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martes, 16 de diciembre de 2025

Plutarco - Moralia: La necesidad de que el filósofo converse con los gobernantes

Para Plutarco, el filósofo que se encierra en sí mismo traiciona su propia vocación: la sabiduría no nace para el silencio, sino para el consejo. En Sobre la necesidad de que los filósofos conversen con los gobernantes, sostiene que el pensamiento debe acercarse al poder no para halagarlo, sino para corregirlo, moderarlo y orientarlo hacia el bien común. Allí donde manda la fuerza sin razón, el filósofo recuerda los límites; allí donde gobierna la ambición, introduce la prudencia. La filosofía, lejos de ser un adorno del ocio, se convierte así en una forma activa de servicio público, capaz de humanizar el poder y darle medida.

LA NECESIDAD DE QUE EL FILÓSOFO CONVERSE CON LOS GOBERNANTES

Lejos de ser una búsqueda de prestigio personal, esta relación nace —según él— del amor por lo noble, por el bien común y por la humanidad. Rechazar el trato con los poderosos por temor a ser acusado de servilismo es, paradójicamente, una forma de vanidad y pusilanimidad. El filósofo que evita a los gobernantes por miedo a la crítica pública demuestra estar más preocupado por su reputación que por la utilidad de su saber. En este punto, Plutarco polemiza implícitamente con los epicúreos, a quienes acusa de exhortar a “vivir ocultos” no por modestia, sino por una filodoxía encubierta, es decir, por un amor desmedido a la gloria.

A continuación, Plutarco plantea una pregunta decisiva: ¿qué debe hacer el hombre que reconoce necesitar la filosofía? ¿Debe el filósofo limitarse a conversar con zapateros o maestros de escuela —como Sócrates con Simón o Dionisio— y rehuir a figuras como Pericles o Catón? La alusión no desprecia a los hombres comunes, sino que subraya la incoherencia de excluir deliberadamente a quienes ejercen poder político. Aristón de Quíos refuerza esta idea al afirmar que incluso las bestias deberían entender las palabras que incitan a la virtud, subrayando que el discurso filosófico no debe restringirse por el rango social del oyente, sino difundirse allí donde pueda producir mayor efecto moral.

Plutarco introduce entonces una imagen central: la filosofía no es un arte escultórico destinado a producir estatuas inmóviles. Citando a Píndaro, aclara que el discurso filosófico no busca la rigidez ni la autosuficiencia pasiva, sino la acción viva y eficaz (Píndaro, Nemeas V, 1). La filosofía, cuando es auténtica, genera impulsos de acción, criterios para lo útil, inclinaciones reflexivas hacia lo bello (proaíresis), y una combinación de grandeza de alma con dulzura y sencillez. Su finalidad no es la contemplación aislada, sino la transformación ética de quienes actúan en el mundo.

Desde esta perspectiva, Plutarco sostiene que quienes se interesan verdaderamente por el bien común buscan con mayor empeño a los poderosos. La analogía médica es elocuente: así como un buen médico cuidaría con mayor esmero el ojo que ve por muchos, el filósofo debe cuidar con mayor atención el alma de quien gobierna, porque sus decisiones afectan a la comunidad entera. Esta idea conecta con la ética aristotélica, según la cual procurar el bien de una ciudad es “más hermoso y más divino” que procurar el bien de un solo individuo (Aristóteles, Ética a Nicómaco 1094b).

Plutarco refuerza su argumento con una imagen hidráulica y mítica: el filósofo no debe conformarse con excavar una pequeña fuente que solo sacia a unos pocos —como la fuente Aretusa que bebían los cerdos de Odiseo (Homero, Odisea XIII, 404 ss.)—, sino descubrir ríos capaces de dar vida a ciudades enteras. Del mismo modo, la filosofía alcanza su plenitud cuando fluye hacia los centros de poder y fecunda amplios espacios humanos, en lugar de perderse en rincones marginales.

La referencia a Minos como “interlocutor del gran Zeus” (oaristḗs), interpretado por Platón como “amigo y discípulo del dios” (Platón, Minos 319b), refuerza la idea de que la relación entre sabiduría y poder tiene un fundamento antiguo y casi sagrado. Para los griegos, los verdaderos discípulos de los dioses no eran los particulares ociosos, sino los reyes y legisladores, porque en ellos se concentraban la prudencia, la justicia y la grandeza de alma que irradiaban al resto de la comunidad.

La comparación con la hierba eryngion —que inmoviliza a todo el rebaño cuando una sola cabra la muerde— ilustra el poder expansivo del influjo moral (Aristóteles, Investigación sobre los animales 610b; Plutarco, Moralia 558E). Del mismo modo, el discurso filosófico, cuando alcanza a un gobernante, se propaga como el fuego y beneficia a muchos a través de uno solo. En cambio, cuando se limita a un individuo pasivo y encerrado en sus necesidades privadas, el discurso se marchita y desaparece con él.

Plutarco recurre a ejemplos históricos decisivos: Anaxágoras con Pericles, Platón con Dión, Pitágoras con los gobernantes de Italia, Atenodoro con Catón y Panecio con Escipión Emiliano. Estos casos muestran que la filosofía ha influido eficazmente en la política cuando ha tenido el coraje de acercarse al poder. Sería absurdo que Panecio rechazara a Escipión por su noble linaje y su posición pública, prefiriendo en cambio a particulares ociosos dedicados a resolver silogismos en la sombra. Con ello, Plutarco afirma que la verdadera dignidad del filósofo no consiste en huir del poder, sino en educarlo.

Discuros interior y discurso exterior

Plutarco como trivial y anticuada la distinción —de origen estoico— entre un discurso interior (λόγος ἐνδιάθετος), don del Hermes soberano, y un discurso exterior o pronunciado (λόγος προφορικός), entendido como mero instrumento de transmisión. Esta doctrina, ampliamente conocida en su tiempo, no le parece errónea en sí misma, sino insuficiente si se queda en una clasificación abstracta. De ahí su ironía al decir que esto “ya lo sabía antes de nacer Teognis”, citando un proverbio cómico de uso común (Cómica adespota 737 Kassel-Austin; cf. Plut., Mor. 395E). Plutarco desplaza el problema desde la tipología del discurso hacia su finalidad ética.

Esa finalidad, sostiene, es la amistad (φιλία). El discurso interior ordena al hombre consigo mismo, conduciéndolo a la virtud mediante la filosofía, mientras que el discurso exterior está naturalmente orientado al otro. El primero produce armonía interior, ausencia de conflicto entre razón y deseo, y una paz profunda del alma. Para describir este estado, Plutarco cita un hexámetro atribuido a Empédocles: «ni desacuerdo ni lucha hay en sus miembros» (fr. B 27a DK), subrayando que la verdadera educación filosófica elimina la guerra interior que caracteriza a las almas dominadas por la pasión.

El discurso proferido, por su parte, tiene también como finalidad el amor y la vinculación humana, aunque Plutarco lamenta que en su tiempo se haya degradado. Apoyándose en Píndaro, recuerda que la Musa del discurso “antes no era codiciosa ni trabajadora a sueldo” (Ístmicas II, 6), mientras que ahora, por la incultura general, el “Hermes Común” se ha vuelto negociante y asalariado. Aquí Plutarco juega deliberadamente con la ambigüedad de Hermes, dios tanto del lógos como del comercio, para denunciar la mercantilización de la elocuencia y su pérdida de dignidad ética.

Esta crítica se refuerza mediante un paralelismo mítico: así como Afrodita castigó a las hijas de Propeto por haber negado su divinidad y prostituirse (alusión conocida por Ovidio, Metamorfosis X, 228 ss.), del mismo modo Urania, Calíope y Clío —musas de la astronomía, la elocuencia y la historia— detestan a quienes adquieren el arte del discurso por dinero. Plutarco afirma incluso que los dones de las Musas son “más propios del amor” que los de Afrodita, invirtiendo la jerarquía habitual entre eros y lógos (cf. Homero, Odisea XI, 246).

En este contexto introduce una distinción crucial entre gloria auténtica y falsa. Muchos identifican la gloria con el afecto, pues creen que sólo se alaba a quien se ama, pero quienes buscan la fama como fin último terminan, como Ixión, abrazando una nube en lugar de a Hera: reciben un simulacro engañoso de amistad (imagen frecuente también en Dión de Prusa y Séneca; cf. Plut., Vida de Agis I). La fama desligada de la virtud es inestable y falaz.

Sin embargo, Plutarco matiza cuidadosamente su posición: el filósofo que se dedica a la política sí necesita fama, pero sólo en la medida en que ésta le permita actuar eficazmente y generar confianza. La fama es un medio, no un fin. De hecho, sostiene que la gloria es un bien mayor para quienes la perciben que para quienes simplemente la poseen, del mismo modo que la luz beneficia más a quien ve que a quien es visto. Esta afirmación conecta con la ética cívica de la confianza como condición de la acción política justa.

Por contraste, el filósofo apartado de la vida pública, que busca la tranquilidad y la ociosidad, no persigue la fama popular que resuena en teatros y asambleas —“por ser casto de lejos saluda”, adaptando a Eurípides (Hipólito 102)—, pero tampoco desprecia la reputación entre los hombres moderados y sensatos. Plutarco establece aquí un equilibrio: ni rechazo ascético ni ambición desmedida. El filósofo auténtico no busca el poder ni la gloria, pero tampoco huye de ellos cuando están unidos a un carácter justo.

Este criterio se aplica también a las amistades personales. El filósofo no busca a los jóvenes bellos por su apariencia, sino a los dóciles y deseosos de aprender; sin embargo, la belleza no le asusta si va acompañada de virtud. Del mismo modo, no rehuye al gobernante poderoso si éste es moderado y bueno. Evitarlo por principio sería tan insensato como entregarse a él sin medida. Plutarco lo resume con un verso de Eurípides: “los que rehuyen a Cipris en exceso sufren la misma locura que los que la persiguen en exceso”.

El tercer apartado profundiza esta idea mediante una metáfora agrícola. Plutarco cita a Esquilo —“Siembro una tierra de doce días de camino, la región Berecintia”— para ilustrar que es más humano y más noble sembrar un terreno amplio que una pequeña parcela estéril. Incluso Epicuro, defensor de la vida retirada, admite que es más bello y placentero hacer el bien que recibirlo. Dar genera una alegría más profunda que recibir, como simbolizan los nombres de las Gracias: Aglaya, Eufrosine y Talía.

De aquí se deriva una tesis central del tratado: hacer buenos a quienes gobiernan es hacer el bien al mayor número posible. Por eso las ciudades castigan con especial dureza a los aduladores de tiranos, pues envenenan no a una sola copa, sino a una fuente pública. Plutarco recuerda el destino de los allegados a tiranos como Apolodoro, Fálaris o Dionisio, y contrasta esta violencia con la burla cómica dirigida a los aduladores de Calías. El criterio es claro: corromper al gobernante es un crimen público.

El valor del trabajo

Un fabricante de liras, dice, trabajaría con más gusto si supiera que su instrumento servirá para fines cívicos decisivos: levantar murallas o pacificar una ciudad. Por eso invoca a Anfión, el mítico tebano que atrae piedras con la música para fortificar Tebas, y a Taletas de Gortina, poeta y músico asociado a Esparta, capaz de aplacar revueltas o incluso librar a los espartanos de males colectivos con su canto. Con esto Plutarco instala un principio: el arte (y por analogía la filosofía) se ennoblece cuando su efecto se proyecta sobre la comunidad.

Luego traslada la misma lógica al ámbito naval y militar: un artesano fabricaría con especial celo un timón si supiera que dirigirá la nave capitana de Temístocles defendiendo a Grecia o la de Pompeyo en su campaña naval contra los piratas. El “timón” aquí funciona como símbolo del gobierno: la pieza es pequeña, pero su función es decisiva, porque orienta el todo. Así Plutarco prepara su pregunta central: si un simple artesano se entusiasma por el fin público de su obra, ¿cuánto más el filósofo, cuando piensa que su discurso puede formar a un gobernante que administrará justicia, legislará, castigará a los malvados y honrará a los buenos? .

Enseguida intensifica la metáfora: el timón más valioso sería el que gobierna la Argo, “nave conocida por todos”, porque su destino concierne a la colectividad. Y del mismo modo, un carpintero pondría más empeño en las tablas destinadas a ser soporte de la ley que en fabricar utensilios privados: Plutarco alude a las tablillas (áxones/kyrbeis) donde, según la tradición, Solón mandó grabar sus leyes. Aquí la imagen es potente: la madera no es “cosa”, es medio de normatividad; las tablas se convierten en soporte de orden político. La referencia moderna a la discusión sobre áxones y kyrbeis explica ese trasfondo documental.

Con esto, Plutarco formula su tesis más técnica: cuando las palabras del filósofo se “graban” en el alma de un gobernante realmente orientado al bien común, adquieren fuerza de ley. No es retórica: el discurso filosófico, internalizado por quien manda, se vuelve norma efectiva en la ciudad. Esta idea conecta con el modelo griego del legislador: no basta escribir leyes; hace falta un carácter capaz de encarnarlas y aplicarlas. Por eso el destinatario ideal es el “hombre que manda” y además es verdaderamente politikós en sentido pleno: no solo posee autoridad, sino que se interesa por la ciudadanía y el bien común.

El ejemplo de Platón en Sicilia funciona como “prueba histórica” del argumento, pero también como advertencia. Plutarco recuerda que Platón viajó a Siracusa con la esperanza de que sus ideas se transformaran en leyes y actos de gobierno bajo Dionisio II. Sin embargo, el intento fracasa: Dionisio aparece como un palimpsesto, ya lleno de borraduras, incapaz de desprenderse de la tinta antigua de la tiranía. Esta metáfora, señala el propio comentario, parece inspirarse en la República de Platón, donde se compara la educación y selección de guardianes con el trabajo del tintorero que fija colores sobre telas blancas cuidadosamente preparadas. La clave es la “blancura” previa: sin disposición adecuada, la virtud no se fija.

Para captar palabras virtuosas hay que ser todavía “puros”. La filosofía puede volverse ley solo si encuentra un alma con cierta preparación moral; de lo contrario, el gobernante no es tabla apta, sino manuscrito reutilizado y manchado. En términos políticos, Plutarco está diciendo que la educación del poder tiene límites: no todo gobernante es “educable” en virtud, y cuando la tiranía está “indeleble” desde antiguo, el discurso filosófico ya no funda leyes, sino que rebota. Esa nota final explica por qué cerrar con el fracaso de Platón en Siracusa resulta sorprendente: deja al lector con una enseñanza realista y, a la vez, con la sospecha de que el texto podría estar incompleto; en cualquier caso, confirma que el horizonte platónico atraviesa todo el tratado.

Conclusión

Plutarco defiende en toda esta obra una idea tan exigente como actual: la filosofía no cumple su misión cuando se repliega en la intimidad del sabio, sino cuando se arriesga a formar a quienes gobiernan. El discurso filosófico, nacido del amor y orientado a la amistad, alcanza su máxima dignidad al grabarse en el alma del gobernante justo, donde se transforma en ley viva y beneficio común. No siempre lo logra —como muestra el fracaso de Platón en Siracusa—, pero ese riesgo no desacredita a la filosofía: revela, más bien, que educar el poder es la tarea más alta y difícil del pensar, porque de uno solo pueden depender el bien o la ruina de muchos.

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