En Sobre si el anciano debe intervenir en política, Plutarco plantea una pregunta tan antigua como actual: ¿debe el paso del tiempo apartar a los hombres sabios de la vida pública? Lejos de asociar la vejez con la inutilidad, el queronense defiende que la experiencia, la prudencia y el dominio de las pasiones convierten al anciano en un guía natural para la comunidad, especialmente en épocas de crisis moral y política. Esta breve obra de los Moralia es una invitación a repensar el valor del consejo, de la palabra medida y del servicio desinteresado, recordándonos que gobernar no siempre exige fuerza, sino juicio, virtud y memoria del bien común.
SOBRE SI EL ANCIANO DEBE INTERVENIR EN POLÍTICA
La vejez como culminación de la vida política
Plutarco inicia el tratado Sobre si el anciano debe intervenir en política dirigiéndose a Éufanes y apoyándose en una autoridad poética, Píndaro, para fijar desde el comienzo el marco moral del problema: una vez iniciado el combate, la excusa oscurece la virtud. La cita pindárica no es decorativa, sino programática: la vida política es presentada como una lucha ética en la que vacilar equivale a traicionar la virtud misma. Así, Plutarco identifica la vejez como la última y más frecuente excusa que se invoca para abandonar la actividad pública, una retirada que él considera sospechosa cuando se disfraza de prudencia.
A continuación, el autor introduce una metáfora lúdica profundamente arraigada en la cultura griega: “mover la ficha de la línea sagrada”, es decir, jugar la última carta. Con esta imagen, Plutarco sugiere que la vejez no debería ser el pretexto final para desertar de la política, sino precisamente el momento decisivo en el que se pone a prueba toda una vida de formación moral y cívica. Abandonar la política en ese punto sería, para él, una forma de incoherencia vital: renunciar al camino elegido desde el inicio y romper una fidelidad prolongada a la vida pública, comparable a traicionar una amistad de toda la vida.
Plutarco vincula vivir con honor y vivir activamente en la comunidad. Retirarse por completo de la política en la vejez equivaldría a negar retrospectivamente el valor del tiempo ya vivido, como si la vida pública hubiera sido un error o una ocupación indigna. En este punto aparece una reflexión decisiva: no es el poder injusto lo que ennoblece la muerte, sino el ejercicio legítimo y conforme a la ley de la actividad política. La célebre anécdota sobre Dionisio ilustra esta idea: la tiranía no proporciona una “bella mortaja”, es decir, una muerte digna, sino que conduce a la ruina moral del gobernante.
Plutarco refuerza esta tesis con la figura de Diógenes, quien ironiza cruelmente sobre Dionisio el Joven cuando lo ve reducido a simple particular. El mensaje es claro: una vida política injusta no solo no ennoblece la vejez, sino que la degrada. En contraste, el político que actúa conforme a la ley y al bien común, y que sabe tanto obedecer como mandar —idea que remite claramente a la tradición aristotélica — obtiene como última vestidura la gloria, la única que desciende con dignidad a la tumba.
En los hombres verdaderamente nobles, el amor a la humanidad (tò philanthrôpon) y a lo bello no se extingue antes que la vida, ni declina antes que las pasiones corporales. Al contrario, el deterioro moral es signo de una vida mal ordenada, donde las potencias racionales y cívicas del alma se apagan antes que los apetitos. En este contexto, Plutarco rechaza con firmeza la idea de que solo la ganancia económica sea una actividad que no cansa con la edad, corrigiendo incluso a Tucídides: no solo el amor al honor no envejece, sino que los intereses políticos y sociales lo hacen aún menos.
Para ilustrar esta tesis, Plutarco recurre a un ejemplo natural: las abejas y las hormigas, que conservan su función social hasta el final. La imagen es deliberadamente polémica, pues contrapone la actividad constante de estos animales al ideal del viejo político retirado, inactivo y encerrado en el ámbito doméstico. Para Plutarco, esa retirada no es digna, sino vergonzosa: la inactividad corroe el alma del anciano del mismo modo que la herrumbre corroe el hierro. En este punto cita a Catón, quien advertía que a las calamidades propias de la vejez no debe añadirse voluntariamente la vergüenza del vicio.
La crítica se vuelve más dura cuando Plutarco identifica los vicios que más deshonran a un anciano: la pereza, la cobardía y la debilidad moral. El abandono de las funciones públicas para refugiarse en una vida puramente privada es descrito casi con desprecio, reforzado por una cita trágica de Eurípides que evoca la pérdida del ingenio y la grandeza de Edipo. La vejez retirada y ociosa aparece así como una negación del pasado heroico y racional del hombre.
Sin embargo, Plutarco introduce un matiz esencial para evitar una lectura simplista: no defiende que alguien deba comenzar su vida política en la vejez. El ejemplo de Epiménides, que “despierta viejo” tras haber dormido durante décadas, sirve para mostrar lo absurdo de lanzarse a la política sin experiencia previa. Entrar tardíamente en la vida pública, sin formación ni hábito, expone al anciano al ridículo y al fracaso, como indica la parodia del oráculo délfico: “Llegas tarde si buscas” (Pausanias IX 37, 4). La ciudad, concluye Plutarco, enseña al hombre solo a quien ha tenido tiempo y disposición para aprender mediante el esfuerzo y la constancia (Simónides, fr. 74 Page).
La vejez no es un motivo legítimo para abandonar la política cuando esta ha sido el eje de una vida virtuosa. Por el contrario, es el momento en que la experiencia, la moderación y la autoridad moral del anciano pueden prestar su servicio más alto a la comunidad, siempre que esa vida pública haya sido cultivada desde la juventud y orientada al bien común.
La autoridad de la vejez frente a la impetuosidad juvenil
No son los ancianos, sino los jóvenes, quienes suelen ser disuadidos de intervenir en política por los hombres sensatos. La prueba de ello se encuentra en las propias leyes y costumbres cívicas griegas, que en las asambleas daban prioridad para hablar a quienes habían superado los cincuenta años, excluyendo a figuras jóvenes y fogosas como Alcibíades o Piteas. Este orden no obedece a una desvalorización de la juventud, sino al reconocimiento de que la deliberación política exige experiencia, dominio de sí y perspectiva temporal, cualidades que la edad suele otorgar.
El argumento se refuerza con una comparación implícita entre el ámbito militar y el político: la falta de audacia y la inexperiencia pueden ser menos peligrosas en el soldado que en el gobernante. Aunque el texto presenta aquí una laguna, el sentido general es claro: en política, los errores no se pagan solo con derrotas individuales, sino con daños colectivos. En este contexto se introduce la célebre observación de Catón el Viejo, quien, defendiéndose en un proceso a los ochenta años, afirmaba que lo más difícil no era la vejez misma, sino tener que rendir cuentas ante una generación distinta de aquella con la que se había convivido. La vejez aparece así no como incapacidad, sino como una posición de tensión entre generaciones.
Plutarco pasa luego a ejemplos paradigmáticos de gobernantes cuya acción política se fortaleció con los años. El primero es César Augusto, cuya política en la madurez fue, según el autor, más sólida y beneficiosa para el pueblo. Cuando los jóvenes se sublevaron contra sus intentos de imponer disciplina, Augusto les respondió con una frase reveladora de la continuidad de la autoridad moral: «Escuchad, jóvenes, a un viejo al que escuchaban los viejos cuando era joven». Con ello, Plutarco subraya que la autoridad no proviene solo de la edad, sino de una trayectoria reconocida de servicio público.
El caso de Pericles refuerza aún más esta idea. Su gobierno alcanzó su mayor influencia en la vejez, cuando supo tanto incitar como contener al pueblo ateniense. No solo persuadió a los ciudadanos para emprender la guerra, sino que, en un momento de exaltación colectiva, se opuso con firmeza a un combate inoportuno, llegando incluso a ocultar las armas y las llaves de la ciudad para evitar una decisión precipitada. Aquí la vejez se asocia directamente con la sōphrosýnē, la prudencia política que sabe decir no cuando la multitud se deja arrastrar por la pasión.
El elogio de la vejez alcanza su formulación más explícita en la extensa cita de Jenofonte sobre Agesilao. El historiador enumera una serie de preguntas retóricas que exaltan la superioridad de la vejez del rey espartano sobre la juventud de otros: su temibilidad ante los enemigos, el valor que inspiraba a los aliados y el afecto que despertaba incluso al morir anciano. Plutarco utiliza esta cita como autoridad directa para mostrar que la vejez, lejos de debilitar el liderazgo, puede consolidarlo y hacerlo más eficaz y respetado.
Tras estos ejemplos históricos, Plutarco interpela directamente a sus contemporáneos. Si aquellos hombres realizaron grandes hazañas en contextos de guerra, tiranía y crisis extrema, ¿cómo pueden los ciudadanos de estados libres, donde los conflictos se resuelven mayoritariamente por la ley y la razón, excusarse en la edad para retirarse? La pregunta es deliberadamente provocadora: retirarse por miedo en tiempos de paz sería una cobardía aún mayor, una renuncia injustificable al deber cívico.
Para reforzar su reproche, Plutarco amplía el campo de comparación más allá de la política y muestra que incluso en las artes la vejez no ha sido un obstáculo para la excelencia. Simónides venció en un certamen coral a los ochenta años, como él mismo celebra en su epigrama. Sófocles, acusado de senilidad, se defendió leyendo un pasaje del Edipo en Colono, cuya belleza conmovió al público hasta el punto de escoltarlo entre aplausos como si saliera del teatro. Estos ejemplos muestran que la creatividad y el juicio estético no solo no desaparecen con la edad, sino que pueden alcanzar su forma más depurada.
La serie culmina con ejemplos aún más extremos: Filemón y Alexis murieron coronados en escena tras triunfar en concursos de comedia, y el actor trágico Polo, con setenta años, compitió en ocho tragedias en apenas cuatro días poco antes de su muerte, según Eratóstenes y Filócoro. Si la vejez no incapacita ni al poeta, ni al actor, ni al artista, con mayor razón no debería incapacitar al político, cuya principal herramienta no es el cuerpo, sino el juicio, la palabra y la experiencia.
La indignidad de la retirada
Plutarco prosigue su argumentación con un tono más severo y casi irónico, denunciando la cobardía de quienes, tras haber desempeñado funciones públicas relevantes, abandonan la política para asumir otros papeles menos dignos. La imagen central es teatral: el político que “deposita la máscara” de hombre de Estado para cambiarla por otra cualquiera. Esta metáfora subraya que la vida política no es un papel circunstancial, sino una identidad moral. Renunciar a ella en la vejez no es neutral, sino una forma de deserción que resulta más vergonzosa cuando se compara con la perseverancia de los actores de escena, quienes continúan compitiendo hasta el final de sus días.
La comparación se vuelve más concreta cuando Plutarco contrapone la figura del rey o magistrado con la del campesino o comerciante. No se trata de despreciar el trabajo manual en sí, sino de señalar la incoherencia vital: pasar de presidir juegos sagrados, ejercer cargos como el de beotarca o presidir la anfictionía, a ocuparse de medir harina, orujo o comerciar con pieles. Este contraste recuerda la crítica de Demóstenes contra Midias, cuando consideraba indigno que la Páralo, nave sagrada de Atenas, se utilizara para transportar mercancías vulgares (Demóstenes, Contra Midias 167 y 174). Del mismo modo, el político que desciende a ocupaciones puramente privadas degrada la dignidad de la función que antes encarnaba, mereciendo el proverbial calificativo de “vejez de caballo”, es decir, una vejez penosa y humillante.
Plutarco refuerza esta idea mediante una analogía moral especialmente dura: abandonar la política para dedicarse al comercio o al artesanado equivale a despojar a una mujer libre y honesta de su vestido para ponerle un delantal y colocarla en una taberna. Con ello expresa que la virtud política posee una grandeza y nobleza propias que se pierden cuando se orienta exclusivamente a la ganancia y a los asuntos domésticos. La crítica no se dirige al trabajo ni a la economía, sino a la pérdida de jerarquía moral: la vida pública, ordenada al bien común, es superior a la búsqueda del beneficio privado.
El reproche se intensifica cuando Plutarco aborda la falsa idea de la “tranquilidad” en la vejez, entendida como entrega al lujo, la molicie y el placer. Invitar al político a retirarse para “disfrutar dulcemente” de la vida es, para él, proponerle una imagen degradante. Para ilustrarlo, recurre a dos comparaciones elocuentes: la de los marineros que abandonan la nave en alta mar sin llevarla a puerto, y la de Heracles en casa de Ónfale, vestido con túnica femenina y entregado a los placeres domésticos (episodio bien conocido de la tradición mítica y artística helenística y romana). En ambos casos, la imagen es la misma: la fuerza y la misión se disuelven en el ocio afeminado y sin finalidad.
La oposición moral entre Pompeyo Magno y Lúculo. Lúculo, tras una brillante carrera militar y política, se entregó a los placeres, a los banquetes, a la ociosidad y a la construcción extravagante, reprochando a Pompeyo su ambición de poder impropia de su edad. La respuesta de Pompeyo, citada por Plutarco, resume la tesis del tratado: es más impropio de la vejez entregarse al placer que ejercer el mando. La anécdota final, en la que Pompeyo se niega a aceptar un tordo de las reservas privadas de Lúculo durante su enfermedad, refuerza esta actitud de austeridad y coherencia: no depende del lujo ajeno para vivir, ni acepta que la molicie de otro se convierta en norma para todos.
El placer noble de la acción política en la vejez
Plutarco comienza este pasaje reconociendo una tesis ampliamente aceptada en la filosofía helenística: la naturaleza humana tiende al placer y a la alegría, aludiendo probablemente a la doctrina epicúrea. Sin embargo, introduce de inmediato una corrección decisiva: el cuerpo del anciano ha quedado prácticamente privado de los placeres corporales intensos. No solo el deseo sexual se debilita —como expresa Eurípides al decir que “Afrodita se irrita con los viejos”—, sino que también el gusto por la comida y la bebida se embota. De este hecho fisiológico Plutarco extrae una consecuencia ética: si el cuerpo ya no puede sostener los placeres sensibles, es necesario buscar para el alma placeres distintos, compatibles con la dignidad y la libertad.
Hay una crítica a Simónides, quien justificaba su afán de riqueza afirmando que, privado de los demás placeres por la edad, aún le quedaba el de la ganancia. Plutarco rechaza esta respuesta como insuficiente y moralmente empobrecida, pues sustituye los placeres nobles del alma por una forma de compensación degradada. Frente a ello, sostiene que la política —entendida como servicio al bien común— proporciona los placeres más grandes y bellos, aquellos que razonablemente podrían agradar incluso a los dioses. El gozo político auténtico no proviene del dominio ni del beneficio, sino del “hacer el bien” y de realizar acciones hermosas, es decir, conformes a la virtud.
Para fundamentar esta idea, Plutarco recurre a ejemplos tomados del arte y de la ciencia, mostrando cómo ciertas actividades producen un placer tan intenso que eclipsa las necesidades corporales. Nicias el pintor olvidaba comer o bañarse absorto en su arte; Arquímedes debía ser arrancado a la fuerza de sus diagramas, incluso cuando su cuerpo ya estaba ungido con aceite; el flautista Cano afirmaba que su placer al tocar era tan grande que, si los demás lo conocieran, pagarían por escucharlo en lugar de cobrarle. Estas anécdotas muestran que el placer más alto no es pasivo ni corporal, sino activo e intelectual, nacido de la excelencia en una práctica valiosa.
A partir de estos ejemplos, Plutarco eleva el argumento: si tales placeres acompañan a las artes particulares, cuánto mayores deben ser los que brotan de las acciones bellas del buen político, artesano del bien común y de la humanidad. Estos placeres no excitan ni irritan como los del cuerpo, que producen solo una picadura pasajera, sino que elevan el alma, la engrandecen y la hacen magnánima. Para describir este movimiento ascendente, Plutarco contrasta dos imágenes poéticas: no se trata de las “alas doradas” de Eurípides, ligadas a la fantasía lírica, sino de las alas celestes de Platón, símbolo de la elevación del alma hacia lo verdadero y lo bueno.
En el siguiente apartado, Plutarco refuerza su tesis con ejemplos históricos de placer moral y político. Epaminondas consideraba que el momento más dulce de su vida había sido la victoria de Leuctra mientras aún vivían sus padres, pues la gloria se intensifica cuando puede compartirse con quienes nos dieron la vida. Sila, tras restaurar su poder en Roma después de las guerras civiles, confiesa en sus memorias que pasó la noche en vela, no por ansiedad, sino por una exaltación del alma causada por el placer y la alegría. En ambos casos, el gozo nace del cumplimiento exitoso de una tarea pública de gran alcance.
Plutarco introduce luego una reflexión tomada de Jenofonte: nada es más dulce de oír que el elogio. Sin embargo, va más lejos y afirma que ni siquiera el elogio se compara con la contemplación de las propias obras realizadas a la vista de todos, en cargos y responsabilidades públicas. La memoria de las acciones justas y beneficiosas produce una alegría duradera, superior a cualquier espectáculo externo. A esta satisfacción interior se suma la gratitud de los ciudadanos y el reconocimiento público, que aportan un brillo adicional a la virtud, no como vanidad, sino como confirmación de su fecundidad social.
De ahí que Plutarco exhorte a no permitir que la gloria se marchite en la vejez como una corona de atleta abandonada. La fama, como el fuego, es fácil de mantener cuando está viva, pero muy difícil de reavivar cuando se ha extinguido. Por ello, el anciano debe añadir siempre algo nuevo a sus méritos pasados, manteniendo joven la gratitud del pueblo. La célebre imagen de la nave de Délos —renovada continuamente sustituyendo los maderos viejos por nuevos— expresa esta idea de continuidad activa: la identidad se conserva precisamente gracias a la renovación constante.
La analogía económica atribuida a Lampis, el armador, refuerza este punto: adquirir una gran fortuna es difícil, pero conservarla es relativamente fácil; lo mismo ocurre con la gloria política. Una vez alcanzada, basta con pequeños actos continuados para mantenerla. Como en la amistad, no se requieren grandes gestos permanentes, sino una atención constante y sincera.
La política no es una sucesión ininterrumpida de tensiones extremas, del mismo modo que las campañas militares no son siempre batallas. Hay espacios para la celebración, los sacrificios, las fiestas, las procesiones, la música y la danza, es decir, para el gozo compartido que fortalece la comunidad. Estas dimensiones festivas —ligadas a la Musa y a Aglaya, la Gracia del esplendor— recompensan abundantemente el esfuerzo político con alegría legítima. Así, Plutarco cierra el argumento mostrando que la vida política, incluso en la vejez, no solo es digna y necesaria, sino también profundamente placentera cuando se vive conforme a la virtud y al bien común.
La vejez como refugio contra la envidia y como cumbre de la prudencia política
La vejez, a diferencia de la juventud, se enfrenta en mucho menor medida a la envidia. Para explicarlo recurre a una sentencia de Heráclito —“los perros ladran contra los desconocidos”— con la que sugiere que la envidia opera como una hostilidad hacia lo nuevo, hacia quien comienza a destacar y aún no ha sido “asimilado” por la comunidad. En otras palabras, el éxito reciente provoca sospecha y resistencia; en cambio, la gloria antigua, establecida y familiar, suele ser tolerada con mayor calma. Por eso se compara la envidia con el humo: se levanta espeso cuando algo apenas empieza a arder, pero se disipa cuando aparece la llama clara y brillante.
Desde esta idea Plutarco pasa a una observación moral: la envidia ataca las excelencias visibles —virtud, linaje, honor— como si quienes envidian sintieran que al reconocer méritos ajenos se empobrecen a sí mismos. Pero hay un privilegio que permanece casi invulnerable: el honor propio de la edad, el presbeíon, un respeto culturalmente asentado hacia los ancianos. Este respeto es especial porque “adorna más al que honra que al honrado”: rendir homenaje al anciano ennoblece a la comunidad que lo practica, y por eso casi todos ceden ante él. Además, Plutarco añade un punto sociológico: muchos desesperan de alcanzar poder por dinero, elocuencia o sabiduría, pero nadie que participa en política desespera de llegar alguna vez al prestigio que trae consigo la vejez. La edad, por así decirlo, es un “capital moral” al que todos pueden aspirar.
A partir de ahí construye una analogía potente: retirarse de la política justo cuando la envidia se ha calmado se parece al piloto que, tras luchar largo tiempo contra el oleaje, decide abandonar la nave precisamente cuando vuelve la bonanza. Es decir, después de resistir el “mar de la envidia”, el político se retira cuando ya podría navegar con relativa seguridad. Además, Plutarco introduce un argumento de lealtad: con los años, el político ha formado redes profundas de amigos, colaboradores y partidarios; no puede llevárselos consigo como un maestro de coro que se lleva al coro (didáscalos/chorodidáscalos), ni es justo abandonarlos. La vida política es una trayectoria “enraizada” como un árbol viejo: arrancarla provoca desgarros tanto si uno se va como si se queda. Si aún quedan residuos de envidia o rivalidad, el anciano debe apagarlos con su autoridad, no retirándose “desnudo y desarmado”, porque el desprecio hacia el que abandona suele ser más agresivo que la envidia hacia el que combate.
Para probarlo, Plutarco aporta el ejemplo de Epaminondas, quien impidió que los tebanos aceptaran la invitación de los arcadios a pasar el invierno en sus casas, advirtiendo que la admiración se mantiene mientras se los ve ejercitándose y luchando; si se los ve ociosos junto al fuego, parecerán iguales a cualquiera. La enseñanza se traslada inmediatamente a la figura del anciano: un viejo que participa, habla y actúa con dignidad impresiona y recibe honores; el que se pasa el día en la cama o en un rincón del pórtico, balbuceando tonterías, es objeto de desprecio. La vejez, por tanto, no es honorable por sí sola: se vuelve honorable cuando conserva el hábito de la acción racional y del servicio público.
Plutarco refuerza esta tesis con Homero: Néstor, anciano activo en Troya, es venerado; en cambio, Peleo y Laertes, retirados a guardar sus casas, sufren degradación y desprecio en las tradiciones que los representan. La idea clave es que la facultad de pensar no se mantiene en quienes se abandonan: la inactividad embota la razón. Por eso cita a Sófocles: la capacidad resplandece en su uso como bronce magnífico. La práctica conserva la agudeza; el retiro prolongado la apaga.
Sobre esa base Plutarco invierte otro prejuicio: la debilidad corporal perjudica menos al político anciano de lo que le beneficia su prudencia. El viejo no se lanza a la tribuna por rivalidad o gloria vana; no arrastra a la multitud como una tempestad, sino que trata con moderación y dulzura los conflictos. Por eso —dice— cuando las ciudades sufren tropiezos o temen peligros, suelen preferir el gobierno de hombres mayores y, a veces, llaman a un anciano desde el campo y lo obligan a tomar el timón, dejando de lado a estrategos y demagogos ruidosos, “buenos para gritar” más que para gobernar con juicio (imagen del timón: motivo clásico del gobierno como pilotaje).
El contraste se ilustra con la anécdota ateniense: se prefirió como estratego a Cares por su vigor físico, pero Timoteo respondió que ese tipo de hombre sirve para llevar la litera del estratego, no para serlo. El estratego verdadero debe mirar al mismo tiempo el futuro y el pasado —cita homérica— y deliberar sin que las pasiones perturben el juicio. Aquí Plutarco enlaza con una idea platónica atribuida a Sófocles: el poeta decía estar feliz de haberse librado en la vejez del deseo sexual, como de un amo furioso. Pero Plutarco amplía el punto: en política no basta con huir del amo erótico; hay que liberarse de amos más violentos: la querella constante, la ambición de gloria, el deseo de ser el primero. Esas pasiones son las que engendran envidia, celos y discordia, y la vejez, al enfriarlas, aporta un razonamiento más sobrio y firme.
Ahora bien, sí, hay una frase adecuada para disuadir al anciano que pretende “empezar” tarde y actuar como joven —“¡Desgraciado, permanece en tu cama tranquilamente!”—. También es razonable frenar al viejo que, tras años de reclusión, sale de pronto como si despertara de una enfermedad para buscar un cargo. Pero es absurdo disuadir al anciano que ha combatido toda su vida en la arena política y está llegando a su culminación natural. Plutarco lo explica con una analogía matrimonial: es sensato burlarse o amonestar al viejo que quiere casarse por primera vez con ínfulas juveniles, pero sería una locura pedirle a quien lleva décadas de matrimonio tranquilo que abandone a su esposa por causa de la edad. De modo paralelo, puede tener sentido frenar a un campesino desconocido, a un armador como Lampis o a un filósofo del Jardín (epicúreo) que nunca ha ejercido política; pero decirle a un Foción, Catón o Pericles que “se divorcie” de la política para irse al campo a llevar cuentas domésticas es inducirlo a una conducta injusta y desagradecida: sería traicionar su vocación, su comunidad y a quienes dependen de su autoridad.
Canas y autoridad: por qué la política pertenece al consejo de los ancianos y al vigor de los jóvenes
Plutarco abre el tramo con una objeción casi burlona: el “soldado de comedia” que se declara licenciado por sus cabellos blancos. La respuesta es tajante: en la guerra esa excusa sí tiene sentido, porque el oficio de Ares exige plenitud física. La lucha requiere “pies y manos”, resistencia corporal, y aunque el casco oculte las canas, llega un punto en que “los miembros se hacen pesados” y la fuerza abandona antes que el valor (Homero, Ilíada VIII 453; XIX 165). La vejez puede conservar el ánimo, pero el cuerpo ya no responde igual en el combate.
En cambio, la actividad política se rige por una lógica distinta. Los “servidores de Zeus” —Zeus Buleo (del Consejo), Agoreo (del Ágora) y Polieo (de la ciudad)— no son evaluados por su vigor físico, sino por su consejo, su previsión y su elocuencia (Plutarco explica esta metáfora religiosa-institucional vinculada a Atenas). Esa elocuencia no es la del estruendo que provoca tumulto, sino la palabra que transmite sensatez, prudencia y seguridad. En este punto Plutarco insiste en que las canas y arrugas, objeto de burla para algunos, en realidad funcionan como testigos visibles de experiencia, elevando la credibilidad moral del orador y reforzando su poder persuasivo: la autoridad no es solo retórica, es también biográfica.
De ahí el principio político clásico que Plutarco recoge: la juventud está hecha para obedecer y la vejez para mandar, idea que atraviesa el pensamiento griego (Platón, República 412c, 465a; Leyes 690a, 762e). Y lo formula con un verso de Píndaro: la ciudad se salvaguarda mejor “cuando prevalecen los consejos de los ancianos y las lanzas de los jóvenes”.
Plutarco apoya esto con Homero: antes de actuar, se sienta el consejo de los ancianos junto a la nave de Néstor (Homero, Ilíada II 536). Es decir, incluso en una epopeya centrada en la guerra, la primera legitimidad estratégica proviene del consejo del viejo sabio. Por eso señala instituciones históricas: en Esparta, el consejo asociado a los reyes fue llamado “ancianos” por el oráculo de Apolo Pitio, y “viejos” (gérontes) por la legislación de Licurgo, dando nombre a la gerusía (Plutarco, Vida de Licurgo 6, 7–8). Y en Roma, el consejo deliberativo se llama hasta hoy “senado” (de senex, “anciano”), subrayando la continuidad cultural de esa idea: el gobierno está naturalmente ligado al prestigio de la edad.
Plutarco incluso se detiene en una reflexión etimológica: géras (“honor”, “distinción”, “recompensa”) y geraírein (“honrar”) conservan un tono solemne porque están vinculados a la raíz de “anciano” (gérōn). El honor, en su origen social, sería “la porción reservada” al viejo en el banquete, el sacrificio o el botín; la vejez no se asocia a baños calientes ni a lechos blandos, sino a un rango soberano sustentado en la sabiduría. Esa sabiduría es comparada con el fruto tardío de las plantas: cuesta producirlo, pero es el más perfecto.
En esa misma línea, Plutarco recuerda el deseo de Agamenón de tener “diez consejeros” como Néstor entre los aqueos (Homero, Ilíada II 372). Nadie lo reprocha: ni los guerreros más belicosos ni los que “respiran ardor” cuestionan que los ancianos pesan mucho tanto en el gobierno como en la guerra. La razón es simple: una sola decisión sabia puede vencer a muchas manos, y una sola opinión, si es razonable y persuasiva, realiza las empresas más grandes. Plutarco remata el punto con Eurípides: “una única decisión sabia vence a muchas manos” (Eurípides, Antíope, fr. 200, 3–4 Nauck²; también en Polibio I 35, 4).
La monarquía, aunque la presenta como régimen grandioso, impone fatigas y preocupaciones enormes. Cita anécdotas de reyes helenísticos y macedonios: Seleuco diciendo que si la gente supiera lo agotador que es leer y escribir tantas cartas no recogería la diadema ni aunque cayera al suelo; y Filipo lamentando que el rey deba vivir “según el interés de los asnos” por falta de pasto para los animales de tiro (Plutarco, Moralia 178A). La idea no es elogiar el retiro por placer, sino reconocer una carga estructural: reinar puede destruir la vejez si se vuelve mera obstinación.
Por eso, dice Plutarco, podría existir un momento oportuno para aconsejar a un rey anciano que deponga diadema y púrpura y viva retirado, para no parecer pretencioso reinando con cabellos blancos. Pero inmediatamente coloca el freno: si resulta impropio decir esto de Agesilao, Numa o Darío, entonces con mayor razón no debemos expulsar del Areópago a Solón, ni del senado a Catón, ni aconsejar a Pericles que abandone la democracia. El punto final es moral y casi amargo: no tiene sentido que alguien joven irrumpa en la política con ambiciones furiosas y, cuando llega la edad que aporta sensatez por experiencia, rechace el gobierno como si fuera una mujer de la que se ha aprovechado. Es decir: lo peor es gastar la política en pasión juvenil y abandonar justo cuando podría ejercerse con justicia, equilibrio y auténtica utilidad pública.
La vejez como garantía de continuidad política y escuela viva de gobierno en Plutarco
Plutarco abre este tramo con una fábula atribuida a Esopo: la zorra se niega a que el erizo le quite las garrapatas, porque las que ya están saciadas harán menos daño que las nuevas, hambrientas. La aplicación política es inmediata y mordaz: un gobierno que se deshace sistemáticamente de los viejos se verá forzado a llenarse de jóvenes ansiosos de gloria y poder, pero carentes de sentido político. El argumento no es biológico, sino institucional: la sustitución constante elimina la experiencia acumulada y deja el espacio público en manos de ambiciones inexpertas (Aristóteles, Retórica 1393b–1394a).
Desde aquí, Plutarco introduce una idea pedagógica central: el sentido político no se adquiere sin convivencia con quienes ya lo poseen. Así como los tratados de navegación no producen capitanes si estos no han pasado antes largas horas en la popa observando cómo se gobierna una nave en la tormenta, tampoco un joven puede gobernar una ciudad por haber leído libros o asistido a lecciones teóricas. La metáfora naval —recurrente en la tradición griega— se intensifica con la imagen del marino que, en la tempestad nocturna, añora a los Dioscuros, Cástor y Pólux, protectores de la navegación (Lírica adespota 86 Page). Gobernar exige experiencia real frente al riesgo, no mera instrucción abstracta.
Plutarco es explícito en su crítica a la formación puramente académica. Ni leer tratados ni tomar apuntes de cursos políticos —alusión directa al Liceo aristotélico— basta para aprender a conducir una asamblea o un consejo. El gobierno es un arte práctico que se adquiere “junto a las riendas y el timón”, observando a los jefes del pueblo y a los generales que toman decisiones bajo presión, entre peligros, incertidumbres y vaivenes del azar. Aquí Plutarco se inscribe en una tradición profundamente aristotélica: la phrónesis no se enseña como una ciencia, sino que se cultiva mediante la experiencia (Aristóteles, Ética a Nicómaco 1142a10–15).
De esta constatación se sigue una conclusión decisiva: el anciano debe gobernar también para educar. Su presencia en la vida pública no es solo útil para decidir bien, sino indispensable para formar a quienes vendrán después. Plutarco recurre a una analogía didáctica clara: así como el maestro de lectura o de música enseña leyendo y tocando primero él mismo, el político enseña no solo con discursos o instrucciones, sino actuando en los asuntos públicos. La educación política auténtica es mimética y viva: el joven se forma tanto por las palabras como por los actos del anciano.
En este punto, Plutarco arremete contra la enseñanza retórica vacía de los sofistas, comparando su formación con palestras sin riesgo, donde no hay peligro real ni responsabilidad. Frente a esa educación artificial, el aprendizaje político verdadero se da en las “competiciones olímpicas y píticas”, es decir, en el ejercicio real del poder, donde se arriesga prestigio, estabilidad y destino colectivo. El joven formado así es comparado, siguiendo a Semónides, con un potro que trota junto a su madre mientras aún mama: aprende moviéndose al ritmo del adulto experimentado, no separado de él (Semónides, fr. 6 Adrados).
Plutarco refuerza la idea con una serie de ejemplos históricos paradigmáticos de parejas maestro–discípulo en política. Arístides se formó junto a Clístenes; Cimón junto a Arístides; Foción junto a Cabrias; Catón junto a Fabio Máximo; Pompeyo junto a Sila; Polibio junto a Filopemen. En todos estos casos, los jóvenes no surgieron de la nada ni de la teoría, sino que “brotaron” de los ancianos, creciendo bajo su tutela práctica. Gracias a esa convivencia, adquirieron hábito, experiencia y sentido político, alcanzando después gloria y poder legítimos.
La madurez del juicio político y la política como forma de vida: culminación del argumento de Plutarco
Plutarco retoma aquí la idea de que la vejez depura la palabra y la acción, apoyándose en una anécdota filosófica precisa. Un sofista, acusado de fingir haber sido discípulo de Caméades, respondió que lo había sido cuando, con la edad, su palabra abandonó el estrépito y el tumulto para concentrarse en lo útil y lo práctico. La referencia es decisiva: Caméades, célebre por su elocuencia torrencial en la juventud (cf. Diógenes Laercio IV 62-63), encarna el paso de una retórica ruidosa y combativa a una sabiduría sobria, centrada en la utilidad real. Plutarco utiliza esta imagen para caracterizar la política de los ancianos: libre ya de ostentación, de competencia verbal y de ambición de gloria, se vuelve firme, clara y eficaz.
La comparación natural que sigue refuerza la idea. Así como el iris —según Teofrasto— desprende al comienzo un olor impuro, pero solo al envejecer alcanza su mejor aroma (Teofrasto, Sobre los olores VII 34), del mismo modo el carácter y el juicio del hombre alcanzan su punto óptimo tras haber perdido la aspereza y la impureza de la juventud. La vejez no empobrece la acción política: la perfuma, la vuelve más adecuada a su fin propio, que es el bien común. Por eso —insiste Plutarco— el anciano debe actuar en política por causa de los jóvenes, no en su contra.
Aquí introduce una imagen platónica fundamental: así como el vino puro, al mezclarse con agua, apacigua al dios furioso cuando interviene un dios temperante, del mismo modo la prudencia de la vejez, mezclada con la juventud ardiente en la asamblea, modera su delirio de gloria y ambición (Platón, Leyes 773d; Plutarco, Moralia 15E, 613D, 657E). No se trata de anular el ímpetu juvenil, sino de educarlo desde dentro, neutralizando su violencia excesiva mediante la presencia activa de la experiencia.
A partir de aquí, Plutarco eleva la discusión a un plano decisivo: qué es, en verdad, la actividad política. Se equivoca —dice— quien cree que la política es comparable a la navegación o a la guerra, actividades orientadas a un fin externo que cesan una vez alcanzado (posición atribuida a Aristóteles en Ética a Nicómaco 1177b). Para Plutarco, la política no es un servicio con término, sino el modo de vida propio del ser humano en cuanto animal domesticado, social y político (Platón, Leyes 766a; Aristóteles, Ética a Eudemo 1242a; Tópicos 128b). No se “cumple” la política como una tarea puntual: se vive políticamente mientras dura la vida.
Por eso la política no se define por el hecho de “haber gobernado” en el pasado, sino por gobernar ahora; no por haber hecho el bien alguna vez, sino por hacerlo continuamente. Plutarco formula esta idea con una serie de paralelismos éticos contundentes: lo correcto no es haber dicho la verdad, sino decirla; no haber obrado justamente, sino obrar con justicia; no haber amado a la patria, sino amarla efectivamente. La virtud política, como toda virtud, es actual, no retrospectiva.
La naturaleza —dice Plutarco— nos conduce a comprender estas verdades si no estamos completamente corrompidos por la desidia y la debilidad. Y concluye con un verso de fuerte resonancia moral: “Tu padre te engendra como algo muy valioso para los mortales”, recordando que la vida humana tiene desde su origen una orientación al bien común. De ahí la exhortación final, que resume todo el tratado: no dejemos de hacer el bien a los mortales.
Capacidad antes que edad
Referente a la enfermedad y la debilidad corporal. Su respuesta es clara y rigurosa: quienes usan este argumento no están criticando la vejez, sino la incapacidad física. Y cometerían un grave error si confundieran ambas cosas. Hay jóvenes enfermizos y ancianos robustos; por tanto, el criterio correcto para participar en política no es la edad, sino la capacidad efectiva. No se debe excluir a los viejos por ser viejos, ni convocar a los jóvenes por ser jóvenes, sino rechazar a los incapaces y llamar a los capaces, cualquiera sea su edad (cf. Plutarco, Vida de Catón el Viejo 35).
Para ilustrar esta distinción, Plutarco recurre a un contraste histórico muy expresivo. Filipo Arrideo era joven, pero mentalmente incapaz; Antígono, en cambio, era viejo y estuvo a punto de conquistar toda Asia. Arrideo no fue más que una figura decorativa, comparable a un lancero mudo del teatro: un nombre y una fachada de rey, ridiculizado mientras otros ejercían el poder real (Plutarco, Vida de Alejandro 77, 7–8; Moralia 327D–E). La juventud, sin capacidad, no solo es inútil, sino peligrosa cuando se reviste de autoridad.
Plutarco refuerza el argumento con una analogía coherente: así como sería absurdo exigir a jóvenes débiles y enfermizos —como Pródico el sofista o Filetas el poeta— que se dedicaran a la política, también lo sería impedir gobernar o mandar ejércitos a ancianos fuertes y competentes. Y entonces presenta una tríada ejemplar: Foción, Masinisa y Catón. Tres ancianos que, lejos de ser un estorbo, encarnaron el ideal de vigor moral y político hasta el final de sus vidas.
De Foción se cuenta que, cuando Atenas se precipitó hacia una guerra imprudente, ordenó a los menores de sesenta años que tomaran las armas y lo siguieran. Ante las protestas, respondió con ironía y firmeza: «No hay nada de malo, puesto que yo, que tengo más de ochenta, estaré con vosotros como general». La autoridad aquí no se funda en la fuerza física, sino en la coherencia del ejemplo: el anciano no exige a otros lo que él mismo no está dispuesto a asumir.
El caso de Masinisa, transmitido por Polibio (Historias, libro XXXVI, fragmentario), es aún más elocuente. Murió con más de noventa años, dejando un hijo pequeño, y poco antes de morir había vencido a los cartagineses en una gran batalla. Al día siguiente fue visto comiendo pan basto delante de su tienda, como un soldado más. La anécdota subraya una vida de disciplina y actividad mantenida hasta el final, como si la vejez no hubiera apagado, sino consolidado, su energía moral.
En este punto Plutarco introduce un verso de Sófocles que funciona como clave interpretativa: “resplandece en su uso como bronce magnífico” (Sófocles). La metáfora es precisa: lo que se ejercita brilla; lo que se abandona se corroe. Y añade el contrapunto: “el tiempo lleva a la ruina el techo desocupado”, imagen que refuerza la idea de que la inactividad —no la edad— es lo que destruye tanto las casas como las almas.
Contra la vejez ociosa y a favor del ejercicio continuo del gobierno
La excelencia se prueba en la acción, no en la inactividad. Por eso —dice— se juzga mejor a los reyes por su desempeño en guerras y expediciones que por su reposo. La anécdota de Átalo (atribuida tradicionalmente al hermano de Éumenes) sirve para ilustrar el daño de una paz prolongada mal entendida: su amigo Filopemén se limitaba a “cuidarlo” engordándolo, como si la inactividad hubiera reducido al rey a un cuerpo que solo necesita ser mantenido. El sarcasmo romano —preguntar si el rey tenía influencia sobre Filopemén— subraya la inversión de jerarquías que produce la ociosidad: quien debería gobernar termina siendo “pastoreado” (juego etimológico entre Philopoimēn y poimaínein, “apacentar”).
El contraste romano refuerza el argumento. Lúculo fue un general brillantísimo mientras mantuvo la inteligencia en ejercicio; pero cuando se entregó a una vida doméstica, despreocupada e inactiva, su vigor se marchitó “como las esponjas en mar calma” (Aristóteles, Investigación sobre los animales 548b, 26). La imagen es precisa: sin tensión ni movimiento, la materia viva pierde firmeza. La degeneración de Lúculo culmina cuando delega el cuidado de su vejez en un liberto, Calístenes, hasta parecer “embrujado” por él; solo la intervención de su hermano Marco restituye un mínimo de orden. Plutarco no condena el retiro en sí, sino el retiro sin dirección, que sustituye la autarquía del juicio por la dependencia.
A continuación, Plutarco reúne sentencias paradigmáticas para fijar un principio general. Darío afirmaba que su inteligencia se agudizaba en el peligro; Ateas, rey escita, no se veía diferente de sus palafreneros cuando estaba ocioso; Dionisio el Viejo, preguntado por el ocio, respondía: “¡que nunca jamás me suceda eso a mí!”. La lección es inequívoca: la mente política se afina con la exigencia, no con la comodidad. De ahí la paradoja decisiva: el arco se rompe cuando está siempre tenso, pero el alma se rompe cuando se distiende. El equilibrio corporal admite descanso; el equilibrio del alma política exige ejercicio.
Plutarco amplía el argumento con un razonamiento comparativo. Si los músicos dejan de oír armonías, los geómetras de resolver problemas y los aritméticos de calcular, pierden capacidad con la edad, aun tratándose de artes teóricas. Con mayor razón —concluye— la capacidad política, que no es solo teórica, sino práctica y prudencial, se conserva hablando, actuando, razonando y juzgando de manera continua. La política está hecha de phrónesis (prudencia), sōphrosýnē (sensatez) y dikaiosýnē (justicia), pero también —y decisivamente— de experiencia en el momento oportuno y en la palabra adecuada, experiencia que es “poderosa artífice de persuasión”.
Si esa capacidad huye de la acción, el alma contempla con indiferencia cómo se escapan virtudes enteras: el amor a la humanidad (philanthrōpía), el interés por los asuntos comunes y el deseo de hacer el bien. Y estas virtudes —subraya Plutarco— no deberían tener límite ni final. La vejez ociosa no solo empobrece al individuo; empobrece a la ciudad, porque priva a la comunidad del ejercicio de aquellas disposiciones que solo maduran con el tiempo y se marchitan con el abandono.
La vejez del político y la fidelidad al cuidado común
Si uno tuviera por padre a Titono, inmortal pero condenado a una vejez interminable y cada vez más dependiente, nadie consideraría legítimo abandonarlo alegando cansancio o el hecho de haberlo cuidado durante mucho tiempo. El ejemplo mitológico es claro: la duración del deber no lo anula, sino que lo intensifica. Titono simboliza una vejez prolongada que exige asistencia constante, y Plutarco apela aquí a una ética del cuidado que no se mide por el tiempo ya entregado, sino por la necesidad presente (cf. Aristón de Quíos, Titono o sobre la vejez; Cicerón, Cato Maior 3).
A partir de esta imagen, Plutarco da el paso decisivo: la patria —o la “matria”, como dicen los cretenses— tiene derechos más antiguos y mayores que los padres (Platón, República 575d). La comunidad política es longeva, pero no inmortal ni autosuficiente; envejece, se debilita y requiere cuidados continuos. Por eso no puede ser abandonada por quienes han aprendido a servirla. La patria, personificada, se aferra al político “agarrándose de su vestido”, imagen homérica que expresa la fuerza del deber que retiene incluso al que quisiera apresurarse a retirarse (Homero, Ilíada XVI 9).
Con esta metáfora, Plutarco invierte por completo el argumento del retiro: no es el político quien debe preguntarse si ha servido bastante, sino la ciudad la que sigue necesitando de su servicio. La vejez no libera del compromiso; al contrario, lo hace más apremiante, porque la experiencia acumulada es precisamente lo que la comunidad envejecida no puede reemplazar fácilmente.
Para reforzar esta idea, Plutarco introduce un ejemplo personal y religioso. Él mismo ha servido durante muchas Pitíadas a Apolo Pitio, participando en sacrificios, procesiones y coros, y nadie —dice— se atrevería a sugerirle que depusiera la corona por razón de edad. El servicio al dios no se abandona por vejez, porque su dignidad no depende del vigor físico, sino de la fidelidad, la experiencia ritual y la continuidad del culto. Retirarse por edad sería incomprensible e irreverente.
El argumento culmina con una trasposición directa al ámbito político. Así como no se abandona el servicio de Apolo Pitio, tampoco debe abandonarse el servicio a Zeus Polieo y Agoreo, divinidades tutelares de la ciudad y del ágora, símbolos del orden político y de la deliberación pública. El político es descrito como “presidente y profeta de los misterios políticos”: no un técnico ocasional, sino un iniciado que ha asumido un ministerio cívico de larga duración. Abandonarlo por vejez equivaldría a desertar de un sacerdocio civil que exige continuidad y responsabilidad.
La política no es una ocupación que se agota, sino un cuidado que perdura mientras la ciudad lo requiera. Del mismo modo que no se abandona a un padre anciano ni se renuncia al culto por edad, tampoco el hombre de Estado debe desertar de la patria cuando ésta envejece y necesita más que nunca de su prudencia, su palabra y su presencia activa.
Adaptación, moderación y armonía
Ya no se trata de refutar a quienes quieren apartar al anciano de la política, sino de examinar cómo debe actuar políticamente sin imponerse cargas impropias o penosas. La vida pública —afirma— no es una realidad uniforme, sino que posee múltiples formas y registros, algunos especialmente adecuados para la vejez. Para explicarlo recurre a una analogía musical: si alguien tuviera que cantar toda su vida, no debería empeñarse en sostener en la vejez los tonos más agudos y elevados, sino aquellos que resultan más accesibles y moralmente apropiados. Del mismo modo, el anciano no debe abandonar la acción política, sino modularla, eligiendo aquellas tareas que armonizan con su edad.
La comparación se extiende al ámbito corporal. Nadie —dice Plutarco— propone dejar el cuerpo completamente inactivo solo porque ya no puede realizar ejercicios atléticos exigentes como la hoplomaquia, el lanzamiento de disco o el uso de halteras. En lugar de ello, se practican ejercicios más suaves: paseos, movimientos moderados, juegos tranquilos y conversación, con el fin de mantener activa la respiración y reavivar el calor vital. La enseñanza es clara: la vejez no debe ser ni inmovilidad ni sobreesfuerzo, sino ejercicio proporcionado. De igual modo, en política no se debe permitir que la inactividad vuelva torpe y rígido al anciano, pero tampoco cargarlo con todo tipo de magistraturas y empresas como si aún estuviera en la plenitud física.
Plutarco advierte contra un doble error. El primero es exigir a la vejez hazañas que ya no puede sostener, exponiéndola a la humillación, como en el verso trágico de Eurípides donde el deseo de empuñar la espada es traicionado por la debilidad del cuerpo (Hércules 268–269). El segundo error, más sutil, consiste en el afán desmedido de protagonismo político, que no es censurable solo en los ancianos, sino en cualquier edad. El hombre que pretende acaparar todos los asuntos de gobierno, negándose a delegar y entrometiéndose en todo por ambición o envidia, resulta reprochable incluso si es joven y fuerte; en la vejez, ese comportamiento se vuelve además penoso y ridículo.
Plutarco describe con especial dureza esta degeneración del celo político: el ansia de presentarse constantemente a los sorteos de magistraturas, la obsesión por intervenir en todos los tribunales y consejos, la ambición de asumir toda embajada o defensa del Estado. En apariencia, estos comportamientos podrían parecer celo cívico; en realidad, revelan una pasión desordenada por el mando, que acaba produciendo el efecto contrario al deseado. El anciano que actúa así se vuelve molesto incluso para quienes le son favorables y, peor aún, provoca el resentimiento de los jóvenes, que sienten que se les cierran las oportunidades de actuar y de formarse en la vida pública.
El resultado es una inversión trágica del prestigio: lejos de ser respetado por su experiencia, el anciano ambicioso es odiado por los jóvenes y mal visto por el resto de la comunidad, de un modo no muy distinto a como se desprecia en otros viejos la avaricia o la entrega desordenada a los placeres. Plutarco no condena aquí la participación política del anciano, sino la falta de medida, la incapacidad de adaptar su acción a su etapa vital.
La prudencia del anciano en la política: selección, dignidad y servicio
Plutarco profundiza aquí en una idea central de todo el tratado: no se trata de que el anciano abandone la política, sino de que aprenda a seleccionar con sabiduría el modo y el momento de su intervención. Para ilustrarlo, recurre al ejemplo de Alejandro Magno, quien —cuando Bucéfalo ya era viejo— utilizaba otros caballos para tareas menores como pasar revista a la falange, reservando a Bucéfalo solo para el instante decisivo del combate, cuando era necesario arriesgarlo todo (cf. Vida de Alejandro 32, 12). Del mismo modo, el político anciano debe “sujetarse las riendas”, apartarse de los asuntos secundarios y dejar que los jóvenes se ocupen de ellos, reservándose personalmente para las cuestiones verdaderamente graves e importantes, donde su experiencia y juicio son insustituibles.
A partir de esta comparación, Plutarco introduce una crítica moral incisiva: los atletas —dice— conservan sus cuerpos intactos para esfuerzos inútiles, mientras que el político sensato debe hacer exactamente lo contrario, despreciar lo pequeño y fútil y reservarse para lo digno de su esfuerzo. En la juventud, casi todo parece adecuado: tanto las tareas menores como las grandes empresas suscitan aprobación, y aun la temeridad o el afán de rivalizar pueden resultar atractivos y hasta útiles en su momento (cf. Homero, Ilíada XXII, 71). Pero en la vejez esas mismas actitudes pierden gracia y se vuelven impropias.
Plutarco es especialmente severo con el anciano que se dedica a funciones accesorias y poco nobles: la recaudación de impuestos, la inspección de puertos y mercados, las embajadas serviles o los desplazamientos destinados a halagar a gobernantes. Tales tareas, afirma, no tienen nada de solemne ni de necesario, sino que rebajan al político a un papel servil, haciéndolo digno de compasión o incluso de desprecio. El problema no es la actividad en sí, sino la pérdida de jerarquía moral: el anciano, por su edad y trayectoria, debe encarnar dignidad, no servidumbre.
En coherencia con esto, Plutarco sostiene que no es apropiado que un anciano aparezca en cualquier magistratura, sino solo en aquellas que poseen grandeza y prestigio, como la presidencia del Areópago o el cargo vitalicio en la anfictionía, que describe como un “dulce esfuerzo y fatiga que no fatiga”. Estos cargos no exigen agitación ni desgaste físico, sino juicio, autoridad moral y continuidad, virtudes propias de la vejez.
Sin embargo, incluso estos honores deben asumirse con una actitud correcta: no han de ser perseguidos, sino aceptados con reserva, casi huyendo de ellos. El anciano no debe buscar el cargo para su propio beneficio, sino entregarse él mismo al servicio del cargo. En este punto Plutarco introduce una cita atribuida a Tiberio César, según la cual no es vergonzoso que alguien, pasada cierta edad, tienda la mano al médico, pero sí lo es tenderla al pueblo para mendigar votos y apoyo político. Pedir cargos resulta innoble; recibirlos por llamado de la patria es, en cambio, algo solemne y bello.
La palabra del anciano en la asamblea: autoridad contenida y valentía decisiva
Plutarco aplica aquí el mismo principio de medida y adecuación que ha desarrollado para la acción política a un ámbito especialmente delicado: el uso de la palabra en la asamblea cuando se ha llegado a viejo. El anciano no debe monopolizar la tribuna ni intervenir de forma constante, ni mucho menos adoptar una actitud agresiva, provocadora o pendenciera frente a quienes están hablando. Obrar así no solo resulta impropio de su edad, sino que además erosiona el respeto que los jóvenes deben sentir hacia él, fomentando en ellos la desobediencia y la “dureza de oído” (dysekoía), es decir, la costumbre de no escuchar ni atender a la autoridad moral (término cuyo uso figurado es excepcional en griego). La autoridad del anciano, insiste Plutarco, se pierde cuando se transforma en ruido.
Por ello, recomienda una actitud de contención deliberada: a veces conviene dejar hacer, permitir que los jóvenes se equivoquen, se exalten o incluso se muestren insolentes frente a la propia opinión. El anciano no debe figurar en exceso ni intervenir continuamente, pues su presencia constante debilita su peso moral. Sin embargo, esta reserva no equivale a pasividad absoluta. Plutarco establece con claridad el criterio decisivo: cuando está en juego un peligro grave para la seguridad del Estado, su honor o su moral, entonces el anciano no solo puede, sino que debe intervenir, aunque nadie lo llame y aunque ello suponga un esfuerzo extraordinario.
Para ilustrar este deber supremo, Plutarco recurre a dos ejemplos paradigmáticos. El primero es el de Apio Claudio el Ciego en Roma. Tras la derrota romana frente a Pirro, cuando el Senado se inclinaba a negociar una paz que Apio consideraba vergonzosa, este anciano —ciego de ambos ojos— se hizo llevar a través del foro hasta la curia. Allí, de pie en medio del Senado, pronunció un discurso memorable: dijo que hasta entonces lamentaba su ceguera, pero que en ese momento desearía también estar sordo, para no tener que escuchar deliberaciones tan indignas. Su intervención logró revertir la decisión y empujó a los romanos a continuar la guerra en defensa de Italia (cf. tradición romana recogida por Plutarco).
El segundo ejemplo es Solón de Atenas, quien, al advertir que la supuesta demagogia de Pisístrato era en realidad una maniobra para instaurar la tiranía, decidió actuar cuando nadie más se atrevía. Tomó las armas, se colocó ante su propia casa y llamó públicamente a los ciudadanos a resistir. Cuando Pisístrato le preguntó qué lo había impulsado a semejante acción, Solón respondió con una frase cargada de ironía y profundidad política: «la vejez» (cf. tradición ateniense transmitida por Plutarco). Con ello no aludía a una debilidad, sino a una libertad: la vejez lo había liberado del miedo, del cálculo interesado y de la ambición personal.
La función suprema del anciano en la política
Plutarco comienza este tramo reafirmando una idea ya insinuada: las grandes crisis despiertan incluso a los ancianos más debilitados, siempre que conserven un mínimo de aliento. Sin embargo, fuera de esas situaciones extremas, el anciano prudente debe rehusar las tareas secundarias y auxiliares, aquellas que causan más molestias a quien las ejerce que verdadero beneficio a la comunidad. Hay, dice Plutarco, una ganancia política en saber esperar: cuando el anciano no se precipita, sino que aguarda a ser llamado, añorado y requerido por los ciudadanos, regresa a la vida pública con una autoridad mayor y una confianza más sólida.
En el día a día de la asamblea, el anciano debe comportarse como un árbitro moral. Aun estando presente, muchas veces guardará silencio y dejará que hablen los jóvenes, observando los enfrentamientos nacidos de la ambición política. Solo cuando la disputa traspasa los límites interviene, no con dureza, sino con suavidad y benevolencia, apaciguando insultos, rivalidades y arrebatos de cólera. Su función no es humillar ni imponerse, sino enseñar sin reproche, elogiar al que acierta y corregir al que yerra sin herir. Incluso debe saber aceptar su propia derrota con buen ánimo y permitir que otros prevalezcan, para que adquieran influencia y confianza. Plutarco apoya esta actitud con el ejemplo de Néstor, que reconoce el valor del discurso de un joven sin desautorizarlo, animándolo a continuar y subrayando su potencial (Homero, Ilíada IX, 55-57).
Pero Plutarco va más allá: lo más propio del verdadero político anciano no es tanto la reprensión pública como el consejo privado. A los jóvenes con disposiciones naturales para la política hay que orientarlos discretamente, sugerirles palabras y medidas, impulsarlos hacia las buenas acciones y ofrecerles, como hacen los maestros de equitación, un “caballo dócil”, es decir, un contexto favorable para que aprendan a gobernar sin ser derribados al primer intento. Si el joven tropieza, el anciano no debe abandonar su formación, sino levantarlo y animarlo, como hicieron Aristides con Cimón o Mnesífilo con Temístocles, ambos inicialmente rechazados por el pueblo (cf. Vida de Cimón 4-5; Vida de Temístocles 2). El mismo patrón aparece en Atenas cuando un anciano que había escuchado a Pericles consoló a Demóstenes tras un fracaso, recordándole su semejanza natural con aquel gran hombre (cf. Vida de Demóstenes VI 5), o cuando Eurípides animó al músico Timoteo frente al rechazo inicial del público.
Plutarco encuadra esta tarea pedagógica en una analogía institucional y religiosa. Así como en Roma las vírgenes vestales pasan por etapas —aprender, ejercer y finalmente enseñar— (Vida de Numa X 2), y como en Éfeso las sacerdotisas de Ártemis avanzan desde la iniciación hasta la enseñanza, del mismo modo el hombre de Estado perfecto comienza aprendiendo, actúa en la plenitud y culmina enseñando. El léxico mistérico no es casual: la política aparece aquí como un saber que se transmite por iniciación y ejemplo, no solo por discursos.
Entrenar a otros —aclara Plutarco— no es competir, pero formar a un joven político es un servicio de primer orden a la patria, pues asegura la continuidad de la virtud cívica. En esto ve Plutarco el núcleo del proyecto de Licurgo en Esparta: habituar a los jóvenes a obedecer siempre a los ancianos como si fueran legisladores. De ahí la célebre frase de Lisandro, según la cual Esparta era el mejor lugar para envejecer. No porque los ancianos vivieran cómodamente, sino porque todos ellos ejercían una forma de autoridad pública: como magistrados, patronomos o pedagogos, supervisaban no solo la política, sino también los juegos, el deporte y la conducta de los jóvenes.
Los ancianos son temidos por los que obran mal, pero buscados y respetados por los buenos; y los jóvenes acuden a ellos porque los ayudan a crecer en excelencia sin despertar envidia. Así se cumple la función más alta del anciano en la vida política: no dominar ni retirarse, sino transmitir, asegurando que la virtud pública no muera con una generación, sino que pase, fortalecida, a la siguiente.
La política como forma de vida y la fecundidad moral de la vejez
La envidia es siempre un vicio, pero que en los jóvenes suele disfrazarse con nombres aceptables —emulación, competencia, ambición—, mientras que en los ancianos aparece desnuda, áspera e indecorosa. Por ello, el político viejo debe mantenerse radicalmente alejado de ella y no comportarse como esos árboles secos que, por celos, quitan la luz a los retoños que crecen a su alrededor. La actitud correcta es la contraria: acoger con benevolencia a los jóvenes, dejarlos acercarse, guiarlos, instruirlos y abrirles el acceso a tareas honorables que les otorguen prestigio sin dañar al pueblo. En cambio, las decisiones duras, impopulares o que generan hostilidad —como las medicinas que primero irritan y luego curan— deben ser asumidas por el propio anciano, para no exponer a los jóvenes, todavía inexpertos, al rechazo y a la furia de la multitud.
Desde aquí, Plutarco amplía decisivamente el concepto de política. La vida política no se reduce a ocupar cargos, gritar en la asamblea o presentar propuestas, del mismo modo que la filosofía no consiste solo en dar clases desde una cátedra. Quienes identifican la política con el espectáculo de la tribuna confunden su esencia. La verdadera actividad política —como la filosófica— es una disposición continua del alma, visible en la conducta cotidiana. Sócrates sirve de modelo: filosofaba conversando, bebiendo, caminando, en campaña militar, en el ágora e incluso en la cárcel, mostrando que la filosofía puede vivirse en toda circunstancia. De igual modo, el auténtico político está siempre haciendo política cuando orienta a los poderosos, apoya a los indecisos, disuade planes peligrosos y fortalece a los sensatos, incluso aunque nunca vista el manto del general ni suba a la tribuna.
El hombre realmente político no acude al consejo o al teatro por ambición o entretenimiento, sino por atención constante al bien común. Incluso cuando no está presente físicamente, lo está en espíritu: se informa, juzga, aprueba o desaprueba las decisiones públicas. Por eso recuerda que hombres como Aristides en Atenas o Catón en Roma no ejercieron muchas magistraturas, pero consagraron toda su vida a la patria. La autoridad política no depende del número de cargos, sino de la constancia moral.
Los ejemplos históricos refuerzan esta idea. Epaminondas, sin ser general ni magistrado, salvó una situación militar crítica gracias a su autoridad moral y su inteligencia. Un anciano espartano logró detener una decisión imprudente del rey Agis con una sola advertencia oportuna (Tucídides V 65, 2). Menécrates, aun debilitado físicamente, era consultado por los éforos por su sensatez; y cuando comprendió que ya no podía obedecer una orden, reconoció que ese era el límite legítimo de su servicio. En todos estos casos aparece la misma regla: el ánimo no debe decaer antes que las fuerzas, pero tampoco debe imponerse cuando las fuerzas han desaparecido.
Plutarco introduce entonces una idea clave: el gobierno es una tarea compartida, y el anciano puede ejercer una influencia decisiva como consejero. Escipión Africano tuvo como guía permanente a Cayo Lelio; Cicerón reconoce que sus mejores decisiones como cónsul las tomó con la ayuda del filósofo Publio Nigidio. La política, así entendida, es una obra colectiva donde la vejez aporta claridad, previsión y profundidad.
En el cierre del pasaje, Plutarco formula una defensa filosófica de la vejez política. La ciudad no solo necesita manos y pies, sino sobre todo alma: justicia, moderación, sensatez y prudencia. Estas virtudes no nacen rápidamente, sino que maduran lentamente, y por eso sería absurdo que solo sirvieran para el ámbito privado —la casa, el campo o las riquezas— y no para la vida pública. La edad, lejos de inutilizar al hombre para gobernar, debilita más las funciones auxiliares que las rectoras, y añade precisamente lo que la política requiere: capacidad de mando y juicio.
La imagen final de los Hermes ancianos, representados sin manos ni pies pero con el miembro erecto, funciona como una alegoría provocadora: la fuerza física es lo menos necesario en el viejo, siempre que su razón permanezca vigorosa y fecunda. El símbolo no apunta a la potencia corporal, sino a la capacidad generadora del intelecto, a una mente que sigue produciendo orden, consejo y dirección aunque el cuerpo haya perdido agilidad.
Conclusión
Plutarco concluye que la vejez no es el ocaso de la vida política, sino su forma más alta y depurada, cuando la ambición se ha aquietado y gobiernan la prudencia, la justicia y la experiencia. El anciano no está llamado a competir con los jóvenes ni a retirarse por cansancio, sino a orientar, moderar y fecundar la ciudad con su razón, interviniendo con mesura en lo cotidiano y con valentía en lo decisivo. Así, la política deja de ser un espectáculo de fuerza y se convierte en un arte del bien común, donde la edad no resta autoridad, sino que la consagra.
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