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viernes, 24 de octubre de 2025

Plutarco - Moralia IX: Sobre la inteligencia de los animales

Plutarco nos invita a mirar de otro modo a los animales: no como seres irracionales, sino como compañeros que comparten con nosotros una forma de inteligencia y sensibilidad. En este texto, el filósofo se enfrenta a las ideas estoicas que negaban toda razón a las bestias y, con una mezcla de observación y poesía, nos muestra que su mente no está vacía, sino velada, “como un ojo con una visión débil y perturbada”. Así, su reflexión anticipa una defensa de la vida animal que sigue siendo profundamente actual, recordándonos que la frontera entre lo humano y lo animal es mucho más tenue de lo que solemos creer.


SOBRE LA INTELIGENCIA DE LOS ANIMALES

Personajes

Autóbulo: quien en la vida real sería el padre de Plutarco

Soclaro: quien en la vida real sería el hijo de Plutarco


Autóbulo es quien comienza hablando sobre lo influyente que pueden ser algunos hombres para que los jóvenes se alisten para ir a la guerra. Es tan así que los jóvenes han considerado la caza como una actividad tan importante que las demás se hacen secundarias. Incluso, hasta el mismo Autóbulo se vio en su juventud involucrado en la actividad de la caza. 

Soclaro le dice que aquello es cierto, y no solo eso, que además es digno de ver a los jóvenes realizando tal actividad; la habilidad y la audacia se enfrentan a la fuerza bruta. 

Sin embargo, Autóbulo rechaza que esto sea cierto, es más, sucede que lso hombres se vuelven más brutos e insensibles al probar el sabor de la matanza. Se divierten degollandolos y dándoles muerte. 

Plutarco nos da una analogía para comprenderlo. Durante el gobierno de los Treinta (404–403 a.C.), un régimen oligárquico instaurado tras la derrota de Atenas frente a Esparta, los primeros ajusticiamientos parecían “justificados”: se ejecutó a los delatores o a quienes habían traicionado al pueblo. Sin embargo, como señala Plutarco, esa lógica fue degenerando poco a poco, hasta que el grupo comenzó a matar incluso a ciudadanos justos y respetables, terminando por ejecutar a los mejores hombres de la ciudad.

Del mismo modo —dice— el primer cazador que mató a un oso o un lobo parecía hacer algo útil, incluso necesario para proteger a la comunidad. Luego se amplió la justificación a otros animales, hasta que se acabó matando y comiendo por placer, sin necesidad. Así como los tiranos cruzaron una frontera ética y ya no pudieron detenerse, los hombres, habituados al derramamiento de sangre, perdieron la capacidad de sentir compasión. Plutarco comienza a señalar lo progresivo que se vuelve la muerte por placer:

El primer hombre que enfrentó a un oso y lo mató fue objeto de alabanzas, fue algo útil. Luego se comeznó a sacrificar al buey o al cerdo para alimento de la familia. Posteriormente se comenzó a matar ciervos, liebres, gacelas, ovejas, perros, caballos, gansos y palomas no por uan cuestión de necesidad sino que por puro placer de degustar algo nuevo. 

En ese tiempo, solo los pitagóricos decidieron no comer carne y en consecuencia, no perseguir ningun animal con vistas a la compasión y a la humildad. 

Lo racional y lo irracional

Ambos discuten sobre temas del dialogo anterior que seguramente era lo relativo a si los animales son racionales o irracionales. Concluían en ese diálogo que eran racionales, pero si esto era así, ¿dónde está la irracionalidad? porque debe existir como cualquier contrario. Autóbulo le dice que la irracionalidad está en todos los seres que no tienen alma. Las cosas inertes, como las piedras o los metales, son verdaderamente irracionales porque no poseen vida ni sensación. En cambio, todo lo que tiene alma —es decir, todo ser vivo— participa en algún grado de racionalidad, pues el alma misma es el principio de la vida y del entendimiento. Plutarco parte, por tanto, de una metafísica de la plenitud natural: la naturaleza no está “mutilada”, no hay vacíos ontológicos; en cada nivel de la existencia hay una correspondencia equilibrada entre las potencias y sus privaciones.

Si en los seres animados toda su esencia implica sensibilidad e imaginación, sería absurdo dividirlos en una parte sensible y otra insensible. Por analogía, también lo es dividirlos en una parte racional y otra irracional. La sensibilidad, la memoria, la atención y el juicio no son propiedades separadas, sino manifestaciones continuas de la inteligencia natural que habita en los vivientes.

Plutarco sostiene que la naturaleza, que actúa siempre “por algo y con vistas a algo”, no dotó a los animales de sentidos simplemente para que sientan pasivamente, sino para que interpreten lo que perciben y actúen en consecuencia: eviten lo dañino, busquen lo provechoso, recuerden lo aprendido. En ese proceso, el animal ejerce algo análogo al razonamiento práctico: discrimina, recuerda, prevé y decide. Por tanto, donde hay sensación, hay también inteligencia, aunque sea de un tipo distinto al raciocinio abstracto humano.

Hay un filósofo llamado Estratón que dijo que es imposible que se de la sensación sin algo de pensamiento. Cuando leemos, hay muchas letras que pasan desapercibidas, o palabras que llegan a nuestros oídos pero escapan a nuestra atención. Sin embargo, la mente sí ha retenido aquellas palabras que se escapan cuando se recuerdan. Hay un dicho de Epicarmo:

''La mente ve y la mente escucha, lo demás es ciego y sordo''


Plutarco nos dice que por un momento imaginemos que la sensación no necesita del entendimiento en el caso del animal. En el momento que el animal tenga que distinguir entre lo que es hostil y lo que es familiar debería desaparecer. 

Ironiza sobre los filósofos que, con exceso de tecnicismo, repiten fórmulas vacías y definiciones abstractas sin verdadera comprensión. Al enumerar expresiones como “impulso antes del impulso” o “acción antes de la acción”, critica la pedantería de quienes se enredan en sutilezas lógicas y terminológicas, más preocupados por definiciones que por la experiencia viva del pensamiento. En este caso se refiere a los estoicos. 

Por lo demás, cuando se quiere ''amaestrar'' a un animal, se le castiga con la intención de que no lo vuelva a hacer. Se trata de inculcarle el arrepentimiento. Ridiculiza la forma de hablar que tienen los estoicos su forma de hablar, basada en el uso constante de expresiones como “por así decir”, que intentan suavizar o negar la evidencia de que los animales sienten y actúan con intención. Con tono sarcástico, Plutarco lleva esa lógica al absurdo: si se dice que los animales “por así decir” se irritan o temen, entonces también habría que decir que “por así decir” ven, escuchan o viven.

Soclaro está de acuerdo con Autóbulo en general, pero de todas maneras le señala que cuando se compara a hombres con animales, son claros todos los defectos que tienen y aún más, no persiguen la virtud, no la pueden obtener. 

Autóbulo le dice que tiene razón, pero no es menos cierto que el hombre tampoco alcanza la virtud como él quisiera, muchas veces le es tan inaccesible como le es al animal. Cuantos vicios pudo cometer Sócrates o Platón que no serían tan distintos como el de un esclavo. Por lo tanto, tanto los hombres como los animales entran en el mismo desafío de alcanzar la virtud, y en consecuencia, participan ambos de la racionalidad. 

Así como las aves y los animales difieren en su vuelo o en su visión, también lo hacen en su participación en la razón: algunos muestran valentía, sociabilidad o ternura, mientras otros manifiestan vicios como la crueldad o la codicia. Con ejemplos concretos —las cigüeñas que alimentan a sus padres, las palomas que cuidan los huevos y los pichones, o los linces y golondrinas que enseñan limpieza—, Plutarco demuestra que la virtud no es patrimonio exclusivo del ser humano. 

Si los animales no tuvieran inteligencia alguna —dice—, no podríamos afirmar que unos son más cobardes, valientes o prudentes que otros, del mismo modo que no decimos que un árbol sea más ignorante o un vegetal más temeroso. Solo se puede comparar en grado lo que existe en común. Por tanto, las diferencias morales o de conducta entre especies —como entre el ciervo y el león, o la oveja y el perro— prueban que todos poseen, en algún nivel, una facultad racional compartida

Soclaro le señala que con todo, es admirable las grandes diferencias que el hombre tiene con el animal.

Los animales, le responde Autóbulo, no carecen de racionalidad. Todo lo contrario, la tienen, pero de forma más débil que la de los humanos. Superan, eso sí, en muchas cosas a los seres humanos, pero no por eso estos ultimos son mejores. 

Soclaro expone el argumento clásico con el que los estoicos justificaban su posición: si se aceptara que los animales poseen razón, entonces habría que reconocerles derechos morales, y en consecuencia, cualquier uso humano de ellos sería injusto. Pero si, por otro lado, se sostiene que no tienen razón, entonces no pueden participar de la justicia, ni nosotros cometer injusticia contra ellos.

Sin embargo Autobulo le responde que así como el hombre debe actuar con justicia con otro porque participan de la justicia, y como habían resuelto el animal también, entonces de igual forma se le debe tratar con moderación y respeto a los animales, utilizándolos conforme a su naturaleza. 

Diálogo con los cazadores

Soclaro le avisa a Autobulo que ahí vienen los cazadores. En primer lugar, aparecen los cazadores terrestres: Eubíoto, Aristón (primo de Autobulo), Eácides, Aristótimo (hijo de Dionisio de Delfos) y Nicandro (hijo de Eutidamo). Ellos encarnan la defensa de los animales de tierra, que consideran más nobles y virtuosos, y estarán del lado de Aristótimo. Su grupo representa la experiencia del cazador tradicional, aquel que se enfrenta directamente con la fuerza y el coraje de los animales salvajes.

Luego entran los cazadores marinos, encabezados por Fédimo, acompañado de Heracleón de Mégara y Filóstrato de Eubea. Este grupo, dedicado a la pesca y a las tareas del mar, defiende la inteligencia de los animales marinos, mostrando su ingenio, adaptabilidad y estrategias de supervivencia.

Finalmente, aparece Óptato, llamado por Autobulo “el Tídida”, quien es descrito como alguien experimentado tanto en la caza terrestre como en la marítima. Su papel es el de juez o mediador imparcial, un observador que, lejos de los extremos, está dispuesto a escuchar y evaluar los argumentos de ambos bandos con ecuanimidad.

Animales marinos y terrestres

Aristótimo es el que empieza hablando de la caza.Decía que el mismo Platón señalaba que no se apoderase de los jóvenes el deseo de la caza matírima, pues los hombres no desarrollan tant fuerza y habildiad para cazarlos, en comparación a los animales terrestres que despiertan el riesgo, el peligro y la animosidad. Resulta mucho mejor ir a comprar animales del oceano que animales terrestres. 

Si bien lo que dice Autobulo es cierto en caunto en los animales hay interligencia, protección de los mismos, agradecimientos, rencor, entre otras cosas donde se muestra raciocinio, los animales marinos no lo hacen. Esto también incluye a los animales aéreos cuyo raciocinio también es significativo, y también a lso insectos como las arañas y su tela, las hormigas con su organización. 

Nos habla luego de la nobleza y hazaña de los elefantes, de los zorros y de los perros. De estos, la justicia también debe recaer y sería de crueles no cumplirla, pero con respecto a los animales marinos esto no sería posible. 

Sentido de la divinidad

Destaca especialmente el caso de las aves, cuya inteligencia y capacidad de respuesta les permite ser vehículo de los auspicios: movimientos, cantos o formaciones en el vuelo que los antiguos interpretaban como señales favorables o adversas. Por ello, Eurípides los llama “heraldos de los dioses” y Sócrates se consideraba “compañero de esclavitud de los cisnes”, expresión que refleja el respeto del filósofo hacia la sabiduría natural de los animales.

El pasaje también recuerda ejemplos históricos: reyes como Pirro o Antíoco se identificaban con aves majestuosas (águila, halcón), símbolos de fuerza y clarividencia, mientras que a los ignorantes se los compara con peces —animales silenciosos y sin visión del futuro—, lo que en el contexto del texto subraya su falta de razón y de relación con la divinidad.

Los animales terrestres y voladores son capaces de transmitir signos divinos, mientras que los marinos, mudos y ciegos, representan una existencia alejada del intelecto y del alma racional, confinada a una “región titánica y sin dioses”. Con ello, el autor reafirma su idea central: la naturaleza está llena de señales de inteligencia y de vínculo con lo divino, pero no todas las criaturas participan de esa comunicación en igual grado.

Defensa de los animales marinos

Uno de los interlocutores que estaba escuchando era Fédimo a quien Heracleón le dice que no frunza el ceño por lo dicho hasta ahora de los animales marinos. En consecuencia, por esta declaración sabemos que Fédimo defenderá a los animales marinos. 

En primer lugar, nos dice que es evidente que los animales terrestres tienen una inteligencia, es de suyo claro, pues así podemos verlo todos. Los animales terrestres, por su convivencia con los humanos, han adquirido rasgos civilizados: imitan comportamientos, aprenden y se domestican. La interacción con el hombre actúa como una suerte de “agua dulce” que mitiga su rudeza natural y despierta su inteligencia. 

Sin embargo, con los animales marinos no lo tenemos del todo claro pues no conocemos el mar en su totalidad y en efecto, no nos es siempre accesible para observar la conducta de los animales marinos. Los animales marinos —separados por su hábitat— viven aislados del trato humano y por eso conservan costumbres “autóctonas”, no por una naturaleza inferior, sino por la imposibilidad material de participar en esa convivencia.

Nos da ejemplos concretos para ilustrar cómo incluso los animales acuáticos pueden mostrar inteligencia y afecto si entran en contacto con el hombre. Menciona las anguilas sagradas de Aretusa, los peces que responden a su nombre, y la célebre morena del general Craso, cuya muerte causó su llanto. La respuesta irónica de Craso —“¿No es cierto que tú enterraste a tres esposas y no lloraste a ninguna?”— introduce un contraste satírico: a veces el animal recibe más afecto que los propios seres humanos, mostrando la sensibilidad moral que Plutarco quiere resaltar. Los cocodrilos egipcios sirven como ejemplo de animales que, pese a su ferocidad, reconocen la voz humana y cooperan con los sacerdotes en ritos sagrados, llegando incluso a permitir el contacto físico y el aseo de sus dientes.

Fédimo recoge una anécdota tradicional sobre el rey Ptolomeo —sin precisar cuál de los reyes homónimos— y el cocodrilo sagrado de Egipto. Según el relato, el rey invocó al animal sin obtener respuesta, y los sacerdotes interpretaron esa indiferencia como un mal presagio que anunciaba su muerte, lo cual se cumplió poco después. Este ejemplo sirve a Plutarco para demostrar que incluso los animales acuáticos, tradicionalmente considerados los menos racionales, pueden ser portadores de signos divinos y participar en los misterios de la adivinación.

Por lo demás, los animales marinos son difíciles de cazar. El hombre ha tenido que implementar una serie de instrumentos ingeniosos para poder atraparlos y aún así le cuesta mucho. 

La lubina, dice Plutarco, es “más valiente que el elefante” porque, al ser atrapada por el anzuelo, no se entrega a la desesperación ni espera la muerte, sino que lucha contra el instrumento del engaño. Se arranca el anzuelo con movimientos violentos, aunque ello implique dolor y desgarro. Es decir, prefiere sufrir y herirse antes que rendirse. En este acto, Plutarco ve una forma de virtus animalis, una valentía natural que recuerda al heroísmo humano: el coraje de quien soporta el dolor para recuperar la libertad.

En cambio, la zorra de mar representa la inteligencia flexible y la astucia. A diferencia de la lubina, evita el peligro desde el principio: sospecha del anzuelo y rara vez se acerca. Pero si es capturada, no se desespera: usa su propio cuerpo como instrumento de liberación, girándolo con tal elasticidad que se invierte —las partes interiores salen al exterior— hasta desprenderse del anzuelo. Este gesto, que parece casi imposible, simboliza para Plutarco la adaptabilidad y el ingenio vital.

Los peces no son mudos para la divinidad ni ciegos ante el porvenir, sino que también pueden servir como instrumentos de revelación. El episodio de los augurios en Sura (Licia), donde se practicaba una especie de “ictiomancia” observando los movimientos de los peces —sus huidas, persecuciones o juegos—, refuerza esta idea de una continuidad universal entre lo natural y lo divino.

Posteriormente, Fédimo nos habla de los escaros y las cabrillas. Son presentados como modelos de cooperación: cuando uno de ellos cae en una trampa o muerde un anzuelo, los demás acuden en su auxilio. Los escaros cortan el sedal a mordiscos o se dejan arrastrar para liberar al compañero; las cabrillas, por su parte, usan sus espinas dorsales como sierras para desgarrar la línea del pescador.

Los peces, que se creían insensibles o torpes, muestran comportamientos sociales que los animales de tierra —osos, leones, jabalíes o leopardos— no manifiestan siquiera en los espectáculos del anfiteatro, donde huyen unos de otros en vez de socorrerse. Esta comparación tiene un tono moral: el filósofo sugiere que la solidaridad y el sentido de comunidad, que solemos asociar a la humanidad, se encuentran también en criaturas consideradas inferiores, mientras que muchos hombres y bestias terrestres, supuestamente nobles, carecen de ese espíritu cooperativo.

Fédimo menciona, además, la historia de los elefantes que ayudan a sus compañeros caídos —relatada por el rey Juba de Mauritania—, pero la relativiza al calificarla de “extravagante y peregrina”.

El caso del erizo de mar es paradigmático: cuando percibe la cercanía de una tormenta o del oleaje, se cubre de piedrecillas que usa como lastre. Este acto revela no solo una reacción instintiva, sino una forma de cálculo y previsión que busca la estabilidad y la supervivencia. Plutarco lo interpreta como una especie de sabiduría natural, una inteligencia que actúa sin deliberación discursiva, pero con eficacia racional. Es, en el fondo, una manifestación del orden cósmico —el alma del mundo— que se expresa también en los animales.

Luego compara el vuelo triangular de las grullas —citado ya por Aristóteles como ejemplo de inteligencia colectiva— con el comportamiento de los peces frente a la corriente. Ellos nadan siempre contra el oleaje, no solo para avanzar, sino también para protegerse: si el agua los empujara por detrás, podría levantar sus escamas, exponer su piel y dañarlos. Su modo de enfrentar el mar con la cabeza demuestra una comprensión empírica de las causas físicas, una “prudencia natural” que, según Fédimo, se extiende a todas las especies marinas, excepto el esturión, cuyas escamas orientadas en sentido contrario lo eximen del riesgo.

Según Fédimo, el atún es tan sensible a los ciclos del sol —al solsticio y al equinoccio— que no necesita tablas astronómicas ni instrumentos de cálculo: conoce instintivamente el momento de permanecer en una zona y el momento de reanudar su migración. Donde lo sorprende el solsticio de invierno, allí se queda hasta el equinoccio, obedeciendo al orden del cosmos como si tuviera una ciencia innata de los tiempos.

Fédimo interpreta este comportamiento como una prueba de sabiduría natural, una forma de conocimiento empírico que no proviene del razonamiento discursivo, sino de la sintonía profunda del animal con los ritmos del universo. El atún, dice Fédimo, “puede instruir al hombre”, porque actúa conforme a la medida exacta de la naturaleza, sin error ni artificio.

Más adelante, Fédimo añade que los atunes poseen incluso una especie de matemática natural. Relata que, al nadar en grupo, forman cardúmenes perfectamente cúbicos, de seis lados iguales, de modo que quien observe la superficie del banco puede calcular su profundidad, ya que su altura, anchura y longitud guardan proporción exacta. Con esta observación, Fédimo sugiere que los peces conocen de algún modo las proporciones geométricas y que su organización colectiva obedece a principios numéricos semejantes a los que el pensamiento pitagórico atribuía a la armonía del cosmos.

También comenta que los atunes poseen visión desigual en sus ojos: ven mejor con uno que con otro, y por eso, cuando entran en el Mar Negro, se mantienen cerca de la orilla derecha, y cuando salen, junto a la contraria, confiando siempre la defensa de su cuerpo al ojo más fuerte. Fédimo interpreta esta conducta como un signo de prudencia y autoconocimiento: el animal sabe cuál es su punto débil y actúa con cautela.

Amistad en los animales marinos

Fédimo introduce aquí el ejemplo del cocodrilo y el chorlito, para demostrar que incluso entre las criaturas más feroces y salvajes se dan formas de cooperación y gratitud, signos inequívocos de logos y de vínculo moral. El cocodrilo, dice Fédimo, es el animal más intratable de cuantos habitan ríos, lagunas y mares, pero muestra un comportamiento admirable con el pequeño pájaro que lo asiste.

Relata que el chorlito vive en las orillas y marismas, y se alimenta de los restos que quedan entre los dientes del cocodrilo. Cuando el reptil duerme, el ave lo vigila: si aparece la mangosta, enemiga natural del cocodrilo, el chorlito lo despierta con gritos y picotazos. El cocodrilo, lejos de atacarlo, le permite introducirse en su boca abierta, confiando en él, mientras el ave recoge con su pico los restos de carne. Y cuando el cocodrilo desea cerrar la boca, le avisa suavemente inclinando el morro hacia adelante, esperando a que el chorlito se retire antes de cerrarla.

Para Fédimo, esta escena no es simple curiosidad natural, sino una lección moral y filosófica. En ella se ve reflejada la philia —la amistad—, virtud esencial del alma racional. El cocodrilo, símbolo de ferocidad, se muestra agradecido y manso ante su diminuto aliado; el chorlito, en cambio, actúa con lealtad y valentía, protegiendo a su compañero.

Fédimo introduce un segundo ejemplo igualmente asombroso: el del pez guía (pilot fish), que acompaña a los grandes cetáceos.

Fédimo explica que este “guía” es un pececillo pequeño, semejante a un gobio, cuya piel áspera recuerda a las plumas de un ave. Vive siempre junto a un gran cetáceo y nada delante de él, cumpliendo la función de orientarlo. Su tarea consiste en dirigir la marcha del animal enorme, indicándole el rumbo y evitando que encalle en bancos de arena, estrechos o lagunas donde podría quedar atrapado.

El cetáceo, por su parte, sigue a su diminuto compañero “como una nave al timón”, confiando plenamente en su orientación y modificando su rumbo según los movimientos del guía. Fédimo subraya la fidelidad mutua que une a ambos: el gigante marino reconoce a su pequeño compañero y jamás le hace daño, aunque todo lo demás —barcas, animales o piedras— que caiga en sus fauces desaparezca sin remedio.

Fédimo afirma haber presenciado este espectáculo cerca de Anticira, y menciona que, según se cuenta, en otra ocasión un cetáceo varado cerca de Buna produjo una peste al descomponerse —una observación que aporta verosimilitud empírica al relato, combinando mito y testimonio.

A continuación, Fédimo contrasta esta amistad genuina con otras “amistades” de conveniencia o hábito animal citadas por Aristóteles, como la de la zorra y la serpiente (unidas solo por su enemistad común contra el águila) o la de las avutardas y los caballos (que se acercan por interés, para alimentarse de sus excrementos). Para Fédimo, esas no son verdaderas amistades, sino asociaciones circunstanciales, carentes de afecto y reconocimiento mutuo.

Y va más allá: incluso las abejas y hormigas, aunque trabajan colectivamente, no manifiestan entre sí consideración ni interés individual; su cooperación es mecánica, no moral. En cambio, la relación del cetáceo y su guía revela un vínculo consciente, una confianza recíproca y una solidaridad afectiva que trascienden la pura utilidad.

Pez anthias

Fédimo comienza observando que muchos peces, al acercarse el momento de desovar, remontan los ríos o buscan lagunas de aguas tranquilas. Este comportamiento no es casual: responde a una comprensión natural de las condiciones favorables para la vida. Las aguas dulces y calmadas protegen a las crías del oleaje y de los depredadores, y así los peces garantizan la supervivencia de su descendencia. Este movimiento instintivo —dice Fédimo— revela una forma de previsión racional: una prudencia natural inscrita en el alma animal, que actúa con un propósito sabio sin necesidad de deliberación.

Destaca especialmente el caso del Ponto Euxino (Mar Negro), donde muchos peces eligen reproducirse porque allí casi no existen mamíferos marinos peligrosos, salvo algunas focas o pequeños delfines, y porque los numerosos ríos que desembocan en él suavizan la salinidad, creando un ambiente propicio para el desove. Fédimo subraya que este fenómeno demuestra la inteligencia adaptativa de los animales marinos, capaces de elegir el entorno más adecuado para perpetuar la vida.

A continuación, introduce el ejemplo del anthías, un pez que Homero llama “pez sagrado”. Fédimo examina las distintas interpretaciones del adjetivo “sagrado”: unos piensan que significa “importante” o “valioso”, otros que se refiere a “consagrado” o “dedicado a los dioses”. Algunos autores —como Eratóstenes— lo identifican con la dorada, otros con el esturión, pez raro y difícil de capturar, cuya pesca se celebra con coronas y fiestas.

Pero Fédimo se inclina por la interpretación más simbólica: el verdadero “pez sagrado” es el anthías, porque su sola presencia inspira confianza y seguridad tanto a hombres como a otras criaturas. Allí donde aparece un anthías —dice— no hay fieras ni animales dañinos; los pescadores de esponjas se sumergen sin temor, y los demás peces desovan tranquilos, confiando en él como si fuera garante de su integridad.

Fédimo reconoce que es difícil explicar la causa exacta de este fenómeno. Tal vez las fieras huyen del anthías como los elefantes rehúyen al cerdo o los leones al canto del gallo; o quizá el anthías reconoce por ciertos signos que un lugar está libre de peligros y actúa en consecuencia, demostrando memoria e inteligencia.

Sociabilidad en los animales

Fédimo comienza señalando que en muchas especies los progenitores comparten el cuidado de la descendencia. A diferencia del prejuicio de que los peces devoran a sus crías, él sostiene —siguiendo a Aristóteles— que los machos, lejos de destruir la prole, asisten al parto y protegen los huevos. En algunas especies, explica, los machos acompañan a las hembras y van fecundando los huevos progresivamente, rociándolos con su esperma, porque si no lo hacen de ese modo, las crías nacerían pequeñas, imperfectas o débiles. Esta cooperación entre macho y hembra expresa una forma de previsión y colaboración racional, una armonía entre los sexos guiada por el instinto del bien común de la especie.

Luego, Fédimo menciona a los fices, peces que construyen nidos con algas y envuelven sus huevos en ellos para protegerlos del oleaje. Este gesto, análogo al del ave que fabrica su nido, es una manifestación de técnica natural (techné physeos), prueba de que la naturaleza dotó a todos los seres de ingenio para conservar la vida.

A continuación, presenta el caso de la zorra de mar cuya ternura por sus crías —dice Fédimo— “no tiene nada que envidiar a la del más doméstico de los animales”. Este animal, afirma, cría a su prole dentro de sí misma, manteniéndola en su interior hasta que crece lo suficiente. Luego las libera para que naden cerca de ella, pero si percibe peligro, las vuelve a acoger dentro de su cuerpo por la boca, ofreciéndose como refugio, alimento y morada viva. Esta descripción, aunque basada en observaciones confusas (pues los escualos son ovovivíparos), sirve a Fédimo como símbolo de amor maternal y cuidado racional: el cuerpo del animal se convierte en casa, cuna y escuela de la vida.

Finalmente, Fédimo elogia la sabiduría de la tortuga marina. Relata cómo sale del mar para poner sus huevos en la playa, elige con cuidado la arena más blanda, los entierra, y después de cubrirlos deja marcas para recordar el sitio. Aunque no puede incubarlos, regresa cuarenta días después, cuando los huevos están listos para eclosionar, y los desentierra con alegría, reconociendo sus propios huevos como un tesoro personal.

En cada uno de estos ejemplos —los peces que protegen sus huevos, la zorra de mar que guarda a sus crías, la tortuga que recuerda y vuelve al nido—, Fédimo revela la presencia de la razón natural, de la memoria y del amor consciente. No son movimientos ciegos del instinto, sino actos que implican previsión, reconocimiento y cuidado, cualidades que Plutarco considera propias de la psiqué racional.

El alción

Fédimo invoca aquí a Posidón, el dios del mar, en un gesto solemne y reverente, para celebrar al que considera el más sabio y divino de los animales marinos: el alción (el martín pescador o halcyon).

Fédimo comienza confesando, con ironía y modestia, que casi habría cometido una falta imperdonable si, después de hablar de focas y ranas, hubiese olvidado al más noble de los seres del mar. A partir de allí, desarrolla una exaltación lírica de este animal, que se convierte en símbolo de sabiduría, amor, armonía y gracia divina.

Primero, elogia sus virtudes comparándolas con las de otros animales: ningún ruiseñor iguala su canto, ninguna golondrina su ternura maternal, ninguna paloma su fidelidad conyugal, y ninguna abeja su destreza laboriosa. Es decir, en el alción confluyen todas las excelencias que en los otros seres están repartidas.

Después, Fédimo recuerda el favor de los dioses hacia este pájaro. Relata el mito según el cual, cuando el alción hembra da a luz —en pleno solsticio de invierno—, Posidón calma las aguas durante siete días y siete noches, para permitirle anidar y criar a sus polluelos sin peligro. A este período los antiguos llamaban los “días del alción”, símbolo de paz y serenidad en medio del invierno. Así, el alción se convierte en imagen de la armonía cósmica, del mar apaciguado por la divinidad para proteger la vida. Por eso, dice Fédimo, los hombres lo aman: gracias a él pueden navegar seguros incluso en la estación más tempestuosa del año.

Luego pasa a la esfera moral y afectiva. Fédimo describe al alción como modelo de amor conyugal y fidelidad perfecta: no busca al macho solo por deseo, sino que vive con él todo el año, unida por una afección estable y pura, semejante a la de una esposa fiel. Su virtud no es carnal, sino espiritual. Y cuando el macho envejece y se debilita, la hembra lo cuida, lo alimenta y lo transporta sobre sus espaldas, sin abandonarlo jamás, acompañándolo hasta la muerte.

Fédimo dice que, apenas la hembra del alción se da cuenta de que está preñada, se dedica a fabricar su nido, pero no con barro como las golondrinas, ni utilizando varias partes del cuerpo como las abejas. Ella solo usa una herramienta: su pico. Con este único instrumento es capaz de construir una estructura asombrosa —una especie de barco— hecha con las espinas del pez aguja, que entrelaza y ajusta como una tejedora que pasa la urdimbre en el telar. El resultado es un nido redondeado y oblongo, semejante a una nasa de pescador, sólido, ligero y perfectamente ensamblado.

Después, Fédimo explica que la hembra coloca el nido en la orilla donde rompen las olas. Allí el mar actúa como maestro: con su movimiento, le muestra las partes débiles que necesita reforzar. La hembra observa, corrige y consolida las uniones hasta que logra una estructura tan resistente que ni el hierro ni la piedra pueden romperla o perforarla. Además, el interior está diseñado con una precisión admirable: la cavidad solo admite al ave propietaria y queda completamente cerrada para los demás, incluso para el agua del mar.

Fédimo, maravillado, declara haber visto y tocado él mismo uno de estos nidos. Entonces, movido por la contemplación del arte natural, recuerda un célebre verso sobre el altar de cuerno de Apolo en Delos —una de las siete maravillas antiguas—, ensamblado sin pegamento, igual que el nido del alción. La comparación tiene un valor simbólico: así como el altar sagrado fue obra de sabiduría divina, también el nido del alción es una obra de arte natural, expresión de la inteligencia cósmica que habita en los animales.

Invoca a Apolo, dios músico y protector de las islas, para que reciba con benevolencia el canto que celebra a esta “sirena marina”, símbolo de armonía entre el arte, la naturaleza y lo divino. La mención final a Afrodita, que considera sagrados a los animales marinos, refuerza el sentido teológico del pasaje: el alción no solo representa el ingenio y la ternura, sino también el vínculo sagrado entre el mar, la vida y los dioses.

Recuerda ejemplos concretos de cultos y tabúes rituales: en Leptis, los sacerdotes de Posidón se abstienen completamente de comer animales marinos, lo que indica una reverencia hacia las criaturas del dios del mar. En Eleusis, los iniciados veneran al salmonete, y en Argos, la sacerdotisa de Hera se abstiene también de consumirlo. Según Fédimo, esto se debe a que el salmonete tiene la virtud de matar a la liebre de mar, un pez venenoso mortal para el ser humano; por ello, el salmonete es considerado amigo y salvador del hombre, y goza de inmunidad y respeto. Este detalle ilustra la idea de que los animales no solo son seres dotados de razón, sino también benefactores naturales que cooperan en la protección de la vida humana.

Luego Fédimo menciona los santuarios dedicados a Ártemis de las Redes y Apolo Delfinio, subrayando que los dioses mismos se han manifestado a través de los animales marinos. Refiere el mito de Apolo Delfinio, según el cual el dios no se transformó en delfín, como sostenían los mitógrafos, sino que envió un delfín como guía a los cretenses que habrían de fundar su santuario en Delfos. El delfín, símbolo de sabiduría y de guía divina, aparece aquí como mediador entre los dioses y los hombres, capaz de conducir las naves humanas hacia puerto seguro.

Fédimo añade además una anécdota helenística: los emisarios Sóteles y Dionisio, enviados por Tolomeo Soter para traer desde Sinope la estatua del dios Serapis, fueron desviados por una tormenta. Cuando ya estaban a la deriva, un delfín apareció en la proa del barco, los guió hacia aguas calmas y los condujo sanos y salvos hasta Ciná. Allí, tras realizar sacrificios, comprendieron que el signo divino les indicaba cuál de las imágenes debían llevarse y cuál dejar.

El delfín es no solo sabio, sino también el más querido por los dioses. Recuerda un verso de Píndaro, quien se comparaba con el delfín porque, igual que éste, se siente atraído por la música y responde al sonido de las flautas. De ahí que Fédimo sugiera que el dios mismo —Apolo o Posidón— se complace en la afición musical de este animal. Pero, añade, más aún que su musicalidad, lo que hace al delfín sagrado es su amor natural hacia los hombres, una forma de philia pura y desinteresada.

A diferencia de los demás animales, que solo aman a quienes los alimentan o los domestican, el delfín muestra amistad espontánea hacia el ser humano por el solo hecho de serlo. No busca provecho ni huye del peligro: actúa movido por una benevolencia natural. En este punto, Fédimo introduce la idea filosófica central del cierre: el delfín encarna aquello que los mejores filósofos buscan —una amistad desinteresada, semejante al ideal platónico o estoico del amor virtuoso.

Para ilustrar esa virtud, Fédimo recurre a varios ejemplos legendarios:

  • Arión, el músico que fue salvado por los delfines tras ser arrojado al mar, símbolo de la unión entre la música, el arte y la naturaleza benévola.

  • El episodio de Hesíodo, cuyo cadáver fue recuperado por delfines tras su asesinato, demostrando la justicia natural de los animales frente a la maldad humana.

  • La historia de Enalo de Lesbos, rescatado por un delfín cuando se arrojó al mar por amor a una doncella condenada a morir.

  • El relato del niño de Yaso, a quien un delfín amaba y acompañaba nadando; al morir el muchacho, el animal se lanzó a la orilla y murió junto a él. La ciudad erigió en su honor una moneda con la imagen del niño sobre el delfín.

  • La historia de Cérano, que liberó a unos delfines cautivos y, tiempo después, fue salvado por ellos al naufragar; estos mismos acudieron más tarde a sus funerales, como si fuesen sus amigos y deudos.

  • Finalmente, el recuerdo del escudo de Ulises, adornado con un delfín en gratitud porque unos de ellos habían salvado al pequeño Telémaco cuando cayó al mar.

Cada uno de estos episodios refuerza la misma enseñanza: los delfines actúan movidos por una racionalidad moral —no instinto ciego—, capaz de reconocer la bondad, la justicia y el amor.

Fédimo termina su discurso con humildad, confesando que, aunque prometió no contar “fábulas”, no pudo evitarlo, porque la realidad y el mito se entrelazan cuando se habla de un ser tan noble. Su despedida tiene tono de autocrítica filosófica, pero también de emoción: ha llevado la argumentación tan lejos hacia lo maravilloso que él mismo se impone silencio, “encallando” —como dice con ironía— entre los delfines, Ulises y Cérano.

Aristótimo, que ha actuado como moderador o juez simbólico en la disputa entre Autobulo y Fédimo, invita a los presentes a emitir su voto, dando por concluido el debate. Con esta fórmula judicial (“miembros del jurado, podéis emitir vuestro voto”), Plutarco subraya el carácter dialéctico de la discusión: no se trataba de una exposición dogmática, sino de un juicio razonado sobre la inteligencia animal.

A continuación, Soclaro toma la palabra para cerrar la obra con una reflexión conciliadora, citando un verso de Sófocles:

“El criterio de los que disienten ensambla bien
y de forma sólida en el punto medio los intereses de ambos.”

Esta cita expresa el espíritu de moderación que caracteriza a Plutarco. La verdad no se encuentra en la exclusión del otro, sino en la síntesis armónica de posiciones opuestas. Soclaro afirma que, si Autobulo (más prudente y escéptico) y Fédimo (entusiasta defensor de la inteligencia animal) unieran sus argumentos, podrían luchar juntos “contra los que quieren privar a los animales de razón e inteligencia”.

Con esto, Plutarco explicita el propósito último del diálogo: no tanto decidir si los animales marinos son más inteligentes que los terrestres, sino refutar la doctrina estoica que negaba a los animales toda forma de logos o racionalidad. 

Conclusión

El De sollertia animalium de Plutarco concluye mostrando que la razón no es un privilegio humano, sino una chispa divina que anima a toda criatura: desde el delfín que salva al hombre hasta el alción que teje su nido con arte perfecto, la naturaleza entera revela inteligencia, amor y armonía. Así, frente al orgullo de quienes niegan alma a los animales, Plutarco nos deja una lección luminosa: quien contempla con justicia la vida, reconoce en cada ser vivo un reflejo del logos universal, una forma silenciosa de sabiduría y de comunión con lo divino.

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