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viernes, 24 de octubre de 2025

Plutarco - Moralia IX: Los animales son racionales (Grilo)

Este puede ser uno de los diálogos más interesantes de la obra de Plutarco, pues aborda un aspecto interesante de los animales: la racionalidad. Ya algo habíamos hablado en un texto anterior que se llama ''Sobre la inteligencia de los animales'', el cual parece que ya nos habla de alguna racionalidad, pero esta obra en particular contestará una pregunta muy importante ¿es preferible la vida animal a la humana? Sin dudas que, aunque es un texto breve, constituye un desarrollo fascinante. Veamos la obra de Plutarco. 

MORALIA IX: LOS ANIMALES SON RACIONALES (GRILO)

Personajes:

  • Ulises: Su propósito al hablar con los animales transformados por Circe es persuadirlos de que vuelvan a la forma humana, argumentando que el alma racional del hombre es superior al alma de las bestias.
  • Circe: cumple la función de sacerdotisa de la naturaleza, aquella que entiende que la distinción entre razón y animalidad es ilusoria. 
  • Grilo: Grilo, antiguo compañero de Ulises, es el personaje central del diálogo y el portavoz del pensamiento de Plutarco. Transformado en cerdo por Circe, rehúsa volver a ser humano, argumentando que los animales son moralmente superiores a los hombres.


Ulises y Circe

La disputa

Ulises llega a la isla de Circe, donde muchos de sus compañeros han sido transformados en animales. Al verlos, el héroe, fiel a su orgullo humano, le pide a la hechicera que le permita devolverles su forma original, convencido de que así ganará gloria entre los griegos. Para él, vivir como animal es una desgracia, una vida “lamentable y deshonrosa”.

Circe, con calma y una ironía casi maternal, le responde que su afán de gloria solo traerá ruina, pues no entiende lo que realmente ocurre. Ulises, molesto, insiste: ¿cómo puede ser una desgracia dejar de ser animal y volver a ser hombre? Ulises piensa que Circe lo quiere engañar con palabras astutas. 

Circe le recuerda que ya antes ha cometido locuras peores: rechazó vivir con ella, sin vejez ni muerte, por seguir a una mujer mortal —Penélope— solo para ganar fama y admiración entre los hombres. Pero Ulises pierde la paciencia y le pide por favor que libere a sus hombres inmediatamente. Circe le dice a Ulises que les pregunte a sus hombres si quieren volver a tener una forma humana, pero eso es imposible, le dice Ulises, pues son animales que no pueden hablar. Pero Circe le dice que puede hacerlos hablar para que se comuniquen mientras sean animales.

Entre los animales Ulises no sabe a quién hablarle. Circe le pide que elija cualquiera y al elegirlo, no sabe cómo llamarlo. Circe le dice que puede llamarlo ''Grilo'' que significa cerdo en griego antiguo. 

Cuando Ulises habla con Grilo, este último se enoja y le reprocha que es un cobarde, que tiene miedo de Circe y que no quiere volver a ser humano. Lo califica como ''la más fatigosa y desdichada de todas las criaturas''. 

Ulises, sorprendido, le dice que la transformación no solo ha minado su aspecto físico sino que también su espíritu. Sin embargo, Grilo le dice que no, y que le bastó vivir un poco como cerdo para darse cuenta que la vida como animal es mucho mejor. En consecuencia, Grilo está dispuesto a demostrarle que su punto es el correcto.


Grilo y sus argumentos

Los animales son más virtuosos que los hombres

Grilo quiere empezar señalando las virtudes que, según los humanos, son los que tienen más cercanía con ellas que los animales.

Comienza con preguntarle si no prefiere más la tierra de los cíclopes que es más fértil que Ítaca que es su propia tierra. Ulises responde que prefiere mucho más su tierra que la de los Cíclopes, pero que alaba y admira esta última.

Entonces, dice Grilo, el más inteligente de los hombres piensa que es bueno estimar y alabar unas cosas pero elegir y querer otras. Esto también se puede aplicar al alma, pues ésta es como la tierra; en efecto, hay almas que tienen dificultad para generar virtud (Ítaca), y otras que tienen mucha facilidad para generar virtud (tierra de los Cíclopes). Ulises concuerda con esto. 

Grilo le dice que, de ser así, los animales son muchos más virtuosos que los hombres, pues la virtud que ejercen ellos no es instruida por las leyes o por la enseñanza, ellos automáticamente cumplen su función, de forma natural, no necesitan ser instruidos. 

Ulises le objeta ¿de qué virtud pueden participar los animales? a lo que Grilo contesta que mucho más que cualquier hombre sabio, pues hacen lo que hacen por su naturaleza, y por lo tanto no podemos más que llamarlos virtuosos en aquellas tareas. Por lo demás, son mucho más valientes que algunos hombres que huyen de las batallas, pues los animales luchan hasta el final. No ruegan, no suplican compasión. Son los seres más valientes que existen. 

Por otro lado, ningún animal es esclavo de otro, en cambio el hombre sí puede serlo. El espíritu de resistencia está incorporado en los animales, en cambio, los hombres deben generarlo con mucho esfuerzo. 

Las hembras

Grilo sostiene que, en los animales, hay un equilibrio natural entre fuerza y virtud. La hembra no es inferior al macho, sino que participa igualmente del valor y el vigor. Pone ejemplos del reino animal —leonas, panteras, cerdas y zorros— que luchan con coraje por su supervivencia o por proteger a sus crías. Incluso recuerda figuras míticas como la cerda de Cromión, la Esfinge o la zorra de Teumeso, criaturas femeninas que superaron en fuerza o inteligencia a muchos hombres.

Con ironía, Grilo contrasta esto con la conducta humana. Dice que en los hombres el espíritu de resistencia va contra su propia naturaleza, pues su vida está llena de desigualdad, cobardía y dependencia. Critica que, mientras las hembras animales son valientes y protectoras, las mujeres humanas, confinadas al hogar, apenas reaccionan ante el peligro. Solo hace una excepción con las espartanas, conocidas por su valor, para subrayar aún más la comparación.

En consecuencia, el hombre solo tiene una valentía por necesidad legal. Grilo señala que, cuando los poetas quieren alabar el valor o la fuerza de un guerrero, lo comparan con un animal: dicen que tiene “corazón leonino”, que lucha “como un jabalí” o que posee “espíritu de lobo”. En cambio —subraya con mordacidad—, nadie dice jamás de un león que tiene “corazón humano”, ni de un jabalí que lucha “como un hombre”. Esto revela, según Grilo, que incluso el lenguaje poético reconoce la superioridad natural del valor animal sobre el humano.

La templanza

Ulises, sorprendido, le dice con tono entre irónico y admirado: “Caramba, Grilo, debiste de ser un consumado sofista”, refiriéndose a la habilidad dialéctica con que defiende a los animales. Luego agrega porqué no continuó hablando de la templanza que también es una virtud.

Con ironía, Grilo le dice que Ulises solo quiere hablar de templanza porque está casado con una mujer casta —Penélope— y cree demostrar su virtud rechazando los encantos de Circe. Pero enseguida desarma esa idea: la “continencia” humana no supera la de los animales, porque los animales no sienten deseos antinaturales. No buscan unirse con seres superiores ni inferiores, sino solo con sus iguales, por placer y por amor natural. En cambio, los humanos, dice con mordacidad, son los únicos que corrompen el deseo con ambición, exceso o transgresión.

Grilo refuerza su argumento con ejemplos mitológicos y naturales. Recuerda al chivo de Mendes, símbolo de fertilidad egipcia, que aun rodeado de mujeres hermosas no sintió deseo por ellas, y menciona también a las cornelias (cornejas), cuya fidelidad y castidad superan a la de Penélope: si muere el macho, permanecen viudas durante nueve generaciones humanas. Con esto, ridiculiza la virtud humana y muestra que la templanza verdadera es natural, no impuesta, y que los animales, al seguir su naturaleza, son más puros y equilibrados que los hombres.

Grilo comienza definiendo la templanza como “una regulación y ordenamiento de los deseos”, donde se eliminan los superfluos y se moderan los necesarios. Su definición coincide con la tradición ética socrática y estoica: la virtud no consiste en reprimir, sino en ordenar los impulsos conforme a la razón. Pero en boca de un cerdo, esta definición tiene un valor irónico y provocador: el animal, que el hombre considera esclavo del instinto, se muestra aquí como modelo de equilibrio interior.

Luego distingue los tipos de deseos. Los de comida y bebida son naturales y necesarios, porque garantizan la supervivencia. En cambio, los deseos sexuales, aunque también naturales, no son necesarios, ya que se puede vivir sin satisfacerlos. Esta distinción —tomada de Aristóteles y de los estoicos— sirve a Grilo para insinuar que los animales practican mejor la templanza: satisfacen solo lo indispensable para vivir, sin exceso ni corrupción.

Explica que, además de los deseos naturales y necesarios (como comer o beber) y los naturales pero no necesarios (como los sexuales), existen otros mucho peores: los deseos ni naturales ni necesarios, que provienen de la vanidad, el lujo y la ambición humanas. Estos deseos artificiales —por ejemplo, la búsqueda de poder, riqueza o placer excesivo— han invadido el alma del hombre “como una tropa enemiga”, desplazando sus impulsos naturales y destruyendo su armonía interior.

En cambio, los animales, dice Grilo, mantienen sus almas puras y libres de esos deseos extraños. No se dejan contaminar por pasiones ajenas a su naturaleza; viven con simplicidad, guiados solo por lo que necesitan para existir. Así, su vida es más equilibrada, más templada y, en el fondo, más racional.

Los animales, dice, viven alejados de la “vana opinión”, es decir, de las falsas necesidades creadas por la sociedad. No buscan lujos, adornos ni placeres superfluos; por eso conservan su moderación natural y un dominio espontáneo sobre sus deseos. En cambio, los hombres viven esclavizados por ambiciones que ellos mismos inventan, dominados por una multitud de pasiones “ajenas y extranjeras” que invaden el alma como un ejército enemigo.

Grilo confiesa luego que cuando era hombre también sucumbió a esa esclavitud: admiraba el oro, la plata y los objetos de lujo; creía que la riqueza era signo de felicidad y favor divino. Pero esa vida no le trajo placer, sino frustración y vacío. 

Liberación espiritual

Afirma que ahora está liberado y purificado de las vanidades humanas: ya no siente atracción por el oro, la plata ni los lujos que antes lo deslumbraban. Incluso se burla de los refinamientos humanos —“tus cobertores y alfombras”— diciendo que, una vez satisfechas sus necesidades, nada le resulta más placentero que descansar sobre el barro blando. Esta frase tiene un tono provocador, pues invierte por completo la escala de valores humanos: el cerdo encuentra en la simplicidad de la naturaleza un placer más puro que en los artificios del lujo.

Grilo explica que en los animales no hay espacio para esos “deseos extraños” que dominan a los hombres. Sus almas están gobernadas por los placeres necesarios y naturales, como comer o descansar, y aun respecto de esos placeres se comportan con moderación: no son desordenados ni insaciables.

Placeres sensoriales

Explica que el placer por los aromas naturales no solo es sencillo y gratuito, sino también útil. El olfato, dice, permite reconocer los alimentos antes de probarlos, actuando como una forma de inteligencia instintiva que protege al cuerpo. A diferencia de la lengua, que distingue sabores solo después del contacto, el olfato anticipa y discrimina lo saludable de lo dañino. Así, el sentido del olfato se convierte en una herramienta de prudencia natural, que evita el exceso y el error.

Mientras los animales disfrutan de aromas naturales que además cumplen una función útil —reconocer alimentos o detectar peligros—, los hombres han pervertido ese sentido con un “arte de tintorería y brujería llamado perfumería”. Los humanos, afirma, gastan grandes sumas en perfumes de incienso, canela, nardo y otras esencias importadas, buscando suavizar su cuerpo con una “molicie afeminada y pueril”.

Las hembras y los machos se buscan por sus propios olores, sin perfumes ni artificios, oliendo “a rocío, a pradera y a hierba fresca”. Es una imagen pastoral que simboliza la armonía entre el instinto y la naturaleza, un amor regido por el ritmo de las estaciones y no por el capricho o el exceso.

En contraste, denuncia el comportamiento humano: los hombres convierten el deseo en algo mercantil y degradado, lleno de engaños, seducciones fingidas, dinero y dominio. Mientras los animales se unen por necesidad y afecto, los humanos lo hacen por placer desmedido o por vanidad. La unión animal es libre, recíproca y pasajera; la humana está marcada por el deseo insaciable y la hipocresía social.

Deseo sexual

Grilo comienza afirmando que los animales jamás han incurrido en uniones “contra natura”: los machos se unen con hembras, y las hembras con machos, movidos por el ciclo natural del deseo. En cambio, los hombres —incluso sus “majestuosos y nobles personajes”— han caído en excesos, pasiones desviadas y amores irracionales. Menciona ejemplos de héroes míticos y admirados: Agamenón, que perseguía al joven Argino; Heracles, que se separó de su expedición por un efebo; y Aquiles, a quien se sigue recordando por su amor hacia Patroclo. Con ironía, Grilo denuncia que estas figuras, a las que los humanos veneran, violan el orden natural que los animales respetan sin esfuerzo.

El remate del argumento es una sátira punzante: cuando un gallo intenta copular con otro macho, los propios hombres lo queman vivo, considerándolo un signo ominoso. Es decir, los mismos humanos que practican esas acciones en secreto castigan en los animales lo que hacen ellos abiertamente.

Ni siquiera la ley ni la naturaleza logran contener los impulsos humanos: los hombres son arrastrados “como por un torrente” por sus deseos desmedidos, incapaces de mantenerse dentro de límites racionales. Mientras los animales siguen los ciclos y las leyes naturales del instinto, los hombres —que se consideran racionales— perturban ese orden con sus excesos sexuales.

Grilo menciona los casos más extremos: los hombres que se han unido con cabras, cerdas o yeguas, y las mujeres que han enloquecido de deseo por animales machos. De esas uniones contra natura, dice, surgieron los monstruos míticos —los Minotauros, Egipanes, Esfinges y Centauros—, símbolos del desorden moral humano y del mestizaje entre lo racional y lo bestial. Plutarco usa aquí el mito para representar la degradación del alma: los monstruos no son productos de los dioses, sino del desvarío humano.

Aunque a veces un animal hambriento puede atacar o devorar a un hombre, jamás busca unirse sexualmente con él. Los hombres, en cambio, sí han violentado y abusado de los animales, no por necesidad, sino por placer.

Hábitos alimenticios

Los deseos necesarios, como el hambre y la sed, son el terreno donde mejor se evidencia esa diferencia. Los animales buscan en la comida placer acompañado de utilidad, es decir, comen lo necesario para vivir y conservar la salud. En cambio, los hombres buscan ante todo el placer, no la necesidad, y esa búsqueda los lleva a enfermar. Plutarco pone en boca de Grilo una crítica de raíz estoica y médica: la mayoría de las enfermedades humanas provienen del exceso —del “hartazgo físico”— que llena al cuerpo de impurezas y lo vuelve esclavo del apetito.

Luego, Grilo compara los hábitos alimenticios: cada especie animal tiene su dieta natural y constante —los herbívoros comen hierba, los carnívoros carne—, y ninguno invade el alimento del otro. Incluso el león, dice, deja pastar al ciervo, y el lobo, a la oveja, mostrando una forma de respeto natural por el orden vital. El hombre, en cambio, no tiene límites: su curiosidad y gula lo impulsan a probar todo, a devorar lo que encuentra, como si aún no supiera qué es lo adecuado para él.

Los hombres usan a los animales como simple “golosina”, un lujo innecesario que adorna sus comidas. Luego lanza una pregunta implícita —el fragmento presenta una laguna textual— que parece significar: ¿por qué, si dependéis tanto de ellos, os creéis superiores? A partir de ahí, contrapone la inteligencia artificial del hombre con la sabiduría natural de los animales.

Grilo afirma que los animales no necesitan “artes vanas” ni oficios aprendidos con salario o esfuerzo. Su conocimiento es innato y espontáneo: saben curarse, cazar, defenderse y procurarse alimento sin maestros ni especialistas. Lo que en los hombres requiere enseñanza y división del trabajo —la medicina, la agricultura, la música—, en los animales surge de modo connatural, como una extensión de su naturaleza racional.

La comparación con los egipcios (“todos médicos”) resalta esta idea: mientras los hombres se especializan por necesidad y limitación, los animales poseen una sabiduría integral, suficiente para vivir en equilibrio con su entorno.

Los cerdos, que cuando enferman buscan cangrejos en los ríos para curarse; las tortugas, que comen orégano después de devorar una víbora para contrarrestar el veneno; y las cabras cretenses, que al ser heridas por flechas comen díctamo —una planta medicinal— para expulsar las puntas. Todos estos casos sirven para una misma conclusión: los animales poseen un conocimiento instintivo y eficaz de la medicina natural.

Grilo desafía a Ulises: si este conocimiento viene de la naturaleza, entonces la naturaleza es maestra y, por tanto, racional. De hecho, dice con ironía, si los hombres no quieren llamar a eso “razón” o “inteligencia”, deberían inventar un nombre “más hermoso y honorable”, porque no hay nada más admirable que esa sabiduría espontánea que guía a los animales.

Luego desarrolla la idea: el alma animal no es ignorante ni carente de instrucción; al contrario, es autodidacta y autosuficiente, dotada de una virtud natural tan completa que no necesita enseñanzas ajenas. Incluso cuando los hombres adiestran a los animales —enseñándoles a cazar, a danzar o a realizar trucos—, estos aprenden fácilmente, incluso cosas contrarias a su naturaleza física, lo que demuestra su capacidad superior de comprensión.

Inteligencia animal

Comienza mencionando ejemplos de aprendizaje animal inducido por el hombre: perros que siguen rastros o saltan por aros, potros que marchan con ritmo, cuervos que imitan el habla humana, bueyes y caballos que en los anfiteatros son capaces de realizar movimientos complejos, incluso peligrosos, solo por adiestramiento. Pero Grilo aclara que toda esa “docilidad” carece de utilidad natural; lo notable no es que el hombre los obligue a hacer cosas extrañas, sino que ellos sean capaces de comprenderlas y recordarlas, demostrando una inteligencia adaptable y duradera.

Luego introduce su argumento más poderoso: los animales también educan a sus crías. Las perdices enseñan a sus polluelos a esconderse fingiendo estar muertas; las cigüeñas adiestran a sus jóvenes en el vuelo; y los ruiseñores instruyen a sus pichones en el canto. Los que son capturados antes de aprender de sus padres, canta peor —una observación empírica que refuerza la idea de que los animales tienen una forma de transmisión cultural y una capacidad de imitación consciente.

Grilo reconoce que desde que habita en cuerpo de cerdo se ha liberado de la falsa doctrina de los sofistas, que lo habían convencido de que todos los seres fuera del hombre eran irracionales y estúpidos. Su asombro es una revelación filosófica: la razón no pertenece exclusivamente al ser humano, sino que está distribuida por toda la naturaleza, como un logos común.

Última objeción

Ulises, desconcertado por la solidez del razonamiento de Grilo, intenta resistir conceder que todos los animales poseen razón. Su reacción es la de un hombre cuya concepción antropocéntrica del mundo se tambalea: acepta que algunos animales pueden parecer inteligentes, pero se escandaliza ante la idea de que incluso una oveja o un asno tengan uso de razón.

Grilo, lejos de ofenderse, responde con una comparación demoledora. Le explica que, así como no hay árboles “más o menos inanimados” —pues todos carecen de alma—, no puede haber animales más o menos irracionales, ya que todos poseen alma y, por tanto, una forma de razón, aunque en distintos grados. Si algunos animales parecen más torpes o menos hábiles, eso no significa que carezcan de entendimiento, sino que su inteligencia varía en perfección según su naturaleza, del mismo modo que entre los hombres hay diferencias enormes entre el sabio y el necio.

Grilo refuerza su argumento con ejemplos: comparar a una oveja o a un asno con una abeja, un lobo o una zorra no demuestra irracionalidad, sino diversidad de dones naturales. Lo mismo ocurre entre los propios humanos —dice con ironía—, donde las diferencias de ingenio son mucho más grandes que entre dos animales. Así, la supuesta “superioridad racional” del hombre se diluye en una escala continua de capacidades compartidas con los otros seres vivos.

Ulises, en un intento final por salvar su orgullo, apela a un argumento religioso: “Es terrible conceder razón a seres que no pueden concebir a Dios”. Pero Grilo lo desarma con un golpe de humor mordaz: “Entonces, ¿vamos a negar que tú, tan sabio, desciendes de Sísifo?” —aludiendo a la fama de su antepasado, símbolo del engaño y la astucia sin piedad—. Con esta respuesta, Grilo sugiere que la inteligencia humana no es garantía de virtud ni de conocimiento divino: el hombre puede pensar, pero también mentir y engañar, mientras que los animales, guiados por la naturaleza, viven en una forma de inocencia racional.

Conclusión

En “De los animales son racionales”, Plutarco nos sorprende al hacer que un cerdo, Grilo, venza en sabiduría al héroe Ulises. Con ironía, el autor muestra que los animales, fieles a la naturaleza, viven con más templanza y justicia que los hombres, dominados por la vanidad, el lujo y el deseo. Pero al final, el diálogo deja abiertas preguntas inquietantes: ¿y si la razón que el hombre presume no fuera más que una ilusión? ¿Y si los verdaderamente sabios fueran los que viven sin corromper la naturaleza? ¿Qué nos diferencia, entonces, de las bestias?

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