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domingo, 26 de octubre de 2025

Plutarco - Consolación a su mujer

La Consolación a su mujer es una carta que Plutarco escribe a su esposa tras la muerte de su hija pequeña, Timóxena. Este breve pero conmovedor texto combina ternura, razón y filosofía moral. En él, Plutarco exhorta a su esposa a sobrellevar el dolor con serenidad, apoyándose en la virtud y en la aceptación de la naturaleza humana. Lejos de la frialdad estoica, el autor expresa un afecto profundo y un sentido del equilibrio entre el sentimiento y la razón, convirtiendo este escrito en una joya del pensamiento ético y familiar del mundo antiguo.

CONSOLACIÓN A SU MUJER

Plutarco comienza refiriéndose al modo en que recibió la noticia de la muerte de su hija, señalando que el mensajero enviado por su esposa no lo encontró y que fue su nieta quien le informó en Tanagra. Desde el inicio se percibe un tono contenido y reflexivo: el hecho trágico se enuncia sin dramatismo, pero con una clara conciencia del dolor compartido. Plutarco reconoce la probabilidad de que las exequias ya se hayan realizado y manifiesta un deseo sereno: que todo haya ocurrido de la manera menos dolorosa posible para su esposa.

Plutarco comprende que su esposa, quizás movida por afecto o por prudencia, haya querido esperar su llegada antes de proceder. Sin embargo, él la exhorta a no dejarse dominar por supersticiones ni excesos emocionales. Lo que destaca en este pasaje es su intento de conciliar el afecto con la razón: el dolor es legítimo, pero no debe transformarse en un apego irracional al cuerpo o en un gesto supersticioso. 

Le pide serenidad, no solo por ella misma, sino también por él, subrayando la importancia del autocontrol en medio del dolor. Su tono no es de censura, sino de amorosa exhortación: la llama “querida mía” y le recuerda que ambos comparten la misma pérdida. El filósofo no niega la pena, sino que invita a mantener la compostura y la razón como expresión de sabiduría y fortaleza moral.

Cuando Plutarco dice que él “puede delimitar de qué magnitud es lo ocurrido”, muestra una comprensión racional del suceso: sabe medir el dolor y reconocer sus límites, en contraste con el desborde emocional que puede nublar el juicio. Al advertir que le dolería más verla vencida por la pena que la pérdida misma, expresa una forma de amor que busca elevar al otro, no protegerlo con consuelos vacíos.

“No nací de la encina ni de la roca”, es una cita homérica que significa que tampoco él es insensible o hecho de piedra.

Recuerda a su esposa que ambos compartieron no solo la crianza de varios hijos, sino también una vida familiar plena, en la que ambos participaron activamente en la educación de los niños. El gesto de haberle dado el nombre de su madre simboliza la continuidad del amor y de la vida familiar; por eso, su pérdida es doblemente sentida: muere la niña, pero también se apaga una prolongación afectiva de la madre. Sin embargo, Plutarco no se detiene en la tragedia, sino que eleva la memoria de la niña a un plano de pureza moral. Describe su carácter con ternura filosófica: la dulzura de los niños pequeños es “pura y sin mezcla”, porque no conocen el rencor ni la ira. Esta pureza, sin embargo, hace que el dolor de su pérdida sea más agudo.

Lo que antes fue motivo de gozo —la dulzura, la ternura y las virtudes de la niña— no debe ahora convertirse en causa de tormento. La lógica del filósofo es clara: si esos recuerdos nos proporcionaron felicidad mientras ella vivía, no hay razón para que al evocarlos nos destruyan; más bien, deben seguir siendo una presencia amable y serena en la memoria.

La cita de Clímene, madre de Faetón, refuerza esta idea mediante el ejemplo poético. Clímene, al odiar los objetos que le recordaban a su hijo —el arco y los juegos—, simboliza la reacción natural del dolor que rehúye todo lo que evoca la pérdida. Pero Plutarco considera que ese impulso debe ser dominado por la razón. No hay que rechazar los recuerdos, sino integrarlos, hacerlos vivir con nosotros. La memoria del ser amado, cuando se asume desde la virtud, se convierte en compañía espiritual y no en carga emocional.

El filósofo apela, además, a la coherencia de su vida y enseñanza: recuerda a su esposa que muchas veces ambos han razonado sobre estos temas con otros, y que ahora les toca aplicar esa sabiduría a su propio dolor. Su consejo final —no “encerrarse” ni “quedarse sentados” en la tristeza— encierra un llamado práctico: el duelo debe ser activo, no pasivo. La mejor forma de honrar la vida perdida no es el lamento perpetuo, sino conservar con alegría el recuerdo de lo bueno que fue. 

La compostura de Timoxena

Plutarco alaba con profunda admiración —aunque sin sorpresa— la actitud de su esposa ante la muerte de su hija. Destaca su compostura, su modestia y su rechazo a las formas externas del luto: no se vistió con ropas negras ni permitió que las sirvientas lo hicieran, no organizó ceremonias ostentosas ni exhibiciones de duelo. Todo se realizó con sencillez, serenidad y respeto. Este comportamiento, lejos de ser una muestra de frialdad, es para Plutarco una manifestación de prudencia (phronēsis) y templanza (sōphrosynē), virtudes que caracterizan tanto la vida pública como la privada.

El filósofo subraya que esta contención no lo sorprende, pues su esposa siempre había vivido de manera sobria y sin afectación, incluso en las ocasiones alegres o sociales. La virtud, para Plutarco, es una disposición estable del alma, no algo que se improvisa en la desgracia. Así, la moderación que ella mostró en la vida cotidiana se mantiene ahora en el dolor, demostrando que su carácter es verdaderamente firme.

Luego desarrolla un argumento moral más amplio: el verdadero combate interior no se libra contra la ternura natural —que es legítima y humana—, sino contra la desmesura del alma, que se deja arrastrar por los excesos del sufrimiento. Llorar y recordar es justo; pero abandonarse a la desesperación, como si el desconsuelo fuera una forma de virtud, es para Plutarco una falta de equilibrio tan censurable como la intemperancia en los placeres. En su ética, la virtud se define precisamente por la medida, por la capacidad de dominar los impulsos tanto en la alegría como en el dolor.

No solo la exime de cualquier reproche o necesidad de corrección, sino que la pone como ejemplo de virtud ante filósofos y ciudadanos. Su vida sencilla y natural, dice, ha causado admiración en todos los que la han conocido, incluso entre los sabios, que reconocen en ella una verdadera encarnación de los principios éticos que suelen predicar.

Plutarco destaca que su esposa ha demostrado esta firmeza no solo ahora, sino en ocasiones anteriores: al perder al hijo mayor y, más tarde, a Querón (probablemente un familiar cercano o amigo íntimo). En ambas tragedias, ella actuó con serenidad y orden, sin dejar que el dolor se transformara en caos doméstico o emocional. Este recuerdo cumple una doble función: sirve como reconocimiento de su virtud pasada y como refuerzo moral para sostenerla en el presente.

Particularmente emotiva es la evocación de la lactancia: su esposa alimentó al niño con su propio pecho y, pese a sufrir una lesión dolorosa, soportó una intervención sin debilidad. Plutarco interpreta este hecho como signo de “nobleza y amor de madre”, pero también como prueba de carácter: es capaz de soportar el dolor físico y emocional con firmeza y templanza. En su elogio se entrelazan el afecto con la ética: no se trata de una fría aprobación racional, sino de una reverencia amorosa hacia una mujer cuya virtud se manifiesta en la vida cotidiana.

Critica el carácter irracional y vano de esas demostraciones de pena, calificándolas de “enloquecidas” y “difíciles de apaciguar”. Según él, ese lamento no nace de una verdadera buena voluntad (eunoia), es decir, de un amor racional y noble, sino de una mezcla de dolor físico con vanagloria, esto es, de un deseo de mostrarse afectada ante los demás. En otras palabras, Plutarco distingue entre el dolor auténtico, que es silencioso y virtuoso, y el dolor teatral, que busca atención y agrava el sufrimiento.

Para ilustrar su idea, introduce una fábula de Esopo con tono moralizante: cuando Zeus reparte honores entre los dioses, el Sufrimiento pide también una porción, y Zeus se la concede solo a quienes lo eligen. Esta imagen alegórica encierra una enseñanza profunda: el sufrimiento se alimenta de la voluntad misma del doliente. En un inicio es una emoción natural, pero si se le deja entrar y permanecer, se convierte en hábito y se apodera del alma, volviéndose casi imposible de desterrar. Por eso, dice Plutarco, hay que resistirlo “en las puertas”, es decir, en sus primeros momentos, antes de que eche raíces.

El luto externo —la vestimenta, el cabello cortado, el aislamiento— alimenta la tristeza interior. Esta se convierte en un círculo vicioso que encierra al alma en la oscuridad y la amargura, haciéndola incapaz de disfrutar la luz, la risa o la compañía humana. Para Plutarco, el cuerpo y el alma están en íntima relación: si el cuerpo se debilita y se descuida, también el alma se deteriora. Por eso aconseja cuidar el cuerpo, mantenerse limpio y activo, pues la salud corporal ayuda a que la tristeza se disuelva, “como una ola en tiempo sereno”.

En tono de advertencia afectuosa, le dice a su esposa que no tema —como temen muchos— las “visitas de mujeres molestas”, aquellas que, en lugar de consolar, alimentan la pena con gritos, lamentos y gestos teatrales. Estas manifestaciones, lejos de aliviar, “gastan y excitan la pena”, impidiendo que el dolor siga su curso natural hacia la serenidad. Plutarco considera este tipo de consuelos un veneno disfrazado de compasión.

El filósofo recuerda, como ejemplo, un episodio reciente: su esposa había ayudado a la hermana de Teón, resistiendo justamente a esas mismas mujeres que acudían con lamentaciones exageradas. La comparación que usa es poderosa: esas personas son como quienes, en lugar de apagar un incendio, echan más leña al fuego. Su comportamiento refleja la incapacidad de comprender que la verdadera amistad y solidaridad consisten en aportar calma, no agitación.

Le pide a su esposa que, mediante un acto de reflexión consciente, regrese mentalmente al tiempo anterior al nacimiento de su hija, cuando ambos vivían sin esa alegría, pero también sin la actual tristeza. Le invita a unir ese pasado con el presente, reconociendo que su situación actual —sin la niña— no es peor que aquella de antes de tenerla. De este modo, busca liberar a su esposa de la ilusión de pérdida total: lo que hoy falta no existía antes, y entonces eran igualmente felices.

Este razonamiento encierra una lección moral sutil: si se lamentan del presente, sería como lamentarse de haber tenido una hija, cuando su nacimiento fue motivo de gozo. Por eso, Plutarco insta a no borrar de la memoria los dos años que ella vivió, sino a conservarlos como un bien disfrutado, no como un bien arrebatado. Así introduce una de las virtudes más estoicas del consuelo: la gratitud. No se debe reprochar a la fortuna por no haber prolongado lo que fue breve, sino agradecer lo que concedió. En sus palabras late una ética del reconocimiento: la felicidad no depende de la duración de los bienes, sino de la capacidad de recordarlos con gratitud.

Plutarco advierte contra un error común: dejar que un solo infortunio ensombrezca toda una vida feliz. Utiliza una imagen literaria —la del libro limpio con una sola mancha— para enseñar que no debemos juzgar la totalidad de nuestra existencia por un único episodio doloroso. La vida, como una obra bien compuesta, puede contener una página triste sin perder su belleza general. Este símil muestra el espíritu humanista de Plutarco: reconoce el dolor, pero lo sitúa dentro de una visión más amplia y equilibrada del destino humano.

Luego recuerda que la verdadera felicidad no depende de la fortuna, sino de la razón y de la disposición firme del alma. Aquellos que miden su bienestar por los acontecimientos externos —la pérdida, la riqueza, el elogio o el fracaso— están condenados a una inestabilidad perpetua. En cambio, quienes cultivan la serenidad interior pueden enfrentar las vicisitudes sin caer en la desesperación. Este principio filosófico, de raíz socrática y estoica, se convierte aquí en un consejo afectuoso dirigido a su esposa: no permitas que las lágrimas ajenas, dictadas por la costumbre más que por el amor, te arrastren al abatimiento; recuerda que muchos envidiarían aún tu vida, tu familia y tu carácter.

Sería absurdo que otros desearan nuestra suerte —aun con la pérdida incluida— y que nosotros mismos la despreciáramos. Usa un ejemplo de Homero para ilustrar esta actitud mezquina: así como algunos lectores rechazan versos incompletos (acéfalos o miuros) sin apreciar el esplendor del conjunto, muchos seres humanos centran su atención en la única parte dolorosa de la vida, ignorando la abundancia de bienes que los rodea. La comparación con los avaros refuerza la idea: quien acumula bienes pero no los disfruta actúa igual que quien tiene motivos de gratitud y no los reconoce. 

Si la pena surge porque la niña no alcanzó la adultez ni conoció el matrimonio, debe recordarse que esos bienes no son grandes en sí mismos, y que su pérdida no puede entristecer a quien no llegó a desearlos. La pequeña Timóxena, dice, disfrutó de lo que le correspondía en su breve existencia: lo pequeño, lo simple, lo puro. Y ahora, al haber partido “a un lugar sin tristeza”, ya no necesita de nuestra aflicción. 

Reconoce que algunas doctrinas filosóficas —como las epicúreas— sostienen que la muerte no es un mal porque el alma se extingue completamente; sin embargo, recuerda a su esposa que ambos profesan la fe tradicional griega y han participado en los ritos de Dioniso, donde se enseña la inmortalidad del alma. Así, Plutarco no consuela negando la existencia del alma, sino afirmando su supervivencia y su retorno a lo divino. Su propósito no es solo racionalizar el dolor, sino abrir una perspectiva religiosa que lo trascienda.

El filósofo desarrolla una comparación hermosa y reveladora: el alma es como un ave en cautiverio. Si permanece mucho tiempo en su prisión —el cuerpo—, termina domesticándose y olvidando su naturaleza libre. Entonces, al morir, no logra desprenderse fácilmente de las pasiones terrenales y vuelve a encarnarse, atrapada en el ciclo de los nacimientos. Esta idea refleja influencias órficas y pitagóricas, muy presentes en la religiosidad filosófica de Plutarco: la encarnación es una forma de olvido y de esclavitud espiritual, mientras que la liberación temprana del alma la devuelve más pronto a su patria celeste.

El contraste entre las almas que parten pronto y las que envejecen en el cuerpo se convierte en argumento de consuelo: la pequeña Timóxena, al morir joven, ha escapado del peso y la corrupción del mundo. Su alma no ha tenido tiempo de habituarse a las pasiones ni de confundirse con la materia; ha regresado pura y ligera al lugar que le corresponde por naturaleza. Plutarco ilustra esta idea con una imagen poética: el alma liberada es como una llama que, apagada brevemente, vuelve a encenderse con facilidad; en cambio, la que ha permanecido largo tiempo extinguida difícilmente recupera su brillo.

Las almas que mueren antes de enraizarse en la vida corporal “atraviesan más pronto las puertas del Hades” y alcanzan así una suerte más feliz. Lejos de ver la muerte temprana como una desgracia, Plutarco la presenta como un tránsito benigno hacia lo divino. 

Señala que, en la tradición griega, no se ofrecían libaciones ni se celebraban los ritos fúnebres habituales por los que mueren en la infancia, porque esos pequeños no han participado aún de la vida terrenal. Su existencia no estuvo marcada por los actos, pasiones ni contaminaciones propias de la vida humana; por eso, su destino es más puro y su tránsito, más rápido y luminoso.

Plutarco subraya que las leyes prohibían el duelo excesivo en estos casos, pues se consideraba impío lamentar a quienes habían partido “hacia una suerte y una región mejor y más divina”. Esta afirmación recoge la creencia de que el alma de los niños no está sujeta al castigo ni a la pesadumbre, sino que regresa enseguida a su origen celestial. La razón humana, dice Plutarco, encuentra incluso más difícil negar esta verdad que creerla, lo que significa que aceptar la paz de los inocentes es más natural que entregarse a la desesperación.

Por eso, exhorta a su esposa —y consigo mismo— a mantener la compostura externa conforme a la ley y la pureza interior conforme a la razón. Las lágrimas desmedidas, el duelo prolongado o la rebeldía frente al destino serían una forma de impiedad, porque implican desconocer la justicia divina. En cambio, guardar el alma “sin mancilla, pura y prudente” es el verdadero homenaje a la hija perdida y una señal de respeto hacia los dioses.

Conclusión

La Consolación a su mujer es una joya de amor y sabiduría donde Plutarco transforma el dolor en enseñanza. Frente a la muerte de su hija, no predica el olvido ni la frialdad, sino una serenidad nacida de la razón y la fe: aceptar la pérdida sin renunciar a la ternura. En cada línea, el filósofo enseña que el duelo puede ser escuela de virtud, que la memoria amorosa no debe ser cadena, sino luz, y que el alma, al desprenderse del cuerpo, regresa libre al orden divino del cual procede. Es, en el fondo, una lección sobre cómo vivir humanamente incluso ante la muerte.

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