otros autores ampliaron el modelo e identificaron cinco elementos de la definición sustancial: el género, la especie, la diferencia, lo propio y el accidente.
El género es el conjunto general al que pertenece algo (animal).
La especie es lo que diferencia a un grupo dentro del género (hombre).
La diferencia señala los rasgos que distinguen esa especie de las demás (racional, mortal).
Lo propio es aquello que pertenece solo a ese ser (capaz de reír).
Y el accidente es lo que puede cambiar sin alterar su esencia (color, educación, tamaño).

Estos accidentes, advierte Isidoro, son mudables con el tiempo, mientras que la definición sustancial permanece. La forma completa, siguiendo su ejemplo, sería: “El hombre es un animal racional, mortal, capaz de reír y capaz del bien y del mal”. Aquí la última expresión introduce un matiz moral, que enlaza con la tradición cristiana: el ser humano, a diferencia de los demás vivientes, posee libertad y responsabilidad ética.

Al final del capítulo, Isidoro recuerda que la Isagoge fue traducida del griego al latín por Mario Victorino, y posteriormente Boecio escribió sobre ella un extenso comentario en cinco libros, que se convertiría en texto fundamental en las escuelas medievales. De hecho, el esquema de los “cinco predicables” (género, especie, diferencia, propio y accidente) se mantendrá como estructura lógica básica en toda la filosofía escolástica.

26. Sobre las categorías de Aristóteles

Siguiendo la tradición que va de Aristóteles a Boecio, Isidoro presenta este sistema como la base de toda comprensión racional de la realidad, porque mediante las categorías el entendimiento ordena y clasifica todo lo que puede decirse o concebirse.

Comienza explicando que las categorías, llamadas en latín praedicamenta, encierran todos los sentidos posibles de una palabra, es decir, los modos en que los términos se aplican a los seres. Distingue tres tipos: equívocas, unívocas y denominativas. Una palabra es equívoca cuando tiene un mismo nombre para realidades distintas, pero con definiciones diferentes —por ejemplo, “león”, que puede significar el animal, una figura pintada o la constelación—. Es unívoca cuando el nombre y la definición coinciden en distintos casos —como “vestidura”, que vale tanto para túnica como para capote—. Y es denominativa cuando un término se deriva de otro por analogía, como “bueno” de “bondad” o “malo” de “malicia”. Esta triple distinción es el punto de partida del análisis lógico, porque enseña cómo los nombres pueden expresar lo mismo, cosas distintas o propiedades derivadas.

A continuación, Isidoro enumera las diez categorías aristotélicas: sustancia, cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, situación, condición (o hábito), acción y pasión. Según él, todo cuanto el hombre puede concebir o decir cae bajo uno de estos diez modos del ser y del decir. La sustancia (ousía) ocupa el primer lugar, porque es aquello que existe por sí mismo, como “un hombre” o “un caballo”. A estas las llama “primeras sustancias”. Las “segundas sustancias”, en cambio, son las especies y géneros a las que pertenecen los individuos, como “hombre” o “animal”. La sustancia, dice Isidoro, “subsiste”, es decir, tiene existencia propia y es el soporte de todo lo demás. Las demás categorías son los accidentes, que dependen de la sustancia y en ella residen.

La cantidad indica medida o extensión, como largo o corto; la cualidad expresa el modo de ser, como blanco, negro, sabio o ignorante; la relación establece una correspondencia entre dos cosas, como padre e hijo, señor y siervo, que existen simultáneamente y no una sin la otra. El lugar indica la posición espacial (“en el foro”, “en la plaza”), y el tiempo señala el momento (“ayer”, “hoy”). La situación o situs proviene de positio, e indica la disposición del cuerpo, si está de pie, sentado o acostado. La condición o hábito deriva del verbo habere (“tener”), e incluye tanto posesiones materiales como cualidades internas: tener fuerza, tener ciencia, tener un vestido. La acción y la pasión representan los dos últimos modos: una se refiere al obrar (“yo escribo”) y la otra al padecer (“me escriben”).

Isidoro observa que estas diez categorías abarcan todo el ámbito de la realidad inteligible. De hecho, ofrece un ejemplo donde todas se incluyen en una sola oración: “Agustín, gran orador, hijo suyo, estando en el templo, hoy adornado, disputando se fatiga”. En ella se hallan la sustancia (“Agustín”), la cualidad (“gran orador”), la relación (“hijo suyo”), el lugar (“en el templo”), el tiempo (“hoy”), la situación (“estando”), el hábito (“adornado”), la acción (“disputando”) y la pasión (“se fatiga”). La sustancia, en este caso el sujeto, es el soporte de todas las demás determinaciones.

Para Isidoro, los accidentes no existen por sí mismos, sino en un sujeto que los sostiene; son, como dice, “cosas que se colocan encima de la sustancia”. De esta distinción fundamental entre sustancia y accidente nace la estructura ontológica y lógica del pensamiento clásico. Algunos accidentes —como la cantidad, la cualidad y la situación— son connaturales a la sustancia, pues no pueden existir sin ella; otros, como el lugar, el tiempo y el hábito, son externos o independientes; y algunos, como la relación, la acción y la pasión, son intermedios, ya que afectan tanto al sujeto como a lo que lo rodea.

Finalmente, Isidoro explica el motivo del nombre “categorías”: proviene de katēgorein, “afirmar o predicar”, porque no pueden conocerse sin referirse a un sujeto del que se predican. No se puede comprender qué es un hombre si no hay un hombre concreto que sirva de ejemplo. Con esta observación, vincula la teoría lógica con la experiencia sensible: las categorías no son meras abstracciones, sino modos de captar y expresar el ser real.

27. Sobre las Perihermeneias

San Isidoro de Sevilla resume el contenido del tratado Perihermeneias (Περὶ ἑρμηνείας, De interpretatione) de Aristóteles, una de las piezas fundamentales del Organon, es decir, del conjunto de obras lógicas del filósofo. El texto trata sobre la relación entre el pensamiento, el lenguaje y la verdad, mostrando cómo los signos verbales expresan los juicios que se forman en la mente. Isidoro presenta el tratado como una obra de enorme sutileza intelectual, hasta el punto de que la tradición —dice él— afirmaba que “Aristóteles mojaba la pluma en su inteligencia” al escribirlo.

Comienza señalando que todo lo que puede expresarse con una sola palabra pertenece a dos categorías fundamentales: el nombre y el verbo. Ambos son los instrumentos con los que la mente comunica lo que concibe, pues “toda elocución es la interpretación de lo pensado”. Con ello introduce una idea esencial de la lógica aristotélica: el lenguaje no es un simple conjunto de sonidos, sino la manifestación externa del pensamiento, un medio para hacer visible lo invisible del entendimiento.

El título griego Perihermeneias significa precisamente “acerca de la interpretación”. Aristóteles lo empleó para designar el estudio de las proposiciones y su estructura. En el lenguaje humano, la mente se expresa por medio de afirmaciones y negaciones, llamadas en griego katáphasis y apóphasis. Así, cuando decimos “el hombre corre”, formulamos una afirmación; cuando decimos “el hombre no corre”, expresamos una negación. En esta distinción entre afirmar y negar se encuentra el fundamento de toda lógica, porque de ella nacen la verdad y la falsedad, y, por tanto, el razonamiento.

Isidoro enumera las siete especies o elementos básicos que Aristóteles analiza en este tratado:

  1. el nombre,

  2. el verbo,

  3. la oración,

  4. el enunciado,

  5. la afirmación,

  6. la negación, y

  7. la contradicción.

El nombre es una palabra significativa por convención humana, sin referencia al tiempo y con sentido por sí sola, como “Sócrates”. El verbo, en cambio, implica siempre un tiempo —presente, pasado o futuro— y expresa una acción o estado referido a un sujeto, como “piensa” o “disputa”. La oración es una combinación de palabras que tiene significado completo, por ejemplo: “Sócrates disputa”. Pero no toda oración tiene valor lógico; solo la oración enunciativa o proposición es aquella que afirma o niega algo, como “Sócrates existe” o “Sócrates no existe”.

La afirmación se da cuando se predica algo de un sujeto, mientras que la negación excluye algo de él. La contradicción surge de la oposición entre ambas: si una es verdadera, la otra necesariamente es falsa. Por ejemplo, las proposiciones “Sócrates disputa” y “Sócrates no disputa” no pueden ser verdaderas al mismo tiempo. En esta observación sencilla se encuentra el principio lógico de no contradicción, base de toda deducción racional.

Isidoro no desarrolla aquí los análisis más técnicos del tratado, pero señala que Aristóteles los examina con precisión extrema, dividiendo y subdividiendo cada término. A su juicio, bastan las definiciones generales para los principiantes, pues quien quiera entender a fondo estas cuestiones debe acudir directamente a la obra del Estagirita. Sin embargo, destaca su utilidad práctica: las Perihermeneias son el fundamento de la Analítica, porque los silogismos —las formas de razonamiento— se construyen a partir de estas proposiciones afirmativas y negativas. Sin la claridad en la definición y oposición de los enunciados, no sería posible el razonamiento deductivo.

28. Sobre los silogismos dialécticos

San Isidoro aborda el tema de los silogismos dialécticos, es decir, el arte del razonamiento lógico tal como fue elaborado por Aristóteles y transmitido por los autores latinos, especialmente Boecio, Apuleyo y Mario Victorino. Con él se cierra la parte estrictamente lógica del Libro II de las Etimologías, donde Isidoro muestra cómo las reglas del pensar permiten distinguir lo verdadero de lo falso y refutar el error mediante argumentación correcta.

Explica primero que los silogismos dialécticos son los razonamientos que revelan la utilidad de la lógica, porque permiten alcanzar la verdad sin caer en engaños o sofismas. Su fin no es la disputa vacía, sino la búsqueda de la verdad por medio de conclusiones necesarias. Gracias a ellos, el adversario no puede sorprender con argumentos falsos, pues todo silogismo bien formado parte de premisas ordenadas y llega a una conclusión que se sigue de modo racional.

Isidoro distingue dos grandes tipos: los silogismos categóricos (o predicativos) y los hipotéticos (o condicionales). Los primeros afirman o niegan algo directamente; los segundos establecen relaciones condicionales (“si… entonces…”). Dentro de los categóricos, resume tres grandes figuras o fórmulas, cada una con varios modos de razonamiento, que se diferencian por el tipo de proposiciones que las componen (universales o particulares, afirmativas o negativas).

En los silogismos categóricos, explica que la primera figura es la más directa, porque de premisas universales se extraen conclusiones también universales. Por ejemplo: “Todo lo justo es honesto; todo lo honesto es bueno; luego todo lo justo es bueno”. Esta estructura corresponde al razonamiento perfecto de Aristóteles. Otras combinaciones permiten obtener conclusiones negativas o particulares, según cambien las premisas. Así, de una universal afirmativa y una universal negativa se obtiene una universal negativa (“Todo lo justo es honesto; nada honesto es torpe; luego nada justo es torpe”). O de una particular y una universal positivas, se infiere una particular positiva (“Algo justo es honesto; todo lo honesto es útil; luego algo justo es útil”). Cada modo muestra una variación formal del mismo principio: cuando las premisas son verdaderas y la forma es válida, la conclusión es necesariamente cierta.

La segunda figura agrupa cuatro modos en los que la conclusión suele ser negativa, ya que en ella la premisa media se coloca como predicado en ambas proposiciones. Por ejemplo: “Todo lo justo es honesto; nada torpe es honesto; luego nada torpe es justo.” Y la tercera figura, con seis modos, permite conclusiones particulares a partir de distintas combinaciones de proposiciones. Isidoro resume estos esquemas sin entrar en tecnicismos, pero muestra que la lógica aristotélica ya era conocida en su estructura completa dentro de las escuelas cristianas tardoantiguas.

A continuación, trata los silogismos hipotéticos, que expresan relaciones condicionales y disyuntivas. Estos tienen siete modos básicos, ilustrados con ejemplos muy sencillos:
— “Si es de día, hay luz; es de día; luego hay luz.”
— “Si es de día, hay luz; no hay luz; luego no es de día.”
— “No puede ser de día y no haber luz; es de día; luego hay luz.”
— “O es de día o es de noche; es de día; luego no es de noche.”
— “O es de día o es de noche; no es de noche; luego es de día.”
— “No puede ser de día y no haber luz; es de día; luego no es de noche.”
— “No puede ser de día y de noche; no es de noche; luego es de día.”

Estos ejemplos, aunque elementales, reflejan el paso de la lógica del juicio a la lógica de la consecuencia, es decir, a la deducción condicional. Isidoro recomienda leer a Mario Victorino, quien había escrito un tratado sobre los silogismos hipotéticos, como complemento práctico para quien desee comprenderlos con mayor amplitud.


29. Sobre la doctrina de las definiciones extraída del libro de Mario Victorino

San Isidoro resume la doctrina de las definiciones según el filósofo latino Mario Victorino, continuando su exposición del arte lógico. Si los capítulos anteriores trataban de las categorías, los enunciados y los silogismos, aquí se detiene en la definición, es decir, en el modo en que la razón determina con precisión qué es una cosa. Para Isidoro, definir es una de las tareas más nobles del entendimiento humano, pues solo quien puede dar razón de algo —decir qué es, cómo es y de qué está compuesto— ha alcanzado conocimiento verdadero.

Explica primero que la definición es una oración breve que expresa, con palabras apropiadas, la naturaleza de una cosa concreta, distinguiéndola de lo común a otras. Su finalidad es aislar lo esencial, lo que constituye la ousía (sustancia) del ser definido. Luego presenta una clasificación de quince tipos de definiciones, según el modelo que Victorino había derivado de la tradición aristotélico-escolástica. No todas son “definiciones” en sentido estricto —algunas son explicaciones, perífrasis o comparaciones—, pero todas sirven para aclarar la naturaleza de una cosa.

La primera y principal es la definición sustancial (ousiódes), la única que merece con propiedad tal nombre, pues explica la esencia de un ser. Así, “el hombre es un animal racional, mortal, capaz de sentimientos y de disciplina”: una fórmula que combina género y diferencia para llegar a lo que le es exclusivo. La segunda es la definición nocional (ennoematiké), que ofrece una idea aproximada, no la esencia: “El hombre es el ser que, por su razón, está por encima de los demás animales”. Aquí no se dice qué es el hombre, sino cómo obra; es una vía de acceso indirecto al conocimiento de su naturaleza.

La tercera es la definición cualitativa (poiótes), que describe la índole o capacidad de algo: “El hombre es el ser que usa la inteligencia y elige, por conocimiento, lo que debe hacer”. La cuarta es la definición descriptiva (hypographiké), más propia de la retórica que de la dialéctica, que define por medio de una descripción o perífrasis. Por ejemplo: “Lujurioso es quien busca manjares caros, ávido de placeres e inclinado a la lascivia”. Esta forma se utiliza para representar costumbres, vicios o virtudes.

La quinta es la definición por sinonimia o equivalencia verbal (katà antílexin), que explica una palabra mediante otra de igual significado: “Enmudecer es callar”, “término es fin”. La sexta, la definición por diferencia (katà diaphorán), aclara algo distinguiéndolo de lo que se le opone o se le asemeja: “El rey es moderado y justo; el tirano, impío y cruel”. La séptima, por metáfora o traslación (katà metaphorán), usa una imagen o analogía poética: “El litoral es el lugar donde se burlan las olas”. Puede emplearse con fines morales o estéticos, como observación, alegoría o censura: “Las riquezas son el largo viático de una vida corta”.

La octava definición es la negativa o por privación del contrario (katà aphairesin tou enantiou): “Bueno es lo que no es malo”, “justo es lo que no es injusto”. Sirve cuando lo opuesto ya es conocido, porque define por exclusión. La novena, por representación individual (katà hypotyposin), se aplica a personas concretas: “Eneas es hijo de Venus y de Anquises”. En este caso, la definición equivale a una presentación o retrato. La décima es por analogía (katà analogían): se aclara una cosa mediante una semejanza con otra mejor conocida, como cuando se dice: “El animal es como el hombre”, usando el ejemplo humano para ilustrar lo que se pregunta.

El undécimo tipo es por defecto o carencia de perfección (kat’ elleipes), que define algo incompleto mediante la alusión a lo que le falta: “Un tercio de as es aquello a lo que le faltan dos partes para ser un as entero”. El duodécimo es por alabanza o censura (katà epainon o psógon): “La ley es la mente y el consejo de la ciudad”; o, en tono opuesto, “La esclavitud es el peor de los males”. En ambos casos, la definición se convierte en juicio de valor. La decimotercera es relacional (katà to prós ti), que define algo en función de otro ser: “Padre es quien tiene un hijo”, “Señor es quien posee un esclavo”. La decimocuarta es por límite o extensión (katà tón hóron): “Género es aquello que abarca muchas partes; parte es aquello que está contenido en el género”. Y la decimoquinta es por causa o disposición de la cosa (katà aitiologían): “Día es el sol sobre las tierras; noche, el sol bajo las tierras”.

Tras enumerarlas, Isidoro aclara que todas estas formas de definición están relacionadas con los tópicos (Topica), porque sirven de punto de partida para los argumentos y son fuentes de razonamiento en la dialéctica. Definir correctamente es el primer paso para argumentar correctamente. La definición, en efecto, es la raíz de toda ciencia, porque delimita con precisión el objeto del conocimiento. Así, el arte de definir se convierte en el arte de pensar, y el pensamiento, en reflejo del orden con que Dios ha dispuesto las cosas.

30. Sobre los topicos

San Isidoro aborda la doctrina de los tópicos (topica), es decir, los “lugares comunes del razonamiento”, siguiendo la tradición de Aristóteles y Cicerón. El término tópico proviene del griego tópos, que significa “lugar”, y designa el sitio mental del que se extraen los argumentos. Así, el arte de los tópicos es la disciplina que enseña a encontrar argumentos, tanto en la filosofía como en la retórica y el derecho. En palabras de Isidoro, es el arte de hallar las razones que sustentan una afirmación o una refutación.

Comienza explicando que los tópicos se dividen en tres grandes clases, según el origen del argumento:

  1. los que se encuentran en la cosa misma de la que se trata;

  2. los que provienen de sus efectos o relaciones;

  3. los que se derivan de hechos exteriores al objeto.

De los argumentos que están “en la cosa misma”, algunos proceden del todo, otros de una parte, y otros de una característica. Por ejemplo, un argumento derivado del todo es aquel que usa la definición esencial: “La gloria es una fama ilustre ganada por grandes méritos”, dice Cicerón. Un argumento “de la parte” es aquel que se basa en un aspecto o acción particular: quien se defiende puede negar el hecho o alegar que lo hizo conforme a la ley. Y uno “de una característica” se apoya en un rasgo propio o distintivo, como cuando Cicerón ironiza sobre Pisón diciendo: “Yo buscaba un cónsul, pero hallé un capón”, jugando con el sentido vital de la palabra.

A continuación, Isidoro trata los argumentos derivados de los efectos, que son catorce. Son los lugares más fértiles para la invención dialéctica, y provienen de la analogía, el género, la especie, la semejanza, la diferencia, los contrarios, las consecuencias, los antecedentes, lo incompatible, la hipótesis, la causa, los efectos, la comparación y otros.

— El argumento de la analogía consiste en crear un nuevo sentido a partir de una relación verbal o conceptual: de “saltear” se forma “salteador”, o de “barrer” se dice metafóricamente que Verres “barrió la provincia”.
— El argumento del género generaliza a partir de un tipo: “La mujer siempre es voluble”, dice Virgilio, ejemplificando un juicio de género.
— El argumento de la especie hace lo contrario, aplicando una afirmación general a un caso particular, como en “el pastor frigio penetra en Lacedemonia”.
— El argumento de semejanza compara hechos análogos; el de diferencia, distingue lo que no puede equipararse: “No ves los caballos de Diomedes ni el carro de Aquiles”.
— El argumento de los contrarios contrapone ideas opuestas, como en Virgilio: “¿Pretendes que las naves hechas por mortales sean inmortales?”.
— Los argumentos de los consiguientes y de los antecedentes se basan en la relación causal: del primero, “No hay en nuestro espíritu tanta violencia, porque somos hombres vencidos”; del segundo, “Quien no vaciló en manifestar lo que pensaba, no dudó en actuar”.
— El argumento de lo incompatible demuestra por contradicción: “¿Cómo puede querer matarte quien ha recibido de ti los mayores honores?”.
— El hipotético considera lo que podría suceder a partir de un hecho dado, mientras que el de la causa se apoya en lo que suele suceder naturalmente: “Desconfío de ti, porque los esclavos suelen engañar”.
— El argumento del efecto muestra la consecuencia visible de una causa invisible: “El temor revela los espíritus cobardes”.
— Y el argumento por comparación establece un paralelismo entre personas o hechos: “Tú pudiste salvar a Eneas de los griegos; ¿y me reprochas que ayude a los rútulos?”.

Después de estos catorce, Isidoro expone la tercera gran clase: los argumentos externos o atéchnoi, literalmente “sin arte”. Estos no provienen del ingenio lógico, sino de pruebas concretas, especialmente el testimonio, que se basa en hechos reales y verificables. Distingue cinco tipos de testimonio:

  1. el de una persona íntegra;

  2. el de la naturaleza, que actúa como fuente de autoridad moral;

  3. el de las circunstancias temporales (edad, fortuna, ingenio, costumbre, necesidad, azar, etc.);

  4. el de los antepasados, basado en ejemplos históricos;

  5. y el de la tortura, considerado prueba forzada, pero aceptada en la jurisprudencia antigua.

Isidoro insiste en que no toda persona puede ser testigo válido: solo aquella que goza de crédito por su virtud y costumbres. De igual modo, recuerda que la naturaleza misma ofrece autoridad —por ejemplo, la evidencia de las causas naturales o la fuerza de la necesidad—, y que el ejemplo de los antiguos confiere peso moral al discurso. En todos estos casos, el testimonio tiene por finalidad persuadir.

Finalmente, concluye destacando el carácter universal del arte tópica: los tópicos son útiles para oradores, filósofos, poetas y juristas. Cuando se aplican a hechos concretos, sirven al derecho y a la retórica; cuando se formulan de manera general, pertenecen a la filosofía. Su valor, dice, es admirable, porque reúnen en un solo cuerpo “todo lo que la agudeza humana puede descubrir en la investigación intelectual”. En otras palabras, el sistema de los tópicos organiza el campo entero del pensamiento racional: cualquier razonamiento humano, si se examina con cuidado, puede remitirse a alguno de estos lugares de argumentación.

31. Sobre los opuestos

San Isidoro trata la doctrina aristotélica de los opuestos (antikeímena), es decir, de las formas fundamentales de contrariedad que pueden existir entre los seres, los conceptos o las proposiciones. Siguiendo a Aristóteles, explica que no todo lo que se opone es necesariamente contrario, aunque todos los contrarios sí se oponen. La oposición —dice— puede adoptar distintas formas, y conocerlas permite pensar con precisión, evitar confusiones lógicas y distinguir entre los modos en que la realidad se contrapone a sí misma.

Expone que existen cuatro géneros de contrarios (antikeimena), cada uno con su propia naturaleza.
El primer género es el de los contrarios propiamente tales, llamados por Cicerón distincta. Estos se oponen entre sí sin estar contenidos uno en el otro. Ejemplo clásico: sabiduría y necedad. Este tipo de oposición, dice Isidoro, puede presentarse de tres maneras:
— unas cosas poseen término medio entre los contrarios, como blanco y negro, entre los que se encuentra el color pálido o moreno;
— otras carecen de término medio, como salud y enfermedad, donde necesariamente se da una o la otra;
— y otras, aunque tienen un término medio, éste carece de nombre propio, como entre feliz e infeliz, cuyo punto medio sería no feliz.
Así, en el primer género la contrariedad se da en el orden de la cualidad, pero no siempre con la misma estructura.

El segundo género es el de los relativos, en los que los términos opuestos se refieren mutuamente. Se oponen no por naturaleza contraria, sino por correlación. Ejemplo: doble y simple, mayor y menor, padre e hijo. En estas oposiciones, uno de los términos implica necesariamente al otro: no puede existir “mayor” sin “menor”, ni “mitad” sin “doble”. En este caso —explica Isidoro— lo opuesto está de algún modo incluido en su oponente, pues el concepto de “medio” sólo tiene sentido en relación con el “doble”. Por el contrario, entre justicia e iniquidad no hay tal inclusión: la una no presupone a la otra, sino que la excluye por completo.

El tercer género de oposición es el de la privación y posesión (stéresis y héxis), que Cicerón traduce como “privatio”. Esta clase de oposición muestra la pérdida de algo que antes se tuvo o que, por naturaleza, se debería poseer. Tiene tres especies:
— “en la cosa”, como ceguera y visión;
— “en el lugar”, cuando se señala el órgano donde se da la privación, como en los ojos para la visión o la ceguera;
— y “en el momento oportuno”, cuando no puede hablarse propiamente de privación, porque aún no existía la posibilidad de poseer lo perdido, como cuando se dice que “un niño es desdentado”: no puede considerarse privado de dientes quien todavía no los ha tenido.
En este género, la oposición consiste en la carencia de una forma que, en otros, sería natural o debida.

El cuarto género de oposición es el de la afirmación y la negación, que constituye la forma más extrema y absoluta del contraste lógico. Ejemplo: “Sócrates expone” y “Sócrates no expone”. Aquí, los dos miembros no pueden existir simultáneamente ni admitir una tercera posición: es lo que los dialécticos llaman valde oppositum, la oposición pura, sin intermedio posible. En cambio, en los otros géneros sí puede darse un punto medio o un estado intermedio: entre blanco y negro, el pálido; entre mucho y poco, el mediano; entre visión y ceguera, el tracoma. Pero entre afirmar y negar no existe término medio posible: una proposición no puede ser verdadera y falsa a la vez.

Conclusión

El Libro II de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla ofrece una admirable síntesis del saber lógico y retórico heredado de la Antigüedad, adaptado al espíritu cristiano. En él, el autor muestra cómo la palabra —ya sea en su dimensión persuasiva (retórica) o racional (dialéctica)— constituye el instrumento por excelencia del pensamiento humano. Desde las figuras del discurso hasta los silogismos, las definiciones, los tópicos y los opuestos, Isidoro enseña que hablar y razonar correctamente no es solo un arte técnico, sino un camino hacia la verdad y la virtud. La retórica ordena el decir; la dialéctica, el pensar; y ambas, unidas, orientan la mente hacia el conocimiento de las cosas humanas y divinas, cumpliendo así el ideal de la filosofía como “amor a la sabiduría”.

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